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MAGAZÍN SABATINO

LEERxLEER
Nro. 55: 26/01/19

Gonzalo Arango
Confesiones de un seductor
A veces soy feliz, especialmente cuando amo. Dejo que la vida me pase por
los ojos y me deje existir con una pasividad que no hace resistencia al
temor, ni a la idea de morir. El espíritu de inquietud cede sus furores al
silencio, y una especie de bruma adormece las impaciencias del alma.
Pero el amor, aunque es mi sentimiento más creativo, no puede ser nunca
la imagen de un amor feliz. Tiene que ser, necesariamente, un sentimiento
de turbación, de ruptura. Tenerlo a distancia para conquistarlo, en esa
lucha radica su belleza. Poseer plenamente un ser es destruirlo. Así, un
sol deslumbrante destruye la luz, sofoca la mirada y arruina el esplendor
de los objetos. La posesión es mortal al deseo, le roba su encanto, su
misterio, ese misterio que es la esencia del amor, su arma más seductora.
Por eso, la mujer que oculta su identidad en un antifaz, es excitante hasta
la locura: estimula nuestra pasión de posesión, nuestra pasión creadora.
Su ocultamiento se abre como un desafío a nuestra sed de conquista.
La mujer, al entregar su amor, debe conservar para sí una zona inédita, de
penumbra, esa que el hombre descubrirá después de la posesión, que casi
siempre deja en el espíritu un sentimiento de rendición y nostalgia.
Si en ese proceso de la conquista esa zona se ilumina con la plenitud, los
amantes deben renovarla, crearle al cielo de la pasión una nueva estrella y
una nueva distancia. Y así, el proceso creador del amor se hará infinito, y
el sexo dejará de ser un reclamo transitorio del instinto, para convertirse
en un poema de vida y atormentada belleza que sellará su duración,
salvándose de las amenazas de la rutina y el tedio.
No proclamo la astucia y la traición que son armas fraudulentas del amor
pueril. Quiero excitar a la mujer a una rebelión de su naturaleza para que
se sacuda los complejos seculares de la burda dominación que la tienen
sometida a un destino miserable de objeto erótico y justificador del
egoísmo viril. Esta liberación será posible cuando la mujer decida romper
las antiguas estructuras que no le permiten más alternativa que una
fatalidad procreadora, y cuando abandone el coqueto narcisismo del eterno
femenino, por cuya imbecilidad ha pagado un precio demasiado caro.
Entonces sí será un ser humano, un espíritu creador de valores cuyo
porvenir no sólo es el hombre, sino la historia.
Todos amamos alguna vez, y fracasamos un poco. La experiencia, unida a
la reflexión sobre los sentimientos, no enseña a conocer la naturaleza del
alma, que es compleja como el misterio del mundo.
El amor tiene dos enemigos mortales: la felicidad total, y la desdicha total.
Ambos, si se erigen en sistemas eternos de vida emocional, acabarán por
destruirlo. Lo ideal sería una verdad de amor cuyo equilibrio radicara en
un poco de certeza y un poco de duda; de posesión y lejanía; de plenitud y
ansiedad; de ilusión y nostalgia. En la síntesis de estos opuestos el amor
encontrará su centro de gravedad, su energía, y sus fuentes de duración.
—¿Por qué nunca dices que me amas?
—¿Para qué? Adivínalo. Si te lo estuviera recordando a toda hora te
aburrirías y dejarías de amarme.
Tenía razón. Con su silencio ponía en movimiento mi fantasía, me excitaba
a una lucha con sus fantasmas interiores, me ponía a dudar, a padecer los
terrores de la esperanza, o las dulzuras de la desesperación.
El único porvenir del amor es el presente, y merecerlo cada día. Pues el
amor tiene la duración de las cosas efímeras: del día, de la ola, del beso.
Su “eternidad” depende de ese movimiento continuo para que una ola
forme a la siguiente, y el beso induzca de nuevo al deseo. Con este ritmo
incesante el amor puede ganarse como una victoria para toda la vida, que
es mejor que para toda la “eternidad”.
Esa es, en esencia, la naturaleza y el destino del amor: lo que nace vive,
languidece, muere y constantemente resucita. Y su resurrección
dependerá del milagro, que no es otra cosa que la poesía. Pero esta poesía
no son versos, ni se refiere a idealismos despojados de carne. Esa poesía
es vida, está hecha del cuerpo de los amantes, sus deseos, sus silencios, y
de cada átomo de energía viviente.
El amor, esa efusión, no es un divorcio del cuerpo y el espíritu, sino sus
bodas. No existe el amor carnal ni el amor ideal. Tales prejuicios son
aberraciones simbólicas de la moral. El auténtico amor, el puro amor, es la
apoteosis de cuerpo y alma reconciliados en la unidad viviente de dos
seres triunfando sobre la muerte, sobre la soledad, en el exilio de la tierra.
Digamos en su honor que el amor es un misterio, y que su única evidencia
es que existe. Pues sin duda existe y aclara otros misterios con su poder
revelador. A veces, en noches de desamparo y amargo ateísmo, en brazos
de una mujer, he descubierto el rostro de Dios. Por eso para mí es
sagrado, porque colma en mi alma los abismos de lo divino, la necesidad
de un ideal que dé sentido a la vida y haga florecer la tierra. Pues Dios es
todo lo viviente, sobre todo una mujer amada, excepto cuando carga el
amor de cadenas para hacer de la vida un infierno.
Estos pensamientos que he pensado sobre el amor son la respuesta a una
pregunta furtiva de una mujer burguesa. Ella quería saber qué era para mí
el amor, si una pasión sexual o un sentimiento del espíritu. Yo le dije con
sumo respeto:
—Señora, son las dos cosas, pero en la cama.
Como era célibe y de moral estoica, se escandalizó. Pero yo no tengo la
culpa de que el rostro de la verdad sea, como en el caso del amor, un
rostro desnudo. Mejor dicho, dos rostros desnudos.

Publicado inicialmente en Cromos, Bogotá, el 12 de julio de 1965. Disponible en


https://www.revistaarcadia.com/agenda/articulo/gonzalo-arango-compilado-de-
articulos-en-ultima-pagina/48784

Elogio de los celos


A mi mujer
Si Erasmo, que era un sabio cuerdo, hizo un bello elogio de la locura, ¿por
qué yo, que soy un loco enamorado, no puedo hacer el elogio de los celos?
De todos modos lo haré, con perdón del psicoanálisis, o sin él.
Empezaré diciendo que el amor no es una pasión intelectual, ni una
pasión moral, lo cual es absurdo. El amor, para mí, es como un incendio,
una hecatombe, una insurrección de todas las potencias vitales del ser, no
solo del espíritu, sino de la carne. El amor es también una enfermedad
sagrada que todo lo embellece, todo lo glorifica, todo lo crea y todo lo
aniquila. Es esa frontera paradisíaca que divide el cielo del infierno, que
los mezcla, que nos arroja en uno o en otro para salvarnos o perdernos.
En el hecho de amar hay egoísmo, un tierno y bárbaro egoísmo, pues
amamos en otro lo que amamos en nosotros mismos, y también aquello de
que carecemos. Por eso resulta que el amor es una afirmación de nuestro
narcisismo, y un rechazo de nuestra imperfección. El amor es un
narcisismo que se encarna en otro.
En el amor hay una ruptura de la personalidad, la irrupción de una fuerza
violenta que desgarra la conciencia, la invade como un torrente de
sensaciones paradójicas, románticas e irracionales. Pone a los amantes
frente al mundo, en un terrible desafío, como dos guerreros, como dos
enemigos, para salvar una batalla de la que resultará un profundo acuerdo
de sus vidas frente al destino.
En el amor no hay tregua, no hay reposo, sino el que concede el triunfo o
la derrota. Y aun en el caso de un acuerdo, la lucha no cesa, pues hay que
vigilar y defender la victoria.
No sé si este sentido del amor es válido para ustedes, pero para mí no
tiene nada de idealista. En mí es una lucha interior que concierne a mi
cuerpo, a mi alma, a mi situación en el mundo, a la totalidad de mi ser
viviente. Comparo esa lucha a la de una primavera negra que asciende de
las profundidades del tiempo por entre sólidos bloques de hielo y muerte
hacia la luz. Que asciende ciegamente, ferozmente, hacia su destino en la
flor, en el fruto, en la radiante plenitud de la vida.
El amor es en mí la invasión del “enemigo” que llega a salvarme, un
apocalipsis de terror que precede al renacimiento. Colma mi vida de
sentido, la irradia con su energía creadora, fecunda mis sueños con su
misterio, despierta con su caricia los dioses dormidos, apacigua mis
furores, y por un segundo el tiempo se detiene, se desgarra como un
sésamo y alumbra el arcano reino celeste. Soy rey en ese reino terrible y
fugitivo como el relámpago, donde el hombre, exaltado por el amor, se
descubre dios.
¿Cómo no amar hasta el terror, hasta la locura, y aun hasta los delirios
infernales de los celos a un ser que significa la única gloria de vivir, en
torno al cual giran los astros y la tierra con su carga de muertos, de
dioses, de siglos y de espumas?
Mientras exista, me declaro súbdito de ese reino en que la espuma me
oculta la muerte con su rostro desafiante y desdeñoso.
Yo, con perdón de los lógicos y de los psiquiatras, soy vulnerable a los
celos según la magnitud de mi amor, y en la medida en que el amor
ilumine mi razón de vivir. Por eso no creo en estos psiquiatras
racionalistas que afirman que “los celos son un síntoma de enfermedad
mental”. Yo diría más bien que no son los celos, sino el amor, la
“enfermedad” de la cual derivan los celos como la razón de ser del amor.
Pero hasta donde sé, los que sufren de amor no son pacientes del
psicoanálisis.
En mí, la relación entre el amor y los celos es la misma que hay entre
causa y efecto. Y si pensara “curarme” de los celos tendría primero que
“curarme” del amor.
Incluso, pienso que unos celos “razonables” son saludables al amor, son
parte de su naturaleza irracional, y no hay en esto nada de morboso ni
anormal. Sinceramente, no creo que el amor exista si no paga su tributo a
los celos, esa punzada fascinante y secreta que hace las veces de centinela
del corazón, que tiene la clave del tesoro.
Sucede que los celos no gozan dentro de nuestras convenciones sociales
del prestigio de los sentimientos. Ellos están catalogados en la categoría
siniestra de los “bajos instintos”, y en torno a ellos resplandece una
aureola negra y maldita. Pero esto es culpa de una moral idealista que
aspira a despojar al amor de su carácter animal. Esa moral condena los
celos como una aberración vergonzosa, como una inquietud del corazón.
Pero yo pregunto: ¿dónde está esa escala de valores científicos en que la
fidelidad está consagrada como una virtud elevada y los celos como un
instinto innoble?
(Si existe, seguramente fue redactada por un célibe, por un fraile, por un
filósofo eunuco, o por un psiquiatra que estaba de atar).
En general estos científicos del corazón son unos charlatanes, unos
curanderos doctorados por la vanidad del racionalismo moderno.
Presumen alumbrar todos los misterios de la vida con un catálogo de
hipótesis de fórmulas a priori elaboradas por una mente sorda y
especulativa. Pero la vida los desborda infinitamente con sus arcanas
verdades, vedadas a los teóricos y moralistas.
Hace ya un siglo que un poeta iluminado y demente, Arthur Rimbaud, dijo
que la moral es la debilidad del cerebro. Yo digo, un siglo después, que los
celos son la fuerza del amor. ¿Qué piensan de esto los moralistas y los
retóricos del alma?
Que los celos sean “un síntoma de enfermedad mental” es una calumnia y
una abyecta mentira. Los celos pueden ser tan dignos como el amor
mismo. Pero la moral social los ha deshonrado, les ha robado su calidad
de fuerza vital.
El celoso se siente indigno, no se atreve a confesar su “debilidad” por
temor de la burla y el ridículo. Este miedo demuestra que los celos se han
convertido en un complejo de culpa, en razón de un prejuicio social. Juro
que ninguno de ustedes se siente orgulloso de sus celos, como se siente de
su romanticismo. Para ser franco, admiro más en un amante sus celos,
esa desesperación que lo desgarra poniendo en conflicto todo su ser con el
mundo, víctima de su violencia viril, que ese acto cursi y trasnochado que
se llama una serenata. Este galán nocturno exhibe su amor con cinco
canciones románticas que por lo general terminan en los abrazos de una
damisela.
El celoso, en cambio, se desliza en la noche como un reptil, perseguidor
perseguido por la mirada de los otros, ocultándose en los vericuetos
infernales de la pesadilla, soportando el peso intolerable de un terrible
complejo de culpa, acosado por la pena y el delirio.
El celoso, en vez de comunicar sus celos –lo que ya sería un principio de
liberación– prefiere encerrarse en ellos como en un infierno por temor de
ser juzgado y condenado por el invisible tribunal de las convenciones
reinantes.
Es falso que una mujer, o un hombre, si verdaderamente se aman, se
sientan degradados si por alguna razón se reclaman una mutua fidelidad.
Al contrario, yo creo que esta solicitud exalta a los amantes, aviva su fuego
y tensa los sentimientos para que no cedan a la rutina mortal de la
indiferencia. Ese reclamo, en el fondo, revitaliza la pasión, reanuda el
diálogo ardiente de los cuerpos y la eterna lucha dolorosa de los amantes.
No hay que temer ni despreciar el estallido de estas furias irracionales. El
amor vive de esta lógica sangrienta. A la larga, ese grito animal y salvaje de
los celos libera y nos devuelve la dicha. Los amantes que no sufren
tampoco gozan, y los que no son celosos tampoco aman. Todo amor vivo
está en ebullición como un volcán, y una de esas sustancias que avivan su
lenta y fulgurante combustión, son los celos. Estos son, en última
instancia, el síntoma revelador de la luz que agoniza, de la pasión que se
extingue, de una hecatombe que amenaza destruirlo todo. La presencia de
una crisis que puede ser mortal o presagio de resurrección.
Pero los volcanes, como el amor, también se apagan, y si la materia que los
inflama ya no arde, se convierten en tumbas. Si los celos desaparecen, se
vuelven la ceniza de un amor muerto, la lejía de una llama que encendió la
vida, que le dio un sentido maravilloso a la tierra.
Y ahora, para escandalizar a los psiquiatras y desquiciarles su pomposa
ciencia del alma, afirmo que Otelo únicamente amó a Desdémona a partir
de ese instante en que el buitre de los celos empezó a roerle las entrañas.
He aquí que también incurro en el prejuicio odioso de comparar los celos
con el picoteo de un buitre, animal despreciable de nuestra zoología moral.
Entonces rectifico: afirmo que Otelo únicamente amó a Desdémona a
partir de ese instante en que la celosa ave Fénix empezó a torturar sus
entrañas y desvelar sus sueños de amor eterno. Antes del suplicio, la
desidia había matado su amor. Y un buitre fétido festinaba sobre sus
despojos. Pues donde anida la indiferencia y la quietud, allí ronda la
muerte.
Y para borrar de un teclazo las presunciones de la psicología clásica y
ultramoderna, desde Sófocles hasta José Gutiérrez, diré que los celos no
son “un síntoma de enfermedad mental” como afirma mi compatriota, sino
la razón de ser del amor, así como el misterio es la razón de ser de Dios, y
como la poesía es la razón de ser de la vida. Y ustedes saben, mis queridos
psiquiatras, que un poeta es un hombre que ha sacrificado la razón para
ganar el sueño.
Desde los celos hasta Dios nos movemos en una escala de valores
metafísicos y poéticos donde los psiquiatras lo ignoran todo del hombre. Si
no fueran tan lamentablemente razonables, habría que tomarlos por locos.
Pero la locura es un honor que no concede la Academia, ni se recibe como
un doctorado Honoris Causa en los laboratorios del espíritu.
Y ahí les regalo, de consuelo, la frase de un poeta que no era ciertamente
razonable: “El hombre cuando piensa es un mendigo, y cuando sueña es
un dios”. Hölderlin, este rebelde de la razón, murió loco. Era un celoso de
los dioses.

Publicado originalmente en Cromos, Bogotá, el 16 de mayo de 1966. Disponible


en https://www.gonzaloarango.com/ideas/elogio-de-los-celos.html

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