Sunteți pe pagina 1din 19

HILDEGARDA VON BINGEN:

LA VOZ SAGRADA 1

Michel Poizat

“L
a música es una mujer”, escribe Richard Wagner en Ópera y drama,2 y para
él, el poeta es el hombre que debe venir a fecundarla en el amor. Wagner
formula así una metáfora de las relaciones entre palabra [parole] y música3
que sitúa lo musical en posición femenina y lo que es del orden del verbo en posición
masculina. Esta configuración no es exclusiva de Wagner. Ella se remonta a la noche de los
tiempos, generalmente acompañada por consideraciones de orden ético que apuntan a
despreciar el carácter “afeminado” de ciertas modalidades de la expresión lírica siempre
referidas, ya sea a la mala articulación del texto, o a una relegación demasiado marcada del
texto detrás de lo que es pura voz, pura música.

Es así, por ejemplo, que se cita aquel precepto atribuido al legendario emperador chino Shun
(2200 a.C.): “Dejen a la música seguir el sentido de las palabras [mots], manténganla simple
e ingenua. Porque la música pretenciosa, vacía de sentido y afeminada, debe ser condenada”.

Más cerca de nosotros, los primeros tiempos del cristianismo (en su reflexión sobre la
legitimidad del recurso, en el culto, al canto y a lo musical, a lo que llamaremos con una
palabra [mot]: el lirismo) reconocieron de inmediato los términos de esta problemática, y ello
por una buena razón: es en esta tensión entre palabra [parole] y música, entre sentido y
sinsentido [hors-sens]que se sitúa, en efecto, la apuesta misma del goce lírico, la emergencia
de la voz como tal en tanto que es un objeto de goce, un objeto pulsional en el sentido que el
psicoanálisis da a esta palabra [mot]. Con el fin de analizar (entre otros) las relaciones con el

1
Tomado de Variations sur la Voix. París: Anthropos, 1998, pp. 131-147. Publicado originalmente en Les
Cahiers du GRIF, Descartes et Cie, París, no. 2, pp. 49-63. Versión en español de Sergio Andrés Salgado Pabón
(Bogotá - Colombia).
2
Existe versión en español de Ángel Fernando Mayo Antoñanzas (con prólogo de Miguel Ángel González
Barrio): Ópera y drama. Madrid: Akal, 2013 (N. del T.).
3
“Parole” se emplea en francés, sobre todo, para referirse a la facultad de habla; “mot” se refiere, en cambio, a
una partícula o unidad lingüística determinada: así, por ejemplo, la palabra [mot] “voz” (N. del T.).

1
goce, los Padres de la Iglesia no podían, en efecto, dejar de hacerse la pregunta por las
modalidades de la transmisión de la Palabra [Parole] divina a los fieles y por la legitimidad
del recurso a un soporte que hiciera intervenir, tanto el placer, como el canto y la música, en
esta transmisión. Las respuestas a esta interrogante fueron diversas y mucho más matizadas
de lo que generalmente se cree. Las resumiremos a muy grandes rasgos a través de las
posiciones tomadas por tres figuras mayores, todas de los siglos IV al V, que ascendieron a
la primera línea de este debate: san Jerónimo, san Ambrosio y san Agustín.

San Jerónimo encarna la posición más rigorista. Como buen letrado, por entero al servicio
del Verbo (él es, recordémoslo, el traductor de la Biblia al latín: la Vulgata), expresa las
reservas más explícita a toda intervención del lirismo en el culto que el fiel debe rendir a
Dios. Tolera, justamente, todo lo que llamamos la declamación de los textos sagrados, es
decir, una salmodia de ambitus muy limitado que abraza estrictamente el ritmo de la
enunciación natural de la palabra [parole] sin el menor desarrollo melódico ni rítmico. En
esta perspectiva, el lirismo es pensado como una ofensa condenable a la integridad de la
palabra [parole] divina. Él debía tener en cuenta, sin embargo, el ejemplo del rey David, gran
músico ante el Eterno. San Jerónimo se sale de esta contradicción interpretando a su manera
una frase incidental de san Pablo que lo autoriza a preconizar un canto mudo puramente
interior.4

En la misma época, y en el lado opuesto, san Ambrosio funda las bases del lirismo cristiano
al componer él mismo himnos y hacer que la comunidad de fieles de Milán cante “a una sola
voz”, “a la manera del ruido de las olas”, según su propia expresión. Y lo hace, con toda
lucidez, sobre este problemático impulso: “Algunos pretenden que fasciné al pueblo por el
canto de mis himnos, no lo discuto”, dice en su polémico Contra Auxentrum.

En cuanto a san Agustín, brinda el equilibro, y con una penetrante intensidad, formula toda
la problemática del trabajo del siguiente modo:

4
Se trata de la frase de la Epístola a los Efesios en la cual el apóstol recomienda cantar y celebrar al Señor “en”
nuestros corazones.

2
“Yo me inclino más bien, sin emitir sin embargo una opinión irrevocable, a aprobar
la costumbre del canto en la Iglesia, con el fin de que, por las delicias del oído, el
espíritu aún demasiado débil pueda elevarse hasta el sentimiento de la piedad. Pero,
cuando me ocurre encontrar más emoción en el canto que en lo que se canta, cometo
un pecado que merece castigo, lo confieso; y me gustaría más entonces no oír
cantar”.

De este modo se encuentran definidas, por un lado, una concepción rigorista y legalista que
se podría calificar como puritana y que tiende a relanzar lo musical, el lirismo, del lado de la
ofensa al verbo sagrado (del lado, pues, de lo diabólico); y por otro lado, una concepción que
llamaremos “mística” que funda la esencia misma de la relación con Dios sobre el goce lírico
sagrado. En esta perspectiva, el registro de la palabra [parole] es lo que viene a ser obstáculo
a la ostentación de este goce sagrado y es él, por ende, el que se ve rebajado al rango de lo
“puramente humano”, pantalla de la absoluta trascendencia divina significada por la
trascendencia de lo musical sobre lo verbal.

La historia del canto sagrado cristiano muestra que es el equilibrio inestable manifestado por
las dudas de san Agustín el que termina por prevalecer. Pero, como bien lo anuncian las
reservas agustinianas, ello fue al precio de un trabajo de regulaciones, legislaciones y
delimitaciones vueltas a poner sin cesar sobre la mesa. No se le aflojan impunemente las
bridas, en efecto, a un proceso que implica una apuesta de goce. Ésta tiende siempre a
rechazar o a rodear el marco que se le impone. Marcos y límites deben sin cesar ser
redefinidos de acuerdo a las transgresiones, que nunca cesan de producirse. Toda puesta en
juego de un goce de cualquier naturaleza que sea pone en marcha una tensión dinámica entre
la búsqueda de este goce y el establecimientote leyes y de límites destinados a impedir que
el sujeto pierda, ahí, su cuerpo y alma, y destinadas a mantener la cohesión de un grupo social
consagrado sin eso a la desintegración pura y simple.

La posición final de la Iglesia fue pues un “sí, pero…”; sí a la voz y al goce de la voz, pero
en condiciones bien precisas que aseguren siempre la preeminencia de la Palabra [Parole]
Sagrada. Esta posición final está tan anclada en nuestra cultura que ni siquiera imaginamos

3
que perfectamente hubiera podido ser de otra manera,5tan olvidados están estos debates
primitivos. Y sin embargo toda la historia del canto sagrado no es, de hecho, más que la
historia de los diversos estados de la tensión fundamental entre orden de la palabra [parole]
y goce lírico, que acabamos de describir muy esquemáticamente.

Es precisamente en esta historia que, con una fuerte lógica, volvemos a encontrar aquí y allá,
insistente, la metaforización de esta tensión en términos de la oposición masculino/femenino.

Así, por ejemplo, Isidoro de Sevilla (560-636), quien precisa que la palabra [parole] divina
debe ser proclamada por una voz “llena de esencia viril”, “sin nada de femenino”.6
Trescientos años más tarde, Thierry de Fleury reitera los preceptos de Isidoro y recuerda la
recomendación de virilidad de la voz del cantor que debe sonar ac si tuba, “como una
trompeta”.

Y en 1324, una carta-decreto del papa Juan XXII que prohíbe los acentos lascivos del Ars
Nova (grosso modo, la polifonía) que “afeminan las melodías”. Eso que recordará, más de
doscientos años luego, el concilio de Trento en su recomendación de una canto “sin ligereza
ni lascivia” que debe preservar en toda circunstancia la inteligibilidad del texto santo.

Es en esta problemática, en una época (siglo XII) en la que el canto llamado “gregoriano”
está en el punto de su esplendor y de su rigor,7 que oímos dará la figura de Hildegarda von
Bingen toda su singularidad, claro, pero también el carácter por el cual ella misma encarna
la tensión en juego en este asunto. Se puede decir que Hildegarda encarna literalmente, en

5
Como nos lo recuerda en cambio el ejemplo del Islam que, en el mismo debate, se ha dividido radicalmente
en un Islam “legalista” que prohíbe el recurso al lirismo y un Islam místico (el sufismo) que, por su parte, va
hasta el extremo del trance lírico y musical para manifestar su devoción. Las actuales prohibiciones e incluso
asesinatos de músicos a manos del fundamentalismo islámico deben ser interpretadas en ese contexto, siempre
de actualidad para el Islam (Cf. La Voz del diablo, pp. 50-75).
6
Esto no tiene nada que ver, precisémoslo, con el sexo del agente encargado de esta proclamación.
Contrariamente a una falsa idea, largamente extendida, nunca ha habido prohibición sobre el canto de las
mujeres como tal: comunidades de monjas dedicadas al canto se constituyeron desde el siglo IV. Ellas cantaban
tanto como los monjes, prueba de ello: Hildegarda y sus hermanas benedictinas. No es menos cierto que las
mujeres no podían mezclarse con las comunidades de hombres sobre las que reposaba el servicio divino de los
grandes lugares episcopales y pontificales (pero cuyo auge no es anterior a los siglos XII y XIII).
7
Estamos, recordémoslo, cerca de un siglo antes de los primeros despliegues de la polifonía.

4
efecto, el dilema entre ese orden de la Palabra [Parole] en el que ella participó plenamente y
esta búsqueda de un goce lírico sagrado del que ella es una de las figuras más extraordinarias.

Hildegarda von Bingen: la “sibila del Rin” (1098-1179)

Hija de una familia que pertenecía a la nobleza del Palatinado, Hildegarda entra a la edad de
ocho años al noviciado del convento benedictino de Disibodenberg, en Renania, no lejos de
Maguncia. Toma los hábitos a los quince años y se vuelve superiora del convento a la edad
de treinta y ocho años. Funda entonces varias comunidades en Renania y emprende, conducta
completamente inhabitual para una abadesa benedictina, cuatro grandes viajes de predicación
que la llevarán a Franconia, a Lorena y a Suabia. Su notoriedad se extiende muy rápido
mucho más allá de Renania. Sus visiones atraen a los peregrinos de todos lados. Es consultada
por las más altas personalidades de su tiempo: desde el emperador Federico Barbarroja al
papa Eugenio III, sin omitir todo lo que la cristiandad de la época tiene de teólogos y de
eruditos de todo género. Después de su muerte en 1179, cuatro procedimientos de
canonización fueron entablados sucesivamente por los cuatro papas que se sucedieron entre
1227 y 1334. Ninguno dio resultado, aunque el fervor popular la había declarado santa desde
hace mucho tiempo. Esto es completamente revelador: con toda visibilidad, las pruebas
aportadas por su compromiso en el siglo al servicio de la propagación de la fe cristiana no
bastaron para cubrir completamente la singularidad, incluso el olor algo sulfuroso, de
numerosos aspectos de su personalidad y sus actividades:

-En primer lugar, sus visiones místicas, que la llevaron a ser conocida con el sobrenombre de
“la sibila del Rin” o “la profetisa teutona”.

- Posteriormente, sus actividades de escritora en dominios tan poco habituales para una
abadesa benedictina como la teología, la medicina y las ciencias físicas. Ella es la autora de
Physica, compuesto de nueve libros que tratan de historia natural, y de Causæ et curæ, todo
un tratado de medicina de la época. Se conoce, igualmente, una correspondencia suya de
cerca de trescientas cartas.

5
-Por último, su actividad musical, a toda vista fuera de normas, que la posiciona
probablemente como la única mujer compositora de música sagrada de la historia de la Iglesia
y como una de las pocas mujeres compositoras de la historia de la música. Esta última
afirmación debe matizarse, sin embargo, debido al contexto de la época: precisamente ese
siglo XII de los trovadores que vio, aunque en el país de Oc, a algunas mujeres como Beatriz,
condesa de Die, quien participó de la lírica cortés no solamente en su lugar de Dama cantada
sino también de Dama cantante.

Desde luego no le fue fácil hacer reconocer el origen santo de sus visiones. Es así que se
necesitó todo el peso de san Bernardo de Claraval para que el sínodo de Treves, en 1147, la
autorizara “en el nombre de Cristo y de san Pedro para publicar todo lo que ella había
aprendido del Espíritu Santo”.

El ejemplo de Hildegarda von Bingen es particularmente emblemático de la modalidad


adoptada por la Iglesia cristiana para administrar sus tensiones entre tendencia mística y
tendencia “canónica”, así como sus tensiones entre el recurso al lirismo y la sumisión
absoluta a la ley del Verbo. Contrariamente al Islam, la Iglesia supo evitar la división radical
y fratricida entre esos dos polos, al precio, sin duda, de la moderatio del desencadenamiento
místico, al precio también de la exclusión de la manifestación “agitada” y socializada del
trance. Hildegarda encarna literalmente esta posición a la vez de equilibrio y de tensión
extrema. Del lado de la ley y de la regla por su actividad de madre superiora fundadora de
comunidades religiosas, de autora de escritos teológicos y científicos, así como por su rol de
consejera diplomática y política, ella se suscribe punto por punto al orden feudal dominante,
orden por completo fundado, se sabe, sobre contratos de palabra [parole]: palabra [parole]de
vasallaje dada al señor por el vasallo, palabra [parole]de señor feudal que garantiza en retorno
protección y subsistencia al vasallo. Es así, por ejemplo, que ella se muestra fuertemente
sumisa a la ley de la jerarquía feudal puesto que no aceptaba en su comunidad más que
jóvenes nobles y ricas, argumentando esto ante quien le haciéndola observación de que la
jerarquía querida por Dios no sabrías ser cuestionada y que “no se pone los bueyes, los
corderos, los asnos y los machos cabríos en el mismo establo”.

6
Pero al mismo tiempo ella no desconoce nada de lo que viene a exceder o trascender: esta
ley en el más allá estático de las visiones místicas y en el lirismo desenfrenado de su poesía
lírica o de sus composiciones musicales.

Cuando, por un lado, ella da todas las pruebas de sumisión a la ley y a la ley del Verbo, por
otro, Hildegarda pone en juego todos los registros de la oposición a esta ley.

Por sus visiones, lo que ella moviliza es una copiosa dimensión imaginaria. Y aquí
empleamos la palabra [mot] imaginario en el sentido que le da el psicoanálisis lacaniano, es
decir, refiriéndose a todo lo que es del registro de la imagen en lo que ésta se distingue
fundamentalmente de la estructuración simbólica que deriva de la influencia del orden del
significante sobre el ser humano.

Notemos, en primer lugar, la necesidad que ella siente de recurrir a una negación para
garantizar la autenticidad y el origen de escritos o de palabras [paroles] considerados como
proféticos. Hildegarda se afirma, en efecto, como una “mujer inculta”, lo que desmiente toda
la autoridad en materia teológica o filosófica de la cual ella da prueba, por otro lado. Pero la
experiencia mística que ella relaciona es por esencia transgresiva y por lo tanto sospechosa.
Imperativamente hay que presentarla como resultado de un conocimiento inspirado, que se
impone desde el exterior a una mujer considerada ignorante, y sobre todo no como el
resultado de especulaciones intelectuales o filosóficas condenables del auto de fe, como será
el caso, cien años más tarde, de ese otro gran místico del Rin que es el Maestro Eckhart. “Yo
no sé lo que digo, pero una fuerza me impulsa a decirlo”. Es la negación fundamental por la
cual el místico intenta imponer su posición subjetiva de cara a los defensores de la ortodoxia.
Éstos se desvían entonces de la interrogación sobre lo “dicho” para llevarla sobre la
naturaleza de esta fuerza. En el caso de Hildegarda, es muy evidente que todo el resto de su
actitud inclinaba a deducir el origen divino.8Sin embargo, un sínodo entero en el que el papa
estaba presente debió decidir sobre su caso. No obstante, de igual modo, ella nunca fue

8
Atención, seamos muy claros: desplegando así el “razonamiento” implicado por esta negación no insinuamos
en absoluto un cálculo consciente cualquiera o una insinceridad cualquiera de parte de aquélla que manifiesta
tal actitud.

7
oficialmente canonizada (subrayemos, de paso, la raíz de la palabra [mot]: es reconocido
santo aquél que es reconocido conforme a la regla), a pesar de cuatro tentativas.

Decididamente muy recelosa, Hildegarda se defiende incluso, además, de ser sujeto del
éxtasis. En una carta a Guibert de Gembloux, padre espiritual del convento de Rupertsberg,
fundado por Hildegarda, ésta describe así sus visiones:

“En la visión, mi espíritu, como Dios lo quiere, se eleva a las alturas celestes según
las diferentes corrientes; se dilata entre los diversos pueblos, por más alejados que
sean sus países (…). Pero yo no las oigo (a esas imágenes) en mis oídos corporales,
ni en los pensamientos de mi corazón, no los percibo con ninguno de mis cinco
sentidos, solamente en mi alma, los ojos abiertos, de tal suerte que jamás he conocido
la pérdida (de consciencia) del éxtasis porque veo esas imágenes día y noche en el
estado de vigilia”.9

Pero allí donde la contradicción fundamental de Hildegarda se vuelve un desafío, es cuando


ella va a querer poner por completo en palabras [mots] su universo visionario. A pesar de sus
grandes conocimientos ella no tenía, parece, la total maestría del latín escrito. Recurre así a
secretarios para transcribir sus visiones: en primer lugar, al monje Volmar, que corregía su
gramática y su estilo, después, tras la muerte de aquél, a Guibert de Gembloux, ya citado.
Esas visiones fueron transcritas en tres libros: Scivias “Conoce las vías (del Señor)”,
redactado entre 1141 y 1158. Liber vitæ meritorum “Libro de la retribución del bien y del
mal”, redactado entre 1158 y 1163 y Liber divinorum operum “Libro de las obras divinas”,
redactado entre 1163 y 1173.

No es éste el lugar para analizar el contenido, por cierto apasionante, del pensamiento
visionario de la “profetiza teutona”. No señalaremos más que algunos aspectos de ello
pertinentes para nuestro propósito.

El círculo, el agua y el fuego

9
Epiney-Burgard G., Zum-Brunn E., op. cit., p. 48.

8
Es sorprendente encontrar todos los temas característicos de la búsqueda mística. La obsesión
de la unidad, de la unicidad, en primer lugar, y al mismo tiempo de la totalidad. Ejercicio de
alto vuelo en este caso puesto que, en la doctrina cristiana, el dogma de la Trinidad viene a
interferir con esta búsqueda “unitaria”. Hay que detenernos un instante en este tema porque,
para desarrollarlo, Hildegarda va a metaforizarlo por la Palabra [Parole]:

“Como hay tres elementos constitutivos de la Palabra [Parole] humana,


análogamente hay que considerar la Trinidad en la Unidad de la Divinidad. ¿Cómo?
En la palabra [parole], existen el sonido (sonus), la fuerza expresiva (virtus) y el soplo
(flatus). El sonido para que se la oiga, la expresión para que se la comprenda, el
soplo para que ella alcance su propósito. En el sonido escucha el Padre que
manifiesta todo por su poder indecible; en la fuerza expresiva, el Hijo que nació
maravillosamente del Padre; en el soplo, el Espíritu Santo que quema dulcemente en
ellos”.10

A esta elaboración metafórica, Hildegarda agrega otra construcción analógica que describe
“las tres fuerzas de la llama”:

“Así como la flama tiene tres fuerzas en un solo ardor, así hay un solo Dios en tres
personas. ¿Cómo? La flama se compone de una luz espléndida, de una tibieza
bermeja y de un ardor ígneo. En la espléndida luz veo al Padre que, en su amor
paternal, derrama la luz sobre sus fieles, y en el vigor bermejo que está en él como
causa, en el cual la flama manifiesta su fuerza, comprendo que se trata del Hijo que
tomó carne de la Virgen y en el cual la Divinidad manifestó sus maravillas; en el
ardor del fuego veo al Espíritu Santo que se esparce en el Espíritu de los creyentes”.11

10
Scivias, 2ª visión del Libro II, traducida al francés por G. Epiney-Burgard, op. cit., p. 56.
11
Ibidem.

9
Hildegarda von Bingen. Manuscrito de Rupertsberg
Imagen en Dominio público (no copyright)

Hay que subrayar aquí la omnipresencia del fuego en la metaforización mística de


Hildegarda. La primera iluminación del manuscrito de Rupertsberg en la cual fueron
consignados sus escritos la muestra por cierto con la cabeza rodeada de las flamas del Espíritu
Santo, escribiendo sus visiones o sus “voces” sobre una tableta de cera. Otro ejemplo: la
primera visión de El libro de las obras divinas describe la aparición del serafín sublime (la
palabra [mot] serafín, por cierto, se deriva ella misma de la palabra [mot] hebrea saraph, que
quiere decir “quemar”) hablándole en estos términos:

“Soy la energía suprema, la energía ígnea. Soy yo quien ha encendido cada chispa
de vida. Lo mortal en mí se derrite. Sobre toda realidad decido. Mis alas superiores
envuelven el círculo terrestre, en la sabiduría soy la organizadora universal”.

10
Hildegarda no recurre sino raramente a las metáforas “oceánicas” para intentar dar cuenta de
su experiencia mística, contrariamente a otras formulaciones en términos de “sumersión”,
“fusión”, “engullimiento”, frecuentes en ese dominio. De hecho, lejos de ser antagónicas, el
agua y el fuego producen [imagent] repetitivamente el uno y el otro el goce místico. Eso
puede parecer paradójico puesto que, desde un cierto punto de vista, esos dos elementos
aparecen como opuestas. De hecho, lo que parece en juego fundamentalmente en el recurso
a esas imágenes, es más bien la relación de desbordamiento, de sobrepaso que esos dos
elementos mantienen con todo lo que puede hacer barrera, límite. El fuego destruye lo que lo
envuelve, atraviesa fosos y murallas, como el agua derramándose al infinito una vez el dique
fue infiltrado. El agua, como el fuego, remiten a la noción de fusión o de disolución. Ahora
bien, para volver a un punto nodal de nuestra reflexión, hay que recordar que encontramos
muy frecuentemente ese tipo de imagen precisamente a propósito de la relación que
mantienen música y palabra [parole] en el arte lírico: al ser la música sistemáticamente
remitida al fluido, a la superficie en derramamiento y la palabra [parole] a la orilla, al límite,
al borde que viene a contenerla.12 A esta metáfora viene a sumarse aquélla que asocia ese
fluido, este carácter líquido, a un principio femenino; y ese contorno, ese trazo que define el
límite, a un principio masculino. Lo que nos lleva a la oposición masculino/femenino,
recordada más arriba.

Vayamos al último punto que queríamos evocar a propósito de la expresión mística de


Hildegarda. El carácter infinito de la iluminación en el que, en la revelación de la palabra
[parole] divina, Hildegarda se abraza, ella va a representarlo por la figura del círculo con
mayor frecuencia, desembocando en eso una vez más todo el imaginario místico general:
“Al ser el éxtasis un estado de dilatación, de expansión del campo de consciencia (se
habla de consciencia cósmica u oceánica), él se acompaña de representaciones
totalizantes que dan al sujeto la impresión de participar en un momento universal
liberado de las trabas de su yo [moi] individual, descubriendo la raíz de su ser dentro
de la única relación del Ser, abrazando así todo el Universo. Esta relación encuentra
su representación natural en la imagen del círculo, o mejor en el movimiento de un

12
Cf. Poizat M., La Ópera o el grito del Ángel, p. 106.

11
círculo del cual Dios es el centro y las criaturas la periferia, movidas por su deseo
espiritual en una danza cósmica”.13

Con Hildegarda, el círculo se cierra. Tal es “la perfección de la sabiduría que circularmente
hizo el círculo, abrazando por el pensamiento todo lo que tiene vida”.14“Circulo que cierra el
círculo…”. Del círculo a la tautología, la distancia no es grande; y de la tautología a la
evacuación del sentido, el camino no es largo tampoco. Desde luego todo proceso de
producción de sentido comprende una dimensión circular. Es necesario que una cadena
significante se interrumpa un momento (fin de palabra [mot], fin de frase…) para que una
significación emerja por un efecto retroactivo a posteriori [en après-coup], de una cierta
manera circular, por lo tanto, pero de una circularidad no concluida. La cadena significante
debe continuar desplegándose en una temporalidad abierta para que el sentido pueda
continuar siendo producido. Toda circularidad absoluta tiene por efecto abolir el sentido, así
como la repetición “sin fin”.

Ese deseo místico por el sinsentido [hors sens], por todo lo que puede socavar el orden del
significante, vamos a reencontrarlo íntegramente en la obra de Hildegarda von Bingen, en
sus composiciones líricas.

El lirismo de Hildegarda von Bingen

Hildegarda nos ha dejado setenta y siete poemas litúrgicos con música bajo diversas formas:
cantos antifónicos, responsorios, secuencias e himnos destinados a diversas fiestas litúrgicas,
reunidos en una colección intitulada Symphonia armonie celestium revelationum (“Sinfonía
de la armonía de las revelaciones celestes”). Ella compuso, además, un drama musical: Ordo
Virtutum (“El juego de las virtudes”), que consta de ochenta y dos melodías, probablemente
creado con ocasión de la consagración del claustro de Rupertsberg en 1152.

13
During J., Musique et extase, Albin Michel, p. 196.
14
Canto antifónico de su colección Symphoniæ, “Oh perfección de la sabiduría”, disco EMI, Deutsche
Harmonia Mundi.

12
Debemos detenernos sobre el conjunto de esta obra en tanto que el resplandor extraño y
magnífico, totalmente atípico, ilustra en ella el carácter fundamentalmente transgresivo. Y
en primer lugar por el hecho de que una mujer, además religiosa, se lanza en semejante
aventura. Como lo subraya Peter Dronke:

“En el siglo XII, sólo Pedro Abelardo osará lanzarse, veinte años antes que
Hildegarda von Bingen, a un ciclo de composiciones litúrgicas de tan vasta
amplitud”.15

El encuentro en ese dominio musical de esas dos figuras cuando menos poco ortodoxas no
es ciertamente fortuito. Todo en la obra lírica de Hildegarda está, en efecto, fuera de las
normas, fuera de la ley. Comenzando por la lengua que ella utiliza. Hay sobre todo en
Hildegarda un uso estilístico de la metáfora,16que podría casi calificarse de “furioso”.
Encadenándose la una a la otra sin otra lógica que la asociativa, en construcciones de frases
intrincadas o muchas veces participios o genitivos que dependen los unos de los otros, el
sentido mismo de la frase se divide en capaz. Todo en ella intenta “empujarlos límites del
lenguaje ordinario” a los confines de un “verbo obstinadamente personal y a veces oculto”.17
Sus textos están, por otro lado, frecuentemente entrecortados de palabras [mots] que
pertenecen a “su lengua desconocida”, lo que no deja de recordar la glosolalia mística, es
decir, esta creación de significantes que no pertenecen a ninguna lengua, liberada así de todo
significado reconocible, y vivido por el sujeto en éxtasis como la lengua de comunicación
con la divinidad. La contestación del orden del lenguaje es, como se constata,
excepcionalmente viva en Hildegarda y se ajusta –más estrechamente imposible– a la
utilización que ella hace de un material musical totalmente singular.

La Symphonia de Hildegarda

15
Dronke O., presentación del registro de Symphoniae, EMI, Deutsche Harmonia Mundi, CDC 749512.
16
Y particularmente de la metáfora erótica: familiar de la imaginería erótica y mística del Cantar de los
Cantares, “Hildegarda empuja la analogía hasta poner en frente la unión carnal y sus componentes: la fuerza
(fortitudo), el deseo (concupiscientia) y el acto (studium) con la obra de la Trinidad, imagen de la cual, hasta
donde sabemos, no hay equivalente en la literatura contemporánea” (Epiney-Burgard, op. cit., p. 37).
Reencontramos aquí una vez más ese trazo ya señalado en el que la exaltación del goce de Dios, goce infinito
de ese más allá indecible, encuentra para expresarse las palabras [mots] de la descripción erótica, incluso sexual.
17
Dronke O., op. cit.

13
Comencemos por encontrar en Hildegarda esta necesidad de fundar su actividad “musicante”
sobre una teoría cosmológica, e incluso teológica, de la música. Sus concepciones musicales
son particularmente expuestas en una carta completamente sorprendente dirigida a los
prelados de Maguncia en 1179 a propósito del siguiente asunto. Hildegarda, por entonces
abadesa de Rupertsberg, había aceptado que fuera enterrado cristianamente en el cementerio
del convento un joven noble excomulgado y reconciliado con la Iglesia, pero en privado, no
públicamente. Los canónigos del capítulo de la catedral de Maguncia lanzaron entonces la
prohibición sobre el convento, es decir, ellos prohibieron a los benedictinos comulgar y
cantar el oficio (pero no cumplirlo en voz baja y hablada). Lo que, notémoslo de pasada, es
fuertemente revelador de la indagación, por las instancias de autoridad religiosa de la época,
de la dimensión de goce unida al canto: en respuesta a una falta, el censor produce así la
sanción sobre dos registros unidos del goce sagrado: el de la incorporación oral, por una
parte; el del canto, por otra. Hildegarda protesta, pero se somete a la prohibición hasta el
reconocimiento de todo su derecho. Ella no se confía menos a una severa amonestación de
los prelados de Maguncia, acusándolos rotundamente de hacerse los cómplices “objetivos”
de Satanás al prohibir a las monjas cantar. Reafirmando claramente las concepciones de la
corriente lírica que más atrás hemos llamado “mística”, Hildegarda explicita con sutilidad la
esencia divina de la música y, por ello mismo, la inspiración satánica de la prohibición sobre
la música. Su argumentación retoma en efecto todos los aspectos de la mitología de los coros
angelicales, pero los desarrolla confiriéndole a la música una función fundamental de
llamado, de recuerdo de un estado original perdido, relacionado con Adán. Subrayemos de
nuevo que Hildegarda se cuida bien de presentar su propósito como una enseñanza divina
recibida directamente en el curso de una visión (el misticismo es a veces cómodo, en efecto):

“Escuché una voz que provenía de la luz viva y que hablaba de las diversas formas
de alabanza según el salmo de David: ‘Alábenlo al sonido de la trompeta, alábenlo
con el arpa y la cítara hasta que todo lo que respira alabe al Señor’”.

Después Hildegarda definió una voz de alguna manera original, “la voz del Espíritu de Vida”,
de la cual Adán participaba plenamente mezclándose con el coro de las alabanzas angelicales.

14
Ahora bien, “esta afinidad con la voz angelical que él poseía en el paraíso”, Adán la perdió
“en la caída y la transgresión”:

“Pero Dios, que salva las almas de los elegidos al enviarles la luz de la Verdad para
llevarlas a la felicidad original, tomó la decisión de renovar los corazones de un gran
número al infundirles el espíritu profético con el fin de que, por la iluminación
interior, reencuentren algo de los bienes perdidos por Adán que él poseía antes del
castigo de su falta.

Con el fin de no vivir en el recuerdo de su exilio, sino en el de este dulzor de la


alabanza divina del cual gozaba Adán con los ángeles, y para incitar a los hombres
a ello, los santos profetas instruidos por este mismo espíritu que habían recibido no
sólo compusieron los salmos y los cánticos que ellos cantaban para encender la
devoción de los oyentes, sino que además crearon, para este fin, los instrumentos con
los cuales los salmos serían entonados, con sus diversas sonoridades; de este modo,
tanto por el aspecto exterior y las particularidades de cada instrumento de música
como por el sentido de las palabras [paroles] propuestas, los oyentes enterados y bien
dispuestos por las formas exteriores, como lo habíamos dicho más arriba, reciben
una enseñanza interior”.18

Hildegarda sintetiza así tres tipos de argumentos a favor de la música. Un argumento


mitológico: la rememoración de una voz original paradisíaca; un argumento pragmático: el
canto permite encender la devoción de los fieles y los dispone a acoger la enseñanza divina;
y un argumento de autoridad: es Dios quien ha inspirado a algunos individuos escogidos la
composición de los himnos y de los salmos.

Se ve cuánto avanza ella sobre esta cuestión, puesto que ella se confía a una rehabilitación
no sólo del canto sino del instrumento de música profana, rehabilitación que ella misma
concretará componiendo música puramente instrumental. Es, en efecto, la producción de

18
Epiney-Burgard G., Zum-Brunn E., op. cit., p. 51.

15
instrumentos “por los sabios y los eruditos”, de factura exclusivamente terrestre y profana,
por lo tanto, lo que ella revalora:

“Siguiendo el ejemplo de los santos profetas, los sabios y los eruditos inventaron
también por su saber hacer humano numerosos instrumentos con el fin de poder
cantar según la alegría de su alma. Adaptaban su canto a la flexión de los dedos para
acordarse de que Adán fue creado por el dedo de Dios, el Espíritu Santo”.19

El cántico de alabanza es, pues, un “eco de la armonía celeste” y el alma es “sinfónica”, es


decir que espíritu, voz e instrumento entran en consonancia en este eco, en esta evocación de
la armonía celeste o de esta voz originaria de Adán antes de la caída. Es por eso por lo que:

“Cuando el diablo hubo oído que el hombre podía cantar bajo la inspiración divina
y ser incitado a recordar el dulzor de los cantos de la patria celeste (…), estuvo tan
asustado y atormentado que no cesó de enturbiar o de impedir la proclamación, la
belleza y el dulzor de la alabanza divina y de los cánticos espirituales”.

Hildegarda recusa pues a Satanás, por esencia, toda dimensión musical, definiendo así una
posición diametralmente opuesta a la de la ortodoxia integrista que, del primer cristianismo
al Islam, atribuye a Satanás, por el contrario, la ciencia misma de la música. Eso la llevará a
asignar a Satanás, como personaje de su obra Ordo Virtutum, una partitura exclusivamente
hablada. Ese drama litúrgico constituye así, también, una innovación radical, incluso
transgresiva, puesto que pone en escena al diablo en persona, y en posición central, lo que es
casi único en la escena religiosa. Si, en efecto, los diablos hormiguean en los misterios
representados sobre la plaza de las catedrales –pero eso será mucho más tarde: en los siglos
XIV y XV–eso es lo más corriente sólo a título de pintoresco elemento teatral y no en tanto
que protagonista principal.

19
Según G. Epiney-Burgard, se trata de una alusión a la “mano guidoniana”, técnica de enseñanza y de dirección
musical atribuida a Guid’Arezzo (siglo XI) que hacía corresponder una nota a cada falange. Bastaba al maestro
con mostrar en su mano abierta el lugar deseado para que el alumno, o el intérprete, ejecute la nota
correspondiente.

16
El Ordo Virtutum pone pues en escena el alma humana “como teatro de la confrontación de
las fuerzas celestes representadas por las virtudes y del mundo bajo simbolizado por el
diablo”.20 Ese último se ve, pues, dotado de una voz hablada mientras que el alma y las
virtudes se reparten las melodías más ricas y las más atrayentes que hay. Pero esta palabra
[parole] satánica, Hildegarda la ha querido “aguda”, “estridente”. Su intervención debe ser
“siempre experimentada como la interrupción del mundo bienaventurado creado por la
música”.21 La indicación de esta distorsión de la emisión hablada es importante porque se
inscribe en la lógica de la contradicción mística. Esta palabra [parole] pura que, en todo lugar,
es referida a lo que es del orden de la ley, y particularmente de la ley divina, es necesario que
aquí se distinga de alguna manera a cualquier precio, excepto arriesgándose a incurrir en la
acusación de blasfemia implícita, puesto que aquí ella es puesta en la boca del diablo. Esta
palabra [parole] debe ser en consecuencia deformada. No nos sorprenderemos de que el
artificio vocal utilizado desemboque en el chillón, incluso en el grito, de tal modo que se lo
pueda escuchar en la exclamación “euge, euge!” (¡bravo!) proferida por Satanás en respuesta
sarcástica a la evocación por las virtudes del temor de Dios que los anima. El grito es, en
efecto, la expresión vocal más antinómica que hay de la palabra [parole].

Por lo tanto, si en el sistema de Hildegarda, la musicalidad es negada a Satanás, las


modalidades de la musicalización de lo divino, y de sus atributos, son una vez más todo
menos banales. Completamente al servicio de la expresividad mística, Hildegarda debe
extender el vocabulario de la música medieval más allá de las normas. Su música no está
emparentada en nada con el canto-plano (entonces en la cima de su esplendor), pero es a toda
vista completamente original. El ambitus puede ser extremo, en los límites de lo cantable
(dos octavas y media, por ejemplo, del sol grave al contra-re en su himno O vos angeli).
Celdas melódicas de tonalidades (o más precisamente de modalidades) diferentes se
yuxtaponen sin transición en función del contenido expresivo del texto que ellas sostienen.
Hildegarda, fiel en ello a la ideología musical en vigor durante la Edad Media, se conforma
en efecto con la idea de los antiguos Griegos que establecían una correspondencia directa
entre el modo melódico utilizado y el sentimiento suscitado por el autor. Pero ella aplica ese

20
B. Thornton, presentación del registro de Ordo Virtutum; Conjunto Sequentia EMI. Deutsche Harmonia
Mundi.
21
B. Thornton, ibidem.

17
sistema de una manera completamente personal, haciéndolo el principio director de su
composición sin consideraciones por las normas intrínsecas del sistema melódico de la época
en cuanto a la sucesión de los intervalos y en cuanto al encadenamiento de las diferentes
modalidades. La melodía, en consecuencia, “no existe para ella misma”, sino que más bien
“sirve como documento de la reacción del músico a la forma y al sentido del texto”.22
Hildegarda manifiesta así al extremo esa propensión del misticismo a justificar una práctica
que colinda de facto con la evacuación de la significación e incluso de la inteligibilidad del
texto (tanto a nivel del texto mismo por los procesos estilísticos evocados como por el
tratamiento musical que le es aplicado), a partir de la voluntad contraria de hacer penetrar
mejor en el individuo el sentido profundo de las palabras [paroles] sagradas. Porque, como
lo escribe Hildegarda misma en Sci Vias:

“Es porque ese sonido, voz de una multitud, canta sinfónicamente la alabanza de los
lugares celestes, por lo que la sinfonía repite en la unanimidad de la concordia, la
gloria y el honor de los ciudadanos del cielo, aumentando lo que la palabra [parole]
profiere en alta voz. Así como la palabra [parole] designa al cuerpo, la sinfonía
manifiesta el espíritu, porque la armonía celeste anuncia la divinidad y la palabra
[parole] publica la humanidad del Hijo de Dios”.

Referencia una vez más al dogma de la Trinidad que permite así, al cristiano, lo que se le
niega al musulmán: pensar Dios al mismo tiempo como Palabra [Parole] y como Música.

Hildegarda se esforzó así, pues, durante su vida, por ser a la vez un hombre23 de Dios,
literalmente un porta-palabras [porte-parole] de Dios, una sirviente del Dios-verbo y al
mismo tiempo una mujer mística consagrada al sinsentido [hors-sens] de la trascendencia
musical, tendiendo así a conferir a Dios una esencia musical y femenina. De ese dilema, de
ese deseo de unión de los contrarios, ella pagó un fuerte precio. Sus biógrafos relatan, en
efecto, que:

22
B. Thornton, ibidem.
23
Es ella misma quien se define un día como homo simplex, un “hombre simple”.

18
“Desde el día de su nacimiento, esta mujer está aprisionada en las enfermedades
como en una red, de tal suerte que su médula, sus venas y su carne están
constantemente torturadas por el dolor (…). Cuando ella está abrumada por el peso
de sus visiones, se enferma, hasta que puede expresarlas”.24

Ella sufría, sobre todo, frecuentes y violentas migrañas,25 pero rompiendo una vez más con
la banalidad de las interpretaciones canónicas del sufrimiento, lejos de hacer de ello una
prueba enviada por Dios o una expiación de sus faltas, ella les atribuye un sentido casi
naturalista: debido al Espíritu Santo se ha vuelto sensible a las influencias de los diversos
elementos que componen el universo que ella experimenta, así las fuerzas y las violencias.
Entre fuerza y debilidad, masculino y femenino, palabra [parole] y música, divino y humano,
Hildegarda intentó, y vivido en su cuerpo, lo imposible de su reconciliación. ¿No es eso lo
que finalmente evitará que sea juzgada conforme a la regla que podía hacerla una santa oficial
de la Iglesia? ¿Es un azar que su último proceso de canonización no exitosa fuera conducido
por el papa Juan XXII, el mismo que condenó los acentos lascivos y afeminados de ciertas
formas musicales… que debían constituir, tres siglos más tarde, el paradigma mismo de la
magnificencia del canto sagrado cristiano? ∞

24
Epiney-Burgard G., Zum-Brunn E., op. cit., p. 29.
25
Por ello el célebre psiquiatra estadounidense Oliver Sacks considera que el relato de esas visiones no es más
que la elaboración poética y mística de los trastornos visuales causados por migrañas oftálmicas.

19

S-ar putea să vă placă și