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DE UN MUNDO POSMODERNO
Resumen
Abstract
This article presents some reflections regarding the students’ identity construction from
school since the frame of the modern society and its transformation after Postmodernity or
globalization effects. Furthermore, these changes are put into the Colombian milieu in order to
contextualize historical events, to analyze them and to understand elements of idiosyncrasy, which
influence our identity development. It is expected that those reflections may contribute to generate
active processes in the classrooms and to stimulate discussions about ways or strategies that could
be implemented to turn the school into place that highlights the role of the student as a subject who
is restructured and self-discovered, beyond academic processes.
Introducción
Con base a lo anterior, en este artículo se presenta una serie de planteamientos referentes a
la construcción identitaria situándola en primera instancia, desde su acontecer histórico moderno y
posmoderno para entender sus rasgos principales y cambios trascendentales. Asimismo, se analiza
dichas transformaciones desde el plano colombiano para ilustrar y reflexionar el papel que
desempeña la escuela como mediadora fundamental que posibilite el conocimiento y conciencia de
una identidad compleja y cambiante, lo cual implica retomar el protagonismo el estudiante.
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La descripción de esta sociedad tradicional se interpreta como un mundo integrado
independientemente de las diferencias sociales que podían coexistir para la época; por lo tanto, la
formación de una identidad se supeditaba a una colectividad con significado y coherencia y además
seguridad de lo que cada persona deseaba lograr (Shuttenberg, 2007); desde el punto de vista
tradicional, la identidad se confinaba a lo natural, o dado por cierta comunidad y esto implicaba un
rasgo que nacía con la persona y que todos debían alcanzar: un trabajo, una familia, una casa, etc.
Empero, a través de los años se fue generando ciertas alteraciones como consecuencia de la
masificación de la información, la apertura económica, el aumento de la movilidad de personas
entre fronteras o, entre otras palabras, el fenómeno de la globalización, que, a su vez, es producto
de una mundialización “impulsada por un sistema tecnológico de redes de información,
telecomunicaciones y transporte que ha articulado el planeta en una red de flujos de información
que actúan en tiempo real e inciden directamente en el conjunto de la vida humana” (Calderón y
Gutiérrez, 2002, en Shuttenberg, 2007, p.3); por ende, los cuatro pilares solidificados mencionados
anteriormente se desestabilizaron poco a poco.
Consecuentemente, la manera de ver el trabajo como fuente para construir el carácter se fue
difuminando debido a la poca estabilidad que en ocasiones garantizaban los empleadores. Así, se
fue fragmentando la idea de tener un trabajo para toda la vida y se limitó a una especie de acampada
que debía ser aprovechada mientras existía la oportunidad, convirtiendo la construcción del Yo en
un sujeto fracturado que adopta posturas a su conveniencia, prestando más atención a la imagen, a
la ropa o apariencia (Kenneth J. Gergen, 1992 en Martínez, 2006).
Por consiguiente, el ser humano se haya en una etapa de inestabilidad, pero también, se
convierte en un ser más individualista con motivaciones a explorar y a buscar una libertad que
trasciende en el campo familiar. De hecho, la institucionalidad de la familia se torna frágil porque,
así como en la vida laboral, ésta ya no representa un compromiso vitalicio.
Asimismo, todas estas vicisitudes que vive el individuo, repercuten en el plano colectivo o
comunitario. El estado-nación ya no representa un sentido de pertenencia; en tanto surgen
ideologías políticas diferentes, tendencias que van en contracorriente de las culturalmente
aceptadas, dando origen a movimientos y tribus urbanas que establecen una forma de apego y
autodefinición que promueva un proyecto identitario. Igualmente, brotan distintas religiones que
son adoptadas indistintamente con el fin de reencontrar un sentido, y estabilidad dentro del caos
del consumo y la masa que produce el capitalismo.
Tales características producen otro rasgo identitario llamado diferenciación. Esto indica que
el sujeto se ve en la obligación de “cambiar de valores, actitudes, compromisos o lealtades según
adopta un rol u otro en las distintas esferas por las que tiene que moverse en su vida diaria”
(Matínez, 2006, p. 814). Si bien, la adopción de roles ya había sido sustentado por Goffman en su
teoría de análisis de las realidades sociales basadas en la interacción (1956), en la que el individuo
sigue unos móviles “máscaras” para lograr determinados intereses, este rasgo se acrecienta
produciendo una separación o distanciamiento entre una realidad concreta y una realidad abstracta.
De allí que se origina una especie de duplicidad que la persona emplea para su propio provecho o
conveniencia.
Los efectos de dicha duplicidad, ha provocado diferentes movimientos juveniles, tal vez,
uno de los más reconocidos ha sido el de los 60s. Desde estas décadas, el sujeto proclama la
búsqueda de lo esencial y lo espontáneo, alejados del sistema o normas impuestas por la sociedad.
Shils (1991 citado en Martínez, 2006) manifiesta que “hay una creencia, que se corresponde con
un sentimiento, y que dentro de cada ser humano hay una individualidad, en estado de
potencialidad, que busca una ocasión para la realización, pero está atrapada en las reglas, creencias
y roles que la sociedad impone” (p. 815); en tanto, la obligación del sujeto reside en establecer una
identidad propia y encontrarse realmente.
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El caso de la modernidad y postmodernidad en Colombia
La Revolución Francesa surgida a finales del siglo XVIII, trajo consigo aires de liberación
en el mundo hispanoamericano. Si bien la atmósfera capitalista no fue igual comparada con el
desarrollo europeo debido a su carácter socioeconómico e idiosincrático, las ideas morales católicas
estarían presentes en Colombia hasta 1991, con la expedición de la última constitución política
(Leal castro, 2013). Aun así, estas siguen influyendo el país contemporáneo, un lugar, que como
Cruz (1998, citado por Leal, 2013) menciona “pareciera como si fuéramos premodernos, modernos
y postmodernos al mismo tiempo” (p. 91).
Sumado al problema de poder y corrupción que subyace desde las entrañas más profundas
del hombre, de acuerdo a estos filósofos, se encuentra también el problema de la violencia. Al
respecto, Melo (2003) expresa:
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El Estado y los grupos dirigentes colombianos se dejaron enredar por la madeja
endemoniada de la violencia, al menos desde 1947 o 1948, y nunca encontraron la manera
de enfrentarla con eficacia. A veces, incluso, la alentaron, al promover modelos políticos
sectarios e intransigentes, o al estimular, con el discurso de los intelectuales, la idea de que
solo mediante la violencia se resolverían la desigualdad o la pobreza, o al no tomar
decisiones que habrían desactivado los resortes del conflicto (párr. 7)
Un conflicto político que se pensó ser solucionado con el nacimiento de las guerrillas, pero
estas ahondaron la rigidez, la intolerancia, la injusticia y la pobreza de una región que se desbordó
por los efectos del narcotráfico y en consecuencia el florecimiento de grupos paramilitares,
trayendo consigo desplazamiento y dolor.
Recordará el lector, que las decisiones políticas del país giraban en torno a las ideas
conservadoras o liberales que regían en la época, las cuales eran dominadas en gran medida por la
iglesia católica. Igualmente, que el modo de crecimiento económico daba sus pasos capitalistas y
esto requirió una escuela que supliera unos intereses mercantilistas para potenciar la capacidad
productiva del país sin considerar una verdadera propuesta pedagógica (Ramírez & Téllez, 2006).
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educación integral, abandonando la enseña tradicional sustentada en la repetición de contenidos y
aprehensión de conceptos.
En efecto, el quehacer educativo se limitó y se demarca dentro de los objetivos para lograr
los estándares propuestos mediante el adiestramiento de evaluaciones estandarizadas que permitan
observar el mejoramiento académico de los estudiantes considerando las áreas obligatorias, los
proyectos transversales y las competencias del siglo XXI: aprendizaje autónomo, resolución de
problemas y pensamiento crítico (Documento sugerido por la OCDE para la educación en
Colombia, 2016).
Pareciese que estas políticas atiborran por un lado, al docente, quien debe buscar las
estrategias posibles para lograr que sus estudiantes alcancen las competencias necesarias para
constituirse en una sociedad cada vez más exigente en el campo laboral y por el otro lado, al
estudiante con cuestionas que aunque sabe que son importantes, le son indiferentes para la época
adolescente en que se encuentra y más aún dentro del consumismo y la homogenización de
identidades que provoca la misma globalización. En relación a esto, ¿conoce la escuela a sus
adolescentes?, ¿la escuela construye proceso considerando la realidad de sus estudiantes? ¿cómo
ayuda al proceso de su formación identitaria y al redescubrimiento de ellos mismos en una sociedad
cambiante? ¿Cómo la escuela contribuye a que los estudiantes revisen sus acciones para
proyectarse no sólo en su futuro sino para actuar en un presente?
Por estas razones, Cruz (2009) argumenta que es fundamental que el alumno tenga la
posibilidad de socializarse mediante actividades grupales en las que pueda crear, actuar y mostrarse
como un individuo completo en la comunicación de sus hallazgos y para esto, urge que la escuela
olvide la división entre disciplinas e integre el conocimiento. James y Mead citados en cruz (2009)
mencionan que en la identidad personal “el yo es un producto social, no determinista ni estático,
sino dinámico y construido a partir de las interacciones sociales” (p. 171). En este sentido, podría
asumirse que la escuela es un ambiente en el que surgen distintas interacciones, entre distintas
culturas con las que el estudiante puede reconocerse, identificarse dentro de un grupo y definir su
proyecto de vida; por ende, la importancia de esta institución como medio para reconocer a los
jóvenes como actores sociales que se reconstruyen constantemente y de esta forma posibilitar
herramientas que además de potencializar sus habilidades, les permita analizar y reflexionar sobre
su rol como estudiante e individuo dentro de una sociedad cambiante.
Consideraciones finales
De allí la relevancia de la escuela como agente que propende por una formación y por el
cambio en la construcción activa identitaria de los jóvenes planteándose, en primer lugar, una serie
de interrogantes respecto no sólo al tipo de educación que se quiere brindar, sino a la clase de ser
humano con la que se desea construir una sociedad. Como lo expresa Zabala (2002, citado en
Valencia y Rodríguez, 2011) la educación “es un proceso que no sólo contribuye a que el alumno
aprenda unos contenidos, sino que también hace que aprenda a aprender y que aprenda que puede
aprender. Su repercusión no se limita a lo que el alumno sabe, sino que influye en lo que sabe
hacer y en la imagen que tiene de sí mismo (p. 26). Sólo si se reconoce y se reconstruye a sí mismo,
podrá elevar acciones que repercutan en su presente y futuro.
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En efecto, dicho autodescubrimiento podrá proporcionar un trabajo sobre identidad
reflexiva en el estudiante, que, aunque ha sido poco abordado, posibilita una oportunidad para que
el educando pueda leerse el mismo “reconocer su capacidad de producir acción y la capacidad de
reconocer sus acciones como propias, y atribuírselas” (Yañez, 1997, p. 31), generando una acción
humana para restructurar y transformar comportamientos y situaciones de acuerdo al conocimiento
experimentado.
Se requiere entonces una escuela que se preocupe más allá de la academia y sus resultados;
deberá considerar también, contribuir a construir y reafirmar la identidad de unos adolescentes,
quienes además de vivenciar cambios físicos y hormonales, experimentan cambios culturales y
dificultades sociales que hacen del proceso aprendizaje un reto mucho más amplio.
Referencias
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