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EL PAPEL DE LA ESCUELA EN LA CONSTRUCCIÓN DE IDENTIDADES DENTRO

DE UN MUNDO POSMODERNO

Tania Paola Tinoco Villanueva


Docente de aula de la Institución Educativa Técnico Superior de la ciudad de Neiva, Colombia,
Magíster en didáctica del inglés de la Universidad de Caldas.
Correo electrónico: tapativi@hotmail.com

Resumen

El artículo que se presenta a continuación plantea una serie de reflexiones respecto a la


construcción identitaria de los estudiantes desde la escuela, para lo cual fue necesario enmarcar
dicha construcción en la descripción de la sociedad moderna y su transformación tras los efectos
de la llegada de la posmodernidad o globalización. De igual manera, se sitúa estos cambios dentro
del entorno colombiano con el fin de contextualizar los acontecimientos históricos, analizarlos y
comprender elementos de nuestra idiosincrasia que inciden notoriamente en la formación de
identidad. Se espera que los planteamientos expuestos contribuyan a generar procesos activos en
las aulas de clase y a suscitar discusiones en relación a los modos o estrategias que se puedan
implementar para hacer de la escuela un espacio que resalte el rol del estudiante como sujeto que
se restructura y se autodescubre, más allá de los procesos académicos.

Palabras claves: identidad, modernidad, posmodernidad, trasformación, construcción, rol,


escuela.

Abstract

This article presents some reflections regarding the students’ identity construction from
school since the frame of the modern society and its transformation after Postmodernity or
globalization effects. Furthermore, these changes are put into the Colombian milieu in order to
contextualize historical events, to analyze them and to understand elements of idiosyncrasy, which
influence our identity development. It is expected that those reflections may contribute to generate
active processes in the classrooms and to stimulate discussions about ways or strategies that could
be implemented to turn the school into place that highlights the role of the student as a subject who
is restructured and self-discovered, beyond academic processes.

Key words: identity, modernity, postmodernity, transformation, construction, role, school.

Introducción

Desde la publicación de Childhood and Society en 1950 de Erik Erikson, el tema de la


identidad ha estado en constante investigación científica; no en vano, se ha considerado como uno
de los focos de interés para distintas ramas de las ciencias sociales a finales del siglo pasado (Vera,
2012) debido a los procesos de la modernización que sufren las sociedades y tras de estos, los
grandes cambios económicos, políticos, sociales y culturales que esto significa.

Indudablemente, la escuela, no ha sido ajena a tales alteridades y es necesario que esta se


redescubra y reconstruya para hacer frente a las circunstancias contemporáneas. En este sentido,
1
se debe revisar su contexto, la evolución de los agentes que intervienen en ella dentro de una
historia para facilitar la comprensión de los acontecimientos y así determinar acciones que le
facilite la generación de un conocimiento, el reconocimiento de habilidades por parte de los
estudiantes, y, por tanto, el análisis de su condición humana e identidad frente a una sociedad.

Con base a lo anterior, en este artículo se presenta una serie de planteamientos referentes a
la construcción identitaria situándola en primera instancia, desde su acontecer histórico moderno y
posmoderno para entender sus rasgos principales y cambios trascendentales. Asimismo, se analiza
dichas transformaciones desde el plano colombiano para ilustrar y reflexionar el papel que
desempeña la escuela como mediadora fundamental que posibilite el conocimiento y conciencia de
una identidad compleja y cambiante, lo cual implica retomar el protagonismo el estudiante.

Cambios identitarios: de la modernidad al mundo globalizado.

Según los autores Leal Castro (2013) la Modernidad se desencadenó en el Renacimiento


originado en Italia en el siglo XIV y se extendió a toda Europa durante los siglos XV y XVI. Esta
corriente surgió en contraposición del pensamiento medieval, dando paso a la razón para explicar
el mundo social. De allí que se asoció con el periodo de la Ilustración y la Revolución científica
del siglo XVII y la irrupción de la Revolución industrial provocando un auge económico, científico
y técnico. “posibilitaron nuevos sistemas productivistas basados en una economía mecanizada para
producir bienes a gran escala y un desarrollo citadino que permitió entender …una visión
instrumental o utensiliar de la Modernidad, correlacionada con las ideas de Desarrollo y Progreso”
(p.90).

De esta manera, la modernidad se enmarcó en el capitalismo industrial y burgués. Su


fundamento se sentaba en las bases del trabajo y la familia, desde un plano individual, y en la
nación y la religión, en el plano comunitario. Considerando el primer plano, el trabajo es valorado
como fuente para autovalidar la personalidad del sujeto gracias a su esfuerzo y dedicación. Este
logro, le brindaba la seguridad y confianza necesaria para forjar un carácter a través de una
actividad institucionalmente aceptada y reconocida. Asimismo, la familia era una carta de
presentación a la sociedad y daba una identidad por medio de un apellido o descendencia. No se
puede olvidar que, en esta época, mientras que el hombre trabajaba fuera de casa, la mujer se
dedicada a los quehaceres del hogar; por lo tanto, dicha familia le generaba una representación y
estatus, que de manera hipócrita o por conveniencia (fuese el caso) otorgaba solidez.

En el plano comunitario, En primer lugar, se encuentra la nación. Ella delimita tanto


geográfica como culturalmente la identidad de un pueblo, lo cual establece un sentido de
pertenencia a un espacio o territorio que comparten una legua, tradiciones, etc. Además, de dicha
delimitación, también encierra un ámbito político que suscribe simpatizantes para dirigir el rumbo
de un estado. Así, durante esta época moderna, los ideales oscilaban ente orillas liberales y
conservadoras; corrientes que sobreviven actualmente, y en muchas ocasiones, se disfrazan de
nombres distintos. De igual manera, la religión generaba un fervor y patriotismo en este periodo y
se colaba en todas las ramas importantes del poder, inclusive, económicas. Su incidencia era tal,
que las decisiones legislativas o ejecutivas de una nación, dependían ampliamente de su
beneplácito, al menos en los países de occidente.

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La descripción de esta sociedad tradicional se interpreta como un mundo integrado
independientemente de las diferencias sociales que podían coexistir para la época; por lo tanto, la
formación de una identidad se supeditaba a una colectividad con significado y coherencia y además
seguridad de lo que cada persona deseaba lograr (Shuttenberg, 2007); desde el punto de vista
tradicional, la identidad se confinaba a lo natural, o dado por cierta comunidad y esto implicaba un
rasgo que nacía con la persona y que todos debían alcanzar: un trabajo, una familia, una casa, etc.

Empero, a través de los años se fue generando ciertas alteraciones como consecuencia de la
masificación de la información, la apertura económica, el aumento de la movilidad de personas
entre fronteras o, entre otras palabras, el fenómeno de la globalización, que, a su vez, es producto
de una mundialización “impulsada por un sistema tecnológico de redes de información,
telecomunicaciones y transporte que ha articulado el planeta en una red de flujos de información
que actúan en tiempo real e inciden directamente en el conjunto de la vida humana” (Calderón y
Gutiérrez, 2002, en Shuttenberg, 2007, p.3); por ende, los cuatro pilares solidificados mencionados
anteriormente se desestabilizaron poco a poco.

Consecuentemente, la manera de ver el trabajo como fuente para construir el carácter se fue
difuminando debido a la poca estabilidad que en ocasiones garantizaban los empleadores. Así, se
fue fragmentando la idea de tener un trabajo para toda la vida y se limitó a una especie de acampada
que debía ser aprovechada mientras existía la oportunidad, convirtiendo la construcción del Yo en
un sujeto fracturado que adopta posturas a su conveniencia, prestando más atención a la imagen, a
la ropa o apariencia (Kenneth J. Gergen, 1992 en Martínez, 2006).

Por consiguiente, el ser humano se haya en una etapa de inestabilidad, pero también, se
convierte en un ser más individualista con motivaciones a explorar y a buscar una libertad que
trasciende en el campo familiar. De hecho, la institucionalidad de la familia se torna frágil porque,
así como en la vida laboral, ésta ya no representa un compromiso vitalicio.

Asimismo, todas estas vicisitudes que vive el individuo, repercuten en el plano colectivo o
comunitario. El estado-nación ya no representa un sentido de pertenencia; en tanto surgen
ideologías políticas diferentes, tendencias que van en contracorriente de las culturalmente
aceptadas, dando origen a movimientos y tribus urbanas que establecen una forma de apego y
autodefinición que promueva un proyecto identitario. Igualmente, brotan distintas religiones que
son adoptadas indistintamente con el fin de reencontrar un sentido, y estabilidad dentro del caos
del consumo y la masa que produce el capitalismo.

Como lo indica Shuttenberg (2007):

Al fragmentarse el entramado institucional que daba sentido y estabilidad al individuo, éste


se ve privado de estructuras ordenadoras del sentido. El individuo se ve entonces proyectado
hacia sí mismo, hacia su propia subjetividad, de donde deberá obtener el sentido y la
estabilidad que necesita para existir (p.5).

De este modo, la identificación con el trabajo, la comunidad o un país ha quedado atrás en


una era de la información y movilidad humana en donde traspasar las fronteras es posible sin salir
de casa. Esto conduce a entablar conversaciones con extraños a ver distintas formas de percibir el
mundo, sin compartir o entender, en muchas ocasiones las acciones de determinada cultura,
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originando “la desorientación pública y privada. La desorientación de la comunidad indígena y la
etnia minoritaria que reivindica su sitio en un mundo global, la desorientación de un joven que
continuamente observa cómo se desdibuja su sitio en la sociedad (su proyecto de vida en forma de
trabajo, pareja, vivienda, etc.)” (Guitart, 2008, p. 11)

En estas circunstancias, la transformación de la identidad tomó un tinte de proyecto que


encierra libertad del individuo para construirse continuamente, la cual conlleva a una movilidad
consustancial que compromete una extensión de una discontinuidad cada vez más grande de las
distintas etapas de la vida del ser humano, asignando una característica reflexiva y abierta a la
identidad que permite reinterpretaciones para tomar decisiones dentro de un mar de angustia, riesgo
y posibilidades.

Tales características producen otro rasgo identitario llamado diferenciación. Esto indica que
el sujeto se ve en la obligación de “cambiar de valores, actitudes, compromisos o lealtades según
adopta un rol u otro en las distintas esferas por las que tiene que moverse en su vida diaria”
(Matínez, 2006, p. 814). Si bien, la adopción de roles ya había sido sustentado por Goffman en su
teoría de análisis de las realidades sociales basadas en la interacción (1956), en la que el individuo
sigue unos móviles “máscaras” para lograr determinados intereses, este rasgo se acrecienta
produciendo una separación o distanciamiento entre una realidad concreta y una realidad abstracta.
De allí que se origina una especie de duplicidad que la persona emplea para su propio provecho o
conveniencia.

Los efectos de dicha duplicidad, ha provocado diferentes movimientos juveniles, tal vez,
uno de los más reconocidos ha sido el de los 60s. Desde estas décadas, el sujeto proclama la
búsqueda de lo esencial y lo espontáneo, alejados del sistema o normas impuestas por la sociedad.
Shils (1991 citado en Martínez, 2006) manifiesta que “hay una creencia, que se corresponde con
un sentimiento, y que dentro de cada ser humano hay una individualidad, en estado de
potencialidad, que busca una ocasión para la realización, pero está atrapada en las reglas, creencias
y roles que la sociedad impone” (p. 815); en tanto, la obligación del sujeto reside en establecer una
identidad propia y encontrarse realmente.

Como se puede observar, se distingue una problemática identitaria afianzada en la


diferenciación, la escisión, pero también la reflexividad del sujeto producto de la estructura o de la
naturaleza de la sociedad moderna, que, al mismo tiempo, es trasformada por acontecimientos
políticos, socioeconómicos y culturales. En consonancia con estas circunstancias, la identidad se
halla inmersa en los continuos vaivenes de la sociedad y por tanto esta resulta tan voluble como lo
es la naturaleza del mundo; sin embargo, son dichos vaivenes los que hacen un hombre más frágil
con ansias de autodescubrimiento y de encontrar modos o grupos a los cuales adherirse para
sentirse aceptado o identificado. Todo ello conduce al incremento de la reflexividad social
expresada por Giddens (2004, p.849) “pensar y reflexionar constantemente sobre las circunstancias
en las que desarrollamos nuestra vida”. Entender el paso de la tradición establecida en las
costumbres colectivas para construir el proyecto personal, al plano postmoderno, fundado en la
individualización que requiere un sujeto que se cuestione constantemente sobre su lugar en el
mundo y las acciones necesarias para entenderse en un diálogo con los demás.

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El caso de la modernidad y postmodernidad en Colombia

La Revolución Francesa surgida a finales del siglo XVIII, trajo consigo aires de liberación
en el mundo hispanoamericano. Si bien la atmósfera capitalista no fue igual comparada con el
desarrollo europeo debido a su carácter socioeconómico e idiosincrático, las ideas morales católicas
estarían presentes en Colombia hasta 1991, con la expedición de la última constitución política
(Leal castro, 2013). Aun así, estas siguen influyendo el país contemporáneo, un lugar, que como
Cruz (1998, citado por Leal, 2013) menciona “pareciera como si fuéramos premodernos, modernos
y postmodernos al mismo tiempo” (p. 91).

La modernización en Colombia, se notó por el desarrollo industrial gracias al comercio del


oro y del café, sus avances en materia urbanística, vial y comunicativa sin dejar de lado las
creencias tradicionales impuestas por la iglesia católica indistintamente si el régimen político del
momento girara en torno al polo liberal o conservador. Precisamente, tales circunstancias han
merecido que Morales (2015) denomine a este país como “premoderno” ya que todavía guarda
elementos de la Contrarreforma Católica, la Modernidad y el boom de la Posmodernidad,
ocasionando una mezcla de actitudes y valores entre la gente que no ha dejado progresar el presente
y futuro colombiano.

Como colonia española, Colombia adquirió el sentimiento de la religiosidad, la cual, según


este autor, ha promovido en este país la adhesión “a la religión, la religión católica, para darle
sentido a la existencia, para explicarse los fenómenos geográficos, sociales, económicos, etc., e
incluso confían más en lograr alcanzar sus metas o deseos mediante la fe que mediante su propio
esfuerzo laboral o intelectual” (p. 90). De esta suerte, dicha idiosincrasia deja todo al azar, actúa
con pasión, evitando la planeación o reflexión de sus acciones.

Otro rasgo característico de la idiosincrasia colombiana descrita por Morales (2015) es la


inclinación a ser “privilegiado”; sin embargo, tal privilegio no se remonta al honor, sino a alcanzar
un estatus social destacado por medio del dinero. Este medio se convierte en un arma de poder que
garantiza bienestar y para lograrlo no interesa construir ni respetar un bien común; todo lo
contrario, el individualismo reina campante hasta corromper las mal altas ramas del gobierno,
quienes hacen de Colombia una sociedad cada vez menos unificada.

En concordancia con la descripción idiosincrática de esta nación, la identidad colombiana


se alimenta de ideas tan tradicionalistas guiadas por el credo religioso, como del sentido de
laboriosidad formado por el periodo de industrialización a pequeña escala comparado con los
países del primer mundo. De igual modo, se ve afectada por el individualismo y la fragmentación
del sujeto como causa del auge posmodernista, el cual ha promovido la lucha de intereses y
beneficios propios. Así, queda identificada la conciencia mentirosa descrita por Marx, aquella que
está relacionada con la clase social y se oculta tras de ella; la de Nietzsche, la conciencia agazapada
a merced del poder para controlar al otro; y la de Freud, la conciencia del inconsciente; la que
devela instintos y pulsaciones profundas (Tique, 2012).

Sumado al problema de poder y corrupción que subyace desde las entrañas más profundas
del hombre, de acuerdo a estos filósofos, se encuentra también el problema de la violencia. Al
respecto, Melo (2003) expresa:

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El Estado y los grupos dirigentes colombianos se dejaron enredar por la madeja
endemoniada de la violencia, al menos desde 1947 o 1948, y nunca encontraron la manera
de enfrentarla con eficacia. A veces, incluso, la alentaron, al promover modelos políticos
sectarios e intransigentes, o al estimular, con el discurso de los intelectuales, la idea de que
solo mediante la violencia se resolverían la desigualdad o la pobreza, o al no tomar
decisiones que habrían desactivado los resortes del conflicto (párr. 7)

Un conflicto político que se pensó ser solucionado con el nacimiento de las guerrillas, pero
estas ahondaron la rigidez, la intolerancia, la injusticia y la pobreza de una región que se desbordó
por los efectos del narcotráfico y en consecuencia el florecimiento de grupos paramilitares,
trayendo consigo desplazamiento y dolor.

Consecuentemente, el mundo se torna indiferente ante un colombiano incierto y ahogado


entre pugnas políticas y sociales; aunque no tiene certeza de su futuro, cree en lo que refleja la
televisión y se entrega a la tecnología, o mejor aún en las redes sociales para centrarse en su
singularidad y vanidad, resaltando su interés por la individualidad y desconociendo su naturaleza
humana (Tique, 2012).

Es de aclarar, que las particularidades mencionadas previamente no configuran a cada uno


de los colombianos, pues las experiencias y las vivencias con su familia y entorno estructuran su
modo de ver y actuar en el mundo; empero, era necesario situar brevemente la historia para entender
los comportamientos, perspectivas, y, por ende, las formas de construcción de identidad de una
nación. Ahora, merece retomar dentro de la historia, el papel de la escuela dentro las
transformaciones y efectos posmodernos y su proceso en la formación de identidad de los
educandos.

La escuela colombiana en el siglo XXI.

Recordará el lector, que las decisiones políticas del país giraban en torno a las ideas
conservadoras o liberales que regían en la época, las cuales eran dominadas en gran medida por la
iglesia católica. Igualmente, que el modo de crecimiento económico daba sus pasos capitalistas y
esto requirió una escuela que supliera unos intereses mercantilistas para potenciar la capacidad
productiva del país sin considerar una verdadera propuesta pedagógica (Ramírez & Téllez, 2006).

Ha pasado un siglo, y todavía las políticas educativas, basados en argumentos económicos


sostienen los grandes cambios en esta materia. Actualmente, la escuela resulta un ente facilitador
del proceso educativo, para formar concepciones y responder a las exigencias de una cultura y de
un entorno dominado por los procesos globalizadores, los avances científicos y tecnológicos que
requieren personas cada vez más hábiles, centrada en la resolución de problemas, con actitudes y
valores que garanticen contribuir a una comunidad no sólo con su saber ser, sino con su saber hacer;
es decir, una formación basada en competencias.

La educación basada en competencias arribó a Colombia a mediados de los noventa,


sustentada en uno de los informes presentados a la UNESCO por la Comisión Internacional sobre
Educación para el siglo XXI, el cual sugiere cuatro tipos de aprendizaje: aprender a conocer,
aprender a hacer, aprender a convivir, y aprender a ser. Estos aportes vuelcan la atención hacia una

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educación integral, abandonando la enseña tradicional sustentada en la repetición de contenidos y
aprehensión de conceptos.

Con base a estas nuevas proposiciones, el Ministerio de Educación Nacional de Colombia,


definió las competencias como el "conjunto de conocimientos, actitudes, disposiciones y
habilidades (cognitivas, socioafectivas y comunicativas), relacionadas entre sí para facilitar el
desempeño flexible y con sentido de una actividad en contextos relativamente nuevos y retadores;
por lo tanto, la competencia implica conocer, ser y saber hacer" (p. 49) De esta marea, el concepto
de competencias determina distintas dimensiones de un saber para la vida.

A partir de esta nueva concepción de enseñanza y aprendizaje, este ministerio emprendió


acciones para lograr una calidad educativa apoyándose en el diseño de estándares por competencias
básicas, ciudadanas y laborales. Así pues, se propendió para que el estudiante utilizara la ciencia y
la interpretara para conocer el mundo, a adquirir habilidades de convivencia, democracia,
solidaridad y habilidades y actitudes para que se puedan desempeñar con eficiencia en un campo
productivo. (Guía 21, MEN). Igualmente, siguiendo las recomendaciones de la OCDE
(Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos) planteó lineamientos curriculares,
currículos sugeridos junto con unos derechos básicos de aprendizaje para que sirvieran de brújula
a cada uno de los entes educativos en búsqueda de la calidad educativa.

En efecto, el quehacer educativo se limitó y se demarca dentro de los objetivos para lograr
los estándares propuestos mediante el adiestramiento de evaluaciones estandarizadas que permitan
observar el mejoramiento académico de los estudiantes considerando las áreas obligatorias, los
proyectos transversales y las competencias del siglo XXI: aprendizaje autónomo, resolución de
problemas y pensamiento crítico (Documento sugerido por la OCDE para la educación en
Colombia, 2016).

Pareciese que estas políticas atiborran por un lado, al docente, quien debe buscar las
estrategias posibles para lograr que sus estudiantes alcancen las competencias necesarias para
constituirse en una sociedad cada vez más exigente en el campo laboral y por el otro lado, al
estudiante con cuestionas que aunque sabe que son importantes, le son indiferentes para la época
adolescente en que se encuentra y más aún dentro del consumismo y la homogenización de
identidades que provoca la misma globalización. En relación a esto, ¿conoce la escuela a sus
adolescentes?, ¿la escuela construye proceso considerando la realidad de sus estudiantes? ¿cómo
ayuda al proceso de su formación identitaria y al redescubrimiento de ellos mismos en una sociedad
cambiante? ¿Cómo la escuela contribuye a que los estudiantes revisen sus acciones para
proyectarse no sólo en su futuro sino para actuar en un presente?

Existe una variedad de estudios que demuestran el papel fundamental de la escuela en el


proceso de construcción de identidad. De hecho, investigaciones reveladas por el Ministerio de
Educación Español indican tendencias políticas de jerarquización con pretensiones de
homogeneizar estudiantes, rezagando así su proceso identitario. De igual modo, autores como
Bruner, Bucholtz y Hall (citados en Coll Y Falsafi, 2010) piensan que la identidad de los
estudiantes sigue siendo un aspecto que se maneja al margen de los contextos educativos.

En vista de estas apreciaciones, en los últimos años, se han realizado investigaciones de


tipo cualitativo para analizar, comprender e interpretar cómo los estudiantes construyen identidad.
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De este modo se puede mencionar el trabajo de Hernández (2008), en donde se estudia a los jóvenes
en su contexto natural, indicando muestras de reflexividad afiliadas a conductas morales para lograr
su proyecto personal. También, se puede nombrar la investigación realizada por Tesouro,
Palomanes, Bonachera y Martínez (2013), o el de Bahena Mendoza (2015) que buscaba identificar
el proceso de construcción de identidad nacional en adolescentes; sin embargo, es el trabajo de
Reyes (2009), quien estudia el sentido de la escuela secundaria como espacio de construcción de
identidad para los jóvenes, el que hace un llamado para que esta institución, con función social,
indague por estrategias y posturas pedagógica que tiendan a hacer frente a las exigencias de unos
adolescentes heterogéneos y cambiantes; en otras palabras, es necesario formar sujetos a través de
múltiples herramientas que les facilite además de conocimiento, el reconocimiento de sus
habilidades, de su imagen y de su rol como estudiante e individuo frente a la sociedad.

Por estas razones, Cruz (2009) argumenta que es fundamental que el alumno tenga la
posibilidad de socializarse mediante actividades grupales en las que pueda crear, actuar y mostrarse
como un individuo completo en la comunicación de sus hallazgos y para esto, urge que la escuela
olvide la división entre disciplinas e integre el conocimiento. James y Mead citados en cruz (2009)
mencionan que en la identidad personal “el yo es un producto social, no determinista ni estático,
sino dinámico y construido a partir de las interacciones sociales” (p. 171). En este sentido, podría
asumirse que la escuela es un ambiente en el que surgen distintas interacciones, entre distintas
culturas con las que el estudiante puede reconocerse, identificarse dentro de un grupo y definir su
proyecto de vida; por ende, la importancia de esta institución como medio para reconocer a los
jóvenes como actores sociales que se reconstruyen constantemente y de esta forma posibilitar
herramientas que además de potencializar sus habilidades, les permita analizar y reflexionar sobre
su rol como estudiante e individuo dentro de una sociedad cambiante.

Consideraciones finales

Moldearse y transformase como lo mencionaba Gabriel García Márquez, “Los seres


humanos no nacen para siempre el día que sus madres los alumbran: la vida los obliga a parirse a
sí mismos una y otra vez, …a interrogarse (a veces sin respuesta) a preguntarse para qué diablos
han llegado a la tierra y qué deben hacer en ella” (Semana, 2015, párr. 7) es exigencia de todo
individuo; sin embargo, esta tarea sólo es posible si se reconoce la historia identitaria a través del
tiempo y los efectos que este ha tenido con los movimientos globalizadores dentro del propio
contexto. Esta perspectiva ilustra la historia de una comunidad en un sentido político, social y
cultural que es inherente al desarrollo y formación del sujeto, pues su personalidad, su autoconcepto
y autonomía depende de las experiencias de vida brindada por su familia y entorno.

De allí la relevancia de la escuela como agente que propende por una formación y por el
cambio en la construcción activa identitaria de los jóvenes planteándose, en primer lugar, una serie
de interrogantes respecto no sólo al tipo de educación que se quiere brindar, sino a la clase de ser
humano con la que se desea construir una sociedad. Como lo expresa Zabala (2002, citado en
Valencia y Rodríguez, 2011) la educación “es un proceso que no sólo contribuye a que el alumno
aprenda unos contenidos, sino que también hace que aprenda a aprender y que aprenda que puede
aprender. Su repercusión no se limita a lo que el alumno sabe, sino que influye en lo que sabe
hacer y en la imagen que tiene de sí mismo (p. 26). Sólo si se reconoce y se reconstruye a sí mismo,
podrá elevar acciones que repercutan en su presente y futuro.

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En efecto, dicho autodescubrimiento podrá proporcionar un trabajo sobre identidad
reflexiva en el estudiante, que, aunque ha sido poco abordado, posibilita una oportunidad para que
el educando pueda leerse el mismo “reconocer su capacidad de producir acción y la capacidad de
reconocer sus acciones como propias, y atribuírselas” (Yañez, 1997, p. 31), generando una acción
humana para restructurar y transformar comportamientos y situaciones de acuerdo al conocimiento
experimentado.

De esta manera, la escuela con su contexto interactuante podrá brindar al individuo un


conjunto de valores y significados mediante un sistema simbólico proporcionando espacios y tareas
para que los estudiantes sean protagonistas de su trabajo educativo, facilitando modos de
interacción que cuestione su función y expectativa de aprendizaje. Así, la escuela se convierte en
un espacio socializador, en el que los estudiantes negocian, además de conceptos, sus puntos de
vista, aprendiendo de la diferencia, caracterizando la construcción de la identidad como un
“proceso a través del cual los sujetos, hombres y mujeres, se hacen individuos únicos, negocian sus
diferencias con otros y otras diferentes, y constituyen marcos comunes que les permiten cohabitar
conjuntamente un espacio cotidiano, histórico y cambiante” (Echavarría, 2003, p. 8).

Se requiere entonces una escuela que se preocupe más allá de la academia y sus resultados;
deberá considerar también, contribuir a construir y reafirmar la identidad de unos adolescentes,
quienes además de vivenciar cambios físicos y hormonales, experimentan cambios culturales y
dificultades sociales que hacen del proceso aprendizaje un reto mucho más amplio.

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