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Índice
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El galeón del conquistador
Un antiguo galeón, curtido y oscuro, corta las encrespadas olas. A su paso deja rastros
de humo negro con una tormenta en su interior.
En el centro del barco se alza una gran catedral, repleta de vidrieras. Tallas de humildes
humanos refuerzan los muros de la catedral, sus formas mortales soportando el gran
peso.
Adrián Adanto, el capitán del galeón, está de pie en un balcón en la torre más alta de la
catedral. Observa atentamente cómo su tripulación corre por abajo, preparando el buque
para encallarlo. Su armadura, realzada con el emblema de una rosa negra en el pecho,
brilla en la polvorienta luz. Una sonrisa de afilados colmillos asoma a su cara de
alabastro.
Después del largo y arduo viaje, por fin llegan. Por orden de la Reina, sus instrucciones
son rastrear a la primera y más grande de su clase, Santa Elenda, que ayudará a los
peregrinos a completar su justo propósito. Ya que la prometida Edad de la Sangre
Eterna ya ha llegado. Todo lo que falta es localizar el Sol Inmortal, una reliquia sagrada
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perdida durante tantos siglos que nadie sabe seguro si es un recuerdo o un mito. Seguir a
pesar de semejantes dilemas requiere fe.
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Jace, solo
Estaba tumbado boca arriba en el suelo y, a través de una delicada fronda verde, veía un
cielo azul que se oscurecía poco a poco. Una brisa cálida y perezosa hacía crujir las
cañas de bambú. A través de sus magulladuras (y del inmenso dolor de cabeza), sintió
que bajo su espalda se extendía un blando manto de hojas caídas. Ahí, debajo del
bambú, se estaba tranquilo. El aire era salado y a lo lejos se oía el romper de las olas.
Era un ser similar a un lagarto, cubierto por llamativas plumas azules y amarillas.
Estaba de pie sobre las patas traseras y sostenía un huevo entre sus enormes garras. La
criatura volvió un instante sus ojos anaranjados hacia el hombre que yacía en el suelo,
emitió un sonido parecido a un gorjeo y siguió su camino, dejando caer unas cuantas
hojas al pasar. Un momento después había desaparecido, tan rápido como llegó.
Se tomó un momento para procesar el encuentro. Nunca había visto nada parecido a
aquel ser-lagarto, pero todo lo demás que tenía que ver con su situación actual le daba
una extraña sensación de déjà vu.
Levantó la cabeza y se echó un vistazo. Llevaba una capa azul, pantalones largos y una
ajustada coraza de cuero.
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Su vestimenta tampoco le resultó familiar.
Se sentó y gruñó con esfuerzo hasta ponerse de pie. Poco a poco, tambaleándose,
comenzó a marcharse de aquel lugar, siguiendo el camino del ser-lagarto.
La espesura de bambú dio paso a un bosquecillo de palmeras; del mismo modo, el suelo
fértil de la jungla se volvió más arenoso a medida que la distancia entre los árboles
aumentaba. El sonido de las olas se hizo más fuerte y el hombre trastabilló más rápido
en esta dirección.
De repente, se abrió ante sus ojos una playa gigantesca. La arena bajo sus botas era tan
blanda y suave como la harina. El aire era pesado y húmedo; se sentía casi mojado.
Había algunas estructuras de roca que formaban un arco natural entre la playa y el mar,
y la jungla a sus espaldas se enredaba en un muro impenetrable al borde de la arena.
Alzó la vista. El sol comenzaba a caer a lo lejos; los graznidos de las aves de mar
llenaban el cielo.
—¿Hola?
No sabía cómo había llegado allí. No sabía cómo se llamaba. No sabía dónde estaba esa
jungla, por qué estaba en una playa o qué era aquel ser-lagarto. ¿Por qué estaba cubierto
de moratones y por qué le dolía la cabeza? ¿Qué diablos tenía que hacer para marcharse
de allí?
Una imagen de un lugar que no conocía se abrió paso en su cabeza: colores, luces y la
idea de algo lejano. Sintió un escalofrío que le bajaba por el cuello y, en un brote de
energía sorprendentemente revitalizante, sintió que su cuerpo entero intentaba
desmaterializarse. Las partículas vibraban y desaparecían, su forma física vacilaba entre
un lugar y otro. Era una sensación agradable, conocida... reconfortante. Había hecho
esto antes. Su cuerpo se disolvía y se rompía en pedazos; debería haber sido una
sensación horrible, pero en vez de eso, parecía algo suyo, algo propio.
Se dejó llevar por la sensación, con la esperanza de que, cuantas más partes
desaparecieran de su cuerpo, más partes recuperaría él de su mente. Sin embargo, sintió
que algo lo empujaba hacia atrás, como si una fuerza enorme tirase de él para que
regresara por aquella puerta metafísica que había comenzado a atravesar. Se alejó más y
más y cayó y cayó hasta que se recompuso en la misma playa de la que había intentado
escapar. La fuerza del movimiento lo arrojó al suelo.
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Sobre él, en el aire, apareció un triángulo resplandeciente rodeado por un círculo.
Intentó dar una bocanada de aire con sus pulmones recién recuperados.
El frescor agradable se retiraba. Su cuerpo volvía a estar entero. Tenía las manos
sudorosas y las rodillas hundidas en la arena.
Respiró como pudo entre jadeos de pánico. El corazón le golpeaba contra el pecho
dolorido.
Apretó los puños, confuso, tomó aire con fuerza y escupió el juramento más gráfico que
podía imaginar en ese momento. Una sola palabra, larga y satisfactoria, en la que dejó
escapar toda su inquietud y su frustración.
Cuando por fin se detuvo, solo se escuchaba el ritmo incansable de las olas que
golpeaban la costa.
La noche caía.
Permaneció un rato sentado en la arena, intentando recordar cómo había llegado hasta
allí, pero lo único que le venía a la cabeza era el cimbreo de las cañas de bambú al abrir
los ojos.
Había muchos nombres que conocía. Lazlo, Sam... pero no creía que ninguno le
perteneciera.
Al final decidió que quizás podría averiguar los secretos de otra manera.
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No había nadie alrededor, así que se quitó la coraza de cuero, la capa y los guantes. Se
despojó de la camisa y los pantalones, los dobló con cuidado y los dejó sobre la arena.
Suspiró al sentir el alivio de la brisa fresca contra su piel. Contempló sus posesiones y
se detuvo al mirarse la mano derecha por primera vez.
Había una cicatriz que descendía por el antebrazo derecho en una línea perfecta. Era tan
recta como la incisión de un cirujano; alguien se la había causado de forma
intencionada.
Se examinó a sí mismo, buscando más pistas. Estaba lleno de cardenales, pero también
sentía cicatrices más profundas, igualmente rectas, que le recorrían la espalda. ¿Eran tan
viejas como la cicatriz que tenía en el brazo? ¿Quién le había hecho aquello?
Volvió a ponerse el guante sobre la cicatriz y se hizo una nota mental para meditar sobre
esta evidencia más tarde. Observó la ropa que yacía sobre la arena e intentó imaginarse
qué tipo de persona la llevaría.
Quienquiera que fuese, venía de un clima mucho más frío, eso era seguro. Los tejidos
eran pesados, como si estuviesen fabricados para la lluvia (¡recordaba la lluvia!) y el
frío abrupto. La capa era un tanto excesiva; no se trataba de una prenda lujosa, pero su
diseño desmentía cualquier sutileza. La camiseta interior estaba llena de sudor, así que
debía de haber caminado a través del calor durante cierto tiempo. Lo más curioso eran
las botas. Había unos pocos granos de arena atrapados contra la suela, pero eran de un
tipo diferente que aquellos que le rodeaban en esa playa. Esa tierra era más sólida, más
irregular, y tenía un color dorado en comparación con la arena blanca bajo sus pies.
¿Era tan tonto como para viajar sin nada que lo protegiera? No lo creía, pero la
evidencia era preocupante. ¿Quizás alguien le había robado sus armas? No sonaba
factible; no parecía haber nadie cerca.
Le resultaba... familiar.
¿Por qué?
La luna estaba alta en el cielo. En algún momento iba a necesitar dormir. Decidió
reflexionar sobre el significado del símbolo en otro momento.
Caminó a zancadas hasta un tronco pulido y se tumbó en la playa. Una parte de él estaba
preocupada por el lagarto que había visto antes. ¿Quizás comía personas y no solo
huevos? Pero este pensamiento era erróneo. Si comiese humanos, lo más probable era
que le hubiera atacado antes. No obstante, a lo mejor había otros seres similares con
gustos culinarios diferentes.
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Se tapó con la capa y cerró los ojos con fuerza, deseando con desesperación dormir toda
la noche de un tirón sin ser olisqueado por lo que quiera que viviese en aquella isla.
El sol le despertó a la mañana siguiente. Aunque seguía sin tener ni idea de quién era,
decidió centrarse en sus necesidades físicas.
Después de calcular el tamaño de la isla (la circunferencia era igual a un día de camino),
eligió un lugar guardado por varias rocas, protegido del viento, para instalarse.
Construyó un refugio allí donde los árboles dejaban paso a la playa. El trabajo de buscar
y transportar los palos y atar troncos con hojas que parecían cintas, le hizo darse cuenta
de que no estaba acostumbrado al ejercicio antes de perder la memoria. Sus músculos
estaban débiles por falta de uso, y volvió a preguntarse cómo su antiguo ser había
pretendido sobrevivir aquí sin armas ni herramientas. No obstante, fue acostumbrándose
a medida que trabajaba, y a pesar de las ampollas y las quemaduras del sol, logró
construir una plataforma cubierta sobre la que podría dormir.
La comida necesitó más tentativas de ensayo y error, pero le emocionó descubrir cuáles
eran sus gustos. Logró tallar un cuchillo sencillo a partir de un pedernal y comenzó a
probar cosas. Le gustaban las ostras; también aquella fruta naranja que no sabía cómo se
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llamaba; le gustaba la fruta verde y alargada y las bayas rojas, pero no las raíces
violetas. Esas habían hecho que le picase la lengua, lo que atribuyó a una alergia recién
descubierta. ¡Era fascinante!
Un hilillo de humo se alzó desde el punto donde el palito se frotaba contra la madera
seca y soltó una carcajada, intentando por todos los medios avivar la pequeña llama.
Sorprendido, abrió mucho los ojos y dejó escapar un quejido de decepción, que pronto
se convirtió en un rugido de frustración.
—¡Isla inútil!
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Se sentó de nuevo sobre la arena, cabizbajo, y miró el palito roto que yacía sobre la
madera. A cada lado había una triste pila de ramitas y hojas secas.
Gruñó y se echó hacia atrás hasta tumbarse por completo sobre la arena.
El albatros no le contestó.
Se sentó y miró con ojos entrecerrados la pila de ramitas. Quizá podía obligar al fuego a
prenderse.
Se concentró y sintió que otra gota de lluvia caía sobre su espalda desnuda; el frío del
cielo encapotado se le metió en el cuerpo.
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Una parte de él estaba alarmada —¿aquello era real, de verdad?—, pero el resto estaba
en éxtasis. Se rio, sorprendido, y soltó un grito de triunfo.
El humo subía hacia arriba. Se arrodilló y comenzó a avivar la llama con pequeñas
ramitas y hojas, sin dejar de reírse. Podría haberse echado a llorar de felicidad.
Se incorporó y empezó a echar más y más ramas al fuego, más hojas y trozos de madera
seca. No le importaba agotar todo el combustible; necesitaba un fuego.
La llama se había convertido en una pequeña hoguera. Su rostro se estiró en una sonrisa.
No pudo evitar reírse de nuevo y entrelazar los dedos sobre su cabeza. Dio unos pasos
atrás para admirar su trabajo.
La hoguera era lo más hermoso que había visto jamás. Suponía que habría visto cosas
más hermosas, pero como no podía recordarlas, le eran irrelevantes; sobre todo, en
comparación con la belleza que tenía delante de sus ojos. Aquello era mucho más bonito
que ningún cuadro y más preciado que ninguna gema.
Había encontrado un pez varado en la playa antes. Era una cosa fea y reseca, con
escamas planas en forma de diamante y los ojos vacíos en su rostro muerto.
Lo clavó en un palo afilado y lo sostuvo sobre las llamas. Se sentó, listo para darle la
vuelta cuando estuviera hecho un lado.
No entendía nada.
La llama centelleó un instante con un brillante color azul (¡¿azul?!) y, sin previo aviso,
se apagó.
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Pero... ¡si había visto el humo! ¡Si había visto cómo se prendía el fuego y devoraba las
ramas! Y, sin embargo, no había sentido en ningún momento su calor antes de que la
imagen del fuego se desvaneciera.
Se apoyó en una palmera y miró el pescado atravesado con horror, considerando las
evidencias y llegando a una conclusión razonable.
Estaba atrapado, sin recuerdos, sin comida, sin hogar ni habilidades... y ahora, por si
fuera poco, estaba perdiendo el contacto con la realidad.
Había pasado un tiempo desde el incidente con el pescado, y había llegado a aceptar que
las cosas eran mucho más sencillas desde que supo que había perdido la razón.
Si era cierto que su mente estaba desconectada de la realidad, como parecía, no tenía
que preocuparse de cómo había llegado allí o de quién había sido antes. La salud de su
cuerpo era irrelevante si todo con lo que podía trabar contacto solo existía en su mente.
Así, se puso a hacer todo lo que pensaba que haría un náufrago atrapado en una isla.
Pasó mucho tiempo construyendo herramientas nuevas. Una cesta hecha de ramas
similares al mimbre, un cepo sencillo, un cuchillo afilado para abrir las ostras. Se puso
como objetivo crear una herramienta nueva cada día y se enorgullecía de cada una de
ellas. Era casi divertido tener tantísimo tiempo para crear soluciones para sus
problemas.
A medida que exploraba y aprendía, se acostumbró a las visiones que tenía de vez en
cuando.
Algunas tenían más forma que otras. Solían ser seres humanoides, con rostros y voces.
Una mujer con la piel blanca como la nieve y el pelo igualmente blanco y arreglado, que
flotaba detrás de él y anotaba todas sus acciones en un diario. Un guerrero de rostro
severo, capa azul y armadura de plata. Un leonino al que le faltaba un ojo.
En sus momentos de soledad, a veces veía a una mujer vestida de violeta al borde de su
campo de visión. La ansiedad le brotaba en el pecho siempre que ella aparecía.
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Ignoró las visiones mientras estas iban y venían, pero a veces no era posible pasarlas
por alto.
Esta visión se le aparecía siempre que tenía dificultad con alguna tarea.
Sus hombros eran anchos y su piel olivada brillaba, sudorosa, bajo el lustre de su
armadura. La alucinación miraba por encima de su hombro mientras intentaba tallar un
gancho de pesca.
Se molestó.
La alucinación suspiró.
—Los dos sabemos que no estás hecho para esto. Deja que lo haga yo; tú puedes irte a
filosofar al otro extremo de la playa.
—No, no puedes. Yo tomo las decisiones y las ejecuto, tú te quedas a un lado. Así es
como funciona.
Boqueó sorprendido. Había una mujer de pelo oscuro con una vara que le miraba a
pocos pies desde la playa. Llevaba un vestido blanco con el emblema del sol en la parte
delantera. A su espalda colgaba una capa oscura que casi rozaba la arena, y su expresión
dejaba claro que estaba embarcada en una misión.
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otro si disponen de un permiso oficial”. ¿Estás de acuerdo en que esta es una regla
vigente o no?
La figura siguió al hombre mientras se desplazaba de cepo en cepo, miró por encima de
su hombro mientras volvía a colocarlos y le observó mientras llevaba los lagartos que
había cazado de vuelta al campamento para cocinarlos.
Enterró los lagartos en carbón encendido junto a hojas de palmera y raíces para que se
cocinaran durante el resto de la tarde. A su debido tiempo, la alucinación desapareció y
suspiró aliviado.
Pasó la mañana llevando ramas y troncos para colocarlos sobre las llamas. Esperaba que
el humo fuese suficiente para llamar la atención de algún barco. No había sucedido aún,
pero quizás hoy sería el día.
Dejó su sombrero de mimbre sobre la arena. El calor del fuego y del sol del atardecer
era abrumador. Se apartó de la hoguera y metió los pies en el mar.
El agua de la orilla estaba tibia, pero seguía siendo un alivio frente al calor. Le molestó
un poco en las quemaduras. Bajo las olas se veían pececillos que iban de acá para allá.
Olió el humo de la hoguera en la playa, mezclado con el aroma que desprendían las
algas mojadas.
Había otra explicación para todo esto, para la extraña volatilización y rematerialización
que su cuerpo parecía conocer de antemano y para el fuego que no era tal.
Sabía que la magia existía. Sabía que había gente que podía manipular el fuego, invocar
el relámpago o hacer que crecieran árboles en terrenos desérticos, pero no conocía sus
nombres ni sus rostros.
Había olvidado todo lo demás sobre sí mismo, pero... ¿era capaz de haberse olvidado de
una parte tan crucial de él?
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Se pasó una mano mojada por los cabellos. Avanzó hasta meterse más en el agua y dejó
que las olas le rozaran las mejillas cubiertas por la barba.
El pensamiento parecía... correcto. “Sé hacer magia” fue algo que cruzó su mente de
una forma tan inocente como “soy un hombre” o “no me gustan los cocodrilos”.
Cerró los ojos y se esforzó por concentrarse en aquello, ese escalofrío en la nuca que
sentía cuando el poder se acumulaba dentro de él. Buscó dentro de sí y se obligó a crear.
Cuando abrió los ojos, se vio a sí mismo de pie sobre el mar que tenía enfrente.
Aunque el rostro de la visión tenía una expresión vacía, era idéntico al suyo; estaba ahí,
con toda tranquilidad —de forma imposible— sobre la superficie del agua.
Extendió el brazo y trató de tocar la pierna del espejismo, pero sus dedos la atravesaron
como si fuera aire.
Increíble.
Se irguió y su cintura quedó al nivel del agua, con las manos a cada lado.
Se rio ante la locura de todo. Se rio de su propia habilidad, de su idiotez, pero, sobre
todo, en ese momento se reía de que los otros habitantes de la playa se pensaran que su
creación era real. Las gaviotas levantaron el vuelo en cuanto el caballo se acercó, los
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insectos se acercaron e intentaron posarse en su lomo y, aunque sus cascos no dejaban
ninguna huella sobre la arena, esta creación parecía más real que el fuego, el arpón o la
red. Su imaginación era demasiada para contenerla y los únicos límites de su mente eran
los que él imponía. No necesitaba un nombre ni un pasado; en ese momento supo
exactamente quién era.
Después de que las lágrimas le corrieran con felicidad por las mejillas, rodeado por una
galaxia infinita de estrellas imaginarias, sintió un peso en el corazón.
Estaba en el centro de una noche sin fin, un vacío perfecto punteado por pequeños
destellos de luz.
Al día siguiente, se dio cuenta de que no sabía cómo sonaba la voz de un humano que
no fuera él mismo.
Llevaba puestos los ropajes con los que había llegado y se tumbó en el pequeño claro
donde se había despertado por primera vez.
Cerró los ojos e intentó recordar el aspecto que tenía un amigo, un hogar, pero no
encontró nada en sus recuerdos.
El viento agitó las cañas de bambú sobre su cabeza. Gimoteó y se puso las manos sobre
el rostro.
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A lo mejor no estaba loco. A lo mejor estaba muerto. Quizás esta cárcel era lo que había
después de la muerte. Quizás nunca había existido antes y estaba condenado a
deambular por lo que quiera que fuera esto para siempre.
Aunque no pudiera marcharse, al menos deseaba tener a alguien con quien hablar.
Apartó las manos. Sobre él se cernía la ilusión de una mujer con el pelo negrísimo, los
ojos oscuros y una expresión desdeñosa. Llevaba largos guantes satinados de color
violeta y se cruzó de brazos.
—Los músculos te sientan bien, pero la barba no. Curvó los labios en una mueca
burlona.
—No sabías quién era entonces y tampoco lo sabes ahora. Es difícil que haya confianza
cuando ninguno de nosotros dos confía de verdad en el otro.
Decidió dejar de pensar en si esa ilusión era real o no. Necesitaba desesperadamente
hablar con alguien.
—No eras quien tú creías que eras, eso desde luego. Nadie te conocía de verdad... salvo
yo. Nunca fuiste un líder, un detective ni un erudito; eras un niño asustado jugando a
fingir lo que no eras.
—Puedes engañar al resto del mundo con tu magia y tus ilusiones, pero nunca lo
lograrás conmigo.
Quiso sollozar. Quería volver a quedarse dormido o dejar de comer hasta que todo
hubiera pasado.
La mujer se arrodilló y lo miró a los ojos con una sonrisa fría de cocodrilo.
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Levantó la mano para apartarla, y la imagen de la mujer parpadeó y desapareció en una
bruma azul. Se había ido.
Su corazón latía a toda prisa y fruncía el ceño con desesperación, que comenzó a
convertirse en rabia.
Se levantó, cerró los puños y golpeó una gruesa caña de bambú. El golpe le abrió una
herida sangrante en los nudillos, pero no le importó. Dio vueltas intentando
tranquilizarse.
—¡No quiero más ilusiones involuntarias! —dijo. Algo en la parte de atrás de su mente
vibró mágicamente, como si estuviera de acuerdo. No volvería a ocurrir.
Él era el único que tenía control de su mente. Él era quien aprovechaba sus talentos.
Dejó que su mente vagara y se preguntó si la ilusión que había visto era la
manifestación de una parte de sí mismo o el fragmento de un recuerdo de alguien
cercano.
Considerando que parecía conocer bien a una mujer como aquella, ¿merecía tenerlos?
Se puso a trabajar.
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Se sentó a comer los frutos que había recogido frente al fuego. Muy cerca, una pequeña
pero robusta balsa esperaba pacientemente bajo el cielo despejado y cuajado de
estrellas.
Se apoyó en los suministros que había reunido y repasó su lista mental una vez más:
agua fresca para dos semanas (y un recipiente de destilación solar que podría seguir
usando después), su red, su arpón y lo que quedaba de su capa, que usaría de protección
contra el sol. Dos cestas de fruta. Su sombrero, su cuchillo, materiales adicionales para
navegar, bambú y cuerda para las reparaciones. Supo que mañana navegaría hacia lo
que quizás fuese una muerte segura, pero se moría por saber lo que había al otro lado
del mar. Tenía que haber alguien allí.
Estaba emocionado, aterrorizado... Iba a abandonar el único lugar que conocía para
descubrir lo que había al otro lado del mar. El pensamiento lo llenó de una extraña
euforia. Le quedaban tantas cosas por descubrir.
Sonrió. Se sentó delante del fuego y abrió una ostra con una roca afilada. Levantó la
mitad del molusco como si brindara con alguien.
El primer día en el mar vino y se fue sin problemas. La Isla Inútil desapareció en el
horizonte y el azul infinito lo rodeó por completo.
Tenía confianza. Si había logrado sobrevivir durante tanto tiempo en una isla desierta,
podría sobrevivir en el mar.
Y el cuarto día por la tarde, las olas sobrepasaban la punta del mástil.
Las gruesas gotas de lluvia cayeron con fuerza sobre su piel. El cielo se agitó sobre él
con la misma ferocidad que el océano bajo la madera.
Murallas de agua agitaron su pequeña balsa de un lado a otro. El agua gélida que
salpicaba se le metía en los ojos y lo desequilibraba. Se agarró a ambos lados de la balsa
y cerró los ojos con fuerza, deseando tener el don de poder dominar los mares en lugar
de dominar la mente.
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El barquito se elevó en la cresta de una ola y, en el horizonte, distinguió una isla rocosa
y escarpada.
Tiró de su vela hacia un lado para intentar captar el viento. Justo entonces, su navío se
deslizó hacia abajo por la ola y cayó en un remanso entre las aguas mientras otra ola se
cernía sobre él.
Miró hacia arriba, vio la ola que se abalanzaba sobre su barca y dejó escapar un jadeo
antes de que lo envolviera por completo.
Se despertó hecho un ovillo desmadejado sobre los troncos de su balsa rota. Era de
noche y el mar estaba en calma.
La otra isla aún se veía a lo lejos. Era una muralla de rocas y montañas con cimas
manchadas de blanco.
Revisó el estado en el que se encontraba. Su balsa estaba hecha pedazos, pero, por
suerte, la cesta con sus pertenencias seguía atada al tronco del que colgaba.
Salió del agua y se dejó caer sobre una roca plana por encima del nivel del mar. A pesar
del coro sin fin de gaviotas y aves-lagarto voladoras, logró dormir un día entero.
En su corazón, sabía que debía haberse quedado en la Isla Inútil y haber vivido una vida
sencilla con sus ostras, su red de pescar y su imaginación indomable.
No obstante, había una pequeña parte de él que sabía, de algún modo, que podía... irse.
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Quizás ahora le funcionaría.
Se tumbó cerca de las rocas y cerró los ojos. Tenía que averiguar qué había dentro de él
que le daba tanta seguridad de que podía hacer algo imposible.
Inspiró hondo, dejó que la percepción del sonido de las olas a su alrededor y la caricia
del sol se atenuaran y se imaginó un pozo.
Sus paredes eran de suave pizarra gris, pero, cuando pasó la mano por el borde, sintió
que no contenía agua, sino muchísimos objetos y lugares, olores, sabores, personas,
amigos, amantes; una vida entera de recuerdos. Recuerdos perdidos.
Trepó por el borde hasta meterse en el pozo y penetró en las profundidades de su mente.
Su descenso era lento y controlado, una caída elegante a través de su propia consciencia.
Sabía que la profundidad del pozo seguía siendo la misma, pero solo la primera parte
contenía evidencias y recuerdos. Era una jungla húmeda y frondosa, con arena blanca y
pájaros conocidos. Más abajo, las paredes estaban forradas de bambú, escamas de pez
que centelleaban con los escasos rayos de luz, y había un hermoso caballo percherón
imaginario del color de la lluvia. Estos recuerdos estaban acompañados de orgullo por
todo lo aprendido y alcanzado.
Siguió cayendo.
Mientras rozaba una y otra superficie con las manos, sintió la enorme variedad de
conocimientos que había acumulados de su vida anterior; unos conocimientos que no
recordaba haber adquirido, pero cuya mera presencia le hacía sentir dichoso. Allí
estaban el lenguaje, la aritmética, la técnica de atarse las botas y la de hacerse un café
(oh, las atrocidades que puede cometer un hombre por una taza de café). Se rio entre
dientes. Había tanta información adherida a las paredes y, maravillosamente, aún cabía
mucha más.
Siguió cayendo y cayendo, y la pizarra del pozo dio paso a gruesos jirones de niebla.
Estaba ahí, suspendida como una joya plateada, una fuente de luz en la negrura del pozo
de su mente.
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La parte que le hacía ser él.
No sabía lo que era, pero la había sentido una vez, y supo que era su última
oportunidad.
Abrió los ojos e intentó ignorar a los pájaros, que graznaban y aleteaban sobre las rocas
que le rodeaban.
Inspiró hondo y se aferró a esa parte brillante de sí mismo que había descubierto en las
profundidades de su mente.
Sintió que su cuerpo se tambaleaba e intentó deshacerse del pánico a medida que sus
miembros se volvían más borrosos. Había partes de él que intentaban marcharse y
parpadeaban con un suave resplandor azul. Una vez más, sintió que tiraban
violentamente de él hacia atrás, que le hacían caer sin piedad hasta que su cuerpo se
estrelló contra las rocas de la nueva isla. El conocido sello del triángulo dentro de un
círculo apareció sobre su cabeza, y dejó escapar un jadeo cuando su forma volvió a
condensarse.
Había fallado.
Miró en derredor. No había nada salvo las olas, las rocas cubiertas de excrementos, los
pájaros y un sol abrasador.
—Puedo imaginar una salida —murmuró a través de sus labios cuarteados y su boca
seca—. Puedo pensar una forma de escapar de aquí.
Y, con esto, volvió a tumbarse sobre las rocas, cerró los ojos y descendió una vez a lo
más profundo de su mente en búsqueda de una respuesta.
—¿Enviamos a Malcolm?
Un inmenso barco de vela se mecía cerca de la costa rocosa y llena de pájaros. Sus
arboladura estaba cuajada de lo que parecía kilómetros y kilómetros de cuerdas
intrincadas. El color de esas velas era de un tono que no había visto desde que se
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despertó por primera vez en la Isla Inútil. El barco llevaba una estatua de piedra atada
en el mascarón sin muchas contemplaciones; a un lado de la proa llevaba grabado el
nombre en una caligrafía elegante: El Beligerante.
Una voz ronca y femenina gritó, por encima del ruido de las olas:
—Te diría que no te fueras, pero igualmente es un poco difícil. Es como intentar
cambiar de plano saliendo por la ventana, ¿no?
Estaba demasiado cansado para mirar a quien había pronunciado esas palabras.
Quienquiera que fuese se había acercado. Probablemente había atracado ya.
—¡Mi barco necesita un mascarón nuevo, Beleren! Dime para quién trabajas y haré que
tu muerte sea indolora.
Oyó el sonido de unos pies que chapoteaban, los chillidos de las gaviotas. Un gruñido,
el sonido nada ceremonioso de un ancla. La mujer debía de haber saltado del bote para
investigar por sí misma.
¿Tengo un aspecto tan terrible?, se preguntó. Admitió: Me siento terrible, así que debo
de tener un aspecto totalmente acorde.
Sus ojos se removieron y abrió los párpados a través del sueño y la sal acumulada.
Se encontró con una mujer de apariencia majestuosa, que asumió que era la capitana del
barco.
Era... memorable.
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La mujer era alta y ágil, con una piel brillante de color verde esmeralda y cabellos
enroscados que se agitaban de forma curiosa en el viento. Sabía, de algún modo, que era
una gorgona, pero no sintió miedo cuando ella le miró a los ojos.
Sus ojos dorados se abrieron mucho por la sorpresa y ella lo contempló perpleja.
Este supo, con una mezcla a partes iguales de emoción y miedo, que esta mujer sabía
exactamente quién era.
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Cuestión de confianza
Cuando hacía demostraciones de una u otra habilidad, brillaba más que cualquier otro
caballero en el Imperio del Sol.
Nunca había tenido que ser nada más, y estaba segura de que, al final, el emperador le
concedería el título de poetisa guerrera después de todos aquellos años de lento ascenso
y de preparación.
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Huatli abrió la alforja. Un destello de acero saludó a los dos caballeros.
—Es feísima.
El temperamento tibio de su primo era desesperante. Con los años, Huatli aprendió a
interpretar su entusiasmo, por lo que infirió de sus dos palabras que estaba henchido de
orgullo.
—Quienquiera que la forjara era muy torpe. Y quienquiera que la llevase, aún más.
Huatli sonrió. La victoria final había sido sencilla. Ninguno de los bandos sufrió bajas;
solo se impuso la mejor habilidad marcial y una oferta de paz muy convincente. La
Legión del Crepúsculo se retiró a sus barcos sin armas y sin honor.
Huatli observó la plaza mientras ella y su primo pasaban por debajo del arco de entrada
a Pachatupa. Había gente que se estaba preparando para la ceremonia de bienvenida que
tendría lugar ese mismo día. Otros vecinos cruzaban la plaza para ir a algún sitio
determinado, pero, en general, la plaza estaba vacía. Solo a las monturas de los dos
caballeros —dos garrapiés de ojos brillantes— parecían importarles su presencia. El
dinosaurio de Huatli tiró de las riendas; tenía ganas de llegar a los establos para comer.
Huatli e Inti habían regresado de la última gran campaña del Imperio del Sol en la Costa
Solar. La mayor parte del ejército había regresado ya, pero su escuadrón se retrasó
después de una última batalla contra la Legión del Crepúsculo. Y, como todas las
victorias bien conseguidas, esta trajo consigo muchos botines.
Inti extendió la mano y Huatli le pasó la espada robada. Él la hizo girar para sopesarla y
se la devolvió.
—¿Hierofante? Uf. En cualquier caso, tenía unas uñas tan largas como las de la abuela.
—Todo encaja. Teniendo en cuenta la evidencia, es muy probable que la abuela sea un
vampiro.
Se volvió hacia Inti y enumeró las evidencias con la mano que no sostenía las riendas de
su dinosaurio.
—Nunca tiene apetito, mira al infinito, sigue viva contra todo pronóstico...
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Habían crecido juntos. Habían pasado de luchar el uno contra el otro con palos, de
niños, a luchar contra los enemigos del Imperio del Sol como adultos.
Inti palmeó el hombro de Huatli. Algunas personas se acercaban a ellos con rostros
felices y expectantes.
Una chica, que no tendría más de trece años, se adelantó y corrió hacia ella con los ojos
muy abiertos y casi jadeando.
Huatli odiaba que la gente hiciera eso: asumir que había conseguido algo que aún no le
pertenecía.
—Diré unas palabras, pero aún no soy la poetisa guerrera. ¿Cómo te llamas, amiguita?
Huatli se agachó para que el resto del pequeño (y ruidoso) grupo no escuchara sus
palabras.
—Solo hay dos tipos de poemas en el mundo: los buenos y los sinceros. La buena
poesía es inteligente, pero cualquiera puede serlo si se esfuerza. Sin embargo, la poesía
sincera es mágica; tiene la habilidad de hacer que otras personas sientan lo mismo que
tú. Sin duda es una magia muy poderosa.
Huatli prosiguió:
—Si crees que lo que haces no es lo bastante bueno para compartirlo, no trates de que
sea bueno. Pero al menos intenta que sea sincero.
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Le guiñó el ojo.
Aunque su misión había sido breve, representaba el final de muchos esfuerzos para
liberar la Costa Solar de los invasores. Para celebrar tan feliz acontecimiento, el
emperador iba a dirigirse a todos los ciudadanos de Pachatupa y Huatli debía dar un
discurso.
El título de poeta guerrero solo se concedía a un único individuo por cada generación.
Era el custodio de las leyendas y quien transcribía los acontecimientos más importantes
de la historia. Para ganarse un título así, había que demostrar la excelencia en el servicio
al reino. La responsabilidad quizá habría abrumado a una persona tan joven como
Huatli, pero ella no sentía esta presión.
Todos los habitantes del Imperio del Sol respetaban a su emperador, pero todos
adoraban a su poeta guerrero. Probablemente este sería el último discurso que daría
antes de que el emperador le concediera oficialmente el título, y todo lo que quería era
demostrar que era digna de semejante admiración.
No había cualificaciones fijas para ganarse el título de poeta guerrero, pero la confianza
creciente que el emperador tenía en ella parecía indicar que el anuncio estaba próximo.
Lo sentía en el aire como el olor metálico de antes de una tormenta.
Huatli sacudió los hombros y tomó una bocanada de aire rancio. Bajo ella, el dinosaurio
se sacudió un poco; tenía ganas de abandonar la oscuridad del establo. Le puso una
mano en el costado para tranquilizarlo.
Espera, le dijo sin palabras, enviando el recuerdo del olor de la comida a través de la
conexión que había entre la bestia y su jinete.
Estaban a punto de llamarla para que saliese. Ya no le preocupaba tener que hablar
delante de muchas personas. Solo le preocupaba hacerlo bien.
En la distancia escuchaba el eco de la voz del emperador mientras este se dirigía a los
ciudadanos de Pachatupa. Todos los que vivían en la ciudad asistirían a la celebración.
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Quizás lo anuncie después de mi discurso, pensó. Quizás hoy será el día en que diga
que hice lo suficiente para ganarme el título que la ciudad ya asocia conmigo.
Una figura echó un vistazo dentro del establo y se topó con los ojos de Huatli. Llevaba
los ropajes de un sacerdote; era uno de los organizadores de esta ceremonia. Asintió.
El sol caía inclemente sobre su cabeza, y los gritos de la multitud eran más fuertes que
el rugido de cualquier dinosaurio.
Miles de ciudadanos del Imperio del Sol se apartaron para hacerle camino y aplaudieron
a su paso. La ciudad brillaba con sus ribetes de ámbar a la luz del sol de mediodía. Los
ciudadanos se habían reunido en la plaza con el rostro vuelto hacia el Templo del Sol
Ardiente para escuchar las palabras del emperador, pero se giraron para aplaudir a
Huatli mientras esta galopaba hacia la escalinata del púlpito.
Huatli sonrió y supo que era el momento adecuado para lucir su botín.
Era un arma delgada y ligera, hecha para duelos elegantes mucho más que para
verdaderas peleas. En el mango, alguien había añadido una rosa negra de metal con
escaso gusto. Y pensar que aquellos artesanos inferiores se llamaban a sí mismos
conquistadores.
El templo se había construido sobre la base de uno más antiguo, que también se había
edificado sobre varias ruinas aún más antiguas. El propio Imperio del Sol seguía esos
principios. Era la última manifestación de una nación cuyos gobernantes siempre
estaban disputándose el poder, erigiendo edificios siempre más altos que los anteriores
sobre lo ya construido. Aunque los Heraldos del Río controlaron el continente hacía
tiempo, el Imperio del Sol había sellado las fronteras del país bajo el liderazgo de su
nuevo emperador.
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Apatzec Intli III no solo era responsable del nuevo control del territorio, sino también
del expansionismo beligerante que se había apoderado del imperio después de la muerte
de su madre, hacía ya unos años. Aunque la anterior emperatriz había sido más cauta y
conservadora, el nuevo emperador estaba ansioso de demostrar que era el adalid de una
gloriosa nueva era para el Imperio del Sol.
Cuando terminó de subir las escaleras, Huatli se giró y presentó la espada de la Legión
del Crepúsculo a la multitud de abajo. Todos aplaudieron enardecidos al contemplar el
botín de guerra. El emperador Apatzec se acercó, flanqueado por dos guardias. Huatli le
entregó la espada.
Él le apoyó una mano en el hombro con una sonrisa y se dirigió al pueblo de Pachatupa.
—¡Ciudadanos! Esta es la líder del escuadrón que hizo huir a los invasores de la Costa
Solar. Ella y sus soldados rechazaron hace tiempo la incursión de la Legión del
Crepúsculo en nuestras costas y, esta mañana, regresaron sanos y salvos a su hogar. Mis
palabras no pueden hacerle justicia a su victoria. ¡Escuchad y alabad la valerosa
destreza de Huatli!
La multitud rugió.
Huatli sonrió, levantó una mano y la bajó poco a poco con una calma ensayada. Los
ciudadanos enmudecieron; lanzó rápidamente un hechizo para que su voz alcanzara el
volumen necesario.
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—¡Kinjalli, escucha mi llamada!
Es hora ya de despertar a los que duermen,
de acabar con la sombra del este
que busca oscurecer nuestro hogar.
El emperador dio un paso al frente y habló a un volumen potenciado por el efecto sutil
de la magia.
—La victoria de hoy también marca el comienzo del siguiente paso de nuestra
expansión.
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guerreros nunca han estado más preparados y, con la fuerza del Sol Abrasador,
¡aniquilaremos a la Legión del Crepúsculo de nuestro territorio!
El emperador hizo una señal a los sacerdotes para que los dejaran solos y se despojó de
su manto ornamental.
Huatli tomó asiento sobre un cojín en el centro de la estancia. Él se sentó frente a ella y
sonrió.
Él le dio vueltas a la espada de la Legión del Crepúsculo que aún llevaba en la mano y
la sostuvo en el aire. Arrugó la nariz en una mueca de desagrado.
—Qué mal gusto, ¿verdad? —comentó—. Uno se pregunta cómo lograron conquistar
un continente completo con estas armas.
—También usaban los dientes, señor. —Huatli esbozó una amplia sonrisa—. Para su
desgracia, los de nuestros dinosaurios son mucho más afilados.
—Sin duda.
—No es que no me guste —respondió ella, las manos agarradas con fuerza.
—El Imperio del Sol te necesita aquí, en Pachatupa. Puede que lleguen más invasores a
las costas orientales.
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—¿Sabéis algo que yo desconozco?
—Solo son rumores, pero temo que dentro de poco haya un ataque en dos frentes: de la
Coalición Azófar y de la Legión del Crepúsculo. Tu misión es mantener una presencia
en la costa con tu escuadrón y rechazar a los invasores mientras nuestro ejército está
luchando en las tierras meridionales durante el siguiente mes. Partirás la semana que
viene.
—Entendido, majestad.
—“Proteged las ciudades y continuad la búsqueda de aquella que perdimos”, o algo así,
¿correcto?
—Encontraríamos antes una pantera voladora que una ciudad perdida. Es mejor que nos
centremos en lo tangible, Huatli, aquello que vemos y oímos. Perseguir fantasmas no
nos lleva a nada. Prepara tu escuadrón y no olvides escribir otro poema mientras estás
fuera.
Los exploradores decían que había aparecido un barco de la Coalición Azófar muy
cerca de la costa. Huatli ensilló su montura y se internó en la jungla junto a Inti en
cuanto tuvo oportunidad.
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—Se dice que acamparon cerca de las rocas —gritó Inti por encima del estruendo de los
pasos de los dinosaurios.
Las ramas golpeaban la armadura de Huatli a medida que se abría camino por la jungla.
Se irguió en la silla e inició un hechizo para invocar algo de ayuda.
Sintió que la magia chisporroteaba dentro de ella, como si fuera una antorcha que
desprendía luz desde su pecho. Unos segundos después, oyó las zancadas de varios
dinosaurios que trotaban sobre dos patas a su alrededor. En breves momentos, un grupo
heterogéneo de dinosaurios comenzó a seguir a Huatli y a Inti. Había pequeños
devorahuevos, colaplanas y crestacuernos; todos se movían con un propósito, sin
apartarse de las monturas de los caballeros del Imperio del Sol. Huatli los instó a seguir
adelante, los tranquilizó con magia y les aseguró que no sufrirían daño.
—¡Huatli! ¡Allí!
Inti señalaba un claro al frente, donde el delta del río se unía con el mar.
Las velas de un rojo chillón contrastaban bajo el cielo azul; en la playa había
amontonadas varias cajas de suministros.
Huatli asintió.
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—Suena bien —dijo Inti. Miró a Huatli unos segundos—. Ten cuidado, prima.
—Tú también.
Inti regresó a la jungla y Huatli espoleó a su montura hacia la playa, mientras les pedía
al resto de dinosaurios que se quedaran atrás, en la espesura.
Persíganlos hacia la playa, ordenó Huatli, con los ojos encendidos por la magia.
—Aquí estamos bien —dijo Huatli señalando con la cabeza a los piratas aterrados, que
ya intentaban regresar al barco—. Adelántate y busca agua. Tengo sed.
Huatli espoleó a su garrapié para que fuese al trote y comenzó a desplazarse por el
borde de la playa.
De repente, algo se agitó debajo de ellos y su montura perdió pie. Huatli cayó al suelo
con un fuerte golpe.
Cuando se puso en pie, vio a su dinosaurio bramar de dolor, con las patas atadas por
unas cadenas incandescentes. Las escamas de su piel estaban chamuscadas por el calor.
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Tenía el cuerpo de un herrero, pero su cabeza era la de un animal que Huatli solo había
visto cerca de los fuertes de la Legión del Crepúsculo. ¿Era... un toro? Llevaba pesadas
cadenas de hierro alrededor del pecho y parecía resplandecer, como si llevara un horno
en su interior. Un hilillo constante de vapor se elevaba desde su hocico.
El monstruo extendió las manos. Las cadenas ardientes se retiraron del dinosaurio y se
replegaron en sus muñecas, listas para volver a atacar. Un fuego antinatural ardió en su
boca y del hocico le brotó una humareda de vapor.
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Una cadena se disparó desde su brazo derecho. Huatli la esquivó, sintiendo su calor
cuando pasó junto a su mejilla.
Logró mantener el equilibrio y corrió hacia Angrath, con el arma lista y los músculos en
tensión. Intentó acercarse lo suficiente y acertarle con la hoja semicircular en los
tendones, pero el pirata ardía con un calor tan sofocante que era demasiado para un
combate cuerpo a cuerpo. Se retiró, pateando a su paso un montón de polvo y hojas
secas mientras volvía a esquivar la cadena.
Se había apartado justo a tiempo para evitar otro golpe. Una segunda cadena saltó y la
sujetó por el pie; Huatli fue arrojada al suelo con una ferocidad que le robó el aliento.
La cadena estaba tan incandescente que resplandecía, y podía sentirla a través de sus
gruesas grebas de acero. Se retorció, tratando con todas sus fuerzas de romper la cadena
con su arma; Angrath dio unos pasos hacia delante. En sus ojos ardía un fuego rabioso.
Ningún pirata luchaba con esa rabia tan despiadada, ningún Heraldo del Río mataba con
tanta facilidad y ningún enemigo de la Legión del Crepúsculo era tan impredecible.
Huatli se sintió desprotegida y fuera de su elemento; este adversario no se parecía a
ningún otro.
—¡¿Huatli?!
Volvió la cabeza. Inti debía de haber dado la vuelta al escuchar los ruidos y ahora los
miraba horrorizado desde la espesura de la jungla. Angrath volvió la cabeza para
identificar al recién llegado; Huatli se puso en pie de un salto y se dio impulso para el
ataque.
Con el arma bien agarrada, cargó contra el pirata e hizo un barrido circular con la pierna
para desequilibrarlo.
Funcionó; Angrath cayó al suelo con un gran estruendo y, mientras intentaba levantarse,
logró abrirle una herida en el pecho con el filo de su arma.
El hombre con cabeza de toro rugió de dolor y lanzó otra carga de cadenas directamente
hacia Huatli.
Esta cambió el peso varias veces de un pie al otro y esquivó el ataque con facilidad
sinuosa. Sin descansar ni un momento, aprovechó su propio movimiento para alzar la
pierna y descargar un fuerte rodillazo contra su barbilla.
Angrath se dobló y Huatli le gritó a su primo, que observaba la escena con la boca
abierta desde un lateral:
Sintió que, detrás de ella, Inti comenzaba a invocar a un nuevo dinosaurio para que ella
escapase sobre él.
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Vio una cadena roja como el fuego que se alzaba hacia ella desde algún punto en el
suelo y se agachó y rodó para evitarla. Una de las grebas se le cayó.
Inti gritó:
—¡Detrás de ti!
Pero, cuando quiso mirar, recibió un golpe proveniente de esa dirección y dio con su
rostro en el suelo cubierto de hojas.
Angrath volvía a estar en pie, con el ceño tan fruncido como le permitía su rostro.
Huatli escuchó un grito y vio cómo la cadena alzaba a Inti de su montura. Una segunda
cadena se enredó de repente contra la piel desnuda de su pierna y gritó al notar que la
abrasaba.
Intentó ponerse en pie y enfrentarse a su enemigo cuando, muy dentro en su pecho, algo
chisporroteó.
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Torres y agujas bruñidas y resplandecientes que se elevaban hacia el cielo. Un metal
centelleante que no se parecía a nada que hubiera visto antes y, sobre todo, una magia
que vibraba y que se dispersaba por las nubes como un río.
Era hermoso.
Y, de repente, ya no estaba.
Su percepción regresó de golpe a donde estaba, como si una fuerza desconocida hubiese
tirado de ella para devolverla a la jungla. La puerta a través de la cual había
vislumbrado algo se había cerrado de un portazo, prohibiéndole la entrada. Todo fluía
de nuevo través de las luces y los colores, el sonido y el ruido, hasta que su cuerpo se
recompuso sobre la tierra de la jungla.
La miraba maravillado mientras las cadenas retrocedían poco a poco a sus brazos, con
los ojos muy abiertos y una expresión de sorpresa bovina.
Inti estaba aturdido, pero seguía vivo, y miraba alternativamente a Huatli y al símbolo
brillante que se desvanecía sobre su cabeza.
Huatli apoyó la mano en el suelo para recobrar el equilibrio. El sello sobre su cabeza
desapareció y sacudió la cabeza.
Las palabras brotaron atropelladamente de sus labios, sin ser del todo consciente de
ellas.
Angrath sonreía; todo lo que podía sonreír un hombre con cabeza de toro.
—Nunca había conocido a otro en este maldito plano. ¡Podemos ayudarnos a huir!
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—Huatli, ¡levántate! —dijo, alargando una mano. Ella la ignoró; no dejaba de mirar
perpleja a Angrath. Él también tenía la mano extendida hacia ella con la palma hacia
arriba, como si le hiciese una invitación.
Le rajó con celeridad con su arma, subió detrás de Inti en su montura y ambos huyeron
mientras el grito de dolor de Angrath resonaba por toda la jungla.
—¡Tu cuerpo! Lo que hiciste era magia... ¿Cómo lo lograste? ¡¿Estuviste entrenando en
secreto?! ¿Y qué era ese símbolo? ¡¿Y por qué el pirata se pensó que ibas a ayudarle?!
—¡¿Qué?!
Todo lo que Huatli daba por cierto en el mundo que la rodeaba se estaba desmoronando.
No solo la atacó el monstruo más extraño que había visto nunca, sino que su cuerpo se
disolvió y, por un momento, su consciencia fue capaz de vislumbrar un lugar sagrado
para después regresar con violencia a su propio mundo.
Era como intentar permanecer de pie sobre un tronco en el río. Como si volviera a ser
una niña dando vueltas y cayendo al suelo mareada. El suelo se había ido, y la creencia
de Huatli en lo que era cierto o no había dado un vuelco.
Necesitaba el consejo de la única persona que sabía que no le contaría a nadie lo que
vio.
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Un ayudante condujo al emperador Apatzec a la sala de reuniones. Había una talla en la
pared más alta que representaba el sol; la luz de la luna hacía relucir el ámbar incrustado
en la roca. El emperador mantenía la misma compostura de siempre, aunque no se había
puesto su manto habitual de plumas de dinosaurio; en su lugar, llevaba una túnica
menos formal.
El corazón de Huatli seguía latiendo a ritmo acelerado. El pecho le dolía por los
moratones de la pelea.
—¿En un sueño? —dijo el emperador. Su rostro severo indicaba que no tenía buena
opinión acerca de los sueños.
—Cuéntamelo.
Permanecieron sentados como dos amigos mientras Huatli le relataba el incidente todo
lo bien que pudo.
De vez en cuando, daba un sorbo a la taza de xocolātl que había invocado cuando tuvo
la impresión de que esta historia sería importante, y asintió, comprensivo, con cada
acontecimiento en la historia de Huatli.
—Sentí que no me podía marchar. Como si hubiera abierto una puerta, pero solo
pudiese mirar a través de una rendija antes de ser empujada hacia atrás.
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El emperador Apatzec dejó la taza a un lado y le dirigió una mirada pensativa.
—Mi madre era terca y chapada a la antigua. Prefería perseguir fábulas en la jungla que
asegurar su poder a través de métodos expeditivos. Aunque no podemos permitirnos
enviar a nuestro ejército al completo a buscar el poder oculto en la ciudad de Orazca,
me parece sabio enviar a nuestra mejor guerrera, sobre todo si el destino también la
llama.
—¿Emperador...?
—Lo que viste es la prueba de que eres digna de llevar ese título. Huatli del Imperio del
Sol: la ciudad dorada que viste solo puede ser la ciudad perdida de Orazca. Debes ir y
encontrar la forma de que nuestro imperio siga creciendo con el poder que yace en su
interior.
—Huatli, el título de poetisa guerrera es tuyo si eres capaz de encontrar la ciudad dorada
de Orazca.
Todo lo que siempre quiso dependía de encontrar un lugar que era más un mito que una
realidad.
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El emperador le dio la vuelta al casco. La luz de los candiles de la cámara se reflejaba
en el ámbar del material y desprendía un tibio resplandor dorado.
—Esta es una nueva era para el imperio. Ningún otro poeta guerrero de la historia ha
visto la ciudad dorada. —Su sonrisa se ensanchó—. Eso hace que mi mandato sea
especial.
—Encontraré Orazca, emperador, y me haré con el Sol Inmortal para expandir la gloria
del Imperio del Sol.
La residencia de los caballeros estaba separada del resto de la ciudad por un pequeño
muro. Allí era donde Huatli y sus compañeros entrenaban, comían, dormían y planeaban
la defensa de la ciudad. Otros regimientos estaban dedicados a la conquista y expansión
del imperio; pero, en la ciudad, la preocupación principal era proteger lo que ya
controlaba el Imperio del Sol. Había crecido allí como hija de unos padres afectuosos
que fueron caballeros antes que ella. Era el único hogar que conocía, y había
memorizado cada esquina y cada callejuela. Ahora se escurrió por uno de esos pasajes.
—¿Huatli?
Huatli asintió.
—Sí. No —confesó.
Inti la tomó por el hombro y la condujo de vuelta a la sala común de los guerreros.
Estaba vacía y tranquila, ya que el resto del regimiento se había ido a dormir hacía
horas. Le sirvió una bebida que desprendía un fuerte olor amargo y que tenía un aspecto
desagradablemente lechoso. Si era buena para el espíritu, como insistía Inti, Huatli
estaba segura de que no valía para mucho más.
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Inti esperó a que diera un sorbo y recuperase el control de su respiración antes de
empezar a preparar una cataplasma para la quemadura de su pierna.
—¿Estás segura de lo que viste hoy? Cuando hiciste aquello de... —Inti agitó la mano
sobre su cabeza, refiriendo la aparición del sello todo lo bien que podía.
Huatli asintió.
—Sí.
—Nadie sabe el aspecto que tiene Orazca, así que sí, asumo que lo era.
—Tiene sentido.
—Me dijo que me ganaré el título de poetisa guerrera si descubro dónde está la ciudad.
—Lo sé.
Inti volvió a sentarse en el taburete. Huatli extendió el pie y se sentó frente a él. Su
primo comenzó a deshacer el vendaje del tobillo y a revelar la piel de debajo, ya curada.
Inti había aprovechado bien su entrenamiento en magia curativa.
—Esta responsabilidad, Inti... es algo que nunca había tenido. No quiero ir sola.
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—No tienes por qué —respondió él—. Teyeuh y yo podemos ir contigo. Te
protegeremos.
—¿No sé cómo llegar allí? —Esta afirmación, teñida de nuevo por la preocupación, le
salió en forma de pregunta.
—Los Heraldos del Río sí. ¿Por qué, si no, pondrían tanto empeño en proteger su
territorio?
—Llevo entrenándome toda la vida para esto, pero ir a buscar una ciudad entre la
leyenda y la realidad no era parte del plan.
—¿Y quieres ir? ¿O solo quieres el título que obtendrías si tuvieras éxito? —preguntó
él.
El corazón le palpitaba con fuerza. La idea de ser una exploradora era un concepto
aterrador, completamente distinto a todo lo que creía ser y, sin embargo, no podía
ocultar la gran emoción que sentía al pensar en hacer otra cosa que aquello a lo que
estaba acostumbrada.
—Nunca pensé que podría ser algo distinto a lo que soy, Inti. Pero quiero ser algo más
que un par de cosas.
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—Aún no —dijo él con una sonrisa.
Estaba aterrorizada, emocionada... Iba a enfrentarse al desafío más grande que se había
encontrado nunca.
Se tendió en la hamaca y miró hacia arriba, tratando de recordar las luces, los colores y
los sonidos de antes. Había sentido que cada fragmento de sí misma se encendía y se
disgregaba y, aunque vio que su cuerpo se disolvía, no estuvo asustada en ningún
momento; en vez de eso, recordó su sensación de júbilo mientras sucedía. Se llevó una
mano al pecho y cerró los ojos, recordando la claridad del brillo del sol sobre el oro de
los tejados de la ciudad; la pureza de sus ríos celestes de nubes y azul, que parecían
curvarse sobre su cabeza. No se parecía a nada que hubiera visto antes.
No era una vidente, pero había visto algo. No era una viajera, pero su misión era viajar.
Huatli era dos cosas, y ninguna de ellas parecía conectada con el destino que la
esperaba.
Cerró los ojos y trató de tranquilizarse. Sus sueños estuvieron repletos de oro que
brillaba con los colores de un lugar más allá de todos los que había visto hasta ahora. El
sueño se encogió, se estiró y se transformó en algo más: una profecía, y se vio a sí
misma tal y como sería algún día.
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La prodigiosa capitana Vraska
Vraska encontró la invitación del dragón dentro del libro que estaba leyendo.
Llevaba su nombre escrito con letras doradas, y el pergamino olía todavía a sándalo,
ceniza y magia. Quienquiera que lo hubiera puesto allí mediante un hechizo había sido
lo suficientemente detallista para saber ganarse su atención.
Al principio le molestó. Los Ochran iban a trabajar para un cliente nuevo y ya estaba
cansada de moverse entre las sombras, trapicheando con los secretos de Rávnica. Lo
que quería, más bien, era descansar junto a la chimenea de su casa con un libro que
había escogido en sus últimas vacaciones. Sin embargo, la irritación se desvaneció
cuando leyó el texto de la invitación.
“PLANO DE MEDITACIÓN”
Vraska entrecerró los ojos. Levantó el papel para mirarlo mejor y giró un poco la nota.
La luz del fuego reflejaba un ligero brillo azul sobre las palabras; se dio cuenta de que la
tinta estaba encantada y que contenía algún otro tipo de información.
Sostuvo una mano por encima de la caligrafía e inmediatamente supo dónde tenía que ir
y lo que debía hacer a su llegada.
La imagen le llegó de repente: un plano lejano con una textura un tanto artificial; mares
azules y colinas que se elevaban hacia el cielo. Supo, sin lugar a dudas, cuál era su
ubicación en el Multiverso. Y supo que, cuando llegara, un hechizo comprobaría su
identidad antes de permitirle entrar.
Vraska estaba intrigada. Todo aquello parecía una trampa, así que se puso zapatos
planos por si acaso tenía que huir precipitadamente.
50
Aterrizó en un patio cubierto de agua que le llegaba a los tobillos; una red de
relámpagos violetas lo rodeaba formando una jaula.
Imponía un poco, pero Vraska recordó lo que estaba explicado en la segunda mitad de la
nota. Hizo un esfuerzo para recordar el hechizo que le permitiría entrar.
Extendió una mano y dibujó un amplio círculo en el aire; con la otra mano trazó una
serie de símbolos. Canalizó el suficiente maná en el hechizo para que se manifestara un
tibio resplandor de magia negra mientras sus dedos completaban el círculo.
Era grande, dorado y con forma de serpiente, y tenía una expresión impenetrable.
Inspiraba una extraña calma. Vraska caminó hacia él, con el agua chapoteando a sus
pies, sin sentir miedo.
Nunca había visto a un dragón tan inmenso y, a la vez, tan humano. Esta cualidad la
inquietaba, pero no iba a demostrar ningún signo de debilidad.
—Vraska, asesina de los Ochran —dijo el dragón con una voz que parecía un trueno—,
me alegro de que recibieras mi invitación. Mi nombre es Nicol Bolas y me gustaría
contratarte para poner en práctica tu talento.
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—No me interesan tus habilidades de asesina.
Un pitido se abrió paso en sus oídos; tenía la extraña sensación de que el dragón
también podía oírlo.
Nicol Bolas alzó su formidable cuerpo por completo. Era tan alto como una torre; sus
escamas doradas relucían y su postura estaba tan lejos de ser reptiliana como le permitía
su anatomía.
—Deseas liderar... —murmuró para horror de Vraska—. Deseas un mundo mejor para
quienes llamas los tuyos. Pagarías cualquier precio para que recibieran el respeto que se
merecen.
Vraska había dejado caer los brazos. Tenía la boca abierta de pánico y los oídos le
pitaban todavía por la intrusión del dragón. Comenzó a invocar la magia necesaria para
petrificar a un enemigo de ese tamaño.
Nicol Bolas bajó la cabeza. Tenía los ojos tan grandes como platos y los dientes largos
como dagas. Sonrió.
Se le cortó la respiración.
Se sintió honrada, alarmada y emocionada, todo a la vez. Nadie la había contratado para
algo que no fuese asesinar a alguien.
52
Aquello tenía un aspecto muy sospechoso; la bestia no inspiraba confianza, pero Vraska
pensó en su vida de contrato tras contrato, un asesinato detrás de otro, desempeñando el
rol que otros le habían asignado sin oportunidad de escapar.
El dragón la miraba.
Agitó una garra y Vraska sintió que el pitido en su oído desaparecía. El dragón había
abandonado su mente.
—Usarás este hechizo para llamar a mi socio una vez que llegues al centro de la ciudad
dorada...
Un fuerte dolor de cabeza golpeó las sienes de Vraska. Dobló las rodillas, mareada por
la repentina embestida. El hechizo era complicado, estaba pensado para que pudiera
atravesar mundos; pero ¿a quién se dirigía? No importaba; estaba diseñado para que
solo lo escuchase una persona en un solo lugar. No tenía el privilegio de saber quién.
Se sintió aturdida, pero impresionada. No tenía ni idea de que este tipo de hechizo fuera
posible y, con todo, ahora lo conocía a la perfección. Era una llamada que podía cruzar
mundos y que sería escuchada por un solo individuo. No podía transmitir un mensaje,
pero la mera señal metafísica era suficiente para que el destinatario supiera lo que hacer.
Era increíble y bastante aterrador.
53
Cayó de cuatro patas sobre el agua poco profunda que cubría este plano. Jadeó cuando
notó el conocimiento que fluía a través de ella. Corbeta bergantín trinquete cofa
estribor babor mesana quechamarina cangreja gavia… La mente de Vraska había sido
invadida por un océano de palabras nuevas. Apretó los dientes y bajó la cabeza hasta
que su frente tocó el agua.
Inhaló, exhaló.
Al dragón no le importó.
El fin justifica los medios, se dijo Vraska a sí misma, mientras su mente aún trataba de
ordenar la inmensa suma de términos y técnicas que el dragón había introducido en su
cabeza. Si hago esto, conseguiré todo lo que siempre he querido para mí y los míos.
El luminoso sol de mediodía había teñido las aguas grises de un brillante color azul.
Una brisa agitaba los bordes de las olas turquesa y se elevaba, húmeda y tibia, hacia la
goleta, que se deslizaba por la superficie del mar. Unas voces gritaron por encima de los
crujidos de las velas; en la mano de la capitana Vraska, la manecilla luminosa del
astrolabio encantado viró violentamente hacia el sur.
—¡Timonel!
54
de toda la vida de la Coalición Azófar. Como celestio, se especializaba en el uso de
mapas, brújulas y astrolabios —potenciados por hechizos— para extraer más
información de la que proporcionaban las estrellas.
—¿Estás segura?
Vraska asintió.
Vraska suspiró.
—Lord Nicolas no deseaba compartir esta información. Sus instrucciones solo son
encontrar y recuperar el objeto cuya posición se indica.
55
La contramaestre subía por la escalera del puente de mando y miró directamente a
Vraska.
—Pero la dirección en la que apunta nos aleja de las costas de Ixalan. Y la ciudad
dorada no está en ninguna isla.
El timonel apretó los labios. Levantó la vista hacia la veleta y asintió para sí mismo.
—Rumbo al sur.
La orden de la contramaestre rebotó como un eco por todo el barco mientras cada uno
de los marineros repetía la orden. Era como una canción improvisada, un verso que se
propagaba como una ola a lo largo de El Beligerante. Vraska no pudo evitar sonreír.
Quizás el premio está más cerca de lo que pensamos, se dijo Vraska a sí misma.
56
—Por cierto, ¿dónde encontró ese astrolabio lord Nicolas? —preguntó Malcolm. Estaba
empujando poco a poco el timón a la posición de descanso después de haber
completado el giro del barco.
Amelia asintió y encendió una pipa que había sacado de un bolsillo de la casaca.
—No, él vino a buscarme para este encargo. Al principio no sabía si debía aceptar, pero
él estaba seguro de que yo era la persona adecuada.
—Eso es algo que puedo soportar. No olvidaré decirle a mi pareja que se espere un buen
montón de oro cuando regresemos.
Y lo decía de verdad.
En Rávnica, las gorgonas solo podían ser una cosa. Pero... ¿aquí? Aquí una gorgona
podía ser lo que le saliera de las narices. Vraska se deleitaba en su nueva libertad y
sonreía orgullosa cuando pensaba en cómo dirigiría a los Golgari cuando regresara a
casa.
57
A pesar de sus esfuerzos, el astrolabio resultaba difícil de interpretar. En ocasiones
cambiaba de dirección y volvía a la original horas después, y sus varias manecillas
señalaban en direcciones distintas. Vraska había interpretado que la aguja más grande
les indicaría el camino, pero comenzaba a no fiarse del todo.
Ese mismo día, uno de los marineros gritó desde el puesto de vigía:
Edgar, el otro mago marítimo del barco, cerró los puños y envió una corriente a las
velas que empujó la galera a través de un resplandor azul. Por segunda vez ese día, El
Beligerante arrió las velas y se detuvo.
Una roca plana sobresalía del agua cerca del barco; estaba cubierta de una gruesa capa
blanca y la superficie se hallaba punteada por cientos de gaviotas que buscaban anidar.
Sobre la roca yacía un ser de ropajes azules y piel pálida quemada por el sol.
—¿Enviamos a Malcolm?
—No —dijo Vraska, irritada ante la idea de tener una boca más que alimentar en la
travesía—. Preparad el bote salvavidas. Quiero echarle un vistazo primero.
Estaba tumbado boca arriba en la única parte de la roca que no estaba cubierta por
excrementos de pájaro. Tenía el pelo moreno e intentaba espantar desesperadamente las
moscas con la escasa energía que le quedaba. Apoyaba la cabeza sobre un montón de
ropas azules, pero medio sumergida en el agua había una capa con símbolos blancos que
a Vraska le resultaron familiares.
No.
58
Bruscamente, Vraska dejó su telescopio en las manos emplumadas de Malcolm.
Se dejó caer dentro del bote de remos y ordenó a gritos a Gavven que la acompañara.
Edgar, el mago marítimo, los siguió y tomó los remos.
Los tres se sentaron y Edgar hizo un gesto cortante con la mano que hizo que el bote
descendiera. El barquito se posó en la superficie del mar con un chapoteo y Vraska soltó
rápidamente los ganchos de las cuerdas que lo sujetaban.
Volvió a sentarse mientras Edgar remaba y Gavven dirigía el barco hacia Jace. Con
cada golpe de remo, tenía más claro lo que debía hacer.
—Te diría que no te fueras, pero igualmente es un poco difícil. Es como intentar
cambiar de plano saliendo por la ventana, ¿no? —gritó Vraska.
Edgar y Gavven le dirigieron una mirada confusa, pero Vraska no intentó explicarles a
qué se refería con lo de “cambiar de plano”. Estaba demasiado enfadada.
—¡Mi barco necesita un mascarón nuevo, Beleren! Dime para quién trabajas y haré que
tu muerte sea indolora.
Vraska invocó esa pequeña llama que siempre ardía en las profundidades de su mente y
su mirada se cargó con la magia de petrificación que solo las gorgonas poseían. Se
incorporó, sintiendo la magia como un leve calor detrás del ceño, y, con un solo
movimiento veloz, miró a los ojos a su enemigo.
Pero este tenía los párpados cerrados, sucios y pegados con sal, y sus mejillas hundidas
estaban cubiertas de una espesa barba que ocultaba los tatuajes de su rostro. Sus brazos
habían desarrollado cierto músculo, pero Vraska podía contar las costillas de su torso
quemado por el sol.
Parecía mortalmente enfermo. No había agua potable —que ellos vieran— en aquella
isla ni ninguna forma de sobrevivir. Su aspecto tan deplorable detuvo su plan de acción.
De pronto, Jace tosió y abrió los ojos. Vraska apagó el fuego mágico de su mente y lo
miró con ojos totalmente normales.
59
Siempre puedo matarlo cuando me dé algunas malditas respuestas.
Las palabras le salieron más como una afirmación que como una pregunta. Tendría que
haberlo matado nada más lo vio, pero la lógica que le ordenaba seguir este plan estaba
empañada por el hecho de que... era él.
Jace terminó su primer cuenco de gachas en apenas dos minutos, y su jarra de agua en
menos tiempo todavía. Aún no había dicho nada desde que llegó. Echó un vistazo a la
cocina de El Beligerante con el aspecto de alguien que, a pesar del cansancio, aún siente
interés por lo que le rodea. Al examinarlo de cerca, Vraska se sorprendió de lo mucho
que había cambiado desde la última vez. No podía haber ocultado aquellos músculos
bajo la capa durante todos esos años.
Estaban sentados en la cocina y Jace había dejado el cuenco vacío a sus pies. Vraska
indicó a su tripulación que los dejaran solos y se sentó en un taburete justo enfrente del
mago mental.
—Tienes dos minutos para explicarme cómo me encontraste antes de que te convierta
en piedra y te use de pisapapeles, Jace.
Vraska alzó las cejas tanto como pudo hasta que le dolió la frente.
Vraska tomó la cuchara que Jace había estado usando y se la arrojó al pecho. Él intentó
protegerse, pero falló.
—¡Eh!
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—No eres una ilusión —concluyó ella.
—Entonces, ¿sabes que puedo crear ilusiones? —Sus labios se curvaban en una
pequeña sonrisa.
Vraska no podía creerlo. ¿Por qué diablos estaba tan contento? ¿Dónde estaba el Jace
macilento y temperamental, el Pacto entre Gremios que conocía y odiaba?
—¿Cómo te llamas?
—Vraska. —Jace sonrió otro poco—. Tu nombre tiene una raíz lingüística distinta a la
mía. ¿De dónde eres?
Oh...
Sería mucho mejor si Jace estuviera muerto, pero al menos era inofensivo en su estado
actual. Vraska tenía como regla personal no matar a quienes no se lo merecieran de
algún modo... y allí, junto a ella, estaba sentado un hombre sin pasado, sin pecados que
él conociese y con un pie en la tumba.
Vraska se levantó de un brinco y se acercó a los fogones. Todo lo que había pasado era
extraño, inesperado, una desviación de lo que debía ser esta misión.
No tenía ni idea de qué hacer, así que hizo lo único que sabía que aliviaría la sensación
de indefensión.
61
—¿Tomas azúcar, Jace?
No había misterio alguno en sus movimientos; existía solamente para el presente. Había
desaparecido el Pacto entre Gremios que ella conocía, la persona que ocultaba su
inseguridad mediante la inquietud, rodeada de un halo de melancolía. Esta era una
versión más musculada, más sincera y desconcertantemente amistosa del segundo mago
psíquico más peligroso del Multiverso.
La mente de Vraska dio vueltas a un recuerdo lejano: aquel en el que mataba a gente
terrible con los nombres apropiados para obtener la atención del Pacto entre Gremios.
Hacía muchos años de eso.
—Quería que cooperásemos para librarnos de algunas malas personas en puestos muy
importantes.
—¿En serio?
Le había leído la mente... pero no se había dado cuenta. Jace debía de pensar que ella lo
había dicho en voz alta.
62
Su expresión era transparente; la emoción de su voz, gentil y sincera.
Vraska tarareó mentalmente una canción para ahogar todos los pensamientos que podía
tener al respecto y, al final, encontró qué decir.
Jace sonrió.
Vraska se quedó un poco desconcertada. Al final resultará que este hombre tiene
sentido del humor.
Sus labios se abrieron como si fuera a decir algo, pero volvió a cerrarlos. La miró con
timidez.
—Sí.
Vraska observó que el bambú se convertía en arena clara; cayó la lluvia sobre una
hoguera ficticia y un pescado reseco; observó cómo Jace aprendía a cazar y a recoger
animales muertos, a construir y a sobrevivir. La gorgona dio un sorbo de té y se
maravilló de la belleza de la isla de Jace y de la enorme cantidad de cosas que había
aprendido durante su estancia en ella. Jace sonreía, encantado de enseñarle esas cosas.
Claramente le gustaba recuperar los vacíos que había en su conocimiento y su
entusiasmo resultaba contagioso. Era increíble que hubiera construido anzuelos, una
plataforma, una balsa. Vraska se terminó la taza de té hacia el final de la demostración y
la isla volvió a convertirse en la conocida madera del barco.
63
atrapado en una isla. No obstante, la serie de ilusiones no había respondido a la pregunta
de cómo llegó hasta allá.
Jace había redescubierto sus habilidades para invocar ilusiones, pero aún no conocía las
verdaderamente terribles. Era inquietante; en este plano, solo ella sabía de lo que él era
capaz.
Miró la taza y suspiró. Tendría que mantenerlo con vida. De momento, sus talentos le
resultarían útiles, y la inocencia no justificaba matar a alguien, sobre todo en el código
de una asesina. Sin embargo, este caso era diferente...
El hombre que estaba delante de ella no era Jace, no del todo. El Pacto entre Gremios,
como ella lo conocía, ya no existía.
Estaba decidida.
—Pondremos una hamaca para ti en los camarotes —dijo Vraska—. Pero cuando
lleguemos al próximo puerto, te dejaremos allí y tendrás que apañártelas solo.
Mira en qué estado se encuentra, pensó Vraska. Está indefenso. ¿Estoy cometiendo un
error al dejarle vivir?
64
Jace ya había pasado ocho días a bordo del barco y no terminaba de encontrarse cómodo
como invitado en El Beligerante.
Aunque el médico de la tripulación le había ordenado que descansara bajo cubierta, Jace
se había ganado la fama de no poder estar mucho tiempo en el mismo sitio.
Comenzó examinando el exterior del objeto y buscando sus grietas; luego utilizó una
herramienta del barco para desmontarlo poco a poco. Acumulaba las piezas
meticulosamente junto a él formando una cuadrícula sobre el suelo de la cubierta. Una
vez que estuvo desmontado del todo, deshizo sus pasos y volvió a montar las piezas en
el orden inverso al que había seguido antes.
65
Vraska le dio una vuelta al telescopio en sus manos, volvió los ojos a Jace y gritó para
llamar su atención.
—¡Eh!
Jace se quedó congelado. Amelia se acercó a ellos a zancadas con sus largas piernas y
fulminó al mago mental con su mejor mirada de contramaestre.
El corazón de Vraska palpitaba, presa del pánico. Inspiró hondo para librarse de la
sensación de alarma. No había tocado físicamente a nadie desde hacía años. La
tripulación no tenía que saber por qué; había razones para ocultar esas viejas cicatrices
de prisión.
El cielo de fuera estaba encapotado y el aire se notaba cargado, como si fuera a llover de
un momento a otro. El viento soplaba vigoroso y uniforme; Malcolm había estimado
que llegarían a Zabordada al día siguiente. La mayoría de los piratas estaban en los
camarotes, comiendo o matando el tiempo.
De repente se oyó la voz del vigía desde su puesto y Malcolm se apresuró a subir hacia
allá. Se detuvo en la punta del mástil y agitó las alas para elevarse hacia el cielo.
Cuando regresó, aterrizó delante de Vraska y susurró con brusquedad:
66
El barco enemigo estaba empezando a emerger por el horizonte entre una oscura niebla
mágica. Su casco estaba hecho de madera compacta y oscura, macerada por el tiempo y
los viajes. Las velas eran tan negras como la humareda que lo envolvía, y su puente de
mando, tan grande e imponente como una catedral.
Recordó el primer encuentro que había tenido con los vampiros de la Legión del
Crepúsculo. Había ocurrido en las primeras semanas de El Beligerante y los tripulantes
se conocían entre ellos tan poco como ella conocía al enemigo. La cercanía de los
vampiros convirtió el mediodía en ocaso y una nube oscura se cernió sobre el barco. Al
principio, Vraska estaba confusa: ¿por qué un barco más grande quería abordar el suyo?
Pero estaba claro que su objetivo no era el botín, sino la tripulación. Los conquistadores
no tuvieron que usar las armas. Se encomendaron a sus santos y comenzaron a
alimentarse con una ferocidad que Vraska no había visto nunca. Aquel día perdió a
cuatro marineros, todos desangrados en el piadoso fervor de los vampiros, antes de que
pudiera petrificar a sus asesinos.
67
Malcolm estuvo allí ese día.
La Legión del Crepúsculo justificaba su sed de sangre con la idea de que solo mataban a
criminales en pecado. No era coincidencia que vieran a la Coalición Azófar como una
alianza de pecadores.
Vraska recordó, también, lo que le había dicho Amelia que buscaban los vampiros.
—Quieren una cura para el vampirismo —había afirmado—. Desean la vida eterna,
pero sin tener que beber sangre. El Sol Inmortal fue robado de sus monasterios y se
hicieron a la mar para buscarlo. Conquistaron nuestras tierras ancestrales de Torrezón y,
al final, terminarán conquistando todos los hogares.
68
Vraska se obligó a volver al momento presente.
Podía intentar ir más rápido que el otro barco y obtener nuevos suministros en
Zabordada... o podía dejar tranquilos los cofres de El Beligerante y robar el tesoro de
los conquistadores.
La tripulación acudió a su llamada; subieron a toda prisa las escaleras de los camarotes
y se colocaron en posición a medida que Vraska los llamaba.
Examinó el cielo sobre ellos. Las nubes eran negras y estaban cargadas de lluvia, pero
El Beligerante se situaba a barlovento. El otro barco tenía las velas desplegadas y, si
Vraska atacaba rápido, podían obtener ventaja de su posición.
Mientras Vraska gritaba las órdenes, escuchó que su tripulación las repetía por todo el
barco. Malcolm corrió hacia el timón y lo movió bruscamente hacia un lado mientras la
tripulación tiraba de las jarcias para que el barco virase. Amelia y Edgar, espalda contra
espalda, hacían crecer el mástil central y el palo de mesana a golpe de magia. El barco
comenzó a escorarse a estribor mientras sus velas se hinchaban con una suave brisa
invocada.
Jace salió a cubierta, sorprendido por la agitación y sin saber bien cuál era su papel.
—¡Jace! ¡Aquí arriba! —Lo llamó desde el puente de mando y le hizo señas para que
subiera por la pequeña escalera hasta donde se encontraban ella y la contramaestre. Él
tenía los ojos muy abiertos de emoción e inquietud.
—Jace, vamos a abordar ese barco y robarles sus suministros. ¿Puedes ocultar de algún
modo a El Beligerante?
Los labios de Jace se curvaron en una sonrisa que se convirtió enseguida en un gesto de
determinación.
—Sí, capitana.
Vraska asintió.
69
—Entonces hazlo.
Jace miró al cielo con ojos brillantes y, como si fuera agua que se derramaba por una
superficie curva, su magia cubrió por completo a El Beligerante y fue si hubiera
desaparecido de la existencia.
Los miembros de la tripulación todavía podían verse a sí mismos y al barco bajo sus
pies. Jace mantuvo la concentración y asintió rápidamente en dirección a la capitana.
Vraska sonrió y se volvió a sus compañeros.
—Estoy bromeando, amigos míos. —Vraska sonrió—. ¡Tomad todo lo que queráis de
esas urracas sedientas de sangre!
Sostuvo en alto una de las banderas para que la tripulación supiera lo que venía ahora.
Después, levantó una mano para lanzar un hechizo.
Trazó una serie de gestos armoniosos en el aire y el volumen de las voces y ruidos del
barco bajó hasta acallarse. Era un viejo encantamiento de asesinos que había aprendido
cuando trabajaba para los Golgari; desde entonces, lo había usado en innumerables
ocasiones. El hechizo era insonoro e invisible, y sus efectos, inmediatos. Incluso si
gritaba a voz en cuello, la magia ahogaría los gritos.
En ausencia de sonido, Vraska utilizó las banderas de señalización para comunicar sus
órdenes a la tripulación; cuando lo indicó, el barco trazó un giro y se colocó al costado
del bajel enemigo. La Legión del Crepúsculo los había visto sin duda antes en el
horizonte, pero El Beligerante se había desvanecido y el barco de los vampiros
navegaba ahora en la dirección incorrecta, buscando en vano a su objetivo sin
encontrarlo.
70
Vraska le dirigió una sonrisa a Jace y se volvió hacia el barco. Un trabajo excelente,
pensó.
Los labios de Jace formaron las palabras “gracias, capitana”, que no llegaron a sonar
debido al efecto del hechizo de silencio.
Vraska se hizo una nota mental tan discreta como pudo de tener más cuidado. No tenía
la intención de que Jace fuera consciente de sus habilidades más aterradoras aún.
La Legión del Crepúsculo dejó caer las velas. Vraska levantó dos banderas a la vez y El
Beligerante se ralentizó para ajustarse a la velocidad más lenta del bajel vampírico.
Ahora estaban a apenas un barco de distancia de la Legión del Crepúsculo. Vraska tocó
el hombro de Jace y levantó la mano como una directora de orquesta. Él comprendió y
asintió, manteniendo la ilusión que ocultaba de la vista el barco.
Vraska cerró la palma de la mano que apuntaba a Jace y, al mismo tiempo, alzó una
bandera negra con la otra.
71
abiertos y la guardia baja, a medida que los piratas invadían su barco. Algunos habían
acertado a sacar sus armas, y trataron de mantener la compostura mientras los piratas de
Vraska se lanzaban a por ellos. El aire se llenó del sonido de acero contra acero y de
piratas sembrando el pánico por la cubierta de aquel barco.
Desde su puesto elevado, Vraska escuchó que uno de los vampiros gritaba por encima
de los demás.
Corrió por uno de los lados del puente de mando y se arrojó por la plancha de
desembarco, blandiendo su alfanje contra vampiros y humanos, mientras los apéndices
que hacían las veces de su cabello se retorcían de emoción. Jace se lanzó a la batalla
detrás de ella, invocando a varias copias de sí mismo para que corriesen entre el confuso
grupo de conquistadores de la Legión del Crepúsculo.
72
Las ilusiones saltaban y evitaban ataques, distrayendo a los vampiros el tiempo
suficiente para que los piratas los neutralizasen.
Después de acabar con varios vampiros con el alfanje, Vraska gritó por encima del caos:
—¡Traedme al capitán!
Vraska esquivó la espada del vampiro y comenzó a acumular la energía mágica que
necesitaba para petrificar. Para ganar tiempo, atacó al capitán con su alfanje.
Se escuchó un grito del auténtico Jace cuando el vampiro le agarró del cuello. El clon
desapareció al instante mientras Jace cerraba los ojos con fuerza e intentaba soltarse. El
vampiro abrió la boca... y entonces Vraska se interpuso. Miró a los ojos al capitán
mientras liberaba toda la magia que había estado acumulando.
73
Bajó la vista al suelo por un segundo, evitando los ojos de su tripulación a medida que
la magia se disipaba; luego miró a Jace.
Este había logrado librarse del agarre del vampiro petrificado y ahora la observaba con
expresión de sorpresa. Vraska se sintió incómoda; no por haberse mostrado tal y como
era, sino porque el rostro que la miraba no estaba contraído por el horror, sino
iluminado por la admiración.
—Limpiad sus bodegas, tirad al mar todas sus armas y llevad a este a El Beligerante —
dijo, dando una patada al capitán de piedra—. Creo que ya tenemos mascarón nuevo.
Cruzó la plancha que separaba los dos barcos y Jace la siguió. Ya en la cubierta del otro
barco, se acercó a hablarle.
—Oye, Vraska. —El tono de Jace era serio y honesto—. Estaba en apuros y me
salvaste. Te lo agradezco.
Jace le era útil. Quizás era mejor que lo mantuviese bien cerca de ella para poder utilizar
sus habilidades.
74
—Hace tiempo pensé que haríamos un buen equipo, Beleren, y parece que estaba en lo
cierto. ¿Quieres quedarte con nosotros y ayudarme en mi misión?
—Me encantaría.
75
Los moldeadores
KOPALA
Antes de que la primera pata de dinosaurio se posara en el suelo, mi pueblo recorría las
aguas de Ixalan y escuchaba. Los nueve afluentes nos revelaron sus nombres secretos y,
a cambio, prometimos llamarlos solo en caso de necesidad. Les susurrábamos a las
raíces mientras caminábamos entre ellas y se apartaban para dejarnos paso; no porque
fuéramos sus maestros, sino porque nosotros, solo nosotros, sabíamos pedirles permiso.
Hablábamos con el viento, las olas y las ramas que se agolpaban sobre nuestras cabezas.
Les dimos forma para que sirvieran a nuestros intereses y ellas nos dieron forma para
que les sirviésemos a ellas.
Aquellos que dominan a las bestias olvidan que estábamos aquí antes que ellos...
aunque una vez lo supieron. Los chupasangres y los piratas puede que no lo supieran
nunca, aunque ellos también olvidaron muchas cosas que solo nosotros recordamos.
A veces me pregunto cómo era todo antes de que los jinetes de los dinosaurios se
expandieran por el continente. Nosotros gobernábamos estas tierras y, hace tiempo,
también controlábamos su destino. Me pregunto qué clase de moldeador sería si hubiera
vivido en aquella época. Si hubiera sabido lo que ahora sé.
76
Por supuesto, especular es inútil. Todo lo que conozco es el presente. Tishana hizo todo
lo que pudo para grabarme esto en la cabeza. Por mucho que me pregunte “por qué” o
“qué habría pasado si”, no puedo desviar el curso del río.
Somos nueve moldeadores. Nueve para dirigir a las nueve grandes tribus. Los afluentes
comparten sus nombres con nosotros; cada uno le habla solo a su moldeador, cada uno
inspira solo a uno de nosotros. Yo tenía otro nombre, no hace mucho tiempo, cuando no
era más que otro chamán que surcaba los ríos; pero el río Kopala me eligió, al igual que
eligió a Kopala antes de mí, así que ahora soy Kopala y Kopala soy yo.
No tiene sentido preguntarse “qué habría pasado si”. Soy un moldeador, y ese es el
único camino que conoceré. Me enorgullece llevar este título. Soy el más joven de los
moldeadores, el más pequeño entre los más grandes. Aún tengo mucho que aprender.
Mi tribu depende de mí; los otros moldeadores dependen de mí. El propio Ixalan
depende de mí.
Por eso me encuentro flotando aquí, en las aguas místicas del manantial primigenio,
meditando. Tishana, mi mentora, está conmigo y me guía, aunque ha dejado su cuerpo
sentado en la fronda de más arriba.
77
Puedo sentirlo todo: el Gran Río, los nueve afluentes, la forma en la que se agitan las
ramas del árbol Raizprofunda mucho más lejos, los movimientos suaves de las mareas y
de los vientos. Proveniente de un lugar que ningún ser vivo conoce, siento el latido de
Ixalan, el continuo tamborileo de la ciudad dorada de Orazca.
El poder de Orazca no se parece a ningún otro. Es distinto al viento y las olas, a los
esfuerzos efímeros de los vivos y a los lentos movimientos que braman desde de las
profundidades de la tierra. Representa muchas cosas para mucha gente, pero su verdad
continúa oculta. Sin embargo, lo que es no se puede explicar con palabras. Es un pulso
constante, un ritmo que llega a todos los lugares de este mundo pero que solo oyen
aquellos que saben escucharlo.
Cierro los ojos. Seguimos meditando. No puedo evitar estar alerta por si el pulso se
interrumpe de nuevo, pero esto no sucede. Pronto la presencia de Tishana se desvanece
y nuestra meditación llega a su fin.
Abro los ojos y mi cuerpo regresa a mí. Nado hasta el fondo del río, me doy impulso
levantando una nube de limo y subo desde lo profundo hasta la superficie. El aire del
claro que rodea el manantial primigenio es tan húmedo que apenas necesito usar los
pulmones, aunque, por supuesto, el halo de niebla húmeda que pasa a través de mis
branquias no sería suficiente para mantenerme vivo. Inspiro y espiro; la manera de
iniciar la meditación en el Imperio del Sol, según he oído. Nuestras técnicas, diseñadas
para servirnos tanto en el agua como en la tierra, se centran en el pulso.
78
Tishana, Voz de la Tormenta
—Una perturbación de lo intangible. Como un delfín que intenta saltar por encima de la
superficie del mar y no lo consigue. No sé lo que significa, pero...
Orazca. La ciudad dorada. El lugar que nuestro pueblo juró mantener en secreto, incluso
de nosotros mismos.
—Y lo que tiene que ver con Orazca afecta al mundo entero —dice Tishana.
Se da la vuelta y, entonces, yo también la siento: una corriente de magia que viene del
norte. Una ola avanza por la jungla. Es un grupo grande en movimiento que se acerca.
De repente están en la frontera del claro, un grupo de unos veinte Heraldos del Río. Se
colocan en formación, rodeando algo que no puedo ver, custodiándolo. Al frente está
Kumena, su moldeador. Es ágil y esbelto, con ojos penetrantes y actitud dominante.
El río Kumena fluye muy deprisa sobre rocas afiladas. Es un obstáculo terrible para
nuestros enemigos y un peligro incluso para nosotros. El moldeador Kumena no es
diferente a su río y tal vez sea el más poderoso de nosotros, con excepción de Tishana.
79
—Moldeadora Tishana —dice, y su voz resuena a través del claro. Me saluda con la
cabeza, como si solo después hubiera pensado en mí—. Moldeador Kopala.
—Moldeador Kumena —dice Tishana—. Qué fortuna que el Gran Río te haya traído
aquí.
—Tal y como nos guía a todos —responde automáticamente Kumena. No hay ninguna
deferencia en su voz: ni al Gran Río que nos guía ni a la moldeadora que nos dirige.
Kumena señala con el dedo a su banda y esta se abre para revelar un fardo sobre el
suelo. No, no es un fardo; es un hombre. Un soldado del Imperio del Sol, zarrapastroso
pero entero, atado por completo con enredaderas. Sus ojos están llenos de odio.
—He cazado esto —escupe Kumena— en la linde oeste del Gran Río en compañía de
otros de los suyos y sus bestias. Sabes lo que buscaban.
—Llevan buscando Orazca mucho tiempo —afirma—. Una patrulla en la linde más
lejana del río no quiere decir que la hayan encontrado. Igual que los chupasangres, su
devoción no implica su éxito en esta empresa.
80
Kumena se vuelve hacia su cautivo. Clava los ojos en los suyos, donde brilla un odio
mutuo.
El hombre hace una mueca, pero comienza a hablar. No sé lo que le ha hecho Kumena
ni a él ni a sus amigos, pero detrás de todo su odio distingo también el miedo.
—Varias fuerzas se ciernen sobre la ciudad dorada —dice—. Nuestros espías nos han
hablado de dos capitanes piratas... Las historias son increíbles, pero parecen ser verdad.
Uno es un hombre con cabeza de toro. La otra es una mujer con el cabello como ramas
de árboles que te mata con una sola mirada. Esta mujer tiene un instrumento, un
astrolabio, que dice que apunta hacia la ciudad dorada. Hablaba de ello abiertamente en
la ciudad flotante.
Un murmullo se eleva de entre los Heraldos del Río. Nosotros también tenemos espías y
hemos oído hablar de cosas parecidas. Sin embargo, Kumena fulmina al hombre con la
mirada.
—Una de los nuestros, una de los campeones solares, ha lanzado un hechizo que reveló
la localización de la ciudad dorada —asegura. No puede evitar que el orgullo se
desprenda de su voz—. Piensa acudir a sus puertas.
—La situación ha cambiado —dice. Habla con Tishana, pero en voz alta; lo suficiente
para que le oiga todo el mundo en el claro—. Orazca está amenazada. No se puede
proteger un lugar cuya situación ni siquiera se conoce.
Tishana entrecierra los ojos. No eleva el tono de voz, pero en sí, es más alto que el del
moldeador. Por algo la llaman la Voz de la Tormenta. Sus meros susurros pueden
arrancar árboles de cuajo si se lo propone. Solo está dejando salir una pequeña ráfaga de
ese poder.
—Orazca debe ser protegida de cualquiera que pueda abusar de sus dones —declara—.
Incluso de nosotros mismos.
—Es demasiado tarde para eso —dice Kumena—. Ya sabemos que los chupasangres
tienen a una visionaria que los guía. Ahora los jinetes de bestias también, y los
saqueadores han conseguido este aparato. Nos sobrepasan por cientos en número y están
más decididos que nunca. Si todo fluye en esta dirección, Orazca será descubierta.
—¿Y qué sugieres que hagamos, moldeador Kumena? —pregunta Tishana—. Por favor,
ilumínanos.
81
—El momento ha llegado —dice—. Debemos hacernos con el poder del Sol Inmortal o
caerá en manos enemigas. El sol se descolgará del cielo, las aguas se congelarán y esta
tierra que nos ha visto nacer se convertirá en nuestra tumba, a menos que actuemos
ahora mismo con decisión. ¡No tenemos alternativa!
—Recuérdanos, Kumena, por qué los forasteros que encuentren el poder de Orazca
traerán sobre nosotros la miseria.
La voz de Tishana se hace más y más fuerte. Sus ojos son estrellas y su voz, una ola
rompiente. Doy un paso hacia atrás, pero Kumena no se deja intimidar.
—¡Lo utilizarían para el mal! —sisea—. El Último Guardián nos confió el Sol Inmortal
a nosotros y, si dejamos que caiga en manos de forasteros, estamos abandonando
nuestra obligación. Nos destruirán, ¡y al mundo entero junto a nosotros!
—El Último Guardián nos encargó mantenerlo oculto —dice Tishana, inevitable como
un huracán—. Nos encargó que no fuera utilizado, Kumena. Olvidas tu lugar y nuestro
deber.
82
—¡Seguro que tú también lo ves! —me dice—. ¡Toda esta filosofía de la inacción no
tiene sentido si la ciudad se convierte en un arma en manos de nuestros enemigos! ¿Me
ayudarás a defender a nuestro pueblo?
Debo dejar a un lado mi juego de “qué pasaría si”. Sé que debo dar mi opinión, romper
el empate, ser la voz que decida. Un líder tiene que ser decidido y, por tanto, así debo
ser.
—No puedo negar que hay algo de verdad en las palabras de Kumena. Si los forasteros
toman la ciudad, esto solo puede traer miseria. El Sol Inmortal trajo la ruina a esta tierra
una vez y a duras penas sobrevivimos. Si alguien volviera a utilizarlo, significaría el
final de todo lo que hemos construido y el fracaso de la labor que se nos encomendó.
»Sin embargo, si el Último Guardián hubiera querido que usásemos su poder, nos lo
habría confiado directamente. La historia del Sol Inmortal es la historia del mal uso que
le dieron los mortales. No soy tan arrogante para creer que nosotros solos podemos
llevar el peso de esta responsabilidad.
»La moldeadora Tishana lleva razón —digo con confianza—. Tenemos que hacer todo
lo que esté en nuestras manos para impedir que nadie tome la ciudad dorada. Y eso nos
incluye a nosotros. No puedo confiar en nadie que se muestre tan ansioso por hacerse
con semejante poder.
Siento el orgullo de mi raza en la voz, veo el orgullo de Tishana en sus ojos. Pero tengo
la impresión de que he elegido el bando equivocado.
Kumena hace un gesto con la mano. El guerrero del sol cae y es arrastrado a las
profundidades del manantial con un grito ahogado. Los miembros de la banda de
Kumena se miran, con pocas ganas de unirse a su rebelión. La gente de Tishana y la mía
corren en dirección al claro. A nuestro alrededor giran corrientes de agua y de viento.
Siento que algo tira de mi pecho: es una conexión, algo como un hilo de araña que se
tensa como un arco. Durante unos instantes, esperamos, con todos los sentidos alerta,
sabiendo en lo más profundo del corazón que alguien se acerca a la costa.
Tishana pone la mano en la superficie del agua. Sus ojos se abren de golpe.
—Se acercan barcos. Kumena, si son los intrusos de los que tanto hablas...
83
—Me ocuparé de ellos, pero esta estrategia no conseguirá que duremos cien años más.
Ni siquiera uno más. Os he advertido.
Con estas últimas palabras, una esfera de agua y ramas brota alrededor de Kumena. Hay
un destello de magia, un remolino de agua y después él ya se ha ido. Se ha marchado
del claro y avanza por la jungla como la ola de una corriente imparable que arrastra
barro y raíces enredadas.
Busco con magia bajo la superficie del agua, esperando encontrar al guerrero del sol,
pero su cuerpo está quieto, ahogado.
—Si Kumena pudiera encontrar Orazca él solo, creo que ya lo habría hecho —
responde—. E incluso si pudiera, intentaría deshacerse antes de sus rivales.
—Piensas que, antes, buscará a estos rivales que parecen conocer el camino —aventuro.
—Una anciana —dice, guiñando el ojo—. Lo sé, pero aún no estoy decrépita,
moldeador Kopala. No todavía. Me marcharé ya; solo yo puedo tener la esperanza de
detenerlo.
—Quédate —responde Tishana—. Te necesito para que unas a nuestro pueblo y estés
listo para dirigirlo. Si Kumena toma Orazca..., si alguien, quien sea, lo hace...,
necesitaremos todas nuestras fuerzas para reconquistarla.
84
—No —digo—. Por favor, moldeadora. La mantuviste en secreto por una razón.
—Hay una cosa en la que Kumena no se equivoca —dice—. No creo que podamos
seguir manteniendo oculta la ciudad dorada. Y, si no puede ser así, debemos confiar en
que el Gran Río nos dará la sabiduría para defenderla sin usar su poder.
—La sabiduría que le falta a uno de los más grandes entre nosotros —murmuro—. No
puedo decir que sea mucha esperanza.
—Llámalo como quieras —dice ella—. Tenemos el mar abierto ante nosotros y una
corriente a la espalda.
Bajo el manantial, mando a las raíces y las lianas que envuelvan el cuerpo del guerrero
del sol y lo entierren en lo más profundo del estanque, para que descanse y dé alimento
a los árboles que crecen allí. No es el final que él habría esperado, pero es lo mejor que
puedo hacer.
Me arrojo al agua del manantial. Puedo sentirlo todo: el Gran Río, los nueve afluentes,
la forma en la que se agitan las ramas del árbol Raizprofunda mucho más lejos.
Nuestros dos mejores campeones se alejan en estos momentos de mí; se abren camino
en la jungla a su paso y la vegetación vuelve a crecer detrás de ellos mientras avanzan
hacia el este.
¿Y si ella fracasa?
TISHANA
El viento agita las membranas de mis agallas y el aroma de la marea baja tira de mi
cuerpo mientras me acerco al único estudiante al que le he fallado.
Encuentro fácilmente el rastro de Kumena; es una línea recta desde donde estábamos a
donde estamos. Su inmadurez es tan evidente como su ego. Sí, es un moldeador
85
poderoso, pero es tosco, ingenuo y tan impetuoso como su río. Aquellos elegidos para
llevar el nombre de Kumena son librepensadores apasionados y siempre listos para
actuar; y aunque este Kumena es todas esas cosas, tiene un lado cruel que lo hace
peligroso. Cuando fue estudiante mío, puso a prueba todos los límites.
—Podemos conjurar mil tormentas mil veces, o podemos levantar una ciudad una sola
vez —dice Kumena sobre el rugido del mar—. ¿En qué crees que deberíamos emplear
nuestra energía? ¿Cuál de las dos cosas es una mejor administración, Tishana?
Englobo su hechizo en mi propia magia. Mis olas arrastran los barcos enemigos hacia la
costa y mi lluvia azota sus velas.
Noto que se libera del hechizo y da un paso atrás; observa con admiración cómo mi
magia sacude los barcos en la distancia, como hojas secas sobre un río agitado.
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—Siempre fuiste más habilidosa que yo —resuella.
—Crees que eres más listo que tus mayores —le digo—. Esa será tu perdición.
Miro por encima del hombro justo a tiempo para ver el puño de Kumena que se estrella
contra mi rostro.
Y el mundo se oscurece.
87
Algo muy diferente
Jace pasó los días siguientes en un feliz aturdimiento. Estaba activo y ocupado, pero a
menudo le distraía el ruido del barco.
El Beligerante crujía y gemía mientras surcaba las olas; la tripulación cantaba, reía y
transmitía las órdenes de los altos cargos. Pero, sobre todo, cada sonido le llegaba en
una corriente continua de conversación.
Aun cuando sus oídos no escuchaban nada, Jace podía discernir una cháchara sin fin.
Era molesto, y Jace terminó por decidir que la mejor solución era ahogar el ruido con
actividad.
88
Kerrigan, el ogro corpulento que hacía de cocinero, le enseñó a mantener vivo el fuego
de la cocina sin provocar un incendio en el barco. Gavven, el oficial de suministros, le
enseñó los contenidos de la bodega del barco (después de insistirle durante muchas
horas).
Mientras tanto, Jace dedicaba una hora cada día a entrenar sus propias habilidades.
Durante el mes que había pasado en el barco, sus ilusiones se habían hecho más
detalladas, más convincentes.
Cinco días después del abordaje del barco de los conquistadores, atracaron en
Zabordada. No tenían necesidad de adquirir ninguno de los suministros más caros.
Siguiendo órdenes de la capitana, la tripulación de El Beligerante desembarcó para
descansar, relajarse un poco y salir de juerga algo más que un poco.
Jace nunca había imaginado un lugar tan diferente o tan emocionante cuando puso el pie
en el embarcadero.
—¡Jace! Nos vamos al Puerto Llameante para tomar unas cervezas y jugar a las cartas.
¿Te vienes?
89
Jace se encogió de hombros y sonrió. Sintió que otra persona le tocaba el hombro y se
dio la vuelta para toparse con Calzón, un trasgo tan hábil con los nudos como poderoso
de voz.
—¡Eh, Calzón! Todavía me debes dinero del último puerto, ¡así que nada de cantar por
el momento!
—¡CERVEZA Y CARTAS!
La sirena guió a Jace y a Vraska a través de una de las estrechas y torcidas calles de
Zabordada hasta su tugurio favorito. El aire apestaba con la marea baja y las gaviotas se
reían desde los tejados de hojalata. Dejaron atrás varias tiendas y tabernas atestadas en
las que se oían las risas de los piratas; el débil fuego de los candiles de aceite que
colgaban de los aleros les indicaba el camino.
90
Malcolm señaló a un edificio cualquiera que parecía colgar del lado de uno de los
embarcaderos. Fuera tenía un letrero colgado. Decía, en letras descascarilladas: “LA
RABADILLA DEL OFICIAL”.
Abrió la puerta (que sin duda provenía de un barco, puesto que aún tenía un cuchillo
clavado) y cruzó alegremente la taberna hacia el mostrador.
Vraska y Jace lo siguieron y se sentaron en una mesa. Jace miró a su alrededor: aquel
lugar tan extraño lo abrumaba.
—Es fascinante.
Malcolm llegó con las bebidas y los tres brindaron para celebrar su buen trabajo en
equipo.
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Cuando aún no habían terminado la ronda, Vraska sacó algo similar a un astrolabio de
su abrigo y lo puso sobre la mesa.
El corazón de Jace dio un vuelco. Hacía tiempo que se moría por saber los detalles de
esta misión.
Jace tomó el astrolabio. No había ninguna indicación acerca de la dirección; solo varias
agujas que emitían una suave luz naranja y que señalaban, resueltas, a varias
direcciones. Ninguna de ellas era el norte. Se lo devolvió a Vraska, que continuó su
explicación con evidente placer.
—Me dijo que me dirigiera hacia el continente de Ixalan. —Se inclinó y habló en voz
más baja—: El astrolabio taumatúrgico está encantado para encontrar un lugar: la
ciudad perdida de Orazca.
¡No!
Jace se sobresaltó y echó un vistazo a su alrededor. Se encontró con los ojos de un tritón
de escamas verdes sentado lejos, junto al mostrador, que le devolvió la mirada
sorprendido.
—Creí oír algo, lo siento. —Se apoyó en las manos y esperó a que Vraska continuara.
Malcolm asintió.
—El objeto que buscamos está en Orazca y se conoce como el Sol Inmortal. Solía estar
guardado en los monasterios de Torrezón, en el reino que aquellos que terminarían por
convertirse en la Legión del Crepúsculo. Durante generaciones, estuvo custodiado por
guardianes sagrados en las montañas del continente oriental.
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Vraska se terminó la bebida de un trago.
—Es evidente. —Vraska sonrió—. Pero quizá puedas averiguar cómo funciona. Así no
nos volvería a atrapar ninguna distracción.
—No lo eres. —Había algo extraño en la mirada de Vraska que Jace no podía leer
bien—. Eres algo muy diferente.
Malcolm regresó al mostrador para pagar y Jace y Vraska se levantaron para marcharse.
Jace echó un último vistazo al tritón de la esquina, que evitó sus ojos mientras pasaban.
La noche era cálida y el aire estaba lleno del olor de los productos de contrabando, en el
que se distinguía el dulce aroma de especias exóticas. Jace caminó de vuelta al barco
junto a la capitana por las calles de madera.
La pregunta sonaba tan estúpida como le había parecido, pero Vraska se detuvo en seco.
Dejó escapar un profundo suspiro. Su respuesta fue silenciosa, pero Jace escuchó la voz
claramente en su cabeza.
—Sí.
Porque no quería que hicieras de las tuyas y me leyeras la mente sin preguntar, pensó
ella con una expresión cansada.
Él se detuvo, se apartó de los pensamientos de ella y miró a los muchos extraños que
caminaban por las calles de Zabordada.
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Era como si una cadena de su mente no hubiera estado bien sujeta y, de pronto, se
hubiera ajustado al engranaje apropiado. Los sonidos, las voces... Era todo tan obvio
ahora.
La gente que pasaba, los pájaros que volaban... Cada uno de ellos tenía una mente tan
frágil y tan hermosa como el cristal. Jace se las imaginaba como estructuras exquisitas
y, si lo deseaba, sabía que podía invadirlas e inspeccionarlas como si fueran una estatua
de cristal con el interior hueco.
—Las mentes son tan delicadas... —dijo, apartándose mientras un grupo los
adelantaba—. Su estructura es forma y sonido a la vez, como una orquesta dentro de un
cristal.
—Es... ruidoso. Como un mar de copas de champán en el que cada una emite una
tonalidad distinta.
Ahora que Jace era consciente de lo que eran esos fragmentos de voces y conversación,
supo que podía acallar el ruido.
Se concentró.
Aún podía sentir la estructura elaborada y diáfana, pero frágil, de las mentes cercanas a
él, pero ahora estaban calladas.
—Te prohíbo leer mi mente y las de mi tripulación —dijo Vraska—. El resto, las que
quieras. Excepto la de nuestro cliente, pero probablemente él sea mejor telépata que tú.
Habría jurado que escuchaba su proceso mental en la lejanía. Por eso sabía que, en
realidad, ella no tenía ni idea de si se conocían o no.
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La calle por la que iban caminando se abrió al puerto que rodeaba Zabordada. Los
mástiles y las velas de decenas de grandes barcos se agitaban en el cielo de la noche;
sobre ellos lucía una plateada luna creciente.
—Rávnica.
Vraska se rio.
—Eras horrible.
—Nadie te obligó a nada. ¡Te hicieron una campaña tremenda! —dijo—. Panfletos,
mítines, banquetes para recaudar fondos. Tu eslogan era: “¡Jace es la ley!”.
Caminó más despacio; no quería llegar al barco todavía. Vraska se ajustó a su paso, y el
corazón de él se aceleró un poco.
—Enorme. Torres gigantescas, puentes que cruzan niveles sobre niveles de la ciudad.
Hace más frío que aquí, y nieva en invierno.
Jace deseó poder verlo. En su mente tenía una vaga impresión y, en la periferia de su
visión, sintió que había una imagen que dominaba la superficie de la mente de Vraska
y... la vio.
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Jace intentó responder, pero no pudo. En su lugar, miró hacia arriba con los ojos
iluminados y se lo mostró.
Los barcos se hicieron más grandes, se cubrieron de piedra negra y sus mástiles y sus
puestos llegaron al cielo, altos como rascacielos, con agujas que acariciaban las
estrellas. Las construcciones precarias de Zabordada chocaron unas con otras y se
alzaron para formar basílicas y catedrales, arcos ojivales y bóvedas de crucería.
Unos copos suaves y gruesos comenzaron a caer de un cielo gris como la ceniza.
Jace sonrió y miró los copos de nieve que caían. Volvió a mirar a Vraska y vio que
miraba al cielo fascinada.
—Estabas proyectándolo con mucha fuerza —dijo él—. Siento haberlo “escuchado”.
—Bueno, no vuelvas a hacerlo —dijo ella con la vista perdida aún en la majestuosidad
de la ciudad-ilusión que los rodeaba. La severidad de su advertencia no se correspondía
con la triste expresión de nostalgia de sus ojos.
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Jace tuvo que hacer esfuerzos para controlarse. Quería acercarse a su mente, saber lo
que estaba sintiendo.
—Ojalá pudiera recordarlo —dijo—. Parece el lugar más maravilloso del mundo.
Hizo desaparecer el paisaje urbano y observó cómo las torres volvían a convertirse en
grandes barcos y los edificios en cobertizos.
Era hermosa.
Ella se volvió hacia él, con los brazos aún cruzados y los labios apretados en una línea
firme.
—Es probable.
Regresaron al barco vacío y se sentaron en cubierta, en unas sillas que Vraska había
traído desde su camarote. Hablaron de la posibilidad de regresar a la ciudad para aquello
de “deuda, cerveza, cartas y festejos”, pero decidieron que la combinación sonaba un
poco demasiado potente y decidieron quedarse donde estaban.
Por entonces, Jace ya sabía que no debía presionar para obtener respuestas, pero la
urgencia no desaparecía. Había tantas cosas que no sabía y, además, estaba hambriento
de todo lo que pudiera darle una pista acerca de su pasado.
Vraska se reclinó en su silla afelpada y apoyó los pies sobre la borda del barco. Jace
acercó su silla a la de ella e hizo lo mismo.
—¿Cómo te sientes ahora que sabes que eres telépata? —preguntó ella mirando las
estrellas.
—Saber que era un ilusionista fue fantástico, pero la telepatía tiene más... garra.
—¿Garra?
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—Las mentes son absurdamente delicadas. Todo lo que es una persona es tan frágil
como una tela de araña.
—Eres una maza rodeada de telas de araña —dijo ella sin más—. Eres consciente,
¿verdad?
—Una maldita maza —musitó Jace. Un ligero temor se abría paso en su vientre.
Vraska se rio. Era la primera vez que le había oído decir una palabrota.
Por primera vez desde que había llegado, un recuerdo luchó por salir a la luz en la
mente de Jace.
Era un león inmenso con rostro de hombre, con los ojos muy abiertos por el horror,
llorando como un niño pequeño sobre el suelo mojado de lluvia. Jadeaba, y sus alas
golpeaban contra el suelo.
Se asustó.
¿Era un sueño? ¿Una impresión? No importaba, no parecía real. Era una expresión
aleatoria de la imaginación, algo que guardar para uno mismo.
Le echó una mirada. Vraska tenía los ojos fijos en el cielo y los labios apretados.
Inspiró hondo. Jace se había prohibido a sí mismo leer su mente, pero casi podía sentirla
vibrando y funcionando junto a él. Era una sensación conocida que le asustaba.
La pregunta era cautelosa; una pequeña pregunta para alguien que solía hablar con
grandes frases.
Jace se desconcertó.
—Destrozar una mente es darle a alguien un destino peor que la muerte, imagino —
dijo—. Me preguntas si existe la redención para aquellos que matan.
—Supongo.
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—Existir es adaptarse a las circunstancias cambiantes. El yo no es más que una
acumulación de lo que uno aprendió de esas circunstancias. Nuestra cualidad de agentes
nos da los medios para alterar nuestro propio camino. Eres quien decides ser. Y quien
llegues a ser solo depende de cómo decidas adaptarte.
Sintió que se ruborizaba y dio gracias de que no fuera visible a la luz de las estrellas.
—Ha de ser así. Si puedo hacer lo que creo, hice daño a mucha gente. Pero el futuro es
lo que me hace quien soy, porque mis elecciones influyen en lo que me convertiré.
El silencio no molestó a Jace. Había decidido que la cháchara informal era un ritual
social sobrevalorado, lo que hacía mucho más agradable pasar el tiempo con alguien
que sabía aceptar los silencios normales de una buena conversación.
—Las prisiones.
Prisiones, en plural. Vraska seguía sin fijar la mirada. Claramente, no quería volver a
los recuerdos que él había desempolvado.
Guio a Vraska hacia el interior del barco y bajaron la escalera hasta llegar a la cocina.
Le hizo una seña para que se sentara en un taburete cercano y puso unos cuantos troncos
sobre los carbones del hogar. Tomó la tetera del armario, la llenó de agua fresca y la
puso a hervir.
99
Le hizo té.
Fue una acción torpe y llevó algunos momentos, pero la realizó en el orden correcto.
Finalmente agarró la taza y dejó escapar un suspiro. Bebió un pequeño trago y Jace vio
que sus labios se curvaban con aprobación.
—Venimos de una ciudad muy lejana. —Vraska entrelazó los dedos por detrás de su
cabeza—. Muy, muy lejana. El resto de la tripulación no ha oído hablar jamás de ella.
Jace se esforzó por no formular seis preguntas a la vez y se centró en la más acuciante.
—Está demasiado lejos. —Ella lo miró durante unos instantes—. Esta vez vas a tener
que creerme sin más.
—La ciudad funciona como todas las ciudades. Hay gremios a cargo de las distintas
funciones. Los Orzhov llevan el banco, los Azorios dictan las leyes, etcétera. Hay diez
gremios en total. En teoría, los Golgari llevan las granjas de desechos y podredumbre,
pero en realidad, es un término genérico para todos los que no forman parte de un grupo
en particular. Los marginados, los canallas y los inadaptados.
100
»Cuando era mucho más joven, los Azorios ordenaron un arresto masivo de los
miembros del gremio Golgari. Los Golgari no habían hecho nada; simplemente existían,
y los Azorios decidieron que eran criminales. Dieron por supuesto que yo pertenecía al
gremio Golgari, porque soy una gorgona, así que me arrestaron con ellos. Nos
encerraron en una prisión donde estuve... un tiempo. No estoy segura de cuánto. Los
Azorios bromeaban con que vivíamos bajo tierra, como los topos, así que ¿por qué
íbamos a necesitar ventanas para ver el sol? No había camas, la comida era escasa.
Nuestra herramienta de negociación era la violencia. Y, oh, cómo desearía haber
liderado esas revueltas. Nos amotinábamos y nos cambiaban de sitio, después nos
hacían daño. Amotinarse, cambiar, sufrir: era un ciclo sin fin. Al final me pusieron una
venda perpetua para que no pudiera petrificar a mis captores.
Jace odiaba todo lo que estaba escuchando. No podía arreglar nada; por mucho que lo
odiase, no había ninguna lógica en el sufrimiento. No sabía a qué conclusión, estando en
su lugar, llegaría para obtener algo de paz; qué teorías se contaría a sí mismo para
razonarse lo ocurrido hasta calmarse.
—En un sitio así, pierdes la noción del tiempo. En algún momento se me llevaron. Me
encerraron sola en una celda, sin ningún catre y con el agua hasta los tobillos. Las
palizas continuaron, y las heridas que me dejaban se infectaban y apestaban durante
semanas. Cuando por fin me quitaron la venda, pensé en intentar petrificarme a mí
misma para que todo terminase. Pero quería salir de allí aún más que eso.
—Recuerdo la noche en la que casi me mataron. Estaba sangrando, con todos los huesos
rotos, y sabía que un golpe más en la cabeza haría que me fuera. Mi cuerpo supo lo que
hacer y usé una magia que nunca había utilizado antes para escapar, pero el lugar al que
llegué también era una prisión. Estuve atrapada allí, sola, durante un tiempo. Solo yo y
los recuerdos de tamaña crueldad.
Vraska se había terminado el té. Había unos pocos restos de hojas en el fondo de la taza.
—“Las personas deberían morir la muerte que se merecen”. He vivido con esa consigna
durante un tiempo. Me reconfortaba.
—También.
101
—La parte que aún no he resuelto es si todos merecen morir —dijo Vraska después de
un tiempo—. Puede que mi magia se base en la muerte, pero matar no me divierte.
Antes lo hacía porque no tenía más opciones; ahora tengo que hacer lo correcto para
otros y para mí.
—No —dijo ella—. Liderando a los Golgari cuando vuelva a casa. Nuestro cliente me
prometió que me haría maestra del gremio al regresar.
Jace sonrió.
—Ya demostraste que tenías lo que hay que tener. Los mejores líderes entienden las
comunidades que intentan proteger. Creo que estabas destinada a ser una gran líder.
—¿Vraska...?
¿Por qué no veía todo lo que había conseguido? El ceño de Jace se hizo más profundo.
Vraska suspiró.
—La manera en la que nos relacionamos con el mundo depende de cómo nos
presentamos a nosotros mismos en él. Siempre estamos ajustándonos al cambio porque,
si dejamos de hacerlo, no sobrevivimos. Al haber sobrevivido a aquel infierno,
cambiaste y te volviste una persona más sabia de lo que eras. Al dirigir este barco, te
transformaste en la líder que siempre supiste que podías ser.
»Lo que te define no son tus circunstancias del pasado, sino las decisiones que tomarás
en el futuro. Tu habilidad para aprender y adaptarte es lo que te define hoy y eso dictará
en lo que te convertirás. Vraska: tu mayor venganza es el hecho de que no solo estás
viva, sino que ahora eres más fuerte de lo que tus captores pensaron jamás. ¿Sabes lo
increíble que es eso?
Vraska tenía una sonrisa extrañamente tímida que le llegaba casi hasta los ojos.
102
Jace le sonrió.
—Es cierto. No sé si yo podría haber soportado todo lo que tú soportaste. Sobre todo,
dudo que hubiera logrado escapar de ello.
—No lo sé —respondió Vraska—. No es algo tan evidente al principio, pero creo que
tienes mucho más valor del que piensas.
—Incluso si fuera así, he olvidado cuándo lo demostré. —Jace le dirigió una mirada
seria—. Gracias por contarme tu historia. Me siento orgulloso de conocerte.
Veía la forma externa de su mente, pero no se atrevió a mirar lo que había dentro. Era
todo curvas, rincones y laberintos de delicados hilos de cristal. Vraska no tenía la menor
idea de lo frágil que era su mente, del mismo modo que Jace no sabía lo fácil que sería
para ella convertirle en piedra.
Ambos se dieron cuenta en el mismo momento de que ninguno de los dos quería hacerle
daño al otro.
Las semanas pasaron perezosamente para la tripulación del barco. Cuanto más se
acercaba El Beligerante al continente, más emoción había en el ambiente.
Jace todavía le daba vueltas a la historia de Vraska. Esa misma noche le había preparado
otra taza de té y habían hablado de cosas más bonitas. Vraska confiaba en él lo
suficiente para contarle su historia. Esa confianza calentaba el pecho de Jace como si
hubiera bebido whisky.
Esa tibieza le animó a desentrañar el misterio del astrolabio taumatúrgico tan pronto
como pudiera.
Una tarde, horas antes de atracar, Jace tomó el astrolabio y bajó hasta la bodega del
barco. Allí apestaba y el agua le llegaba hasta los tobillos, pero necesitaba algo de
intimidad.
El barco comenzó a agitarse sobre las olas; pensó que habría llegado una tormenta en lo
que había tardado en bajar.
103
El astrolabio taumatúrgico parecía ser más importante de lo que había supuesto en un
comienzo. Era un objeto intrincado con luces que apuntaban en distintas direcciones.
Fue fácil, como el telescopio que había desmontado hacía semanas. Colocó las piezas
delante de él, en una cuadrícula ordenada, mientras avanzaba hacia el centro del objeto.
Allí vio un pequeño engranaje que parecía algo suelto. Lo ajustó y volvió a montar el
astrolabio.
Ahora solo emitía un haz de luz, brillante y claro, que apuntaba en una única dirección.
Jace colocó el astrolabio sobre una caja, cerró los ojos y se concentró.
Sintió que en la parte de atrás de su cabeza cobraba forma esa extraña parte de sí que le
hacía ser él.
104
Sintió que su cuerpo se rompía en pedazos y volvía a recomponerse. El ya conocido
triángulo apareció una vez más sobre su cabeza.
Jace parpadeó, algo mareado, y miró el astrolabio con anticipación. Le costó no soltar
un grito de alegría. La aguja apuntaba directamente hacia él.
Si su teoría demostraba ser cierta, la ciudad dorada tenía que ser un inmenso nodo de
energía mágica, y el astrolabio apuntaría directamente a su fuente.
¡Magnífico!
Jace alzó en alto el astrolabio taumatúrgico y subió corriendo por las escaleras hasta
llegar a cubierta.
Vraska estaba en el puente de mando, mirando hacia arriba. Malcolm planeaba sobre
ellos y trataba de divisar algo. Voló hacia abajo, aterrizó y consultó algo con Vraska.
Jace no quería interrumpir, así que esperó una oportunidad de preguntar lo que pasaba.
—Sí, también. Las tres cosas. Pero tengo que asegurarme de que no ocurran al mismo
tiempo.
De repente, el cielo se abrió y una cortina de lluvia torrencial comenzó a caer sobre la
cubierta de El Beligerante. Vraska agarró a Jace por los hombros.
Una ola inmensa se alzó en la distancia y Jace vio el barco de la Legión del Crepúsculo
en la cresta. Era gigantesco, más grande aún que el que habían visto hacía semanas, con
dos botes de remos suspendidos a cada lado.
105
El Beligerante, a su vez, se alzó sobre su propia ola y Jace miró hacia una larga línea
verde de costa. Ixalan estaba allí; era una bahía prístina rodeada de arena junto a una
elevación del terreno cara al mar. En el cielo se arremolinaban las nubes negras y olas
aún más grandes y abundantes amenazaban con volcar el barco.
Enfrentarse a los rayos y a los conquistadores o estrellarse contra las rocas de la costa.
Ninguna de las opciones parecía muy favorable.
—¡Aferrad los cañones y apagad el fuego de la cocina! ¡Rizad la vela mayor y corregid
el rumbo!
Jace observó mientras Vraska ponderaba las opciones. Echó un vistazo a la costa y
luego al resto de la tripulación.
Un muro de agua se alzó a un lado del barco y se estrelló contra Jace y Vraska.
Extendieron los brazos el uno hacia el otro mientras el agua los barría de la cubierta.
106
La carrera, 1.ª parte
Guardias y sacerdotes se asomaron por encima de los altos y gruesos muros y vieron
que se acercaba una figura consumida y grotesca. Se trataba de un hierofante, un clérigo
vampírico, que se encontraba cubierto de arena y tenía las mejillas hundidas de hambre.
Su mirada irradiaba furia y llevaba la barba descuidada. A todo juicio, parecía un loco.
—¡He conquistado las olas y la mismísima muerte, alabemos a santa Elenda! —gritó a
las caras que lo observaban desde arriba.
Los guardias se miraron entre sí con incertidumbre. El hombre bajo ellos se rasgó la
túnica y cayó de rodillas, con las manos de largas uñas cerradas en oración. Sus rezos
eran altos y claros, como si no le importara que le escuchasen. Los guardias mortales
retrocedieron, incómodos; quienquiera que fuera, era evidente que se había entregado al
Ayuno de Sangre.
—¡Milagros maravillosos! ¡Venas vacías y lenguas sedientas, ella nos dio la vida!
¡Regocijaos, ignorantes!
107
Los guardias humanos no se atrevieron a abrir la puerta. Un vampiro en mitad del
Ayuno de Sangre era terriblemente peligroso. En este estado le era imposible distinguir
entre la sangre de un fiel y la sangre de un pecador. En vez de eso, uno de los guardias
pidió ayuda a una sacerdotisa.
Buscó dentro de un zurrón harapiento que le colgaba del brazo y arrojó varias piezas de
metal al suelo. Los guardias reconocieron un sextante aplastado, un astrolabio roto y
otros instrumentos de navegación totalmente estropeados.
—Hoy no ha arribado ningún barco a nuestras costas. ¿En qué bajel has venido?
La sacerdotisa se arremangó e hizo una seña para que los guardias abrieran las puertas.
Estos levantaron los tablones y tiraron de las enormes cadenas hasta que el vampiro
hambriento entró tambaleándose.
La sacerdotisa se había agachado a recoger las piezas rotas que Mavren Fein había
traído consigo. Lo miró, aún perpleja.
—Sabía que no las necesitaríamos —escupió Mavren Fein por toda respuesta.
De repente se quedó muy quieto, olisqueó el aire y levantó la cabeza para mirar a los
guardias en las almenas de la fortaleza.
108
Mavren Fein siseó y corrió hacia el muro, con los ojos fijos en los humanos en lo alto.
Comenzó a trepar por él con las garras; las astillas de madera de las plataformas
saltaban mientras él subía como un animal feroz. Su rostro era una máscara terrible con
los colmillos hacia fuera y los ojos muy abiertos. Cuando consiguió llegar hasta lo alto,
gateó y agarró al primer guardia humano que se encontró con unas uñas tan afiladas
como cuchillos.
El hombre soltó un grito de sorpresa cuando Mavren Fein mordió salvajemente el metal
que le cubría el cuello. Aunque nadie reaccionó a tiempo para detener el frenesí
sangriento del vampiro, el ataque fue en vano: sus colmillos no pudieron atravesar la
armadura. Mientras, el resto de guardias se acercó corriendo y lo patearon para arrojarlo
abajo. El vampiro aterrizó en el suelo con un ruido sordo y la sacerdotisa de Adanto se
arrojó sobre él. Lo inmovilizó para impedir que saltase de nuevo.
—Vuestra piedad es evidente, Mavren Fein —gruñó la sacerdotisa con esfuerzo—, pero
vuestro Ayuno de Sangre debe terminar si deseáis quedaros en Adanto. Finalizad ya el
Ayuno, hierofante. Vuestra misión requerirá que tengáis todos los sentidos alerta.
La sacerdotisa logró que Mavren Fein se incorporara y, luchando con él, comenzó a
arrastrarlo hacia las celdas de la prisión.
La Legión del Crepúsculo no solía hacer prisioneros a largo plazo, pero las celdas
servían para que los prisioneros se recuperasen del todo antes de sentenciarlos.
109
—Manuel mató a un compatriota en una pelea por un juego de cartas —le dijo la
sacerdotisa a Mavren Fein, señalándole la celda de al lado—. Él será quien rompa
vuestro Ayuno al llegar el crepúsculo. Lo prepararé todo para la ceremonia.
Al otro lado se escuchó un sollozo. Mavren Fein cerró los ojos y alzó las manos.
—Santa Elenda, la más devota entre las devotas, la Primera y la Leal. Nació mortal; fue
una monja guerrera que, junto a sus hermanos y hermanas de fe, custodiaba el Sol
Inmortal en las montañas de Torrezón. ¡Escucha!
—Pedro el Maligno los mató a todos. ¡Ese traidor de los suyos, pecador, ambicioso e
infame!
Mavren escupió.
—Pero ella... ella sobrevivió; era más orgullosa que nadie. Tenía los cabellos negros
como alas de cuervo y las uñas como el fulgor de un relámpago. Salió fuera y se
enfrentó a Pedro, pero... mientras tanto, el Sol Inmortal fue robado por una bestia alada
que llegó del cielo.
—La bestia se llevó el Sol Inmortal muy lejos, al oeste, ¡y Santa Elenda la persiguió!
¡Oh, su devoción! ¡Bendita sea Santa Elenda!
—Yo fui de los primeros. Estuve ahí cuando ella se embarcó de nuevo hacia el oeste y
esperé pacientemente el día en que la seguiría. Paciencia, paciencia, paciencia... Se me
da bien esperar.
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Mavren Fein guardó silencio. El único ruido que se escuchaba era la respiración
acelerada de Manuel en la celda de al lado.
Introdujo los dedos por el hueco que había en la pared que lo separaba del humano.
Y Manuel gritó.
Con un solo movimiento, Mavren Fein tiró del panel y desgajó la madera de las paredes.
Apartó los trozos de un tirón y se introdujo entre ellos para lanzarse sobre su presa.
Un segundo después, sus colmillos estaban sobre el cuello del criminal y un olor
cobrizo de la sangre se extendió por la estancia.
Mavren Fein jadeó y se limpió la boca con el puño de la manga. Poco a poco parecía
volver en sí, y al final se quedó muy quieto.
—Sacerdotisa —dijo con voz calma y medida—, decidme cómo os llamáis. —Era el
opuesto completo al vampiro que había desvariado antes.
—Está bien, piadosa Mardia —dijo Mavren Fein. Terminó de limpiarse y se puso en pie
con las manos entrelazadas—. Lamento profundamente las molestias.
—Decidme, ¿el resto de vuestra tripulación está muerta? —preguntó Mardia, que hizo
rápidamente una señal de bendición con las manos.
—Sí, nadamos hacia la orilla cuando nos destruyeron los instrumentos de navegación.
Una lástima, pero no pienso cejar en nuestra misión.
111
VONA
El mejor día de la vida de Vona fue, por supuesto, el de su segundo nacimiento, que
pasó arrodillada en una iglesia trabajando en el hechizo que entregaría su vida a la
Corona y a la Iglesia a perpetuidad. A menudo pensaba en aquella primera vez en la que
probó la sangre de hereje y en la promesa que hizo mientras lanzaba el hechizo: “Que la
sed sea nuestra penitencia; el servicio, nuestra vida. Que ahora y para siempre, la sangre
de los pecadores nos sirva de sustento hasta que descubramos la inmortalidad
verdadera”.
Vona recordó el ímpetu de los comienzos de su nueva vida, el aguijoneo insidioso del
hambre. Sus dones eran increíbles; podía caminar con el silencio de un depredador y
matar con la misma facilidad. Nunca tuvo miedo de ir sola por la noche, porque el alma
de la noche latía en su corazón, corría por sus venas. ¿Por qué querría la Iglesia que
todos dejaran de desear la sangre?
Claro está, se guardó su opinión para sí misma durante siglos. Cuando todo Torrezón
quedó finalmente unificado bajo el yugo de la Legión del Crepúsculo, a Vona le costó
112
abandonar la guerra como estilo de vida. Había adquirido un título nobiliario y tierras,
pero su territorio era pobre y rocoso, y pronto fue evidente que sus capacidades de
administración eran mucho peores que sus dotes para el asesinato.
Su ennui duró toda una década. Una noche, en un acceso de aburrimiento, decidió
romper la monotonía con algo divertido: algo tan mundano como un juego de niños, una
forma más de matar el tiempo. Acechó a todos y cada uno de sus sirvientes humanos en
sus lechos y en sus campos y, durante una feliz semana, los mató uno a uno, como parte
de su juego inocente. Cuando hubo terminado, abandonó sus humildes posesiones.
En cuanto la reina Miralda anunció que estaba organizando una flota para viajar en
busca de Santa Elenda —la única y verdadera—, Vona se ofreció para dirigir el primer
barco que abandonase el puerto. La impulsaba la sed. Siempre la terrible sed. Daba
igual si sus presas eran justos o pecadores; lo importante era que encontraría algo con lo
que alimentarse en el camino.
El sistema solo funcionaba si no le decía a nadie lo poco que le importaban las reglas
que la gobernaban. El secreto lo hacía más emocionante.
Vona estaba en la proa del barco, mirando al mar con ojos acerados e inhumanos. Ahora
su misión la llenaba de emoción y mantenía a raya el ennui.
El Beligerante, decía el nombre escrito en uno de los lados del barco, y su tripulación
estaba distraída por la tierra que se divisaba enfrente de ellos. Una sirena que volaba por
encima del mástil se había dado cuenta de la presencia de Vona, pero no era más que
una gota en un cielo que se oscurecía por momentos.
113
Vona tenía sed y, por la naturaleza tornadiza de sus lealtades, sabía que El Beligerante
estaba lleno de pecadores listos para ser devorados. Abordar un barco pirata no dejaba
de ser irónico, pero era algo necesario para saciarla.
Una ola repentina propulsó violentamente el barco hacia delante; Vona se agarró a la
borda para mantener el equilibrio.
—Alguien la habrá invocado. Los Heraldos del Río de Ixalan son famosos por su
dominio de los eleme...
—¡Me importa un bledo por lo que sean famosos! Céntrate en el barco de la Coalición
Azófar. ¡Ya casi estamos a punto de abordarlos!
Vona miró cómo su sacerdote levantaba el báculo y conjuraba un humo negro y espeso
que envolvió el barco de los conquistadores. El Beligerante estaba cerca;
seductoramente cerca (y, por los cielos, Vona estaba hambrienta).
Sin embargo, el cielo había pasado de un color gris de lluvia al negro más terrorífico. El
mar alzó el barco de Vona en la cresta de una ola antes de volver a estrellarlo contra la
superficie de las aguas. Los marineros se apresuraron a alzar las velas a barlovento, pero
las olas incesantes amenazaban con derribar el propio barco.
Vona vio la línea de costa, la arena blanca de la playa... y las rocas. Abrió mucho los
ojos y los cerró con fuerza justo cuando su barco se estrelló contra el costado de varias
de ellas.
Cayó por la borda y se sumergió entre las olas, con el cuerpo tan lacio como una
muñeca mecida por los violentos envites del mar, y, poco a poco, logró emerger a la
superficie.
114
Detrás de ella estaba su barco destrozado. A su alrededor, los cuerpos de su tripulación
como manchas sobre la arena blanca y prístina. Y, ante ella, un muro de jungla espesa y
oscura.
Tambaleándose y resbalando en las rocas del fondo del mar, Vona recorrió el camino
que la separaba de la orilla, con el agua a la cintura, hasta llegar a la arena.
Caminó unos pasos por la playa y tropezó con varios trozos de madera rota y envuelta
en algas marinas. Unos chapoteos a su espalda le indicaron que no era la única
superviviente y, poco después, algunos miembros de la tripulación emergieron
jadeando, cubiertos de harapos, tratando de alcanzar la orilla como ella. Le importaban
del mismo modo que los desconocidos en un mercado: estaban vivos y tenían sus
propósitos, objetivos y tareas; pero, para ella, su función era periférica.
La tripulación de Vona solo era un medio para alcanzar un fin. Ellos habían llegado a
las costas de Ixalan y, por tanto, habían alcanzado su fin. Pero... ¿y ella? Su propósito
era más elevado, algo que le había encomendado la reina en persona.
Terminó de salir del agua y caminó a trompicones. Algunos de los suyos gritaban
pidiendo ayuda o golpeaban las olas de forma patética; Vona los ignoró. Llevaban días
persiguiendo el bajel de la Coalición Azófar y Vona le había dicho a su navegante que
se preparase para el abordaje; la idea era alimentar a los vampiros para la expedición en
tierra que vendría después. Al fin y al cabo, su estirpe necesitaría fuerzas. Ahora,
mientras Vona miraba el barco pirata que yacía encallado junto al suyo, comprendió que
aquello no podía ser fruto de la casualidad.
Se sintió exultante. Si los rumores son ciertos, la extranjera que lleva el astrolabio es su
capitana.
La vampira se detuvo para considerar sus opciones. Podía esperar a que la capitana
emergiera... o emboscarla aprovechando la espesura de la jungla. Volvió a sonreír.
Había pasado mucho tiempo desde que mató a su última presa.
Un hombre con gesto dolorido se sentó en la arena, sujetándose lo que parecía un brazo
roto. Sus ropas eran los trapos propios de un contrabandista de la Coalición Azófar y su
rostro evocaba una tela de lino arrugada. Sus ojos coincidieron con los de Vona y cayó
de espaldas. Trató de apartarse con movimientos agotados.
115
—¡S-sí, por supuesto!
Una neblina de ruidos y de arena salpicó su sentencia. Vona silenció de forma efectiva
el gritó que emergía de la garganta del pirata.
Bebió con avidez y sintió que la sangre del pecador fortalecía sus justos propósitos. En
alguna parte del fondo de su cabeza, sabía que estaba ensuciando la playa, pero no le
importó. El mar se ocuparía de limpiarla.
La vampira inspiró hondo, satisfecha, y tomó una espada que la marea había arrastrado
junto a ella.
No era una persona paciente. Sabía que sus soldados la seguirían en cuanto se
recuperasen.
Por otra parte, tampoco los necesitaba para esta tarea. Era la Asesina de Magán e iba a
hacerse con el Sol Inmortal.
116
JACE
Jace se alegraba de acordarse de que sabía nadar.
En el caos de la tormenta, había sido proyectado por la borda junto a Vraska. Se agarró
a un tablón de madera que flotaba para ahorrar energías. Suspiró aliviado cuando vio a
Vraska emerger a la superficie y una ola de agua salada le llenó la boca. Ella nadó hacia
él con brazadas firmes y confiadas, y ambos comenzaron a impulsarse hacia la costa.
—Había unos elementalistas en la costa, sobre esa roca de allí —dijo Vraska—. Ya no
los veo.
Jace echó un vistazo en esa dirección. A su izquierda estaba el barco de la Legión del
Crepúsculo que los había estado persiguiendo. Estaba encallado entre las rocas, pero
uno de sus botes seguía entero. Este flotaba en ángulo oblicuo sobre el agua poco
profunda de un delta cercano.
—¿Ves eso? Nos podría servir para navegar el río hacia el interior del continente —dijo
Vraska—. Voy a volver a por la tripulación. No te mueras.
La playa era más salvaje y destartalada que la de la Isla Inútil. Estaba salpicada de rocas
traicioneras y algas marinas, y la marea baja hacía que todo apestase a mar. El aire
estaba cargado por efecto de la tormenta conjurada y la brisa llevaba trazas de humedad.
La imagen le provocó malestar. Era hora de marcharse antes de que hubiera sangre. Se
sintió como si estuviera en el puesto de salida de una carrera, como si alguien fuese a
abrir una puerta y un conejo saliera corriendo para que él lo atrapara.
Empezó a dirigirse hacia el bote varado. Ahora que había salido del mar, veía los
tremendos daños que había causado la tormenta. El Beligerante había acabado
incrustando en uno de los lados del barco de la Legión del Crepúsculo. De cada barco
salían trozos del otro y ambas estructuras de madera estaban casi entrelazadas. Jace
distinguió algunos cuerpos flotando en el agua, pero no se atrevió a mirar con más
detenimiento para saber cuáles de ellos eran amigos y cuáles enemigos.
Sintió un repentino peso en el pecho. Malcolm. Calzón. Gavven. Amelia... Todos ellos
eran las únicas personas que recordaba haber conocido en su vida.
Jace escuchó un susurro que se hizo más fuerte en su mente. Sonaba hambriento,
furioso, como algún tipo de animal. Miró a su derecha y vio a un vampiro con armadura
que corría a toda prisa hacia él por la arena.
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La mente del vampiro se mostró ante él como cristal tallado y destellos de frágil
energía. Jace se inclinó hacia el cristal y, consciente de la inmensidad de su propio
poder, hizo un esfuerzo para rozarlo solo en un punto mínimo, como la cabeza de un
alfiler. Cargó esa sutil expresión de poder con una simple orden: duerme.
—¡JACE!
Jace cerró los ojos a toda prisa y escuchó algo que caía en la arena detrás de él.
Se dio la vuelta y miró. A sus pies había un vampiro petrificado. Parecía como si lo
hubieran sacado de un museo. El vampiro se había quedado congelado en mitad de la
carrera; sus ropajes se habían solidificado con curvas y arrugas imposibles de tallar. El
detalle era tan grande que se le veían hasta los poros de la cara. Si Jace no lo hubiera
sabido, habría pensado que era una estatua esculpida por el más grande de los maestros.
Era casi hermosa.
—Hemos perdido a Edgar —dijo secamente, y se volvió hacia el barco. Jace la siguió,
abandonando a su suerte al vampiro dormido y a su compañero petrificado.
118
—¡Seguir ilusión bonita!
Vraska asintió.
—Jace creará algo de gran tamaño cuando salgamos de ese bote, más arriba del río. Que
Malcolm eche un vistazo desde arriba a cada hora para buscarnos —se dirigió resuelta a
Calzón.
El trasgo asintió y volvió trastabillando hacia los supervivientes con dos cuchillos en
cada mano, como si fuera un muñeco asesino.
—No hemos venido para establecernos. Dejad a los habitantes de Ixalan en paz —dijo
la gorgona—. Pero matad a todos los vampiros que encontréis.
El trasgo sonrió. La tripulación de El Beligerante sacó las armas y cargó contra los
vampiros que quedaban.
Jace sintió un escalofrío a pesar del calor tropical. Se alegraba de estar en el bando de
los piratas.
Jace y Vraska corrieron por la arena de la playa en dirección al pequeño bote que
aguardaba aún en la desembocadura del río. Bajo ellos, el suelo dejó de ser una
superficie húmeda y suave para convertirse en tierra seca que se les metía en los zapatos
a su paso. Dejaron atrás el cuerpo de uno de los piratas empapado de su propia sangre, y
Vraska soltó un juramento. La sangre del cadáver dejaba un rastro y se internaba en la
jungla.
Sin dejar de correr, Vraska miró a Jace por encima del hombro.
Él entornó los ojos y obedeció: invocó un velo de invisibilidad sobre él mismo y sobre
Vraska, que escondió sus movimientos mientras avanzaban por la playa. También
conjuró una ilusión para borrar sus huellas.
Vraska metió los pies en el agua poco profunda del estuario y, chapoteando, subió al
bote. Jace se aupó también y trató de recuperar el aliento.
El bote era pequeño, seguramente pensado para pequeños viajes de pesca y exploración.
Sus velas negras se agitaron y una repentina brisa del interior los empujó hacia la
jungla.
119
—Usemos el viento mientras podamos. Seguramente tendremos que remar bastante —
apuntó Vraska.
Aquí la jungla era distinta a la de la Isla Inútil. Jace se maravilló ante el tamaño de los
árboles: en su isla eran raquíticos, seguramente para no ocupar demasiado espacio, pero
aquí los árboles eran altos y con muchas ramas. Se sintió pequeño, como si fuera una
versión en miniatura de sí mismo en medio de un jardín inmenso.
Vraska estaba intentando que la escasa brisa sirviese para hinchar las velas. Al cabo de
un rato, se rindió y sacó los remos de debajo del asiento. Tenía el ceño fruncido de
preocupación.
Vraska asintió.
—Sí, pero saben cuidarse solos —respondió—. Soy su capitana, no su madre. Nos
encontrarán una vez que neutralicen la amenaza.
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Jace miró sobre el borde del bote. Un banco de peces nadaba juguetonamente a su lado,
aunque apenas distinguía sus formas en el agua turbia.
Echó un vistazo hacia arriba; Vraska lo miraba con una expresión extraña que no podía
interpretar. Parecía... muerta de dudas.
Jace parpadeó.
Vraska hizo un mohín. No parecía estar segura de hablar, pero tampoco quería
callárselo.
—¿Este plano?
—Me dijiste que tu cuerpo desapareció y volvió a aparecer cuando llegaste y que viste
un símbolo sobre tu cabeza, ¿verdad?
Jace asintió.
Vraska resopló y se calmó un poco. Una sombra extraña oscureció el bote y, sin previo
aviso, su cuerpo desapareció.
Jace se incorporó tan rápido que le faltó poco para caerse al río.
Escuchó un golpe seco y se dio la vuelta: Vraska había vuelto a aparecer al otro extremo
del bote, el mismo que había ocupado antes (teniendo en cuenta que la barca había
seguido su curso), y el símbolo del triángulo rodeado por un círculo se mostraba sobre
su cabeza.
—Yo también soy uno de ellos. Y, en general, cuando nosotros... —Se señaló a sí
misma y a Jace— hacemos esto —Hizo un gesto que lo abarcaba todo—, podemos
121
viajar a otros planos de existencia. Somos caminantes de planos o, si lo prefieres,
Planeswalkers.
Era demasiada información de una vez. Jace comenzó a formular la primera de las
treinta preguntas que se le habían ocurrido inmediatamente.
—¡Déjame terminar! Ahora bien, siempre que intentamos cambiar de plano, hay algo
que nos lo impide, como si no pudiéramos marcharnos. ¿Cierto o no? Creo que Orazca
no solo guarda el Sol Inmortal, sino también el encantamiento que nos impide escapar.
Me dijeron que lanzase un hechizo para contactar con otro plano cuando encontrásemos
el Sol Inmortal. Y, después de eso, creo que podremos marcharnos.
—¿Cómo es posi...?
Jace estaba absurdamente emocionado con este rompecabezas que resolver. Clavó la
vista en Vraska y formuló sus pensamientos en alto.
Ella sacó el astrolabio. La aguja la señalaba a ella, pero poco a poco iba cambiando a
medida que el signo sobre su cabeza se desvanecía.
Jace asintió, confirmando su propia teoría, y ajustó una corona en uno de los lados para
que el segundo rayo apuntara hacia lo que ahora sabía que era el norte etérico. Lo
encendió y lo apagó; el punto que señalaba a Orazca permaneció estático.
—Podemos usarlo para trazar adecuadamente nuestra ruta si calculamos el ángulo entre
el norte etérico y Orazca... o podemos seguir simplemente la dirección que apunta a los
grandes depósitos de magia, como venías haciendo. Es una opción menos elegante, pero
funciona.
—Estaba segura de que el ser que me mandó aquí acabaría conmigo si no encontraba
aquello a lo que apuntaba este chisme. Pero ahora tenemos una oportunidad, gracias a ti.
122
Vraska sonrió.
—¡Y los tuyos son increíbles! —Se detuvo un instante y algo cambió en su rostro, se
dulcificó—. Jace, siento mucho haberte ocultado esto. No sabía si podía confiar en ti
cuando te encontré. No tengamos más secretos.
Las corrientes del río lamían los lados del barco mientras ella remaba.
—Nunca tuve la oportunidad de darte las gracias por esa noche, cuando estábamos
atracados en Zabordada. Nadie había escuchado nunca mi historia como tú. Gracias.
Jace sonrió.
La dulce sonrisa que ella esbozó le hizo pensar. Era vulnerable y sincera, y ambos se
miraban a los ojos.
Todo en aquella jungla era brillante y vívido. Todo parecía tener un significado. Jace
bullía, lleno de miles de preguntas, cada una de ellas distinta a la otra. Una mezcla de
cuestiones mundanas y fantásticas. ¿Le gustaba a Vraska leer? ¿Cuáles eran las
propiedades metafísicas del espacio entre planos? ¿Por qué caminar por los planos era
distinto a lanzar un hechizo normal? ¿Cuál era su postre favorito?
Observó las orillas del río. Se quedó callado durante varios segundos, utilizando su
energía para detectar si alguien los seguía. El hechizo de invisibilidad sobre el bote
seguía en pie. A su alrededor, el territorio estaba vacío en más o menos una milla, pero
había gente en las fronteras. Se concentró tanto como pudo para aumentar el rango de su
percepción.
—¿Ves a alguien?
Jace asintió.
—¿Un minotauro?
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HUATLI
Los gruesos manglares dieron paso a la arena esponjosa, y Huatli sintió que su montura
se hundía un poco a cada paso por la hermosa playa que la rodeaba. Se dio la vuelta y le
hizo un gesto a su segundo al mando. Esta era la zona en la que se había visto por
última vez a los tritones.
La conexión entre dinosaurio y jinete era muy profunda. Algunos preferían criar a sus
monturas desde que salían del huevo; otros cazaban dinosaurios salvajes y creaban un
vínculo personal a través de la magia. Huatli era muy práctica: sus monturas no eran
niños ni mascotas, eran herramientas a las que había que tratar con respeto, pues eran
una extensión de su persona.
Sobre ella, el cielo estaba gris y el oleaje se estrellaba contra unos acantilados que,
desmoronados, penetraban en el mar en forma de rocas. Cerca del montón de rocas más
grande, Huatli distinguió dos barcos naufragados y maltrechos. Uno portaba los colores
de la Coalición Azófar; el otro enarbolaba las velas negras de la Legión del Crepúsculo
hechas jirones y enredadas en los mástiles.
Una persona le llamó la atención. Debía de ser una persona, pero no se parecía a nadie
que Huatli hubiera visto antes.
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Su piel era de color verde esmeralda, como la de un reptil, y sus ojos dorados estaban
muy abiertos, buscando supervivientes. De su cabeza brotaban unos cabellos parecidos
a lianas de la selva. Llevaba una casaca y calzas de capitana.
Huatli sabía que no debía acercarse a los barcos. La tormenta conjurada por los tritones
había bastado para hacer naufragar las embarcaciones, pero probablemente no era
suficiente para acabar con todos sus tripulantes. Aunque su entrenamiento de guerrera la
instaba a combatir a los invasores, Huatli sabía que no debía dejarse distraer.
Inti se acercó por la derecha de Huatli. Iba montado en un dienteacero, una montura más
robusta y bastante más grande que la de Huatli, un garrapié pequeño y ágil. Inti miró a
su líder y señaló a la roca junto a la que yacían los dos barcos hundidos. Con la otra
mano palmeó la red que colgaba del lado de la silla de montar de Huatli.
Huatli asintió. Debe de poder ver al Heraldo del Río que convocó la tormenta.
Allí, sobre la roca que se alzaba sobre el vasto océano interminable, yacía inconsciente
una mujer tritón.
Tenía aspecto de anciana; sus crestas membranosas eran largas y con las puntas
descoloridas, y unos dijes de jade enmarcaban su rostro. Quienquiera que fuese, era la
artífice de la tormenta que había hundido los dos barcos. Y, si era tan importante como
Huatli intuía, conocería el lugar donde se encontraba Orazca.
Huatli sintió que su ansiedad se multiplicaba. Este plan nunca le había parecido
especialmente bueno, pero ahora que tenía a la tritón delante de ella, le resultaba casi
imposible.
¿Cómo voy a convencer a los enemigos ancestrales del Imperio del Sol de que me
ayuden?
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Huatli desmontó y caminó hacia la figura. A medida que lo hacía, la anciana comenzó a
moverse y, aún mareada, logró incorporarse. Mientras trataba de recobrar el equilibrio,
miró a Huatli y a Inti a su lado y las agallas de su rostro se retrajeron por la sorpresa.
—Él está de camino hacia allá. Aparta de mi camino o tendré que obligarte.
¿De qué habla? Huatli sujetó su arma con fuerza. Los Heraldos del Río tenían fama de
abstractos. Sabía que negociar con uno de ellos para conseguir un guía sería muy difícil,
pero su impulso le decía que, con esta en particular, sería como pedir a los chamanes del
Imperio del Sol que la aconsejaran sobre qué comer hoy. No habría respuestas directas.
—Me llamo Huatli y soy la futura poetisa guerrera del Imperio del Sol. Dime tu
nombre.
Alzó una mano y una ola se estrelló contra las rocas bajo ellos.
—Un Heraldo del Río traicionó mi causa y viaja hacia allá en estos momentos. Kumena
quiere desequilibrar las dependencias radicales.
A Huatli, esta tritón le recordaba a un cruce entre alguno de los chamanes del Imperio
del Sol con una tía algo chiflada. Era una mística sabia y perceptiva con el vocabulario
de una excéntrica.
—¿Qué?
126
—Usé una magia extraña y vi una ciudad dorada. —Huatli eligió cuidadosamente las
palabras.
—Sí.
Tishana se volvió a Huatli y se inclinó, inquisitiva. Su rostro era severo pero honesto, y
en él se leía la concentración de un depredador.
Los labios de Huatli se apretaron, formando una línea. Se arrodilló y puso su arma en el
suelo; después, miró a la tritón con absoluto respeto.
—Algo dentro de mí hizo que viera la ciudad. Estoy segura de que es la prueba de que
mi misión es crucial para la supervivencia del Imperio del Sol y de los Heraldos del Río.
Tú y yo no somos enemigas.
La tritón se detuvo y examinó la cara de Huatli. Parecía ver a través de ella y Huatli se
sintió joven, muy joven, mientras le devolvía todavía arrodillada la mirada a Tishana.
Tishana bajó las pestañas y torció la boca mientras meditaba su respuesta. Alargó la
mano y la puso sobre la frente de Huatli.
Huatli sintió un calor extraño, como si alguien hubiera revuelto un fuego en su interior.
127
—Sentí que alguien tiraba con fuerza de la energía de nuestro mundo, como un delfín
que intenta dar un salto sobre la superficie del mar.
Tishana iba más allá de ser un poco inquietante. Huatli estaba familiarizada con las
metáforas, pero las de la tritón eran mucho más oscuras.
—Sentí un tirón similar esta mañana —dijo— en dirección al mar. Y otra vez, hace
unos dos meses, mucho más allá del horizonte. Pero no era tu energía.
—Si dices que viste una ciudad mientras contemplabas los confines de nuestro mundo,
te creeré.
Inti miró a Huatli y sonrió, orgulloso. Huatli se alegraba de que estuviera allí para
apoyarla.
—Pero debes prometerlo, Huatli. —Tishana la miró con severidad—. Iremos a la ciudad
para impedir que Kumena entre en ella, porque sus actos os ponen en peligro a vosotros
tanto como a nosotros. Si intentas conquistar Orazca para los tuyos, no dudaré en acabar
contigo.
Huatli no tenía nada claro cuál sería el resultado de la exploración. Así las cosas, iba a
ser un viaje muy interesante, pero no tenía otras opciones.
—Gracias, Tishana.
Huatli subió de nuevo a su montura y le ofreció una mano a la tritón para que se sentase
junto a ella.
La tritón sacó un pequeño objeto de jade de una bolsa que llevaba y lo dejó en el suelo.
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Levantó la mano y el jade se iluminó por dentro; era como el brillo de una luciérnaga
encerrada en una piedra verde moteada.
Tishana levantó un pie y parte del bosque formó un escalón de ramas para ayudarla. Se
aupó sobre el elemental y se sujetó a la parte superior de su nueva montura.
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—Seguidme —dijo.
Huatli silbó una rápida melodía en dirección a Teyeuh, con la esperanza de que aún
pudiera oirla. Le dio las gracias en silencio por recordar su entrenamiento; Teyeuh
escuchó la orden e, inmediatamente, se volvió para seguir a Inti y a la vampira.
Otra que tiene prisa para llegar a Orazca, sin duda, pensó Huatli riéndose para sí.
Sanguijuela patética.
La tritón hizo girar al elemental sobre el que iba montada y tomó ese camino. Huatli la
siguió y se detuvo a su lado.
Huatli miró la mano de la tritón y luego más allá, a donde las aguas del río
desembocaban en el océano, y se quedó paralizada. El río estaba tranquilo: no había
rápidos que hicieran espuma en su corriente, pero en la superficie se estaba formando
una estela que se extendía sobre el agua. No había ninguna fuente visible y, claramente,
no había nada que nadara bajo esa estela.
Tishana bufó.
130
—Pero... ¿crees que es obra de alguno de los supervivientes de la Legión del
Crepúsculo?
—Estas ilusiones quedan más allá de sus dotes. Me temo que se trata de una amenaza
peor.
Sin más dilación, el elemental de la tritón se dio la vuelta y avanzó a zancadas hacia la
jungla.
Por ello, la ayuda de Tishana resultaba increíblemente extraña. Huatli no podía evitar
preguntarse si la tritón planeaba aprovecharse de ella. No ayudaba que Tishana fuera tan
difícil de interpretar.
—¿Habéis oído los susurros en el Imperio del Sol? —gritó Tishana sobre los sonidos de
hojas y la pesada humedad.
La tritón no respondió. Solo el ruido que hacían contra el suelo los pies de roca y
madera de su elemental rompía el silencio.
—La vi cerca del naufragio —dijo Huatli—. Si posee lo que tú dices, esa estela en el río
debe de ser suya.
—Debe de ser una ilusionista muy avezada. —Los ojos de Tishana se volvieron hacia el
río.
131
Huatli tensó las riendas de su dinosaurio.
Huatli cerró la boca. Inspiró hondo y se esforzó por ocultar la creciente frustración.
—Entonces, está más allá del territorio del Imperio del Sol, ¿no?
—Está cruzando la cordillera que separa a Pachatupa de Quetzatl y, una vez allí, pasado
un lago.
—Al sur.
—Sí.
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La carrera, 2.ª parte
VRASKA
El río se estaba estrechando mucho. Vraska miró por encima del borde del bote y vio
que la orilla estaba a pocos palmos de distancia.
Frente a ellos, dos enormes rocas se alzaban, una a cada lado del río, como columnas de
entrada a un país maravilloso. El bote tendría espacio para deslizarse entre ellas, pero no
mucho más.
Movió más despacio el remo izquierdo y comenzó a girar el barquito hacia la orilla.
Hacía horas que Jace había dejado de intentar mantener el hechizo de invisibilidad. La
noche cayó y las luces de los insectos, además de otros brillos extraños que Vraska no
reconocía, iluminaban la jungla. La pendiente de las orillas era demasiado escarpada
para sacar el bote del río. Si no fuera por los enormes dinosaurios que sin duda se
ocultaban en la jungla, habría pensado que el ambiente era de lo más encantador.
133
—Dormiremos en el bote —dijo Vraska. Soltó los remos y siseó al tocarse una de las
ampollas.
El astrolabio taumatúrgico yacía sobre la madera que separaba a los dos Planeswalkers.
Jace lo tomó y miró a la dirección en la que apuntaba.
—Este cacharro sería más útil si nos dijera cómo de lejos estamos... —dijo Vraska
mientras estiraba los brazos por turno. Entrelazó los dedos y suspiró.
Jace no respondió.
Miró hacia arriba, y la magia de sus ojos iluminó los contornos de su rostro. Sobre ellos
se materializó un gigantesco caballo de tiro que brillaba con una suave luz azul. La
ilusión atravesó el follaje y galopó por el cielo nocturno.
El aire podía cortarse con un cuchillo. Olía a vegetación en crecimiento, a cosas que
brotaban, se alimentaban, morían, se pudrían y volvían a crecer sobre otras cosas que
también se alimentaban y morían. Vraska recordó que su tripulación solía cantar en las
noches de calma chicha como esta cuando estaban en mitad del mar. Le encantaban
aquellos momentos en grupo. Ella y su tribu, enemigos de todos salvo de ellos mismos.
Jace la miró como si le hubiera crecido una segunda cabeza. Vraska sonrió y siguió a lo
suyo.
—¿Quieres que siga? —preguntó con una sonrisa cansada. Jace sonrió.
—Los Golgari no tienen mucho de lo que alegrarse. —Vraska se echó de nuevo hacia
atrás y cerró los ojos.
134
—Calzón me enseñó otra canción.
—Vaya canción más grosera. Pero que mucho. Ese trasgo es pequeño, pero matón.
Jace guardó silencio después de eso y, apenas un instante después, ya se había dormido.
Vraska se preguntó si era capaz de hacer eso a voluntad.
Por encima de ellos se escuchaba el sonido de pequeñas criaturas aladas; las aves
nocturnas cantaban en la espesura de la jungla.
Abrió un ojo dorado y le echó un vistazo a Jace. Al segundo telépata más peligroso del
Multiverso.
En ese momento, Vraska supo que, al margen de sus recuerdos, aquel era un hombre en
el que podía confiar... y alguien que, a cambio, confiaría en ella. No necesitaba a nadie
para sentirse completa ni a nadie que la validara. Y, si él no la correspondía... bueno, no
pasaba nada; todavía tenía un libro de historia en casa por terminar. Pero si la
correspondía... Vraska imaginó que él le prepararía té cuando ella tuviera días malos. La
escucharía cuando lo necesitara. La animaría a perseguir sus propios objetivos.
En general, no sonaba nada mal. Quizás le pediría una cita cuando todo esto terminase.
Hacía mucho tiempo que no salía con nadie. No obstante, de momento Vraska estaba
satisfecha con lo que había. Una misión con un objetivo claro y un buen amigo a su
lado: eso era lo que necesitaba.
Vraska tenía muchas ganas de petrificar a quienquiera que le hubiera robado los
recuerdos a él.
JACE
Después de su turno de guardia, Jace durmió profundamente. La tranquilidad y el aire
libre eran cambios bienvenidos, después de los meses que había pasado durmiendo en
una hamaca junto al resto de la tripulación.
135
Aquí y allá brotaban masas de roca y de mantillo de forma desordenada; cualquier
amago de sendero se perdía entre los ruidos y el caos de la jungla a la luz del día.
Vraska sacó la espada y la utilizó como machete improvisado para despejar el camino.
Al final, los dos llegaron a un camino ancho y despejado. Vraska envainó la espada,
aliviada.
—Ya era hora. Las ampollas de usar la espada son casi tan molestas como las de remar
—gruñó.
Vraska suspiró.
—¿Los dinosaurios hicieron este camino al cruzar una y otra vez por la jungla?
—No, es obra de los dinosaurios leñadores —explicó Jace con la cara muy seria y sin
un ápice de sarcasmo.
El humo era pegajoso, una neblina tintada que olía vagamente a mirra. Envolvió los
árboles, ocultó la poca luz que se colaba a través de las ramas y oscureció el día por
completo.
Vraska estaba de pie en el centro del camino, luchando con un enemigo que apenas era
visible. La niebla era demasiado espesa para ver; se acercó a la mente del enemigo,
reconoció el hechizo responsable de aquella oscuridad y lo desactivó.
El humo negro se disipó y dejó a la vista a una conquistadora. La vampira gruñía como
un animal, con la barbilla cubierta de sangre seca, mientras que su armadura negra y
dorada relucía. Llevaba el sello de una rosa grabado en la coraza y las puntas afiladas de
su yelmo se cernían peligrosamente sobre la gorgona. Había restos de sal marina sobre
ella, lo que llevó a Jace a pensar que era una de las supervivientes del otro barco
naufragado.
136
Jace levantó la mano y creó la ilusión de una densa tormenta.
Una cortina de lluvia cayó desde lo alto; el verde del camino se oscureció y, por encima
de sus cabezas, se escuchó el sonido de un trueno.
Jace extendió la mano de nuevo, buscando la mente de la vampira, pero la confusión del
forcejeo era demasiada —y él llevaba demasiado tiempo sin practicar— y un guantelete
descargó un golpe contra su frente. Perdió la concentración y cayó al suelo.
La tormenta ilusoria desapareció y la luz del sol volvió a colarse entre las ramas de la
jungla.
Mareado, Jace vio cómo la vampira se agachaba y buscaba algo; encontró el astrolabio
taumatúrgico a los pies de Jace y, tras hacerse con él, corrió de nuevo hacia la espesura
de la jungla.
Vraska soltó un juramento y se puso en pie con dificultad. Tenía una mano sobre los
ojos y resoplaba de dolor. Parpadeó para deshacerse de su propia magia y gruñó,
frustrada.
—Podemos seguirla.
Abrió los ojos y levantó la cabeza para conjurar otro caballo enorme que galopó hacia lo
alto para señalizar su posición a la tripulación.
—Esa maldita vampira tiene que haberse enterado de lo que le hice al otro capitán. No
debimos dejar viva a la tripulación.
Jace suspiró.
137
La gorgona inspiró profundamente, guardó silencio un momento y asintió. Miró a Jace
con un leve ceño.
—Completamente.
Tishana se adelantó demasiado, ¿cómo lo hace ese elemental para ir tan rápido?, a la
izquierda, esquivar rama, eso es... ¡Pero! Allí arriba. Alguien de la Coalición Azófar
nos da la espalda. ¡¿No será la pirata de piel verde?!
Lenta y poco cauta. Típica torpeza del Imperio del Sol. Mujer de piel verde más
adelante. Se dice que posee el astrolabio. Siguiendo la ilusión; invocando una serpiente
para enfrentarse a ellos...
Abrió de golpe los ojos por la sorpresa y, con un solo movimiento, se dio la vuelta, con
los brazos cruzados delante de él.
Una inmensa serpiente voladora, una ilusión, se arrojó sobre él y se quebró a cada lado
de su defensa psíquica.
La fuente de la ilusión era una mujer tritón subida a las espaldas de un enorme
elemental.
Miró a la fuente del otro monólogo mental: una mujer que llevaba una armadura de
placas de acero, adornada con el mismo patrón de plumas que el dinosaurio que
montaba. A su lado colgaba un arma semicircular, y su trenza larga se agitó en el aire
cuando cargó sobre él.
138
El proceso de pensamiento de Jace pasó de la idea a la conclusión. Levantó una mano
cuando la humana se acercaba, sintió un escalofrío en la nuca y la mujer tiró con fuerza
de las riendas de su dinosaurio. La bestia se detuvo y la mujer sobre ella miró
desesperadamente a cada lado.
Levantó la mano y unas lianas brotaron del suelo de la jungla para enredarse en torno a
las piernas de Jace.
Vraska salió de entre los árboles y se puso delante de él. Gritó para llamar la atención de
la jinete y de la tritón:
Jace se puso en pie y las lianas en torno a sus pies recularon. Se colocó al lado de
Vraska y miró de frente a sus oponentes.
—Me llamo Tishana, soy una anciana de los Heraldos del Río y protectora de Orazca.
Uno de los nuestros escuchó un fructífero rumor acerca de ti, pirata.
Jace se regañó a sí mismo. Al final, aquel tritón de la taberna de Zabordada sí que había
oído su conversación.
—Yo soy Huatli, del Imperio del Sol, poetisa guerrera y desterradora de intrusos.
Jace no pudo evitar darse cuenta del temblor en el párpado de Huatli cuando pronunció
las palabras “poetisa guerrera”.
139
Tishana observaba a Vraska.
—Nadie debe poseer la ciudad ni lo que esta custodia. Entrégame ese astrolabio o
muere aquí mismo.
—Si insistes... —ronroneó Vraska. Sus ojos comenzaban a despedir un fulgor mágico.
—Hay una vampira cerca —dijo—. ¿Es ella quien tomó el artefacto y se dio a la fuga?
La jinete del dinosaurio despedía un sutil brillo ambarino, y su dinosaurio dejó escapar
un gruñido profundo. Jace comenzó a oír el movimiento de otros dinosaurios cercanos.
Equilibró su peso y cerró los puños.
Algo lanzó una dentellada en la jungla, a sus espaldas. Vraska y Jace dieron un salto al
escuchar el ruido.
Sonrió.
140
—Puedo rastrear más que eso.
Vraska asintió y los dos se adentraron también en la espesura. Mientras Jace corría,
envió una señal más al resto de su tripulación, y el caballo ilusorio trotó por el cielo en
la misma dirección que aquel que lo invocaba.
HUATLI
Huatli puso una mano sobre su montura mientras corrían y, a través de su conexión, le
envió una breve ráfaga de magia.
Un dinosaurio percibe a través del olor lo que un humano ve con los ojos; y Huatli había
aprendido a comunicarse con su montura a la perfección después de años de
entrenamiento.
Las hojas pasaban a toda prisa. Huatli escudriñó a lo lejos mientras las ramas sobre su
cabeza comenzaban a separarse y el paisaje mostraba árboles cada vez más gruesos. Las
criaturas más pequeñas se apartaban a su paso, y Huatli escuchó que las aves y los
dinosaurios chillaban en señal de aviso sobre las ramas mientras ella y su depredador
corrían por debajo.
141
Cruzaron escarpadas laderas, valles solitarios e incluso hicieron que sus monturas
vadearan un lago. Cada vez que se acercaban a la vampira, esta apretaba el paso; y cada
vez que se detenían a recuperar el aliento, se maravillaban de la tenacidad de su
enemiga.
—Es muy rápida para estar muerta, ¿no? —jadeó Huatli mientras se masajeaba un
calambre en el muslo. Su dinosaurio bebía con avidez del lago.
Por sexta vez ese día, Huatli puso los ojos en blanco.
142
La tritón y la jinete llegaron finalmente a la otra orilla del lago.
Huatli sintió la alegría de su dinosaurio; la presa estaba casi a su alcance. Pronto vio una
figura con una armadura dorada apoyada contra un árbol, jadeando de agotamiento.
El dinosaurio avanzaba con la cabeza baja, listo para atacar, mientras se acercaban. La
vampira volvió el rostro hacia ellos, pero no tuvo tiempo para responder cuando el
dinosaurio abrió sus fauces y la agarró por la cintura.
Su enemiga era más alta que ella y tenía el alzacuellos de sus ropajes manchado de
sangre. Los encajes que sobresalían de su armadura estaban empapados de sudor; tenía
el aspecto de una niña que rehusara ponerse nada que no fuera su traje favorito, al
margen de si este resultaba cómodo o apropiado para la ocasión.
—Lo que te falta de sangre te sobra en sudor —dijo Huatli mientras descargaba una
patada directa contra la coraza de la vampira.
Esta cayó de nuevo al pie del árbol con un gruñido ahogado. Jadeó y tiró de su
alzacuellos.
143
Huatli sonrió.
Atrapa, ordenó Huatli. El dinosaurio se lanzó hacia adelante y tomó a la vampira una
vez más entre sus mandíbulas.
El dinosaurio sacudió a la vampira con fuerza y la conquistadora aulló con la voz rota.
Huatli se agachó a recogerla. Era un objeto hermoso y trabajado que despedía una
energía que se sentía incluso a través de la palma de su mano.
Huatli intentó detectar al carnívoro más cercano y lo invocó con una descarga mágica y
una invitación: ¡Devora! Sintió cómo el depredador se conectaba con ella desde la
jungla. Huatli se subió a toda prisa a su montura y la espoleó en dirección a la espesura.
Los mejores guerreros del Imperio del Sol nunca mataban directamente, pero no
permitían que una pobre bestia hambrienta se fuese sin un bocado.
Por toda respuesta, la tritón sonrió. Sus dientes eran pequeños cuchillos organizados en
una fila.
—Fantástico.
Las agallas de los laterales del rostro de Tishana vibraron. La tritón cerró los ojos.
144
Huatli no dijo ni una palabra y esperó. Sabía que la Heraldo del Río sentía algo que era
invisible para ella. Después de unos instantes, la tritón volvió a abrir los ojos de golpe.
Tenía una expresión maravillada.
Esta vez, Huatli estaba demasiado emocionada para poner los ojos en blanco.
—¿En serio?
—Es parte de la tierra a nuestro alrededor, pero está separada para mantenerse oculta.
No se mueve, pero el camino que conduce a ella está encantado para que cambie
siempre...
Tishana cerró los ojos de nuevo y señaló. Su dedo apuntaba en paralelo a la línea
ambarina del astrolabio.
Tishana no se movió.
Huatli se lanzó hacia el astrolabio, pero cuando estaba por alcanzarlo se vio
interrumpida por un golpe en la cara con una tela enorme que la descabalgó.
Huatli cayó al suelo, el cuerpo cubierto por completo por una inmensa sábana. Intentó
liberarse, pero el tejido se enredó en su cuerpo y lo apretó. A través de él, escuchó que
su dinosaurio chillaba y bramaba antes de que todo quedase en un repentino silencio.
Un silencio que rompieron los aplausos y vítores de un grupo.
La Coalición Azófar.
—Suéltala, Amelia.
145
Frente a ella se encontraba una contramaestre pirata con las manos preparadas, y la
sábana —¿realmente había arrastrado la vela entera desde la playa?— se ató en torno a
ambas manos de Huatli.
Huatli jadeó. Su garrapié estaba delante de ella, agachándose para atacar, con las fauces
abiertas... y convertido en piedra.
La pirata de piel verde que ya había conocido antes rozó con la mano la nueva estatua.
Se agachó para mirar a Huatli y sonrió.
Los bucles de la mujer, que parecían lianas, se retorcieron de puro placer. Tomó el
astrolabio que yacía a los pies de Huatli.
—La vampira a la que perseguías seguía el astrolabio en línea recta. En estos terrenos,
no es una táctica muy efectiva. Es mucho más fácil buscar atajos con un ojo en el cielo
y un telépata en el suelo.
Detrás de ella, una sirena se arregló las plumas con el pico, y el hombre de azul de antes
inclinó la cabeza con una sonrisa.
Huatli utilizó su furia para canalizar toda la energía que pudiese en un hechizo. Sus ojos
se tiñeron de ámbar y, tras ella, se escuchó el grito de una manada de garrapiés en la
jungla. Jamás se quedaría sin montura en estos parajes.
A medida que los dinosaurios se acercaban, los piratas huyeron en la dirección opuesta.
Huatli logró liberarse de la sábana que le atenazaba las manos y buscó a Tishana.
¡Maldita Heraldo del Río! ¡¿Dónde se había metido esa traidora?!
146
Detrás de ella vio a Tishana, de pie con los brazos extendidos; los árboles gemían y se
retorcían mientras una corriente de agua invocada por ella avanzaba a través de la
jungla, arrasándolo todo.
Huatli solo tuvo tiempo de ordenar a los dinosaurios que se retiraran. Suspiró de alivio
cuando el río conjurado pasó de largo a su lado y siguió su camino buscando a los
enemigos.
Los piratas huyeron entre gritos y se dispersaron, pero Huatli habría jurado que vio
escapar a la mujer de piel verde y al hombre de azul.
—Ahora estás sola, poetisa guerrera —dijo Tishana dramáticamente—. Debo detener a
Kumena yo misma.
Huatli puso los ojos en blanco una vez más mientras Tishana desaparecía en la espesura
de la jungla.
—¡PLANESWALKER, DETENTE!
147
Angrath estaba allí, alto como un árbol y tan ancho como un cuernorromo. Tenía la
cabeza de una bestia con cuernos y su cuerpo vibraba con un poder a duras penas
contenido. Llevaba las cadenas incandescentes sobre los hombros, y jadeaba de
cansancio.
Angrath.
Todo había empezado cuando el pirata la atacó. Todo vino a partir de que ese pirata le
hiciera ver lo que vio. Huatli hizo una mueca y corrió en la misma dirección en la que
habían huido los piratas.
Huatli corrió más rápido, pero se oyó el ruido de una cadena y esta se enredó en torno a
su tobillo, arrojándola al suelo.
Ocultó su miedo detrás de una máscara de valor, levantó la mano y empezó a conjurar
un hechizo para invocar a tantos dinosaurios y bestias de la selva como pudiera.
Caminó hacia ella y se arrodilló. Sus cadenas, esta vez frías y negras, se desparramaron
sobre la tierra.
El corazón de Huatli palpitaba con fuerza. Estaba más aterrorizada que nunca. ¿A qué
jugaba ese asesino?
—No, idiota. No de esa manera —replicó Angrath, con los ojos llenos de impaciencia—
Eres una Planeswalker como yo. No te haré daño.
Huatli iba a exigir respuestas, pero Angrath habló con voz calmada y decidida.
—Aquello que nos impide marcharnos de este plano se oculta en esa ciudad. Si lo
encontramos, podremos ayudarnos mutuamente a escapar a otros mundos.
Angrath continuó:
148
—Lo único que tenemos que hacer es matar a todo aquel que intente tomar Orazca antes
que nosotros.
VRASKA
El astrolabio taumatúrgico comenzó a vibrar en la mano de Vraska.
El corazón le dio un salto mientras corría con Jace a su lado y la tripulación detrás de
ella.
La corriente de agua que la tritón había invocado era una astuta distracción, pero los
piratas de El Beligerante no se dejaban vencer tan fácilmente.
—¡Seguid corriendo! —gritó Vraska a su tripulación. Estaban muy cerca; muy, muy
cerca.
Los árboles eran distintos en esta parte de Ixalan. Vraska y los suyos habían cruzado
una cordillera y ahora corrían a través de un laberinto de niebla y vegetación. De vez en
cuando, dejaban atrás un árbol con hermosas hojas amarillentas; y en las rocas junto a
ellos se apreciaban vetas de oro que brillaban por debajo del musgo y el liquen que las
cubría.
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Las agujas iluminaban el horizonte. Los edificios estaban ocultos por una barrera de
árboles de vegetación tan exuberante que Vraska se preguntó si las propias colinas no
serían la ciudad enterrada, cubierta por un manto de jungla impenetrable.
Guardó el astrolabio, que palpitaba y brillaba, indicando la inmensa magia que los
rodeaba en ese momento.
—Dentro hay algo más que el Sol Inmortal. El encantamiento que nos liga a este mundo
también está aquí —escuchó a sus espaldas.
Vraska se dio la vuelta. Jace había llegado hasta ella mientras el resto de la tripulación
descansaba antes de iniciar la última etapa del viaje.
Ella asintió.
—Aún no he averiguado lo que realmente hace ese Sol Inmortal. Hay demasiados
rumores; no quiero inventarme teorías.
—Puede —admitió Vraska—. También puede que conceda la vida eterna sin la
necesidad de beber sangre. Puede que haga invencible al Imperio del Sol. Puede ser una
fuente de poder inimaginable, pero demasiado inestable para que nadie lo controle.
—Creo que es algo que no debería estar aquí —dijo Jace—. Algo que trajeron a este
mundo.
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—También podría ser solo un pedrusco sin utilidad alguna. ¿A lo mejor Lord Nicolas es
un geólogo aficionado?
Parecía muy diferente sin su capucha. Vraska nunca lo había visto sin ella antes de que
lo rescatara de la isla.
—Vraska, ¿vienes?
Jace llamó al resto y Vraska recompuso rápidamente su expresión para darle un aire más
autoritario.
Los marineros gritaron de sorpresa. Malcolm alzó el vuelo y Calzón trepó al hombro de
Amelia. Varios miembros de la tripulación buscaron frenéticamente algo a lo que
agarrarse, pero no había escapatoria del temblor de la tierra. El claro comenzó a
sacudirse con más violencia y una grieta apareció en la roca frente a ellos.
Estaban empezando a alzarse más y más hacia el cielo. La propia ciudad emergía de la
jungla con cada sacudida del terremoto. Las ramas se partían, los árboles eran
arrancados de sus raíces; los alasolares, aterrados, echaban a volar en bandadas mientras
la ciudad se revelaba ante ellos poco a poco.
151
Malcolm aterrizó junto a Vraska. Sus ojos tenían una expresión aterrada.
Señaló al astrolabio taumatúrgico que Vraska llevaba en la mano. Era cierto que todos
sus puntos brillaban con una intensidad que nunca había visto antes.
El rugido de una bestia gigantesca se escuchó por encima del temblor de la tierra.
El claro comenzó a llenarse de agua y Vraska buscó de dónde venía. No muy lejos se
había abierto una fisura en la tierra y el agua del río fluía a través de ella como si fuera
un cañón a los pies de la ciudad.
La tierra se sacudió una vez más bajo los pies de Vraska y la ciudad dorada de Orazca
se elevó aún más.
Ahora que la vegetación centenaria se había apartado, la veía mejor. Era increíble; la
ciudad se había abierto como los pétalos de una flor.
Como indicaba su nombre, los edificios estaban construidos con un oro finísimo y
decorados de turquesa, ámbar y jade. Sus calles y pendientes pasaban sobre ríos
152
revueltos y cataratas y, en lo más alto, se veían unos extraños motivos y símbolos
grabados con dedicación.
Vraska sintió una gran emoción y un deseo ansioso de enfrentarse y conquistar aquello
que se hubiera despertado en la lejanía. Indicó al resto de la tripulación que la siguieran,
pero, en cuanto echó a andar, otro terremoto sacudió la tierra y Vraska cayó al suelo.
—¡Vraska!
Giró la cabeza y contuvo el aliento. El borde del claro en el que se encontraban se había
dividido en dos y Jace estaba agarrado a una peña que se balanceaba peligrosamente,
intentando no caerse.
Los demás piratas se apartaron cuando el agua del río cercano comenzó a llegar hasta
ellos. El volumen de la corriente aumentó y, pronto, una ola torrencial amenazó con
destrozar todo lo que quedaba sobre aquel altiplano.
Vraska se metió en el agua y caminó hasta donde pudo; después nadó con la corriente
en dirección a Jace. Escupió agua de río e intentó alcanzar la mano que él le tendía.
En cuanto sus dedos se rozaron, el suelo se inclinó una última vez y la mano de Jace
resbaló sobre la suya.
—¡JACE!
Vraska observó cómo Jace caía por el precipicio, con los ojos muy abiertos por el
pánico y las manos extendidas en un gesto de desesperación.
153
Se inclinó hacia delante para intentar ver dónde había caído Jace, y la piedra cedió bajo
su peso.
No tuvo tiempo de gritar, solo de reposicionar su cuerpo para hendir la superficie del
agua con los pies.
Agitó los brazos y se impulsó con furia, intentando nadar hacia la superficie.
El agua se apretaba contra su cuerpo y la catarata que caía desde arriba amenazaba con
succionarla aún más hacia abajo, pero Vraska no pensaba morir así como así. No
cuando el objetivo de su misión se hallaba tan cerca.
Sintió que sus dedos rozaban la superficie del agua y pateó, desesperada por respirar.
Por fin emergió, tomó una bocanada de aire y escupió. Los pies le dolían por el impacto
del agua y, mientras pateaba para mantenerse a flote, notó unos futuros cardenales en las
piernas. Enormes muros de piedra y de oro habían surgido de la tierra a cada lado del
lago, y la ciudad despertada de Orazca se alzaba sobre ellos en lo alto.
De repente sintió un dolor sordo, sibilante, serrante en las sienes y gritó mientras una
imagen aparecía de repente en su cabeza.
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La imagen se desvaneció y Vraska gimió de dolor.
El pánico se apoderó de ella una vez más y, desesperadamente, echó a nadar hacia la
orilla, estirando el cuello para ver adónde se dirigía. Seguía en Ixalan, pero la imagen de
su cabeza había sido Rávnica.
Estaba alarmada y confusa. Trataba de llegar a toda costa al punto donde el nuevo río se
encontraba con los muros de la ciudad que habían brotado de la tierra.
Entonces Vraska vio a Jace. Estaba sujeto a una roca cerca de la orilla; tenía una herida
en la cabeza y la sangre manaba de ella, pero sus ojos estaban encendidos de magia.
Brillaban con una expresión ausente, mientras que su rostro expresaba una mezcla de
confusión y dolor.
—¡Jace! —aulló, nadando hacia él, haciendo el esfuerzo de arrastrar sus ropas a través
del agua lodosa, luchando por evitar la corriente de la catarata—. ¡Jace, tu cabeza...!
¡AH!
Vraska boqueó.
Estaba vestida con una túnica azul con capucha y yacía sobre la tarima central del Foro
de Azor. Niv-Mízzet, el parun de los Ízzet, la miraba desde arriba. Distinguió también
las caras de los corredores del laberinto de cada gremio de Rávnica. Esto es un
recuerdo, se percató Vraska. El recuerdo estaba coloreado de sentido, sensación de
pertenencia, responsabilidad. Era el día en el que Jace se convirtió en el Pacto entre
Gremios viviente.
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De repente, la imagen se disipó, se desvaneció, y Vraska se halló nadando de nuevo
entre la corriente.
La memoria de Jace estaba regresando de una sola vez, como una corriente que se
desbordaba. Pronto recordaría todo lo que Vraska era. Pronto recordaría su
resentimiento mutuo, su gremio, su trabajo... y nada de lo que había sucedido en los
últimos meses importaría. Recordaría que él era el Pacto entre Gremios y que ella era
una asesina. Y su amistad, con toda certeza, se rompería.
Medio ahogada entre bocanadas de agua, Vraska nadó a toda prisa hacia Jace. Estaba
sangrando, roto... perdido en la agonía de sus recuerdos.
Todo ha terminado, se lamentó Vraska con un peso en el corazón, mientras salía del
agua y se acercaba al mago mental. Un pálpito doloroso en la cabeza le advirtió que otro
recuerdo iba a invadir su percepción. Cerró los ojos para prepararse y el pasado de Jace,
fuera de control, inundó su mente.
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