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Índice

El galeón del conquistador ........................................................................................................ 5


Jace, solo .................................................................................................................................. 7
Cuestión de confianza ............................................................................................................. 28
La prodigiosa capitana Vraska ................................................................................................. 50
Los moldeadores..................................................................................................................... 76
Algo muy diferente ................................................................................................................. 88
La carrera, 1.ª parte .............................................................................................................. 107
La carrera, 2.ª parte .............................................................................................................. 133

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El galeón del conquistador

Un antiguo galeón, curtido y oscuro, corta las encrespadas olas. A su paso deja rastros
de humo negro con una tormenta en su interior.

En el centro del barco se alza una gran catedral, repleta de vidrieras. Tallas de humildes
humanos refuerzan los muros de la catedral, sus formas mortales soportando el gran
peso.

Adrián Adanto, el capitán del galeón, está de pie en un balcón en la torre más alta de la
catedral. Observa atentamente cómo su tripulación corre por abajo, preparando el buque
para encallarlo. Su armadura, realzada con el emblema de una rosa negra en el pecho,
brilla en la polvorienta luz. Una sonrisa de afilados colmillos asoma a su cara de
alabastro.

Después del largo y arduo viaje, por fin llegan. Por orden de la Reina, sus instrucciones
son rastrear a la primera y más grande de su clase, Santa Elenda, que ayudará a los
peregrinos a completar su justo propósito. Ya que la prometida Edad de la Sangre
Eterna ya ha llegado. Todo lo que falta es localizar el Sol Inmortal, una reliquia sagrada

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perdida durante tantos siglos que nadie sabe seguro si es un recuerdo o un mito. Seguir a
pesar de semejantes dilemas requiere fe.

El galeón gime según se acerca a la rocosa costa, siguiendo adelante e incapaz de


esquivar los acantilados. Es un barco tan grande como una ciudad, por una buena razón:
ése es su destino. Está destinado a convertirse en la avanzada de este nuevo, indómito
continente.

Cuando el galeón no puede moverse más, el sonido del casco resquebrajándose y


rompiéndose llena la playa. Los Magos de la Legión no pierden el tiempo y empiezan a
lanzar su magia. El barco se transforma lenta y metódicamente. Los Magos rasgan el
casco del galeón, convirtiendo los tablones en una gran empalizada de madera. Asientan
las paredes de la catedral en el pedregoso suelo. La tripulación observa con asombro
mientras el asentamiento toma forma. Las apariciones, seres compuestos de la propia
oscuridad, se deslizan fuera de los camarotes para vigilar la costa y proteger el
perímetro. Adanto, satisfecho con sus esfuerzos, desciende de la catedral para
inspeccionar su nuevo dominio.

En Ixalan, algunos se atreverían a llamarlos conquistadores, o ladrones. Pero, ¿cómo


puede ser esto cierto, cuando ha sido la Legión del Crepúsculo la que ha sido la
perjudicada? Han venido simplemente a reclamar lo que fue robado, de manera que
puedan alzarse para encontrar su destino.

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Jace, solo

Abrió los ojos.

Estaba tumbado boca arriba en el suelo y, a través de una delicada fronda verde, veía un
cielo azul que se oscurecía poco a poco. Una brisa cálida y perezosa hacía crujir las
cañas de bambú. A través de sus magulladuras (y del inmenso dolor de cabeza), sintió
que bajo su espalda se extendía un blando manto de hojas caídas. Ahí, debajo del
bambú, se estaba tranquilo. El aire era salado y a lo lejos se oía el romper de las olas.

A su izquierda, una rama se partió. Se sobresaltó y volvió la cabeza, buscando la fuente


del sonido. Y entonces se quedó de piedra.

Era un ser similar a un lagarto, cubierto por llamativas plumas azules y amarillas.
Estaba de pie sobre las patas traseras y sostenía un huevo entre sus enormes garras. La
criatura volvió un instante sus ojos anaranjados hacia el hombre que yacía en el suelo,
emitió un sonido parecido a un gorjeo y siguió su camino, dejando caer unas cuantas
hojas al pasar. Un momento después había desaparecido, tan rápido como llegó.

Se tomó un momento para procesar el encuentro. Nunca había visto nada parecido a
aquel ser-lagarto, pero todo lo demás que tenía que ver con su situación actual le daba
una extraña sensación de déjà vu.

Levantó la cabeza y se echó un vistazo. Llevaba una capa azul, pantalones largos y una
ajustada coraza de cuero.

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Su vestimenta tampoco le resultó familiar.

Se sentó y gruñó con esfuerzo hasta ponerse de pie. Poco a poco, tambaleándose,
comenzó a marcharse de aquel lugar, siguiendo el camino del ser-lagarto.

La espesura de bambú dio paso a un bosquecillo de palmeras; del mismo modo, el suelo
fértil de la jungla se volvió más arenoso a medida que la distancia entre los árboles
aumentaba. El sonido de las olas se hizo más fuerte y el hombre trastabilló más rápido
en esta dirección.

De repente, se abrió ante sus ojos una playa gigantesca. La arena bajo sus botas era tan
blanda y suave como la harina. El aire era pesado y húmedo; se sentía casi mojado.
Había algunas estructuras de roca que formaban un arco natural entre la playa y el mar,
y la jungla a sus espaldas se enredaba en un muro impenetrable al borde de la arena.

Alzó la vista. El sol comenzaba a caer a lo lejos; los graznidos de las aves de mar
llenaban el cielo.

Miró en ambas direcciones de la playa.

—¿Hola?

Una ola rompió cerca de él y le lamió las botas.

—¿Holaaa? —Su voz tembló con temor.

A medida que descartaba metódicamente todas las explicaciones lógicas en su lista


mental, se acercaba más y más al pánico.

No sabía cómo había llegado allí. No sabía cómo se llamaba. No sabía dónde estaba esa
jungla, por qué estaba en una playa o qué era aquel ser-lagarto. ¿Por qué estaba cubierto
de moratones y por qué le dolía la cabeza? ¿Qué diablos tenía que hacer para marcharse
de allí?

Una imagen de un lugar que no conocía se abrió paso en su cabeza: colores, luces y la
idea de algo lejano. Sintió un escalofrío que le bajaba por el cuello y, en un brote de
energía sorprendentemente revitalizante, sintió que su cuerpo entero intentaba
desmaterializarse. Las partículas vibraban y desaparecían, su forma física vacilaba entre
un lugar y otro. Era una sensación agradable, conocida... reconfortante. Había hecho
esto antes. Su cuerpo se disolvía y se rompía en pedazos; debería haber sido una
sensación horrible, pero en vez de eso, parecía algo suyo, algo propio.

Se dejó llevar por la sensación, con la esperanza de que, cuantas más partes
desaparecieran de su cuerpo, más partes recuperaría él de su mente. Sin embargo, sintió
que algo lo empujaba hacia atrás, como si una fuerza enorme tirase de él para que
regresara por aquella puerta metafísica que había comenzado a atravesar. Se alejó más y
más y cayó y cayó hasta que se recompuso en la misma playa de la que había intentado
escapar. La fuerza del movimiento lo arrojó al suelo.

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Sobre él, en el aire, apareció un triángulo resplandeciente rodeado por un círculo.
Intentó dar una bocanada de aire con sus pulmones recién recuperados.

El frescor agradable se retiraba. Su cuerpo volvía a estar entero. Tenía las manos
sudorosas y las rodillas hundidas en la arena.

Respiró como pudo entre jadeos de pánico. El corazón le golpeaba contra el pecho
dolorido.

Apretó los puños, confuso, tomó aire con fuerza y escupió el juramento más gráfico que
podía imaginar en ese momento. Una sola palabra, larga y satisfactoria, en la que dejó
escapar toda su inquietud y su frustración.

Cuando por fin se detuvo, solo se escuchaba el ritmo incansable de las olas que
golpeaban la costa.

La noche caía.

Fue consciente de su estado físico. Sus magulladuras y sus músculos doloridos


necesitaban descanso; la comida y el agua podrían esperar hasta mañana.

Permaneció un rato sentado en la arena, intentando recordar cómo había llegado hasta
allí, pero lo único que le venía a la cabeza era el cimbreo de las cañas de bambú al abrir
los ojos.

Después del fracaso, intentó recordar su nombre.

Había muchos nombres que conocía. Lazlo, Sam... pero no creía que ninguno le
perteneciera.

Al final decidió que quizás podría averiguar los secretos de otra manera.
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No había nadie alrededor, así que se quitó la coraza de cuero, la capa y los guantes. Se
despojó de la camisa y los pantalones, los dobló con cuidado y los dejó sobre la arena.
Suspiró al sentir el alivio de la brisa fresca contra su piel. Contempló sus posesiones y
se detuvo al mirarse la mano derecha por primera vez.

Había una cicatriz que descendía por el antebrazo derecho en una línea perfecta. Era tan
recta como la incisión de un cirujano; alguien se la había causado de forma
intencionada.

Se examinó a sí mismo, buscando más pistas. Estaba lleno de cardenales, pero también
sentía cicatrices más profundas, igualmente rectas, que le recorrían la espalda. ¿Eran tan
viejas como la cicatriz que tenía en el brazo? ¿Quién le había hecho aquello?

Volvió a ponerse el guante sobre la cicatriz y se hizo una nota mental para meditar sobre
esta evidencia más tarde. Observó la ropa que yacía sobre la arena e intentó imaginarse
qué tipo de persona la llevaría.

Quienquiera que fuese, venía de un clima mucho más frío, eso era seguro. Los tejidos
eran pesados, como si estuviesen fabricados para la lluvia (¡recordaba la lluvia!) y el
frío abrupto. La capa era un tanto excesiva; no se trataba de una prenda lujosa, pero su
diseño desmentía cualquier sutileza. La camiseta interior estaba llena de sudor, así que
debía de haber caminado a través del calor durante cierto tiempo. Lo más curioso eran
las botas. Había unos pocos granos de arena atrapados contra la suela, pero eran de un
tipo diferente que aquellos que le rodeaban en esa playa. Esa tierra era más sólida, más
irregular, y tenía un color dorado en comparación con la arena blanca bajo sus pies.

Frunció el ceño. No llevaba consigo utensilios, ningún cuchillo, ni comida, ni cuerdas,


ni objetos personales. Quienquiera que fuese la persona que era, no se preocupaba por
llevar armas encima.

¿Era tan tonto como para viajar sin nada que lo protegiera? No lo creía, pero la
evidencia era preocupante. ¿Quizás alguien le había robado sus armas? No sonaba
factible; no parecía haber nadie cerca.

El símbolo de la capa captó su atención.

Le resultaba... familiar.

¿Por qué?

La luna estaba alta en el cielo. En algún momento iba a necesitar dormir. Decidió
reflexionar sobre el significado del símbolo en otro momento.

Caminó a zancadas hasta un tronco pulido y se tumbó en la playa. Una parte de él estaba
preocupada por el lagarto que había visto antes. ¿Quizás comía personas y no solo
huevos? Pero este pensamiento era erróneo. Si comiese humanos, lo más probable era
que le hubiera atacado antes. No obstante, a lo mejor había otros seres similares con
gustos culinarios diferentes.

Se sintió terriblemente vulnerable.

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Se tapó con la capa y cerró los ojos con fuerza, deseando con desesperación dormir toda
la noche de un tirón sin ser olisqueado por lo que quiera que viviese en aquella isla.

Cabeceó, sintiendo un hormigueo en la nuca, y se hizo un ovillo. Luego se agitó y dio


vueltas sobre la arena de la playa, totalmente dormido... y, aunque no lo sabía,
completamente invisible.

El sol le despertó a la mañana siguiente. Aunque seguía sin tener ni idea de quién era,
decidió centrarse en sus necesidades físicas.

Tenía que empezar a familiarizarse con su nuevo hogar.

Después de calcular el tamaño de la isla (la circunferencia era igual a un día de camino),
eligió un lugar guardado por varias rocas, protegido del viento, para instalarse.
Construyó un refugio allí donde los árboles dejaban paso a la playa. El trabajo de buscar
y transportar los palos y atar troncos con hojas que parecían cintas, le hizo darse cuenta
de que no estaba acostumbrado al ejercicio antes de perder la memoria. Sus músculos
estaban débiles por falta de uso, y volvió a preguntarse cómo su antiguo ser había
pretendido sobrevivir aquí sin armas ni herramientas. No obstante, fue acostumbrándose
a medida que trabajaba, y a pesar de las ampollas y las quemaduras del sol, logró
construir una plataforma cubierta sobre la que podría dormir.

La comida necesitó más tentativas de ensayo y error, pero le emocionó descubrir cuáles
eran sus gustos. Logró tallar un cuchillo sencillo a partir de un pedernal y comenzó a
probar cosas. Le gustaban las ostras; también aquella fruta naranja que no sabía cómo se

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llamaba; le gustaba la fruta verde y alargada y las bayas rojas, pero no las raíces
violetas. Esas habían hecho que le picase la lengua, lo que atribuyó a una alergia recién
descubierta. ¡Era fascinante!

Lo que necesitaba de verdad era aprender a hacer fuego.

El sol se hundía rápidamente y unas pocas nubes se avecinaban en el horizonte.

En la palma de su mano derecha comenzaba a formarse otra ampolla. Gruñó debido al


esfuerzo y frotó un palito entre sus cansadas manos tan rápido como pudo, ignorando el
dolor y el pus que se derramaba, así como la pequeña gota de lluvia que acababa de
caerle en el cuello. Contó el ritmo de las olas a su espalda (seis por minuto) y comenzó
a reproducir este ritmo en su cabeza, para que el movimiento del palito siguiera el
mismo tempo que las olas. Las manos le ardían del esfuerzo y tenía el ceño fruncido por
la concentración.

Un hilillo de humo se alzó desde el punto donde el palito se frotaba contra la madera
seca y soltó una carcajada, intentando por todos los medios avivar la pequeña llama.

El palito se partió en dos.

Y la pequeña columna de humo se desvaneció.

Sorprendido, abrió mucho los ojos y dejó escapar un quejido de decepción, que pronto
se convirtió en un rugido de frustración.

—¡Isla inútil!

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Se sentó de nuevo sobre la arena, cabizbajo, y miró el palito roto que yacía sobre la
madera. A cada lado había una triste pila de ramitas y hojas secas.

Gruñó y se echó hacia atrás hasta tumbarse por completo sobre la arena.

Un albatros volaba en círculos perezosos muy por encima de su cabeza.

Gruñó una segunda vez.

—¿Por qué sé lo que es un albatros? —preguntó a nadie en particular.

El albatros no le contestó.

Se sentó y miró con ojos entrecerrados la pila de ramitas. Quizá podía obligar al fuego a
prenderse.

Se sacudió la arena de los pantalones y sintió la ligera molestia de una quemadura


mientras se inclinaba hacia adelante, con la vista fija en el montón de enfrente.

Se concentró y sintió que otra gota de lluvia caía sobre su espalda desnuda; el frío del
cielo encapotado se le metió en el cuerpo.

Necesitaba un fuego. Necesitaba un fuego más que nada en este mundo...

El vello de su nuca se erizó y sintió que un estremecimiento le bajaba por la espalda.

Una pequeña columna de humo se alzó desde el tronco.

Se puso en pie de un salto y dio unos pasos atrás. ¡¿Humo?! ¡Humo!

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Una parte de él estaba alarmada —¿aquello era real, de verdad?—, pero el resto estaba
en éxtasis. Se rio, sorprendido, y soltó un grito de triunfo.

El humo subía hacia arriba. Se arrodilló y comenzó a avivar la llama con pequeñas
ramitas y hojas, sin dejar de reírse. Podría haberse echado a llorar de felicidad.

Se incorporó y empezó a echar más y más ramas al fuego, más hojas y trozos de madera
seca. No le importaba agotar todo el combustible; necesitaba un fuego.

La llama se había convertido en una pequeña hoguera. Su rostro se estiró en una sonrisa.
No pudo evitar reírse de nuevo y entrelazar los dedos sobre su cabeza. Dio unos pasos
atrás para admirar su trabajo.

La hoguera era lo más hermoso que había visto jamás. Suponía que habría visto cosas
más hermosas, pero como no podía recordarlas, le eran irrelevantes; sobre todo, en
comparación con la belleza que tenía delante de sus ojos. Aquello era mucho más bonito
que ningún cuadro y más preciado que ninguna gema.

El rugido de su estómago le interrumpió.

¡Exacto! Comida. Necesitaba comida.

Había encontrado un pez varado en la playa antes. Era una cosa fea y reseca, con
escamas planas en forma de diamante y los ojos vacíos en su rostro muerto.

Lo clavó en un palo afilado y lo sostuvo sobre las llamas. Se sentó, listo para darle la
vuelta cuando estuviera hecho un lado.

Pero el pescado simplemente le devolvió la mirada.

Sus escamas no se cocían, no chisporroteaba, no se tostaba con el fuego. El pescado


estaba rodeado de llamas, pero no mostraba ninguna señal de estar siendo cocinado.

No entendía nada.

Alargó una mano hacia el fuego y se dio cuenta de que no quemaba.

Su confusión se convirtió en temor y metió la mano en las llamas.

El fuego estaba tan frío como el pez.

Retiró la mano a toda prisa y se apartó del fuego, atemorizado.

—¿Qué? ¡No! ¡No, no, no, no!

La llama centelleó un instante con un brillante color azul (¡¿azul?!) y, sin previo aviso,
se apagó.

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Pero... ¡si había visto el humo! ¡Si había visto cómo se prendía el fuego y devoraba las
ramas! Y, sin embargo, no había sentido en ningún momento su calor antes de que la
imagen del fuego se desvaneciera.

El temor se convirtió en pánico absoluto.

Se apoyó en una palmera y miró el pescado atravesado con horror, considerando las
evidencias y llegando a una conclusión razonable.

Estaba atrapado, sin recuerdos, sin comida, sin hogar ni habilidades... y ahora, por si
fuera poco, estaba perdiendo el contacto con la realidad.

Concluyó solemnemente que se había vuelto loco.

Había pasado un tiempo desde el incidente con el pescado, y había llegado a aceptar que
las cosas eran mucho más sencillas desde que supo que había perdido la razón.

Si era cierto que su mente estaba desconectada de la realidad, como parecía, no tenía
que preocuparse de cómo había llegado allí o de quién había sido antes. La salud de su
cuerpo era irrelevante si todo con lo que podía trabar contacto solo existía en su mente.

¡Qué liberador fue llegar a esa conclusión!

Así, se puso a hacer todo lo que pensaba que haría un náufrago atrapado en una isla.

Pasó mucho tiempo construyendo herramientas nuevas. Una cesta hecha de ramas
similares al mimbre, un cepo sencillo, un cuchillo afilado para abrir las ostras. Se puso
como objetivo crear una herramienta nueva cada día y se enorgullecía de cada una de
ellas. Era casi divertido tener tantísimo tiempo para crear soluciones para sus
problemas.

A medida que exploraba y aprendía, se acostumbró a las visiones que tenía de vez en
cuando.

Algunas tenían más forma que otras. Solían ser seres humanoides, con rostros y voces.

Una mujer con la piel blanca como la nieve y el pelo igualmente blanco y arreglado, que
flotaba detrás de él y anotaba todas sus acciones en un diario. Un guerrero de rostro
severo, capa azul y armadura de plata. Un leonino al que le faltaba un ojo.

En sus momentos de soledad, a veces veía a una mujer vestida de violeta al borde de su
campo de visión. La ansiedad le brotaba en el pecho siempre que ella aparecía.

Sabía que eran alucinaciones, sabía que no eran reales.

No tienen poder sobre mí, ¿verdad?

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Ignoró las visiones mientras estas iban y venían, pero a veces no era posible pasarlas
por alto.

—Esta vez sí que la has hecho buena, ¿eh?

Esta visión se le aparecía siempre que tenía dificultad con alguna tarea.

Sus hombros eran anchos y su piel olivada brillaba, sudorosa, bajo el lustre de su
armadura. La alucinación miraba por encima de su hombro mientras intentaba tallar un
gancho de pesca.

—Escucha, esta tarea no es apropiada para ti. Mejor déjame a mí.

La voz de la visión era bronca, pero amistosa. Resultaba condescendiente.

Se molestó.

—Ya puedo yo.

La alucinación suspiró.

—Los dos sabemos que no estás hecho para esto. Deja que lo haga yo; tú puedes irte a
filosofar al otro extremo de la playa.

—Te he dicho que puedo hacerlo.

Dejó que su voz mostrara su irritación.

—No, no puedes. Yo tomo las decisiones y las ejecuto, tú te quedas a un lado. Así es
como funciona.

El hombre respondió arrojándole el gancho a la figura misteriosa. Pasó a través de su


ojo y aterrizó detrás de ella en la arena.

Las alucinaciones se hicieron más frecuentes a medida que aumentaba su aburrimiento.

—Normas y procedimientos, sección 12, artículo 4.

Boqueó sorprendido. Había una mujer de pelo oscuro con una vara que le miraba a
pocos pies desde la playa. Llevaba un vestido blanco con el emblema del sol en la parte
delantera. A su espalda colgaba una capa oscura que casi rozaba la arena, y su expresión
dejaba claro que estaba embarcada en una misión.

Impaciente, dio unos golpecitos con el dedo sobre la vara.

—He dicho: “Normas y procedimientos, sección 12, artículo 4. Los representantes


oficiales del gremio pueden cambiar su residencia o su lugar de trabajo de un gremio a

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otro si disponen de un permiso oficial”. ¿Estás de acuerdo en que esta es una regla
vigente o no?

La figura siguió al hombre mientras se desplazaba de cepo en cepo, miró por encima de
su hombro mientras volvía a colocarlos y le observó mientras llevaba los lagartos que
había cazado de vuelta al campamento para cocinarlos.

Enterró los lagartos en carbón encendido junto a hojas de palmera y raíces para que se
cocinaran durante el resto de la tarde. A su debido tiempo, la alucinación desapareció y
suspiró aliviado.

Se quedó sentado, escuchando los graznidos de los pájaros, y decidió matar el


aburrimiento encendiendo una hoguera en la playa.

Pasó la mañana llevando ramas y troncos para colocarlos sobre las llamas. Esperaba que
el humo fuese suficiente para llamar la atención de algún barco. No había sucedido aún,
pero quizás hoy sería el día.

Su optimismo se desvanecía por momentos.

Dejó su sombrero de mimbre sobre la arena. El calor del fuego y del sol del atardecer
era abrumador. Se apartó de la hoguera y metió los pies en el mar.

El agua de la orilla estaba tibia, pero seguía siendo un alivio frente al calor. Le molestó
un poco en las quemaduras. Bajo las olas se veían pececillos que iban de acá para allá.

Sintió la fuerza de la marea contra los tobillos.

Sintió la sal en los labios.

Olió el humo de la hoguera en la playa, mezclado con el aroma que desprendían las
algas mojadas.

Todo parecía... real.

Tan real que contrastaba con su supuesta locura.

Consideró su percepción de la realidad.

Había otra explicación para todo esto, para la extraña volatilización y rematerialización
que su cuerpo parecía conocer de antemano y para el fuego que no era tal.

¿Y si mis alucinaciones son el resultado de alguna magia?

Sabía que la magia existía. Sabía que había gente que podía manipular el fuego, invocar
el relámpago o hacer que crecieran árboles en terrenos desérticos, pero no conocía sus
nombres ni sus rostros.

Había olvidado todo lo demás sobre sí mismo, pero... ¿era capaz de haberse olvidado de
una parte tan crucial de él?

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Se pasó una mano mojada por los cabellos. Avanzó hasta meterse más en el agua y dejó
que las olas le rozaran las mejillas cubiertas por la barba.

El pensamiento parecía... correcto. “Sé hacer magia” fue algo que cruzó su mente de
una forma tan inocente como “soy un hombre” o “no me gustan los cocodrilos”.

Cerró los ojos y se esforzó por concentrarse en aquello, ese escalofrío en la nuca que
sentía cuando el poder se acumulaba dentro de él. Buscó dentro de sí y se obligó a crear.

Cuando abrió los ojos, se vio a sí mismo de pie sobre el mar que tenía enfrente.

Aunque el rostro de la visión tenía una expresión vacía, era idéntico al suyo; estaba ahí,
con toda tranquilidad —de forma imposible— sobre la superficie del agua.

Abrió la boca, sorprendido.

La ilusión parecía de carne y hueso y el detalle era sorprendentemente preciso. Era


divertido que no recordase su nombre, pero sí conociera los detalles de su cuerpo: los
músculos ejercitados, la barba reciente, sus hombros desnudos, la piel quemada con
ampollas. Incluso se vio las cicatrices —sus cicatrices—, los pequeños recordatorios de
una vida vivida intensamente.

Extendió el brazo y trató de tocar la pierna del espejismo, pero sus dedos la atravesaron
como si fuera aire.

Increíble.

Se irguió y su cintura quedó al nivel del agua, con las manos a cada lado.

Sonrió de oreja a oreja.

Se concentró, sintió el escalofrío familiar en la nuca y el espejismo se desvaneció.

Su sonrisa se convirtió en un grito de alegría.

Volvió corriendo a tierra firme, pateando la arena a su paso.

—¡Son fragmentos de mis propios recuerdos! No estoy alucinando. ¡Estaba creando


ilusiones! ¡Soy un mago!

Levantó la mano y deseó que se manifestase un caballo percherón. El animal se


materializó a través de una suave neblina azul y correteó a medio galope a su alrededor.
Se acercó para tocarlo y vio que atravesaba fácilmente su lomo veteado de motas grises.
La ilusión siguió su camino, saltando la hoguera que había hecho antes y marchando al
trote por la playa. Era una mancha delicada de noche nublada contra el blanco
deslumbrante de la arena.

Se rio ante la locura de todo. Se rio de su propia habilidad, de su idiotez, pero, sobre
todo, en ese momento se reía de que los otros habitantes de la playa se pensaran que su
creación era real. Las gaviotas levantaron el vuelo en cuanto el caballo se acercó, los

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insectos se acercaron e intentaron posarse en su lomo y, aunque sus cascos no dejaban
ninguna huella sobre la arena, esta creación parecía más real que el fuego, el arpón o la
red. Su imaginación era demasiada para contenerla y los únicos límites de su mente eran
los que él imponía. No necesitaba un nombre ni un pasado; en ese momento supo
exactamente quién era.

Hizo que el caballo desapareciera y creó un elefante; mandó al elefante desaparecer y


creó un monstruo marino; hizo desvanecerse al monstruo e hizo que el día fuera noche.
El cielo de la playa se llenó de montones de estrellas.

Rio a carcajadas hasta llorar.

Después de que las lágrimas le corrieran con felicidad por las mejillas, rodeado por una
galaxia infinita de estrellas imaginarias, sintió un peso en el corazón.

Estaba en el centro de una noche sin fin, un vacío perfecto punteado por pequeños
destellos de luz.

Estaba increíblemente solo.

Hizo que se desvaneciera la ilusión de las estrellas y de la noche y se quedó mirando la


playa desierta.

Al día siguiente, se dio cuenta de que no sabía cómo sonaba la voz de un humano que
no fuera él mismo.

No abandonó la plataforma donde dormía el día después.

Regresó a la espesura de bambú.

Llevaba puestos los ropajes con los que había llegado y se tumbó en el pequeño claro
donde se había despertado por primera vez.

Miró el cielo azul sobre él.

Intentó concentrarse para abandonar aquel lugar, pero no ocurrió nada.

Cerró los ojos e intentó recordar el aspecto que tenía un amigo, un hogar, pero no
encontró nada en sus recuerdos.

—Por favor —suplicó en voz alta—, déjame marchar.

El viento agitó las cañas de bambú sobre su cabeza. Gimoteó y se puso las manos sobre
el rostro.

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A lo mejor no estaba loco. A lo mejor estaba muerto. Quizás esta cárcel era lo que había
después de la muerte. Quizás nunca había existido antes y estaba condenado a
deambular por lo que quiera que fuera esto para siempre.

Aunque no pudiera marcharse, al menos deseaba tener a alguien con quien hablar.

—Tienes un aspecto horrible —susurró una voz desde arriba.

Apartó las manos. Sobre él se cernía la ilusión de una mujer con el pelo negrísimo, los
ojos oscuros y una expresión desdeñosa. Llevaba largos guantes satinados de color
violeta y se cruzó de brazos.

—Los músculos te sientan bien, pero la barba no. Curvó los labios en una mueca
burlona.

Él sacudió la cabeza, con lágrimas incipientes en los ojos.

—No sé quién eres.

—Claro que no, muchacho.

Ella le echó un vistazo de arriba abajo.

—No sabías quién era entonces y tampoco lo sabes ahora. Es difícil que haya confianza
cuando ninguno de nosotros dos confía de verdad en el otro.

Decidió dejar de pensar en si esa ilusión era real o no. Necesitaba desesperadamente
hablar con alguien.

—¿Quién era yo antes de llegar aquí?

—No eras quien tú creías que eras, eso desde luego. Nadie te conocía de verdad... salvo
yo. Nunca fuiste un líder, un detective ni un erudito; eras un niño asustado jugando a
fingir lo que no eras.

Sintió un nudo en la garganta y tragó saliva.

—Puedes engañar al resto del mundo con tu magia y tus ilusiones, pero nunca lo
lograrás conmigo.

Quiso sollozar. Quería volver a quedarse dormido o dejar de comer hasta que todo
hubiera pasado.

—No sé quién eres —admitió por fin con la voz rota.

La mujer se arrodilló y lo miró a los ojos con una sonrisa fría de cocodrilo.

—Soy lo mejor que te ha pasado nunca.

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Levantó la mano para apartarla, y la imagen de la mujer parpadeó y desapareció en una
bruma azul. Se había ido.

Su corazón latía a toda prisa y fruncía el ceño con desesperación, que comenzó a
convertirse en rabia.

Se levantó, cerró los puños y golpeó una gruesa caña de bambú. El golpe le abrió una
herida sangrante en los nudillos, pero no le importó. Dio vueltas intentando
tranquilizarse.

—¡No quiero más ilusiones involuntarias! —dijo. Algo en la parte de atrás de su mente
vibró mágicamente, como si estuviera de acuerdo. No volvería a ocurrir.

Él era el único que tenía control de su mente. Él era quien aprovechaba sus talentos.

Dejó que su mente vagara y se preguntó si la ilusión que había visto era la
manifestación de una parte de sí mismo o el fragmento de un recuerdo de alguien
cercano.

Podía haber sido una amante o una amiga.

Se preguntó si tenía amigos siquiera.

Considerando que parecía conocer bien a una mujer como aquella, ¿merecía tenerlos?

Entonces se le ocurrió algo.

—No importa quién era... porque ahora descubriré lo que soy.

Decirlo en alto lo hacía más real.

—Es irrelevante quién fuera antes, porque me convertiré en lo que yo quiera.

Lo creía con todo el corazón.

Se dio cuenta de lo que tenía que hacer.

Iba a demostrarse a sí mismo que merecía vivir.

Se puso a trabajar.

No paró durante cinco días.

Se sentía exhausto, pero satisfecho.

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Se sentó a comer los frutos que había recogido frente al fuego. Muy cerca, una pequeña
pero robusta balsa esperaba pacientemente bajo el cielo despejado y cuajado de
estrellas.

Se apoyó en los suministros que había reunido y repasó su lista mental una vez más:
agua fresca para dos semanas (y un recipiente de destilación solar que podría seguir
usando después), su red, su arpón y lo que quedaba de su capa, que usaría de protección
contra el sol. Dos cestas de fruta. Su sombrero, su cuchillo, materiales adicionales para
navegar, bambú y cuerda para las reparaciones. Supo que mañana navegaría hacia lo
que quizás fuese una muerte segura, pero se moría por saber lo que había al otro lado
del mar. Tenía que haber alguien allí.

Estaba emocionado, aterrorizado... Iba a abandonar el único lugar que conocía para
descubrir lo que había al otro lado del mar. El pensamiento lo llenó de una extraña
euforia. Le quedaban tantas cosas por descubrir.

Sonrió. Se sentó delante del fuego y abrió una ostra con una roca afilada. Levantó la
mitad del molusco como si brindara con alguien.

—Un brindis por ti, Isla Inútil.

El primer día en el mar vino y se fue sin problemas. La Isla Inútil desapareció en el
horizonte y el azul infinito lo rodeó por completo.

Tenía confianza. Si había logrado sobrevivir durante tanto tiempo en una isla desierta,
podría sobrevivir en el mar.

Esa noche durmió bien.

La noche siguiente, también.

Pero al tercer día, el mar se puso de color gris y comenzó a agitarse.

Y el cuarto día por la tarde, las olas sobrepasaban la punta del mástil.

Las gruesas gotas de lluvia cayeron con fuerza sobre su piel. El cielo se agitó sobre él
con la misma ferocidad que el océano bajo la madera.

Murallas de agua agitaron su pequeña balsa de un lado a otro. El agua gélida que
salpicaba se le metía en los ojos y lo desequilibraba. Se agarró a ambos lados de la balsa
y cerró los ojos con fuerza, deseando tener el don de poder dominar los mares en lugar
de dominar la mente.

Un relámpago se abrió paso sobre su cabeza, seguido inmediatamente por el bramido


del trueno.

Estaba aterrorizado. Se ató un trozo de cuerda a la cintura y sujetó el otro a la balsa.

22
El barquito se elevó en la cresta de una ola y, en el horizonte, distinguió una isla rocosa
y escarpada.

¿Quizá estaba habitada?

Tiró de su vela hacia un lado para intentar captar el viento. Justo entonces, su navío se
deslizó hacia abajo por la ola y cayó en un remanso entre las aguas mientras otra ola se
cernía sobre él.

Miró hacia arriba, vio la ola que se abalanzaba sobre su barca y dejó escapar un jadeo
antes de que lo envolviera por completo.

Se despertó hecho un ovillo desmadejado sobre los troncos de su balsa rota. Era de
noche y el mar estaba en calma.

La otra isla aún se veía a lo lejos. Era una muralla de rocas y montañas con cimas
manchadas de blanco.

¿Nieve? Sintió un brote de optimismo y miró más detenidamente. Resopló. Pájaros.

Revisó el estado en el que se encontraba. Su balsa estaba hecha pedazos, pero, por
suerte, la cesta con sus pertenencias seguía atada al tronco del que colgaba.

Los excrementos blancos desperdigados por la isla rocosa resplandecían a la luz de la


luna. Era casi hermoso; casi.

Agotado y derrotado, remó como pudo hasta su nuevo hogar.

Salió del agua y se dejó caer sobre una roca plana por encima del nivel del mar. A pesar
del coro sin fin de gaviotas y aves-lagarto voladoras, logró dormir un día entero.

Cuando se despertó, luchó un rato entre el sueño y la vigilia. No tenía la energía


suficiente para levantarse y explorar, pero estaba muy claro que había cambiado una isla
donde al menos podía vivir por otra absolutamente terrible.

Todo sonaba a gaviota. Apestaba a gaviota.

En su corazón, sabía que debía haberse quedado en la Isla Inútil y haber vivido una vida
sencilla con sus ostras, su red de pescar y su imaginación indomable.

No obstante, había una pequeña parte de él que sabía, de algún modo, que podía... irse.

Decidió intentar replicar la experiencia de su primer día.

23
Quizás ahora le funcionaría.

Se tumbó cerca de las rocas y cerró los ojos. Tenía que averiguar qué había dentro de él
que le daba tanta seguridad de que podía hacer algo imposible.

Inspiró hondo, dejó que la percepción del sonido de las olas a su alrededor y la caricia
del sol se atenuaran y se imaginó un pozo.

Sus paredes eran de suave pizarra gris, pero, cuando pasó la mano por el borde, sintió
que no contenía agua, sino muchísimos objetos y lugares, olores, sabores, personas,
amigos, amantes; una vida entera de recuerdos. Recuerdos perdidos.

Trepó por el borde hasta meterse en el pozo y penetró en las profundidades de su mente.
Su descenso era lento y controlado, una caída elegante a través de su propia consciencia.
Sabía que la profundidad del pozo seguía siendo la misma, pero solo la primera parte
contenía evidencias y recuerdos. Era una jungla húmeda y frondosa, con arena blanca y
pájaros conocidos. Más abajo, las paredes estaban forradas de bambú, escamas de pez
que centelleaban con los escasos rayos de luz, y había un hermoso caballo percherón
imaginario del color de la lluvia. Estos recuerdos estaban acompañados de orgullo por
todo lo aprendido y alcanzado.

Sonrió. No era mucho, pero era él.

Siguió cayendo.

La sensación de familiaridad desapareció y se dio cuenta de que estaba entrando en un


tipo distinto de conocimiento. Se hizo una nota mental: algún día debía estudiar las
diferencias entre las distintas clases de memoria. Aquí las paredes tenían texturas; en
una zona eran de terciopelo, en otras de cuero, y en otras estaban hechas de afiladas
espinas.

Mientras rozaba una y otra superficie con las manos, sintió la enorme variedad de
conocimientos que había acumulados de su vida anterior; unos conocimientos que no
recordaba haber adquirido, pero cuya mera presencia le hacía sentir dichoso. Allí
estaban el lenguaje, la aritmética, la técnica de atarse las botas y la de hacerse un café
(oh, las atrocidades que puede cometer un hombre por una taza de café). Se rio entre
dientes. Había tanta información adherida a las paredes y, maravillosamente, aún cabía
mucha más.

Siguió cayendo y cayendo, y la pizarra del pozo dio paso a gruesos jirones de niebla.

Lo que había estado aquí ya no estaba.

Pero quedaba una parte.

Estaba ahí, suspendida como una joya plateada, una fuente de luz en la negrura del pozo
de su mente.

Encontró la parte que le permitiría escapar.

24
La parte que le hacía ser él.

No sabía lo que era, pero la había sentido una vez, y supo que era su última
oportunidad.

Alzó la barbilla y ascendió; rebasó las texturas de su conocimiento, el recuerdo de su


querida Isla Inútil, salió del pozo y regresó a su cuerpo que se despertaba.

Abrió los ojos e intentó ignorar a los pájaros, que graznaban y aleteaban sobre las rocas
que le rodeaban.

Inspiró hondo y se aferró a esa parte brillante de sí mismo que había descubierto en las
profundidades de su mente.

Sintió que su cuerpo se tambaleaba e intentó deshacerse del pánico a medida que sus
miembros se volvían más borrosos. Había partes de él que intentaban marcharse y
parpadeaban con un suave resplandor azul. Una vez más, sintió que tiraban
violentamente de él hacia atrás, que le hacían caer sin piedad hasta que su cuerpo se
estrelló contra las rocas de la nueva isla. El conocido sello del triángulo dentro de un
círculo apareció sobre su cabeza, y dejó escapar un jadeo cuando su forma volvió a
condensarse.

Había fallado.

Miró en derredor. No había nada salvo las olas, las rocas cubiertas de excrementos, los
pájaros y un sol abrasador.

La conclusión a la que llegó era sencilla. No sobreviviría durante mucho tiempo.

—Puedo imaginar una salida —murmuró a través de sus labios cuarteados y su boca
seca—. Puedo pensar una forma de escapar de aquí.

Y, con esto, volvió a tumbarse sobre las rocas, cerró los ojos y descendió una vez a lo
más profundo de su mente en búsqueda de una respuesta.

Le despertaron unos gritos lejanos.

—¡Ah del barco! ¡Hay un hombre en la costa!

—¿Enviamos a Malcolm?

—No, preparen el bote de remos. Quiero echarle un vistazo primero.

—¡Bajando el bote de salvamento!

Un inmenso barco de vela se mecía cerca de la costa rocosa y llena de pájaros. Sus
arboladura estaba cuajada de lo que parecía kilómetros y kilómetros de cuerdas
intrincadas. El color de esas velas era de un tono que no había visto desde que se

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despertó por primera vez en la Isla Inútil. El barco llevaba una estatua de piedra atada
en el mascarón sin muchas contemplaciones; a un lado de la proa llevaba grabado el
nombre en una caligrafía elegante: El Beligerante.

Cerró los ojos.

El cansancio se apoderó de él y, minutos después, escuchó el sonido de unos remos en


el agua.

Una voz ronca y femenina gritó, por encima del ruido de las olas:

—Te diría que no te fueras, pero igualmente es un poco difícil. Es como intentar
cambiar de plano saliendo por la ventana, ¿no?

Estaba demasiado cansado para mirar a quien había pronunciado esas palabras.
Quienquiera que fuese se había acercado. Probablemente había atracado ya.

—¡Mi barco necesita un mascarón nuevo, Beleren! Dime para quién trabajas y haré que
tu muerte sea indolora.

¿Beleren? ¿Así me llamo? La pregunta cruzó su mente en una neblina somnolienta.

Oyó el sonido de unos pies que chapoteaban, los chillidos de las gaviotas. Un gruñido,
el sonido nada ceremonioso de un ancla. La mujer debía de haber saltado del bote para
investigar por sí misma.

Escuchó su respiración justo encima de él.

¿Tengo un aspecto tan terrible?, se preguntó. Admitió: Me siento terrible, así que debo
de tener un aspecto totalmente acorde.

Sus ojos se removieron y abrió los párpados a través del sueño y la sal acumulada.

Se encontró con una mujer de apariencia majestuosa, que asumió que era la capitana del
barco.

Era... memorable.

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La mujer era alta y ágil, con una piel brillante de color verde esmeralda y cabellos
enroscados que se agitaban de forma curiosa en el viento. Sabía, de algún modo, que era
una gorgona, pero no sintió miedo cuando ella le miró a los ojos.

Sus ojos dorados se abrieron mucho por la sorpresa y ella lo contempló perpleja.

Este supo, con una mezcla a partes iguales de emoción y miedo, que esta mujer sabía
exactamente quién era.

—Jace, ¿qué diablos te ha pasado?

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Cuestión de confianza

Huatli destacaba exactamente en dos cosas.

Era una guerrera y era una poetisa.

Cuando hacía demostraciones de una u otra habilidad, brillaba más que cualquier otro
caballero en el Imperio del Sol.

Nunca había tenido que ser nada más, y estaba segura de que, al final, el emperador le
concedería el título de poetisa guerrera después de todos aquellos años de lento ascenso
y de preparación.

—Déjame verlo otra vez —le susurró su primo.

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Huatli abrió la alforja. Un destello de acero saludó a los dos caballeros.

Inti miró dentro con una leve sonrisa.

—Es feísima.

El temperamento tibio de su primo era desesperante. Con los años, Huatli aprendió a
interpretar su entusiasmo, por lo que infirió de sus dos palabras que estaba henchido de
orgullo.

—Quienquiera que la forjara era muy torpe. Y quienquiera que la llevase, aún más.

Huatli sonrió. La victoria final había sido sencilla. Ninguno de los bandos sufrió bajas;
solo se impuso la mejor habilidad marcial y una oferta de paz muy convincente. La
Legión del Crepúsculo se retiró a sus barcos sin armas y sin honor.

Huatli observó la plaza mientras ella y su primo pasaban por debajo del arco de entrada
a Pachatupa. Había gente que se estaba preparando para la ceremonia de bienvenida que
tendría lugar ese mismo día. Otros vecinos cruzaban la plaza para ir a algún sitio
determinado, pero, en general, la plaza estaba vacía. Solo a las monturas de los dos
caballeros —dos garrapiés de ojos brillantes— parecían importarles su presencia. El
dinosaurio de Huatli tiró de las riendas; tenía ganas de llegar a los establos para comer.

Huatli e Inti habían regresado de la última gran campaña del Imperio del Sol en la Costa
Solar. La mayor parte del ejército había regresado ya, pero su escuadrón se retrasó
después de una última batalla contra la Legión del Crepúsculo. Y, como todas las
victorias bien conseguidas, esta trajo consigo muchos botines.

Inti extendió la mano y Huatli le pasó la espada robada. Él la hizo girar para sopesarla y
se la devolvió.

—Tendrías que haber visto a su sacerdote —dijo.

—Hierofante —corrigió Huatli.

—¿Hierofante? Uf. En cualquier caso, tenía unas uñas tan largas como las de la abuela.

Huatli asintió y punteó su gesto con un “mmm” enfático.

—Todo encaja. Teniendo en cuenta la evidencia, es muy probable que la abuela sea un
vampiro.

Se volvió hacia Inti y enumeró las evidencias con la mano que no sostenía las riendas de
su dinosaurio.

—Nunca tiene apetito, mira al infinito, sigue viva contra todo pronóstico...

Inti soltó una risita y Huatli le sonrió a su vez.

29
Habían crecido juntos. Habían pasado de luchar el uno contra el otro con palos, de
niños, a luchar contra los enemigos del Imperio del Sol como adultos.

Inti palmeó el hombro de Huatli. Algunas personas se acercaban a ellos con rostros
felices y expectantes.

—Te dejo con tus admiradores —dijo él.

Huatli levantó la mano para decirle adiós.

—¡Huatli, bienvenida a casa! —saludó uno de los desconocidos.

Huatli sonrió e inclinó la cabeza.

Una chica, que no tendría más de trece años, se adelantó y corrió hacia ella con los ojos
muy abiertos y casi jadeando.

—Poetisa guerrera, ¿darás un discurso en la ceremonia de bienvenida?

Huatli odiaba que la gente hiciera eso: asumir que había conseguido algo que aún no le
pertenecía.

—Diré unas palabras, pero aún no soy la poetisa guerrera. ¿Cómo te llamas, amiguita?

—Wayta. Te vi hablar en el último festival de equinoccio... Estuviste genial.

—¿Escribes poesía, Wayta?

La chica bajó la vista, avergonzada.

—Sí, pero no es lo bastante buena como para compartirla.

Huatli se agachó para que el resto del pequeño (y ruidoso) grupo no escuchara sus
palabras.

—¿Quieres que te cuente un secreto?

Wayta la miró maravillada.

A cambio, Huatli le ofreció una sonrisa sincera.

—Solo hay dos tipos de poemas en el mundo: los buenos y los sinceros. La buena
poesía es inteligente, pero cualquiera puede serlo si se esfuerza. Sin embargo, la poesía
sincera es mágica; tiene la habilidad de hacer que otras personas sientan lo mismo que
tú. Sin duda es una magia muy poderosa.

Huatli prosiguió:

—Si crees que lo que haces no es lo bastante bueno para compartirlo, no trates de que
sea bueno. Pero al menos intenta que sea sincero.

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Le guiñó el ojo.

Y Wayta sonrió de oreja a oreja.

Una hora después comenzó la ceremonia de bienvenida, y Huatli esperó pacientemente


el momento de su intervención.

Aunque su misión había sido breve, representaba el final de muchos esfuerzos para
liberar la Costa Solar de los invasores. Para celebrar tan feliz acontecimiento, el
emperador iba a dirigirse a todos los ciudadanos de Pachatupa y Huatli debía dar un
discurso.

El título de poeta guerrero solo se concedía a un único individuo por cada generación.
Era el custodio de las leyendas y quien transcribía los acontecimientos más importantes
de la historia. Para ganarse un título así, había que demostrar la excelencia en el servicio
al reino. La responsabilidad quizá habría abrumado a una persona tan joven como
Huatli, pero ella no sentía esta presión.

Todos los habitantes del Imperio del Sol respetaban a su emperador, pero todos
adoraban a su poeta guerrero. Probablemente este sería el último discurso que daría
antes de que el emperador le concediera oficialmente el título, y todo lo que quería era
demostrar que era digna de semejante admiración.

No había cualificaciones fijas para ganarse el título de poeta guerrero, pero la confianza
creciente que el emperador tenía en ella parecía indicar que el anuncio estaba próximo.
Lo sentía en el aire como el olor metálico de antes de una tormenta.

Huatli sacudió los hombros y tomó una bocanada de aire rancio. Bajo ella, el dinosaurio
se sacudió un poco; tenía ganas de abandonar la oscuridad del establo. Le puso una
mano en el costado para tranquilizarlo.

Espera, le dijo sin palabras, enviando el recuerdo del olor de la comida a través de la
conexión que había entre la bestia y su jinete.

El dinosaurio dejó de agitarse en cuanto comprendió que habría un premio más


adelante. Huatli le dio unas palmaditas en el cuello. La bestia erizó las plumas y volvió
a quedarse tranquila con la simpleza que le otorgaba su sangre fría, lista para reaccionar
ante la próxima orden de Huatli.

Estaban a punto de llamarla para que saliese. Ya no le preocupaba tener que hablar
delante de muchas personas. Solo le preocupaba hacerlo bien.

El aire de los establos era pesado y cálido.

En la distancia escuchaba el eco de la voz del emperador mientras este se dirigía a los
ciudadanos de Pachatupa. Todos los que vivían en la ciudad asistirían a la celebración.

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Quizás lo anuncie después de mi discurso, pensó. Quizás hoy será el día en que diga
que hice lo suficiente para ganarme el título que la ciudad ya asocia conmigo.

Una figura echó un vistazo dentro del establo y se topó con los ojos de Huatli. Llevaba
los ropajes de un sacerdote; era uno de los organizadores de esta ceremonia. Asintió.

Puedes hacerlo, se recordó Huatli a sí misma. Emocionado del mismo modo, el


dinosaurio graznó.

Espoleó a su montura y el garrapié salió del establo.

El sol caía inclemente sobre su cabeza, y los gritos de la multitud eran más fuertes que
el rugido de cualquier dinosaurio.

Miles de ciudadanos del Imperio del Sol se apartaron para hacerle camino y aplaudieron
a su paso. La ciudad brillaba con sus ribetes de ámbar a la luz del sol de mediodía. Los
ciudadanos se habían reunido en la plaza con el rostro vuelto hacia el Templo del Sol
Ardiente para escuchar las palabras del emperador, pero se giraron para aplaudir a
Huatli mientras esta galopaba hacia la escalinata del púlpito.

Su dinosaurio corrió en línea recta a través de la multitud dividida, por debajo de


arquivoltas lo suficientemente altas para que los dinosaurios de cuello largo pudieran
pasar y sobre baldosas lo suficientemente fuertes para soportar al más pesado de los
colapuadas. Muy arriba, Huatli distinguió al emperador al borde de la escalinata del
templo. Había extendido la mano en señal de bienvenida e, incluso desde lejos, supo
que estaba sonriendo.

La multitud comenzó a corear su nombre.

Huatli sonrió y supo que era el momento adecuado para lucir su botín.

Levantó la espada robada sobre su cabeza y la multitud gritó el doble de alto.

Era un arma delgada y ligera, hecha para duelos elegantes mucho más que para
verdaderas peleas. En el mango, alguien había añadido una rosa negra de metal con
escaso gusto. Y pensar que aquellos artesanos inferiores se llamaban a sí mismos
conquistadores.

El dinosaurio se detuvo enfrente de la escalinata y Huatli desmontó, todavía con la


espada en alto.

Miró hacia el emperador y ascendió, escalón a escalón.

El templo se había construido sobre la base de uno más antiguo, que también se había
edificado sobre varias ruinas aún más antiguas. El propio Imperio del Sol seguía esos
principios. Era la última manifestación de una nación cuyos gobernantes siempre
estaban disputándose el poder, erigiendo edificios siempre más altos que los anteriores
sobre lo ya construido. Aunque los Heraldos del Río controlaron el continente hacía
tiempo, el Imperio del Sol había sellado las fronteras del país bajo el liderazgo de su
nuevo emperador.

32
Apatzec Intli III no solo era responsable del nuevo control del territorio, sino también
del expansionismo beligerante que se había apoderado del imperio después de la muerte
de su madre, hacía ya unos años. Aunque la anterior emperatriz había sido más cauta y
conservadora, el nuevo emperador estaba ansioso de demostrar que era el adalid de una
gloriosa nueva era para el Imperio del Sol.

Huatli no había conocido a la emperatriz, pero admiraba la determinación de Apatzec.


Él se dio cuenta de su presencia cuando ella comenzó a ascender en la guardia y,
después de años de entregado servicio, se había convertido en su estratega favorita.

Cuando terminó de subir las escaleras, Huatli se giró y presentó la espada de la Legión
del Crepúsculo a la multitud de abajo. Todos aplaudieron enardecidos al contemplar el
botín de guerra. El emperador Apatzec se acercó, flanqueado por dos guardias. Huatli le
entregó la espada.

Él le apoyó una mano en el hombro con una sonrisa y se dirigió al pueblo de Pachatupa.

—¡Ciudadanos! Esta es la líder del escuadrón que hizo huir a los invasores de la Costa
Solar. Ella y sus soldados rechazaron hace tiempo la incursión de la Legión del
Crepúsculo en nuestras costas y, esta mañana, regresaron sanos y salvos a su hogar. Mis
palabras no pueden hacerle justicia a su victoria. ¡Escuchad y alabad la valerosa
destreza de Huatli!

La multitud rugió.

Huatli sonrió, levantó una mano y la bajó poco a poco con una calma ensayada. Los
ciudadanos enmudecieron; lanzó rápidamente un hechizo para que su voz alcanzara el
volumen necesario.

Lo has practicado. Puedes hacerlo.

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—¡Kinjalli, escucha mi llamada!
Es hora ya de despertar a los que duermen,
de acabar con la sombra del este
que busca oscurecer nuestro hogar.

¡Tilonalli, escucha mi llamada!


Que los corazones de tus hijos ardan
y seamos el alba que despunta
para inmolar el Crepúsculo en su seno.

La Trinidad Solar está con nosotros,


y gracias a nuestros piadosos rezos
tus valientes guerreros arrasaron con fulgor
a los herejes que ensombrecían tus costas.

Montados en garrapiés, colaplanas, crestacuernos,


cargamos en furioso y glorioso galope
contra el enemigo de ojos de tiburón
que busca arrebatarte lo que es tuyo.

Y allí, en la arena, nos medimos con ellos,


contra sus armas y colmillos punzantes y malévolos.
Pero los sombríos no pudieron con nosotros
y pronto su vileza abandonó nuestras costas.

Hoy regresamos y alzamos la voz para alabarte:


es la luz tu imperio,
y nada aterra más al Crepúsculo
que la salida eterna del sol.

La multitud se deshizo en aplausos de nuevo.

El emperador Apatzec miró a Huatli con una sonrisa de aprobación.

Agradecida, ella inclinó la cabeza.

El emperador dio un paso al frente y habló a un volumen potenciado por el efecto sutil
de la magia.

—La victoria de hoy también marca el comienzo del siguiente paso de nuestra
expansión.

El público guardó silencio: aquello era importante.

¿Me va a conceder el título ahora o no?

—Repeler a la Coalición Azófar y a la Legión del Crepúsculo de nuestras costas


orientales significa que estamos listos para reclamar el sur —anunció Apatzec. Hablaba
con la dicción ensayada de un monarca y la confianza de un conquistador—. Nuestros

34
guerreros nunca han estado más preparados y, con la fuerza del Sol Abrasador,
¡aniquilaremos a la Legión del Crepúsculo de nuestro territorio!

El público vitoreó y Apatzec asintió en dirección a Huatli. El corazón se le encogió un


poco. Si hubiera habido un momento apropiado para anunciar su nuevo título, era ese
sin duda. Se despidió con la mano, giró sobre sus talones y siguió al emperador al
interior del templo.

El emperador hizo una señal a los sacerdotes para que los dejaran solos y se despojó de
su manto ornamental.

Huatli tomó asiento sobre un cojín en el centro de la estancia. Él se sentó frente a ella y
sonrió.

—Gracias por compartir tu don, Huatli. El imperio necesita de tu voz.

—Me alegra ser de utilidad, emperador Apatzec.

Él le dio vueltas a la espada de la Legión del Crepúsculo que aún llevaba en la mano y
la sostuvo en el aire. Arrugó la nariz en una mueca de desagrado.

—Qué mal gusto, ¿verdad? —comentó—. Uno se pregunta cómo lograron conquistar
un continente completo con estas armas.

—También usaban los dientes, señor. —Huatli esbozó una amplia sonrisa—. Para su
desgracia, los de nuestros dinosaurios son mucho más afilados.

—Sin duda.

El emperador sonrió. Huatli siguió sentada en silencio, esperando pacientemente a que


se decidiera a hablar.

Apatzec le dijo lo último que esperaba oír.

—No voy a enviarte a combatir al sur.

Huatli intentó no mostrar lo mucho que le dolieron esas palabras.

—Majestad, me prometisteis una misión más antes de otorgarme el título de poetisa


guerrera —comentó, tratando de poner una expresión neutral.

El emperador Apatzec negó con la cabeza solemnemente.

—Sabía que no te gustaría nada.

—No es que no me guste —respondió ella, las manos agarradas con fuerza.

—El Imperio del Sol te necesita aquí, en Pachatupa. Puede que lleguen más invasores a
las costas orientales.

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—¿Sabéis algo que yo desconozco?

El emperador frunció el ceño.

—Solo son rumores, pero temo que dentro de poco haya un ataque en dos frentes: de la
Coalición Azófar y de la Legión del Crepúsculo. Tu misión es mantener una presencia
en la costa con tu escuadrón y rechazar a los invasores mientras nuestro ejército está
luchando en las tierras meridionales durante el siguiente mes. Partirás la semana que
viene.

—Entendido, majestad.

El emperador se detuvo y suspiró.

—No me gusta pensar en las instrucciones que habría dado mi madre.

—“Proteged las ciudades y continuad la búsqueda de aquella que perdimos”, o algo así,
¿correcto?

Apatzec asintió. Una sonrisa se abría paso en la comisura de su boca.

—Encontraríamos antes una pantera voladora que una ciudad perdida. Es mejor que nos
centremos en lo tangible, Huatli, aquello que vemos y oímos. Perseguir fantasmas no
nos lleva a nada. Prepara tu escuadrón y no olvides escribir otro poema mientras estás
fuera.

Le dio un vuelco el corazón. El emperador seguía teniéndola en consideración.

Apatzec se inclinó y Huatli hizo lo mismo.

Un mes después, a Huatli le llegaron rumores.

Los exploradores decían que había aparecido un barco de la Coalición Azófar muy
cerca de la costa. Huatli ensilló su montura y se internó en la jungla junto a Inti en
cuanto tuvo oportunidad.

Las flores se arremolinaban sobre sus cabezas, y manadas enteras de dinosaurios de


cuellos largos se apartaban al paso de los dos guerreros montados en sus garrapiés.

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—Se dice que acamparon cerca de las rocas —gritó Inti por encima del estruendo de los
pasos de los dinosaurios.

Las ramas golpeaban la armadura de Huatli a medida que se abría camino por la jungla.
Se irguió en la silla e inició un hechizo para invocar algo de ayuda.

Sintió que la magia chisporroteaba dentro de ella, como si fuera una antorcha que
desprendía luz desde su pecho. Unos segundos después, oyó las zancadas de varios
dinosaurios que trotaban sobre dos patas a su alrededor. En breves momentos, un grupo
heterogéneo de dinosaurios comenzó a seguir a Huatli y a Inti. Había pequeños
devorahuevos, colaplanas y crestacuernos; todos se movían con un propósito, sin
apartarse de las monturas de los caballeros del Imperio del Sol. Huatli los instó a seguir
adelante, los tranquilizó con magia y les aseguró que no sufrirían daño.

—¡Huatli! ¡Allí!

Inti señalaba un claro al frente, donde el delta del río se unía con el mar.

Las velas de un rojo chillón contrastaban bajo el cielo azul; en la playa había
amontonadas varias cajas de suministros.

Se detuvieron, ellos y la manada, justo antes de abandonar la protección de las hojas,


allá donde los árboles de la jungla dejaban paso a la arena. Huatli e Inti contemplaron el
barco con anticipación.

—No hay tripulación —susurró Inti.

Huatli asintió.

—Deben de estar explorando el terreno. Destruiré su equipamiento. Tú conduce a los


piratas hasta la playa y hacia el barco cuando veas que sale fuego de los suministros.

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—Suena bien —dijo Inti. Miró a Huatli unos segundos—. Ten cuidado, prima.

—Tú también.

Inti regresó a la jungla y Huatli espoleó a su montura hacia la playa, mientras les pedía
al resto de dinosaurios que se quedaran atrás, en la espesura.

El garrapié caminó silenciosamente por la arena y, en breves momentos, Huatli se


encontró junto al montón de suministros. Quitó el tapón a la cantimplora que llevaba
colgada del cinto y derramó su contenido sobre las cajas de suministros, que
desprendieron un fuerte olor. Luego tomó una pequeña piedra negra de su armadura y la
golpeó contra el acero de su arma. Las chispas saltaron hacia la madera seca de las
cajas, que se prendió casi al instante.

Enfundó la espada y volvió al galope a la seguridad de la jungla. Se detuvo donde antes,


en la frontera entre la playa y la espesura; comenzaban a llegar algunos miembros de la
tripulación, aterrados ante la vista del humo que se alzaba de sus equipos y alimentos.
Pero no había suficientes corriendo.

Persíganlos hacia la playa, ordenó Huatli, con los ojos encendidos por la magia.

Se oyeron crujidos y gritos; aparecieron una docena de trasgos, ogros y humanos de la


Coalición Azófar, perseguidos por los dinosaurios invocados. Los piratas iban saliendo
a la luz, tambaleantes y deslumbrados por el sol, y gritaban de sorpresa al descubrir la
hoguera en la playa. Corrían desesperados y golpeaban las llamas con lo que podían
para intentar sofocarlas.

Huatli sonrió y distinguió a Inti a lo lejos. Lanzó un silbido y él se acercó. Estaban


ocultos de la vista de los piratas por las gruesas plantas y árboles costeros. Inti arrimó su
montura a la suya.

—Aquí estamos bien —dijo Huatli señalando con la cabeza a los piratas aterrados, que
ya intentaban regresar al barco—. Adelántate y busca agua. Tengo sed.

Inti se dio la vuelta y desapareció en la jungla.

Huatli espoleó a su garrapié para que fuese al trote y comenzó a desplazarse por el
borde de la playa.

De repente, algo se agitó debajo de ellos y su montura perdió pie. Huatli cayó al suelo
con un fuerte golpe.

Cuando se puso en pie, vio a su dinosaurio bramar de dolor, con las patas atadas por
unas cadenas incandescentes. Las escamas de su piel estaban chamuscadas por el calor.

El dueño de las cadenas apareció de detrás de un árbol y Huatli contuvo la respiración.

Era un monstruo de impresionante altura.

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Tenía el cuerpo de un herrero, pero su cabeza era la de un animal que Huatli solo había
visto cerca de los fuertes de la Legión del Crepúsculo. ¿Era... un toro? Llevaba pesadas
cadenas de hierro alrededor del pecho y parecía resplandecer, como si llevara un horno
en su interior. Un hilillo constante de vapor se elevaba desde su hocico.

Huatli se lanzó a por las cadenas en un intento desesperado de ayudar a su montura,


pero su enemigo las retiró antes de que pudiera tocarlas y soltó un bufido desafiante. El
metal se elevó como por arte de magia y volvió a arrojarse de nuevo; esta vez se enredó
en el cuello del dinosaurio. Sin hacer caso de sus aullidos, apretó las cadenas y, con un
horrible chasquido, la bestia murió al instante.

Huatli se incorporó y desenvainó su arma. No se molestó en ocultar el dolor de su


rostro; hacía mucho tiempo que conocía a aquel garrapié. Cualquier monstruo que
actuara con tamaña crueldad debía sufrir las consecuencias.

—¿Cómo te llamas? —gritó.

El monstruo extendió las manos. Las cadenas ardientes se retiraron del dinosaurio y se
replegaron en sus muñecas, listas para volver a atacar. Un fuego antinatural ardió en su
boca y del hocico le brotó una humareda de vapor.

—Soy Angrath, el temido pirata —dijo—, y busco el Sol Inmortal.

Huatli soltó una carcajada.

—Tú y todos los demás, idiota.

Su voz tenía un acento que Huatli no podía ubicar.

—Si no me dices dónde está el Sol Inmortal, guerrera, morirás.

39
Una cadena se disparó desde su brazo derecho. Huatli la esquivó, sintiendo su calor
cuando pasó junto a su mejilla.

Logró mantener el equilibrio y corrió hacia Angrath, con el arma lista y los músculos en
tensión. Intentó acercarse lo suficiente y acertarle con la hoja semicircular en los
tendones, pero el pirata ardía con un calor tan sofocante que era demasiado para un
combate cuerpo a cuerpo. Se retiró, pateando a su paso un montón de polvo y hojas
secas mientras volvía a esquivar la cadena.

Se había apartado justo a tiempo para evitar otro golpe. Una segunda cadena saltó y la
sujetó por el pie; Huatli fue arrojada al suelo con una ferocidad que le robó el aliento.

La cadena estaba tan incandescente que resplandecía, y podía sentirla a través de sus
gruesas grebas de acero. Se retorció, tratando con todas sus fuerzas de romper la cadena
con su arma; Angrath dio unos pasos hacia delante. En sus ojos ardía un fuego rabioso.

Huatli forcejeó, se agitó y, por suerte, la cadena se aflojó.

Ningún pirata luchaba con esa rabia tan despiadada, ningún Heraldo del Río mataba con
tanta facilidad y ningún enemigo de la Legión del Crepúsculo era tan impredecible.
Huatli se sintió desprotegida y fuera de su elemento; este adversario no se parecía a
ningún otro.

—¡¿Huatli?!

Volvió la cabeza. Inti debía de haber dado la vuelta al escuchar los ruidos y ahora los
miraba horrorizado desde la espesura de la jungla. Angrath volvió la cabeza para
identificar al recién llegado; Huatli se puso en pie de un salto y se dio impulso para el
ataque.

Con el arma bien agarrada, cargó contra el pirata e hizo un barrido circular con la pierna
para desequilibrarlo.

Funcionó; Angrath cayó al suelo con un gran estruendo y, mientras intentaba levantarse,
logró abrirle una herida en el pecho con el filo de su arma.

El hombre con cabeza de toro rugió de dolor y lanzó otra carga de cadenas directamente
hacia Huatli.

Esta cambió el peso varias veces de un pie al otro y esquivó el ataque con facilidad
sinuosa. Sin descansar ni un momento, aprovechó su propio movimiento para alzar la
pierna y descargar un fuerte rodillazo contra su barbilla.

Angrath se dobló y Huatli le gritó a su primo, que observaba la escena con la boca
abierta desde un lateral:

—¡Inti! ¡Necesito una montura!

Sintió que, detrás de ella, Inti comenzaba a invocar a un nuevo dinosaurio para que ella
escapase sobre él.

40
Vio una cadena roja como el fuego que se alzaba hacia ella desde algún punto en el
suelo y se agachó y rodó para evitarla. Una de las grebas se le cayó.

Inti gritó:

—¡Detrás de ti!

Pero, cuando quiso mirar, recibió un golpe proveniente de esa dirección y dio con su
rostro en el suelo cubierto de hojas.

Angrath volvía a estar en pie, con el ceño tan fruncido como le permitía su rostro.

Huatli escuchó un grito y vio cómo la cadena alzaba a Inti de su montura. Una segunda
cadena se enredó de repente contra la piel desnuda de su pierna y gritó al notar que la
abrasaba.

De pronto se dio cuenta de que su primo y ella iban a morir.

Intentó ponerse en pie y enfrentarse a su enemigo cuando, muy dentro en su pecho, algo
chisporroteó.

De repente, sin ningún dolor, Huatli empezó a sentir que se deshacía.

Su visión se convirtió en una mezcla increíble de luces y colores; el sonido pasaba a


través de sus oídos y rebotaba dentro de su cabeza; sintió que su cuerpo se
descomponía, que se separaba de sí misma. Era una sensación cálida y brillante que
debía de haberle dado miedo, pero parecía lo más natural del mundo. De repente, notó
que su cabeza atravesaba la barrera de luces y colores y entonces la vio.

Era una ciudad que brillaba con la calidez del oro.

41
Torres y agujas bruñidas y resplandecientes que se elevaban hacia el cielo. Un metal
centelleante que no se parecía a nada que hubiera visto antes y, sobre todo, una magia
que vibraba y que se dispersaba por las nubes como un río.

Era hermoso.

Y, de repente, ya no estaba.

Su percepción regresó de golpe a donde estaba, como si una fuerza desconocida hubiese
tirado de ella para devolverla a la jungla. La puerta a través de la cual había
vislumbrado algo se había cerrado de un portazo, prohibiéndole la entrada. Todo fluía
de nuevo través de las luces y los colores, el sonido y el ruido, hasta que su cuerpo se
recompuso sobre la tierra de la jungla.

La sangre le martilleaba en las sienes y su visión se centró en el extraño símbolo de un


triángulo dentro de un círculo que parecía flotar con un brillo sobrenatural sobre su
cabeza.

Intentó recuperar el aliento.

Se calmó ligeramente y dejó de jadear.

Entonces se dio cuenta de que Angrath seguía enfrente de ella.

La miraba maravillado mientras las cadenas retrocedían poco a poco a sus brazos, con
los ojos muy abiertos y una expresión de sorpresa bovina.

Inti estaba aturdido, pero seguía vivo, y miraba alternativamente a Huatli y al símbolo
brillante que se desvanecía sobre su cabeza.

El pirata levantó la mano y señaló a Huatli.

—¡Tú también eres una de nosotros!

Huatli apoyó la mano en el suelo para recobrar el equilibrio. El sello sobre su cabeza
desapareció y sacudió la cabeza.

Las palabras brotaron atropelladamente de sus labios, sin ser del todo consciente de
ellas.

—No sé qué ha pasado.

Angrath sonreía; todo lo que podía sonreír un hombre con cabeza de toro.

—Nunca había conocido a otro en este maldito plano. ¡Podemos ayudarnos a huir!

Inti se había montado de nuevo en su dinosaurio y avanzó rápidamente describiendo un


círculo para ponerse detrás de su prima.

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—Huatli, ¡levántate! —dijo, alargando una mano. Ella la ignoró; no dejaba de mirar
perpleja a Angrath. Él también tenía la mano extendida hacia ella con la palma hacia
arriba, como si le hiciese una invitación.

Le rajó con celeridad con su arma, subió detrás de Inti en su montura y ambos huyeron
mientras el grito de dolor de Angrath resonaba por toda la jungla.

La mente de Huatli era un remolino infinito de maldiciones y confusión. No había


tiempo para un debate imaginario tranquilo: era la hora de las preguntas atropelladas.

Mi cuerpo DESAPARECIÓ y había luces y colores y puede que estuviera estaba


desmayada o alucinando pero Angrath lo vio también, ese MALDITO PIRATA, cómo se
atreve a pensar que le ayudaría después de matar a mi dinosaurio e intentar matarme a
mí, POR EL SOL QUE NOS ALUMBRA, no podía respirar porque ME HABÍAN
DESAPARECIDO LOS PULMONES...

Inti verbalizó todas las preguntas que ella tenía en la cabeza.

—¡Tu cuerpo! Lo que hiciste era magia... ¿Cómo lo lograste? ¡¿Estuviste entrenando en
secreto?! ¿Y qué era ese símbolo? ¡¿Y por qué el pirata se pensó que ibas a ayudarle?!

La respuesta de Huatli fue breve, esquiva y en voz baja.

—Vi una ciudad dorada.

—¡¿Qué?!

—Inti... creo que vi Orazca.

Todo lo que Huatli daba por cierto en el mundo que la rodeaba se estaba desmoronando.

No solo la atacó el monstruo más extraño que había visto nunca, sino que su cuerpo se
disolvió y, por un momento, su consciencia fue capaz de vislumbrar un lugar sagrado
para después regresar con violencia a su propio mundo.

Era como intentar permanecer de pie sobre un tronco en el río. Como si volviera a ser
una niña dando vueltas y cayendo al suelo mareada. El suelo se había ido, y la creencia
de Huatli en lo que era cierto o no había dado un vuelco.

Caía la noche cuando regresó a la ciudad. Se dirigió directamente a la residencia del


emperador.

Necesitaba el consejo de la única persona que sabía que no le contaría a nadie lo que
vio.

Los guardias la reconocieron al instante y la dejaron pasar al edificio más alto de


Pachatupa con una inclinación profunda y respetuosa. Su formalidad puso aún más
nerviosa a Huatli.

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Un ayudante condujo al emperador Apatzec a la sala de reuniones. Había una talla en la
pared más alta que representaba el sol; la luz de la luna hacía relucir el ámbar incrustado
en la roca. El emperador mantenía la misma compostura de siempre, aunque no se había
puesto su manto habitual de plumas de dinosaurio; en su lugar, llevaba una túnica
menos formal.

—Huatli, ¿qué te trae ante mí a estas horas?

El corazón de Huatli seguía latiendo a ritmo acelerado. El pecho le dolía por los
moratones de la pelea.

—He visto algo que no pude comprender.

—¿En un sueño? —dijo el emperador. Su rostro severo indicaba que no tenía buena
opinión acerca de los sueños.

—No. No lo habría creído si no lo hubiera visto con mis propios ojos.

El emperador se acarició la barbilla pensativo.

—Cuéntamelo.

Permanecieron sentados como dos amigos mientras Huatli le relataba el incidente todo
lo bien que pudo.

El emperador escuchó pacientemente.

De vez en cuando, daba un sorbo a la taza de xocolātl que había invocado cuando tuvo
la impresión de que esta historia sería importante, y asintió, comprensivo, con cada
acontecimiento en la historia de Huatli.

—¿Qué sentiste? —le preguntó.

—Sentí que no me podía marchar. Como si hubiera abierto una puerta, pero solo
pudiese mirar a través de una rendija antes de ser empujada hacia atrás.

—¿Algo te impedía marcharte? ¿Y solo Inti y yo sabemos lo que pasó?

—Sí y sí, emperador.

—Llámame Apatzec. No llevo puesto el manto oficial.

Huatli le dirigió una mirada cansada.

El emperador sacudió la cabeza y sonrió.

—Eres muy valiente, Huatli.

—Con el debido respeto, emperador, no me siento tal.

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El emperador Apatzec dejó la taza a un lado y le dirigió una mirada pensativa.

—El sol se nos revela en tres aspectos: la creatividad, la destrucción y el sustento. Es


evidente que tus dones provienen de los dos primeros, pero eso quiere decir que
deberías explorar el último.

—¿Qué queréis decir, majestad?

El emperador parecía emocionado.

—Mi madre era terca y chapada a la antigua. Prefería perseguir fábulas en la jungla que
asegurar su poder a través de métodos expeditivos. Aunque no podemos permitirnos
enviar a nuestro ejército al completo a buscar el poder oculto en la ciudad de Orazca,
me parece sabio enviar a nuestra mejor guerrera, sobre todo si el destino también la
llama.

—¿Emperador...?

—Lo que viste es la prueba de que eres digna de llevar ese título. Huatli del Imperio del
Sol: la ciudad dorada que viste solo puede ser la ciudad perdida de Orazca. Debes ir y
encontrar la forma de que nuestro imperio siga creciendo con el poder que yace en su
interior.

Preocupada, Huatli había cerrado los puños.

—Pero, excelencia, la poetisa guerrera no participa en expediciones. ¡No tenía ninguna


intención de iniciar una expedición!

—Pero lo hiciste. Por lo tanto, la poetisa guerrera debe hacerlo.

Huatli jadeó. ¿Quería decir lo que ella había entendido?

El emperador se puso en pie y caminó hasta el otro lado de la sala de reuniones.


Descolgó un casco de un gancho en la pared y regresó a donde estaba Huatli.

Era el casco del poeta guerrero.

El corazón de Huatli se volvió loco.

Apatzec sonrió con orgullo.

—Huatli, el título de poetisa guerrera es tuyo si eres capaz de encontrar la ciudad dorada
de Orazca.

Huatli dejó escapar un suspiro tembloroso.

Todo lo que siempre quiso dependía de encontrar un lugar que era más un mito que una
realidad.

45
El emperador le dio la vuelta al casco. La luz de los candiles de la cámara se reflejaba
en el ámbar del material y desprendía un tibio resplandor dorado.

—Esta es una nueva era para el imperio. Ningún otro poeta guerrero de la historia ha
visto la ciudad dorada. —Su sonrisa se ensanchó—. Eso hace que mi mandato sea
especial.

Huatli le correspondió en su sonrisa y se levantó. Se puso en posición de firmes y miró


al emperador a los ojos.

—Encontraré Orazca, emperador, y me haré con el Sol Inmortal para expandir la gloria
del Imperio del Sol.

El emperador Apatzec pareció complacido.

—Mañana es un nuevo amanecer para el imperio, poetisa guerrera.

La residencia de los caballeros estaba separada del resto de la ciudad por un pequeño
muro. Allí era donde Huatli y sus compañeros entrenaban, comían, dormían y planeaban
la defensa de la ciudad. Otros regimientos estaban dedicados a la conquista y expansión
del imperio; pero, en la ciudad, la preocupación principal era proteger lo que ya
controlaba el Imperio del Sol. Había crecido allí como hija de unos padres afectuosos
que fueron caballeros antes que ella. Era el único hogar que conocía, y había
memorizado cada esquina y cada callejuela. Ahora se escurrió por uno de esos pasajes.

—¿Huatli?

Inti sacó la cabeza por la esquina con el ceño fruncido.

—¿Le contaste al emperador lo que viste?

Huatli asintió.

Su primo, que no sabía lo que hacer, también asintió.

—Supongo que es bueno. ¿Estás bien ahora?

Huatli sacudió la cabeza y se encogió de hombros, una desesperada conglomeración de


gestos que reflejaran su estado emocional actual.

—Sí. No —confesó.

Inti la tomó por el hombro y la condujo de vuelta a la sala común de los guerreros.
Estaba vacía y tranquila, ya que el resto del regimiento se había ido a dormir hacía
horas. Le sirvió una bebida que desprendía un fuerte olor amargo y que tenía un aspecto
desagradablemente lechoso. Si era buena para el espíritu, como insistía Inti, Huatli
estaba segura de que no valía para mucho más.

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Inti esperó a que diera un sorbo y recuperase el control de su respiración antes de
empezar a preparar una cataplasma para la quemadura de su pierna.

—¿Estás segura de lo que viste hoy? Cuando hiciste aquello de... —Inti agitó la mano
sobre su cabeza, refiriendo la aparición del sello todo lo bien que podía.

Huatli asintió.

—Vi una ciudad dorada.

Tragó saliva y le dirigió una mirada.

Él la miró, impávido, mientras aplicaba la cataplasma a su tobillo.

—¿Una ciudad dorada?

Huatli sintió que se ruborizaba.

—Sí.

Inti le sujetó la cataplasma con un vendaje y se sentó pensativo. Al final habló:

—¿Crees que era la ciudad dorada?

Huatli sacudió la cabeza como para disculparse.

—Nadie sabe el aspecto que tiene Orazca, así que sí, asumo que lo era.

—Tiene sentido.

Inti chasqueó la lengua y enrolló el resto del vendaje en su propia mano.

—¿El emperador te pidió que la encuentres?

—Me dijo que me ganaré el título de poetisa guerrera si descubro dónde está la ciudad.

Inti se sorprendió. Dejó escapar un suspiro y asintió.

—Es una buena recompensa.

—Lo sé.

Inti volvió a sentarse en el taburete. Huatli extendió el pie y se sentó frente a él. Su
primo comenzó a deshacer el vendaje del tobillo y a revelar la piel de debajo, ya curada.
Inti había aprovechado bien su entrenamiento en magia curativa.

Huatli inspiró hondo.

—Esta responsabilidad, Inti... es algo que nunca había tenido. No quiero ir sola.

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—No tienes por qué —respondió él—. Teyeuh y yo podemos ir contigo. Te
protegeremos.

—¿No sé cómo llegar allí? —Esta afirmación, teñida de nuevo por la preocupación, le
salió en forma de pregunta.

Inti se encogió de hombros con una mirada comprensiva.

—Los Heraldos del Río sí. ¿Por qué, si no, pondrían tanto empeño en proteger su
territorio?

Huatli volvió los ojos al suelo.

—Llevo entrenándome toda la vida para esto, pero ir a buscar una ciudad entre la
leyenda y la realidad no era parte del plan.

—¿Y quieres ir? ¿O solo quieres el título que obtendrías si tuvieras éxito? —preguntó
él.

La respuesta se congeló en la garganta de Huatli. Su propia reacción instintiva la


sorprendió, pero decidió poner en palabras lo que pensaba.

—Quiero encontrar la ciudad.

El corazón le palpitaba con fuerza. La idea de ser una exploradora era un concepto
aterrador, completamente distinto a todo lo que creía ser y, sin embargo, no podía
ocultar la gran emoción que sentía al pensar en hacer otra cosa que aquello a lo que
estaba acostumbrada.

—Nunca pensé que podría ser algo distinto a lo que soy, Inti. Pero quiero ser algo más
que un par de cosas.

—Ya lo eres, prima. —Inti se puso en pie—. Buscaré a Teyeuh y le explicaré la


situación. Estaremos listos para partir al amanecer. Primero tenemos que encontrar a un
Heraldo del Río que nos guíe.

Comenzó a caminar hacia la armería, se detuvo y miró por encima de su hombro.

—Poetisa, guerrera... ¿vidente?

Huatli pensó durante un momento.

—¿Poetisa, guerrera, viajera? —sugirió.

Inti consideró la propuesta y contraatacó con otra.

—Poetisa, guerrera, líder de expedición con un cuerpo capaz de disolverse en el aire.

—Ese título no cabe en un casco, Inti.

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—Aún no —dijo él con una sonrisa.

Se marchó y Huatli se quedó sola.

Estaba aterrorizada, emocionada... Iba a enfrentarse al desafío más grande que se había
encontrado nunca.

Así que sonrió.

Al cabo de un rato, caminó despacio hasta donde solía dormir.

Se tendió en la hamaca y miró hacia arriba, tratando de recordar las luces, los colores y
los sonidos de antes. Había sentido que cada fragmento de sí misma se encendía y se
disgregaba y, aunque vio que su cuerpo se disolvía, no estuvo asustada en ningún
momento; en vez de eso, recordó su sensación de júbilo mientras sucedía. Se llevó una
mano al pecho y cerró los ojos, recordando la claridad del brillo del sol sobre el oro de
los tejados de la ciudad; la pureza de sus ríos celestes de nubes y azul, que parecían
curvarse sobre su cabeza. No se parecía a nada que hubiera visto antes.

No era una vidente, pero había visto algo. No era una viajera, pero su misión era viajar.
Huatli era dos cosas, y ninguna de ellas parecía conectada con el destino que la
esperaba.

Cerró los ojos y trató de tranquilizarse. Sus sueños estuvieron repletos de oro que
brillaba con los colores de un lugar más allá de todos los que había visto hasta ahora. El
sueño se encogió, se estiró y se transformó en algo más: una profecía, y se vio a sí
misma tal y como sería algún día.

Era una poetisa, era una guerrera.

Y ahora era una exploradora.

49
La prodigiosa capitana Vraska

RÁVNICA, CASA DE LOS OCHRAN

Vraska encontró la invitación del dragón dentro del libro que estaba leyendo.

Llevaba su nombre escrito con letras doradas, y el pergamino olía todavía a sándalo,
ceniza y magia. Quienquiera que lo hubiera puesto allí mediante un hechizo había sido
lo suficientemente detallista para saber ganarse su atención.

Al principio le molestó. Los Ochran iban a trabajar para un cliente nuevo y ya estaba
cansada de moverse entre las sombras, trapicheando con los secretos de Rávnica. Lo
que quería, más bien, era descansar junto a la chimenea de su casa con un libro que
había escogido en sus últimas vacaciones. Sin embargo, la irritación se desvaneció
cuando leyó el texto de la invitación.

“PLANO DE MEDITACIÓN”

Vraska entrecerró los ojos. Levantó el papel para mirarlo mejor y giró un poco la nota.
La luz del fuego reflejaba un ligero brillo azul sobre las palabras; se dio cuenta de que la
tinta estaba encantada y que contenía algún otro tipo de información.

Sostuvo una mano por encima de la caligrafía e inmediatamente supo dónde tenía que ir
y lo que debía hacer a su llegada.

La imagen le llegó de repente: un plano lejano con una textura un tanto artificial; mares
azules y colinas que se elevaban hacia el cielo. Supo, sin lugar a dudas, cuál era su
ubicación en el Multiverso. Y supo que, cuando llegara, un hechizo comprobaría su
identidad antes de permitirle entrar.

Vraska estaba intrigada. Todo aquello parecía una trampa, así que se puso zapatos
planos por si acaso tenía que huir precipitadamente.

Se concentró en la ubicación; el cuarto a su alrededor desapareció entre las sombras y


caminó entre una miríada de planos a través de un oscuro y estrecho túnel en el aire.

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Aterrizó en un patio cubierto de agua que le llegaba a los tobillos; una red de
relámpagos violetas lo rodeaba formando una jaula.

Imponía un poco, pero Vraska recordó lo que estaba explicado en la segunda mitad de la
nota. Hizo un esfuerzo para recordar el hechizo que le permitiría entrar.

Extendió una mano y dibujó un amplio círculo en el aire; con la otra mano trazó una
serie de símbolos. Canalizó el suficiente maná en el hechizo para que se manifestara un
tibio resplandor de magia negra mientras sus dedos completaban el círculo.

El resplandor se atenuó y la jaula mágica desapareció con él. La contraseña había


funcionado.

Un dragón batió las alas a pocos pasos de ella.

Era grande, dorado y con forma de serpiente, y tenía una expresión impenetrable.
Inspiraba una extraña calma. Vraska caminó hacia él, con el agua chapoteando a sus
pies, sin sentir miedo.

Nunca había visto a un dragón tan inmenso y, a la vez, tan humano. Esta cualidad la
inquietaba, pero no iba a demostrar ningún signo de debilidad.

—Vraska, asesina de los Ochran —dijo el dragón con una voz que parecía un trueno—,
me alegro de que recibieras mi invitación. Mi nombre es Nicol Bolas y me gustaría
contratarte para poner en práctica tu talento.

Por toda respuesta, Vraska se cruzó de brazos.

—No estoy buscando clientes nuevos —respondió con tono aburrido.

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—No me interesan tus habilidades de asesina.

Ella permaneció quieta.

Nunca la habían contratado para hacer algo que no fuese matar.

Un pitido se abrió paso en sus oídos; tenía la extraña sensación de que el dragón
también podía oírlo.

Nicol Bolas alzó su formidable cuerpo por completo. Era tan alto como una torre; sus
escamas doradas relucían y su postura estaba tan lejos de ser reptiliana como le permitía
su anatomía.

—Deseas liderar... —murmuró para horror de Vraska—. Deseas un mundo mejor para
quienes llamas los tuyos. Pagarías cualquier precio para que recibieran el respeto que se
merecen.

—¿Me lees la mente?

—Estoy haciéndolo ahora mismo.

Vraska había dejado caer los brazos. Tenía la boca abierta de pánico y los oídos le
pitaban todavía por la intrusión del dragón. Comenzó a invocar la magia necesaria para
petrificar a un enemigo de ese tamaño.

Nicol Bolas bajó la cabeza. Tenía los ojos tan grandes como platos y los dientes largos
como dagas. Sonrió.

—Puedo convertirte en maestra del gremio Golgari, Vraska.

Se le cortó la respiración.

Pensó en Mazirek, en los kraul, en el resto de los asesinos de Ochran y en el malvado


Jarad, que reinaba con una calma repugnante sobre los más repudiados entre los
repudiados. Recordó sus años de aislamiento y la crueldad atroz de los Azorios. Ningún
grupo merecía sufrir tanto como aquellos capaces de subyugar a su estirpe.

Todo lo que quería era eliminar de raíz aquel infierno.

Respondió de forma atropellada.

—¿Qué quieres a cambio?

—Hay un lugar en el continente de Ixalan, en un plano lejano. Se le conoce como la


ciudad dorada de Orazca. Recupera el objeto que se esconde allí, invoca a mi socio para
transportarlo y pondré a tu disposición los medios para conducir a tu gremio a la gloria
que se merece. Tendrás un imperio, Vraska, si tienes éxito en esta misión.

Se sintió honrada, alarmada y emocionada, todo a la vez. Nadie la había contratado para
algo que no fuese asesinar a alguien.

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Aquello tenía un aspecto muy sospechoso; la bestia no inspiraba confianza, pero Vraska
pensó en su vida de contrato tras contrato, un asesinato detrás de otro, desempeñando el
rol que otros le habían asignado sin oportunidad de escapar.

El dragón la miraba.

Quería una respuesta.

Y ella quería ser una líder.

En contra de cualquier sensatez, asintió.

—Acepto tus condiciones —dijo Vraska.

Siempre puedo traicionarlo si esto se pone feo.

—No —dijo Nicol Bolas—, no podrás.

Agitó una garra y Vraska sintió que el pitido en su oído desaparecía. El dragón había
abandonado su mente.

—Necesitarás esto —dijo él, y extendió la garra de nuevo.

Algo pesado cayó en el bolsillo de su vestido.

—Es el astrolabio taumatúrgico —dijo el dragón—. Te conducirá a la ciudad dorada.


También te regalaré el conocimiento de dos conceptos.

El dragón sostuvo en alto la garra en posición vertical.

—Usarás este hechizo para llamar a mi socio una vez que llegues al centro de la ciudad
dorada...

Un fuerte dolor de cabeza golpeó las sienes de Vraska. Dobló las rodillas, mareada por
la repentina embestida. El hechizo era complicado, estaba pensado para que pudiera
atravesar mundos; pero ¿a quién se dirigía? No importaba; estaba diseñado para que
solo lo escuchase una persona en un solo lugar. No tenía el privilegio de saber quién.

Se sintió aturdida, pero impresionada. No tenía ni idea de que este tipo de hechizo fuera
posible y, con todo, ahora lo conocía a la perfección. Era una llamada que podía cruzar
mundos y que sería escuchada por un solo individuo. No podía transmitir un mensaje,
pero la mera señal metafísica era suficiente para que el destinatario supiera lo que hacer.
Era increíble y bastante aterrador.

Sin embargo, el dragón aún no había terminado.

—También tendrás que saber navegar.

Esta vez, el impacto psíquico arrojó al suelo a Vraska.

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Cayó de cuatro patas sobre el agua poco profunda que cubría este plano. Jadeó cuando
notó el conocimiento que fluía a través de ella. Corbeta bergantín trinquete cofa
estribor babor mesana quechamarina cangreja gavia… La mente de Vraska había sido
invadida por un océano de palabras nuevas. Apretó los dientes y bajó la cabeza hasta
que su frente tocó el agua.

Inhaló, exhaló.

Permaneció quieta. El inmenso catálogo de conocimientos náuticos que residía ahora en


su cabeza parecía la combinación perfecta y horrible de una resaca y una sesión de
estudio. Consiguió no vomitar.

—Te sorprendería todo lo que se aprende durante milenios de aburrimiento —musitó el


dragón—. Nunca encontré la oportunidad de poner estos conocimientos en práctica,
pero tú y tu falta de alas los necesitarán para cruzar los mares.

Vraska estaba temblando. Le dolía horrores la cabeza. Bricbarca as de guía nudo de


ocho ancla romana calma chicha tonelaje francobordo... Los términos, técnicas y
bibliotecas enteras de conocimiento aprendido se estrellaban como olas contra los
acantilados de su mente, unos sobre otros, mientras hacía un esfuerzo por catalogarlos.

Al dragón no le importó.

—Márchate ya. No podrás regresar hasta que completes tu tarea.

El fin justifica los medios, se dijo Vraska a sí misma, mientras su mente aún trataba de
ordenar la inmensa suma de términos y técnicas que el dragón había introducido en su
cabeza. Si hago esto, conseguiré todo lo que siempre he querido para mí y los míos.

La zona a su alrededor se oscureció. Vraska regresó a la noche a través de un desgarro


en el tejido del cielo de mediodía y se escurrió entre los planos hasta llegar a casa.

Tenía un equipaje que preparar.

MAR DE LAS TORMENTAS, IXALAN

El luminoso sol de mediodía había teñido las aguas grises de un brillante color azul.
Una brisa agitaba los bordes de las olas turquesa y se elevaba, húmeda y tibia, hacia la
goleta, que se deslizaba por la superficie del mar. Unas voces gritaron por encima de los
crujidos de las velas; en la mano de la capitana Vraska, la manecilla luminosa del
astrolabio encantado viró violentamente hacia el sur.

Levantó una mano esmeraldina.

—¡Timonel!

El timonel, Malcolm, corrió hasta el puente de mando y se acercó a la capitana Vraska.


Malcolm era una sirena, una raza con dones naturales para la navegación, y un miembro

54
de toda la vida de la Coalición Azófar. Como celestio, se especializaba en el uso de
mapas, brújulas y astrolabios —potenciados por hechizos— para extraer más
información de la que proporcionaban las estrellas.

—¿Qué ocurre, capitana?

Vraska le mostró el astrolabio taumatúrgico.

—Tenemos que dirigirnos al sur.

Malcolm, que era un marino cauteloso, emitió un pequeño ruido de preocupación.

—¿Estás segura?

Vraska asintió.

—Vamos siempre donde indica. Y ahora señala ese camino.

Le entregó el astrolabio a Malcolm. Él se lo acercó a la cara, como si la proximidad


pudiera iluminar de algún modo el propósito de aquel objeto. Bufó y se volvió hacia su
capitana.

—¿Y tu patrón no te dijo a qué apuntaba exactamente este trasto?

Vraska suspiró.

—Lord Nicolas no deseaba compartir esta información. Sus instrucciones solo son
encontrar y recuperar el objeto cuya posición se indica.

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La contramaestre subía por la escalera del puente de mando y miró directamente a
Vraska.

—Capitana, la tripulación aguarda tus órdenes.

Amelia, la contramaestre de El Beligerante, era tan alta como un trinquete e igual de


fuerte. Se encargaba de dirigir el día a día del barco y de supervisar la distribución del
botín y del sueldo. También era una maga con un talento especial en los hechizos de
navegación; con un solo roce de su mano, levantaba brisas, arriaba velas y amarraba
nudos. Se había hecho con el puesto de contramaestre por unanimidad, y la tripulación
procuraba no enfadarla. Al fin y al cabo, a Amelia le gustaba emplear sus habilidades
marítimas con fines punitivos, y tener que trabajar envuelto en una de las velas no era
agradable para nadie.

Malcolm se había quedado observando el extraño astrolabio.

—Pero la dirección en la que apunta nos aleja de las costas de Ixalan. Y la ciudad
dorada no está en ninguna isla.

Vraska habló, segura de lo que decía:

—Con el debido respeto, Malcolm, tú eres el timonel. Si no crees que debamos


continuar esta misión y, por lo tanto, seguir al astrolabio, es tu decisión. Te suplico que
confíes en mí como yo lo hago contigo.

El timonel apretó los labios. Levantó la vista hacia la veleta y asintió para sí mismo.

—Pongamos rumbo al sur —dijo firmemente a Vraska. Vraska miró a la contramaestre


y confirmó sus palabras:

—Rumbo al sur.

Amelia asintió y se volvió al resto de la tripulación en cubierta.

—¡Rumbo al sur! —transmitió.

La orden de la contramaestre rebotó como un eco por todo el barco mientras cada uno
de los marineros repetía la orden. Era como una canción improvisada, un verso que se
propagaba como una ola a lo largo de El Beligerante. Vraska no pudo evitar sonreír.

La tripulación se puso enseguida a desplegar la vela adecuada, ajustar la arboladura y


prepararse para el cambio de rumbo. Mientras, Malcolm se acercó al timón, se sentó en
su sitio y empujó la enorme rueda hacia un lado. El Beligerante comenzó a virar sobre
las olas. Trabajaban con diligencia; eran un grupo heterogéneo de humanos, ogros y
trasgos. Todos eran válidos, habilidosos y leales solo los unos a otros.

Quizás el premio está más cerca de lo que pensamos, se dijo Vraska a sí misma.

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—Por cierto, ¿dónde encontró ese astrolabio lord Nicolas? —preguntó Malcolm. Estaba
empujando poco a poco el timón a la posición de descanso después de haber
completado el giro del barco.

—Nuestro cliente colecciona objetos extraños. Este es un préstamo de su colección


privada de instrumentos mágicos de navegación.

Amelia asintió y encendió una pipa que había sacado de un bolsillo de la casaca.

—¿Has trabajado antes para él?

—No, él vino a buscarme para este encargo. Al principio no sabía si debía aceptar, pero
él estaba seguro de que yo era la persona adecuada.

—Es una persona intuitiva —dijo Malcolm con una sonrisa.

Vraska arrugó la nariz. Intuitiva es poco.

—Tiene grandes aspiraciones —respondió—. Las grandes recompensas entrañan


grandes riesgos.

Malcolm sonrió aún más.

—Eso es algo que puedo soportar. No olvidaré decirle a mi pareja que se espere un buen
montón de oro cuando regresemos.

—Lo tendrás, amigo. —Vraska asintió.

Y lo decía de verdad.

La confianza implícita entre Vraska y su tripulación había convertido lo que


inicialmente era un desafío terrible, un reto en el que debía utilizar habilidades que
nunca había puesto a prueba, en la época más satisfactoria de su vida. Se había pasado
los meses anteriores seleccionando a los miembros de su tripulación; aunque al
principio había sido difícil convencer a los marineros de que se uniesen a una capitana
desconocida, Vraska demostró que era digna de confianza con un sueldo apropiado, un
conocimiento inigualable de las técnicas de navegación y una defensa a ultranza de
aquellos que consideraba los suyos. Los habitantes de este plano eran tozudos, de
lenguaje sucio y de moralidad variable; y Vraska los adoraba por ello. Compró su
propio barco con una importante cantidad de dinero y tras no pocas negociaciones, y
pronto zarpó para comenzar su viaje.

En Rávnica, las gorgonas solo podían ser una cosa. Pero... ¿aquí? Aquí una gorgona
podía ser lo que le saliera de las narices. Vraska se deleitaba en su nueva libertad y
sonreía orgullosa cuando pensaba en cómo dirigiría a los Golgari cuando regresara a
casa.

Vraska, Malcolm y Amelia —capitana, timonel y contramaestre— se sentaron a debatir


la logística de la expedición e inspeccionaron los mapas para trazar la mejor ruta una
vez arribaran al continente de Ixalan.

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A pesar de sus esfuerzos, el astrolabio resultaba difícil de interpretar. En ocasiones
cambiaba de dirección y volvía a la original horas después, y sus varias manecillas
señalaban en direcciones distintas. Vraska había interpretado que la aguja más grande
les indicaría el camino, pero comenzaba a no fiarse del todo.

Se preguntó lo que le haría el dragón si fracasara en su misión.

Ese mismo día, uno de los marineros gritó desde el puesto de vigía:

—¡Ah del barco! ¡Hay un hombre en la costa!

Edgar, el otro mago marítimo del barco, cerró los puños y envió una corriente a las
velas que empujó la galera a través de un resplandor azul. Por segunda vez ese día, El
Beligerante arrió las velas y se detuvo.

Una roca plana sobresalía del agua cerca del barco; estaba cubierta de una gruesa capa
blanca y la superficie se hallaba punteada por cientos de gaviotas que buscaban anidar.
Sobre la roca yacía un ser de ropajes azules y piel pálida quemada por el sol.

Amelia escudriñó por la borda y volvió su rostro redondo hacia Vraska.

—¿Enviamos a Malcolm?

—No —dijo Vraska, irritada ante la idea de tener una boca más que alimentar en la
travesía—. Preparad el bote salvavidas. Quiero echarle un vistazo primero.

El encargado de los remos, un hombre adusto llamado Gavven, preparó un pequeño


bote para rescatar al náufrago. Vraska se asomó para ver quién era.

Estaba tumbado boca arriba en la única parte de la roca que no estaba cubierta por
excrementos de pájaro. Tenía el pelo moreno e intentaba espantar desesperadamente las
moscas con la escasa energía que le quedaba. Apoyaba la cabeza sobre un montón de
ropas azules, pero medio sumergida en el agua había una capa con símbolos blancos que
a Vraska le resultaron familiares.

El corazón le dio un salto en el pecho.

No.

Era Jace Beleren.

¿Cómo demonios me ha encontrado?

Vraska no se molestó en responderse a sí misma. El pánico y la furia se apoderaron de


su mente y se preparó para acabar con la vida del náufrago en cuanto pudiera mirarle a
los ojos. Había tomado todas las medidas y precauciones necesarias; había usado todo
su talento de asesina para evitar ser descubierta. Nadie de Rávnica sabía dónde estaba y,
en teoría, ningún Planeswalker habría podido encontrarla. ¿Qué demonios hacía Jace
aquí?

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Bruscamente, Vraska dejó su telescopio en las manos emplumadas de Malcolm.

—Yo me ocupo de él.

Se dejó caer dentro del bote de remos y ordenó a gritos a Gavven que la acompañara.
Edgar, el mago marítimo, los siguió y tomó los remos.

—¡Bajando el bote auxiliar! —clamó Edgar.

Los tres se sentaron y Edgar hizo un gesto cortante con la mano que hizo que el bote
descendiera. El barquito se posó en la superficie del mar con un chapoteo y Vraska soltó
rápidamente los ganchos de las cuerdas que lo sujetaban.

Volvió a sentarse mientras Edgar remaba y Gavven dirigía el barco hacia Jace. Con
cada golpe de remo, tenía más claro lo que debía hacer.

Probablemente me lleve siguiendo desde el principio. Tengo que petrificarlo en cuanto


me acerque, antes de que pueda salir con alguna estratagema y borrarme la memoria.
Está clarísimo que, de todos los entrometidos más molestos del Multiverso, tenía que
ser él.

—Te diría que no te fueras, pero igualmente es un poco difícil. Es como intentar
cambiar de plano saliendo por la ventana, ¿no? —gritó Vraska.

Edgar y Gavven le dirigieron una mirada confusa, pero Vraska no intentó explicarles a
qué se refería con lo de “cambiar de plano”. Estaba demasiado enfadada.

—¡Mi barco necesita un mascarón nuevo, Beleren! Dime para quién trabajas y haré que
tu muerte sea indolora.

Vraska invocó esa pequeña llama que siempre ardía en las profundidades de su mente y
su mirada se cargó con la magia de petrificación que solo las gorgonas poseían. Se
incorporó, sintiendo la magia como un leve calor detrás del ceño, y, con un solo
movimiento veloz, miró a los ojos a su enemigo.

Pero este tenía los párpados cerrados, sucios y pegados con sal, y sus mejillas hundidas
estaban cubiertas de una espesa barba que ocultaba los tatuajes de su rostro. Sus brazos
habían desarrollado cierto músculo, pero Vraska podía contar las costillas de su torso
quemado por el sol.

Por los dioses, ¿qué le ha ocurrido?

Parecía mortalmente enfermo. No había agua potable —que ellos vieran— en aquella
isla ni ninguna forma de sobrevivir. Su aspecto tan deplorable detuvo su plan de acción.

Era casi como si ya estuviera muerto.

De pronto, Jace tosió y abrió los ojos. Vraska apagó el fuego mágico de su mente y lo
miró con ojos totalmente normales.

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Siempre puedo matarlo cuando me dé algunas malditas respuestas.

—Jace, ¿qué diablos te ha pasado?

Las palabras le salieron más como una afirmación que como una pregunta. Tendría que
haberlo matado nada más lo vio, pero la lógica que le ordenaba seguir este plan estaba
empañada por el hecho de que... era él.

¿Por qué siempre era él?

Jace terminó su primer cuenco de gachas en apenas dos minutos, y su jarra de agua en
menos tiempo todavía. Aún no había dicho nada desde que llegó. Echó un vistazo a la
cocina de El Beligerante con el aspecto de alguien que, a pesar del cansancio, aún siente
interés por lo que le rodea. Al examinarlo de cerca, Vraska se sorprendió de lo mucho
que había cambiado desde la última vez. No podía haber ocultado aquellos músculos
bajo la capa durante todos esos años.

Estaban sentados en la cocina y Jace había dejado el cuenco vacío a sus pies. Vraska
indicó a su tripulación que los dejaran solos y se sentó en un taburete justo enfrente del
mago mental.

Las aletas de la nariz de Vraska se abrían y cerraban.

—Tienes dos minutos para explicarme cómo me encontraste antes de que te convierta
en piedra y te use de pisapapeles, Jace.

Él parpadeó. Ella levantó las cejas.

Jace negó con la cabeza.

—No te estaba buscando, porque no sé quién eres.

Vraska alzó las cejas tanto como pudo hasta que le dolió la frente.

—¿Es una broma, Beleren?

Él cerró la boca y volvió a sacudir la cabeza.

—No recuerdo nada desde que me desperté en la primera isla.

¿La primera isla?

Vraska tomó la cuchara que Jace había estado usando y se la arrojó al pecho. Él intentó
protegerse, pero falló.

—¡Eh!

No era posible fingir semejante torpeza.

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—No eres una ilusión —concluyó ella.

La irritación de Jace se convirtió en sorpresa animada.

—Entonces, ¿sabes que puedo crear ilusiones? —Sus labios se curvaban en una
pequeña sonrisa.

Vraska no podía creerlo. ¿Por qué diablos estaba tan contento? ¿Dónde estaba el Jace
macilento y temperamental, el Pacto entre Gremios que conocía y odiaba?

Frunció los labios.

—Eres un ilusionista, no un actor. ¿Por qué sigues mintiéndome?

—Tú sabes más de mí que yo. ¿Qué ganaría diciéndote mentiras?

—Mucho —respondió Vraska completamente seria—. Creo que me estás tomando el


pelo.

—¿Cómo te llamas?

Esto es el infierno. Estoy en el infierno.

—Me llamo Vraska.

—Vraska. —Jace sonrió otro poco—. Tu nombre tiene una raíz lingüística distinta a la
mía. ¿De dónde eres?

—Sabes perfectamente de dónde soy, imbécil.

Jace la miró con una expresión herida.

Oh...

Vraska se sintió... ¿mal?

Es como un perrito, pensó. Es un labrador con forma de humano. ¿Pero qué le ha


pasado?

Sería mucho mejor si Jace estuviera muerto, pero al menos era inofensivo en su estado
actual. Vraska tenía como regla personal no matar a quienes no se lo merecieran de
algún modo... y allí, junto a ella, estaba sentado un hombre sin pasado, sin pecados que
él conociese y con un pie en la tumba.

Vraska se levantó de un brinco y se acercó a los fogones. Todo lo que había pasado era
extraño, inesperado, una desviación de lo que debía ser esta misión.

No tenía ni idea de qué hacer, así que hizo lo único que sabía que aliviaría la sensación
de indefensión.

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—¿Tomas azúcar, Jace?

—Descubrámoslo —dijo él con una mirada juguetona.

Vraska suspiró. Esta dinámica se iba a convertir en un hábito.

Jace se ensimismó y Vraska lo observó mientras preparaba el té.

No había misterio alguno en sus movimientos; existía solamente para el presente. Había
desaparecido el Pacto entre Gremios que ella conocía, la persona que ocultaba su
inseguridad mediante la inquietud, rodeada de un halo de melancolía. Esta era una
versión más musculada, más sincera y desconcertantemente amistosa del segundo mago
psíquico más peligroso del Multiverso.

—¿De qué nos conocemos? —preguntó Jace, lleno de curiosidad.

La mente de Vraska dio vueltas a un recuerdo lejano: aquel en el que mataba a gente
terrible con los nombres apropiados para obtener la atención del Pacto entre Gremios.
Hacía muchos años de eso.

No obstante, admitía que había sido un error de principiante.

—Te pedí que trabajaras para mí y lo rechazaste.

—¿En qué querías que trabajara?

Vraska eligió sus palabras cuidadosamente.

—Quería que cooperásemos para librarnos de algunas malas personas en puestos muy
importantes.

Sirvió el té en una taza que le alargó a Jace. Este le dio un sorbo.

—¿Y qué hicieron esas malas personas?

Vraska apretó la mandíbula y le dio la espalda. Arrestarme. Darme una paliza.


Encerrarme cuando no había hecho nada.

Jace dejó escapar un sonido de asombro.

—¿En serio?

Alarmada, Vraska volvió la cabeza hacia él.

Le había leído la mente... pero no se había dado cuenta. Jace debía de pensar que ella lo
había dicho en voz alta.

Él le devolvía la mirada con auténtica preocupación y empatía.

—Nunca te tendría que haber ocurrido algo así, Vraska.

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Su expresión era transparente; la emoción de su voz, gentil y sincera.

Vraska tarareó mentalmente una canción para ahogar todos los pensamientos que podía
tener al respecto y, al final, encontró qué decir.

—Mi pasado es parte de mí, pero no me define.

Jace sonrió.

—Conozco esa sensación —dijo con cierto sarcasmo.

Vraska se quedó un poco desconcertada. Al final resultará que este hombre tiene
sentido del humor.

Volvió a rellenar las tazas de té.

—¿Qué es lo primero que recuerdas, Jace?

Sus labios se abrieron como si fuera a decir algo, pero volvió a cerrarlos. La miró con
timidez.

—¿Te lo puedo enseñar?

Vraska se agitó, incómoda.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero practicar... si te parece bien.

Vraska se imaginaba a lo que se refería.

—Sí.

A su alrededor, la cocina comenzó a disolverse. Vraska permaneció sentada, pero


debajo de ella había ahora un tronco de bambú, más alto que los mástiles del barco. Jace
siguió en su silla, con los ojos brillantes, y comenzó un resumen imaginario de sus
últimos cuarenta días.

Vraska observó que el bambú se convertía en arena clara; cayó la lluvia sobre una
hoguera ficticia y un pescado reseco; observó cómo Jace aprendía a cazar y a recoger
animales muertos, a construir y a sobrevivir. La gorgona dio un sorbo de té y se
maravilló de la belleza de la isla de Jace y de la enorme cantidad de cosas que había
aprendido durante su estancia en ella. Jace sonreía, encantado de enseñarle esas cosas.
Claramente le gustaba recuperar los vacíos que había en su conocimiento y su
entusiasmo resultaba contagioso. Era increíble que hubiera construido anzuelos, una
plataforma, una balsa. Vraska se terminó la taza de té hacia el final de la demostración y
la isla volvió a convertirse en la conocida madera del barco.

La magia de Jace se desvaneció. Vraska se vio a sí misma sacudiendo la cabeza. Por


supuesto que, entre todas las personas, él disfrutaría de ser un náufrago sin recuerdos

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atrapado en una isla. No obstante, la serie de ilusiones no había respondido a la pregunta
de cómo llegó hasta allá.

—Realmente no recuerdas nada, ¿verdad? —preguntó.

Él le lanzó una mirada agridulce y repitió sus propias palabras:

—Mi pasado es parte de lo que soy, pero no es lo que me define... hoy.

Jace había redescubierto sus habilidades para invocar ilusiones, pero aún no conocía las
verdaderamente terribles. Era inquietante; en este plano, solo ella sabía de lo que él era
capaz.

Miró la taza y suspiró. Tendría que mantenerlo con vida. De momento, sus talentos le
resultarían útiles, y la inocencia no justificaba matar a alguien, sobre todo en el código
de una asesina. Sin embargo, este caso era diferente...

El hombre que estaba delante de ella no era Jace, no del todo. El Pacto entre Gremios,
como ella lo conocía, ya no existía.

Si no me pagan, no mato a extraños.

Estaba decidida.

—Pondremos una hamaca para ti en los camarotes —dijo Vraska—. Pero cuando
lleguemos al próximo puerto, te dejaremos allí y tendrás que apañártelas solo.

Jace asintió y dejó la taza de té al lado de su asiento.

Mira en qué estado se encuentra, pensó Vraska. Está indefenso. ¿Estoy cometiendo un
error al dejarle vivir?

—¿Has dicho algo? —preguntó Jace.

El corazón de Vraska le dio un salto en el pecho. Negó, y Jace frunció el ceño.

—Qué raro —murmuró—. Deben de ser los ruidos del barco.

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Jace ya había pasado ocho días a bordo del barco y no terminaba de encontrarse cómodo
como invitado en El Beligerante.

Aunque el médico de la tripulación le había ordenado que descansara bajo cubierta, Jace
se había ganado la fama de no poder estar mucho tiempo en el mismo sitio.

Un día en el que había calma chicha, Vraska lo observó mientras desmontaba un


telescopio y lo volvía a montar.

El proceso completo no llevó más de quince minutos.

Comenzó examinando el exterior del objeto y buscando sus grietas; luego utilizó una
herramienta del barco para desmontarlo poco a poco. Acumulaba las piezas
meticulosamente junto a él formando una cuadrícula sobre el suelo de la cubierta. Una
vez que estuvo desmontado del todo, deshizo sus pasos y volvió a montar las piezas en
el orden inverso al que había seguido antes.

A su alrededor, un pequeño grupo lo miraba con fascinación. Vraska hacía lo mismo


desde las últimas filas, tan impresionada como perpleja. Susurró algo al oído de la
fascinada contramaestre, que enseguida se disculpó y arengó a los piratas para que
volvieran a sus puestos de trabajo.

Jace se puso en pie, cohibido, y le entregó el telescopio recién montado a Vraska.

—Estaré en la cocina, capitana.

Tenía los ojos bajos.

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Vraska le dio una vuelta al telescopio en sus manos, volvió los ojos a Jace y gritó para
llamar su atención.

—¡Eh!

Él levantó la vista y Vraska le lanzó un segundo telescopio. Jace lo tomó y le devolvió


la mirada, confundido. Se acercó a ella.

—¿Qué hago con esto?

—¿Puedes arreglar el mío también? —preguntó Vraska.

Jace sonrió y le dio una palmada en la espalda.

—¡NO! —gritó ella encogiéndose.

Jace se quedó congelado. Amelia se acercó a ellos a zancadas con sus largas piernas y
fulminó al mago mental con su mejor mirada de contramaestre.

—¡Nadie toca a la capitana! —gruñó.

—Está bien —dijo Vraska, tratando de calmarse—. Él no lo sabía, Amelia.

El corazón de Vraska palpitaba, presa del pánico. Inspiró hondo para librarse de la
sensación de alarma. No había tocado físicamente a nadie desde hacía años. La
tripulación no tenía que saber por qué; había razones para ocultar esas viejas cicatrices
de prisión.

—Capitana, lo siento mucho —dijo Jace, con la vista en sus zapatos.

—No lo sientas —respondió Vraska con un tono algo áspero—. Simplemente, no


vuelvas a hacerlo.

El cielo de fuera estaba encapotado y el aire se notaba cargado, como si fuera a llover de
un momento a otro. El viento soplaba vigoroso y uniforme; Malcolm había estimado
que llegarían a Zabordada al día siguiente. La mayoría de los piratas estaban en los
camarotes, comiendo o matando el tiempo.

De repente se oyó la voz del vigía desde su puesto y Malcolm se apresuró a subir hacia
allá. Se detuvo en la punta del mástil y agitó las alas para elevarse hacia el cielo.
Cuando regresó, aterrizó delante de Vraska y susurró con brusquedad:

—Hay un barco justo en la línea del horizonte. Lleva velas negras.

La boca de Vraska se convirtió en una línea delgada. La Legión del Crepúsculo.

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El barco enemigo estaba empezando a emerger por el horizonte entre una oscura niebla
mágica. Su casco estaba hecho de madera compacta y oscura, macerada por el tiempo y
los viajes. Las velas eran tan negras como la humareda que lo envolvía, y su puente de
mando, tan grande e imponente como una catedral.

Vraska había sobrevivido a cosas peores.

Recordó el primer encuentro que había tenido con los vampiros de la Legión del
Crepúsculo. Había ocurrido en las primeras semanas de El Beligerante y los tripulantes
se conocían entre ellos tan poco como ella conocía al enemigo. La cercanía de los
vampiros convirtió el mediodía en ocaso y una nube oscura se cernió sobre el barco. Al
principio, Vraska estaba confusa: ¿por qué un barco más grande quería abordar el suyo?
Pero estaba claro que su objetivo no era el botín, sino la tripulación. Los conquistadores
no tuvieron que usar las armas. Se encomendaron a sus santos y comenzaron a
alimentarse con una ferocidad que Vraska no había visto nunca. Aquel día perdió a
cuatro marineros, todos desangrados en el piadoso fervor de los vampiros, antes de que
pudiera petrificar a sus asesinos.

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Malcolm estuvo allí ese día.

—Acababan de terminar su Ayuno de Sangre —dijo.

La Legión del Crepúsculo justificaba su sed de sangre con la idea de que solo mataban a
criminales en pecado. No era coincidencia que vieran a la Coalición Azófar como una
alianza de pecadores.

Vraska recordó, también, lo que le había dicho Amelia que buscaban los vampiros.

—Quieren una cura para el vampirismo —había afirmado—. Desean la vida eterna,
pero sin tener que beber sangre. El Sol Inmortal fue robado de sus monasterios y se
hicieron a la mar para buscarlo. Conquistaron nuestras tierras ancestrales de Torrezón y,
al final, terminarán conquistando todos los hogares.

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Vraska se obligó a volver al momento presente.

Entrecerró los ojos y analizó sus opciones.

Podía intentar ir más rápido que el otro barco y obtener nuevos suministros en
Zabordada... o podía dejar tranquilos los cofres de El Beligerante y robar el tesoro de
los conquistadores.

Decidió probar la opción divertida.

—¡Todo el mundo a cubierta! —gritó hacia el interior del barco.

La tripulación acudió a su llamada; subieron a toda prisa las escaleras de los camarotes
y se colocaron en posición a medida que Vraska los llamaba.

Su corazón palpitaba de emoción. Le gustaba liderar.

Examinó el cielo sobre ellos. Las nubes eran negras y estaban cargadas de lluvia, pero
El Beligerante se situaba a barlovento. El otro barco tenía las velas desplegadas y, si
Vraska atacaba rápido, podían obtener ventaja de su posición.

—¡A sus puestos! ¡Cambiemos el rumbo e icemos las banderas!

Mientras Vraska gritaba las órdenes, escuchó que su tripulación las repetía por todo el
barco. Malcolm corrió hacia el timón y lo movió bruscamente hacia un lado mientras la
tripulación tiraba de las jarcias para que el barco virase. Amelia y Edgar, espalda contra
espalda, hacían crecer el mástil central y el palo de mesana a golpe de magia. El barco
comenzó a escorarse a estribor mientras sus velas se hinchaban con una suave brisa
invocada.

Jace salió a cubierta, sorprendido por la agitación y sin saber bien cuál era su papel.

Un momento de inspiración iluminó a Vraska.

—¡Jace! ¡Aquí arriba! —Lo llamó desde el puente de mando y le hizo señas para que
subiera por la pequeña escalera hasta donde se encontraban ella y la contramaestre. Él
tenía los ojos muy abiertos de emoción e inquietud.

Vraska lo miró de hito en hito.

—Jace, vamos a abordar ese barco y robarles sus suministros. ¿Puedes ocultar de algún
modo a El Beligerante?

Los labios de Jace se curvaron en una sonrisa que se convirtió enseguida en un gesto de
determinación.

—Sí, capitana.

Vraska asintió.

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—Entonces hazlo.

Jace miró al cielo con ojos brillantes y, como si fuera agua que se derramaba por una
superficie curva, su magia cubrió por completo a El Beligerante y fue si hubiera
desaparecido de la existencia.

Los miembros de la tripulación todavía podían verse a sí mismos y al barco bajo sus
pies. Jace mantuvo la concentración y asintió rápidamente en dirección a la capitana.
Vraska sonrió y se volvió a sus compañeros.

—¡Tripulación! ¡Procederemos en silencio hasta que el barco esté en la posición


adecuada para el abordaje! Cuando estemos lo suficientemente cerca, Jace retirará el
camuflaje y abordaremos el otro barco. Que nadie haga más que obtener comida y
suministros.

Varios de los piratas gruñeron y protestaron.

—Estoy bromeando, amigos míos. —Vraska sonrió—. ¡Tomad todo lo que queráis de
esas urracas sedientas de sangre!

Los piratas rugieron de alegría y se dedicaron a ajustar la arboladura para apremiar el


rumbo.

Jace miró a Vraska.

—¿A qué te refieres con lo de “proceder en silencio”?

—Es una especialidad de este barco. —Vraska se acercó a la campana de la galera y


sacó varias banderas pequeñas de una caja cercana a la borda—. Aún no le he puesto
nombre a esta táctica.

Sostuvo en alto una de las banderas para que la tripulación supiera lo que venía ahora.
Después, levantó una mano para lanzar un hechizo.

Trazó una serie de gestos armoniosos en el aire y el volumen de las voces y ruidos del
barco bajó hasta acallarse. Era un viejo encantamiento de asesinos que había aprendido
cuando trabajaba para los Golgari; desde entonces, lo había usado en innumerables
ocasiones. El hechizo era insonoro e invisible, y sus efectos, inmediatos. Incluso si
gritaba a voz en cuello, la magia ahogaría los gritos.

El Beligerante era ahora imperceptible para cualquiera que no estuviese a bordo.

En ausencia de sonido, Vraska utilizó las banderas de señalización para comunicar sus
órdenes a la tripulación; cuando lo indicó, el barco trazó un giro y se colocó al costado
del bajel enemigo. La Legión del Crepúsculo los había visto sin duda antes en el
horizonte, pero El Beligerante se había desvanecido y el barco de los vampiros
navegaba ahora en la dirección incorrecta, buscando en vano a su objetivo sin
encontrarlo.

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Vraska le dirigió una sonrisa a Jace y se volvió hacia el barco. Un trabajo excelente,
pensó.

Los labios de Jace formaron las palabras “gracias, capitana”, que no llegaron a sonar
debido al efecto del hechizo de silencio.

Vraska se hizo una nota mental tan discreta como pudo de tener más cuidado. No tenía
la intención de que Jace fuera consciente de sus habilidades más aterradoras aún.

La Legión del Crepúsculo dejó caer las velas. Vraska levantó dos banderas a la vez y El
Beligerante se ralentizó para ajustarse a la velocidad más lenta del bajel vampírico.

Ahora estaban a apenas un barco de distancia de la Legión del Crepúsculo. Vraska tocó
el hombro de Jace y levantó la mano como una directora de orquesta. Él comprendió y
asintió, manteniendo la ilusión que ocultaba de la vista el barco.

Vraska cerró la palma de la mano que apuntaba a Jace y, al mismo tiempo, alzó una
bandera negra con la otra.

De repente, el hechizo de silencio se levantó, el barco se hizo visible y un tercio de los


piratas lanzaron un grito de batalla mientras se arrojaban, sujetos por cuerdas, a la
cubierta del barco de los conquistadores.

Habían tomado totalmente por sorpresa a los vampiros.

El silencio dio paso al caos cuando la tripulación de El Beligerante abordó el barco de la


Legión del Crepúsculo. Los conquistadores vampiros se agitaron perplejos ante el
ataque. La mayor parte de la tripulación fue sometida fácilmente, con los ojos muy

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abiertos y la guardia baja, a medida que los piratas invadían su barco. Algunos habían
acertado a sacar sus armas, y trataron de mantener la compostura mientras los piratas de
Vraska se lanzaban a por ellos. El aire se llenó del sonido de acero contra acero y de
piratas sembrando el pánico por la cubierta de aquel barco.

Un refuerzo de vampiros emergió de la bodega. Sus armaduras estaban tan limpias y


brillantes que lanzaban destellos y, sin duda, eran de mayor calidad que aquellas que
llevaban los piratas. Estos conquistadores eran la carne de las leyendas y los mitos:
sofisticados y salvajes, malditos para siempre. Sus ojos encendidos centelleaban desde
debajo de sus yelmos dorados, y sus colmillos brillaban a la luz del sol.

—¿Qué tipo de vampiros son? —preguntó Jace por encima de la multitud.

Vraska lo miró con cara de “¿me estás tomando el pelo?”.

—¿Recuerdas que existen los vampiros, pero no tu propio nombre?

—Recuerdo las cosas que importan —respondió él con un amago de sonrisa.

Desde su puesto elevado, Vraska escuchó que uno de los vampiros gritaba por encima
de los demás.

—¡Santa Elenda, otórgame la constancia para limpiar este mar de pecadores!

La santa no te escucha, se dijo Vraska. Pero yo sí.

Corrió por uno de los lados del puente de mando y se arrojó por la plancha de
desembarco, blandiendo su alfanje contra vampiros y humanos, mientras los apéndices
que hacían las veces de su cabello se retorcían de emoción. Jace se lanzó a la batalla
detrás de ella, invocando a varias copias de sí mismo para que corriesen entre el confuso
grupo de conquistadores de la Legión del Crepúsculo.

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Las ilusiones saltaban y evitaban ataques, distrayendo a los vampiros el tiempo
suficiente para que los piratas los neutralizasen.

Después de acabar con varios vampiros con el alfanje, Vraska gritó por encima del caos:

—¡Traedme al capitán!

Su llamada fue respondida con la aparición de un vampiro de armadura bruñida y


dorada. Su coraza estaba llena por completo de románticos grabados y era casi una
afrenta al clima tropical en el que se encontraban. Miró a los ojos a Vraska y cargó, con
la espada en ristre y los colmillos fuera. La gorgona sonrió.

Vraska esquivó la espada del vampiro y comenzó a acumular la energía mágica que
necesitaba para petrificar. Para ganar tiempo, atacó al capitán con su alfanje.

Este siseó y escupió, respondiendo a cada golpe con su arma.

Vraska se sorprendió cuando Jace apareció a su izquierda... y a su derecha. Las ilusiones


gemelas confundieron al capitán lo suficiente para que Vraska consiguiera acertarle con
el alfanje. Uno de los dos Jace logró asestarle también un puñetazo, y Vraska se dio
cuenta de que estaba físicamente a su lado.

El vampiro esquivaba, bloqueaba y golpeaba mientras murmuraba una plegaria; no


quitaba ojo a los clones de Jace, intentando distinguir cuál de ellos era el real.

Se escuchó un grito del auténtico Jace cuando el vampiro le agarró del cuello. El clon
desapareció al instante mientras Jace cerraba los ojos con fuerza e intentaba soltarse. El
vampiro abrió la boca... y entonces Vraska se interpuso. Miró a los ojos al capitán
mientras liberaba toda la magia que había estado acumulando.

La piel y la armadura del vampiro se convirtieron en piedra.

73
Bajó la vista al suelo por un segundo, evitando los ojos de su tripulación a medida que
la magia se disipaba; luego miró a Jace.

Este había logrado librarse del agarre del vampiro petrificado y ahora la observaba con
expresión de sorpresa. Vraska se sintió incómoda; no por haberse mostrado tal y como
era, sino porque el rostro que la miraba no estaba contraído por el horror, sino
iluminado por la admiración.

Jace no tenía miedo. Al contrario: estaba fascinado.

Los vampiros que quedaban se arrodillaron en señal de sumisión bajo la supervisión de


Malcolm y Amelia, que enseguida los ataron mágicamente con cuerdas y retazos de sus
propias velas.

—Limpiad sus bodegas, tirad al mar todas sus armas y llevad a este a El Beligerante —
dijo, dando una patada al capitán de piedra—. Creo que ya tenemos mascarón nuevo.

La tripulación se rio y Vraska sonrió durante un momento. Se dio la vuelta y regresó a


su propio barco mientras los piratas comenzaban a desvalijar el de los vampiros.

El mago mental había resultado absurdamente útil.

Cruzó la plancha que separaba los dos barcos y Jace la siguió. Ya en la cubierta del otro
barco, se acercó a hablarle.

—No sabía que podías hacer eso —comentó él.

—Pues... sorpresa —dijo Vraska encogiéndose de hombros.

—Oye, Vraska. —El tono de Jace era serio y honesto—. Estaba en apuros y me
salvaste. Te lo agradezco.

La gorgona le miró, confusa.

—¿No tuviste miedo?

Jace negó con la cabeza.

—Creo que tienes mucho talento.

Vraska no supo qué responder a eso.

Los cumplidos le resultaban tan extraños como volar.

Jace le era útil. Quizás era mejor que lo mantuviese bien cerca de ella para poder utilizar
sus habilidades.

Y así, Vraska habló con seguridad:

74
—Hace tiempo pensé que haríamos un buen equipo, Beleren, y parece que estaba en lo
cierto. ¿Quieres quedarte con nosotros y ayudarme en mi misión?

La sonrisa de Jace se ensanchó. Era el gesto de un viajero curioso que acababa de


descubrir un lugar nuevo.

—Me encantaría.

75
Los moldeadores
KOPALA

Al principio, nosotros estábamos allí.

Antes de que la primera pata de dinosaurio se posara en el suelo, mi pueblo recorría las
aguas de Ixalan y escuchaba. Los nueve afluentes nos revelaron sus nombres secretos y,
a cambio, prometimos llamarlos solo en caso de necesidad. Les susurrábamos a las
raíces mientras caminábamos entre ellas y se apartaban para dejarnos paso; no porque
fuéramos sus maestros, sino porque nosotros, solo nosotros, sabíamos pedirles permiso.
Hablábamos con el viento, las olas y las ramas que se agolpaban sobre nuestras cabezas.
Les dimos forma para que sirvieran a nuestros intereses y ellas nos dieron forma para
que les sirviésemos a ellas.

Aquellos que dominan a las bestias olvidan que estábamos aquí antes que ellos...
aunque una vez lo supieron. Los chupasangres y los piratas puede que no lo supieran
nunca, aunque ellos también olvidaron muchas cosas que solo nosotros recordamos.

Somos poderosos, pero antes lo éramos mucho más.

Kopala, protector de las olas

A veces me pregunto cómo era todo antes de que los jinetes de los dinosaurios se
expandieran por el continente. Nosotros gobernábamos estas tierras y, hace tiempo,
también controlábamos su destino. Me pregunto qué clase de moldeador sería si hubiera
vivido en aquella época. Si hubiera sabido lo que ahora sé.

76
Por supuesto, especular es inútil. Todo lo que conozco es el presente. Tishana hizo todo
lo que pudo para grabarme esto en la cabeza. Por mucho que me pregunte “por qué” o
“qué habría pasado si”, no puedo desviar el curso del río.

Somos nueve moldeadores. Nueve para dirigir a las nueve grandes tribus. Los afluentes
comparten sus nombres con nosotros; cada uno le habla solo a su moldeador, cada uno
inspira solo a uno de nosotros. Yo tenía otro nombre, no hace mucho tiempo, cuando no
era más que otro chamán que surcaba los ríos; pero el río Kopala me eligió, al igual que
eligió a Kopala antes de mí, así que ahora soy Kopala y Kopala soy yo.

Kopala es un riachuelo lánguido que forma meandros desde su nacimiento en las


montañas y se detiene a reflexionar en pequeños lagos. Somos muy parecidos. Estaba
meditando cuando sus aguas me encontraron y se alzaron hacia mí, empapando el
pequeño calvero en el que me encontraba. Abrí los ojos y me vi reflejado en las aguas
tranquilas; y a partir de ahí, el río y yo fuimos uno.

No tiene sentido preguntarse “qué habría pasado si”. Soy un moldeador, y ese es el
único camino que conoceré. Me enorgullece llevar este título. Soy el más joven de los
moldeadores, el más pequeño entre los más grandes. Aún tengo mucho que aprender.
Mi tribu depende de mí; los otros moldeadores dependen de mí. El propio Ixalan
depende de mí.

Por eso me encuentro flotando aquí, en las aguas místicas del manantial primigenio,
meditando. Tishana, mi mentora, está conmigo y me guía, aunque ha dejado su cuerpo
sentado en la fronda de más arriba.

77
Puedo sentirlo todo: el Gran Río, los nueve afluentes, la forma en la que se agitan las
ramas del árbol Raizprofunda mucho más lejos, los movimientos suaves de las mareas y
de los vientos. Proveniente de un lugar que ningún ser vivo conoce, siento el latido de
Ixalan, el continuo tamborileo de la ciudad dorada de Orazca.

El poder de Orazca no se parece a ningún otro. Es distinto al viento y las olas, a los
esfuerzos efímeros de los vivos y a los lentos movimientos que braman desde de las
profundidades de la tierra. Representa muchas cosas para mucha gente, pero su verdad
continúa oculta. Sin embargo, lo que es no se puede explicar con palabras. Es un pulso
constante, un ritmo que llega a todos los lugares de este mundo pero que solo oyen
aquellos que saben escucharlo.

El pulso se interrumpe un momento.

Abro los ojos.

Tishana está aquí a mi lado y me conduce de vuelta hacia lo profundo, recordándome


sin palabras que debo ver y sentir lo extraño para poder reflexionar sobre ello; y que
debo dejar que me inunde como el agua del Gran Río que desciende por el cañón hacia
el mar, hacia donde todas las cosas deben regresar alguna vez.

Cierro los ojos. Seguimos meditando. No puedo evitar estar alerta por si el pulso se
interrumpe de nuevo, pero esto no sucede. Pronto la presencia de Tishana se desvanece
y nuestra meditación llega a su fin.

Abro los ojos y mi cuerpo regresa a mí. Nado hasta el fondo del río, me doy impulso
levantando una nube de limo y subo desde lo profundo hasta la superficie. El aire del
claro que rodea el manantial primigenio es tan húmedo que apenas necesito usar los
pulmones, aunque, por supuesto, el halo de niebla húmeda que pasa a través de mis
branquias no sería suficiente para mantenerme vivo. Inspiro y espiro; la manera de
iniciar la meditación en el Imperio del Sol, según he oído. Nuestras técnicas, diseñadas
para servirnos tanto en el agua como en la tierra, se centran en el pulso.

Tishana camina sobre un sendero de ramas curvadas, que terminan depositándola


suavemente en la orilla seca. Su figura se encorva tristemente; las facciones de su rostro
parecen marchitas. Es la más anciana de nuestro pueblo, la única que recuerda los
tiempos en que la mayoría de árboles de este claro aún no eran más que pequeños
brotes.

78
Tishana, Voz de la Tormenta

—Lo has sentido —dijo ella.

—Sí —respondo—. ¿Qué era?

—Una perturbación de lo intangible. Como un delfín que intenta saltar por encima de la
superficie del mar y no lo consigue. No sé lo que significa, pero...

Se detiene, lo que me da la oportunidad de hablar. Cuando comencé a seguir las


enseñanzas de Tishana, solía callarme en estos casos por deferencia. Pero, con el
tiempo, me di cuenta de que, si ella pensaba que yo podía tener la respuesta, su silencio
podía continuar indefinidamente.

—Pero tiene que ver con Orazca —digo.

Orazca. La ciudad dorada. El lugar que nuestro pueblo juró mantener en secreto, incluso
de nosotros mismos.

—Y lo que tiene que ver con Orazca afecta al mundo entero —dice Tishana.

Se da la vuelta y, entonces, yo también la siento: una corriente de magia que viene del
norte. Una ola avanza por la jungla. Es un grupo grande en movimiento que se acerca.

De repente están en la frontera del claro, un grupo de unos veinte Heraldos del Río. Se
colocan en formación, rodeando algo que no puedo ver, custodiándolo. Al frente está
Kumena, su moldeador. Es ágil y esbelto, con ojos penetrantes y actitud dominante.

El río Kumena fluye muy deprisa sobre rocas afiladas. Es un obstáculo terrible para
nuestros enemigos y un peligro incluso para nosotros. El moldeador Kumena no es
diferente a su río y tal vez sea el más poderoso de nosotros, con excepción de Tishana.

79
—Moldeadora Tishana —dice, y su voz resuena a través del claro. Me saluda con la
cabeza, como si solo después hubiera pensado en mí—. Moldeador Kopala.

La banda de Tishana y la mía, arremolinadas en torno al manantial, observan y


escuchan.

Ella inclina la cabeza. Yo hago una reverencia.

—Moldeador Kumena —dice Tishana—. Qué fortuna que el Gran Río te haya traído
aquí.

—Tal y como nos guía a todos —responde automáticamente Kumena. No hay ninguna
deferencia en su voz: ni al Gran Río que nos guía ni a la moldeadora que nos dirige.

—¿Qué te trae al manantial, moldeador Kumena? —pregunta Tishana.

Kumena señala con el dedo a su banda y esta se abre para revelar un fardo sobre el
suelo. No, no es un fardo; es un hombre. Un soldado del Imperio del Sol, zarrapastroso
pero entero, atado por completo con enredaderas. Sus ojos están llenos de odio.

—He cazado esto —escupe Kumena— en la linde oeste del Gran Río en compañía de
otros de los suyos y sus bestias. Sabes lo que buscaban.

Tishana hace un gesto de desdén con la mano.

—Llevan buscando Orazca mucho tiempo —afirma—. Una patrulla en la linde más
lejana del río no quiere decir que la hayan encontrado. Igual que los chupasangres, su
devoción no implica su éxito en esta empresa.

80
Kumena se vuelve hacia su cautivo. Clava los ojos en los suyos, donde brilla un odio
mutuo.

—Cuéntales lo que me dijiste.

El hombre hace una mueca, pero comienza a hablar. No sé lo que le ha hecho Kumena
ni a él ni a sus amigos, pero detrás de todo su odio distingo también el miedo.

—Varias fuerzas se ciernen sobre la ciudad dorada —dice—. Nuestros espías nos han
hablado de dos capitanes piratas... Las historias son increíbles, pero parecen ser verdad.
Uno es un hombre con cabeza de toro. La otra es una mujer con el cabello como ramas
de árboles que te mata con una sola mirada. Esta mujer tiene un instrumento, un
astrolabio, que dice que apunta hacia la ciudad dorada. Hablaba de ello abiertamente en
la ciudad flotante.

Un murmullo se eleva de entre los Heraldos del Río. Nosotros también tenemos espías y
hemos oído hablar de cosas parecidas. Sin embargo, Kumena fulmina al hombre con la
mirada.

—¿Y qué más? —exige. El hombre se encoge.

—Una de los nuestros, una de los campeones solares, ha lanzado un hechizo que reveló
la localización de la ciudad dorada —asegura. No puede evitar que el orgullo se
desprenda de su voz—. Piensa acudir a sus puertas.

Kumena da la espalda al hombre y extiende los brazos abiertos.

—La situación ha cambiado —dice. Habla con Tishana, pero en voz alta; lo suficiente
para que le oiga todo el mundo en el claro—. Orazca está amenazada. No se puede
proteger un lugar cuya situación ni siquiera se conoce.

Tishana entrecierra los ojos. No eleva el tono de voz, pero en sí, es más alto que el del
moldeador. Por algo la llaman la Voz de la Tormenta. Sus meros susurros pueden
arrancar árboles de cuajo si se lo propone. Solo está dejando salir una pequeña ráfaga de
ese poder.

—Orazca debe ser protegida de cualquiera que pueda abusar de sus dones —declara—.
Incluso de nosotros mismos.

—Es demasiado tarde para eso —dice Kumena—. Ya sabemos que los chupasangres
tienen a una visionaria que los guía. Ahora los jinetes de bestias también, y los
saqueadores han conseguido este aparato. Nos sobrepasan por cientos en número y están
más decididos que nunca. Si todo fluye en esta dirección, Orazca será descubierta.

—¿Y qué sugieres que hagamos, moldeador Kumena? —pregunta Tishana—. Por favor,
ilumínanos.

Kumena está nadando en aguas tumultuosas y lo sabe, pero continúa.

81
—El momento ha llegado —dice—. Debemos hacernos con el poder del Sol Inmortal o
caerá en manos enemigas. El sol se descolgará del cielo, las aguas se congelarán y esta
tierra que nos ha visto nacer se convertirá en nuestra tumba, a menos que actuemos
ahora mismo con decisión. ¡No tenemos alternativa!

El claro se queda en silencio.

Tishana permanece tranquila. Su actitud es firme, segura, valiente. Me cruza otra


posibilidad por la cabeza: ¿qué pasaría si fuera yo quien se enfrentara a Kumena?
¿Debería hacerlo en este momento?

—Recuérdanos, Kumena, por qué los forasteros que encuentren el poder de Orazca
traerán sobre nosotros la miseria.

La voz de Tishana se hace más y más fuerte. Sus ojos son estrellas y su voz, una ola
rompiente. Doy un paso hacia atrás, pero Kumena no se deja intimidar.

—¡Lo utilizarían para el mal! —sisea—. El Último Guardián nos confió el Sol Inmortal
a nosotros y, si dejamos que caiga en manos de forasteros, estamos abandonando
nuestra obligación. Nos destruirán, ¡y al mundo entero junto a nosotros!

—El Último Guardián nos encargó mantenerlo oculto —dice Tishana, inevitable como
un huracán—. Nos encargó que no fuera utilizado, Kumena. Olvidas tu lugar y nuestro
deber.

El agua del manantial ha comenzado a arremolinarse en torno a Tishana. El aire se


mueve por mis agallas más y más rápido. Ahora Kumena sí que da un paso atrás, pero
se vuelve hacia los Heraldos reunidos. Hacia mí.

82
—¡Seguro que tú también lo ves! —me dice—. ¡Toda esta filosofía de la inacción no
tiene sentido si la ciudad se convierte en un arma en manos de nuestros enemigos! ¿Me
ayudarás a defender a nuestro pueblo?

Me mira fijamente. Tishana también.

Debo dejar a un lado mi juego de “qué pasaría si”. Sé que debo dar mi opinión, romper
el empate, ser la voz que decida. Un líder tiene que ser decidido y, por tanto, así debo
ser.

Mis palabras son como yo: fluidas y ecuánimes, medidas y justas.

—No puedo negar que hay algo de verdad en las palabras de Kumena. Si los forasteros
toman la ciudad, esto solo puede traer miseria. El Sol Inmortal trajo la ruina a esta tierra
una vez y a duras penas sobrevivimos. Si alguien volviera a utilizarlo, significaría el
final de todo lo que hemos construido y el fracaso de la labor que se nos encomendó.

»Sin embargo, si el Último Guardián hubiera querido que usásemos su poder, nos lo
habría confiado directamente. La historia del Sol Inmortal es la historia del mal uso que
le dieron los mortales. No soy tan arrogante para creer que nosotros solos podemos
llevar el peso de esta responsabilidad.

»La moldeadora Tishana lleva razón —digo con confianza—. Tenemos que hacer todo
lo que esté en nuestras manos para impedir que nadie tome la ciudad dorada. Y eso nos
incluye a nosotros. No puedo confiar en nadie que se muestre tan ansioso por hacerse
con semejante poder.

Siento el orgullo de mi raza en la voz, veo el orgullo de Tishana en sus ojos. Pero tengo
la impresión de que he elegido el bando equivocado.

Los ojos de Kumena centellean y, de pronto, todo sucede muy deprisa.

Kumena hace un gesto con la mano. El guerrero del sol cae y es arrastrado a las
profundidades del manantial con un grito ahogado. Los miembros de la banda de
Kumena se miran, con pocas ganas de unirse a su rebelión. La gente de Tishana y la mía
corren en dirección al claro. A nuestro alrededor giran corrientes de agua y de viento.

De repente, Tishana se queda muy quieta y Kumena hace lo mismo un momento


después.

Siento que algo tira de mi pecho: es una conexión, algo como un hilo de araña que se
tensa como un arco. Durante unos instantes, esperamos, con todos los sentidos alerta,
sabiendo en lo más profundo del corazón que alguien se acerca a la costa.

Tishana pone la mano en la superficie del agua. Sus ojos se abren de golpe.

—Se acercan barcos. Kumena, si son los intrusos de los que tanto hablas...

Kumena suelta un bufido.

83
—Me ocuparé de ellos, pero esta estrategia no conseguirá que duremos cien años más.
Ni siquiera uno más. Os he advertido.

Con estas últimas palabras, una esfera de agua y ramas brota alrededor de Kumena. Hay
un destello de magia, un remolino de agua y después él ya se ha ido. Se ha marchado
del claro y avanza por la jungla como la ola de una corriente imparable que arrastra
barro y raíces enredadas.

Busco con magia bajo la superficie del agua, esperando encontrar al guerrero del sol,
pero su cuerpo está quieto, ahogado.

—¿Se ha ido a buscar Orazca?

Tishana niega con la cabeza.

—Si Kumena pudiera encontrar Orazca él solo, creo que ya lo habría hecho —
responde—. E incluso si pudiera, intentaría deshacerse antes de sus rivales.

—Piensas que, antes, buscará a estos rivales que parecen conocer el camino —aventuro.

—Sí —dice Tishana—. Y pienso seguirlo.

—¿Tú? Pero, moldeadora, tú eres...

—Una anciana —dice, guiñando el ojo—. Lo sé, pero aún no estoy decrépita,
moldeador Kopala. No todavía. Me marcharé ya; solo yo puedo tener la esperanza de
detenerlo.

—Iré contigo —digo.

—Quédate —responde Tishana—. Te necesito para que unas a nuestro pueblo y estés
listo para dirigirlo. Si Kumena toma Orazca..., si alguien, quien sea, lo hace...,
necesitaremos todas nuestras fuerzas para reconquistarla.

84
—No —digo—. Por favor, moldeadora. La mantuviste en secreto por una razón.

Tishana me pone una mano en el hombro.

—Hay una cosa en la que Kumena no se equivoca —dice—. No creo que podamos
seguir manteniendo oculta la ciudad dorada. Y, si no puede ser así, debemos confiar en
que el Gran Río nos dará la sabiduría para defenderla sin usar su poder.

—La sabiduría que le falta a uno de los más grandes entre nosotros —murmuro—. No
puedo decir que sea mucha esperanza.

—Llámalo como quieras —dice ella—. Tenemos el mar abierto ante nosotros y una
corriente a la espalda.

Entonces, el agua y la vegetación la envuelve, los árboles se inclinan ante su paso y se


marcha.

Nuestro pueblo me mira.

—Descansad —digo—. Meditad sobre lo que ha sucedido. Por la mañana, enviaré


mensajeros a todas las tribus. Seguiremos las indicaciones de la moldeadora Tishana.

La mayoría de ellos emiten murmullos de aprobación, pero algunos gruñen. La banda de


Kumena ya se ha evaporado.

Bajo el manantial, mando a las raíces y las lianas que envuelvan el cuerpo del guerrero
del sol y lo entierren en lo más profundo del estanque, para que descanse y dé alimento
a los árboles que crecen allí. No es el final que él habría esperado, pero es lo mejor que
puedo hacer.

Me arrojo al agua del manantial. Puedo sentirlo todo: el Gran Río, los nueve afluentes,
la forma en la que se agitan las ramas del árbol Raizprofunda mucho más lejos.
Nuestros dos mejores campeones se alejan en estos momentos de mí; se abren camino
en la jungla a su paso y la vegetación vuelve a crecer detrás de ellos mientras avanzan
hacia el este.

¿Y si me hubiera unido a mi mentora?

¿Y si ella fracasa?

TISHANA
El viento agita las membranas de mis agallas y el aroma de la marea baja tira de mi
cuerpo mientras me acerco al único estudiante al que le he fallado.

Encuentro fácilmente el rastro de Kumena; es una línea recta desde donde estábamos a
donde estamos. Su inmadurez es tan evidente como su ego. Sí, es un moldeador

85
poderoso, pero es tosco, ingenuo y tan impetuoso como su río. Aquellos elegidos para
llevar el nombre de Kumena son librepensadores apasionados y siempre listos para
actuar; y aunque este Kumena es todas esas cosas, tiene un lado cruel que lo hace
peligroso. Cuando fue estudiante mío, puso a prueba todos los límites.

Guardo un recuerdo cariñoso de todos mis estudiantes, pero mis recuerdos de él se


mezclan con dolores de cabeza y resentimiento. No iría tan lejos para decir que le he
fallado como mentora; pero sí que tuve un éxito relativo. No puedo enseñar la madurez,
es algo que cada uno debe desarrollar.

Frente a mí se extiende la inmensidad del océano. Es hermoso, pero también da algo de


miedo; nosotros preferimos las aguas turbias y frescas de los ríos que no nos irritan la
piel con la sal. Él está de pie delante de mí, con los brazos levantados, agitando el mar y
las olas en una turbulencia espumosa.

—Podemos conjurar mil tormentas mil veces, o podemos levantar una ciudad una sola
vez —dice Kumena sobre el rugido del mar—. ¿En qué crees que deberíamos emplear
nuestra energía? ¿Cuál de las dos cosas es una mejor administración, Tishana?

—Despertar a Orazca no es una opción.

Englobo su hechizo en mi propia magia. Mis olas arrastran los barcos enemigos hacia la
costa y mi lluvia azota sus velas.

—No te permitiré poner en peligro más vidas. No te permitiré responder a las


contingencias con contingencias ni a la rabia con más rabia.

Noto que se libera del hechizo y da un paso atrás; observa con admiración cómo mi
magia sacude los barcos en la distancia, como hojas secas sobre un río agitado.

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—Siempre fuiste más habilidosa que yo —resuella.

Estrello uno de los barcos contra un montón de rocas en el mar.

—Crees que eres más listo que tus mayores —le digo—. Esa será tu perdición.

—Y tu edad será la tuya.

Miro por encima del hombro justo a tiempo para ver el puño de Kumena que se estrella
contra mi rostro.

Y el mundo se oscurece.

87
Algo muy diferente

Jace pasó los días siguientes en un feliz aturdimiento. Estaba activo y ocupado, pero a
menudo le distraía el ruido del barco.

El Beligerante crujía y gemía mientras surcaba las olas; la tripulación cantaba, reía y
transmitía las órdenes de los altos cargos. Pero, sobre todo, cada sonido le llegaba en
una corriente continua de conversación.

Aun cuando sus oídos no escuchaban nada, Jace podía discernir una cháchara sin fin.

Era molesto, y Jace terminó por decidir que la mejor solución era ahogar el ruido con
actividad.

Comenzó a relacionarse con los piratas y se deleitó en el aprendizaje de nuevas técnicas


y tareas. Amelia, la contramaestre y una de las personas que dirigían el barco, estaba
más que dispuesta a enseñarle. Ajustaba las velas y las cuerdas ayudada por la magia y
enviaba ráfagas de viento para cambiar de dirección; con ello, Jace tenía que hacer que
el barco volviera a su rumbo.

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Kerrigan, el ogro corpulento que hacía de cocinero, le enseñó a mantener vivo el fuego
de la cocina sin provocar un incendio en el barco. Gavven, el oficial de suministros, le
enseñó los contenidos de la bodega del barco (después de insistirle durante muchas
horas).

Mientras tanto, Jace dedicaba una hora cada día a entrenar sus propias habilidades.
Durante el mes que había pasado en el barco, sus ilusiones se habían hecho más
detalladas, más convincentes.

Cinco días después del abordaje del barco de los conquistadores, atracaron en
Zabordada. No tenían necesidad de adquirir ninguno de los suministros más caros.
Siguiendo órdenes de la capitana, la tripulación de El Beligerante desembarcó para
descansar, relajarse un poco y salir de juerga algo más que un poco.

Jace nunca había imaginado un lugar tan diferente o tan emocionante cuando puso el pie
en el embarcadero.

Las calles de Zabordada eran planchas de madera extraídas de miles de barcos de la


Coalición Azófar. La ciudad en sí, que estaba construida sobre una serie de plataformas
flotantes, era un territorio neutral donde los piratas se daban cita para intercambiar
productos, herramientas, tesoros e historias. Era un pequeño imperio de favores y
obligaciones; un lugar en el que los viajeros encontraban lo que necesitaban, gozaban de
esparcimiento y forjaban alianzas duraderas. A Jace le habían contado que, antes de que
la Legión del Crepúsculo llegara a Ixalan hacía dos años, a Zabordada no le afectaba en
absoluto la guerra en Torrezón.

Amelia palmeó el hombro de Jace.

—¡Jace! Nos vamos al Puerto Llameante para tomar unas cervezas y jugar a las cartas.
¿Te vienes?

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Jace se encogió de hombros y sonrió. Sintió que otra persona le tocaba el hombro y se
dio la vuelta para toparse con Calzón, un trasgo tan hábil con los nudos como poderoso
de voz.

—¡CERVEZA Y CARTAS! ¡CERVEZA Y CARTAS! —cantaba con fervor.

Amelia le dio una patadita al trasgo.

—¡Eh, Calzón! Todavía me debes dinero del último puerto, ¡así que nada de cantar por
el momento!

—¡CERVEZA Y CARTAS!

La contramaestre sacudió el dedo.

—Deuda, cerveza y cartas.

Calzón se calló y sacó dos monedas de debajo del sombrero.

—¡DEUDA, CERVEZA Y CARTAS!

Amelia se metió las monedas en el bolsillo y asintió.

Vraska se acercó, dando grandes zancadas, y saludó con la cabeza.

—Disculpad, Calzón y Amelia, pero Malcolm y yo tenemos que hablar de un asunto


con el miembro más reciente de nuestra tripulación.

Amelia y Calzón asintieron. Vraska continuó:

—Pero nos uniremos a vosotros después para celebrarlo.

Calzón levantó el puño.

—¡DEUDA, CERVEZA, CARTAS Y FESTEJOS!

Malcolm apareció a su lado, con una expresión traviesa en su rostro de ave.

—Capitana, Beleren, por aquí, si me hacéis el favor.

Se despidieron y siguieron a Malcolm.

La sirena guió a Jace y a Vraska a través de una de las estrechas y torcidas calles de
Zabordada hasta su tugurio favorito. El aire apestaba con la marea baja y las gaviotas se
reían desde los tejados de hojalata. Dejaron atrás varias tiendas y tabernas atestadas en
las que se oían las risas de los piratas; el débil fuego de los candiles de aceite que
colgaban de los aleros les indicaba el camino.

90
Malcolm señaló a un edificio cualquiera que parecía colgar del lado de uno de los
embarcaderos. Fuera tenía un letrero colgado. Decía, en letras descascarilladas: “LA
RABADILLA DEL OFICIAL”.

—Es una joya —dijo la sirena con orgullo acaramelado.

Abrió la puerta (que sin duda provenía de un barco, puesto que aún tenía un cuchillo
clavado) y cruzó alegremente la taberna hacia el mostrador.

Vraska y Jace lo siguieron y se sentaron en una mesa. Jace miró a su alrededor: aquel
lugar tan extraño lo abrumaba.

Las paredes estaban cubiertas de manchas de humo, y unos candiles misérrimos


iluminaban una serie aún más misérrima de mesas y sillas medio rotas, cada una de ellas
ocupada por el villano más degenerado que pudiera imaginarse. El trasgo que hacía de
camarero miró a los forasteros con el ojo que le quedaba y escupió en un sombrero boca
arriba.

Vraska miró a Jace; no estaba segura de lo que le parecía la taberna.

—¿Te parece bien este sitio?

Jace le devolvió la mirada, maravillado.

—Es fascinante.

Malcolm llegó con las bebidas y los tres brindaron para celebrar su buen trabajo en
equipo.

91
Cuando aún no habían terminado la ronda, Vraska sacó algo similar a un astrolabio de
su abrigo y lo puso sobre la mesa.

—Como ya sabes, Jace, actualmente estamos en misión especial.

El corazón de Jace dio un vuelco. Hacía tiempo que se moría por saber los detalles de
esta misión.

—Todo comenzó hace aproximadamente cinco meses. Un rico patrón de ultramar se


puso en contacto conmigo. Es alguien que no es parte de la Legión del Crepúsculo. Su
nombre es Lord Nicolas, y me contrató para que encontrase un objeto muy poderoso.

Jace tomó el astrolabio. No había ninguna indicación acerca de la dirección; solo varias
agujas que emitían una suave luz naranja y que señalaban, resueltas, a varias
direcciones. Ninguna de ellas era el norte. Se lo devolvió a Vraska, que continuó su
explicación con evidente placer.

—Me dijo que me dirigiera hacia el continente de Ixalan. —Se inclinó y habló en voz
más baja—: El astrolabio taumatúrgico está encantado para encontrar un lugar: la
ciudad perdida de Orazca.

¡No!

Jace se sobresaltó y echó un vistazo a su alrededor. Se encontró con los ojos de un tritón
de escamas verdes sentado lejos, junto al mostrador, que le devolvió la mirada
sorprendido.

Jace frunció el ceño. Habría jurado que escuchó a alguien protestar.

Se volvió hacia sus amigos, que esperaban una explicación.

—Creí oír algo, lo siento. —Se apoyó en las manos y esperó a que Vraska continuara.

—No pasa nada —dijo ella.

Malcolm asintió.

—El objeto que buscamos está en Orazca y se conoce como el Sol Inmortal. Solía estar
guardado en los monasterios de Torrezón, en el reino que aquellos que terminarían por
convertirse en la Legión del Crepúsculo. Durante generaciones, estuvo custodiado por
guardianes sagrados en las montañas del continente oriental.

»Su presencia daba un poder increíble a los antiguos gobernantes —continuó


Malcolm—. Comenzaron a surgir envidias y, finalmente, los ejércitos de Pedro el
Maligno irrumpieron en el monasterio donde se guardaba el Sol Inmortal y lo robaron.
Sin embargo, cuando salían del santuario, una criatura alada descendió de los cielos y
arrancó de sus manos el Sol Inmortal. Se dice que atravesó el mar con la reliquia en
dirección oeste. Nadie sabe con seguridad dónde está ahora, pero el astrolabio debería
ayudarnos.

92
Vraska se terminó la bebida de un trago.

—Pero no sabemos exactamente cómo.

Jace extendió la mano y Vraska volvió a entregarle el astrolabio.

—Cambia de dirección a menudo, ¿sabes? Así fue como te encontramos.

Jace le dirigió una mirada decepcionada.

—Yo no soy ninguna ciudad dorada.

—Es evidente. —Vraska sonrió—. Pero quizá puedas averiguar cómo funciona. Así no
nos volvería a atrapar ninguna distracción.

—Tampoco me gusta la idea de ser una distracción.

—No lo eres. —Había algo extraño en la mirada de Vraska que Jace no podía leer
bien—. Eres algo muy diferente.

Malcolm emitió una tosecilla intencionada.

—Esta ronda la pago yo. Os veré de nuevo a bordo.

Malcolm regresó al mostrador para pagar y Jace y Vraska se levantaron para marcharse.
Jace echó un último vistazo al tritón de la esquina, que evitó sus ojos mientras pasaban.

La noche era cálida y el aire estaba lleno del olor de los productos de contrabando, en el
que se distinguía el dulce aroma de especias exóticas. Jace caminó de vuelta al barco
junto a la capitana por las calles de madera.

—Vraska, ¿sabes si puedo leer la mente?

La pregunta sonaba tan estúpida como le había parecido, pero Vraska se detuvo en seco.

Dejó escapar un profundo suspiro. Su respuesta fue silenciosa, pero Jace escuchó la voz
claramente en su cabeza.

—Sí.

Jace abrió la boca, sorprendido.

—¿Por qué no me lo dijiste?

Porque no quería que hicieras de las tuyas y me leyeras la mente sin preguntar, pensó
ella con una expresión cansada.

Él se detuvo, se apartó de los pensamientos de ella y miró a los muchos extraños que
caminaban por las calles de Zabordada.

93
Era como si una cadena de su mente no hubiera estado bien sujeta y, de pronto, se
hubiera ajustado al engranaje apropiado. Los sonidos, las voces... Era todo tan obvio
ahora.

La gente que pasaba, los pájaros que volaban... Cada uno de ellos tenía una mente tan
frágil y tan hermosa como el cristal. Jace se las imaginaba como estructuras exquisitas
y, si lo deseaba, sabía que podía invadirlas e inspeccionarlas como si fueran una estatua
de cristal con el interior hueco.

—Las mentes son tan delicadas... —dijo, apartándose mientras un grupo los
adelantaba—. Su estructura es forma y sonido a la vez, como una orquesta dentro de un
cristal.

—¿Cómo es oírlas? —preguntó Vraska.

Jace no podía expresarlo.

—Es... ruidoso. Como un mar de copas de champán en el que cada una emite una
tonalidad distinta.

Dieron la vuelta a una esquina y se encaminaron al puerto.

Ahora que Jace era consciente de lo que eran esos fragmentos de voces y conversación,
supo que podía acallar el ruido.

Se concentró.

Y las voces mentales disminuyeron hasta desaparecer.

Aún podía sentir la estructura elaborada y diáfana, pero frágil, de las mentes cercanas a
él, pero ahora estaban calladas.

—Te prohíbo leer mi mente y las de mi tripulación —dijo Vraska—. El resto, las que
quieras. Excepto la de nuestro cliente, pero probablemente él sea mejor telépata que tú.

—¿Lo conozco? —preguntó Jace.

Vraska guardó silencio un momento mientras caminaban.

—No —dijo al fin.

—Te has quedado callada.

Vraska se cruzó de brazos.

—Venimos de una ciudad muy grande.

Habría jurado que escuchaba su proceso mental en la lejanía. Por eso sabía que, en
realidad, ella no tenía ni idea de si se conocían o no.

94
La calle por la que iban caminando se abrió al puerto que rodeaba Zabordada. Los
mástiles y las velas de decenas de grandes barcos se agitaban en el cielo de la noche;
sobre ellos lucía una plateada luna creciente.

—¿Y cómo se llama esa ciudad? —preguntó Jace.

Vio el amago de una sonrisa en sus labios.

—Rávnica.

—¿Yo era político en ese lugar?

Vraska se rio.

—Eras horrible.

—Me lo imagino. Supongo que me obligaron a hacer ese trabajo.

Los labios de ella se curvaron en una sonrisa astuta.

—Nadie te obligó a nada. ¡Te hicieron una campaña tremenda! —dijo—. Panfletos,
mítines, banquetes para recaudar fondos. Tu eslogan era: “¡Jace es la ley!”.

Jace no terminaba de creérselo.

—“Jace es la ley” es un eslogan muy malo.

—Sí. Se te ocurrió a ti.

El escepticismo de Jace se agudizó, pero sonrió.

Caminó más despacio; no quería llegar al barco todavía. Vraska se ajustó a su paso, y el
corazón de él se aceleró un poco.

—¿Cómo era nuestra antigua ciudad? —preguntó Jace.

Vraska inclinó la cabeza, pensativa.

—Enorme. Torres gigantescas, puentes que cruzan niveles sobre niveles de la ciudad.
Hace más frío que aquí, y nieva en invierno.

Jace deseó poder verlo. En su mente tenía una vaga impresión y, en la periferia de su
visión, sintió que había una imagen que dominaba la superficie de la mente de Vraska
y... la vio.

Jace se detuvo y Vraska hizo lo mismo.

—¿Qué pasa? —preguntó ella.

95
Jace intentó responder, pero no pudo. En su lugar, miró hacia arriba con los ojos
iluminados y se lo mostró.

Las estrellas cambiaron de posición.

La luna comenzó a menguar y se movió al otro lado del horizonte.

Los barcos se hicieron más grandes, se cubrieron de piedra negra y sus mástiles y sus
puestos llegaron al cielo, altos como rascacielos, con agujas que acariciaban las
estrellas. Las construcciones precarias de Zabordada chocaron unas con otras y se
alzaron para formar basílicas y catedrales, arcos ojivales y bóvedas de crucería.

Unos copos suaves y gruesos comenzaron a caer de un cielo gris como la ceniza.

—¿Es esto? —preguntó Jace en un susurro suave como la nieve.

Vraska le respondió en el mismo tono:

—Sí, esto es Rávnica.

Jace sonrió y miró los copos de nieve que caían. Volvió a mirar a Vraska y vio que
miraba al cielo fascinada.

Ella se cruzó de brazos con firmeza. Había vuelto a subir la guardia.

—Estabas proyectándolo con mucha fuerza —dijo él—. Siento haberlo “escuchado”.

—Bueno, no vuelvas a hacerlo —dijo ella con la vista perdida aún en la majestuosidad
de la ciudad-ilusión que los rodeaba. La severidad de su advertencia no se correspondía
con la triste expresión de nostalgia de sus ojos.

96
Jace tuvo que hacer esfuerzos para controlarse. Quería acercarse a su mente, saber lo
que estaba sintiendo.

—Ojalá pudiera recordarlo —dijo—. Parece el lugar más maravilloso del mundo.

—Es el lugar más maravilloso de todos los mundos —murmuró Vraska.

Jace suspiró. Era mejor no mirar demasiado tiempo una ilusión.

Hizo desaparecer el paisaje urbano y observó cómo las torres volvían a convertirse en
grandes barcos y los edificios en cobertizos.

La ilusión se desvaneció, pero la mirada desconfiada y maravillada de Vraska


permaneció.

Era hermosa.

Así que, a su manera, Jace se lo hizo saber.

—¿Me enseñarás más cosas de Rávnica? —le preguntó.

Ella se volvió hacia él, con los brazos aún cruzados y los labios apretados en una línea
firme.

—Es probable.

Jace sonrió. No le importaba esperar.

Regresaron al barco vacío y se sentaron en cubierta, en unas sillas que Vraska había
traído desde su camarote. Hablaron de la posibilidad de regresar a la ciudad para aquello
de “deuda, cerveza, cartas y festejos”, pero decidieron que la combinación sonaba un
poco demasiado potente y decidieron quedarse donde estaban.

Por entonces, Jace ya sabía que no debía presionar para obtener respuestas, pero la
urgencia no desaparecía. Había tantas cosas que no sabía y, además, estaba hambriento
de todo lo que pudiera darle una pista acerca de su pasado.

Vraska se reclinó en su silla afelpada y apoyó los pies sobre la borda del barco. Jace
acercó su silla a la de ella e hizo lo mismo.

—¿Cómo te sientes ahora que sabes que eres telépata? —preguntó ella mirando las
estrellas.

—Saber que era un ilusionista fue fantástico, pero la telepatía tiene más... garra.

—¿Garra?

Jace se cruzó de brazos y contempló el cielo.

97
—Las mentes son absurdamente delicadas. Todo lo que es una persona es tan frágil
como una tela de araña.

—Eres una maza rodeada de telas de araña —dijo ella sin más—. Eres consciente,
¿verdad?

—Una maldita maza —musitó Jace. Un ligero temor se abría paso en su vientre.

Vraska se rio. Era la primera vez que le había oído decir una palabrota.

Por primera vez desde que había llegado, un recuerdo luchó por salir a la luz en la
mente de Jace.

Era un león inmenso con rostro de hombre, con los ojos muy abiertos por el horror,
llorando como un niño pequeño sobre el suelo mojado de lluvia. Jadeaba, y sus alas
golpeaban contra el suelo.

Se asustó.

¿Era un sueño? ¿Una impresión? No importaba, no parecía real. Era una expresión
aleatoria de la imaginación, algo que guardar para uno mismo.

—Me pregunto cuántas mentes he destrozado antes —dijo en voz alta.

Vraska se calló de repente.

A Jace se le cortó la respiración.

—Vraska... ¿sabes si lo hice?

Le echó una mirada. Vraska tenía los ojos fijos en el cielo y los labios apretados.

Inspiró hondo. Jace se había prohibido a sí mismo leer su mente, pero casi podía sentirla
vibrando y funcionando junto a él. Era una sensación conocida que le asustaba.

—¿Podrías redimirte si lo hubieras hecho? —preguntó ella a su vez.

La pregunta era cautelosa; una pequeña pregunta para alguien que solía hablar con
grandes frases.

Jace se desconcertó.

—Destrozar una mente es darle a alguien un destino peor que la muerte, imagino —
dijo—. Me preguntas si existe la redención para aquellos que matan.

—Supongo.

Jace eligió cuidadosamente sus palabras.

98
—Existir es adaptarse a las circunstancias cambiantes. El yo no es más que una
acumulación de lo que uno aprendió de esas circunstancias. Nuestra cualidad de agentes
nos da los medios para alterar nuestro propio camino. Eres quien decides ser. Y quien
llegues a ser solo depende de cómo decidas adaptarte.

Jace se dio cuenta de que Vraska le había estado observando.

Sintió que se ruborizaba y dio gracias de que no fuera visible a la luz de las estrellas.

Las olas se estrellaban contra cada lado del barco.

—¿Crees que tu pasado, de verdad, no es relevante? —preguntó Vraska.

Jace se encogió de hombros para sí mismo.

—Ha de ser así. Si puedo hacer lo que creo, hice daño a mucha gente. Pero el futuro es
lo que me hace quien soy, porque mis elecciones influyen en lo que me convertiré.

Vraska guardó un largo silencio.

El silencio no molestó a Jace. Había decidido que la cháchara informal era un ritual
social sobrevalorado, lo que hacía mucho más agradable pasar el tiempo con alguien
que sabía aceptar los silencios normales de una buena conversación.

—Ojalá pudiera olvidar como tú —dijo Vraska en un susurro.

—¿Qué deseas olvidar? —preguntó Jace.

La mirada de Vraska estaba fija en el horizonte.

Jace supo inmediatamente que había dicho a la vez lo correcto y lo equivocado.

La respuesta fue lacónica.

—Las prisiones.

Prisiones, en plural. Vraska seguía sin fijar la mirada. Claramente, no quería volver a
los recuerdos que él había desempolvado.

Él se levantó, pero Vraska permaneció sentada.

Jace tuvo una idea repentina.

—Vayamos a la cocina —dijo.

Guio a Vraska hacia el interior del barco y bajaron la escalera hasta llegar a la cocina.
Le hizo una seña para que se sentara en un taburete cercano y puso unos cuantos troncos
sobre los carbones del hogar. Tomó la tetera del armario, la llenó de agua fresca y la
puso a hervir.

99
Le hizo té.

Fue una acción torpe y llevó algunos momentos, pero la realizó en el orden correcto.

Vertió el producto final en una taza y se la alargó a Vraska.

Ella observó el té como si Jace le hubiera regalado una joya carísima.

Finalmente agarró la taza y dejó escapar un suspiro. Bebió un pequeño trago y Jace vio
que sus labios se curvaban con aprobación.

Seguía mirando la taza con admiración.

Después de unos instantes, por fin habló.

—Venimos de una ciudad muy lejana. —Vraska entrelazó los dedos por detrás de su
cabeza—. Muy, muy lejana. El resto de la tripulación no ha oído hablar jamás de ella.

Jace se esforzó por no formular seis preguntas a la vez y se centró en la más acuciante.

—¿Por qué no han oído nunca hablar de ella?

—Está demasiado lejos. —Ella lo miró durante unos instantes—. Esta vez vas a tener
que creerme sin más.

Hay algo más, pero de acuerdo. Jace asintió y Vraska continuó.

—La ciudad funciona como todas las ciudades. Hay gremios a cargo de las distintas
funciones. Los Orzhov llevan el banco, los Azorios dictan las leyes, etcétera. Hay diez
gremios en total. En teoría, los Golgari llevan las granjas de desechos y podredumbre,
pero en realidad, es un término genérico para todos los que no forman parte de un grupo
en particular. Los marginados, los canallas y los inadaptados.

100
»Cuando era mucho más joven, los Azorios ordenaron un arresto masivo de los
miembros del gremio Golgari. Los Golgari no habían hecho nada; simplemente existían,
y los Azorios decidieron que eran criminales. Dieron por supuesto que yo pertenecía al
gremio Golgari, porque soy una gorgona, así que me arrestaron con ellos. Nos
encerraron en una prisión donde estuve... un tiempo. No estoy segura de cuánto. Los
Azorios bromeaban con que vivíamos bajo tierra, como los topos, así que ¿por qué
íbamos a necesitar ventanas para ver el sol? No había camas, la comida era escasa.
Nuestra herramienta de negociación era la violencia. Y, oh, cómo desearía haber
liderado esas revueltas. Nos amotinábamos y nos cambiaban de sitio, después nos
hacían daño. Amotinarse, cambiar, sufrir: era un ciclo sin fin. Al final me pusieron una
venda perpetua para que no pudiera petrificar a mis captores.

Jace odiaba todo lo que estaba escuchando. No podía arreglar nada; por mucho que lo
odiase, no había ninguna lógica en el sufrimiento. No sabía a qué conclusión, estando en
su lugar, llegaría para obtener algo de paz; qué teorías se contaría a sí mismo para
razonarse lo ocurrido hasta calmarse.

Los ojos dorados de Vraska estaban perdidos en el horizonte.

—En un sitio así, pierdes la noción del tiempo. En algún momento se me llevaron. Me
encerraron sola en una celda, sin ningún catre y con el agua hasta los tobillos. Las
palizas continuaron, y las heridas que me dejaban se infectaban y apestaban durante
semanas. Cuando por fin me quitaron la venda, pensé en intentar petrificarme a mí
misma para que todo terminase. Pero quería salir de allí aún más que eso.

Jace se sintió enfermo. No fue a examinarla, no exigió pruebas ni necesitó más


explicaciones. No era el momento, ahora le tocaba escuchar.

Vraska estaba haciendo todo lo posible por no establecer contacto visual.

—Recuerdo la noche en la que casi me mataron. Estaba sangrando, con todos los huesos
rotos, y sabía que un golpe más en la cabeza haría que me fuera. Mi cuerpo supo lo que
hacer y usé una magia que nunca había utilizado antes para escapar, pero el lugar al que
llegué también era una prisión. Estuve atrapada allí, sola, durante un tiempo. Solo yo y
los recuerdos de tamaña crueldad.

Vraska se había terminado el té. Había unos pocos restos de hojas en el fondo de la taza.

—“Las personas deberían morir la muerte que se merecen”. He vivido con esa consigna
durante un tiempo. Me reconfortaba.

—¿Y ahora? —preguntó Jace.

Vraska apretó la mandíbula.

—También.

Permanecieron callados unos momentos.

101
—La parte que aún no he resuelto es si todos merecen morir —dijo Vraska después de
un tiempo—. Puede que mi magia se base en la muerte, pero matar no me divierte.
Antes lo hacía porque no tenía más opciones; ahora tengo que hacer lo correcto para
otros y para mí.

—¿Liderando una expedición?

—No —dijo ella—. Liderando a los Golgari cuando vuelva a casa. Nuestro cliente me
prometió que me haría maestra del gremio al regresar.

Jace sonrió.

—Ya demostraste que tenías lo que hay que tener. Los mejores líderes entienden las
comunidades que intentan proteger. Creo que estabas destinada a ser una gran líder.

El rostro de Vraska se oscureció al oír esto.

—¿Vraska...?

—Nadie me había dicho algo así de verdad antes.

¿Por qué no veía todo lo que había conseguido? El ceño de Jace se hizo más profundo.

—¿Acaso crees que no te lo mereces?

Vraska suspiró.

—No sé cómo me verán los Golgari cuando regrese.

Jace se encogió de hombros.

—Eso lo decidirás tú.

Ella le miró insegura. Jace continuó.

—La manera en la que nos relacionamos con el mundo depende de cómo nos
presentamos a nosotros mismos en él. Siempre estamos ajustándonos al cambio porque,
si dejamos de hacerlo, no sobrevivimos. Al haber sobrevivido a aquel infierno,
cambiaste y te volviste una persona más sabia de lo que eras. Al dirigir este barco, te
transformaste en la líder que siempre supiste que podías ser.

»Lo que te define no son tus circunstancias del pasado, sino las decisiones que tomarás
en el futuro. Tu habilidad para aprender y adaptarte es lo que te define hoy y eso dictará
en lo que te convertirás. Vraska: tu mayor venganza es el hecho de que no solo estás
viva, sino que ahora eres más fuerte de lo que tus captores pensaron jamás. ¿Sabes lo
increíble que es eso?

Vraska tenía una sonrisa extrañamente tímida que le llegaba casi hasta los ojos.

—Gracias —dijo suavemente.

102
Jace le sonrió.

—Es cierto. No sé si yo podría haber soportado todo lo que tú soportaste. Sobre todo,
dudo que hubiera logrado escapar de ello.

—No lo sé —respondió Vraska—. No es algo tan evidente al principio, pero creo que
tienes mucho más valor del que piensas.

—Incluso si fuera así, he olvidado cuándo lo demostré. —Jace le dirigió una mirada
seria—. Gracias por contarme tu historia. Me siento orgulloso de conocerte.

Veía la forma externa de su mente, pero no se atrevió a mirar lo que había dentro. Era
todo curvas, rincones y laberintos de delicados hilos de cristal. Vraska no tenía la menor
idea de lo frágil que era su mente, del mismo modo que Jace no sabía lo fácil que sería
para ella convertirle en piedra.

Ella sonrió y Jace sintió que sus mejillas se ruborizaban.

Ambos se dieron cuenta en el mismo momento de que ninguno de los dos quería hacerle
daño al otro.

La sonrisa de Vraska era amplia y sincera.

—Yo también me siento orgullosa de conocerte, Jace.

Las semanas pasaron perezosamente para la tripulación del barco. Cuanto más se
acercaba El Beligerante al continente, más emoción había en el ambiente.

Jace todavía le daba vueltas a la historia de Vraska. Esa misma noche le había preparado
otra taza de té y habían hablado de cosas más bonitas. Vraska confiaba en él lo
suficiente para contarle su historia. Esa confianza calentaba el pecho de Jace como si
hubiera bebido whisky.

Esa tibieza le animó a desentrañar el misterio del astrolabio taumatúrgico tan pronto
como pudiera.

Durante semanas, lo examinó, buscó en libros de navegación y puso a prueba la


paciencia de Malcolm extrayéndole información. y Finalmente llegó a una conclusión:
si el astrolabio había cambiado de dirección el día en que lo rescataron, tenía que haber
reaccionado a algún tipo de estímulo cercano a él. Y solo había sucedido una cosa
importante en las horas previas a su rescate.

Una tarde, horas antes de atracar, Jace tomó el astrolabio y bajó hasta la bodega del
barco. Allí apestaba y el agua le llegaba hasta los tobillos, pero necesitaba algo de
intimidad.

El barco comenzó a agitarse sobre las olas; pensó que habría llegado una tormenta en lo
que había tardado en bajar.

103
El astrolabio taumatúrgico parecía ser más importante de lo que había supuesto en un
comienzo. Era un objeto intrincado con luces que apuntaban en distintas direcciones.

Lo sacudió un poco y una de las luces parpadeó.

¿Una avería? ¡Un enigma!

Era tan intrigante que Jace decidió hacer algo temerario.

Tomó una pequeña herramienta de una caja de almacenamiento y comenzó a desmontar


el único dispositivo del que dependía la expedición.

Fue fácil, como el telescopio que había desmontado hacía semanas. Colocó las piezas
delante de él, en una cuadrícula ordenada, mientras avanzaba hacia el centro del objeto.
Allí vio un pequeño engranaje que parecía algo suelto. Lo ajustó y volvió a montar el
astrolabio.

Ahora solo emitía un haz de luz, brillante y claro, que apuntaba en una única dirección.

Ahora tocaba la prueba más importante.

Jace colocó el astrolabio sobre una caja, cerró los ojos y se concentró.

Sintió que en la parte de atrás de su cabeza cobraba forma esa extraña parte de sí que le
hacía ser él.

Inspiró profundamente y fue a tomarla.

104
Sintió que su cuerpo se rompía en pedazos y volvía a recomponerse. El ya conocido
triángulo apareció una vez más sobre su cabeza.

Jace parpadeó, algo mareado, y miró el astrolabio con anticipación. Le costó no soltar
un grito de alegría. La aguja apuntaba directamente hacia él.

La teoría era la siguiente: el astrolabio taumatúrgico apuntaba siempre a una expresión


muy específica de la magia. Las pequeñas ilusiones no movían la aguja, pero lo que
quiera que Jace podía hacer (con esfuerzo) sí.

Si su teoría demostraba ser cierta, la ciudad dorada tenía que ser un inmenso nodo de
energía mágica, y el astrolabio apuntaría directamente a su fuente.

¡Magnífico!

Jace alzó en alto el astrolabio taumatúrgico y subió corriendo por las escaleras hasta
llegar a cubierta.

—¡Vraska! ¡Sé cómo funciona el astrolabio!

Un súbito trueno en la lejanía ahogó el grito de Jace. El cielo se había puesto de un


terrible color gris y la tripulación se preparaba para la tormenta.

Vraska estaba en el puente de mando, mirando hacia arriba. Malcolm planeaba sobre
ellos y trataba de divisar algo. Voló hacia abajo, aterrizó y consultó algo con Vraska.

Jace no quería interrumpir, así que esperó una oportunidad de preguntar lo que pasaba.

Un momento más tarde, Vraska se dio cuenta de su presencia.

—¡Jace! No te quedes en cubierta. Se acerca un barco de la Legión del Crepúsculo y


hay una tormenta en el horizonte.

—Creía que hoy íbamos a llegar a nuestro destino.

—Sí, también. Las tres cosas. Pero tengo que asegurarme de que no ocurran al mismo
tiempo.

De repente, el cielo se abrió y una cortina de lluvia torrencial comenzó a caer sobre la
cubierta de El Beligerante. Vraska agarró a Jace por los hombros.

—¡No te quedes en cubierta!

Un rayo rasgó el cielo, seguido de un trueno, y el barco se escoró violentamente hacia


un lado.

Una ola inmensa se alzó en la distancia y Jace vio el barco de la Legión del Crepúsculo
en la cresta. Era gigantesco, más grande aún que el que habían visto hacía semanas, con
dos botes de remos suspendidos a cada lado.

105
El Beligerante, a su vez, se alzó sobre su propia ola y Jace miró hacia una larga línea
verde de costa. Ixalan estaba allí; era una bahía prístina rodeada de arena junto a una
elevación del terreno cara al mar. En el cielo se arremolinaban las nubes negras y olas
aún más grandes y abundantes amenazaban con volcar el barco.

Enfrentarse a los rayos y a los conquistadores o estrellarse contra las rocas de la costa.
Ninguna de las opciones parecía muy favorable.

Jace se metió el astrolabio en el bolsillo mientras Vraska gritaba órdenes.

—¡Aferrad los cañones y apagad el fuego de la cocina! ¡Rizad la vela mayor y corregid
el rumbo!

El barco volvió a sacudirse y un marinero cayó al mar.

Jace observó mientras Vraska ponderaba las opciones. Echó un vistazo a la costa y
luego al resto de la tripulación.

—¡Abandonad el barco! —gritó—. ¡Abandonad...!

Un muro de agua se alzó a un lado del barco y se estrelló contra Jace y Vraska.

Extendieron los brazos el uno hacia el otro mientras el agua los barría de la cubierta.

Y El Beligerante se estrelló contra las rocas.

106
La carrera, 1.ª parte

Adanto, la primera fortaleza

La guarnición de la fortaleza Adanto ya se había acostumbrado a los ataques frecuentes,


a las tempestades violentas y a todo tipo de agresiones que procedían de las tierras
salvajes a su alrededor. Sin embargo, jamás imaginaron quién llegaría a su noble
barricada desde la costa.

Guardias y sacerdotes se asomaron por encima de los altos y gruesos muros y vieron
que se acercaba una figura consumida y grotesca. Se trataba de un hierofante, un clérigo
vampírico, que se encontraba cubierto de arena y tenía las mejillas hundidas de hambre.
Su mirada irradiaba furia y llevaba la barba descuidada. A todo juicio, parecía un loco.

—¡He conquistado las olas y la mismísima muerte, alabemos a santa Elenda! —gritó a
las caras que lo observaban desde arriba.

Los guardias se miraron entre sí con incertidumbre. El hombre bajo ellos se rasgó la
túnica y cayó de rodillas, con las manos de largas uñas cerradas en oración. Sus rezos
eran altos y claros, como si no le importara que le escuchasen. Los guardias mortales
retrocedieron, incómodos; quienquiera que fuera, era evidente que se había entregado al
Ayuno de Sangre.

—¡Milagros maravillosos! ¡Venas vacías y lenguas sedientas, ella nos dio la vida!
¡Regocijaos, ignorantes!

107
Los guardias humanos no se atrevieron a abrir la puerta. Un vampiro en mitad del
Ayuno de Sangre era terriblemente peligroso. En este estado le era imposible distinguir
entre la sangre de un fiel y la sangre de un pecador. En vez de eso, uno de los guardias
pidió ayuda a una sacerdotisa.

El hambriento vampiro comenzó a rezar más fervientemente desde fuera de la fortaleza.

—Renuncié a alimentarme para acercarme a Santa Elenda, la bendita, ¡y aquí estoy!

Buscó dentro de un zurrón harapiento que le colgaba del brazo y arrojó varias piezas de
metal al suelo. Los guardias reconocieron un sextante aplastado, un astrolabio roto y
otros instrumentos de navegación totalmente estropeados.

—¡Sabía que no necesitábamos estas herramientas engañosas! —aulló el vampiro—.


¡Fue mi fe en Elenda lo que nos trajo hasta aquí!

La sacerdotisa vampírica de Adanto se había acercado al portón. A través de las gruesas


puertas de madera, habló con el vampiro que se encontraba al otro lado.

—Hoy no ha arribado ningún barco a nuestras costas. ¿En qué bajel has venido?

—¡En el que proporciona la sacrosanta fe inviolable! —rugió el vampiro—. ¡El barco


más hermoso de la Legión del Crepúsculo! Estoy aquí gracias al Coraje de su Majestad.

La sacerdotisa se arremangó e hizo una seña para que los guardias abrieran las puertas.
Estos levantaron los tablones y tiraron de las enormes cadenas hasta que el vampiro
hambriento entró tambaleándose.

La sacerdotisa contuvo un grito.

—¿Hierofante Mavren Fein?

—¡Santa Elenda fue la primera! —continuó Mavren Fein su discurso—. Su sacrificio es


nuestra vida. ¡Su generosidad es el modelo de nuestro éxito! Yo pasé por el rito hace
doscientos años y, gracias a la guía de Santa Elenda, la Primera, ¡alcanzaremos la
inmortalidad sin tener que beber sangre!

La sacerdotisa se había agachado a recoger las piezas rotas que Mavren Fein había
traído consigo. Lo miró, aún perpleja.

—¿Estas eran las herramientas de navegación de vuestro barco?

—Sabía que no las necesitaríamos —escupió Mavren Fein por toda respuesta.

De repente se quedó muy quieto, olisqueó el aire y levantó la cabeza para mirar a los
guardias en las almenas de la fortaleza.

Los guardias se apartaron de su vista, pero no lo suficientemente rápido.

108
Mavren Fein siseó y corrió hacia el muro, con los ojos fijos en los humanos en lo alto.
Comenzó a trepar por él con las garras; las astillas de madera de las plataformas
saltaban mientras él subía como un animal feroz. Su rostro era una máscara terrible con
los colmillos hacia fuera y los ojos muy abiertos. Cuando consiguió llegar hasta lo alto,
gateó y agarró al primer guardia humano que se encontró con unas uñas tan afiladas
como cuchillos.

El hombre soltó un grito de sorpresa cuando Mavren Fein mordió salvajemente el metal
que le cubría el cuello. Aunque nadie reaccionó a tiempo para detener el frenesí
sangriento del vampiro, el ataque fue en vano: sus colmillos no pudieron atravesar la
armadura. Mientras, el resto de guardias se acercó corriendo y lo patearon para arrojarlo
abajo. El vampiro aterrizó en el suelo con un ruido sordo y la sacerdotisa de Adanto se
arrojó sobre él. Lo inmovilizó para impedir que saltase de nuevo.

—Vuestra piedad es evidente, Mavren Fein —gruñó la sacerdotisa con esfuerzo—, pero
vuestro Ayuno de Sangre debe terminar si deseáis quedaros en Adanto. Finalizad ya el
Ayuno, hierofante. Vuestra misión requerirá que tengáis todos los sentidos alerta.

La sacerdotisa logró que Mavren Fein se incorporara y, luchando con él, comenzó a
arrastrarlo hacia las celdas de la prisión.

La Legión del Crepúsculo no solía hacer prisioneros a largo plazo, pero las celdas
servían para que los prisioneros se recuperasen del todo antes de sentenciarlos.

Mavren Fein fue arrastrado a la cripta de debajo de la iglesia, en el centro de la


fortaleza. Las paredes estaban revestidas de madera e iluminadas por delicadas lámparas
de aceite. La sacerdotisa abrió una puerta de hierro al final de la bóveda y guio a
Mavren Fein a través de ella. Por un hueco que había en la pared que dividía las celdas
llegaban, quedos, los sonidos de un hombre que se lamentaba.

109
—Manuel mató a un compatriota en una pelea por un juego de cartas —le dijo la
sacerdotisa a Mavren Fein, señalándole la celda de al lado—. Él será quien rompa
vuestro Ayuno al llegar el crepúsculo. Lo prepararé todo para la ceremonia.

La sacerdotisa cerró la puerta con llave y abandonó la cripta.

Mavren caminó por el perímetro de su celda. El estómago le rugía y los dientes le


castañeteaban de emoción.

—Di, criminal, ¿sabes quién es Santa Elenda? —preguntó a través de la pared.

Al otro lado se escuchó un sollozo. Mavren Fein cerró los ojos y alzó las manos.

—Santa Elenda, la más devota entre las devotas, la Primera y la Leal. Nació mortal; fue
una monja guerrera que, junto a sus hermanos y hermanas de fe, custodiaba el Sol
Inmortal en las montañas de Torrezón. ¡Escucha!

El sollozo se convirtió en un gemido.

—Pedro el Maligno los mató a todos. ¡Ese traidor de los suyos, pecador, ambicioso e
infame!

Mavren escupió.

—Pero ella... ella sobrevivió; era más orgullosa que nadie. Tenía los cabellos negros
como alas de cuervo y las uñas como el fulgor de un relámpago. Salió fuera y se
enfrentó a Pedro, pero... mientras tanto, el Sol Inmortal fue robado por una bestia alada
que llegó del cielo.

Los gemidos se habían callado. Parecía que Manuel escuchaba.

—La bestia se llevó el Sol Inmortal muy lejos, al oeste, ¡y Santa Elenda la persiguió!
¡Oh, su devoción! ¡Bendita sea Santa Elenda!

—¿Cómo... se convirtió en el primer vampiro? —masculló Manuel desde la celda


adyacente. Soltó un pequeño grito cuando Mavren Fein estrelló su cuerpo contra la
pared que los separaba.

—¡Era un genio, una visionaria! Recurrió a la magia negra y se arrogó la carga de la


inmortalidad hasta que el Sol Inmortal volviese a ser encontrado. Bendita sea Santa
Elenda, la Primera y la Leal, maravillosa y brillante. Buscó y buscó durante siglos y
regresó, ¡sí!, regresó a Torrezón, e instruyó a los nobles en su rito para que pudiéramos
compartir su sacrificio y unirnos a ella en su búsqueda. ¡Genio y visionaria, bendita por
el Crepúsculo!

Mavren Fein deslizó las uñas por la pared de madera.

—Yo fui de los primeros. Estuve ahí cuando ella se embarcó de nuevo hacia el oeste y
esperé pacientemente el día en que la seguiría. Paciencia, paciencia, paciencia... Se me
da bien esperar.

110
Mavren Fein guardó silencio. El único ruido que se escuchaba era la respiración
acelerada de Manuel en la celda de al lado.

El vampiro se arrodilló; las manos le temblaban por la debilidad que le causaba el


Ayuno de Sangre.

Introdujo los dedos por el hueco que había en la pared que lo separaba del humano.

Y Manuel gritó.

Con un solo movimiento, Mavren Fein tiró del panel y desgajó la madera de las paredes.
Apartó los trozos de un tirón y se introdujo entre ellos para lanzarse sobre su presa.

Un segundo después, sus colmillos estaban sobre el cuello del criminal y un olor
cobrizo de la sangre se extendió por la estancia.

Mavren Fein bebió con abandono.

La sacerdotisa y los guardias, alarmados por el repentino escándalo, bajaron corriendo a


las celdas y se detuvieron ante la visión que se alzaba delante de ellos. Observaron con
reverencia mientras Mavren Fein se alimentaba. El vampirismo era una maldición, una
carga que uno aceptaba en aras de un bien mayor. La condición de este vampiro se la
había impuesto él mismo; era algo triste, pero necesario. Lo que era suyo nunca volvería
a sus manos sin este tipo de sacrificios.

Mavren Fein jadeó y se limpió la boca con el puño de la manga. Poco a poco parecía
volver en sí, y al final se quedó muy quieto.

—Sacerdotisa —dijo con voz calma y medida—, decidme cómo os llamáis. —Era el
opuesto completo al vampiro que había desvariado antes.

—Mardia —dijo esta, e inclinó la cabeza—. Siento no haber podido realizar la


ceremonia completa para concluir vuestro Ayuno de Sangre...

—Está bien, piadosa Mardia —dijo Mavren Fein. Terminó de limpiarse y se puso en pie
con las manos entrelazadas—. Lamento profundamente las molestias.

—Decidme, ¿el resto de vuestra tripulación está muerta? —preguntó Mardia, que hizo
rápidamente una señal de bendición con las manos.

Mavren suspiró y asintió.

—Sí, nadamos hacia la orilla cuando nos destruyeron los instrumentos de navegación.
Una lástima, pero no pienso cejar en nuestra misión.

—¿Qué recursos podemos proporcionaros, hierofante?

Mavren Fein sonrió, gentil.

—Ropa nueva y un báculo. No necesito astrolabio alguno.

111
VONA

Vona, la Asesina de Magán

Vona de Yedo, la Daga de los Pecadores, la Asesina de Magán, se había ganado su


reputación a través de siglos de guerra. La Guerra de la Apostasía la mantuvo
entretenida; fue una garantía de que su espada siempre estaría húmeda y su sed, saciada.
En el continente de Torrezón, los reinos cayeron uno tras otro bajo el dominio de la
Iglesia y la Corona unificadas, y Vona disfrutó de todas sus conquistas.

Y ahora, desde la cubierta de su barco, miraba con voracidad el velero de la Coalición


Azófar al que se acercaban.

El mejor día de la vida de Vona fue, por supuesto, el de su segundo nacimiento, que
pasó arrodillada en una iglesia trabajando en el hechizo que entregaría su vida a la
Corona y a la Iglesia a perpetuidad. A menudo pensaba en aquella primera vez en la que
probó la sangre de hereje y en la promesa que hizo mientras lanzaba el hechizo: “Que la
sed sea nuestra penitencia; el servicio, nuestra vida. Que ahora y para siempre, la sangre
de los pecadores nos sirva de sustento hasta que descubramos la inmortalidad
verdadera”.

Vona recordó el ímpetu de los comienzos de su nueva vida, el aguijoneo insidioso del
hambre. Sus dones eran increíbles; podía caminar con el silencio de un depredador y
matar con la misma facilidad. Nunca tuvo miedo de ir sola por la noche, porque el alma
de la noche latía en su corazón, corría por sus venas. ¿Por qué querría la Iglesia que
todos dejaran de desear la sangre?

Claro está, se guardó su opinión para sí misma durante siglos. Cuando todo Torrezón
quedó finalmente unificado bajo el yugo de la Legión del Crepúsculo, a Vona le costó

112
abandonar la guerra como estilo de vida. Había adquirido un título nobiliario y tierras,
pero su territorio era pobre y rocoso, y pronto fue evidente que sus capacidades de
administración eran mucho peores que sus dotes para el asesinato.

Su ennui duró toda una década. Una noche, en un acceso de aburrimiento, decidió
romper la monotonía con algo divertido: algo tan mundano como un juego de niños, una
forma más de matar el tiempo. Acechó a todos y cada uno de sus sirvientes humanos en
sus lechos y en sus campos y, durante una feliz semana, los mató uno a uno, como parte
de su juego inocente. Cuando hubo terminado, abandonó sus humildes posesiones.

Eso ocurrió cincuenta años atrás.

En cuanto la reina Miralda anunció que estaba organizando una flota para viajar en
busca de Santa Elenda —la única y verdadera—, Vona se ofreció para dirigir el primer
barco que abandonase el puerto. La impulsaba la sed. Siempre la terrible sed. Daba
igual si sus presas eran justos o pecadores; lo importante era que encontraría algo con lo
que alimentarse en el camino.

El sistema solo funcionaba si no le decía a nadie lo poco que le importaban las reglas
que la gobernaban. El secreto lo hacía más emocionante.

Y ahora, una nave de la Coalición Azófar había aparecido a la vista de Vona.

Vona estaba en la proa del barco, mirando al mar con ojos acerados e inhumanos. Ahora
su misión la llenaba de emoción y mantenía a raya el ennui.

El Beligerante, decía el nombre escrito en uno de los lados del barco, y su tripulación
estaba distraída por la tierra que se divisaba enfrente de ellos. Una sirena que volaba por
encima del mástil se había dado cuenta de la presencia de Vona, pero no era más que
una gota en un cielo que se oscurecía por momentos.

113
Vona tenía sed y, por la naturaleza tornadiza de sus lealtades, sabía que El Beligerante
estaba lleno de pecadores listos para ser devorados. Abordar un barco pirata no dejaba
de ser irónico, pero era algo necesario para saciarla.

Una ola repentina propulsó violentamente el barco hacia delante; Vona se agarró a la
borda para mantener el equilibrio.

—¿De dónde ha venido esta tormenta? —le gritó a su navegante.

El humano examinó la línea de costa con el sextante.

—Alguien la habrá invocado. Los Heraldos del Río de Ixalan son famosos por su
dominio de los eleme...

—¡Me importa un bledo por lo que sean famosos! Céntrate en el barco de la Coalición
Azófar. ¡Ya casi estamos a punto de abordarlos!

Vona miró cómo su sacerdote levantaba el báculo y conjuraba un humo negro y espeso
que envolvió el barco de los conquistadores. El Beligerante estaba cerca;
seductoramente cerca (y, por los cielos, Vona estaba hambrienta).

Sin embargo, el cielo había pasado de un color gris de lluvia al negro más terrorífico. El
mar alzó el barco de Vona en la cresta de una ola antes de volver a estrellarlo contra la
superficie de las aguas. Los marineros se apresuraron a alzar las velas a barlovento, pero
las olas incesantes amenazaban con derribar el propio barco.

Vona vio la línea de costa, la arena blanca de la playa... y las rocas. Abrió mucho los
ojos y los cerró con fuerza justo cuando su barco se estrelló contra el costado de varias
de ellas.

Cayó por la borda y se sumergió entre las olas, con el cuerpo tan lacio como una
muñeca mecida por los violentos envites del mar, y, poco a poco, logró emerger a la
superficie.

114
Detrás de ella estaba su barco destrozado. A su alrededor, los cuerpos de su tripulación
como manchas sobre la arena blanca y prístina. Y, ante ella, un muro de jungla espesa y
oscura.

Tambaleándose y resbalando en las rocas del fondo del mar, Vona recorrió el camino
que la separaba de la orilla, con el agua a la cintura, hasta llegar a la arena.

Caminó unos pasos por la playa y tropezó con varios trozos de madera rota y envuelta
en algas marinas. Unos chapoteos a su espalda le indicaron que no era la única
superviviente y, poco después, algunos miembros de la tripulación emergieron
jadeando, cubiertos de harapos, tratando de alcanzar la orilla como ella. Le importaban
del mismo modo que los desconocidos en un mercado: estaban vivos y tenían sus
propósitos, objetivos y tareas; pero, para ella, su función era periférica.

La tripulación de Vona solo era un medio para alcanzar un fin. Ellos habían llegado a
las costas de Ixalan y, por tanto, habían alcanzado su fin. Pero... ¿y ella? Su propósito
era más elevado, algo que le había encomendado la reina en persona.

En su corazón se agitó un viejo sentimiento. Vona de Yedo, la Asesina de Magán,


estaba ahora más cerca de Santa Elenda que nunca.

Una sonrisa salvaje se extendió por su rostro. Por fin.

Terminó de salir del agua y caminó a trompicones. Algunos de los suyos gritaban
pidiendo ayuda o golpeaban las olas de forma patética; Vona los ignoró. Llevaban días
persiguiendo el bajel de la Coalición Azófar y Vona le había dicho a su navegante que
se preparase para el abordaje; la idea era alimentar a los vampiros para la expedición en
tierra que vendría después. Al fin y al cabo, su estirpe necesitaría fuerzas. Ahora,
mientras Vona miraba el barco pirata que yacía encallado junto al suyo, comprendió que
aquello no podía ser fruto de la casualidad.

Se sintió exultante. Si los rumores son ciertos, la extranjera que lleva el astrolabio es su
capitana.

La vampira se detuvo para considerar sus opciones. Podía esperar a que la capitana
emergiera... o emboscarla aprovechando la espesura de la jungla. Volvió a sonreír.
Había pasado mucho tiempo desde que mató a su última presa.

Unos pocos piratas estaban llegando a la orilla. Vona olisqueó el aire.

Un hombre con gesto dolorido se sentó en la arena, sujetándose lo que parecía un brazo
roto. Sus ropas eran los trapos propios de un contrabandista de la Coalición Azófar y su
rostro evocaba una tela de lino arrugada. Sus ojos coincidieron con los de Vona y cayó
de espaldas. Trató de apartarse con movimientos agotados.

—¡No, por favor! ¡No soy un criminal!

Vona se acercó con pasos largos y miró al pirata desde arriba.

—¿Reconoces la soberanía de la reina Miralda?

115
—¡S-sí, por supuesto!

La vampira hizo una mueca de desdén.

—Entonces sabrás lo que piensa su majestad de los mentirosos. Te juzgo culpable de


engaño y te declaro criminal ante la Iglesia.

Una neblina de ruidos y de arena salpicó su sentencia. Vona silenció de forma efectiva
el gritó que emergía de la garganta del pirata.

Bebió con avidez y sintió que la sangre del pecador fortalecía sus justos propósitos. En
alguna parte del fondo de su cabeza, sabía que estaba ensuciando la playa, pero no le
importó. El mar se ocuparía de limpiarla.

La vampira inspiró hondo, satisfecha, y tomó una espada que la marea había arrastrado
junto a ella.

Se encaminó hacia la espesura verde de la jungla.

No era una persona paciente. Sabía que sus soldados la seguirían en cuanto se
recuperasen.

Por otra parte, tampoco los necesitaba para esta tarea. Era la Asesina de Magán e iba a
hacerse con el Sol Inmortal.

116
JACE
Jace se alegraba de acordarse de que sabía nadar.

En el caos de la tormenta, había sido proyectado por la borda junto a Vraska. Se agarró
a un tablón de madera que flotaba para ahorrar energías. Suspiró aliviado cuando vio a
Vraska emerger a la superficie y una ola de agua salada le llenó la boca. Ella nadó hacia
él con brazadas firmes y confiadas, y ambos comenzaron a impulsarse hacia la costa.

—Alguien inició esa tormenta —apuntó Jace, escupiendo agua de mar.

—Había unos elementalistas en la costa, sobre esa roca de allí —dijo Vraska—. Ya no
los veo.

Jace echó un vistazo en esa dirección. A su izquierda estaba el barco de la Legión del
Crepúsculo que los había estado persiguiendo. Estaba encallado entre las rocas, pero
uno de sus botes seguía entero. Este flotaba en ángulo oblicuo sobre el agua poco
profunda de un delta cercano.

—¿Ves eso? Nos podría servir para navegar el río hacia el interior del continente —dijo
Vraska—. Voy a volver a por la tripulación. No te mueras.

Jace asintió a regañadientes y siguió avanzando hacia la playa. Acababa de sobrevivir a


un desastre náutico; no tenía ninguna intención de morirse ahora.

La playa era más salvaje y destartalada que la de la Isla Inútil. Estaba salpicada de rocas
traicioneras y algas marinas, y la marea baja hacía que todo apestase a mar. El aire
estaba cargado por efecto de la tormenta conjurada y la brisa llevaba trazas de humedad.

La imagen le provocó malestar. Era hora de marcharse antes de que hubiera sangre. Se
sintió como si estuviera en el puesto de salida de una carrera, como si alguien fuese a
abrir una puerta y un conejo saliera corriendo para que él lo atrapara.

Empezó a dirigirse hacia el bote varado. Ahora que había salido del mar, veía los
tremendos daños que había causado la tormenta. El Beligerante había acabado
incrustando en uno de los lados del barco de la Legión del Crepúsculo. De cada barco
salían trozos del otro y ambas estructuras de madera estaban casi entrelazadas. Jace
distinguió algunos cuerpos flotando en el agua, pero no se atrevió a mirar con más
detenimiento para saber cuáles de ellos eran amigos y cuáles enemigos.

Sintió un repentino peso en el pecho. Malcolm. Calzón. Gavven. Amelia... Todos ellos
eran las únicas personas que recordaba haber conocido en su vida.

Jace escuchó un susurro que se hizo más fuerte en su mente. Sonaba hambriento,
furioso, como algún tipo de animal. Miró a su derecha y vio a un vampiro con armadura
que corría a toda prisa hacia él por la arena.

El pánico se apoderó de Jace, pero cuando el instinto tomó el control, su percepción se


ralentizó hasta casi detenerse.

117
La mente del vampiro se mostró ante él como cristal tallado y destellos de frágil
energía. Jace se inclinó hacia el cristal y, consciente de la inmensidad de su propio
poder, hizo un esfuerzo para rozarlo solo en un punto mínimo, como la cabeza de un
alfiler. Cargó esa sutil expresión de poder con una simple orden: duerme.

El tiempo volvió la normalidad y Jace dejó escapar un sonido de asombro. El vampiro


delante de él se tambaleó y cayó cuan largo era sobre la arena, roncando.

Jace se detuvo y contempló la figura a sus pies, feliz y sorprendido.

—¡JACE!

Vraska corría hacia él.

CIERRA LOS OJOS, le gritó mentalmente, tan fuerte que él lo oyó.

Jace cerró los ojos a toda prisa y escuchó algo que caía en la arena detrás de él.

Se dio la vuelta y miró. A sus pies había un vampiro petrificado. Parecía como si lo
hubieran sacado de un museo. El vampiro se había quedado congelado en mitad de la
carrera; sus ropajes se habían solidificado con curvas y arrugas imposibles de tallar. El
detalle era tan grande que se le veían hasta los poros de la cara. Si Jace no lo hubiera
sabido, habría pensado que era una estatua esculpida por el más grande de los maestros.
Era casi hermosa.

Vraska se detuvo delante de él.

—Hemos perdido a Edgar —dijo secamente, y se volvió hacia el barco. Jace la siguió,
abandonando a su suerte al vampiro dormido y a su compañero petrificado.

Los tripulantes de El Beligerante que habían sobrevivido al naufragio estaban


intentando recuperarse y, a la vez, se preparaban para un enfrentamiento. Había varios
vampiros que también nadaban hacia la costa con facilidad, a pesar del peso evidente de
sus armaduras. Parecía que sus dotes les servían para algo más que alimentarse.

Calzón correteó por la arena hacia Vraska, agitando la cola.

—¡Nosotros pelear, tú irte! —la exhortó.

Vraska se arrodilló para estar a su altura.

—Nos iremos juntos. Somos una tripulación —dijo suavemente.

Calzón negó con la cabeza.

—¡Nosotros pelear contra Crepúsculo, tú buscar Sol! ¡Hablar después!

—¿Cómo nos encontrarás? —preguntó Vraska.

Calzón señaló a Jace.

118
—¡Seguir ilusión bonita!

Vraska asintió.

—Jace creará algo de gran tamaño cuando salgamos de ese bote, más arriba del río. Que
Malcolm eche un vistazo desde arriba a cada hora para buscarnos —se dirigió resuelta a
Calzón.

El trasgo asintió y volvió trastabillando hacia los supervivientes con dos cuchillos en
cada mano, como si fuera un muñeco asesino.

—¡Calzón! —gritó Vraska una vez más.

El trasgo se dio la vuelta y el resto de la tripulación escuchó atentamente las palabras de


su capitana.

—No hemos venido para establecernos. Dejad a los habitantes de Ixalan en paz —dijo
la gorgona—. Pero matad a todos los vampiros que encontréis.

El trasgo sonrió. La tripulación de El Beligerante sacó las armas y cargó contra los
vampiros que quedaban.

Jace sintió un escalofrío a pesar del calor tropical. Se alegraba de estar en el bando de
los piratas.

—¡Beleren! Ven conmigo —llamó ella antes de echar a correr.

Jace y Vraska corrieron por la arena de la playa en dirección al pequeño bote que
aguardaba aún en la desembocadura del río. Bajo ellos, el suelo dejó de ser una
superficie húmeda y suave para convertirse en tierra seca que se les metía en los zapatos
a su paso. Dejaron atrás el cuerpo de uno de los piratas empapado de su propia sangre, y
Vraska soltó un juramento. La sangre del cadáver dejaba un rastro y se internaba en la
jungla.

Sin dejar de correr, Vraska miró a Jace por encima del hombro.

—Jace, tienes que ocultarnos.

Él entornó los ojos y obedeció: invocó un velo de invisibilidad sobre él mismo y sobre
Vraska, que escondió sus movimientos mientras avanzaban por la playa. También
conjuró una ilusión para borrar sus huellas.

Vraska metió los pies en el agua poco profunda del estuario y, chapoteando, subió al
bote. Jace se aupó también y trató de recuperar el aliento.

Ocultos bajo la ilusión de Jace, Vraska puso a punto las velas.

El bote era pequeño, seguramente pensado para pequeños viajes de pesca y exploración.
Sus velas negras se agitaron y una repentina brisa del interior los empujó hacia la
jungla.

119
—Usemos el viento mientras podamos. Seguramente tendremos que remar bastante —
apuntó Vraska.

Observaron la batalla que se iniciaba en la playa, pero cuando pasaron un bloque de


vegetación formado por varios árboles entrelazados, perdieron de vista lo que quedaba
de El Beligerante. Los ruidos de la batalla y de las olas fueron reemplazados por los de
los insectos y los chillidos de pequeños reptiles que surcaban el cielo.

Aquí la jungla era distinta a la de la Isla Inútil. Jace se maravilló ante el tamaño de los
árboles: en su isla eran raquíticos, seguramente para no ocupar demasiado espacio, pero
aquí los árboles eran altos y con muchas ramas. Se sintió pequeño, como si fuera una
versión en miniatura de sí mismo en medio de un jardín inmenso.

Vraska estaba intentando que la escasa brisa sirviese para hinchar las velas. Al cabo de
un rato, se rindió y sacó los remos de debajo del asiento. Tenía el ceño fruncido de
preocupación.

—Te preocupa el resto de tu tripulación —dijo Jace.

Vraska asintió.

—Sí, pero saben cuidarse solos —respondió—. Soy su capitana, no su madre. Nos
encontrarán una vez que neutralicen la amenaza.

El follaje de los árboles comenzaba a cerrarse sobre sus cabezas.

El verdor y las sombras rodearon la embarcación, y el río comenzó a estrecharse hasta


convertirse en un profundo canal. Las ramas se entrelazaban sobre ellos y el sol
desapareció por completo. El aire era húmedo, pesado y olía a tierra mojada.

120
Jace miró sobre el borde del bote. Un banco de peces nadaba juguetonamente a su lado,
aunque apenas distinguía sus formas en el agua turbia.

Echó un vistazo hacia arriba; Vraska lo miraba con una expresión extraña que no podía
interpretar. Parecía... muerta de dudas.

—¿Qué pasa? —le preguntó.

Ella inspiró hondo.

—Ni tú ni yo somos de aquí —soltó.

Jace parpadeó.

—Es evidente. Dijiste que somos de Rávnica...

Vraska hizo un mohín. No parecía estar segura de hablar, pero tampoco quería
callárselo.

—Rávnica no está en este plano.

Las cejas de Jace saltaron hacia arriba.

—¿Este plano?

Vraska intentaba encontrar la forma de expresar lo que quería decir. Guardó el


astrolabio que Jace le había devuelto y movió las manos.

—Me dijiste que tu cuerpo desapareció y volvió a aparecer cuando llegaste y que viste
un símbolo sobre tu cabeza, ¿verdad?

Jace asintió.

Vraska resopló y se calmó un poco. Una sombra extraña oscureció el bote y, sin previo
aviso, su cuerpo desapareció.

Jace se incorporó tan rápido que le faltó poco para caerse al río.

Escuchó un golpe seco y se dio la vuelta: Vraska había vuelto a aparecer al otro extremo
del bote, el mismo que había ocupado antes (teniendo en cuenta que la barca había
seguido su curso), y el símbolo del triángulo rodeado por un círculo se mostraba sobre
su cabeza.

Jace abrió mucho la boca.

Vraska extendió las manos en señal de “¡sorpresa!”.

—Yo también soy uno de ellos. Y, en general, cuando nosotros... —Se señaló a sí
misma y a Jace— hacemos esto —Hizo un gesto que lo abarcaba todo—, podemos

121
viajar a otros planos de existencia. Somos caminantes de planos o, si lo prefieres,
Planeswalkers.

Era demasiada información de una vez. Jace comenzó a formular la primera de las
treinta preguntas que se le habían ocurrido inmediatamente.

Vraska alzó la mano para hacerle callar.

—¡Déjame terminar! Ahora bien, siempre que intentamos cambiar de plano, hay algo
que nos lo impide, como si no pudiéramos marcharnos. ¿Cierto o no? Creo que Orazca
no solo guarda el Sol Inmortal, sino también el encantamiento que nos impide escapar.
Me dijeron que lanzase un hechizo para contactar con otro plano cuando encontrásemos
el Sol Inmortal. Y, después de eso, creo que podremos marcharnos.

—¿Cómo es posi...?

—Jace, me enseñó a navegar un dragón. ¿Quién sabe lo que es posible y lo que no a


estas alturas?

Jace estaba absurdamente emocionado con este rompecabezas que resolver. Clavó la
vista en Vraska y formuló sus pensamientos en alto.

—Pensábamos que el astrolabio apuntaba a la ciudad, pero apunta a cualquier lugar


donde brote una magia poderosa. —Señaló al bolsillo de Vraska—. En vez de al norte
magnético, señala al norte etérico y a grandes depósitos de magia similar. Por eso me
señalaba a mí cuando me encontrasteis, y por eso seguramente te señala a ti ahora.
Intenté decírtelo en el barco antes de que nos estrelláramos.

Ella sacó el astrolabio. La aguja la señalaba a ella, pero poco a poco iba cambiando a
medida que el signo sobre su cabeza se desvanecía.

Jace asintió, confirmando su propia teoría, y ajustó una corona en uno de los lados para
que el segundo rayo apuntara hacia lo que ahora sabía que era el norte etérico. Lo
encendió y lo apagó; el punto que señalaba a Orazca permaneció estático.

—Podemos usarlo para trazar adecuadamente nuestra ruta si calculamos el ángulo entre
el norte etérico y Orazca... o podemos seguir simplemente la dirección que apunta a los
grandes depósitos de magia, como venías haciendo. Es una opción menos elegante, pero
funciona.

—Es... increíble —dijo Vraska, parpadeando mientras miraba el astrolabio


taumatúrgico. Sonrió y terminó por reír—. ¡La barrera debe de usar la misma magia que
empleamos para cambiar de plano! Por eso el astrolabio apunta allí. ¡Lo descubriste!

Jace ocultó su mirada vergonzosa encogiéndose de hombros. Vraska continuó:

—Estaba segura de que el ser que me mandó aquí acabaría conmigo si no encontraba
aquello a lo que apuntaba este chisme. Pero ahora tenemos una oportunidad, gracias a ti.

—Todos tenemos nuestros talentos —respondió Jace humildemente.

122
Vraska sonrió.

—¡Y los tuyos son increíbles! —Se detuvo un instante y algo cambió en su rostro, se
dulcificó—. Jace, siento mucho haberte ocultado esto. No sabía si podía confiar en ti
cuando te encontré. No tengamos más secretos.

Las corrientes del río lamían los lados del barco mientras ella remaba.

—Nunca tuve la oportunidad de darte las gracias por esa noche, cuando estábamos
atracados en Zabordada. Nadie había escuchado nunca mi historia como tú. Gracias.

Jace sonrió.

—Tu historia merece ser contada. Gracias por compartirla conmigo.

La dulce sonrisa que ella esbozó le hizo pensar. Era vulnerable y sincera, y ambos se
miraban a los ojos.

Vraska había dejado de remar.

Todo en aquella jungla era brillante y vívido. Todo parecía tener un significado. Jace
bullía, lleno de miles de preguntas, cada una de ellas distinta a la otra. Una mezcla de
cuestiones mundanas y fantásticas. ¿Le gustaba a Vraska leer? ¿Cuáles eran las
propiedades metafísicas del espacio entre planos? ¿Por qué caminar por los planos era
distinto a lanzar un hechizo normal? ¿Cuál era su postre favorito?

Sin embargo, algo en el fondo de sus pensamientos le llamó la atención.

Observó las orillas del río. Se quedó callado durante varios segundos, utilizando su
energía para detectar si alguien los seguía. El hechizo de invisibilidad sobre el bote
seguía en pie. A su alrededor, el territorio estaba vacío en más o menos una milla, pero
había gente en las fronteras. Se concentró tanto como pudo para aumentar el rango de su
percepción.

Vraska lo miró atentamente.

—¿Ves a alguien?

Jace asintió.

—Una humana, una vampira, una tritón... y un minotauro.

Confusa, Vraska frunció el ceño.

—¿Un minotauro?

123
HUATLI
Los gruesos manglares dieron paso a la arena esponjosa, y Huatli sintió que su montura
se hundía un poco a cada paso por la hermosa playa que la rodeaba. Se dio la vuelta y le
hizo un gesto a su segundo al mando. Esta era la zona en la que se había visto por
última vez a los tritones.

Era la zona en la que encontraría a quien la guiaría hasta la ciudad dorada.

Huatli, jinete de dinosaurios

Huatli se animó pensando en el desafío.

A su vez, el garrapié sobre el que montaba gorjeó de emoción.

La conexión entre dinosaurio y jinete era muy profunda. Algunos preferían criar a sus
monturas desde que salían del huevo; otros cazaban dinosaurios salvajes y creaban un
vínculo personal a través de la magia. Huatli era muy práctica: sus monturas no eran
niños ni mascotas, eran herramientas a las que había que tratar con respeto, pues eran
una extensión de su persona.

Sobre ella, el cielo estaba gris y el oleaje se estrellaba contra unos acantilados que,
desmoronados, penetraban en el mar en forma de rocas. Cerca del montón de rocas más
grande, Huatli distinguió dos barcos naufragados y maltrechos. Uno portaba los colores
de la Coalición Azófar; el otro enarbolaba las velas negras de la Legión del Crepúsculo
hechas jirones y enredadas en los mástiles.

Una persona le llamó la atención. Debía de ser una persona, pero no se parecía a nadie
que Huatli hubiera visto antes.

124
Su piel era de color verde esmeralda, como la de un reptil, y sus ojos dorados estaban
muy abiertos, buscando supervivientes. De su cabeza brotaban unos cabellos parecidos
a lianas de la selva. Llevaba una casaca y calzas de capitana.

Huatli sabía que no debía acercarse a los barcos. La tormenta conjurada por los tritones
había bastado para hacer naufragar las embarcaciones, pero probablemente no era
suficiente para acabar con todos sus tripulantes. Aunque su entrenamiento de guerrera la
instaba a combatir a los invasores, Huatli sabía que no debía dejarse distraer.

Inti se acercó por la derecha de Huatli. Iba montado en un dienteacero, una montura más
robusta y bastante más grande que la de Huatli, un garrapié pequeño y ágil. Inti miró a
su líder y señaló a la roca junto a la que yacían los dos barcos hundidos. Con la otra
mano palmeó la red que colgaba del lado de la silla de montar de Huatli.

Huatli asintió. Debe de poder ver al Heraldo del Río que convocó la tormenta.

Se volvió hacia Teyeuh.

—Regresa a la ciudad y reúne a nuestras fuerzas para disuadir a los supervivientes.

Teyeuh asintió y espoleó a su crestacuerno de vuelta a la fronda verde y oscura de la


jungla.

Huatli e Inti se desplazaron a lo largo de la línea de costa y atajaron por el espeso


bosque, justo donde la vegetación terminaba y comenzaba la arena. Subieron entre
manglares y agua salobre hacia la elevación del terreno a la que apuntaba Inti.

Abajo, en la playa, se oyó el grito de un hombre. Huatli no se volvió para contemplar la


escena; sabía que no debía perder la concentración. En su lugar, hizo que su ágil
garrapié avanzara más rápido y atravesó la jungla hasta encontrarse a plena luz del día.
Muy abajo, los gritos se interrumpieron de forma abrupta, justo en el momento en el que
vio un cuerpo inerte sobre la roca al frente. Espoleó a su montura y se acercó para
examinarlo.

Allí, sobre la roca que se alzaba sobre el vasto océano interminable, yacía inconsciente
una mujer tritón.

Tenía aspecto de anciana; sus crestas membranosas eran largas y con las puntas
descoloridas, y unos dijes de jade enmarcaban su rostro. Quienquiera que fuese, era la
artífice de la tormenta que había hundido los dos barcos. Y, si era tan importante como
Huatli intuía, conocería el lugar donde se encontraba Orazca.

Huatli sintió que su ansiedad se multiplicaba. Este plan nunca le había parecido
especialmente bueno, pero ahora que tenía a la tritón delante de ella, le resultaba casi
imposible.

¿Cómo voy a convencer a los enemigos ancestrales del Imperio del Sol de que me
ayuden?

Su coraje se incrementó y frunció el ceño con determinación. Encontraré alguna forma.

125
Huatli desmontó y caminó hacia la figura. A medida que lo hacía, la anciana comenzó a
moverse y, aún mareada, logró incorporarse. Mientras trataba de recobrar el equilibrio,
miró a Huatli y a Inti a su lado y las agallas de su rostro se retrajeron por la sorpresa.

—No tengo intención de atacarte —dijo firmemente Huatli.

La tritón cerró los ojos.

A Huatli se le erizó el vello. ¿Qué estaba haciendo?

La tritón tomó aire, exhaló y volvió a mirar a Huatli a los ojos.

—Él está de camino hacia allá. Aparta de mi camino o tendré que obligarte.

¿De qué habla? Huatli sujetó su arma con fuerza. Los Heraldos del Río tenían fama de
abstractos. Sabía que negociar con uno de ellos para conseguir un guía sería muy difícil,
pero su impulso le decía que, con esta en particular, sería como pedir a los chamanes del
Imperio del Sol que la aconsejaran sobre qué comer hoy. No habría respuestas directas.

—Me llamo Huatli y soy la futura poetisa guerrera del Imperio del Sol. Dime tu
nombre.

—Soy Tishana, de los Heraldos del Río —respondió cautelosamente la tritón—, e


Ixalan está en peligro.

Alzó una mano y una ola se estrelló contra las rocas bajo ellos.

Una táctica de intimidación. Huatli no se asustaba con tanta facilidad. Se mantuvo


firme.

—¿Por qué dices eso?

Las agallas de Tishana se agitaron a cada lado de su rostro.

—Un Heraldo del Río traicionó mi causa y viaja hacia allá en estos momentos. Kumena
quiere desequilibrar las dependencias radicales.

A Huatli, esta tritón le recordaba a un cruce entre alguno de los chamanes del Imperio
del Sol con una tía algo chiflada. Era una mística sabia y perceptiva con el vocabulario
de una excéntrica.

—Quiero ir a Orazca —dijo Huatli—, pero necesito alguien que me guíe.

Las agallas temblaron.

—¿Qué?

—Ella la ha visto —intervino Inti mirando a Huatli.

Las agallas se abrieron mucho.

126
—Usé una magia extraña y vi una ciudad dorada. —Huatli eligió cuidadosamente las
palabras.

Tishana le devolvió una mirada impávida.

—Viste una ciudad dorada.

—Sí.

—¿Pero no la ciudad dorada?

Huatli frunció el ceño avergonzada. Esta conversación le resultaba familiar.

—Vi Orazca —replicó con voz firme.

Inti habló de nuevo con voz suave.

—Debemos encontrar la ciudad dorada si queremos proteger a nuestros dos pueblos. —


Señaló a la lucha que transcurría en la playa.

Tishana se volvió a Huatli y se inclinó, inquisitiva. Su rostro era severo pero honesto, y
en él se leía la concentración de un depredador.

—¿Solo quieres ir allí? ¿No conquistarla? ¿No reclamarla en tu nombre o en el de tu


imperio?

Los labios de Huatli se apretaron, formando una línea. Se arrodilló y puso su arma en el
suelo; después, miró a la tritón con absoluto respeto.

—Algo dentro de mí hizo que viera la ciudad. Estoy segura de que es la prueba de que
mi misión es crucial para la supervivencia del Imperio del Sol y de los Heraldos del Río.
Tú y yo no somos enemigas.

La tritón se detuvo y examinó la cara de Huatli. Parecía ver a través de ella y Huatli se
sintió joven, muy joven, mientras le devolvía todavía arrodillada la mirada a Tishana.

Tishana bajó las pestañas y torció la boca mientras meditaba su respuesta. Alargó la
mano y la puso sobre la frente de Huatli.

Huatli sintió un calor extraño, como si alguien hubiera revuelto un fuego en su interior.

Tishana abrió los ojos.

—Sentí tu presencia hace días —dijo.

Huatli no pudo evitar que su rostro expresara sorpresa y repulsión.

La tritón dio un paso hacia atrás, ignorando su respuesta.

127
—Sentí que alguien tiraba con fuerza de la energía de nuestro mundo, como un delfín
que intenta dar un salto sobre la superficie del mar.

Tishana iba más allá de ser un poco inquietante. Huatli estaba familiarizada con las
metáforas, pero las de la tritón eran mucho más oscuras.

—¿Sabes lo que era? —susurró Huatli con urgencia.

Las pupilas de la tritón se convirtieron en dos líneas.

—Solo sé que la superficie de nuestro mundo es imperturbable desde abajo. Algunos


caen..., pero una vez que se sumergen, no pueden salir.

Huatli no sabía qué quería decir Tishana con eso.

—Sentí un tirón similar esta mañana —dijo— en dirección al mar. Y otra vez, hace
unos dos meses, mucho más allá del horizonte. Pero no era tu energía.

La tritón se arrodilló y miró a Huatli directamente a los ojos.

—Si dices que viste una ciudad mientras contemplabas los confines de nuestro mundo,
te creeré.

Inti miró a Huatli y sonrió, orgulloso. Huatli se alegraba de que estuviera allí para
apoyarla.

—Pero debes prometerlo, Huatli. —Tishana la miró con severidad—. Iremos a la ciudad
para impedir que Kumena entre en ella, porque sus actos os ponen en peligro a vosotros
tanto como a nosotros. Si intentas conquistar Orazca para los tuyos, no dudaré en acabar
contigo.

Huatli no tenía nada claro cuál sería el resultado de la exploración. Así las cosas, iba a
ser un viaje muy interesante, pero no tenía otras opciones.

—Gracias, Tishana.

Huatli subió de nuevo a su montura y le ofreció una mano a la tritón para que se sentase
junto a ella.

Tishana observó la mano como si por ella corrieran miles de insectos.

—Viajaré por mis propios medios —refunfuñó.

La tritón sacó un pequeño objeto de jade de una bolsa que llevaba y lo dejó en el suelo.

128
Levantó la mano y el jade se iluminó por dentro; era como el brillo de una luciérnaga
encerrada en una piedra verde moteada.

El suelo y la vegetación del promontorio de roca sobre el que se encontraban


comenzaron a vibrar y a acercarse al tótem de jade, como si este las atrajera como un
imán. Las rocas y la madera se curvaban mientras se expandían, protegiendo el tótem, y
comenzaron a tomar la forma de un elemental. En pocos momentos, donde se había
colocado la hermosa talla de jade había un fiero elemental tan alto como el garrapié de
Huatli.

Tishana levantó un pie y parte del bosque formó un escalón de ramas para ayudarla. Se
aupó sobre el elemental y se sujetó a la parte superior de su nueva montura.

129
—Seguidme —dijo.

Huatli tragó saliva. Esta mujer poseía un poder inmenso.

Tiró de la brida de su propio dinosaurio y miró de nuevo a la playa, donde se


desarrollaba una escena de caos absoluto. Algunos supervivientes estaban tratando de
escapar de los dos barcos naufragados y ganar la playa, mientras que una gran mancha
de sangre se extendía por la arena blanca. Lo que parecía una mujer vampiro se
internaba en la jungla.

Huatli señaló hacia la conquistadora que huía.

—¡Inti, síguela! Busca mi rastro en la jungla cuando llegue a alguna parte.

Inti comenzó a deslizarse por la ladera del promontorio rocoso y desapareció en la


jungla.

Huatli silbó una rápida melodía en dirección a Teyeuh, con la esperanza de que aún
pudiera oirla. Le dio las gracias en silencio por recordar su entrenamiento; Teyeuh
escuchó la orden e, inmediatamente, se volvió para seguir a Inti y a la vampira.

Otra que tiene prisa para llegar a Orazca, sin duda, pensó Huatli riéndose para sí.
Sanguijuela patética.

En su mente surgió el inicio de un poema mientras descendía con su garrapié al otro


lado del promontorio. Miró hacia los barcos destrozados y se preguntó cuál sería el
mejor comienzo para el poema sobre esta expedición.

Un barco de sanguijuelas perseguía a un barco de pulgas...

—Detente. Ve hacia el río —ordenó Tishana.

La tritón hizo girar al elemental sobre el que iba montada y tomó ese camino. Huatli la
siguió y se detuvo a su lado.

Tishana suspiró con la impaciencia de una erudita muy ocupada.

—Alguien está invocando una ilusión aquí, en el agua.

Huatli miró la mano de la tritón y luego más allá, a donde las aguas del río
desembocaban en el océano, y se quedó paralizada. El río estaba tranquilo: no había
rápidos que hicieran espuma en su corriente, pero en la superficie se estaba formando
una estela que se extendía sobre el agua. No había ninguna fuente visible y, claramente,
no había nada que nadara bajo esa estela.

—Es... extraño. ¿Estás segura de que es una ilusión? —preguntó Huatli.

Tishana bufó.

—Llevo invocando ilusiones desde mucho antes de que tú nacieras.

130
—Pero... ¿crees que es obra de alguno de los supervivientes de la Legión del
Crepúsculo?

La tritón sacudió la cabeza.

—Estas ilusiones quedan más allá de sus dotes. Me temo que se trata de una amenaza
peor.

Sin más dilación, el elemental de la tritón se dio la vuelta y avanzó a zancadas hacia la
jungla.

Huatli gruñó de frustración y espoleó a su montura para seguirla. Ambas se internaron


en la espesura sin perder de vista la extraña corriente del río.

Hojas y ramitas golpeaban el rostro de Huatli, pero en su corazón había esperanza.


Quizás esto era lo que debía hacer, al fin y al cabo. Todo lo relacionado con esta
situación era nuevo e incómodo, y Huatli odiaba admitir que estaba nerviosa, pero de
momento, parecía que todo estaba yendo bien. Hasta donde ella supiera, ningún Heraldo
del Río había cooperado por voluntad propia con un guerrero del Imperio del Sol.

Por ello, la ayuda de Tishana resultaba increíblemente extraña. Huatli no podía evitar
preguntarse si la tritón planeaba aprovecharse de ella. No ayudaba que Tishana fuera tan
difícil de interpretar.

El garrapié de Huatli gorjeó de emoción. Corría golpeando el suelo de la jungla a un


ritmo constante.

—¿Habéis oído los susurros en el Imperio del Sol? —gritó Tishana sobre los sonidos de
hojas y la pesada humedad.

—¿Hablas de susurros de verdad o de rumores?

La tritón ignoró la petición de información.

—Uno de los nuestros escuchó una conversación en la ciudad fronteriza de Zabordada.


Más adelante lo corroboramos con las palabras de alguien del Imperio del Sol. Una
capitana de la Coalición Azófar posee un astrolabio capaz de encontrar la ciudad dorada
—dijo Tishana—. Tiene la piel del color de la esmeralda y...

—¿El pelo como lianas de la selva? —completó Huatli.

La tritón no respondió. Solo el ruido que hacían contra el suelo los pies de roca y
madera de su elemental rompía el silencio.

—La vi cerca del naufragio —dijo Huatli—. Si posee lo que tú dices, esa estela en el río
debe de ser suya.

—Debe de ser una ilusionista muy avezada. —Los ojos de Tishana se volvieron hacia el
río.

131
Huatli tensó las riendas de su dinosaurio.

—Entonces debemos estar preparadas. Cuando el río se estreche, no podrán avanzar


más, y entonces atacaremos.

—Necesitamos su astrolabio mucho más que sus cadáveres —dijo Tishana.

—No pensaba matarlos —dijo Huatli, irritada y ofendida.

Tishana chasqueó la lengua con desaprobación.

—La mañana está cubierta de niebla —dijo con un sabio asentimiento.

Frustrada, Huatli se mordió el labio.

—¿Puedes aclararme lo que significa esa niebla?

—La ubicación concreta de Orazca es un secreto, incluso para nosotros.

La confianza de Huatli se desmoronó.

—¿Entonces no sabes dónde está... en absoluto?

La tritón le devolvió la mirada.

—Conocemos su ubicación general.

Huatli cerró la boca. Inspiró hondo y se esforzó por ocultar la creciente frustración.

—Entonces, está más allá del territorio del Imperio del Sol, ¿no?

—Está cruzando la cordillera que separa a Pachatupa de Quetzatl y, una vez allí, pasado
un lago.

Huatli buscó en su topografía mental.

—¿Al norte o al sur del valle perdido?

—Al sur.

—¿Y eso es todo lo que sabes?

—Sí.

Huatli asintió. Se sentía superada por la situación.

—Bien, entonces necesitamos ese astrolabio.

132
La carrera, 2.ª parte

VRASKA
El río se estaba estrechando mucho. Vraska miró por encima del borde del bote y vio
que la orilla estaba a pocos palmos de distancia.

Frente a ellos, dos enormes rocas se alzaban, una a cada lado del río, como columnas de
entrada a un país maravilloso. El bote tendría espacio para deslizarse entre ellas, pero no
mucho más.

Le dolían las ampollas.

Movió más despacio el remo izquierdo y comenzó a girar el barquito hacia la orilla.

Hacía horas que Jace había dejado de intentar mantener el hechizo de invisibilidad. La
noche cayó y las luces de los insectos, además de otros brillos extraños que Vraska no
reconocía, iluminaban la jungla. La pendiente de las orillas era demasiado escarpada
para sacar el bote del río. Si no fuera por los enormes dinosaurios que sin duda se
ocultaban en la jungla, habría pensado que el ambiente era de lo más encantador.

133
—Dormiremos en el bote —dijo Vraska. Soltó los remos y siseó al tocarse una de las
ampollas.

El astrolabio taumatúrgico yacía sobre la madera que separaba a los dos Planeswalkers.
Jace lo tomó y miró a la dirección en la que apuntaba.

—Este cacharro sería más útil si nos dijera cómo de lejos estamos... —dijo Vraska
mientras estiraba los brazos por turno. Entrelazó los dedos y suspiró.

Jace no respondió.

Miró hacia arriba, y la magia de sus ojos iluminó los contornos de su rostro. Sobre ellos
se materializó un gigantesco caballo de tiro que brillaba con una suave luz azul. La
ilusión atravesó el follaje y galopó por el cielo nocturno.

Aquel caballo espectral serviría de aviso para Malcolm.

Espero que el resto de la tripulación llegue pronto.

El aire podía cortarse con un cuchillo. Olía a vegetación en crecimiento, a cosas que
brotaban, se alimentaban, morían, se pudrían y volvían a crecer sobre otras cosas que
también se alimentaban y morían. Vraska recordó que su tripulación solía cantar en las
noches de calma chicha como esta cuando estaban en mitad del mar. Le encantaban
aquellos momentos en grupo. Ella y su tribu, enemigos de todos salvo de ellos mismos.

—Existe un castillo profundo y antiguo... —comenzó a cantar.

Jace la miró como si le hubiera crecido una segunda cabeza. Vraska sonrió y siguió a lo
suyo.

—De sus ventanas surge un extraño brillo.


Es un bello laberinto de descomposición...

Vraska se detuvo. Jace escuchaba con interés.

—¿Quieres que siga? —preguntó con una sonrisa cansada. Jace sonrió.

Ella se acercó más a él y continuó cantando en susurros. Quizá la música mantendría a


raya a los posibles dinosaurios que los acecharan.

“... pues, algún día, reinará la putrefacción”.

Jace, también cansado, emitió un ruidito de aprobación.

—Qué canción más alegre.

—Los Golgari no tienen mucho de lo que alegrarse. —Vraska se echó de nuevo hacia
atrás y cerró los ojos.

La voz de Jace era soñolienta.

134
—Calzón me enseñó otra canción.

—¿La de los higos?

—Vaya canción más grosera. Pero que mucho. Ese trasgo es pequeño, pero matón.

Jace guardó silencio después de eso y, apenas un instante después, ya se había dormido.
Vraska se preguntó si era capaz de hacer eso a voluntad.

Por encima de ellos se escuchaba el sonido de pequeñas criaturas aladas; las aves
nocturnas cantaban en la espesura de la jungla.

Abrió un ojo dorado y le echó un vistazo a Jace. Al segundo telépata más peligroso del
Multiverso.

Podría destrozarme la mente con tanta facilidad como yo canto.

Y sin embargo... no lo haría. Nunca lo haría. No después de haberla escuchado como


hizo (como nadie lo había hecho nunca).

En ese momento, Vraska supo que, al margen de sus recuerdos, aquel era un hombre en
el que podía confiar... y alguien que, a cambio, confiaría en ella. No necesitaba a nadie
para sentirse completa ni a nadie que la validara. Y, si él no la correspondía... bueno, no
pasaba nada; todavía tenía un libro de historia en casa por terminar. Pero si la
correspondía... Vraska imaginó que él le prepararía té cuando ella tuviera días malos. La
escucharía cuando lo necesitara. La animaría a perseguir sus propios objetivos.

En general, no sonaba nada mal. Quizás le pediría una cita cuando todo esto terminase.
Hacía mucho tiempo que no salía con nadie. No obstante, de momento Vraska estaba
satisfecha con lo que había. Una misión con un objetivo claro y un buen amigo a su
lado: eso era lo que necesitaba.

Vraska tenía muchas ganas de petrificar a quienquiera que le hubiera robado los
recuerdos a él.

El brillo de las plantas a su alrededor y el de las estrellas envolvía el pequeño bote en un


halo de calidez entre las sombras. Cuando Vraska cerró los ojos, sintió que la fresca
brisa de la invisibilidad la cubría de nuevo.

JACE
Después de su turno de guardia, Jace durmió profundamente. La tranquilidad y el aire
libre eran cambios bienvenidos, después de los meses que había pasado durmiendo en
una hamaca junto al resto de la tripulación.

Vraska y Jace abandonaron el bote a la mañana siguiente. Remaron hasta la orilla y


atracaron en la ribera.

135
Aquí y allá brotaban masas de roca y de mantillo de forma desordenada; cualquier
amago de sendero se perdía entre los ruidos y el caos de la jungla a la luz del día.
Vraska sacó la espada y la utilizó como machete improvisado para despejar el camino.

Al final, los dos llegaron a un camino ancho y despejado. Vraska envainó la espada,
aliviada.

—Ya era hora. Las ampollas de usar la espada son casi tan molestas como las de remar
—gruñó.

Jace frunció el ceño.

—A lo mejor no deberíamos ir por aquí —dijo.

Señaló al sendero que atravesaba la fronda.

—Es probable que este camino lo hicieran los dinosaurios.

Vraska suspiró.

—¿Los dinosaurios hicieron este camino al cruzar una y otra vez por la jungla?

—No, es obra de los dinosaurios leñadores —explicó Jace con la cara muy seria y sin
un ápice de sarcasmo.

Vraska soltó una risotada. Jace negó con la cabeza.

—No te burles de la noble industria dinosáurica de leña.

La risa de Vraska se vio interrumpida por un olor extraño en el aire.

Una gruesa columna de humo negro inundó de repente la arboleda.

El humo era pegajoso, una neblina tintada que olía vagamente a mirra. Envolvió los
árboles, ocultó la poca luz que se colaba a través de las ramas y oscureció el día por
completo.

Jace gritó de asombro y amplió su percepción para detectar las amenazas.

Vraska estaba de pie en el centro del camino, luchando con un enemigo que apenas era
visible. La niebla era demasiado espesa para ver; se acercó a la mente del enemigo,
reconoció el hechizo responsable de aquella oscuridad y lo desactivó.

El humo negro se disipó y dejó a la vista a una conquistadora. La vampira gruñía como
un animal, con la barbilla cubierta de sangre seca, mientras que su armadura negra y
dorada relucía. Llevaba el sello de una rosa grabado en la coraza y las puntas afiladas de
su yelmo se cernían peligrosamente sobre la gorgona. Había restos de sal marina sobre
ella, lo que llevó a Jace a pensar que era una de las supervivientes del otro barco
naufragado.

136
Jace levantó la mano y creó la ilusión de una densa tormenta.

Una cortina de lluvia cayó desde lo alto; el verde del camino se oscureció y, por encima
de sus cabezas, se escuchó el sonido de un trueno.

Vraska permaneció impertérrita, pero la vampira se quedó muy sorprendida. Inquieta,


dio un brinco, pero bloqueó justo a tiempo un golpe de espada de Vraska con la
hombrera de su armadura. Sin desenvainar la espada, se arrojó sobre la gorgona en un
frenesí de patadas y puñetazos. Vraska trató de blandir la espada para defenderse, pero
un fuerte puñetazo a la mandíbula la interrumpió. Comenzó a acumular la magia
necesaria para petrificar a la vampira.

Jace extendió la mano de nuevo, buscando la mente de la vampira, pero la confusión del
forcejeo era demasiada —y él llevaba demasiado tiempo sin practicar— y un guantelete
descargó un golpe contra su frente. Perdió la concentración y cayó al suelo.

La tormenta ilusoria desapareció y la luz del sol volvió a colarse entre las ramas de la
jungla.

Mareado, Jace vio cómo la vampira se agachaba y buscaba algo; encontró el astrolabio
taumatúrgico a los pies de Jace y, tras hacerse con él, corrió de nuevo hacia la espesura
de la jungla.

Vraska soltó un juramento y se puso en pie con dificultad. Tenía una mano sobre los
ojos y resoplaba de dolor. Parpadeó para deshacerse de su propia magia y gruñó,
frustrada.

Le dio una patada a un árbol.

Jace cerró los ojos y se concentró.

—Podemos seguirla.

Abrió los ojos y levantó la cabeza para conjurar otro caballo enorme que galopó hacia lo
alto para señalizar su posición a la tripulación.

Vraska seguía rabiosa.

—Esa maldita vampira tiene que haberse enterado de lo que le hice al otro capitán. No
debimos dejar viva a la tripulación.

Jace suspiró.

—Mirándolo de forma objetiva, no te equivocas.

Vraska le dio otra patada al árbol.

—Cuando la encuentre, recuperaremos el astrolabio. Después podrás patear todos los


árboles que quieras —dijo Jace con determinación.

137
La gorgona inspiró profundamente, guardó silencio un momento y asintió. Miró a Jace
con un leve ceño.

—¿Estás seguro de que puedes seguirla?

—Completamente.

Despacio, Jace cerró los ojos y se concentró.

Intentó encontrar la mente de la vampira.

En su lugar, lo que encontró fueron dos furiosos monólogos internos.

Tishana se adelantó demasiado, ¿cómo lo hace ese elemental para ir tan rápido?, a la
izquierda, esquivar rama, eso es... ¡Pero! Allí arriba. Alguien de la Coalición Azófar
nos da la espalda. ¡¿No será la pirata de piel verde?!

Lenta y poco cauta. Típica torpeza del Imperio del Sol. Mujer de piel verde más
adelante. Se dice que posee el astrolabio. Siguiendo la ilusión; invocando una serpiente
para enfrentarse a ellos...

Abrió de golpe los ojos por la sorpresa y, con un solo movimiento, se dio la vuelta, con
los brazos cruzados delante de él.

Una inmensa serpiente voladora, una ilusión, se arrojó sobre él y se quebró a cada lado
de su defensa psíquica.

La fuente de la ilusión era una mujer tritón subida a las espaldas de un enorme
elemental.

Miró a la fuente del otro monólogo mental: una mujer que llevaba una armadura de
placas de acero, adornada con el mismo patrón de plumas que el dinosaurio que
montaba. A su lado colgaba un arma semicircular, y su trenza larga se agitó en el aire
cuando cargó sobre él.

138
El proceso de pensamiento de Jace pasó de la idea a la conclusión. Levantó una mano
cuando la humana se acercaba, sintió un escalofrío en la nuca y la mujer tiró con fuerza
de las riendas de su dinosaurio. La bestia se detuvo y la mujer sobre ella miró
desesperadamente a cada lado.

—¿Adónde se han ido?

Las agallas de la mujer tritón se agitaron.

—¡Es una ilusión!

Levantó la mano y unas lianas brotaron del suelo de la jungla para enredarse en torno a
las piernas de Jace.

Cayó cuan largo era, y la invisibilidad que había proyectado se desvaneció.

Vraska salió de entre los árboles y se puso delante de él. Gritó para llamar la atención de
la jinete y de la tritón:

—¡Esperad! ¿Por qué nos perseguís?

Jace se dio permiso para explorar la superficie de la mente de la tritón.

—La tritón conoce la existencia del astrolabio.

Las agallas de la tritón temblaron de sorpresa e ira.

Vraska torció el gesto.

—¿Quiénes sois vosotros?

Jace se puso en pie y las lianas en torno a sus pies recularon. Se colocó al lado de
Vraska y miró de frente a sus oponentes.

El elemental de Tishana se puso en posición de ataque, pero ella lo apaciguó poniéndole


una mano en el costado.

—Me llamo Tishana, soy una anciana de los Heraldos del Río y protectora de Orazca.
Uno de los nuestros escuchó un fructífero rumor acerca de ti, pirata.

Jace se regañó a sí mismo. Al final, aquel tritón de la taberna de Zabordada sí que había
oído su conversación.

La jinete que estaba al lado de la tritón se puso muy recta.

—Yo soy Huatli, del Imperio del Sol, poetisa guerrera y desterradora de intrusos.

Jace no pudo evitar darse cuenta del temblor en el párpado de Huatli cuando pronunció
las palabras “poetisa guerrera”.

139
Tishana observaba a Vraska.

—Nadie debe poseer la ciudad ni lo que esta custodia. Entrégame ese astrolabio o
muere aquí mismo.

—Si insistes... —ronroneó Vraska. Sus ojos comenzaban a despedir un fulgor mágico.

Jace bloqueó su mirada con la mano.

—No lo tenemos —intervino.

Vraska dejó escapar un sonido de frustración y apartó suavemente la mano de delante de


sus ojos. Impaciente, se cruzó de brazos.

Si la tritón le había escuchado, su rostro no delató lo que pensaba. En vez de eso,


inclinó la cabeza a un lado como si escuchara.

Jace regresó con curiosidad a la superficie de la mente de la tritón. A través de una


conexión invisible, sentía los movimientos de una intrusa a través de la jungla, por
delante de ella. Su vínculo con los árboles y el suelo que pisaba era delicado, mientras
que la intrusa dejaba un rastro en la vegetación que pisaba. Vivir esa sensación en
primera persona era increíble; Jace no sabía que un poder semejante existiera.

La tritón miró a Jace.

—Hay una vampira cerca —dijo—. ¿Es ella quien tomó el artefacto y se dio a la fuga?

La jinete del dinosaurio despedía un sutil brillo ambarino, y su dinosaurio dejó escapar
un gruñido profundo. Jace comenzó a oír el movimiento de otros dinosaurios cercanos.
Equilibró su peso y cerró los puños.

—La vampira nos robó el astrolabio.

Algo lanzó una dentellada en la jungla, a sus espaldas. Vraska y Jace dieron un salto al
escuchar el ruido.

La jinete sonrió y apartó un poco a su dinosaurio. Tenía una sonrisa de superioridad.

—Gracias por cooperar.

La tritón trepó rápidamente a su elemental y las dos mujeres penetraron rápidamente en


la selva.

En cuanto se marcharon, Vraska volvió la cabeza hacia Jace.

—¿Puedes rastrear los pasos de la vampira? —le preguntó.

Jace asintió y escuchó, en busca de la mente de la inmortal.

Sonrió.

140
—Puedo rastrear más que eso.

Vraska asintió y los dos se adentraron también en la espesura. Mientras Jace corría,
envió una señal más al resto de su tripulación, y el caballo ilusorio trotó por el cielo en
la misma dirección que aquel que lo invocaba.

HUATLI
Huatli puso una mano sobre su montura mientras corrían y, a través de su conexión, le
envió una breve ráfaga de magia.

Un dinosaurio percibe a través del olor lo que un humano ve con los ojos; y Huatli había
aprendido a comunicarse con su montura a la perfección después de años de
entrenamiento.

Buscar. Sangre. Descomposición. Vampiro.

El dinosaurio olisqueó el aire, bajó la cabeza en actitud cazadora y aumentó la


velocidad.

Las hojas pasaban a toda prisa. Huatli escudriñó a lo lejos mientras las ramas sobre su
cabeza comenzaban a separarse y el paisaje mostraba árboles cada vez más gruesos. Las
criaturas más pequeñas se apartaban a su paso, y Huatli escuchó que las aves y los
dinosaurios chillaban en señal de aviso sobre las ramas mientras ella y su depredador
corrían por debajo.

—Esto nos llevará algún tiempo —dijo Huatli.

Les llevó nueve horas.

141
Cruzaron escarpadas laderas, valles solitarios e incluso hicieron que sus monturas
vadearan un lago. Cada vez que se acercaban a la vampira, esta apretaba el paso; y cada
vez que se detenían a recuperar el aliento, se maravillaban de la tenacidad de su
enemiga.

—Es muy rápida para estar muerta, ¿no? —jadeó Huatli mientras se masajeaba un
calambre en el muslo. Su dinosaurio bebía con avidez del lago.

Tishana no se mostró impresionada.

—A la complejidad del universo no le importa lo rápido que se confeccione el tejido,


sino la firmeza de la conexión entre sus fibras.

Por sexta vez ese día, Huatli puso los ojos en blanco.

142
La tritón y la jinete llegaron finalmente a la otra orilla del lago.

Huatli sintió la alegría de su dinosaurio; la presa estaba casi a su alcance. Pronto vio una
figura con una armadura dorada apoyada contra un árbol, jadeando de agotamiento.

—¡Yo me ocupo de ella, Tishana! —gritó Huatli.

La tritón frenó el trote de su elemental y se mantuvo a distancia.

El dinosaurio avanzaba con la cabeza baja, listo para atacar, mientras se acercaban. La
vampira volvió el rostro hacia ellos, pero no tuvo tiempo para responder cuando el
dinosaurio abrió sus fauces y la agarró por la cintura.

La vampira profirió un chillido de sorpresa y el dinosaurio de Huatli la arrojó contra el


tronco de un enorme árbol.

Huatli desmontó y caminó hacia ella.

Su enemiga era más alta que ella y tenía el alzacuellos de sus ropajes manchado de
sangre. Los encajes que sobresalían de su armadura estaban empapados de sudor; tenía
el aspecto de una niña que rehusara ponerse nada que no fuera su traje favorito, al
margen de si este resultaba cómodo o apropiado para la ocasión.

—Lo que te falta de sangre te sobra en sudor —dijo Huatli mientras descargaba una
patada directa contra la coraza de la vampira.

Esta cayó de nuevo al pie del árbol con un gruñido ahogado. Jadeó y tiró de su
alzacuellos.

143
Huatli sonrió.

—¿Qué? ¿No había junglas en Torrezón? ¿Te pica la ropa?

Un brillo dorado se encendió en sus ojos y su dinosaurio emitió un gruñido sordo.

Atrapa, ordenó Huatli. El dinosaurio se lanzó hacia adelante y tomó a la vampira una
vez más entre sus mandíbulas.

El mordisco no era lo suficientemente fuerte para atravesar su armadura, pero sí para


levantar a la vampira del suelo. Ella se sacudía y protestaba, intentando desenvainar su
espada mientras golpeaba y arañaba la gruesa piel del dinosaurio.

—Sacude —dijo Huatli en voz alta.

El dinosaurio sacudió a la vampira con fuerza y la conquistadora aulló con la voz rota.

Una extraña brújula salió volando de su bolsillo y cayó al suelo.

Huatli se agachó a recogerla. Era un objeto hermoso y trabajado que despedía una
energía que se sentía incluso a través de la palma de su mano.

Suelta, ordenó Huatli.

La vampira cayó al suelo, cubierta por las babas del dinosaurio.

Huatli intentó detectar al carnívoro más cercano y lo invocó con una descarga mágica y
una invitación: ¡Devora! Sintió cómo el depredador se conectaba con ella desde la
jungla. Huatli se subió a toda prisa a su montura y la espoleó en dirección a la espesura.

Los mejores guerreros del Imperio del Sol nunca mataban directamente, pero no
permitían que una pobre bestia hambrienta se fuese sin un bocado.

Huatli trotó hasta Tishana con una sonrisa en la boca.

—¡Vámonos antes de que la vampira pueda seguirnos! Tengo el astrolabio.

Por toda respuesta, la tritón sonrió. Sus dientes eran pequeños cuchillos organizados en
una fila.

—Fantástico.

Tishana tomó el astrolabio y lo examinó. Le dio la vuelta, investigándolo


cuidadosamente, como se haría con alguna escritura sagrada.

Entrecerró los ojos y dirigió a Huatli una mirada astuta.

El astrolabio comenzó enseguida a emitir una luz ambarina que latía.

Las agallas de los laterales del rostro de Tishana vibraron. La tritón cerró los ojos.

144
Huatli no dijo ni una palabra y esperó. Sabía que la Heraldo del Río sentía algo que era
invisible para ella. Después de unos instantes, la tritón volvió a abrir los ojos de golpe.
Tenía una expresión maravillada.

—El final de nuestra peregrinación se acerca.

Esta vez, Huatli estaba demasiado emocionada para poner los ojos en blanco.

—¿En serio?

—Es parte de la tierra a nuestro alrededor, pero está separada para mantenerse oculta.
No se mueve, pero el camino que conduce a ella está encantado para que cambie
siempre...

Tishana cerró los ojos de nuevo y señaló. Su dedo apuntaba en paralelo a la línea
ambarina del astrolabio.

—Está a medio día de viaje en esa dirección.

Huatli asintió con resolución.

—¡Entonces, mejor no esperar!

Tishana no se movió.

Su montura se apartó ligerísimamente de Huatli. Fijó los ojos en el astrolabio.

Huatli se puso a la defensiva.

—Tishana, dijimos que iríamos juntas.

—Sí —respondió la tritón—, eso dijimos.

Huatli se lanzó hacia el astrolabio, pero cuando estaba por alcanzarlo se vio
interrumpida por un golpe en la cara con una tela enorme que la descabalgó.

Huatli cayó al suelo, el cuerpo cubierto por completo por una inmensa sábana. Intentó
liberarse, pero el tejido se enredó en su cuerpo y lo apretó. A través de él, escuchó que
su dinosaurio chillaba y bramaba antes de que todo quedase en un repentino silencio.
Un silencio que rompieron los aplausos y vítores de un grupo.

La Coalición Azófar.

Una voz femenina conocida se rio.

—Suéltala, Amelia.

La sábana puso a Huatli en pie de nuevo y se desenredó hasta liberarla. Huatli


trastabilló, mareada de dar tantas vueltas.

145
Frente a ella se encontraba una contramaestre pirata con las manos preparadas, y la
sábana —¿realmente había arrastrado la vela entera desde la playa?— se ató en torno a
ambas manos de Huatli.

Huatli jadeó. Su garrapié estaba delante de ella, agachándose para atacar, con las fauces
abiertas... y convertido en piedra.

La pirata de piel verde que ya había conocido antes rozó con la mano la nueva estatua.
Se agachó para mirar a Huatli y sonrió.

—Me llevaré ese astrolabio de nuevo, si no te importa.

Los bucles de la mujer, que parecían lianas, se retorcieron de puro placer. Tomó el
astrolabio que yacía a los pies de Huatli.

—¡¿Cómo nos has alcanzado?! —escupió Huatli.

La mujer verde chascó la lengua varias veces y sacudió la cabeza.

—La vampira a la que perseguías seguía el astrolabio en línea recta. En estos terrenos,
no es una táctica muy efectiva. Es mucho más fácil buscar atajos con un ojo en el cielo
y un telépata en el suelo.

Detrás de ella, una sirena se arregló las plumas con el pico, y el hombre de azul de antes
inclinó la cabeza con una sonrisa.

—¿Alguna pregunta más? —dijo la capitana.

Huatli utilizó su furia para canalizar toda la energía que pudiese en un hechizo. Sus ojos
se tiñeron de ámbar y, tras ella, se escuchó el grito de una manada de garrapiés en la
jungla. Jamás se quedaría sin montura en estos parajes.

A medida que los dinosaurios se acercaban, los piratas huyeron en la dirección opuesta.
Huatli logró liberarse de la sábana que le atenazaba las manos y buscó a Tishana.
¡Maldita Heraldo del Río! ¡¿Dónde se había metido esa traidora?!

La respuesta llegó en forma de rumor de agua lejano.

Huatli no quiso esperar a ver de qué se trataba.

146
Detrás de ella vio a Tishana, de pie con los brazos extendidos; los árboles gemían y se
retorcían mientras una corriente de agua invocada por ella avanzaba a través de la
jungla, arrasándolo todo.

Huatli solo tuvo tiempo de ordenar a los dinosaurios que se retiraran. Suspiró de alivio
cuando el río conjurado pasó de largo a su lado y siguió su camino buscando a los
enemigos.

Los piratas huyeron entre gritos y se dispersaron, pero Huatli habría jurado que vio
escapar a la mujer de piel verde y al hombre de azul.

—Ahora estás sola, poetisa guerrera —dijo Tishana dramáticamente—. Debo detener a
Kumena yo misma.

Huatli puso los ojos en blanco una vez más mientras Tishana desaparecía en la espesura
de la jungla.

¡Muy bien! ¡Si quiere romper nuestro acuerdo, es cosa suya!

Huatli soltó un juramento de lo más creativo. Empezó a conjurar un hechizo para


invocar a una nueva montura. Tenía que seguir el olor de la mujer de piel verde. Puede
que su guía tritón se hubiera marchado, pero ya estaba tan cerca de su objetivo que no
necesitaba a Tishana.

Una voz le hizo pegar un brinco.

—¡PLANESWALKER, DETENTE!

147
Angrath estaba allí, alto como un árbol y tan ancho como un cuernorromo. Tenía la
cabeza de una bestia con cuernos y su cuerpo vibraba con un poder a duras penas
contenido. Llevaba las cadenas incandescentes sobre los hombros, y jadeaba de
cansancio.

Angrath.

Todo había empezado cuando el pirata la atacó. Todo vino a partir de que ese pirata le
hiciera ver lo que vio. Huatli hizo una mueca y corrió en la misma dirección en la que
habían huido los piratas.

Angrath fue detrás de ella.

—¡ESPERA! ¡QUIERO HABLAR CONTIGO!

—¡PUES YO NO QUIERO OÍRLO! —le gritó Huatli.

Miró a su derecha. Angrath estaba muy cerca.

Huatli corrió más rápido, pero se oyó el ruido de una cadena y esta se enredó en torno a
su tobillo, arrojándola al suelo.

Ocultó su miedo detrás de una máscara de valor, levantó la mano y empezó a conjurar
un hechizo para invocar a tantos dinosaurios y bestias de la selva como pudiera.

—¡Detente! —suplicó Angrath.

Caminó hacia ella y se arrodilló. Sus cadenas, esta vez frías y negras, se desparramaron
sobre la tierra.

El corazón de Huatli palpitaba con fuerza. Estaba más aterrorizada que nunca. ¿A qué
jugaba ese asesino?

—Eres como yo —dijo él.

—¡Nunca seré como tú! —gritó Huatli, desafiante.

—No, idiota. No de esa manera —replicó Angrath, con los ojos llenos de impaciencia—
Eres una Planeswalker como yo. No te haré daño.

Angrath se puso en pie sin dejar de mirarla.

Huatli iba a exigir respuestas, pero Angrath habló con voz calmada y decidida.

—Aquello que nos impide marcharnos de este plano se oculta en esa ciudad. Si lo
encontramos, podremos ayudarnos mutuamente a escapar a otros mundos.

Un atisbo de esperanza maravillada se impuso entre la confusión de Huatli.

Angrath continuó:

148
—Lo único que tenemos que hacer es matar a todo aquel que intente tomar Orazca antes
que nosotros.

Las esperanzas de Huatli desaparecieron. Una sensación de malestar se extendió por su


barriga.

Genial, pensó, el monstruo asesino quiere ser mi amigo.

VRASKA
El astrolabio taumatúrgico comenzó a vibrar en la mano de Vraska.

El corazón le dio un salto mientras corría con Jace a su lado y la tripulación detrás de
ella.

La corriente de agua que la tritón había invocado era una astuta distracción, pero los
piratas de El Beligerante no se dejaban vencer tan fácilmente.

Malcolm echó a volar, se adelantó y regresó con la voz quebrada de emoción.

—¡Está sobre las colinas de allá!

—¡Seguid corriendo! —gritó Vraska a su tripulación. Estaban muy cerca; muy, muy
cerca.

Los árboles eran distintos en esta parte de Ixalan. Vraska y los suyos habían cruzado
una cordillera y ahora corrían a través de un laberinto de niebla y vegetación. De vez en
cuando, dejaban atrás un árbol con hermosas hojas amarillentas; y en las rocas junto a
ellos se apreciaban vetas de oro que brillaban por debajo del musgo y el liquen que las
cubría.

La misma tierra parecía ansiosa de revelar los secretos que guardaba.

La tripulación de El Beligerante llegó a un claro y, uno por uno, todos se detuvieron.


Por encima del verde de las colinas, los chapiteles dorados de Orazca destacaban contra
el cielo.

149
Las agujas iluminaban el horizonte. Los edificios estaban ocultos por una barrera de
árboles de vegetación tan exuberante que Vraska se preguntó si las propias colinas no
serían la ciudad enterrada, cubierta por un manto de jungla impenetrable.

Guardó el astrolabio, que palpitaba y brillaba, indicando la inmensa magia que los
rodeaba en ese momento.

—Dentro hay algo más que el Sol Inmortal. El encantamiento que nos liga a este mundo
también está aquí —escuchó a sus espaldas.

Vraska se dio la vuelta. Jace había llegado hasta ella mientras el resto de la tripulación
descansaba antes de iniciar la última etapa del viaje.

Ella asintió.

—Aún no he averiguado lo que realmente hace ese Sol Inmortal. Hay demasiados
rumores; no quiero inventarme teorías.

—Puede ser, literalmente, la llave de nuestra libertad.

—Puede —admitió Vraska—. También puede que conceda la vida eterna sin la
necesidad de beber sangre. Puede que haga invencible al Imperio del Sol. Puede ser una
fuente de poder inimaginable, pero demasiado inestable para que nadie lo controle.

—Creo que es algo que no debería estar aquí —dijo Jace—. Algo que trajeron a este
mundo.

Se rascó la barbilla, pensativo.

150
—También podría ser solo un pedrusco sin utilidad alguna. ¿A lo mejor Lord Nicolas es
un geólogo aficionado?

—No lo descartaría. —Vraska se encogió de hombros—. Creo que tiene aficiones un


tanto extrañas.

Jace se encogió de hombros cuando Amelia lo llamó. Caminó hacia el resto de la


tripulación y comenzó a charlar.

Parecía muy diferente sin su capucha. Vraska nunca lo había visto sin ella antes de que
lo rescatara de la isla.

Abstraída, se preguntó si su cabello sería tan suave como parecía.

—Vraska, ¿vienes?

—Solo estoy descansando un poco. Reúne a la tripulación.

Jace llamó al resto y Vraska recompuso rápidamente su expresión para darle un aire más
autoritario.

Mientras se acercaba a la tripulación de El Beligerante, el suelo bajo sus pies se inclinó.

Los marineros gritaron de sorpresa. Malcolm alzó el vuelo y Calzón trepó al hombro de
Amelia. Varios miembros de la tripulación buscaron frenéticamente algo a lo que
agarrarse, pero no había escapatoria del temblor de la tierra. El claro comenzó a
sacudirse con más violencia y una grieta apareció en la roca frente a ellos.

—¡Mirad! —Amelia señaló a los chapiteles lejanos.

Estaban empezando a alzarse más y más hacia el cielo. La propia ciudad emergía de la
jungla con cada sacudida del terremoto. Las ramas se partían, los árboles eran
arrancados de sus raíces; los alasolares, aterrados, echaban a volar en bandadas mientras
la ciudad se revelaba ante ellos poco a poco.

151
Malcolm aterrizó junto a Vraska. Sus ojos tenían una expresión aterrada.

Vraska lo agarró por el hombro.

—¿Esto es por acercarnos?

—Alguien debe de haber llegado antes a la ciudad.

Señaló al astrolabio taumatúrgico que Vraska llevaba en la mano. Era cierto que todos
sus puntos brillaban con una intensidad que nunca había visto antes.

El rugido de una bestia gigantesca se escuchó por encima del temblor de la tierra.

Vraska se quedó congelada; el bramido le había producido un espasmo de terror. Sus


temores se intensificaron cuando escuchó otro sonido a un volumen parecido, y después
otro... y otro.

Algo se había despertado.

El claro comenzó a llenarse de agua y Vraska buscó de dónde venía. No muy lejos se
había abierto una fisura en la tierra y el agua del río fluía a través de ella como si fuera
un cañón a los pies de la ciudad.

La tierra se sacudió una vez más bajo los pies de Vraska y la ciudad dorada de Orazca
se elevó aún más.

Ahora que la vegetación centenaria se había apartado, la veía mejor. Era increíble; la
ciudad se había abierto como los pétalos de una flor.

Como indicaba su nombre, los edificios estaban construidos con un oro finísimo y
decorados de turquesa, ámbar y jade. Sus calles y pendientes pasaban sobre ríos

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revueltos y cataratas y, en lo más alto, se veían unos extraños motivos y símbolos
grabados con dedicación.

Vraska sintió una gran emoción y un deseo ansioso de enfrentarse y conquistar aquello
que se hubiera despertado en la lejanía. Indicó al resto de la tripulación que la siguieran,
pero, en cuanto echó a andar, otro terremoto sacudió la tierra y Vraska cayó al suelo.

—¡Vraska!

Giró la cabeza y contuvo el aliento. El borde del claro en el que se encontraban se había
dividido en dos y Jace estaba agarrado a una peña que se balanceaba peligrosamente,
intentando no caerse.

Los demás piratas se apartaron cuando el agua del río cercano comenzó a llegar hasta
ellos. El volumen de la corriente aumentó y, pronto, una ola torrencial amenazó con
destrozar todo lo que quedaba sobre aquel altiplano.

Vraska se metió en el agua y caminó hasta donde pudo; después nadó con la corriente
en dirección a Jace. Escupió agua de río e intentó alcanzar la mano que él le tendía.

En cuanto sus dedos se rozaron, el suelo se inclinó una última vez y la mano de Jace
resbaló sobre la suya.

—¡JACE!

Vraska observó cómo Jace caía por el precipicio, con los ojos muy abiertos por el
pánico y las manos extendidas en un gesto de desesperación.

Vraska gritó de pena y de rabia. Era imposible distinguir el fondo de la catarata.

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Se inclinó hacia delante para intentar ver dónde había caído Jace, y la piedra cedió bajo
su peso.

Vraska cayó; el vapor de agua le golpeaba los brazos mientras buscaba


desesperadamente algún lugar donde asirse.

No tuvo tiempo de gritar, solo de reposicionar su cuerpo para hendir la superficie del
agua con los pies.

Vraska se hundió hasta el fondo del lago recientemente formado.

Agitó los brazos y se impulsó con furia, intentando nadar hacia la superficie.

El agua se apretaba contra su cuerpo y la catarata que caía desde arriba amenazaba con
succionarla aún más hacia abajo, pero Vraska no pensaba morir así como así. No
cuando el objetivo de su misión se hallaba tan cerca.

Sintió que sus dedos rozaban la superficie del agua y pateó, desesperada por respirar.
Por fin emergió, tomó una bocanada de aire y escupió. Los pies le dolían por el impacto
del agua y, mientras pateaba para mantenerse a flote, notó unos futuros cardenales en las
piernas. Enormes muros de piedra y de oro habían surgido de la tierra a cada lado del
lago, y la ciudad despertada de Orazca se alzaba sobre ellos en lo alto.

De repente sintió un dolor sordo, sibilante, serrante en las sienes y gritó mientras una
imagen aparecía de repente en su cabeza.

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La imagen se desvaneció y Vraska gimió de dolor.

El pánico se apoderó de ella una vez más y, desesperadamente, echó a nadar hacia la
orilla, estirando el cuello para ver adónde se dirigía. Seguía en Ixalan, pero la imagen de
su cabeza había sido Rávnica.

¡¿Qué era eso?!

Estaba alarmada y confusa. Trataba de llegar a toda costa al punto donde el nuevo río se
encontraba con los muros de la ciudad que habían brotado de la tierra.

Entonces Vraska vio a Jace. Estaba sujeto a una roca cerca de la orilla; tenía una herida
en la cabeza y la sangre manaba de ella, pero sus ojos estaban encendidos de magia.
Brillaban con una expresión ausente, mientras que su rostro expresaba una mezcla de
confusión y dolor.

¡¿Lo ha visto también?!

—¡Jace! —aulló, nadando hacia él, haciendo el esfuerzo de arrastrar sus ropas a través
del agua lodosa, luchando por evitar la corriente de la catarata—. ¡Jace, tu cabeza...!
¡AH!

Vraska boqueó.

Estaba vestida con una túnica azul con capucha y yacía sobre la tarima central del Foro
de Azor. Niv-Mízzet, el parun de los Ízzet, la miraba desde arriba. Distinguió también
las caras de los corredores del laberinto de cada gremio de Rávnica. Esto es un
recuerdo, se percató Vraska. El recuerdo estaba coloreado de sentido, sensación de
pertenencia, responsabilidad. Era el día en el que Jace se convirtió en el Pacto entre
Gremios viviente.
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De repente, la imagen se disipó, se desvaneció, y Vraska se halló nadando de nuevo
entre la corriente.

Está recordándolo todo, pensó con pánico.

La memoria de Jace estaba regresando de una sola vez, como una corriente que se
desbordaba. Pronto recordaría todo lo que Vraska era. Pronto recordaría su
resentimiento mutuo, su gremio, su trabajo... y nada de lo que había sucedido en los
últimos meses importaría. Recordaría que él era el Pacto entre Gremios y que ella era
una asesina. Y su amistad, con toda certeza, se rompería.

Medio ahogada entre bocanadas de agua, Vraska nadó a toda prisa hacia Jace. Estaba
sangrando, roto... perdido en la agonía de sus recuerdos.

Todo ha terminado, se lamentó Vraska con un peso en el corazón, mientras salía del
agua y se acercaba al mago mental. Un pálpito doloroso en la cabeza le advirtió que otro
recuerdo iba a invadir su percepción. Cerró los ojos para prepararse y el pasado de Jace,
fuera de control, inundó su mente.

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