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calaouste sarkin gulbenkian

Moralmente es tan malo no querer saber si algo es verdad o no,


siempre que permita sentirse bien, como lo es no querer saber
cómo se gana el dinero siempre que se consiga.

(Edmund Way Tea)


1869-1955- GULBENKIAN: El señor 5%

“Vale más –decía Gulbenkian- tener un trozo pequeño de un


pastel grande que un trozo grande de un pastel pequeño”. Y lo
demostró.

Al final del siglo XIX, el petróleo no interesaba en absoluto a los


franceses. Gentes rutinarias, basaban todo el desarrollo de su
industria en el carbón que el subsuelo de su patria suministraba
en abundancia. El nuevo recurso tenía mala reputación: no sólo
despedía un olor pestilente que lo hacía impopular en los lugares
donde se refinaba, sino que, además, para muchos su futuro
comercial parecía muy incierto. En realidad, hasta el gran auge
de la industria automovilística sólo se utilizó como combustible
para el alumbrado, como grasa para las máquinas de vapor y
como medicina, totalmente ineficaz, por cierto, contra la
bronquitis, la tuberculosis y la gonorrea. Huelga decir que, a
pesar de la relajación de las costumbres, todavía se vendía en
cantidades muy pequeñas en las trastiendas de las droguerías y
que nadie (o casi nadie) podía prever el gigantesco mercado que
le iba a abrir la joven industria de los motores de explosión.

Por tanto, el artículo que la “Revue des Deux Mondes” publicó


con fecha del 15 de mayo de 1891, firmado por un tal Calouste
Sarkis Gulbenkian, pasó totalmente inadvertido. El autor, un
desconocido, hacía una vibrante defensa de los hidrocarburos y
en especial del petróleo de Bakú, el único capaz, según él, de
permitir que Europa compitiera con la ya dominante Standard Oil
del señor John Rockefeller. En su artículo exponía con
entusiasmo su intención de “animar a algunos ingenieros
franceses para que, por fin, se decidiesen a ir al país del petróleo”
y en un arranque lírico, concluía hablando de “el próximo y
definitivo triunfo del petróleo ruso”.

Por muy persuasivo que fuese, el joven sólo encontró un desierto


de incomprensión. No consiguió convencer al gobierno ni a los
financieros ni a los ingenieros franceses de lo bien fundadas que
eran sus opiniones. Y esto (todo hay que decirlo), porque su
demostración se basaba en una intuición cuyo carácter erróneo
iba a demostrarse con el tiempo: la idea de que la industria
petrolera americana, y en especial la Standard Oil de John
Rockefeller, estaba condenada (no explicaba exactamente por
qué) a un declive irremediable.

Además, en aquellos tiempos de esplendores imperiales y de


Exposición Universal, los franceses no podían considerar
seriamente que algo importante pudiese existir fuera de ese
ombligo del mundo que para ellos era su país. Por tanto, no se
dignaron conceder la menor atención a ese aceite maloliente
que el joven armenio les ponderaba con un talento
incomparable, y del que, por una extravagancia de la naturaleza,
carecía su subsuelo. Si en su país había carbón en abundancia,
¿para qué se iban a embarcar en campañas de prospección tan
costosas como inciertas? Escucharon, pues, al joven con el oído
distraído, contemplaron con indulgencia teñida de desprecio su
aspecto de comedor de lukums y resolvieron que en lugar de ir a
darles lecciones a ellos sobre lo que era modernidad, más le
valdría quedarse en su sitio y vender alfombras, como
acostumbraban a hacer sus convecinos turcos.

Se necesitaba mucho más para desanimar a Calouste. Como


buen oriental, tenía el comercio en la sangre. Había venido a
Europa con la firme decisión de hacer fortuna y no pensaba
regresar a su país con las manos vacías.

Una tradición hagiográfica doblemente errónea


ha atribuido a Gulbenkian dos orígenes diferentes. Se afirmó, por
una parte, que era hijo, nieto y descendiente desde tiempos
inmemoriales de un oscuro linaje de limpiababuchas. Por otra
parte, se aseguró que era un lejano retoño de los reyes de
Armenia. Pero, evidentemente, estas dos leyendas
contradictorias se forjaron para contribuir a la gloria del
personaje, aureolarlo con un origen ilustre o aumentar su mérito
atribuyéndole una procedencia más baja de la que tenía en
realidad. Lo cierto es que Calouste Sarkis era hijo de un hombre
de negocios armenio muy rico establecido en Estambul, cuyos
establecimientos comerciales, bancos y factorías formaban en el
Próximo Oriente un entramado tan tupido como una red de
pesca.

En el Imperio Otomano, donde la diplomacia era para los


armenios una simple cuestión de seguridad, bajo la dirección de
su padre y de su tío, el chico se inició a partir de los 19 años en
todos los matices del oficio de hombre de negocios, que iba a ser
el suyo. Aprendió a desconfiar de todo, a informarse acerca de
todo y especialmente a ocultar siempre sus pensamientos bajo
un velo impenetrable, costumbre que contribuyó en gran parte a
su éxito.

Infatigable, recorría continuamente el país a caballo: durante


años fue de factoría en factoría, de banco en banco, de bazar en
bazar, aprendiendo con un apetito voraz todo lo que algún día le
podría servir. Como además gozaba de un prodigioso sentido
para el cálculo mental, Calouste desarrolló en un tiempo record
las dotes de negociante que la naturaleza y la herencia le habían
legado.

Pero fue en Bakú, durante uno de sus innumerables viajes,


donde su vocación se reveló realmente. Había ido a aprender a
una de las grandes firmas petroleras que los rusos habían
instalado y que eran un ejemplo de impericia, ineficacia y falta
de profesionalidad.
Allí, sin embargo, ya antes de la aparición
del motor de explosión, anunció con acierto cuál sería el futuro
del petróleo, y pronosticó –erróneamente- la supremacía que los
yacimientos caucásicos iban a adquirir de forma inevitable a
expensas de la industria americana de hidrocarburos. Seducido,
subyugado, casi embrujado por el oro negro, decidió dedicarle su
vida y convertirse en su propagandista por todo el mundo.

Calouste adoraba París, cuyos placeres saboreaba con una


sensualidad muy oriental a pesar de trabajar muchísimo.
Además, la pensión confortable que le pasaba su padre le
permitía dedicarse a ellos sin problemas. Pero, ante la
indiferencia de los parisinos, tuvo que decidirse, muy a su pesar,
a embarcarse hacia una Inglaterra cuyas nieblas cargadas de
humo de fábricas, cuya indigesta cocina y austera moral
victoriana odiaba a partes iguales.

Sin embargo, Calouste encontraría muchas razones para


felicitarse por este heroico sacrificio. En Londres, su idea
encontró, si bien de forma indirecta, el eco que no encontró en
Francia. Por supuesto, los súbditos de Su Graciosa Majestad
vivían en un país cuyo subsuelo estaba también repleto de
carbón, y no tenían más interés por los hidrocarburos que los
habitantes de las orillas del Sena. Al igual que éstos, también
odiaban el olor de las refinerías. Pero el Foreign
Office consideraba el Cáucaso un lugar
estratégico importante en la ruta de las Indias. “Bakú –escribía
en aquella época Charles Marvis- es el punto de partida de todas
las futuras expediciones a Asia Central. Desde Bakú se pueden
embarcar tropas y municiones para las guarniciones de Akhal y
Merv”. De hecho, incluso antes de la llegada de Gulbenkian, el
gobierno británico había decidido implantar la bandera de la
Unión Jack en aquellas recónditas regiones fuera cual fuese la
riqueza de su subsuelo. Oportunidad inesperada para el aprendiz
de capitalista.

Por consiguiente, y a pesar de su juventud y del carácter poco


realista de sus ideas acerca del petróleo –su entusiasmo siempre
provocaba sonrisas-, Gulbenkian recibió una buena acogida por
parte de los políticos y de los financieros del Reino Unido. Este
armenio de aguda inteligencia se convirtió para todos en “el
hombre de Bakú”. Negociador nato, con un conocimiento
perfecto de la región, Gulbenkian lo tenía todo para convertirse
en el hombre providencial con el que el gobierno iba a poder
contar para llevar adelante una hábil diplomacia en esa parte del
mundo.

En 1902, le concedieron a Calouste Sarkis Gulbenkian la


nacionalidad británica y, con el apoyo de varios hombres
influyentes, pudo iniciar seriamente sus propios negocios. Tal vez
fuera una coincidencia, pero aquel año precisamente, Inglaterra
decidió equipar a sus buques de guerra con calderas de fuel, y se
produjo así una razón más para interesarse por el Cáucaso y su
petróleo. Por consiguiente, las cosas se presentaban muy
favorables para el armenio que, a pesar de todo, seguía siendo el
único que creía verdaderamente en el radiante porvenir del oro
negro.

Además, las vicisitudes de la política internacional iban a acelerar


la realización de sus ambiciones. El proyecto alemán de una línea
de ferrocarril que debía unir Estambul con la Meca y Bagdad, y
que tenía como objetivo no declarado el dominio de Alemania
sobre la producción y el comercio del petróleo en Europa,
suponía una amenaza directa sobre la ruta de las Indias. La
reacción inglesa iba precisamente en el sentido deseado por
Gulbenkian: una política ambiciosa en el Próximo Oriente y una
alianza cordial con Francia a fin de impedir los objetivos
expansionistas de los alemanes… Ya conocemos el resto.

No obstante, en estos delicados asuntos políticos, las


preocupaciones del Foreign Office seguían

siendo esencialmente estratégicas. Por


aquel entonces, excepto algunos extravagantes al estilo de
Gulbenkian, nadie creía aún en el futuro de aquel barro negruzco
cuyo mercado parecía estar definitivamente copado por los
americanos. El automóvil aún no se había incorporado a la vida
cotidiana. Seguía siendo cosa de deportistas y de algunos
privilegiados ociosos. La gasolina seguía vendiéndose a granel en
la trastienda de las tiendas de ultramarinos y su comercio no era
nada atractivo para los inversores, pues existía una dura
competencia entre la Standard Oil de Rockefeller en la cumbre
de su ambición y los ingleses de la Royal Dutch. Fue con Henry
Deterding, presidente de esta última empresa, con el que Caluste
Gulbenkian hizo finalmente negocios. Y, en 1912, consiguió
montar la Turkish Petroleum Company. Esta sociedad, cuyos
objetivos eran la explotación de los yacimientos de Mosul y
Mesopotamia, tenía como fundadores al Banco Nacional de
Turquía, a la Royal Dutch Shell, al Deutsch Bank y… a Gulbenkian,
por supuesto, que participaba en el capital en calidad de persona
privada y se había reservado nada menos que el 40% de las
acciones.

La jugada genial de Calouste Gulbenkian consistió en vender, o


más exactamente, canjear estas acciones con algunas compañías
extranjeras (francesas y americanas sobre todo) a cambio de una
renta anual del 5% sobre los beneficios de la sociedad. A primera
vista, si se tiene en cuenta la dimensión relativamente modesta
de la empresa, el trato parecía absurdo. Al enterarse de la
noticia, muchos financieros se llevaron el dedo a la sien con una
sonrisa indulgente: “¡Está loco, loco de remate! ¡Más le valdría
vender alfombras!” Esta fue la opinión general. Y, en efecto, en
comparación al 40% de su participación inicial, el 5% de interés
parecía una miseria. La única ventaja del acuerdo estaba,
pensaban ellos, en permitir a Calouste salir airoso al retirarse de
una asociación cuyos socios sólo deseaban eliminarse entre sí.
Sin embargo, cuando tras unos años la Turkish
Petroleum consiguió el monopolio de la explotación petrolera y
se convirtió en propietaria de la casi totalidad de los yacimientos
de Irak y Mesopotamia (y todo esto sin que Calouste tuviese que
desembolsar un céntimo), el miserable 5% se convirtió en un
prodigioso maná de 50 millones de libras, que todos los años caía
en su bolsa con sólo abrir las manos para recogerlo. Esta fue la
prodigiosa jugada de póquer que convirtió a Gulbenkian en uno
de los gigantes del oro negro. Con su barba hirsuta, su eterno
puro y sus cejas enmarañadas, que le daban aspecto de fauno, el
multimillonario inició su entrada en la leyenda y disfrutó de una
vida afortunada de maharajá que nada, ni siquiera el “crack” del
29 vendría a turbar.

Después de la Primera Guerra Mundial, volvió a vivir en París,


donde estaba su corazón y donde le esperaba el espléndido
edificio que se había construido. Prefería, sin embargo, el
ambiente animado y novelesco de los grandes hoteles de lujo, así
que fijó su residencia en el Ritz; sólo utilizaba su magnífica
vivienda para almacenar obras de arte, maravillas del siglo XVIII
francés que los anticuarios del mundo entero venían a ofrecerle.
Mientras que su mujer –que vivía del en hotel George V-
alimentaba la actualidad mundana con su presencia en todos los
lugares de moda, Calouste prefería el incógnito y sólo aparecía
en público para satisfacer sus dos grandes pasiones de entonces:
las carreras de caballos y el baile.
La actividad febril e incesante a la que debía su inmensa fortuna
no había impedido que “el señor 5%” se casara y se reprodujera.
De su esposa había tenido un hijo llamado Nubar, que se le
parecía como una gota de petróleo se parece a otra gota de
petróleo. Era de pelo y rasgos oscuros, pequeño y rechoncho, y
cogía unas rabietas terribles. El choque de dos personalidades
tan enteras tenía que ser explosivo, sobre todo porque el padre
había hecho todo lo posible para forjar el carácter de su retoño a
imagen del suyo.

Tras estudiar en Cambridge, Nubar entró en los negocios


paternos, donde aprendió su oficio

empezando por las tareas más modestas;


antes de iniciarlo en la diplomacia, en el mando de los hombres y
en las diversas infamias de las finanzas, su padre le obligó a
copiar inventarios, a despegar albaranes, a pegar sobres… En la
puerta del despacho donde obligaba a su hijo a realizar estas
tediosas tareas, Calouste ordenó colocar un cartel que decía: “No
hay nada tan divertido como el trabajo”. Todo esto debió de ser
una dura prueba para un joven nabab cuya fortuna crecía sin
cesar sin que tuviese que mover un dedo y que, al contrario que
su padre, sólo soñaba con deslumbrar a su público a fuerza de
Rolls, de yates y de diamantes. Además de los Rolls, los yates y
las mujeres (tuvo tres), Nubar sentía una pasión devoradora por
las orquídeas. Allí donde estuviese no podía aparecer sin llevar
una en la solapa. La gran responsabilidad de proporcionarle
orquídeas frescas de forma permanente le correspondía a una
empresa contratada a tal efecto.

Si bien la crisis económica no tuvo grandes consecuencias para la


fortuna de Gulbenkian, la segunda Guerra Mundial alteró algo
sus costumbres. Nadie está realmente a salvo de la desgracia. Ya
en 1936, por temor a las excentricidades socialistas del Frente
Popular, había considerado más prudente trasladar su residencia
a Londres y confiar sus colecciones más valiosas a la custodia del
British Museum. En 1943, los bombardeos le obligaron a
mudarse de nuevo y buscar refugio en Portugal, uno de los raros
países que tuvo la sabiduría de no entrar en la guerra con el
pretexto de servir a la paz.

Al igual que en París, fijó su residencia en


un hotel de gran lujo, el hotel más curioso que se pueda
imaginar: el Hotel Aviz, que, en efecto, era una especie de
palacio de las Mil y Una Noches cuyo extraño decorado
neomorisco sólo se abría para recibir a los reyes, a los hombres
de Estado y a los poderosos de este mundo. Calouste Gulbenkian
alquiló para él solo el primer piso del edificio y le dio a entender
al presidente Salazar que no se lo cedería a nadie, aunque se
tratara del papa en persona. La “suite” alquilada constaba de
salas de recepción y, sobre todo, de un cuarto de baño
pompeyano en mármol de Estremoz veteado en rosa y malva
que debía de ir muy bien, mejor que cualquier otro decorado,
con su físico de sátiro de mirada enmarañada.
Dedicaba la mayor parte de su tiempo a ver crecer su fortuna y
mantener con Nuba una relación pasional hecha de riñas,
disputas y reconciliaciones temporales seguidas de nuevas
peleas y posteriores reconciliaciones. Fue en este decorado
mágico donde llegó al final de su lujosa existencia. Allí moriría un
20 de julio de 1955. Dejó a sus herederos –Nubar y su herm

ana- una fortuna valorada de forma


aproximada en 33.600 millones de euros.

Nubar Gulbenkian heredó de su padre el sentido de la


diplomacia. Su máxima era: “Si se puede evitar, lo mejor es no
discutir, sobre todo cuando se está en el petróleo. Murió en
Grasse, en enero de 1972, sin hijos. La dinastía se acabó con él.
Hoy, la Fundación Gulbenkian, que es también un prestigioso
museo en Lisboa, guarda obras de arte que el multimillonario
padre fue reuniendo pertenecientes a todas las épocas y en
especial al siglo XVIII francés. Administra además unas 150
bibliotecas repartidas por todo Portugal así como varios
institutos culturales en diferentes países.
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