Documente Academic
Documente Profesional
Documente Cultură
Ahora bien, es claro que no podemos enseñar todas las músicas. En ese sentido, considero
que hay tres criterios al momento de seleccionar este ‘arbitrario musical’: Primero, la
configuración musical del estudiante. Si la base de la educación musical es la experiencia
sensible, desaprovechar el impulso afectivo que tiene la carga de las músicas que el
estudiante trae consigo a la escuela, es un desperdicio de ‘energía pedagógica en
potencia’. Las músicas que traen las personas, desde este punto de vista, son detonantes
de deseo que pueden irradiar de vitalidad y significación las experiencias de aprendizaje.
Este asunto tiene dos consecuencias: primero, la escuela debe bajarse del pedestal de
cualquier tipo de música o cultura que sea pensada como superior con relación a otras
músicas. Segundo, el maestro debe estar también abierto a entrar en diálogo con estéticas
que él mismo no entiende o comparte, pero además está llamado a estudiarlas y a
conocerlas. Esto implica humildad, tiempo y trabajo.
El tercer componente o criterio para esta selección de repertorios y saberes, que por ende
se extiende al asunto de las formas en que se transmiten las músicas, es el contexto. Por
supuesto, este asunto se relaciona directamente con los dos componentes anteriores (quién
es el estudiante y quién es el profesor). Desde esta perspectiva, un programa de música
para una escuela veredal o municipal en América Latina tendría que interrogarse por las
músicas que suenan y que hacen parte de los rituales de circunstancia de este lugar. Pues
si la escuela es un lugar de encuentro de saberes y de territorios existenciales, no puede
quedar por fuera el territorio sonoro que es habitado por la comunidad de esa escuela en
su cotidianidad existencial.
Con relación a este último punto, me parece importante que en las negociaciones de
contenidos las instituciones inserten, sin imponer, una postura en beneficio de la inclusión
de las músicas tradicionales de nuestros países. He allí una responsabilidad que tenemos
en defensa de la diversidad cultural, resistiendo frente a la homogenización musical que
tiende a decretar el mercado que aprovecha astutamente la irradiación vertiginosa de los
nuevos medios de comunicación. En este sentido, ojalá supiéramos aprovechar la
potencia pedagógica que implica visitar con nuestros estudiantes los contextos culturales
en que se producen y circulan las músicas vivas de nuestros territorios como parte del
tejido cultural de las comunidades locales.
Pienso que las discusiones tienen que ver precisamente con los ejes arriba planteados:
¿Quiénes son y de dónde vienen nuestros estudiantes? ¿Qué tipo de educación musical es
aquella que, más allá de empoderarlos con habilidades técnicas y dominio de repertorios,
los ayuda a construir una relación emocional significativa con las músicas? ¿Quiénes y
de dónde vienen nuestros maestros? ¿Qué músicas son las que circulan por nuestros
ecosistemas musicales locales?
Ahora bien, ya que hablamos de currículo, quiero ampliar esta respuesta planteando una
tensión que percibo entre la educación musical basada en la experiencia y algunas
tendencias curriculares en América Latina. Tendencias que además signan modas y
corrientes pedagógicas de otras latitudes, normalmente norteamericanas o europeas
(Pues, que yo sepa, hasta ahora no hemos importado de manera generalizada en América
Latina modelos de educación musical que provengan de sociedades no occidentales como
la africana o producidas acá mismo en nuestra región ¿Verdad?)…
Existen en la actualidad una diversidad de enfoques curriculares en el mundo que van
desde los meramente instrumentales y prescriptivos hasta aquellos de orden más abierto,
flexibles y críticos. Mi preocupación es más con los primeros, porque además son los que
tienden a dominar el sector de lo público en muchos países dada su eficiencia operativa
en la educación masiva.
Es decir, veo una tensión grande entre la música y un pensamiento curricular basado en
secuencias de contenidos graduados linealmente mediante compartimentos estancos que
delimitan, como si fuera posible, el desarrollo musical a una serie de conductas
observables y medibles. Veo a muchos maestros preocupados llenando planeadores de
clase que luego deben traducirse en formas de evaluar conductas y además de asignarles
valoraciones numéricas dentro de escalas complejas y sofisticadas. Nada más lejano de
la esencia experiencial de la música. No digo, por supuesto, que esto ocurra en todas las
instituciones de nuestros países. Solo quiero señalar que cuando ocurre, se generan una
serie de tensiones importantes.
Esto en sí mismo, no tiene nada de malo. Todo lo contrario; es muy bueno en la medida
en que nos da un dominio muy fino sobre aquellos aspectos de la música que son
susceptibles de ser objetivados, fragmentados, secuenciados, etc. Es decir, sobre asuntos
como la técnica o el conocimiento intelectual de la música. Este tipo de control sobre el
conocimiento, por ejemplo, nos ayuda a desarrollar una comprensión de la música que es
transferible a otros contextos: entender los sistemas armónicos nos da herramientas para
arreglar piezas para nuestros estudiantes o para interactuar con músicos de otras estéticas.
La secuenciación que va de lo simple a lo complejo nos permite desarrollar habilidades
técnicas que de otra manera serían difícilmente alcanzables o que implicarían tiempos
largos de exploración por prueba y error.
El problema se da cuando nos quedamos atrapados en este paradigma pensando que ‘saber
de música’ se reduce a dominar estos aspectos técnicos o intelectuales. Por otra parte,
aquellos aspectos ‘otros’ de la música como el sabor, la expresión, la relación emocional
(y espiritual) con los sonidos, la sensación corporal, entre varios otros, se escapan por las
fisuras del sistema porque no caben en la cuadrícula que delimita los contenidos
curriculares. A partir de una postura como la que expreso desde el comienzo de este
artículo, que entiende la música primero que todo como una experiencia existencial de
orden sensible, esto es muy preocupante porque es precisamente la esencia de la música
lo que queda por fuera; relegado a lo que la buena intuición del profesor de turno pueda
aportar al respecto en medio de las exigencias operativas del currículo prescriptivo. Pero
hay más: no solamente se corre el riesgo de que la experiencia de esos aspectos subjetivos
y no tan fácilmente objetivables quede invisibilizada sino que, además, puede ser
maltratada. Esto ocurre cuando hacemos de los logros técnicos, por ejemplo, un fin en sí
mismos cuya perfección hay que alcanzar a cualquier precio y terminamos generando en
los estudiantes ansiedades, bloqueos y desencantos hacia la música. Conozco historias de
personas cuya relación con la música ha quedado herida de por vida por la arbitrariedad
de estos currículos y miradas instrumentales cuando se neurotizan con los productos y los
resultados, desconociendo los procesos subjetivos de la gente.
Desde este punto de vista, una apuesta intercultural tiene dos niveles. Primero, con
relación a los repertorios, cuando se diversifican los contenidos curriculares formales que
han tendido a estar en la mayoría de los casos anclados en los repertorios de la práctica
común europea o en el jazz norteamericano. La presencia de otros repertorios, como
aquellos relacionados con las culturas indígenas, campesinas, mestizas, raizales, ha sido
generalmente periférica o marginal: una clase añadida sobre folclor, un par de ensambles
electivos de música popular, etc. Sin embargo, la nuez del aprendizaje teórico e histórico
en las universidades, así como de la enseñanza instrumental en la mayoría de los casos,
ha sido la tradición clásica europea. Evidentemente, no se trata de negar la tradición
musical europea, y su riqueza estética porque, además, es parte constitutiva de nuestro
ADN cultural. Se trata más bien de enriquecer la oferta dando un lugar más central a las
músicas tradicionales locales y populares.
Visto desde esta perspectiva, tendríamos que buscar romper paradigmas de transmisión
que están anclados en las epistemes típicas de occidente. Tendríamos que admitir, en este
sentido, currículos que se despliegan – presencialmente - hacia los contextos que están
más allá de los muros físicos de la institución (i.e. otra visión del espacio), tiempos mas
abiertos y flexibles para el despliegue de los procesos individuales que no necesariamente
coinciden con los ciclos de los programas estipulados (i.e. otra visión del tiempo).
Tendríamos que admitir la oralidad como un componente igualmente válido que la
escritura en la transmisión y estudio de la música. Soñando un poco más: ¿Qué pasaría si
entendemos la música como un cuerpo vivo y dinámico y no como un objeto susceptible
de ser disecado para ser analizado y dominado?. Estos son tan sólo algunos ejemplos de
las tensiones epistémicas que es necesario poner sobre la mesa para tomar decisiones al
momento de implementar un currículo verdaderamente intercultural.
Los hallazgos más relevantes del estudio son que, aunque hay una serie de elementos
contrastantes entre los dos paradigmas de transmisión, también hay muchas áreas de
similitud. Algunas áreas como por ejemplo el uso de la notación, resultan ser menos
contrastantes de lo que esperaba. Más importante aún, pude detectar una serie de 'procesos
de traducción' que ocurren entre un paradigma y otro. Movidos por el interés personal,
los músicos cuatristas aprenden a través de caminos musicales que incluyen, en diferentes
grados, ambos paradigmas de transmisión. Pude ver que los entornos abiertos suelen estar
integrados a contextos socioculturales que potencian la aparición de procesos intensos de
enculturación temprana de la música, mientras que la mayoría de entornos en los sistemas
cerrados de transmisión evidencian esfuerzos intencionales para establecer un contacto
explícito con contextos culturales como la participación activa en festivales de música,
etc. Con la excepción de las universidades y de la enseñanza en clases privadas, donde
las lecciones individuales están en el centro del aprendizaje, la mayoría de la transmisión
se lleva a cabo dentro de espacios colectivos en los que se hace música. En términos
generales, la transmisión del cuatro se basa en la imitación. La notación suele ser
subsidiaria y abierta, en cuanto los músicos usualmente inventan sus propios códigos.
Mientras que en los entornos abiertos de transmisión el aprendizaje es más bien holístico,
en los entornos cerrados la transmisión generalmente implica secuencias lineales y
lógicas de lo simple a lo complejo. En términos generales los músicos son muy versátiles
en cuanto a su capacidad para tocar diferentes instrumentos y su habilidad para acompañar
el baile. Finalmente, en todos los contextos hay cierto nivel de integración entre
interpretar, improvisar, arreglar y componer.
Sobre la base de estos hallazgos el proyecto presenta una propuesta para la enseñanza del
cuatro en las universidades locales que, en mi opinión, podría ser generalizable a otros
instrumentos tradicionales o incluso clásicos. En el marco de la propuesta, hago especial
hincapié en la idea de una pedagogía "mestiza" que yuxtapone los enfoques sistemáticos
modernos - que tienden a ser más del tipo cerrado mencionado anteriormente- y los
enfoques tradicionales de transmisión oral de la música, que son menos sistemáticos, de
naturaleza holística y que por lo tanto están más relacionados con los sistemas abiertos
de transmisión que pude explorar. La propuesta sitúa a las prácticas musicales colectivas
como eje metodológico de la transmisión dentro del ámbito universitario y busca
potenciar asuntos como el desarrollo de las voces artísticas individuales, el sabor, la
celebración de la música y el contacto vital con los contextos culturales que enmarcan la
producción musical.
Debo confesar que ha sido una experiencia de cinco años que ha transformado mi visión
de la música y de la pedagogía en la medida en que me ha permitido estar expuesto a
formas de conocer y transmitir la música que son distintas de mi propia formación
académica como guitarrista clásico, así como a expresiones culturales cuya riqueza valoro
y admiro cada vez más. En pocas palabras, ha sido un recorrido que me ha permitido
entrar en contacto de manera frontal con la dimensión fundante de la música como
experiencia humana imbricada en tejidos socio culturales ricos, complejos y dinámicos,
al tiempo que me ha dejado con preguntas gruesas sobre cómo potenciar este componente
afectivo y humano de la música desde la pedagogía formal.
Con relación a la profesora Lucy Green no tengo sino palabras de agradecimiento y
admiración. Primero, honro los aportes que ha hecho a la educación musical mediante la
producción sistemática de un conocimiento que brinda a quienes nos interesamos por las
formas no convencionales de transmisión de la música, un andamiaje conceptual para
reflexionar sobre el tema y explorarlo. Estos aportes tienen que ver con los hallazgos que
ha hecho sobre cómo aprenden los músicos populares y la implementación en contextos
formales de metodologías derivadas de estas otras formas de aprender. Desde el punto de
vista investigativo, es sin duda un referente en términos de rigor y a la vez de apertura en
términos de su propia forma de ver la música como acontecimiento humano.
En cuanto a mi trabajo con ella, agradezco el delicado balance que logró entre permitirme
explorar con autonomía la temática sobre la cual indagué, y al mismo tiempo estar allí
disponible con firmeza cuando era necesario 'templar' mis encuadres metodológicos y
conceptuales. En este sentido, percibo una coherencia entre su propuesta pedagógica
musical basada en el aprendizaje informal y la forma en que asesora a sus estudiantes de
investigación, asumiendo un rol de acompañante firme pero respetuoso de los tiempos,
intereses e ideas particulares de sus alumnos.