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Preguntas para Andrés Samper Arbeláez

 De la lectura de sus publicaciones emergen con cierta recurrencia reflexiones


acerca de la construcción de significación, sentido e identidad en la educación de
las juventudes. ¿De qué manera la música como disciplina escolar puede
convertirse en espacio que promueva estos postulados?
Quiero empezar comentando brevemente dos asuntos sobre el asunto de la identidad. Por
una parte, quiero entenderla como algo que da un sentido a nuestras vidas; como una
especie de ‘articulación’ o ‘sutura’ - al decir de Stuart Hall - entre nuestra subjetividad y
algo que nos afecta: un discurso, una narrativa, un tipo de música. Por otra parte, quiero
proponer una visión de la identidad como algo que se mueve, que es dinámico toda vez
que nuestras búsquedas de sentido, o preguntas existenciales, también se mueven y se
transforman. Por otra parte, son búsquedas que la mayor parte de las veces están cargadas
de incertidumbre. No creo que exista una identidad estática o fija.
Desde este punto de vista, siento que la música, o mejor ‘las músicas’, son cuerpos de
sonido con los cuales podemos articularnos para encontrar sentido para nuestras vidas.
Cuando viajo en mi coche y busco un cierto tipo de música para ese momento que le de
‘completud’ a la experiencia, estoy buscando un sentido cotidiano, quizás pasajero. Pero
también pasa que la música nos da sentidos más abrasadores y sostenidos en el tiempo.
Me sucedía cuando era adolescente: buscaba en la música de los artistas que admiraba,
una respuesta para mis preguntas de vida. Pero no era solamente una inquietud intelectual,
era mucho más que eso: era un asunto existencial. El profesor e investigador español
Imanol Aguirre dice que si queremos conocer lo que hay en el mundo interior de un
adolescente (sus apetitos, sueños, anhelos) basta con que miremos cómo están decoradas
las paredes de su habitación. Recuerdo que en mis paredes había varias cosas; pero lo que
dominaba era un gigantesco afiche de John Lennon, en blanco y negro. Me fascinaba la
música de Lennon, pero sobre todo me fascinaba el personaje y los ideales que encarnaba.
Yo no solamente escuchaba la música de Lennon, sino que además me vestía como él,
usaba los mismos lentes, tenía los mismos valores. En otras palabras, la música es mucho
más que música. Los sonidos son el corazón de territorios existenciales que dan sentido
a nuestras vidas. La banda sonora de nuestras vidas es un acumulado de configuraciones
de experiencia existencial: ‘En tal época escuchaba a Silvio Rodríguez, en tal otra a Soda
Estéreo, a Leo Brouwer, a Bach, etc...’... Cada uno de estos recuerdos está asociado a un
mundo complejo de relaciones que trasciende los sonidos: un aroma de café, una persona,
una ideología, un rostro, un lugar de la ciudad.
Desde este punto de vista, la música es una herramienta poderosa para generar tejidos
existenciales significativos con las personas. La adolescencia es un momento de la vida
en el que se está precisamente buscando una identidad existencial en torno a preguntas
como: ¿Quién soy?¿Cuál es mi proyecto de vida?¿Cuáles son los ideales y valores que
me mueven el piso? Por otra parte, es una identidad que se resateliza de la familia al
círculo de amigos. Es decir, es un momento en el que, en general, el ámbito de las
relaciones sociales con los pares ocupa un lugar central.
En este marco de ideas, la música permite potenciar experiencias colectivas que nutren
las vidas de los jóvenes dándoles sentido emocional, llenándolas de identidad. Es una
experiencia además de expresión, que exterioriza asuntos profundos y nudos que de otra
manera no se pueden expresar pues no son fácilmente vervalizables.
Ahora bien, dado que la nuez de esta experiencia colectiva de la música es de carácter
afectivo, su enseñanza no puede reducirse a un ejercicio teórico ni al simple desarrollo de
habilidades. Traer los territorios sonoros de los jóvenes al aula para desde allí construir
experiencias significativas, mediadas por una reflexión crítica y al mismo tiempo
enriquecidos por nuevas estéticas y propuestas musicales, no puede ser un mero ejercicio
intelectual o técnico. El centro tiene que ser la experiencia práctica de hacer y escuchar
música con otros. Lo que está en juego en una obra musical, lo está cuando hacemos
música. Dice Christopher Small acuñando el concepto de musicar: La música no es un
objeto (e.g. repertorio, técnica, habilidad), es una acción.

 Los diseños curriculares representan un arbitrario cultural, un recorte de saberes,


producto de una lucha entre distintos grupos sociales por la imposición de saberes
que se consideran legítimos y la exclusión de otros. En un contexto de
globalización y pensando en la interculturalidad, qué sería, a su criterio, lo común
a enseñar en educación musical en las escuelas y qué particularidades debería
respetar.
En línea con la respuesta anterior, considero que la música a enseñar en la escuela es toda
aquella que sea susceptible de generar experiencias celebratorias en torno a la vivencia
colectiva del sonido. Esto para decir, que antes de preocuparnos por los repertorios per
sé, es necesario preguntarnos por el nivel de implicación emocional que estamos logrando
con un grupo de sujetos en un contexto situado.

Ahora bien, es claro que no podemos enseñar todas las músicas. En ese sentido, considero
que hay tres criterios al momento de seleccionar este ‘arbitrario musical’: Primero, la
configuración musical del estudiante. Si la base de la educación musical es la experiencia
sensible, desaprovechar el impulso afectivo que tiene la carga de las músicas que el
estudiante trae consigo a la escuela, es un desperdicio de ‘energía pedagógica en
potencia’. Las músicas que traen las personas, desde este punto de vista, son detonantes
de deseo que pueden irradiar de vitalidad y significación las experiencias de aprendizaje.
Este asunto tiene dos consecuencias: primero, la escuela debe bajarse del pedestal de
cualquier tipo de música o cultura que sea pensada como superior con relación a otras
músicas. Segundo, el maestro debe estar también abierto a entrar en diálogo con estéticas
que él mismo no entiende o comparte, pero además está llamado a estudiarlas y a
conocerlas. Esto implica humildad, tiempo y trabajo.

El segundo criterio es el bagaje musical del propio docente. Mucho hablamos de la


importancia de atender a los gustos de los estudiantes, de buscar en sus propuestas de
repertorios una fuente de motivación para sus aprendizajes. Pero ¿En dónde queda el
maestro? Él o ella es también un sujeto anhelante y con ganas de crecer, con sus deseos,
potencias y límites. En este sentido, la experiencia pedagógica debe ser también gozosa
y sanadora para el docente en la medida en que éste puede también proponer desde sus
propios intereses en términos de estéticas musicales, conocimientos teóricos y técnicos.
Desde lo que ama hacer y desde lo que sabe hacer muy bien. La experiencia de aula, en
este sentido, tiene que ser tan seductora musical y existencialmente para los estudiantes
como para el profesor. Pensar desde acá, además, implica la posibilidad de generar
experiencias lideradas por colectivos de maestros que tienen diversas experticias y
fortalezas artísticas que se pueden complementar con gran potencia al interior, por
ejemplo, de una misma institución. De allí que cualquier tipo de estandarización de
repertorios (sean cuales sean) puede implicar actos de violencia simbólica y subjetiva no
solamente hacia los estudiantes sino también hacia los maestros. Por lo mismo, cualquier
tipo de programa o secuenciación de contenidos, en mi opinión, tiene que ser fruto de una
negociación entre los actores que harán parte de la experiencia pedagógica (maestros y
estudiantes) y no una imposición externa. Menos aun cuando esta imposición externa
implica cánones cuyo correlato son pensamientos civilizatorios o colonialistas que hacen
invisible o denigran la otredad musical.

El tercer componente o criterio para esta selección de repertorios y saberes, que por ende
se extiende al asunto de las formas en que se transmiten las músicas, es el contexto. Por
supuesto, este asunto se relaciona directamente con los dos componentes anteriores (quién
es el estudiante y quién es el profesor). Desde esta perspectiva, un programa de música
para una escuela veredal o municipal en América Latina tendría que interrogarse por las
músicas que suenan y que hacen parte de los rituales de circunstancia de este lugar. Pues
si la escuela es un lugar de encuentro de saberes y de territorios existenciales, no puede
quedar por fuera el territorio sonoro que es habitado por la comunidad de esa escuela en
su cotidianidad existencial.

Con relación a este último punto, me parece importante que en las negociaciones de
contenidos las instituciones inserten, sin imponer, una postura en beneficio de la inclusión
de las músicas tradicionales de nuestros países. He allí una responsabilidad que tenemos
en defensa de la diversidad cultural, resistiendo frente a la homogenización musical que
tiende a decretar el mercado que aprovecha astutamente la irradiación vertiginosa de los
nuevos medios de comunicación. En este sentido, ojalá supiéramos aprovechar la
potencia pedagógica que implica visitar con nuestros estudiantes los contextos culturales
en que se producen y circulan las músicas vivas de nuestros territorios como parte del
tejido cultural de las comunidades locales.

 ¿Cuáles son las discusiones que no deberían estar ausentes en la elaboración de


diseños curriculares en el contexto de nuestras sociedades latinoamericanas?

Pienso que las discusiones tienen que ver precisamente con los ejes arriba planteados:
¿Quiénes son y de dónde vienen nuestros estudiantes? ¿Qué tipo de educación musical es
aquella que, más allá de empoderarlos con habilidades técnicas y dominio de repertorios,
los ayuda a construir una relación emocional significativa con las músicas? ¿Quiénes y
de dónde vienen nuestros maestros? ¿Qué músicas son las que circulan por nuestros
ecosistemas musicales locales?

Ahora bien, ya que hablamos de currículo, quiero ampliar esta respuesta planteando una
tensión que percibo entre la educación musical basada en la experiencia y algunas
tendencias curriculares en América Latina. Tendencias que además signan modas y
corrientes pedagógicas de otras latitudes, normalmente norteamericanas o europeas
(Pues, que yo sepa, hasta ahora no hemos importado de manera generalizada en América
Latina modelos de educación musical que provengan de sociedades no occidentales como
la africana o producidas acá mismo en nuestra región ¿Verdad?)…
Existen en la actualidad una diversidad de enfoques curriculares en el mundo que van
desde los meramente instrumentales y prescriptivos hasta aquellos de orden más abierto,
flexibles y críticos. Mi preocupación es más con los primeros, porque además son los que
tienden a dominar el sector de lo público en muchos países dada su eficiencia operativa
en la educación masiva.

Es decir, veo una tensión grande entre la música y un pensamiento curricular basado en
secuencias de contenidos graduados linealmente mediante compartimentos estancos que
delimitan, como si fuera posible, el desarrollo musical a una serie de conductas
observables y medibles. Veo a muchos maestros preocupados llenando planeadores de
clase que luego deben traducirse en formas de evaluar conductas y además de asignarles
valoraciones numéricas dentro de escalas complejas y sofisticadas. Nada más lejano de
la esencia experiencial de la música. No digo, por supuesto, que esto ocurra en todas las
instituciones de nuestros países. Solo quiero señalar que cuando ocurre, se generan una
serie de tensiones importantes.

Las tensiones que se generan son comprensibles si miramos el trasfondo epistémico de


estas alternativas curriculares (que, a propósito, suelen ser las que dominan el mundo
académico formal en muchas universidades). Se trata de perspectivas fuertemente
empotradas en una visión cientificista del mundo. Que a su vez bebe de un paradigma
ilustrado que comprende la realidad racionalmente, la fragmenta con el propósito de
estudiar sus componentes de manera aislada del contexto y así poderlos controlar. Estos
fragmentos de conocimiento son luego secuenciados linealmente de lo fácil a lo complejo
para su transmisión. Pensemos, por ejemplo, en el estudio de la armonía o de la técnica
instrumental.

Esto en sí mismo, no tiene nada de malo. Todo lo contrario; es muy bueno en la medida
en que nos da un dominio muy fino sobre aquellos aspectos de la música que son
susceptibles de ser objetivados, fragmentados, secuenciados, etc. Es decir, sobre asuntos
como la técnica o el conocimiento intelectual de la música. Este tipo de control sobre el
conocimiento, por ejemplo, nos ayuda a desarrollar una comprensión de la música que es
transferible a otros contextos: entender los sistemas armónicos nos da herramientas para
arreglar piezas para nuestros estudiantes o para interactuar con músicos de otras estéticas.
La secuenciación que va de lo simple a lo complejo nos permite desarrollar habilidades
técnicas que de otra manera serían difícilmente alcanzables o que implicarían tiempos
largos de exploración por prueba y error.

El problema se da cuando nos quedamos atrapados en este paradigma pensando que ‘saber
de música’ se reduce a dominar estos aspectos técnicos o intelectuales. Por otra parte,
aquellos aspectos ‘otros’ de la música como el sabor, la expresión, la relación emocional
(y espiritual) con los sonidos, la sensación corporal, entre varios otros, se escapan por las
fisuras del sistema porque no caben en la cuadrícula que delimita los contenidos
curriculares. A partir de una postura como la que expreso desde el comienzo de este
artículo, que entiende la música primero que todo como una experiencia existencial de
orden sensible, esto es muy preocupante porque es precisamente la esencia de la música
lo que queda por fuera; relegado a lo que la buena intuición del profesor de turno pueda
aportar al respecto en medio de las exigencias operativas del currículo prescriptivo. Pero
hay más: no solamente se corre el riesgo de que la experiencia de esos aspectos subjetivos
y no tan fácilmente objetivables quede invisibilizada sino que, además, puede ser
maltratada. Esto ocurre cuando hacemos de los logros técnicos, por ejemplo, un fin en sí
mismos cuya perfección hay que alcanzar a cualquier precio y terminamos generando en
los estudiantes ansiedades, bloqueos y desencantos hacia la música. Conozco historias de
personas cuya relación con la música ha quedado herida de por vida por la arbitrariedad
de estos currículos y miradas instrumentales cuando se neurotizan con los productos y los
resultados, desconociendo los procesos subjetivos de la gente.

 Como formador de formadores aboga por la necesidad de incluir una propuesta


multicultural en los diseños curriculares del Nivel Superior. ¿De qué manera
podrían incorporarse estas ideas?; ¿Qué tensiones podrían presentarse con los
modelos de educación más tradicionales?

Creo en un currículo de formación superior en música de corte intercultural. No solamente


para los que se están formando para ser docentes sino para todos los músicos. Más allá
de apuestas multiculturales, que abrazan una oferta diversificada de músicas, creo en
currículos que propician el auténtico diálogo intercultural. No solamente en término de
las estéticas, sino también, y ante todo, en términos de las epistemes o formas de conocer.
Esto es necesario por varios motivos, entre ellos: Estéticos, porque abre posibilidades
para la ampliación de los referentes artísticos que nutren los proyectos creativos de los
estudiantes. Pedagógicos, porque los dota de herramientas, en el caso de las músicas
populares y tradicionales locales, para ser interlocutores fluidos con las poblaciones con
las cuales van a interactuar en su ecosistema musical inmediato. Políticas, porque
reivindica desde la Universidad la legitimidad de otros saberes culturales que han sido
marginados de la academia durante décadas.

Desde este punto de vista, una apuesta intercultural tiene dos niveles. Primero, con
relación a los repertorios, cuando se diversifican los contenidos curriculares formales que
han tendido a estar en la mayoría de los casos anclados en los repertorios de la práctica
común europea o en el jazz norteamericano. La presencia de otros repertorios, como
aquellos relacionados con las culturas indígenas, campesinas, mestizas, raizales, ha sido
generalmente periférica o marginal: una clase añadida sobre folclor, un par de ensambles
electivos de música popular, etc. Sin embargo, la nuez del aprendizaje teórico e histórico
en las universidades, así como de la enseñanza instrumental en la mayoría de los casos,
ha sido la tradición clásica europea. Evidentemente, no se trata de negar la tradición
musical europea, y su riqueza estética porque, además, es parte constitutiva de nuestro
ADN cultural. Se trata más bien de enriquecer la oferta dando un lugar más central a las
músicas tradicionales locales y populares.

Ahora bien, lo que a mí personalmente me interesa explorar no es solamente la diversidad


de los repertorios. Me parece que el valor más grande de entrar en contacto con otras
músicas, especialmente de tradiciones no occidentales, es que signan epistemes
alternativas; es decir, formas de conocer y de relacionarse con el mundo que son distintas
a la occidental y que quizás pueden ofrecer miradas emergentes susceptibles de
enriquecer las formas en que nos relacionamos con la música y las maneras en que la
transmitimos. Y en el mismo sentido, miradas que pueden dar riqueza nueva a la forma
general en la que vemos el mundo. Pienso, en este sentido, en la potencia de la oralidad,
como paradigma de transmisión fuertemente embebido, precisamente, en la experiencia
directa de la música con un énfasis marcado en la experiencia colectiva y celebratoria del
sonido. Siento que estamos llamados desde la academia a indagar esas formas de aprender
‘otras’ que son menos sistemáticas que aquellas que dominan el mundo formal pero que
quizás son más ricas en términos de propiciar espontáneamente espacios para el disfrute,
o la exploración y potenciación de las voces individuales. Es más, vale la pena
preguntarnos si no podría haber allí formas de ver el mundo y la transmisión que pueden
enriquecer las formas en que enseñamos y aprendemos la música clásica misma. Formas
de aprender que a su vez signan posibles visiones alternas de asuntos como el cosmos, el
tiempo, la relación con el territorio y la naturaleza, el cuerpo y la salud o el valor espiritual
de la vida. Conocimientos que pueden ofrecer respuestas valiosas para las preguntas que
se plantea hoy el mundo occidental en medio de sus crisis morales, humanas y ecológicas.

Y entonces, a propósito de las posibles tensiones que pueden presentarse al momento de


implementar un modelo intercultural de este tipo, dichos puntos de fricción se dan
precisamente allí, en el terreno de lo epistemológico. Pensemos por ejemplo en que
decidimos incluir un componente de estudio de algunas músicas tradicionales de América
Latina en la clase de Análisis de la música. Estas clases, en la mayor parte de las
universidades, tienen algunos centros de gravedad característicos de los cuales menciono
dos: el texto musical como soporte de la música (expresado en la partitura), y un énfasis
en el análisis de lo armónico/melódico. El estudio de varias de nuestras músicas
tradicionales se agotaría en una o dos sesiones dentro de este modelo pues son músicas
no escritas que además suelen permanecer en movimientos armónicos muy sencillos (I-
V-I o I-IV-V-I). A la luz del paradigma académico, estas músicas serían en este sentido
músicas poco complejas armónicamente. Lo que sucede es que la riqueza de varias de
estas músicas no está en el componente armónico o melódico como tal. La gran riqueza
tiende a estar en el componente rítmico y tímbrico y en las formas en que timbre y ritmo
se integran para generar gestos, patrones, variaciones y diferencias. Dado que son músicas
transmitidas oralmente, podríamos estudiarlas mejor desde los registros sonoros con
ejercicios de audición ricos y no sólo desde la partitura. Tendríamos que pasar de una
literatura en notación a una literatura oral, aprovechando el valor de los registros
audiovisuales. Pero hay más: el valor adicional de estas músicas está dado por la forma
en que se insertan en tejidos culturales vivos al interior de rituales de circunstancia en
comunidades, vivas – ellas también - a pocos kilómetros de las universidades en donde
se estudian sus músicas. Disponemos del gran tesoro, en ese sentido, de poder conocer
estas músicas no solo en las aulas universitarias sino además visitándolas y viviéndolas
desde el corazón mismo de los contextos socio culturales en los que son producidas.

En este sentido, no podríamos pensar en sencillamente ‘incluir otros repertorios’


insertándolos en las formas típicas de transmisión de la academia. Es necesario pensar el
estudio de la música no sólo desde sus dimensiones académicas tradicionales: armonía,
melodía, ritmo y timbre, sino también en términos de dimensiones mas amplias como:
forma, arquitectura, componente afectivo y relación de la música con los contextos socio-
culturales.

Visto desde esta perspectiva, tendríamos que buscar romper paradigmas de transmisión
que están anclados en las epistemes típicas de occidente. Tendríamos que admitir, en este
sentido, currículos que se despliegan – presencialmente - hacia los contextos que están
más allá de los muros físicos de la institución (i.e. otra visión del espacio), tiempos mas
abiertos y flexibles para el despliegue de los procesos individuales que no necesariamente
coinciden con los ciclos de los programas estipulados (i.e. otra visión del tiempo).
Tendríamos que admitir la oralidad como un componente igualmente válido que la
escritura en la transmisión y estudio de la música. Soñando un poco más: ¿Qué pasaría si
entendemos la música como un cuerpo vivo y dinámico y no como un objeto susceptible
de ser disecado para ser analizado y dominado?. Estos son tan sólo algunos ejemplos de
las tensiones epistémicas que es necesario poner sobre la mesa para tomar decisiones al
momento de implementar un currículo verdaderamente intercultural.

Nuevamente acá, no se trata de negar los paradigmas de transmisión occidentales. Más


bien se trata de preguntarnos si existe tal cosa como una pedagogía mestiza de la música,
que refleje mejor la fragua compleja que somos como herederos de tradiciones culturales
diversas de las cuales la civilización blanca occidental es tan solo una. Esta pedagogía
mestiza de la música podría buscar un complemento entre la sistematicidad de occidente
y la transmisión imbricada en el tipo de experiencia que plantean las músicas populares
y tradicionales.

 ¿Qué elementos ud. cree que facilitan y obstaculizan la posibilidad de promover


experiencias significativas, el diálogo entre saberes de los educadores musicales
formados en las tradiciones de la academia y los jóvenes de las escuelas?
Esta es una pregunta compleja con varias respuestas posibles. Algunas de ellas ya las he
planteado arriba. En general, creo que hay una serie de iniciativas muy valiosas que se
están trabajando de una manera cada vez más honesta en educación superior para formar
pedagogos de la música críticos, capaces de leer con sensibilidad los contextos locales, y
con una diversidad de herramientas metodológicas para generar procesos de
musicalización integradores y significativos. Por otra parte, el FLADEM (Foro
Latinoamericano de Educación Musical) ha propiciado una valiosa red que fortalece estas
miradas más abiertas de lo pedagógico desde la formación de maestros, la investigación,
el intercambio de saberes y la agencia en políticas públicas.
Un reclamo de algunos surge, en algunos contextos, frente a asuntos como la escasa
inversión en las artes en las escuelas (en términos de tiempos y recursos), la poca
sensibilidad estatal frente al valor de las artes como parte de la formación, y las políticas
neoliberales cuando estas imponen implementaciones demasiado instrumentales de los
currículos que asfixian operativamente a los docentes.
Por otra parte, en cuanto a la preparación de maestros, me parece que los problemas más
grandes aparecen en el caso de los músicos que son formados en la academia con una
escasa o nula exposición a lo pedagógico y a los contextos culturales populares. Pienso
que es allí en donde se dan los choques mas fuertes pues estos músicos profesionales no
están preparados para desencadenar procesos significativos que sepan leer las
particularidades de los contextos y no disponen de herramientas metodológicas ni los
códigos culturales necesarios para entrar en diálogo con dichos contextos situados.
Pensemos en los intérpretes clásicos, por ejemplo, que han dedicado 15 o 20 años de su
vida a formarse de manera altamente sofisticada como instrumentistas y que se dan cuenta
un día que el mundo en el que van a vivir no es el que les habían pintado. Es decir, se
enfrentan con la cruda realidad de que no pueden vivir de dar conciertos como solistas ni
de tocar en orquestas porque los espacios son absolutamente limitados. Se ven entonces
obligados, muchos de ellos, a asumir clases de música en academias o en escuelas. Por
un lado, emergen a consecuencia de esto, sentimientos de frustración profesional al no
encontrar los espacios para desempeñarse como músicos – al menos con el perfil para el
cual fueron formados -. Por otro, surgen ansiedades al no saber qué hacer una vez están
dentro de la cotidianidad del trabajo, por ejemplo, frente a un grupo de 30 o 40 niños en
un aula de música. Esto, por supuesto, no es culpa de estos músicos. La responsabilidad
la tiene un sistema educativo que está anquilosado en un paradigma de formación
instrumental decimonónico y que aún no encuentra la forma de hacerlo más flexible y
pertinente para nuestros contextos. Desde este punto de vista, pienso que la formación
pedagógica tendría que estar presente como componente obligatorio de los currículos de
música para todos los estudiantes en nuestras universidades. Esto, unido a un
conocimiento más profundo de los contextos culturales locales y de sus músicas, es decir,
de los ecosistemas culturales en los que los futuros profesionales van a trabajar como
pedagogos y artistas. Como dije antes, esto ya está pasando en muchas instituciones. Es
necesario detectar en dónde aún no sucede y cómo podemos hacer para potenciarlo. Un
asunto clave es generar redes universitarias que hagan visibles las experiencias que ya se
están dando como referentes.
Finalmente, percibo que hay un tema muy importante en el que debemos trabajar y es en
el de la conciencia de los maestros de sus propias dimensiones psico-afectivas. Veo aún
muchos temores y problemas de auto estima entre los músicos pedagogos. En muchos
casos, tienen que ver con las marcas que ha dejado el sistema de formación instrumental
canónico al cual me refería arriba. En otros, tiene que ver con las biografías propias de
los sujetos. En cualquier caso, me parece que nos falta ayudar a ventilar esa interioridad
propiciando procesos de introspección en los que los maestros podamos mirar de frente
nuestras marcas, compartirlas con nuestros colegas, elaborarlas y sanarlas. Como
maestros, seguimos siendo músicos en búsqueda de sentido. Pareciera que la pedagogía
en las últimas décadas se ha volcado completamente a pensar el bienestar y el desarrollo
musical significativo del estudiante y su motivación, lo cual está muy bien; pero pienso
que hemos olvidado el lugar del maestro como sujeto que también está en desarrollo con
sus propias biografías, expectativas, talentos y límites. En este sentido, requiere también
de espacios de auto descubrimiento, crecimiento y exploración que tendrían que ser
impulsados por las instituciones, las redes docentes, los gremios de maestros y el sector
público, entre otros. Pero también pienso que este tipo de ejercicios de auto reflexión y
auto conciencia tendrían que ser suscitados a manera de entrenamiento para la sana
‘higiene de vida musical’ desde la formación profesional misma en las universidades.
 ¿Cuál es su opinión sobre la investigación en Educación Musical en América
Latina? ¿Qué desafíos debería asumir?, ¿De qué manera podría configurarse su
agenda?

Constato que la investigación en Educación Musical en América Latina está creciendo,


con el incremento del número de departamentos de música en las universidades de la
región. Esto es positivo, toda vez que nos permite generar procesos cada vez más
sistemáticos de indagación que pueden arrojar luces para leer los contextos educativos
locales y responder a ellos de una manera cada vez más adecuada en términos de lo que
las gentes necesitan.
Ahora bien, creo que algo que debemos siempre tener presente es: ¿Para qué
investigamos? Me parece que la respuesta a esta pregunta no puede ser solamente una de
orden pragmático mediada por las exigencias de productividad en las universidades (e.g.
publicar más artículos en revistas indexadas). Por otra parte, y esto es una opinión
personal, considero que la respuesta a esta pregunta debe tener su brújula siempre en las
personas. A veces encuentro investigaciones que son demasiado teóricas, alejadas de la
piel existencial de las gentes, o excesivamente ancladas en metodologías cuyo objetivo
es la mera eficiencia pedagógica o instrumental desde una perspectiva que invisibiliza las
necesidades particulares y diversas de los sujetos. En este sentido, pienso que la
investigación – como la música – debe partir de nuestros impulsos existenciales. Las
preguntas que investigamos tendrían que ser preguntas por las que vale la pena vivir, que
ponen en juego nuestra razón de vida. Por otra parte, considero que deben ser
investigaciones que tienen clara la pertinencia de sus hallazgos para un grupo de sujetos
‘con caras propias’, es decir que tendríamos que poder afirmar de qué manera lo que
producimos le va a servir a las personas que van a hacer uso de esos hallazgos y porqué.
Es entonces cuando introducimos frenteramente a los sujetos en la investigación y ésta se
llena de sabor, porque está preñada de los anhelos, afectos y potencia experiencial tanto
del autor como de los participantes. Así, al final de una investigación, lo primero que
tendría que pasar es que el autor se encuentre a sí mismo transformado y enriquecido
integralmente como sujeto, y no solamente como ser intelectual.
Desde este punto de vista, personalmente me intereso cada vez más en la investigación
situada en los contextos. Enfoques como la investigación – acción, la sistematización
pedagógica o la auto etnografía ofrecen valiosas plataformas para adentrarnos como
investigadores reflexivos y críticos de nuestras propias prácticas. Es en nuestros contextos
como maestros del día a día en donde está el conocimiento más valioso. Esto es así,
porque es un saber situado, puesto a prueba por la experiencia. Creo con convicción en
este tipo de teoría, que emana de la práctica para dialogar con las teorías de otros maestros,
investigadores y pensadores del mundo.
En este sentido, creo que si hay algún tipo de agenda, ésta tendría su punto de partida en
el reconocimiento reflexivo de la experiencia pedagógica que está viva en la diversidad
de contextos culturales en los que nos desempeñamos como maestros. Por otra parte, las
preguntas que mediarían críticamente estas investigaciones situadas serían: ¿Qué enseño
y cómo lo enseño? ¿Cómo puedo mejorar mi pedagogía? Pero hay una pregunta anterior
a éstas, que es a mi juicio aún más importante y profunda: ¿Para qué enseño música?
¿Qué le aporta la experiencia musical que propicio a la existencia de mis estudiantes y a
la mía propia?
Adicionalmente, creo que la investigación sistemática es un camino potente para indagar
aquellas músicas otras de las que hablé mas temprano (i.e. indígenas, tradicionales,
populares, raizales, campesinas) y los paradigmas de conocimiento que subyacen a ellas
como referentes que pueden complementar y enriquecer nuestra visión occidental del arte
y del mundo.

 Teniendo en cuenta que algunas propuestas pedagógicas actuales ponen énfasis


en los modos de aprendizajes informales o no escolares, nos gustaría saber su
opinión acerca del rol del profesor en estas prácticas de enseñanza, y las
características distintivas que podría asumir en el contexto de nuestros países
latinoamericanos. ¿Cómo se vincula esto con lo que ud. llama la pedagogía de la
escucha?
Es interesante jugar a pensar que no hay 'clases de música'. Más bien, lo que queremos
propiciar son espacios ricos de hacer música que están preñados de experiencia estética.
En este tipo de escenario, si no hay clase, tampoco hay 'profesor'. Lo que hay es una
comunidad de sujetos que se reúnen para celebrar colectivamente los sonidos a partir de
unos repertorios determinados. Cada cual aporta a la experiencia, desde lo que es en ese
instante preciso, técnica, musical y existencialmente. Al decir de Cristopher Small, en ese
sentido, no hay un 'musicar' mas serio que otro: El musicar es una experiencia de
exploración de una serie de relaciones (con el sonido, con los demás músicos, con la
audiencia, con el ambiente, con el cosmos), una afirmación de esas afirmaciones (sentido
de identidad) y una posible experiencia estética o celebratoria consecuente. Cada cual
pone lo que tiene, con el mayor cuidado y amor hacia la música, sus materiales y hacia
los demás participantes en el momento de hacer música. He allí un visión del 'rigor' que
me interesa explorar: una relación de profundidad con la música al servicio de la
experiencia afectiva compartida.
En este tipo de contexto, un maestro de música es un agente más de ese musicar, otro
músico que vive la música en tiempo real con los estudiantes. Su labor es propiciar
condiciones que favorezcan este espacio de exploración de las relaciones cuidando la
salud del vínculo que él mismo y sus estudiantes tienen con la música. Desde su
experiencia, que con frecuencia es de más tiempo que la del resto del grupo (aunque no
necesariamente), el maestro encuadra, invita, seduce, empuja, acompaña, modela, aprieta,
suelta. Asume el rol honesto de entrar al grupo para ajustar o aclarar cosas cuando es
necesario y de retirarse cuando el grupo tiene que seguir explorando solo. Como maestros
generamos una experiencia de la cual por momentos nos sustraemos para ilustrar un
concepto, analizar una sección, trabajar un pasaje por separado. Pero siempre desde y
hacia la experiencia. Quedarnos solo en el análisis de la música (sin vivirla) llega a
parecerse a una autopsia: el trabajo con un cuerpo muerto cuyas secciones y órganos
reconocemos y estudiamos pero que se encuentra ausente como entidad viva. O es como
si compramos una casa, estudiamos y entendemos sus espacios, estructura, materiales y
niveles desde los planos, pero nunca entramos en ella para habitarla.
Desde este punto de vista, no hay recetas ni instructivos cerrados para enseñar la música,
puesto que la pedagogía es un arte y no una ciencia. Requiere, sobre todo, de mucho
sentido común, sensibilidad, honestidad y cuidado. En este cuidado, el maestro reconoce
sus potencias y construye desde allí, pero también es capaz de detectar con transparencia
sus propias trabas, miedos y límites. Es necesario prepararse bien, crecer explorando
nuevos repertorios y materiales, especialmente pensando en la población con la cual se
trabaja y en busca de nuevos desafíos. No anquilosarse en la comodidad de las recetas
repetidas. No todo vale, la música seguirá siendo siempre una experiencia que implica
atención, silencio y cuidado; que requiere muchas veces de esfuerzos sostenidos y de
paciencia. El maestro está allí, también, para acompañar los momentos de sequía afectiva
y de esfuerzos focalizados en sus estudiantes. Pero siempre tiene abierta la pregunta:
¿Para dónde vamos? ¿Al servicio de qué está lo que hacemos y lo que vivimos en cada
momento del proceso?
Una ‘pedagogía de la escucha’ implica dos dimensiones. Primero, una reivindicación en
todos los niveles de una escucha que no se centra solamente en la audición analítica de
los sonidos sino que nos permite, a través del oído y del cuerpo, generar un vínculo
afectivo con los sonidos. Mi colega colombiano Eliécer Arenas le pregunta en una
entrevista reciente al músico senegalés Mamour Ba: ‘¿Qué es escuchar?’ Y él responde:
‘Escuchar es dejar que la música entre en el corazón’. Siento que muchas veces nuestra
relación y escucha afectiva de la música queda relegada a un segundo plano, a un asunto
anecdótico que cada cual debe resolver a su manera. Es cierto que allí hay un grado de
intimidad de orden privado pero también siento que como pedagogos tenemos que estar
atentos a las formas en que la relación entre los estudiantes y la música se va dando y va
creciendo. Hablando con ellos, pidiéndoles que nos cuenten qué sienten, cómo lo sienten,
qué condiciones favorecen o inhiben su mundo emocional al momento de escuchar o de
tocar música. El universo de los afectos puede ser difícil de nombrar pero eso no implica
que no podamos tratar de hacerlo, así sea de manera aproximada, buscando adjetivaciones
cada vez más finas de lo que sentimos con la música. Al fin y al cabo, es por lo que la
música nos hace sentir que la buscamos como seres humanos ¿No es cierto?. No debemos
tener miedo de poner los sentimientos de manera vehemente y con seriedad en un primer
plano del proceso pedagógico.
La otra dimensión de la escucha tiene que ver con la sensibilidad que podemos generar
como pedagogos frente al otro, como sujeto pensante y sintiente, que ocupa unas
coordenadas existenciales concretas en términos de tiempo, espacio y cultura. En ese
sentido, la pedagogía de la escucha, abre sus antenas a los ritmos particulares, a los estilos
de aprendizaje, a las biografías musicales, a los apetitos y deseos de los sujetos. También
a los bloqueos, miedos, marcas, heridas. Escucha todo esto atentamente para tomar
decisiones que favorezcan al estudiante (y al profesor) como ser humano, y no solo para
llegar a un resultado de productos o destrezas musicales por sí mismas.

 Sabemos que está finalizando su tesis de doctorado con la dirección de Lucy


Green. ¿Cuál es la problemática que aborda en este proyecto?, ¿Qué le aporta ésta
reconocida autora a su proceso de investigación?

He realizado un proyecto de investigación que rastrea, a partir de mi propia experiencia


de campo y de conversaciones con 44 ejecutantes del cuatro, los elementos culturales y
educativos relacionados con el aprendizaje de este instrumento colombo- venezolano a
través del estudio de dos paradigmas contrastantes de transmisión. En el primer
paradigma, el aprendizaje ocurre en el marco de lo que denomino 'sistemas de transmisión
abierta'. Éstos acontecen en contextos tales como la familia, con amigos, en reuniones
sociales, festivales y en los procesos de aprendizaje auto dirigido. Se trata sobre todo de
prácticas orales y holísticas. Este tipo de transmisión es poco sistemático, aleatorio y
fuertemente situado en las prácticas culturales extra-musicales. En el segundo paradigma,
el aprendizaje ocurre predominantemente en ‘sistemas cerrados de transmisión’. Estos
suelen ser comunes en entornos institucionales, desde la universidad hasta las clases
privadas de instrumento. El aprendizaje del cuatro en este segundo tipo de transmisión
también implica una fuerte presencia de la imitación, pero a través de ejercicios y piezas
graduadas en secuencias que van de lo fácil a lo complejo. Este segundo paradigma de
transmisión es de un orden más sistemático y se basa en el aislamiento y la fragmentación
del conocimiento, así como en la linealidad de los procesos. Bebe de las aguas del
paradigma científico ilustrado del cual hablé mas temprano. En el primer paradigma,
aquel de orden ‘abierto’, tanto el conocimiento explícito (e.g. Las habilidades técnicas)
como el conocimiento tácito (e.g. El sabor y la expresión) están permanentemente
integrados en el centro del aprendizaje. En el segundo paradigma, aquel de orden más
cerrado y sistemático, sin embargo, se tiende a privilegiar el conocimiento explícito, ya
que es más fácilmente aislado, objetivado y fragmentado.

Los hallazgos más relevantes del estudio son que, aunque hay una serie de elementos
contrastantes entre los dos paradigmas de transmisión, también hay muchas áreas de
similitud. Algunas áreas como por ejemplo el uso de la notación, resultan ser menos
contrastantes de lo que esperaba. Más importante aún, pude detectar una serie de 'procesos
de traducción' que ocurren entre un paradigma y otro. Movidos por el interés personal,
los músicos cuatristas aprenden a través de caminos musicales que incluyen, en diferentes
grados, ambos paradigmas de transmisión. Pude ver que los entornos abiertos suelen estar
integrados a contextos socioculturales que potencian la aparición de procesos intensos de
enculturación temprana de la música, mientras que la mayoría de entornos en los sistemas
cerrados de transmisión evidencian esfuerzos intencionales para establecer un contacto
explícito con contextos culturales como la participación activa en festivales de música,
etc. Con la excepción de las universidades y de la enseñanza en clases privadas, donde
las lecciones individuales están en el centro del aprendizaje, la mayoría de la transmisión
se lleva a cabo dentro de espacios colectivos en los que se hace música. En términos
generales, la transmisión del cuatro se basa en la imitación. La notación suele ser
subsidiaria y abierta, en cuanto los músicos usualmente inventan sus propios códigos.
Mientras que en los entornos abiertos de transmisión el aprendizaje es más bien holístico,
en los entornos cerrados la transmisión generalmente implica secuencias lineales y
lógicas de lo simple a lo complejo. En términos generales los músicos son muy versátiles
en cuanto a su capacidad para tocar diferentes instrumentos y su habilidad para acompañar
el baile. Finalmente, en todos los contextos hay cierto nivel de integración entre
interpretar, improvisar, arreglar y componer.

Sobre la base de estos hallazgos el proyecto presenta una propuesta para la enseñanza del
cuatro en las universidades locales que, en mi opinión, podría ser generalizable a otros
instrumentos tradicionales o incluso clásicos. En el marco de la propuesta, hago especial
hincapié en la idea de una pedagogía "mestiza" que yuxtapone los enfoques sistemáticos
modernos - que tienden a ser más del tipo cerrado mencionado anteriormente- y los
enfoques tradicionales de transmisión oral de la música, que son menos sistemáticos, de
naturaleza holística y que por lo tanto están más relacionados con los sistemas abiertos
de transmisión que pude explorar. La propuesta sitúa a las prácticas musicales colectivas
como eje metodológico de la transmisión dentro del ámbito universitario y busca
potenciar asuntos como el desarrollo de las voces artísticas individuales, el sabor, la
celebración de la música y el contacto vital con los contextos culturales que enmarcan la
producción musical.

Debo confesar que ha sido una experiencia de cinco años que ha transformado mi visión
de la música y de la pedagogía en la medida en que me ha permitido estar expuesto a
formas de conocer y transmitir la música que son distintas de mi propia formación
académica como guitarrista clásico, así como a expresiones culturales cuya riqueza valoro
y admiro cada vez más. En pocas palabras, ha sido un recorrido que me ha permitido
entrar en contacto de manera frontal con la dimensión fundante de la música como
experiencia humana imbricada en tejidos socio culturales ricos, complejos y dinámicos,
al tiempo que me ha dejado con preguntas gruesas sobre cómo potenciar este componente
afectivo y humano de la música desde la pedagogía formal.
Con relación a la profesora Lucy Green no tengo sino palabras de agradecimiento y
admiración. Primero, honro los aportes que ha hecho a la educación musical mediante la
producción sistemática de un conocimiento que brinda a quienes nos interesamos por las
formas no convencionales de transmisión de la música, un andamiaje conceptual para
reflexionar sobre el tema y explorarlo. Estos aportes tienen que ver con los hallazgos que
ha hecho sobre cómo aprenden los músicos populares y la implementación en contextos
formales de metodologías derivadas de estas otras formas de aprender. Desde el punto de
vista investigativo, es sin duda un referente en términos de rigor y a la vez de apertura en
términos de su propia forma de ver la música como acontecimiento humano.

En cuanto a mi trabajo con ella, agradezco el delicado balance que logró entre permitirme
explorar con autonomía la temática sobre la cual indagué, y al mismo tiempo estar allí
disponible con firmeza cuando era necesario 'templar' mis encuadres metodológicos y
conceptuales. En este sentido, percibo una coherencia entre su propuesta pedagógica
musical basada en el aprendizaje informal y la forma en que asesora a sus estudiantes de
investigación, asumiendo un rol de acompañante firme pero respetuoso de los tiempos,
intereses e ideas particulares de sus alumnos.

Finalmente, es una persona absolutamente generosa al momento de compartir sus


conocimientos y referentes académicos. También lo es desde un punto de vista humano:
siempre que visité el Reino Unido, Lucy me abrió, junto con su marido, las puertas de su
hogar en donde pasamos bellos momentos hablando de música, pedagogía, literatura, arte,
política....

 ¿Cuáles son sus preocupaciones actuales en torno a las problemáticas de la


Educación Musical?
Mi pregunta hoy tiene que ver con la dimensión afectiva y espiritual de la música en el
marco de los procesos educativos. Tengo la percepción de que en muchas situaciones, y
en particular en el contexto académico formal a nivel superior, la educación musical suele
dejar 'por fuera del radar' el asunto de la relación afectiva de los músicos en formación
con la experiencia musical. El afán por desarrollar habilidades técnicas y analíticas cada
vez más especializadas y finas, por momentos nos hace olvidar esta verdad tan sencilla:
La gente en 'el mundo de la vida', allá afuera en las calles de las ciudades, en sus
habitaciones, en los pueblos, en los campos, escucha música y la celebra porque hay algo
en su alma que es alimentado por los sonidos. De alguna manera intuyo que detrás de esta
relación afectiva con la música hay una dimensión espiritual profundamente humana que
a veces se nos esconde en la pedagogía musical. Desde esta inquietud me surge otra serie
de preguntas: ¿Qué tipo de condiciones pedagógicas favorecen esta experiencia afectiva
o espiritual de la música?¿Qué tipo de condiciones la inhiben o, incluso, la maltratan?¿De
qué manera los paradigmas pedagógicos en los que nos movemos atraviesan nuestras
prácticas incidiendo – para bien o para mal - sobre la potencia de esta experiencia?¿Cómo
podemos poner nuestro hacer musical y nuestra pedagogía al servicio de las gentes - desde
un estudiante de violín clásico en el conservatorio hasta un anciano en una casa municipal
de cultura - que están en busca de este alimento sensible que provee la experiencia
musical?
La consecuencia lógica de esta pregunta es que su respuesta solamente puede estar situada
en los sujetos, pues cada persona tiene un vínculo íntimo y particular con la música de
acuerdo a su propia configuración social, histórica, familiar, cultural. En este sentido,
quiero adentrarme en procesos investigativos que indaguen no solamente sobre las
metodologías per sé, es decir sobre las actividades, secuencias didácticas, estrategias de
aula, etc.; sino, ante todo, por la manera en que estas apuestas metodológicas afectan la
existencia de los sujetos en clave de su relación afectiva con las músicas. Me parece que
un buen punto de entrada a este universo, tanto en la investigación como en el aula, son
las narrativas de las personas expresadas en bitácoras, grupos de discusión, entrevistas en
profundidad, entre otros medios e instrumentos. Es decir, aquello que nos cuentan las
personas sobre cómo viven, sienten y se relacionan con la música en las distintas facetas
de su vida.
Creo que en estas narrativas se encierran las claves para entender las condiciones que
generan relaciones cada vez más significativas y profundas desde el punto de vista
afectivo entre la música y las personas. Interpretar estas narrativas en clave de las
pedagogías que propiciamos como músicos dentro y fuera del aula puede ser una bella
agenda de investigación educativa con perspectiva humana. Una manera honesta de
develar lo que puede significar ‘musicar’ sanamente la existencia de la gente, incluida
nuestra propia vida.

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