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§ 1. EL FACTOR RELIGIOSO
A PARTIR DE LA CONSTITUCIÓN
1
El texto constitucional reconduce su concepción de las relaciones entre lo
político y lo religioso a «la soberanía nacional que reside en el pueblo español»
(art. 1.2). Y, en uso de ella, considera el hecho religioso en la medida y sólo en
esa dimensión en que se manifiesta y actúa como factor social sometido a un
tratamiento jurídico de naturaleza civil, en contraste con los períodos de
nuestra historia en los que era valorado desde una perspectiva confesional 2.
Por el mismo motivo, la Constitución contempla a los sujetos individuales
de las leyes en su condición de ciudadanos y no de creyentes3, reconociendo y
garantizando a todos el mismo patrimonio jurídico constitucional, con
independencia del sentido de su opción religiosa, «sin que pueda prevalecer
discriminación alguna por razón de religión» (art. 14). Además prohíbe que los
ciudadanos sean obligados a declarar «sobre su ideología, religión o creencias»
(art. 16.2), pues equivaldría a interrogarles en su calidad de creyentes y no de
ciudadanos. Y, al mismo tiempo que garantiza la libertad religiosa que, como
derecho civil, les corresponde (art. 16.1), declara la incompetencia del Estado
para proclamar una fe: «Ninguna confesión tendrá carácter estatal» (art. 16.3).
También hay que advertir que la Constitución no se limita a proscribir
cualquier represión del hecho religioso (reconocimiento negativo), sino que
tutela el factor religioso como realidad importante de la sociedad
(reconocimiento positivo), y que el ámbito de esta libertad abarca no sólo a los
sujetos individuales, sino también a aquellos grupos específicos cuya existencia
se deriva de la naturaleza esencialmente social de la religión y de la persona
humana. El que la Constitución, al pasar al plano de los sujetos colectivos, los
llame «comunidades» (art. 16.1) y, con más acierto y precisión, «confesiones»,
e incluso haga mención expresa de la «Iglesia Católica» (art. 16.3), no es una
contradicción con el principio de laicidad. Como veremos más adelante, no
existe residuo confesional alguno: el Estado, a la hora de valorar a los grupos
religiosos, no ha adoptado criterios de naturaleza religiosa asumidos de una
religión determinada4 sino de naturaleza civil, llegando a un equilibrio entre los
2
principios de libertad religiosa y de laicidad, y convirtiendo el concepto de
confesión religiosa en pieza clave del Derecho eclesiástico español.
A la vista de lo anterior, se entiende mejor por qué la Constitución concibe
las relaciones entre el poder civil y el religioso en términos de independencia,
autonomía, respeto y colaboración recíprocas. Como suprema representación
institucional de la comunidad política, el Estado reconoce y garantiza las
manifestaciones del factor religioso de los ciudadanos y los grupos religiosos,
en cuanto expresión de la sociedad y signo inequívoco de la soberanía nacional,
fuente última de los poderes del Estado (art. 1.2). No tiene otros límites ese
reconocimiento y garantía de la especificidad de lo religioso que el minimum
exigido por el orden público democrático (art. 16.1). Todo ello de conformidad
«con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos
internacionales sobre las mismas materias ratificados por España» (art. 10.2).
Es indudable que entre la opción constitucional y el dualismo cristiano
existen puntos de coincidencia en el terreno de los efectos prácticos 5, aunque
difieren en el campo de los fundamentos 6. Esto confirma el grado de madurez
alcanzado por el pueblo español como sociedad civil, insertándose en la mejor
tradición democrática y asumiendo, a propósito de las imprescindibles
distinciones entre política y religión propias de las sociedades más avanzadas,
una de las aportaciones más esclarecedoras de la civilización de Occidente al
patrimonio jurídico-político universal.
reestructuración ante la Ley según esquemas estatales, inspirados en las asociaciones comunes
(Ley de libertad religiosa de 1967).
5. La semejanza parece clara cuando ambos afirman la independencia recíproca entre
política y religión. Téngase presente, por vía de ejemplo, el siguiente texto del Concilio
Vaticano II: «La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en
su propio terreno. Ambas sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la
vocación personal y social del hombre. Este servicio lo realizarán con tanta mayor eficacia,
para bien de todos, cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre ellas, habida cuenta de
las circunstancias de lugar y tiempo» (Gaudium et spes, n. 76). Cfr. E. MOLANO, El dualismo
constitucional entre orden político y orden religioso, en AA.VV., Libertad y derecho
fundamental de libertad religiosa, Madrid 1989, pp. 183-190.
6. El fundamento de la concepción dualista de la Iglesia católica es de carácter religioso:
se basa en las palabras de Jesucristo «dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de
Dios» (Mt XXII, 21; Mc XII, 17; Lc XX, 25), mientras que la fuente y el fundamento de la
esfera de libertad que la Iglesia católica tiene como confesión en el ordenamiento español se
basa en la Constitución de 1978, como expresión suprema de la voluntad soberana del pueblo.
Ahora bien, si una de las consecuencias prácticas del dualismo cristiano es que la Iglesia se
relacione con el Estado en términos de independencia mutua y leal colaboración, existirá una
coincidencia con la Constitución, a pesar de la diferencia sustantiva de fundamentos.
3
Siendo el Derecho eclesiástico la rama del ordenamiento jurídico del
Estado que regula el fenómeno religioso operante en el ámbito de su soberanía,
se comprende que lo religioso no interesa en cuanto tal, sino en la medida en
que es susceptible de ser captado por el Derecho estatal. Ahora bien,
limitándose el Derecho eclesiástico a la regulación de la vertiente social y
jurídica del fenómeno religioso, dentro de ella le interesa la totalidad del factor
religioso7. Éste comprende aquel conjunto de actividades, intereses y
manifestaciones del ciudadano y de las confesiones, que, teniendo índole o
finalidad religiosas, crean, modifican o extinguen relaciones intersubjetivas en
el seno del ordenamiento, constituyéndose como factor social que existe y
opera en la sociedad civil y que ejerce en ella un influjo conformador
importante y peculiar. En consecuencia, el Estado trata jurídicamente el factor
religioso cuando regula, mediante su Derecho, el reconocimiento, tutela y
promoción de dicho factor social en conexión con el resto del ordenamiento
jurídico, sin inmiscuirse en las peculiaridades de la génesis, vida y extinción de
lo religioso.
La complejidad de la materia plantea al Derecho un crónico dilema: el de
ser concebido por el poder político como un mero instrumento —el jurídico—
para imponer a los ciudadanos la concepción religiosa de los poderes públicos;
o bien, el de ser la expresión jurídica de la renuncia del poder político a
inmiscuirse en el campo de lo religioso, convirtiendo al Derecho en la vía de la
civilización y de la libertad a la que se someten los poderes públicos, los
ciudadanos y las confesiones8.
El Derecho debe limitarse a captar y regular el factor religioso desde una
perspectiva estrictamente jurídica, inspirándose en los principios
constitucionales De lo contrario acabará convirtiéndose en una reglamentación
fundada en consignas políticas, posiciones ideológicas o cesiones confesionales
y sociológicas, ajenas a una comprensión jurídica de la materia —ajuridismo—
9, o incurrirá en una excesiva tecnificación de sus conceptos y de sus métodos,
distanciándose de la materia social que ha de regular —formalismo—10.
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Y es que, tratar la materia eclesiástica según principios y métodos jurídicos
es el único camino para salvaguardar la identidad y la función del Derecho
eclesiástico, como vía de encuentro civilizado de religión y política, y como
garantía de la dignidad y la libertad de la persona humana en materia religiosa.
Esta consideración del Derecho eclesiástico como expresión jurídica del Estado
democrático nos permite comprender su singular autonomía, derivada no sólo
de una materia prima específica —la eclesiástica—, sino más en particular de
unos principios informadores de su unidad y lógica interna, como ciencia y
como rama del ordenamiento jurídico. La tipicidad de estos principios explica,
además, la constante intuición de los cultivadores del Derecho eclesiástico de
estar ante un Derecho de libertad11.
donde termina la Historia, y finaliza a su vez donde se inicia la Política (cfr. P. A. D'AVACK,
Trattato di diritto ecclesiastico italiano. Parte generale, 2.ª ed., Milano 1978, pp. 54 y 57).
10. Este ideal tuvo notable predicamento entre los positivistas de fines del siglo XIX y
comienzos del XX. Proscribía del quehacer del jurista todo concepto o método que no fuese
jurídico-puro, esto es, que contuviera alguna influencia de los componentes históricos,
dogmáticos, religiosos, ideológicos, políticos o sociológicos de la materia eclesiástica y del
factor social religioso. Pero el jurista de hoy ya sabe que la solución de tutelar la índole
jurídica del Derecho eclesiástico por la vía de refugiarlo en una teoría pura del Derecho al
estilo formalista y kelseniano, provocaría el efecto contrario: o bien construiría una rama
jurídica inútil, por su alejamiento de los problemas reales de la materia eclesiástica; o bien,
bajo la aparente asepsia del formalismo, serviría de instrumento de coerción para imponer,
desde las instancias de un poder totalitario, la concepción que acerca de lo religioso tuvieran
las personas que lo detentaran.
11. Cfr., por todos, L. DE LUCA, Diritto ecclesiastico e sentimento religioso, en AA.VV.,
Raccolta di scritti in onore di Arturo Carlo Jemolo, I, Milano 1963, p. 405.
12. Esta afirmación, formulada ya en la primera edición de esta obra, en 1980, pronto se
convirtió en doctrina común. Sin embargo, no han faltado autores —algunos modificando
incluso su adhesión inicial a nuestra tesis— que han añadido otros principios, como el
pluralismo ideológico y religioso (I. C. IBÁN–L. PRIETO SANCHÍS, Lecciones de Derecho
eclesiástico, Madrid 1987, pp. 126-128), el pluralismo y el personalismo (D. LLAMAZARES,
Derecho eclesiástico del Estado, Madrid 1989, pp. 225-228) y la tolerancia religiosa (J. M.ª
GONZÁLEZ DEL VALLE, Derecho eclesiástico español, Madrid 1991, pp. 172-177). En
ocasiones, del examen de sus exposiciones se concluye que las discrepancias con nuestra
interpretación son más aparentes que reales. No obstante, seguimos manteniéndola en los
mismos términos, máxime cuando ha sido asumida por el TC. Vid., en este punto, A. C.
ÁLVAREZ CORTINA, El Derecho eclesiástico español en la jurisprudencia postconstitucional
(1978-1990), Madrid 1991, pp. 23-26; J. FERRER ORTIZ, Los principios informadores del
Derecho eclesiástico español, en J. MARTÍNEZ-TORRÓN (ed.), La libertad religiosa y de
conciencia ante la justicia constitucional, Granada 1998, pp. 107 ss. y, en especial, pp. 116-
5
legales se hallan, de manera principal, en la Constitución de 1978, pero también
en la Ley orgánica de libertad religiosa de 1980, en los Acuerdos con la Santa
Sede de 1976 y 1979, y en los Acuerdos de 1992 con la FEREDE, la FCJ y la
CIE.
Antes de pasar al examen pormenorizado de los principios, formularemos
algunas precisiones sobre su significado para captar con mayor hondura su
naturaleza: 1.ª) en tanto contienen valores del pueblo español en los que éste
manifiesta su voluntad de solidaridad sobre el factor religioso, no son
principios religiosos, sino estrictamente civiles; 2.ª) bajo los principios
enunciados late una idea de sociedad civil y una idea de Estado, que el pueblo
español expresa, pero no pretenden reflejar una concepción religiosa de lo
religioso; 3.ª) estos principios son jurídicos: contienen la voluntad popular de
que la cuestión religiosa se resuelva mediante el Derecho y que éste se inspire
en ellos; y 4.ª) los principios informadores no son tales por estar contenidos en
la Constitución, sino por su naturaleza de expresar —informar— los valores
superiores que como patrimonio solidario tiene y quiere el pueblo español en
materia eclesiástica, y ello con independencia de que su formalización
normativa tenga lugar en un texto legal de rango constitucional o en una
disposición de rango inferior.
124; J. CALVO-ÁLVAREZ, Los principios del Derecho eclesiástico español en las sentencias
del Tribunal Constitucional, Pamplona 1999; y M.ª J. GUTIÉRREZ DEL MORAL–M. A.
CAÑIVANO, El Estado frente a la libertad de religión: jurisprudencia constitucional española
y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, Barcelona 2003.
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igualdad, proclamado por los artículos 9 y 14, del que se deduce que no es posible
establecer ningún tipo de discriminación o de trato jurídico diverso de los ciudadanos en
función de su ideologías o sus creencias y que debe existir un igual disfrute de la
libertad religiosa por todos los ciudadanos. Dicho de otro modo, el principio de libertad
religiosa reconoce el derecho de los ciudadanos a actuar en este campo con plena
inmunidad de coacción del Estado y de cualesquiera grupos sociales, de manera que el
Estado se prohíbe a sí mismo cualquier concurrencia, junto a los ciudadanos, en calidad
de sujeto de actos o de actitudes de signo religioso, y el principio de igualdad, que es
consecuencia del principio de libertad en esta materia, significa que las actitudes
religiosas de los sujetos de derecho no pueden justificar diferencias de trato jurídico»
(STC 24/1982, de 13 de mayo, FJ 1)13.
13. Comentando este texto, Álvarez Cortina explica que «se intuye su función de
principio, pero se insiste en su significación de derecho fundamental». No obstante, añade, los
derechos fundamentales «son contemplados por la jurisprudencia constitucional: a) como
derechos subjetivos, pero, además, b) como dimensiones o elementos objetivos del
ordenamiento, tal como señalan las Sentencias números 67/1986, de 7 de junio, FJ 2 y
114/1984, de 24 de noviembre, FJ 4» (A. C. ÁLVAREZ CORTINA, El Derecho eclesiástico...,
cit., pp. 24-25).
14. En teoría es posible que el Estado confesional reconozca el derecho de libertad
religiosa —junto a la España de Franco hay que considerar hoy, p. ej., a Dinamarca, Islandia,
Noruega y Reino Unido—, pero cuando tal sucede acaba limitado porque la confesionalidad y
7
más idóneo para que un pueblo alcance la máxima plenitud en el
reconocimiento del derecho de libertad religiosa es el homónino, que asegura la
identidad civil del Estado, su papel en la promoción del factor religioso como
parte del bien común, la mutua independencia entre el Estado y las confesiones,
y permite el pleno desarrollo de todos los derechos relacionados con la libertad
religiosa. Ésta ha sido la opción de la Constitución de 1978.
sus consecuencias jurídicas prevalecen sobre él (a pesar de que tal derecho esté reconocido en
sus Constituciones y en los tratados internacionales de derechos humanos suscritos). Lo
mismo sucede cuando los Estados atribuyen a la laicidad el papel de primer principio
definidor de su actitud respecto a lo religioso: cualquier conflicto siempre se resuelve en favor
de la intangibilidad del principio de laicidad, aunque ello suponga una restricción del derecho
de libertad religiosa, como ocurrió en la II República española (arts. 3 y 26 de la Constitución
de 1931). Y es que, en definitiva, el ámbito del derecho de libertad religiosa acaba siendo
fijado por aquel principio primario —sea el que sea— que define al Estado ante lo religioso.
15. A. C. JEMOLO, I problemi pratici della libertà, Milano 1961, pp. 130-131.
16. El derecho a la vida es el más importante y radical en el orden existencial, pero no en
el orden esencial de la persona humana. En efecto, sin el pleno reconocimiento del derecho a
la vida, de nada le sirve al hombre que se le reconozcan todos los demás derechos, pues basta
con privarle de la vida para que todos los demás desaparezcan. Ciertamente, como apunta
Hervada, la primera exigencia de justicia que el ser humano esgrime frente a los demás es la
de mantenerse en la existencia (J. HERVADA–J. M. ZUMAQUERO, Textos internacionales de
derechos humanos, I, 2.ª ed., Pamplona 1992, n. 236, p. 141). Ahora bien, ¿de qué le
aprovecha al hombre que se respete su derecho a la vida, si no se le trata, ni se le deja vivir
como persona, esto es, según lo más específico y digno de su naturaleza?
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pertenece ni a la esencia o identidad del Estado, ni a la esfera de competencias
de su poder.
Aquí encontramos la base común de tres grandes derechos humanos o
libertades fundamentales —ideológica, de conciencia y religiosa— y los
elementos específicos que permiten afirmar su respectiva autonomía:
1.º) La libertad de pensamiento o ideológica tiene por objeto «el conjunto
de ideas, conceptos y juicios que el hombre tiene sobre las distintas realidades
del mundo y de la vida; más específicamente, pensamiento quiere decir aquí la
concepción sobre las cosas, el hombre y la sociedad —pensamiento filosófico,
cultural, científico, político, etc.— que cada persona posee»17. La Constitución
alude a ella en los arts. 16 y 20. En el primero, con la expresión «libertad
ideológica» significa el derecho de todo ciudadano a tener su propio sistema o
concepción explicativa del hombre, el mundo y la vida, una cosmovisión o
Weltanschauung; y en el art. 20 explicita su contenido y protección. Pero en
realidad ambos contemplan un mismo derecho que se acostumbra a denominar
«derecho a la libertad de pensamiento»18.
2.º) La libertad de conciencia tiene por objeto «el juicio de moralidad y la
actuación en consonancia con ese juicio»19. Protege la libertad fundamental de
todo hombre, en la búsqueda del bien, de poseer su propio juicio moral y en
adecuar a él su comportamiento. Moral y ética sobre el bien y el mal componen,
como actitudes esencialmente personales, el objeto del derecho de libertad de
conciencia. La Constitución la reconoce y garantiza mediante una terminología
no demasiado precisa y clara en el art. 16.2.
3.º) La libertad religiosa tiene por objeto la fe como acto, y la fe como
contenido de dicho acto, así como la religión en todas sus manifestaciones,
individuales, asociadas o institucionales, públicas o privadas, con libertad para
su enseñanza, práctica, culto, observancia y cambio de religión. Tiene en común
con las libertades de pensamiento y de conciencia que las tres implican el
reconocimiento de la naturaleza y dignidad del ser personal en su dimensión
más profunda y específica, aquélla donde actúa su racionalidad mediante la
búsqueda y el establecimiento de su relación con la verdad, el bien y Dios. Esa
raíz común explica la tendencia de los textos internacionales a reconocerlas
conjuntamente, incluso en un mismo precepto 20, y también el peligro de
confundirlas.
9
El objeto de la libertad religiosa, en el sentido del acto de fe y la profesión
de la religión a través de todas sus manifestaciones, es Dios; mientras que la
actitud de la persona ante la verdad y el bien, se derive o no de una postura
religiosa, posee autonomía propia y es objeto, respectivamente, de la libertad de
pensamiento y de la libertad de conciencia. Por lo tanto, la atención a los
objetos específicos de cada uno de estos derechos es el punto de donde arrancan
sus diferencias y su correspondiente autonomía.
Todo lo anterior nos permite distinguir con mayor claridad que una cosa es
el derecho y otra el principio de libertad religiosa, y que ambos corresponden a
dos pasos sucesivos que el Estado democrático debe dar para serlo. El primero
le exige reconocer y garantizar jurídicamente una plena inmunidad de
coacción en materia religiosa en favor de los ciudadanos y las confesiones
frente a los demás y frente al propio Estado. El segundo paso le obliga a
prohibirse concurrir junto a los ciudadanos en calidad de sujeto de actos o
actitudes ante la fe y la religión, sean del signo que fueren: positivo, negativo o
agnóstico.
La libertad religiosa como principio primario definidor del Estado en
materia religiosa tiene las siguientes consecuencias: 1.ª) contiene una idea
esencial del Estado, como ente al servicio de la primacía de la dignidad de la
persona y, en particular, de su ámbito de racionalidad y conciencia; 2.ª) el
Estado se considera radicalmente incompetente como sujeto capaz de respuesta
alguna ante el acto de fe y la práctica religiosa; 3.ª) el Estado no puede obligar a
ninguno de sus ciudadanos a declarar sobre su religión o creencia; 4.ª) como la
fe es libre de Estado (principio de libertad religiosa), el Estado no es límite del
derecho de libertad de sus ciudadanos, sino garante de su máxima extensión: la
mayor libertad posible y la mínima restricción necesaria; 5.ª) no cabe forma
alguna de confesionalidad: ninguna confesión o fe religiosa podrá ser asumida
como propia por el Estado; y 6.ª) en cuanto a la regulación jurídica del factor
religioso, los demás principios informadores de la sociedad española dependen
del de libertad religiosa en aspectos esenciales de su contenido y de su
operatividad.
La Constitución de 1978 al decir en su art. 16 que se garantiza la libertad
religiosa y de culto de los individuos y comunidades sin más limitación, en sus
manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público
protegido por la ley (§ 1); que nadie podrá ser obligado a declarar sobre su
religión (§ 2); y que ninguna confesión tendrá carácter estatal (§ 3), adopta la
protección de los derechos humanos y de las libertades fundamentales y el art. 18 del Pacto
internacional de derechos civiles y políticos).
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libertad religiosa, como principio primario definidor del Estado español ante la
cuestión religiosa, superando la disyuntiva entre confesionalidad y laicidad.
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principio de libertad religiosa 21. Y mientras éste define la esencia o identidad
del Estado, como ente, ante la fe y la práctica religiosa, el principio de laicidad
define la actuación del Estado ante el factor religioso.
La fe y la religión, en sí mismas consideradas, son ajenas al Estado en
cuanto tal. Esto significa que el Estado no puede adoptar ante lo religioso
ninguna actitud propia del sujeto de fe, porque no lo es, así que no le
corresponde ni profesar, ni ignorar, ni negar lo religioso. Actúa sólo como
Estado (laicamente) cuando considera lo religioso exclusivamente como factor
social específico y procede en consecuencia. Cuando esto ocurre, la laicidad ya
no es el calificativo religioso del Estado, sino la índole jurídica de su actuación
democrática ante lo religioso, como hecho social que forma parte del bien
común. Y el reconocimiento, tutela y promoción del derecho de libertad
religiosa de los ciudadanos y las confesiones se convierte en la primera
manifestación de laicidad, que tiene los siguientes reflejos constitucionales:
1.º) Por lo que se refiere a la consideración laica del factor religioso, la
Constitución señala al Estado una perspectiva formal: «los poderes públicos
tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española» (art. 16.3).
Es un tener en cuenta en términos de realismo jurídico y sociológico, porque
surge exclusivamente de la atención a un factor social específico. Pero sobre su
naturaleza religiosa no se pronuncia porque es un Estado de libertad sobre lo
religioso; así que, después de declararse incompetente en la materia (art. 16.1),
afirma que «ninguna confesión tendrá carácter estatal» (art. 16.3).
2.º) La consideración de las creencias religiosas de la sociedad española
como factor social específico exige del Estado una actitud positiva, que se
concreta en el reconocimiento y tutela jurídicas de la libertad religiosa y de
culto de los individuos y comunidades (art. 16.1). Por lo demás, esta actitud es
la que adopta el Estado democrático con todos los factores sociales que integran
el bien común.
3.º) Por obra del principio de libertad religiosa rige el imperativo de
máxima libertad posible y mínima restricción necesaria en relación al factor
religioso y, en consecuencia, éste sólo se halla limitado por el minimum
derivado de la necesidad. Por tanto, no cabe invocar la laicidad del Estado —y
menos en versión laicista— para limitar la libertad religiosa de las personas y
las confesiones.
21. Además, conviene advertir la defectuosa redacción del art. 16.3 que, en rigor, se
limita a rechazar el principio de estatalidad de las confesiones, desconocido en nuestra
historia (cfr. L. PRIETO SANCHÍS, Las relaciones Iglesia-Estado a la luz de la nueva
Constitución: problemas fundamentales, en AA.VV., La Constitución española de 1978,
Madrid 1981, p. 339). De igual modo, debe ser tenida en cuenta la interesante interpretación
de Molano acerca de la laicidad natural o laicidad por omisión, con la que completa, a partir
del art. 1.1 CE, la insuficiente fórmula del art. 16.3 (cfr. E. MOLANO, La laicidad del Estado
en la Constitución española, en «Anuario de Derecho Eclesiástico del Estado», 1986, pp. 245-
246).
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4.º) La actuación laica del Estado no se reduce al reconocimiento formal
del factor religioso, sino que comprende también la misión de hacer que las
libertades y derechos implicados en él se conviertan en esferas reales y
efectivas de libertad. Por eso, el art. 9.2 constituye una muestra de la laicidad
del Estado si, por encima de la genérica fórmula de su redacción, lo referimos al
factor religioso22.
El Estado debe ser sólo Estado, ni más ni tampoco menos. Se excedería si,
bajo pretexto de regulación del factor religioso, adoptase una actitud
confesional, agnóstica o atea; y supondría una dejación de funciones el que, con
la excusa de la laicidad, se refugiase en una falsa pasividad o indiferentismo,
estableciendo una doble medida en la aplicación de las exigencias del art. 9 CE:
una medida vergonzante en relación al art. 16 y otra medida muy colmada para
el resto de derechos y libertades fundamentales.
La laicidad garantiza la identidad civil del Estado perfilado por la
Constitución, mientras es contraria a ella cualquier clase de confesionalidad:
material, formal o sociológica. Por ser un Estado de libertad religiosa y de
actuación laica, el Estado español no viene obligado a asumir la fe de la
mayoría sociológica de sus ciudadanos —la confesionalidad es confesionalidad
aunque se apoye en la mayoría—, sino a que forme parte de su identidad una
radical incompetencia ante la fe y que su actuación no sea otra que la de
considerarla un factor social objeto del derecho de libertad religiosa.
La laicidad del Estado español significa también una estimación positiva
del factor religioso en el contexto general del bien común: que los poderes
públicos comprenden que la presencia y el reconocimiento del complejo de
valores espirituales, éticos y culturales, ligados a la religiosidad de los
ciudadanos y de las comunidades, son beneficiosos para la sociedad.
Entendida la laicidad en estos términos, el Estado español la actúa cuando
reconoce la especificidad del factor religioso como dato de la realidad social;
cuando reconoce como titular del derecho de libertad religiosa no sólo al
individuo, sino también a las confesiones, porque esos son los sujetos reales y
esa es la realidad social; cuando contempla en el marco del Derecho eclesiástico
la posibilidad de que las confesiones participen en la elaboración de las normas
jurídicas que, una vez promulgadas por el Estado, regirán su actuación en la
sociedad civil; cuando incorpora al sistema de fuentes del Derecho eclesiástico
las fuentes bilaterales, sea cual sea su naturaleza jurídica: acuerdos de derecho
público interno o internacional (concordatos). La laicidad, en suma, se actúa
22. «Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y
la igualdad [religiosas] del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas;
remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de
todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social».
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cuando el Estado reconoce la decisiva y peculiar aportación del complejo de
valores espirituales, éticos y culturales que genera el factor religioso en orden al
bien común de toda la sociedad.
Como resultado de esa maduración del Estado sobre sí mismo, entiende
que la laicidad no es una definición religiosa del Estado, ni una actitud de
defensa de su soberanía ante la antigua unión entre el trono y el altar, ni el
método decimonónico de obtener la separación Iglesia-Estado. La laicidad,
subordinada al principio de libertad religiosa, representa en nuestra
Constitución el estilo estatal de reconocer y garantizar, mediante el método
civilizado de un Derecho especial (el Derecho eclesiástico), las vivencias
religiosas, individuales y colectivas, de quienes integran la sociedad española.
Y así lo ha entendido el TC.
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confesiones”, introduciendo de este modo una idea de aconfesionalidad o laicidad
positiva que “veda cualquier tipo de confusión entre fines religiosos y estatales” (STC
177/1996)» (FJ 4)23.
La STC 154/2002, de 18 de julio, contribuye a precisar el concepto de laicidad
cuando afirma: «En su dimensión objetiva, la libertad religiosa comporta una doble
exigencia, a que se refiere el art. 16.3 CE: por un lado, la de neutralidad de los poderes
públicos, ínsita en la aconfesionalidad del Estado; por otro lado, el mantenimiento de
relaciones de cooperación de los poderes públicos con las diversas Iglesias» (FJ 6). De
esta forma, el TCconfirma la primacía del principio de libertad religiosa, del que hace
derivar los principios de cooperación y de laicidad, y termina subrayando su significado
positivo citando expresamente la STC 46/2001, de 15 de febrero.
23. Las cursivas son nuestras. Con esta sentencia se publica además un voto particular
firmado por cuatro magistrados más. Tangencialmente se refiere al principio de laicidad del
Estado español, por lo que no significa que en este punto su parecer no sea compartido por
otros miembros del Alto Tribunal. «El artículo 16 CE garantiza la libertad religiosa, tanto de
los individuos como de las comunidades. No se instaura un Estado laico, en el sentido francés
de la expresión, propia de la III República, como una organización jurídico-política que
prescinde de todo credo religioso, considerando que todas las creencias, como manifestación
de la íntima conciencia de la persona, son iguales y poseen idénticos derechos y obligaciones.
En el Ordenamiento constitucional español se admite la cooperación del Estado con Iglesias y
Confesiones religiosas. Pero no se instauró en 1978 un Estado confesional: "Ninguna
confesión tendrá carácter estatal", se afirma rotundamente al inicio del punto 3 del citado art.
16 CE.— La libertad religiosa no sólo es un derecho fundamental, sino que debe ser entendida
como uno de los principios constitucionales. El Estado se configura en una sociedad donde el
hecho religioso es componente básico» (n. 1).
15
El correlato principal de esta igualdad es la no discriminación por razón
de religión, y presenta cierta singularidad respecto a las demás causas
enumeradas en el art. 14 CE, porque la radical incompetencia del Estado en la
materia (laicidad) introduce algunos matices en el principio de igualdad y no
discriminación religiosa.
24. F. RUFFINI, Libertà religiosa e separazione fra Stato e Chiesa (1913), en sus Scritti
giuridici minori, I, Milano 1936, p. 147.
16
variedad y la pluralidad en la acción de los individuos y las confesiones.
Nótese, por tanto, que la igualdad no impide, sino exige, el reconocimiento de
las peculiaridades de los sujetos de la libertad religiosa en el Derecho del
Estado; y que el objeto de la no discriminación por motivos religiosos no es
prohibir la pluralidad religiosa, por lo que debe rechazarse con vigor aquella
visión simplista según la cual donde hay diversidad no existe igualdad.
Esto supuesto, podemos establecer algunas conclusiones sobre el alcance
de este principio: 1.ª) un tratamiento jurídico específico es discriminatorio
cuando las consecuencias de ese trato diverso provocan la desaparición o el
menoscabo de la única y misma categoría de sujeto de la libertad religiosa; 2.ª)
no hay discriminación cuando de los aspectos favorables del trato específico
ningún otro sujeto de libertad religiosa es excluido por principio o condición
básica, aunque de facto algunos o muchos sujetos no los disfruten o ejerzan; y
3.ª) en un sistema presidido por el principio de libertad religiosa, ante la duda
de si un determinado supuesto supone discriminación o es simplemente un caso
de trato específico, prevalece la presunción a favor de éste.
El inciso final del art. 16.3 CE —«los poderes públicos (...) mantendrán las
consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás
17
confesiones»— nos ofrece una excelente ocasión de comprobar el alcance de
todo lo visto hasta ahora y, señaladamente, del principio de igualdad.
Desde luego, el principio de laicidad —«ninguna confesión tendrá carácter
estatal» (art. 16.3)— no sólo prohíbe la confesionalidad formal o material, sino
que en conexión con el principio primario de libertad religiosa, también impide
una interpretación pro confesionalidad sociológica del Estado español. Y es
que, por mucho que la mayoría del pueblo español profese la religión católica,
ese dato sociológico no cambia un ápice la esencia del Estado que sigue siendo
radicalmente incompetente para adoptar cualquier fe religiosa, sea o no
mayoritaria25. Naturalmente esto es compatible con la obligación impuesta a los
poderes públicos de tener en cuenta las creencias religiosas como factor social
real del pueblo español, para captarlas y reconocerlas atendiendo a sus
circunstancias objetivas y características propias.
La referencia constitucional, explícita a la Iglesia católica y genérica a las
demás confesiones, también debe ser examinada a la luz del principio de
igualdad. A nuestro juicio, no existe atisbo de discriminación por motivos
religiosos, sino un ejemplo constitucional del trato específico que impone el
principio de laicidad atendida la situación real del factor religioso católico. En
efecto, la Constitución menciona a la Iglesia católica, con nombre y apellido,
por su extensión sociológica y su tradición histórica; pero el reconocimiento de
esta realidad no esconde ninguna discriminación del contenido de las
consiguientes relaciones de cooperación que la Constitución extiende a las
demás confesiones.
Es más, la mención expresa a la Iglesia católica resulta beneficiosa para
todas las confesiones porque sienta el fundamento constitucional del paradigma
extensivo de trato específico del factor religioso: es decir, que de tanta libertad
y de tanto reconocimiento jurídico de su especificidad diferencial como goce la
Iglesia católica —la de mayor arraigo y complejidad orgánica en la sociedad
española—, de otro tanto podrán gozar el resto de las confesiones. Es
importante advertir que con este concepto queremos indicar una cantidad y
calidad de trato específico, pero no la aplicación a las demás confesiones ni del
mismo contenido del status jurídico de la Iglesia católica, ni tampoco la de un
único status, tan rico como él pero unitario —para todo lo acatólico—, porque
entonces estaríamos ante un paradigma uniformador. Muy al contrario, como el
trato que recibe la Iglesia católica —modelo paradigmático— no sólo se
compone de un máximo de contenido sino también de una máxima atención a
su singularidad, las demás confesiones tienen derecho al reconocimiento de su
especificidad diferencial en la misma paridad de calidad y respeto que la Iglesia
católica, Parece ocioso añadir que ha de tratarse de confesiones presentes en la
18
sociedad española, porque de lo contrario no formarían parte del factor social
real, el único que puede y debe ser tenido en cuenta por los poderes públicos.
De esta manera, confirmada la igualdad básica en la única categoría de
sujeto colectivo de libertad religiosa, con un patrimonio potencial estrictamente
paritario entre todas las confesiones, podrán tener lugar hechos y normas
diversas entre ellas; pero no porque haya una desigualdad en su categoría de
confesiones, sino como fiel reflejo de sus respectivas diferencias, exigencias y
peculiaridades.
Otra cuestión, que la doctrina suele encuadrar en las relaciones entre los
principios de igualdad y libertad religiosa, es la relativa al fundamento y al
concepto jurídico —locus et nomen iuris— del reconocimiento constitucional
del agnosticismo y del ateísmo. Por una parte, toda persona humana es titular
del derecho de libertad religiosa; y por otra, es un hecho que algunos hombres
no pertenecen a ninguna confesión y/o carecen de convicciones religiosas, y
otros más convierten la negación de la trascendencia en un sistema activo de
difusión de doctrinas y convicciones. Si el agnosticismo y el ateísmo son
manifestaciones religiosas deben ser amparados por el Estado de libertad
religiosa en igualdad de condiciones con las opciones propiamente religiosas, y
en caso contrario no. Ya se comprende que cualquier intento de solución exige
volver sobre el objeto del derecho de libertad religiosa. Si se circunscribe a la
religión, quedarían fuera de su ámbito el agnosticismo y el ateísmo, como
actitudes arreligiosas o antirreligiosas, que serían amparadas por el derecho de
libertad ideológica. En cambio, si se entiende que la libertad religiosa protege la
libertad de creer o no creer y de actuar individual o colectivamente en
consecuencia, será irrelevante el uso que se haga de ella, porque todas sus
manifestaciones tendrán idéntico fundamento —la libertad en lo religioso—y
serán objeto del mismo derecho de libertad religiosa26.
A nuestro juicio ninguna de estas hipótesis son satisfactorias, por su
deficiente comprensión de la libertad religiosa y de su relación con las
libertades ideológica y de conciencia. En efecto, recordemos que las tres
libertades tienen una raíz común, pero objetos diferentes: 1.º) la concepción
global de las cosas (Weltanschauung), que implica un sistema unitario o
ideología, una filosofía, constituyen la materia de la libertad de pensamiento;
2.º) el juicio de moralidad acerca de las acciones y la actuación en consonancia
con ella es el valor protegido en la libertad de conciencia; y 3.º) el objeto de la
19
libertad religiosa es, en realidad, doble: la libertad del acto de fe y la libertad
de culto o práctica religiosa. El primero protege aquel bien o valor por el que
toda persona, inmune de coacción, resuelve su propia relación con Dios;
mientras el segundo ampara la libre práctica de la religión, esto es, su libre
manifestación, tanto individual como colectiva e institucional, ya pública ya
privada, con libertad para su enseñanza, predicación, observancia, culto, etc., y,
también, cambio de religión27.
El no creyente ha de captar que su posición está amparada en los tres
grandes derechos, pero en su exacta naturaleza. Lo que el agnosticismo y el
ateísmo tienen de ejercicio libre y propio del acto de fe está reconocido por el
derecho de libertad religiosa; pero lo que contienen de sistema ideológico y
ético —vivir en consonancia con esas opciones, enseñarlas, difundirlas, etc.—
es materia de los derechos de libertad de pensamiento y de conciencia 28. La
conclusión es que no se puede aplicar el principio de igualdad religiosa ante la
ley y su correlato propio, la no discriminación por razón de religión, a
supuestos de naturaleza heterogénea que son objeto de derechos diversos 29.
La Constitución consagra la respectiva autonomía de los tres derechos: el
art. 14 distingue como motivos de discriminación la religión y la opinión; el art.
16.1 emplea términos distintos para garantizar la libertad ideológica y la
libertad religiosa y de cultos; y lo mismo hace el art. 16.2 cuando alude al
objeto de cada uno de ellos: ideología, religión o creencias. Por lo demás, ésta
es la interpretación común de los tres derechos, como realidades autónomas, en
el contexto democrático al que nos remite el art. 10.2, «la Declaración
27. Como del ejercicio de la libertad del acto de fe en sentido agnóstico surge la no
creencia en lo religioso, en el agnosticismo falta por definición el culto, parte segunda del
objeto del derecho de libertad religiosa. Lo mismo sucede con el ateísmo: en cuanto opta por
la negación de Dios y afirma el carácter solamente ideológico, mítico o cultural de lo
religioso, el contenido del ateísmo no es por definición culto o práctica religiosa, ni culto
antirreligioso.
28. Por lo tanto, no cabe pretender que el objeto del derecho de libertad religiosa sólo
protege la libertad del acto de fe y que, por ello, la práctica del contenido agnóstico o ateísta
es igualmente religioso y ha de considerarse con el mismo principio de igualdad que el culto o
la profesión de una religión; y, habida cuenta que para el agnóstico o el ateo lo religioso no
existe en cuanto tal, tampoco cabe reducir el culto y la práctica de la religión a una ideología,
mito o cultura sometidos, en igualdad de condiciones, al derecho de libertad de pensamiento o
de conciencia. Todas estas inexactitudes implican tratar igual lo desigual y dar a cada uno lo
mismo, en vez de a cada uno lo suyo, ajustado a su realidad diferencial.
29. Las formas asociadas de ateísmo y de agnosticismo no son confesiones religiosas. Las
diferencias no son sólo de orden histórico —hay un arraigo social y una dimensión
institucional en las confesiones, muchas veces multisecular—, sino conceptual: una confesión
es el colectivo específico de lo religioso y por ello sujeto de la libertad religiosa y de culto; un
grupo ateo o un grupo agnóstico, por definición, no es un grupo religioso, sino un colectivo
ideológico o ético o las dos cosas al mismo tiempo. De ahí que su lugar jurídico sea la
protección que el derecho de libertad de pensamiento y de conciencia da a sus formas
asociadas o el régimen común de las asociaciones y fundaciones.
20
Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre
las mismas materias ratificados por España»30.
30. Ciertamente hay que reconocer que ésta no es la única interpretación del nomen iuris
del ateísmo. Algunos sistemas políticos sostienen, en el campo teórico, una consideración del
ateísmo como objeto mismo del derecho de libertad religiosa; pero este punto de vista no
parece muy consistente según la misma praxis de tales Estados. Como apuntó D'Avack, con
ironía no exenta de cierto sarcasmo, los Estados marxistas-leninistas distinguen muy bien
entre fe religiosa y ateísmo, y entre la práctica de la fe religiosa o religión y la práctica del
ateísmo, precisamente para favorecer al ateísmo y reprimir, incluso con medidas policíacas, la
fe religiosa y su culto; de suerte que, si la práctica religiosa y la del ateísmo fueran realidades
jurídicas iguales a la religión y a los cultos tales Estados deberían aplicarles el mismo trato de
favor que conceden al ateísmo (cfr. P. A. D'AVACK, Trattato..., cit., pp. 450-451).
21
Los principios de libertad religiosa y laicidad nos ofrecen el negativo del
concepto de cooperación, que no puede traducirse en términos de unión o
confusión entre las instituciones estatales y religiosas, o entre los fines de
ambas; pero tampoco en términos de separación absoluta entre el Estado y las
confesiones, y de sometimiento del factor religioso al jurisdiccionalismo del
derecho común. Equidistante de la unión y la incomunicación, la cooperación
es un punto de encuentro entre el Estado y las confesiones, y confirma la
autonomía de naturaleza y de finalidades de uno y otras. No existe unión porque
el Estado se limita a reconocer a las confesiones como instituciones específicas
del factor religioso y sujetos colectivos de la libertad religiosa; y no hay
incomunicación porque se relacionan mutuamente al servicio de la persona y
del bien común.
En su acepción positiva, el principio de cooperación significa la
constitucionalización del común entendimiento que han de tener las relaciones
entre los poderes públicos y las confesiones en orden a la elaboración de su
status jurídico específico y a la regulación de su contribución al bien común
ciudadano. En cuanto a la elaboración de la posición jurídica civil de cada
confesión —como sujeto colectivo de la libertad religiosa y como institución
específica y diferencial de las demás—, la Constitución garantiza que se
realizará mediante relaciones de entendimiento. Por esta vía, los poderes
públicos atenderán las características específicas, los datos diferenciales y el
arraigo real en la sociedad española de cada confesión en orden a la
determinación de su posición jurídica. Y respecto a la regulación de sus
actividades en favor del bien común, el marco constitucional del principio de
cooperación es lo suficientemente amplio para que los poderes públicos y las
confesiones materialicen su acción concertada en medios adecuados, sin más
limitación que el respeto a los principios de libertad religiosa, de laicidad del
Estado y de no discriminación.
En definitiva, el término cooperación designa el modelo constitucional de
relaciones entre el Estado y las confesiones religiosas en España.
22
Entre la legislación eclesiástica que contribuye a precisar el alcance del
principio de cooperación, entendido como la constitucionalización del régimen
de común entendimiento para las relaciones entre el Estado y las confesiones,
ocupa un lugar destacado la LOLR, con varias manifestaciones significativas.
Una de ellas es la Comisión asesora de libertad religiosa, creada en el
Ministerio de Justicia y compuesta de forma paritaria y con carácter estable por
representantes de la Administración del Estado, de las confesiones religiosas y
por personas de reconocida competencia (art. 8.1 LOLR). Sus funciones son de
estudio, informe y propuesta de las cuestiones relativas a la aplicación de dicha
ley y, con carácter preceptivo, la preparación y dictamen de convenios (art. 8.2).
Los Acuerdos o Convenios de cooperación, previstos en el art. 7 LOLR,
son la forma más destacada de materializar el principio del mismo nombre.
Como es sabido, los convenios vigentes más importantes entre el Estado
español y las confesiones religiosas son los Acuerdos con la Santa Sede de
1976 y 1979, y los Acuerdos de 1992, suscritos respectivamente con la
FEREDE, la FCJ y la CIE. Haciendo abstracción de la tradición, naturaleza y
contenido de unos y otros, su sola presencia confirma el significado del
principio, tal como lo hemos visto.
De todos modos ahora interesa preguntarse si ésta es la forma
constitucional de aplicar el principio de cooperación y si el inciso final del art.
16.3 constitucionaliza el sistema concordatario para la Iglesia católica y el de
convenios para las demás confesiones31. De su tenor literal —«los poderes
públicos (...) mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación...»—
simplemente se deduce que se constitucionaliza el común entendimiento como
principio informador de las relaciones entre el Estado y las confesiones, pero no
la forma concreta de materializarse. Por lo tanto, la existencia de acuerdos con
las confesiones viene posibilitada pero no exigida por la Constitución. Y, como
ésta no impone ni prohíbe una forma concreta de relacionarse el Estado y las
confesiones, la cooperación puede plasmarse en acuerdos de índole
internacional o interna, según la personalidad jurídica que tenga reconocida y
actúe la confesión firmante. Así se comprende la corrección del art. 7.1 LOLR
que, en sintonía con el texto constitucional, emplea el tenor facultativo: «el
Estado (…) establecerá, en su caso, Acuerdos o Convenios de cooperación».
Otra cuestión es que los acuerdos se perfilan como los instrumentos más
apropiados para materializar el principio de cooperación. Garantizan el mayor
respeto a los derechos de libertad de las confesiones y el más depurado
reconocimiento de su especificidad en la medida que formalizan los resultados
del común entendimiento con el Estado en fuentes bilaterales de Derecho
eclesiástico. Por otra parte, allí donde existe un sistema pacticio entre la Iglesia
católica y el Estado, es más fácil que las demás confesiones vean reconocida su
31. Pueden contribuir eficazmente a este error, de un lado, la sustitución del Concordato
de 1953 por los Acuerdos de 1976 y 1979 y, de otro lado, el tenor literal del art. 7.1 LOLR:
«El Estado (...) establecerá, en su caso, Acuerdos o Convenios de cooperación con las Iglesias,
Confesiones y Comunidades religiosas...».
23
especificidad a través de acuerdos, dejando de constituir el conjunto de lo
acatólico o, en expresión plástica y rotunda, «il coacervo anonimo degli
indistinti»32. Y, por último, conviene no olvidar un hecho incuestionable: el
Estado español ha plasmado el principio de cooperación mediante Acuerdos
con la Santa Sede, con la FEREDE, la FCJ y la CIE, confirmando que son la
fórmula más adecuada de cumplimiento del principio constitucional de
cooperación con las confesiones de mayor presencia en España.
La doctrina del TC también es clara en este punto. Así, por ejemplo, la STC
265/1988, de 22 de diciembre, al interpretar el art. 6.2 AJ afirma: «La indicada norma –
que responde al principio cooperativo que se hace explícito en el art. 16.3 de la CE– ha
sido desarrollada, sustantiva y procesalmente (...), siendo preciso que la interpretación y
aplicación de este conjunto normativo se haga conforme a los preceptos
constitucionales y, en especial, a los derechos y libertades fundamentales que para todos
consagran los artículos 14 y siguientes de la Constitución» (FJ 4). Esta misma sentencia
conecta el principio de cooperación con el de libertad religiosa y muestra su
compatibilidad con el principio de laicidad, como ya vimos.
El art. 16.3 CE suscita una última cuestión de interés cuando conecta, por
medio del término consiguientes, las obligaciones de los poderes públicos de
tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y de mantener
relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones. La
cooperación, subordinada a la presencia sociológica de cada confesión, plantea
un doble interrogante: uno acerca de los criterios que utilizará el Estado para
valorarla y otro sobre el alcance de la mención a la Iglesia católica.
A nuestro juicio, la clave para resolver el primero se encuentra en la
distinción entre el principio de cooperación y las formas de materializarse.
Todas las confesiones son igualmente sujetos del derecho de libertad religiosa e
igualmente merecedoras del reconocimiento de su especificidad, respecto a los
grupos no religiosos, y de sus rasgos propios, respecto de las demás
confesiones. Por consiguiente, y en cuanto al principio de cooperación, a todas
las confesiones, sin distinción, les corresponden relaciones de común
entendimiento con el Estado. Ahora bien, cuando la forma elegida de plasmarlo
consista en acuerdos o convenios, los poderes públicos aplicarán los criterios
señalados en el art. 7 LOLR. Pero adviértase bien, lo que está subordinado a la
valoración del Estado no es el principio de cooperación —que, en tanto que
constitucional, contempla igualmente a toda confesión con sólo que pruebe su
condición de tal—, sino el supuesto concreto del establecimiento de acuerdos o
24
convenios. Es la posibilidad de estipularlos la que se limita a las confesiones
inscritas en el Registro de entidades religiosas, y que por su ámbito geográfico
y número de creyentes hayan alcanzado notorio arraigo en España (art. 7.1).
En cuanto al segundo interrogante, es el momento de interpretar la alusión
a la Iglesia católica a la luz del principio de cooperación. El art. 16.3 CE pone a
disposición de todas las confesiones, sin excepción, el mismo principio de
mutuo entendimiento en sus relaciones con el Estado; con todas los poderes
públicos mantendrán unas relaciones de cooperación consiguientes a su
implantación sociológica en la sociedad española; y para todas evita
constitucionalizar una fórmula concreta de plasmar la cooperación. Por tanto,
siendo igualmente aplicable a la Iglesia católica y a las demás confesiones todo
lo que dice el inciso final del precepto, la única diferencia es que mientras las
demás confesiones, por ser citadas genéricamente, deberán sujetarse a los
criterios de valoración del art. 7.1 LOLR a la hora de establecer acuerdos con el
Estado, la Iglesia católica suple por obra de su singular mención constitucional
la necesidad de probar su notorio arraigo pues —permítasenos el juego de
palabras—, con su nombre propio arraigado en la Constitución, sería una
contradicción jurídica que necesitase probarlo y que este requisito le fuera
exigido por una ley de rango inferior a ella.
Por último, adviértase que la alusión a la Iglesia católica no quiebra el
principio de igualdad religiosa y no discriminación porque ni siquiera para ella
la Constitución concreta una modalidad del principio de cooperación. Así pues,
la eficacia de la mención explícita, basada en una causa objetiva y razonable, se
reduce a que la propia Constitución se convierte en prueba normativa del
arraigo de la Iglesia católica en España. Y como el dato normativo no es preciso
probarlo, tiene preconstituida en la mención constitucional la prueba de su
arraigo social en orden a la posibilidad de concertar acuerdos de cooperación
con el Estado.
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