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Política Internacional

La Política Exterior de Turquía


en la Primavera Árabe
Micaela Finkielsztoyn
AI 007/2012
08 de mayo de 2012
Fecha
Resumen
La llegada al poder del Primer Ministro Recep Tayyip Erdogan —líder

del Adalet ve Kaklinma Partisi [AKP- Partido por la Justicia y el

Desarrollo]— a principios de la década del 2000 supuso importantes

transformaciones en la política exterior turca, tradicionalmente

caracterizada por su eurocentrismo y cierta tendencia al aislacionismo.

La designación del Profesor Ahmet Davutoglu como asesor de política

exterior en 2002 y luego como Ministro de Relaciones Exteriores en

2009 con sus doctrinas de “profundidad estratégica” y “cero problemas

con los vecinos”, dinamizaron el rol de Turquía como potencia regional

y hasta reorientaron el norte de la política exterior turca hacia una

supuesta “orientalización”. Dichos cambios, y sus posibilidades de éxito

y continuidad, han sido puestos en jaque por la Primavera Árabe, que

invita a la propia Turquía, así como al resto del mundo, a pensar qué rol

cumple dicho Estado dentro del mundo musulmán y en qué medida el

modelo medianamente democrático turco puede ser exportable hacia

otros Estados.

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La Política Exterior de Turquía
en la Primavera Árabe
Micaela Finkielsztoyn 1

Rondó alla Turca: la política exterior de Turquía en la Primavera Árabe

El presente trabajo se propone analizar la reformulación de la política exterior de


Turquía a la luz de los cambios introducidos por la asunción de Recep Tayyip Erdogan –líder del
Adalet ve Kaklinma Partisi [AKP- Partido por la Justicia y el Desarrollo]- como Primer Ministro
turco, en particular tras la designación del Profesor Ahmet Davutoglu como asesor de política
exterior en 2002 y luego como Ministro de Relaciones Exteriores en 2009. Se hará especial
hincapié en estudiar el supuesto cambio de orientación de dicha política, la llamada
“orientalización” de la política exterior turca, en desmedro de la tradicional visión occidental,
pro-europea; y en las repercusiones que este nuevo paradigma ha tenido en el manejo turco
de la Primavera Árabe.

Breve recorrido por la política exterior turca

Las bases de la política exterior de Turquía como Estado moderno pueden rastrearse
hasta Kemal Atatürk, fundador de la República, quien –abogando por la construcción de un
Estado a partir de las ruinas del Imperio Otomano- sostenía el ideal de “paz en el interior y en
el exterior”, que se materializaba a través de dos grandes políticas: la primera, el aislacionismo
y el no alineamiento; y la segunda, la construcción de una Turquía fuerte, soberana, capaz de
insertarse plenamente en la comunidad occidental de naciones, hecho que implicaba echar
por tierra siglos de herencia otomana e inclinarse hacia la consecución de un Estado laico y
secular, siendo la clase militar garante de estas últimas cualidades.

En la Segunda Guerra Mundial, Turquía permaneció neutral hasta febrero de 1945,


cuando se involucró a favor de los Aliados. Ese mismo año integró la Organización de las
Naciones Unidas como uno de sus miembros fundadores. La posición geoestratégica de
Turquía como límite sudoriental de Europa y su cercanía con la Unión Soviética –rival de los
Estados Unidos y Turquía-, hicieron que esta se volviera enseguida una prioridad para los

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La autora es Licenciada en Letras de la Universidad de Buenos Aires y Maestranda en Estudios Internacionales de
la Universidad Torcuato Di Tella.

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Estados Unidos, quien invocando la Doctrina Truman, procuró mantenerla de su lado del
mundo por todos los medios, proveyendo asistencia económica, como parte del Plan Marshall,
y militar. Turquía respondió interviniendo en la Guerra de Corea a favor de los Estados Unidos
y sumándose a la OTAN en 1952. A lo largo de la Guerra Fría, Turquía se mostró como un
aliado crucial para el mundo occidental, con quien profundizó lazos de cooperación
sumándose al Consejo de Europa y a la OCDE, entre otros, permitiendo incluso el
emplazamiento de misiles estadounidenses en su suelo, que fueron aquellos que desataron la
discordia durante la Crisis de los Misiles.

Con la disolución de la Unión Soviética, Turquía se encontró una vez más –y como a
fines de la Primera Guerra- en un entorno inestable, en el que el aislacionismo y la neutralidad
kemalista ya no eran admisibles, puesto que ya no existía un garante exterior de la seguridad
turca, como sí lo había habido a lo largo de la Guerra Fría. En consecuencia, el presidente Özal
decidió abandonar esta postura, elaborando una política exterior con dos objetivos principales:
consolidar a Turquía como un líder regional, para lo cual diseñó estrategias para Medio
Oriente, Asia Central, el Cáucaso, los Balcanes y el Mar Negro; y actuar como puente entre
Oriente y Occidente, promoviendo los valores occidentales en Oriente. En este ultimo sentido,
adquiere relevancia la participación activa de Turquía en la Guerra del Golfo, en la que no sólo
proveyó milicias, sino que permitió la utilización de sus bases y espacio aéreo a la Coalición –
hecho que no sucedería en la segunda Guerra del Golfo en 2003- y cortó sus relaciones
comerciales con Irak.

La reafirmación del compromiso con Occidente se sostenía en la creencia turca de


aumentar sus posibilidades de sumarse al proceso de integración europeo como miembro
pleno, con quien venía negociando desde 1963, año en que se firmó el Tratado de Ankara, que
garantizaba dicho acceso tras un período de transición de 30 años (que se cumpliría en 1995).
Sin embargo, dicha fecha pasó y Turquía no había logrado siquiera estatus de candidato. De
hecho, en 1997, en la Cumbre de Luxemburgo se le otorgó dicha condición a los países del
centro y este de Europa, más Malta y Chipre –con quien Turquía sostiene un importante
conflicto desde que ocupó la porción norte de la isla en los ‘70-, pero no a Turquía, alegando
que esta aún no había alcanzado los requerimientos políticos y económicos para tal fin.
Tuvieron que esperar a 1999, en la cumbre de Helsinki, para que se le otorgara el estatus de
candidato, momento en el que empieza una nueva etapa de la política exterior y doméstica
turca de profunda europeización, en la que la democratización e inclusión de nuevos actores
en la discusión política, paradójicamente acabará por generar un distanciamiento respecto de
las principales potencias de Occidente.

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La política exterior del AKP

El paradigma exterior del AKP retoma y profundiza la acción de Özal respecto del
abandono del aislacionismo kemalista. La principal doctrina sobre la que se sostiene esta
nueva política es la de “profundidad estratégica”, concepto desarrollado por Davutoglu en uno
de sus libros programáticos. Esta idea está basada en dos componentes: la profundidad
histórica y la profundidad geográfica que hacen al legado turco y moldean la posición que
debiera ocupar Turquía en el sistema internacional. Turquía tiene el deber de ser un actor
estratégico de las relaciones internacionales, debido a las múltiples afinidades históricas,
civilizacionales y a su posición de epicentro de varias áreas geográficas. Estas condiciones
privilegiadas, estilizadas y resaltadas a través de las estrategias retóricas de Davutoglu, llaman
a terminar con el aislacionismo y diseñar una política exterior activa y comprometida en todas
las zonas de influencia turca y, por lo tanto, ascender como un referente regional, en necesario
distanciamiento de las potencias occidentales, a través de la concertación de alianzas
múltiples. Esto de ningún modo implica enfrentarse con Europa o los Estados Unidos, sino que,
como dicta la lógica realista, una potencia en ascenso necesita balancear el poder de los otros
hegemones, construyendo su propia área de influencia.

Como puede leerse, la apertura del sistema democrático turco permitió la llegada de
nuevos actores al poder, como el AKP, y por ende, la reformulación de nuevas visiones de la
política exterior, que no necesariamente coinciden con el ideal kemalista sostenido por las
cúpulas militares, a quienes incluso se las ha apartado de la discusión política doméstica e
internacional. El AKP, un partido civil de extracto islamista y bases populares, pero
institucionalmente laico, trajo a la arena una nueva concepción de la política exterior: una
suerte de “nuevo otomanismo”, si bien sus artífices se niegan a llamarlo de tal manera, que
hace foco no sólo en la componente islámica heredada del antiguo imperio, sino en su
capacidad de aglutinar diferentes identidades en una basta área de territorio. Esta cosmovisión
devuelve a Turquía a sus zonas tradicionales de influencia, es decir a aquellas cubiertas por el
Imperio Otomano: el Medio Oriente, el Cáucaso, los Balcanes y el Mar Negro, regiones que
tradicionalmente la política exterior turca había relegado, privilegiando el deseo
integracionista con Europa. Se trata de una expansión y ablandamiento de la política exterior
como había sido concebida por los militares turcos.

De todos modos, sí hay algo que esta política retoma del kemalismo –aunque lo
reformula-, y esto es el lema de paz exterior como condición de posibilidad de la paz interior.
Pero a diferencia de lo sucedido tras la Primera Guerra, en un entorno tan inestable y

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tumultuoso como el escenario euro-asiático de post-guerra fría, se necesitan respuestas
pragmáticas asertivas del lado turco para construir dicha estabilidad regional, construyendo
una arquitectura de relaciones concéntricas que vayan generando la paz y la prosperidad con
cada uno de los vecinos y principales actores. La liberalización de las relaciones comerciales es
una de las principales herramientas empleadas por Turquía para llevar a cabo tal propósito, así
como también el ofrecimiento de intermediación y negociación entre vecinos, como la acción
turca de mediación entre Siria e Israel, Afghanistán y Pakistán, entre otros. En una palabra, a
pesar de su poderío militar –es la segunda fuerza más importante de la OTAN, luego de
Estados Unidos- Turquía se está valiendo de su soft power para construir su liderazgo
multiregional, entrando en abierta competencia con las potencias occidentales.

¿Hacia la “orientalización” de la política exterior turca?

Como sostiene Tarik Oguzlu en su artículo “Middle Easternization of Turkey’s Foreign


Policy: Does Turkey Dissociate from the West?” (2008) resulta muy difícil realizar afirmaciones
categóricas respecto del alejamiento de Turquía de Occidente. Podemos hablar de situaciones
políticas que han producido la ruptura de ciertos lazos de confianza y sentimientos de amistad,
pero la relación de Turquía con Estados Unidos y la Unión Europea sigue vigente, aunque
reformulada en términos más pragmáticos. Lo que sí existe, y es un fenómeno muy interesante
de estudiar, es una apropiación de los valores occidentales -lograda a través de las reformas
institucionales y liberalizadoras emprendidas por los últimos gobiernos turcos, con miras a una
eventual integración europea- y una capitalización de dicho acervo occidental a la hora de
emprender y profundizar las relaciones turcas con Oriente, una vez fracasadas las
negociaciones para el ingreso.

Turquía está aprovechando sus herramientas de soft power, la exportación de sus


bienes y sus valores democráticos para cimentar una fuerte presencia en Medio Oriente, que a
la larga le permitirá reinsertarse en la comunidad occidental de naciones, esta vez desde el rol
privilegiado de interlocutor y potencia oriental. Esta construcción identitaria es un proceso
largo, que se ha ido construyendo no sólo debido a las acciones emprendidas por el AKP en
esta dirección, sino fundamentalmente debido a la conducta adoptada por los Estados Unidos
y la UE en estos últimos años para con Turquía.

Estados Unidos y Turquía, crónica de un divorcio

Las relaciones con los Estados Unidos se empiezan a resentir a partir de la


administración Bush. Turquía no había logrado comprender su cambio de posición relativo en

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la escala de prioridades de Estados Unidos con el advenimiento de la era unipolar
(Krauthamer, 1991) y pretendía seguir teniendo el mismo valor para Washington que antes de
la caída de la Unión Soviética. En consecuencia, consideró al 11-S como una buena
oportunidad para fortalecer lazos de cooperación mutua con los Estados Unidos en materia de
lucha global contra el terrorismo, mientras que Washington sólo esperaba la aquiescencia de
su compañero menor. En este sentido, la invasión a Irak es un punto de inflexión en las
relaciones turco-americanas, en las que Estados Unidos deja de ser sólo un compañero, sino
que a la vez puede volverse una amenaza a la seguridad turca.

A diferencia de lo sucedido en los ‘90s, esta vez el gobierno turco consideraba la


guerra contra Irak como un potencial desestabilizador del balance de poder en la región, hecho
que no sólo generaría el ascenso relativo de Irán, sino también una crisis humanitaria de
refugiados de Irak hacia Turquía –como sucedió en la primera Guerra del Golfo- y el
fortalecimiento de la agrupación terrorista AKK (el partido de los trabajadores kurdos), quien –
relajada la autoridad en el Kurdistán iraquí- podría utilizarlo como su base de operaciones para
intensificar la actividad terrorista en suelo turco. En consecuencia, el 1 de marzo de 2003, el
Parlamento turco votó en contra de la utilización de Turquía como base de los Estados Unidos
para su frente norte de invasión a Irak, escindiéndose por primera vez de la política americana,
a la cual incluso había apoyado en su campaña contra Afganistán.

Asimismo, y alegando que esta vez se trataba de una amenaza para la seguridad de
Irak, los Estados Unidos se opusieron a las intervenciones militares turcas en el norte de Irak
(el Kurdistán autónomo) y apoyaron la iniciativa kurda de que el status de la ciudad de Kirkuk –
de mayoría kurda, si bien no en su totalidad, y emplazada sobre importantes yacimientos
petrolíferos- fuera decidido por referéndum, de modo tal de evitar una guerra de secesión en
el norte de Irak. Sin embargo, esta iniciativa kurda sin duda repercutiría negativamente en
Turquía, incitando a su propia población kurda a la secesión, poniendo al Estado turco a un
paso de la fragmentación, y avivando la llama del nacionalismo kurdo, que efectivamente en
2004 retomó las armas. La guerra de Irak generó fuertes sentimientos de antiamericanismo en
la sociedad turca, abriendo una brecha muy difícil de salvar.

Pero estos no fueron los únicos inconvenientes. Los Estados Unidos también se
opusieron a las políticas de acercamiento de Turquía hacia Siria e Irán, a quienes el gobierno
de Bush había rotulado como integrantes del “Eje del Mal”, excluyéndolos de toda negociación
de un proceso de paz en Medio Oriente. Por el contrario, Turquía sostiene la necesidad de
incluirlos en diálogos democráticos, que insten al cambio de régimen por presiones

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domésticas. De todos modos, y como se analizará más adelante, la política de Turquía hacia
estos países, si bien ha sido tradicionalmente de acercamiento, ha cambiado durante la
Primavera Árabe, debido al rediseño de los balances de poder.

La Unión Europea y Turquía, una promesa eternamente demorada

Las negociaciones de 1999 que le otorgaron el status de candidato a Turquía


aceleraron una serie de transformaciones domésticas en pro de la democratización turca, que
le permitieran al país cumplir con los 34 capítulos de los criterios de Copenhague que
materializan las posibilidades de acceso. Turquía resulta fundamental para la Unión Europea
por varios motivos: en primer lugar, es un corredor energético fundamental, si es que Europa
quiere dejar de depender del gas ruso. Por Turquía pasan los gasoductos que proveen el gas
desde Asia Central y el Cáucaso. Nabucco, el principal emprendimiento de transporte de gas
proyectado, se extendería en su mayoría por territorio turco, conectando al gas turkmeno (y
quizás hasta iraní) con su destino en la cuenca del Danubio. Asimismo, Turquía constituye la
frontera sudoriental de Europa, desde donde resulta fundamental controlar el flujo ilegal de
personas y drogas. Aún cuando Europa haya ampliado sus límites hasta el Mar Negro con el
ingreso de Rumania y Bulgaria y potencialmente llegue hasta los Balcanes, con el acceso de
Croacia en 2013, aún así, sigue necesitando de la barrera de seguridad turca.

Sin embargo, el ascenso de gobiernos anti-islamistas como el de Francia, sumado a las


crisis de inmigración, más el conflicto congelado con Chipre –en el que la Unión Europea sólo
contribuyó profundizándolo, otorgándole membresía plena a la porción sur de la isla, a pesar
de que había sido el norte quien había aceptado el Plan Annan- y los problemas estructurales
de incapacidad de absorción por parte de la UE de semejante masa poblacional, laboral y de
producción agrícola; generaron que en 2006 la Unión Europea suspendiera parcialmente las
negociaciones por el acceso turco, luego de que Francia, Chipre, Austria y Grecia congelaran
más de 18 capítulos del acuerdo.

En consecuencia, Turquía, en parte comprendiendo algunas de las dificultades


europeas para su absorción aceptó en buenos términos el congelamiento de las negociaciones
y sencillamente decidió proseguir con el camino de la modernización, para aprovechar la
experiencia adquirida redirigiéndola hacia nuevas áreas en donde ejercer su influencia: Medio
Oriente.

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Actuando como un país europeo en Medio Oriente

Decidido a generar paz y estabilidad en la región para su propio beneficio, el gobierno


turco entabló contactos a partir de 2008 con el gobierno regional del Kurdistán del norte de
Irak, solicitando su cooperación para emprender medidas no sólo militares sino políticas en
aras de disminuir la amenaza del PKK en su territorio y contribuir a la integración socio-política
de la minoría kurda en la vida cívica turca, iniciativa que venía lográndose con cierto éxito
hasta que el gobierno de Erdogan encarceló e impidió la asunción de ciertos diputados kurdos
al parlamento, reavivando las tensiones al interior de Turquía.

En esta misma materia, Erdogan visitó la capital iraní para firmar un acuerdo de
cooperación en materia de seguridad que tipificara al PKK y al AKK (su correlato iraní) como
agrupaciones terroristas. Este fue el detonante de una serie de acciones de cooperación con
Irán, con quien Turquía comenzó a normalizar e incrementar exponencialmente sus relaciones,
sobre todo en materia comercial, en donde el comerció escaló hacia 8 billones de dólares en
2007, transformándose Irán en el segundo proveedor de gas de Turquía, después de Rusia.

El acercamiento con Irán, una manera de controlar cooperativamente a un potencial


rival, fue duramente criticado por los Estados Unidos, sobre todo en materia nuclear.
Definiendo un perfil cada vez más oriental, Turquía aprovechó su banca en el Consejo de
Seguridad para oponerse junto a Brasil a las sanciones impuestas contra su vecino por el
supuesto desarrollo de un plan nuclear, al que Turquía desestima otorgándole fines civiles, y
para criticar el velado apoyo de Estados Unidos a la política nuclear de Israel. Este desempeño
revolucionario, sumado a la pelea diplomática entre Netanyahu y Erdogan en Davos en 2009,
comenzó asimismo a perfilar una escalada retórica en contra de Israel (e indirectamente en
contra de los Estados Unidos), cuyo corolario –ya no retórico- lo tuvo en 2010, cuando Israel
detuvo a la flotilla turca “Mavi Marmara” con destino a Gaza, matando a diez de sus
tripulantes debido a que estos se rehusaron a alterar el curso de la embarcación, que estaba
cargada con armas destinadas a Hamas, agrupación con quien Turquía ha mejorado
notablemente sus relaciones en el último tiempo. La discusión por esta flotilla se sostiene
hasta el día de hoy, cuando Erdogan decidió echar a los embajadores israelíes de Turquía y
suspender todo contacto diplomático, debido a que Israel aún no se ha disculpado por los
incidentes.

A este proceso de construcción identitaria oriental e islámico, debe sumársele la


prédica del gobierno turco en contra de las acciones israelíes en Gaza y a favor de un Estado
palestino, hecho por el cual ha intensificado sus contactos con Hamas. Todo esto le ha valido a

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Erdogan el apoyo y la credibilidad en el mundo árabe, en donde algunos lo han llegado a
llamar el “nuevo Nasser” y la mirada cautelosa de Occidente, quien aún no termina de
comprender si es que Turquía ha dado un vuelco definitivo hacia Oriente, o si se trata de una
manera de incrementar su poderío local para volver hacia Occidente con capacidades
renovadas. Al parecer, la política de “cero problemas con el vecindario” y construcción de lazos
pacíficos con sus vecinos de Davutoglu –en la que aquí no hemos llegado a cubrir el
restablecimiento de relaciones con Siria y el paso de un vínculo de rivalidad a uno de
cooperación con Rusia- está dando sus frutos, cimentando las condiciones ideales para que
Turquía pudiera recoger los beneficios de la Primavera Árabe, posicionándose como un líder y
un ejemplo regional de nación exitosa. Se verá, de todos modos, que este fenómeno árabe,
lejos de capitalizar los triunfos en materia exterior de Turquía, sólo contribuyó a profundizar
las contradicciones internas al modelo, inevitables en un proyecto tan complejo y abarcador
como el propuesto por el AKP.

Primavera Árabe, ocaso turco

Como señala el artículo de Nathalie Tocci escrito para Carnegie Endowment for
International Peace (2011), la Primavera Árabe ha puesto en evidencia las diferencias entre la
dimensión normativa de la política exterior turca y la realpolitik que la subyace, al generar
divergencias y tensiones entre la orientación que normativamente esta debiera tomar y la
orientación que, debido a los intereses turcos en la región, esta termina adoptando.

Se comenzarán por analizar los éxitos de la política turca en la Primavera e incluso


desde un poco antes. En primer lugar, consiguió volver a llamar la atención de los Estados
Unidos, quienes –en un contexto de disminución de su poder relativo- necesitan recurrir a
restablecer viejos vínculos, que podrían servirle para lograr la estabilización de Medio Oriente.
En este sentido, cabe destacar que la primera visita de Barack Obama al exterior fue a Turquía
y que el contacto entre este último y Erdogan ha sido el más fluido, incluso más que el que
Estados Unidos ha tenido con Gran Bretaña y Rusia en este último tiempo. Al parecer
entonces, el alejamiento y cambio de orientación de Turquía en pro de la consecución de lazos
fuertes con el este ha sido exitoso, al punto que en la actualidad los Estados Unidos se
encuentran en la disyuntiva de necesitar la asistencia de dos aliados clave en la región –Israel y
Turquía-, pero cuya relación se ha deteriorado tanto que deben optar por uno o por el otro. En
el caso de a Primavera Árabe, la opción ha sido recurrir a Turquía; en el caso del conflicto
árabe-israelí –que, aunque sea un conflicto per se se encuentra prácticamente en una relación
de interdependencia y simbiosis con la Primavera-, por el momento se ha inclinado por Israel,

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dejando a Erdogan sin apoyo frente a sus declaraciones por un Estado palestino ante la
Asamblea General de 2011 y desmejorando la relación una vez más, producto también de la
escalada de tensión entre Israel y Turquía.

El segundo caso de éxito es el de Egipto, en donde Turquía se ha mantenido


consecuente con su promoción de los valores democráticos, apoyando a los manifestantes de
la Plaza Tahirir, en contra de Mubarak. Sin embargo, esta decisión ha sido poco costosa para
Turquía, ya que Erdogan nunca ha tenido buena relación con Mubarak y nada beneficia más a
Turquía que el debilitamiento de su competidor por el poder regional. En este sentido, pudo
apoyar el movimiento y ganarse el apoyo de las masas egipcias, al punto que en su reciente
gira por los países de la Primavera –Libia, Túnez y Egipto-, Erdogan fue, en palabras de la
revista Time, recibido como una estrella de rock, no sólo debido al ejemplo provisto por una
Turquía democrática para el futuro de Egipto, sino también por su valentía para desafiar al
mundo occidental, en particular a Israel (a través de la ruptura de las relaciones), teniendo en
cuenta que las relaciones egipcio-israelíes también se han deteriorado, si bien la nueva
dirigencia egipcia no se atrevió a dar el paso dado por Turquía.

Aún así, Egipto no se trata de una victoria completa para Erdogan. La cúpula militar
egipcia, que sigue siendo una estructura dominante a pesar de la salida de su cabeza visible, es
consciente de las intenciones estratégicas de Turquía de aprovechar su momento de debilidad
y han emprendido acciones para fortalecer su poderío regional. La primera de ellas fue
celebrar la firma del acuerdo de unidad nacional palestino entre Fatah y Hamas en el Cairo, a
pesar de que quien hubiera iniciado las gestiones para llevarlo a cabo fuera Davutoglu. Al
parecer, Egipto se adelantó a Turquía, quien apenas pudo asistir a la ceremonia como
observador. La otra señal importante fue la fría bienvenida que los oficiales de la Hermandad
Musulmana dieron a Erdogan cuando llegó, en contraposición con la bienvenida popular. La
nueva dirigencia dejó en claro la motivación endógena de las revueltas populares árabes,
descartando todo tipo de asistencia o conducción exterior (turca, en este caso).

Los casos de Siria y Libia, por el contrario, son situaciones ambivalentes, en las que
Turquía ha tenido dificultades para mostrar una línea de política exterior clara y coherente. En
el caso de Libia la situación se le ha complicado a Turquía, dado que se trata del principal
inversor. Los llamados tigres de Anatolia –principal base empresarial de apoyo al AKP- han
invertido varios billones de dólares en empresas estatales libias y más de 25.000 ciudadanos
turcos residen en Libia. En este sentido, los intereses turcos son mucho más altos en este país
que en Egipto y la vinculación con Gadafi –quien además le entregó el premio “Muhamar

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Gadafi a los Derechos Humanos” a Erdogan el pasado diciembre- son mucho más cercanos y
estrechos que con Mubarak. Esto ha llevado a Turquía a comportarse como un Estado pro
statu quo a pesar de su prédica democratizadora, evidenciando la contradicción entre
prescripción y acción cuando inicialmente Turquía se opuso a la intervención occidental en
Libia.

Dicho comportamiento ha generado poderosos sentimientos anti-turcos en Libia, en


donde la población ha quemado banderas y se ha manifestado ferozmente. Sin embargo, el
componente democratizador y los compromisos con el mundo occidental y la OTAN –que
aunque Turquía busque disminuirlos, siguen teniendo un peso fundamental en su cosmovisión
y economía- prevalecieron y Turquía no sólo apoyó la intervención de la OTAN, supervisando
una zona de exclusión aérea sobre las fuerzas de Gadafi, sino que además propuso un cese al
fuego y entrenó a las fuerzas de seguridad de los rebeldes e incluso cerró su embajada en
Trípoli. El cambio de actitud es harto evidente, como lo son también las tensiones que
demoraron la decisión y luego precipitaron las acciones en respuesta, una vez que esta fue
tomada.

La situación en Siria es aún más complicada, no sólo debido a las relaciones bilaterales
entre Turquía y Siria, sino a causa del apoyo iraní a al-Asad desde las sombras, que podría
debilitar las relaciones turco-iraníes que tanto han costado construir. Las relaciones entre Siria
y Turquía se habían normalizado y restablecido una vez que Siria expulsó al líder del PKK -
Öcalan- en respuesta al ultimátum de ataque turco. Luego de ese incidente, las relaciones
comerciales se dispararon y Turquía y Siria comenzaron a cooperar en varias esferas, aún a
pesar de las importantes violaciones a los derechos humanos cometidas por el régimen de al-
Asad. Turquía incluso intervino entre Siria y Estados Unidos e Israel para prevenir el
aislamiento del país en diferentes ocasiones (el asesinato de Hariri, el conflicto con Israel en
2008). Se había construido un vínculo sólido, en parte como estrategia dentro del plan de
“cero conflictos”, en parte como una movida de seguridad turca, ya que asegurar la estabilidad
en Siria implica evitar un conflicto con la minoría kurda que vive en Siria y la huida en masa de
población hacia Turquía a través de los 700kms que comparten de frontera y con quien han
liberalizado el régimen de visas. Por ese motivo, cuando las revueltas en contra del gobierno
de al-Asad estallaron en Damasco, Turquía lo instó a que introdujera reformas. No obstante,
este pedido se hizo siempre en privado, y sin que Turquía dijera nada respecto de la violenta
represión de al-Asad a sus ciudadanos hasta que la situación se hizo mediáticamente
insostenible y Turquía fue obligada a tomar una posición: condenar abiertamente al régimen
de al-Asad, hecho que incluso reforzó reuniéndose con miembros de la oposición.

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Conforme la crisis en Siria fue escalando, Turquía se encontró en encrucijadas cada vez
peores: en principio defender el statu quo para evitar un desequilibrio en la seguridad regional
(puesto que Siria es una pieza fundamental en el balance de poder de Medio Oriente) y una
crisis doméstica; o alentar a las revueltas y bregar porque se llegue a una solución pacífica del
conflicto, que implique la salida de al-Asad del gobierno. Optó por la segunda. Pero a este
pronunciamiento se le suman dos dificultades: por un lado, el apoyo incondicional de Irán a
Siria, hecho que necesariamente supone el enfrentamiento entre Turquía e Irán –en el
contexto de una relación ambivalente y compleja desde un principio- y por el otro, el alegado
doble-estándar de Turquía. La comunidad internacional está comenzando a denunciar que
Turquía condena la represión a los ciudadanos sirios (y antes en Gaza), pero que fronteras
adentro replica el mismo modus operandi, negándole derechos fundamentales y reprimiendo a
la población kurda en su territorio, sobre todo desde los ataques turcos del pasado agosto.
Paradójicamente, el accionar de Turquía como paladín de la democracia y los derechos
humanos en la Primavera Árabe puede terminar generando un efecto rebote y que se desate
una primavera kurda al interior del propio territorio turco. Como puede verse, Turquía no
tiene maneras de salir beneficiada de la situación en Siria.

Turquía tampoco ha sabido aprovechar los propios movimientos y manifestaciones al


interior de Israel, en el marco del llamado “14-J”. A pesar de que los manifestantes hayan
reconocido la influencia directa de la Plaza Tahrir en su accionar, ninguno de los gobiernos (ni
los de Medio Oriente, ni el turco y menos todavía el israelí) osó tender un puente conceptual o
retórico que vinculara sendos procesos, aún cuando esta fuera una estrategia brillante para
Turquía que le hubiese permitido abrir una grieta en la endeble unidad política de su
adversario y cooptar a la comunidad internacional a través de un acercamiento inteligente a
los sectores menos radicales de la sociedad civil israelí, con quienes Turquía históricamente
manifestó no tener conflicto. De todos modos, y casi por contaminación del conflicto
palestino-israelí, las relaciones entre los países árabes y el Estado judío se dan prácticamente
en términos dicotómicos y un reconocimiento tal por parte de las autoridades turcas del “14-J”
podría repercutir negativamente en su imagen en los sectores populares árabes.

Además de estas complejas situaciones, existen otros fenómenos estructurales que


ponen en evidencia la debilidad del discurso ejemplificador turco y estas son las
particularidades que han llevado a Turquía a convertirse en un Estado democrático –aunque
como se ha observado recientemente, ese rótulo es discutible, y de hecho la Unión Europea lo
ha discutido. Algunas de estas particularidades están asociadas con el desarrollo económico
turco, irreproducible por las economías de la Primavera Árabe, que no tienen ni la capacidad

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manufacturera ni exportadora de Turquía; otras con la particular relación entre los civiles y los
militares, el Estado y la religión en Turquía, que dada la distribución de poder en las clases
gobernantes de Medio Oriente, no va a poder ser fácilmente reproducible, sobre todo
teniendo en cuenta el peso que ha tenido la secularización de Turquía en su democratización.
Por último, la excepcional relación de Turquía con Occidente, que le permite contar con su
apoyo y a la vez oponerse en las situaciones que lo crea necesario (Irán, Israel, etc), puede
llegar a abrir importantes brechas entre la clase gobernante y la sociedad civil de los países de
la Primavera Árabe, si los primeros no logran comunicar las ventajas de mantener vínculos con
Occidente.

Conclusiones

La Primavera Árabe implica un período clave de reformulación y reflexión de la política


exterior turca. Turquía aprovechó el vacío de poder que se ha producido en Medio Oriente
desde la retirada de los Estados Unidos e intentó ocupar su lugar. Esto ha intensificado las
contradicciones al interior de su modo de hacer política exterior, evidenciando en primer lugar
que no se puede estar en buenos términos con todos los actores de una región, y en segundo
lugar, que no necesariamente los lineamientos de política exterior pueden traer beneficios
para la política doméstica turca.

Las revueltas en los países árabes suponen el período de cierre del idilio entre Turquía
y Medio Oriente, en el que pudo construir sus relaciones con Irán, con Siria, con Irak y con el
resto de los países sin preguntarse a quién ofendía con su accionar. Al mismo tiempo, estas
revueltas son un necesario llamado de atención respecto de sus propios conflictos internos, el
resurgimiento del nacionalismo kurdo, que –de no manejarse de manera exitosa, en un marco
de diálogo político- pueden llegar a lacerar fuertemente el tejido de unidad nacional turca.

La Primavera Árabe le está haciendo a Turquía, asimismo, pagar los llamados


“derechos de piso”. La orientalización de una política exterior de corte occidental implica que
ni el acercamiento ni el alejamiento con los dos polos es total. Si bien Turquía se ha valido de
una retórica marcadamente antiisraelí para ganarse el apoyo popular del pueblo árabe
(“ganarse la calle árabe”, como le dicen), la clase militar de Egipto e incluso algunos
ciudadanos libios le han hecho entender que estos son procesos que surgieron del seno de
estas sociedades y que Turquía siempre va a ser un poco ajena a ellos, sobre todo cuando su
acercamiento viene con tintes de reposicionamiento y hegemonía regional.

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Al mismo tiempo, este intento de orientalización occidentalizada ha implicado un
distanciamiento con quien fue la fuente de inspiración de este nuevo modelo turco: Occidente.
Si bien gran parte de la responsabilidad del cambio de tónica de la política exterior turca la
tienen los Estados Unidos y la Unión Europea, al evidenciar la imposibilidad de acceso de
Turquía a la comunidad de naciones cuando este era uno de los principales anhelos turcos y,
por ende, foco de cohesión política, Turquía no puede prescindir de ellos. No puede prescindir
de la OTAN ni de la Unión aduanera con la UE, como tampoco puede prescindir de los Estados
Unidos, frente a las desconocidas intenciones de Irán, de quien todavía Turquía no puede decir
si se trata de un estado revisionista o no. En este sentido, es importante destacar la firma de
un acuerdo entre Estados Unidos y Turquía para el emplazamiento en su territorio de un radar
para que la OTAN pueda detectar misiles iraníes. Esta medida está en clara contraposición a la
condena de Erdogan a las sanciones occidentales al plan nuclear iraní, mostrando que la
Primavera Árabe ha resentido las relaciones entre Irán y Turquía, al punto de que cada uno de
ellos tendrá que recurrir a otros aliados, si bien las relaciones comerciales se mantienen y
siguen siendo muy importantes.

En síntesis, la Primavera Árabe implica el agotamiento de un modelo. Si Turquía quiere


salir victoriosa de este tumulto, deberá entender que “no se puede estar bien con Dios y con el
Diablo” y que deberá finalmente tomar una posición si es que quiere asegurar la paz y la
estabilidad en la región y no quedar enredada en una serie de acuerdos y contra acuerdos que
acaben por generar más incertidumbre e inestabilidad. De la resolución última de esta tensión
dependerá finalmente la orientación de la política exterior turca. Paradójicamente puede que
la Primavera Árabe, una vez fracasados los intentos de acercamiento con Oriente, acabe por
devolver a Turquía a Occidente, si es que no acaba con la distribución actual del poder en el
interior turco y con su composición étnico-territorial.

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