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Diócesis de Trujillo

Seminario Sagrado Corazón de Jesús


Etapa Configurativa
Teología Trinitaria

Encíclica del Papa León


XIII Divinum illud munus

Blas Ernesto Canelones Esis.


C.I: 21.230.229.
II de Teología

Noviembre - 2018
Introducción
Publicó esta encíclica León XIII en el mes de mayo de 1897, al
comienzo de la encíclica recalca que una de las dos intenciones principales
de su pontificado ha sido la reconciliación con la Iglesia de los cismáticos y
de los herejes, un ideal tan elevado no podía menos de haber sido para él
causa de contrariedades y desengaños.
El secreto está en aquel espíritu de fe que le ha dado aliento en todo
su largo pontificado, en su espíritu sobrenatural, cuya fuente es el Espíritu
de Dios, el Espíritu Santo, por esto, viendo ya cercana su partida de este
mundo, como su Maestro y Rey divino al Espíritu Santo confía la
realización de sus planes. El Espíritu Santo escogerá, iluminará y fortalecerá
a sus sucesores, de ella se puede decir que es la encíclica del optimismo. La
principal finalidad del Papa en este documento Magisterial es la de Exaltar
la labor del gran olvidado el don del Parecleto, ya que en los primeros siglos
de la Iglesia en el loable afán de defender la fe por la dogmática y la
cristología se hizo a un lado el papel importante del Espíritu Santo.
La encíclica, sin salirse del marco de la doctrina común sobre el
Espíritu Santo, acentúa, sin embargo, un aspecto que será muy importante
para la renovación de la eclesiología: desde la obra del Espíritu Santo en la
encarnación a su presencia activa y configurante del cuerpo de Cristo en la
Iglesia. Ciertamente, ya a mediados del mismo siglo XIX el gran teólogo de
Tubinga, J.A. Móhler (1796-1838) había puesto de relieve la acción del
Espíritu Santo en el nacimiento, configuración y desarrollo de la Iglesia,
pero la brecha abierta por él en dirección a los Padres y en diálogo
ecuménico con el protestantismo, no fue seguida durante mucho tiempo. Por
entonces se impusieron otros vientos.
Desarrollo de la Encíclica
Jesucristo, al abandonar el Mundo, encomendó el perfeccionamiento de su
obra al Espíritu Santo; su Vicario en la tierra hace lo mismo cuando ve
acercarse el fin de sus días.
Un doble objetivo se ha propuesto León XIII en su Pontificado:
4. Restaurar la vida cristiana en la familia y en la sociedad.
2. Fomentar el retorno de los que están separados de la Iglesia por
la herejía o el cisma.
Para que tenga lugar con más plenitud el deseo del Papa de que el
Espíritu Santo lleve su obra a cumplimiento, se propone León XIII en esta
Encíclica hablar de la admirable presencia y acción del Espíritu Santo en
la Iglesia y en las almas.

Preliminar: El misterio de la Santísima Trinidad.


Antes de desarrollar el tema propuesto, cree necesario el Papa hablar
brevemente del Misterio de la Santísima Trinidad. Dos peligros, al tratar
de este misterio: confundir entre sí las divinas Personas, o dividir su
única Naturaleza. La Iglesia está celosa de defender esta doble verdad,
no sólo en el dogma sino incluso en la liturgia.
La atribución al Padre de las obras en que resplandece el poder de
Dios al Hijo, de aquellas en que brilla la sabiduría: al Espíritu Santo, de
aquellas en que se manifiesta el amor. No porque todas las obras dad
extra no sean comunes a las divinas Personas, que por ciertas semejanza
que guardan con los atributos propios de cada una de Ellas.
Tema de la Encíclica: La virtud o poder del Espíritu
Santo.
El Espíritu Santo en los misterios de la vida de Cristo, se atribuye al
Espíritu Santo el misterio de la Encarnación. La unción del alma de
Cristo por el Espíritu Santo:
En las obras de su vida. En su Sacrificio, a esta presencia le sigue una gran
abundancia de dones: Predicha por Isaías, Simbolizada por la paloma del
bautismo.
Esta presencia y virtud del Espíritu Santo en el alma de Cristo personifica
su acción:
a. En la Iglesia,
b. En el alma de los fieles.
Partiendo de las realidades mostradas dentro de la historia de la salvación,
entonces se puede denotar:
1. Manifestación del Espíritu Santo sobre la Iglesia el día de
Pentecostés.
El Espíritu Santo, y su asistencia a la Iglesia por Él son constituidos los
Obispos y sacerdotes que gozan del cargo insigne de perdonar los
pecados.
Los Carismas que adornan a la Iglesia son la mejor prueba de su
divinidad.
El Espíritu Santo, Alma de la Iglesia.

2. La Acción oculta del Espíritu Santo en el alma de los fieles.


Abundantísima efusión de1 Espíritu Santo en las almas.
Elevación de los hombres al orden sobrenatural. Espíritu de adopción.
Principios de esta regeneración. El Bautismo.
La Confirmación. El Espíritu Santo se da a Sí mismo, y nos llena
de los Divinos Dones..

a) El Espiritu Santo, Don de Dios.


Aclaración. Como Dios está en las criaturas por esencia, presencia y
potencia.
Como, además, está en el hombre de un modo especial, en tanto que
conocido y amado por él.
La inhabitación de Dios en el alma justa, por la caridad, se atribuye
especialmente al Espíritu Santo.

b) Abundancia de dones celestes que siguen a la presencia del


Espíritu Santo en el alma justa.
Llamamientos y mociones del Espíritu Santo en las almas.
Las virtudes infusas. Los dones.
Las bienaventuranzas. Los frutos de1 Espíritu Santo.

Epílogo. Debemos honrar al Espíritu Santo.


1. Necesidad de instruirse en su conocimiento, y reconocer sus
beneficios.
2. Debemos amar al Espíritu Santo, porque es el Amor substancial.

a) Bienes que se siguen para nosotros de este amor.


Progresar en su conocimiento y trato.
Nos procura abundancia de dones celestiales.

b) A qué nos obliga este amor.


Este amor nos obliga ante todo a evitar el pecado, ya que es una
principalmente ofensa del Espíritu Santo.
El pecado contra el Espíritu Santo.
«Impugnación de la verdad conocida para pecar con más libertad.» Terrible
difusión en nuestros días de este pecado. Por su causa Dios castiga a los
hombres dejándoles servir al Padre de la mentira».

3. Hemos de implorar al Espíritu Santo.


La Iglesia nos enseña la manera como debemos hacerlo.
No es lícito dudar de su asistencia.
Hemos de pedirle que nos ilustre con su fe y nos encienda con su amor.
La misión divina que en favor del género humano recibió Jesucristo
del Padre y llevó santísimamente al cabo, del mismo modo que tiende, como
a su último objetivo, a que los hombres alcancen la vida bienaventurada
de la gloria, así, en el curso de esta vida, tiene como objetivo próximo que
posean y aumenten la vida de la gracia, germen del que brota aquella vida
celestial. A cuyo fin, el Redentor mismo no cesa de invitar con la mayor
benignidad a todos los hombres de cualquier nación y lengua a que vengan
al seno de su iglesia. Sin embargo, según altísimo consejo, no quiso
completar y terminar por sí mismo esta misión que le había encomendado
el Padre, sino que confió por su parte al Espíritu Santo que la llevara a
perfección. Y son de grato recuerdo aquellas o a las obras que Cristo, poco
antes de abandonar la Tierra, dirigió al colegio apostólico: «Os conviene
que yo me vaya: si yo no partiese, el Paráclito no vendría a vosotros; más
si partiere os le enviaré».
El Espíritu Santo y el misterio de la Encarnación
Para exponer esta virtud del Espíritu Santo conviene dirigir la mirada,
en primer lugar, a Cristo, fundador de la Iglesia y Redentor nuestro.
Verdaderamente: entre todas las obras de Dios «ad extra» sobresale
singularmente el misterio del Verbo encarnado, en el que la luz de las
perfecciones divinas brilla hasta tal punto que ni siquiera es posible pensar
algo más excelso, ni más saludable para la naturaleza humana.
Tan gran obra, aunque lo es de toda la Trinidad, se atribuye, sin
embargo, como propia al Espíritu Santo; y así, los Evangelios dicen de la
Virgen: «Se halló que había concebido en su seno por obra del Espíritu
Santo» y «lo que se ha engendrado en ella es del Espíritu Santo. Y con
razón se atribuye a Ella que es el Amor del Padre y del Hijo; toda vez que
este «gran misterio de misericordia» es debido al mucho amor de Dios para
con los hombres, según San Juan nos dice: «En esto se demostró el amor de
Dios hacia nosotros : en que nos dio su Hijo Unigénito.»
Con ello, la naturaleza humana se encontró elevada a una unión
personal con el Verbo; dignidad que no le fue comedida por mérito suyo
a Igual no, sino de modo enteramente gratuito, y por consiguiente como un
don propio del Espíritu Santo.
Cuanto somos lo debemos a la bondad divina, que se atribuye
principalmente al Espíritu tanto, y a este benefactor ofende el que peca,
abusando de sus dones y de su bondad para insolentarse contra él.
Finalmente, conviene rogar y suplicar al Espíritu Santo, pues ni uno siquiera
puede pasarse de su favor y ayuda. Cuanto más uno esté falto de consejo,
débil, agobiado de trabajos, inclinado al vicio, tanto más debe recurrir a Él,
que es luz, fortaleza, consuelo, fuente perenne de santidad, y sobre todo, lo
que el hombre más necesita: el perdón de los pecados, debemos pedírselo a
Él porque siendo «propio del Espíritu Santo ser el Don del Padre y del
Hijo, el perdón de los pecados si hace por el Espíritu Santo como Don de
Dios
Conclusión
A finales del siglo XIX, León XIII volvió a sorprender a los cristianos
(ya antes había sacudido la conciencia católica mediante la Rerum
Novarum) con una encíclica sobre el Espíritu Santo cuyo título es 'Divinum
illud munus (9-5-1897)'. En este escrito, más que desarrollar una teología
sobre el Espíritu Santo, lo que León XIII intenta es "que en las almas se
reavive y se vigorice la fe en el augusto misterio de la Trinidad, y
especialmente crezca la devoción al divino Espíritu, a quien de mucho son
deudores todos cuantos siguen el camino de la verdad y de la justicia" (n.2).
El 'éxito' de la encíclica hay que valorarlo al trasluz de la teología de la época
toda ella centrada, por deseo del mismo Papa, en el resurgimiento del
tomismo bajo la forma de la neoescolástica en vigor hasta las vísperas del
Concilio Vaticano II. Frente al discurso casi plano de la escolástica
triunfante, la encíclica supone un respiro que acerca el misterio trinitario a
través del Espíritu Santo a la vida y a la piedad de los creyentes, al tiempo
que estimula saludablemente la acción pastoral de la iglesia abriéndola al
impulso del Espíritu de Jesús.
León XIII enfoca la presencia y acción del Espíritu Santo en torno a
cuatro puntos principales: a) El Espíritu es el que completa y lleva a
perfección la obra de la redención, pues "como él mismo Cristo la había
recibido del Padre la misión de realizar la obra de la salvación, así la entregó
al Espíritu Santo para que la llevara a perfecto término"(n.l) a través de la
iglesia; b) es el que actúa en la encarnación, para que "la naturaleza humana
fuese levantada a la unión personal con el Verbo" y hace que "toda acción
suya [de Jesús] se realizara bajo el influjo del mismo Espíritu, que también
cooperó de modo especial a su sacrificio (Heb 9,14)" ; c) el Espíritu Santo
continúa la obra de Cristo en la Iglesia: a ella comunica toda la verdad
recibida del Padre y del Hijo, "asistiéndola para que no yerre jamás, y
fecundando los gérmenes de la revelación hasta que, en el momento
oportuno, lleguen a madurez para la salud de los pueblos"(n.7).
En la Iglesia está presente el Espíritu Santo a través del ministerio de
los obispos y sacerdotes y por los dones y carismas que por todas partes
difunde; por eso ella es "medio de salvación" y "obra enteramente divina".
Remitiéndose a un texto de san Agustín, la encíclica pone en relación a
Cristo como cabeza de la Iglesia con el Espíritu Santo como su alma: "se
compara al corazón el Espíritu Santo que invisiblemente vivifica y une la
Iglesia"(n. 19); d) finalmente, el Espíritu no obra sólo en la Iglesia, en su
ámbito visible o institucional, sino también en el alma de cada creyente:
como Cristo "fue concebido en santidad para ser hijo natural de Dios, [así]
los hombres son santificados [por la acción invisible del Espíritu] para ser
hijos adoptivos de Dios"(n.9).
Esta acción santificadora del Espíritu en el alma del justo acontece
principalmente en el sacramento del bautismo, por el que el bautizado se
hace semejante al Espíritu, pues lo que nace del Espíritu, y de la
confirmación, en el que "se da a sí mismo como don más abundante" (n.10),
pues "no sólo nos llena con divinos dones, sino que es autor de los mismos,
y aun él mismo es el don supremo porque, al proceder del mutuo amor del
Padre y del Hijo, con razón es 'don de Dios altísimo"'.
Por esta presencia del Espíritu en el alma del justo se realiza
la inhabitación de la Trinidad santa que es una anticipación de la unión con
Dios que gozan los bienaventurados en el cielo. Se atribuye al Espíritu Santo
porque esta unión se establece por el vínculo de la caridad que es "la nota
propia del Espíritu Santo"(n.11), pues él "es el amor substancial eterno y
primero"(n.13), el "amor vivificante"(n.2).
La encíclica de León XIII sobre el Espíritu Santo sirvió de
contrapunto, más que en el ámbito teológico, en el de la pastoral y en la
piedad de los fieles, sobre todo al instituir oficialmente en toda la iglesia la
'novena' de preparación a la fiesta de pentecostés (cf. n.16). El Espíritu
Santo comenzó así a salir del marco estrecho y abstracto de las 'procesiones'
intratrinitarias a la vida y oración de la Iglesia.

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