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Cada vez se debate más y se dialoga menos.

Compruebo con desolación que cada vez se debate más, pero cada vez se
dialoga menos. Erróneamente creemos que dialogar y debatir son
términos sinónimos, cuando sin embargo denotan realidades
frontalmente opuestas. Como hoy 21 de enero se celebra el Día Europeo
de la Mediación, quiero dedicar este artefacto textual a todas esas
mediadoras y mediadores con los que la vida me ha entrelazado estos
últimos años tanto en el ámbito de la docencia como fuera de ella. El
mediador es un prescriptor del diálogo entre los agentes en conflicto allí
donde el diálogo ha fenecido, o está a punto de morir por inanición, o es
trocado por el debate y la discusión. Dialogamos porque necesitamos
converger en puntos de encuentro con las personas con las que
convivimos. «El hombre es un animal político por naturaleza, y quien crea
no serlo o es un dios o es un idiota», ponderó Aristóteles en una sentencia
que condecora al destino comunitario con la medalla de oro en el evento
humano. Dialogamos porque somos animales políticos. Si la existencia
fuera una experiencia insular en vez de una experiencia al unísono con
otras existencias, no sería necesario. El propio término diálogo no tendría
ningún sentido, o sería inconcebible. Diálogo proviene del prefijo «día»
(adverbio que en griego significa que circula) y «logos» (palabra). El
diálogo es la palabra que circula entre nosotros, que como he escrito
infinidad de veces debería ser el gentilicio de cualquier habitante del
planeta Tierra con un mínimo de inteligencia y bondad.

El prefijo dia, que da osamenta léxica a la palabra diálogo, ha


desatado mucha tergiversación terminológica. Es habitual conceder
consanguinidad semántica a términos como diálogo, debate, discusión,
disputa. El prefijo latino dis de discutir se asemeja fonéticamente al dia de
diálogo, pero son prefijos con significados desemejantes. Dis alude a la
separación. El término discutir proviene del latín discutere, palabra
derivada de quatere, sacudir. Discutir por tanto sería la acción en la que se
sacude algo con el fin de separarlo. También significa alegar razones
contra el parecer de alguien, y ese «contra» aleja por completo la
discusión de la esfera del diálogo. Discutir y polemizar, que proviene de
polemos, guerra en griego, son sinónimos. En el diálogo se desea lograr la
convergencia, en la discusión se aspira a mantener la divergencia. Y
cuando se polemiza se declara el estado de guerra discursiva.

Algo similar le ocurre al debate, cuya etimología es de una


elocuencia aplastante. Proviene de battuere, golpear, derribar a golpes
algo. De aquí derivan las palabras batir (derrotar al enemigo), abatir (verbi
gracia, abatir los asientos del coche, léase, tumbarlos o inclinarlos), bate
(palo para golpear la pelota en el béisbol, o para hacer lo propio fuera del
béisbol con un cuerpo ajeno), abatido (persona a la que algo o alguien le
han derruido el ánimo). Debate también significa luchar o combatir. El
ejemplo que comparte el diccionario de la Real Academia para que lo
veamos claro es muy transparente: Se debate entre la vida y la muerte.
Debatir rotularía la pugna en la que intentamos machacar la línea
argumental del oponente en un intercambio de pareceres. Queremos
batirlo. En el debate no se piensa juntos, se trata de que los participantes
forcejeen con el pensamiento de su adversario y lograr la adhesión del
público que asiste a la refriega. El debate demanda contendientes en vez
de interlocutores, porque en su circunscrito territorio de normas selladas
se acepta que allí se librará una contienda en la que se permiten los golpes
dialécticos, un espacio en el que las ideas del adversario son una presa
que hay que abatir.

La bondad que el diálogo trae implícita (me refiero al diálogo


práctico que analicé en el ensayo El triunfo de la inteligencia sobre la
fuerza -ver-) dociliza las palabras y cancela la posibilidad de que un
argumento se fugue hacia el golpe y sus diferentes encarnaciones. El
exabrupto, la imprecación, el dicterio, el término improcedente, las
expresiones lacerantes, el maltrato verbal, el zarpazo que supone hacer
escarnio con lo que una vez fue compartido bajo la promesa de la
confidencia, el silencio como punición, el comentario cáustico y socarrón,
la coreografía gestual infestada de animosidad, o la voz erguida hasta
auparse a la estatura del grito, siempre aspiran a restar humanidad al ser
humano al que van dirigidos. No tienen nada que ver con el diálogo, pero
son utilería frecuente en los debates y en las discusiones. Además de
tratarse de acciones maleducadas, también son contraproducentes,
porque hay palabras que ensucian indefinidamente la biografía de quien
las pronunció. Más todavía. Si las palabras se agreden, es muy probable
que también se acaben agrediendo quienes las profieren. Sin embargo, la
palabra educada y dialógica concede el estatuto de ser humano a aquel
que la recibe. Ese diálogo cuajado de inteligencia y bondad permite el
prodigio de vernos en el otro porque ese otro es como nosotros, aunque
simultáneamente difiera. Cuando alcanzamos esta excelencia resulta
sencillo tratar a ese otro con el respeto y el cuidado que reclamamos
constitutivamente para nosotros. Lo trataríamos como a un amigo al que
con alegría le concedemos derechos. Y con el que también alegremente
contraemos deberes.

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