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Salve

Voy viajando de noche hacia el oriente

de la llanura, a una ciudad que no conozco

y donde hablaré de las imágenes, los cuentos

que sus poetas inventaron. Un gran río

marca aquellos lugares, no se parece en nada

a los arroyos saltarines de ese nombre

que aún recuerdo. No sabía entonces

que un ataque simultáneo había avanzado

sobre dos flancos, mis sienes palpitantes

como si una corona de alambre me oprimiera

y su respiración cerca del mar

que lo hundió en la inconsciencia definitivamente.

A él, que no leerá el poema, que yo

suponía todavía en el combate,

tal vez le dedicara un pensamiento

en la tórrida humedad santafesina.

“¿No sabías nada?” –me dijeron– “Quique

está internado desde la semana

pasada. Lo durmieron, pero creo

que va a andar bien.” El optimismo

era una forma atroz de la ceguera,


que se inscribía en la literatura

de un insípido exceso: alcohol y drogas.

Pero parecían joviales los que deseaban

seguir con los libros bajo el cielo limpio

y al costado del río que dormitaba inmóvil

en los elogios que le han hecho. Cualquiera

hubiese querido que el escritor en coma

le mirara una “obra”. Aunque en su mundo

leer fuera una experiencia interior,

la manifestación de una soberanía

que lo definió de una vez y para siempre:

la falta de cuidado, la generosidad,

la necesidad de retar a la muerte,

el amor tumultuoso, la exaltada

ingenuidad que amenaza sin daño

salvo para los creyentes en el honor,

los que tenían la fe de haber peleado

con alguien que prefería la gloria

de nuevos niños que nacen escribiendo

más que los premios, más que la palabra

sobredorada de un nombre. Y así hablé

del luto que caía sobre el agua nocturna

y convertía el reflejo de las luces


en raíz de una lágrima. Al tercer

día empecé a volver, la tarde entera

dispersa en los pueblitos miserables

de hacendosos y avaros fue pasando

con el regalo del libro que traje

sellado por el triángulo geográfico

de su distribución y de su autora:

Buenos Aires-Santa Fe-Córdoba. Faltaba

un arrepentimiento de haberme extraviado

en dos noches vacías y el celular que suena

ahora, en ese ahora en que sentí

vibrar el aparato en mi bolsillo,

cargando el bolso en la terminal sórdida,

buscando el taxi del tramo final

hasta mi casa; ahora, antes de llegar

y escuchar las voces de las mujeres-niñas

y ver al heredero del vacío

y las estrellas, leo: “Murió Fogwill”.

Y no me lo decía un mensajero

a quien pudiera preguntarle cómo

se habían sustraído del presente,

de todos mis ahoras que vendrían,

su voz, su risa y su sarcasmo tierno


y sus asociaciones incesantes. Más tarde

vería en Galileo, que no hablaba

cuando él lo conoció, ese parecido

entre sus rasgos claros, de ojos marinos,

sus rulos rubios, y el bebé retocado

del viejo inglés que cuidó tanto a su hijo

que se volvió escritor, un tal Samuel

mandado en un adjunto de correo

con el lema a mi esposa dirigido:

“¿Viste que se parecen? Va a ser buen padre.”

Pero no soy inglés ni estoy seguro

de que un día mi hijo tenga un hijo

tan alto ni tan enredado en filacterias

sonoras que tejían un mundo inusitado

de dispendio y de fiesta. Sí diría

que la conciencia registrada en libros

no expresa una presencia, aunque se acerque

a la ilusión de un sentido que sirva

de escudo ante la muerte, como los parecidos

que no anuncian familias sino el único ser

que hablamos entre todos. ¿Por qué desear

si no, día tras día, que nazcan más poetas?

Como él, cada día, como vos, cada noche.


¿Será que las palabras escritas no se olvidan

y en nombre de algún ritmo se sostienen

como si el tiempo no las ayudara

a desaparecer? Hace milenios

se fundó la creencia en la memoria

de la poesía, y en la última visita

que nos hizo para sacarse fotos

con Galileo –que dirán no el instante

ni su eterna mentira, sino un simple:

“vine y estuve acá, en el origen del nene

que no se acordará de mí”– confirmó a gritos

esa curiosa fe. Desaparecerán

las calles, las ciudades, las iglesias, los libros,

la música local, los cuerpos que desean

tocarse, todo lo que se vio o se escuchó

será nada, pero los personajes

de unos relatos, los trayectos en verso

de ciertos nombres seguirán produciéndose

como si un aparato viviente los dictara

en más y más oídos. Nunca dejó

de pensar en los que callan, en la impresión


de los que leen. ¿Necesitaré ahora

al único lector que supo darme

un juicio verdadero? No existe una respuesta

ni una necesidad de algo imposible.

“Salve”, le escribía siempre por no caer

en fórmulas de aprecio que él no usaba

y ahora… ¿a quién le mando el poema terminado,

desecho del olvido? Ya nadie podrá ser

sincero con mi conciencia construida

y armada como un barquito a vela

que deriva en lo incierto y se asegura

su flotación apenas. Una parrilla

con chismes de porteños y un elogio

a su prosa insidiosa que le hice

leer junto a su plato son la decoración

del encuentro final, no virtual ni telefónico.

Perseguía a las chicas por la calle

ya sólo con la vista, aunque a veces

les daba alcance, sobre todo si aspiraban

a lo imposible de escribir. Seguramente

sus hijos se habituaban al estado de huella

que es la forma de un padre. Pero yo

no puedo prescindir de su cinismo


que era tan cristalino como el agua

de una vertiente que probé una vez;

y debo… ahora mismo voy haciéndolo,

me olvido de mí mismo y su memoria.

No hay alguien en los libros, sólo nombres

en los que un ser pudo crearse acaso

y al fin perderse. Una de las dos caras

de la alegórica verdad se borra.

Si quería imitarlo, hacerlo hablar,

decía que un escritor era malísimo

pero él me retrucaba: “es un buen padre”.

El bien no era un problema de la forma

sino que afluía siempre de un gratuito

gesto, como un poema que no vale nada.

Entregarse al olvido es algo fácil

sólo para los muertos, en esta parte

del mundo el vocativo es imposible.

A vos, Fogwill, ya no te llega nada

de lo que escribo. Otro de tus amigos

pensó que era en tu nombre que acunaba

a su hijita. Hoy vinieron los reyes.


La tierra girará por mucho tiempo

antes de enfriarse; y habrá otros, hablarán

del triste privilegio de no ser

más que un residuo químico. Ahora tengo

una vida que no repite a nadie, impulso

hacia adelante que nunca terminamos

de administrar o destruir. Del este

venía como un mago con su bigote blanco

de otras modas. ¿Qué le dejaremos al niño

sino lo mismo que trajo? El oro de su pelo

enlazado a un recuerdo distante, el incienso

de bracitos y piernas que gatean en trance,

la mirra de unos besos al visitante ilustre.

Jugando cada día con mis hijos, dándoles

comidas y tesoros, libros, mi prepotencia,

celebro un ciclo diario, aunque no siento

perdidamente nada, sólo el chisporroteo

interminable del fluido yo, mientras sigue

dando vueltas la tierra bajo mis pies,

la que él no pisará, hacia veranos e inviernos

desconocidos, los que recordará algún día

el bebé que le hizo declarar entonces:

“el hijo varón te agregó lo social”, o más bien


el símbolo del sueño de la continuidad

que es fruto de un momento. Solo, acá,

en medio de la noche que me agobia

y trae una leve pena, le alcanzo una copa

de vino blanco al verano cordobés.

Ya se había sumido en la inconsciencia

como en esas piletas de la autodisciplina

donde pensaba recobrar el aire

que sus pulmones no estaban dispuestos

a seguir procesando, mientras yo

viajaba al antiguo país del guaraní

hecho de agua infinita. El río grande

y opaco no era más que un brazo

del otro, inmenso, que sólo vería

en forma de poema, pero su corriente

me hacía dormir circulando sin ruido

alrededor de mi pieza de hotel.

Y él, un apellido apenas en la noche

que subía y subía hasta que las mañanas

invisibles se le iban yendo del sueño.

Casi no comíamos en ese clima ardiente


tan propicio a los líquidos helados

y al fondo de las copas, una cereza espera

que la probemos. Cuando me quedé solo

en el perfume a barro de un vestíbulo

y a lo oscuro del cielo se sumaban

mi silencio y mi libro, supe que era una fruta

de los sentidos que se desvanecían,

el último sabor del día. ¿Habrá soñado

en su coma que estaba degustando

un sedimento extraño, o ya el olvido

le daba la última y ácida y dulce fruta

de la chica intratable, de la muerte?

Que así sea. ¿Querremos la memoria

de pura agua más que el eufórico

licor que hace olvidar? Porque después

de habernos olvidado, volveremos

a nacer y hablaremos de poemas

malos y buenos, Fogwill y yo, algún día

de mi senilidad, ya que mi hijo es su padre

en el raro laberinto genético

que reparte las caras de la gente,

y si la inteligencia se descarta

que renazca su bondad en cada uno


de los que quieren escribir gratuitamente

para no obedecer más que a sí mismos.

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