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LUIS FRA NCO

LA VERDE RAMA

BUENOS AIRES
PH

© Copyright 1968 by Editorial LA VERDE RAMA


Distribuida por EDITORIAL LAGOS
Talcahuano 638, Buenos Aires - Rep. Argentina
Derechos internacionales asegurados
Impreso en Argentina - Depósito de Ley 11.723
INDICE

CAPÍTULO 1
Fondo de indio ......................... 9
CAPÍTULO 2
Los gauchos y los negros ..................28
CAPÍTULO 3
Los gauchisoldados ......................51
CAPÍTULO 4
Cautivos y cautivas ......................72
CAPÍTULO 5
La conquista angelical ...................98
CAPÍTULO 6
Itinerario de derrotas ....................118
CAPÍTULO 7
Secreto a voces .........................139
CAPÍTULO 8
El derrumbe .............................162
CAPÍTULO 9
La cacería de los latifundios ...............188
CAPÍTULO 10
Estrambote ......................... 216
ANTICIPACIÓN

Quien abra este libro se dará con tanto olor a ropa


interior sucia largamente tapada y ahora destapada
de golpe, que bien puede sospechar que se trata de
un calumniador de alquiler o de un deportista del
escándalo. No hy tal, por cierto. El lector advertirá
que el autor apenas ha hecho algo más que coleccio-
nar y ordenar informes y antecedentes y que no hay
una sola afirmación que no esté respetuosamente
documentada. Más aún: los mejores testimonios pro-
vienen de jefes del ejército argentino que militaron
o se formaron en la guerra de frontera y en la final
campaña del desierto.
No se ha hecho, pues, más que sacar las consecuen-
cias que, por otra parte, se desprenden solas, como
las peras demasiado maduras. ¿Que por qué antes
nadie sacudió el peral? Por respeto devoto a las
tradiciones, por exceso de buena educación y cortesía,
de que el autor desgraciadamente carece. Por lo
demás, tal vez hoy la historia comienza a preferir
la verdad desnuda o en harapos al disfraz de lujo.
Quizá él oficio de escriba sea hoy más exigente que
el de amanuense policial o parlamentario, actor de
cine o capellan de monjas.
L. F.
CAPÍTULO 1

FONDO DE INDIO

"El ilustradísimo señor Palafox no se contenta con


la igualdad, pues en el memorial que presentó al Rey,
intitulado «Retrato natural de los indios», dice que
nos exceden. Allí cuenta de un indio que conoció su
ilustrísima, a quien llamaban Seis oficios porque otros
tantos sabía con perfección. De otro que aprendió el
de organero en cinco o seis días con sólo observar las
operaciones del maestro. Refiere también la exquisita
sutileza con que un indio recobró el caballo que
acababa de robarle un español. Aseguraba éste que el
caballo era suyo de hacía muchos años. El indio.
echó su capa a la cabeza del caballo y volviéndose al
español le dijo si de qué ojo era tuerto. El español,
sorprendido, respondió que del derecho. Entonces el
indio, quitándole la capa, mostró que el caballo no
era tuerto de uno ni del otro ojo. . ." (F. Benito
Feijoo: Teatro Crítico.)
En los últimos años del pasado siglo, Roberto Pairó
hizo un viaje a las tierras australes de la Patagonia
en que aún vivían indios contados entre los de más
baja evolución en nuestro país. He aquí, en extracto,
algunos de los informes consignados en La A ustralia
Argentina. Como el pueblo elegido del Viejo Testa-

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mento, los tehuelches obedecen a un ser omnipotente,
creador del universo y de los tehuelches, y que, como
el Prometeo de los griegos ha enseñado a sus prote-
gidos el arte de hacer el fuego y los rudimentos de la
industria y la moral. Cazan zorros con trampas, y
guanacos y avestruces con perros que amaestran con
habilidad suma. Cazan también vacas y doman los ca-
ballos cimarrones que llegan a sus dominios. En 1898
quedan pocos tehuelches, "pero tan asimilados a las
costumbres de nuestra campaña que no pueden ser
considerados ya como indios genuinos". De su ingenio
habla esta fábula: El zorro le dijo a la piedra: —Te
corro una carrera. —No, soy muy pesada. —Corramos.
—No, soy muy pesada, pero guardate de ml. —Corra-
mos, entonces. Y corrieron, cuesta abajo, y la piedra,
dando tumbos, llegó junto con el zorro, aplastándolo.
Los onas de la Tierra del Fuego fabrican canoas
y anzuelos y viven de la pesca. Son risueños y sociables
y "buenos con sus mujeres y tan hospitalarios que el
mismo enemigo es sagrado en su choza". Muy fornidos,
transportan pesos enormes como una hormiga su pétalo
más pesado que ella.
El misionero Bridges le contó a José S. Alvarez que
como su carabina comenzara a fallar la desarmó sin
dar con la falla. El cazador ona se la pidió prestada,
la desarmó solo, y advirtiendo que el diente del dis-
parador estaba gastado, fabricó otro con un pedazo de
hierro y una lima y restauró el arma. "El que hace eso
sin conocer nada de mecánica, es sin duda un genio",
decía mister Bridges.
Y si de los onas y su desolado salvajismo nos
volvemos a la mayor cima cultural de la América
precristiana, el asombro se vuelve deslumbramiento:
los mayas, únicos vencedores hasta hoy de la selva
tropical, según Huttington y Toynbee; los mayas con

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su preclara fe en la razón humana y su derrota de los
temores irracionales, como enseña Sejoum, pamno
contar "su cómputo del tiempo tan exacto como nues-
tro calendario gregoriano y su astronomía superior a
la de los antiguos egipcios y babilonios", como dice S.
G. Morley. (Laurette Sejourné: Palenque.)
Respecto al grado y modo de la belicosidad selvá-
tica de los indios, hay pruebas meridianas. Los nativos
del Caribe reciben a Colón como después los peruanos
a Pizarro y los querandíes del Plata a Pedro de Men-
doza: con bonhomía y confianza ingenuas. Cuando los
buenos hijos de Cristo, de la variedad católica o de
la luterana, inauguran el atropello y la agresión, el
crimen de los nativos es que se atreven a defenderse, o
a devolver el golpe ojo por ojo y diente por diente
para eludir la esclavitud o la extinción.
"Para justificar en lo posible la conducta a menudo
bárbara de ese grupo de aventureros intrépidos que
conquistó el Nuevo Mundo, porque no quisieron des-
cender hasta el indígena americano para compren-
derlo... le negaron las facultades del intelecto » . (Eso
ocurrió siempre con los pueblos o castas vencedores
respecto a los vencidos). "Hemos oído a veces a esos
hombres tratados de brutos, arengar a los suyos horas
enteras sin vacilar un momento. Araucanos y pampas
poseen un sistema muy ingenioso de constelaciones.
Son soberbios, indomables, guerreros, a veces feroces.
Jamás ninguno de ellos se ha hecho cristiano sino a
la fuerza. Todos son libres". (Alcides D'Orbigny: El,
hombre americano.)
"Tanto en la Patagonia como en la Pampa o el
Faz West, el trato recibido por la raza india, de los
hispanoamericanos como de los angloamericanos, es
una vergüenza tramposamente llamada civilización".
(R. Cunninghame Graham.)
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¿ Es necesario repetir una vez más que no toda la
América precolombina estaba poblada por salvajes?
Ya aludimos a lo que era la civilización maya, de
la cual la mejicana era segundona, como la romana
de la griega. Del Méjico conquistado y saqueado por
Cortés, sólo recordaremos lo que dice Bernal Díaz del
Castillo, en el más hermoso libro escrito sobre la con-
quista americana: que con excepción de Venecia,
Europa no tenía una ciudad tan grande y activa como
la metrópoli azteca.
Viniendo a lo que nos toca de más cerca, el Perú,
recordemos que son dos sabios españoles, los cosm6-
grafos Jorge Juan y Antonio de Ulloa, enviados
secretos del rey, los que después de años de residencia
y estudio en la segunda mitad del siglo xviii, informan
que de la grandeza y gracia de los indios incaicos (su
artimaña de manejar moles como si fueran ladrillos,
de domesticar torrentes y laderas para inventar eras y
huertas, sus cuatro caminos imperiales que eran como
la Cruz del Sur sobre la tierra, su arte de la admi-
nistración pública llevada hasta hacer del hambre un
proscripto), de todo apenas quedaban vestigios, o
había sido reemplazado por iglesias y conventos para
pedir a Dios lo que no se sabía hacer con las manos
o con el intelecto o con el corazón.
El historiador Vicente F. López recuerda que el
imperio tenía una población de veinte millones de
almas, un ejército de trescientos mil soldados, una
flota que subía anualmente hasta el itsmo de Panamá;
que "sus pastores predicaban una moral elevada", que
"la ciencia, las artes, la astronomía, las matemáticas
eran honradas, y los doctores (amautas) enseñaban
públicamente la gramática". "La industria florecía:
manufacturas, fraguas, fundiciones de metales precio..
sos se elevaban por todas partes; las minas, prolija-
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mente explotadas, vendían cada año un producto
inmenso; las campañas abastecían ciudades tan popu-
losas como las de Europa y trabajos de irrigación,
maravillosamente cumplidos, gobernaban el curso de
las aguas; puentes de mimbre atravesaban los más
grandes ríos, y anchos y cómodos caminos, verdaderas
vías romanas sembradas de posadas donde el viajero
hallaba gratis un abrigo seguro, frecuentados por
correos... conducían de un extremo al otro del
imperio".
Si de todo eso quedaba apenas el recuerdo ¿qué
había sido de su pueblo? "El gobierno de los incas,
reconoce alguien, era un puro despotismo, pero la
felicidad del pueblo parece haber sido el objeto
principal de su política y afanes". (John Miller:
Memorias.)
Antonio de Ulloa y Jorge Juan, por su parte,
explican que el pueblo peruano, gimiendo bajo el
triple fardo de la burocracia, de los terratenientes y
de los curas, envidiaba la suerte de los negros esclavos,
y consignan este chisme espeluznante: la población del
Perú, calculada en seis millones de habitantes en días
de Atahualpa, había descendido a seiscientos mil a
fines del siglo xviii. (Noticias secretas de A mérica.)
Los del hispanoamericanismo monarco-clerical han
alzado su voz de ultratumba para imputar distorsión
o falsedad a la escalofriante denuncia del mismo
obispo de Chiapa, padre de las Casas. Pero tres siglos
después, en 1825, el coronel O'Leary, irlandés al
servicio de la independencia de Hispanoamérica, echa
luz sobre la catástrofe cumplida, cuya inauguración
señalara el flaco obispo de Chiapa: "Cuzco es la Roma
de la América... Los Pizarro, Almagro, Valdivia y
Toledo son los godos y hunos que la destruyeron". Sin
apelación a la épica, la denuncia del general Miller,

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por esos mismos años, es circunstanciada y precisa:
"Las tierras bajas, hoy desiertas y en la esterilidad más
absoluta, estuvieron regadas en otros días por grandes
acequias. Las mesetas, habilitando diques de piedra
para la agricultura, eran tan numerosas que ellas
solas bastaban al consumo de la población. Los restos
desmoronados de muchos pueblos de pescadores prue-
ban que hacían contribuir abundantemente al océano
a las necesidades del pueblo. En muchos puntos se
perciben ruinas de ciudades de mayor extensión que la
moderna Lima o que Madrid.
"El valle de Santa contenía en otro tiempo una
población de 700.000 almas y cuenta en el día sólo
700, según la noticia dada por su gobernador
en 1824".
Y he aquí cómo aplicaba España el Evangelio a
los pueblos de América:
"Difícilmente hallaranse en la historia ejemplos más
chocantes de impudente crueldad, producida por una
avaricia sin límites, que los ofrecidos por la mita y el
repartimiento. Mita es el trabajo forzado (agrario o
minero) exigido a los indios, por un año generalmente.
Cada individuo que obtiene la concesión de una mina
adquiere ipso tacto el derecho al número correspon-
diente de indios para trabajar. En el Perú sólo hay
1.400 minas. En las circunstancias más favorables sólo
una de cinco de aquellas víctimas sobrevivía a ese
horroroso servicio. Generalmente en pocos meses el
mitayo llegaba a su fin. La saca anual de indios para
la mita ascendía a. 12.000 en sólo Potosí, y se calcula
que perecieron en este servicio en el Perú más de
ocho millones de indios". (John Miller: Memorias.)
¿Sublevarse? Sí, podían hacerlo los indios si les
venía en gusto y así lo hizo un día Tupac Aznarú y
sus seguidores, que fueron millares, ¿Y... ?
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"Condeno a José Gabriel Tupac Amará a que sea
arrastrado hasta el lugar del suplicio donde presencie
la ejecución de... su mujer, sus dos hijos, su cuñado
y algunos de los otros principales auxiliares de su
inicua intención... y concluidas estas sentencias se le
cortará por el verdugo la lengua, y después atado por
cada uno de los brazos y pies... de modo que se
puedan prender de.... las cinchas de cuatro caballos,
de suerte que cada uno de éstos tire de su lado mirando
a otras cuatro esquinas de la plaza... arranquen a
una vez los caballos de modo que quede dividido su
cuerpo en otras tantas partes, llevándose éste... y
allí se queme en una hoguera... echándose sus cenizas
al aire... Su cabeza se remitirá al pueblo de Irrita
para que, estando tres días en la horca, se ponga
después en un palo...; uno de sus brazos al de
Tangasuca, para lo mismo, y el otro a la capital de
Caravaya... enviándose igualmente una pierna al
pueblo de Livitaca... y la restante al de Santa Rosa".
(Sentencia dada por el señor V isitador D. José A nto-
nio de A reche al rebelde José Gabriel Tupac A marú
en la ciudad de Cuzco.)
¿Se dirá que en nuestra América ni los caribes
llegaron a tanto? No se asombre el, lector, ni abomine
del pobre Areche: era sólo un eco del tratamiento de
fogosa piedad que durante años el padre Torquemada
aplicó a miles de herejes cristianos, moros o judíos.
Después de todo lo que antecede se comprenderá
que a los indios chilenos no les podía tocar ni les
tocó mejor suerte con la visita de los hijos del Dios
de la mansedumbre. Sólo que aquí, cuando ya apaci-
guadas o sojuzgadas las demás tribus, Valdivia se metió
con los araucanos, la vaca se le volvió toro. Los
criollos de Arauco, que eran el perfecto revés de los
civilizados y domesticados pueblos del imperio incaico,
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estaban destinados a enseñar a los curvados tábditc
de la Iglesia y la Corona de España lo que es y puece
el sentido de la libertad en gentes, bárbaras o no, peio
que nunca han conocido amo. Por lo pronto les gust6
la cabeza de Valdivia, el conquistador, y se quedaron
con ella y honraron su cráneo usándolo como cratera
para brindar por la libertad araucana en sus orgías
rituales. (Esteban Erize: Diccionario mapuche-espa-
níol.) La guerra duró tres siglos pues sólo en 1886 los
hijos de Arauco fueron definitivamente aplastados
gradas a la santa trinidad del ferrocarril, el telégrafo
y el rémington.
Bueno es recordar de paso que el malón lo inventa-
ron los del pendón cruciforme y que el de los indios
fue un mero contramalón, según lo veremos.
"En 1649 el capitán Ponce de León llegó desde
Chile a tierras del Neuquen a cazar indios vivos, puel-
ches y poyas y venderlos como esclavos". Traía pocos
soldados y muchos indios auxiliares. "Entró por el
boquete de Villarrica que lo llevó al Epú Lauquen".
Allí, con la ventaja de la sorpresa y las armas de
fuego, y la ayuda del Dios cristiano, pudo cazar 300
piezas cabelludas. En 1653 se repitió la excursión de
caza, esta vez por los cuñados del gobernador. En 1666,
el capitán Villarroel reiteró la fogoza hazaña. (Gre-
gorio A lvarez: Donde estuvo el paraíso.)
En el siglo entrante el malón blanco se inaugura
por el otro extremo, el del Río de la Plata. Los
estancieros de Buenos Aires viven en aceptable paz
con los indios pampas, rama del tronco araucano, pero
la creciente necesidad de cueros solicitados por el
fcomercio de contrabando exige la ampliación de las
tierras de vacas llevar.
Leopoldo Lugones que como fiel expositor de 1
ideología nuestra clase poseyente declaró al indio
16
irredimible por la civilización, fue sin embargo de los
primeros en reconocer que entre nosotros —como en
Chile— el malón lo iniciaron los blancos. "Esta (la
paz con los indios) duró hasta la mitad del siglo xvm,
cuando los conquistadores comenzaron a violar los
tratados para reivindicar así campos que ya iban
resultando valiosos. Los indios respondieron, por ven-
ganza, con algunas depredaciones, lo cual sirvió de
pretexto para intentar sin ambages su expulsión".
"El mariscal Juan de San Martín fue el instrumento
de aquel propósito. Las matanzas con que intentó
exterminar a las tribus hasta entonces amigas, y aún
aliadas contra los bárbaros más indómitos de Arau-
cania, transformaron la hostilidacS latente y los malones
esporádicos hasta entonces, en la gran guerra de la
Pampa.. .". (El Payador.)
Así fue. En 1740 los españoles expulsan a un cacique
amigo, que, odiado por los nómades, lo sacrifican, y
se entregan al saqueo. Sale a castigarlos el maese de
campo Juan de San Martín, que no logrando más
que verles los rastros, sé desquita sin perdonar a muje-
res o niños, atacando a la tribu amiga del cacique
Caleliyán, cuyo hijo, para vengar a su padre, trae
una torrentosa invasión. Nuevo malón del maese de
campo y nuevo contramalón del desierto.
Años después, ante una nueva ofensa española, el
cacique Cangapol trae sus lanzas emplumadas casi
hasta las fronteras de Buenos Aires. En 1776, ante un
nuevo agravio de los cristianos y una nueva depreda-
ción de los indios, el gobernador Cevallos despacha
contra ellos tropas con orden de no dejar indio a pie
ni a caballo. No dan con ellos pero al volver el cacique
Flamenco, guía de la expedición, se da con que su
familia ha sido desterrada al Uruguay. Se destierra
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él al desierto y regresa picaneando uno de los más
populosos malones de la época.
Schoo Lastra, ex secretario de Roca, aunque cuenta
que San Martín mató a un cacique que presentó un
salvoconducto del gobernador Salcedo, sugiere o dice
que esta guerra de frontera fue provocada por los
malones de los indios ocasionados a su vez por la
enorme merma, que el despilfarro y el abuso produje-
ron en el ganado. (Dionisio Schoo Lastra: El indio del
aesierto.)
Los jefes de la Revolución de Mayo procuraron
ganarse la buena voluntad de los indios pampas por
la severa necesidad de evitar dos frentes de lucha.
Pero diez años después, no bien la guerra con España
llegaba a su término, los estancieros de Buenos Aires
—criollos ahora— volvieron a las andadas.
En 1820, y como un ensayo dentro de sus planes
de aspirante a libertador de Chile, don José Miguel
Carreras se alia a los ranqueles llevando un malón
contx el pueblo del Salto.
La indignación en Buenos Aires levanta aun a las
piedras. El gobernador Rodríguez se encarga de
satisfacer la vindicta pública y como no da con los
aliados chileno-ranquelinos, se vuelve contra los indios
amigos. Llega a Kakel Huelcul, avanza hasta la Sierra
de la Ventana y ataca a dos o tres tribus amigas que se
dispersan para preparar la revancha.
Cuando el muy prudente coronel Andrés García lle-
ga dos aíos después a los campos sureños, advierte que
los indios ostentan por Buenos Aires ese sentimiento
que los pumas tienen por los perros, que el cacique
Negro capitanea un huracanado cuerpo de caballería,
y que, como amos de la tierra que ocupan, los caciques
exigen que los huincas no pasen al sur del Salado y

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que en sus negocios y trueques eliminen de una vez
por todas el robo y la estala...
Estos indios ya no son los de los días del maese
San Martín, según lo dicen su comienzo de organiza-
ción militar y la conciencia de su fuerza tanto como
la de la debilidad del gobierno.
Pese a todo eso, el gobernador Martín Rodríguez,
que representa los intereses de los estancieros y es
estanciero él mismo, expediciona dos veces más a los
campos del sur, con éxito que las polvaredas no per-
miten ver...
La guerra con los indios comienza ya a perfilarse
con los rasgos que acusará en las décadas venideras:
' la ventaja de las armas de fuego y la organización
de los cristianos, oponen los oriundos, exitosamente, el
conocimiento a fondo del desierto y sus recursos de
agua, lefia y pastos, la superioridad decisiva de sus
caballos y su táctica de ataque por sorpresa y en
grupos dispersos prontos a borrarse en el polvo o la
sombra. Para ellos el desierto es un aliado; para el
cristiano un enemigo.
Pese a todo, el gobernador Rodríguez logró estable-
cer dos fuertes, uno en el Tandil, otro en Bahía
Blanca (instrumentos de conquista, no de coloniza-
ción) y estampó en su diario de campaña el pensa-
miento secreto o confeso que animó a nuestra clase
terrateniente en todas las épocas: "La experiencia de
todo lo hecho nos guía al convencimiento que la
.guerra con ellos debe ser de exterminio". Es el mismo
sentir cristiano y civilizado que animara a Rosas y
Roca y que el coronel Emilio Mitre, escribiendo en
1856 a su hermano Bartolomé sobre la necesidad
urgente de pactar con Catriel el Viejo invitándolo a
establecerse en las cercanías del Azul, formulara así:
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"Para tenerlos a mano, sin perjuicio de degollarlos a
todos en una noche". (A rchivo Mitre, t. XV.)
La bobería tradicional suele repetir aún que Rosas
fue amigo y protector de los indios. El origen del mito
está en lo que D. Juan Manuel llamaba el Negocio
Pacífico, mantenido aun bajo su gobierno y comenzado
muchos años atrás, y según el cual él hacía de puente
entre el gobierno y los indios y engordaba a costa de
ambos. (Rivera Indarte: V ida de Juan Manuel d"
Rosas; General T. Iriarte: Memorias. Presupuesto de
la Legislatura de Buenos A ires, año 1830.)
Rosas llevó contra los indios su depredatoria campa-
ña de 1833, en que ordenó al coronel Pedro Ramos
fusilar a los prisioneros sin hacer ruido. (J . M. Ramos
Mejía: Rosas y su tiempo.) Todo ello sin perjuicio d e-
comprarles la paz durante veinte años a precio de oro,
con tal de que le dejasen las manos libres contra los
otros infieles: los unitarios. Todos los gobiernos que
lo sucedieron copiaron esa norma, hasta que Roca y ci
rémington terminaron con los indios como los hurones
terminan con los conejos. Leopoldo Lugones está entre
los que han intentado más seriamente y sin rodeos
demostrar que el pampa era o había devenido un saldo
humano inasimilable a la civilización. Los argumentos
delanteros: su fervorosa dedicación a las vacas ajenas
y sólo a eso; su afición a la sangre de yegua y de
cristiano; su contundente descortesía con la mujer; su
falta de aptitud para la música y la risa (El Payador.)
Podernos replicar: ninguno de esos asertos implica
una verdad absoluta sino muy relativa; las limitacio-
nes del indio son las que corresponden al bárbaro
recién salido del salvajismo y que defiende su libertad
más que su vida; se olvida que la civilización, tal
como la conocernos hasta hoy, no busca redimir al
salvaje sino esclavizarlo o eliminarlo. ¿Ferocidad,

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poligamia, holganza, robo, felonía, borrachera? Nin-
guna civilización ha logrado aún borrar esas insignias.
El pensamiento de Lugones no es una excepción; al
contrario, es el de los estancieros y de casi todos
nuestros generales y escribas. "No hay perro más da-
ñino para el cristiano que el pampa", llega a escribir
Zeballos. ¿ Es que los indios, no tendrían derecho a
invertir la frase? ¿Y no podrían los unitarios aplicár-
sela a los rosistas? (Zebalios, por lo demás era el
primero en saber que muchos blancos hallaron entre
los indios no sólo amigos sino protectores).
Naturalmente no faltaron quienes —Andrés García,
Francisco Ramos Mejía, Alvaro Barros, Lucio V.
Mansilla, Francisco P. Moreno—, dando la espalda a
los prejuicios de la época y aunque con las limitaciones
burguesas y cristianas del caso, se atrevieron a ver
que la civilización tenía deberes, no sólo derechos, con
los indios.
Naturalmente lo expuesto no supone negar que el
pampa era un bárbaro condecorado con todas las taras
que la barbarie implica. Más aún: su contacto con
las vacas, el mostrador y el aguardiente cristiano, las
botas y el crucifijo alternados, no han contribuido,
ciertamente, a alzar la moral araucana.
No negamos que la lista de menguas y excesos del
pampa es más larga que su lanza y su melena.
Se pintarrajea la cara y el cuerpo para parecerse
más al demonio. Fuma bosta de caballo en pipas de
greda. Come carne de yegua semicruda y bebe la
sangre humeante del degüello. Se emborracha hasta
derramar la última gota de respeto a sí mismo y a
los otros. Descarga todo el peso del trabajo sobre las
espaldas de la mujer y la estimula con azotes. Su
crueldad con el enemigo es un deber patriótico. Donde
llegan las patas de sus caballos llega el desierto. Hay

21
caciques que coleccionan esposas como si fueran me-
dallas.
Se trata de una verdad sin discusión, pero con dos
atenuantes: los cristianos sólo le han enseñado sus
vicios; la civilización de la Pampa, representada por
el régimen de los estancieros, no era la mejor muestra
de la especie.
A la primera mirada se advierte que la colonia de-
jada por España a orillas del Plata, acrisola todo el
atraso español acirnarronado por la Pampa. Nada lo
muestra mejor que el testimonio de los viajeros ingleses
de la primera mitad del siglo, todos agentes de la libra
esterlina y por ende celosos de suministrar informes
fidedignos. Pese al barniz de progreso y refinamiento
europeos, la propia ciudad de Buenos Aires apenas es
menos bárbara que su campaña, la más colonial del
país, ya que eliminando casi del todo el arado y la
azada, ha dado un salto de siglos hacia atrás, regre-
sando a la más hirsuta vida pastoril.
Por lo pronto Buenos Aires tiene entre las ciudades
el privilegio que el zorrino tiene en la fauna: es la
más hedionda de todas debido a la copia de restos
animales sembrados por todas partes, para no hablar
de sus mataderos, donde la sangre seca o coagulada
ha reemplazado al césped y las alfombras. Calles
estrechas como un sendero, donde la tierra se alia al
viento para volverse polvareda o a la lluvia para
volverse fango, yendo hasta las orillas para rematar
flanqueadas por cercos de tunas o de calaveras de buey
con las astas en ristre.
La plaza de Mayo no ostenta un árbol ni una flor.
En Buenos Aires y en la Pampa el árbol es tan escaso
como el silabario. El río llega hasta detrás del Fuerte
y el -gobernador puede mirar desde las ventanas tra-
seras el salto de los bagres. Puerto no hay. Llegar desde

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la orilla a un barco de alta mar es más riesgoso que
cruzar el Atlántico. El agua está a dos brazadas del
piso, pero el agua que prefiere Buenos Aires es la que
viene del río en toneles y muestra color y espesor de
chocolate, y la del aljibe que recoge el agua de las
lluvias mejorada con larvas y mosquitos cuando no
con zumo de ratas. Ni decir que el infecto brasero se
opone al advenimiento de la estufa, y que las rejas
reemplazan al vidrio. La herencia del Medioevo se
conserva casi tan pura como en España. La misma
devoción al agua bendita y el mismo horror al agua
común. "Me sorprende sobremanera —chismea Mac
Cann— advertir que las familias respetables rara vez
se permiten el lujo de lavarse las manos y la cara".
¿Contagio indio? No, pura herencia española. Hay
estatuas y retratos de santos y de vírgenes, pero no
hay baños y ni decir que los rezos reemplazan al
silabario. Un huevo de gallina cuesta más que un
cordero y un tomate más que un potro.
Si eso es Buenos Aires, de la campaña no hablemos.
Aquí el cuero es la materia prima universal y suple
a la madera, el metal, la lana, el ladrillo, la paja, el
vidrio. Como la agricultura se borra bajo las pezuñas o
los vasos, la harina tiene que venir de Chile o Norte-
américa. La carne de oveja —cuenta Vidal— hasta
los negros la desprecian, y los durazneros —anoticia
Scarlett— se cultivan menos por la fruta que por la
leña, tan escasa ésta que, según Beaumont, los hornos
de ladrillos, próximos a la ciudad, se alimentan con
ovejas... ¿La casa campesina? Cuatro horcones, paja
y barro. (E. E. Vidal: Ilustraciones de Buenos A ires.
J . A. B. Beaumont: 'fraveis in Buenos A ires.)
Si por fuera la vida es ruda hasta la barbarie, no
se desdice por dentro: "una caricia otorgada a un
23
niño, un caballo o un perro es lo que nunca vi en
Sudamérica", recuerda Smidtmeyer.
No había pues, derecho a ser asaz exigente con el
indio del desierto. El régimen representado por los
caudillos del campo o la ciudad —Quiroga, Rosas,
Urquiza, Obligado, Mitre— había exhibido un
soberbio desprecio por la vida del prójimo apenas
igualado por los pampas. (Don Juan Manuel solo hizo
segar más gargantas que todos los caciques juntos).
En cuanto a robo ¿cómo olvidar que casi todos los
jefes de poncho, charretera o chistera devinieron millo-
narios? Y ya veremos que todos los cientos de miles
de vacas escamoteadas por los indios resultan moco
de pavo junto a las decenas de miles de leguas de
tierra robadas al pueblo argentino por los estancieros
y sus socios.
Por otra parte, pese a toda su frondosa barbarie, el
indio pampa está lejos de ser esa criatura hirsuta e
increíble detenida, en el umbral del hombre pro-
piamente dicho que han intentado mostrar muchos de
los nuestros, desde el gobernador Rodríguez al doctor
Zeballos, desde Hernández a Lugones.
Se explican, pues, las contradicciones. Zeballos mis-
mo cuenta de Pancho Francisco, un indio cautivo
que le sirve de guía con eficaz perspicacia y lealtad
cariñosa. Y del cacique Manuel Grande—' en
Carhué, que fue siempre amigo de los cristianos y
que aun traicionado por un jefe de frontera y deste-
rrado a Martín García, siguió siendo leal al gobierno
y se mostró deseoso de conocer a Zeballos, porque
oy6 decir que "viajaba para inmortalizar las hazañas
de los indios guapos, por lo cual me pidió que escribie-
ra la historia de las suyas". Es el mismo Zeballos quien
consigna, como testigo ocular, el abecé de la cultura
de los pampas.

24
No sólo son alfareros sino que trabajan la piedra
elaborando bolas, morteros con sus respectivas manos,
lo mismo que la madera —artesas, morteros, telares,
husos—. También ejercen la talabartería y la platería.
Las indias hilan, tifíen y tejen. Crían toros para bueyes,
vacas para leche, ovejas negras para la hilanza. Entre
los arados se halló uno de casi cinco metros de largo
hecho de un tronco de caldén: "su uso frecuente y
fecundo es revelado por la sucesión de huertas, quin-
tas, alfalfares, trigales y cebadales en la honda cuenca
que he seguido a lo largo de la cual, en un trayecto
de cuarenta leguas, estuvieron establecidos los bárba-
ros... Las mismas obras de arte agrícola en terrenos
cercados a veces de zanjas, veíanse en las tolderías
también solitarias que he visitado a derecha e izquierda
de la cuenca, entre médanos". (V iaje al país de los
araucanos.)
Respecto a la felinidad araucana, tampoco faltan
descuentos. El teniente Manuel Baigorria, escapado
por puro azar de las zarpas de Quiroga, encontró un
protector decidido y consecuente en el cacique Painé,
que nunca se decidió a hacerle el gusto a la cancillería
de Palermo mandándoselo de presente. Años después
el coronel Mansilla logró inspirar simpatía y confianza
a Mariano Rosas, Ramón y Baigorrita. Cipriano Catrel
fue uno de los ganadores de la batalla de San Carlos,
y de sus barrabasadas contra los indios y el gobierno
a la vez, la culpa mayor la tuvieron los pagadores y
los generales cristianos.
En cuanto a los indios de la Patagonia, los informes
son decisivamente favorables. Los guerreros tehuelches
le dicen a un viajero inglés que no están dispuestos a
seguir a la zaga de Namuncurá o de Reuquecurá, y
que si Carmen de Patagones es atacada, ellos la
defenderán "pues si esta ciudad fuera destruida no

25
habría m'ercados para sus frutos". "Seguramente no
merecen el juicio de feroces bandidos del desierto. Son
de carácter dulce, bien predispuestos... y llegan a
ser tan firmes amigos como decididos enemigos". (G.
Ch. Musters: En el hogar de los patagones.) Tienen
un indomable instinto de independencia como cualidad
prima, es decir, la más inmaculada de las virtudes
viriles. Un guerrero herido y moribundo le confesó a
Musters: "Muero como he vivido. Jamás cacique al-
guno me ha mandado".
Ya veremos más adelante quién es Maudonao.
Si juzgamos por el monto de su haber en tierras y
súbditos, el más importante de los caciques de ambos
lados de los Andes fue el rey del "País de las manza-
nas", es decir, del edén triangular marginado por los
Andes y los ríos Limay y Neuquén. Por lo menos cinco
naciones —manzaneros, picunches, huiliches, mapuches
y tehuelches— y ochenta caciques, le reconocían por
su cacique mayor. El gran jefe trató con dadivosa
amistad a Musters en 1870, a Bejarano en 1872, a
Francisco Moreno en 1875. De haber escuchado sin
firmeza a los fanáticos brujos de sus tribus, hubiera
inmolado a sus huéspedes a quienes confesaba sietnprc
ser amigo de los cristianos, indio argentino y enemigo
de los chilenos y su gobierno. "Si este indio fuera un
infame como Catriel, un ladrón como Namuncurá, un
asesino como Pincén, su ejército sería formidable.
Pero felizmente Saihueque es un aliado importantísimo
que cooperará a la consolidación de los intereses ar-
gentinos en el Río Negro". (Zeballos: La conquista de
quince mil leguas.) ¿Y de qué le sirvió todo eso?
He aquí lo que el cacique Foyel, amiguísimo de
Pancho Moreno, le dijo a Musters: "Dios nos ha dado
estas llanuras y estas montañas; nos ha provisto del
guanaco, del ñandú y el peludo. Nuestro contacto

26
Con los huincas nos ha procurado la yerba., el az?icat,
la harina, que no conocíamos, y que ahora nos son
necesarias. Si hacemos la guerra a los blancos no
tendremos mercados para nuestros ponchos, cueros y
plumas; por ende está en nuestro propio interés man-
tenernos en buenos términos con ellos". (Musters:
op. cit.)
¿Qué sacaron a fin de cuentas estas tribus que
vivían de sus manos, que no robaban vacas ni mujeres
cristianas, que se sentían argentinos y eran una valla
a las aspiraciones de los indios y el gobierno de Chile
sobre nuestro territorio? Ya lo veremos a tiempo.

27
CAPÍTULO II

LOS GAUCHOS Y LOS NEGROS

Dejemos para entretenimiento de los cronistas de la


historia y otros virtuosos de la minucia el llegar a un
armisticio sobre si los primeros caballos que usaron la
pampa para sus galopes fueron las cinco yeguas y los
dos caballos que los mercenarios de don Pedro de
Mendoza dejaron escapar por un relajamiento de la
disciplina, o fueron otros traídos desde el Paraguay.
Lo mismo respecto a las primeras vacas que impri-
mieron sus pezuñas en la tierra destinada a ser el edén
del asado con cuero.
Interesa más saber que por esos años en el Para-
guay los caballos eran tan escasos que Irala llegó a
pagar por uno "cuatro pesos de oro", y que no más
lejos del 1600 en las tierras del Plata han cundido
tanto que "parecen montes cuando se ven de lejos",
según el gobernador Valdés. No mucho después de
eso que pasaba con las crines pasaba con las astas.
En 1662 el gobernador Mujica decía de los alrededores
de Colonia: "Está todo lleno de ganado Bacuno en
cantidad de millones".
El destino de desfondado establo de vacas y caballos
de la gran llanura estaba fijado, pues, muy desde el

28
comienzo de la conquista, y también de la historia del
hombre sobre ella.
Llamemos de entrada la atención sobre un detalle
que antes se vio apenas o no se vio en absoluto: que
la configuración y sustancia de la pampa desplegán-
dose hacia todos los rumbos como un mapa de
fertilidad y benignidad fue un contratiempo, no un
auspicio favorable. Los más sagaces veedores de la
historia en nuestros días parecen estar conformes en
que el ascenso de la barbarie a la civilización no se
dio en un medio dulcemente propicio, sino al revés:
se dio como una respuesta victoriosa a- un desafío de
vida o muerte que obligó al bárbaro a romper con su
pasado, a emplearse a fondo y a ultranza, superándose
a sí mismo, derrotando una inmemorial tradición de
rutina. Eso pasó con los egipcios y los sumerios que
humanizaron el infierno de fango,- cocodrilos y fiebre
que había sido su habitat hasta entonces al margen
de sus ríos, —o con los cretenses que superaron el
misterio y el peligro abismales del mar—, o con los
quichuas, que vencieron el desierto de arenas flagran-
te3 de la costa primero, y las vertiginosas escarpas de
los montes después.
El ejemplo más iluminador de esta aparente para-
doja lo da la biografía de la cultura griega. Su más
alta hazaña se logra en el Atica, que es el área más
desnuda y árida de toda la península, mientras la ubé-
rrima y sonriente Beocia no dio más que... beocios,
es decir gentes inesenciales por antonomasia, gentes
que no han dejado historia.
Ya veremos más adelante cómo la tragedia de
nuestra Argentina, haciendo de cuasi colonia inglesa
en el siglo xix y de colonia yanqui hoy, está orgáni-
camente vinculada con las facilidades prodigiosas ade-
lantadas por la Pampa. Por lo pronto, en contraste

29
Con lo ocurrido en Nueva Inglaterra, donde sus po-
bladores deben abarcar poco y trabajar a fondo una
tierra dura o boscosa para sostenerse o prosperar, en
la llanura argentina todo corre por cuenta de los pas-
tos, los caballos y las vacas, y el hombre participa
sólo como recolector. El que más tierra abarque será
el más rico. La Pampa toda es, desde el comienzo,
una invitación al latifundio.
Como ocurrió que en los primeros tiempos, es decir,
en el siglo xvii, los pobladores de Santa Fe y Buenos
Aires se sintieron asediados por el oleaje de pastos y
de vacas y de leguas, los descendientes de los funda-
dores, o sedicentes tales, sintiéndose dueños de aquella
desaforada riqueza, se titularon accioneros, es decir
con derecho a disponer de las vacas en la única forma
posible por entonces: la cinegética. Los excluidos de
toda herencia —blancos o mestizos— se trasladaron a
los campos a vivir en ellos de lo que hubiera y como
se pudiera. El gobernador Hernandarias los llamó
"mocos perdidos". Fueron los que con los años cons-
tituirían la muy dispersa y andante tribu de los chan-
gadores o gauderios o gauchos.
Durante casi todo el lapso de la era colonial las
ciudades —Santa Fe, Buenos Aires, Montevideo, Co-
lonia— representan la organización social y los intere-
ses españoles. El inevitable proceso de las cosas obra
entonces con su poderosa dialéctica: por un lado los
accioneros, ubicados en la ciudad, comienzan a per-
seguir a los gauderios, que, por su parte tienden a creer
que los caballos y vacas, aparecidos por generación
espontánea, son nuevas piezas de caza; por el otro los
accioneros, para ejercer ese derecho a la caza de
vacas, llamado vaquería, se ven obligados a recurrir
a los gauderios. En el siglo xix el estanciero criollo
hará lo mismo, marcando un abismo entre él y el gau-

30
cho, cuatrero forzoso, hasta que al fin, gracias a la
fuerza de la ley y de la policía, pueda trocarlo en
peón de estancia o chafarlo.
La depredación del ganado indómito en escala que
no se viera antes en el mundo fue cosa portuguesa
y española antes de ser criolla, y mucho antes de ser
india. Más todavía: asumió un estilo suntuosamente
más salvaje y brutal que el del araucano y se practicó
con furia más asoladora que la del malón desde la
mitad del siglo xvii: con una garrocha musulmana,
digo terminada en medialuna, y esgrimida de a ca-
ballo, se van segando los jarretes de cientos o Iles
de vacunos en fuga en cosa de horas: se beneficia
el cuero y se deja el resto como limosna a cuervos,
fieras y perros cimarrones. Es el trabajo que hacen
los gauderios --dejando a veces el cuero en él— por
cuenta y en beneficio de los accioneros traficantes y
demás favorecidos por el Dios de España y por la
ley del rey.
El gauderio o gaucho que empieza a perfilarse como
tipo social a mediados del siglo xvu ha llegado hacia
la segunda mitad del siglo siguiente al comienzo de
su edad de oro. Es un tipo de campesino cuya bravía
independencia lo constituye en el antípoda del servil
campesino europeo, tal como el indio pampa se alzará
más tarde como el talión del enyugado indio del resto
de América.
Endurecido y tallado como a golpes de hacha por
una vida de aventura y peligro en una comarca más
o menos desierta y salvaje; puro sujeto de arrojo y
alerta, confiando sólo en su caballo, su cuchillo y su
lazo, es decir, en sí mismo, más aislado del resto de
la sociedad que el marino o el minero, pero sin la
cárcel flotante del uno ni la anclada del otro, lejos
del patrón y el cura, pacta con el hombre de la ciudad

31
o con su intermediario sólo para subvenir a sus nece-
sidades sumarias: guitarra y trapos, tabaco y yerba.
La economía se asentaba casi enteramente en la
depredación, sin ley ni coto, del ganado chúcaro. La
mano de obra de ese trabajo (tan intenso y azaroso
como un lance de guerra, pues el obrero arriesgaba
más su vida que un torero de España) la constituían
los gauderios, pero sus gestores y beneficiados eran los
ciudadanos hijos de la clase poseyente claro está: des-
de el gobernante al accionero, desde el comandante
al mercader o acopiador.
Con el tiempo, el derecho sobre los cascos y pezuñas
se extendió a la tierra que los llevaba. Aparece la
estancia y comienza de parte del estanciero español
y del gobierno que lo sirve la persecución del gauderio
acusado de cuatrería.
En el fondo se trata de un conflicto o fricción entre
intereses descoincidentes de dos o más sectores de la
clase que detenta el privilegio, pues todos viven directa
o indirectamente del comercio ilícito —la exportación
de corambre al extranjero, que España no permite,
pero que ella no puede absorber por falta de indus-
trias. Enriquece el acopiador contrabandista, enriquece
el comprador extranjero, pero igualmente el gobernante
colonial que no puede resistirse al pingüe soborno.
Sólo que sin el gauderio o changador o gaucho, que es
quien pone su baquía y su esfuerzo y enfrenta todos los
peligros, toda aquella cornucopia sería un asta vacía.
El estanciero colonial —como al principio su here-
dero criollo— es el primer tutor de este comercio
ilegal y su facineroso estilo, ya que engorda con él,
lo que no impide que a veces deba aguantar algún
perjuicio. Él mora generalmente en la ciudad, y es
casi siempre comerciante exportador e importador y
propietario de pulperías, cuando no de navíos de re-

32
gistro. El pulpo tiene varios tentáculos. Haciendo la
vista gorda, tolera vagos y agregados —generalmente
de tránsito— en sus estancias, pues los utiliza (Sin
más paga que la carne que comen y de que hay a rodo)
en las hierras y sebeadas, sin contar los arreos dri
contrabando. "Todas estas estancias están llenas de
gauchos sin ningún salario, porque en lugar de tener
todos los peones que necesitan, los ricos sólo conservan
capataces y esclavos y esta gente gaucha está a la
mira de la venida de los ganados de la hierra, o
para las faenas clandestinas de cueros... a tanto por
cortar, desollar y apilar, que todo el importe es de
dos o tres reales" (Informe hecho al virrey en 1781
sobre el reparto de tierras y ganados en la Banda
Oriental).
Ya vemos que es la historia que se repite hasta el
hartazgo, y no sólo en las estancias, sino en verbatales,
quebrachales o ingenios de azúcar, donde el importe
de los jornales pagados al bracero vuelve a las pro-
vedurías del establecimiento.
Hacia comienzos del siglo xix, con el ensayo de la
libertad de comercio, la industria del tasajo, la
aparición del cuerpo de Blandengues o policía rural
y la declinación de la estancia cimarrona, el auge del
gauchaje pareció tocar a su. fin, pero las guerras de
la independencia primero y las civiles después trajeron
la recidiva de la edad del cuero.
Desde la mitad del siglo xviii los documentos ofi-
ciales, tanto en Buenos Aires como en Montevideo,
vienen favoreciendo a los llamados changadores, gau-
derios o gauchos con epítetos más o menos escogidos:
"vagos, mal entretenidos, vagabundos, facinerosos".
¿Hasta dónde el personaje merecía estos adjetivos o
era capaz de equilibrarlos con otros menos descome-
didos? Yendo al grano, huelga recordar que la socie-

33
dad colonial se dividía en dos pisos y que corno en
toda sociedad de clases los del piso de arriba se arro-
gaban, entre Otros, el derecho de llamarse nobles o
decentes declarando bajos e innobles a los del piso
de abajo.
En el Diario del capitán Francisco de Aguirre se con-
signa que a más de los vecii'ios que poseen considera-
bles estancias pobladas de ganados, son muchos más
los que tienen poco o nada, y estos últimos son los
llamados gauchos, y que todos suministran el cuero.
En 1847 un viajero inglés confirma el hecho: "Los
propietarios de campo, dueños de grandes cantidades
de vacas y de ovejas, forman una clase; los peones
y pastores forman la otra". (Mac Cann: V iaje a ca-
ballo.)
¿El terrateniente como jerarquía social? "Los es-
tancieros vivían aislados en sus dominios, como se-
ñores de raza privilegiada, incomparables con las chus-
mas desarrapadas que los servían". (J . A. García:
La ciudad indiana.)
Es decir, que la sociedad campesina rioplatense de
los siglos xviii y xix está constituida corno todas las
sociedades históricas, desde la sumeria a la cristiana:
un puñado de cleptómanos que se queda con casi
todo, otros con algo, y el inmenso resto, que es el
único que trabaja, no tiene más que sus lomos escla-
vizados o alquilados. Eructantes y ayunantes.
Toda la economía colonial y postcolonial riopla-
tense hubiera sido totalmente nula sin el trabajo de
los gauchos o "proletarios de la campaña", como dice
J. A. García, pues, como ya no lo ignoran ni los pro-
fesores de derecho, la naturaleza, por opulenta que
sea, sólo suministra la materia bruta, la riqueza hu-
mana sólo la crean las manos genésicas del hombre.
Ahí están la tierra, la piedra, el metal, el árbol, el

34
animal salvaje ajenos desde el principio de los tiem-
pos al hombre: son la mano y la inteligencia del
hombre las que han creado las siete maravillas del
mundo y las innumerables que le han sucedido hasta
hoy.
Los gauderios o gauchos que afrontaban y vencían
los mil y un riesgos de los campos largados de la
mano de Dios y se adaptaban a las privaciones más
constrictoras del medio, jugándose todos los días la
vida en la hecatombe de las toradas cimarronas o en
las faenas del rodeo, el arreo o la hierra —siempre
entre penurias y peligros como de guerra—, o extraían
la corambre, el sebo y la carne y los transportaban
a los puertos de embarque, todo por un puñado de
chirolas —si las había— que les dejaba caer el dueño
de esa riqueza creada por ellos: esos gauderios o gau-
chos, pese a todas sus menguas o vicios (el descanso,
el orgullo, el mate, la guitarra, ci cuchillo), eran las
verdaderas columnas de la economía colonial y de la
que le siguió hasta la aparición de la agricultura y
las manufacturas.
Repetimos, como hoy la clase patronal llama pará-
sito y corruptor de sus hermanos al obrero que acau-
dilla a los otros en la lucha contra la explotación,
ocurría entonces que los estancieros y las autoridades
de la colonia y la postcolonia competían en rebauti-
zar al gauchaje: "inmorales y criminales, sin rey ni
ley, ni oficio ni beneficio" todo ello mientras vivían
de su trabajo y hasta imitaban sus vestimentas y sus
hábitos. ¿ Acaso los que desprecian a la prostituta no
se acuestan con ella?
Pero la psicología de las clases parasitarias no cam-
bia porque no cambian sus intereses. Lo dice a las
claras en nuestros días el profesor Emilio Con¡ cuyo
libro El gaucho se empeña en demostrar que toda esa

35
tradición, fundada por los viajeros ingleses de la época,
que atribuye al gaucho valor, esfuerzo, baquía, desin-
terés, afición al verso y la música, sin contar su in-
tangible amor a la libertad, son pura retórica inven -
tarla por un romanticismo retardado. Llega a señalar
como una mengua --en contraste con lo que ocurría
en el noroeste del país— su falta de hábitos seden-
tarios y asociativos y su analfabetismo agrario, sabien-
do bien que la adquisición de la pqueña propiedad
y la práctica de la pequeña agricultura eran tabúes
impuestos por los latifundistas.
Mas recientemente, Liborio Justo, un émulo del
buen Con¡, decreta la abolición definitiva del espíritu
y hábitos de independencia atribuidos al gaucho de
verdad, confundiéndolo con el peón de estancia de
hoy o mucamo con espuelas idealizado en Don Se-
gundo Sombra, o los que doña Victoria Ocampo ofre-
ció con patriotismo folklórico a Waldo Frank, su su-
gestionable huésped. Su héroe libertario sin miedo ni
reproche es el pampa, aun constándole que éste tam-
bién fue desrnedulado por nuestra clase patronal hasta
el punto de aliarse a ella muchas veces contra su
sangre y su causa.
Apenas si vale la pena aludir a lo que nadie se
atrevió a poner en tela de juicio en ninguna época:
el vigor, el valor y la baquía del gaucho, su sentido
medio brujo del rumbo y la huella, todo eso que le
permitió una adaptación al medio y un dominio de
sus recursos que fue el asombro de cuantos pudieron
testimonarlos. ("También supimos que Miranda —el
baquiano— al dejar el extremo de la Sierra de la
Ventana fue en línea recta a la isla Chocle Choel,
situada a sesenta leguas de distancia siguiendo el curso
del Río Negro; por ende recorrió doscientas o tres-

36
cientas leguas a través de una región desconocida en
absoluto' ? . Darwin.)
Recordemos al pasar que el lazo, muy viejo en la
historia según el dato de Herodoto, pero desconocido
de españoles e indios, fue reinventado por el gaucho.
y que al montarlas a caballo dio a las boleadoras in-
días una eficacia doble. En cuanto al caballo, si bien
no se empeñó en llevarlo a una educación profunda,
como el pampa, supo en cambio, cuando se le bo-
leaba en la vizcachera o el guadal, caer de pie con
la rienda en la mano, cosa de importancia central
en el desierto y sin parangón en la hípica.
Con todo, lo que más importa no es eso, sino su
carácter y persona, su personalidad, en suma, sobre
cuyos quilates los testimonios son de autoridad indis-
cutible. "Los gauchos o campesinos —dice Darwin--
son muy superiores a los habitantes de la ciudad".
(El aguerrido observador que era Darwin, caló de
entrada la diferencia que había entre el hijo típico de
Buenos Aires, esmerado similar del amuñecado gen-
tieman, "mezcla de mariposa y buldog", y un cam-
pesino analfabeto, pero con todo el encanto de una
personalidad auténtica)
"Son civiles y pulidos —opina Proctor— en grado
muy superior al que se encuentra en la educada so-
ciedad europea". "El campesino de Europa, frente al
propietario o el patrón se trueca en un vil doofie.
En Sudamérica el hombre pobre sabe que no puede
morirse de hambre. El de cualquiera escala social
tiene tal independencia de criterio que asombraría a
los aristócratas de nuestro país".
Y he aquí el parecer de Seymour: "El gaucho más
humilde ofrece una increíble superioridad sobre ci
labrador inglés... comenzando su conversación como

37
el más culto caballero, con frases que nuestro cam
pesino no sabría emplear".
Pasemos ahora al incubo religioso.
"Los gauchos por cuyas maneras y traje se viene
en conocimiento de sus costumbres sin sensibilidad y
casi sin religión". (Miguel Lastra, secretario del virrey
del Perú: Memorias 1798-90). "Los gauchos oyen
misa a caballo" (Vidal). "El satisfecho materialismo
de los gauchos" (C. Graham). "Los gauchos toman
a chanza todo lo relacionado con la religión" (Sey-
mour).
Y un juicio final de Sarmiento: "Cuánto no habría
podido contribuir a la independencia de una parte de
América la arrogancia de estos gauchos argentinos que
nada han visto bajo el sol mejor que ellos".
Creernos tener ya los elementcs suficientes para el
diagnóstico del alma gaucha comenzando por el má
decisivo: cualquiera que sea su pobreza, no hay miedo
al hambre en el país de la carne siempre a disposición
del lazo certero del hombre que nunca llegó a con-
vencerse del todo que las vacas fueran un regalo ex-
clusivo del destino a los estancieros. Y ya sabemos
que en un perro bien comido hay más dignidad que
en un filósofo hambriento. En La vida de un pastor,
Hudson, desterrado en Inglaterra, ha denunciado a
qué grado de humillación y miseria sometía el hambre
al campesino inglés amenazado de bailar en la horca
por el robo de un cordero.
Si la sombra usurpadora y enyugadora de la casta
patronal no alcanzó del todo al gaucho en su época
clásica, menos lo alcanzó la más fúnebre, la de la
sotana, ya que ésta no pudo obrar en un grupo hu-
mano más o menos nómade y disperso en una tierra
sin fronteras visibles; y así ocurrió que sólo por ese
azar feliz el gaucho analfabeto llegó a donde llegaron

38
los griegos de la mejor ¿poca: a liberarse del temor
carcelario al más allá, del sometimiento a sus agentes
del más aquí.
Exento de amos, y nada más que por tal detalle,
el campesino semibárbaro llegó a ser el antípoda, no
sólo del devoto y famélico labriego de España, sino
del criado inglés que ponía su orgullo en servir a
las mejores familias.
Respecto a la crueldad y el matonismo gauchescos,
he aquí el veredicto de un hombre alevosamente sos-
pechado de gauchofohia: "El hombre de la plebe
de los demás países toma el cuchillo para matar y
mata —se lee en el Facundo— ; el gaucho desenvaina
para pelear y hiere solamente. Es preciso que esté
muy borracho, que tenga instintos realmente malos
o rencores profundos, para llegar al homicidio". Todo
lo cual no quita el que bajo el estímulo de los caudi-
llos y ya trocados en rebaño, no pocos gauchos se
apearan al papel de verdugos.
La borrachera, consuetudinario desquite de los aco-
gotados por la miseria, tampoco lo metió en su ruedo
La citada Memoria de Lastarria, que hace resaltar su
falta de religión y su escasez de ropas, habla de sus
vicios "el tabaco, y el mate, de que bebe cuantas veces
puede al día", pero no alude al alcohol.
Contradiciendo el entusiasmo de nuestros filisteos
por la presunta mística patriótica que animó a los
gauchos en sus lidias contra España o contra los in-
dios, Con¡ la niega con buenas razones, y tampoco
carecía de ellas la actitud escéptica de los gauchos,
que no acegados a tiempo por las mentiras conven-
cionales, veían de entrada que la clase patronal de
las ciudades era mucha más amenaza para su libertad
y su vida que los gringos o los indios. Guillermo E.

im
Hudson, puro gaucho en sus adentros, logró verlo me-
jor que nadie.
"El gaucho carece o carecía en absoluto de todo
sentimiento de patriotismo y veía en todo gobernante,
en toda autoridad.., a su principal enemigo, y el peor
de los ladrones, dado que no sólo le robaban sus bie-
nes, sino su libertad. Al terminar la dominación espa-
ñola se vio que habla transferido su odio a las cama-
rillas gobernantes de la sedicente república.
"Cuando se adhirieron a Rosas, y le ayudaron a
escalar el poder, se imaginaron que él era uno de ellos
y que les daría aquella absoluta libertad para vivir
sus propias vidas, que era su único deseo. Se dieron
cuenta de su error cuando ya era demasiado tarde".
Se hablará del patriotismo de los gauchos de Gfle-
mes. ¿Pero qué duda cabe que ellos lo tomaron a
él por uno de ellos y que creyeron luchar, no por
una abstracta patria que no podían comprender, sino
por sus propios intereses de pobres, ya que vuelta a
vuelta los ricos de Salta se aliaban al español? ¿Por
qué si no cuando arengaba a los gauchos, Güemes
mandaba retirarse a los oficiales, hijos de la clase po-
seyente, según señala Paz en sus Memorias?
Falta sólo la declaración complementaria de un tes-
tigo de excepción, pues se trata de alguien que no
sólo vivió entre los gauchos e hizo su vida, sirio que
conoció también, sobre otros meridianos a quiénes po-
dían servirle de parangón. Dice Cunninghame Gra-
ham de los jinetes riograndenses, no libres del todo
de superstición santurrona y tara esclavista: "Los se-
res más deiagradables, ladrones y embusteros". De los
tejanos: "La gente más repugnante que conocí". De
los charros: "Más bien fanáticos y pérfidos; esplén-
didos jinetes, pero sin el aire indómito, el garbo y los

40
modales francos y atrayentes de mis amigos de la
Pampa". (Aime Tschiffely: Den Roberto.)
¿Estamos intentando una hagiografía gauchesca?
Ya habrá advertido el lector que lo principal se reduce
a consignar el mayor número de testimonios sobre este
juicio.
¿Que pese a todo lo visto el gaucho fue criatura
de severas limitaciones debidas a las modalidades
mismas del medio que lo engendrara? Ni que decirlo.
Pasando por alto su ignorancia del resto del mundo,
están su incuria y su carencia de impulso ascendente
que lo llevaron a creer que el techo con goteras, la
cocina nublada de humo y el taburete de cráneo de
buey eran no sólo cosas inherentes a la vivienda huma-
na, sino perfectamente aceptables. La facilidad con que
podía dar o recibir la muerte, que puede entusiasmar a
la mentalidad policíaco-gansteril, revela más bien una
tara de superficialidad, una pobreza del sentido sa-
grado de la vida y su misterio. También está su indi-
vidualismo anárquico que le impidió defenderse so-
cialmente y lo entregó atado de pies y manos al pur-
gatorio de la leva o al del estanciero trocado en
caudillo.
El crecimiento de la industria saladeril, que benefi-
ciaba la carne y no sólo el cuero y el sebo, la apari-
ción del alambrado, el incremento de los latifundios
y otros factores concurrentes, significaron la decaden-
cia y al fin la abolición del estilo gaucho de vida. El
único camino de salvación del gauchaje sobreviviente
era su participación en el reparto de las tierras que
iban quitándose al indio gracias a su esfuerzo: con-
vertirse en propietario. Pero los gobiernos, en general,
y los estancieros facilitaron su eliminación paulatina
en las luchas civiles o con el indio, o prefirieron tro-
carlo en peón de estancia, o someterlo a la ortopedia

41
castrense, es decir, al corrosivo más aciago de la li-
bertad gauchesca.

Como la población negra entre nosotros ha ter-


minado por volverse invisible, muchos argentinos igno-
ran que hasta ¡a mitad del siglo xix éramos un país
esclavista, es decir, que a pesar del triple grito de
libertad del himno, el negro seguía siendo una mer-
cancía como cualquiera otra.
Veamos los antecedentes. A los no muchos años
de descubrirse América, y por piadoso consejo de los
eclesiásticos y por evangélico consentimiento de Su
Santidad. y a fin de aliviar a los indios mitayos y
encomendados, se inició la cacería de negros en las
costas del Africa y su acarreo a las costas de América,
restaurando la esclavitud abolida desde hacía más de
mil años en Occidente. Digamos de paso que sólo gra-
cias a la presencia del negro en ambas Américas —es
decir, a su fajina y muerte por millones bajo el látigo
y el sol de los trópicos— pudo darse la producción en
escala gigantesca de algodón, café y azúcar, base de
la gloriosa industria capitalista.
Hacia el 1600, el catalán Gómez Reinel obtiene del
monarca español el derecho de introducir "4800 ne-
gros africanos en el Perú, y de éstos, 600 deberán
pasar por Buenos Aires". ( y. F. López, H. A rgentina.)
Como según es sabido el traslado por mar se hacía
con avaricia y descuido asesinos, un tercio de los
pasajeros servía de pasto a los peces, otro tercio lle-
gaba enfermo a Buenos Aires. Los porteños de la
época, compadecidos, los compraban a precios de saldo
por quemazón...
Al parecer, los primeros introductores a nuestro país

42
fueron en verdad —a tout signeur, tout honneur-
los obispos Victoria y Trejo, como veremos más tarde.
Por el tratado de Utrecht, en 1713, España con-
cedió a Inglaterra el derecho de introducir en Buenos
Aires anualmente cierta cantidad de esclavos negros
durante treinta años.
"En 1750, y aun más adelante, Buenos Aires alma-
cenaba negros aprisionados con hierros, para ser ven-
didos previa la marcación correspondiente. En 1780
había miles de negros bozales depositados en el Retiro".
(3 . M. Ramos Mejía: Rosas...)
Según Concolorcorvo, hacia 1770, Buenos Aires, con
una población de 22.000 almas, tenía más de 4 mil
negros y mulatos (Lazarillo de ciegos caminantes).
Pero el censo levantado por el Cabildo en 1778 arrojó
una negrada de 4115 unidades.
Si la suerte del negro bajo la colonia fue la del
esclavo en todas partes —es decir, por debajo de la
del perro— no cambió de estilo bajo la república de-
mocrática. Los negros viejos y las negras de toda edad
siguieron siendo esclavos, pero a los negros jóvenes
se les ofreció la oportunidad de conquistar. su libertad
haciéndose matar para conquistar la emancipación
política de sus amos, quienes, llenos de fervor, los ce-
dían a la patria como si fueran pólvora.
El inglés Hall, que fuera a felicitar a San Martín
sobre el campo de Maipú, cuenta que le oyó decir
mirando hacia la llanura cubierta de cadáveres som-
bríos: " ¡Pobres negros!". En efecto, éstos habían sos-
tenido lo más porfiado del alegato.
Después vinieron las trifulcas civiles y los negros
siguieron siendo la materia prima más barata. "Que
nos manden negros si quieren infantería", escribía Fru-
tos Rivera a Montevideo. Porque naturalmente al ne-
gro no fue concedida entre nosotros la dignidad de
43
caballero, es decir, de cabalgante. Entendemos que
el número 2 del general Paz —es decir la más eficaz
panoplia humana habida entre nosotros— estuvo inte-
grado principal o enteramente de morenos.
¿Que el temperamento africano soporta mal el frío?
Ya sabemos que eso no le impidió cruzar la Cordi-
llera en 1817. En 1821 en la Sierra de la Ventana,
según Manuel Pueyrredón, todas las mañanas se re-
cogían negros helados, muchos de los cuales quedaron
petrificados para siempre. (Escritos Históricos.)
Esas expediciones contra los indios equivalían para
ellos a expediciones al infierno, pues los negros no
ignoraban que de caer prisioneros serían sacrificados
sobre el tambor. Los pampas tenían la tenebrosa sos-
pecha que los blancos usaban a los negros para hacer
pólvora.
Rosas, según es sabido, , fue una especie de provi-
dencia purpúrea para los negros. Antes de asumir "las
extraordinarias" los negros y mulatos desempeñaban
en Buenos Aires una buena variedad de oficios tan
útiles como pacíficos: fabricantes o vendedores de es-
cobas, de braseros de barro, de tipas de cuero, o alba-
ñiles, cocheros, carreros, mazamorreros, changadores
y casi siempre para ayudar a sus pobres amos... Ro-
sas los hizo ascender socialmente. Puso a las negras
de espías de familias unitarias o de costureras del
ejército. A los negros les chantó un uniforme color
hemorragia y los mandó a morir por la Santa Fede-
ración.
Los psicólogos raciales convienen en que los negros
no son sanguinarios o lo son bastante menos que los
representantes de otros colores. Don Juan Manuel
hizo del negro Domiciano, peón de los Cerrillos, el
más virtuoso de los artistas del degüello al compás
de la Resf alosa.
44
Ni decir que la libertad de vientres decretada por
la Asamblea del año 1.3 no pasó de la letra. Y tanto,
que la Constitución bonaerense de 1854 volvió a san-
cionar la libertad de vientres para que los negros na-
cidos en la víspera reservasen para sus hijos sus ilu-
siones libertarias. Se dirá que la Constitución Nacional
del 53, concedió la libertad no sólo a los esclavos del
país sino a cuantos pisasen su suelo. Sólo que poco
después Urquiza firmó un pacto con el Brasil borrando
con la bota lo que escribiera con la mano.
Antes del Once de Setiembre del 52, Urquiza se
llevó de Buenos Aires todos los negros que pudo para
remontar sus batallones. En Cepeda y en Pavón, don-
de la caballería porteña se volvió al dulce hogar muy
antes de tiempo, los infantes negros se quedaron lu-
chando, sin hablar de los que allí quedaron para
abono. Y menos hablemos de los muchos miles que,
mezclados a los paraguayos, sepultó Mitre en los es-
teros tropicales.
Olvidábamos decir que don Martín de Alzaga, en-
riquecido con el tráfico de ébano viviente, no hizo
más que pagar una cuenta vieja cuando por denuncia
patriótica del negro Ventura debió desposarse con la
horca.

Desde que Leopoldo Lugones, hace más de medio


siglo, se empeñó en demostrar que Martín Fierro era
algo más que un simple buen poema gauchesco, los ar-
gentinos se han ido convenciendo cada vez más de
que se trata no sólo de un monumento de la literatura
que encarna la esencia de lo argentino y de su sabi-
duría como pueblo, sino que involucra todo un
mensaje de redención social y nacional.
La insinuación de que estas tesis puedan ser, cuando
45
menos exageradas, es lo que no puede aceptar ningún
argentino que se respete como tal.
No intentamos ni remotamente entrar en debate
sobre la cuestión en sí; sólo queremos recordar
-sucintamente algunas observaciones hechas por otros
antes de añadir sin pretensión la nuestra.
La escasa originalidad del tema y del poema está
fuera de juicio dado que Hernández es el último de
los poetas gauchescos, y que Tiscornia y otros han
demostrado las influencias e imitaciones que traiciona
el poema cuando no los plagios inútiles que lo rebajan
o denigran:
Era el águila que a un árbol
desde ¡as nubes bajó.
¿ Obra maestra literaria? Tal vez. No puede ponerse
en tela de juicio —eso nunca— que Hernández es
entrañablemente un poeta. y lo primero que se admira
son la grandeza y minuciosidad de sus aciertos, se trate
de un personaje o de una escena. Docenas y centenas
de estrofas están ahí para confirmarlo.
Todo ello no puede abligarnos a cerrar beatamente
los ojos a la asiduidad de sus ripios cuando no a sus
galas retóricas, momentos en que sus versos parecen
una reiteración de los de Mitre o una anticipación de
los de Ricardo Rojas:
Y o alabo al Eterno Padre
no porque las hizo bellas
sino porque a todas ellas
les dio corazón de madre.
U ocurrencias de truculencia infantil, como aquella
del indio maniatando a una mujer con las tripitas del
hijo recién carneado...
¿La sabiduría campera de Hernández? Es mucha,
46
pero no un texto infalible, es decir, no carecido de
transparentes lagunas como las señaladas por R. Ortelli
y otros: pájaros mimosos que no cantan en árbol que
no dan flor, vacas maulas que retrasan el parto al
mudar de querencia, lechones que nacen con teta pre-
destinada, mayorazgo conferido al décimo huevo en
la nidada de la gallina, y otros atisbos no más certeros
que el de Olegario Andrade alojando al cóndor en un
nido pendular o el de Guido Spano obligando a nadar
a los flamencos confundiéndolos con pingüinos...
Con todo, esos son pecados veniales. La cuestión de
fondo es otra. ¿Ha de ser tomado el protagonista del
poema obligatoriamente como la representación ge-
nuina del gaucho, con su indómita vocación de inde-
pendencia y autonomía, tal como aparece desde fines
del siglo xvm a través de los mejores testimonios?
Eso es discutible cuando menos. Por lo pronto lo que
Martín Fierro añora a la entrada del poema no es
la libertad cimarrona inherente al gauderío o al gau-
cho típico sino la dependencia segura del peón de
estancia (estrofas 23 a 42):
Pa darle un trago de calía
solía llamarlo al patrón.
Por otra parte su reiterativa jactancia bravucona,
lo aleja de la reserva callada, propia del hombre de
campo en general, y lo acerca no poco al compadre
orillero, para no aludir a la dualidad del hombre que
después de declararse aguerridamente ducho en toda
faena de campo (estrofa 24, U parte) se muestra en
otras como un profesional de las noches en blanco.
¿Y es que de algún modo ---lo pregunto con ansia—
puede ser la justa representación de un tipo social
señaladamente cortés y hospitalario, según los testi-
monios ya vistos, el sujeto que inicia la serie de sus
47
rebeldías contra la injusticia de los ricos y el gobierno
burlándose soezmente de una pobre negra, provocando
y obligando a pelear a su compañero, y todavía con-
teniéndose a duras penas al deseo de castigar a la
viuda y limpiando ci -cuchillo con morboso esmero en
los pastos y retirándose al tranco? ¿Puede bastar a
aliviar su culpa —ya no a exculparlo— el estado de
semi enibriaguez en que obró? ¿Puede ofrecerse el
cuadro como muestra de auténtica poesía nuestra se-
gún se usa?
Se nos hablará de la justiciera y libertaria pasión
que respira, pese a todo, la primera parte del poema,
de la certera y masculina gracia con que pone al
desnudo la prócer infamia de patrones y gobiernos,
pormenorizando las trapacerías sin fin de jueces, pa-
gadores, comandantes y pulperos: la condición de
perro sin amo asignada al criollo pobre en la república
democrática. Bueno, esa es la médula de león del
poema, y sin ell a todo quedaría en pintarrajeo folkló-
rico, y es ella la que lo salva por encima de sus
menguas.
Aún así y todo ¿podemos aplaudir, o callar siquiera,
cuando nos damos en la segunda época con que el
héroe que regresa del desierto, en la cima de sus años
y experiencias, ya no es el mismo y ha frenado tanto
su pasión y sus ímpetus subversivos, que su sabiduría
última, destilada en los consejos a sus hijos, es la de
un hombre vencido y resignado, casi la de un párroco
de aldea? Si los caballos y las vacas --y también los
avestruces y las mulitas-- han sido dados por Dios
a los estancieros, el gaucho debe morirse de hambre,
pero no tocarlos,
Pues no es vergüenza ser pobre
y es rergüenza ser ladrón.

48
¿No hay remedio entonces contra la injusticia y la
miseria? Sí; la resignación y la obediencia, pues todo
desacato no hace más que empeorar las cosas:
El que obedeciendo vive
nunca tiene suerte blanda,
más, con su soberbia, agranda
el rigor en que padece:
Obedezca el que obedece
y será bueno el que manda.

Podemos explicarnos ahora el entusiasmo martinfie-


rrista sin retranca de los literatos estabulizados, que
no hay otros, de los pequeños demagogos de la de-
mocracia occidental y cristiana, y hasta de los regol-
dantes miembros del Jockey Club...
José Hernández, real creador poético en un momento
único de inspiración, era a la vez un pequeño intelec-
tual que pagaba tributo a todos los mitos del medio
y la época: la moral impartida desde el púlpito, el
sacramento de la propiedad privada salpicando aun a
los pobres, la redención politica a cargo de Urquiza
y López Jordán, el cultivo y culto de la vaca como
nuestro destino manifiesto: "un país cuya riqueza
tenga por base la ganadería puede no obstante ser
tan respetable como el que es rico por la perfección
de sus fábricas". Lo que Hernández no sospechó
—aunque otros sí— es que en nuestra época un país
sin autonomía agrícola e industrial es un país con
destino de satélite o de sacristán.
Hernández llegó a creer angelicalmente que la falsía
y felonía del cristiano era inferior a la del indio, y
ponderó los extremos de la crueldad araucana, olvi-
dando adrede que Calfucurá podría haber recibido lec-
ciones del blondo vampiro de Palermo, o del cirujano

49
de poncho —jefe suyo— que mandó despedazar a
Urquiza en medio de su mujer y sus hijos.
Nuestra intelectualidad del siglo pasado —salvo dos
o tres cornejas de campanario--- fue resueltamente an-
ticolonial en su aspecto más típico: su voluntad de
librar de la cortina de humo —es decir, de incienso--
la conciencia masculina, no menos que la feznenina
Nuestro buen Hernández ni siquiera parece haber
llegado a eso:
"Con Mitre ha tenido la República que andar con
el sable en la cintura. Sarmiento va hacer de ella una
escuela. Pero ¿consentirá el Congreso, consentirán los
hombres influyentes.., que un loco que ya ha fulmi-
nado sus anatemas conta el clero y contra la religión,
que ha dicho que va a nombrar a una mujer para
Ministro de Culto, que es un furioso desatado, venga
a sentarse en la silla presidencial?". (La Capital, de
Rosario, 21-VII-1868.)
¿Alcanzó a sospechar Hernández que la conquista
del desierto no era una empresa de civilización y de
justicia humana sino un negocio progresista de la
casta estancieril, y que vencido el indio por agencia
del gaucho, ambos quedarían vencidos por la misma
coyunda? No, Hernández fue sin duda tan ciego como
cualquiera de sus coetáneos para columbar el fondo
del problema, esto es, que, en la campaña de tolderías
arrasadas, el gaucho sería obligado a hacer de zopenco
útil (la primera precaución de los usurpadores es usar
de cuña a un sector de los usurpados para rajar al
otro) y que, logrado el éxito, el destino del gaucho
y del indio, reducidos a peones de estancia o vigilantes,
comportaría una tragedia sin ruido, pero peor que
las crujías del fortín o la diáspora de las tolderías:
la desposesión y servidumbre irredimibles.

50
CAPÍTULO III

LOS GAUCHISOLDADOS

En 1752 el gobernador Andonagui creó tres com-


pañías de jinetes con lanzas y tercerolas, distribuidas
en los fortines del Zanjón, Luján y el Salto para
defender e ir empujando la frontera interior contra
los indios, y sobre todo defender las vacas de los
estancieros contra las lanzas emplumadas que se
creían, y no muy sin razón, con derecho a una tierra
que les fuera usurpada. Era el cuerpo de Blandengues.
¿Que esta empresa corrió por cuenta de los estan-
cieros como debía esperarse? No, corrió, forzados a ello,
por cuenta de los gauchos o paisanos, es decir, de los
que no tenían una uña de vaca. "Lanceros de lazo
y bola más que de armas", dice con soma el virrey
Vértiz. El naturalista Azara expresa en un oficio al
virrey Melo en 1795: "El servicio impuesto a los
Blandengues por su fundador toca en inhumano'. La
servicial y amable bobería de los cronistas y glosadores
de hoy suele opinar que fueron cosas de la época.
Pero no es así: son cosas de todas las épocas, o mejor
dicho, es el proceder incorruptible de la clase poseyente
con los desposeídos, a menos que éstos puedan oponer
un mínimum de resistencia.
Por eso es que cien años después, los gauchisoldados
51
de la república democrática corrieron la mismísima
suerte que los Blandengues de la monarquía absoluta.
Desde Azara a Fotheringham y de Barros a Zeba-
lbs los testigos presenciales no han podido menos
que ponderar con fervor la vida de perro de mendigo
que se disfrutaba en los fortines.
Los españoles adoptaron este sistema meramente
defensivo contra los indios por razones obvias: falta
de conocimiento del desierto, carencia de baquianos
y sobre todo el escaso interés de conquistar tierras
desnudas de minas y esclavos. Sus descendientes
criollos siguieron esa tradición, en parte por inercia
y en parte por escasez de imaginación previsora.
Desde Azara a Sarmiento no faltaron quienes vieran
que la clave del problema del indio estaba en la
ocupación del Río Negro, o mejor, de la isla Chocle
Choel; pero su realización quedó para un vago futuro.
Se dirá que la guerra emancipadora y las luchas
civiles fueron un gran estorbo. Así es, aunque el
estorbo de fondo fue otro, según veremos.
¿Un fortín? Un rancho y un corral para los yegua-
rizos rodeados por una zanja y una empalizada; eso
es todo, si se agrega el mangrullo, especie de torre
de Babel hecha de leñas para divisar todo el horizonte
en busca de la menor polvareda o humareda sospe-
chosa. Y si no contamos algún cañoncito del siglo
anterior, puesto más por la voz que por el efecto.
De veras, el llamado fortín —por lo menos hasta
antes del último cuarto de siglo— es algo como un
escollo perdido entre un océano de pastos y de repen-
tinas lanzas. Pasado un siglo de instaurado por
España, el sistema se conservaba más o menos el
mismo, o mejor, bajo el creciente poder ofensivo de los
indios, resultaba más inoperante y fúnebre que antaño.
Los fortines se extendían desde Santa Fe a Men-

52
doza, es decir, desde el Paraná hasta el pie de los
Andes con una envergadura de cientos de leguas.
Completamente aislados entre sí, a lo largo de un
siglo, los fortines recién lograron cierta ayuda mutua
en el último quinquenio de su vida. Y aún así ace-
chaba el riesgo. En el servicio de patrulla cada ma-
ñana sale un par de soldados de un fortín, que va a
toparse con otra pareja que sale del fortín próximo,
siempre, claro está, que no se topen con los indios,
porque entonces suelen no regresar.
¿La vida del fortín? El mejor curso preparatorio
para ingresar en el infierno. Suele faltar o falta casi
siempre hasta lo indispensable, empezando por la
cobija y la ropa. Como la comida ralea lo mismo o
más, es preciso echarse al campo a ver de bolear un
avestruz o una gama, aunque no se descuente el
riesgo de ser boleado por el indio. A veces es fuerza
merendarse las mulas o los, matungos del servicio.
¡ Qué se le va a hacer! Como falta la yerba paraguaya
hay que acudir al yuyo llamado mate pampa. Como
tampoco hay tabaco negro, se fuma el tabaco verde
de los yeguarizos. Como tampoco hay jabón, los piojos
araucanos suelen invadir el fortín.
Cuando en 1878 el doctor Zeballos se apeó en el
fortín llamado De las víboras, no mezquinó los ojos
al asombro ó la compasión; Levalle, acercándosele, le
dijo:-"No es verdad, doctor, que se preferible pe-
garse un tiro?".
Si las provisiones escasean, la paga no llega nunca,
o llega con retraso de dos años y más también.
¿Acudir a la deserción? Claro que sí, y a veces de
cinco uno, pese a que ella significa desafiar tres ries-
gos de marca: resignarse al purgatorio de los indios;
ser tragado por el desierto, o entregar los lomos al
pelotón de ejecución. Aún con todo eso en perspectiva,

53
el sueño de liberación tantaliza hasta lo insufrible,
porque amén de lo ya consignado hay que la severi-
dad de la disciplina castrense no es inferior al encono
araucano. Castigos desmesurados como el pampero,
excesivos como una sequía El más venial, el de las
baquetas consiste en que el reo debe avanzar a la
carrera por entre una alameda formada por dos filas
de sus compañeros cada uno de los cuales debe
bautizarle el lomo en fuga. Es claro que no siempre
se llega al fin del callejón. ¿Venial. dije? No tanto.
"El coronel Iseas me citó a presenciar una carrera
e baquetas que este Torquemada de la Pampa quería
aplicar a un soldado del 4 de caballería, «Vaya. di-
.,ale que no quiero ir y que protesto contra semejante
barbaridad». Y el viejo, tan duro y tan temible, dio
contraorden". (1. Fotheringham: La 'ida de un
soldado.)
Ganando en majestad, el castigo número dos es el
de la estaqueada, en que el paciente, sujeto de los pies
y las manos con lonjas frescas, se ve estirado entre
cuatro estacas, cuidando de que el cuerpo no roce el
suelo. Lo más que puede pasar es que se desgozne un
tobillo '. una muñeca. Es una crucifixión horizontal.
inspirada por el genio de la Pampa.
El tercer castigo es el cepo colombiano. Se trata de
juntar las rodillas y el mentón del paciente mediante
un fusil pasado por la nuca N I
por las corvas.
ciñendo sus dos extremos con sendas lonjas húmedas.
¿Qué a veces el reo, si es medio flojo, se desloma?
Sí, suele ocurrir.
Pese a todo, quizás hay algo más grave que todo
eso. Y es que casi siempre, o siempre, el gauchisoldado
no obtiene su baja si no lo jubilan las bolas o las
lanzas. "Siendo yo jefe de frontera hace tres años, la
guarnición constaba de unos P00O5 gauchos desnudo.

54
mal armados, cumplida tres veces el tiempo de su
obligación y absolutamente impagos". (Alvaro Barros:
Fronteras y territorios nacionales.)
En A llá lejos y hace tiempo, Hudson ofrece el caso
de un soldado caído en una leva ordenada por Rosas
que vuelve cuarenta años después a sus pagos, vestido
de harapos, cicatrices y canas, y semienloquecido por
los horrores que vio y los que se vio obligado a
cometer.
El comandante Manuel Prado relata una anécdota
del sargento Acebedo, condenado a cuatro años de
servicio por homicidio cometido en riña. Al cumplir
el término su capitán le dice: "Elije. Si te enganchas.
te asciendo. Si te vas, puede que ligues una marimba
de palo?'. Se quedó. Enteró cuarenta años de ser-
vicio.
Se ha sostenido en su tiempo —y no faltan todavía
quienes lo crean— que los destinados, es decir, paisa-
nos condenados por la justicia a servir sin plazo en los
ejércitos de la guerra civil o en la frontera contra
los indios, eran vulgares delincuentes, cuando no insig..
r.es bandidos.
Podía sospecharse que en parte al menos, se trataba
de esa calumnia, tan común en la historia, de los
excelsos contra los sumergidos, de los oradores contra
los que no pueden hablar. Bueno es, pues, que la luz
haya sido hecha ya en sus tiempos por algunos de los
jefes que actuaron en el medio y cuyo testimonio
resulta, aunque sólo fuera por su desinterés, totalmente
insospechable.
"Como he insinuado ya, la mayoría de los destina-
dos eran buenos y honrados ciudadanos, víctimas de
crueles injusticias de parte de la Justicia por intrigas,
por el orgullo herido de los potentados de calzoncillo
de fleco, o tal vez, por rivalidad donjuanesca. De

55
estos era Pedro Leiva el soldado más ejemplar que
he conocido". (Ignacio Fotheringham: La. vida de
un soldado.)
Todo lo cual, claro está, no significa negar que
entre los destinados solía haber también forajidos
dignos de la mayor recomendación y esmerado trato.
"He tenido un ayudante valiente, fiel, infatigable,
un tipo de buen soldado y hombre probo. Se llamaba
Lino Llanés. Un día, en el momento en que acababa
de darme el mate, de pie ante mi, con su buena feal-
dad cordial, bisojo, el rostro de un amarillo terroso
agujereado como una espumadera, las piernas combas
dentro de las grandes botas descosidas y el uniforme
en harapos, pero de una minuciosa limpieza, le dije:
--Lino ¿por qué te han hecho soldado? —He sido
destinado, —me contestó, y al manifestarle sorpresa,
añadió: -i Oh, es muy simple! Estaba en mi rancho,
cerca de Corrientes, muy tranquilo con mi mujer,
cuando una partida de policía vino a prenderme para
enrolarme. El gobernador preparaba una revolución
y hacía levas para la guardia nacional. Mi caballo
bien ensillado, estaba en el palenque, a cuatro pasos.
No tuve tiempo de montar. Me agarrotaron. Mi
caballo era de crédito... ¡-Si hubiera podido mon-
tarlo! Dos días después nos batimos contra el ejército
de línea, en el combate de Naembé, que perdimos.
Fui tomado prisionero y condenado como rebelde a
cuatro años al servicio de las armas". (Alfredo Ebelot:
Recuerdos y relatos de la vida de frontera.)
Ya lo vemos. Aunque no carece de comicidad, el
caso es doblemente trágico. Condenado a hacer la
revolución y recondenado por haberla hecho.
Este ingeniero Ebelot, francés, es quizá el testigo de
mayor fuste en el proceso de nuestra guerra fronteriza
y la política aneja a ella, no sólo por su directo co-

56
nocimiento del asunto (es decir, sus tres años de trote
entre remingtons y tacuaras, y su condición de foras-
tero ajeno a nuestros pleitos) sino también por su
penetración y ecuanimidad excepcionales. Su veredicto
sobre el tema que tratarnos, invalorable de suyo, lo
es más por su alusión a una actitud de Sarmiento en
que el innumerable grande hombre aparece —uno de
sus rasgos de maestro de niños y pueblos— tan amigo
de los de abajo como enemigo de sus tutores oficiosos:
los caudillos de poncho, levita o charreteras.
"Y no es sólo esa la manera más ilegal de reclutar
las tropas. Lo más indignante era ver, hace unos años,
las venganzas de los procónsules del pueblo arrojando
a los pobres diablos engrillados en el cuartel. Una vez
revestidos con la casaca no había nada que hacer;
toda nostalgia expresada demasiado vivamente era
considerada insubordinación. Una medida de gran
alcance fue la que tomó el presidente Sarmiento al
prohibir a los jefes de cuerpo el recibir destinados de
otras manos que no fueran las de la autoridad com-
petente, es decir, de jueces del crimen". (op. cit.)
Advirtamos de paso que no sólo los gobiernos
condenaban a los pobres al servicio militar. Los jefes
montoneros, mostrados por la bobería caudillista o
populista de hoy como ídolos populares, se hacían
querer y seguir a toda prisa, so pena de degüello casi
siempre. Tal le ocurrió en 1871 al futuro gran es-
critor Cunninghame Graham, con las montoneras de
López Jordán, de las que logró zafarse, no gracias ala
protesta del cónsul inglés, sino gracias a una derrota
.de los insurrectos. (A. Tschiffely: Don Roberto.)
• Como los testimonios citados hasta aquí pertenecen
a extranjeros, acudan'-s ahora a los nuestros.
"Vivía yo —dice el montonero Camargo— con
mis padres, cuidando unas manadas, una majada de

57
ove ¡as y otra de cabras. También hacíamos quesos.
Hubo una patriada en que salieron corridos los Colo-
rados, con quienes yo me fui porque me envió don
Felipe (se refería a Saa), anduve a monte mucho
tiempo por San Luis, y cuando las cosas se sosegaron,
me volví a mi casa. Los Colorados nos habían saquea-
do. Los pobres siempre se embroman. Cuando no son
unos son otros los que te caen". (L. V. Mansilla:
Excursión a los indios ranqueles.)
Adviértase que. desde Frutos Rivera al Chacho,
la acción favorita de los moiltoneras en pro de la
reivindicación popular es el saqueo en masa y el arreo
de vacas, opositoras o no.
Pero Mansilla cuenta un ca co más revelador aún.
Es el de Rufino Pereira que llega al campamento
aplastado por s!5 cadenas y su fama de bandolero.
"—Dicen que eres ladn'n. y cuatrero y asesino. —Así
será —Pero tú qué dices? —Yo no so y hombre malo.
-¿Qué eres. entonces? —Sos, hombre gaucho. —Pero,
eso solamente no te han de haber destinado. —Es
que l os jueces no me quieren. .--No te habrás querido
someter a la autoridad. —No me ha gustado ser
soldado; suando he sabido que me buscaban he
andado a monte. He peleado algunas veces con la par-
tida y la he corrido. —¿Eso es todo? —Todo... Me
han achacado las cosas de otros que no he querido
delatar y dir.u. oiie soy ascsiI!o porque les he dado
algunos tajos a los de la partida. .
Y esu debió ser, más o menos, la verdad. El hecho
es que bien tratado por su jefe, el coronel Mansilla,
no sólo acepta la disciplina castrense, sino que se
muestra hombre de palabra y de honra.
"Durante dos años Rufino Pereyra, el gaucho malo
de Villanueva, temido por todos, sólo cometió un

58
deslTz: el de presentarse ebrio delante de Mariano
Rosas y de mi". (Mansilla: op. cit.)
Ya hemos visto que buena parte de esos gauchos
arriados a los campamentos con modos tan fantástica-
mente descorteses intentaban la deserción, lo cual se
explica meridianamente no sólo porque la vida de los
fortines era dantesca hasta la irrisión, sino también
porque la vida gaucha, aun con sus necesidades y
durezas, era el perfecto revés de la del perro enca-
denado.
Y sin embargo .. Sí, si no podía fugarse, el pai-
sano, duro y estoico de suyo, terminaba aceptando su
destino, con la esperanza de eludirlo algún día, y
mientras tanto ponía todo el resto de su dignidad en
el coraje, sobre todo si daba con jefes de modales
ligeramente humanos. Lo de la mística patriótica
atribuida al gaucho es mera cháchara populista. Lo
dice un hombre que lo conoció como pocos: "El gau-
cho carece, o carecía, en absoluto de todo sentimiento
de patriotismo y veía en todo gobernante, en toda
autoridad, desde la más alta a la más baja, a su
principal enemigo, y al peor de los ladrones, dado
que no sólo le robaba sus bienes, sino también su
libertad".
Es decir, que intuitivamente el gaucho había llegado
a la sabiduría de Paine: el mejor gobierno es el que
gobierna menos, y mejor aún, a la de Thoreau: ci
mejor gobierno es el que no gobierna en modo alguno.
¿Quiénes hablaban de patria? El estanciero que lo
desposeía, el juez que lo echaba a 106 fortines, ci
proveedor que lo echaba a la miseria o el comandante
que lo echaba a la muerte defendiendo las vacas de
los estancieros, o lo mandaba a trabajar en sus chacras.
Ya veremos que el presidente Sarmiento dijo públi-
camente casi estas mismas cosas.
59
Así fue. Hundido, reducido a la última miseria del
cuerpo y del espíritu, el gauchisoldado, para no ma-
tarse —cosa que nunca le cruzó el magín— buscó
salvar su dignidad de hombre, despreciando sus pe-
nurias y tuteándose con la muerte.
Zehallos (V iaje al país de los araucanos) cuenta la
historia de un asistente favorito, el cabo Barrasa.
Aunque comenzó como montonero, sabe leer el alma-
naque. Peleó en Pavón. Más tarde, en La Rioja salvó
del cautiverio o la muerte, a la grupa de su caballo,
a su iefe Elizondo, que se iba en sangre; después, en
el Paraguay salió sin una herida mortal de veinte
combates mortíferos; ligó otra vez, eso si, una me-
tralla que lo obligó a descansar ¡ por fin! en un
hospital; no bien repuesto, rurnbeó a Chile donde se
halló haciendo de marinero en la guerra del Pacífico;
volvió a sus patriadas cuyanas, y un día fue a recalar
a Car}iué, a defender las vacas de los ricos. (Hoy se
llega a general con sólo ser obediente, pero entonces un
gauchisoldado podía cargar el corvo o el fusil un
cuarto de siglo y sobrevivir a cuarenta combates, sin
llegar siquiera a las jinetas, a menos que la Providen-
cia acudiese en su ayuda. Es lo que pasó con Barrasa.)
En una descubierta, la patrulla se vio envuelta por un
enjambre de tacuaras, del que escapó por milagro.
Deambulando por el desierto en busca del rumbo,
vio de pronto venir sobre él en media luna y aullando
una jauría de indios. Sin tiempo ni de persignarse
alzó el rémington a la altura del ojo derecho y apeó
al indio que venía en la punta. Los otros frenaron el
galope y Barrasa inició el suyo. Los indios dieron me-
dia vuelta. Barrasa fusiló a dos de los prófugos —dado
el caso no podía permitirse errar— rematando con una
voz de mando: "¡Alto! Si huyen los doy vuelta a
todos. . . ". Dominados por la certería bruja del tira-

60
dor, los indios se prestaron a obedecer una a una la
órdenes que les fue dando el general victorioso:
apearse, dejarse manear por uno de sus compañeros,
escuchar su condena a muerte primero, después su
conmutación por prisión perpetua, y después mon-
tar de nuevo y marchar en fila hacia el fortín, sir-
viendo de vanguardia al vencedor. Así fue cómo
!arrasa fue ascendido a cabo sobre el campo de
batalla...
No menor dilapidación de denuedo le costó al cabo
Soto ganar sus escuadras. En 1878, en Carhué, un día
que salió a peludear, hallándose de pronto medio cer-
cado por los indios se batió en retirada hasta llegar
a una laguna y zamparse en ella caballo y todo. Des-
pués de un asedio de horas y sin esperanza de salvación
aceptó la vida que le ofrecían sus vencedores. Llegado
a los toldos fue interrogado por Namuncurá y conde-
nado a muerte antes de la primera respuesta.
Conducido a1 monte, a hachar leña, custodiado por
dos indios armados de lanza, mató con un solo salto
de jaguar a sus guardias, y caminando de noche y
escondiéndose de día, y burlando el ojo de halcón y
el olfato de aguará de sus perseguidores, a través de
la más espeluznante odisea, recobró su campamento
cuando todos lo creían ya volando en el buche de
los cuervos.
En los últimos días de la santa cruzada de extirpa-
ción de indios regenteada por Roca, en el Neuquen,
en un combate contra las lanzas del cacique Nancu-
cheo, cae herido e inutilizado un teniente Nogueira.
Un soldado, cuyo nombre ni el propio comandante
Prado recuerda, se vuelve a prestarle ayuda. El oficial
le ordena retirarse, pues con su cuerpo a cuestas, serán
sacrificados los dos. . "Yo? .y qué le hice para que
me mande portarme como un canalla?. . . ".
61
Nuestra guerra de fronteras tuvo caracteres simila-
res a la de los yanquis contra los pielesrojas, los ingle-
ses en Afganistán o los franceses en Argelia. "Sin duda
esas tropas de servicio en lugares remotos y salvajes
—opina Fotheringham---- estaban mal alimentadas y
vestidas, pero ninguna en el grado en que le tocó,
por tantísimos años, al ejército nuestro". SI, "peor
tratados que los spha'is de Argelia, los cazadores de las
praderas yanquis o los cosacos del Don, aunque no
inferiores, sino superiores a aquéllos, en arrojo y
estoicismo". (op. cit.)
No exagera, sin duda, este inglés acriollado hasta la
médula —no por el trajín parasitario o los negocios,
sino por la lucha y el peligro sin tregua— y la expli-
cación tal vez está a la vista: por un lado la ruda
sobriedad del paisano argentino y su aguerrida fami-
liaridad con las penurias y riesgos de la Pampa; por
el otro el arcaico despotismo del ejército nacional,
brazo ejecutor, en la emergencia, del ensueño latifun-
dista de la estancia y el saladero.
El campamento es un calabozo abierto. La fajina
—centinela, rondas, rondines, patrullas— es tan car-
gosa como una garúa y el sueño tan escaso como el
azúcar. Ni decir que al menor descuido o mueca de
cansancio —no digamos rezongo o protesta— entran
en función las baquetas, para no hablar de sopapos o
insultos. El soldado, aun veterano, debe aguantar eso
hasta del último mocoso con insignias.
En los fortines hay más libertad, por lo menos la
libertad del destierro, o la de morirse de hambre o
frío, o de esa soledad más hueca y temible que el
bostezo del tigre, y siempre sirviendo de imán a las
tacuaras. Mucha melena y más harapos que ropa, y
el pie semicalzo en un resto de alpargata o bota de
potro. "En la vida que llevamos —confiesa Prado—

62
se come 'cuando se puede y se duerme como una
grulla sobre una pata y con un ojo como el zorro". "Si
hacia frío y no había mantas, el soldado tenía la obli-
gación de quedarse muy en cuerpo para tapar con
su poncho a su caballo". ¿Salmuera para los desga-
rros o los bolazos? No, apenas alcanza para la olla.
Las heridas se restañan con bosta seca de caballo. Los
sueldos de la tropa sue' n atrasarse decenas de meses,
y cuando llegan se ajustan cuentas por uno o dos. El
soldado "recibía con una mano su haber y con la otra
lo pasaba al bolichero a cambio de los vales que le
había descontado" Hubo un pago que demoró trein-
tisiete meses... "Fue una lista pasada a la puerta
de un cementerio" recuerda el comandante Prado. En
efecto, la mitad de la soldadesca había muerto de
hambre, de maltrato, de añoranza, de fusil, de ta-
cuara, o había desertado. ¡ Gran ahorro para las
arcas castrenses!
Que los gauchisoldados tenían una resistencia de
lonja sobada, lo dice el que buena parte sobreviviese
a semejante régimen. He aquí el testimonio de un
extranjero y hombre de ciencia: "Estos incomparables
soldados argentinos que en cuanto a abnegación,
perseverancia y resistencia contra las fatigas, no tienen
rivales en el mundo". (Pablo Lorentz, miembro de la
comisión científica que acompañó al general Roca
en la campaña a Río Negro en 1879).
Perfectamente coincidente con todas las citadas
opiniones es la de otro autorizado testigo oficial o
sernioficial, que marcó al pasar una de las más pim-
pantes bellaquerías de nuestros gobiernos de clase: "La
población urbana, que vive de la producción del cam-
po, alimentada en su abundancia y su lujo, no da
contingente para la defensa de aquellos intereses
amenazados por el indio. El campesino, el paria, el

63
perseguido por la autoridad o por el desvalimiento, ése
es y será generalmente el soldado destinado en son de
castigo a las banderas. .. .". (La explicación de la
preferencia es fácil: mientras los pobres de la ciudad
son sirvientes o artesanos, los pobres del campo o
gauchos, ni se prestan al yugo ni a considerar sagradas
las vacas que le estorban el camino). "Es el mártir
de la disciplina militar que le exige una resignación y
un silencio más allá de los límites de la obediencia y
el sufrimiento". "La nación le da dos libras y media
de carne, siete onzas de pan que es apenas lo sufi-
ciente para que no se muera de hambre, y la mitad
de lo que se necesita en las rudas fatigas y penurias
de la frontera. La nación le entrega la ropa de in-
vierno en verano y la de verano en otoño y le adeuda
hasta cuarenta meses de su mezquino sueldo". (E.
Zeballos: El país de los araucanos.)
Hay algo más. La holgazanería del gaucho hay que
ponerla en balanzas nuevas. Padecía, claro está, el
achaque ínsito del que trabaja en lo ajeno: la falta
de ejemplo y estímulo. ¿Para qué casa durable,
árboles, cercas, si el día menos pensado el dueño del
latifundio le daba el pasaporte? Labriego o artesano,
no podía ser y no era, pero trabajador pecuario sí,
y casi siempre largo de baquía y aguante. Cuando el
coronel Fotheringham se retira a sus estancias, Pedro
Leiva "el soldado más ejemplar que he conocido",
busca su ayuda. "Salió de baja con el grado de sar-
gento primero. Se me presentó diciendo: Quiero que
me ocupe en algo, mi coronel".
Como capataz resultó aún más aguerrido y cumpli-
dor que como sargento. De los quilates de su pericia y
arrojo dice algo el que los ratos libres su pasatiempo
era el de coleccionar cueros de yaguareté: llegó a

64
veintiocho, quitándoselos a sus legítimos usuarios, sin
dejarse arañar siquiera.
Zeballos insinúa otra verdad: la de que el gauchisol-
dado fue el verdadero vencedor del indio y que sin
¿1 los estancieros apenas hubieran pasado el Salado,
y también el verdadero civilizador del desierto... No
fue propiamente eso, pero sí el que fundó los primeros
centros de población remotos para que los terratenien-
tes pudieran tomar posesión de su imperio. "Convier-
ten el campamento en preciosas villas. Saben hacer
de todo. Fabrican el ladrillo; cortan y labran la ma-
dera, cortan paja para los techos, baten el hierro en
las fraguas, edifican desde el rancho basta el cuartel,
siembran inmensos potreros, desempeñan todas las
artes y los oficios que caracterizan nuestra civilización
embrionaria. .
Zeballos hace el prontuario de los auxiliares o
asistentes que le han dado, elegidos por su pericia, su
lealtad y su coraje. Rosa Herrera, que se contrató por
dos años lleva cinco de servicio y treinta meses impa-
gos. No pide ascenso ni paga: quiere la baja sólo. Y
el rastreador Carranza "útil compañero y sabio con-
ductor para estas pellejerías", "que fue actor, conoce-
dor y cantor de todas las travesías y campañas argen-
tinas, que ha paseado triunfante desde el Paraguay
hasta la Patagonia y desde el Plata hasta los Andes
mendocinos", que habiendo quedado a pie en el País
del diablo lucha solo por días con el polvo y las
leguas inmisericordes y las vence a puro instinto y
denuedo. .. El tuerto Carranza, que lleva veintitres
años de prisión ambulante en el ejército, sólo tiene un
sueño en la vida: la baja.
"Cuando uno ve, como yo he visto, a estos mártires
de la civilización argentina, abandonados en pelotones
de cinco hombres en el seno del desierto. . . sin techo

65
y sin cama, supliendo con vizcachas, zorros y zorrinos
las economías de Congresos... cubiertos de harapos
de brin bajo la nieve, o de paño mientras la arena
quema... y a todas horas a caballo, en peligro, sin
reposo, sin mujer, sin hermanos ni amigos... se
siente un impulso de generosa simpatía hacia el sol-
dado argentino.. .". (E. Zeballos: El país de los
araucanos.)
Perfectamente. Sólo que esta elegía, como la de todo
hijo o ahijado de la clase dirigente, no está libre de
la doble sospecha de incomprensión e hipocrecía.
En efecto, si nos atrevemos a bajar al fondo de
la cuestión, advertiremos que las cosas no pudieron
ocurrir de otro modo. Toda sociedad civilizada, hasta
hoy, se ha erguido sobre la propiedad privada, es
decir, sobre la expropiación de la inmensa mayoría
de la comunidad por una minoría ínfima: o sea, se
alza sobre el despojo, la violencia y el fraude ya que
los ejércitos, los dogmas, las leyes y la moral se con-
formaron para esconder y defender esa iniquidad de
base.
¿Cómo quería el doctor Zeballos, futuro canciller
de la República, que no ocurriera lo que vio en una
sociedad en que unas cuantas docenas de familias se
habían arrogado el derecho a todas las tierras y las
vacas—y aun a los ñandúes y mulitas—, una socie-
dad gobernada a discreción por esas mismas familias?
¿Es que desde los milenarios orígenes sumerios y egip-
cios a las clases detentadoras de la riqueza y el pri-
vilegio se les ha importado poco ni mucho de las
clases explotadas y ya no decimos de su elemental bien-
estar, sino de su vida misma, cuando es necesario
quemarla en el ara de los intereses patronales? No
hablemos ya de asirios o romanos o medioevales. En
pleno siglo xvn, en el país menos salvaje de Europa,

66
La Bruyre, filósofo de corte, se dejó decir en un
parágrafo de sus Caractres que los campesinos fran-
ceses no estaban por encima del nivel animal, y en
pleno siglo xix, los campesinos irlandeses, expropiados
por sus primitos de la otra isla, agonizaban en la
ignorancia, la roña y el hambre. ¿Y para qué hablar
del paisano italiano, polaco o ruso, sometido al ayuno
devoto por los concesionarios de Dios y de la geo-
grafía?
¡Qué podía esperar el campesino nuestro de una
clase que se sentía y sabía directa heredera del en-
comendero español y que a pesar de Mariano Mo-
reno y Sarmiento conservaba su misma terrera men-
talidad! ¿La democracia, la libertad, y la noble igual-
dad del Himno y la Constitución? Bueno, todo eso
hace precisamente de biombo para esconder lo que no
debe verse. ¿ Es que no fue en nombre de la des-
posesión y la castidad evangélica cómo la Iglesia se
apoderó de un tercio del agro de la cristiandad y
los conventos se convirtieron en fortines de fornicarios
y tribaderas?
No puede olvidarse además que nuestra oligarquía
bicorne hallábase ya filialmente supeditada y hasta
ligada por no pocos vínculos de sangre a Inglaterra,
y por ende, puesto por la crisis en la alternativa, el
gobierno de Avellaneda debió ahorrar sobre el sudor
y la sangre de su pueblo para pagar hasta el último
centavo de la sacrosanta usura inglesa, aunque los
gauchisoldados murieran peleando menos con los in-
dios, que con el hambre y los piojos.
Todo ello para no recordar que, como todos los
de una sociedad de clases, nuestros gobiernos —aun
presididos alguna vez por un hombre honrado—
eran funcionalmente gobiernos negreros, no sólo
sostenedores de los privilegios tradicionales, sino de

67
los grupos y amigos partidarios. Ya veremos que el
pleito con el indio pudo prolongarse gracias a que
desde el comienzo fue un opíparo negocio para mu-
chos próceres del sector civilizado, comenzando por
Rosas y tenninanclo por muchos pulperos cuyos ape-
llidos luce hoy buena parte de nuestra oligarquía.
Ya veremos cómo, presuroso de hacer madurar a
tiempo su candidatura a la presidencia, poniendo a
los pies de la oligarquía terrateniente el mapa entero
de la República, el general Roca no trepidó en abrir
su campaña sobre las heladas tierras del sur en el
umbral del invierno, y con un cuerpo de sanidad im-
provisado a la bartola, es decir, jugando a perder con
lo que a las clases poseyentes nunca les importa: el
bienestar y la vida de los de abajo.
Cayuta, un collita mandado por descuido o capricho
de algún alcalde jujeño, desde la Quiaca a la con-
quista del Río Negro puede ser tomado como un sím-
bolo de los gauchisoldados y su suerte.
No es un bobo, como cree la mayoría, sino una
criatura inhibida como buen hijo de una raza secu-
larmente sumergida en la desposesión y el desamparo
y ahora doblemente apocada por la desconcertante
novedad del medio en que le toca actuar, por pifia
de sus conmilitones no menos que por la ración coti-
diana de insultos y castigos. Cayuta lo aguanta todo
sin un mu ni una mueca. Es el esclavo en el que los
otros descargan el resquemor de su impotencia para
sacudir sus propias coyundas. A poco de llegada su
división a Choele Choel, Cayu .ta faltó a la lista. "Nadie
creyó en la deserción de aquel desgraciado", dice uno
de sus superiores. "Según creencia general, debió aho-
garse en el río". Pero poco después Cayuta fue ha-
llado en la Mesopotamia de polvo y espinas que me-
dia entre los ríos Negro y Colorado. Procesado por

68
desertor, con todo el ritual de la ley, sin que nadie
levantase un dedo ni una palabra en su favor, y con-
denado a muerte por el veredicto del tribunal militar
de emergencia confirmado por el general Villegas,
Cayuta fue ejecutado. Murió sin saber quizá que mo-
ría, y que tal vez era lo mejor para él, aunque no
para sus patrióticos verdugos.
La división entera desfiló con la vista vuelta hacia
el cadáver del mártir, a fin de que el ejemplo fuese
fecundo. "En la espalda veíanse claramente los agu-
jeros abiertos por las balas al salir, mientras la cha-
quetilla quemada por el fogonazo dejaba escapar una
tenue nubecilla de humo. . ". (Prado: La conquista
de la Pampa.)
¿Lujo de inhumanidad? No, solo la necesaria para
que el bajo pueblo de cualquier rincón del país apren-
diese a morir sin rezongos por la patria, la religión
y la civilización. . . es decir, por el patrimonio ex-
pansivo de los terratenientes.
Lo que los pobres soldados forzados a ejecutar o
presenciar el acto nefando no advirtieron es que to-
dos eran Cayutas y que su suerte no sería del todo
distinta a la del sacrificado.
En efecto ¿qué recogieron del casi legendario en-
sanchamiento del agro del país los que más sudaron
y sangraron por ello y para ello? Buena parte —quizá
la mayor— finaron tatuados por las tacuaras, embru-
tecidos entre los indios o, extraviados en el desierto,
volaron al cielo en el buche de los cuervos. Tal vez
los más felices. Los demás terminaron jubilados por
las lanzas o las bolas —rengos o cojos— o deslomado
por los años y el servicio. Algunos recibieron boletos
por un ciento de hectáreas de tierra perdida en la le-
janía que —otra cosa no podían hacer— se apre-
suraron a cambiar a algún terrateniente por un pu-

69
liado de níqueles o al pulpero por dos vasos de vinci.
Los más insumergibles llegaron a peones de estancia
o vigilantes o mendigos.
No faltaron hombres —dos o más— que se atrevieran a
poner el dedo sobre esa llaga que aún supura y más que
antes.
"¡ Pobres y buenos inilicos! —escribió un día el co-
fnandante Prado haciendo el epitafio de sus compa-
ñeros. Habían conquistado veinte mil leguas de terri-
torio, y cuando más tarde esa riqueza enorme pasó
a manos de los especuladores que la adquirieron sin
esfuerzo ni trabajo, muchos de ellos no hallaron si-
quiera en el estercolero del hospital un rincón mez-
quino en que exhalar el último aliento de una vida
de heroísmo y abnegación. - . Al ver después despil-
farrada en muchos casos la tierra pública, marchan-
teada en concesiones de treinta y más leguas, al ver
las garras de los favoritos clavadas hasta las entrañas
del país. . . daban ganas de maldecir la conquista,
lamentando que todo aquel desierto no se hallase en
manos de Reuque o de Sayhueque". (Conquista de
la Pampa.)
Y cosa que no todos saben, hubo también un pre-
sidente argentino que se animó a delatar esta inmortal
barrabasada de desterrar a un pueblo dentro de sus
propias fronteras, y lo hizo, no en el confesionario,
sino al aire libre, despidiendo a los legionarios que
partían al desierto:
"Este trapo, ya lo veis, contiene vuestra propia his-
toria. Las lluvias que lo han destruido, cayeron tam-
bién sobre vuestras espaldas; los rayos de sol que lo
han descolorido, han bronceado y quemado vuestro
rostro, fuera de las hambres y la sed que sufristeis en
el desierto y la sofocación del polvo de las marchas...
"Haced que el abanderado agite ese trapo viejo,

70
roto, descolorido, a fin de que al verlo lean en él es-
critos los sufrimientos, las fatigas, las hambres, la sed
y la desnudez de estos soldados, y recuerden que los
que han sucumbido a las enfermedades de la cam-
paña son más en la guerra que los matados por las
balas.
"Este trapo dirá con su desnudez y pobreza a los
hijos de los ricos, de los felices, de los ociosos, que
esos millones que poseen en casas y alhajas, esos millo-
nes de ovejas, de caballos y de vacas se lo deben a
los pobres soldados del Once como a los otros cuerpos
que les dieron la seguridad de las fronteras". (D. F.
Sarmiento: Papeles del presidente.)

71
CAPÍTULO IV

CAUTIVOS Y CAUTIVAS

La versión dada por los gobiernos y sus órganos


insistía en que todos los refugiados entre los indios
eran caballeros renegados de la civilización, del cru-
cifijo y del asado vacuno con cuero. No era muy así,
sin embargo. Podemos sospechar que, buena parte
al menos, huían de la injusticia guerrera de los jue-
ces de paz, de las levas o del ejército, que eran más
temibles que el indio.
Hasta hubo refugiados de respeto y fama. El mayor
de todos fue don Manuel Baigorria, oficial de Paz
escapado por milagro de las garras de Facundo, que
vivió sustrayéndose un cuarto de siglo a las de Rosas,
y llegó a coronel y cacique entre los ranqueles, y
después ayudó en Cepeda a Urquiza contra Buenos
Aires y más tarde, a ésta contra aquél en Pavón, de-
finiendo la victoria con sus jinetes, cuando ya la ca-
ballería porteña había vuelto al seno del hogar, con-
tribuyendo así —inocentemente sin duda—, a inferir
al país la presidencia de Mitre y la guerra del Pa-
raguay. Fue la menos leve de sus culpas.
Otro, aunque ya nadie lo recuerda, fue muy men-
tado en su tiempo: Juan Cuello, "aquel gauchito ru-
bio que tantas veces tuviera en jaque a elementos de

72
la Mazorca", que se refugió en los toldos del cacique
Moicán con cuya hermana se casó al fin, hasta que
traicionado por ella, cayó en poder de la policía ro-
sista, es decir, del sepulcro. (Raúl Ortelli: El último
malón.)
Melena lacia hasta los hombros, barba y bigotes
cerrados, todo negrísimo igual que los ojos de mirada
un sí es no es velada, como disimulando su fabuloso
poder de penetración; piernas en paréntesis, de jinete
rato, mermando un tanto su estatura, pero no su es-
tampa y gestos que denuncian, al que sabe ver algo,
una confianza en si mismo tan adentrada como una
estaca pampa: éste es el archimentado indio Molina,
que no es tal indio sino un gaucho, ex granadero de
San Martín y ex capataz de la estancia Marihuencul
de don Pancho Ramos Mejía, estanciero más audaz
y capaz en su trato que el mismo Rosas, y a quien
éste, comido de celos, puso mal con el gobierno hasta
lograr su acusación y detención, a consecuencia de
lo cual Molina hubo de buscar refugio entre los in-
dios. Como amén de lenguaraz el Indio es baquiano
de envidiables agallas, de entrada no más campeó
por sus cabales entre los pampas y tanto, que, al no
mucho tiempo, se vino timoneando un malón tan
desbordado que no se salvaron de sus oleadas ni Do-
lores, ni la familia de su fundador inclusa, ni las es-
tancias de don Juan Manuel. Pero habiéndole ma-
tado los indios a su amigo El Guaireuio, riñó con los
cerdudos y se les hizo humo en su mejor parejero,
hasta venir a soltar las riendas al borde de la laguna
Kakel, campamnto del mayor Kornell, quien lo ro-
deó de guardias para salvarle el cuero, pues listo para
expjdicionar a Bahía Blanca, semejante baquiano le
venía en la ocasión como un ángel. La cotización de
su idoneidad era tal que el indulto oficial y completo

73
no tardó en venirle y con la firma de Rivadavia nada
menos. Más tarde, en 1827, cuando los marineros de
cuatro barcos brasileños intentan apoderarse de Car-
men de Patagones, veintiséis gauchos sureños, maris-
caleados por Molina, contribuyen a hacer cambiar de
idea a los invasores, incendiando los campos circun-
dantes. Años después, sirviendo a la Santa Federación,
Rosas, desconfiando de él, se supone, le interrumpió
la carrera —según secreto a voces— mandándole un
brindis con vino engualichado.
Naturalmente el refugiado en las tolderías, casi bien
tratado entre los indios, al precio de ser colega de
malón, no es un cautivo, o sea, el que encuentra allí
su purgatorio araucano: la esclavitud lisa y llana como
los peores trechos del desierto.
De todos los cautivos, el que ha logrado más re-
nombre es el autor de Trois ans d'esclavage chez
les Pata gons, August Guinnard, un francesito que,
extraviado en un viaje de Buenos Aires a Rosario,
cayó en poder de un pelotón de indios que lo obli-
garon a repetir lo de Mazepa, viajando cientos de
leguas sobre el lomo de un caballo con los pies atados
en lugar de estribos.
Allá pasa de mano en mano, vendido como cual-
quier animal doméstico. Un día en que, saltando so-
bre el borde de la desesperación, se cuelga de un ár-
bol, su dueño corta la soga a tiempo y le echa en
cara su negra ingratitud: si el cautivo hubiera logrado
su intención ¿quién le devolvería a su propietario los
ponchos y yeguas dados por él? Lo vende a otra tribu
para no arriesgar su capital. Sospechado allí de haber
escrito una carta felona y amenazado de olvidarse de
Francia con un par de bolazos, se escapa de entre las
uñas de sus jueces, consigue llegar al salón de audien-
cias de Calfucurá, que suspende la condena provisio-

74
nalmente, esto es, hasta confirmar o despejar la sos-
pecha. Todo lo favorece y termina ascendiendo a se-
cretario de la cancillería de Salinas Grandes. En pago,
enseña a Calfucurá algunos de los secretos del arte
agrícola. "¡No son tan tontos los cristianos, enton-
ces!"... —pondera el cacique.
Aunque la idea de la fuga lo roe día y noche, cor-
tándole el resuello a ratos, el cautivo tarda años en
echar los dados. Escapar de los indios es más casual
que escapar de laviruela negra, y sabe también (por
haberlo visto con los ojos salidos de quicio) que al
prófugo frustrado los indios lo convierten en alfiletero
de sus lanzas...
Pero un día, al anochecer, y aprovechando una
épica borrachera de sus amos, parte sin adiós en tres
de los mejores caballos del cacique... Que el octo-
genario de caldén le perdone. i Este si que es el galope
de Mazepa! De tarde en tarde se detiene y tirándose
al suelo pega a él el oído escuchando. ¿El eco del
galope de sus perseguidores? Sin duda... ¡ Pero no:
es sólo el retumbo de su corazón! Y sigue galopando,
saltando de un caballo a otro, hasta que uno de ellos
se le cae de entre las piernas, muerto. Oh, así mo-
rirán todos. Fuerza será descansar, escondiéndose de
noche, partiendo antes del alba. Al cuarto día, al
borde del agotamiento sus caballos y él, y cuando su
garganta sin saliva es una carda, siente que el montado
comienza a parar las orejas y avivar el paso. Se diri-
gen, al fin, al primer remansado socorro de agua dulce.
Y más tarde al primer rancho cristiano. Allí cae el
viajero de su inextinguible caballo indio a la cama
a pelear un mes con el insomnio y el delirio.
Naturalmente el cautivo termina aprendiendo el
araucano —en parte ayudado por los azotes— y se
trueca en lenguaraz. Es lo que pasó con Santiago
75
Avendaño "Un ser modesto.., y de un carácter
digno, a cuyas cualidades debe el vivir en la pobreza.
Es hijo de este país. Fue cautivado cuando niño. Hace
años que es útil a la Patria. . ." (José Eotana, juez
de paz del Azul.)
Avendafio se despidió de los toldos en 1849, en
una escapada no menos homérica que la de Guinnard,
relatada por él más tarde, así como los dantescos fu-
nerales del cacique Painé en los cuales su hijo, en
talión sagrado, le sacrificó a bolazo limpio a ocho cau-
tivas acusadas de haberlo embrujado. . . (Revista de
Buenos A ires, tomo XV.)
Avendafio murió como secretario del general de
la nación y las tolderías, Cipriano Catriel, cuando
éste, según mentas, fue despachado al cielo araucano
por su propio hermanito Juan José.
No menos intensa sino más fue la vida de Eugenio
del Busto. A los seis años fue raptado y llevado a los
toldos; a los quince —y ya bien amasada y cocida la
ciencia del desierto— sacudió de sus botas de potro
el polvo de las tolderías y rumbeando sin falla se pre-
sentó a Rauch, que regresaba de una expedición bal-
día a Curá Malal. Gracias al muchacho, que había
olvidado la de Castilla, pero que se hizo entender a
señas, el apampado coronel tudesco pudo dar uno de
sus golpes más firmes. Y desde esos días de 1826 hasta
veintiocho años después, en que se halla como co-
mandante de la frontera del Bragado, del Busto, que
fue sin duda en su época el más profundo erudito del
desiertó y sus cosas, intervino como baquiano, len-
guaraz, auxiliar o -jefe en centenares de operaciones
y refriegas, aventando indios y rescatando cautivos. El
coronel Alvaro Barros, hombre de juicio ceñudo, - ha-
bla con ponderación de su capacidad y derechura.
¿Fue por eso, precisamente, que bajo Rosas o sus

76
sucesores liberales, pese a haber sido premiado varias
veces con medallas y tierras, nunca recibió ni un pu-
ñado de polvo "y ni siquiera el derecho al sueldo de
su clase le fue reconocido"? (A. Barros: Fronteras y
territorios nacionales.)
"Gracias a misteriosos tratados con el proveedor el
cacique Juan Catriel recibía en bienes materiales sólo
un cuarto o un quinto de las raciones, y entregaba
recibo por el todo mediante una suma de dinero que
servía para alimentar su fasto... El cacique encon-
traba completamente simple --y quizá legítimo, en
su lógica indígena— que los propietarios vecinos, po-
seedores de las tierras de sus antepasados pagaran los
gastos de aquellas transacciones. El jefe de frontera
conocía perfectamente estos vergonzosos negocios y
los toleraba a veces por connivencia, y más a menudo
por temor a disgustar al cacique, a quien la contraseña
ordenaba tratar con miramiento, y al proveedor, cuya
cólera era temible. En efecto bajo la administración
del general Mitre los proveedores del ejército, rápi-
damente enriquecidos —por lo demás, se adivina, mi-
tristas fervientes— formaban una poderosa corpora-
ción que ocupaba todas las avenidas del poder y con
la cual era imprudente no contar.
"La llegada de D. Domingo Sarmiento a la presi-
dencia no cambió en nada la situación de Catriel, y
cuando el viejo cacique murió cargado de gloria, de
cerveza y de años, los mimos de las autoridades de
la frontera se volcaron en su hijo Cipriano. Los más
altos cargos militares continuaban siendo llenados por
oficiales pertenecientes al círculo íntimo del general
Mitre o iniciados en los designios de-su partido. Puede
creerse que abrumando de atenciones a los indios se
reservaban fácilmente aliados por si hubiera que co-
rregir con las armas los caprichos del escrutinio en la

77
gran batalla electoal que preparaban desde lejos con
tanto ahínco. El nuevo presidente, hombre de go-
bierno, decidido a reformar el ejército, pero gradual-
mente, desde abajo y no desde arriba, había evitado
separarlo de los hombres a quienes estaba hecho a
obedecer. En sus charlas íntimas complacíase en citar
esta respuesta de Lincoln a quienes querían, durante
el curso de una gran operación estratégica, hacerle
destituir un general vencido: "No hay que cambiar
caballos en medio del río".
"El presidente Sarmiento no se hacía ilusiones sobre
la poca simpatía que despertaban sus reformas sobre
los generales encargados de aplicarlas, pero —como
muchos llegados tarde al poder después de haber en-
vejecido en los asuntos de Estado---- profesaba cierta
indiferencia respecto a la calidad de los instrumentos
a emplear, confiando del todo en la mano destinada
a manejarlo. Siendo así, estaba convencido en absoluto
de que sabía manejar a los hombres. Por lo demás,
respecto a modificaciones en los comandos, la guerra
de Entre Ríos lo plantó, como decía Lincoln, en el
medio mismo del río. El presidente dejó a los jefes
de frontera en sus comandos, vigilando sus intrigas,
sin dejarse asustar por ellas. La frontera de los Andes,
vasta y lejana, librada al más activo y menos escru-
puloso de los oficiales cuya suerte estaba ligada a la
del partido mitrista, lo inquietó un poco al final.
Creyó haber resuelto la situación alejando al general
Arredondo y relevándolo por un hombre suyo, un mi-
litar sincero y valeroso, el general Iwanosky, que pe-
reció asesinado apenas comenzó la revuelta de se-
tiembre. En cuanto a la frontera de Buenos Aires,
donde el general Rivas adoptaba aires de procónsul,
Sarmiento no quiso hacerse a la idea de que una al-
garada cuartelera podía estallar allí, en la provincia

78
clave al alcance de su mano. Se contentó con enviarle
una carta describiéndole cuan alocada sería semejante
empresa... Rivas leyó la carta y marchó sobre Bue-
nos Aires, naturalmente llevando tras suyo las 1500
lanzas de su amigo Catriel". (Alfredo Ebelot: Re-
cuerdos y relatos de la guerra de fronteras.)
He aquí un testimonio de excepción y absolutamente
insospechable como de un lúcido y avezado cono-
cedor de la guerra de frontera y sus implicaciones,
y del todo ajeno a nuestros pleitos y negocios polí-
ticos. Pero antes de sacar conclusiones a la luz im-
placable de tamaño informe, conviene cerrarlo con
un detalle último:
"Era D. Bartolomé Mitre en esos días —1855—
coronel y ministro de guerra. Arribado al Azul, con
el látigo en la mano declaró en un discurso que ha
quedado célebre, que esa arma le bastaba para ter-
minar con los indios, y que se hacia responsable hasta
«la última cola de vaca de la provincia». Se puso en
campaña al día siguiente, pero no llegó lejos. A cua-
tro leguas del lugar, al pie de una colina que se dis-
tingue desde el Azul mismo, se dejó sorprender y en-
volver por las fuerzas reunidas de Catriel y Cachul,
quienes le arrebataron los caballos y lo hostilizaron
sin tregua, de tal modo que después de haber incen-
diado él mismo los arneses y bagajes para no dejar
botín, la desdichada columna de su mando debió vol-
ver a Azul a pie. Permaneció allí absteniéndose de
toda salida y dejando que los indios se adueñaran de
todas las vacas del sur y oeste de la provincia. Tras
de lo cual se apresuró a regresar a Buenos Aires donde
sonoros triunfos como tribuno resarcieron rápidamente
al hombre político de los contratiempos del ministro
de guerra".
Como vemos, el informe de Ebelot no deja nada en
79
el lonco de la olla, y con sólo algún aporte complemen-
tario, podemos resumirlo así: 1 9 ) Desde la segunda mi-
tad del siglo xviii hasta 1852 la guerra con el indio
no toma caracteres de catástrofe, si bien Rosas tiene
que eliminar los más indispensables servicios públicos
—caminos, correos, hospitales, escuelas— para poder
comprar la paz de los indios, es decir, salvar en lo
posible las vacas de los estancieros y las suyas. 2 9 ) La
nefanda calamidad se inicia con la primaveral revo-
lución del 11 de setiembre y la secesión del país, es
decir, cuando Urquiza inaugura su luna de miel con
Calfucurá y demás caciques, y Buenos Aires pone
toda su energía patriótica, no en defender a su pueblo
de los indios, sino en aplastar a las trece provincias
restantes y a la Constitución Nacional. 39) Ebelot pone
al desnudo no sólo la aguerrida inepcia militar de
Mitre, sino algo más: "aunque más apto para la po-
lítica que para la guerra, el general Mitre vio siem-
pre en el ejército ante todo un instrumento* de go-
bierno. Durante su larga administración había cu-
bierto las plazas con sus protegidos: la mayor parte
de los jefes eran sus parientes —el general Emilio Mi-
tre, su hermano, el general Vedia, su cuñado— o
soldados de fortuna.., dispuestos a subordinar los in-
tereses del servicio a las conveniencias del partido que
los había elevado". (Los otros jefes a que alude, todos
uruguayos, son Venancio Flores y Sandes, masacra-
dores incontenibles; Iseas, llamado "el Torquemada de
la Pampa" por Fotheringham; Rivas, acusado de la-
drón por sus propios oficiales, como veremos, y Arre-
dondo, asesino de Iwanosky). 4) Sarmiento, aunque
empeñado en curar al ejército de su gangrena polí-
tica —y justamente por no caer en el personalismo
y mandonismo que le imputan las cornejas hasta hoy—,
no cambia el equipo militar dirigente o guardia pre-

80
toriana importada, y él y el país sufrieron las conse-
cuencias del caso. 59) Como Ebelot no es un estan-
ciero ni un político bonaerense, como el coronel Ba-
rros, al denunciar la apestosa corrupción castrense,
que continuará a lo largo de las décadas, no oculta
lo que aquél calla: la radical antítesis entre la polí-
tica de Sarmiento y la de Mitre entre un caudillo
del pensamiento reformador y un caudillo de cuartel
y atrio electoral forrado de latines.
En un capítulo próximo se examinarán más dete-
nidamente los orígenes y modalidades de ese fracaso
consuetudinario de la guerra contra el indio inaugu-
rado por Mitre, de la virtuosa inepcia de nuestros ge-
nerales que, por una en el clavo daban nueve en la
herradura. Aquí digamos sólo lo que se- viene callando
hasta hoy: que lo consignado fue la causa decisiva
de que los indios, que llegaron a controlar casi la mitad
del territorio patrio y consumir casi la mitad de su
presupuesto en pensiones y fortines, que los indios go-
bernasen un día más que el gobierno.
Fue entonces cuando el terror al indio que golpeaba
al cristiano donde más podía dolerle —en sus vacas
y en sus mujeres y sus niños— devino una endemia.
Si la fama del hijo del desierto alebronaba a los hom-
bres, sin excluir a los bien armados profesionales del
valor, ya puede imaginarse lo que ocurriría con las
mujeres, botín favorito de las tacuaras por una razón
doble. De un lado, en la población de los toldos, for-
mada originariamente por guerreros emigrados de la
otra falda de los Andes, la mujer estaba muy en mi-
noría. De otro lado, el auca, que sin duda no carecía del
todo de instinto estético, no era, ni mucho menos, ajeno
a la superioridad escultural de la hembra blanca: "ese
cristiana más alta, más pelo fino.., ese cristiana más
lindo", le dice un galán ranquel al coronel. Mansilla.

81
Fue en esas décadas, del 55 al 75, cuando el indio
—en la imaginación femenina, sobre todo— llegó a
cobrar casi la estatura de los elementos, a usurpar la
figura misma del demonio. Por su parte el indio, ce-
bando su orgullo en el éxito, llegó a sentir hacia los
huincas ese desdén magnánimo que los melenudos
sienten por los calvos.
El indio llegó a ser como la encarnación del de-
sierto cuyo misterio hacía tiritar hasta las crines y
el relincho del caballo de la civilización.
De boca en boca pasaban los datos del prontuario
del pampa. Que se atrevía a todo lo que puede atre-
verse el diablo y tal vez a más. Que aguantaba los
fríos como un abrojo y el sol como una chicharra.
Que era inmune al hambre, a la sed y a los mosquitos.
Que más de una vez había derrotado a la caballería
cristiana sólo con el olor... (G. E. Hudson: Una
cierva en el Richmond Park.) Que sólo conseguían
entrarle el remington y la viruela negra.
También se sabía positivamente que su caballo
—más indio que él y más guanaco que los guanacos-
era brujo: aguantaba las leguas y la sed hasta donde
se lo pidiesen; galopaba maneado, burlándose de las
boleadoras; rebotaba sobre los fangales y los méda-
nos: y sólo se dejaba montar por la zurda y por su
amo de vincha.
En cualquier caso, el malón estaba echando siempre
su sombra incendiaria sobre el pálido espanto de la
cristiandad pampeana, y tal vez los muertos sentían
allá abajo las ventajas de su seguridad cuando lle-
gaba el malón. El malón que llegaba casi siempre
delante del alba, trayendo de vanguardia la salva-
jina del desierto, aunque no lo denunciaban sólo eso
y el tropel: como el flautista que mueve los dedos
sobre los agujeros de la flauta, el auca llegaba gol-

82
peándose la boca con la zurda para modular mejor
ese aullido de guerra que obligaba al cristiano a tem-
blar por fuera y por dentro, el ruido más aciago
escuchado en la pampa e inolvidable para el que lo
hubiera escuchado una vez sola.
En un par de horas el malón aglutinaba siglos de
espanto. Al clamor, semiahogado de polvo de los ga-
nados rastrillados de las praderas y empujados al de-
c ierto, juntábanse los balidos humanos ahogados
de golpe en el degüello. "Según referencias —dice
Ramayón— Calcufurá dejaba carteles escritos con
sangre cristiana a la luz del incendio que coronaba
su obra". Con cartel o sin él, el malón se retiraba
con su vanguardia de centenares de miles de reses y
centenas de cautivas, dejando los campos entre un
anillo de incendios semejante al de Saturno.
¿ Quién podía salvar a las mozas y los niños en
medio de ese apocalíptico zafarrancho? Cruzadas so-
bre el lomo de los caballos para un paseo de ochenta
o cien leguas o más, las cautivas iban sumidas en el
soponcio o la agonía o tan preñadas de sollozos y
ayes que ya su garganta era una haga.
¡Vae victis! ¡Ay de los vencidos! Lo que fue el
destino de la mujer durante los trescientos milenios
del salvajismo, y durante buena parte del período de
barbarie, un historiador contemporáneo tan respon-
sable como Gordon Childe lo esboza rememorando
un detalle que echa manchas de leopardo sobre el
prestigio de la galantería masculina: "El progreso de-
cisivo realizado entre los años 4000 y 3000 antes de
Cristo consistió en traspasar la carga de las espaldas
de las mujeres al lomo de los asnos en el nordeste de
África o a carretas tiradas por bueyes en Asia An-
terior..
Y todo ello pese a que, como hoy está averiguado,

83
los inventos iniciales de la civilización —alfarería, ga
nadería y agricultura menores, hilado y tejido— fue-
ron obra femenina.
Nos nos asombre, pues, el anoticiamos que entre
las tribus araucanas a la mujer le estaba asignada la
función de esclava universal. Vale decir que el indio
se consagraba exclusiva y totalmente a las aristocráti-
cas funciones de cazar, guerrear y emborracharse, de-
jando a cargo de la mujer todas las tareas innobles
o antiviriles, digamos todo lo que significaba propia-
mente trabajo: amamantar y criar al hijo, moler, co-
cinar, lavar, hilar, tejer, traer agua, cortar y acarrear
leña a la espalda, y más aún: carnear las yeguas o
las vacas, preparar el charqui y la aloja, armar, des-
armar y trasladar los toldos, y todavía arrear el ganado
raptado en los malones, mientras los caballeros de
chuza y boleadoras cubrían la retirada.
Si esto ocurría en el terreno económico, no podía
esperarse algo muy fino en el terreno galante. Es
cierto que la mujer soltera gozaba de más que relativa
libertad, pero eso terminaba de golpe y porrazo en el
umbral del matrimonio. Todo sin olvidar que la poli-
gamia estaba establecida de hecho y derecho. ¿Que,,,
como en Asia y África , ella constituía sólo privilegio
de una ínfima minoría? Claro está: era privilegio de
los económicamente solventes, es decir, de los caciques.
Con ello queda insinuado que los indios muy pobres
debían acogerse a la soltería forzosa. Algo de lo que
debió ocurrir entre los' hebreos de tiempos de Salomón,
ya que según el Libro de los r.yes (su parte de verdad
debe de haber, pese a la exageración oriental) las
esposas del rey sabio se contaron por centenares,
De Mahoma se sabe que reformó el código galante
de los árabes, reduciendo a cuatro el número de es-
posas del buen creyente. Se sabe también que, corno

84
las mujeres no tenían acceso al paraíso musulmán, su
ausencia debió ser llenada con las inmarcesibles huríes.
Estos fugaces antecedentes no huelgan del todo por
lo que iremos viendo.
Es indudable que en el terreno sexual, como en
otros, las costumbres araucanas evolucionaron sin
pausa desde los apeñuscados y pluviosos valles de
Arauco y desde los días de Valdivia y Ercilla hasta la
Pampa relinchante y mugiente del siglo pasado. Las
causas son obvias. Los indios de Lautaro y Caupoli-
cán, dados su nivel inferior de barbarie y los flacos
y aguados recursos de Araucania, vivían en una so-
briedad casi de ascetas. Bien diferente de lo que ocu-
rriría en la Pampa de Calfucurá, cuya industria única,
llamada malón, producía en los momentos felices ren-
tas millonarias, y en los últimos tiempos hasta vino
de Burdeos y lociones de París.
Los caciques de primer rango como Yanquetruz,
Painé, los Catriel, Namuncurá, Pincén, y no digamos
el gran Calfucurá, llegaron a ser bastante más pode-
rosos que muchos señores feudales y muchos reyezuelos
de África. Que comúnmente la casi fabulosa riqueza
de sus botines fue agua o arena entre sus dedos y no
les sirvió para superar su barbarie obstinada en una
esterilidad de mula, conforme; pero les sirvió para
resguardar su aspérrima libertad y alargar la escala de
sus vicios.
Así, como consecuencia de los rendimientos del ma-
lón, sobre todo en cautivas rubias o morochas —más
codiciadas que las vacas mismas por el auca—, apare-
cieron los serrallos pampeanos, más rudos aunque
menos aciagos que los de Oriente ya que no incluían
el complemento de eunucos guardianes. Como el loro
de acerado pico y lengua enjuta prefiere a todas las
duras semillas del desierto la lechosa dulzura del

85
choclo, al auca le estría de sangre los ojos la gula de
la mujer blanca como el doble candor del alba sobre
el valle nevado. Lleva la añoranza de las cautivas
probables como herida cerrada en falso. Ante esa sola
imagen presentida la líbido araucana, atizada por el
aguardiente, relincha en sus vísceras.
La cautiva a su vez siente que todo se le vuelve
polvo y arena como ciertos trechos del desierto; que el
indio con su cara chata, sus pómulos salidos y sus
bigotes ralos se parece al puma, cuyo olor recuerda;
que su cara ignora la sonrisa y su risa aborta en hipo,
y sobre todo, que es la fiera que ha matado a su padre,
su marido, su hermano o su novio...
El vía crucis porque debía atravesar la cautiva cris-
tiana, cualquiera fuese su rango social, en el harén
de cuero de yegua y taburetes de cráneos de buey,
estaba más allá a veces del horror físico y mental que
puede aguantar la criatura humana. Al dolor trepa-
nante del desarraigo de su hogar, mezclado al recuerdo
de la hecatombe de los suyos y el incendio de su casa,
agregábase el de verse trocada de sopetón en herra-
mienta de afrenta y vicio de un consorte más o menos
cerdudo y con olor en enjundia revenida, cuando no
piojoso.
Quedaba el aclimatarse al relente vomitable del
toldo y a manducar bifes crudos de yegua, con liba-
ciones de sangre humeante en ocasiones. Y tampoco
terminaba aquí el derrumbe, pueá quedaban como
postre los celos de loba de las indias desplazadas del
lecho- del bajá de vincha, que sometían a la cautiva
a toda clase de fajinas, penurias y torturas, sin ex-
cluir la del castigp físico. Ni excluir algo menos
esperable: que las cautivas veteranas, envilecidas por
la servidumbre, casi araucanizadas del todo, ayudaban
al amo...

86
Huelga recordar que el látigo que el auca ahorraba
a su caballo lo gastaba en sus mujeres.
"Con rarísimas excepciones, los primeros años que
—los cautivos— pasan entre los bárbaros son un vía
crucis... Deben lavar, cocinar, cortar leña con sus
manos, hacer corrales, domar los potros, cuidar los
ganados y servir de instrumento para los placeres bru-
tales de la concupiscencia. ¡Ay de los que resisten!
Los matan a lanzazos o a bolazos". (Mansilla.)
Sólo que algunas veces la cautiva prefería eso a las
caricias del verdugo. He aquí, en dos palabras, la his-
toria de Petrona Jofré, una heroína oscura salida de!
pueblo (bastante más digna de recuerdo que muchas
inmortalizadas por la leyenda o la historia convencio-
nal), desafiando con sencillez épica la tortura y la
muerte, sólo por salvar su decoro y su sexo:
"Partía el corazón verla y oírla.
La tenía un indio malísimo llamado Carrapi. Esta-
ba frenéticamente enamorado de ella y ella se resistía
con heroísmo a su lujuria. De ahí su martirio. —Pri-
mero me he de dejar matar, o lo he de matar yo, que
hacer lo que el indio quiere". (L. V. Mansilla: Excur-
sión a los indios ranqueles.)
Que no se trata de una excepción solitaria lo dice
otro caso testimoniado por Mansilla:
"La habían cubierto de heridas, pero no había ce-
dido a los furores eróticos de su señor. La pobre me
decía contándome su vida con un candor angelical:
—Había jurado no entregarme sino a un indio que mc
gustara y no encontraba ninguno—. Era de San Luis.
No está ya entre los indios. Tuve la suerte de resca-
tarla". (op. cit.)
No nos escandalicemos. El trato diferido por el indio
a las cautivas era el mismo que el rufián —con
tolerancia de la civilización y de la policía— difiere

87
a su víctima: "Vea, señor, cómo castigaba el indio
—le decía otra esclava a Mansilla. Y mostraba los
brazos y el seno cubiertos de moretones empedernidos
y de cicatrices. —Así —añadía con mezclada expresión
de candor y crueldad—, yo rogaba a Dios que el indio
echara por la herida cuanto comiese. Porque tenía un
balazo en el pescuezo y por ahí se le salía todo, envuel-
to con el humo y. . .
Naturalmente el cautivo o la cautiva, considerado
cosa, era susceptible de compraventa como cualquiera
otra mercancía. El indio propietario de Petrona Jofré
pedía por ella "veinte yeguas, sesenta pesos, un poncho
de paño y cinco chiripaes colorados". El cacique Ma-
riano Rosas vendió a su secretario, el chileno Juan
de San Martín, "una chiquilla de catorce años que
había sido su querida". Se dirá, y con razón aparente,
que todo podía esperarse de semejantes bárbaros. Bien,
pero ¿en qué rango colocamos a los ricos chilenos, en-
tre los cuales figuraba el presidente Bulnes, que com-
praban a los pampas, el producto de sus malones, se
tratase de ganado de cuatro o de dos patas? "Los cau-
tivos fueron también artículo comercial y, vendidos
como esclavos, salvo las mujeres jóvenes que los indios
se reservaban, iban a morir trabajando bajo dura
servidumbre en los fundos de la nación trasandina",
(Leopoldo Lugones: El payador.)
La resistencia o la fuga del cautivo constituía siem-
pre lo extraordinario. Lo ordinario era la desespera-
ción, la resignación después, cuando sentía que ya su
tiempo estaba más allá de los relojes y los almanaques.
Lloraba ya sólo hacia adentro porque no tenía lá-
grimas que verter.
¿Escapar una cautiva de los toldos? Era algo tan
sobrehumano como escapar de los calabozos de la In-
quísición o de Satanás. Guinnard es quien cuenta de
88
una cautiva sorprendida en un comienzo de fuga,
que fue golpeada con cueros primero y después estu-
prada por veinte cerdudos. Como se volviera loca, la
degollaron para que no sufriese más...
Cunninghame Graham cuenta de una prima donna
cautivada en el camino de Mendoza a Córdoba. ¿Fue
la misma que, según Zeballos, logró salvar el coronel
Baigorria, entonces equiparado a cacique ranquel, y
que casada con él por gratitud, terminó dejándose
morir de pena?
Era la única posibilidad de escape, pues sometida a
una insomne vigilancia, hasta el suicidio le estaba ve-
dado a las cautivas.
Dejemos hablar ahora al defensor de pobres y au-
sentes. ¿Que el cacique Ramón tenía cuatro esposas,
como los musulmanes ricos, Mariano cinco, Pincén
doce y Calfucurá treinta y dos? Pero el tremendo Epu-
mer era unígamo y muchos indios no tenían mujer, o
no la tuvieron nunca como San Pablo, y ni siquiera
podían acogerse a la poliandria, porque la prostitución
no existía en los toldos.
¿El serrallo, institución de lesa-humanidad entre
todas? Sí, pero al menos el de los pampas no incluía
su complemento más nefasto, el de los cunucos. Y
no olvidemos que en la Santa Biblia se lee que Salo-
món, el rey coronado de sabiduría por Jehová, tuvo
setecientas esposas y trescientas concubinas. (Libro de
los reyes, II, 3.) Ya sabemos que el harén fue privile-
gio de todos los monarcas de Oriente, y que los sultanes
lo tuvieron hasta ayer no más y aún se mantiene
vivito y coleando en Persia y Arabia. Y también que
en el siglo de la Revolución Francesa Luis XV tuvo
su Parque de los ciervos, un harén regenteado por
monjas, es decir, católico. Y viniendo a nuestra Amé-
rica y para aludir a un solo caso, digamos qué se iba
89
a ruborizar de Calfucurá el general Urquiza, si él
era tan fértil como los patriarcas de la vieja Mesopo-
tamia o los ríos de la nueva...
¿La brutalidad sexual de los pampas? Ya vimos
que era vomitable. Sin embargo no peor que algu-
nas de la civilización occidental cristiana: "El cc_st rato
que hacían de prima donna era el favorito del carde-
nal Borghese. Roma, la santa, obliga de este modo
a cultivar la pederastía". (Casanova: Memorias.)
¿Cómo podrían los cristianos tirarles la primera
piedra a los pampas si, como veremos mejor más ade-
lante, eran aparceros suyos en su más puras barbari-
dades o iniquidades?
Ya vimos que en su mocedad el teniente Manuel
Baigorria se vio obligado a acogerse al derecho de
gentes de los ranqueles. Era hombre medio aficionado
a libios y con no pocas prendas de caballero —para
no aludir al desmesurado arrojo de su lanza— pero
precisaba someterse y se sometió al predicado de la
vida salvaje. Formó toldería aparte y con los años
llegó a congregar una colonia de refugiados cristianos
en número no inferior a trescientos. No sólo se hizo
respcar y querer de los indios, sino que éstos lo
erigieron en algo isí como un cacique general honora-
rio, aunque nunca tomó parte en sus malones. Para
evitar un buen día su eliminación, tramada por algu-
nos capitanejos celosos, debió casarse con la hija del
cacique maor, que se había prendado de él.
En realidad terminó resignándose con el tiempo a
un puñado de esposas, no todas indias. Lo peor del
caso fue que con su tolerancia —y más presumible-
mente porque no pudo impedirlo-.-, entre la republi-
queta de inmigrantes cristianos que él gobernaba y las
tribus se estableció un comercio de carne blanca, y
no de aves, por cierto, sino de mujeres cautivas.

90
Ahora, y para no mentir a sabiendas, hay que de-
cir que no todos los indios eran como los cristianos los
veían, roñosos y con cara y genio de perro. Los caci-
ques Baigorrita y Ramón eran hijos de cautivas, y de
Pincén se decía que en su niñez fue raptado en Renca.
Ramón y Mariano se bañan todos los días, aun Cii
invierno, y sus toldos son bastante más limpios que
las postas y los ranchos pampeanos, y en cuanto al de
Cuniapán. es flor de aseo. Los Catriel se asociaron al
cristiano para robar a sus propios indios, mientras Ca-
fulcurá y Mariano reparten todo el honrado fruto
de cada malón entre los suyos. Catriel, Renquecurá,
Alvarito, el Indio Blanco, son modelo de bellacos;
Ramón, Casimiro, Saihueque y Baigorrita son a su
modo, como el mejor gaucho, caballeros cumplidos.
Namuncurá escapa sacrificando a los suyos para am-
parar su fuga; Baigorrita muere defendiendo su li-
bertad y su honor como una leona sus cachorros.
Consignemos de paso una muestra del respeto de la
civilización hacia las cautivas de enfrente: "La mayo-
ría de los soldados que habían marchado sin mujeres,
se unían a las indias autorizados por el comando ge-
neral como un medio de dulcificar los rigores de la
campaña y de la temperatura glacial". (Schoo Lastra:
El indio del desierto).
Ya se advertirá la galante solicitud con que nuestro
jefes militares buscaban evitar a sus soldados lo
peligros del enfriamiento excesivo ahorrando gastoi
al cuerpo de sanidad.
Volviendo a nuestras cautivas, sobra decir que su
rescate, para las pocas que llegaba a darse a tiempo
equivalía a una resurrección. Fotheringham cuenta d
una cristiana sustraída a los tobas que, trastornadz
de júbilo celestial, sólo atinaba a besar las manos
sus redentores.
91
En cuanto a las que desafiaban el berrinche de lava
desbordada del pampa, su heroísmo debe ser puesto por
encima del guerrero para contrabalancear de paso el
chisme o leyenda que anda por ahí de que las cautivas
de cierta tribu rehusaron el regreso a sus hogares que
¡eS fue propuesto. El caso, de ser veraz, sólo pudo darse
por la araucanización total de víctimas raptadas en
la niñez, o en madres obligadas a separarse de sus
hijos habidos en la cautividad, que es el caso relatado
por Mansilla en el más inolvidable, pasaje de su libro,
el de doña Fermina Zárate, de la villa La Carlota,
a quien el cacique Ramón le otorga el pasaporte de
regreso:
— Y por qué no se viene usted conmigo, señora?
—le dije.
—;Ah!, señor —me contestó con amargura—. ¿Y
qué voy a hacer yo entre los cristianos?
— Para reunirse con su familia. . Y o la conozco.
todos se acuerdan de usted con cariño..
-¿Y mis hijos, señor?
— Sus hijos...
— Ramón me deja salir a mí, porque realmente no
es mal hombre; a mí al menos me ha tratado bien,
desde que fui madre. Pero mis hijos, mis hijos no
quiere que los lleve.
No me atreví a decirle: Déjelos usted; son hijos de
la violencia. ¡Eran sus hijos! Ella prosiguió:
— A demás, señor, ¿qué vida sería la mía entre los
cristianos después de tantos años que falto de mi pue-
blo? Y o era joven y buenamoza cuando me cautivaron.
A hora, ya ve, estoy vieja. Parezco' cristiana porque
Ramón me permite vestirme como ellas, pero vivo
como india, y francamente me parece que soy más
india que cristiana, aunque creo en Dios, como que
todos los días le encomiendo mis hijos y mi familia.

92
— A pesar de estar usted cautiva, cree en Dios?
-¿Y Él qué culpa tiene de que me agarraran los
indios? La culpa la tendrán los cristianas qué no
saben cuidar sus mujeres ni sus hijos.
La cosa vedada está dicha por doña Fermina Zá-
rate, como no se atreve ni a insinuarla aun, ninguno de
nuestros historiadores de corte, que otros no tenemos.
Marcada queda la distancia que va de la religión y
la civilización, tan rampantes aun bajo sus ornamen-
tos, a lo qu constituye la mayor cima de la tierra: la
decencia humana. Qué piropo para Mitre y los suyos,
de un lad y para Urquiza y los suyos del otro, y para
todos lo omerciantes, estancieros, bolicheros, provee-
dores, pagadores, jueces de paz, políticos y comandan-
tes de frontera que, en su comezón de llenar su bolsa
y su vanidad, empujaron al infierno araucano a buena
parte de lo que debe ser la reserva más intocable de
cualquier agrupación humana: sus mujeres y sus niños.
El titulado comandante Salvo por el gobierno chile-
no, el Brujo, por los rotos, y el Machi, por los indios,
era un mestizo chileno que hizo pacto con el diablo
para teledirigir malones lanzados sobre la pampa. En
1871, un jefe argentino escuchó en Marilef, de boca
de un viejo indio de Arauco, noticias del Brujo y
recuerdos de sus buenos tiempos, entre otros de un
malón sobre los campos del Azul y su regreso con
botín de ley: los miles de vacas adelante y, de reta-
guardia, el cargamento de mercancías y cautivos.
"Sobre los cargueros, mujeres amarradas como tercios
de sobprno". Sobre las grupas niños abofeteados de
tarde en tarde para acallarles el llanto. Como se pre-
cisaba ponerse fuera de alcance del ejército de línea,
no se hizo alto hasta llegar al paso de Amuyilín, donde
el Pichi Mahuida se deja cruzar por el Colorado.
(Allí, como frente a Chocle Choel o la desembocadura

93
del Neuquen, innumerables esqueletos que parecían
recuerdos de alguna batalla, lo eran sólo de cautivas
que no sobrevivían al viaje).
No por amor a lo lúgubre, o vocación de lo patéti-
co, sino por obligación de destapar la moral de
"sepulcros blanqueados" de aquella sociedad, madre
de la de hoy y, tal vez con la recóndita esperanza
de evitar la recidiva de un achaque evitando sus cau-
sas, evoquemos la escena.
¿ Que el corazón del indio era más duro que sus
talones? ¿Que ni toda la salmuera del Chadi Leuvú,
el Jordán de la Pampa india, bastaría a lar sus es-
tupros y degüellos? ¿Que el cristiano veía en el indio
la panoplia íntegra de la brutalidad y la crueldad, del
robo y la mentira? Razón le sobraba, pero él no era
mejor y en cambio cargaba con toda la responsabili-
dad de la civilización frente a la barbarie.
Lo cierto es que el juego de intereses actuante entre
ambos, que barbarizó al civilizado, degeneró al bárbaro.
Entonces su insensibilidad al mal ajeno fue absoluta.
Así el destino de la cautiva, condenada a ser la es-
clava integral de alguien que apenas se parecía ya a
un hombre (con frecuencia un viejo con más arrugas
que un prepucio), era el más exquisitamente acerbo y
afrentante que puede caer sobre una criatura humana
—noche de espanto y de llanto sin una sola estrella.
Pero así debía ser, lo evitable debía volverse fata-
lidad para que las estancias, los mostradores y las
figuraciones próceres de ambos lados de los Andes
tuvieran auge.
Volvamos a nuestro relato. En Amuyilín, fue, pues,
el primer alto, después de cincuenta horas de marcha.
Allí se pasó revista. De los setenta cargueros faltaban
once, con mujeres y niíos extraviados en el desierto y
destinados a los cuervos, o ahogados en el cruce de

94
los ríos. Otros, llagados por las ligaduras, llegaban
moribundos. De ellos el viejo malonero recordaba con
precisión de ojo de gavilán el caso de una joven de
apellido Araujo, hija de una familia que había perecido
toda en la casa incendiada:
"La relación de los sufrimientos que habían ulti-
mado a la joven es algo que estremece. Desearía no
estar comprometido a repetirla. La niña infeliz había
sido asegurada sobre el carguero con dos látigos, que
a la vez que detenían sus manos y sus pies, acertaron
a estar cruzados diagonalmente sobre el vientre. El
roce continuo de cincuenta horas de marcha realizó lo
que puede llamarse una horrorosa novedad entre los
suplicios: ¡ el dolor, aumentando pausada y suavemente
desde la simple escoriación a la perforación profunda,
como si se dijera un puñal penetrando durante largas
horas por décimos de milímetros hasta hundirse todo
entero sin que el paciente dejase de existir!. . . Los
látigos comenzaron a gastar y cortar los vestidos, si-
guieron desgarrando la piel y concluyeron por abrir
ancha boca de salida de los intestinos... ¿ Cuál de
entre los mártires que cuenta la historia humana
habrá experimentado mayor suplicio?". (Mapuche:
El Brujo.)
Esto se pregunta Mapuche (¿ pseudónimo del gene-
ral Olascoga?) y con harta razón. Sí, se trata de un
apoteosis del horror, pero no toda a cargo de los
indios: la mitad, o más, debe ser apuntada en la
contabilidad de los negocios cristianos de la época,
ya lo dijimos.
Y no podemos olvidar a las milicas, las cautivas
voluntarias del ejército.
Para muchos lectores no dejará de ser novedad el
saber que en muchos de nuestros ejércitos del siglo
pasado militaban mujeres. En los de la frontera con

95
el indio su presencia fue sencillamente el seguro del
éxito. Numéricamente, en la campaña de 1879, lle-
garon a constituir un tercio de las tropas. Pero su
gravitación fue superior a su número. Lo que no
habían logrado los castigos inhumanos ni el pelotón
de ejecución lo lograron ellas: contener la deserción
incontenible.
El gobierno militar se vio, pues, obligado a consi-
derarlas parte integrante de la tropa y someterlas a
los mismos deberes, aunque de derechos nunca se
habló a las claras. Queda a cargo de la imaginación
del lector responder a la pregunta: si la vida del
gauchisoldado estuvo un poco por debajo del común
horizonte humano ¿a dónde llegó la de la gauchisol-
dada? Los informes al respecto son tan infrecuentes
como la llegada de los pagadores, pero los hay.
"No conozco sufrimientos mayores que los pasados
por las infelices familias de aquellas tropas, obligadas
a marchar de noche o de día largas distancias con sus
hijos al anca de una cabalgadura, cubiertas de polvo,
con sed, con hambre, con frío; pobres mujeres, tenían
que someterse forzozamente, que subordinarse a las
mismas circunstancias de la tropa, so pena de perecer
perdidas en la soledad del desierto. En las marchas,
generalmente al toque de diana, seguía el de ensillar
y... seguramente no habían desayunado ni ellas ni sus
hijos cuando el toque de atención prevenía para mon-
tar y luego el de marcha. . .". (Prado.)
¿ Deberes? Se los supone: desde el lavado a la co-
cina, desde el arrear caballoá a atender heridos o
enfermos. Huelga decir que no figuran en los infor-
mes ni en las crónicas militares. ¿Para qué?
Tampoco existen para la historia.
Y sin embargo, ellas ganaron la guerra Contra el
indio. ¿Que no eran monjas, aunque pudieran ser

96
algo mejor? Muchas eran casadas; otras no. Y tam-
bién las habla que se casaban con varios soldados
sucesivos
¿Qué es el mundo sino un puro cementerio donde
el sexo, único vencedor de la muerte, es una ausencia?
Si, esas mujeres ganaron la guerra contra el indio;
ellas, que defendieron al soldado de la roña y los piojos,
y de la soledad y la desesperación, cortándole en seco
la desenvainada tentación de la fuga (¿no ataban los
egipcios camellos salvajes con sogas de papiro?) gravi-
taron más en la decisión de esa guerra que os fusiles
de Levalle o V illegas, que la estrategia de. Roca.

97
CAPíTULO V

LA CONQUISTA A NGELICA L

El más viejo abuso con la confianza pública de


parte de los historiadores de toda sociedad de ciases
es presentar la guerra como un asunto puramente
bélico y la religión corno un misterio sacro cuando
ambos fueron y son prácticas principalmente econó-
micas. Ya lo veremos: el negocio y el medro detrás de
la fanfarria o de la cortina de incienso.
Así fue desde los comienzos. Toda religión empieza
por el ombligo. El hombre neolítico estableció con
los primeros dioses un trueque de conveniencia bilate-
ral: se sacrifica la res o pieza más preciada a cambio
de lluvias y buena caza, por ejemplo. (Max Weber:
Economía y sociedad.) Tal como el asceta que sacri-
fica su sexo o su apetito a cambio de una buenaventu-
ranza inacabable en la jubilación del más allá...
Ya organizadas en clero, las castas sacerdotales se
reservan el lugar, no sólo más alto, sino más descan-
sado y fructuoso en la colmena social, y desde luego
privilegios de excepción, "El sumo Sacerdote entró en
el huerto de los pobres". (Inscripción sumeria del III
milenio a. C. Gordon Childe: W hat happened in
history?)
El clero brahamánico no sólo dieta los dogmas y

98
leyes que organizan la sociedad de castas cerradas —la
más bellacamente inhumana del mundo— y se reserva
los favores más codiciables en ocio, honores, riquezas y
mujeres, sino que se declara parte integrante de la
divinidad suprema, Brahama: "No olvide el rey que
una plegaria del brahaman puede acabar con sus
ejércitos, sus caballos y sus carros de guerra" (Código
de Manú). "Los brahamanes, dice Hegel, carecen de
todo escrúpulo respecto a la verdad". "Codiciosas,
mendaces, concupiscentes". "No hacen más que co-
mer y dormir, según un inglés". "El indio de otra
casta ha de prosternarse ante el brahaman diciendo:
eres Dios". "Los deberes conyugales quedan en sus-
penso cuando los brahamanes apetecen a las mujeres".
(Hegel: Filosofía de la historia universal.)
"Craso vino a Jerusalén y se apoderó de todo el
dinero del tem p lo, lo mismo que de todo el oro no
acuñado que ascendía a ocho mil talentos. Y de una
cadena de oro que pesaba trescientas minas (750 li-
bras) *' . (Josefo: A ntigüedades judaicas.)
"Esto asciende aproximadamente a doce millones de
dólares, y sin embargo ci templo pronto se llenó otra
vez", (Kausky: Los orígenes del cristianismo.)
"El 60 % del alto clero inglés es accionista de las
fábricas de armas". (Harold Lasky.) "Un diario ita-
liano avaluó la cartera de acciones del Vaticano en
das mil millones de dólares". (G. Latini: Las finanzas
de la Iglesia.)
Recordemos de paso que en la Edad Media la
iglesia cristiana fue el mayor de los señores feudales
de Europa, es decir, de un tercio de las tierras de la
cristiandad, y que en España, después de la expulsión
de moros y judíos. la iglesia se repartió con la Corona
y la Mesta las tierras de los desterrados.
Ya sabemos lo que pasó en América. Mientras el

RZ
indio se vio forzado a abrazar la religión católica, los
cristianos —tonsurados e intonsos— abrazaban las
tierras y mujeres de los indios.
Puede decirse que sin la mediación de los abande-
rados de la fe —toreros de sotana— los conquistadores
de América la hubieran conquistado, pero no sometido.
Todo intento del indio de defender su libertad o
sus bienes era un pecado contra Cristo y María San-
tísima. Constituía obra de caridad apostólica decapitar
a tamaños infieles a fin de enviar cuanto antes su
alma al paraíso.
¿Que el Marte azteca deleitábase con la vista de
corazones humanos recién extraídos? Preciso es con-
venir que el Dios mejicano era tan analfabeto como el
de Abraham y Felipe II, y fuera preciso poner en la
balanza a los sacerdotes de Huichulobos y a Torque-
mada y los suyos, y cotejar los pesos. Y todavía quién
sabe... Díaz del Castillo cuenta de un mejicano que
le perdonó la vida a un prisionero español, le atravesó
las narices con un travesaño litúrgico y lo casó con su
hija. En todo caso, el contraste entre la fervorosa
brutalidad de los abanderados de Cristo (exasperada
más quizás porque su víctima "se bañaba todos los
días") y Moctezuma (que herido por Alvarado recha-
zó las vendas de sus verdugos) debió ser tan grande que
conmovió a los mismos piadosos hijos de Castilla: "los
soldados lamentaron la muerte de Moctezuma corno
si hubiera sido su padre". (Bernal Díaz del Castillo:
V erdadera historia de la conquista de Nueva España.)
Es sabido que el financiador de la conquista del
Perú por Pizarro y Almagro fue el curita Luque, que
sacrificó veinte mil pesos en barras de oro, y no la-
mentó las aventuras porque multiplicó varias veces
el capital y llegó a primer obispo del Perú...
En cuanto al desempeño del clero español en el

100
Perú, reducido por la colonización a las dos muletas
de la servidumbre y la miseria, nada más edificante
que la interminable serie de intrigas y barrabasadas
consignada por dos hombres de ciencia y enviados
secretos del rey de España en la segunda mitad del
siglo xvm, los cosmógrafos Antonio de Ulloa y Jorge
Juan; '"rodas estas desdichas sufren los miserables in-
dios con sus curas, los que debiendo ser sus padres
y defensores Contra las sinrazones de los corregidores,
puestos en conformidad con éstos, emulan en sacar en
competencia el usufructo de su incesante trabajo".
Cuando los indios quieren oponerse a las vejaciones
de los corregidores, éstos los acusan de rebelión, impu-
nemente, "seguros de que los curas no pueden contra-
decirlos en el tribunal por hallarse aun más culpables
que ellos".
"El cura del pueblo llamado Mira, aunque moderno
en el curato, quiso oprimir a los indios desde el prin-
cipio, intentando despojarlos de todas sus tierras,
adjudicándoselas a sí propio, y haciendo que los indios
las cultivasen". (Noticias secretas de A mérica.)
Pero hay un testimonio no menos ilevantable como
que viene del propio Tupac Amaría: "Por otra parte
se veían también hostigados por los curas, no menos
crueles 'que los corregidores para la cobranza de sus
obvenciones que aumentaban a lo infinito inventando
nuevas fiestas de santos y costosos guiones con que
hacían crecer excesivamente la ganancia temporal, pues
si el indio no satisfacía los derechos que adeudaba se
lo prendía cuando asistía a la doctrina y explicación
del Evangelio, llegando a tanto la iniquidad que se
le embargaban sus propios hijos. . . ". (De Angelis:
Colección t. IV , citado por Mercedes de Gandolfo en
Biografía olvidada [inédita].)
En cuanto a las famosas misiones jesuíticas del Pa-

101
raguay el juicio histórico irreversible ha sido hecho
entre nosotros por tres de nuestras autoridades mayo-
res: D. F. Sarmiento (A mbas A méricas), Paul Grou-
ssac (V iaje intelectual) y Leopoldo Lugones (El im-
perio jesuítico.)
"De los informes y cartas, libros de consultas, sen-
tencias de tribunales resultan superabundante y de-
finitivamente demostrados los capítulos siguientes:
ejercicio del comercio con defraudación del fisco y
contrabando organizado; compra y venta de esclavos;
relajación de las costumbres; riquezas obtenidas con
el trabajo servil; avasallamiento del indio". Basta,
pues, de alegatos.
"Fue un sistema de grandes encomiendas, mucho
mejor organizadas y productivas que las otras..
"Empero la peor analogía. . fue el ralear pavoroso de
los encomendados; los yerbales de Misiones consumían
proporcionalmente casi tantas vidas humanas como las
minas del Perú y Méjico". "En el centro de la plaza,
atados al rollo, una docena de indios, culpables de
ratería, borrachera, riña o delito mayor!— ina-
sistencia a los oficios, reciben los condignos azotes en
carne viva, después de lo cual, chorreando sangre,
van a arrodillarse ante el padre presente y besarle la
mano, dándole las gracias: ¡A guyabeté cheruba!".
"La promiscuidad sexual en estas cuadras no consta
positivamente, pero sí, fuera del asqueroso desaseo, el
régimen de inmoralidad que reinaba en las reduccio-
nes así como los innumerables casos de materia lúbrica,
de que vienen acusados, no ya los indios, sino los
padres". (Paul Groussac: El viaje intelectual, 2
serie.)
¿Falta algo? Sí, lo de más fondo: la pedagogía
religiosa, rival de la de los brahamanes, perfeccionada
al grado de trocar al hombre en la negación de sí

102
mismo, expresado por la acción de la víctima que
besa lleno de gratitud la mano del verdugo... Ego
sum ¿'ermis et non horno (Salmos.)
Explotación en profundidad, contrabando, trata de
esclavas, codicia y lucro sin contralor, aberración
sexual, reducción de la criatura humana a suhperio,
todo eso llevado hasta el punto de merecer la expul-
sión, por orden real y autorización papal de la casi
omnipotente Compañía. ¿Cómo se explica --se pre-
guntará el lector— que esa congregación, rea de se-
mejante antología de infamias, fuera sacada un día
del estercolero, reintegrada al uso de sus privilegios y
encargada de la educación de lo mejor ubicado de la
cristiandad? ¿ Error incomprensible? No, la explicación
se la dio Napoleón en una carta al conde de la Loyre:
mientras una pequeña minoría esté apoderada de los
bienes de la tierra, la religión, que apacigua a los
desposeídos con la promesa de un mejor reparto de
bienes en ci otro mundo, será indispensable para iii
conservación de los privilegios, y los jesuitas se han
acreditado como los mejores pedagogos de la servi-
dumbre. ¿ Estamos?,..
Pero vengamos a nuestra tierra y nuestros indios.
Digamos, antes de seguir adelante, que los jesuitas,
corriéndose del Paraguay al sur, habían hecho tam-
bién de las suyas en nuestra Mesopotamia Q "En total,
las tierras confiscadas a la Compañía de Jesús por el
virrey Bucareili en virtud de la orden de expulsión
de los dominios españoles alcanzaban a unas mil
doscientas leguas cuadradas". "La valuación de esos
campos arrojó un capital de setenta y dos millones.
cuatrocientos ochenta y tres mil novecientos diecisiete
P esos oro". (Jacinto Oddone: La burguesía terrate-
niente argentina.)
En 1570 se creó la diócesis del Tucumán, con sede

103
en Santiago del Estero. Aquí no había minas de oro y
plata como en loe dos Perúes, ni vacas a rodo corno
en el Rio de la Plata desde comienzos del siglo xvii.
Pero había algo equivalente: una agricultura de tra-
dición incaica y una densa población de labradores
indígenas. El algodón, citado ya por La Biblia y por
Heródoto. introducido por loe árabes en España en e'
siglo xi floreció en el Tucumán mejor que en su
lugar de origen y más blanco que la plata de Potosí
y más copioso que las vacas pampeanas...
¿Se pensará que los pioneros de esta espumosa in-
dustria que convfrtió a la zona tucumanense en uno
de 10 ombligos algodoneros del continente, fueron
algunos industriales flamencos o judios? No, fue obra
benemérita de los primeros obispos del Tucumán. El
padre Victoria, que tuvo "veinte mil indios encomen-
dados, cada uno de los cuales le producía de cuarenta
y cinco a cincuenta pesos por año" —y fue el primer
evangélico introductor de esclavos negros— y "estaba
públicamente amancebado con Juana López, mujer
de Juan Navarro" y "dijo que quisiera más ir a Potosí
que no al cielo".
Y el obispo Hernando de Trejo, ilustre fundador
del claustro universitario de Córdoba y no menos
ilustre traficante de ébano vivo, según acusación del
propio rey Felipe III. Y el obispo Maldonado, insig-
ne por su lujo y sus perfumes de sátrapa y su fervor
por las doncellas, tan incontenible y acrobático que
"una noche le vieron escalar una casa pegada a la de
su vivienda", y al amanecer se supo "que había vio-
lado a una doncella honrada... ". (José Toribio Me-
dina: La inquisición en el Río de la Plata; Mercedes
B. de Gandolfo: Biografía olvidada; Emilio Con¡:
Historia de las vaquerías en el Río de la Plata; Rodol-
fo Puigrós: De la colonia a la revoluciói.)

104
Se producían tantos frailes en Europa —para nó
hablar de la encapuchada España— que no demora-
ron en abatirse sobre América como los loros sobre un
maizal con choclos, en toda su abigarrada variedad:
dominicos, franciscanos, lazaristas, mercedarios jesui-
tas, jerónimos y demás sinónimos. Y no se crea que
sólo los capuchas del Paraguay y del Tucumán tu-
vieron esclavos. También hubo negreros tonsurados
en Venezuela y Nueva Granada. (Germán Arciniegas:
Biografía del Caribe.)
En nuestro país, los misioneros invadieron por todos
los costados --Santa Fe, el Chaco, Entre Ríos, Salta--
y siempre exhibiendo una capacidad de explotación
menos torpe, pero más infernal que los laicos. Cuando
los cronistas de nuestra historia cuentan de las reduc-
ciones de Concepción del Bermejo y de San Fernando
destruidas por los indios, dejan sospechar que lo hacían
de puro salvajes e ingratos y no, corno ocurría desde
iuego, para evitar la tumba anticipada.
Ya está visto y dicho por muchos memorialistas que
el primer malón consignado en la historia fue en rea-
lidad un contramalón, es decir, un mero retruque de
los infieles a la apostólica brutalidad de los fieles.
En 1649 el capitán Ponce de León, desde tierras
chilenas llega hasta las del Neuquen a cazar indios
puelches para venderlos como esclavos. Vuelve con
trescientas piezas.
El gobierno español de Chile, después del guante
de hierro, usa el de seda. Envía al padre Rosales a
prometer a la indiada erizada de flechas que no se
repetiría el malón. En 1659 otra entrada depredato-
ría, traída por los cuiados del gobernador, obliga a
una nueva embajada del padre Rosales, que se corre
hasta Nahuel Huapi y consigue aplacar la bronca
devolviendo los cautivos. En 1666, un maese de campo

105
llamado inconscientemente Verdugo autoriza una nue-
va descomedida visita, y esta vez es enviado de ami-
gable mediador el padre Mascan, que aprovecha tan
propicia ocasión para explicar a los indios los misterios
de la Trinidad, la Eucaristía y el Bautismo ("en nom-
bre de la Santísima Trinidad... tomaba posesión de
estas almas", reza la crónica) y para expedicioiar
cuatro veces al sur en busca de la Ciudad de los
Césares, es decir, de oro. Sólo que en el cuarto viaje
la flecha puede ms que el crucifijo, y el padre
Mascan pasa a mejor vida. En 1703 llega al Nahuel
Huapi el padre den Meeren o de la Laguna, también
jesuita, que hace sudar a los indios chilenos que trae
consigo hasta alzar una bien plantada iglesia, pero
ocurre que en la ocasión humilla a los indios una
epidemia de disentería y como se la achacan a la
"chiñola española", como llamaban a la Virgen de
yeso llevada por Laguna, resuelven deshacerse del
introductor.
Pero los jesuitas son volvedores como los cometas.
En efecto, en 1715 viene el padre Guglielmo. mas
como los indios desconfían de su empeño en redescu-
brir el perdido paso del Vuriloche, se deshacen de él
con, un brindis de chicha emponzoñada.
Ya se ve. Detrás de la máscara religiosa, los buenos
padrecitos buscan oro o reabrir un paso cerrado, hace
tiempo, sin duda, por los indios mismos para evitar
visitantes sin tarjeta.
El padre Elguea, arribado en 1717, no tiene mejor
suerte. Como durante un período de hambruna se
niega a aliviarla con algunas de las vacas gordas de
la misión, los indios asaltan el recinto y barren con
todo, dejando a la Virgen en traje de Eva "despo-
jándola del manto de brocato y de las sedas que cu-
brían el pudor de su virginidad", y coronan su obra

106
emborrachándose a cáliz volcado con el vino de la
consagración y chantándose las casullas a guisa de
ponchos y prendiéndole fuego a todo, menos a la
Virgen a quien sospechan no menos alevosa que
Huecuvú, el diablo mapuche. (Gregorio Alvarez:
Donde estuvo el paraíso; Carlos Bartomeu: Él perito
Moreno.)
Naturalmente, si la evangelización falló en las faldas
de los Andes no era de esperar mejor suerte en las
sabanas de la Pampa.
En la medida en que la raza araucana había sido
siempre libre, conservaba no sólo altivez y firme con-
fianza en si misma, sino una natural perspicacia. Olía
al vampiro vestido de sotana.
Un cronista cuenta que en 1775, el cacique Gale-
lián y sus compafieros, de las sierras de Buenos Aires,
fueron cautivados y enviados a Espafia. En el barco
se alzaron '.' lucharon, usando las balas de ca6n como
bolas perdidas. Vencidos, buscaron refu gio entre los
tiburones. (Sánchez Labrador: Los indios puetches.
pampas y patagones.)
"Jamás ninguno de ellos se ha hecho cristiano, sino
a la fuerza. Son libres". (A. D'Orbigny: El hombre
americano.)
En la Pampa todos los intentos evangelizadores fra-
casan de entrada como un puma en el arenal insolado:
el de la reducción de los franciscanos en el pago de la
Magdalena en 1600; el de los dominicos, poco des-
pués; el de los jesuitas Strobel y Cherino, en 1740, a
orillas del Salado; el de los padres Falkland y Cardiel,
también jesuitas, en 1776, sobre el cabo Corrientes.
El mismo Sánchez Labrador cuenta el caso de un
indio que se negaba a dejarse cristianar, confesando
que si él robaba y mataba, los cristianos hacían lo
107
mismo: "Prefiero ser un buen indio a un mal cris-
tiano". La lógica era aristotélica.
Se dirá que el pampa era irredimiblemente salvaje.
No parece haber sido esa la verdad, sin embargo.
"En la pampa no se hacen prisioneros... Cada
parre acusa a la otra de haber impreso a la guerra este
carácter desp iadada, y es nenoso agregar que, según
testimonios imnarciales, serían los cristianos --en nom-
bre de las antiguas leves de Castilla— los primeros en
dar estos tristes ejemplos". Eso dice Ebelot ( ob. cit.)
No faltan ciernulos de Que cuando el blanco —y
rneior si no llevahn cogulla— lo trataba con remeto
y svnnatía ir,snirndole confianza, el ma puche podía
ortars cefi' ) un rahallero y aun como un nio. Don
Frnncicn Ramo Meía. duefio de una estancia ubi-
rada en la zona más nellirrosa del sur de Buenos Aires,
llegó no sólo a hacerse res"etar, sno cuerer y tal vez
venerar de los namnas: "Tomá Pancho, esto hallan-
do", decían al entregarle alguna p renda dríada caer
a nropóto p or el e'tncjero. Hacia 1806, l alcalde
chilnn. Luis de la Cruz, recorre con increíble y sen-
cillo éxito los cientos de le guas de desierto, de neligro
y de indios que hay entre la Conce p ción chilena y
el Mehincué santafecino, El ma puche Pueimanc le sirve
de guía y valedor entre los su y os. Así, haciéndose pre-
ceder de saludos y re galos, traba buena amistad con
Carrupilum u Oreja verde, cacique de los ranqueles,
quien le cuenta que no hizo caso de un llamado del
virrey porque él también es virrey entre su gente y
su tierra. Al despedirlo, su aguerrido baquiano Puel-
mano, le dice: "Has sabido ganarnos el corazón".
Ya veremos la acogida no sólo amistosa sino tutelar
que los caciques Casirniro Saihueque, Inacayal y Foyel

108
brindarán a Jorge Musters, Bejarano y Francisco P.
Moreno.
Creemos haber evidenciado hasta lo meridiano que
la gente de uniforme talar ("la especie más dañina
de parásito", dice Nietzsche) ha sido en todo no sólo
el aparcero sagrado d' la clase explotadora, sino su
punta de lanza más aguda. ¿Cómo se explica que aún
en nuestros días sobrenade el mito de su misión espi-
ritualista y redentorista? Precisamente por la nece-
sidad de ocultar su verdadera condición y la de su
santo servicio que presta al resto de la tribu usurpa-
dora. Lo mismo ocurre con el otro sector mellizo suyo
en descanso profesional, el de las armas, que viste su
parasitismo rapaz de austeridad, pundonor y sacri-
ficio. He aquí dos apreciaciones a propósito de la
última campaña contra el indio. "Ese crisol de auste-
ridad viril que es la vida castrense". "La acción con-
tundente de las armas había de combinarse con el
bálsamo de la persuación y la caridad apostólica". Eso
dice hoy uno de nuestros jefes militares. (A. A. Clifton
Goldnev: Nainuncurá.) ¿Ingenuidad? ¿Simulación?
Nada de eso, sino la confesión inconsciente de que la
tijera esquiladora de pueblos indios tiene dos piernas.
Nada podía faltar en la final Campaña del desierto,
la de 1879, la vieja farsa de la conquista espiritual
que aquí resultó más diáfana que nunca. Ni siquiera
los propios compañeros de cruzada, los de sable —que
entonces eran liberalotes y no beatíficos, como hoy—,
parecen haber tomado a los de crucifijo en serio, según
las quejas que uno de ellos, el padre Ventivoglio,
expresa:
"Aunque la División empezó su campaña el 10 de
abril, por falta de una carpa que sirviera de capilla...
i el día grandioso de Pascua de Resurrección... ni
109
el domingo de Albis.., fue posible dar misa a la
Brigada".
"Yo hubiera deseado explicar e inculcar a nuestros
valientes soldados las saludables y fecundísimas verda-
des evangélicas, mediante la predicación, pero no me
ha sido posible".
El mismo fraile se jacta, en cambio (santa bobería
o tartufismo siniestro?), de haber logrado infundir el
arrepentimiento, y con ello el pregusto del paraíso
inminente, a dos pobres gauchos desertores ejecutados
para mayor gloria del Dios de los terratenientes: ". . . el
dolor que me causó. . . fue muy atenuado al ver a estos
jóvenes guerreros marchar al suplicio... con la hu-
mildad y resignación del cristiano sinceramente arre-
pentido de sus extravíos, con la calma del creyente..
por la convicción íntima de que la muerte cristiana-
mente aceptada rehabilita al culpable ante Dios. . .
(J. A. Portas: Malón contra malón.)
Namuncurá, que es tan ladino y felón como el
mejor diplomático cristiano, se dirige un día al arzo-
bispo Aneiros expresándole que para lograr la suspi-
rada paz prefiere entenderse, no con los generales,
sino con el que es "el segundo Dios". Todo esto, mien-
tras mueve la diplomacia del desierto, preparando el
mayor de los malones. Aneiros, cuya inteligencia
brilla.., por su ausencia (Sarmiento lo llamaba A s-
neiros), simula tomar en serio la farsa y contesta
dándole el pésame por la muerte "de su señor padre,
el general don Juan Calfucurá", es decir el más
benemérito destripador de cristianos y violador de
cristianas de la Pampa.
Otro día —cuenta Clifton Goldney—, los padres
misioneros apostados en Azul destacan al lazarista
Salvaire a Salinas Grandes. Al llegar allí, no sólo
lo escoltan los indios sino que Namuncurá lo recibe

110
frunciendo los sesgados ojos sonrientes y le proporC0
una escolta para el regreso. Al no mucho tiempo Sal-
vaire vuelve al desierto en busca de cautivas, Como
ya las relaciones diplomáticas entre la cancillería de
Salinas Grandes y la de Plaza de Mayo se han entur-
biado, el padrecito se ve rodeado de indios en actitud
antinazarena, y tanto que uno de ellos lo saluda con
un retumbante azote araucano, aunque no sin darle
tiempo al agraciado no de ofrecer la otra mej illa, sino
de ponerlo patas arriba al querellante con un católico
y romano sopapo, y picar espuelas hasta el alcázar de
cuero del cacique, que ni siquiera se digna darle la
mano. "Era consideado un espía del gobierno y un
brujo que aspiraba a dominar las tribus» . (Ya se ve
que los pampas no eran ñatos ni se chupaban el dedo.)
Namuncurá escribirá al gobierno poniendo en un
platillo de la balanza los barriles de aguardiente y en
el otro los escapularios y medallitas. "Mientras este-
mos en pendencia con el gobierno que mil veces
promete enviamos las raciones estipuladas que nunca
recibimos, hay pocas esperanzas para la misión" (A. A.
C. Goldney: op. cit.)
Huelga decir que Namuncurá es un íidelisimo expo-
nente de su raza y de la verdadera actitud de ésta
ante sus aspirantes a redentores. Del buen resultado
del agua de bautismo sobre las molleras araucanas
nada habla mejor que su propio caso, Cristianado en
1852, con Urquha por padrino; con el nombre de
Manuel, siguió siendo Pata de piedra por más de
un cuarto de siglo, es decir, vendimiando a rodo sangre
cristiana y cosechando el mayor, número de vacas y
cautivas católicas.
Pero la zorrería piadosa es tonel sin fondo, Seguí¡
los informes suministrados por el salesiano Milanesio
y escrupulosamente reunidos en la ya citada biografía
111
de Namuncurá, los últimos años del cacique son mi
pequeño monumento de repentina iluminación religio
sa y de piedad cristiana.
Según ellos, en 1897, Namuncurá vino a Viedma y
pidió a monseñor Cagliero el favor de contar con
misioneros fijos. En 1902, Cagliero llega a los pagos
de Aluminé. El cacique, que llega a sus 91 primaveras,
COfl'-'oca a los suyos a un parlamento y dice: "Yo vivir
cristiano y mi familia también. Yo buen argentino y
mi familia queriendo ser cristianos todos". El monse-
ñor le recordó que a Adán no se le había otorgado
más que una Eva (olvidaba a David. y Salomón, y el
resto) y que la iglesia católica seguía esa estricta
justicia distributiva, y, por ende él debía renunciar a
ese vicio de coleccionistas ricos llamado poligamia,
cosa no tan difícil cuando se llega a les 91 años, El
cacique informó humildemente que de sus tres últimas
esposas una había muerto, la otra estaba ya demasiado
vieja ( i él no) : "Y o ahora vivir sólo con mi Ignacia"
(la cautiva Ignacia Chaíuil que podía ser su biznieta
y con quien se había casado ya pisando la ochentena).
"Yo conocer ley cristiana, yo dejando costumbre
paisana".
Namuncurá, después de esta declaración de princi-
pios para el futuro, asiste a misa y junto con varios
niños y adultos de sangre mapuche, recibe a Jesús
vivo vestido de hostia y pide, trémulo de emoción
cristiana, que ¡e humedezcan con agua bendita el
cementerio de la tribu: "Pido favor, señor, pido favor".
¿Verdad, oh inanes de Voltaire y de Heme, que es
una obvia prueba del favor celeste de la fe el ver
al copioso genocida y hercúleo fornicador, más astuto
que todas las zorras del desierto, trocado en un
catecúmeno de Jesús Nazareno?
Las clases poseyentes y sus teorizadores y escribas se

112
han mostrado siempre como maestros en el arte de pro-
sentar con perfecto aire de verdad las farsas más
desopilantes.
Namuncurá, tronco patria real que hasta los 86 años
estuvo echando vástagos, un día, ya vencido por los
años, el rémington y la pobreza, se interesó por la
educación de uno de los hijos de su variada poligamia,
llamado Ceferino Quiso hacerlo militar de carrera
y el gobierno le concedió gnerosamente la carrera de
cabo de línea. No se adaptó del todo el muchacho a
los plantones y baquetas, y su padre hubo de dirigirse
al geteral L. M. Campos, ministro de guerra, quien
lo envió a un taller de carpintería de la armada. "Para
eso yo ocupando mejor con cualquier gringo", gruñó
despechado el ex califa de la Pampa y vigente coro-
nel de la nación. Entonces un fraile de buen olfato
sospechó que corno soldado de Jesucristo el mocito
podría un día ser un instrumento precioso en la
evangelización, es decir, domesticación de los que
habían escapado a Roca, Villegas, Racedo y compañía,
y el pobre, para ir ganando títulos, fue enviado a la
ciudad de San Pedro y el papa Borgia, donde no muy
bien alojado y nutrido, sin duda, y tal vez socavado
por la nostalgia, murió de tuberculosis. Entonces se lo
declaró uno de los beneméritos de la Iglesia. Ella sabe
servirse mejor de los muertos que de los vivos. Y
nuestro Estado colaboró con ella, corno siempre. Bajo
el gobierno de nuestro inimitable Perón, se dio su
nombre a la escuela N9 59 de Río Negro. Un hagió-
grafo salesiano en disponibilidad escribió frondosas
páginas evidenciando la pureza de los títulos de Cefe-
nno para su candidatura a ingresar al santoral católico.
Manuel Gálvez, agudo auditor de la voz de los tiempos,
después de haber procurado con exceso de razones la
beatificación política de Don Juan Manuel de Pa-

113
lermo, intentó la canonización de un prócer de semi-
nario en El santito de la toldería. ¿Quién dice que ya
no vivimos en la edad de los milagros?
Lo que parece haber estado siempre por encima dl
magín de 105 catequizadores religiosos —desde San
Pablo y Mahoma al padre Milanesio-- es la sospecha
de que su trabajo era en gran parte baldío, dado que
todas las religiones, saldo sobreviviente de supersticio-
nes y prácticas del período neolítico, son una sola en
el fondo: ni más absurda ni más moral una que otra
aunque cada una segura de ser la concesionaria uni-
versal de la verdad. Volney, tal vez mejor que nadie,
lo puso al desnudo en sus Ruinas dt Palmira.
Los araucanos tenían por cierto su religión, ni peor
ni mejor que las otras, y también con su dios del
bien (Nguenechen) y su dios del mal (Huecuvú),
su bulto de los muertos, su fe en la supervivencia en ci
cielo, y su complicada liturgia para sobornr con
rogativas ofrendas o exorcismos a sus amos invisibles.
Como las de todas las otras religiones, sus fiestas
sagradas estaban relacionadas con los aspectos de la
naturaleza y el giro de las estaciones
Lo que arroja una luz definitiva sobre la total
falencia de los evangelizadores en su voluntad de so-- -
meter o anular el alma araucana, es el hecho de que
aún en nuestros días los descendientes de las tribus
desposeídas o esquilmadas, totalmente asimilados por
afuera a los usos y modos de la civilización —labrie-
gas, criadores o peones de estancia del Neuquén—,
conservan la fe y la liturgia de sus antepasados -.
Nguillatun es-el nombre de la gran fiesta o rogativa
religiosa, cuyo sentido último o esotérico quizá escapa
al dígena
m de hoy, y de cuyo ceremonial un testigo
de nuestros días da cuenta minuciosa. El nguiltaeun
es ceremonia distinta del pacutun en que se imponía

114
nombre al niño; de la fiesta de la nubilidad o tllchatun,
y de la otra en que la machi se doctoraba como
curandera y profetisa; de los auca truhanes o asam-
bleas guerreras; de los coyautunes o parlamentos polí-
ticos; de los cahuines o carnavales archibáquicos.
El nguiliatun es una rogativa al dios Nguenechen
para que alivie las penurias de los fieles y los ayude
con lluvias benignas y buenas cosechas de ganados y
mieses.
Una fila de cañas verdes, algunas empenachadas
con banderas argentinas y alguna rama de maitén
(árbol de verdor invicto que alude a la inmortalidad
de la vida) forman el altar en cuyo redor más próxi-
mo se mueven parejas de danzarines, mientras el res-
to de la feligresía acompaña galopando a todo escape
en un círculo más amplio. La ofrenda son dos cora-
zones recién extraídos que se cuelgan de las ramas
del maitén. No hay ídolos, pero el kultrun (piafante
tamboril de piel de caballo) o el tratruka (colihue
ahuecado que remata en un mugiente cuerno de buey)
y el pifülka (fauta corta que cuelga del cogote como
un cencerro) son instrumentos sagrados. Coreográfica-
mente el nguíllatun imita las diversas y sucesivas eta-
pas de la vida del avestruz.
¿Asaz ingenuo, extrafalario o bárbaro? Sin duda,
pero no más que las libaciones de soma y las plegarias
agropecuarias que se leen en los Vedas, ni que los
secuaces de Mahoma confiando en huríes de doncellez
refloreciente, ni que los judíos ofreciendo el rodete de
su prepucio a su Dios, ni los cristianos comiéndose al
suyo en la hostia. No calumniamos a nadie.
Como el amable lector habrá leído o escuchado
reiteradas noticias de la acción de los salesianos como
redentores espirituales de la Patagonia, podrá pregun-
tarse si esto no basta para poner en tela de juicio la

115
teoría contemporánea sobre la entrafía crematística de
las religiones ejemplificadas por asoladora capacidad
de expolio de todos los cleros. Nos reduciremos por
el momento a los informes suministrados desde la
Patagonia por Roberto Pairó en 1899 y publicados en
el diario "La Nación". El honrado testigo sostiene en
ellos que la función inicial de las escuelas de las mi-
siones, tanto protestantes como católicas, es la de des-
prestigiar a las escuelas del Estado a fin de salvar a 105
escolares de los peligros del raciocinio laico y encami-
narlos hacia la beata irracionalidad de la fe. Pero
agrega algo de no menos enjundia: "Luego, tras el
colegio, y como por la peana e besa el santo, vienen
las pequeñas industrias y los pequeños comercios, que
permiten a esta compañía tener estancias y aserraderos
y hasta panaderías, donde quiera que se establezca una
sucursal".
Y más adelante y después de abogar por la urgencia
de reemplazar por algo más tolerablemente humano la
zafra de masacres y usurpaciones de los representantes
profanos de la civilización, enjuicia: "En teoría los
misioneros protestantes o católicos serían los indicados
para desarrollar esa mansa e ideal clase de política,
pero en la práctica ocurre otra cosa muy distinta,
pues los catecúmenos tienen que someterse a una suje-
ción que se torna más dura cuando los misioneros
—como lo hacen siempre— se dedican a las industrias
y al comercio... El Chaco misionero dio antiguamente
ejemplo de esto, como lo dan hoy las misiones de Río
Grande de la península de Ushuaia y de Dawson...
donde el indio halla más bien una cárcel disfrazada
y una vida penosa de trabajo, que las dulzuras del
hogar en plena civilización.,
No se me asuste el lector de los querubes con alas
de vampiro:

116
"Mucho fía el Gobierno en las misiones, pero astas
son simples factorías útiles sólo a los misioneros o a
sus sociedades. La misión salesiana de Río Grande,
por ejemplo, no asila sino cincuenta niños que viven
con sus familias en el contorno, en wiwans miserables,
siguiendo sus usos y costumbres salvajes, y, según me
informa la policía de Ushuaía, los adultos de estas
familias hacen incursiones por su cuenta o sirven de
gua a sus tribus en los malones, refugiándose luego
en la misión, poblada así de malhechores..." (Rober-
to Pairó: La A ustralia argentina). 'Qué tal?

117
CAPÍTULO VI

ITINERARIO DE DERROTAS

Militarmente hablando la guerra contra el indio


pampa comenzó cojeando de un pie y siguió cojeando
de los dos durante más de un siglo.
Advirtamos que, al revés del resto de los indios de
América latina, los araucanos y pampas no fueron
alcanzados en ningún momento por el temor mitoló-
gico al caballo. Acaso lo tomaron al principio por una
variedad de guanaco solípedo, le echaron las boleado-
ras y lo vieron caer indefenso. Así fue como, en el
combate de Luján, en 1536, dieron cuenta del jefe
de la caballería conquistadora, don Diego de Mendo-
za. hermano del Adelantado.
Laprincipai razón de la insobornable resistencia al
blanco de las tribus chileno-argentinas y de su empleo
a muerte para defender su libertad y su tierra era que.
al revés de mejicanos y quichuas, no habían estado
sometidos a la obediencia más o nienos servil a un
gobierno estatal o a un amo absoluto. Ningún cacique,
por grande que hubiera sido o fuera —Lautaro, Cau-
policán, Calfucurá o Saihueque— había tenido o tenía
pretensiones de dios chiquito: no era sino el primero
entre sus pares, los demás caciques de la tribu. Los
caciques, averiados por su contacto estrecho con la

118
civilización, devinieron vulgares trompetas, al estilo de
los Catriel, que robaban a sus propias tribus en apar-
cera con proveedores o pagadores, como éstos robaban
al gobierno; pero Caifucurá, Mariano o Saihueque,
que conservaban algo del sentido igualitario de los
orígenes, de la dignidad del bárbaro, repartían el
botín con los suyos o, como Calfulcurá, se mantenían
fuera del reparto, acogiéndose a la generosidad de sus
súbditos.
Ya vimos que el maese de campo Juan de San
Martín o el gobernador Rodríguez no salieron bien
parados en sus reiteradas visitas a los pampas sureños,
Estos, en cursos acelerados, estaban habilitándose en
el arte espinoso de descontar de alguna guisa la ven-
taja leonina de las armas de fuego.
Ya vimos que se afirmó, corno en dos remos, en
dos recursos encontrados o creados por él: su mejor
conocimiento del desierto y del caballo.
Para el cristiano el desierto era un enemigo alevoso;
para el indio era un aliado. El auca, que había sido
durante siglos peatón tan aguerrido como los ñandúes,
y después, ascendido a jinete, despreciaba cualquier
distancia, conocía tanta geografía como las aves mi-
gradoras: desde las tierras empapadas de lluvias de
Arauco, y la Cordillera con sus niveles celestes, sus
fríos del poio, su cementerio de volcanes extintos o
sus lagos que pertenecían más al cielo que a la geo-
grafía. hasta las travesías del este, en que el sol hace
de brasa y la tierra de parrilla, o la pampa verde, tan
verde que era como la infinita infancia de la hierba.
Pero a la otra, la pampa puramente india, ésa la
Conocía como el peludo conoce su cueva: sus huellas,
sus cañadas, sus lomas, sus pastos buenos o malos, sus
guaicos o sotos o barrancos idóneos para el espionaje
o la emboscada, sus cisternas naturales perdidas en los

119
médanos o en algún tronco de árbol seco que acopa
agua de lluvia. Distingue la voz de todos los animales
y pájaros salvajes, y sus cambios y su significado. Sabe
imitar el ladrido del perro cimarrón para dispersar las
caballadas militares- Se unta ci cuerpo con enjundia
de posro o de ñandú para resistir me j or la sed o el
hambre, recurso de resultado dudoso a ese objeto, pero
seguro p or su hedentina para asustar al caballo
cristiano. Su lanza de iargn sombra, más que las de
los héroes de Homero, va de los cuatro a seis metros
según la fantasía y Ci empuje de su dueño, y llevan
nn pompón de plumas o crines, ro para adorno, sino
para aumentar el espanto. El indio inventó las bolea-
doras, y aunque el gaucho fue el primero en montarlas
sobre el caballo, el indio fue el único en trocarlas en
arma de guerra: lazo y clava a la vez.
El caballo del pampa, ya 10 hemos dicho, no es sólo'
un vehículo sino un arma. Ni siquiera es de mucha
pinta que digamos apagado, tristón, cerdudo hasta
las patas. Pero el salto y el grito del amo lo cambian
de golpe: alza con soberbia la cabeza, sus ojos se
iluminan de horizonte, sus ollares se hinchan de espa-
cio. Está marchando ya, sin que nada lo ataje —ni
guadales ni médanos— ni leguas que lo aburran,
olvidado de la sed y el hambre. Bajada la rienda, el
montado queda firme corno un tronco, y su amo, tre-
pado sobre su anca, de pie, puede revisar a su gusto
el horizonte. En el combate, si el caballero no cae
fulminado de un balazo, aun herido de muerte, no
abandona los estribos, tanto para salvar su honor como
su cadáver. Dije mal: rara vez usa estribos, porque
eso le facilita el lanzazo diagonal.
El golpe de guerra favorito del indio y el más rece-
lado ciertamente es el rapto o la dispersión de la
caballada militar: "Los anales de las fronteras están

120
colmados de invenciones originales y audaces de los
indígenas pata apropiarse de los caballos en las mismas
narices de las tropas del gobierna. Por ejemplo, acos-
tados a l largo del flanco de caballos en pelo y sin
rienda, que obedecen a la voz, algunos indios vienen
a apostarse a cierta distancia de los caballos del fuerte
Viendo pastorear a lo lejos caballos aparentemente sin
jinete, aquéllos se dirigen inconscientemente hacia ellos
llevados por ese instinto de sociabilidad que posee
este animal. Los indios guían entonces sus montados
de modo que toda la manada vaya alejándose insmsi-
blernente de sus guardianes Esperan con una paciencia
infinita el momento propicio y de repente, ya seguros
del golpe, se yerguen con grandes alaridos sobre el
lomo de sus montados y arrean delante la caballada
espantada.." (Alfredo Ebelot: op. cit.)
No es, pues, según lo que precede, un enemigo
insignificante el pampa. ¿Basta esto para explicar su
reiterado éxito sobre los ejércitos de la civilización?
Es ,lo, que dilucidaremos en el próximo capítulo.
Rosas supo aprovecharse de su conocimiento de las
cosas y gentes del campo y de la idoneidad para esta
empresa valiéndose de oficiales —Renios, Sosa y
otros— formados bajo las órdenes de Rauch, al llevar
con éxito su campaña contra los indios del sur, en
1833. (El que no supiera sacar las ventajas del casa,
dado que regresó dejando otra vez el desierto bajo el
total control de los indios, parece indicar claramente
que su verdadero fin no era la conquista del desierto
sino la del poder.) Fue poco después de eso que, para
debilitar o anular a la temida tribu de los voroganos,
sita en Masallé, pasó tarjeta de invitación al cacique
Calfucurá venido no hacía mucho de su Arauco na-
tivo, Por lo menos así se lo contó éste a Mitre (Archivo
Mitre, t. XXII) y así parece desprende rse de la carta

121
que Rosas le escribió a Aldao en 1841 (Revista Nacio-
nal, 1898, t. XXV). Que el remedio, andando los
días, resultaría peor que la enfermedad, no precisa-
rnos decirlo. En cualquier caso, a fin de tener las
manos libres contra los unifarios, Rosas se vio obligado
a comprarle la paz a los indios a precio de oro, según
¡o dicen los rnensaes que él envió a la Legislatura du-
rante su larga administración (J . M. Ramos Mejía
Rosas y su tiempo) t. L)
Lo que vino después, hasta la final conquista del
desierto, fue al go no menos bufo y trágico o lo fue
más aun. El grupo porteño de los adversarios y suce-
sores políticos de Rosas, Valentin Alsina, Mitre --uni-
do al de sus ex partidarios Obligado, Torres, Nicolás
Anchorena, Elizaide— capitanean la infausta revolu-
ción del Once de Setiembre con el ar gumento de evitar
la hegemonía dictatorial de Urquiza, pero en realidad
buscando la de su grupo y la de Buenos Aires sobre
el país, tomando como caballito de batalla el con-
tralor de la aduana nacional única y de sus rentas.
Incorrup tibles en su negativa a aceptar la Conti-
tucián Nacional del 53, el clan saladeril de Alsina,
Obligado y Mitre logra la secesión de la Provincia de
Buenos Aires y no retrocede ante el más alevoso de
los intentos: el de la segregación definitiva, convir-
tiendo a Buenos Aires en una república independiente
con el visto bueno y la bendición de la corte carioca.
(V era y González: Historia de lo R. A rgentina; Car-
ta de Juan Carlos Gómez a Mitre, La Tribuna,
16-XII69; J. M Maver: A lberdi y su titmpo). Rosas.
desde el destierro, aprueba y apoya la gran idea: "Bue-
nos Aires debe declararse independiente. Tiene todos
los elementos que pueden constituir una nación,.,"
(El Nacional A rgentino, 5-IV -56; El Diario de V al-
paraíso, 22-V-56.)

122
Esta década secesionista de Buenos Aires fue el más
bendito servicio que pudo hacerse a los empresarios
del malón. Abocada la mayor parte de su presupuesto
• la preparación de la guerra, es decir, la enderezada
• someter a las otras trece provincias á su hame rule,
la guerra contra el indio pasó a segundo o tercer piano.
Hacia 1855 el ejército de las lanzas emplumadas
dominaba, por completo los campos de Olavarría,
Carhué y Azul y buena parte de Mendoza, San Luis,
Córdoba y Santa Fe. Fue preciso que ese mismo año
los pampas entrasen en la ciudad del Azul como Pan-
cho por su casa y dejaran al retirarse cargados con el
botín, entre la bosta de sus caballos trescientos vecinos
degollados en sus calles, arreando al pasar por los
campos varias decenas de miles de vacunos y yeguari-
zos, para que el gobierno, sin poder taparse los oídos
al clamar público, se resolviera a entrar en acción.
Un ejército de las tres armas bajo las órdenes del
propio ministro de guerra, coronel Mitre, marchó al
Azul donde tras un breve descanso, que el ministre
aprovechó para anoticiar al público en zozobra que
con el látigo que tenía en la mano bastaba para
aventar a los cerdudos y redimir "hasta la última cola
de vaca de la provincia", se lanzó sobre la Blanca
Grande a estrangular a la indiada según un estratégico
movimiento de tenaza no indigno del general Paz o de
Epaminondas. Sólo que Mitre, siempre goloso de lau-
reles, atacó con la caballería sin esperar la llegada de
la infantería, y la tenaza se convirtió en martillo en
manos de los indios. Retrocedieron éstos a prisa y a la
desbandada, abandonando sus tolderías, pero volvie-
ron, justo a tiempo en que los triunfadores se entrega-
ban a ¡os encantos de la Venus mapuche y del aperi-
tivo de aguardiente. Desagradablemente sorprendidos,
los soldados de la civilización y su jefe debieron buscar

123
refugio en la colina próxima) llamada Sierra Chica,
donde quedaron rodeados por los indios, que resolvie-
ron esperar la llegada del alba siguiente y de Calfucu-
rá para proceder al degüello de ley. Mitre no tardó
en penetrat' tan piadosas intenciones y resolvió
burlarlas a favor de la oscuridad de la noche, aunque
claro está que dejando de regalo a los indios parque,
carpas, caballos y fogones, prec i o pagado para cubrir
la retirada. Así los vio llegar Azul "a pie, con la rnon-
tura al hombro, desde el jefe hasta el último soldado",
según el parte pasado al gobierno. (Vera y González:
de la R. A .; A . Barros: op. cit.; Zebalios: Calfu-
euií; Carlos D'Amjco: Buenos A ires y sus hombres.)
Queriendo velar nu poco tan merdiano desast,
el Dr. Zeballos llama a Mitre (que aún vivía.)"el mi- -
litar de más talento y de más prestigio de la provincia,
el único miembro del partido dirigente capaz de
afrontar el grave problema de la guerra". (El lector
se preguntará cómo serían los otros.) La verdad era,
COMO después se vio hasta el bostezo, que Mitre estaba
hecho para el floripondio parlamentario o periodístico,
para las rimas, para las batallas electorales, pero no
para las campales. ¿ Que de nuevo en Azul, centro de
todos los recursos de la zona, el prófugo de Sierra
Chica reorganizaría sus huestes, no sólo para salvar
su honor militar pisoteado por la caballada india sino
también para salvar las vacas y capear la amenaza,
de que la frontera araucana volviera otra vez a plantar
sus fortines de cuero a orillas del Salado? Pues no:
tiró las cartas y corrió a Buenos Aires.a combatir a sus
enemigos políticos que le importaban bastante más
que la indiada. Zeballos intenta aliviarlo una vez más
arguyendo que acudió a Ja capital porque "su honor
militar era entregado a la hoguera de la crítica",
olvidando que el de Mitre era más incombustible que

124
las salamandras. í En efecto, fue ascendido a general!
En la historia argentina han ocurrido riempre cosas
equivalentes. Las mayores popularidades políticas
—Rosas, Mitre, Roca, Pellegrini, irigoyen, Perón— se
han obtenido como recompensa a los mejores desmanes
perpetrados contra el país
Mitre decía de Hornos que era "más lanza que
general" y por eso sin duda lo prefirió para sucederle
en el debate con las tacuaras. Los indios también eran
mucha lanza, pero mejaban igualmente Ja cabeza.
En Tapalqué el viejo Catriel lo denotó mientras chu-
paba unas vainas demaniobrando
algaoba, de modo
que el combate se diese en un hermoso campo de pas-
toreo que era un hermoso guadal, lo cual naturalmente
enloqueció de espanto a los caballos castrenses, mien-
tras los pangarés del desierto, hechos a tutearse con
pantanos, vizcacheras y médanos, se movían como en
cancha de carrera. Hornos se derrotó solo. Mitre
había escapado por un pelo de caer cautivo e ir a
servir de asistente o amanuense a Calfucurá. Con
Hornos pasó lo propio.
Por esos mismos días el coronel Otarnendi, sorpren-
dido por fuerzas mayores, se parapetó en un corral.
Los crinudos 10 derrotaron con sólo dejarse oler por
los caballos de la civilización, que quizá confundiéndo-
los con pumas, enajenados de tenor, aplastaron bajo
sus cascos a sus propios jinetes. (G. E. Hudson: Una
cierva en el Richmond Park; Zeballos: op. cit) De los
trescientos hombres del regimiento de Otamendi sólo
escapó de la degollina el trompa que fue enviado de
regalo a Calfucurá con bocina y todo.
En 1857 un malón cae sobre Rojas y Pergamino y
se retira precedido de la consabida interminable proce-
sión de vacas. El coronel Emilio Mitre, comandante
de la frontera norte, consigue darles alcance y recupe-

125
rar casi todo el botín. Recibe orden de avanzar de
inmediato hasta Leuvocó, metrópoli de los ranqueles.
Con el apuro parte sin esperar la llegada del baquiano,
confiado en algunos de sus subordinados que se dijeron
Conocedores del camino o por 10 menos del rumbo y
todo termina en una ejemplar derrota infligida por el
desierto, de que sólo providencialmente salen con vida
la mayoría de los soldados aunque a costa de abando
nar bagaje, caiones y cinco mil caballos muertos, sin
contar las i'eses de abasto, con la bendición de los
zorros y cuervos de Tierra Adentro, que jamás vol-
vieron a darse banquete más inesperado y sobrado.
El coronel Granada, por esos mismos días de Dios,
avanza hacia el sudoeste con intención de visitar al
mismo Calfucurá en sus Tullerías de corambre, si
viene al caso. No tarda en verse f anqueado de tacua-
ras a lo largo del camino. Arríesga un combate en
Pigüé, en que se da por feliz con que no se le dispersen
las tropas ni los indios le roben los caballos. Mieñtras,
Caifucurá se adentra en el desierto detrás de susreba-
fios y cautivos recién recolectados. Granada intenta
pisarles los rastros, y todo termina con la sacramental
retirada, triplemente urgida por las sabandijas y el
polvo, los arenales insolados y los pajonales que los
indios truecan en lanzallamas.
Por sabio consejo de Calfucurá, se supone, Catriel
en el norte y Yanquetruz el joven en el sur, se dignan
aceptar la paz que les suplican los cristianos. Por el
nuevo pacto de cabal1ros, como decía Mussolini,
Catriel quedó reconocido comandante general de los
pampas y Cachul como segundo, ambos con sueldos
de generales. Los caciques menores y sus mujeres:
sueldos de capitanes. Yanquetruz: título de teniente
coronel y sueldo correspondiente. Todo ello, claro está,
con la oblación periódica consabida de yerba y yeguas,
126
uniformes y aguardiente, azúcar y armas blancas y
otras menudencias.
El honor de Buenos Aires alcanza su nadir cuando
Bernardo, hijo de Caifucurá, escriba y árbitro de la
elegancia en las tolderías, exige entre otras gollerías,
un sombrero de pelo, y más todavía, cuando Millacurá,
otro hijo de la familia reinante, viene a situarse en
Guaminí y anuncia al público interesado que proce-
derá al remate de cautivos a razón de $ 2.000 por
mollera bautizada. Buenos Aires traga saliva y. orga-
nizando un comité de ricachones, se presenta a la
puja para aguantar una nueva descortesía: muchos
de los cautivos han sido ya vendidos a los piadosos
cristianos de Chile, como esclavos, y en cuanto a las
chiiio1as lindas, las reservan para su uso particular, es
decir, quedan incorporadas al plantel de reproducción
y mejora de razas de las tolderías.
Para apaciguar un tanto el asombro e indinaci6n
doloridos del público, el gobierno creyó del caso soli-
citar al senado de la Provincia el ascenso a generales
de los coroneles derrotados por las chuzas: Conesa,
Paunero, Granada y desde luego los dos Mitre: Bar-
tolomé y Emilio..
¿Que después de sus triunfales incursiones en tierras
cristianas, los plumeros de las tacuaras arbolaban ya
los dos tercios del territorio de la provincia mayor
—sin contar el de las otras—, es decir, todo lo que
quedaba detrás de los fortines que iban desde Perga-
mino a Bahía Blanca pasando por Rojas, Azul, Veinti-
cinco de Mayo y Chacabuco? Eso importaba poco: lo
urgente era aplastar de una vez por todas a la Confe-
deración y a la Constitución, es decir, al resto de la
República.
El lector habrá advertido que la política de los li-
berales porteños respecto a los indios era un poquito

127
peor que la de Rosas que, si bien también se humillaba
comprando a precio de usura, la paz a los indios,
medrando él mismo con ello, por lo menos evitaba en
gran parte el drenaje de vacas y cautivos.
El gran punto de partida del nuevo régimen ¡m -
puesto por 105 indios venía del desastre crucial de
Mitre en Sierra Chica. Veamos el testimonio de un
hombre muy conocedor del problema y ajeno a nues-
tros intereses y prejuicios: "Los amigos del general
Mitre no podían dejar de exagerarse a sí mismos la
importancia militar de las tribus indígenas después de
la ruda lección infligida por ellas al hombre distin-
guido ciue reconocían por jefe. Como urimera medida
se trató con los caciques Catriel y Cac.hul, dándoles
tierras, raciones y una paga militar baio condición de
que prestarían su concurso contra las invasiones. Co-
menzó a tornar forma la teoria de que sólo los indios
bodian tener éxito sobre los indios. Estas ideas no
hicieron más ane reforzarse después de.l fracaso de un
miembro de la misma familia, el coronel Emilio
Mitre... De allí surgió, organizándose poco a poco,
un sistema de defensa aún no del todo abolido: el
sistema del desaliento" (Ebelot: op. cit.) Pero hay
más: Ebelot, en total coincidencia con el gobernador
D'Amico y el historiador Vera y González y el coronel
Alvaro Barros, nos recuerda que el sistema de prove-
duna del ejército —creado por Mitre— concediéndola
por licitación.., a las más firmes columnas del partido
mitnista, fue un factor capital del fabuloso costo de la
guerra del Paraguay y la represión de López Jordán,
y debía ser todavía más siniestro en la interminable
guerra con ci indio, pues, según ya vimos, Cachuel
y los tres Catriel —los caciques "amigos" del gobier-
no— defraudaban a sus propios indios, mientras los
UB
proveedores y comandantes de frontera defraudaban
al fisco.
Según cálculos del coronel Alvaro Barros en 1872,
las rapiñas de vacas y caballos de los indios durante
veinte años no bajaban de 200 millones de pesos. A
tan bonita cifra falta agregar, por un lado, el costo
de los sueldos y pensiones en efectos por el otro, el de
la defensa de frontera que obligaba a sostener un ejér-
cito permanente en una actitud defensiva que compor-
taba un fracaso no menos permanente. La guerra con
el indio ---ejemplo, entre tantos, de la rapacidad e ine p
-ciaonsuetdr aclsedignt—o-
ba al país la mitad de sus rentas y frustraba su desarro-
llo. ¿Para qué vamos a agregar a esa suma la de vidas,
dolores y humillaciones sin nombre exigida a los que
no tenían vacas ni mostradores ni cosechaban sueldos
ni honores?
Recordemos que hacia 1859, un año de tantos de
los que en Buenos Aires los indios mandaban más que
el gobierno, éste aglomeraba lo mejor de sus tropas
en San Nicolás, y Mitre se preparaba para lucir una
vez más su genio militar ausente.
Huelga decir que el desempeño de Urquiza en este
pleito con el indio no era menos gallardamente bellaco.
La frontera interior de la Confederación, que cor-
taba en dos el mapa de las provincias de Santa Fe,
Córdoba, San Luis y Mendoza, no estaba mejor de-
fendido, sólo que por otro pacto de caballeros los ejér-
citos oficiales de la indiada no invadían las provincias,
a excepción de alguno que otro caciquillo autódeter-
minado: se conformaban con el arreo de algunas
centenas de miles de vacas de los campos bonaerenses
y el saqueo exhaustivo de sus hogares y negocios. Ya
dijimos que la segregación de Buenos Aires, del cuerpo

129
de la República, fue el más santo servicio que pudo
hacerse a la causa araucana.
"La alianza entre Urquiza y los indios fue sólida y
leal porque convenía a ambas partes. Urquiza no pen-
só jamás, según mis investigaciones, en la extirpación
radical de la barbarie de nuestros campos. El hecho
histórico y por ende indiscutible, fue que los indios,
por esta época, entendían servir políticamente al go-
bierno del Paraná en sus invasiones a Buenos Aires.
Se reputaban soldados de la Confederación" (E. S.
Zeballos: Cailvu cu rd.)
Al otro día del Once de Setiembre, entre la corte
de Salinas Grande y la de San José, se inició el
intercambio de embajadas y obsequios: Urquiza en-
viaba golosinas (aguardiente y azúcar, agregándole
trapos y quincalla) y recibía cautivos. Cierta vez le
entregaron un retrato suyo hecho sobre una manta
pampa por una bordadora de los toldos y se apresuró
a taparlo de onzas doradas. El confiado afecto entre
ambas partes llegó hasta el punto de que el vencedor
de Caseros tuvo un día en sus brazos, ante la pila
bautismal, a un niñito de cuarenta años de nombre
Namuncurá; se le agregó el cristiano de Manuel.
Así, por provincianos y porteños, fue auspiciada la
confederación de todas las tacuaras —salineros, ca-
trieleros y ranqueles— que se mantuvo con leves alte-
raciones hasta 1878, que regó el espanto en las prin-
cipales provincias de la República, pero que tuvo una
fanática preferencia por los campos y pueblos de
Buenos Aires.
Así Urquiza devolvía, con una oronda canallada la
otra no menos oronda que los porteños le jugaron el
Once de Setiembre. En cuanto a chicanas y añagazas
no les cedía el punto al rosismo y el mitrismo. Un día
hizo votar por el Congreso 25.000 patacones rara

130
rescatar cautivas bonaerenses de sus amigos salineros.
¿Es que hay algo que aplaste más que la superioridad
de poder unida a la hidalguía de corazón?
Los diarios de la Confederación estaban seguros de
salvar la moral cristiana haciendo resaltar que los
malones no iban contra el buen pueblo bonaerense
sino contra su mal gobierno; según lo probaba el res-
cate de cautivos deligenciado por Urquiza.
Por cierto que ni Buenos Aires ni la Confederación
podían tirarse la primera piedra en cuanto a adulte-
rios perpetrados a ojos vista contra la moral y la
civilización cristiana que invocaban ambos.
En 1855 una invasión de soldados de la Confedera-
ción fue rechazada por el coronel Mitre, quien resol-
vió que "el escuadrón de indios amigos ranquelinos
reducidos en Rojas a las órdenes del indio Cristo les
cortara la retirada". Así ocurrió, y corno en nombre
de la democracia liberal ajustició a todos los partida-
rios de la Constitución Nacional que logró agarrar,
el cacique, después de tan evangélica hazaña, ganó
gran predicamento ante Mitre y el gobierno porteño.
Mas ocurrió que en 1857 Cristo se sublevó y se alió
a Calfucurá y fue recibido en San José como Jesús
Nazareno en persona. Lleno de espíritu constituciona-
lista, declaró que si los campeones de la unidad na-
cional resolvían someter a Ja anárquica Buenos Aires,
podían contar con sus lanzas y sus boleadoras.
Cuando la acción de Cepeda, Urquiza trajo consi-
go a Cristo y Coliqueo. La caballería ranquel de Bai-
gorria influyó poco menos que la entrerriana en el
resultado del empuje contra la porteña, que no esperó
mucho para retirarse a tiempo. Calfucurá no quiso
desperdiciar la bolada y avanzó desde el sur de Buenos
Aires al frente de salineros y ranqueles invadiendo
Veinticinco de Mayo. Venían a robar más que a matar

131
y a hacer pavesas, acaso por sugerencia del aparcero
de San José. Otra indiada, conducida por los coman-
dantes Olivencio y Rosas (pariente éste de don Juan
Manuel) llegó de visita a Azul.
Hacia 1,860 los malones sobre Buenos Aires empie-
zan a perder mucho de su magnificencia del último
quinquenio. Es probable que Caifucurá columbre la
declinación de la estrella de Urquiza. Fuera de que
hay otra circunstancia que él mismo confiesa: no
conviene estar del todo mal con Buenos Aires, pues
eso perjudica la venta de cueros robados en sus
propias estancias.
Pero media en- la ocasión otra causa no menos
decisiva. Baigorria, cacique asimilado de los ranqueles,
reconocido después de Caseros coronel de la Confede-
ración y nombrado jefe de frontera, es el más poderoso
instrumento en la relación de Urquiza con los indios.
Este Baigorria, personaje con no pocos resabios de
caballerosidad, pese a sus veinte afios de invernada
entre los ranqueles, tuvo un as p érrimo altercado con
los hermanos Saa, también refugiados entre los indios
y dignos de serlo, aunque felones con éstos sus protec-
tores, de resultas de todo lo cual Baigorria se obligó
a tomar parte en un mal6n, del que salió con un
enfático sablazo en el rostro y un odio vitalicio a toda
la raza de los Saa.
Ese chirlo devino una encrucijada de la historia
argentina. Un día Urquiza, que elevó al generalato
a uno je los Saa, puso bajo su dependencia el mata-
jable regimiento N 9 7 que mandaba Baigorria. A éste
le hizo el efecto de una lavativa de ají. Se pasó al
bando porteño, sin pensarlo dos veces. En Pavón el
único cuerpo montado de Mitre que salió unido de
la acción fue el de las lanzas emplumadas de Baigorria,
pues el resto de la caballería se volvió a Buenos Aires

132
como un chasque. La firmeza de Baigorria y la blan-
dura de Urquiza abandonando el campo y un triunfo
a medias es lo que definió la acción.
Si los representantes oficiales de la sociedad culta
y cristiana no trepidaban en aliarse a la indiada cuan-
do precisaban romperse los huesos, no debe asom-
brarnos que las llamadas montoneras hicieran lo mis-
mo. Ya en 1820 José Miguel Carreras había buscado
apoyo en las montoneras y en los indios para libertar
a Chile. Más tarde ocurrió algo equivalente. "Clavero,
batido en San Luis, huyó a los toldos, y Puebla, al
frente de mil quinientos lanceros ranqueles, puso sitio
al coronel Iseas en el pueblo de Mercedes".
Las montoneras de la segunda mitad del siglo po-
drían tener justificación holgada en su lucha contra
las fuerzas de ocupación enviadas después de Pavón
desde Buenos Aires, y sobre todo en su resistencia a
la guerra porteña contra el Paraguay. Sólo que tres
grandes pormenores ponen sus pretensiones al mismo
nivel, aunque no por debajo de sus cbntendores. Los
jefes de la montonera eran siempre patrones de es-
tancia o en procura de serlo, y en sus levas acudían
al mismísimo método policíaco-verduguil de los go-
biernos: "Los combatientes de ambos lados eran enro-
lados a la fuerza, arreados como ganado, obligados
a pelear". (R. Cunninghame Graham.) En segundo
lugar, la montonera se entregaba gustosa al saqueo y
violación de los pueblos, por su sola cuenta o en
alianza con los indios, que naturalmente sólo buscaban
su propio botín a costa del huinca usurpador. últi-
mamente, si en el sesenta y tantos las montoneras del
interior se alzaban contra el pulpo porteño y su ca-
cería de paraguayos por cuenta de Inglaterra y el
Brasil, era negar su propio programa el aliarse con
Urquiza, quien, al igual de los porteños, sólo defendía

133
los intereses de Entre Ríos que eran los suyos propios
de ganadero y exportador omnipotente, sin contar
que ya había claudicado ante Buenos Aires.
Si la campaña por la hegemonía porteña sobre las
provincias, antes y después de Pavón, al dar la es-
palda al pleito con los indios, fue para éstos como
quitarles la paja del ojo, la guerra del Paraguay,
con el abandono casi total de la frontera interna, fue
el premio gordo de b lotería para las tcuaras. Era
cuando Calfucurá trataba al presidente Mitre como
a compadre pobre: "Amigo Mitre..
Entonces se puso en evidencia meridiana el fondo
mismo de la cuestión, esto es, que un gobierno que no
sabía defenderse de cinco o seis mil lanzas, cuyos pm-
meros amenazaban volver a las orillas del Salado,
podía improvisar, en cosa de días, un ejército de trein-
ta mil hombres para aplastar a un pueblo sito a
varios cientos de leguas, y defendido por las selvas y
los pantanos del trópico, por modernas fortalezas y
por decenas de miles de los más intensos y mejor
armados guerreros del mundo
Después de Mitre siguieron todavía diez años, de
desastres en la frontera de entrecasa, porque la opo-
sición de Mitre y su partido al presidente Sarmiento
fue mucho más enconada y estratégica que la llevada
por ellos contra los indios, y porque la administración
nacional debió aguantar el déficit presupuestario y
la fiebre amarilla traídos por la guerra del trópico,
sin contar las dos insurrecciones de López Jordán,
tendientes a heredar el cacicazgo sin vincha de Ur-
quiza después de hacerlo despedazar como a fiera
encovada en su suntuosa guarida.
Sarmiento concordaba plenamente con los puntos
de vista del naturalista Azara y el capitán Undiario
expuestos en su tiempo: que el problema de la guerra

134
con el indio podía resolverse con la ocupación militar
de Choele Choel, la llamada "Gibraltar del desierto",
que controlaba el paso obligado del gran comercio
de los indios con Chile. Era idea esbozada por él
quince años antes en A rgirópolis, ("Sarmiento es uno
de los líderes de la guerra al indio", opina Enrique
Stieben: De Garay a Roca.) Tina de sus medidas
fue mandar hacer un estudio geográfico militar d
la isla. Pero ya vimos que el ejército obedecía menos
al presidente que a la plana mayor de generales mi-
tristas, y por otra parte la oposición capitaneada por
Mitre en el Congreso era capaz de paralizar cualquier
proyecto oficial: "Mitre da el ejemplo que deben
imitar,,. En doscientas votaciones ha votado en con-
tra. Una vez, él sólo. No es delicado de medios este
zonzo que toda la vida ha vivido de ideas ajenas sin
perjuicio de representar todos los roles" (Sarmiento.
Posse: Correspondencia, t. II.)
El presidente debió, así, postergar la realización de
sus miras sobre el Río Negro, pero la alarma de los
indios indicaba que había puesto un dedo en la ma-
tadura. Calfucurá se apresuró a escribir al jefe de la
frontera sur, coronel Barros, protestando contra la
ocupación de Choele Choel por "el señor gobierno",
anoticiándole la próxima llegada del cacique neuquen-
se Reuque Curá. Poco después su hijo Bernardo le
escribió en nombre del "señor general Calfucurá" ha-
ciéndole conocer los grandes éxitos araucanos del otro
lado de los Andes, y que el gran cacique Quilapan,
antes de firmar pacto con el derrotado gobierno chi-
leno "quiere primero venir a pelear en esta parte...
con tres mil lanzas.., dejando cinco más en Collicó".
El presidente debió reducirse a enviar en misión
pacifica al coronel Mansilla, jefe de la frontera de
Río IV, ante los ranqueles. Más tarde Rivas incur-

135
sion.ó en Salinas Grandes y Arredondo y Roca en
Leuvocó, sin mayores resultas. Pero en 1872 Sarmien-
to volvió a las andadas. Envió a los coroneles Guerrico
y Bejarano a estudiar mejor por tierra y agua la si-
tuación de Chocle Choel. Calfucurá sintió tanto o
más que en la anterior ocasión el peligro en ciernes
sobre su comercio de vacas y cautivos con Chile, y
tomando como argumento el atropello del coman-
dante Elia y Cipriano Catriel contra Manuel Grande,
invadió en guerra abierta, al frente de la mejor com-
binación de lanzas que lograra nunca —salineras,
pampeanas, ranqueles, neuquinas, chilenas, tres mil
quinientas en suma— mandada por los mejores ca-
pitanes del desierto: Reuquecurá, Cuatricurá, Namun-
curá, Pincén y Epumer. El pequeño ejército cristiano
no podía atajar esa avalancha... Y sin embargo, la
presencia del rémington y las chuzas y boleadoras de
Cipriano Catriel luchando a muerte contra sus her-
manos de raza y de suerte, resolvieron otra cosa. La
de San Carlos fue la única verdadera batalla ganada
por los fusiles a las chuzas emplumadas.
La situación del gobierno de Avellaneda no fue
menos afligente, o lo fue más. Fracasadas sus aspi-
raciones presidenciales en la elección de 1874, Mitre
y los suyos pidieron ayuda a las lanzas de Catriel
para enmendar los yerros de la joven democracia.
Fracasados en el empeño y eximidos de pena, los
mitristas no se dieron por vencidos. Eliminados del
ejército Arredondo y Rivas, sus generales más com-
prometidos, pusieron sitio troyano al gobierno con la
oposición en el Congreso y la amenaza de una nueva
insurrección callejera y castrense. Aquejados además
por la crisis económica de esos días, Avellaneda y
su ministro Alsina padecieron, frente a la frontera
interna que era indispensable dilatar, agobios mayores

136
que los conocidos. "Lo que los indios de Catriel y
los de Tierra Adentro hicieron durante la lucha fra-
ticida —de 1874— no puede referirse sin horror".
(Zeballos). Pincén comenzó a regar a balde volcado
la sangre y el espanto en la frontera noroeste. Al co-
ronel Lagos le capturaron dos cadetes y clavaron sus
cabezas en sendos postes. Otro día los alaridos y las
polvaredas del desierto se alzaron a seis leguas del
Rosario. La tribu de los Catriel, "amiga" hasta en-
tonces, se volvía ahora sospechosa bajo la vincha de
mando de Juan José, que había ajusticiado a su her-
mano Cipriano. Eso por un lado; mientras por el otro
la oposición política se convertía en amenaza de sub-
versión abierta.
Namuncurá, no menos sinuoso y constrictor di-
plomático que su padre, lograba la misma confede-
ración emplumada cosida por él veinte años antes,
y destacó ante el Gobierno Nacional una embajada
compuesta por cuarenta caciques y capitanejos que
alojados en un hotel céntrico comieron y eructaron
por cuenta del gobierno, observando lo que pudieron,
mientras su jefe despachaba misiones con mensaje in-
verso a las tribus de aquende y allende los Andes.
Entre las piezas de su jugada no trepidó en mover al
mismo arzobispo. El ministro de guerra se avino a
conferenciar personalmente con Juan José Catriel
sobre tierras e implementos agrícolas concedidos por
el gobierno, y éste puso tanto mayor énfasis en discu-
tir los términos del nuevo pacto cuando más se acer-
caba el momento en que con una simple conversión
de sus talones se convertiría, de guardia avanzada del
gobierno en punta de lanza de la invasión más grande
de los tiempos.
La nueva cruzada abarcó cincuenta leguas de frente
(no un malón sino un oleaje de malones) y pasó a

137
cuchillo a la rnayoria de las guardias fortineras. Pero
se hizo pata ancha, pese a todo y aun se resolvió avan-
zar veinte leguas más sobre el desierto, y aunque el
gobierno, acogotado por la crisis financiera y la ame-
naza revolucionaria, casi dejó morir de hambre y frío
sus soldados, se hizo de tripas corazón y se siguió
resistiendo - y ello no sólo porque se contaba ahora
con la ayuda del ferrocarril y el telégrafo, a más del
rémington, sino porque la vieja guardia de generales
y pagadores mitrista habla sido relevada a tiempo.

138
CAPÍTULO VII

SECRETO A VOCES

Cualquier honrado lector evitará difícilmente dejarse


ganar por el asombro de este fenómeno ofrecido por
un pueblo de uno a dos millones de habitantes, pro-
visto de todos los recursos y armas de la civilización,
que durite más de un siglo se resigna a pagar un
caudaloso tributo de oro, de sangre y de vergüenza
a seis u ocho mil salvajes sin más armas que sus
lanzas y sus boleadoras.
Varias ,y variadas explicaciones han sido dadas, aun-
que ninguna convincente del todo, porque no se quiere
remover el fondo de la olla.
El desierto propiamente dicho (esto es, las desola-
das tierras que rodeaban las aguadas y junglas en que
los indios clavaban sus tiendas de cuero de yegua)
era más o menos desconocido de los cristianos y cier-
tamente tenía mala fama ganada en buena ley. Si,
ese desierto que lo vomitaba resultaba tan temido
como él, con su silencio antiguo en que el alba se
levantaba sin ruido de pájaros y los ocasos tenían algo
de incendio o de degüello; el desierto clavado de es-
pinas, amojonado de remolinos de polvo, flanqueado
a trechos de salinas u osamentas, y sin una gota de
misericordia para la sed, pues hasta agua era casi

139
siempre salada como el llanto: allí, donde hasta ci
corazón parecía volverse arena, el indio lozaneaba
como el cachiyuyo en e1 salitral.
Claro está que el criollo, andaluz católico y mo-
risco a medias, era de una credulidad tan elástica
como su fantasía. La verdad que, como vimos, el
alcalde chileno don Luis de la Cruz a princioios del
siglo había salvado, de ida y vuelta, sin inconvenientes
capitales nada menos que Ci trecho que va de Val-
divia a Meiincu(, y que en 1810, por iniciativa de
Mariano Moreno y la Junta, el coronel Pedro Andrés
García, después de organizarse convenientemente en
Luján, partió desde la orilla derecha del Salado hacia
Salinas Grandes con un enorme convoy —172 carre-
tas. 62 carros, 2927 bueyes, 520 caballos, bien cus-
todiados por cierto— con la doble misión de explicar
a los indios las ventajas de sumarse a la causa eman-
cipadora, y de cargar los rodados con sal. Tamaña
cruzada no resultó un paseo por cierto,pero García,
con una magistral combinación de energía y prudencia
que nadie imitó después. convenciendo o conteniendo
a los indios, volvió con la sal, y con algo mejor que
eso: su experiencia sobre la necesidad de proveerse
de buenos baquianos como él hizo, sobre la conve-
niencia de prevenirse respecto al peligroso cambio de
aguas y pastos para caballos y reses, y demás nove-
dades del desierto, y lo que tanto importa —como
dirá después de una nueva expedición en 1820---:
"Fue errado y muy dañoso el sistema de conquistar
a los indios salvajes a la bayoneta y de hacerles entrar
en las ventajas de la sociedad sin haberles formado
e inspirándoles el gusto de nuestras comodidades".
García ve, pues, mucho antes de que el problema
llegase a lo trágico, lo que nadie, si no es por excep-
ción, quiso ver después: que al indio no sólo había
140
que tratarlo como persona sino educarlo como se educa
un niño, reconociéndole desde luego su derecho a par-
ticipar en la ocupación de la tierra
No pudo ser y no fue porque la civilización, mien-
tras no elimine en su serio la división de clases, se-
guirá haciendo uso de la moral como de un mero
cartel. ¿Y para qué decir que la sociedad con la que
se enfrentaba el indio conservaba un alma colonial
y teológica y seguía creyendo en el fondo lo que en
su tiempo había dicho Fray Tomás Ortiz que los
indios "son siervos y esclavos por naturaleza", o como
Fray Gregorio García que "son de más baja y des-
preciada condición que los negros y todas las naciones
del mundo" (Juan de Solórzano: Política Indiana.)
De.de luego, para mentes así condicionadas era más
o menos imposible sospechar siquiera que el araucano
también tenía su moral, aunque no fuera exactamente
la budista ni la cristiana, pero si corno ellas, con sen-
tido divergente, es decir, una moral para dentro de
casa, el pueblo elegido, y otra para el forastero, el
enemigo: los hijos de Dios y los hijos del viento.
He aquí lo que reza el Código de Manu o Deuto
ronomio araucano: "Todo aquél que mate debe ser
muerto por un pariente del difunto o debe exigirsele
una suma o prendas que agraden al agraviado. Todo
aquél que robe debe reponer, él o sus parientes. Todo
aquél que adultera paga con su vida el crimen come-
tido. El padre tiene derecho a la vida y muerte de
sus hijos. Si la hechicera causa la muerte de su se-
mejante, debe ser quemada viva". (Federico Barbará:
Manual de la lengua pampa.)
¿Bárbaro? Sin duda, pero no más que cualquiera
de los viejos códigos morales y religiosos de la huma-
nidad.
¿Que no perdonaba la vida al prisionero? Ya vimos
141
que eso lo iniciaron los cristianos, continuando una
tradición sagrada: "Y destruyeron todo lo que en la
ciudad había; hombres y mujeres, mozos y viejos,
hasta los bueyes, y ovejas y asnos, a filo de espada"
(Libro de Josué: VI, 21). Este Josué, tan hitleriano,
sólo cumplía órdenes de Jehová.
Por lo menos los pampas perdonaban a las mozas
y los niños.
También debe recordarse que como todos los bár-
bados, ajenos aun a la propiedad privada, es decir, a
la división de ciases, conservaban aún un ponderable
sentido de la igualdad. El jefe de estado, digamos el
cacique mayor, estaba lejos de ser un Juan Manuel,
un Roca, un Irigoyen o un Perón, mandando a puro
arbitrio personal detrás de la mampara de los gordos
cuerpos legislativos: era sólo el primero entre los de-
más caciques de la tribu, no su amo.
¿Que los indios, tratados como perros desde el co-
mienzo, se habían vuelto perros rabiosos y que ..-favo-
recidos por el aguardiente, la viruela y la sífilis y otros
obsequios de la civilización, estaban retrogradando en
vez de ascender? Es lo que no parece advertir nadie.
Muchos menos que, pese a todo, se daban entre los
indios excepciones que podrían avergonzar a legiones
de cristianos. Citemos un solo caso. Maudonao, un
capitanejo de Pincén, se separa un día de su jefe y
termina por volverse contra los indios. ¿Por odio o
por felonía interesada? Parece que no, sino sólo porque
su corazón no comulga con la felinidad de Pincén. En
cualquier caso, cría desde chiquito un niño cautivo,
y éste, que deviene un varón tan hermoso como un
Apolo de barba, sólo ve un amigo y un padre en
Maudoriao, que persiste en su alianza con los cris-
tianos "a condición dé que no le impongan sus odio
sas costumbres". Más todavía; en otra ocasión los
142
indios, que han raptado un muchacho de doce afío,
aragonés, resuelven matarlo para evitarse estorbos. fn-
teriene Maudonao y tras forzada discusión, termina
entregando a los vendedores seis caballos sin marcar,
doce vacas, un asta de lanza, un lazo trenzado, y hasta
sus estribos de plata, pero salva la vida de Pedro que
se convierte en su segundo hijo. Cuando en 1878 pue-
den volver los dos a la sociedad cristiana, ninguno
quiere hacerlo. Maudonao y el desierto les han gana-
do el corazón para siempre. (Ebelot: Op. Cit.)
Ya dijimos que el indio conoce como sus propias
manos de ese desierto que el cristiano teme justamente
porque no se ha tomado el trabajo de acopiar noticias
concretas sobre él. Dijimos también que el pampa
ha hecho del caballo el pedestal de su emancipación
en la medida en que ha sabido volverlo un innume-
rable caballo único, capaz de cualquier proeza y aguan-
te: el arma que precisaba para su esgrima de tacuaras
y leguas.
Fuera de eso está la resistencia del indio mismo a
cualquier tiranía de la sed, del hambre y la intemperie,
y su coraje crinudo y cojudo, y su destreza de cirujano
mayor en manejar la lanza como un bisturí (gene-
ralmente el bote de la tacuara no necesitaba ser re-
petido), sin olvidar que en la pelea podía manejar
las boleadoras como una cachiporra doble.
Todo lo anterior es cierto, pero no lo es menos el
que no justifica de ningún modo la apreciación con
cristal de aumento del adversario: que la caballería
pampa era inatajable, porque el indio no era un lan-
cero sino un unicornio, y algo peor, la receta homeo-
pática de que al indio sólo se lo podía contener con
el indio.
No es difícil advertir que esta teoría y práctica del
negocio o paz comprada a los indios, inaugurada y

143
mantenida por Rosas a lo largo de su gobierno, se
había agravado fúnebremente a raíz de las derrotas
en escala creciente iniciadas en Sierra Chica en 1855.
El indio pampa era en gran parte un resultado de
lo que los cristianos habían hecho de él. Comprarle
la paz pagándole un tributo fastuoso era como cas-
tigar a un gato encerrándolo en una fiambrería. Acos-
tumbrado a vivir de las pensiones oficiales, el indio
tendía a convertirse en un vampiro, es decir, a hacer
del ocio y del aguardiente sus pasatiempos favoritos.
Sólo que había de por medio algo más sucio toda-
vía, según vimos, y era que los caciques estafaban
a los indios, de acuerdo con los proveedores y los co-
mandantes de frontera, que estafaban al fisco. Al no
recibir sino una mínima parte de las provisiones entre-
gadas por el gobierno, los indios se veían obligados a
entregarse al malón al menudeo, con la obligada to-
lerancia de los caciques y las autoridades de la frontera
a la vez.
El ingeniero Ebelot es quien mejor ha visto cuál
era la única solución que ccnsultaba los intereses de
ambas partes y salvaba ¡a dignidad de la civilización
y de su moral confesa: "ser humanos con los indios,
nada mejor, pero a condición de serlo no antes de
haberlos vencido y de haberles hecho comprender que
esa generesidad no era debilidad. Desde el punto de
vista militar, el lector no habrá dejado de notar cuál
era la falta capital en que ha incurrido la República
Argentina: reducirse al papel pasivo, a la guerra de-
fensiva, la más ingrata e ineficaz de todas las guerras...
dejando a sus enemigos salvajes atribuirse el lado fá-
ci l y brillante, rápidos golpes de mano en los momen-
tos y sobre el terreno elegido por ellos". (Op. cit.)
¿Que las ventajas seguían mostrándose del lado de
los indios, aun después de San Carlos en que el gran

144
Calfucurá fue batido y corrido como un zorro viejo?
Pero no era menos cierto que las ventajas posibles,
y ahora más que nunca, estaban a la vista sin más
que computar la superior eficiencia de las armas y
la de un frente que podía mover cinco o diez veces
más combatientes que sus enemigos, según acababa
de demostrarlo la dos veces fúnebre guerra del Pa-
raguay.
En un libro de no mucha resonancia en su tiempo
y no aplaudido del todo por Alsina, a quien estaba
dedicado — Fronteras y territorios nacionales— el co-
ronel Alvaro Barros, con documentación intergiversa-
ble sobre la mesa, echaba toda la culpa a la desorga-
nización y corrupción del ejército, sin que su ojo
castrense advirtiese que ellas eran uno de los tantos
inevitables resultados del sistema económico y polí-
tico de la sociedad. Pese a ello, la denuncia no era
menos valerosa y hoy constituye un documento ilu-
minador.
Barros demostraba que la asignación de los puestos
y ascensos militares, como el aprovisionamiento del
ejército, se regían por el favoritismo político y perso
nal, desembocando todo en la más rampante inmo-
ralidad y cojitranca inepcia.
Veamos. Desde los tiempos del régimen provincia:
de Adolfo Alsina, Obligado y Mitre, el aprovisiona-
miento del ejército venía haciéndose por particulares,
según el socorrido arbitrio de la licitación. Por cierto
que quien ofrecía precios más bajos se quedaba con
la autorización oficial, y como se trataba infaliblemente
de un amigo político y personal de alguno, cuando
no de todos los gobernantes, procedía con libérrima
Vol u
- ntad en el cumplimiento de las obligaciones con-
traídas, ¡y quién iba a ponerle el cascabel al gato,

145
si el gato era un gran caudillo electoral, una de las
columnas del partido en el poder!
El sistema debió haberse perfeccionado envidiable-
mente en su técnica operativa en poco tiempo, pues
ya en la guerra del Paraguay produjo ostentosas for-
tunas privadas salpicando de oro sin duda a más de
un jefe complaciente.
"Mitre.., no ha tomado un peso de las arcas pú-
blicas... pero en su gobierno los robos eran tantos
que a nadie llamaban la atención. Si en la actualidad
se hacen fortunas inmensas a la sombra del poder,
ésas son migajas al lado de las que se hacían por los
íntimos del general cuando Cepeda, cuando Pavón,
cuando el Paraguay. Mitre creía que su honradez
quedaba inmaculada, puesto que él no participaba
de aquella arrebatiña". (C. D'Amico: Buenos A ires
y sus hombres.) "Su casa (de Mitre) fue negociada
por agentes y obtenida la suscripción de proveedores
que mediante el despilfarro de las rentas ganaron
millones". (Carta de Sarmiento a Sarratea, 17-II!-
1869; El Mercurio, 12-IX -1927; E. Wilde: Obras,
t. VIII; Citas de J . N. Mayer en A lberdi y su tiempo.)
D'Amico confirma el dato: ". . .los proveedores, cu-
yas fortunas insolentes se habían hecho a la sombra
de Mitre, regalaron a éste la casa en que hoy está
la opulenta imprenta de La Nación". (Op. cit.)
Las acusaciones de Barros son tajantes e impeca-
blemente documentadas. Cuando la batalla de Santa
Rosa, en Entre Ríos, de las fuerzas oficiales contra las
de López Jordán, el general Rivas pasa al gobierno
un parte falso atribuyéndose una victoria que no exis-
te, y sigue después obrando según una conducción
transparentemente antiestratégica. A raíz de ello se
eleva una nota al Gobierno Nacional firmada por

146
los principales jefes: Donato Alvarez, J. Viejobueno,
Levalle, Winter, T. García, J . Freire, L. M. Campos.
A renglón seguido de la falla militar se consigna la
otra, no menos gorda: "A la mala dirección de las
operaciones se agrega una administración onerosa de
los intereses de la Provincia, de la cual entrerrianos
que militan en nuestras filas se quejan amargamente,
murmurando no contra el gobierno, pues les consta
que éste paga cuanto consume, sino contra sus repre-
sentantes a quienes culpan de un proceder del cual
el decoro impide entrar en detalles. . .". (A. Barros,
Op. cit.)
Justicia al mérito: el concepto que este archimi-
trista general Rivas mereció a los jefes del ejército
destacado en Entre Ríos era compartido ampliamente,
al parecer, por Calfucurá: "...don Galván, proveedor
de Bahía; éste es uno de los principales ricos; es muy
ladrón. Rivas, otro ladrón de primera clase. El me
da lo que mejor gana le da, no lo que tiene ordenado
por Ud." (J. C. Waither, La conquista del desierto.)
Ya veremos más adelante que otro alto personaje
político llama decoro y amor a !a patria al silencio
guardado por un miembro de la clase dirigente cuan-
do algún colega se ensucia las manos hasta los codos.
Sarmiento era tan honrado como antidemagogo,
según lo reconocieron y 10 reconocen sus propios ad-
versarios. ¿Por qué exoneró a los generales Conesa
y Mitre (Emilio) callando los motivos? ¿Por qué
marginó al general Rivas después de la denuncia, pero
sin abrir proceso contra él? ¿Es que corno "el hon-
rado Lincoln", que se vio obligado a tolerar a un
ministro ladrón y a generales mercachifles (C. San-
burg: Lincoln) él también debió callar porque su po-
der tenía cortapisas insalvables? Debió ser así, ya que
mas tarde ro tuvo inconveniente en consignar que la

147
mitad del importe del empréstito contraído y gastado
en la represión de López Jordán, había ido a parar a
los bolsillos de los proveedores.
La cosa venía de lejos. El propio Barros consigna:
"Cuando el general Rosas fue investido con el mando
supremo de la República, el ejército que había ven-
cido al poder español y castigado al Brasil... no podía
ser instrumento de un tirano, Rosas lo comprendió
así, y también que halagando las pasiones persona-
les. . . tendría a su frente el ejército para defenderse
del ejército. Un juez, un estanciero, un peón... dis-
tinguiéndose como buen federal con una delación in-
fame o una expoliación inicua, era nombrado capitán
y coronel. . ".
Lo que Barros olvida adrede decir es que Brown,
Pacheco, Guido, Soler, Alvear y tantos más, milita-
res de las dos guerras que él cita, también sostuvieron
con piafante entusiasmo a don Juan Manuel, y que
la flor de 105 generales y coroneles de Rosas —Pache-
co, Echagüe, Urquiza, Prudencio Rosas, Man&ila,
Santa Coloma--- ostentaban con más garbo sus estan-
cias que sus charreteras.
Un día de 1865 el gobierno de Mitre nombra a
Barros jefe de la Frontera Sur, Parte junto con el
pagador Oromí, quien lleva orden de no proceder al
pago del atrasadísimo sueldo de la tropa sino después
que el jefe saliente, coronel Benito Machado, haga
entrega del mando. Pero Machado, militar mitrísta
desde la bota hasta el kepí, se niega a transferir el
cargo si previamente no se realiza el pago. Son inú-
tiles los empeños y reiteraciones. Al fin sólo personajes
venidos de la capital consiguen hacerlo salir de sus
casillas: "Después de esto se verificó el pago y el se-
ñor Ororní devolvió en tesorería la cantidad que cons-
ta en los recibos siguientes:

148
En junio 23 de 1866 $ 255.980
,, 25 ,, ,, ....... ,, 2.500
enero 15 ,, 1867 .......,, 176,753
junio 13 ,, ,........213.1
Total ............$ 648.409
Estos pagos correspondían a sueldos atrasados de
la época en que era jefe de la fuerza el coronel Ma-
chado; los individuos que figuraban en la lista no
tenían nota de baja, y por tanto no existían ya cuando
aquellas notas se hicieron, y los capitanes así lo de-
claraban. En cuanto al 6 9 escuadrón de la frontera
del sur jamás había existido, como lo dice el comi-
sario Ororní en su nota al ministro de Guerra.
"El Dr. Marcos Paz tuvo sin duda la voluntad de
llevar este asunto a su perfecto esclarecimiento, pero
una parte del ministerio lo resistió. . ." (Mitre, au-
sente en el Paraguay, seguía protegiendo al amigo y
copartidario desde lejos).
El coronel Barros cuenta también el caso que des-
pués repetirá Zeballos. En 1873, el coronel Elia, jefe
de la frontera sur, se asocia con Cipriano Catriel para
llevar un malón de entrecasa contra los caciques Ma-
nuel Grande y Chipitruz, cuyos indios pacíficos son
enviados como voluntarios al ejército mientras ellos
tienen que ir a hacer una cura de reposo en Martín
García. ("¡Dónde cristianos llevando!" —preguntaba
Manuel Grande cuando se vio solo rodeado de agua
y cielo).
Al relatar este mismo hecho el Dr. Zeballos dice
que sólo el patriotismo le impide entrar en detalles
no pudendos. Así, pues, el apañamiento de las ha-
zañas no historiables de nuestros próceres militares o
civiles en vez de llamarse cobardía cómplice se llama
servicio a la patria...
149
Este Cipriano Catriel puede ser tomado como mo-
delo del indio corrompido por la civilización. Como
su padre y como su hermano, se asociaba a los jefes
cristianos para estafar a los indios y al gobierno a
la vez. Su vecindad en el Azul, donde llegó a tener
casa de ladrillos y usar sábanas, resultaba tan pestí-
fera como la de un pantano. Dejaba que sus indios,
con cuyas raciones dadas por el gobierno engordaba
él, saliesen a bolear avestruces, aunque siempre se les
enredaba una vaca, cuando no un cristiano en las
boleadoras. En San Carlos peleó como un jaguar, aun-
que haciendo fusilar por la espalda a los indios que
se negaban a luchar contra las tacuaras. En 1874 se
sublevó con Mitre y Rivas en defensa de la virginidad
del sufragio. Su propia tribu le ajustó las cuentas por
agencia de su hermano Juan José que si no era tan
valiente como él le ganaba iCOS en canallería.
Que no era más pundonorosa la moral de muchos
jefes militares lo dicen algunos de los casos que cita-
mos. Pero seria una injusticia olvidar a Arredondo,
parte integrante del juego de jefes uruguayos que im-
portó Mitre —Flores, Vedia, Rivas, Gelly y Obes,
Iseas, Sandes— con los cuales manejó el ejército
argentino durante veinte afios. Arredondo, de po-
cas luces y mucho coraje, pintoresco (lleva som-
brero por kepí y látigo por espada) manirroto, sim-
pático, irresponsable y mitrista ante todo. Confabu-
lado con Mitre en 1874, se presenta al presidente
Sarmiento tosiendo y con el pañuelo manchado de
sangre a solicitar, la venia para irse a Cuyo en busca
de salud. Llega a Río IV, pasa a Mercedes, se com-
plota con los principales jefes, y como el comandante
general, Ivanosky, llave de todo, le resulta inabordable,
lo manda asesinar o lo asesina personalmente y sos-
tiene después un diálogol por telégrafo con el presi-

150
dente de la nación, haciéndose pasar por Ivanosky y
pidiendo instrucciones respecto a Arredondo... De-
rrotado en Santa Rosa y exonerado del ejército y co-
rriendo la liebre, se da un día con que sus amigos
del Congreso han aprobado una ley pagándole por
junto los sueldos de diez años de servicios.., no
prestados: (1. Fotheringham: La vida de un soldado.)
El coronel . Maldonado, uno de los más temerarios
y distinguidos jefes de la época fue también un dis-
tinguido asesino. Sólo que la eficiencia de sus buenas
amistades le permitió cambiar el pelotón de fusila-
miento por el ascenso a coronel. En 1867 mató de un
golpe de látigo en la cabeza al mayor Donato López.
Siete años después, mató, disparándole a boca de
jarro un tiro en la nuca, al teniente primero Justo P.
Villamayor, (Fotheringham: 2. si.)
Volvamos a la moral administrativa y táctica del
ejército en la peor época de la guerra con el indio.
"Al firmar el contrato ---dice el coronel Barros—
el proveedor presenta una fianza por una suma con-
siderable. La falta del cumplimiento del contrato
importa la pérdida del valor de la fianza. Este caso
no ha llegado a ocurrir... En este ramo se han hecho
fortunas muy grandes y muy rápidamente, y esto
bastaría para comprender que en tales negocios se
cometen grandes fraudes cuya ignorancia y consen-
timiento por parte de la administración entraña una
insuficiencia absoluta o una disolvente inmoralidad".
La proveduría del ejército resultaba, ya lo vemos,
un negoción pecuniario para el actuante, pero tam-
bién un negocio político para sus protectores oficiales.
"El proveedor activo en el movimiento de sus nego-
cios está en relación con mucha gente y el capital que
Posee le da un gran ascendiente allí donde se halla
establecido. En las luchas electorales dispone así de

151
un importante contingente de votos que, en- beneficio
de sus negocios, pone en favor de los candidatos mi-
nisteriales".
Naturalmente, si el proveedor se mostraba agrade-
cido electoralxnente con el rabadán político que lo
amparaba, no se mostraba menos con el jefe militar
que devenía su socio: "Toca algún resorte y consigue
que se le dé alguna comandancia de campaña". Eso
informa Barros en coincidencia con el dato de Ebelot:
que era frecuente que el proveedor hiciese nombrar los
jefes militares de frontera. Entonces el viento de la
buenaventura soplaba sobre las velas de la conve-
niencia mutua.
Ya vemos; por un lado el negocio de la proveduría
de los indios, por otro el de la proveduría del ejército.
Rosas había sido el gran inaugurador del primero y
su explotación aun desde el gobierno, fue una de las
bases de su fortuna miliunanochesca. El fue, desde
sus comienzos, el apostólico partidario de comprar la
paz a los indios cebándolos con una copiosa dádiva,
siempre, claro está, que él hiciese de embudo entre el
gobierno y los indios y que el embudo echase la mitad
del caudal en su alcancía. (Rivera Indarte: Vida de
Juan Manuel de Rosas; General Iriarte: Memorias.)
Una de las causas o pretextos para el malón era el
incumplimiento o el déficit en la entrega de las pen-
siones acordadas. Todavía en 1875 Namuncurá —con
malicia o sin ella— protesta contra las chicanas de
los proveedores que entregan yerba o tabaco insufi-
ciente o inservible y se enriquecen "a expensas de la
Nación y de nuestros intereses, ¿por qué?"
"Sucede a menudo que se produce un escándalo
cualquiera entre los indios. Casi siempre sin razón lle-
van a uno de ellos preso por orden del Comandante
por el concevido plan de apoderarse de el caballo que

152
tiene, que va a poder del Comandante. ¿Por qué hace
el jefe de Frontera esta injusticia. Será porque no
somos civilizados corno los demás?" (Nota de los
triunviros Manuel Namuncurá, Bernardo y A lvarito
Reumay al Presidente A vellaneda, techada el 7 de
diciembre de 1877 y hallada por Ceballos en Salinas
Grandes.)
Llegamos a uno de los problemas capitales de la
guerra de fronteras y la clave mayor de las derrotas
cristianas: el caballo.
Con su consuetudinaria perspicacia Sarmiento habia
visto y advertido ya en 1856 que las fallas referentes
al caballo (mala calidad, mal estado o peor vigilancia)
eran quizá la causa número uno del asiduo -fracaso de
la guerra contra el indio.
" ¿Qué ha sucedido en materia de caballos? Que los
mandados a Patagones fueron arrebatados por los in-
dios dos meses después de haber llegado; que los caba-
llos enviados a Bahía Blanca tuvieron igual suerte, y
que si se leen todos los partes de la frontera de un año
a esta parte, la historia de los caballos es la clave de
todas las desgracias de afuera. Antes de la batalla, los
indios arrebataron los caballos; durante la batalla los
caballos se dispersaron y después de la batalla no los
hubo para perseguir al enemigo. Se han consumido en
un año cien mil caballos". (El Nacional, 1856).
Ya aludirnos a la rigurosa educación y el ceñido cui-
dado que el indio concede a su caballo (Luis FRANCO:
Los Grandes Caciques de la Pampa, Ediciones del Can-
dil) no por ternura, ciertamente, sino por inteligente
previsión, pero así y todo, con alta ventaja para cabal-
gadura y cabalgante a la vez. En diametral contraste
con éste, el gaucho, criado en zonas en que los caballos
abundan como los cardos, se preocupa de su caballo
menos que de su rancho, lo que no es decir poco. En

153
el ejército pasa algo infinitamente más serio e increíble.
Sobre que los caballos suministrados por el contratista
no suelen ser de lo mejor, sino con frecuencia lo con-
trario, está la cobarde torpeza y la irresponsabilidad
suicida de la administración militar, no descuidando
el arma más decisiva en la guerra del desierto, sino
tratándola como los gusanos tratan a la carroña:
"Cada hombre llega, bozal en mano, y atrapa el que
puede. ¿ Para qué cuidarlo si no volverá a montarlo?
Si un pobre animal, en el colmo del cansancio, se
niega terminantemente a avanzar, el jinete se repliega
sobre la reserva y cambia de montado, dando como
adiós al que abandona, un fuerte talerazo. Si su recado,
demasiado duro o acomodado con harta precipitación',
ha lastimado el lomo del animal, no se preocupa para
nada; los oficiales.., se habitúan a no prestar aten-
ción a un detalle tan común. Se comprende así que
la caballada mejor elegida ofrezca en poco tiempo el
aspecto de un lamentable conjunto de costillares a la
vista, convunturas inflamadas, lomos desollados" (Ebe-
lot: op. cit.)
He aquí la semblanza esbozada por Mansilla de
nuestro corcel de guerra en la frontera:
"Empecemos porque le falta una oreja, que desfi-
gurándolo le da el mismo antipático aspecto que
tendría cualquier conocido sin narices. Está siempre
flaco, y si no está flaco tiene una matadura en la
cruz o el lomo; es manco o bichoco, es rengo o lunan-
co, es rabón o tiene una porra enorme en la cola;
cuando no es tuerto tiene una nube; no tiene buen
trote ni buen galope, ni paso ni sobrepaso. Y sin
embargo, todo el que lo encuentra lo monta. Todo el
que alguna vez lo montó le dio duro y parejo hasta
postrarlo. ¡ Ah! si los patrios que a millares yacen
sepultados en los campos formando sus osamentas una
154
especie de fauna prediluviana se levantaran como es-
pectros de sus tumbas... y hablaran ¡ qué contarían!
¡ Qué ideas no suministrarían para la defensa y se-
guridad de las fronteras!". -
¿A dónde volver la cara si se recuerda que según
Ramayón, el indio era capaz de transformar un so-
treta en caballo de batalla? (Eduardo Ramayón: Las
caballadas en la guerra del indio.)
¿Es que con leyendas heróicas e himnos a nuestra
prez de concesionarios mayores del coraje pueden ta-
parse tanta sucia crueldad y criminal inepcia?
Pero sigamos. Lo de "la caballería mejor elegida"
del ingeniero francés es sólo un tropo. Las de las
fronteras eran casi siempre las peor elegidas porque
así es cómo dejaban el máximun de ganancia al pro-
veedor protegido por el alto mando. Lo dicen así
militares envejecidos en las fronteras.
"La remonta de la caballería recaía en individuos
extraños al ejército y como es natural sin otro móvil
que la idea del lucro... No había fiscalización ni vi-
gilancia que bastase para contrarrestarlos... y resul-
taba que el ejército jamás estaba provisto de buenas
caballadas". (E. Ramayón: Las caballadas en la
guerra del indio.)
"Para el Estado, los peores matungos posibles. Se
compraban de a centenares por quince o veinte pesos.
¿Qué se podía esperar? El gobierno celebraba un
contrato con el proveedor tal, para la adquisición de
mil caballos a veinte pesos bolivianos cada uno. El
proveedor cedía su derecho a otro por dieciocho. Este
a otro por dieciseis; y vaya usted a conseguir buenos
caballos para guerra de indios en semejantes condi-
ciones!" (Fotheringham: o. cit.) El comandante
Prado confirma el épico chisme. Y sobre eso: "El
gobierno pagaba anualmente (al indio) un tributo de
155
8.000 yeguarizos". (T. Caiilet Bois: El fin de una raza
de gigante3.)
¿Que esta viveza criolla consumía casi Ja mitad de
la renta del país e inmovilizaba y mantenía a éste en
un pantano? ¿Que había algo peor todavía, como lo
era la esclavitud en los fortines y la muerte de cente-
nares o millares de víctimas? ¡ Esto importaba dos
cominos a los proveedores y a muchos comandantes de
frontera y a los altos bonetes dirigentes de la alta
política, sus protectores!
Tenían razón los indios de despreciar a sus enemigos
de raza y mirarlos como las águilas deben mirar a los
chimangos. Se lee en la V ida de un soldado: "Venían
los caciques a renovar tratados o celebrar cómodos
convenios con el jefe y con aire de vencedores, de
Atilas de la pampa, entraban al escritorio, se sentaban
y se ponían a fumar, mientras el lenguaraz.. porque
hubiera sido asunto infra dignitate por parte de la
majestad pampeana hablar en un lenguaje que odia-
ban, con un representante de un gobierno que des-
preciaban".
¿ Para qué decir que si con el caballo, que costaba
poco se tenÍa tan escaso cuidado, no podía esperar
mejor suerte el soldado, que no costaba nada?
"La mayoría de ellos —consigna C. Goldney— eran
enganchados a la fuerza, para los cuales la licencia
definitiva jamás llegaba... y cuando ésta era conce-
dida por la superioridad nunca faltaba algún benefac-
tor que rompiera la boleta y respondiera al interesado:
«con tinúa prestando servicio en las tropas»".
Los cronistas de hoy, como los de ayer, parecen
creer que con reconocerle generosamente coraje sobra-
do, Jo indemnizaron históricamente al gauchisoldado
de su miseria y su tragedia.
"El soldado expedicionario era un varón en el am-

156
plio sentido de la palabra. Vestía harapos... calzaba
alpargatas*envueltas en cuero con olor pestilente,
denotaba en su rostro sufrimientos estoicos, hambres
caninas". (C. Goldney: op. cit.)
Pero los escoliastas de nuestra historia no se confor-
man con eso y atentos a mantener la leyenda y salvar
los intereses de la tradición sagrada, buscan a toda
costa presentar al paisano argentino sacrificado en la
frontera india como una criatura posesa de algo como
un sentimiento místico de patria, como un abanderado
de nuestra civilización de crucifijo y dividendo. Nada
más transparentemente tramposo. En primer lugar, el
gaucho escapaba a la conscripción o la leva siempre
que podía. y ya cautivo en el uniforme, que sabía yita-
licio, soñaba en la deserción o la emprendía. O ter-
minaba resignándose a lo que no tenía remedio,
endureriéndcsc estoicamente en la conformidad, bus-
cando salvar en el coraje sin vaina su último resto de
dignidad humana, tal vez arriesgando con inconsciente
fruición una vida que era un collar perruno de
humillaciones y miserias.
No era aquélla por cierto, propiamente hablando,
una lucha entre el salvajismo y la civilización, o diga-
mos entre dos culturas, ya que como vimos lo normal
en toda época fue la alianza entre cristianos e indios
contra indios o cristianos. No es ningún secreto que
Calfucurá y Namuncurá tenían espías y conniventes en
Bahía Blanca y el Azul, y tal vez en Buenos Aires,
pues n sus toldos estaban al día de las noticias de
la prensa. Es decir, que muy buenos cristianos de este
lado de los Andes, y sólo por cristiano afán de henchir
la bolsa, aliviaban al indio en su cruzada por llevar
el mayor número posible de mujeres y niños blancos
para iniciarlos en la cultura de los toldos. ¿Que los
cristianos del otro lado de la Cordillera hacían lo
157
mismo y peor? Esto también es cierto. Los chilenos
jugaban a dos puntas y ganaban por las dos: por un
lado habían resuelto casi su problema araucano, en
pie desde los días de Lautaro, exportando a nuestras
pampas su sobrante de lanzas más filosas; por el otro
estaban poblando sus ralas estancias con vacas de ciu-
dadanía o marca argentina...
¿A cuántas toneladas de plata alcanzó lo insumido
por los gobiernos del país en la guerra contra los
pampas sólo en el medio siglo de 1830-1880, contadas
las sumas invertidas por Rosas y sus sucesores en
comprar la paz a los indios, más lo gastado en el
ejército permanente de la frontera y más todo lo
escamoteado por los indios en vacas y otras menuden-
cias, y los consumido por los incendios que coronaban
cada malón, —todo eso para no computar lo que más
vale y sólo pueden pesar las balanzas del infierno: el
martirio de mujeres y niños cautivos y de los derviches
con quepi llamados gauchisoldados.
Chile (es decir sus comerciantes, estancieros, políti-
cos y generales, no su pueblo) resolvió el problema
del indio de Arauco con doble eficacia: se lo sacó de
encima enviándolo al otro lado de los Andes a cazar
vacas argentinas e hizo el negocio del siglo comprán-
doselas a precios de aves de corral, como los comer-
ciantes del Azul hacían su agosto pagándolos como si
fueran de zorrino los cueros vacunos que el indio no
podía exportar a Chile.
Los Pincheira eran tres hermanitos, chilenos, jefes
de una banda de partidarios del rey, rival de otra de
partidarios de la patria, aunque en 'verdad sólo se
trataba de partidarios de las vacas argentinas. En
1829 Juan Antonio Pinchejra hizo caracolear su caba-
llito cerdudo en las calles mismas de la ciudad de
Mendoza. En 1832 el comandante Buines pasó los An-
158
des con un millar de indios y rotos en persecusión de
los Pincheira, llegó hasta el Salado de la Pampa seca
y regresó arreando treinta mil vacas para costear los
gastos de la expedición...
En 1876 (carta del 24 de abril a La República), el
coronel Roca, comandante de la frontera de Río IV,
insiste en la necesidad de una ofensiva a fondo a fin
de cortar de una vez por todas el comercio de vacas
robadas por los indios que hacen los comerciantes del
sur de Chile, —Talca, Maule, Concepción, Valdivia
y Arauco— comprándolas a dos o tres pesos fuertes
por cabeza. Roca informa que personas que han ve-
nido de la frontera chilena le han asegurado que
"algunos prohombres de aquel país no han sido extra-
a este comercio y deben a él sus pingües fortunas".
Roca, por lo visto. ignrraba aúii lo que después
apiendera por experiencia propia: que los prohombres
son precisamente los que hunden más gustosamente
sus manos en los negocios sucios, que son los más
fructíferos, porque pueden hacerlo a mansalva. Como
que el estanciero chileno más favorecido por vacas
pampeanas no era poco prohombre: el presidente
Bulnes.
Ya se comprenderá que en este caso, como ocurre
siempre, la intervención diplomática no sirvió absolu-
tamente para nada.
"No puedo comprender —decía el canciller de Ave-
llaneda— que el estimulo prestado por algunos habi-
tantes del sur de Chile a los salvajes de la pampa para
que les entreguen en cambio de objetos depreciados los
ganados que arrebatan de nuestras fronteras, al favor
del incendio de las poblaciones y el asesinato de sus
moradores, sea una operación industrial que puede
garantir la Constitución chilena".
En octubre de 1877, la columna expedicionaria del

159
comandante T. García, detrás de la ya desmedrada
tribu de Catriel, sorprende parte de ésta en Treyc6,
muy al oeste de la pampa. Entre los presos figura un
comerciante de Azul que ha ido con dos hermanos
suyos ---todos fervorosos mitristas— llevándole cartas
gracias a las cuales el cacique ha logrado gambetear
a tiempo. La tribu está casi en la miseria, tanto que
de ganado sólo cuentan con tres lecheras Durham y
un toro. "¡ Qué se había hecho el tiempo en que los
comerciantes chilenos llegaban a intervalos periódicos
a hacerse cargo en los toldos de millares de cabezas
de ganado". (Ebelot: op. cit.)
El diputado Puelman, en sesión del 18 de julio de
1870, dilo en el Congreso de Chile: "El comercio de
anímales, que es el que más se hace con los araucanos,
proviene de animales robados en la Argentina. Ulti-
mamente han sido robados allá más de cuarenta mil
animales que son comprados en nuestro país consciente
de su origen. Decirnos que los ladrones son los indios,
N, nosotros ,rqué seremos?".
Se calcula que sólo en 1870 pasaron más de dos-
cientas mil reses vacunas y yeguarizas a las tierras del
huemul y los porotos. (Félix de San Martín: Ne'u-
ouén.)
Y eso, ni con mucho, era lo peor. En el camino de
la truhanería siempre hay un escalón más bajo que
el otro: "Cuando la industria del malón quedó defi-
nitivamente establecida, constituyó también el inter-
mediario entre los guerreros de la Pampa y los
hacendados de Chile con quienes aquellos comerciaban
el producto de sus rapiñas. Los cautivos fueron tam-
bién artículo comercial, y vendidos como esclavos,
salvo las mujeres jóvenes que los indios se reservaban,
iban a morir trabajando bajo dura servidumbre en los

160
fundos de la nación trasandina". (Leopoldo Lugones:
El Payador.)
Los pulperos criollos —aunque habían nacido en
Galicia, Nápoles, Francia o Inglaterra— desempeña-
ban el papel de avanzadas de la civilización cristiana
en el desierto para domesticar a los salvajes, cambián-
doles sus cueros robados por aguardiente y azúcar, y
vendiéndoles informaciones y armas para ayudarles a
defenderse del gobierno usurpador...
Tenemos, pues, que —como siempre ha ocurrido
en la historia— las clases poseyentes de la Argentina
y Chile, con tal de mantener y aumentar sus privile-
gios y el tamaño de sus alcancías, no tuvieron el menor
inconveniente en descender a todos los robos y fraudes,
explotando al indio y al soldado, y sin hacerle asco
siquiera a li rn5 prócer dc las infamias, aquélla que
no puede tener redención en el purgatorio de la his-
toria: la de cambiar por chirolas la libertad de las
hijas y niños de su propio pueblo, hundiéndolos en la
condición de esclavos, es decir, aquella en que el
hombre desciende más abajo de la bestia.
¿Comprende el lector por qué este largo pleito con
el indio que condiciona profundamente la vida social
argentina del siglo pasado, con consecuencias que aún
padecemos, figura apenas como una anécdota en nues-
tros textos de historia?

161
(ltPfruLo VIII
EL DERRUMBE

Bajo la presidencia de Avellaneda ocurrió algo de


más trascendencia que todo lo consignado por los
cronistas en cuatro siglos de historia rioplatense: el
descubrimiento de que la Pampa puede llevar no sólo
cascos y pezuñas sino también espigas, y con genero-
sidad igual o mayor. Sí, la Canaán agraria de la mies,
la verdura y la fruta... ¿quién lo hubiera creído? En
efecto, ello se dio pese a la opinión de un sabio de
alta patente como Burmeister, cuyo criterio fue quizá
secretamente sobornado por el interés o el prejuicio de
inveterar la monocultura de la vaca...
Pese a la ahora imprescindible y ya incontenible
necesidad de tierras pacíficas, el problema del indio,
que pudo ser resuelto cincuenta años atrás, aún per-
manecía en pie. -
En el capítulo anterior vimos cuáles fueron las mal
disimuladas causas de la hegemonía de las tacuaras,
esa epidemia vuelta endemia que parecía presentarse
más amenazante que nunca. ¿Acaso no trascendió que
en su desaforado engreimiento o en su secreta deses-
peración, Namuncurá estaba albergando en su mollera
araucana la esperanza de entrar en Buenos Aires como
Atila en Roma o los turcos en Constantinopla?...

162
En 1875 el Dr. Adolfo Alsina, ministro de la guerra,
en perfecto acuerdo con el presidente Avellaneda, se
Convirtió en el órgano ejecutor del plan de dar un
largo paso hacia Tierra Adentro, poniendo en juego
los mejores recursos y energías de la nación y apro-
vechando la ausencia de casus belii externos o civiles,
no menos que la creciente difusión del ferrocarril y el
telégrafo y la reciente presencia del rémington.
¿ Cómo ocurrió que los indios parecieron haber al-
canzado entonces su mayor poder destructivo y la
cristiandad rioplatense correr su mayor riesgo?
Había más de un detalle significativo.
Ya vimos en el capítulo anterior cómo , fue engen-
drándose la invertebrada doctrina de que al indio sólo
se lo podía partir usando de cuña al indio, e dccii,
sobornando paiie de las tribus para volverlas contra
el resto. Porque nadie pensó en otra cosa, esto es,
nadie, ni remotamente pensó en civilizar al indio,
queremos decir, prepararlo paulatinamente para su
ingreso en la cristiandad. De ahí que en vez de semi-
llas se les mandaba tabaco, en vez de arados, aguar-
diente. Y cuando pedían bueyes —corno en la nota de
Epumer— se les enviaban curas o uniformes militares.
(Ya vimos también que los pampas practicaban la
alfarería, la talabartería, el hilado y el tejido rudi-
mentario y la pequeña agricultura, y que el Cacique
Ramón era agricultor, estanciero y platero). Tal vez
todo hubiera sido inútil, porque ya los indios, sobre
todo los llamados amigos, estaban muy corrompidos
—sobornados y explotados a un tiempo— por los
Políticos, los proveedores, los comandantes y los pul-
peros. Aunque la solución única, la que salvaría a los
indios y los intereses morales de la civilización era la
que había indicado el más lúcido quizás de cuantos
habían intervenido en la guerra-de frontera: "Ser hu-

163
manos con ellos, nada mejor; pero a condición de
serlo no antes de haberlos vencidos y de haberles hecho
comprender que esa generosidad no era debilidad".
(Ebelot,)
Perfectamente, es lo que nadie había hecho desde
Rosas, o los que vinieron después, contestes todos en
comprarle la paz al indio con tal de que les dejara
las manos libres para definir entre ellos sus tortuosos
intereses internos. Y ya vimos que el negociado de
esa paz intermitente había terminado por prostituir
a compradores y vendedores.
Había, pues, la decidida voluntad de terminar con
la frontera india, pero surgieron dos opiniones dezcoin
cidentes, dos métodos, representados por el ministro de
Guerra y el comandante de la ¡rentera de Río IV,
que fue consultado en la ocasión. Desde luego ambos
están de acuerdo en la imprescindible necesidad de
terminar con la guerra del desierto y esto sólo ya
significaba abandonar la tradicional posición defensiva.
Sólo que Alsina quería hacerlo en tramos sucesivos,
conquistando y poblando zonas cada vez más avanza-
das, hasta echar al indio al otro lado de la barrera
natural de Río Negro, o lo que era mejor, obligarlo a
someterse.
El coronel de Río IV no estaba totalmente de
acuerdo y exponía una doctrina que desde el punto
de vista técnicamente militar y su rápida eficiencia, era
irrebatible.
"El sistema actual de líneas de fuertes. . . y mante-
nerse a la defensiva, avanzando lentamente con la no-
blación, ya sabemos cuáles son sus resultados, y cuáles
serán más adelante.
"Los fuertes fijos matan la disciplina y diezman las
tropas, y poco y ningún espacio dominan. Para mí, el
mayor fuerte y la mejor muralla para guerrear contra

164
los indios de la Pampa y reducirlos de una vez, es un
regimiento o una fracción de tropas de las dos armas,
bien montadas, que anden constantemente recorriendo
las guaridas de los indios y apareciéndoseles por donde
menos lo piensen.
Yo me comprometería, señor ministro, ante Ci
gobierno y ante el país, a dejar realizado esto que
dejo expuesto, en dos años: UflO para prepararme y
otro para ejecutarlo, guardando mientras la paz con
los indios y la más absoluta reserva sobre las opera-
ciones". (J . M. Olascoaga: La conquista del desierto.
Comisión Nacional de Monumento al T. General
Roca. Bs, As. 1940).
Bien, pero fuera del criterio técnico había seguido-
mente entre ambos jefes uia divergencia de otro
carácter y más honda. A su condición de político y
cvil, Alsina unia la de su clara hombría de bien;
era también un tribuno popular y no enteramente
sordo al corazón de las masas. Más que éxitos presti-
giadores, aspira a triunfar con el máximo de provecho
y el mínirnun de gastos económicos y también humanos.
Triunfar, pero evitando el dolor y la destrucción evi-
tables, a indios y a cristianos, porque su programa
confeso no era el de una cacería de reses humanas:
"Si se consigue que las tribus hoy alzadas se rocen
con la civilización que va a buscarlas; si se les cumple
con los tratados, en una palabra, si ellas, que sólo
aspiran a la satisfacción (le SUS necesidades físicas,
palpan la mejora de su modo de vivir puramente
material, puede asegurarse que el sometimiento es
inevitable". 'El Poder Ejecutivo, aleccionado por una
larga experiencia, nada espera de las expediciones a
las tolderías de los salvajes a quemarlas y arrebatarles
sus familias corno ellas queman las poblaciones cris-

165
tianas y cautivan a sus moradores, .". (E. S Zeba-
los: Callzucurá.)
Pobres indios. ¡Nunca llegarían a saber lo que tal
vez perdieron con la muerte de un ministro y la lle-
gada de otro! Reza igual para 105 gauchisoldados. En
tren de evitarles el máximun de riesgos Alsina había
dispuesto el uso de corazas de cuero ("más buenas
para palanganas". se burla Prado en nombre de la
oficialidad), y el uso de la lanza, que también re-
pugnaba al instinto gaucho, aunque el general Paz,
que sabía más que todos nuestros generales juntos, ha
consignado en sus Memorias que la lanza era precisa-
mente el arma que da estilo de alud a la caballería.
Se dirá, y con razón, que el salto del pachorrientu
fusil de chispa al rémington traía un cambio funda-
mental, y Roca lo vio mejor que nadie, aceptemos.
Pero si el método de Alsina era defectuoso desde el
punto de vista puramente militar, era profundamente
más acertado desde el punto general humano, que es
lo que importa. Buscaba evitar sin duda los inconve-
nientes de lanzarse al desierto en un solo envión, con
la inevitable secuela de padecimientos, enfermedades y
muertes que traeria para las tropas que son las que
llevan el peso más fúnebre de la guerra.
En cuanto a Roca no siempre se toma el trabajo de
ocultar que su pensamiento de fondo es el del malón
con rémington en nombre, naturalmente, de la civi-
lización cristiana: "A mi juicio el mejor sistema de
concluir con los indios, ya sea extinguiéndolos o arro-
llándolos al otro lado del Río Negro, es el de la guerra
ofensiva. . .". (Carta a A lsina. Olascoaga: op. cit.)
Zeballos, agente semioficial de Roca, se encarga
naturalmente de hacer resaltar la eficacia de su desem-
peño y sus medidas: aumento al triple del número de
caballos, supresión de la artillería, el bagaje personal,

166
la coraza hasta volver al soldado "tan liviano como un
indio". Todo esto no es sino la pura verdad, pero ya
veremos después cómo calumnia y deja en el tintero
la obra de Alsina para dar más lustre a las charreteras
de Roca.
La verdad es que en el primer momento todo pa-
reció volverse para derrotar la doctrina de Alsina. El
cambio del equipo de generales mitristas —Rivas.
Arredondo— por jefes 'jóvenes y sin mayores habiilda-
des políticas, muy bien representados por Levalle,
trajo un severo inconveniente inicial.
"Hombre consciente de su deber, el coronel Levalle
no podía ser del gusto de Juan José Catriel. Su primer
altercado serio sobrevino a consecuencia, de las racio-
nes. El coronel quiso asistir a la distribución de víveres.
Contó las vacas, midió el aguardiente, pesó el tabaco y,
constatando el déficit, exigió severamente qué signifi-
caba eso. El proveedor exigió el recibo del cacique.
El coronel lo tomó como prueba de culpabilidad y lo
envió al ministro de guerra. FA incidente hizo ruido.
Nada hubiera podido ser más desagradable para Ca-•
triel. Lo que se le confiscaba era su lista civil. Se
enojó, los altos personajes de la tribu se enojaron,
pero los capitanejos de último rango y la vil multitud
encontraron que las ideas del coronel no eran malas".
(Ebelot: op. cit.)
Ya se ve. De haber estado cualquiera de los jefes
del equipo mitrista ----Conesa, Arredondo. Rivas, Ma-
chado, Elía— no hubiera ocurrido semejante escán-
dalo. ¡Dejar en paños menores a un cacique de tal
fuste y a un proveedor sobrado de patacones y de
valimiento social y político! Fue un acto ingenuo, pero
de poco amor a la patria, según la doctrina del doctor
Zeballos: "Si por amor a mi patria no suprimiera
algunas páginas negras de la administración pública en

167
las fronteras, y de la conducea de muchos comercian-
tes, se vería que algunos de los feroces alzamientos de
los indios fueron la justa represalia de grandes felonías
de los cristianos. . .". (Caflvucurd.)
Dejemos el amor a la patria del Dr. Zeballos, que
es el amor a los privilegíbs de la clase dirigente, de
todos sus miembros, y digamos que en este caso ocurrió
al revés. Al revés de Calfucurá o Painé, honrados a
su modo en el trato con sus tribus, esta dinastía de
los Catriel, corrompida hasta el hueso en el curso de
su aparcería con los cristianos, traicionaba a su tribu
como aquellos traicionaban a su pueblo. Y 10 que
son las cosas y tanto puede el espíritu de clase: Adolfo
Alsina, la mayor víctima de estos manejos, no aprobó
la desenvainada fran q ueza del coronel Barros ponién-
dolos al desnudo. (Carta intro-ducción a fronteras y te-
rritorios nacionales.)
La encrucijada en que se vieron el gobierno y sus
tropas fue cosa de sumir el . ombligo a cualquiera.
Catriel y su estado mayo r arrastraron a los suyos al
desierto, al otro día mismo de su pacto de alianza
con el Gobierno Nacional, y lo que debió ser vanguar-
dia de los cristianos contra las tribus rebeldes se trocé
en vanguardia y guía de la nueva vélkerwanderung,
como dicen los historiadores de hoy, la mayor de los
tiempos, pues no fue un malón sino una seguidilla de
malones que regresó, la primera vez, arreando trescien-
. tas mil reses y cargamentos de negocios saqueados,
para no contar unas quinientas cautivas y unos cen-
tenares de fortinexos y paisanos degollados.
Mucho se regocijó la oposición con las malandanzas
del doctor-comandante y arreció el asedio. Pero no
todo salió a pedir de boca al frente único de los caci-
ques. Es cierto que en el primer instante el apuro llegó
al pasmo, y Levalle casi solo en Azul pudo caer cau-

168
tivo. Pero la voluntad de lucha de los nuevos jefes fue
descontando ventajas poco a poco al entrar el 76. El
P de enero %Vintter, en Laguna del Tigre, hace recular
1500 lanzas de Namuncurá y Catriel, y recupera dos-
cientas mil reses ma yores, sin contar las ovejas. El din
dos. Villegas, en Tapaiqué, repite en menor escala ci
contragolpe. El 1 9 de marzo, Maldonado rechaza a
2500 lanzas de Rumaycurá en Horqueta del Sauce.
Poco después, dos nuevas tentativas de Namuncur
son frustradas por Donovan. El 18 de marzo, en un
esfuerzo más desmelenado, tres mil tacuaras de Na-
muncurá, Catriel y Pincen, disimulando sus plumeros
en la niebla, atacan el Para güil y Levalie y Maldona-
do, a un jeme del desastre, terminan diciendo la
última palabra. Y no mucho después Alsina ordena
adentrarse cien kilómetros en el desierto. Y al fin
Namuncurá se resuelve a conceder la paz y hasta
renunciar a Carhué por sólo 200 millones de pesos...
Pero ya es tarde; Carhué está ya en poder del réming-
toti, •y además no hay plata, y con la que exige el
cacique, podría comprarse 200 Namuncurás.
Sin embargo los que vienen son los peores días para
el almanaque oficial. Es cuando Alsina concibe y
ejecuta su discutible idea de atacar a los indios, como
a langosta saltona, con una zanja de cien leguas. Y
la crisis financiera acogota al gobierno. Y la oposición
aprieta el cerco a tal punto que el ministro de gue-
rra y los fusiles oficiales deben pernoctar sobre las
azoteas esperando el reventón. Es cuando los indios
aprovethan lo mejor que pueden la bolada, descami-
nando las provisiones que envía el gobierno a los
fortines, o dispersando o no dejando pastar a los
caballos de la tropa. La cosa se pone tan negra que
Alsina consulta al jefe de la frontera sobre la única
salida aparente: la marcha atrás. Levalle opina en

169
contra y Alsina se apoya sobre esa estaca pampa. La
proclama del empecinado pareció una invitación al
suicidio, aunque sirvió para capear el desastre:
"Camaradas de la división del Sur: No tenemos
yerba, no tenemos tabaco, no tenemos pan, ni ropa,
ni recursos, en fin, estamos en la última miseria, ¡ pe-
ro tenemos deberes que cumplir y los cumpliremos!"
Los cumplieron.
La zanja de Alsina no fue objetada, sino escarnecida,
y no sólo por los opositores. Roca, en su libreta de
apuntes, anotaba: " Qué disparate la zanja de Msir,a!
Y Avellaneda lo deja hacer". (D. Schoo Lastra: Ej
indio del desierto)
Y Zeballos, admirador de Roca, cuenta que los gau-
chos zapadores trabajaban "desnudos, mal alimentados
y constantemente a la intemperie La deserción de estos
infelices era una consecuencia natural. .". (Cal ivu-
curá). Eso en cuanto a los medios; en cuanto a los
resultados: "Obra tan costosa empapada con el sudor
de millares de parias argentinos —gauchos— resultó
inútil".
Los juicios de nuestros publicistas —escribas u
hombres públicos— hay que tomarlos con pinzas.
Lo del padecimiento de los zanjeadores no es nove-
dad, puesto que ese es y será siempre el trato diferido
a las masas por los dirigentes de toda sociedad clasista,
fuera de que el juicio de Ebelot dice que Zeballos
enfatiza adrede y olvida que allí hubo cientos de
zanjeadoi'es profesionales y no faltaban desertores que
se enganchaban de nuevo para cobrar otra prima.
Peor les fue a los soldados de Roca, como ya veremos,
pero aquí Zeballos cierra el pico.
¿Que la zanja no sirvió de nada? Es decir un dispa-
rate a sabiendas. En efecto, no atajó a los indios, que
la burlaban sin esfuerzo, pero aún es más cierto que

170
las vacas robadas se mostraban partidarias de Aisina,
y de cien sólo una o ninguna pasaba la zanja. Y ese
fue el comienzo del hambre de los indios, que los de-
rrotó más que las balas.
Y algo de no menor peso. Fuera de que los fortines
que flanqueaban la zanja estaban ligados por telégrafo
entre sí y con Azul y Buenos Aires (y aunque los
indios cortaban el hilo, al principio dejaron de hacerlo
al advertir que este corte denunciaba su penetración
por un punto ubicabie) ocurría que la nueva línea,
corriéndose 20 leguas hacia el oeste, desmoronaba con
ello solo el poder y el terror del desierto, el gran aliado
de las tacuaras: las tolderías se volvían abordables.
Pero vamos al hecho decisivo. Esa línea ha podido es-
tablecerse porque entre marzo y abril del 76 se ha
producido el primer avance general y coordinado so-
bre el desierto: Nelson llega a Italó; Villegas a Tren-
que Lauquen; Freire a Guaminí; Levalle y Maldonado,
y el mismo Alsina, a Carhué, que Calfucurá recomen-
dara en su testamento no entregar nunca. La contra-
ofensiva de los indios no ha tenido éxito. En octubre
Levalle llega a Salinas Grandes y comunica al go--
bierno: "Hoy sabemos con precisión que Namuncurá,
reputado el más poderoso e influyente cacique de la
Pampa... no es ya más que un cacique cualquiera,
visto que no cuenta más que con 1500 lanzas que no
siempre están dispuestas a obedecerle y que de hoy en
adelante sus guaridas quedarán a merced de las fuer-
zas nacionales".
Más todavía. A lo largo de 1877 se entregan los ca-
ciques Ramón y Manuel Grande. Invadidas sus tol-
derías y copada gran parte de su tribu, Catriel termina
también entregándose. Villegas derrota a Pincén y
llega hasta sus toldos. En enero de 1878 Levalle vuelve
a Salinas Grandes y ocupa la metrópoli ranquelina
171
para siempre, sorprende a Namuncurá en Chiloé, le
mata 200 indios Y lo obliga a trasladar sus toldos a
Thraru Launquen, 20 leguas más allá, donde el de-
sierto verdadero, sin una gota de agua ni una brizna
de hierba, abre de par en par sus puertas al hambre
y la muerte para cristianos y bestias.
El desierto pelearía ahora contra ci indio, al revés
de lo que ocurriera hasta entonces. En efecto, la leja-
nía inc6gnita e incalculable, el desierto inmisericorde
para la sed, y el caballo traLraleguas. habían sido el
tridente que el indio esgrimía contra los blancos y ras
trillaba sus haberes. El desierto, en que el amanecer
no tiene rocío ni pájaros y los ponientes rojeaban como
fraguas y ese caballo sin láti go ni herradura que sal-
vaba médanos y guadales como jineteado por el demo-
nio. El indio tantalizado por las vacas y las hijas del
huinca hacía erizar el pelo de todos, sin excluir el de
los mismos caballos de la civilización. Toda moza sabía
que la entrada en el desierto era la entrada en una
tumba viva, en un cementerio guardado por Namun-
curá, califa del horror.
Ese prestigio mítico era el que Alsina y Lavalle y
los suyos acababan de chafar. En verdad, ya era tiempo.
pues, pese a todo, el combatiente indio estaba en gran
desventaja. La tragedia del auca, como la de todo
primitivo, era que evolucionaba con ritmo de tortuga,
mientras la civilización lo hacía con ritmo de víbora.
Desde los días de la colonia venía reboleando sus
boleadoras y sus picas. Evitaba el manejo de las armas
de fuego (que se las hubieran procurado con tanto
gusto como ganancia sus buenos amigos cristianos de
ambos lados de la Cordillera), pues nunca lo aban-
donó el terror negro al gualicho de la pólvora. Ataca-
ba en medialuna para cerrarse progresivamente en
redor del enemigo como en sus cacerías, pero acome-

172
tía sin orden como la jauría acorralando un toro,
aunque pronto a abrirse y desaparecer al menor
contraste, pues confiaba casi totalmente en la ventaja
de la sorpresa y el número. El largo de su lanza resul-
taba excesivo en los entreveros y entonces solía saltar
al suelo y combatir a pie, sin riesgo mayor porque, al
revés del caballo gaucho el suyo se quedaba de
plantón o a veces iba y volvía con la cola hecha
nudo para servir de estribo en caso de gran apuro.
Eso era todo.
Y todo eso sin alteración, mientias el cristiano iba
agregando novedad tras novedad: el ferrocarril, el
telégrafo, el rémington. Sólo que si ahora los indios
evitaban propiamente el combate, multiplicaban las
emboscadas y los golpes de mano en los lugares y
horas más imprevisibles. El indio estaba en todas par-
tes y en ninguna. Ni decir que quitar los caballos al
huinca y dejarlo a pie, era su diversión favorita.
Hasta mediados de 1878, la ocupación de Carhué
fue una pesadilla. A 64 leguas de Azul, la más próxima
población cristiana, los indios tenían hasta ocasión de
asediarla con un sitio, volante e invisible, cierto, pero
no menos efectivo, Todo ello mientras el gobierno
también estaba sitiado por la oposición que predicaba
—como hiciera antes con Sarmiento— que el de Ave-
llaneda era el peor gobierno posible y que se hacía
imprescindible el golpe de mano revolucionario. La
verdad era que el gobierno hallábase no sólo aislado
sino bloqueado en la ciudad porteía que, vuelta hacia
Europa, no quería ser capital de la nación empo-
brecida sino de la provincia opulenta y hegemónica.
Así la guerra con el indio tenía dos frentes: el del
desierto y el de Buenos Aires, peor éste que aquél.
Pese a todo, el gobierno terminó triunfando en ambos
y llevando la frontera hasta el meridiano de las tolde-

173
rías. Era el comienzo del fin. Con todas sus fallas, la
zanja de Alsina resultó la fosa de la libertad araucana
y el gran boquete abierto para la presidencia castrense
de Roca.
Alsina murió en diciembre de 1877 y Roca fue
nombrado si sucesor en el ministerio. Sólo que los
amigos y admiradores del joven ministro, que surgie-
ron como hongos columbrando sin duda el ascenso
de su estrella política, le infirieron tal ringlera de ban-
quetes escalonados q ue no sólo lo echaron a la cama
sino al borde de la tumba.
Roca era una. excepción entre los generales de su
tiempo, o de antes o después: poseía talento militar.
No era un gran estratego como el de Oncativo y Caa-
guazú, pero poseía algo infinitamente mejor entre
gentes sin moral política ni de la otra: más astucia
que los zorros del desierto y tanta como Calfucurá.
Tenla, pues, largo porvenir por delante.
Repuesto a mediados del 78 de su trombosis gás-
trica puso manos a la primera parte de su plan. Pre-
paró la opinión general, puso a sus soldados en con-
diciones más aceptables, aliviándolos un poco de sus
bagajes, y también de sus piojos y su hambre y repitió
con mayor eficacia la visita de su antecesor a las tol-
deslas.
En octubre lanzó al desierto cinco divisiones en
otros tantos rumbos y metas precisos.
Por encima del propósito menor de evitar los ma-
lones a los pueblos y proteger de paso a las tribus
ya rendidas y a los caciques adictos al gobierno, como
Manuel Grande, el objetivo central era limpiar de
indios el desierto antes de ocupar Chocle Choel y los
pasos de la Cordillera.
Namuncurá se había retirado a Thraru Lanquen,
en el extremo sudoeste del largo cauce del río extinto
174
que comienza en Salinas Grandes. Sabase que, mal
montado y jaqueado por el comienzo de ayuno de
hombres y bestias, el cacique disponía ya sólo de mil
y tantas lanzas, y quizá no todas de obediencia sacra-
mental como antes. No estaban mejor los otros ca-
ciques.
Las operaciones resultaron como podía esperarse,
menos parecidas a una campaña de guerra que a una
vasta requisa policial.
El 26 de noviembre, cumpliendo órdenes recibidas,
Levalle se mueve hacia Thraru Lauquen siguiendo el
camino de los chilenos, es decir, la rastrillada trazada
a lo largo de un siglo por los vacunos y los yeguari-
zos deportados a Chile por las tacuaras. El camino
es árido pero no del todo carecido de agua. Se marcha
siempre destacando patrullas de exploración, pues se
sabe que los indios acechan desde la faja de caldenes
y algarrobos que flanquean el camino, manteniéndose
siempre a la distancia, sin afrontar un sólo encuentro
campal, confiándolo todo al golpe imprevisto sobre la
tropa y preferentemente sobre sus caballos.
Después de días de marcha, pueden acampar en
Thraru Lauquen o Laguna de los caranchos. A llí se
anotician que Namuncurá y Catriel se han retirado
a la sierra de Lihue Calel, a algunas jornadas hacia
el sudoeste, a través de un camino de polvo y espinas,
sin una gota de agua, a no ser la charca de Mehuacá
o Meada de vaca en que algunos soldados chupan
barro (para no contar los más sedientos que beben
la muy escasa orina de sus caballos). Llegan al fin a
Lihué Calel y consiguieron cercar al enemigo. Obliga-
dos al combate, los indios luchan con el intenso arrojo
de otros veces, aunque la acción es breve y es fuerza
doblarse ante la superioridad del número y del ré-
mlngton. ¿ Namuncurá combatiendo al frente de los

175
suyos en el peor momento de la suerte, para probar
sus títulos a la jefatura indiscutida?... No, Namun-
curá —como un Rosas o un Perón cualquiera —sólo
atina a poner a buen recaudo su sagrada persona y
lo que le rodea. En efecto, con la estratégica anti-
cipación requerida, el tremebundo Pata de piedra
después del informe de sus espías había tomado el
portante ocho horas atrás con su familia y favoritos,
llevando los únicos caballos de cuenta, medio a es-
condidas de los suyos. . Sí, mientras muchos de sus
dependientes aceptaron la lucha, aun adivinando su
pérdida, y algunos (Zeballos hallará las osamentas
del cacique Gesenal y su caballo cribadas por las balas
y roídas por los pumas) pelearon como los mejores
días, mientras el ambicioso jefe sólo ambicionó en la
oéasión escape libre, saltando por encima de las más
puras canalladas: mandar lancear en Río Negro a
un mensajero suyo, dejar en rehenes a uno de sus
hijos, abandonar a su hija Manuela y a una de sus
esposas.
Las demás batidas en el desmesurado escenario ocu-
pado por los indios —desde el noroeste de Buenos
Aires hasta el sur de Córdoba y de Cuyo-- dieron
resultados parecidos o mejores. El intangible e mata-
jable Pincén, en su retiro, no tuvo tiempo de juntar
a los suyos, dispersos por las necesidades del pastoreo,
a fin de ofrecerse a las ejecuciones sumarias del ré-
mington. Sorprendido en sus toldos, apenas tuvo tiem-
po de saltar sobre su pingo con su hijo menor en un
brazo; -era un tipo alto y flaco que denunciaba cua-
renta sólo de los setenta que llevaba encima, y que
dejando su caballo disparar por una loma se escondió
en un matorral de cortaderas: rastreándolo con perros
lo halló un soldado que le embocó el rémington con-
fundiéndole con un jaguar, sin equivocarse del todo.
176
Nahuel Mapú, el país del tigre está al extremo
oeste de Leuvocó, en la puerta de la gran travesía
arenosa taraceada de salinas que se abre hasta el Sa-
lado indio, que más parece llevar sudor o lágrimas
que agua. Allí se detiene la vegetación y también el
hombre, invadido por una impresión más lúgubre que
la que produce un desfiladero nevado o un cemen-
terio. Allí fue acorralado el formidable Epumer. Y Ra-
cedo lo trajo maniatado como un cordero listo para
celebrar la Pascua. Pero no: lo echaron de peón de
estancia.
Fuerza es citar, como excepción solitaria entre los
caciques de largasmentas, el caso de Baigorrita que
sin duda sospechó o adivinó que la conquista hecha
en nombre de la espada civilizadora y la cruz reden-
tora era el final del malón blanco en grande que
había comenzado en Chile en el siglo xvii con el
capitán Ponce de León, cazador de 1300 indios del
Neuquén y siguió en el siglo xviii en la pampa con
el maese de campo Juan de San Martín. Baigorrita
luchó sin soltar la lanza ni aun muerto.
El 78 es el año final del largo reinado de las ta-
cuaras en la Pampa. Los caciques grandes y chicos
que no quedaron para pasto de caranchos y pumas,
se han rendido a la espada y al crucifijo o meditan en
Martín García sobre el inconveniente de los cambios
de clima, todos, (con excepción de Namuncurá pró-
fugo más allá del Río Negro), acorralados por el ham-
bre, pavorizados por el rémington como gozques por
el trueno, sin perros ni caballos porque se los han
comido todos los restos de las tribus dispersos sólo
imploraban que se les perdone la vida y se les deje acer-
carse a las tierras de la carne y la yerba...
Según los datos que el general L. M. Campos le
suministró a Zeballos, entre muertos y prisioneros han
177
caído 5121 indios. (La conquista de quince mil ¿e-
guas). Sin duda fueron muchos más, sobre todo si se
cuenta a mujeres y niños entregados a la domesticidad
en masa. ¿Cuántos indios murieron matados por la
sed y el hambre al escapar sin rumbo al estruendo
del réxnington ejecutando a las tolderías desde larga
distancia, perdiéndose en la travesía sin misericordia
que lleva al Chadi Leuvú, el río más amargo que e
mar, el jordán pampa —o en las soledades de fangales
y médanos que rodean a Urnilauquen, la inabordable
Laguna de las nieblas— o en el pavoroso Huecuvú
Mapú, o País del diablo, el reino del polvo con cilicio
de espinas... -
La pampa cimarrona, quince mil leguas cuadradas,
estaba, pues, ya sin huella de indios.
Pero la mentalidad oligárquica, vacuna y castrense
que ha gobernado siempre al país, personificada esta
vez en Roca, pensaba algo muy distinto: los indios en
pie de guerra a lo largo de más de un siglo habían
servido para grandes negocios bajo el poncho: ahora,
ya derrocados, eran un puro estorbo. Ya oímos la opi-
nión de Roca: "A mi juicio el mejor sistema para
concluir con los indios, sea extinguiéndolos o arro-
ilándolos...", Quería decir: arrollándolos antes do
extinguiflos. No era su juicio sino el de toda la casta
de los intocables, famélica de leguas cuadradas. ¿La
ocupación, después del chafamiento de todos los ca-
ciques, del Río Negro, llave del tráfico de vacas con
Chile? Hubiera bastado Ci envío de un barco con un
regimiento, para ocupar Choele Choel. Era la vieja
e inderrotable idea del capitán Undiano y de Azara
a fines del siglo anterior prohijada por Sarmiento
y otros claros veedores. Ahora doblemente válida. Y
a mayor abundamiento, que las tribus del llamado
imperio de las manzanas poco o nada tenían que
178
ver con las empresas de los pampas. Era aquél una
especie de austero paraíso indio: tierra, majestuosa
e idílica a la vez, del cóndor y el huemul, con sus ár-
boles excesivos y sus alfombras de frutilla, y su museo
de lagos acopiadores de cielo. Los moradores de sus
valles sabían trabajar con sus manos, no precisaban
robar y no robaban, ni hacer la guerra, a menos que
los forzaran a ello. Los caciques Casimiro, Saihueque,
Inacayal, Foyel habían hospedado y protegido a via-
jeros como Munsters, Bejarano, Pancho Moreno. Más
todavía: clavaban la bandera de Belgrano en sus tol-
dos y se oponían a las pretensiones usurpadoras de
los indios chilenos. ¿Y de qué les serviría todo eso?
Arrollados por el malón de rémington y crucifijo, tu-
vieron que luchar, aun sabiendo que iban a pura pér-
dida. Los que no murieron y capitularon tampoco
tuvieron mejor suerte.
Todos estos indios estaban predispuestos y dispues-
tos a integrarse a la comunidad argentina por poco
que la civilización les hubiese estirado la mano. Pero
no se trataba de eso sino —las cosas deben decirse
como son— de limpiar de indios la tierra para entre-
garla en las condiciones más higiénicas posibles a los
so?iadores de latifundios.
Había otra cosa de por medio. El ministro de la
guerra era uno de los pretendientes a la presidencia
próxima. La derrota de los indios, lograda ya, no
había resultado de alto lucimiento y Roca no había
actuado personalmente. La expedición al Río Negro,
por tierra, con un ejército con estado mayor, clarines,
banderas y hasta sotanas y sabios, eso ya era otra
cosa y conferiría una aureola casi de héroe al con-
quistador de la Pampa primero y del poder después.
¿No había sucedido así en la conquista del desierto
de 1833? Pero había que proceder con urgencia. Es

179
verdad que ya entraba el otoño y que el invierno del
sur era varias veces más peligroso que el indio ya
des j arretado. Eso importaba poco. El plazo no per-
mitía prórroga. La renovación presidencial estaba pró-
xima, y urgía no sólo volver con el triunfo sino volver
en la ocasión justa.
Orden del comandante general a los jefes expedi-
cionarios: "aunque le falte algo como los medica-
mentos, que ordeno se le remitan por mensajería, usted
no debe postergar la marcha". (comisión Nacional.
de Monumento a Roca,)
Ya se ve. Lo importante era la promesa de mandar
medicamentos; que éstos llegaran después que el en-
fermo se hubiera agravado o muerto, eso importaba
menos.
Informe médico del año 1879: "La estadística de
estos dos cuerpos de línea es tremenda, pues arroja
por un cuatrimestre poco más del 3 % del efectivo.
y es de advertir que esta mortandad no pertenece
toda al cuatrimestre sino más bien a un mes y medio.
Notaré también que todos los muertos eran soldados
rasos y reclutas casi todos". (E. Racedo. La conquista
del desierto, C. N. Monumento a Roca). Del año
1881: "Muchos enfermos están postrados en lechos de
dolor.., adoleciendo enfermedades que un tratamien-
to de dos o tres días habría podido hacer desaparecer
teniendo los remedios que se necesitan". "Muchas en-
fermedades, pequeñas si hubieran sido tratadas á
tiempo, se han vuelto crónicas e incurables por la
misma causa". (F. E. Ugarteche. El Tte. General R.
Ortega, cit. por J. A. Portas, Op. cit.).
Dos preguntas: ¿a cuántas medias docenas llegror
las bajas producidas por los indios? ¿A cuántas cen-
tenas las producidas por las enfermedades, las zam-
bullidas en agua helada, el menú de mula hética o la

180
huelga de hambre, los garrotazos o planazos discipli-
narios?
Los médicos o practicantes se atreven a veces a gue-
rrear por el respeto humano en nombre de la econo-
mía: "Es del soldado, lo mismo que del caballo, que
se consigue una suma más fuerte de trabajo con la
sola condición de ser bien alimentado. El soldado vale
plata, mucha plata, y es economizar mucho economi-
zar la vida de muchos individuos procurándoles un
bienestar físico y moral". (Racedo, Op. cit.).
Desgraciadamente el nobilísimo argumento es in-
consistente. El caballo cuesta plata porque hay que
comprarlo, el soldado no, porque la leva es gratuita.
Por eso, en las noches muy frías, como recuerda Prado,
el jinete debe ceder su manta a la cabalgadura.
Bienestar físico y moral, arguyen los médicos. Los
buenos galenos, ya se, ve, comulgan con la utopía un-
versal: exigir sentimiento humano a una sociedad de
clases, es decir, organizada para el expolio. Y tan
luego en pro del soldado que, antes de vestir el uni-
forme, debe desnudarse de todo derecho y trocarse
pura herramienta de obediencia. Ya vimos anterior-
mente la gama de advertencias disciplinarias: baquetas,
estaqueaduras, cepos. Agreguemos otra variante no
despreciable: el maniatar al reo y colgarlo a la intem-
perie como un jamón al humo. Era la horca provi-
soria.
¿Que la indumentaria no era excesivamente cómoda
ni elegante? "No había dos soldados vestidos de igual
manera. Éste llevaba de chiripá la manta; aquél ca-
recía de chaquetilla; unos calzaban botas viejas y
torcidas; otros estaban con alpargatas; los de este gru-
po tenían los pies envueltos con pedazos de cueros de
carnero; aquellos otros descalzos". (M. Prado: La
guerra al malón.)

181
Naturalmente mediaba una rigurosa proporción en-
tre el indumento, el alimento y el trabajo.
"Diana siempre dos o tres horas antes de aclarar...,
suelta del ganado al pastoreo luego de haberlo ras-
queteado y revisado los cascos. Luego trabajo y car-
neada. Trabajo: pisadero para hacer adobe, zanjeo
en los reductos y en las chacras, construcción de cer-
cos y muros, corte de juncos en las lagunas para los
techos, roturación de tierra para la siembra y el fo-
rraje. Desayuno: té pampa sin azúcar". Menú inte-
gral: "algunas yeguas flacas y viejas que se cocinaban
sin sal al calor del fuego hecho con estiércol. A las
12.30 horas, trabajo otra vez hasta la lista de la tar-
de". (J . C. Waither: La conquista del desierto, cit. por
J. A. Portas.)
El autor del Martin Fierro describió las bellezas del
fortín solo de oídas en 1872. Siete años después, en
la campaña del desierto, los rasgos pictóricos han me-
jorado apreciablemente y quien lo consigna es un
testigo ocular y con charreteras:
"Aquella pobre gente no dormía, no descansaba, no
comía, carecía de ropa y de calzado, en la botica no
se encontraban medicamentos, y en cambio, a la me-
flor palabra de protesta, al menor gesto de cansancio,
funcionaban las estacas, llovían las palizas o los con-
sejos de guerra verbales dictaban la muerte".
"...¿ Qué era morir después de todo? ¿No se mo-
ría todos los días en aquel infierno de campamento.
colgado del palo por la infracción más insignificante,
descoyuntado en las estacas por el menor olvido, des-
hecho en la carrera de baquetas por falta de una
lista; no se moría todos los días de vergüenza y de
dolor cuando cualquier mocosuelo por el solo hecho
de ser oficial o clase dragoneante lo agarraba a palos
o a sopapos a un hombre como él, a quien le sobraban

182
coraje y alientos de macho parar dar y prestar?". (I4.
Prado: La guerra al malón.)
Ya se ve: la vida castrense en todo su heroico es-
plendor, el hombre reducido a piltrafa en su carne
y en su espíritu o si se prefiere, en un felpudo para
botas militares, cuando no en mula de arado o de
noria.
He aquí un ejemplo más, entre tantos. Se hace
cargo al coronel Belisie., de tener empleados en ser-
vicio de su hacienda propia: 1) un destacamento en
su estancia; 2) un sargento y cuatro soldados en una
calera; 3) un soldado en la cesta del río Catalin;
4) varios soldados en la quema de materiales para la
venta; 5) veintitantos soldados trabajando en su es-
tancia so pena de no entregarles la baja ya acordada
por el gobierno... (Mariano Espina, Defensa del
coronel B. 1893. Cit. por J. A. Portas.)
Lo edificante del caso es que este aprovechado co-
ronel no era un mirlo blanco. Los jerarcas de quepis
han tenido o tienen tendencia a incurrir en deslices
semejantes. Basta recordar aquí las denuncias de Sar-
unto sobre el desempeño de los jefes rosistas en el
país y en el sitio de Montevideo (Campaña en el
Ejército Grande.)
Los cronistas de la Conquista del desierto, de uni-
forme o sin él, han ponderado casi siempre no sólo
la resignación altivamente estoica del gauchisoldado y
su firme amor a la disciplina sino su fogoso entusiasmo
por servir a la patria de los terratenientes. Ya vimos
que según el dato de Zeballos hubo años en que la
deserción sólo alcanzaba al 35 por ciento de la tropa,
entre marzo del 76 y marzo del 77. En el curso del
79, el apego al campamento y las baquetas no aumentó
visiblemente y es el mismo secretario del comandante
general quien lo consigna:
183
"La pavura del desierto, que tenía impresionada el
alma popular, y las penurias experimentadas por la
tropa desde sus primeras etapas produjeron entre
ellas casos de locura, suicidios, algún conato de re-
vuelta y deserciones. (D. Schóo Lastra: El indio del
desierto.) ¿Cuándo se oyó decir que mi jilguero o un
gaucho se suicidan?
No es sino perfectamente justo que si el trato a los
soldados no pecaba de mimoso, los indios no tenían
derecho a quejarse del que se les dispensara a ellos,
fuera el que fuese. Y no siempre fue de muerte o
cárcel.
"Despach6se al cacique Painé, su mujer e hijos
y diez enfermos de viruela, poniéndolos en libertad
para que al mismo tiempo conduzcan una nota que
se dirige a Guaiquilián.. .". (M. J . Olascoaga: La
conquista del desierto. Comisión Nacional de Monu-
mentu a Roca.)
Por cierto que el asalto a las tolderías era el mero
embudo dado vuelta del que los indios habían llevado
en otro tiempo a estancias.y pueblos.
"Quien no haya asistido a una de estas expediciones
militares no puede darse cuenta de lo que es un
ataque a las tolderías. En cuanto el trompa da la
señal de ataque, la fuerza se desbanda, se fracciona y
ya cada uno SOlO, o asociado a dos o tres, se lanza
en procura de algún toldo, de alguna tropilla, en
persecución de un indio que huye o de una familia
que se oculta en la espesura". (M. Prado: La con-
quista de la pampa.)
Lo que sigue, se descuenta: violación, rapiña, muer-
te. Hay algo que los partes se encargan de aclarar
meridianamente. Aunque sigue usándose el lenguaje
heroico, lo que aquí se llama combate es algo perfec-

184
tamente equivalente al combate de una jauría de lobos
con una manada de venados
"Habíamos atacado la mismísima toldería de Pm-
cén... Nuestras pérdidas hasta entonces se reducían
a un soldado herido levemente. Los indios tuvieron
92 muertos". (M. Prado: La conquista...) Combate
muy parejo como se ve.
",. habiendo batido a los salvajes por tres veces
consecutivas, les he causado 272 bajas de este modo:
43 indios mueitos, 42 de lanza prisioneros; 158 de
chusma; 19 cautivos rescatados... Sólo dos heridos
nos cuesta este triunfo". (Olascoaga: op. cit.) Otro
modelo de equilibrio combatiente.
A veces, para asegurar mejor el ahorro de sangre
cristiana, se recurre a una treta gloriosa: se ofrece
un armisticio o la paz sin condiciones a un cacique,
y después se procede a mansalva. La viveza criolla no
puede ser inferior a la astucia india.
Ni decir que no fueron excepción los casos en que
la inspiración insuflada por Roca y sus jefes al ejérci-
to fructificó en hazañas que podían enorgullecer de
veras a la civilización del rémington y el crucifijo.
Veamos un ejemplo:
"Abrir los ojos y ver en torno carabinas que apun-
tan y afilados sables que pinchan acompañados de
gritos de la soldadesca que sin compasión hiere y mata.
Tengo muy presente aquel espectáculo. Vi siete u ocho
moribundos revolcándose en inmensos charcos de san-
g re, otros fueron muertos a poca distancia de los
primeros no logrando escapar ninguno. Recuerdo que
un indio blanco totalmente desnudo corría gambe-
teando a la jauría que lo perseguía, hasta llegar a
nuestro jefe, quien presenciaba la escena a corta dis-
tancia; ni uno ni otro pudieron entenderse una pala-
bra: el mayor se fastidió y se dio vuelta encogiéndose
183
de hombros; el pobre chino, desesperado y pálido
como la muerte, hacía ademanes de súplica clamando
perdón en su lengua; todo fue inútil: un gesto del
jefe bastó para que corriera la suerte de sus compa-
fieros. ..". (Cadete X: El campamento 1879. Citado
por J. A. Portas: op. cit.)
¿Verdad, lector, que este episodio merece un mo-
numento alto como el elevado a Roca?
Cuando insístimos en que desde los días de la Zanja
de Alsina, el desierto se volvió contra los indios, y el
hambre conmenz5 a ser el verdadero vencedor del
indio, no exageramos una higa:
"Los prisioneros se encuentran en el último estado
de pobreza, completamente desnudos y sin más alimen-
tos que raíces y cueros viejos que recogían de los toldos
abandonados... Están flacos, extenuados y hambrien-
tos a la vez, según manifiestan sus semblantes al ver
la carne que se les da y que devoran casi cruda".
"Inspiran verdadera compasión los más pequeños,
que agrupados alrededor de los fogones, huyendo del
frío, se quemaban las carnes, ostentando en seguida
grandes y profundas llagas que las hacía de muy
difícil curación". (Racedo: op. cit.)
¿Que conmiserarse de salvajes, que no creían en Je-
sucristo, es indigno de cristianos civilizados? Sin duda.
Es más fácil llorar una vez al año la muerte del que
revivió glorioso al tercer día.
Imposible cerrar este capítulo sin una alusión si-
quiera fugaz a un hecho que muchos suponen un
cuento para asustar niños, pero que es, por desgracia
más verídico que nuestra democracia con dividendos.
Nos referimos a la cacería de indios patagones por
cuenta de los terratenientes del sur, perpetrada (el
inglés Bond se hizo viejo en el oficio, sin jubilarse)
entre fines del siglo anterior y comienzos de éste y

186
denunciada fehacientemente por J. M. Borrero en
La Patagonia trágica y más antes por Roberto Pairó
en La A ustralia A rgentina. No es menos sabido que el
comandante Varela fusiló a todos los peones de las
estancias de Santa Cruz que se declararon en huelga
en 1921, si bien les proporcionó sepelio gratuito, y que
el presidente Irigoyen y el Congreso de la Nación se
apresuraron a silenciar el pequeño episodio en home-
naje al intangible honor de nuestras fuerzas armadas.
Pairó, en 1899, señaló como financiadores de la
cruzada cinegética contra los patagones a los vecinos
más respetables --chilenos o gringos— de Punta
Arenas. Veinte años después Borrero sindica corno el
máirno inspirador del deporte a don José Menéndez,
patriarca mayor de terratenientes patagónicos, aunque
ya la tradición tendía a decaer: en algunos casos en
vez de quitarle la vida al indio, se lo amonestaba
quitándole una oreja.
(No precisarnos decir que estos hechos son un mero
corolario de la gloriosa conquista del desierto de 1879
y su no menos glorioso prorrateo entre parientes ,y
amigos)
¿Barbarie? No, sólo que los concesionarios de la
civilización y de la religión retoman fácilmente a la
antropofagia en cualquier lugar y época cuando pre-
cisan eliminar lo que estorba o amenaza su apostolado
de dominio y de lucro, tal como ayer los de la libra ester-
lina en Sudáfrica y la India, los del marco en la Europa
nazi y los del dólar hoy en Vietnam y la libra esterlina en
las Malvinas.
¿Y es que nuestro proletariado, cada vez que tuvo
veleidades de reclamo o huelga, recibió otro trato: en
el Centenario, o en la Semana Trágica, o bajo Uniburu,
Justo, Perón o Aramburu?

187
CAPÍTULO IX

LA CACERJA DE LATIFUNDIOS

En un cuento de Tolstoy un propietario de tierras


vende por más tierras su alma al diablo, quien se
compromete a darle tanta extensión como la que sea
capaz de recorrer a pie en un día. El latifundista se
pone al trote, y cuando después de horas y horas de
marcha la fatiga lo derrumba al fin, una y otra vez,
se levanta de nuevo a la sola idea de que un paso más
significa leguas de tierra y sigue andando hasta que
cae para trocarse en tierra.
La parábola fue inventada sin duda para los terra-
tenientes de la estepa, pero les viene como visita de
angel a los de entrecasa, seún vamos a ver.
Ya consignamos que los españoles y criollos de la
colonia comenzaron a repartirse la tierra como tajadas
de sandía, sólo que en proporciones liliputienses, dado
que por un lado el rey —las tierras realengas— se
declaraba el terrateniente por antonomasia, y por el
otro las lanzas del infiel servían de Coto.
Con la independencia, es decir, la ausencia de co-
rona, las puertas se abren. La idea de fomentar la
riqueza "del país", dando tierra a los estancieros nace
en 1816 en la cabeza de Alvarez Thomas. Otro miem-

188
bro de la clase dirigente es quien inicia su reparto
en 1819.
El historiador V. F. López ve, y ve con simpatía, la
relación que media entre la paz social lograda en
1821 y el creciente interés británico en nuestros cueros
y el creciente interés de nuestros estancieros en la
tierra pública: "Cuando este favor —el del comercio
inglés— se levantaron, ricos y bien inspirados, al norte
y al sud, nuestros viejos hacendados las Miguens,
Castex, Obligado, Lastra Suárez, Anchorena".
Mejor inspirado estuvo el mayordomo de los An-
chorena y socio de N Terrero y L. Dorrego, Juan
Manuel de Rosas, que se enriqueció ensanchando sin
tregua las tierras del consorcio y vendimiando a das
manos como intermediario entre los indios y el go-
bierno (T. de Iriarte: Memorias), arbitrando puertos
propios para el contrabando, organizando el trust del
abasto de carne que la pone a niveles difíciles para
los de alpargata. (José Ingenieros: Evolución de las
ideas argentinas.)
El mismo historiador López es quien ha señalado, no
sin acierto, y mucho antes que otros, los principales
errores políticos de Rivadavia: el decreto de 1822,
ccmo ministro del gobierno provincial de Martín Ro-
dríguez, autorizando al propio Rivadavia a promover
en Inglaterra una sociedad para la eplotaci6n minera
en el país, todo ello sin autorización de la Legislatura
bonaerense, y su elección por el Congreso como pre-
sidente de una república aún no constituida Errores
graves, o gravísimos, todo lo cual no invalida sus
hazañosas reformas —la militar, jubilando generales
desocupados; la religiosa, reduciendo el número mani-
rroto de conventos y hectáreas conventuales, y, sobre
todo, y pese a todos sus defeé tos, el conato de refor-
ma agraria, llamado Ley de Enfiteusis por la cual
189
declaraba inalienable la tierra pública y sólo alquila-
ble, mediante canon, a los particulares— . . Ni decir
que ningún insulto podía sonar peor que tamaña no-
vedad en los oídos de los estancieros o aspirantes a
tales. Confiaron en la Providencia católica y el porve-
nir, sin embargo.
El primer decreto de dicha ley, dei 7 de abril de
1822, prohíbe la enajenación de la tierra pública. El
del primero de julio autoriza a dar en enfiteusis o
arriendo las tierras públicas disponibles. Eso dura
hasta la llegada de Dorrego, hombre comprensivo y tal
vez desinteresado, que por comadrería política co-
mienza a favorecer a l os ogros tragaleguas, quienes
demuestran la irremediable fatuidad de Rivadavia
con los siguientes macizos argumentos: P) se hacen
conceder, no uno sino dos o más lotes de extensión
a gusto del consumidor; 2) no pagan canon alguno
39)
subarriendan cobrando la renta que deben al
gobierno; 4?) terminan trocándose en propietarios
como el gusano en mariposa.
En la primera tanda de enfiteutas figuran a la
vanguardia los bonetes militares: A lvear, Díaz Vélez,
Pacheco, Rodríguez, Prudencio Rosas, Rauch y ¿por
qué no? Facundo Quiroga. Y desde luego los terrate-
nientes veteranos o pretendientes a tales: Tomás y Ni-
colás Anchorena, Francisco, José y Felipe Rosas. J . N.
Terrero, F. Arana, F. Escurra, Miuen, Lastra, Irigo-
yen, Basualdo.
Cuando en 1828 llega Lavalle, en vez de tierras co-
mienza a repartir patacones públicos, a razón de 25.000
por cabeza, entre los jefes de su ejército a título de pago
de servicios heroicos a la patria, ( L os servicios eran
ciertos pero su cómputo en chirolas no era propiamente
heroico).
Cuando la historia argentina se vuelva más larga y
1 Qfl
compleja muchas anécdotas del gobierno de la Santa
Federación serán olvidadas sin duda, menos sus mé-
ritos al título de gran inaugurador del reparto de la
tierra pública en parcelas desmesuradas, de Amurabi
del latifundio.
"Retenida la tierra en poder del Estado, después del
decreto de Rivadavia, durante siete arios, abre Rosas
la era del derroche ci 3 de junio de 1832 en que
inicia el derrumbe de la Enfiteusis con un decreto,
poniendo en vigencia otro del gobernador Viamonte,
de fecha 19 de setiembre de 1829 y por el cual se
donan suertes de estancias de media legua de frente
por una y media de fondo en la nueva línea de fron-
teras en el arroyo Azul, y campos fronterizos de
pertenencia del Estado. . A comenzar de este decreto
la tierra pública fue entregada a la marchanta en
tres formas distintas: por venta o remate, como pre-
mio a los militares que habían participado en guerra
contra los indios, o en el Paraguay, y con el propósito
de colonizar y llevar población a la nueva línea de
fronteras".
"Y en la provincia de Buenos Aires, lo mismo que
en los territorios nacionales, la tierra distribuida fue
poco a poco a caer en manos de acaparadores que
nunca colonizaron ni cumplieron en lo más mínimo
con las obligaciones impuestas por • la ley. En cambio
fueron extendiendo sus derechos sobre la provincia
que se convirtió en feudo de pocas familias". (Jacinto
Oddone: La burguesía terrat niente argentina.)
Por decreto del 10 de mayo de 1836 se lleva a cabo
la primera gran venta de tierras públicas hasta enaje-
nar una extensión de 1500 leguas cuadradas. ¿Podrá
extrañarse que entre los adquirentes más presurosos
figuren los Anchorena (ex patrones y primos de Ro-

191
sas), Terrero y Pereira (socios de Rosas) y Pacheco
y Alzaga (generales de Rosas)?
"85 estancieros enfiteutas detentaban 919 leguas de
tierra en cuya posesión habían entrado sin desembolsar
un centavo ni pagar el canon", (E. A. Con¡: La
verdad sobre la enfiteusis.)
Más todavía. Don Juan Manuel no se andaba con
chicas cuando se trataba de asegurar la adhesión fede-
ral de charreteras, levitas, sotanas y ponchos y echar
al sepulcro o por lo menos a la calle a los herejes
unitarios: las tierras tornadas a los indios en la Cam-
paña del desierto, o a los estancieros de la revolución
del Sur de 1839, tuvieron ese destino, "El espionaje, la
delación, el cintillo punzó, se premiaron con suertes
de tierra, y elespeculador rapaz, el miliciano de todos
los grados, el barraquero enrolados en las filas del
tirano vieron crecer sus patrimonios a expensas del
Estado .." (G. H. Lestard; Historia de la civilización
conómica argentina.)
Naturalmente tan manirrotagenerosidad con los de-
votos de la Santa Federación no podía olvidar al
número uno, es decir, al inventor del sistema. A
propósito nada más edificante que 10 ocurrido con la
isla Choele Choel en 1833. Según la Legislatura, Rosas
había superado a los capitanes de ma yor fama —Ale-
jandro Cortés. San Martín— que sólo ganaron batallas
de cuerpo presente. Rosas había derrotado a los indios
y ocupado la isla nombrada teledirigiendo las opera-
ciones desde las márgenes del Colorado. Lo declaró
no sólo "ilustre defensor que engrandeció la Provin-
cia y aseguró sus propiedades", sino "Héroe del
desierto", conquistador de millares de leguas de terri-
torio patrio, por eso lo condecora con la isla Choele
Choel como si fuera una medalla. Sólo que no contaba
con el pudibundo desinterés del paladín, que se apre-

192
suró a contestar: "El infrascripto, anonadado y lleno
del gran rubor que inspira un presente no merecido...
acepta... que la isla se llame General Rosas. ". Eso
si, se permite imponer una pequeña condición aconse-
jada por su irreprimible desprendimiento: "Que h
donación se conmute con la de otros terrenos qu
hoy son propiedad del Estado, dándole en igual forma
una extensión de cincuenta o sesenta leguas cuadra-
das en cualquier punto de los campos de la provin-
cia... que designe a su elección el infrascripto".
¿Que alguien dirá que la permuta de una isla
remota, inundable e inocupable por igual extensión
de las tierras más gordas tan g ibles, era una maniobra
no indigna de Harpagón, y una desmesurada estafa?
"He podido comprobar —dice el Dr. Bartolomé
Ronco.' Azul— mediante las diligencias de mesura
que se conservan en ci Departamento Topográfico de
la provincia, cuáles fueron las concesiones enfitéuticas
afectadas por el decreto mencionado.. . y una de
ellas era por doce leguas a favor de Miguel Rodríguez
Machado, quien la transfirió ya fundado el Azul, al
general Prudencio Rosas, hermano de Juan Manuel,
y otra, por 32 leguas, era a favor de Eugenio Villa-
nueva, y pasó a beneficiar, por la sola voluntad de
Rosas, a su hijo Juan, de modo que hermano e hijo,
se quedaron con 44 leguas.
"Esta afirmación va -a encontrar seguramente un
eco adverso en la fama de escrupulosidad con que
Rosas manejaba los dineros fiscales.. . que no ha
impedido que las 24 leguas de campo que originaria-
mente y por compra a Julián y Miguel Torres, for-
maban la estancia Los Cerrillos, donde Rosas comen-
zó su fortuna, alcanzaran la extensión de más de 120
leguas durante los años de su gobierno".
Entre los liberales es de uso fruitivo aludir a las

193
erogaciones latifundarias de la dictadura, mientras
guardan un pudoroso silencio sobre las hazañas pare-
jas del régimen que la sucedió, es decir, e! de Obligado,
Alsina y Mitre, como que fueron un mero plagio del
régimen conminado por ellos.
"La caída de la tiranía en 1852 no señala ninguna
mejora en el régimen de las tierras públicas... ; su-
primida la ley de enfiteusis, la tierra es vendida o
arrendada o donada en vasta escala.
"Consciente o inconscientemente se creaba y fomen-
taba la especulación, la explotación del trabajo huma-
no, el salariado, la miseria de quienes para ganarse el
sustento habrían de trabajarla en las peores condicio-
nes posibles y por otra fomentaban el bienestar de los
acaparadores.
'1¿ Podría acaso creer el gobierno que los señores An-
chorena, por ejemplo, trabajarían las 135 leguas que
habían obtenido en enfiteusis y de las que luego fueron
dueños?" (Oddone, op. cit.)
Desde luego Oddone no afirma que 19s Anchorena
robaron tamaña cantidad de tierra sino simplemente
que la escamotearon.
Igual que bajo la hégira rosista, bajo la de Alsina-
Mitre, la tierra se repartía en calidad de aguinaldo
entre los feligreses respetables.
"Las tierras fiscales y enfitéuticas de la costa del
Salado, Chivilcoy. Azul y Bahía Blanca iban a manos
de los paniaguados. La ley dei 30 de octubre de 1855
sobre concesión de tierras en Bahía Blanca, la ley 903
del 9 de setiembre del 56 sobre la venta de tierras fis-
cales en la capital bajo el gobierno de Alsina; la ley 142
del 6 de agosto del 57 sobre venta de tierras fiscales
en el interior del Salado; la ley 176 del 15 de octu-
bre dei 57 sobre canon enfitéutico; la ley 179 del 16
de octubre del 57 sobre el dominio de tierras fiscales

194
fuera de los ejidos; la ley 240 del 21 de octubre del
58 sobre venta de tierras fiscales al sur de la provin-
cia; la ley 245 del 29 de octubre del 58, sobre venta
de tierras municipales; la ley 290 del 15 de octubre
del 59 sobre venta de tierras públicas". (J . M. Mayer:
A lberdi y su tiempo.)
No podía ser de otro modo. El gobierno del nuevo
clan representaba los mismos intereses gestionados por
la dictadura y tanto era así que había incorporado a
su elenco a los representantes más puros del régimen
depuesto: Lorenzo Torres, Nicolás Anchorena, Vélez
Sarsfield, los hermanos Elizalde, el mismo gobernador
Obligado.
En 1857 se promulgó la ley de arrendamiento.
"Art. 13. Ninguna persona o sociedad podrá obtener
en arrendamiento más de tres leguas cuadradas al
interior del Salado y seis al exterior de este río".
El engañado esta vez no fue el gobierno como en
1822-27, sino el pueblo, pues esta ley, como ocurre
siempre en todo gobierno de clase, fue dada para
ocultar al pueblo los manejos del gobierno al servicio
de la oligarquía. ¿Quiénes fueron en efecto los nue-
vos pobladores y colonizadores? ¡Los mismísimos del
tiempo de Rosas, los mismos que reincidirían treinta
años después, bajo Roca: los Arana, Pacheco, Ortiz
de Rozas, Elizalde, Pereyra, Irigoyen, Lezica (todos ex
rosistas) para no aludir a los Balcarce, Saavedra,
Quintana, Cambaceres, Casares, Bunge, Gainza, Las-
tra, Montes de Oca, Quimo, Santa María, Rocha,
Basualdo, Gowland, Piñero, Unzué, ni a los fundadores
y denominadores de pueblos: Rocha, Luro, Haedo.
Disfrazados ayer de enfiteutas, hoy de arredantarios,
de colonizadores, de conquistadores del desierto, de
servidores de la civilización y el crucifijo, son los
tragaleguas de siempre, los propietarios del gobierno,

195
del ejército, de la iglesia, de las vacas y de este desafo-
rado valle de lágrimas que es la Pampa: las garrapa-
tas de la perra suerte del pueblo argentino.
Ya vimos que Mármol en 1869 denunció que la
guerra contra el Paraguay estaba concertada un año
antes de acometérsela, como que fue preparada por
las diplomacia inglesa y brasileña cebando la vani-
dad danaidesca de Mitre y la voracidad de los
saladeros y mostradores porteños. Vimos también que
a raíz de esa guerra el país descendió a la mayor
impotencia económica y militar, y con ello a la má-
xima indefensión de la frontera. Los indios mandaban
más que el gobierno y Calfucurá trataba a Mitre como
un lacayo insolente a un amo reblandecido.
No hubo pues, por esos años, mucha tierra que
repartir, aunque eso afligía poco a los estancieros en
la ocasión, pues habían rehenchido las alforjas como
proveedores de la inverecunda guerra guaraní.
En la biografía de Sarmiento hay un pormenor que
tanto sus detractores como sus panegiristas se esme-
ran en pasar por alto: es su proyecto presidencial de
reforma agraria.
También es más o menos desconocida su preocupa-
ción central por el problema de la tierra. Ya en sus
primeros años de actuación en Buenos Aires —1855-
60— había logrado, después de no poco ajetreo, que el
gobierno lo autorizara a hacer un ensayo de colonia
agrícola en Chivilcoy. Más tarde y después de adver-
tir con pasmo --igual que Martí— que el factor nú-
mero uno del arrollador desarrollo de los Estados
Unidos era su Ley de tierras que iba convirtiendo en
granjas de no más de 60 hectáreas cada una los
millones de hectáreas del desierto, Sarmiento no se
cansó de insistir en que el prorrateo del desierto en
áreas cultivables por sendas familias de granjeros

196
—criollos y gringos— era el factor capital de nuestra
liberación de la colonia y nuestro ascenso al ideal
democrático del siglo.
"En el vasto campo de instituciones, leyes y siste-
mas que propuso y sostuvo durante tantos años fueron
las leyes agrarias en las que fue sin atenuación derro-
tado por las resistencias no obstante que a ningún
asunto consagró tanto estudio". (A. Belin Sarmiento:
Sarmiento anecdótico.)
En su discurso-programa de candidato triunfante a la
presidencia de Ja nación, Sarmiento dijo en Chivilcoy,
la colonia que él fundara: "Chivilcoy será el progra-
ma del presidente". "El presidente don Domingo Sar-
miento será el caudillo de los gauchos convertidos en
pacíficos ciudadanos".
¿Mediante qué? Había escrito desde Norteamérica:
"Buenos Aires cuenta con nueve o diez mil leguas, '
cuando diez mil propietarios se hayan apoderado de
ellas, ¿qué queda para las generaciones venideras, para
la presente, que no puede comprar una legua? Ten-
dremos un millón de vacas más y por delante un siglo
para aumentar un millón de habitantes". (A mbas
A méricas.)
Sarmiento no bregaba sólo por corregir con el cul-
tivo agrario y el desarrollo industrial el monocultivo de
la vaca, sino y sobre todo por evitar que la demografía
bicorne desplazara a la humana, que la mentalidad
bicorne plasmara el espíritu del país ("las vacas dirigen
la política argentina", dijo en 1852) y, lo que no era
menos por evitar a tiempo lo que no pudo lograrsc:
que los terratenientes dejasen al pueblo sin más agro
que el indispensable para cementerios.
Su último biógrafo testimonia que después de apa-
drinar la colonia galense del Chubut y aconsejar a los
gobernadores dividir tierras a lo largo de las costas

197
pluviales y marítimas y ofrecerlas ("a cada cual su
legítima de globo habitable") a los desposeídos criollos
y extranjeros dispuestos a fecundarlas con sus manos,
"propuso una ley de colonización siguiendo esas líneas,
pero el Congreso la rechazó". (Allison Bunkley: Lifc
of Sarmiento.) ¿Por qué los cronistas de nuestra his-
toria y los supuestos biógrafos de Sarmiento —Lugones,
Rojas, Palcos, Ponce, Gálvez, Martínez Estrada— no
dicen mu de ese detalle magno? La respuesta es fácil
como un trago de agua: porque constituye tabú -para
la cultura terrateniente, porque no debe mentarse la
soga en casa del ahorcado.
Ya veremos Cuál fue el mayor motor de su lucha
en los últimos años,
Vimos también que el problema argentino más grave
y urgido de solución bajo la presidencia de Avellaneda
fue el de la guerra con el indio, y ello por dos razones
obvias: no sólo porque las tribus, mancomunadas como
en los mejores días de Calfucurá, representaban ja
desvastación intermitente y una valla de médanos y
lanzas opuesta al desarrollo material y cultural del
país, sino porque, pese a cualquier atenuante, constituía
el apogeo de la vergüenza que un pueblo que setenta
o sesenta años atrás venció dos ejércitos ingleses y de-
rrotó más tarde a España y al Brasil, y un día sacrificó
decenas de miles de combatientes en el Paraguay, un
pueblo de más de un millón de habitantes con un
ejército que podía esgrimir el ferrocarril, el telégrafo
y el jupiterino rémington, se resignase a seguir pagan-
dó tributo de sangre, de vacas y mujeres a cinco o seis
mil cerdudos armados de cañas ferradas y piedras
atadas con tientos.
Vimos también qué novedad apocalíptica significó
para los 'pobres y engreídos pampas el final del 78 y
el comienzo del 79. Los abanderados de la civiliza-

198
ción no dieron muestras de llevar ni una gota de mi-
sericordia en el corazón ni tal vez un resto de esa
glándula.
El cristiano creía que el indio era una emboscada
para el cristiano y que nunca era demasiada corta la
distancia entre él y la tradición, y que estaba más
manchado de crímenes que el jaguar de pintas...
(Eso mismo creía el indio del cristiano y errado del
todo no iba ninguno de los dos). Lo que menos imagi-
naba el fiel, es que el infiel n6 se creía tal sino un héroe
defendiendo sus dioses y su tierra y perjudicando todo
lo que podía a un usurpador que por cierto no tenía
limpias las manos ni la conciencia.
Triunfaron los que creían —o simulaban creer—
que el indio con sus mujeres y sus niños estaba por de-
bajo del nivel humano como los perros cimarrones de
la Pampa.
Fue vencido el indio después de un siglo o dos de
hacer pata ancha. De nada le valió ya su caballo que
era como el asta del viento ni su lanza emplumada
que tenía el bote del halcón peregrino. El réxnington
era un demonio mucho más dañino que Hucuvú. Y el
indio ya no era más que un mendigo defendiéndose a
golpes de muleta cuando le daban tiempo.
El pampa debió despedirse de Salinas Grandes, de
Chilohué, de Leuvucó, de Trenel y de sus bosques, esa
toldería verde con su nublado perpetuo y su llovizna
de frescor y rumor. Hu yeron abandonando sus sembra-
dos y sus huertos, y sus muertos después de comerse de
hambre hasta sus perros, abandonando sus dioses y
sus caldenes sagrados y la dulzura envainada de los
algarrobos, huyendo de las balas que llegaban de dis-
tancias invisibles —los que no quedaban escupiendo
el alma por la espalda o la nuca—, huyendo del ham-
bre que los humillaba hasta resignarse a la vianda de

199
rata y de zorrino... acurrucándose sobre las hogue-
ras, hasta quemarse y llagarse, tripiemente espoleados
por ci hambre, la desnudez y la helada. (Zeballos:
V iaje. .; Racedo: op. cit.; Olascoaga: op. cit.)
De nada les valió dejar detrás de sí centenares de
leguas de polvo, salvando travesías amortajadas de
salinas a trechos, crucificadas de espinas por todas
partes, buscando refugio al otro lado del Chadileuvú,
el Jordán indio, o más lejos aún, en la tierra tótem
de la dinastía de los Piedra (curá) donde los árboles,
más fornidos que torreones se alían a las rocas y los
torrentes para impedir el paso al intruso. Hasta allá y
más allá aún de las idílicas tierras del Neuquén o del
Nahuel Huapi el implacable dios Rémington hizo
sentir su voz multiplicada por los ecos y el espanto.
(¿Dónde quedó el tiempo en que el inglés Head decía
de los pampas "creo que son los más lindos hombres
que han existido en el ambiente que los rodea", cuan-
do ellos despreciaban a adversarios que peleaban de
lejos y a mansalva detrás de sus armas de fuego? ... ..
Allá los indios no vivían de vacas ajenas, no sólo
porque recibían raciones del gobierno, sino porque
cultivaban alfalfa, trigo, papas, manzanas y criaban
animales, sin contar que los rebaños de guanacos les
suministraban lana, carne y cueros.
Ya vimos que los caciques de estas tierras no sólo
se sentían tan argentinos como el negro Falucho,
cuando menos, sino que habrán dado ayuda a ilustres
viajeros cristianos, De nada les valió todo eso para no
ser cazados como pumas o engañados como niños.
No es que un ,pietismo o un romanticismo fuera de
lu gar y tiempo nos empañe la vista hasta el punto de
negar la historia, poniendo en duda los derechos fe-
cundos de la civilización sobre la estéril barbarie. No
se trata de eso. ¿Pero es que era indispensable despo-
nne'
'uy
seer de su suelo a los antiguos ocupantes, o dárselo
por sepultura, en vez de reconocerles el derécho a él
y educarlos socialmente para incomporarlos a la co-
munidad civilizada?
Por otra parte, el pueblo argentino, sacrificado sin
asco durante tantas décadas en esa disputa acérrima
con el indio, ¿fue él quién entró en posesión de las
tierras dejadas por éste, o le tocó una suerte parecida
a la suya, como el catarro se parece a la tos?
Desde el alba de las civilizaciones, o sea, desde la
instauración de la sociedad dividida en poseyentes y
dirigentes de un lado y desposeídos y laborantes del
otro, la clase encimera elaboró el derecho, la moral
y la ley en defensa de sus privilegios. El olvido escru-
puloso de tan transparente detalle es la clave mayor
de los venerables dislates de la sociología hasta hoy.
No faltaron criollos honrados —Francisco Ramos
Mejía, Alvaro Barros, Lucio Mansilla, el perito More-
no y algún otro— que se atrevieron a reconocer que
el indio también era un ser humano —como los polí-
ticos, los mercaderes o los curas— y que como prime-
ros ocupantes del suelo tenían tanto o más derecho a
él que cualquiera, y también a los demás derechos que
la Constitución acuerda a sus feligreses.
Ya se ve; padecían la ilusión de los filántropos de
todas las épocas que no se resolvieron a ver lo que
la historia enseña: que las leyes no se hicieron para
satisfacer las necesidades de los pueblos sino las de
los que hacen las leyes.
Lo que debía venir era perfectamente previsible,
aunque faltó un profeta siquiera de vista corta.
¿Cómo se iba a acordar derechos de propiedad y Ii-
bertad a los indios extraños a la cristiandad por cul-
tura, religión y sangre, si jamás se pensó en acordárse-
los realmente —y no en ficción--- a los connacionales

201
pobres, que lo eran por haber sido desposeídos a tiem-
po: todo Ci pueblo argentino, empezando por el
gaucho? ¿Cómo podía esperarse otra cosa en esta
tierra de promisión austral donde dos mortales solos,
como los señores Anchorena y Urquiza, exigía cada
uno de ellos un espacio vital de un millón de hectáreas
para revolcarse a sus anchas?
Lo que debía ocurrir ocurri&
Las quince mil leguas conquistadas hasta Río Negro,
más las veinte de la Patagonia --una extensión equi-
valente a la de varias Suizas, Holandas y Bélgicas
juntas---- fueron repartidas como cartas de baraja en
tre compinches.
¿Que fue imposible hacer que los indios respetasen
las vacas de los terratenientes? Más difícil fue hacer
que los terratenientes respetasen las tierras del Estado.
Ya con Roca como ministro de guerra y con el ar-
gumento de arbitrar recursos para la expedición al
Río Negro, el gobierno de Avellaneda vendió como
saldos de quemazón las tierras que aún no estaban
conquistadas. (Ley dei 15 de octubre de 1878). Un
aspirante a labriego, un tal Martínez de Hoz, acudió
patrióticamente en a yuda del gobierno (o de la can-
didatura de Roca) y le adelantó sin interés ninguno la
suma de 300.000 pesos a cambio de unas cuantas
leguas cuadradas. ¿Cuántas cree el lector? ¿Diez?
¿Cien? ¿Doscientas? Un poquito más. Como dijo mil
se le dieron mil.
La mayoría de los demás aspirantes, criollos o ex-
tranjeros, no necesitaron comprar. Los militares, ya
realizada la conquista recibieron latifundios de algunas
leguas cuadradas como si fueran escarapelas. Los ma-
rinos se adhirieron al reparto por pura solidaridad
patriótica. Roca, el nuevo Héroe del desierto y del

202
poder, fue tres veces más desinteresado que Rosas y
se conformó con sólo 20 leguas de cuatro puntas.
Lo que tal vez resulte el mejor servicio prestable
al lector sea demostrar cómo las doctrinas y palabras
de más convincente acento democrático han servido
hasta hoy —inconscientemente, queremos creerlo—
para esconder el fondo que no debe verse y canonizar
el fraude.
Veamos un ejemplo. A fines de 1878, ya totalmente
definida la derrota general de los pampas, el ministro
de guerra, general Roca, envía al desierto, en misión
oficial o semioficial, al Dr. Estanislao Zeballos. Enton-
ces es cuando éste descubre que somos el país más
militarizado del mundo —los asirios o espartanos de
Sudamérica— o sea que casi la mitad o más de la mitad
del presupuesto de la nación lo devora el ejército.
Olvidando que nuestra democracia fue originaria y
esencialmente castrense, esto es, tutelada por las fuer-
zas armadas y que Rosas se impuso y se inveteró
menos por obra de la Mazorca y la propaganda que
por sus numerosos ejércitos de linea, Zebal.los, traza el
siguiente cuadro estadístico:
Gastos del Ministerio Rentas Generales
A ios de la Guerra
1863 ......$ 3.342.347,28 $ 6.478.682,34
1864 ......,, 2.083.227,68 ,, 7.005.828,15
1867 ... ... 9.292.769,53 ,, 12.040.287,12
1868 ...... ,, 12.496.126,26
1873 ......,, 11.004.050,73 ,, 20.217,237,85
1875 ......,, 10.181.116,46 ,, 17.206.74684

Y comenta: "EA dónde iríamos a parar por ese


rumbo? ¿Cómo escapar a la voracidad del pozo
ciego? Las cifras del presupuesto de guerra comienzan

203
a aparecer más abultadas a medida que se radican
las instituciones ¿No es éste un contrasentido des-
consolador?".
No se trata de opiniones o de puntos de vista. "Es
la estadística, son los números inconmovibles y elo-
cuentes los que hablan en el precedente cuadro, que
nos alarmaría por el porvenir de la República, si nue-
vos planes de frontera no vinieran a derramar la
plácida luz de la esperanza. . ." (La conquista de
15.000 legua..)
En efecto, Zeballos descontaba que, liquidada defi-
nitivamente la guerra con los indios, y sin guerras
exteriores, el presupuesto militar bajaría como cre-
ciente cuando cesan las lluvias. Pormenorizaba así.
Las tropas deben hacer grandes plantaciones de maíz
y conservar los caballos arano a razón de un caballo
por soldado y no tres. Un orden debido en la adminis-
tración, con soldados bien equipados, alimentados y
pagos al día se evitarían las deserciones que en 1876-77
alcanzaron al treinta y cinco por ciento del personal de
tropa, con pérdida de caballos y fusiles. "El ejército
carecía de caballos a pesar de los grandes gastos hechos
para adquirirlos". Como el servicio de fronteras que-
daría abolido, lo quedarían también los gastos que
ocasionaba. Ocupada la línea de los ríos Negro y
Néuquén, podrían ser licenciados 4.000 mil hombres
y 1500 mujeres. Es decir, de 7500 bocas, quedarían
2.000. Una reorganización completa del ejército sobre
esa base, con los gastos reducidos a la cuarta o quinta
parte, sería la salvación del presupuesto, o sea de la
nación misma...
¿Que sucedió todo lo contrario? Era profetizable.
Pero, como buen político burgués, el doctor Zeballos
era un modelo de fariseísmo y utopismo a la vez.
¿Creía rínceramente que la reorganización patriótica

204
podría ocurrir, y tan luego obrada por manos mi-
litares? Es que ignoraba que, en función de ser la
más desocupada y parásita, ("conglomerado de puros
consumidores", dice una inscripción egipcia de 3000
años a. de C.) la gente de armas es también la más
voraz y rapaz? ¿Cómo reducir las pensiones militares
que permiten vivir sin sudar hasta a los biznietos de
un guerrero? ¿Cómo podían prosperar los provedores
y algunos generales de vocación financiera? ¿Y qué
político con sentido común no buscaría la buena vo-
luntad de la gente armada, o, más frecuentemente aun,
qué general con verdadero sentido estratégico no ad-
vertiría la ventaja de aplicarlo más a la política que a
la guerra, según lo enseñaba todo el resto de Latino-
américa?
Pero no teoricemos. El propio general que remató
a los indios, suprimiendo la frontera interior, se encar-
garía, llegado a la presidencia, de derrotar napoleó-
nicamente las profecías de Zeballos. No sólo no redujo
el ejército a 1500 plazas como soñaba Zeballos y exigía
Sarmiento, apoyado en el ejemplo yanqui de esa época
sino que lo elevaría a 8000. ¿Motivos? Que el ejército
por encima del pueblo como tiene que ser y ha sido
siempre en toda sociedad de clases, el ejército, el peor
enemigo de la libertad y del bolsillo de los ciudadanos,
es también la mejor herramienta política de los gene-
rales con aspiraciones.
¿Es que no era eso lo que enseñaba toda nuestra
historia? La llamada Campaña del desierto, planeada
y ejecutada por Rosas al otro día de su primer go-
bierno, tuvo por meta verdadera, no la conquista del
desierto (que fue abandonado a su suerte después
de una campáña punitoria), sino la del poder absoluto.
Y su defensa, como lo dicen la derrota de la revolu-
ción del 39 en el sur de Buenos Aires y la de la insu-
203
rrección general de las provincias en 1841. ¿Qué pasó
después de Caseros? Que los sucesores porteños de
Rosas gastaron la mitad de las rentas, de la aduana
nacional en armarse .. ¿Contra los indios que des-
vastaban los campos, asolaban los pueblos y cautiva-
ban sus mujeres? No, contra la Confederación.
Como Rosas había sometido a las provincias en
1840-41 valiéndose de jefes uruguayos —Oribe, Gar-
zón, Mariano Maza—, Mitre hizo lo propio, o mejor,
gobernando el ejército argentino durante veinte años
con un estado ma yor uruguayo: Flores, GelIy y Obes,
Rivas, Arredondo, Niceas, Sandes.
Más todavía. En 1852, para mejor luchar contra
las 13 provincias que querían constituir la nación, se
creó la Guardia Nacional, especie de montonera ciu-
dadana que ganó todas las consultas electorales du-
rante muchos años. Se explica que Mitre, creador del
caudillismo castrense y citadino para oponerlo al de
poncho, hiciese su panegírico en su habitual estilo de
floripondio: "Surgió la nueva entidad civil que fue la
Guardia Nacional, al servicio de la civilización y la
libertad; desde allí cesó el predominio de la campaña
contra la ciudad, se templó la bayoneta, se quebró la
chuza y fue herido de muerte el caudillaje". (No es
verdad que esto no carece de gracia dicho por el gran
caudillo de cuartel y parlamento?)
Pero volvamos a Roca. En los últimos años de su
vida, Sarmiento funda un periódico para combatir
los dos aspectos más temibles de la estrategia aplicada
a la política por el nuevo Héroe del desierto: el in-
cremento del ejército para derrotar a las chusmas
electorales como antes a los indios, y el reparto dadi -
voso de las tierras con el mismo fin. Es cuando Sar-
miento se niega a presidir la comisión reorganizadora
del ejército al informarse que se van a duplicar sus

206
plazas: "Me niego a tener de una pata a la República
mientras ustedes la de-suellan". (Belin Sarmiento: Sar-
flhitfltc) anecdótico). Cuando define a los nuevos y
casi imberbes jefes del ejército reorganizado y con-
trolado por uno de los hermanos del presidente desde
la comandancia del arsenal: "Coronelitos con el ba-
bero de cadete al pecho". "El ejército no ha servido
durante la administración de Roca sino para avasallar
las libertades públicas. . . Agréguese el afán tenaz de
colocar jefes del ejército en los gobiernos de provin-
cia". (Sólo había un error, y muy serio en la crítica
de Sarmiento: no el ejército de Roca, sino todo ejér-,
cito regular permanente, hasta hoy, ha tenido por fin
último el vasallaje de la libertad popular, no sólo para
derrotar al enemigo electoral en las urnas, sino tam-
bién al enemigo de clase en las huelgas o cualquier
otro pecado contra la disciplina social. Todo esto aun-
que el jefe se llame Simón Bolivar, según lo testimo-
nia el general Miller en sus Memorias.)
Pero Sarmiento, que venía predicando desde hacía
décadas la necesidad de fomentar el desarrollo agro-
industrial para superar la monocultura de la vaca
("la colonia española, la tradición, Rosas, vacas, va-
cas. . .". "Las vacas dirigen la política argentina"),
cuando llegó al poder vio mejor que antes cómo y
por quiénes y para quiénes se hacía la guerra y
ya vimos que no calló como otros sino que marcó
en la nalga a la ignominia como los encomenderos
marcaban a sus esclavos: "Ese trapo dirá con su
desnudez y pobreza a los hijos de los ricos, de los
felices, de los ociosos, que esos millones que po-
seen... se lo deben a esos pobres soldados...
¿Que la denuncia parece más la de un agitador
jacobino de 1793 o bolchevique de 1917 que la de
un primer magistrado de la nación? Así es... Diez,
207
quince afios más tarde, como meta de su itinerario de
camorras contra la santa tradición colonial —analfa-
betismo, vacas, curas, latifundios, burocracia.— le tocó
presenciar el reparto de las cosmográficas tierras qui-
tadas al indio como quien se juega a la taba la he-
rencia de un ausente.
"Mi petición de tierras ha sido recibida con indi-
ferencia. . El fin político era. . . fundar la crítica
que haré a su tiempo de la expedición a Río Negro
que ha toro ádose en un crimen, derrochando toda la
tierra pública, y regalándola a cada oficial y coman-
dante para comprarles el voto. El almirante Cordero
ha recibido diez leguas por no haber ido y Garmendia
por ser jefe de policía de Tejedor... ". (Epistalario
Sartninto-Posse, t. II.)
No exagera nuestro hombre. La deposesión del pue-
blo argentino de su propia tierra por una pandilla
de atracadores autóctonos e internacionales es el cri-
men por antonomasia de nuestra historia y de mucho
más trascendencia que los degüellos de Rosas y las
hecatombes de Mitre en el Paraguay. i El mapa de
pocp menos de media República (una extensión ma-
.
yor que la de Italia y--España untas) desgarrado y
J ugado a la tómbola! Nuestros terratenientes o aspi-
rantes a serlo y sus socios de extramuros debieron sen-
tir esa alegría de los boticarios o los empresarios de
pompas fúnebres cuando comienza una peste.
El gaucho y el indio habían luchado a ultranza
entre ellos sin sospechar que a ambos les esperaba el
mismo destino de desposesión y servidumbre, si no te-
nían la suerte de entregar los huesos a tiempo.
Y todo esto ocurría justamente en los años en que
la emigración europea, como había ocurrido en los
Estados Unidos, se volcaba torrencialmente sobre nues-
tras playas (casi un millón de obreros, labriegos y

208
artesanos entre 1882 y 1899) buscando un pedazo
de tierra bruta para redimirla de la esterilidad, y
redimir su vida.
El presidente Roca presenta en 1882 un proyecto
enajenando la tierra pública por miles de leguas. Y
no es que nadie no vea y denuncie lo que se está
perpetrando legalmente y como el Dios de los terra-
tenientes manda. El discurso de Aristóbulo del Valle
en el Congreso combatiendo el proyecto es, corno las
denuncias de Sarmiento, la honradez y la sensatez
dando el grito de alerta para evitar una catástrofe
segura. Pero nadie escucha, nadie, porque la política
de las clases poseyentes es y será siempre un gorda
negocio propio y no un flaco servicio a los desposeídos
y por ende predicarles moral a ellas es como predicar
castidad en una expendedora de caricias.
"La provincia d e Buenos Aires —d ice del Valle—
ha estado barbarizada durante cincuenta años en con-
secuencia de la legislación de tierras que ha perrni-
tido constituir fundos de doce, catorce, veinte y cin-
cuenta leguas, haciendo el desierto en su propio suelo,
imposibilitando Ci roce de los hombres, inhabilitando
todos los elementos de civilización en su aplicación
a la campaña, porque la justicia se ejercita en medio
de la despoblación obstando la educación, pues no
hay escuela posible cuando están los niños a veinte
leguas de distancia unos de otros".
En 1884 se votó la ley 1501 para distribuir tierras
entre los cultivadores. Sólo que poco después se tras-
luce que no se trata de rejas de arado sino de sables,
pues, como no lo oculta la ley del 5 de octubre de
1885, los labriegos son los militares que han hecho la
campaña del desierto-
Los beneficiados no pasan de 541. Pero el reparto
alcanza a 4.750.741 hectáreas. He aquí después de
209
tantos que lo precedieron, ese nuevo modelo de jus.
ticia distributiva:
A los herederos de Adolfo Alsina 15.000 Has.
cada jefe de frontera ....... . 8.000
jefe de batallón ....... . 5.000
sargento mayor ....... . 4.000
capitán ............... 2.500
« ,, teniente ............... 2.000
subteniente ............. 1.500
,, soldado ............... 100

Más aún; posteriormente, para evitar lagunas u


olvidos, se repartieron otras 2.828.317 hectáreas entre
154 personas uniformadas (20 generales, 38 coroneles,
10 comandantes, 2 mayores y... algunos civiles de
vocación guerrera). (A. Yunque: Caifucuró.)
¿Que todos estos militares y civiles que se decla-
raron herederos de los indios no pensaron, ni en sue-
ños, en colonizar ni cultivar una hectárea? Por su-
puesto. Muy por debajo de los araucanos.
Ya vimos que, pese a todo, los indios no vivían
únicamente de. las rentas del malón. "Me hace el
favor de darme 30 yuntas de bueyes para hacer se-
menteras, para atraemos al trabajo. También le su-
plico a V. S. sobre los terrenos.., y para mi respeto
que el Exmo. Señor Presidente y V. S. me den una
escritura firmada para que de esa manera sean los
terrenos respetados de la Nación". Linjaló, 4 de junio
de 1878. (Carta del cacique Epumer a Roca, ministro
de guerra.)
¿Que el terrateniente argentino de 1880 era mucho
más enemigo de la agricultura que el indio pampa?
No lo decimos n osotros-sino los hechos.
"Alvaro Barros, por ejemplo, que bregó a fondo por
210
el traslado de la frontera, hacendado porteño, senador
en la cámara bonaerense, agítase nervioso en su banca
cuando oye hablar de los progresos de la agricultura".
(E. M. Barba.)
Que el coronel Barros, hombre comprensivo y va-
leroso, que había denunciado sin eufemismos los pe-
cados contra el cuarto mandamiento de la casta mi-
litar de la época y había predicado el deber de jus-
ticia al indio, tuviese como único ideal el Culto y cul-
tivo de la vaca es una prueba más de la irremediable
mentalidad cornúpeta del estanciero.
Incurriendo en contradición con su juicio sobre Ca-
simiro y Saihueque, tan favorable, y olvidando del
todo la bellaquería de los cristianos, Zeballos enjuicia
finalmente al indio como un general romano enjui-
ciaría a Espartaco, y su pedagogía es esta: "Quitarles
a los pampas el caballo y la lanza y obligarlos a cul-
tivar la tierra con el rémington al pecho. .". (Roca,
que era mejor pedagogo, creía que el indio estaba me-
jor alojado en los buques de la armada y mejor aun
bajo tierra). Si a Zeballos se le hubiera dich9 que
la única solución del problema social riuestrç era qui-
tarles la tierra y obligarlos a trabajar con sis manos,
rérningtOfl al pecho, a los que sin un tilde de rubor
ni pudor se habían adueñado de todo el agro de la
nación... don Estanislao se hubiera caído de espaldas
Que no hay una pizca de malicia o yerro en nues-
tra estima lo dice el rapto de desesperada indignación
—citado ya— que se le escapó un día al comandante
Prado, expedicionario del desierto, ante el malón con-
tra la tierra pública, preguntándose si no hubiera sido
mejor que quedara en poder de Saihueque.
Qué podía importarles eso a los bienaventurados de
nuestro chato olimpo latifundista que arrendando sus
tierras o haciéndolas trabajar por manos villanas en-
211
gordaron tanto que, no cabiendo ya en nuestro país
se trasladaron a París, Biarritz, a la Costa Azul y
otras mecas del placer tarifado.
Las tierras y las vacas seguían trabajando cada ve
más fructuosamente para su jubilada descendencia.
Veamos un ejemplo.
Don Leonardo Pereyra, uno de los próceres del lati-
fundio, tuvo un día que viajar al paraíso y como no
pudo llevarse sus tierras, se vio obligado a repartirlas
entre sus hijos: a uno le dejó la estancia. San Simón
(12.000 hectáreas), a otro la del Tandil (14.000 Has.),
a otro la de Navas (25.000 Has.), a otro la
Indiana
(15.000 Has.), a otro la de San Rafael (8.000 Has.)
(Jules Huret: La A rgentina.)
Se dijo ya que bajo la presidencia de Avellaneda
se descubrió de golpe, como Balboa descubrió el Pa-
cífico, que las pampas argentinas, pese a la tradición
y la Opinión contrarias, podían producir mieses casi
con el mismo exceso que vacas. Y el país importador
de harinas pasó a ser el primer exportador de trigo
y el primer productor de algodón del mundo.
¡Aguinaldo de oro para los terratenientes! La civi-
lización agraria resultó tan venturosa como la vacuna.
Los due?íos de las tierras que la obtuvieron por de-
cenas, cuando no centenas de leguas, de regalo o poco
menos, comenzó a arrendarla por hectáreas al gran-
jero que la trabajaba con sus manos, o más frecuen-
temente con las manos alquiladas de los de los desca-
misados, y todo, bajo la gracia del Dios vaticano, iba
a pedir de boca, ya que quien no había gastado su
plata, y menos su sudor, se quedaba con casi toda la
mascada.
Que para el logro de tanta hermosura la moral
fue forzosamente considerada la Cenicienta de la casa,
claro está, y quedaba olvidada entre el hollín y la
212
ceniza. Un ejemplo. Cada vez que ci gobierno pre-
cisaba tierra para obras públicas debía comprárselas
a los favorecidos por los regalos, o a quienes la com-
praron por uno y la vendían por diez. O empeñada
en fomentar la población en los campos desiertos, se
arreglaba con algún terrateniente que recibía el dinero
del trato y después lo vendía a un tercero.
Una muestra entre muchas docenas. En 1893, el
Dr. Lucio V. López cayó en el concepto de negra
ingratitud ante la gente de su rango, pues como inter-
ventor en la provincia de Buenos Aires tuvo la des-
graciada ocurrencia de disponer que el juez pusiera
en claro ciertas menudencias un poco turbias. De ello
resultó que un grupo de gente distinguidísima —los
señores Wenceslao Castellanos, Alberto Gorchs, Carlos
Guerrero, Víctor Taillade, Víctor Tyden, Felipe Ha-
riiaos, coronel Carlos Sarmiento—, en cordial acuer-
do con las autoridades del Banco Hipotecario—, habían
vendido y cobrado al gobierno tierras que siguieron
conservando y usufructuando o vendieron a otros in-
teresados. (Joaquín Muzlera: Recopilación de leyes
sobre tierras.)
"La colonización pasó a ser una denominación mal
aplicada, pero que satisfacía el léxico de la época...
No desapareció la palabra; por el contrario, ella en-
cubrió el régimen de la explotación general del agri-
cultor por medio del sistema del arrendamiento".
"La característica de la época... está dada por la
continuidad del acaparamiento de tierra y por la for-
mación activa en escala creciente de latifundios, que
frenaron a corto plazo la población del país y la sub-
división en chacras de propiedad de los campesinos,
revistiendo carácter desbordante la especulación y el
favoritismo en la entrega del suelo del dominio público
en la década de 1880-1890.

213
la colonización en Argentina fue una aspiración
frustrada... El fenómeno de colonización, vasto y
cnrgico con entrega gratuita en propiedad de la tie-
rra al colono, fue un hecho aislado".
"No nos faltaron leyes que dispusieran la donación
de tierras a los inmigrantes agricultores, pero a poco
que se estudie su aplicación, todo el instrumento legal
se desmorona...
"En los territorios nacionales y en tierras de pro-
piedad del gobierno federal, el cuadro de los latifun-
dios, que estabilizarían férreamente nuestro fundamen-
tal problema agrario, durante la presidencia de Ave-
llaneda presenta este panorama: a 198 concesiona-
rios se entregó un promedio de 56.115 hectáreas por
persona". (Gastón Gori: Inmigración y colonización
en la A rgentina.)
"Leyes de tierras sancionadas con el propósito de
colonizar, pero a cuyo amparo se fomentó la corrup-
ción, el robo, la explotación más inicua, cayendo en
manos de agentes o de compafiías de acaparadores
que violándolas por cuanto medio repudiable tuvieron
a mano, jamás subdividieron las tierras, jamás las
entregaron a ningún colono, formando en cambio los
extensos latifundios conocidos, algunos de los cuales
abarcaban más de un millón de hectáreas". (Oddo-
ne, Op. cit.).
Perfectamente de acuerdo con Oddone. Sólo que
él, como Sarmientc, Avellaneda, José Hernández, Aris-
tóbulo del Valle, Alem y otros, que se opusieron al
latifundio, se deja la gota más gorda en el tintero.
Y es que dada la estructura misma de la sociedad
colonial, y el espíritu inmaculadamente colonial de
la clase prócer, la apoteosis del latifundio era inevitable.
Empezando: "Las leyes de tierras sancionadas con
el propósito de colonizar. ." Oddone cae, a sabiendas

214
o no, en una mentira más grande que un latifundio.
Los agentes de la clase poseyente nunca dictan leyes
sino para protegerse a sí mismos o a sus comitentes,
salvando a los ojos del honorable público todas las
apariencias de la moral, el derecho, el progreso y
los diez mandamientos. ¿Que así se invoca siempre
algún alto móvil patriótico, algún austero propósito
de justicia democrática? Claro, siempre, pero natu-
ralmente para entusiasmar a la clientela electoral y
para que así lo recoja la prensa y así lo escriba la
historia, dos comadronas a su servicio.
Desde el tiempo no ya de los romanos y judíos
sino de sumerios y egipcios, es decir, desde el adve-
nimiento de la propiedad privada, se procedió así con
los bienes de la comunidad (minas, bosques, tierras
o dineros del Estado). El ejemplo más venerable lo
da la Iglesia cristiana del Medioevo que elevando in-
cienso e himnos a la santa pobreza, se quedó con la
tercera parte del agro de la cristiandad. Pocos siglos
antes el intento de repartir esas mismas tierras entre los
desposeídos le Costó la cabeza a los dos Gracos.
Roca, como Mitre o Rosas, como políticos de clase,
representaban los intereses de la clase poseyente, y
como ésta olvidaban los votos de justicia democrá-
tica tan fatalmente como los curas sobrealimentados
e infraocupados olvidan el voto de castidad.
Nadie haga que se chupa el dedo. Mientras haya
propiédad privada, es decir, mientras haya la posi-
bilidad y facilidad de que los bienes y riquezas comu-
nes puedan pasar a manos particulares creando una
sociedad dividida en jubilados natos y sudadores vi-
talicios, mientras eso ocurra sobre el mundo, el fraude,
el robo y el soborno serán constitucionalmente obli-
gatorios.

215
CAPÍTULO XI
ESTRAMBOTE

A Miguel Medunich, en quien nuestras


clases trabajadoras se asoman ya al futuro.

El hombre tiene de suyo no sólo instinto sino ham-


bre de conocimiento como la langosta tiene hambre
de verde. Pero su larga servidumbre de seis o siete
mil años ha terminado amadrinándolo con la mentira.
De ahí que le tenga más miedo a la verdad que las
gitanas a la minifalda o los borrachos al agua común.
Expliquemos en dos palabras las cosas. Durante
trescientos mil años o más de salvajismo y de barbarie
y pese a todas sus calamidades y menguas, los hom-
bres no conocieron la desposesión ni la explotación:
todos eran dueños de todo y por ende iguales entre sí.
La llegada de la civilización ---hace seis mil años
apenas— trajo estas dos novedades: con la instau-
ración de la propiedad privada los bienes indivisos de
la comunidad pasaron a una diminuta minoría y la
sociedad quedó diametralmente dividida en explota-
dores y explotados; por otra parte, un pequeño sector
de la minoría desocupada creó la técnica, la ciencia,
el arte, la filosofía y la escritura, todo lo cual implicó
un gran ascenso humano.

216
Como ya se comprenderá, el insigne aporte últi-
mamente consignado, no exime a la civilización de su
soberbia infamia: el erigirse sobre la desposesión y
explotación de la aplastante —y aplastada— mayoría
de la sociedad humana. Como la creciente y prodi-
giosa capacidad de producción de la técnica humana
vuelve hoy ya inútil la explotación del trabajo, es
decir, del hombre, su mantenimiento obedece sólo a
pura devoción a la miopía y al pasado, pues entre
las posesiones de la clase privilegiada está la de un
cerebro occipital.
Desde el alba de la civilización, el gran secreto de
la historia es ése: por un lado, quei la clase prócer
usurpa los bienes de la comunidad y maneja el go-
bierno y la fuerza armada en defensa de su privilegio,
obligando a los desposeídos a ayunar y sudar para
ella; por el otro, ci pensamiento y las instituciones so-
ciales (la moral y las exacciones y confiscaciones, la
religión y los prostíbulos, los claustros universitarios y
los carcelarios) todo va estructurándose para dar la
máxima garantía a la estabilidad del régimen. Así es
como el Estado no pertenece al pueblo sino a la clase
dirigente, la patria a los que tienen patrimonio. No
nos extrañe, pues, que todo gobierno de clase —la
civilización hasta hoy no ha conocido otro— se el ene-
migo profesional de su propio pueblo. Más todavía: si
sus privilegios peligran, una clase poseyente no trepida
en aliarse al enemigo de afuera contra su propio pue-
blo. (En 1871, los burgueses de Versailles se aliaron
a los alemanes victoriosos para aplastar a los obreros
de la Comuna de París, como en 1961 la burguesía
cubana pidió ayuda al tiburón imperialista yanqui
para aplastar a sus paisanos de alpargata.
Un ejemplo clásico. El pueblo romano no sólo fue
totalmente desposeído de su tierra por los senadores,

217
generales y caballeros, sino que fue obligado a pelear
durante siglos a cientos de leguas de sus fronteras y
aplastar a innumerables pueblos para ofrecerlos en
tributo a sus amos sin cobrar una higa por el servicio.
Pues, bien, esta casta poseyente que hizo alfombra del
derecho de los otros pueblos, terminó elaborando el
derecho romano para vestir con un manto honorable
el fabuloso monto de sus violaciones y rapiñas.
Toda la historia de la civilización es un espléndido
muestrario de esta antinomia entre la letra y el espí-
ritu, a tal punto que la prédica de las clases moni-
toras guarda con la realidad esa misma relación que
media entre el lujo del ataúd y la lúgubre miseria del
contenido. En nombre de la desposesión y desprecio
de los bienes terrenos y el amor a los pobres, del Evan-
gelio, el clero cristiano se quedó ayer con un tercio
de las tierras de la cristiandad, como hoy con el más
gordo cupo del haber financiero. En nombre de los
derechos de la Carta Magna, la casta poseyente in-
glesa les quitó el piso a los irlandeses, digo, se quedó
con sus tierras, se apropió del océano y desvalijó al
resto de los pueblos, tal como hoy lo reeditan, mejo-
rado y ampliado, los amos del dólar, en nombre de
Washington y Lincoln y de la estatua de La libertad
alumbrando el mundo...
Como la más fornida y urgente necesidad de los
hombres y los pueblos de hoy es tomar conciencia de
los hechos tales como fueron y son, y no como se los
muestran, su primera obligación es emanciparse de
sus legañas y mirar con sus propios ojos. ¿Qué verá?
Que el prestamista, doblado bajo el fardo de sus aho-
rros, se alivia ofreciendo servicios de filántropo; que
lis cortesana asume aires de esposa metodista; que el
pederasta usa de hoja de parra el escapulario y el car-
celero gasta gorro frico: que la paloma de la coexis-
tencia pacífica empolla huevos de búho y el pulpo de
Wall Street, que sorbe los jugos del mundo, ofrece a
precios de ocasión tónicos para el progreso y servicios
de ángel guardián de la libertad.
Como usamos una lógica rectilínea y no dialéctica
para interpretar el proceso de los hechos sociales —una
razón estática y no dinámica frente a una realidad
andante y cambiante— no logramos percibir la lógica
de las contradicciones (lo relativo de todo absoluto
y lo transitorio de toda eternidad) tomando a cada
rato el rábano por las hojas.
Heráclito, Hegel, Lamarck, Nietzsche parecen haber
existido en vano, pues apenas si sospechamos los ca-
minos y la belleza del devenir. ¿Que los credos y
cultos religiosos, que lo reducen todo a un intercambio
entre un Dios omnipotente y un ente que ha renun-
ciado a su pensar y querer en pro de la plegaria, es
la negación de la historia y la reducción del hombre
a gimnasta de la servidumbre? ¿Que la misma escla-
vitud fue progresiva en su hora, ya que aun siendo
vomitable, resultaba preferible a la eliminación del
cautivo? ¿Que el capitalismo, alzado sobre las ruinas
de la era feudal, que impulsó hercúleamente en su
hora el progreso humano, se ha trocado en el conce-
sionario de la barbarie moderna y la regresión? ¿Que
la Revolución Rusa, primer llamado de las masas pro-
letarias a las puertas de la historia, cambió de signo antes
de una década, trocándose en el apóstol de la conciliación
de las clases y el statu quo, es decir, no la dictadura tran-
sitoria del proletariado sino la dictadura totalitaria de la
burocracia y su ejército. ¿Que el imperialismo del dólar,
carcelero planetario, se ofrece de ángel guardián de la li-
bertad? ¿Que el Papa ayuna con los pobres y regüelda
con los ricos?
Sí, todo eso, apenas golpea un poco nuestra rutina de
219
obediencia y temor, pero ya comienza a verse claro y se
verá mejor cada día que pase.
Es obvio que durante sesenta siglos o más las castas
usurpadoras han ejercido doquier con eficacia el mo-
nopolio de la bellaquería y el infundio. Y hoy se nos
muestra en pleno auge la industria publicitaria u or-
ganización capitalista de la mentira. No importa. El
est i l o mismo de la actividad y explotación moderna
va derrotando la modorra secular de las masas, el
hombre quiere dejar de ser rebaño evangélico, electo-
ral o castrense. A ello se añade que la filosofía ha sido
ya sacada de las aulas y puesta en los puños del mun-
do. Los viejos mitos en vigencia hasta ayer, comienzan
a formar parte de la paleontología.
El feligrés de la hora atómica comienza a advertir
que, después de seis mil años de praxis civilizante, el
hombre no ha salido de la jungla. Y más aun: que
en la jungla mecánica y cibernética el hombre común
está más solo y desamparado que en la otra.
La marca montante de violencios y expolios, oficia-
les o p rivados, la decadencia romana de la moral y
del sexo, se exhiben hoy como en la feria. El miedo
al desarrollo de las clases y pueblos subdesarrollados
—en China o Cuba— derrota todos los esfínteres del
privilegio. Frente a eso se apela al contacto de codos
por encima de todo desacuerdo. La U.N. la O.E.A.
y el sindicato de todas las religiones lo ostentan como
en un mostrador. Lo mejor que tiene hoy la moral
de las castas es la tapa, como en los féretros de rango.
Lo que se busca desesperadamente es la derrota
totalitaria del porvenir, pero todo será inútil, por-
que pese a sus milenios de servidumbre el hombre
histórico sigue teniendo el instinto de la libertad como
el caballo tiene el instinto del galope, sin contar su
sed de humanidad que se parece a la sed de corolas

220
de la abeja. Es inútil querer sabotear la historia.
Es cierto que los monopolios de Wall Street y sus
congéneres se muestran cada vez más al desnudo como
una conspiración creciente contra la subsistencia es-
piritual y aun física del hombre, —la muerte de
Hiroshima, los Kennedy y el Vietnam, y otros
fervores de necrofilia— y ocurre a la vez que la
astronómica concentración de riqueza y poder de las
castas gobernantes mayores —la yanqui y la sovié-
tica— explica la casi unánime abdicación del pen-
samiento libre de los concesionarios del oficio de
buscar y publicar la verdad. Pero no importa tampoco
eso. Están las excepciones de siempre, que han sido
en toda ocasión la levadura de la historia, y está sobre
todo el creciente despertar de la conciencia y la vo-
luntad combativa de los ejércitos del trabajo y el
ayuno.
-. Estamos llegando a la encrucijada más peligrosa de
la historia. No nos asusten demasiado las muestras
cada vez más meridianas del caos y la disolución.
Nunca se dio el advenimiento de una sociedad nueva
sin la demorada agonía de la otra. Y lo que ahora
ofrece el porvenir inmediato no se parece o parecerá
a cosa alguna de los evos viejos. Lo que reemplazó a
la decadencia de Roma, o, después, al feudalismo, no
fue una sociedad nueva, sino una nueva clase, es decir,
un nuevo estilo de explotación del material humano.
Pero ahora van a quedar abolidas las clases. Lo que
vendrá no será el paraíso, pero se parecerá menos al
infierno que todo lo visto hasta hoy. Una jubilación
definitiva de machetes, badajos y dividendos, por lo
pronto. Una transmutación de todos los valores No
un nuevo modelo de coche o de cohete atómico, sino
una economía, una moral, una convivencia nuevas, un
setnido inédito de la vida y la belleza creciente del de-
221
venir un hombre nuevo. ¿Los bosques, las tierras, los
metales, las ideas, las artes, los inventos, toda la crea-
ción natural y la humana trocadas en herramientas de
violencia y servidumbre? ¿ El sudor y la sangre del hom-
bre sirviendo aun para acuñar monedas? ¿El sistema
circulatorio de las ideas, el sistema respiratorio del
alma humana controlados por la policía y los curas?
Ahora menos que nunca podemos hacer de lo pasado
el mausoleo de la historia. Es obvio que el reino del
gran burgués final, sibarita de la brutalidad y el
expolio se acerca a su misa de requiem, y que las
religiones se acercan a su ete missa est. No es ésta la
edad de las masas, como denuncian los fariseos, sino
las vísperas de la edad en que el rebaño humano se
transformará en hombres de autonomía plena. (Sin-
tiendo pasar por el cielo a sus hermanos salvajes los
patos domésticos gritan y corren sin poder alzar el
vuelo. Pero el espíritu humano no ha perdido el uso
de las alas).
La revelación no habrá bajado del Sinaí o del Olim-
po esta vez, sino que habrá subido desde los bajos
fondos. La insurrección del fuego subterráneo parió
montañas; la de las masas sumergidas parirá el hombre
erguido verticalmente por dentro, no sólo por fuera.
Bien conocidos son los ensayos pioneros de esta re-
volución del trabajo contra el salario, revolución que
será mundial o terminará por morir en la atonía:
hace medio siglo en Rusia, treinta años después en
China. Nuestra América subdesarrollada cuenta con
dos: una fracasada, otra triunfante.
Vale la pena cotejar los casos, pues lo que se des-
prende de ello es una lección sin par de pedagogía
liberadora.
En Bolivia, en 1952 la insurrección fue progra-
mada como un tradicional cuartelazo con ayuda del
M. N. R. (Movimiento Nacionalista Revolucionario),
pero intervino el P. O. R. (Partido Obrero Revolu-
cionario trotsquista) y lo que debió ser un golpe de
Estado castrense se trocó en una revolución popular
de la pequeña burguesía y la clase obrera y campe-
sina aliadas. El triunfo fue amplio, sólo que el co-
mando político no cayó en en manos del P. O. R.,
es decir del proletariado sino en las de la pequeña
burguesía (M. N. R.), que forzada por la presión
de las masas, inició la nacionalización de las minas
y la democratización de la tierra (todo con gordas
indemnizaciones y reverenciando a los bancos) y de-
más ídolos tradicionales, y tanto que la revolución
quedó en agua de borrajas, y entonces las botas pa-
trióticas avanzaron y lo aplastaron todo.
La Revolución Cubana siguió un itinerario opuesto.
Aunque buscando el respaldo de las masas, comenzó
como una rebelión pequeño-burguesa típica —"hu-
manización del capital", democracia con la burguesía
de patrona y ama de llaves— hasta que las propias
necesidades de la lucha, la convivencia en familia
con los de alpargata, y-,-tal vez la brujulita de
Guevara corrigiendo el rumbo, fueron profundizando
la revolución: relevo del ejército patriótico por el
pueblo en armas; despido, sin agradecerles los ser-
vicios prestados, de latifundistas y capitalistas de aden-
tro y afuera; eliminación masiva de la propiedad pri-
vada y del analfabetismo; ingerencia masiva de obre-
ros y campesinos en la conducción del gobierno; lucha
en la proa con la ayuda imperialista para el progreso
y en la popa con el águila de Marx empollando huevos
de gallina...
Como se ve, las dos revoluciones tomaron rumbos
limpiamente opuestos: mientras la cubana creció des-
pués de la toma del poder en función de su alianza
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con los pobres de campos y ciudades y la pequeña
burguesía pauperizada, contra el capital criollo y el
gringo, en guerra sin sangre, pero sin cuartel, el Mo-
vmiento Nacional Revolucionario de Bolivia terminó,
de bracete de la burguesía casera y el dólar, aplastando
a las masas y a la revolución y ofreciendo la mesa
servida al primer Barrientos disponible.
La revolución latinoamericana en marcha —una
sola como en los días de Bolívar y San Martín— tiene
ya en Ernesto Guevara (héroe completo y modernísi-
mo de la decencia, la inteligencia y el coraje sin orillas,
exonerado de Cuba por Escalante y demás héroes de
la ortodoxia pacifista) su bandera y su símbolo. Más
he aquí que la condición argentina del Che es un
compromiso tan honroso como duro para los hijos del
Plata. No la traicionemos de ahora en adelante, como
lo traicionamos pasivamente en vida, dejándolo ir solito
por el único vado que da paso al futuro. No hay más
rumbo que ése marcado por él, y como ello significa la
negación en sus fundamentos de la sociedad que nos
acogota, es obvio que ninguno de sus sectores poseyentes
puede militar de aliado —a menos de ir a la zaga y no
a la cabeza— en esta guerra de la independencia defi-
nitiva en que los ejércitos del trabajo y la inteligencia
pionera se salvarán juntos y por su cuenta, y con ello a
la sociedad entera, o todos quedaremos de inquilinos
del pantano.
Nuestros patriotas con patrimonio declaman aun
una democrática línea que va de Mayo a Caseros y
llega hasta nuestros días. Es algo muy hermoso, sin
más inconveniente que el de no haber existido nunca.
En efecto, la insurrección iniciada en 1810 en nuestra
América, capitaneada por Miranda, Hidalgo, Moreno,
Bolívar y San Martín que fue una cruzada de las cla-
ses poseyentes en que las masas populares entraban
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sólo como carne de cañón y obediencia. Lo prueba el
hecho de que cuando las masas peruanas se alzaron
con Tupac Amurú esas clases del privilegio criollo no
alzaron un dedo.
La historia prepara ya un Veinticinco de Mayo mu-
cho más patriótico que el otro porque el gorro frigio
bajará de nuestro escudo a las cabezas desgreñadas y
la igualdad cantada por nuestro himno pasará del
verbo a la carne de todos.

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