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Poscolonialismo

Uno de los temas de mayor interés para las lecturas poscoloniales,


considerando las prácticas discursivas de la “inercia colonial”,
es el tema de la representación textual o no del colonizado.
Said: El discurso colonial fija una imagen (con un caris
inmutable) de “lo nativo” para ser juzgado y dominados por
occidentales.
Fanon: la centralidad de la interiorización del sujeto de esa
propia representación expuesta por los blancos occidentales.
Spivak: La centralidad de la voz del ausente en el subalterno
invisibilizado al margen del orden discursivo.
Bhabha: Asumiendo más la mirada de Fanon, busca evidenciar un
“binarismo simétrico” en la relación entre colonizadores y
colonizados, estableciendo espacios de representación comunes, en
lo que emerge la ambivalencia, el mimetismo e hibridación.

Convergencia entre autores: En los contextos coloniales siempre se


da una imposición discursiva sobre el sujeto colonizado que
condiciona su identidad y hace del colonialismo una cuestión
extendida en cuanto que sobrepasa a la institucionalidad
(posiblemente las funda).

Palabras importantes
“otredad/alteridad”: El otro (desde “el yo occidental”, es
considerado como una amenaza en cuanto a que contraviene la
universalidad la construcción identitaria. Estos autores,
influenciados por la idea de “La différance” de Derridá, dan
cuenta que “el exterior constitutivo” es parte fundamental para la
construcción de identidades (Butler, 2002; Hall, 2003):

“Sobre todo, y en contradicción directa con la forma como se


las evoca constantemente, las identidades se construyen a
través de la diferencia, no al margen de ella (…). A lo largo
de sus trayectorias, las identidades pueden funcionar como
puntos de identificación y adhesión sólo debido a su capacidad
de excluir, de omitir, de dejar “afuera”, abyecto. Toda
identidad tiene como “margen” un exceso, algo más. La unidad,
la homogeneidad interna que el término identidad trata como
fundacional, no es una forma natural sino construida de cierre,
y toda identidad nombra como su otro necesario, aunque
silenciado y tácito, aquello que le “falta”” (Hall:2003, 18-
19).
-Con el advenimiento de “lo contemporáneo”, no obstante, los sujetos
ennegrecidos por el velo hegemónico [indígenas, “minorías”,
homosexuales, migrantes, etc.] y, posiblemente ayudado por un
ambiguo y ambivalente (parafraseando a Bhabha)”multiculturalismo”
(usar la definición de André Cortén), han emergido voces que buscan
“su lugar de enunciación” (buscarle sinónimo a esta palabra culiá)lo
cual, ha atravesado el discurso unívoco o “bipolar” (pensando en la
posguerra y en la guerra fría) para, en tal vez a partir de eventos
“universalizados artificialmente” (como por ejemplo, procesos
globales en que, en aras de la superposición, también artificial, de
“lo económico”, lo cual, al instalar “una globalidad en el alcance
consumista-consumatorio” produce la emergencia de un
multiculuralismo de Avant-garde dentro de los países
autorreferenciados de primer mundo, lo cual, al tener que “incluir
con diferencias” buscaron en el multiculturalismo esta posibilidad
la cual hizo creer a lo alterno la posibilidad discursiva y a perder
el temor con su “aparente libertad”)que se abrieron no solo para
demandas mercantiles, sino que también para otro tipo de demandas
ligadas a elementos asociados a las formas de representación:
Significados históricos y simbólicos, violencia y dominación y,
según mi perspectiva, lo más importante: Formas de perlocutación.
-Dentro de la prosodia del otro, es posible detectar, principalmente
en Lacan, una exposición explícita respecto entre el “otro” [en
minúsculas], el “autre” [a] designa a “ese otro que se parece a uno
mismo, un imago y proyección del “yo”. Dentro de “un imaginario”,
este “otro” podría interpretarse como aquel colonizado dentro de un
discurso unívoco, bipolar y excluyente que, en base a la
identificación (o exceso de ella, ver zizek y sobre-identificación]
que establece, en términos de Mignolo, diferencias con un centro, el
dominio yoico imperial. Por otra parte, El OTRO [en mayúsculas],
podría comprenderse como una especie de “alteridad radical” en cuanto
a que este no se plexa ni repliega, siendo representación del yo.
Este Autre [A] es un OTRO simbólico está en el inconsciente -
percibiendo la realidad- revelando la construcción de nuestra
identidad. Por lo tanto, la existencia de la Alteridad Radical [el
otro] tiende a ser elemental para “situarse” a si mismo, por lo que,
dentro de la lógica colonial implica una edificación identitaria en
una especie de espacio dialéctico [hegeliano] entre un yo-
colonizador y un OTRO colonizado [Restrepo habla de OTRO en la
Academia].
-La subjetividad del “Otro colonizado” está permeada y recubierta
por el yo colonizador, en cuanto representación materna [me refiero
a la patria como madre, la bandera, etc. En consecuencia la
representación de ese OTRO tiene que ver con la tutela y mirada
despectiva y premoderna la cual es prudente y necesario domar. La
primacía occidental presente en el mito constitutivo nacional lleva
a la otredad a ser parte constitutiva de lo identitario. Hall (2003)
plantea, en este sentido, que la identidad, al igual que la
alteridad, implica una posición en la que los países coloniales se
configuran oscureciendo al otro, convirtiéndolos en “hijos del
imperio”.
El sujeto colonial, como figura, e

Dentro del ámbito poscolonial, la figura teórica que más atención ha prestado al tema de la
construcción del sujeto colonial posiblemente sea Spivak (2010). Sus textos son muy complejos y
de difícil lectura, aunque en ellos se observa como la crítica poscolonial por pirimera vez adquirió
un marcado carácter feminista. Efectivamente, el sujeto femenino en la obra de Spivak es atentido
como una categoría de análisis distinta, superando así las flaquezas analíticas que existen en Said,
Fanon o Césaire. Partiendo de una ecléctica mezcla de posturas teóricas –feminismos,
deconstrucción derridiana, neomarxismo y psicoanálisis–, Spivak resulta ser una autora
heterogénea y acostumbrada a romper las cerradas barreras disciplinarias, aunque ella misma
piensa que no es «lo bastante erudita como para ser interdisciplinaria, pero puede infringir las
reglas» (2010, 11). Por ello, no debe resultar extraño que sus críticas también sean dirigidas a las
formas neocolonialistas que se evidencian en el mundo académico contemporáneo, donde todavía
persiste heredada del siglo XIX una «violencia epistémica» que primero hizo posible la hegemonía
de la moderinidad occidental, que enmascaraba estrategias de explotación y dominación colonial,
renovadas en los tiempos posmodernos que corren en forma de una agresiva globalización
económica y de un cosmopolitanismo político y epistemológico de raigambre neoliberal. Spivak,
de hecho, acusará a los intelectuales europeos a los que incluso ella sigue, como Derrida, Foucault
o Deleuze, de reproducir en sus trabajos los esquemas de la subyugación colonial. Aunque asume
de manera abierta las aportaciones más importantes de estos autores posestructuralistas –ella
misma, no lo olvidemos, fue la que introdujo en 1974 a Jacques Derrida en el ámbito anglosajón
con la tradución de De la grammatologie–, les reprocha que sistemáticamente ignoren la cuestión
de la ideología y su implicación en la historia intelectual y económica (Spivak 2010, 247). Téngase
en cuenta que para Spivak, en la línea de lo que ya vimos señalaba Said, el imperialismo no es sólo
un proceso territorial y económico, sino también un proyecto de construcción de sujetos. Spivak,
por esta razón, no comparte con ellos, dentro de la problemática general posmoderna de la
subjetividad, los modelos de representación de los subyugados y los oprimidos, los subalternos,
demasiado homogéneos y siempre planteados desde una perspectiva europea. No se puede
asimilar al nativo con el proletario, como precisamente hará Sartre en el prefacio de Los
condenados de la tierra.
Para Spivak los sujetos se construyen discursivamente. Las identidades no son entidades fijas o
inmutables. Esta es una visión que comparte con otros autores que han trabajdo el tema de la
identidad como Stuart Hall o Amin Maalouf. Nuestra autora resalta, como hacen otros teóricos
poscoloniales, la importancia que la producción de conocimiento sobre el «Otro» tiene para el
éxito del dominio colonial con el fin de demostrar que el lenguaje y los discursos desempeñan un
papel fundamental en la producción, codificación y el ejercicio de esa violencia epistémica a la que
ya hemos aludido algunas líneas más arriba, entendidda como un proceso de construcción de una
determinada representación de un objeto/sujeto que puede ser completamente construido sin
existencia o realidad fuera de su representación (Omar 2008, 144). La barbarie, la irracionalidad, el
atraso, la lujuría y la molicie son habitalmente atributos identitarios del colonizado que
encontramos en el discurso colonial, mientras que, por otro lado, la civilización, el progreso, la
bondad y la racionalidad son marcas propias del colonizador. Spivak, en resumidas cuentas,
expone en sus numerosos trabajos que la violencia epistémica es un producto del proceso colonial
en que Europa se establece como sujeto indeterminado que tiene el poder explicativo mientras
que los colonizados, a la espera de ser explicados, son el «Otro» que no tiene ni voz ni poder
(1988, 18; 2010, 264 y ss.). Por todo ello, según Spivak, los intelectuales europeos no deberían
hablar por los «otros» porque esto, aunque no lo pretendan, implica reforzar la opresión sobre
ellos, dado que desde Occidente no parece tenerse en cuenta como el poder represivo del
colonialismo se ha entrelazado con las estructuras nativas. Homogenizar al subalterno, no
diferenciar entre el migrante, el indígena, la mujer, el preso o el proletario, lleva persistentemente
al silenciamiento de su voz. No obstante, la pensadora bengalí es conciente de que potenciar las
diferencias y evitar esa referida homogenización podría conducir, en ocasiones, a cierta
guetización disciplinaria, al síndrome del «yo soy más marginal que tú» (Young 2006, 11) o incluso
a comportamientos xenófobos entre individuos, pueblos y culturas no semejantes, razón por la
cual apuesta por el uso sistemático de la deconstrucción dentro del ámbito teórico poscolonial. El
compromiso de Spivak con la cri ́tica deconstructiva de Derrida no es ni mucho menos frágil (2010,
407-414). De esta herramienta teórico-metodológico se ha servido para denunciar, como hemos
dicho, el etnocentrismo persistente en los intelectuales europeos y, al mismo tiempo, demostrar
que el conocimiento académico occidental sigue siendo una construcción interesada mediante la
cual se ocultan veladamente estrategias coloniales de dominio que derivan del no tan lejano
pasado imperial y posibilitan la posición hegemónica de Occidente. La deconstrucción del sujeto
subalterno también le ha permitido a Spivak, por otra parte, dejar de concebirlo como una
categori ́a unitaria a la manera que hacían los filósofos posestructuralistas franceses interesados en
conocer la voz del «Otro» y llegar a comprender que estamos ante un sujeto marcadamente
heterogéneo (2010, 267). Aquí entra en juego, de hecho, el gran peso que en el pensamiento
spivakiano tienen las teorías feministas. Como bastante bien evidencia Spivak, la mujer subalterna
ni habla ni escribe en absoluto: está sometida a dos formas de dominación, el patriarcado y el
imperio (Vega Ramos 2003, 294). Existe, de esta manera, una «colonización doble» sobre las
mujeres, tanto en el ámbito privado como en el público. En opinión de Spivak, este es un problema
que todavía persiste porque a las mujeres del Tercer Mundo se las examina con parámetros del
feminismo occidental, sin tener en cuanta la especificidad de los contextos culturales, por lo que
nuevamente se reproducen en la cri ́tica feminista una negación de las mujeres como sujeto y
agente de su propia historia. Gayacri C. Spivak desafi ́a asi ́ la simple división saidiana entre
colonizador y colonizado, incluyendo a la «mujer nativa» como una categori ́a completamente
oprimida por ambos.

Recapitulando, puede decirse que para Spivak los enfoques de exclusión no sólo son inherentes a
la dominación colonial, sino que también pueden ser producidos por formas de comprensión
contemporáneas, tal y como acabamos de ver para la cri ́tica feminista y el postestructuralismo
francés. Spivak, en este sentido, nos hace ver que existen diversas maneras de conocer y percibir
que todavi ́a no han sido reconocidas en la investigación académica tradicional. El ejemplo más
recurrente que ella misma utilizaba para mostrarnos esta exclusión no puede ser otro,
evidentemente, que su propio pai ́s, la India. Es interesante recordar, llegados a este punto, que la
piedra angular de la crítica de Spivak es su afirmación de que los colonizados y oprimidos, los
subalternos, son incapaces de representarse a sí mismos porque no cuentan con una posición de
enunciación propia que les permita dejar de estar en silencio y convertirse en sujetos. La respuesta
que la investigadora bengalí da a su propia pregunta «¿puede hablar el subalterno?», título de su
trabajo más famoso, es, efectivamente, una respuesta negativa. Los subalternos, cuando hablan,
siempre fracasan en su intento a causa de la ya conocida violencia epistémica que piensa al «Otro»
dentro de un modelo representativo y homogenizador que no tiene como fin explicarlo ni dar
cuenta de él. La argumentación de Spivak, ya tratada en la primera entrada de este blog que
dedicamos a la teoría poscolonial, se refuerza haciendo referencia a los discursos sobre
el sati o suttee, el sacrificio ritual de las viudas hindúes que se inmolaban en la pira funeraria de su
marido. Mientras que los administradores de la colonia británica acabarán tipificando esta práctica
como delito en 1829, la élite nacional entiende el saticomo si ́mbolo de la fuerza y pureza del amor
femenino. La prohibición de este rito por Reino Unido se explica desde Europa como un caso de
«hombres blancos que salvan a mujeres morenas de hombres morenos», una interpretación
radicalmente opuesta a la afirmación nativista india de que «son las propias mujeres quienes
libremente escogen morir» (Spivak 2010, 282). Ni en una ni en otra postura se halla testimonio
alguno de la voz de estas viudas. A pesar de que se legisla y discute sobre ellas, están ausentes
tanto del discurso colonial como del discurso nacionalista. Aunque se comuniquen, hablen o
griten, sus palabras nunca accederán al nivel discursivo porque estas mujeres, al fin y al cabo,
simplemente son objeto de debate. De nuevo volvemos al principio, a la cri ́tica que Spivak lanza
contra los posestructuralistas, contra Foucault y Deleuze, cuyo intento de hacer visibles a los
irrepresentables enmascara la verdadera realidad al transformar al sujeto en objeto teórico de
estudio. Empero, se le critica con frecuencia a Spivak que si podemos leer sobre los subalternos es
que «han hablado» de alguna forma, a lo que ella responde que los subalternos no deben ser
identificados con cualquier sujeto poscolonial o miembro de una minori ́a étnica o política. Ella, por
ser mujer e india, no se considera a sí misma «subalterna». No es que el sujeto subalterno no
pueda hablar o que no existan huellas de su conciencia, es que carece de un lugar de enunciación
propio. Los intelectuales, en definitiva, han de ser concientes de que su tarea no es hacer hablar a
los «otros», sino revelar su silencio.

Junto con Said y Spivak, el otro gran teórico poscolonial es Homi K. Bhabha, también indio de
nacimiento y conocido, sobre todo, por desarrollar la noción de «hibridación», uno de los
conceptos más centrales dentro del poscolonialismo. Este concepto, que será tratado
profusamente por Bhabha en su libro The Location of Culture (1994), hace referencia a las nuevas
formas de construcción subjetiva originadas a partir del encuentro colonial, difícilmente
clasificalbes en una única y cerrada categoría cultural, política o étnica. Tanto colonizadores como
colonizados moldean su subjetividad identitaria en base a representaciones híbridas que no se
corresponden ni con el «yo» ni con el «otro», dando origen por consiguiente a un «tercer espacio
de enuncación» (2002, 57-58). Según las ideas que maneja Homi K. Bhabha, la hibridación cultural
sería el efecto más directo y claro de la confluencia, dentro de este nuevo espacio de agencia, de
la «ambivalencia» del discurso colonial y de su «mimetismo» inherente, dos términos de pura
raigambre psicoanali ́tica adquiridos a través de Fanon. La ambivalencia es usada para señ alar el
hecho de que los colonos, al verse desplazados de su lugar de origen e instalarse en otro donde
son una minori ́a, experimentan dificultades para seguir manteniendo su identidad sin que sufra
cambios frente a los nativos, que son a la vez objeto de deseo y desprecio en términos de
representación subjetiva (Vives-Ferrándiz 2006, 34; Vegas Ramos 2003, 306), mientras que el
mimetismo, fruto de esa relación ambivalente, hace referencia a las herramientas de inclusión
social que los propios colonos usan para hacer del colonizado un sujeto parecido a ellos,
reconocible, aunque a la vez diferente: «casi lo mismo, pero no exactamente» (Bhabha 2002, 112).
Esto constituye una situación de negación y, a la misma vez, de reconocimiento de las diferencias
entre entidades en principio opuestas, un fenómeno que no puede más que darse en una
dimensión intermedia, en los li ́mites entre la cultura de la metrópoli y la cultura de los nativos. No
existe, en fin, una división clara entre colonizadores y colonizados, sino una frontera imprecisa que
origina nuevas categori ́as a partir del encuentro colonial. De esta manera, la propuesta de
aproximación al discurso colonial que desarrolla Bhabha, muy influenciado por el psicoanálisis,
viene a fundamentarse básicamente en la negociación cultural que conlleva todo encuentro entre
el Yo-colonizador y el Otro-colonizado (2002, 18-19).

Encabezados por Freud, los psicoanalistas del primer tercio del siglo XX, recurrieron a la noción de
ambivalencia para definir la continua fluctuación entre algo y su opuesto; es decir, la relación
amor-odio hacia un objeto o sujeto. El discurso colonial es ambivalente porque, como ya hemos
dicho en el párrafo anterior, el colonizado es a la misma vez objeto de deseo y desprecio. Esta
ambivalencia que caracteriza el colonialismo vendri ́a definida, asimismo, por la situación de
superioridad cultural del colonizador respecto al nativo colonizado (Bhabha 2002, 55); no se
tendría constancia de esta supremacía, sin embargo, hasta el mismo momento de la colonización y
del contacto diferencial entre ambas culturas. El razonamiento es bastante sencillo: el europeo,
civilizado y culto, no puede construir su identidad sin la existencia de un opuesto, incivilizado e
inculto. La identidad colonial, como vemimos insistiendo a lo largo de todo el texto, se sustenta en
la manera en que uno mismo se percibe en relación al «Otro». La otredad y la afirmación de la
diferencia son, por consiguiente, elementos necesarios en el proceso de identificación del colono.
En similar situación se encuentra el nativo, que una vez acontecida la primera toma de contacto,
busca su lugar a través de la mirada del blanco en un intento de asimilarse al europeo. De esta
manera, si el colonizador construye su identidad como sujeto desde una posición superior, el
dominado hace lo propio aceptando sin rechistar su inferioridad. Frantz Fanon, al que Bhabha
sigue aqui ́, se pronunció en este mismo sentido en la introducción de Piel negra, máscaras blancas:
«el alma negra es una construcción del blanco» (2009, 46). Para el investigador indio, en términos
psicoanali ́ticos, la identidad colonial, tanto la del europeo dominador como la del nativo oprimido,
aparece atravesada por la ambivalencia, alternando fantasi ́a y repulsión, agresividad y narcisismo,
amor y deseo. Siendo asi ́, parece que Bhabha sólo está aplicando elementos del psicoanálisis al
análisis foucaultiano de Said. No es lo que sucede. En la obra Bhabha no hay simetri ́a entre
elementos contrarios, como ocurre en los trabajos del autor palestino, que no tiene muy en
cuenta los efectos del encuentro colonial en los sujetos coloniales. La negación y rechazo de la
diferencia constituyen en si ́ un reconocimiento de la misma, lo que significa aceptar su existencia
aunque se pretenda lo contrario. Puede suceder, de forma parecida a lo ocurrido en la Europa
cristiana con la irrupción de los mongoles en el siglo XIII, que el colonizador descubra en el justo
instante del encuentro cultural que no todas las personas tienen el mismo color de piel ni
pertenecen a la misma raza, lo cual les amenaza y también atrae. Said, según Bhabha, contiene
esta ambivalencia introduciendo un binarismo tajante, absoluto, que no deja acceso a la totalidad
de la identidad, problema que radica en prestar atención a la representación del sujeto colonial
únicamente a través de prácticas discursivas. Por contra, al si ́ tener en consideración los
condicionantes psi ́quicos de la ambivalencia, Bhabha puede hacer presente lo que aparentemente
está ausente. Me refiero, por ejemplo, a las estrategias de subyugación que no emanan
directamente del poder o el conocimiento académico, como es el deseo de parecerse al
colonizador que alberga el indi ́gena y la esperanza de ser igual que él.

La fuente de la ambivalencia está clara: la diferenciación establecida a partir del encuentro y la


negociación cultural. Las formas en que se produce no tanto. Un primer aspecto a tener en cuenta
seri ́a la rigidez e inmutabilidad de la representación del «Otro», lo que Bhabha denomina «fijeza»
(2002, 91). El estereotipo, reflejo de esa fijación en el discurso y mentalidad de los colonizadores y
colonizados, aparece ante nosotros como una manera de configurar la identidad subjetiva a partir
de la ambivalencia, negando y reconociendo las diferencias del contrario simultáneamente. Huelga
decir, en fin, que estamos ante un mecanismo para controlar la heterogeneidad de la otredad. No
obstante, para contar con un entendimiento cabal sobre los estereotipos es preciso acudir a la
noción freudiana de «fetiche» (Bhabha 2002, 99-100), que hace alusión a un sustituto, a un
sucedáneo con cualidades propias de otro elemento. El fetichismo, desde la óptica del
psicoanalista austri ́aco, es el proceso a través del cual el niñ o afronta el hecho antes desapercibido
de que su madre carece de pene, descubrimiento que intenta sobrellevar negando la diferencia
sexual gracias al fetiche –el sustituto del pene en la mujer–. Pues bien, en un contexto colonial el
estereotipo tiene por función normalizar esa diferencia ya mencionada que aparece tras el
encuentro cultural. La amenaza que supone para el colonizador descubrir la existencia de personas
sin la misma piel/raza/cultura, de forma similar a como opera el niñ o en relación a su madre,
resulta superada mediante el uso de estereotipos fijos, reconocibles e inmutables. Esto es,
exactamente, lo que vemos en Orientalismo para el Oriente: un discurso elaborado desde
Occidente, una idea fija –el oriental como ser cruel, vago, promiscuo, violento, lujurioso– que
justifica su dominación y sometimiento. Sin embargo, a diferencia de Said, Bhabha insiste en que
se debe reconocer como sujeto, no sólo como objeto, al nativo colonizado que aprovecha para su
propio beneficio el estereotipo del oriental.

Llegamos asi ́ al segundo protocolo de la ambivalencia, el mimetismo. Resulta bastante obvio que,
para asegurar el éxito pleno del proyecto imperialista, era necesario garantizar la estabilidad del
régimen colonial. Contar con una estrategia de exclusión e inclusión social era una condición sine
qua non para lograrlo. Asi ́, Bhabha se refiere al mimetismo como la herramienta usada por los
administradores coloniales para hacer del colonizado un sujeto parecido a ellos (2002, 111-112),
puesto que permitía discriminar con facilidad al nativo «bueno» del «malo», diferenciar entre el
que acepta las nuevas costumbres impuestas y el que se resiste a la asimilación. Es en esto en lo
que fundamentalmente se basa la educación en valores occidentales del indi ́gena y la abolición de
sus antiguas tradiciones. De sobra es conocida, en este sentido, la anglicanización del sistema
escolar indio que en el año 1835 promueve Lord Macaulay, quien no buscaba otra cosa más que
conformar «una clase de personas indias por la sangre y color, pero inglesas por los gustos,
opiniones, moral e intelecto» (citado en Bhabha 2002, 113). De hecho, no es difi ́cil rastrear al
hombre indio mimetizado en las obras de R. Kipling, George Orwell y E. M. Forster. Benedict
Anderson, de hecho, achaca el rápido éxito del «maucaulismo» a las oportunidades de
enriquecimiento y ascensión social que la metrópoli británica ofreci ́a a los súbditos indios,
dispersados a partir de este momento por todo los dominios imperiales como funcionarios,
maestros, periodistas, etc. (1993, 134). En efecto, nadie puede obviar que Mahatma Gandhi, antes
de ponerse al frente del movimiento nacionalista indio, ejerció de abogado en Sudáfrica hacia
1893-1894. Conviene destacar que, como el estereotipo, el mimetismo también está relacionado
con la inmutabilidad y fijación del sujeto colonial. El nativo mimetizado nunca es una
representación total del colonizador. No es una copia, es una imitación. Un sujeto casi igual,
reconocible, pero siempre bien difereciado. Es, otra vez, la ambivalencia de «no ser exactamente
blanco». El mimetismo es camuflaje, una forma semejante que asimila al colonizado con el
colonizador. Todo converge, finalmente, en la hibridación colonial. Para Bhabha, como ya hemos
señlado, el complejo proceso aqui ́ mostrado de negación y reconocimiento constante de la
diferencia, no puede más que producirse en una dimensión intermedia, en los límites entre la
cultura metropolitana y la cultura nativa. Los hibridaciones son, en definitiva, las producciones
más notables del poder colonial, como ya apuntaba la idea fanoniana del negro que quiere ser
blanco, poseer sus cosas, hablar como él, blanquearse a si ́ mismo. No existe una división neta
entre colonizador y colonizado, sino una difusa línea donde se origina un constante proceso de
asimilación y rechazo. De este modo, y aqui ́ Bhabha se aleja de Fanon, la hibridación se nos
presenta como una forma de representación bidireccional: no sólo el colonizador construye
discursivamente al colonizado, sino que colonizado también construye al colonizador. Buscar
ejemplos de este corpus teórico en los textos y ficciones narrativas es una tarea complicada
porque en la literatura colonial no hay sitio ni para la impureza del encuentro colonial ni para el
desplazamiento de autoridad.

3. Críticas al poscolonialismo

Los autores más críticos con las teorías de corte poscolonial se sitúan dentro del marco conceptual
del materialismo histórico y el marxismo más clásico. Sin embargo, no son pocos los teóricos
materialistas que, como Aijaz Ahmad y Benita Perry, mantienen una relación ambigua con los
estudios poscoloniales, ya que aunque los critican abiertamente no los rechazan por completo ni
permanecen al margen de ellos. A diferencia de las aproximaciones poscoloniales mayoritarias,
que serían desde esta óptica excesivamente literarias, los posicionamientos materialistas se
centran en analizar el colonialismo y sus producciones textuales dando prioridad al contexto
histórico, cultural y económico en el que surgen. Es decir, su principal objeto de estudio es la
realidad material que determina y da forma a esos textos, no cuestiones como la representación
del sujeto colonial, tema estrella en Said, Bhabha y Spivak. Como he dicho, el marco conceptual
del que parten los autores materialistas es Marx y su teoría de la sociedad –materialismo
histórico–, un modelo de análisis que les permite superar lo que ellos consideran una carencia
frecuente entre los poscolonialistas/posmodernos: la falta de conexión directa entre el texto y el
mundo real. No olvidemos, empero, que el materialismo histórico como modelo anali ́tico entró en
declive tras la Segunda Guerra Mundial, aunque con notables excepciones –no se puede comparar
el escaso bagaje teórico de Althusser con la renovación metodológica y temática que emprenden
los marxistas británicos, liderados por Eric Hobsbawn y E. P. Thompson–, aconteciendo a la vuelta
de una generación el advenimiento de las teori ́as posmodernas a las universidades de Europa y los
Estados Unidos. Llevado a su máxima expresión, el posmodenismo reduce la disciplina histórica a
un mero ejercicio literario y postula, desde una posición radicalmente opuesta a las tesis
materialistas, que no existe realidad fuera del lenguaje.

Como vimos en los párrafos anteriores, dentro de los estudios poscoloniales la corriente principal,
el mainstream de los anglosajones, ha sido justamente esa hasta la década de los noventa, cuando
las formulaciones materialistas volvieron a posicionarse en un nivel óptimo para el debate. No
deja de ser interesante pensar hasta qué punto tiene influencia en todo esto el colapso de la URSS
en 1991. Los dos cri ́ticos materialistas en los que voy a centrarse son, como ya apunté más arriba,
el indio-pakistani ́ Aijaz Ahmad, autor de In Theory: Classes, Nations, Literatures (1992) y Benita
Parry, sudafricana asentada en Reino Unido desde su juventud y de la que principalmente me
interesa un pequeñ o arti ́culo publicado por primera vez en el año 1987, «Problems in Current
Theories of Colonial Discourse». Ahmad acusará a los teóricos poscolonialistas, centrados
únicamente según él en el análisis del discurso colonial, de mostrar más interés por el colonialismo
pasado que por el imperialismo presente (1992, 93). Además, achaba a los poscolonialistas que
sus orientaciones posesructuralistas o psicoanali ́ticas les vienen dadas por su condición de
estudiantes en la metrópoli. Esto provoca, en el caso de Said, que su visión pobre en matices le
impida ver las tensas rivalidades entre imperios y su pretensión de acumular capitales desde el
origen. Ahmad también reprocha al palestino, en esta misma li ́nea, que Orientalismo sea una obra
muy rígida que concibe Occidente como un todo unitario, sin lugar para las divergencias o la
autocri ́tica. De hecho, el autor pakistani ́ se muestra totalmente contrario a que se acuse a Marx de
cómplice del imperialismo, como hace Said al decir que el filósofo alemán participa del discurso
orientalista como el resto de la intelectualidad europea. Observa Ahmad, igualmente, que el
discurso orientalista es presentado por el palestino como una continuidad textual que llega hasta
nuestros di ́as desde la Grecia clásica. Esto es asi ́, en resumen, porque Said actúa «como un cri ́tico
literario» fuera del campo que le es propio, el de la literatura, no el de la historia o la filosofi ́a
(visto en Vegas Ramos 2003, 120). Ello le lleva a sentenciar que es un error que los textos literarios
y los no literarios sean abordados de forma conjunta, dado que el análisis de la ficción literaria no
puede convivir en una supradisciplina con el de la poli ́tica o la economi ́a. Sin embargo, Ahmad no
reconoce que junto a Foucault, Derrida y demás pensadores posestructuralistas, Marx, a pesar de
la «acusación» ya mecionada, también está muy presente en la obra saidiana, en un intento de
conciliar elementos de diferente origen. Algo bastante parecido hará Spivak, con su mezcla de
marxismo, deconstrucción y teoría feminista. Esto es, en definitiva, lo que lleva a decir a Robert
Young que la teori ́a poscolonial moderna opera desde el legado de la cri ́tica marxista –se refiere a
las cuestiones de clase y poder, en las que tendrá mucha importancia, como hemos visto, el
italiano Antonio Gramsci–, pero que simultáneamente ese legado es transformado desde
posiciones posestructuralistas (2001, 6).

Benita Parry no acepta esto. Un primer error señadado por la sudafricana, situándose junto a
Ahmad, es que el interés de poscolonialistas ha pasado de los acontecimientos históricos, la
economi ́a, la poli ́tica y la sociedad a la representación textual. Esta es la razón de que se hable más
de Francia y Reino Unido que de los Estados Unidos, pues se presta una atención excesiva al
discurso colonial en detrimento de las instituciones económicas y poli ́ticas que perpetúan todavía
hoy en las naciones descolonizadas el neocolonialismo. Parry es también muy cri ́tica con los
autores poscolonialistas que, como Bhabha, circunscriben la rebelión contra el poder a una
subversión interna del discurso hegemónico. Es curioso, no obstante, que ella propone como
alternativa adoptar la perspectiva de Fanon, a quien el autor indio sigue casi con fervor. El
propósito de Parry no es otro que hacer ver que la literatura anticolonialista parte de unos
presupuestos «nunca colonizados», un proyecto alternativo y de resistencia que nada tiene que
ver con el discurso colonial anterior. Por eso recurre al autor martiniqués, para quien la resistencia
en el lenguaje del invasor sólo es una etapa inicial en la lucha contra el colonialismo. El eje central
de todo este aparato crítico es, en resumen, el siguiente: las teorías poscoloniales y la concepción
homogénea de Said sobre las experiencias coloniales contribuyen a la perpetuación del
colonialismo académico y al alejamiento de las realidades políticas contemporáneas (Shotat 2008,
107-108). Por ejemplo, suele decirse con mucha frecuencia que el concepto «hibridación», al
centrarse básicamente en los procesos de negociación y mezcla vinculados al hecho colonial,
impide hacer frente con éxito al poder y a la dominación que congénitamente se asocian a los
contextos coloniales o, yendo más allá, neocoloniales (Parry 2004, 112; Hardt y Negri 2005, 163-
166). El término ha llegado a entenderse como una manera disimulada de buscar la
homogenización entre colonizadores y colonizados con el fin de esconder las desigualdades. Todas
estas críticas pueden tener cierta validez, aunque incurren, según creo, en un error dicotómico: los
estudios poscoloniales basados en la representación discursiva no excluyen para nada otros
análisis, sino que los complementan. Prestar especial atención a las perspectivas poscoloniales no
significa mostrarse indiferente ante las guerras de ocupación que en los últimos años han
promovido el ejército estadounidense y sus aliados en Oriente Medio. El propio Said, de hecho,
fue hasta su muerte en el año 2003 un destacado activista contra la ocupación israelí de Palestina,
rompiendo incluso con Yasser Arafat cuando este aceptó firmar los Acuerdos de Osloen 1993.

4. Reflexión final: abriendo caminos teóricos y prácticos

Las aportaciones teórico-metodológicas del poscolonialismo son numerosas y aplicables a diversos


campos científicos, más allá de la estudios literarios y culturales. Las posibilidades de análisis y
reflexión que, por ejemplo, abre en terrenos como la Historia y la Arqueología son
verdaderamente interesantes, como expongo en un reciente artículo que se titula «Viejos
problemas, nuevos enfoques: las aportaciones de la teoría poscolonial al estudio de la
Antigüedad». Me interesa ahora, sin embargo, centrarme más en su proyección práctica en el
ámbito de la política contemporánea. La teoría, como ya bien indicaron los situacionistas, no
puede desvincularse de la práctica. Entiendo, en este sentido, que el poscolonialismo es a la vez
una herramienta política que ha contribuído a la emancipación de muchos pueblos colonizados y
una forma de conocimiento, como puede verse en el movimiento intelectual de la négritude. Para
Léopold Senghor y Aimé Césaire, dos de sus principales figuras tanto a nivel literario como político,
la négritude era una forma primordial de combatir el colonialismo, expresión más vil del
capitalismo, a través de la exaltación de los valores culturales africanos y la reivindicación
manifiesta del fin de la dominación europea, fuente de pobreza, hambre y atraso material. Estos
son problemas hoy que el neocolonialismo occidental sigue generando, de ahí que haya que seguir
insistiendo en su extinción. No sería erróneo afirmar que los teóricos poscoloniales enuncian
desde una posición privilegiada: autores como Said, Spivak o Bhabha están situados entre dos
mundos y ello aumenta la posibilidad de enriquecer a ambos. No se trata, por esta justa razón, de
buscar la pureza precolonial ni de reconstruir la cultura tradicional, sino de atacar frontalmente a
los discursos canónicos, denunciar las desigualdades y cuestionar con preguntas y reflexiones
incómodas el status quo actual que mantiene a Europa y los Estados Unidos, dentro de un mundo
aparentemente descolonizado, en una clara posición hegemónica.

Asimismo, creo que es oportuno señalar que el prefijo pos-/post- no hace realmente referencia a
una superación del colonialismo, cuyas dinámicas de control siguen muy presentes todavía en el
siglo XXI. Como hemos dicho, la independencia de las antiguas colonias y los procesos de
construcción nacional que en ellas tiene lugar rara vez significaron el fin de la hegemonía política y
económica occidental. En América Latina, que se emancipa ya en el siglo XIX, aún fue necesaria
una ola de revoluciones en la segunda mitad de la pasada centuria, que comienza con la cubana
(1959) y sigue con la nicaragüense (1979), para al menos poder hacer frente al necolonialismo. Es
posible que las teorías poscoloniales y su configuración epistemológica se desarrollen por primera
en universidades del Primer Mundo, pero no cabe duda de que sus bases ideológicas nacen y
toman cuerpo en lugares como la India, Argelia, Ghana o Martinica, que todavía hoy es un
territorio colonizado. Fanon, que se formó como psiquiatra en Francia, donde recibió por igual la
influencia de Marx y Freud, es un buen ejemplo para explicar esto. En sus obra hallamos nociones
básicas que luego serán clave en los estudios poscoloniales, pero ello no le convierte en un autor
posmoderno, como se ha querido hacer ver con ciertos tintes de desprecio. Fanon fue un
intelectual totalmente comprometido con los movimientos revolucionarios de liberación, un
teórico de la resistencia anticolonial; siente ira contra los poderosos, contra los colonizadores que
subyugan a la gente de color, pero mayor es su animadversión hacia los propios colonizados que
contribuyen con su comportamiento y actitud a sostener el mundo de la desigualdad y la
humillación. Se refiere, sin duda, al hi ́brido, al negro que colabora con la administración colonial
buscando su propio beneficio y no el del resto de la sociedad. ¿Es extraño, por tanto, que los
nuevos estados independientes que surgen dentro de las antiguas fronteras coloniales, trazadas
sin tener en cuenta a sus habitantes, a excepción de esa minori ́a nativa occidentalizada, aceptaran
esas demarcaciones sin rechistar? He aqui ́ el origen de las sucesivas guerras que vienen
devastando el continente africano sin descanso desde mediados del siglo XX. Para la población
nativa, salvo sus li ́deres, educados por la potencia colonial, el Estado no teni ́a ningún significado
nacional y la tribu siguió teniendo, por consiguiente, una gran preponderancia como forma de
organización social básica entre las diversas comunidades de Á frica. La guerra era, pues, lo único
que se podi ́a esperar de tribus divididas por fronteras impuestas.

Entre los objetivos pricipales del poscolonialismo hoy día está poder explicar la enorme
complejidad de los sujetos, contextos y situaciones poscoloniales, que no podemos ya interpretar
en términos binarios. El poscolonialismo, por tanto, es útil para atender mejor a las identidades
compartidas, a las hibridaciones culturales y a los procesos discursivos de construcción de
subjetividad, donde se interconectan temáticas como el etnia, la clase, el género y la raza. Creo
necesario insistir en la idea de que hablar de poscolonialismo no equivale a no ver los problemas
que emanan de la política neocolonial, como apuntan algunos críticos. Al revés, las teorías
poscoloniales ayudan a comprender la lógica de las nuevas prácticas imperialistas que acompañan
a la globalización capitalista que empieza a triunfar a finales de los años ochenta y principios de los
noventa del siglo XX con la caída del bloque comunista. Es más, como hace Hall (2008), podríamos
definir nuestra época como «poscolonial», porque los efectos de la colonización europea y el
imperialismo son persistentes y, además, porque en las sociedades descolonizadas está todavía
presente el binarismo colonizador/colonizado, lo cual está señalando cierto fracaso del
nacionalismo anticolonial. Ahí están los enfrentamientos étnicos de Ruanda, Nigeria y Sudán; el
latente conflicto entre la India y Pakistán; las guerras a finales de los setenta entre los nuevos
países de la antigua Indochina francesa –Vietnam, Laos y Camboya–; o, finalmente, los masivos
movimientos migratorios desde el Sur al Norte. Los países no europeos sólo pueden reproducir la
trayectoria evolutiva impuesta por Europa; sólo existe una única narrativa posible, fuertemente
enraizada en el ideal ilustrado del progreso y en la concepción liberal de la democracia
representativa. Los estudios poscoloniales, dentro de este contexto de imperante modernidad,
son una invitación a pensar en las fronteras, en los márgenes. Podríamos empezar por la propia
Europa, una trama geográfica y cultural engarzada con otros territorios que impide que el
«nosotros» se haga «Uno». Hay, por tanto, que «inacabar Europa», como expresó Marina
Garcés hace unos días ante un numerosísimo público de diverso origen dentro del seminario
internacional El nuevo rapto de Europa: deuda, guerra, revoluciones democráticas, que se celebró
en Madrid, del 27 de febrero al 1 de marzo, bajo la organización y coordinación de la Fundación de
los Comunes.

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