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«La verdad es que mamá es genial», pensó el pequeño Leonardo mientras dejaba
que la madre más dulce del mundo le arropara con cariño como cada noche.
Normalmente a Leonardo le gustaba irse a la cama.
Primero su madre le leía un cuento, luego le cantaba una canción y para terminar
le rascaba un rato la espalda suavemente. Era muy agradable, y cuando estaba
muy cansado era justo lo que necesitaba.
Pero desde hacía algún tiempo no podía disfrutar de todo eso como antes. Ya
no se acordaba exactamente de cuándo había empezado todo, cuándo había
aparecido «esa cosa», pero la cuestión era que una noche le despertó un ruido
extraño y había oído algo que respiraba.
En realidad el nombre de Leonardo procede de una palabra germánica cuya
traducción es «corazón de león» y significa grande, fuerte y valiente. Pero aquella
noche, su corazón de león casi se paró del todo como un viejo reloj oxidado dentro
de un cubo de agua helada. Se le puso la piel gallina y se escondió debajo de las
sábanas.
— ¡Socorro! —susurró con voz ronca pues tenía un nudo en la garganta que
le impedía gritar.
Leonardo sólo tenía dos posibilidades: o bien esperar debajo de las sabanas hasta
que «esa cosa» saliera y pudiera atraparla, o bien asomarse sigilosamente y mirar
qué era lo que tanto le asustaba.
Leonardo reunió todo su valor, apartó las sábanas un milímetro y escudriño la
habitación a oscuras.
Se oía el ruido del tráfico y murmullo de la lluvia procedente del exterior. El
resplandor de los faros de los coches que pasaban dibujaba sombras por toda la
habitación. Leonardo tenía a su izquierda a Shir Khan, su querido tigre de peluche,
montando guardia junto a él como de costumbre.
—Shir Khan, «eso» está debajo de la cama — susurró Leonardo con voz
temblorosa —. Yo miro y tú vigilas.
Leonardo se arrimó con cuidado al borde derecho de la cama y echó un
vistazo. ¡Ahora no podía perder el equilibrio y caerse! Pero aun así no vio nada y
tuvo que inclinarse un poco más hacia delante para poder mirar debajo de la
cama. Lo más importante era no apoyar las manos en el suelo porque entonces
«eso» podía atraparle rápidamente.
Leonardo se había quedado sin aliento, así que primero tuvo que coger aire
profundamente, luego se inclinó un poco más por encima de la cama y lo que vio
fue espantoso: dos ojos verdes y brillantes y malvados le miraban fijamente.
Leonardo soltó un grito de horror, se lanzó de nuevo sobre la cama y se escondió
bajo las sábanas junto con Shir Khan. Su pequeño corazón de león latía a toda
prisa. Se sentía como si fuera una cáscara de nuez durante una tempestad en mar
abierto y las olas le estuvieron engullendo.
De pronto se abrió la puerta de la habitación, se encendió la luz y la madre
más buena del mundo se acercó a la cama con cara de inquietud para consolar a
Leonardo. Éste se lanzó a sus brazos sollozando.
— ¿Qué pasa mi amor? —preguntó, y de pronto todo volvió a estar en
orden.
— Mami, hay una cosa debajo de la cama que respira y me mira con ojos
brillantes y malvados. Ten cuidado que no te muerda los pies.
Pero en lugar de asustarse, su madre se puso a reír como si solo fuera una
broma.
—Cariño, ¿qué es lo que me va a morder los pies?
—Creo que es un cocodrilo horrible y malo. Además es muy astuto y quiere
cogernos a mí y a Shir Khan.
—Pero ¿dónde está? —Mamá se arrodilló junto a la cama y miró debajo—.
Aquí no hay nada, mira. Seguro que lo has soñado todo.
Leonardo, asustado, negó con la cabeza:
—Mami, estas ahí, le he visto y es terrible.
—No tengas miedo—contestó su madre—. Aquí no hay absolutamente nada
y no tienes por qué preocuparte. Ahora te vuelvo a tapar bien, dejo la lámpara
pequeña encendida y la puerta un poco abierta y así puedes dormirte tranquilo.
Dicho esto, besó a Leonardo en la frente y le dejó a solas con Shir Khan y el
cocodrilo. Con eso el asunto parecería quedar zanjado para mamá.
Aquella noche, o lo que quedaba de ella, el visitante no volvió a molestar a
Leonardo. Al parecer el cocodrilo se había recluido. Quizá estaba en alguna otra
parte planeando cómo iba a asustarle la próxima vez. En cualquier caso Leonardo
ya no le oyó más y acabó durmiéndose.
Al día siguiente Leonardo casi había olvidado lo que pasó por la noche, o al
menos, con el día, sus temores se habían disipado, ¡Quién sabe! Quizá todo había
sido un sueño como dijo mamá. De todos modos no pudo olvidarse del asunto tan
fácilmente, pues la noche siguiente, y también la otra, el horrible visitante volvió a
aparecer.
A partir de entonces cuando se iba a la cama no sólo se trataba de leer un
cuento, cantar y rascarse la espalda sino que también había que buscar el
cocodrilo. ¿Dónde estaría asechando esa noche para asustar a Leonardo? Una vez
que el pequeño Leonard estuvo a salvo bajo las sábanas mamá tuvo que registrar
toda la habitación. Debajo de la cama encontró el coche de bomberos
desaparecido que Leonardo había estado buscando, pero, excepto eso, no
encontró nada más. El armario de la ropa también estaba libre de cocodrilos así
como la esquina de detrás de la estantería. La madre más amable del mundo se
tomó muchas molestias en inspeccionar cada rincón sin resultado alguno. Luego
tuvo que venir papá y la búsqueda empezó otra vez desde el principio, pero
tampoco él encontró nada a pesar de que puso su mejor empeño.
Después llegaron los habituales intentos de cada noche por calmar al niño:
—Leonardo, aquí no hay absolutamente nada, sólo te lo imaginas, ves
fantasmas. No existen cocodrilos que vivan debajo de las camas e los niños. Aquí
no te puede pasar nada, nosotros estamos al lado, así que ahora duérmete y no te
preocupes más.
Ellos sí que sabían hablar… pero claro, ¡el cocodrilo no se paseaba por la
sala de estar! No iba en busca de madres y padres que estaban allí, en esa
habitación, y por alguna extraña razón sus padres no podían verle. El cocodrilo era
tan real y terrible que Leonardo entendía no reparaban en él. ¿O acaso podía
volverse invisible ante los padres?
Leonardo decidió hablar de ello con Berta, su mejor amiga. En otras muchas
ocasiones en que los mayores habían fracasado, ella había sabido qué hacer. Berta
era algo mayor que Leonardo y muy independiente, pero no tenía la suerte de
Leonardo de tener unos padres dispuestos a cazar cocodrilos por las noches. El
padre de Berta solía viajar durante varios días en un camión grande transportando
mercancías diversas a otros países y cuando regresaba casi siempre estaba
cansado, de mal humor y posible que ni siquiera yo pueda ver a tu cocodrilo,
precisamente porque sólo es tu cocodrilo. Igual que mi vampiro sólo es mi
vampiro. Por eso, a pesar de todo yo sí creo que hay un cocodrilo que te acecha
por la noche igual que el lobo y el payaso asustaban a los otros.
Leonardo sintió un enorme alivio al oír eso. Por fin le creía alguien.
Justamente por eso siempre era estupendo tener a Berta como amiga.
—Y ahora seguro que quieres saber cómo puedes deshacerte de ese animal,
¿verdad? —preguntó Berta con expresión solemne y sabia.
— ¿Acaso sabes cómo hacerlo? —preguntó Leonardo asombrado, y un
atisbo de esperanza creció en su interior.
— ¡Pues claro! Tienes que domesticar al cocodrilo
—dijo Berta con una decisión tal que no admitía discusión, como si fuera la cosa
más fácil del mundo.
—Si pero… —empezó Leonardo vacilando—, el cocodrilo es enorme, tiene
unos ojos verdes horripilantes y una boca tan grande como el camión de tu padre,
con cientos de dientes afilados como espadas y…
—O le domesticas o te va a seguir persiguiendo cada noche —le
interrumpió Berta.
— ¿Quieres decir que tengo que domesticarle como si fuera un león de
circo?
Leonardo quería ser domador, por eso precisamente le regalaron a Shir
Khan cuando cumplió tres años. Pero la verdad es que primero quería crecer un
poco más y ser más fuerte… Aunque quizá Berta tenía razón y no le quedaba otra
opción.
— ¿Se te ocurre alguna idea de cómo tengo que hacerlo? —preguntó
Leonardo abatido.
Berta saltó de la cama con decisión:
—Vamos a construir una jaula. Luego encierras al cocodrilo dentro y lo
domesticas. —Y empezó a vaciar la caja de juguetes de Leonardo para construir la
jaula.
— ¿Pero cómo voy a encerrar al cocodrilo en la jaula?
Y luego, ¿Qué hago? —Leonardo no estaba muy seguro.
—Eso no lo sé —repuso Berta encogiéndose de hombros—, pero seguro que
lo consigues. Al fin y al cabo es tu cocodrilo; tú lo conoces mejor que nadie.
Desgraciadamente Berta tuvo que volver a su casa enseguida y dejó a
Leonardo allí solo con su jaula, un montón de juguetes esparcidos por el suelo y
muchas preguntas.
—Bueno, Shir Khan —suspiró mientras acariciaba la suave cabeza del tigre
—. Ya lo has oído. Tenemos que domesticar al cocodrilo.
Esa noche Leonardo estaba muy nervioso. Estuvo pensando durante mucho
tiempo cómo podía capturar al cocodrilo en la jaula. Tenía que colocar un señuelo.
Como parecía que el objetivo del cocodrilo eran los niños pequeños, Leonardo
pensó en colocar a su muñeca en la jaula a modo de cebo. De hecho, esa muñeca
nunca le había gustado demasiado. La abuela se le había regalado para que jugara
con muñecas de vez en cuando aunque fuera un niño, pero Leonardo prefería
jugar con su coche de bomberos. En cambio Berta siempre jugaba con Nina, tal y
como le había bautizado. Estaba encantada con ella y la quería más que a nada en
el mundo. Leonardo se la hubiera regalado con gusto pero no quería ofender a la
abuela. Ahora le venía a pedir de boca para usarla de cebo con el cocodrilo. Pero
no, eso era muy perverso. En primer lugar Nina resultara herida. Entonces, ¿qué?
Leonardo pensó y pensó y finalmente vio la solución: ¡ositos de coma! Encima de
su mesa había una bolsa llena de ositos de goma. Claro, pondría los ositos de
goma un plato y los colocaría dentro de la jaula. El cocodrilo olfatearía el dulce e
irresistible aroma a frutas, se lanzaría sobre ellos y entonces… ¡chas! La puerta
cerrada y ¡mala suerte, cocodrilo tonto! La lástima eran únicamente los ositos de
coma. A Leonardo le gustaban muchísimo, pero tenía que sacrificarlos; no había
nada que hacer.
Así pues lo preparó todo: abrió la jaula, colocó a Shir Khan en la
retaguardia, esparció los ositos de coma sobre el plato y luego, armado con una
linterna, se metió en la cama.
Berta le había explicado: «Odia la luz. Si ve luz, desaparecerá».
Exacto. En caso de que no cayera en la trampa la linterna era el último
recurso para ahuyentarle, al menos durante esa noche.
Leonardo fingió que estaba dormido y Shir Khan también cerró los ojos.
Apenas había transcurrido un cuarto de hora cuando Leonardo le oyó arrastrarse
por el suelo. Estaba muy nervioso porque ahora todo dependía de que al cocodrilo
le gustaran los ositos de goma tanto como a él y de que no percatara de la
trampa.
Leonardo se dio cuenta de que el cocodrilo había iniciado el rastreo. El
animal husmeaba y se acercaba a la jaula arrastrándose lentamente. Leonardo
aguantó la respiración; Shir Khan estaba listo para saltar sobre el animal.
Primero el voraz cocodrilo metió su repugnante cabeza en la jaula y poco a
poco se fue introduciéndose cada vez más. Luego se arrastró aún pocos
centímetros y la peligrosa cola del monstruo también desapareció en el interior.
Entonces empezó a relamerse emitiendo unos chasquidos viscosos y repulsivos.
¡Ése era el momento! Con los nervios Leonardo se olvidó del miedo, dio un salto y
con un grito victorioso empujó la pesada caja de madera cerrando la puerta de la
jaula. ¡Lo había conseguido! Su pequeño corazón de león latía a toda prisa de la
emoción y la alegría. Él, Leonardo había capturado y encerrado al monstruo. Cogió
a Shir Khan entre sus brazos e intentó calmarle. ¿Qué iba a pasar ahora? Berta
había dicho que tenía que domesticarle.
Leonardo se cubrió los hombres con la manta para protegerse, agarró a Shir
Khan muy fuerte entre sus brazos y se sentó con cuidado delante de la jaula.
Primero quería esperar a ver cómo reaccionaba el cocodrilo después de haber sido
capturado.
De momento todavía estaba tranquilo… pero ¿y se ponía tan furioso que
destrozaba la jaula con su terrible cola? ¿Y si intentaba atrapar a Leonardo
sacando sus peligrosas garras a través de uno de los agujeros de la jaula?
Leonardo no distinguía mus bien al animal pues tenía que observarle a
oscuras. Desde luego no podía abrir la luz porque el cocodrilo desaparecería y no
podría domesticarle. Entonces volvería la noche siguiente y todo su plan habría
resultado en vano. ¡Seguro que no volvería a caer en la trampa otra vez!
Una sombra inmensa de ojos brillantes se movía cuidadosamente de aquí
para allá.
De repente se abrió la boca descomunal y una voz profunda y atronadora
preguntó:
— ¿Tienes más cosas de éstas? — dijo el cocodrilo relamiéndose.
Leonardo apenas se podía mover del espanto. Pero luego su curiosidad
venció al miedo y preguntó con voz temblorosa:
— ¿Quién eres?
— ¡Vaya pregunta! —replicó el cocodrilo—. Soy tu cocodrilo, pero ¿y tú,
chiquillo, quién eres tú y por qué me has encerrado aquí dentro?
—Yo, yo… —Leonardo estaba muy confundido—. Yo soy un niño y vivo
aquí. Tengo mucho miedo cuando te arrastras debajo de mi cama y haces esos
ruidos tan horribles. Quiero estar tranquilo de una vez. Y Shir Khan también —
añadió precavido para que el cocodrilo supiera que no estaba solo.
—Vaya, vaya. Así que cada noche me sacas de mi confortable país de los
cocodrilos, luego me encierras en esta trampa y encima ahora me dices que te doy
miedo. ¿Y qué crees que tengo que hacer ahora, minúscula lagartija?
El cocodrilo contemplaba a Leonardo con sus ojos enormes y su aspecto ya
no era tan feroz. Además parecería mucho más pequeño de lo que Leonardo se
había imaginado.
—Bueno, yo tampoco lo sé. Ni siquiera sé qué tengo que hacer yo.
—Bien, pues mientras te lo piensas dame unos cuantos más de esos bichos
dulces —propuso el cocodrilo.
— ¡Ah! ¡Te refieres a los ositos de doma! —Leonardo se levantó de un salto,
cogió la bolsa extrajo los ositos de goma que quedaban y los repartió entre Shir
Khan, el cocodrilo y él.
Mientras los tres saboreaban los caramelos en silencio, el cocodrilo fue
disminuyendo de tamaño y ya no parecería tan desagradable como Leonardo
pensó en un principio.
—Por cierto, me llamo Leonardo —se presentó—, y éste es Shir Khan.
—Ya lo sé —contestó el cocodrilo con un chasquido.
— ¿Y tu cómo te llamas?
—Me llamo cocodrilo. Tú mismo me pusiste este nombre —dijo el cocodrilo
y empequeñeció todavía un poco más.
Luego bostezó, pero su boca ya no parecería tan terrible.
—A mí lo que más gustaría es volver a casa, al país de los cocodrilos. ¿Crees
que me divierte estar aquí sentado dentro de esta jaula o arrastrarme debajo de tu
fría y dura cama? —preguntó mientras una lágrima de cocodrilo resbalaba por su
mejilla.
Leonardo sintió pena por el cocodrilo que se arrugaba cada vez un poquito
más.
—Entonces, ¿qué tengo que hacer? —preguntó bostezando pues también él
estaba muy cansado.
—Déjame marchar. Ahora ya no me necesitas.
Mientras tanto el cocodrilo se había vuelto tan pequeño que era tan grande
como Nina, la muñeca.
Y mientras Leonardo pensaba si tenía que abrir la jaula o no, se durmió
envuelto en su manta y con la cabeza encima de Shir Khan.
Al día siguiente la madre más bonita del mundo le encontró dormido junto a
la cama, Leonardo se despertó y al mirar dentro de la jaula vio que estaba vacía.
—Mami, esta noche he domesticado al cocodrilo —anunció Leonardo con
orgullo—, y ahora tengo un hambre feroz.
Así que la madre más hacendosa del mundo se dirigió cabeceando a la
cocina para preparar a Leonardo un desayuno que calmara su hambre de león.
Leonardo, feliz, la siguió y gritó:
— ¡El cocodrilo no volverá nunca más!
Y al decir esto se rió como hacía tiempo que no se reía mientras le guiñaba
el ojo a Shir Khan con complicidad.
La luz
Cuando Ana llegó a casa después de la escuela enseguida se dio cuenta de que
algo ocurría: todo estaba más tranquilo que de costumbre. No se olía aquel aroma
a comida tan familiar que solía salir de la cocina, la radio estaba apagada y
Perezoso, su querido perro que siempre se abalanzaba sobre ella para saludarla a
lametones, no salió dando saltos.
— ¡Perezoso! —gritó por el pasillo vacío mientras se quitaba los zapatos—.
¡Ven aquí, amigo!
No se movió nada. Pero ¿dónde estaba todo el mundo?
— ¿Mami? ¿Neli?
Al avanzar por el pasillo oyó a su madre llamándola:
— ¡Cariño! ¡Estamos aquí!
¡Qué raro! Allí ocurría algo extraño. Entró en la sala.
Su hermana mayor estaba sentada en el sofá junto a su madre y lloraba. Su
hermano Max, con cara de perplejidad, acariciaba la mano de Neli.
Decididamente, allí sucedía algo.
— ¿Qué pasa? —Preguntó con el corazón en un puño—. ¿Dónde está
Perezoso?
—Cariño, ven aquí —dijo mamá extendiendo los brazos hacia ella y
mirándola con una expresión muy extendiendo los brazos hacia ella y mirándola
con una expresión muy extraña. Mamá nunca la había mirado así.
Ana notó un escalofrió helado en la espalda y se le puso la piel de gallina.
— ¡Perezoso! —soltó un grito agudo—. ¿Dónde está?
Quería salir corriendo a buscarle pero su madre la retuvo, la miró a los ojos
con tristeza y dijo:
— ¡Mi niña mayor, ahora tienes que ser muy valiente!
Pero Ana no quería ser valiente ni escuchar lo que mamá decía. ¡Lo que
quería era ir a buscar a su perro!
—Ana, ya sabes —continuó su madre— que nuestro— Perezoso no se
encontraba muy bien últimamente. Ya era muy viejo. Esta mañana le he llevado al
veterinario y el médico ha dicho que estaba muy enfermo y que era demasiado
viejo para recuperarse, así que hemos tenido que domesticarle. Cariño, Perezoso
ha muerto.
Ana sintió un dolor como si le hubieran pegado un puñetazo en el
estomago. Su pequeño corazón dejó de latir durante una eternidad. Se estaba
mareando. Oyó los sollozos de su hermana como en la distancia y también a Max
le resbalaban las lágrimas por las mejillas. Mamá le acariciaba el brazo y la miraba
compasiva y asustada. Ana suspiró profundamente pues casi se había olvidado de
respirar. Una frase retumbaba en su cabeza como martillo: ¡Está muerto!
— ¡No! —gritó desesperada—, ¡estás mintiendo!
Se deshizo de los brazos de su madre, salió corriendo hacia su habitación y
se lanzó sobre la cama cubriéndose la cabeza con la almohada.
— ¡No! ¡No! ¡Perezoso! —gritó desconsolada—. No me dejes sola. Vuelve.
No te puedes morir. ¡No es justo!
Ana no sabía cuánto tiempo llevaba allí tumbada cuándo oyó que mamá
entraba silenciosamente en la habitación, se sentaba en la cama y le acariciaba la
cabeza.
¡Déjame! —gritó—. Tú le has matado, tú y el malvado veterinario; sin
preguntarme siquiera.
Devuélveme a mi perro —exclamó dando manotazos a derecha e izquierda.
Pero mamá le agarró los puños con fuerza y le habló suavemente:
—Ana, pequeña. Lo de Perezoso nos duele mucho a todos. A mí tampoco
me ha resultado fácil tomar esa decisión. Perezoso tenía una úlcera en el
estómago cada vez más grande. De todos modos hubiera muerto pronto, pero
hasta entonces hubiera sufrido mucho. Así no ha sentido ningún dolor. Se ha
dormido plácidamente en mi regazo y ahora está en el cielo de los perros. Ahora
está bien, por favor, créeme.
Ana sólo sentía un gran cansancio. Se dejó caer encima de la cama y se
quedó mirando al techo. ¡Ah! ¡Ojalá ella también estuviera muerta! Mamá la dejó
sola, pero ya le parecía bien: no quería ver a nadie. Sólo quería dormir y no
despertarse nunca más.
Ana se quedó allí tumbada hasta que llegó Max. Ana quería mucho a su
hermano, así que le dejó sentarse a su lado. La cuestión era no pensar en aquello.
Quizá no era más que una terrible pesadilla. Quizá se despertaría enseguida y
Perezoso volvería a estar allí. Max se tumbó junto a ella sin decir nada.
Sencillamente estaba ahí, y Ana acabó durmiéndose.
Se despertó cuando empezaba a oscurecer. Su familia estaba cenando en
la mesa de la cocina. Papá también estaba allí. Cuando Ana entró en la cocina su
padre le sonrió con cariño, pero Ana no pudo devolverle la sonrisa. Nunca más
podría volver a sonreír. Se sentó con los demás pero sintió con ánimo de comer.
Nunca más podría volver a comer. Se encontraba mal, le dolía la barriga. Mamá le
preparó una taza de caldo caliente y le dio un jarabe.
Antes de que anocheciera enterraron a Perezoso en el jardín. Sus padres
cavaron un agujero junto al árbol preferido de Perezoso. Habían envuelto al perro
en la manta sobre la que solía dormir para que no tuviera frío y le colocaron en el
hoyo con su hueso de goma.
Luego se despidieron de su fiel amigo. Ana le dijo adiós y le deseó buen
viaje al cielo de los perros. Luego le cubrieron de tierra y Ana puso unas flores
sobre su tumba.
Hasta ese momento no pudo llorar. Por fin las lágrimas brotaron de sus ojos
y el nudo que tenía en la garganta empezó a deshacerse. Luego se cogieron de
las manos, cantaron una canción de despedida y finalmente entraron de nuevo en
casa. Sin Perezoso. Él ya no estaba allí; yacía afuera en el jardín. Solo. ¿Tendría
miedo? ¿Se sentiría solo? ¿Podía sentir alguna cosa? Ana estaba confundida y
tenía un sinfín de preguntas. ¿Había llegado ya al cielo de los perros? ¿La veía
desde allí? ¿Estaba bien? ¿Tenía amigos? ¿Qué pasaría si se morían los demás?
Por ejemplo, papá, Max o Neli. O mamá. Pero no, las madres no pueden morirse,
eso era una tontería. Su mamá era joven y fuerte y Perezoso era viejo y estaba
enfermo. Ana se durmió con todas estas preguntas dando vueltas en su cabeza.
Voló al país en el que Perezoso todavía corría libremente meneado la cola y
trayendo entre los dientes los palos que Ana le lanzaba.
Al día siguiente, lo primero que Ana pensó al despertase fue: «Algo horrible
ha sucedido. ¡Exacto! ¡Perezoso!».
A pesar de ello el día empezó como siempre: tenía que levantarse, ir a la
escuela, comer, jugar y pasear… pero sin su amigo. Como mamá decía tenía que
ser muy valiente porque el tiempo curaría sus heridas. ¡Qué fácil decirlo! Pero Ana
tenía miedo. La muerte le daba miedo. Y aunque todos los miembros de su familia
estaban tristes tenía la sensación de que estaba sola y abandonada frente a su
dolor y sus miedos.
La mañana transcurrió muy lentamente y a menudo los pensamientos se le
iban a otra parte, pero a pesar de todo, Ana consiguió no pensar en Perezoso
durante algunos momentos. Al mediodía no fue capaz de comer gran cosa.
Por la tarde vino la abuela. Cuando se enteró de que Perezoso había
muerto se acercó a los niños y les dio un abrazo muy fuerte.
Ana le enseño la tumba en el jardín.
— ¿Sabes una cosa, Ana? —dijo con ternura—, tienes que llorar mucho por
Perezoso. Es importante que llores su muerte porque sólo así aliviarás tu dolor. De
todas formas, que tu perro haya muerto es muy natural. Todos los seres vivos de
la Tierra tienen que morir en un momento u otro.
— ¡Pero eso es muy injusto! —protestó Ana—. No quiero que nadie se
muera.
—Piensa que es importante que las personas mueran porque sino habría
demasiada gente en el mundo. Las personas nacen y después permanecen un
tiempo en el mundo. Luego, cuando llega su momento, tienen que despedirse y
volverse a marchar. Así son las cosas
— ¡Qué tontería! —replicó Ana pensativa—. No quiero que sea así y además
me da miedo.
La abuela sonrió:
—Puedes seguir pensando que es una tontería, pero no puedes cambiarlo.
Siempre ha sido así y siempre lo será, pero no tienes que tener miedo. La muerte
sólo es terrible para los que siguen viviendo, los que se quedan, los que están
tristes.
—Así, ¿tú no tienes miedo de la muerte? —quiso saber Ana.
—Cuando era niña como tú tenía miedo. Quizá me da un poco de miedo
morir, pero no la muerte. Yo ya soy mayor y la muerte puede ser liberación, por
ejemplo si me pongo enferma o estoy muy dedicada. Igual que Perezoso. Para él
fue una liberación; ahora está mejor.
— ¿Entonces qué pasa cuando nos morimos? ¿Y cuando estamos
muertos? —Ana no podía imaginárselo.
— ¡Ay, pequeña! Eso no lo sabe nadie, así que cada cual hace sus
conjeturas. Sólo lo sabes cuándo estás muerto y entonces ya no puedes
explicárselo a nadie. Algunas personas que experimentaron brevemente un estado
similar a la muerte y luego volvieron a despertar milagrosamente han contado sus
vivencias, personas que por ejemplo sufrieron un accidente de tráfico o que
estuvieron a punto ahogarse pero lograron sobrevivir. Después de eso estas
personas ya no tenían miedo a la muerte. Todas cuentan que fue una sensación
agradable, que veían una luz preciosa que los llamaba y que no sentían ni duda ni
dolor.
Ana miró a su abuela con asombro:
— ¿Quieres decir que ahora Perezoso está en esa luz maravillosa? ¿Eso
es el cielo de los perros?
La abuela contestó:
—Algunos le llaman cielo o reino de los muertos, también Dios o Nirvana.
»En cada cultura hay religión es diferentes que tratan el tema de la muerte.
Los cristianos creen en la vida después de la muerte. Para ellos la muerte no es el
fin de la vida sino un nuevo comienzo.
»Otras imaginan a los muertos como ángeles posados sobre una nube;
algunos piensan que los muertos se convierten en ángeles de la guarda de sus
seres queridos en la Tierra.
»Luego hay otros que creen en la reencarnación, es decir, que después de
morir cada uno regresa al mundo en otro lugar y como un ser diferente, por
ejemplo una planta, un animal o una persona, porque únicamente muere el
cuerpo, pero el alma de ese ser vivo sigue viviendo en otro cuerpo. De este modo
su alma es inmortal.
»Y luego también hay gente que cree que tras la muerte sencillamente no
hay nada. Uno muere y le entierran. Luego su cuerpo se convierte en polvo o
tierra; en esa tierra crecen las plantas, los animales se alimentan de ellas y, a su
vez, las personas de los animales, y así se cierra el círculo.
»Ya ves, pues, que cada cual tiene sus creencias, pero nadie puede saber lo
que ocurre. La naturaleza también tiene secretos que esconde para sí.
»Pero precisamente porque no sabemos lo que nos espera después de la
muerte, debemos disfrutar de la vida en el presente y dar las gracias cuando todo
nos va bien.
»Claro, ahora estás triste por tu amigo y es muy normal porque le querías.
Pero lo único que ha muerto es su viejo cuerpo de perro porque sigue viviendo en
tu corazón. Siempre que te acuerda de él, algo de él sigue en vivo en ti. El
recuerdo irá desvaneciéndose pero no desaparecerá nunca.
Ana sintió un gran consuelo al escuchar todo eso alegró de tener a la
abuela. Ni siquiera podía imaginarse que la abuela también se moriría algún día.
En realidad tenía razón. Cuando esto ocurriera quizá sería peor para ella que
para la abuela. Era bueno saber que la abuela no tenía miedo de la muerte y quizá
ella más adelante tampoco lo tuviera.
Ana pensó que le gustaría volver al mundo como un águila. Así podría volar
libremente por el cielo y ver la tierra desde lo alto. A lo mejor allí se encontraría de
nuevo con Perezoso. Sería divertido correr por las alturas con él.
Y de pronto sintió en lo más profundo de su ser que Perezoso siempre
estaría con ella; y la abuela, mamá, papá, Neli y también Max. No estaba sola
porque todos cuidarían de ella.
Ana dio un beso muy fuerte a la abuela en la mejilla. Luego se quedaron
todavía un buen rato sentadas en silencio la una junto a la otra.
Perezoso las observaba desde el cielo sentado en su nube. Su tumba era
realmente preciosa. Empezó a menear la cola porque sabía que su amiga ya se
encontraba mejor. Había empezado a preocuparse. Luego se puso a pensar en
forma de qué le gustaría volver al mundo. Como un gato ni hablar, ¡eso estaba
claro! Quizá como cachorro, así volvería a ver a Ana, y se alegró mucho sólo de
pensarlo.
El duende mágico
Leandro sintió un fuerte escozor de garganta. Le dolían los brazos y las
piernas y en la barriga sentía como si tuviera un avión a reacción haciendo
piruetas.
Era como si unos demonios hubieran tomado posesión de su cuerpo;
estaban allí taladrando y martilleando, dando golpes y haciendo ruido con todas
sus fuerzas parecía que estuvieran celebrando una fiesta dentro de su pobre
cabeza que en esos momentos hervía como repleta de agujas al rojo vivo. Tenía la
piel caliente y seca y, aunque tenía mucha sed, apenas podía tragar.
Leandro gimió de dolor. Los ojos se le empañaron de lágrimas y los
demonios se partían de risa:
«No te pongas así —gritaron a coro—, un indio de verdad no sabe qué es el
dolor.»
Estaba siendo víctima de un pérfido ataque.
El día anterior todavía había estado jugando y divirtiéndose en el exterior y
en cambio hoy estaba por los suelos, derrotado, abandonado y a solas frente a
seres extraños y demonios que poblaban su cuerpo… ¿A solas?
— ¡Ayuda! —gritó en la obscuridad de la noche—.
¡Mamá! ¡Papá!
Unos segundos después se abrió la puerta de su habitación, entraron sus
padres y encendieron lámpara de la mesita de noche.
— ¿Qué pasa? —preguntó papá cogiendo la mano de Leandro—. ¡Qué
horror, está hirviendo!
Mamá le tocó la frente:
—Treinta y nueve con siete —dijo con precisión pues era una gran
campeona adivinando la fiebre—. Leandro está enfermo.
Luego salió de la habitación corriendo y volvió con unas bolitas mágicas.
Mamá era una mujer práctica y siempre tenía a punto bolitas mágicas para cada
ocasión y enfermedad.
Papá se llevó a Leandro en brezos a su habitación y le metió en su cama.
Siempre que estaba enfermo, mamá le llevaba a su cama porque así le oía
enseguida y podía vigilarte durante toda la noche. A Leandro le encantaba, porque
cuando estaba enfermo tenía miedo y la fiebre le hacía soñar pesadillas absurdas y
horribles.
Mamá le trajo una jarra llena de agua, le cogió entre sus brazos y dijo:
—Si mañana estás peor iremos al médico.
Antes, cuando Leandro era aún muy pequeño, tenía mucho miedo del
médico. Hasta que un día le regalaron un maletín de doctor y de dedicó a
examinar a mamá, a papá, a la abuela, al abuelo, a la tía Carmen y a la simpática
vecina de al lado. Pasado un tiempo, auscultar y curar a la gente se le daba
bastante bien y, una vez, incluso su médico se dejó examinar por él, ¡un doctor de
verdad! ¡Y con instrumentos de verdad! Fue muy emocionante y el doctor sólo
tuvo elogios para Leandro. Desde entonces ya no tenía miedo de médico, ¡eso
eran cosas de niños!
De todos modos aquella noche iba a ser muy agitada.
Leandro bebió tanta agua que tuvo que ir al lavabo tres veces. Mamá le
había dicho que si tenía fiebre tenía que beber mucho. De este modo el líquido
arrastraría a los demonios que Leandro tenía dentro del cuerpo y luego podría
eliminarlos al hacer pipí. Por eso, al tirar de la cadena les gritó:
— ¡Adiós, demonios tontos!
Además soñó dos pesadillas terribles y tuvo que sonarse la nariz once
veces. A la mañana siguiente Leandro se encontraba un poco mejor pero todavía
tenía fiebre, estaba muy cansado y no tenía hambre.
—No importa —dijo mamá—. Así tu cuerpo puede dedicarse únicamente a
luchar con los demonios.
— ¿Y si se me comen? —preguntó Leandro.
—No se atreverán —contestó mamá riéndose—, de eso ya te ocuparás tú. Si
eres bueno y valiente enseguida te pondrás bien.
Leandro ya sabía qué significaba «ser bueno»: no ver la televisión, no jugar
en el ordenador, no ir en bicicleta, no alborotar con sus hermanos, nada de
chocolate ni refrescos y, en lugar de eso, mucha leche caliente con miel ya que los
demonios de la fiebre la odiaban (cosa que Leandro entendía muy bien).
Por la tarde fueron al médico.
— ¡Ah! ¡Aquí está el doctor Martínez! —le saludó el pediatra guiñándole el
ojo amablemente—. ¿Qué te trae por aquí?
—Tengo noventa grados de fiebre, tos y mocos —informo Leandro, y para
confirmarlo estornudó enérgicamente.
—Bueno, pues abre bien la boca y di «aaahhhh».
El doctor introdujo una pequeña linterna de bolsillo en la boca y la nariz de
Leandro, le palpó la garganta y le auscultó el corazón y los pulmones con el
estetoscopio. Después le examinó los oídos.
—Muy bien. Has estado muy quieto —le elogió el doctor.
Leandro se sintió muy orgulloso porque en realidad estaba un poco
nervioso.
—Los oídos están ligeramente enrojecidos —explicó el doctor—, y las
amígdalas hinchadas e inflamadas, pero no hay infección. Los pulmones están
bien. Leandro, tienes que beber mucho líquido y para la inflamación de garganta
voy a recetarte unas gotas.
El doctor le dio la receta y dejó que Leandro escogiera un globo.
Al llegar a casa tuvo que meterse en la cama enseguida. Mamá ventiló la
habitación un buen rato. Leandro se bebió la medicina y un vaso de leche caliente
y luego estuvieron los dos mirando cuentos.
Después se sintió cansado y durmió la siesta. Por la tarde le dejaron
levantarse un rato y jugar, pero sólo porque iba bien abrigado y llevaba las
zapatillas puestas.
Cuando papá llegaba a casa no se podía gritar ni alborotar. De todos modos
esa noche Leandro tampoco se sentía con ánimos. En cambio, papá tenía otras
intenciones. Primero estuvieron confeccionando aviones de papel y luego le dibujó
a Diminuto, el duende mágico.
¿Qué quién es Diminuto? ¿Acaso no conocéis a Diminuto, el duende
mágico? Todos los niños que están enfermos deberían conocerle, pues cuando
Diminuto ayuda a un niño, éste enseguida se encuentra mejor. Así que prestad
atención:
Duerme tranquilo
ya sabes que nunca te dejaré solo.
Duerme tranquilo
te tendré en mis pensamientos.
Allá donde las nubes te lleven
mi canción acompañará tus sueños
¡Duerme tranquilo!
Un troll en la cabeza
La familia Delmonte vivía en una vieja casa de madera, ni muy grande ni muy
pequeña, situada en las afueras de un pueblecito.
Juan, el padre, estaba al frente del único taller mecánico del lugar. También
tocaba muy bien la guitarra y cantaba.
La madre era muy trabajadora, bonita y lista. Por las mañanas, cuando los
niños se marchaban en el autobús de la escuela, ella se iba a trabajar. A mediodía
volvía corriendo a casa para preparar la comida para toda la familia y luego se
ocupaba del precioso huerto que producía frutas y verduras en cantidad.
En ese huerto había un columpio inmenso con el que casi se podía tocar en
el cielo. Emi, el gato, siempre estaba intentando cazar algo y además de los
pájaros cantando solían escucharse las risas de cascabel de las gemelas Lea y
Vanessa.
Lea —media hora más pequeña que su hermana— era una niña feliz. Era la
tranquilidad en persona, se llevaba bien con todo el mundo, tenía muchas amigas
y sus compañeros de clase la apreciaban mucho. Lea tenía el pelo rubio y rizado,
los ojos azules y dibujaba muy bien.
Vanessa tenía el pelo rojo como el fuego y unos ojos verdes y brillantes.
Todos la llamaban Pipi Langstrumpf porque estaba todo el día planeando
travesuras y haciendo locuras. Solía discutir acaloradamente y casi nunca cedía,
con gran pesar de su madre que siempre acababa poniéndose las manos en la
cabeza y gritando: «¡Por el amor de Dios!, ¡qué voy hacer con esta niña!».
La madre quería mucho a las dos niñas, pero el nombre de Vanessa por sí
solo ya suena más fuerte que el de Lea, que recuerda más al de un hada buena.
Es inútil adivinar si las niñas eran tal y como sus nombres sugerían o si los padres
ya sabían antes de nacer que un día serían así. El caso es que Vanessa pasaba por
todas partes como un torbellino mientras que Lea se deslizaba silenciosamente
como si andara sobre una nube de algodón.
Si por ejemplo salían a pasear bajo la lluvia, Lea siempre volvía tan limpia
como se había marchado, mientras que Vanessa regresaba embardunada de
barro por todas partes como si hubiera estado saltando de un charco a otro.
Cuando se peleaban, Vanessa siempre se llevaba las culpas porque era
impetuosa y testaruda, se enfadaba con facilidad y le costaba mucho ceder.
A veces Vanessa se ponía enferma y entonces se le inflamaba el oído,
quizá para no escuchar la reprimenda. De todos modos, cuando un niño está
enfermo no es agradable reñirse. Además, Lea siempre era especialmente
cariñosa con ella cuando estaba enferma. Lea quería mucho a su hermana
aunque solía ser el blanco de sus repentinos y violentos enfados.
Nadie sabía muy bien por qué Vanessa era tan testaruda y atraía los
problemas como arte de magia. Pero un día, como suele ocurrir, se descubrió el
motivo por pura casualidad.
Las niñas estaban en el huerto. Lea se estaba columpiando y su cola de
caballo ondeaba al viento compitiendo con su falta floreada.
Vanessa estaba sentada en lo alto de la copa de sauce llorón. Estaba
enfadada porque mamá le había reñido otra vez injustamente.
Bueno, la verdad es que a la hora del desayuno había estado un poco
pesada y quisquillosa. Mamá le había cortado mal la rebanada de pan, la yema de
huevo estaba poco cocida y además le había puesto azúcar en el zumo de naranja
cuando en realidad ella lo quería sin azúcar. Todo eso la había puesto furiosa y
entonces, de repente, el vaso se había volcado como arte de magia. El queso
había quedado empapado de zumo y mamá se había enfadado, Vanessa se había
puesto a llorar y había salido de casa corriendo. Aún pudo oír la voz de su madre
diciendo: «Vanessa, te lo advierto, te vas a quedar…», pero luego no iba a bajar
por nada del mundo.
—Ellos se lo han buscado, ¡que se fastidien!
¡Anda! ¿De quién era esa voz? Vanessa miró a su alrededor pero no vio a
nadie. Luego oyó unas risitas:
—Sí, sí, ese discurso ya nos lo sabemos, pero ya puede seguir gritando que
no vamos a escuchar nada más.
— ¿Hola? —Vanessa sentía miedo y curiosidad a la vez.
—Soy yo —dijo la voz—, el troll de tu cabeza.
— ¿Mi qué? —Vanessa sentía miedo y curiosidad a la vez.
—No pongas esa cara de tonta. ¡El troll de tu cabeza! —dijo la voz en un
tono ligeramente grosero.
— ¿Un troll? ¿Y dónde estás? —preguntó Vanessa—. Anda, sal si te atreves
—dijo pensando que un ataque en la mejor defensa.
— ¡Pues estoy en tu cabeza, tonta! Por eso soy el troll de tu cabeza.
— ¡Sal enseguida de ahí! —le ordenó Vanessa.
— ¡Ni soñarlo! —replicó el troll—. En tu cabeza tienes un lío estupendo.
Siempre pasa algo, siempre estás enfadada, y por eso yo siempre puedo ser un
insolente. Aquí se está muy a gusto.
— ¿Desde cuándo estás en mi cabeza? —preguntó Vanessa.
— ¿Desde cuándo te enfadas tanto? —dijo el troll entre risas.
—Desde que tengo memoria —respondió Vanessa pensativa.
—Ahí tienes la respuesta —dijo el troll satisfecho—. No eres tan tonta como
pensaba.
—Dime, ¿qué se te ha perdido en mi cabeza?
—No se me ha perdido nada pero he encontrado algo de alimento de tu mal
humor y tu rabia. Por eso, siempre que estás en un apuro hago todo lo posible
para que te portes mal y con el disgusto que coges me harto hasta ponerme como
una bola.
—Eso es realmente horrible —dijo Vanessa.
—¡Y a mi qué! Nunca he pretendido ser amable. Me gusta ser malo — dijo el
troll entre risas—. Además nos divertimos mucho.
—¿Nosotros? ¡Estás chiflado! Quizá tú te diviertas pero yo me enfado. Por si
no lo sabes yo me alimento de…
—Ya lo sé, ya lo sé. ¡Te alimentas del zumo de naranja que vuelcas y de
yema de huevo cruda! —la interrumpió el troll sin poder aguantarse la risa.
En ese momento mamá salió al huerto.
—Lea, ¿dónde está tu hermana? —gritó furiosa.
Lea señalo hacia el árbol y encogió de hombros. ¡Oh, oh!, eso sonaba a
reprimenda. A Lea no le gustaba que riñeran a su hermana.
—Vanessa, ¡baja enseguida de ahí! Todavía tengo que ajustar cuentas
contigo.
— ¡Nosotros nos quedamos aquí y no dejamos que nadie nos dé ordenes!
—le dijo el troll con voz imperiosa.
Pero nadie excepto Vanessa oyó esas palabras. La madre sólo vio que su
hija permanecía quita y que fruncía los labios con expresión testaruda.
—Vanessa, no seas terca. Baja ahora mismo o me enfadaré aún más.
— ¡Eso suena de maravilla! —dijo el troll relamiéndose y frotándose las
manos—. Nos vamos a quedar aquí sentados y no nos moveremos.
Vanessa estaba como paralizada. Con gusto habría bajado del árbol
enseguida, habría pedido perdón a su madre, habría recogido el zumo y todo se
habría arreglado; pero estaba como embrujada: no podía moverse ni pronunciar
palabra.
— ¡Vanessa! Si cuando cuente tres no estás abajo me voy sin ti a la piscina,
sólo Lea. Así que piénsalo bien. Uno,…
A Vanessa le encantaba ir a la piscina. Quería gritar: «¡Ya bajo. Por favor,
no os marchéis sin mí!», pero de su garganta no salió ni un sonido.
—No nos vamos a dejar presionar —gritó el troll de buen humor—.
Marchaos, no os necesitamos. Ya veréis cuáles son las consecuencias.
—… Y tres —se oyó desde abajo—. Muy bien, tú lo has querido. Lea,
vamos. Coge el bañador.
Mamá entró en la casa con gesto de enfado.
—Vanessa, por favor, baja. Has puesto a mamá más furiosa que antes. Si
bajas ahora seguro que te dejará venir con nosotras —suplicó Lea intentando que
su hermana cambiara de opinión.
Pero de lo alto del árbol no salió ni una palabra y Lea entró de nuevo en
casa con tristeza.
«¡Espera! —quería gritar Vanessa—. No me dejes aquí sola con el malvado
troll. Yo quiero venir pero él no me deja.»
Pero sus labios permanecieron cerrados. El troll se relamía satisfecho
pensando en el disgusto que se iba a comer. Vanessa seguía sentada en el árbol
con expresión triste. Era incapaz de moverse. No podía hacer lo que en realidad
quería, el troll dirigía. Siempre había sido así pero hasta ahora ella no tenía ni idea.
E incluso ahora que lo sabía tampoco podía hacer nada por evitarlo y aún estaba
más desconcertada que antes.
Le asustaba tener que quedarse allí sentada todavía un buen rato. Sabía
muy bien lo que era eso. Estaba acurruca en lo alto del árbol, mirando el vacío
como si estuviera petrificada.
En eso que vio a Juan, su padre, que venía hacia el huerto desde el taller. El
padre se acercó hasta el árbol, se paró junto al tronco de brazos cruzados y miró
hacia arriba.
— ¡Qué bien! Aquí llegan más reprimendas. ¡Delicioso! Ahora tienes que
mirar con cara de enfadada y ser muy maleducada.
—Bueno, cariño —gritó Juan. Sin embargo, en su voz no se apreciaba ni un
ápice de enojo sino que parecería que tuviera todo el mundo.
— ¡Ay! — exclamó el troll—. Esto no suena nada bien. ¡Lárgate, tonto,
déjanos solos!
«No te marches —pensó Vanessa—, quédate.» Pero antes de que pudiera
pronunciar esas palabras se escuchó a si misma decir:
— ¡Déjame!
—Tesoro, ven aquí —replicó Juan con dulzura—, vamos a sentarnos en
estas cajas. No hace falta que hable.
—Ahora no te ablandes —gritó el troll desesperado—. Hazte la dura.
¡Venga, fuera, escúpele en la cabeza!
— ¡Cierra la boca! —soltó Vanessa furiosa y, ¡caramba!, al menos durante
un minuto el troll se quedó callado.
—Si estás tramando escupirme en la cabeza —rió Juan— sacudiré el árbol
hasta que te caigas encima de las cajas como si fueras una fruta madura.
Vanessa no puedo evitar reírse y de pronto el troll había desaparecido, así
que cogió la oportunidad al vuelo, bajó el árbol con destreza, se sentó junto a Juan
y dejó que él cogiera la mano entre las suyas. Permanecieron así callados durante
un rato sin hacer nada.
—No tienes que enfadarte siempre tanto —dijo Juan mirando a su hija con
serenidad—. Tú sabes que tanto mamá como yo, también Lea y todo el mundo te
quiere muchísimo.
—Eso no es verdad —protestó Vanessa—. Todos quieren más a Lea porque
siempre es amable. Incluso en la escuela la prefieren a ella. Yo soy siempre la
mala y me caen todas las reprimendas, pero por fin ahora ya sé por qué.
Y con lágrimas en los ojos explicó a Juan la historia del troll que vivía en su
cabeza:
—Me atormenta y me obliga a decir cosas que no pienso y en cambio luego
me hace callar cuando quiero decir algo, como por ejemplo que comprendo muy
bien a Lea y que hoy no quería hacer enfadar a mamá. Incluso me obliga a hacer
cosas que odio. Todo el mundo cree que yo siempre soy fuerte y valiente pero eso
no es cierto, muchas veces tengo miedo.
»A mí también me gustaría ser especial alguna vez. La única que siempre
recibe elogios es Lea. En cambio a mí sólo me hacen caso cuando le rompo algo. Y
no lo hago para hacerle daño porque la quiero mucho. Pero a mí también me
gusta que me hagan caso de vez en cuando, aunque sea muy diferente a ella.
Vanessa explicó todo esto de golpe y atropelladamente mientras lloraba sin
parar. Juan la estrechó fuerte entre sus brazos y la arrulló como a un bebé.
— ¿Por qué tengo a este troll tan estúpido en la cabeza? —sollozaba—. ¡Yo
no quiero!
Juan se quedo pensativo.
—Entonces lo que tienes que hacer es ponerle a raya.
Cuando te atormente dile que se calle.
— ¡Exacto! —gritó Vanessa—. Cuando hace un momento le he ordenado
que se callara me ha dejado en paz un rato.
— ¿Lo ves? Solo tienes que ser más fuerte que él. Lo que este troll bobo
hace contigo es inadmisible y no tienes que permitírselo. Atácale, insúltale, ríete de
él, piensa en algo. No dejes que te estropee el desayuno, que aparte a tus amigos
o que te impida ir a la piscina. Es tipo impertinente no se lo merece y se lo vamos
a demostrar ¿verdad?
—Desde luego. —Vanessa se propuso firmemente no dar de comer nunca
más al troll.
— ¿Sabes, cariño? Todavía me acuerdo de las palabras mágicas que cuando
era niño le decía al troll que tenía en la cabeza si me molestaba mucho. Quizá
también te sirvan a ti.
— ¿Tú también tenías un troll? —preguntó Vanessa asombrada.
—Bueno, ¿de quién crees que has heredado esa testarudez? ¡Pues
naturalmente de tu padre! Así que presta atención, el conjuro mágico dice así:
Tú troll, viejo camorrista,
vete ya de mi cabeza y de mi vista,
lárgate con viento fresco,
desaparece de una vez,
que la magia haga su trabajo,
y al troll lo mande río abajo.
Érase una vez una mariquita que vivía en un prado verde inmenso. En el
prado había muchos árboles viejos y también un sinfín de flores de vivos colores.
Las flores se balanceaban mecida por la cálida brisa de verano cantando una dulce
melodía. Todos los animales que vivían en este prado dormían profundamente. La
mariquita vivía en una flor preciosa. Cada pétalo era de un color diferente, uno
azul turquesa como el agua del lago cercano.
Por las mañanas, cuando los primeros destellos de luz aparecían por el
horizonte, la flor se abría muy lentamente y los rayos de sol acariciaban a la
mariquita despertándola. Ésta se desperezaba y se estiraba deliciosamente y
saludaba al nuevo día con un largo bostezo. Luego se posaba de un salto en la flor
de al lado que la noche había cubierto de rocío y se daba un baño. Primero se
quitaba su abrigo de mariquita y después se sumergía en el agua suave y caliente
por el sol. La mariquita se recostaba de espaldas contemplando el cielo y viendo
las nubes pasar y cambiar de forma continuamente. A veces eran una manada de
elefantes grises, otras veces un grupo de patos salvajes que volaban hacia tierras
lejanas, o incluso el rostro de una mariquita enorme sonriendo o durmiendo. La
mariquita estaba muy calentita en el agua y era feliz. Se sentía la sensación de
estar planeando con las alas extendidas llevaba por la brisa estival.
Después del baño siempre tenía un hambre feroz y se comía una hoja verde
enorme. Cuando terminaba se sentía satisfecha y contenta.
Ese día la mariquita quería ir a visitar a su amiga que vivía al otro lado del
prado, así que se dispuso para salir. El camino era largo y duro pues la hierba
estaba muy alta y había obstáculos por todas partes. De tanto andar le pesaban
mucho los brazos y las piernas. Sin embargo, finalmente consiguió superar todas
las dificultades del camino y llegó sana y salva a casa de su amiga que llevaba
esperándola todo el día con impaciencia. A modo de bienvenida la miga le ofreció
un vaso del delicioso néctar del cáliz de una flor y luego contemplaron juntas la
puesta de sol. De pronto se sintieron muy cansadas, ambas bostezaron y estiraron
los brazos. Luego se echaron la una junto a la otra sobre una enorme hoja verde
mu mullida y se taparon con el pétalo de una flor. Estaban tendidas boca arriba y
contemplaban la obscuridad de la noche. En el cielo brillaban miles de estrellas. Se
pusieron a contarlas y a admirar los dibujos que formaban en el cielo. Los brazos y
las piernas les pesaban cada vez más. Sabían que la luna las protegería desde lo
alto pues la luna adoraba a las mariquitas. Allí encima de la hoja se sentían
abrigadas y relajadas y la hoja las mecía suavemente movida por el viento. Se
balanceaban a un lado y a otro, a un lado y a otro. Entonces se les cerraron los
ojos porque estaban muuuyyy cansadas y se sentían muy bien. Al despertar por la
mañana estarían descansadas y preparadas para el nuevo día. Por último
respiraron profundamente dejando que el fresco aroma del prado las envolviera y
a lo lejos escucharon a los grillos cantando la nana del prado:
Érase una vez un pescador que vivía en una isla al otro lado del océano con
su mujer y sus siete hijos. No tenían dinero y, sin embargo, eran muy ricos, pues
poseían una cabaña de paja en una preciosa playa de arenas blancas. En la playa
había muchas palmeras repletas de cocos y a los niños les gustaba mucho comer
su pulpa tierna y beber el dulce jugo.
Cada noche, el pescador se introducía mar adentro con su barca, tiraba las
redes y esperaba. La luna brillaba en el cielo como una gran luz blanca. Las
estrellas le mostraban el camino y las olas chapoteaban suavemente en la proa.
El pescador adoraba ese momento del día en que todo estaba tranquilo.
Durante todo el día trabajaba sin parar para alimentar a su familia. Tenía que
limpiar los pescados y llevarlos al mercado a vender. En la ciudad había mucho
ruido y suciedad.
En cambio, allí, en su barca, el pescador le invadía una grata sensación de
calma y tranquilidad. La noche con sus suaves colores oscuros y la cálida brisa le
cubrían como una manta suave y mullida.
Allí sentado en la barca balanceada por el viento el pescador tenía mucho
tiempo para soñar. Entonces se imaginaba que podía volar y que flotaba
libremente por el cielo. Primero inspiraba el aire fresco de la noche y luego, al
respirar, soltaba todas las cosas que le preocupaban: el cansancio, el mal humor,
la decepción, la rabia, la debilidad, la tristeza y todas las tensiones del día que se
habían ido acumulando en su interior. Todo salía de su boca como una obscura
nube de tormenta. Luego respiraba de nuevo la blanca y pura brisa marina que le
proporcionaba luz, salud, fuerza, valor y ánimo. El aire le aclaraba los
pensamientos y se sentía en paz y satisfecho con el mundo.
El mar y él eran una misma cosa. Luego regresaba volando por los aires
hasta su barca y se dejaba mecer por las olas.
El mar era la madre que cuidaba de él. La luna era el padre que la protegía.
Después de estar soñando y pescando un buen rato el pescador se sintió
muy cansado. Se desperezó, se estiró y bostezó enérgicamente. Mientras recogía
la red, los brazos le pesaban mucho y al remar de vuelta a casa le pesaban cada
vez más. Luego llevó los pescados hasta la cabaña. Los pies se hundían en la
arena cálida y blanca y las piernas también le pesaban mucho.
Entró en la cabaña y escuchó la respiración de su mujer y sus hijos. Todos
dormían profundamente. El pescador se acostó junto a su mujer y también se
durmió. Después del arduo trabajo se sentía cansado y contento y durmió toda la
noche con sueño profundo. Y reparador. En sus sueños oía a los peces cantando
desde el mar esta canción:
Duérmete, duérmete,
deja que las olas sean tus compañeras.
Duérmete, duérmete,
al salir la luna tus sueños se harán realidad,
y cuando te dispongas a iniciar el viaje
llévame contigo al mundo en que vives.
Duérmete, duérmete,
deja que las olas sean tus compañeras.
Duérmete, duérmete,
al salir la luna tus sueños se harán realidad,
y cuando te dispongas a iniciar el viaje
llévame contigo al mundo en que vives.
Ave de paso
Otra vez tenía esa desagradable sensación. Pablo se despertó y escudriño
fijamente la obscuridad. Las sombras se movían sobre las paredes. Tiró de la
manta rápidamente y se cubrió hasta la barbilla. Lo importante era no asustarte, al
fin y al cabo los fantasmas y los monstruos no existían. Pero entonces…, ¿por qué
se movían las sombras? ¿Por qué tenía tanto miedo? El corazón le latía a toda
prisa y respiraba fuerte y rápido. De nuevo oyó esas voces; primero eran un
susurro y luego crecían como las olas del mar embravecido convirtiéndose en un
rugido atronador: «Vas a despertar al niño… no voy a tolerarlo más… Haz lo que
quieras… Haz un esfuerzo…».
Pablo reconoció las voces. Muchas noches se despertaba por causa de ellas:
sus padres se estaban peleando otra vez.
«Parad, por favor —pensó Pablo—. Quiero que os llevéis bien como antes.»
Empezó a llorar, primero sin hacer ruido, pero luego tuvo que apagar sus
desconsolados sollozos con la almohada. ¿Por qué tenían que estar siempre
peleándose? Pablo tenía ganas de salir corriendo y gritarles «parad, quereos otra
vez, si os peleáis no puedo dormir», pero no se atrevía.
Cuando de día sorprendía a sus padres peleándose, siempre le miraban de
una forma muy rara y fingían que no pasaba nada. Eso confundía a Pablo, pues se
daba perfecta cuenta de que lo ocultaban alguna cosa. ¿Y si la razón de sus
continuas peleas era él? Últimamente mamá se enfadaba con él a menudo. «Eres
igual que tu padre», decía, pero en un tono que no parecía nada bueno.
¿Qué era lo que había hecho mal? Quizá tenía que limpiar la jaula de los
conejos más a menudo y ayudar a mamá a secar los platos. Pablo decidió
firmemente no llevarle más la contraria y frotarse bien las manos con jabón antes
de comer. Así se pondrían contentos y no s pelearían más.
Se oyó un portazo. Luego silencio total. Pablo encendió la lámpara de la
mesita de noche. Eso ahuyentaría a los monstruos de su habitación. Después
abrazó con fuerza a su muñeco de peluche aunque estaba mojado por las lágrimas
y así, acurrucado, volvió a dormirse. Pasó la noche mal e intranquilo. Al día
siguiente estaba cansado y nervioso. No tenía ganas de desayunar, pero haría un
esfuerzo y comería algo para calmar a sus padres. No quería darles otro motivo
para que discutieran.
—¡Buenos días! —dijo Pablo en voz alta entrando en la cocina y sentándose
en una silla.
Mamá estaba sentada en su sitio con una taza de café en las manos y papá
estaba friendo unos huevos. Olía muy bien y a Pablo se le abrió el apetito. Papá
hacía los huevos fritos más deliciosos el mundo.
—Hola cariño —contestó papá revolviéndole el pelo.
Mamá se inclinó y le dio un beso en la nariz:
—¿Mermelada o pan con mantequilla?
—Quiero una tostada sin untar y un huevo frito, por favor.—Paul cogió su
plato y se acerco con papá—. Deja, ya me sirvió yo solo —dijo dirigiéndose a su
madre que se estaba levantando de la silla.
Ella le miró asombrada. ¡Ése no era su pequeño pachá!
Desayunaron en silencio. Mamá y papá apenas se miraron. A Pablo le
pareció que en la habitación flotaba algo parecido a un fantasma horrible. Sintió de
nuevo un nudo en la garganta pero se comió su tostada valerosamente.
Cuando papá se marchó a trabajar mamá estuvo algo más habladora. Sin
embargo, Pablo se dio cuenta de que estaba preocupada, así que se acercó a ella
y la cogió del brazo.
—¿Qué te pasa? —preguntó a su madre.
—No es nada, cariño. Todo está bien.
Pablo vio perfectamente que le temblaban los labios y que se le humedecían
los ojos.
No se atrevió a hacer más preguntas. Tenía miedo de que su madre dijera
algo que él no quería oír, así que se fue a limpiar la jaula de los conejos. Al final
todo se arreglaría.
Y de este modo transcurrió algún tiempo. A veces las cosas iban mejor y
luego volvían a ponerse muy feas. Mamá tenía mal aspecto, estaba pálida y a
menudo tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar.
«Todavía me queda un hombre», decía a veces refiriéndose a Pablo. A
Pablo le dolía mucho oír eso. Le hubiera gustado ayudar a su madre, pero ¿cómo?
Sabía que su madre tenía problemas, pero aunque se esforzaba mucho, ordenaba
su habitación, ponía la mesa y no protestaba a la hora de lavarse el pelo, su madre
estaba triste. Pablo estaba desorientado.
Una mañana, las nubes de tormenta más negras que Pablo hubiera podido
imaginarse jamás se cernieron sobre él. En la habitación de sus padres se habían
oído rayos y truenos durante la noche. Pablo se había cubierto la cabeza con la
manta y se había tapado los oídos.
Mientras estaban desayunando papá dijo:
—Pablo, mamá y yo tenemos que hablar contigo.
Pablo se quedó petrificado. Tenía la boca muy seca y un miedo terrible.
Ahora le dirían que no querían que se quedara con ellos. Había oído ya muchas
veces las palabras «mudarse» y «separación». Se había acabado todo. Todos sus
esfuerzos por portarse bien habían sido en vano. Había fracasado . ¿Qué iba a ser
de él ahora? Pasara lo que pasaste se llevaría los conejos; así no estaría solo.
Papá miró a Pablo:
—Últimamente mamá y yo nos entendemos bien. Nos peleamos con
frecuencia y queremos cosas diferentes. Hemos decidido separarnos, así que me
mudaré de casa. He encontrado un pequeño apartamento muy cerca de aquí para
no estar lejos de ti.
Pablo no podía creer lo que había oído. Papá quería mudarse. Al principio se
sintió aliviado de no ser él quien tenía que marcharse. Así podía quedarse en su
habitación y mamá estaría con él. ¡Qué suerte! Sin embargo era horrible. Ni
siquiera se podía imaginar vivir sin papá.
—¿Te vas por culpa mía? —fue su primera pregunta,
—¡Pero Pablo! —gritó su madre horrorizaba—. ¿Cómo se te ocurre? Papá se
muda porqué él y o ya nos entendemos. No tiene nada que ver contigo. Eres y
seguirás siendo nuestra mayor alegría. Siempre seremos tus padres aunque ya no
vivamos juntos. Hay muchos padres que viven separados y sin embargo siguen
siendo padre y madre. Nos separamos porque creemos que es lo mejor para
todos. En la nueva casa de papá también tendrás una habitación y podrás dormir
allí y estar con él siempre que quieras.
Mil preguntas se agolpaban en la cabeza de Pablo:
—¿Por qué ya no os queréis? ¿Por qué no tenemos cada uno una habitación
en esta casa? ¿Por qué no os lleváis bien?
—Para un niño pequeño como tú eso es muy difícil de entender —intentó
explicar papá—. Hemos intentado llevarnos bien durante mucho tiempo, pero
nuestros caminos se han separado. Para mí es muy importante el trabajo y viajo
con frecuencia. A mamá le gustaría que nos fuéramos de excursión juntos, pero yo
no tengo tiempo. Mamá no está contenta y entonces empezamos a discutir y
siempre es lo mismo. Mamá y yo nos queremos pero deseamos cosas diferentes y
por eso no queremos vivir juntos un una misma casa por más tiempo. Y tampoco
volveremos a estar juntos nunca más. Pero aunque me marche seguiré siendo tu
papá y me ocuparé de ti.
Eso era demasiado para Pablo. No entendía nada. Primero miró a mamá y
luego a papá y se sintió terriblemente desdichado. Y tenía miedo; miedo de lo que
le esperaba a partir de entonces; miedo de que un día sus padres también se
cansara de él, de que no le quisieran, de que le abandonara. Si papá abandonaba
a mamá, del mismo modo podía abandonar a Pablo algún día. Y si papá dejaba de
quererle, lo mismo podía ocurrirle a mamá. En ese momento decidió que jamás en
la vida abandonaría a sus conejos.
Fue una época terrible para toda la familia. Tuvieron lugar muchos cambios.
Lo único bueno es que a partir de entonces no hubo más discusiones. Ahora Pablo
tenía dos casas: la de mamá y a de papá. A veces Pablo tenía que escuchar a su
madre contando lo malo que había sido papá al marcharse. Cuando su madre
hablaba mal de papá Pablo se ponía muy triste pues él seguía queriéndole igual
que antes. Y papá le preguntaba lo que mamá decía de él. Cuando Pablo pasaba el
fin de semana en casa de papá tenía mala conciencia porque mamá tenía que
dormir sola, y cuando estaba en casa de mamá echaba de menos a papá. Pablo
odiaba ese continuo r y venir de un lado a otro pero, desgraciadamente, no podía
cambiar nada.
Al principio, donde se sentía más cómodo era en casa de su mejor amigo
Felipe. Allí se olvidaba de sus preocupaciones y podía comportarse como quería.
Los problemas desaparecerían y no tenía que dar la razón ni a mamá ni a papá. No
tenía que consolar a mamá y podía jugar tranquilamente. Durante esa época los
padres de Felipe siempre fueron muy amables con Pablo y él estaba muy contento
de contar con ellos.
Con el tiempo los problemas fueron desapareciendo. Se acostumbró a sus
constantes traslados de casa de mamá a casa de papá, no se sentía tan dividido y
era capaz incluso de ver las ventajas. Sus padres ya no estaban tan tensos como
antes y los dos intentaban siempre que el tiempo que pasaban con él fuera
especial.
Ahora, incluso papá le contaba unos cuetos preciosos antes de dormir.
Había uno que a Pablo le gustaba especialmente y que siempre quería escuchar,
que decía así:
Había una vez dos hermosas cigüeñas, una macho y la otra hembra. Se
enamoraron y, al darse cuenta de que no podían vivir separadas, decidieron estar
juntas para siempre.
Al llegar la primavera, cuando los árboles se llenaron de hojas verdes y
tiernas y las primeras campanillas asomaron sus cabezas por encima del suelo para
saludar al sol, las cigüeñas decidieron construir un nido. Buscaron el campanario
más alto que encontraron y fueron reuniendo ramas pacientemente hasta que el
nido les pareció cómodo y acogedor.
Poco después tuvieron un bebé. Era el bebé de cigüeña más bonita que
jamás había nacido y los padres se sintieron muy orgullosos de su hija. Desde allí
arriba la pequeña cigüeña podía contemplar toda la región. Veía los campos y los
prados salpicados de las más hermosas flores. Un pequeño riachuelo serpenteaba
por el bosque y olía a hierba y a miel. La pequeña cigüeña era muy feliz. Sus
padres la alimentaban con ranas y gusanos y por las noches la cubrían con sus
blancas plumas. Era muy agradable sentir el calor bajo las alas y escuchar los
latidos del corazón de su madre. El bebé cigüeña no tenía nada que temer.
Un día, papá cigüeña dijo:
—Cuando llegue el invierno tenemos que volar hacia África porque aquí el
clima será demasiado frío. Iremos a Costa de Marfil, en Sudáfrica.
—No —replicó mamá cigüeña—. Yo prefiero ir a África occidental, me gusta
más.
Y así siguieron discutiendo durante un rato sin ponerse de acuerdo. Al final
decidieron que papá cigüeña volaría a Costa de Marfil y mamá cigüeña a África
occidental. Los dos estuvieron satisfechos pues ninguno quería hacer infeliz al otro
ni renunciar a su propia libertad.
— ¿Y qué pasará conmigo? —preguntó la pequeña cigüeña.
—Creo que es hora de que te enseñemos a volar —dijo papá cigüeña—. Ya
verás que no hay nada más bonito en el mundo como dejarse llevar por el viento y
capturar ranas en los estanques cercanos.
Los padres enseñaron a su hija cómo debía colocar las alas, mover la cola y
estirar el pico para volar. Al principio le resultó muy difícil. Tenía miedo de caerse
del nido y de romperse el pico, pero ése es el destino de todo pájaro pequeño. Si
no quería quedarse siempre allí sentada y observarlo todo desde la lejanía debía
superarse y empezar a batir las alas. Así pues, la pequeña cigüeña se colocó en el
borde del nido, miró hacia el cielo, dio un salto y voló tal y como sus padres le
habían enseñado. ¡Oh! ¡Qué sensación tan impresionante! La pequeña cigüeña
surcaba los aires y el viento la llevaba aquí y allá sin ningún esfuerzo. Se sentía
ligera y alegre, casi mareada de tanta felicidad. Volaba en círculo, luego daba la
vuelta, ahora a la derecha, ahora a la izquierda, y un mundo más maravilloso de lo
que jamás hubiera imaginado se abría ante sus ojos.
Al terminar el día capturó incluso su primera rana. Había aprobado el
examen. Ahora que sabía que era fuerte y que podía arreglárselas sola todos sus
miedos desaparecieron como por arte de magia.
Por la noche estaba terriblemente cansada de tanto volar y cazar. Dio un
gran bostezo y su pico rojo brilló intensamente a la luz de la luna. Le pesaban
mucho las patas y también las alas. Se sentía relajada y feliz.
Sus padres estaban muy orgullosos de ella. La cubrieron con sus alas y allí,
caliente y a salvo, se durmió. Sus padres todavía se iban a quedar con ella durante
el verano. La primavera siguiente también ella se buscaría una bonita cigüeña
macho para crear una familia. Mamá cigüeña enderezó cariñosamente una pluma
del ala de su hija y le cantó una nana que se extendía por el inmenso prado
bañado por la luz de la luna.
Pequeña cigüeña, pronto serás mayor,
pues ése es el destino de toda cigüeña,
pero aquí mismo le dijo al viento,
que siempre serás nuestra niña pequeña.