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El cocodrilo

«La verdad es que mamá es genial», pensó el pequeño Leonardo mientras dejaba
que la madre más dulce del mundo le arropara con cariño como cada noche.
Normalmente a Leonardo le gustaba irse a la cama.
Primero su madre le leía un cuento, luego le cantaba una canción y para terminar
le rascaba un rato la espalda suavemente. Era muy agradable, y cuando estaba
muy cansado era justo lo que necesitaba.
Pero desde hacía algún tiempo no podía disfrutar de todo eso como antes. Ya
no se acordaba exactamente de cuándo había empezado todo, cuándo había
aparecido «esa cosa», pero la cuestión era que una noche le despertó un ruido
extraño y había oído algo que respiraba.
En realidad el nombre de Leonardo procede de una palabra germánica cuya
traducción es «corazón de león» y significa grande, fuerte y valiente. Pero aquella
noche, su corazón de león casi se paró del todo como un viejo reloj oxidado dentro
de un cubo de agua helada. Se le puso la piel gallina y se escondió debajo de las
sábanas.
— ¡Socorro! —susurró con voz ronca pues tenía un nudo en la garganta que
le impedía gritar.
Leonardo sólo tenía dos posibilidades: o bien esperar debajo de las sabanas hasta
que «esa cosa» saliera y pudiera atraparla, o bien asomarse sigilosamente y mirar
qué era lo que tanto le asustaba.
Leonardo reunió todo su valor, apartó las sábanas un milímetro y escudriño la
habitación a oscuras.
Se oía el ruido del tráfico y murmullo de la lluvia procedente del exterior. El
resplandor de los faros de los coches que pasaban dibujaba sombras por toda la
habitación. Leonardo tenía a su izquierda a Shir Khan, su querido tigre de peluche,
montando guardia junto a él como de costumbre.
—Shir Khan, «eso» está debajo de la cama — susurró Leonardo con voz
temblorosa —. Yo miro y tú vigilas.
Leonardo se arrimó con cuidado al borde derecho de la cama y echó un
vistazo. ¡Ahora no podía perder el equilibrio y caerse! Pero aun así no vio nada y
tuvo que inclinarse un poco más hacia delante para poder mirar debajo de la
cama. Lo más importante era no apoyar las manos en el suelo porque entonces
«eso» podía atraparle rápidamente.
Leonardo se había quedado sin aliento, así que primero tuvo que coger aire
profundamente, luego se inclinó un poco más por encima de la cama y lo que vio
fue espantoso: dos ojos verdes y brillantes y malvados le miraban fijamente.
Leonardo soltó un grito de horror, se lanzó de nuevo sobre la cama y se escondió
bajo las sábanas junto con Shir Khan. Su pequeño corazón de león latía a toda
prisa. Se sentía como si fuera una cáscara de nuez durante una tempestad en mar
abierto y las olas le estuvieron engullendo.
De pronto se abrió la puerta de la habitación, se encendió la luz y la madre
más buena del mundo se acercó a la cama con cara de inquietud para consolar a
Leonardo. Éste se lanzó a sus brazos sollozando.
— ¿Qué pasa mi amor? —preguntó, y de pronto todo volvió a estar en
orden.
— Mami, hay una cosa debajo de la cama que respira y me mira con ojos
brillantes y malvados. Ten cuidado que no te muerda los pies.
Pero en lugar de asustarse, su madre se puso a reír como si solo fuera una
broma.
—Cariño, ¿qué es lo que me va a morder los pies?
—Creo que es un cocodrilo horrible y malo. Además es muy astuto y quiere
cogernos a mí y a Shir Khan.
—Pero ¿dónde está? —Mamá se arrodilló junto a la cama y miró debajo—.
Aquí no hay nada, mira. Seguro que lo has soñado todo.
Leonardo, asustado, negó con la cabeza:
—Mami, estas ahí, le he visto y es terrible.
—No tengas miedo—contestó su madre—. Aquí no hay absolutamente nada
y no tienes por qué preocuparte. Ahora te vuelvo a tapar bien, dejo la lámpara
pequeña encendida y la puerta un poco abierta y así puedes dormirte tranquilo.
Dicho esto, besó a Leonardo en la frente y le dejó a solas con Shir Khan y el
cocodrilo. Con eso el asunto parecería quedar zanjado para mamá.
Aquella noche, o lo que quedaba de ella, el visitante no volvió a molestar a
Leonardo. Al parecer el cocodrilo se había recluido. Quizá estaba en alguna otra
parte planeando cómo iba a asustarle la próxima vez. En cualquier caso Leonardo
ya no le oyó más y acabó durmiéndose.
Al día siguiente Leonardo casi había olvidado lo que pasó por la noche, o al
menos, con el día, sus temores se habían disipado, ¡Quién sabe! Quizá todo había
sido un sueño como dijo mamá. De todos modos no pudo olvidarse del asunto tan
fácilmente, pues la noche siguiente, y también la otra, el horrible visitante volvió a
aparecer.
A partir de entonces cuando se iba a la cama no sólo se trataba de leer un
cuento, cantar y rascarse la espalda sino que también había que buscar el
cocodrilo. ¿Dónde estaría asechando esa noche para asustar a Leonardo? Una vez
que el pequeño Leonard estuvo a salvo bajo las sábanas mamá tuvo que registrar
toda la habitación. Debajo de la cama encontró el coche de bomberos
desaparecido que Leonardo había estado buscando, pero, excepto eso, no
encontró nada más. El armario de la ropa también estaba libre de cocodrilos así
como la esquina de detrás de la estantería. La madre más amable del mundo se
tomó muchas molestias en inspeccionar cada rincón sin resultado alguno. Luego
tuvo que venir papá y la búsqueda empezó otra vez desde el principio, pero
tampoco él encontró nada a pesar de que puso su mejor empeño.
Después llegaron los habituales intentos de cada noche por calmar al niño:
—Leonardo, aquí no hay absolutamente nada, sólo te lo imaginas, ves
fantasmas. No existen cocodrilos que vivan debajo de las camas e los niños. Aquí
no te puede pasar nada, nosotros estamos al lado, así que ahora duérmete y no te
preocupes más.
Ellos sí que sabían hablar… pero claro, ¡el cocodrilo no se paseaba por la
sala de estar! No iba en busca de madres y padres que estaban allí, en esa
habitación, y por alguna extraña razón sus padres no podían verle. El cocodrilo era
tan real y terrible que Leonardo entendía no reparaban en él. ¿O acaso podía
volverse invisible ante los padres?
Leonardo decidió hablar de ello con Berta, su mejor amiga. En otras muchas
ocasiones en que los mayores habían fracasado, ella había sabido qué hacer. Berta
era algo mayor que Leonardo y muy independiente, pero no tenía la suerte de
Leonardo de tener unos padres dispuestos a cazar cocodrilos por las noches. El
padre de Berta solía viajar durante varios días en un camión grande transportando
mercancías diversas a otros países y cuando regresaba casi siempre estaba
cansado, de mal humor y posible que ni siquiera yo pueda ver a tu cocodrilo,
precisamente porque sólo es tu cocodrilo. Igual que mi vampiro sólo es mi
vampiro. Por eso, a pesar de todo yo sí creo que hay un cocodrilo que te acecha
por la noche igual que el lobo y el payaso asustaban a los otros.
Leonardo sintió un enorme alivio al oír eso. Por fin le creía alguien.
Justamente por eso siempre era estupendo tener a Berta como amiga.
—Y ahora seguro que quieres saber cómo puedes deshacerte de ese animal,
¿verdad? —preguntó Berta con expresión solemne y sabia.
— ¿Acaso sabes cómo hacerlo? —preguntó Leonardo asombrado, y un
atisbo de esperanza creció en su interior.
— ¡Pues claro! Tienes que domesticar al cocodrilo
—dijo Berta con una decisión tal que no admitía discusión, como si fuera la cosa
más fácil del mundo.
—Si pero… —empezó Leonardo vacilando—, el cocodrilo es enorme, tiene
unos ojos verdes horripilantes y una boca tan grande como el camión de tu padre,
con cientos de dientes afilados como espadas y…
—O le domesticas o te va a seguir persiguiendo cada noche —le
interrumpió Berta.
— ¿Quieres decir que tengo que domesticarle como si fuera un león de
circo?
Leonardo quería ser domador, por eso precisamente le regalaron a Shir
Khan cuando cumplió tres años. Pero la verdad es que primero quería crecer un
poco más y ser más fuerte… Aunque quizá Berta tenía razón y no le quedaba otra
opción.
— ¿Se te ocurre alguna idea de cómo tengo que hacerlo? —preguntó
Leonardo abatido.
Berta saltó de la cama con decisión:
—Vamos a construir una jaula. Luego encierras al cocodrilo dentro y lo
domesticas. —Y empezó a vaciar la caja de juguetes de Leonardo para construir la
jaula.
— ¿Pero cómo voy a encerrar al cocodrilo en la jaula?
Y luego, ¿Qué hago? —Leonardo no estaba muy seguro.
—Eso no lo sé —repuso Berta encogiéndose de hombros—, pero seguro que
lo consigues. Al fin y al cabo es tu cocodrilo; tú lo conoces mejor que nadie.
Desgraciadamente Berta tuvo que volver a su casa enseguida y dejó a
Leonardo allí solo con su jaula, un montón de juguetes esparcidos por el suelo y
muchas preguntas.
—Bueno, Shir Khan —suspiró mientras acariciaba la suave cabeza del tigre
—. Ya lo has oído. Tenemos que domesticar al cocodrilo.
Esa noche Leonardo estaba muy nervioso. Estuvo pensando durante mucho
tiempo cómo podía capturar al cocodrilo en la jaula. Tenía que colocar un señuelo.
Como parecía que el objetivo del cocodrilo eran los niños pequeños, Leonardo
pensó en colocar a su muñeca en la jaula a modo de cebo. De hecho, esa muñeca
nunca le había gustado demasiado. La abuela se le había regalado para que jugara
con muñecas de vez en cuando aunque fuera un niño, pero Leonardo prefería
jugar con su coche de bomberos. En cambio Berta siempre jugaba con Nina, tal y
como le había bautizado. Estaba encantada con ella y la quería más que a nada en
el mundo. Leonardo se la hubiera regalado con gusto pero no quería ofender a la
abuela. Ahora le venía a pedir de boca para usarla de cebo con el cocodrilo. Pero
no, eso era muy perverso. En primer lugar Nina resultara herida. Entonces, ¿qué?
Leonardo pensó y pensó y finalmente vio la solución: ¡ositos de coma! Encima de
su mesa había una bolsa llena de ositos de goma. Claro, pondría los ositos de
goma un plato y los colocaría dentro de la jaula. El cocodrilo olfatearía el dulce e
irresistible aroma a frutas, se lanzaría sobre ellos y entonces… ¡chas! La puerta
cerrada y ¡mala suerte, cocodrilo tonto! La lástima eran únicamente los ositos de
coma. A Leonardo le gustaban muchísimo, pero tenía que sacrificarlos; no había
nada que hacer.
Así pues lo preparó todo: abrió la jaula, colocó a Shir Khan en la
retaguardia, esparció los ositos de coma sobre el plato y luego, armado con una
linterna, se metió en la cama.
Berta le había explicado: «Odia la luz. Si ve luz, desaparecerá».
Exacto. En caso de que no cayera en la trampa la linterna era el último
recurso para ahuyentarle, al menos durante esa noche.
Leonardo fingió que estaba dormido y Shir Khan también cerró los ojos.
Apenas había transcurrido un cuarto de hora cuando Leonardo le oyó arrastrarse
por el suelo. Estaba muy nervioso porque ahora todo dependía de que al cocodrilo
le gustaran los ositos de goma tanto como a él y de que no percatara de la
trampa.
Leonardo se dio cuenta de que el cocodrilo había iniciado el rastreo. El
animal husmeaba y se acercaba a la jaula arrastrándose lentamente. Leonardo
aguantó la respiración; Shir Khan estaba listo para saltar sobre el animal.
Primero el voraz cocodrilo metió su repugnante cabeza en la jaula y poco a
poco se fue introduciéndose cada vez más. Luego se arrastró aún pocos
centímetros y la peligrosa cola del monstruo también desapareció en el interior.
Entonces empezó a relamerse emitiendo unos chasquidos viscosos y repulsivos.
¡Ése era el momento! Con los nervios Leonardo se olvidó del miedo, dio un salto y
con un grito victorioso empujó la pesada caja de madera cerrando la puerta de la
jaula. ¡Lo había conseguido! Su pequeño corazón de león latía a toda prisa de la
emoción y la alegría. Él, Leonardo había capturado y encerrado al monstruo. Cogió
a Shir Khan entre sus brazos e intentó calmarle. ¿Qué iba a pasar ahora? Berta
había dicho que tenía que domesticarle.
Leonardo se cubrió los hombres con la manta para protegerse, agarró a Shir
Khan muy fuerte entre sus brazos y se sentó con cuidado delante de la jaula.
Primero quería esperar a ver cómo reaccionaba el cocodrilo después de haber sido
capturado.
De momento todavía estaba tranquilo… pero ¿y se ponía tan furioso que
destrozaba la jaula con su terrible cola? ¿Y si intentaba atrapar a Leonardo
sacando sus peligrosas garras a través de uno de los agujeros de la jaula?
Leonardo no distinguía mus bien al animal pues tenía que observarle a
oscuras. Desde luego no podía abrir la luz porque el cocodrilo desaparecería y no
podría domesticarle. Entonces volvería la noche siguiente y todo su plan habría
resultado en vano. ¡Seguro que no volvería a caer en la trampa otra vez!
Una sombra inmensa de ojos brillantes se movía cuidadosamente de aquí
para allá.
De repente se abrió la boca descomunal y una voz profunda y atronadora
preguntó:
— ¿Tienes más cosas de éstas? — dijo el cocodrilo relamiéndose.
Leonardo apenas se podía mover del espanto. Pero luego su curiosidad
venció al miedo y preguntó con voz temblorosa:
— ¿Quién eres?
— ¡Vaya pregunta! —replicó el cocodrilo—. Soy tu cocodrilo, pero ¿y tú,
chiquillo, quién eres tú y por qué me has encerrado aquí dentro?
—Yo, yo… —Leonardo estaba muy confundido—. Yo soy un niño y vivo
aquí. Tengo mucho miedo cuando te arrastras debajo de mi cama y haces esos
ruidos tan horribles. Quiero estar tranquilo de una vez. Y Shir Khan también —
añadió precavido para que el cocodrilo supiera que no estaba solo.
—Vaya, vaya. Así que cada noche me sacas de mi confortable país de los
cocodrilos, luego me encierras en esta trampa y encima ahora me dices que te doy
miedo. ¿Y qué crees que tengo que hacer ahora, minúscula lagartija?
El cocodrilo contemplaba a Leonardo con sus ojos enormes y su aspecto ya
no era tan feroz. Además parecería mucho más pequeño de lo que Leonardo se
había imaginado.
—Bueno, yo tampoco lo sé. Ni siquiera sé qué tengo que hacer yo.
—Bien, pues mientras te lo piensas dame unos cuantos más de esos bichos
dulces —propuso el cocodrilo.
— ¡Ah! ¡Te refieres a los ositos de doma! —Leonardo se levantó de un salto,
cogió la bolsa extrajo los ositos de goma que quedaban y los repartió entre Shir
Khan, el cocodrilo y él.
Mientras los tres saboreaban los caramelos en silencio, el cocodrilo fue
disminuyendo de tamaño y ya no parecería tan desagradable como Leonardo
pensó en un principio.
—Por cierto, me llamo Leonardo —se presentó—, y éste es Shir Khan.
—Ya lo sé —contestó el cocodrilo con un chasquido.
— ¿Y tu cómo te llamas?
—Me llamo cocodrilo. Tú mismo me pusiste este nombre —dijo el cocodrilo
y empequeñeció todavía un poco más.
Luego bostezó, pero su boca ya no parecería tan terrible.
—A mí lo que más gustaría es volver a casa, al país de los cocodrilos. ¿Crees
que me divierte estar aquí sentado dentro de esta jaula o arrastrarme debajo de tu
fría y dura cama? —preguntó mientras una lágrima de cocodrilo resbalaba por su
mejilla.
Leonardo sintió pena por el cocodrilo que se arrugaba cada vez un poquito
más.
—Entonces, ¿qué tengo que hacer? —preguntó bostezando pues también él
estaba muy cansado.
—Déjame marchar. Ahora ya no me necesitas.
Mientras tanto el cocodrilo se había vuelto tan pequeño que era tan grande
como Nina, la muñeca.
Y mientras Leonardo pensaba si tenía que abrir la jaula o no, se durmió
envuelto en su manta y con la cabeza encima de Shir Khan.
Al día siguiente la madre más bonita del mundo le encontró dormido junto a
la cama, Leonardo se despertó y al mirar dentro de la jaula vio que estaba vacía.
—Mami, esta noche he domesticado al cocodrilo —anunció Leonardo con
orgullo—, y ahora tengo un hambre feroz.
Así que la madre más hacendosa del mundo se dirigió cabeceando a la
cocina para preparar a Leonardo un desayuno que calmara su hambre de león.
Leonardo, feliz, la siguió y gritó:
— ¡El cocodrilo no volverá nunca más!
Y al decir esto se rió como hacía tiempo que no se reía mientras le guiñaba
el ojo a Shir Khan con complicidad.
La luz
Cuando Ana llegó a casa después de la escuela enseguida se dio cuenta de que
algo ocurría: todo estaba más tranquilo que de costumbre. No se olía aquel aroma
a comida tan familiar que solía salir de la cocina, la radio estaba apagada y
Perezoso, su querido perro que siempre se abalanzaba sobre ella para saludarla a
lametones, no salió dando saltos.
— ¡Perezoso! —gritó por el pasillo vacío mientras se quitaba los zapatos—.
¡Ven aquí, amigo!
No se movió nada. Pero ¿dónde estaba todo el mundo?
— ¿Mami? ¿Neli?
Al avanzar por el pasillo oyó a su madre llamándola:
— ¡Cariño! ¡Estamos aquí!
¡Qué raro! Allí ocurría algo extraño. Entró en la sala.
Su hermana mayor estaba sentada en el sofá junto a su madre y lloraba. Su
hermano Max, con cara de perplejidad, acariciaba la mano de Neli.
Decididamente, allí sucedía algo.
— ¿Qué pasa? —Preguntó con el corazón en un puño—. ¿Dónde está
Perezoso?
—Cariño, ven aquí —dijo mamá extendiendo los brazos hacia ella y
mirándola con una expresión muy extendiendo los brazos hacia ella y mirándola
con una expresión muy extraña. Mamá nunca la había mirado así.
Ana notó un escalofrió helado en la espalda y se le puso la piel de gallina.
— ¡Perezoso! —soltó un grito agudo—. ¿Dónde está?
Quería salir corriendo a buscarle pero su madre la retuvo, la miró a los ojos
con tristeza y dijo:
— ¡Mi niña mayor, ahora tienes que ser muy valiente!
Pero Ana no quería ser valiente ni escuchar lo que mamá decía. ¡Lo que
quería era ir a buscar a su perro!
—Ana, ya sabes —continuó su madre— que nuestro— Perezoso no se
encontraba muy bien últimamente. Ya era muy viejo. Esta mañana le he llevado al
veterinario y el médico ha dicho que estaba muy enfermo y que era demasiado
viejo para recuperarse, así que hemos tenido que domesticarle. Cariño, Perezoso
ha muerto.
Ana sintió un dolor como si le hubieran pegado un puñetazo en el
estomago. Su pequeño corazón dejó de latir durante una eternidad. Se estaba
mareando. Oyó los sollozos de su hermana como en la distancia y también a Max
le resbalaban las lágrimas por las mejillas. Mamá le acariciaba el brazo y la miraba
compasiva y asustada. Ana suspiró profundamente pues casi se había olvidado de
respirar. Una frase retumbaba en su cabeza como martillo: ¡Está muerto!
— ¡No! —gritó desesperada—, ¡estás mintiendo!
Se deshizo de los brazos de su madre, salió corriendo hacia su habitación y
se lanzó sobre la cama cubriéndose la cabeza con la almohada.
— ¡No! ¡No! ¡Perezoso! —gritó desconsolada—. No me dejes sola. Vuelve.
No te puedes morir. ¡No es justo!
Ana no sabía cuánto tiempo llevaba allí tumbada cuándo oyó que mamá
entraba silenciosamente en la habitación, se sentaba en la cama y le acariciaba la
cabeza.
¡Déjame! —gritó—. Tú le has matado, tú y el malvado veterinario; sin
preguntarme siquiera.
Devuélveme a mi perro —exclamó dando manotazos a derecha e izquierda.
Pero mamá le agarró los puños con fuerza y le habló suavemente:
—Ana, pequeña. Lo de Perezoso nos duele mucho a todos. A mí tampoco
me ha resultado fácil tomar esa decisión. Perezoso tenía una úlcera en el
estómago cada vez más grande. De todos modos hubiera muerto pronto, pero
hasta entonces hubiera sufrido mucho. Así no ha sentido ningún dolor. Se ha
dormido plácidamente en mi regazo y ahora está en el cielo de los perros. Ahora
está bien, por favor, créeme.
Ana sólo sentía un gran cansancio. Se dejó caer encima de la cama y se
quedó mirando al techo. ¡Ah! ¡Ojalá ella también estuviera muerta! Mamá la dejó
sola, pero ya le parecía bien: no quería ver a nadie. Sólo quería dormir y no
despertarse nunca más.
Ana se quedó allí tumbada hasta que llegó Max. Ana quería mucho a su
hermano, así que le dejó sentarse a su lado. La cuestión era no pensar en aquello.
Quizá no era más que una terrible pesadilla. Quizá se despertaría enseguida y
Perezoso volvería a estar allí. Max se tumbó junto a ella sin decir nada.
Sencillamente estaba ahí, y Ana acabó durmiéndose.
Se despertó cuando empezaba a oscurecer. Su familia estaba cenando en
la mesa de la cocina. Papá también estaba allí. Cuando Ana entró en la cocina su
padre le sonrió con cariño, pero Ana no pudo devolverle la sonrisa. Nunca más
podría volver a sonreír. Se sentó con los demás pero sintió con ánimo de comer.
Nunca más podría volver a comer. Se encontraba mal, le dolía la barriga. Mamá le
preparó una taza de caldo caliente y le dio un jarabe.
Antes de que anocheciera enterraron a Perezoso en el jardín. Sus padres
cavaron un agujero junto al árbol preferido de Perezoso. Habían envuelto al perro
en la manta sobre la que solía dormir para que no tuviera frío y le colocaron en el
hoyo con su hueso de goma.
Luego se despidieron de su fiel amigo. Ana le dijo adiós y le deseó buen
viaje al cielo de los perros. Luego le cubrieron de tierra y Ana puso unas flores
sobre su tumba.
Hasta ese momento no pudo llorar. Por fin las lágrimas brotaron de sus ojos
y el nudo que tenía en la garganta empezó a deshacerse. Luego se cogieron de
las manos, cantaron una canción de despedida y finalmente entraron de nuevo en
casa. Sin Perezoso. Él ya no estaba allí; yacía afuera en el jardín. Solo. ¿Tendría
miedo? ¿Se sentiría solo? ¿Podía sentir alguna cosa? Ana estaba confundida y
tenía un sinfín de preguntas. ¿Había llegado ya al cielo de los perros? ¿La veía
desde allí? ¿Estaba bien? ¿Tenía amigos? ¿Qué pasaría si se morían los demás?
Por ejemplo, papá, Max o Neli. O mamá. Pero no, las madres no pueden morirse,
eso era una tontería. Su mamá era joven y fuerte y Perezoso era viejo y estaba
enfermo. Ana se durmió con todas estas preguntas dando vueltas en su cabeza.
Voló al país en el que Perezoso todavía corría libremente meneado la cola y
trayendo entre los dientes los palos que Ana le lanzaba.
Al día siguiente, lo primero que Ana pensó al despertase fue: «Algo horrible
ha sucedido. ¡Exacto! ¡Perezoso!».
A pesar de ello el día empezó como siempre: tenía que levantarse, ir a la
escuela, comer, jugar y pasear… pero sin su amigo. Como mamá decía tenía que
ser muy valiente porque el tiempo curaría sus heridas. ¡Qué fácil decirlo! Pero Ana
tenía miedo. La muerte le daba miedo. Y aunque todos los miembros de su familia
estaban tristes tenía la sensación de que estaba sola y abandonada frente a su
dolor y sus miedos.
La mañana transcurrió muy lentamente y a menudo los pensamientos se le
iban a otra parte, pero a pesar de todo, Ana consiguió no pensar en Perezoso
durante algunos momentos. Al mediodía no fue capaz de comer gran cosa.
Por la tarde vino la abuela. Cuando se enteró de que Perezoso había
muerto se acercó a los niños y les dio un abrazo muy fuerte.
Ana le enseño la tumba en el jardín.
— ¿Sabes una cosa, Ana? —dijo con ternura—, tienes que llorar mucho por
Perezoso. Es importante que llores su muerte porque sólo así aliviarás tu dolor. De
todas formas, que tu perro haya muerto es muy natural. Todos los seres vivos de
la Tierra tienen que morir en un momento u otro.
— ¡Pero eso es muy injusto! —protestó Ana—. No quiero que nadie se
muera.
—Piensa que es importante que las personas mueran porque sino habría
demasiada gente en el mundo. Las personas nacen y después permanecen un
tiempo en el mundo. Luego, cuando llega su momento, tienen que despedirse y
volverse a marchar. Así son las cosas
— ¡Qué tontería! —replicó Ana pensativa—. No quiero que sea así y además
me da miedo.
La abuela sonrió:
—Puedes seguir pensando que es una tontería, pero no puedes cambiarlo.
Siempre ha sido así y siempre lo será, pero no tienes que tener miedo. La muerte
sólo es terrible para los que siguen viviendo, los que se quedan, los que están
tristes.
—Así, ¿tú no tienes miedo de la muerte? —quiso saber Ana.
—Cuando era niña como tú tenía miedo. Quizá me da un poco de miedo
morir, pero no la muerte. Yo ya soy mayor y la muerte puede ser liberación, por
ejemplo si me pongo enferma o estoy muy dedicada. Igual que Perezoso. Para él
fue una liberación; ahora está mejor.
— ¿Entonces qué pasa cuando nos morimos? ¿Y cuando estamos
muertos? —Ana no podía imaginárselo.
— ¡Ay, pequeña! Eso no lo sabe nadie, así que cada cual hace sus
conjeturas. Sólo lo sabes cuándo estás muerto y entonces ya no puedes
explicárselo a nadie. Algunas personas que experimentaron brevemente un estado
similar a la muerte y luego volvieron a despertar milagrosamente han contado sus
vivencias, personas que por ejemplo sufrieron un accidente de tráfico o que
estuvieron a punto ahogarse pero lograron sobrevivir. Después de eso estas
personas ya no tenían miedo a la muerte. Todas cuentan que fue una sensación
agradable, que veían una luz preciosa que los llamaba y que no sentían ni duda ni
dolor.
Ana miró a su abuela con asombro:
— ¿Quieres decir que ahora Perezoso está en esa luz maravillosa? ¿Eso
es el cielo de los perros?
La abuela contestó:
—Algunos le llaman cielo o reino de los muertos, también Dios o Nirvana.
»En cada cultura hay religión es diferentes que tratan el tema de la muerte.
Los cristianos creen en la vida después de la muerte. Para ellos la muerte no es el
fin de la vida sino un nuevo comienzo.
»Otras imaginan a los muertos como ángeles posados sobre una nube;
algunos piensan que los muertos se convierten en ángeles de la guarda de sus
seres queridos en la Tierra.
»Luego hay otros que creen en la reencarnación, es decir, que después de
morir cada uno regresa al mundo en otro lugar y como un ser diferente, por
ejemplo una planta, un animal o una persona, porque únicamente muere el
cuerpo, pero el alma de ese ser vivo sigue viviendo en otro cuerpo. De este modo
su alma es inmortal.
»Y luego también hay gente que cree que tras la muerte sencillamente no
hay nada. Uno muere y le entierran. Luego su cuerpo se convierte en polvo o
tierra; en esa tierra crecen las plantas, los animales se alimentan de ellas y, a su
vez, las personas de los animales, y así se cierra el círculo.
»Ya ves, pues, que cada cual tiene sus creencias, pero nadie puede saber lo
que ocurre. La naturaleza también tiene secretos que esconde para sí.
»Pero precisamente porque no sabemos lo que nos espera después de la
muerte, debemos disfrutar de la vida en el presente y dar las gracias cuando todo
nos va bien.
»Claro, ahora estás triste por tu amigo y es muy normal porque le querías.
Pero lo único que ha muerto es su viejo cuerpo de perro porque sigue viviendo en
tu corazón. Siempre que te acuerda de él, algo de él sigue en vivo en ti. El
recuerdo irá desvaneciéndose pero no desaparecerá nunca.
Ana sintió un gran consuelo al escuchar todo eso alegró de tener a la
abuela. Ni siquiera podía imaginarse que la abuela también se moriría algún día.
En realidad tenía razón. Cuando esto ocurriera quizá sería peor para ella que
para la abuela. Era bueno saber que la abuela no tenía miedo de la muerte y quizá
ella más adelante tampoco lo tuviera.
Ana pensó que le gustaría volver al mundo como un águila. Así podría volar
libremente por el cielo y ver la tierra desde lo alto. A lo mejor allí se encontraría de
nuevo con Perezoso. Sería divertido correr por las alturas con él.
Y de pronto sintió en lo más profundo de su ser que Perezoso siempre
estaría con ella; y la abuela, mamá, papá, Neli y también Max. No estaba sola
porque todos cuidarían de ella.
Ana dio un beso muy fuerte a la abuela en la mejilla. Luego se quedaron
todavía un buen rato sentadas en silencio la una junto a la otra.
Perezoso las observaba desde el cielo sentado en su nube. Su tumba era
realmente preciosa. Empezó a menear la cola porque sabía que su amiga ya se
encontraba mejor. Había empezado a preocuparse. Luego se puso a pensar en
forma de qué le gustaría volver al mundo. Como un gato ni hablar, ¡eso estaba
claro! Quizá como cachorro, así volvería a ver a Ana, y se alegró mucho sólo de
pensarlo.
El duende mágico
Leandro sintió un fuerte escozor de garganta. Le dolían los brazos y las
piernas y en la barriga sentía como si tuviera un avión a reacción haciendo
piruetas.
Era como si unos demonios hubieran tomado posesión de su cuerpo;
estaban allí taladrando y martilleando, dando golpes y haciendo ruido con todas
sus fuerzas parecía que estuvieran celebrando una fiesta dentro de su pobre
cabeza que en esos momentos hervía como repleta de agujas al rojo vivo. Tenía la
piel caliente y seca y, aunque tenía mucha sed, apenas podía tragar.
Leandro gimió de dolor. Los ojos se le empañaron de lágrimas y los
demonios se partían de risa:
«No te pongas así —gritaron a coro—, un indio de verdad no sabe qué es el
dolor.»
Estaba siendo víctima de un pérfido ataque.
El día anterior todavía había estado jugando y divirtiéndose en el exterior y
en cambio hoy estaba por los suelos, derrotado, abandonado y a solas frente a
seres extraños y demonios que poblaban su cuerpo… ¿A solas?
— ¡Ayuda! —gritó en la obscuridad de la noche—.
¡Mamá! ¡Papá!
Unos segundos después se abrió la puerta de su habitación, entraron sus
padres y encendieron lámpara de la mesita de noche.
— ¿Qué pasa? —preguntó papá cogiendo la mano de Leandro—. ¡Qué
horror, está hirviendo!
Mamá le tocó la frente:
—Treinta y nueve con siete —dijo con precisión pues era una gran
campeona adivinando la fiebre—. Leandro está enfermo.
Luego salió de la habitación corriendo y volvió con unas bolitas mágicas.
Mamá era una mujer práctica y siempre tenía a punto bolitas mágicas para cada
ocasión y enfermedad.
Papá se llevó a Leandro en brezos a su habitación y le metió en su cama.
Siempre que estaba enfermo, mamá le llevaba a su cama porque así le oía
enseguida y podía vigilarte durante toda la noche. A Leandro le encantaba, porque
cuando estaba enfermo tenía miedo y la fiebre le hacía soñar pesadillas absurdas y
horribles.
Mamá le trajo una jarra llena de agua, le cogió entre sus brazos y dijo:
—Si mañana estás peor iremos al médico.
Antes, cuando Leandro era aún muy pequeño, tenía mucho miedo del
médico. Hasta que un día le regalaron un maletín de doctor y de dedicó a
examinar a mamá, a papá, a la abuela, al abuelo, a la tía Carmen y a la simpática
vecina de al lado. Pasado un tiempo, auscultar y curar a la gente se le daba
bastante bien y, una vez, incluso su médico se dejó examinar por él, ¡un doctor de
verdad! ¡Y con instrumentos de verdad! Fue muy emocionante y el doctor sólo
tuvo elogios para Leandro. Desde entonces ya no tenía miedo de médico, ¡eso
eran cosas de niños!
De todos modos aquella noche iba a ser muy agitada.
Leandro bebió tanta agua que tuvo que ir al lavabo tres veces. Mamá le
había dicho que si tenía fiebre tenía que beber mucho. De este modo el líquido
arrastraría a los demonios que Leandro tenía dentro del cuerpo y luego podría
eliminarlos al hacer pipí. Por eso, al tirar de la cadena les gritó:
— ¡Adiós, demonios tontos!
Además soñó dos pesadillas terribles y tuvo que sonarse la nariz once
veces. A la mañana siguiente Leandro se encontraba un poco mejor pero todavía
tenía fiebre, estaba muy cansado y no tenía hambre.
—No importa —dijo mamá—. Así tu cuerpo puede dedicarse únicamente a
luchar con los demonios.
— ¿Y si se me comen? —preguntó Leandro.
—No se atreverán —contestó mamá riéndose—, de eso ya te ocuparás tú. Si
eres bueno y valiente enseguida te pondrás bien.
Leandro ya sabía qué significaba «ser bueno»: no ver la televisión, no jugar
en el ordenador, no ir en bicicleta, no alborotar con sus hermanos, nada de
chocolate ni refrescos y, en lugar de eso, mucha leche caliente con miel ya que los
demonios de la fiebre la odiaban (cosa que Leandro entendía muy bien).
Por la tarde fueron al médico.
— ¡Ah! ¡Aquí está el doctor Martínez! —le saludó el pediatra guiñándole el
ojo amablemente—. ¿Qué te trae por aquí?
—Tengo noventa grados de fiebre, tos y mocos —informo Leandro, y para
confirmarlo estornudó enérgicamente.
—Bueno, pues abre bien la boca y di «aaahhhh».
El doctor introdujo una pequeña linterna de bolsillo en la boca y la nariz de
Leandro, le palpó la garganta y le auscultó el corazón y los pulmones con el
estetoscopio. Después le examinó los oídos.
—Muy bien. Has estado muy quieto —le elogió el doctor.
Leandro se sintió muy orgulloso porque en realidad estaba un poco
nervioso.
—Los oídos están ligeramente enrojecidos —explicó el doctor—, y las
amígdalas hinchadas e inflamadas, pero no hay infección. Los pulmones están
bien. Leandro, tienes que beber mucho líquido y para la inflamación de garganta
voy a recetarte unas gotas.
El doctor le dio la receta y dejó que Leandro escogiera un globo.
Al llegar a casa tuvo que meterse en la cama enseguida. Mamá ventiló la
habitación un buen rato. Leandro se bebió la medicina y un vaso de leche caliente
y luego estuvieron los dos mirando cuentos.
Después se sintió cansado y durmió la siesta. Por la tarde le dejaron
levantarse un rato y jugar, pero sólo porque iba bien abrigado y llevaba las
zapatillas puestas.
Cuando papá llegaba a casa no se podía gritar ni alborotar. De todos modos
esa noche Leandro tampoco se sentía con ánimos. En cambio, papá tenía otras
intenciones. Primero estuvieron confeccionando aviones de papel y luego le dibujó
a Diminuto, el duende mágico.
¿Qué quién es Diminuto? ¿Acaso no conocéis a Diminuto, el duende
mágico? Todos los niños que están enfermos deberían conocerle, pues cuando
Diminuto ayuda a un niño, éste enseguida se encuentra mejor. Así que prestad
atención:

El duende Diminuto vivía en un bosque espeso y obscuro debajo de un viejo


árbol. Era un duende mágico muy poderoso de la familia de los duendes de la
fruta. Pasaba los días allí descansando y durmiendo profundamente pues
necesitaba todas sus fuerzas para cumplir un cometido muy importante. Siempre
que un niño se ponía enfermo en la Tierra, Diminuto salía enseguida a ayudarle.
Aquel día, Diminuto estaba soñando en las frutas más deliciosas que
contienen todas las cosas buenas que necesitaba para curar a los niños cuando le
despertó un mensaje de alarma:
Diminuto, despierta,
Levántate y corre.
Coge tu farol
Y no te olvides de tu maletín mágico.
Así cantaban los pájaros del bosque, que eran algo así como el teléfono
para las personas.
Diminuto se desperezó, estiró sus cansados miembros y bostezó
enérgicamente. Luego puso su varita mágica y la aspiradora dentro de su maletín
mágico y se puso en camino.
Las mariposas multicolores del bosque le mostraron el camino hacia el niño
enfermo que ese día necesitaba su ayuda y así llegó sano y salvo hasta el niño,
que en ese momento dormía inquieto dando vueltas en su cama.
Diminuto se tendió cómodamente en la cama y observó al niño. Luego, con
su mano fría toco la frente del niño y le acarició suavemente los ojos, las mejillas,
la nariz, la boca y la barbilla.
El niño gimió en sus sueños y Diminuto se dio cuenta de que estaba
enfermo de verdad y que su ayuda llegaba en el momento preciso.
Así que abrió cuidadosamente su maletín mágico del que salió un rayo de
luz blanca a modo de saludo. Luego Diminuto sacó su miniaspiradora y la fue
pasando suavemente por encima de todo el cuerpo del niño, aspirando poco a
poco la enfermedad de todas las partes del cuerpo. Empezó por los pies y fue
subiendo por las pantorrillas, las rodillas, los muslos, el trasero, la barriga, el
pecho, la espalda, los hombros, los brazos, el cuello y, finalmente, la cabeza. De
pronto el cuerpo entero parecía muy ligero y vacío y el niño sonrió en sueños.
Después Diminuto cogió la varita mágica que irradiaba la luz blanca y repitió
la operación desde el principio. Allí por donde pasaba la varita se extendía una
maravillosa sensación de calma y relajación: primero en los pies, pantorrillas,
muslos, trasero y barriga y, luego, en el pecho, la espalda, los brazos, los
hombros, el cuello y la cabeza. El pequeño corazón del niño empezó a latir con
regularidad; ahora respiraba tranquilamente y con facilidad. Mientras realizaba la
operación el duende iba susurrando las siguientes palabras mágicas:
¡Oh, luz mágica! brilla con claridad,
miedo y enfermedad desapareced ya,
haz que el niño se cure ahora,
que duerma con tranquilidad,
y que cuando mañana despierte
sonría al nuevo día.
Cuando Diminuto terminó, guardó la varita mágica y la aspiradora que
contenía la enfermedad en su maletín mágico para que el malestar no pudiera
volver a salir.
Y luego inició un largo viaje para ir a visitar al gigante Todo-lo-limpio.
El maletín era muy pesado y cuando el duende llegó a su pequeño barco de
vela junto al río estaba agotado. Haciendo un último esfuerzo lanzó el maletín al
interior del barco y se tendió junto a él para descansar un rato. El barco iba
navegando alegremente río abajo y Diminuto se puso a contemplar el cielo. Al
pasar veía las hojas de los árboles meciéndose suavemente con el viento.
Diminuto hundió una mano en el río y bebió un poco de agua fresca. Eso le
reanimó y se sintió mejor. Al llegar al punto donde el río desemboca en el mar el
barco empezó a balancearse a un lado y a otro con regularidad. Al duende le
gustaba mucho ese movimiento.
Finalmente llegó a su destino, una isla pequeña con una montaña muy alta.
En la mañana vivía el gigante Todo-lo-limpio que se alimentaba de las
enfermedades de los niños. Allí estaba ya esperándole con ansiedad pues estaba
hambriento.
—Bueno, Diminuto, querido amigo —se dirigió al duende saludándole—,
¿qué bocado delicioso me traes hoy? El sarampión que me trajiste la última vez
estaba buenísimo… y sobre todo las paperas, ¡vaya!, ¡estaban exquisitas! A ver
qué tenemos aquí.
Diminuto abrió el maletín mágico. Entonces el gigante cogió una caña
inmensa y aspiró fuerte vaciando el maletín. Después de comer se sintió
recuperado y con fuerzas para el nuevo día. Luego dio efusivamente las gracias al
duende y le deseó un buen viaje de regreso a casa.
Diminuto volvió a colocar el maletín en el barco, travesó el mar y remó río
arriba hacia un querido árbol. Cundo llegó estaba muy cansado del largo viaje y los
ojos se le cerraban.
Se desperezó y estiró los brazos bostezando enérgicamente. Luego se
tendió sobre un agradable y mullido lecho de ramas y hojas, y los olores del
bosque a follaje, tierra fresca y hongos le acompañaron en su bien merecido
sueño.
Por último respiró profundamente el maravilloso aroma del bosque y se
durmió allí mismo.
La vieja y sabia lechuza que viví en la copa del árbol le cantó una nana que
decía así:
Cuando la luna nos regala la luz
porque el día toca a su fin,
cuando me pongo a pensar en ti
porque sé que ya es muy tarde,
lo que quiero esta noche
es que un ángel guarde tu sueño.

Cuando el sol se pone


porque está cansado como tú,
cuando la tierra gira lentamente
porque también se va a la cama,
en ese momento sé
que estás a punto de ir a dormir.

Duerme tranquilo
ya sabes que nunca te dejaré solo.
Duerme tranquilo
te tendré en mis pensamientos.
Allá donde las nubes te lleven
mi canción acompañará tus sueños
¡Duerme tranquilo!
Un troll en la cabeza
La familia Delmonte vivía en una vieja casa de madera, ni muy grande ni muy
pequeña, situada en las afueras de un pueblecito.
Juan, el padre, estaba al frente del único taller mecánico del lugar. También
tocaba muy bien la guitarra y cantaba.
La madre era muy trabajadora, bonita y lista. Por las mañanas, cuando los
niños se marchaban en el autobús de la escuela, ella se iba a trabajar. A mediodía
volvía corriendo a casa para preparar la comida para toda la familia y luego se
ocupaba del precioso huerto que producía frutas y verduras en cantidad.
En ese huerto había un columpio inmenso con el que casi se podía tocar en
el cielo. Emi, el gato, siempre estaba intentando cazar algo y además de los
pájaros cantando solían escucharse las risas de cascabel de las gemelas Lea y
Vanessa.
Lea —media hora más pequeña que su hermana— era una niña feliz. Era la
tranquilidad en persona, se llevaba bien con todo el mundo, tenía muchas amigas
y sus compañeros de clase la apreciaban mucho. Lea tenía el pelo rubio y rizado,
los ojos azules y dibujaba muy bien.
Vanessa tenía el pelo rojo como el fuego y unos ojos verdes y brillantes.
Todos la llamaban Pipi Langstrumpf porque estaba todo el día planeando
travesuras y haciendo locuras. Solía discutir acaloradamente y casi nunca cedía,
con gran pesar de su madre que siempre acababa poniéndose las manos en la
cabeza y gritando: «¡Por el amor de Dios!, ¡qué voy hacer con esta niña!».
La madre quería mucho a las dos niñas, pero el nombre de Vanessa por sí
solo ya suena más fuerte que el de Lea, que recuerda más al de un hada buena.
Es inútil adivinar si las niñas eran tal y como sus nombres sugerían o si los padres
ya sabían antes de nacer que un día serían así. El caso es que Vanessa pasaba por
todas partes como un torbellino mientras que Lea se deslizaba silenciosamente
como si andara sobre una nube de algodón.
Si por ejemplo salían a pasear bajo la lluvia, Lea siempre volvía tan limpia
como se había marchado, mientras que Vanessa regresaba embardunada de
barro por todas partes como si hubiera estado saltando de un charco a otro.
Cuando se peleaban, Vanessa siempre se llevaba las culpas porque era
impetuosa y testaruda, se enfadaba con facilidad y le costaba mucho ceder.
A veces Vanessa se ponía enferma y entonces se le inflamaba el oído,
quizá para no escuchar la reprimenda. De todos modos, cuando un niño está
enfermo no es agradable reñirse. Además, Lea siempre era especialmente
cariñosa con ella cuando estaba enferma. Lea quería mucho a su hermana
aunque solía ser el blanco de sus repentinos y violentos enfados.
Nadie sabía muy bien por qué Vanessa era tan testaruda y atraía los
problemas como arte de magia. Pero un día, como suele ocurrir, se descubrió el
motivo por pura casualidad.
Las niñas estaban en el huerto. Lea se estaba columpiando y su cola de
caballo ondeaba al viento compitiendo con su falta floreada.
Vanessa estaba sentada en lo alto de la copa de sauce llorón. Estaba
enfadada porque mamá le había reñido otra vez injustamente.
Bueno, la verdad es que a la hora del desayuno había estado un poco
pesada y quisquillosa. Mamá le había cortado mal la rebanada de pan, la yema de
huevo estaba poco cocida y además le había puesto azúcar en el zumo de naranja
cuando en realidad ella lo quería sin azúcar. Todo eso la había puesto furiosa y
entonces, de repente, el vaso se había volcado como arte de magia. El queso
había quedado empapado de zumo y mamá se había enfadado, Vanessa se había
puesto a llorar y había salido de casa corriendo. Aún pudo oír la voz de su madre
diciendo: «Vanessa, te lo advierto, te vas a quedar…», pero luego no iba a bajar
por nada del mundo.
—Ellos se lo han buscado, ¡que se fastidien!
¡Anda! ¿De quién era esa voz? Vanessa miró a su alrededor pero no vio a
nadie. Luego oyó unas risitas:
—Sí, sí, ese discurso ya nos lo sabemos, pero ya puede seguir gritando que
no vamos a escuchar nada más.
— ¿Hola? —Vanessa sentía miedo y curiosidad a la vez.
—Soy yo —dijo la voz—, el troll de tu cabeza.
— ¿Mi qué? —Vanessa sentía miedo y curiosidad a la vez.
—No pongas esa cara de tonta. ¡El troll de tu cabeza! —dijo la voz en un
tono ligeramente grosero.
— ¿Un troll? ¿Y dónde estás? —preguntó Vanessa—. Anda, sal si te atreves
—dijo pensando que un ataque en la mejor defensa.
— ¡Pues estoy en tu cabeza, tonta! Por eso soy el troll de tu cabeza.
— ¡Sal enseguida de ahí! —le ordenó Vanessa.
— ¡Ni soñarlo! —replicó el troll—. En tu cabeza tienes un lío estupendo.
Siempre pasa algo, siempre estás enfadada, y por eso yo siempre puedo ser un
insolente. Aquí se está muy a gusto.
— ¿Desde cuándo estás en mi cabeza? —preguntó Vanessa.
— ¿Desde cuándo te enfadas tanto? —dijo el troll entre risas.
—Desde que tengo memoria —respondió Vanessa pensativa.
—Ahí tienes la respuesta —dijo el troll satisfecho—. No eres tan tonta como
pensaba.
—Dime, ¿qué se te ha perdido en mi cabeza?
—No se me ha perdido nada pero he encontrado algo de alimento de tu mal
humor y tu rabia. Por eso, siempre que estás en un apuro hago todo lo posible
para que te portes mal y con el disgusto que coges me harto hasta ponerme como
una bola.
—Eso es realmente horrible —dijo Vanessa.
—¡Y a mi qué! Nunca he pretendido ser amable. Me gusta ser malo — dijo el
troll entre risas—. Además nos divertimos mucho.
—¿Nosotros? ¡Estás chiflado! Quizá tú te diviertas pero yo me enfado. Por si
no lo sabes yo me alimento de…
—Ya lo sé, ya lo sé. ¡Te alimentas del zumo de naranja que vuelcas y de
yema de huevo cruda! —la interrumpió el troll sin poder aguantarse la risa.
En ese momento mamá salió al huerto.
—Lea, ¿dónde está tu hermana? —gritó furiosa.
Lea señalo hacia el árbol y encogió de hombros. ¡Oh, oh!, eso sonaba a
reprimenda. A Lea no le gustaba que riñeran a su hermana.
—Vanessa, ¡baja enseguida de ahí! Todavía tengo que ajustar cuentas
contigo.
— ¡Nosotros nos quedamos aquí y no dejamos que nadie nos dé ordenes!
—le dijo el troll con voz imperiosa.
Pero nadie excepto Vanessa oyó esas palabras. La madre sólo vio que su
hija permanecía quita y que fruncía los labios con expresión testaruda.
—Vanessa, no seas terca. Baja ahora mismo o me enfadaré aún más.
— ¡Eso suena de maravilla! —dijo el troll relamiéndose y frotándose las
manos—. Nos vamos a quedar aquí sentados y no nos moveremos.
Vanessa estaba como paralizada. Con gusto habría bajado del árbol
enseguida, habría pedido perdón a su madre, habría recogido el zumo y todo se
habría arreglado; pero estaba como embrujada: no podía moverse ni pronunciar
palabra.
— ¡Vanessa! Si cuando cuente tres no estás abajo me voy sin ti a la piscina,
sólo Lea. Así que piénsalo bien. Uno,…
A Vanessa le encantaba ir a la piscina. Quería gritar: «¡Ya bajo. Por favor,
no os marchéis sin mí!», pero de su garganta no salió ni un sonido.
—No nos vamos a dejar presionar —gritó el troll de buen humor—.
Marchaos, no os necesitamos. Ya veréis cuáles son las consecuencias.
—… Y tres —se oyó desde abajo—. Muy bien, tú lo has querido. Lea,
vamos. Coge el bañador.
Mamá entró en la casa con gesto de enfado.
—Vanessa, por favor, baja. Has puesto a mamá más furiosa que antes. Si
bajas ahora seguro que te dejará venir con nosotras —suplicó Lea intentando que
su hermana cambiara de opinión.
Pero de lo alto del árbol no salió ni una palabra y Lea entró de nuevo en
casa con tristeza.
«¡Espera! —quería gritar Vanessa—. No me dejes aquí sola con el malvado
troll. Yo quiero venir pero él no me deja.»
Pero sus labios permanecieron cerrados. El troll se relamía satisfecho
pensando en el disgusto que se iba a comer. Vanessa seguía sentada en el árbol
con expresión triste. Era incapaz de moverse. No podía hacer lo que en realidad
quería, el troll dirigía. Siempre había sido así pero hasta ahora ella no tenía ni idea.
E incluso ahora que lo sabía tampoco podía hacer nada por evitarlo y aún estaba
más desconcertada que antes.
Le asustaba tener que quedarse allí sentada todavía un buen rato. Sabía
muy bien lo que era eso. Estaba acurruca en lo alto del árbol, mirando el vacío
como si estuviera petrificada.
En eso que vio a Juan, su padre, que venía hacia el huerto desde el taller. El
padre se acercó hasta el árbol, se paró junto al tronco de brazos cruzados y miró
hacia arriba.
— ¡Qué bien! Aquí llegan más reprimendas. ¡Delicioso! Ahora tienes que
mirar con cara de enfadada y ser muy maleducada.
—Bueno, cariño —gritó Juan. Sin embargo, en su voz no se apreciaba ni un
ápice de enojo sino que parecería que tuviera todo el mundo.
— ¡Ay! — exclamó el troll—. Esto no suena nada bien. ¡Lárgate, tonto,
déjanos solos!
«No te marches —pensó Vanessa—, quédate.» Pero antes de que pudiera
pronunciar esas palabras se escuchó a si misma decir:
— ¡Déjame!
—Tesoro, ven aquí —replicó Juan con dulzura—, vamos a sentarnos en
estas cajas. No hace falta que hable.
—Ahora no te ablandes —gritó el troll desesperado—. Hazte la dura.
¡Venga, fuera, escúpele en la cabeza!
— ¡Cierra la boca! —soltó Vanessa furiosa y, ¡caramba!, al menos durante
un minuto el troll se quedó callado.
—Si estás tramando escupirme en la cabeza —rió Juan— sacudiré el árbol
hasta que te caigas encima de las cajas como si fueras una fruta madura.
Vanessa no puedo evitar reírse y de pronto el troll había desaparecido, así
que cogió la oportunidad al vuelo, bajó el árbol con destreza, se sentó junto a Juan
y dejó que él cogiera la mano entre las suyas. Permanecieron así callados durante
un rato sin hacer nada.
—No tienes que enfadarte siempre tanto —dijo Juan mirando a su hija con
serenidad—. Tú sabes que tanto mamá como yo, también Lea y todo el mundo te
quiere muchísimo.
—Eso no es verdad —protestó Vanessa—. Todos quieren más a Lea porque
siempre es amable. Incluso en la escuela la prefieren a ella. Yo soy siempre la
mala y me caen todas las reprimendas, pero por fin ahora ya sé por qué.
Y con lágrimas en los ojos explicó a Juan la historia del troll que vivía en su
cabeza:
—Me atormenta y me obliga a decir cosas que no pienso y en cambio luego
me hace callar cuando quiero decir algo, como por ejemplo que comprendo muy
bien a Lea y que hoy no quería hacer enfadar a mamá. Incluso me obliga a hacer
cosas que odio. Todo el mundo cree que yo siempre soy fuerte y valiente pero eso
no es cierto, muchas veces tengo miedo.
»A mí también me gustaría ser especial alguna vez. La única que siempre
recibe elogios es Lea. En cambio a mí sólo me hacen caso cuando le rompo algo. Y
no lo hago para hacerle daño porque la quiero mucho. Pero a mí también me
gusta que me hagan caso de vez en cuando, aunque sea muy diferente a ella.
Vanessa explicó todo esto de golpe y atropelladamente mientras lloraba sin
parar. Juan la estrechó fuerte entre sus brazos y la arrulló como a un bebé.
— ¿Por qué tengo a este troll tan estúpido en la cabeza? —sollozaba—. ¡Yo
no quiero!
Juan se quedo pensativo.
—Entonces lo que tienes que hacer es ponerle a raya.
Cuando te atormente dile que se calle.
— ¡Exacto! —gritó Vanessa—. Cuando hace un momento le he ordenado
que se callara me ha dejado en paz un rato.
— ¿Lo ves? Solo tienes que ser más fuerte que él. Lo que este troll bobo
hace contigo es inadmisible y no tienes que permitírselo. Atácale, insúltale, ríete de
él, piensa en algo. No dejes que te estropee el desayuno, que aparte a tus amigos
o que te impida ir a la piscina. Es tipo impertinente no se lo merece y se lo vamos
a demostrar ¿verdad?
—Desde luego. —Vanessa se propuso firmemente no dar de comer nunca
más al troll.
— ¿Sabes, cariño? Todavía me acuerdo de las palabras mágicas que cuando
era niño le decía al troll que tenía en la cabeza si me molestaba mucho. Quizá
también te sirvan a ti.
— ¿Tú también tenías un troll? —preguntó Vanessa asombrada.
—Bueno, ¿de quién crees que has heredado esa testarudez? ¡Pues
naturalmente de tu padre! Así que presta atención, el conjuro mágico dice así:
Tú troll, viejo camorrista,
vete ya de mi cabeza y de mi vista,
lárgate con viento fresco,
desaparece de una vez,
que la magia haga su trabajo,
y al troll lo mande río abajo.

—Es un conjuro estupendo —dijo Vanessa limpiándose las lágrimas y estuvo


repitiendo las palabras con Juan hasta que se las aprendió de memoria. Si es
pendenciero se atrevía a volver, ella ya estaba preparada.
Al anochecer mamá y Lea regresaron a casa de la piscina. Vanessa oyó el
coche desde su cuarto, pero cuando estaba a punto de abalanzarse escaleras
abajo para darles la bienvenida escuchó una voz que decía:
—No vayas —de nuevo era el troll quien hablaba—. Se han ido a la piscina
sin ti. Estamos muy ofendidos y no vamos a dirigir la palabra a esas traidoras.
«Tú eres el traidor —pensó Vanessa—, tú y tus ganas de discusión. Pero
hoy, amiguito, vas a tener que ayunar.» Vanessa quiso salir de un salto pero no lo
consiguió.
— ¡Déjame salir ahora mismo! —gritó Vanessa furiosa—, si no lo haces no
vas a comer nunca más.
Sin embargo, Vanessa se dio cuenta de que ahora la rabia no le servía de
nada, así que se sentó, respiró profundamente, se concentró y recitó entre
susurros la fórmula mágica que Juan le había enseñando:
Tú troll, viejo camorrista,
vete ya de mi cabeza y de mi vista,
lárgate con viento fresco,
desaparece de una vez,
que la magia haga su trabajo,
y al troll lo mande río abajo.

De pronto vio que podía marcharse. Corrió escaleras abajo y se abalanzó en


los brazos de su madre.
—Mamá, siento haberme portado tan mal a la hora del desayuno y no haber
bajado del árbol, pero a partir de ahora todo irá bien. Por favor, perdóname.
—Ahora sí que estoy pasmada. —Mamá se alegró mucho y acarició a
Vanessa en el pelo—. Estoy muy contenta de que nuestra discusión de esta
mañana se haya resuelto. Y ahora, en lugar de pasar cuentas podemos preparar la
cena, ¡tengo un hambre terrible!
—Yo también —gritó Vanessa, pues vencer al troll había sido agotador.
De vez en cuando el troll todavía visitaba a la familia en el pequeño pueblo
situado en el campo. Algunas veces era él quien ganaba la batalla, pero Vanessa
vencía cada vez con más frecuencia. Y a veces, cuando Vanessa se ponía tozuda
todos le gritaban:
— ¡Ya está aquí de nuevo el estúpido troll hambriento! ¡Eh, tú! ¡Lárgate ya!
Luego todos estallaban de risas y el troll tenía que irse a la cama sin comer.
Entre lobos
—Cariño, despierta —dijo mamá con voz melosa y sospechosamente alegre para
ser tan pronto—. Tenemos que darnos un poco de prisa, llegamos tarde.
—Pero si todavía no he terminado de dormir —gimoteó el pequeño Roberto
mientras se tapaba la cara con las sábanas porque el resplandor de la luz del techo
le hacía daño en los ojos.
Mamá, divertida, retiró la manta con un movimiento enérgico, estampó un
sonoro beso en la mejilla de Roberto y dijo algo disparatado como «¡venga,
arriba!»
— ¡Pero si afuera aún es de nooocheee! —Roberto colocó de un tirón su
manta mullida y cálida en su sitio de nuevo y se arrebujó cómodamente en ella.
—Es invierno, mi amor, y mamá tampoco tiene ganas de levantarse pero
tenemos que marcharnos o llegaremos tarde al jardín de infancia para el
desayuno. Ya sabes que cierran la puerta a las ocho y media y luego ya no se
puede entrar.
«Mejor», pensó Roberto.
— ¿Ya son las nueve, mamá? —poco a poco se fue despertando por la
curiosidad.
—No, cariño. Ahora son las ocho y media, así que levántate ya, por favor.
Mamá entró en la habitación de al lado vestirse.
— ¿Dónde tienen que estar las manecillas para que sean las nueve?
—Roberto, por favor, ahora no. eso no importa ahora. —la voz de mamá
sonaba un poco menos dulce. Eran las nueve ya no tendrían que ir al jardín de
infancia y podría quedarse en casa jugando tranquilamente—. Cuando son las
nueve, ¿la manecilla grande está arriba?
—Sí, mi amor, y ahora venga.
—¿Y la pequeña? ¿Dónde tiene que estar la pequeña? —Roberto estaba en
pijama delante del enorme reloj de pared observando atentamente las manecillas
—. Me iré cuando la manecilla esté allí —anunció dibujando un círculo en el aire
con los dedos.
—No, nos vamos ahora —suspiró mamá.
—Bueno —dijo Roberto —, pues hoy no voy al jardín de infancia porque
tengo fiesta.
Mamá, vestida y preparada, se acercó a Roberto, le agarró por la espalda y
le empujó hasta el baño para que hiciera pipí.
—Quítate el pijama, por favor. Mientras tanto voy a coger tu ropa y te
preparo un vaso de leche con cacao.
La leche con cacao estaba bien, pensó Roberto, pero vestirse era un
fastidio, así que prefirió subirse a la báscula del baño y mirar la aguja.
— ¡Mamá, mira, peso cinco metros y cuatro minutos! —gritó excitado—.
Creo que he vuelto a engordar, así que hoy no hace falta que desayune.
Mamá entró en el cuarto de baño:
—No grites tanto. Ayer papá estuvo trabajando hasta muy tarde y todavía
está durmiendo.
—Mamá —susurró Roberto—, peso cinco metros…
—Kilos —le corrigió mamá—. Además todavía no me has dado ningún beso
de buenos días —dijo mientras estampada un sonoro beso en la mejilla de
Roberto.
Tener que dar besos era casi tan pesado como vestirse; lo mejor era dar un
beso rápido y seco, pues de carantoñas y besuqueo no quería ni oír hablar.
— ¿Cómo —pregunto Roberto.
— ¿Cómo qué? —respondió mamá.
— ¿Cómo, kilos?
—Roberto, por última vez, vístete por favor.
Mamá le puso los calcetines y al pasarle el cuello del jersey por la cabeza
casi le arranca la nariz.
—¡Ah! —gritó Roberto—. ¡mi nariz!
—Perdona, pero si te vistieras tú solo como todos los demás niños no te
haría daño.
—Estos pantalones no me los pongo, son ridículos.
Roberto lanzó los pantalones con fuerza hacia la puerta y… ¡brindo!
—Ahora no tenemos tiempo para tus monerías —le regañó mami mientras
recogía los pantalones—. Cada mañana la misma comedia. Y para ya de moverte
de una vez, me estás volviendo loca. Ya que no te vistes tú solo al menos estate
quieto.
—Pues ahora me meto en la cama con papá —dijo Roberto enojado y se
dirigió hacia la habitación pero su madre le agarró del brazo.
—Obedece y pórtate bien.
— ¡Qué rolloooo! ¿Por qué tengo que ir al jardín de infancia? —preguntó
mirando a mamá con aquella expresión suplicante a la que ella normalmente no
podía resistirse.
—Porque ahora mamá tiene que ir a trabajar y después papá también y tú
no puedes quedarte solo casa y porque en el jardín de infancia te diviertes mucho
y tus amigos y amigas estarán muy tristes si no vas.
—Pero Lucas muerde. —Roberto probó una nueva estrategia.
—Pues le echas a empujones y le gritas.
Mamá le había enseñado a hacerlo pero Lucas era demasiado rápido.
Roberto se enfadaba y a veces se ponía triste porque no podía enfadarse.
—Ya hablaré yo con él —prometió mamá— y avisaré a Graciela para que la
vigile.
Roberto estaba encantado:
— ¿Reñirás a Lucas?
—Sí, te lo prometo. Palabra de honor de indio piel roja.
—Seguro que seguirá mordiendo —dijo Roberto haciendo pucheros.
De hecho Graciela siempre le estaba riñendo y Lucas seguía mordiendo.
—Cariño, por favor, al menos ponte los zapatos tú solo. Tienes que ayudar a
mamá si no llegaremos muy tarde.
— ¿Es hoy el día del juguete?
El día del juguete era el día que más le gustaba a Roberto porque cada uno
podía llevar al jardín de infancia un juguete de casa y él tenía muchas ganas de
enseñarle a Martín su coche nuevo.
—No. Pasado mañana es el día del juguete.
—Vale. Entonces pasado mañana sí que voy al jardín de infancia.
Mientras tanto mamá le calzó los zapatos, le puso por undécima vez el vaso
de leche con cacao en la mano y le indicó que se lo bebiera.
—Venga, por favor, coge la chaqueta y no te olvides la gorra ni los
guantes…
…Y luego vinieron todas esas cosas que mamá decía siempre pero Roberto
nunca escuchaba porque hacía rato que se preguntaba cosas mucho más
interesantes, como por ejemplo si esa noche vendría el hada del sueño, por qué
eran kilos y no metros, si Fabián jugaría hoy con él o con esa boda de Daniela y
sobre todo…
— ¡Roberto!, ¿me estás escuchado?
Mamá siempre iba con prisas y por eso se ponía tan nerviosa. Esa mañana
estaba muy contenta y de repente se había puesto de mal humor. Empujó a
Roberto hacia la puerta, cosa que él odiaba, y luego le arrastró por el pasillo.
— ¡Déjame! —gritó, se deshizo de su madre y se tiró al suelo—. ¿Lo ves?
¡Esto es lo que consigues! —dijo llorando a voz en grito.
El día había empezado de un modo genial y encima ahora tenía que salir a
la calle, con ese frío glacial, con ese montón de ropa encima que casi no le dejaba
moverse, tenía hambre y mamá estaba enfadada con él. Y eso que no había hecho
nada. Mamá era tonta, pensó, y el jardín de infancia también, y ese día. Se puso
de pie otra vez con gran esfuerzo y empezó a bajar las escaleras a la pata coja.
Claro está, bajar así no era tan rápido como mamá quería pero era mucho más
divertido.
Naturalmente mamá tuvo que volver a reñirle y a empujarle y así siguieron
hasta que por fin llegaron al jardín de infancia: mamá no le dejó limpiar los
cristales del coche, ni encender las luces, ni tocar la bocina, ni atarse el cinturón
solo, ni sentarse delante, porque si no vendría la policía y les multaría.
Cuando finalmente entró en su clase, se acercó a los demás niños dando
brincos mientras mamá se despedía de él con gesto cansado y cara de haber
estado trabajando ya todo el día.
Naturalmente, mamá se olvidó de reñir a Lucas y Graciela miró enfadada su
reloj y saludó a Roberto diciendo:
—Otra vez llegas tarde. —En lugar del saludo habitual: «¡Hola, Roberto,
buenos días!».
A la hora del desayuno se formó un alboroto inmenso pues todos hablaban
a la vez, así que Graciela ya empezó con sus reprimendas. Cuando Roberto
terminó de comer, Graciela no le dejo levantarse porque tenía que esperar a los
demás. Eso era bastante aburrido. Cuando por fin se levantaron todos, Tino se le
adelantó y cogió precisamente el coche con el que Roberto quería jugar.
Sin embargo, cuando salieron al patio Roberto se olvidó de que era un mal
día pues se subió por todas partes y se lanzó por el tobogán y sólo lloró un poco
cuando Cristina le empujo para quitarle el columpio. Ayudó a sus amigas a
construir un castillo enorme y cuando el gordo de José lo destrozó a pisotones
hubo unos cuantos golpes y Graciela tuvo que volver a reñirles.
Después de la comida —naturalmente no hubo macarrones, el plato
preferido de Roberto—, todos los niños estaban agotados.
Pero cuando todos estaban ya tumbados en sus colchones a punto para la
siesta, Roberto—, todos los niños estaban agotados.
Pero cuando todos estaban ya tumbados en sus colchones a punto para la
siesta, Roberto ya no estaba cansado y le esperaba de nuevo un rato muy
aburrido.
¡Cómo le hubiera gustado estar en casa en ese momento jugando con su
fantástico juego de construcción! Allí no le molestaría nadie, ni nadie le quitaría
nada, no le gritarían, ni le morderían, ni le arañarían, estrangularían o pegarían.
¡Qué maravilla! Roberto cerró los ojos y empezó a pensar en lo que tendría que
pasar para no tener que ir al jardín de infancia durante un tiempo:
«Lo mejor sería que mamá se pusiera enferma. Entonces tendría que
quedarse en la cama y no podría ir a trabajar no llevarme al jardín de infancia. De
este modo me quedaría en casa y no se enfadará porque no me doy prisa. Luego
cogería todos mis juguetes y por fin tendríamos tiempo para jugar y mamá
volvería a estar de buen humor.»
Pensando en todas estas cosas Roberto acabó durmiéndose por fin.
Sin embargo, transcurridos sólo cinco minutos le despertó un ruido
ensordecedor: todos sus compañeros volvían a levantarse. Roberto todavía estaba
muy cansado y hubiera seguido durmiendo con gusto pero no era posible.
En el jardín de infancia tenía que vestirse él solo, nadie le ayudaba. Graciela
decía que ella no podía vestir a quince niños a la vez.
Por desgracia se puso los malditos calcetines del revés. Al verlo, Pedro soltó
una carcajada y dijo a voz en grito que Roberto era un bebé que ni siquiera sabía
vestirse solo. Y todos le oyeron. Roberto, furioso, le escupió y Graciela le volvió a
regañar. Roberto hizo como que no oía nada. Se quedó observando a Juana y a
Luis que estaban jugando a canicas. Roberto tenía ganas de jugar con ellos pero
no atrevía a preguntar. Tenía miedo de que le dijeran que no; se hubiera muerto
de la vergüenza.
Una vez papá le aconsejó: «¡Atrévete a preguntar! No es tan difícil, aunque
alguna vez te digan que no. Y si es así contestas: “Bueno, pues no”. Pero quizá te
digan que sí. Si no te atreves a preguntar no lo sabrás». Sin embargo, sólo de
pensarlo el corazón le empezaba a latir fuerte, las manos le sudaban y no podía
abrir la boca.
Justo cuando logró reunir fuerzas y dar un paso hacia delante, Luis y Juana
se levantaron de un salto y dejaron de jugar con las canicas. Roberto nunca
averiguaría qué le hubiera contestado… pero al menos ahora nadie utilizaba las
canicas y podía jugar con ellas.
Nada más empezar se acercó la pequeña Julia con toda naturalidad, se
sentó junto a él y se puso a jugar encantada. ¡Y sin preguntar siquiera!
Y justo cuando estaba divirtiendo de lo lindo papá asomó la cabeza por la
puerta pues era la hora de recogerle. ¡Qué rabia! Ahora precisamente no quería
volver a casa. Siempre que se lo estaba pasando bien venían llevárselo, ¡vaya un
negocio!
—Papá, tengo que acabar de jugar —dijo Roberto saludando a su padre.
—No, mi amor, todavía tenemos que ir a comprar —rió papá—. Mañana
podrás seguir jugando con tu amiga. Ahora tenemos que comprar comida antes de
que cierren las tiendas.
— ¿No pude ir mamá a comprar?
Comprar no era precisamente la ocupación preferida de Roberto.
—No. Ya sabes, hoy es miércoles y después del trabajo mamá se va
directamente a su clase de yoga. Venga, vámonos rápido.
— ¡Entonces tendrás que cogerme! —gritó Roberto y se escapó corriendo
por encima de las mesas y los bancos y se escondió debajo de las mantas que
había en el rincón donde dormían la siesta.
Una enorme fiera salvaje se abalanzó de repente encima de Roberto
gruñendo, rugiendo y haciéndole cosquillas encima de la colchoneta. Cuando ya no
podía más de la risa, papá se puso otra vez de pie y le ayudó a vestirse, pero sólo
un poco, pues Roberto ya no era un niño pequeño.
Lucas le dijo adiós alegremente l pasar y ya salía por la puerta cuando papá
le atrapó por el brazo, le miró fijamente a los ojos y le dijo con dulzura pero con
decisión:
—Lucas, no me gusta que muerdas a Roberto. Los mordiscos duelen
mucho. —Lucas se encogió de hombros y le miró con cara de culpabilidad pues
naturalmente sabia que morder no estaba bien. Papá continuó—: Lucas, ahora me
vas a prometer que dejarás a Roberto en paz.
Lucas asintió rápidamente y corrió hacia su madre.
Roberto esperaba que Lucas no olvidara su promesa. En cualquier caso era
muy reconfortante que papá hubiera hablado con él.
Después de comprar casi volvía a ser la hora de ir a dormir. Roberto
esperaba con impaciencia poder jugar un poco con su coche de carreras. Pero
apenas quedaba tiempo de jugar antes de ir a la cama, y hoy mamá ya no le vería.
Roberto se puso un poco triste.
Pero luego vino el hada del sueño volando por los aires y todo volvió a ir
bien. Cuando el hada esparció los polvos mágicos del sueño, Roberto se olvidó de
cerrar los ojos y le cayeron todos encima. De repente se sintió muy cansado y
empezó a bostezar enérgicamente. No tenía ningunas ganas de cepillarse los
dientes, lavarse las manos y ponerse el pijama solo. Además papá tampoco quiso
iniciar la acostumbrada guerra de almohadas y Roberto rompió a llorar. Papá sólo
dijo que eso pasaba porque Roberto estaba muy cansado y le dejó escoger un
cuento. Mientras papá leía, Roberto se quedó dormido. Así que papá salió de la
habitación de puntillas y Roberto se quedó solo.
¡Oh, oh! ¡Un ruido! ¡Algo que corría y cuchicheaba! ¿Serían fantasmas?
Roberto estaba demasiado cansado para abrir los ojos.
—Dejadme en paz. Hoy he tenido un día agotador y no estoy para tener
que andar enfadándome por ahí con fantasmas.
Pero ¿quién se estaba riendo? Primero sonaba bajito, luego a carcajadas.
Eran los niños del jardín de infancia. Estaban allí todos juntos y Roberto estaba
solo contra la pared. Se pusieron a gritar:
— ¡Eres un bebé! ¡Eres un bebé! ¡No puedes jugar a canicas con nosotros!
— ¡Parad de reír!
Roberto quería marcharse a casa pero las piernas le pasaban mucho y
estaba muy cansado para correr.
— ¡Mamá! —gritó desesperado—. ¡Ven rápido! ¡Ayúdame!
Entonces los niños se separaron y detrás apareció su madre tumbada
encima de una cama inmensa. Llevaba un camisón largo y blanco y estaba muy
pálida. Claro, estaba enferma, era evidente. Y él tenía la culpa porque así lo había
deseado.
—Mamá, por favor, cúrate —lloraba—. No lo pensaba de verdad.
—Demasiado tarde, demasiado tarde —respondió Graciela regañándole
mientras señalaba su reloj con el dedo índice—, siempre llegas demasiado tarde.
—No, no—Lloraba Roberto—, nunca más. Mañana seré bueno y me daré
mucha prisa, palabra de honor de indio piel roja.
—Nadie confía en tus promesas —dijo Lucas acercándose y le dio un
mordisco en el brazo.
— ¡Ah!
Roberto soltó un grito de dolor. Quería pegarle un revés en la nariz pero no
podía mover los brazos. Entonces pasó el hada del sueño volando por los aires,
Roberto echó a correr, pegó un salto, se agarró a las faldas del hada y se escapó a
toda prisa. De pronto se sintió muy mareado por la emoción; además la velocidad
le daba miedo. Miró hacia atrás y vio que los otros le perseguían. Se habían
convertido en lobos y cada vez corrían más rápido enseñando sus colmillos
dispuestos a morderle.
Justo cuando acababan de atraparle, el hada se desvaneció y Roberto se
precipitó al vació. Fue cayendo y cayendo mientras oía una voz que gritaba
pidiendo ayuda. Reconoció la voz: era la suya.
Entonces alguien le tocó la cara, le secó las lágrimas y dijo:
—Cariño, no te preocupes, estoy aquí.
—No te mueras, mamá —gritó—. No me dejes solo.
—Mi amor, no pasa nada —dijo la vos—. Has tenido una pesadilla.
Fue entonces cuando Roberto pudo por fin abrir los ojos y se lanzó a los
brazos de mamá. Ella le acarició con ternura, sonrió y le dio un beso muy fuerte.
Era el beso más agradable y más apetecible que podía imaginarse y besar no era
en absoluto asqueroso.
—Mamá, ¿has ido a tu clase de yoga? —preguntó Roberto.
—Sí, pero ahora ya estoy aquí.
Roberto la miró y dijo:
—Hoy dormiré contigo y así no tendrás miedo.
Luego cogió a su madre de la mano y la condujo a la habitación.
—Hoy dormirás entre papá y mamá —replicó su madre—, y así ninguno de
los dos tendrá miedo. Y ahora a dormir enseguida. Mañana no levantaremos un
poco más pronto para tener tiempo suficiente y no tener que darnos prisa.
—Mamá, tengo una idea: por la noche podemos preparar la ropa que quiera
ponerme al día siguiente, así por la mañana no tendremos que pelearnos y todo irá
mucho más rápido.
— ¡Qué mayor eres ya! —susurró mamá—, me parece una idea estupenda.
Te quiero mucho.
Luego deslizó sus cálidas manos debajo de la chaqueta del pijama de
Roberto y le rascó la espalda. Era una sensación tan agradable que Roberto se
quedó absorto.
Mamá empezó a contarle el cuento de la mariquita que tanto le gustaba.
Roberto cerró los ojos y las imágenes de colores se hicieron en realidad.

Érase una vez una mariquita que vivía en un prado verde inmenso. En el
prado había muchos árboles viejos y también un sinfín de flores de vivos colores.
Las flores se balanceaban mecida por la cálida brisa de verano cantando una dulce
melodía. Todos los animales que vivían en este prado dormían profundamente. La
mariquita vivía en una flor preciosa. Cada pétalo era de un color diferente, uno
azul turquesa como el agua del lago cercano.
Por las mañanas, cuando los primeros destellos de luz aparecían por el
horizonte, la flor se abría muy lentamente y los rayos de sol acariciaban a la
mariquita despertándola. Ésta se desperezaba y se estiraba deliciosamente y
saludaba al nuevo día con un largo bostezo. Luego se posaba de un salto en la flor
de al lado que la noche había cubierto de rocío y se daba un baño. Primero se
quitaba su abrigo de mariquita y después se sumergía en el agua suave y caliente
por el sol. La mariquita se recostaba de espaldas contemplando el cielo y viendo
las nubes pasar y cambiar de forma continuamente. A veces eran una manada de
elefantes grises, otras veces un grupo de patos salvajes que volaban hacia tierras
lejanas, o incluso el rostro de una mariquita enorme sonriendo o durmiendo. La
mariquita estaba muy calentita en el agua y era feliz. Se sentía la sensación de
estar planeando con las alas extendidas llevaba por la brisa estival.
Después del baño siempre tenía un hambre feroz y se comía una hoja verde
enorme. Cuando terminaba se sentía satisfecha y contenta.
Ese día la mariquita quería ir a visitar a su amiga que vivía al otro lado del
prado, así que se dispuso para salir. El camino era largo y duro pues la hierba
estaba muy alta y había obstáculos por todas partes. De tanto andar le pesaban
mucho los brazos y las piernas. Sin embargo, finalmente consiguió superar todas
las dificultades del camino y llegó sana y salva a casa de su amiga que llevaba
esperándola todo el día con impaciencia. A modo de bienvenida la miga le ofreció
un vaso del delicioso néctar del cáliz de una flor y luego contemplaron juntas la
puesta de sol. De pronto se sintieron muy cansadas, ambas bostezaron y estiraron
los brazos. Luego se echaron la una junto a la otra sobre una enorme hoja verde
mu mullida y se taparon con el pétalo de una flor. Estaban tendidas boca arriba y
contemplaban la obscuridad de la noche. En el cielo brillaban miles de estrellas. Se
pusieron a contarlas y a admirar los dibujos que formaban en el cielo. Los brazos y
las piernas les pesaban cada vez más. Sabían que la luna las protegería desde lo
alto pues la luna adoraba a las mariquitas. Allí encima de la hoja se sentían
abrigadas y relajadas y la hoja las mecía suavemente movida por el viento. Se
balanceaban a un lado y a otro, a un lado y a otro. Entonces se les cerraron los
ojos porque estaban muuuyyy cansadas y se sentían muy bien. Al despertar por la
mañana estarían descansadas y preparadas para el nuevo día. Por último
respiraron profundamente dejando que el fresco aroma del prado las envolviera y
a lo lejos escucharon a los grillos cantando la nana del prado:

El cielo está oscuro, el sol se ha escondido,


estará de visita en algún otro lugar,
las estrellas han aparecido, van siguiendo su camino,
pues la Tierra gira y gira sin pararse jamás.

Cierro los ojos, el día ha terminado,


me acurruco suavemente en el regazo de la noche,
la luna me envía sueños sólo para mí,
para que las noches no sean aburridas.

Que todo quede en calma pues el día ha terminado,


es la hora de dormir pues la noche está para eso,
sé muy bien que no estoy solo
y cuando despierte mañana,
el azul del cielo brillará con esplendor.
Compañeros de sueños
— ¡Socorrooooo!
A la pequeña Yasmina la despertaron sus propios gritos. Estaba
empapada de sudor y tenía la piel de gallina. Echó la manta a un lado rápidamente
e intentó abrir el saco de dormir, pero a obscuras no era tan sencillo. Tiró de la
cremallera con fuerza, pero el artilugio se había vuelto a enganchar, así que cogió
impulso, logró doblar las piernas por encima del borde de la cama y salió dando
saltos. Conocía tan bien la casa que incluso totalmente a oscuras consiguió llegar
sana y salva hasta la habitación de sus padres.
— ¡uf!, ¡lo he conseguido!
Seguro que pronto llegaría a ser campeona del mundo de carreras de sacos.
Al fin y al cabo se entrenaba cada noche haciendo ese recorrido, muy a pesar de
sus padres.
Ahora sólo le quedaba superar la escarpada pared del borde de la cama. Se
sentó en el colchón, levantó las piernas, se puso de rodillas, avanzó por encima de
la manta y finalmente se dejó caer entre sus padres.
— ¿Otra vez la pesadilla? —susurró mamá soñolienta y luego la tapó con
una punta de la manta.
—Sí.
Yasmina se acurrucó sollozando en el cálido pecho de su madre que se
había vuelto a dormir. En el otro lado papá roncaba con regularidad: ya se había
acostumbrado a las visitas nocturnas de su hija.
Yasmina se quedó allí con los ojos abiertos escuchando atentamente el
sonido del despertador, el tictac continuando de la segundera, la respiración de su
madre y los ronquidos de su padre.
Papá siempre afirmaba que él no roncaba sino que producía sonidos de
advertencia para asustar a posibles ladrones y animales feroces. Al oír esto mamá
se reía y le decía que algún día esos sonidos de advertencia harían que el techo
desplomara. En cualquier caso, Yasmina creía que los ronquidos eran muy
tranquilizadores y allí, entre los dos, se sentía protegida. No podía entender por
qué sus padres preferían dormir sin ella. En realidad era mucho más agradable.
Yasmina tenía un hermano que ya iba a la escuela. Su hermano dormía en
la litera de arriba, pero no era la mitad de agradable que dormir con los padres. A
pesar de ello estaba bien saber que su hermano estaba allí cuando ella se
despertaba por las noches y salía sola al pasillo para ir a la habitación de sus
padres.
Mientras estaba allí tumbada recordó de nuevo algunos fragmentos de su
sueño: Una vez más estaba huyendo. Le perseguían siempre las mismas figuras
extrañas. Le lanzaban piedras y tenían arcos y flechas con los que le disparaban.
Yasmina quería huir de ellos y esconderse pero los pies le pesaban y se le pegaban
al suelo como si fueran chicle. Apenas se movía del sitio y empezaba a gritar
pidiendo ayuda. Los atacantes se acercaban cada vez más y su corazón latía a
toda prisa muerto de miedo. ¡Que no la cogieran! Y entonces, cuando estaban a
punto de atraparla, se despertaba.
Pero ahora estaba a salvo. Yasmina bostezó satisfecha, se dio la vuelta y se
volvió a dormir. Al día siguiente apenas se acordaba de la pesadilla.
Yasmina tenía que escuchar cada noche las mismas palabras de sus padres:
—Ya eres mayor y nos has prometido que dormirías en tu cama. Inténtalo al
menos de una vez. Tu hermano es mucho más razonable. Además, si lo consigues
te daremos un premio.
Pero Yasmina no quería ningún premio. Tenía miedo. ¿por qué nadie lo
entendía? Su hermano se reía de ella y la llamada llorona o miedosa. La gente
podía ser muy mala e injusta.
Yasmina se había propuesto muchas veces no tener ninguna pesadilla nunca
más. Si los fantasmas malvados la dejaran en paz seguro que no tendría ningún
problema por las noches. Pero no la dejaban en paz. Aparecían y desaparecían
según les convenía y asustaban y molestaban a Yasmina tal como les venía en
gana.
Cuando le preguntaba a su hermano qué sueños tenía, él se reía y le
contaba que soñaba que construía ciudades enormes o que conversaba con
animales que hablaban, o que volaba por los aires y que desde arriba todo era
mucho más divertido. Ese día, David y Yasmina quería mucho a sus abuelos. Lo
pasaba muy bien cuando iba a verlos.
La abuela hacía las galletas más deliciosas del mundo y siempre les daba
pan crujiente con mermelada casera.
La abuela tenía un pequeño jardín con un cerezo, «dos manzanos, varios
ciruelos y arbustos de moras. Cuando la fruta estaba madura los abuelos dejaban
que Yasmina saliera con una cesta y los ayudara a recolectarlos, pero en esos
casos solía desaparecer tanta fruta en su barriga que luego, por la noche, tenía
dolor de estomago.
Además en el jardín había un columpio, una caja grande con arena ara
jugar y muchas flores y explicaba unos cuentos preciosos de duendes encantados,
hadas y palacios con reyes y reinas.
Cuando el abuelo se iba con su hermano a echar a volar la cometa, Yasmina
se sentaba junto a su abuela en el banco del jardín.
Con la abuela podía hablar de cualquier cosa. Siempre tenía tiempo y nunca
decía que tenía demasiadas cosas que hacer o que en ese momento no tenía
ganas.
Así, cuando ese día Yasmina le explicó que tenía una pesadilla que se
repetía constantemente la abuela la escuchó con atención.
—Imagínate abuela, unos fantasmas misteriosos me persiguen y quieren
atraparme. Primero parecen totalmente inofensivos y fingen que solo quieren jugar
conmigo. Pero luego, de repente, me doy cuenta de que son malos. No paran de
hacer muecas raras y me persiguen. —Yasmina estaba furiosa.
La abuela abrazó a su nieta, quien de repente, a pesar del sol, se quedó
helada:
— ¿Y tú qué haces cuando te persiguen? —preguntó la abuela.
—Pues me doy la vuelta rápidamente y empiezo a correr como una loca.
Pero luego me alcanzan y me tiran piedras y yo tengo un miedo terrible porque sé
que me van a coger.
—Pero ¿te han cogido alguna vez? —preguntó la abuela de nuevo.
—No exactamente. Justo en el momento en que me cogen me despierto —
le informó Yasmina.
—Vaya, vaya —murmuró la abuela pensativa como si las incontables
arrugas de su frente la ayudaran a reflexionar—. Así que todavía no te han
atrapado nunca ya hasta ahora siempre que los veías has salido corriendo
¿verdad?
—Sí, claro. ¿Acaso tú no correrías si los tuvieras detrás de ti?
Yasmina miró a su abuela con ojos interrogantes.
—Si fuera en la vida real, probablemente sí —admitió la abuela—, pero en
sueños seguro que se me ocurrirían otras posibilidades.
— ¿Otras posibilidades? —Yasmina no salía de un asombro—. ¿Qué
posibilidades?
—Pues por ejemplo puedes quedarte parada y mirar directamente a los ojos
del peligro, o llamas a tus compañeros de sueños —propuso la abuela con
tranquilidad como si fuera la cosa más natural del mundo.
Eso despertó la atención de Yasmina que estaba muy nerviosa:
—¿Compañeros de sueños? ¿Quiénes son y cómo los puedo llamar?
—Vaya. ¿acaso no sabes que todo el mundo tiene compañeros de sueños?
—replicó su abuela asombrada.
—Sólo me has hablado de los ángeles de la guarda que cuidan a los niños.
Los compañeros de sueños, ¿también son ángeles de la guarda? —preguntó
Yasmina.
—No —rió abuela—. Los ángeles de la guarda son ángeles de la guarda, y
los compañeros de sueños son compañeros de sueños.
»Imagínate que es de noche y estás en la cama. Tienes que descansar
porque has estado todo el día de pie. Luego te duermes, pero tu mente sigue
trabajando. Te pasan tantas cosas en un día que por la noche la cabeza todavía
tiene que pensar mucho. Por eso tu imaginación echa a volar y te enseña tus
deseos y tus miedos en muchas imágenes. Son tus pensamientos y, por eso, sólo
tú puedes decidir qué pasa en tus sueños y qué personajes aparecen. Como si
fueras una directora de cine que quiere rodar un película y escribe el guión y
selecciona a los actores. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Yasmina reflexionó:
—¿Quieres decir que el sueño me pertenece porque tiene lugar en mi
cabeza pero que, en realidad, no puede pasarme nada malo porque, de hecho,
estoy en la cama durmiendo?
Yasmina nunca había considerado el asunto de este modo.
—Exacto, pequeña, tú decides lo que ocurre. Por eso mismo también
puedes quedarte parada cuando aparecen los malos. Les puedes preguntar qué
quieren u ordenarles que desaparezcan. Ya verás, no pueden hacerte nada. Tú
misma has dicho que antes de que te atrapen siempre te despiertas. Y si tienes
mucho miedo, pues pides ayuda a tus compañeros de sueños. Éllos vendrán y te
ayudarán.
—¿Y a quien llamo? ¿Puedo llamarte a ti? —preguntó Yasmina animada.
—Pues claro que puedes llamarme —respondió la abuela con toda confianza
—, o a mamá y papá, a tu hermano David, al abuelo, a tus amigos y amigas, o a
quien tú quieras.
—Y si te llamo ¿seguro que vendrás? —insistió Yasmina.
—Por supuesto que vendré —prometió la abuela, y Yasmina la creyó.
El resto del día Yasmina estuvo pensando en la conversación que tuvo con
la abuela. Al llegar la noche, Yasmina esperaba con ganas la hora de irse a dormir
pues casi no podía esperar a conocer a sus compañeros de sueños.
No consiguió dormirse hasta muy tarde y cuando se despertó, el sol brillaba
en la habitación y Yasmina no pudo acordarse de si había soñado algo o no.
estaba un poco decepcionada pero, al menos, no había tenido ninguna pesadilla.
Así transcurrió algún tiempo sin que sucediera nada especial. Mamá y papá
estaban muy orgullosos de que Yasmina hubiera dormido tres noches seguidas sin
haber aparecido por su cama.
El fin de semana fueron de visita a casa de Francisco, el mejor amigo del
hermano de Yasmina. Comieron pastel de nata y chocolate de todas clases porque
era el cumpleaños de Francisco.
Yasmina, que nunca podía resistirse a los dulces, comió todo lo que quiso
hasta hartarse. Fue una fiesta de cumpleaños muy bonita, pero al final se encontró
mal de tanto como había comido.
Naturalmente, su madre ya se lo había imaginado y no tuvo demasiada
compasión con la niña. No sólo eso, sino que incluso se empeño en que Yasmina
se limpiara los dientes durante horas para que cuando fuera mayor no tuviera la
dentadura llena de agujeros como un queso gruyère.
Por fin se fue a la cama y antes de que mamá apagara la luz ya se había
dormido.
Tuvo un sueño en el que aparecía una montaña gigante de chocolate y
helado de fresa coronada de nata. Yasmina acababa de coger su patinete cuando,
de pronto, vio de nuevo a los fantasmas acercarse. Primero eran sólo dos pero
luego cada vez eran más. Tenían una expresión feroz y llevaban arcos con flechas
afiladas que apuntaban hacia Yasmina. De pronto, uno de ellos se inclinó y cogió
una piedra. Yasmina sabía muy bien qué querían.
Ella quería huir corriendo pero las ruedas del patinete estaban bloqueadas y
no rodaban. Se vio presa del pánico. Entretanto, los malvados fantasmas estaban
cada vez más cerca y Yasmina les oía reír maliciosamente y gritar insultos.
«Tengo que salir de aquí corriendo», pensó rápidamente.
Soltó el patinete, se dio la vuelta y empezó a correr. Las piernas se movían
como a cámara lenta. Era como si llevara dos pesados lastres en los pies. Le dolía
la barriga y tenía un miedo terrible.
« ¡No! —gritó de pronto una voz en su interior—. No escapes, piensa en tus
compañeros de sueños.»
¡Exacto! En ese momento recordó todo de nuevo. Yasmina se quedó parada
y se dio la vuelta. Automáticamente los fantasmas también se quedaron parados
como si el repentino cambio de los acontecimientos los hubiera asustado. Estaban
desconcertados pero se mantuvieron en posición de ataque.
—Creéis que estoy sola ¿verdad? —gritó Yasmina con voz potente—, pues
os equivocáis. ¡Compañeros de sueños a mí!
Gritó y dio un silbido colocando dos dedos en la boca tal y como David le
había enseñado. Y en eso que de todas partes surgieron sus compañeros dando
gritos victoriosos.
Eran un montón de chicos altos y corpulentos y niñas fuertes, ataviados con
preciosos vestidos de piel y pinturas de guerra, dando volteretas y saltando de los
árboles. Luego rodearon a Yasmina en un círculo para protegerla esperando a que
ella les diera la orden.
—Aplastadlos —dijo Yasmina señalando con el dedo a los enemigos—,
aniquiladlos, dadles su merecido y que no vuelvan a aparecer por aquí.
Todo sucedió muy deprisa. Los compañeros de sueño se abalanzaron sobre
los malvados que soltaron sus armas rápidamente y se dieron a la fuga. Los
compañeros de sueños corrieron detrás de ellos con gran griterío.
Yasmina estaba a salvo.
Luego se sentó sobre una piedra:
—Ha sido estupendo —rió—. Lo hemos conseguido.
Cuando sus amigos regresaron armando un gran bullicio Yasmina les dio las
gracias. Bajo las pinturas de guerra pudo reconocer a algunos de ellos.
Naturalmente, su hermano del corazón estaba entre los guerreros, y también
Francisco, que llevaba un gran pedazo de pastel de nata en la mano. Luego
Yasmina se quedó mirando cómo sus compañeros de sueños subían a un barco de
vela y se elevaban por los aires, pero entonces ya no llevaban pinturas de guerra
sino que iban vestidos de piratas. El velero se alejaba flotando lentamente.
Yasmina les dijo adiós con la mano:
— ¡Gracias! —gritó—. ¡Gracias por haber venido! —Y una lágrima de alegría
resbaló por su mejilla.
— ¡De nada! —contestaron los piratas—. Si alguna vez nos necesitas de
nuevo estaremos aquí.
Yasmina regresaba caminando ensimismada a recoger su patinete cuando,
de pronto, detrás de un árbol enorme, vio la sombra de alguien que esperaba
sentado. Se acercó corriendo y allí estaba la abuela con una gran fuente llena de
cerezas.
— ¡Abuela! —gritó contenta—. ¡Abuela, imagínate, he encontrado a mis
compañeros de sueños!
La abuela la abrazó delicadamente y la besó en la frente.
— ¿No te lo había dicho, pequeña? Sólo tienes que llamarlos —contestó con
un brillo de satisfacción en los ojos.
Pero Yasmina empezó a girar y girar hasta que empezó a marearse.
Entonces levantó los brazos y dando un salto se elevó por los aires: ¡estaba
volando! Se deslizaba por el cielo ligeramente. De pronto empezó a reír y reír y
cuando se despertó su hermano lo estaba mirando desde la litera de arriba.
Yasmina le guiño el ojo y dijo:
—Tenías razón, David. ¡Desde el cielo todo es mucho más divertido!
Amigas
—Eres mi mejor amiga —dijo Josefina.
Estaba sentada en su mesa de juguete; la había dispuesto cuidando hasta el
menor detalle. Jugaba a que era su cumpleaños.
— ¿Quieres un trozo de pastel? —preguntó mientras tendía a Marga un
platito y un tenedor. Luego, cogiendo una pequeña jarra vertió cuidadosamente té
en una taza.
»Cuando hayamos terminado de comer podemos jugar a romper una piñata
o a carreras de sacos.
En ese momento su madre la llamó desde la cocina:
—Fina, la cena está en la mesa. Ven, por favor.
—Ahora no puedo. Estoy jugando con Marga a que es mi cumpleaños.
— ¿Otra vez con Marga? —Mamá asomó la cabeza por la puerta de la
habitación.
—Con Marga me la paso muy bien —afirmó Fina, y dirigiéndose a su amiga
dijo:
— ¿Quieres cenar con nosotros?
¡Pues claro que Marga quería! Las dos niñas siguieron a mamá hasta la
cocina.
—Marga, ¿quieres sentarte entre papá y yo? —preguntó alegremente.
—Está bien —aprobó el padre de Fina.
—Te has vuelto a olvidar de poner un plato para Marga.
Josefina se levantó de un salto y cogió un plato del armario, lo puso entre
un sitio y el de su padre e invitó a Marga a sentarse.
—Cariño, creo que tenemos que hablar de algo —empezó a decir mamá
mirando a su hija—. Ya sé que las cosas no te han resultado nada fáciles desde
que nos hemos mudado. Tus amigas de antes están muy lejos de aquí. Todavía no
tienes amigos ni entre los niños de los vecinos ni entre los del jardín de infancia,
pero no vas a estar siempre jugando únicamente con tu amiga Marga a la que sólo
tú puedes ver. ¿Por qué no te buscas una amiga de verdad?
Josefina suspiró:
—No quiero. ¿Por qué tengo que buscar otra amiga si ya tengo una? Los
niños del jardín de infancia siempre están gritando y alborotando. No hacen más
que pelearse y pegarse. Prefiero estar con Marga. Ella no va gritando por ahí.
»Marga, coge otra rebanada de pan.
—Pero no todos los niños son iguales —replicó mamá intentando retomar la
conversación—. Busca a alguien que sea tranquilo y que juegue a las mismas
cosas que tú.
—Sólo Marga es así —suspiró Fina—. Siempre está conmigo aunque me
sienta sola o triste. Juega a lo que a mí me gusta y no le gusta mandar. No quiero
que los otros niños sean mis amigos.
—Ahora no te dejes acobardar —intervino Benny, el padre de Fina—. Mira,
cuando llegué a este país ni siquiera sabía hablar el idioma de aquí y tampoco
tenía amigos.
— ¿Por qué dices eso? Yo sí que tengo amigos. Tengo a Marga y eso basta.
Fina no entendía lo que mamá y papá pretendían. ¿Por qué no les gustaba
Marga? Ella seguía siendo su mejor amiga aunque nadie pudiera verla. Era de una
isla muy lejana, como su padre. Papá todavía seguía escribiéndose con sus viejos
amigos y cuando llegaba una carta, los sellos siempre eran muy bonitos, con
pájaros de colores y peces.
A Fina le fascinaban las historias que papá le contaba de su país. Su padre
era de una isla que se llamaba Jamaica. Loa nativos de la isla tenían la piel de
color marrón como el chocolate, llevaban vestidos de vivos colores y joyas de oro,
lucían bonitos peinados y andaban descalzos por la playa. Allí siempre hacía un
buen tiempo pues el sol brillaba cada día. Las playas eran interminables, de arena
blanca y repletas de palmeras hasta donde alcanzaban la vista. Su padre conoció a
su madre allí mientras ésta pasaba sus vacaciones en la isla. Josefina tenía muchos
primos en la isla del Caribe a los que soñaba con conocer alguna vez.
Un día iría allí en avión con sus padres y visitaría todos los lugares. A veces
soñaba con eso y se imaginaba cómo sería. Fina también tenía la piel de un bonito
color marrón y el pelo muy rizado y deseaba tener esos preciosos vestidos de
colores que llevaban las niñas de la isla.
Al día siguiente, en el jardín de infancia, Fina hizo un dibujo de la isla de
papá. También dibujó a Marga y a ella chapoteando en el agua y a un montón de
peces de colores nadando a su alrededor.
De pronto, unos fuertes sollozos la devolvieron a la realidad del susto.
Intentando subir una escalera, Federico había resbalado y se había caído al suelo.
Los niños que estaban a su alrededor se reían de él porque no tenía tanta
habilidad para trepar como ellos. Era verdad, no era precisamente ágil pero, en
cambio, era fuerte como un oso y a veces hacía daño a los demás. Luego se ponía
triste y decía que no había sido su intención. Otras veces destrozaba algún juguete
porque no sabía manejarlo. Todo eso solía provocar las burlas de los demás que
siempre le estaban tomando el pelo.
— ¡Ay! —lloraba Federico frotándose el trasero de dolor.
Fina soltó los lápices de colores, se levantó de un salto y corrió hacia Fede.
Por un instante se olvidó de su timidez.
— ¡Desde luego, hay que ver lo malos que sois! —soltó—. Venga, Federico,
vamos a pintar —dijo cogiendo a Federico de la mano y llevándoselo a su mesa.
— ¿Qué pasa aquí? —exclamó en voz alta la maestra saliendo de la cocina
con una bandeja llena de frutas.
Pero los niños ya llevaban un buen rato jugando y se abalanzaron sobre el
delicioso plato de frutas. Federico se llenó las manos enseguida. Luego se acercó a
Fina y la invitó a comer de sus frutas mientras admiraba su dibujo.
— ¡Qué peces tan bonitos! El rojo es precioso. En el acuario vi unos peces
exactamente iguales a éste. Existen de verdad. ¿Me dejas pintar un pez a mí
también?
Fina asintió y pudo comprobar que dibujaba muy bien.
— ¿Sabes, Federico? Donde nació mi papá hay peces de colores como éstos
en el mar. Allí se puede bucear y contemplarlos. Ahora voy a dibujar una concha.
— ¿Sabes, qué? Una vez fui a la playa yo también cogí conchas. ¿Quieres
verlas? ¿Quieres venir un día a mi casa? —preguntó Federico y Fina aceptó
encantada.
Poco después Josefina conoció a la familia de Federico y a su gato Peludo. A
Fina le gustaban mucho los animales y el gato era tan suave y mimoso que
permitía incluso que le pusieran en un coche de muñecas y le sacaran a pasear.
Federico tenía una hermana pequeña que se llamaba Lina y que pronto se hizo
amiga de Fina.
Cuando Federico estaba en casa jugando con Fina y su gato se comportaba
de manera muy diferente a cuando estaba en el jardín de infancia: era mucho más
amable, tranquilo y nada arrogante. No se pasaba todo el día fanfarroneando de lo
fuerte que era ni tampoco explicaba esas historias fantásticas y aventuras que
supuestamente le ocurrían cada día y de las que solía alardear en el jardín de
infancia.
Desde que Josefina y Federico se veían a menudo, Fina iba al jardín de
infancia de buena gana. Cuando los niños se sentaban en la mesa grande a comer,
Federico siempre guardaba una silla libre a su lado y cuando a Fina le tocaba
repartir el postre, siempre servía primero a Federico. Gracias a él, Josefina jugaba
cada vez más con los demás niños y cuando Fede volvía a ser el blanco de burlas
siempre tenía a una amiga a su lado que le defendía o le consolaba.
Y así, un día, Marga, la mejor amiga de Josefina, desapareció de nuevo en
el país de la fantasía. A veces regresaba por la noche y entonces Fina le contaba
todo lo que le había sucedido.
Los demás niños invitaron a Josefina a sus fiestas de cumpleaños y cuándo
llegó el día de su cumpleaños, Fina invitó a todos los niños del jardín de infancia.
Por supuesto también Federico y a Lina. Por desgracia Peludo tuvo que quedarse
en casa. Benny preparó un pastel delicioso y también había macedonia y
macarrones con salsa caribeña. Fede no paró de comer hasta que no quedó nada.
Después de jugar, los niños se sentaron a escuchar embelesados las historias que
el papá de Fina explicó. Luego cogió la guitarra, cantó las canciones que cantaban
los niños en su país y les enseño algunos poemas sencillos en su idioma que
después cantaron con Josefina y sus nuevos amigos y amigas.
Cuando todos los niños se marcharon a Josefina se le cerraban los ojos de
cansancio y, antes de dormir, Benny le explicó un cuento que su madre le contó
una vez cuando era niño y que decía así:

Érase una vez un pescador que vivía en una isla al otro lado del océano con
su mujer y sus siete hijos. No tenían dinero y, sin embargo, eran muy ricos, pues
poseían una cabaña de paja en una preciosa playa de arenas blancas. En la playa
había muchas palmeras repletas de cocos y a los niños les gustaba mucho comer
su pulpa tierna y beber el dulce jugo.
Cada noche, el pescador se introducía mar adentro con su barca, tiraba las
redes y esperaba. La luna brillaba en el cielo como una gran luz blanca. Las
estrellas le mostraban el camino y las olas chapoteaban suavemente en la proa.
El pescador adoraba ese momento del día en que todo estaba tranquilo.
Durante todo el día trabajaba sin parar para alimentar a su familia. Tenía que
limpiar los pescados y llevarlos al mercado a vender. En la ciudad había mucho
ruido y suciedad.
En cambio, allí, en su barca, el pescador le invadía una grata sensación de
calma y tranquilidad. La noche con sus suaves colores oscuros y la cálida brisa le
cubrían como una manta suave y mullida.
Allí sentado en la barca balanceada por el viento el pescador tenía mucho
tiempo para soñar. Entonces se imaginaba que podía volar y que flotaba
libremente por el cielo. Primero inspiraba el aire fresco de la noche y luego, al
respirar, soltaba todas las cosas que le preocupaban: el cansancio, el mal humor,
la decepción, la rabia, la debilidad, la tristeza y todas las tensiones del día que se
habían ido acumulando en su interior. Todo salía de su boca como una obscura
nube de tormenta. Luego respiraba de nuevo la blanca y pura brisa marina que le
proporcionaba luz, salud, fuerza, valor y ánimo. El aire le aclaraba los
pensamientos y se sentía en paz y satisfecho con el mundo.
El mar y él eran una misma cosa. Luego regresaba volando por los aires
hasta su barca y se dejaba mecer por las olas.
El mar era la madre que cuidaba de él. La luna era el padre que la protegía.
Después de estar soñando y pescando un buen rato el pescador se sintió
muy cansado. Se desperezó, se estiró y bostezó enérgicamente. Mientras recogía
la red, los brazos le pesaban mucho y al remar de vuelta a casa le pesaban cada
vez más. Luego llevó los pescados hasta la cabaña. Los pies se hundían en la
arena cálida y blanca y las piernas también le pesaban mucho.
Entró en la cabaña y escuchó la respiración de su mujer y sus hijos. Todos
dormían profundamente. El pescador se acostó junto a su mujer y también se
durmió. Después del arduo trabajo se sentía cansado y contento y durmió toda la
noche con sueño profundo. Y reparador. En sus sueños oía a los peces cantando
desde el mar esta canción:

Surcamos los aires,


cabalgamos sobre las olas,
nos sentimos como niños,
descubrimos nuevas cosas.
Cierra los ojos,
¿oyes el murmullo de la arena de la playa?

Volamos junto a la luna,


bailamos sobre las nubes,
la corriente nos lleva
hasta mundos desconocidos.
Cierra los ojos,
¿hueles el aroma de la brisa marina?

Duérmete, duérmete,
deja que las olas sean tus compañeras.
Duérmete, duérmete,
al salir la luna tus sueños se harán realidad,
y cuando te dispongas a iniciar el viaje
llévame contigo al mundo en que vives.

Surcamos la noche como el rayo


y espiamos a las estrellas.
El mar, con todo su esplendor,
quiere a todos sus hijos.
Cierra los ojos
déjate llevar y juega.
Nos movemos sin esfuerzo
Mientras cantamos la melodía.
Así seguimos hasta que llega el nuevo día
En el país de la fantasía.
Cierra los ojos,
¿ves la luz que te habla?

Duérmete, duérmete,
deja que las olas sean tus compañeras.
Duérmete, duérmete,
al salir la luna tus sueños se harán realidad,
y cuando te dispongas a iniciar el viaje
llévame contigo al mundo en que vives.
Ave de paso
Otra vez tenía esa desagradable sensación. Pablo se despertó y escudriño
fijamente la obscuridad. Las sombras se movían sobre las paredes. Tiró de la
manta rápidamente y se cubrió hasta la barbilla. Lo importante era no asustarte, al
fin y al cabo los fantasmas y los monstruos no existían. Pero entonces…, ¿por qué
se movían las sombras? ¿Por qué tenía tanto miedo? El corazón le latía a toda
prisa y respiraba fuerte y rápido. De nuevo oyó esas voces; primero eran un
susurro y luego crecían como las olas del mar embravecido convirtiéndose en un
rugido atronador: «Vas a despertar al niño… no voy a tolerarlo más… Haz lo que
quieras… Haz un esfuerzo…».
Pablo reconoció las voces. Muchas noches se despertaba por causa de ellas:
sus padres se estaban peleando otra vez.
«Parad, por favor —pensó Pablo—. Quiero que os llevéis bien como antes.»
Empezó a llorar, primero sin hacer ruido, pero luego tuvo que apagar sus
desconsolados sollozos con la almohada. ¿Por qué tenían que estar siempre
peleándose? Pablo tenía ganas de salir corriendo y gritarles «parad, quereos otra
vez, si os peleáis no puedo dormir», pero no se atrevía.
Cuando de día sorprendía a sus padres peleándose, siempre le miraban de
una forma muy rara y fingían que no pasaba nada. Eso confundía a Pablo, pues se
daba perfecta cuenta de que lo ocultaban alguna cosa. ¿Y si la razón de sus
continuas peleas era él? Últimamente mamá se enfadaba con él a menudo. «Eres
igual que tu padre», decía, pero en un tono que no parecía nada bueno.
¿Qué era lo que había hecho mal? Quizá tenía que limpiar la jaula de los
conejos más a menudo y ayudar a mamá a secar los platos. Pablo decidió
firmemente no llevarle más la contraria y frotarse bien las manos con jabón antes
de comer. Así se pondrían contentos y no s pelearían más.
Se oyó un portazo. Luego silencio total. Pablo encendió la lámpara de la
mesita de noche. Eso ahuyentaría a los monstruos de su habitación. Después
abrazó con fuerza a su muñeco de peluche aunque estaba mojado por las lágrimas
y así, acurrucado, volvió a dormirse. Pasó la noche mal e intranquilo. Al día
siguiente estaba cansado y nervioso. No tenía ganas de desayunar, pero haría un
esfuerzo y comería algo para calmar a sus padres. No quería darles otro motivo
para que discutieran.
—¡Buenos días! —dijo Pablo en voz alta entrando en la cocina y sentándose
en una silla.
Mamá estaba sentada en su sitio con una taza de café en las manos y papá
estaba friendo unos huevos. Olía muy bien y a Pablo se le abrió el apetito. Papá
hacía los huevos fritos más deliciosos el mundo.
—Hola cariño —contestó papá revolviéndole el pelo.
Mamá se inclinó y le dio un beso en la nariz:
—¿Mermelada o pan con mantequilla?
—Quiero una tostada sin untar y un huevo frito, por favor.—Paul cogió su
plato y se acerco con papá—. Deja, ya me sirvió yo solo —dijo dirigiéndose a su
madre que se estaba levantando de la silla.
Ella le miró asombrada. ¡Ése no era su pequeño pachá!
Desayunaron en silencio. Mamá y papá apenas se miraron. A Pablo le
pareció que en la habitación flotaba algo parecido a un fantasma horrible. Sintió de
nuevo un nudo en la garganta pero se comió su tostada valerosamente.
Cuando papá se marchó a trabajar mamá estuvo algo más habladora. Sin
embargo, Pablo se dio cuenta de que estaba preocupada, así que se acercó a ella
y la cogió del brazo.
—¿Qué te pasa? —preguntó a su madre.
—No es nada, cariño. Todo está bien.
Pablo vio perfectamente que le temblaban los labios y que se le humedecían
los ojos.
No se atrevió a hacer más preguntas. Tenía miedo de que su madre dijera
algo que él no quería oír, así que se fue a limpiar la jaula de los conejos. Al final
todo se arreglaría.
Y de este modo transcurrió algún tiempo. A veces las cosas iban mejor y
luego volvían a ponerse muy feas. Mamá tenía mal aspecto, estaba pálida y a
menudo tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar.
«Todavía me queda un hombre», decía a veces refiriéndose a Pablo. A
Pablo le dolía mucho oír eso. Le hubiera gustado ayudar a su madre, pero ¿cómo?
Sabía que su madre tenía problemas, pero aunque se esforzaba mucho, ordenaba
su habitación, ponía la mesa y no protestaba a la hora de lavarse el pelo, su madre
estaba triste. Pablo estaba desorientado.
Una mañana, las nubes de tormenta más negras que Pablo hubiera podido
imaginarse jamás se cernieron sobre él. En la habitación de sus padres se habían
oído rayos y truenos durante la noche. Pablo se había cubierto la cabeza con la
manta y se había tapado los oídos.
Mientras estaban desayunando papá dijo:
—Pablo, mamá y yo tenemos que hablar contigo.
Pablo se quedó petrificado. Tenía la boca muy seca y un miedo terrible.
Ahora le dirían que no querían que se quedara con ellos. Había oído ya muchas
veces las palabras «mudarse» y «separación». Se había acabado todo. Todos sus
esfuerzos por portarse bien habían sido en vano. Había fracasado . ¿Qué iba a ser
de él ahora? Pasara lo que pasaste se llevaría los conejos; así no estaría solo.
Papá miró a Pablo:
—Últimamente mamá y yo nos entendemos bien. Nos peleamos con
frecuencia y queremos cosas diferentes. Hemos decidido separarnos, así que me
mudaré de casa. He encontrado un pequeño apartamento muy cerca de aquí para
no estar lejos de ti.
Pablo no podía creer lo que había oído. Papá quería mudarse. Al principio se
sintió aliviado de no ser él quien tenía que marcharse. Así podía quedarse en su
habitación y mamá estaría con él. ¡Qué suerte! Sin embargo era horrible. Ni
siquiera se podía imaginar vivir sin papá.
—¿Te vas por culpa mía? —fue su primera pregunta,
—¡Pero Pablo! —gritó su madre horrorizaba—. ¿Cómo se te ocurre? Papá se
muda porqué él y o ya nos entendemos. No tiene nada que ver contigo. Eres y
seguirás siendo nuestra mayor alegría. Siempre seremos tus padres aunque ya no
vivamos juntos. Hay muchos padres que viven separados y sin embargo siguen
siendo padre y madre. Nos separamos porque creemos que es lo mejor para
todos. En la nueva casa de papá también tendrás una habitación y podrás dormir
allí y estar con él siempre que quieras.
Mil preguntas se agolpaban en la cabeza de Pablo:
—¿Por qué ya no os queréis? ¿Por qué no tenemos cada uno una habitación
en esta casa? ¿Por qué no os lleváis bien?
—Para un niño pequeño como tú eso es muy difícil de entender —intentó
explicar papá—. Hemos intentado llevarnos bien durante mucho tiempo, pero
nuestros caminos se han separado. Para mí es muy importante el trabajo y viajo
con frecuencia. A mamá le gustaría que nos fuéramos de excursión juntos, pero yo
no tengo tiempo. Mamá no está contenta y entonces empezamos a discutir y
siempre es lo mismo. Mamá y yo nos queremos pero deseamos cosas diferentes y
por eso no queremos vivir juntos un una misma casa por más tiempo. Y tampoco
volveremos a estar juntos nunca más. Pero aunque me marche seguiré siendo tu
papá y me ocuparé de ti.
Eso era demasiado para Pablo. No entendía nada. Primero miró a mamá y
luego a papá y se sintió terriblemente desdichado. Y tenía miedo; miedo de lo que
le esperaba a partir de entonces; miedo de que un día sus padres también se
cansara de él, de que no le quisieran, de que le abandonara. Si papá abandonaba
a mamá, del mismo modo podía abandonar a Pablo algún día. Y si papá dejaba de
quererle, lo mismo podía ocurrirle a mamá. En ese momento decidió que jamás en
la vida abandonaría a sus conejos.
Fue una época terrible para toda la familia. Tuvieron lugar muchos cambios.
Lo único bueno es que a partir de entonces no hubo más discusiones. Ahora Pablo
tenía dos casas: la de mamá y a de papá. A veces Pablo tenía que escuchar a su
madre contando lo malo que había sido papá al marcharse. Cuando su madre
hablaba mal de papá Pablo se ponía muy triste pues él seguía queriéndole igual
que antes. Y papá le preguntaba lo que mamá decía de él. Cuando Pablo pasaba el
fin de semana en casa de papá tenía mala conciencia porque mamá tenía que
dormir sola, y cuando estaba en casa de mamá echaba de menos a papá. Pablo
odiaba ese continuo r y venir de un lado a otro pero, desgraciadamente, no podía
cambiar nada.
Al principio, donde se sentía más cómodo era en casa de su mejor amigo
Felipe. Allí se olvidaba de sus preocupaciones y podía comportarse como quería.
Los problemas desaparecerían y no tenía que dar la razón ni a mamá ni a papá. No
tenía que consolar a mamá y podía jugar tranquilamente. Durante esa época los
padres de Felipe siempre fueron muy amables con Pablo y él estaba muy contento
de contar con ellos.
Con el tiempo los problemas fueron desapareciendo. Se acostumbró a sus
constantes traslados de casa de mamá a casa de papá, no se sentía tan dividido y
era capaz incluso de ver las ventajas. Sus padres ya no estaban tan tensos como
antes y los dos intentaban siempre que el tiempo que pasaban con él fuera
especial.
Ahora, incluso papá le contaba unos cuetos preciosos antes de dormir.
Había uno que a Pablo le gustaba especialmente y que siempre quería escuchar,
que decía así:
Había una vez dos hermosas cigüeñas, una macho y la otra hembra. Se
enamoraron y, al darse cuenta de que no podían vivir separadas, decidieron estar
juntas para siempre.
Al llegar la primavera, cuando los árboles se llenaron de hojas verdes y
tiernas y las primeras campanillas asomaron sus cabezas por encima del suelo para
saludar al sol, las cigüeñas decidieron construir un nido. Buscaron el campanario
más alto que encontraron y fueron reuniendo ramas pacientemente hasta que el
nido les pareció cómodo y acogedor.
Poco después tuvieron un bebé. Era el bebé de cigüeña más bonita que
jamás había nacido y los padres se sintieron muy orgullosos de su hija. Desde allí
arriba la pequeña cigüeña podía contemplar toda la región. Veía los campos y los
prados salpicados de las más hermosas flores. Un pequeño riachuelo serpenteaba
por el bosque y olía a hierba y a miel. La pequeña cigüeña era muy feliz. Sus
padres la alimentaban con ranas y gusanos y por las noches la cubrían con sus
blancas plumas. Era muy agradable sentir el calor bajo las alas y escuchar los
latidos del corazón de su madre. El bebé cigüeña no tenía nada que temer.
Un día, papá cigüeña dijo:
—Cuando llegue el invierno tenemos que volar hacia África porque aquí el
clima será demasiado frío. Iremos a Costa de Marfil, en Sudáfrica.
—No —replicó mamá cigüeña—. Yo prefiero ir a África occidental, me gusta
más.
Y así siguieron discutiendo durante un rato sin ponerse de acuerdo. Al final
decidieron que papá cigüeña volaría a Costa de Marfil y mamá cigüeña a África
occidental. Los dos estuvieron satisfechos pues ninguno quería hacer infeliz al otro
ni renunciar a su propia libertad.
— ¿Y qué pasará conmigo? —preguntó la pequeña cigüeña.
—Creo que es hora de que te enseñemos a volar —dijo papá cigüeña—. Ya
verás que no hay nada más bonito en el mundo como dejarse llevar por el viento y
capturar ranas en los estanques cercanos.
Los padres enseñaron a su hija cómo debía colocar las alas, mover la cola y
estirar el pico para volar. Al principio le resultó muy difícil. Tenía miedo de caerse
del nido y de romperse el pico, pero ése es el destino de todo pájaro pequeño. Si
no quería quedarse siempre allí sentada y observarlo todo desde la lejanía debía
superarse y empezar a batir las alas. Así pues, la pequeña cigüeña se colocó en el
borde del nido, miró hacia el cielo, dio un salto y voló tal y como sus padres le
habían enseñado. ¡Oh! ¡Qué sensación tan impresionante! La pequeña cigüeña
surcaba los aires y el viento la llevaba aquí y allá sin ningún esfuerzo. Se sentía
ligera y alegre, casi mareada de tanta felicidad. Volaba en círculo, luego daba la
vuelta, ahora a la derecha, ahora a la izquierda, y un mundo más maravilloso de lo
que jamás hubiera imaginado se abría ante sus ojos.
Al terminar el día capturó incluso su primera rana. Había aprobado el
examen. Ahora que sabía que era fuerte y que podía arreglárselas sola todos sus
miedos desaparecieron como por arte de magia.
Por la noche estaba terriblemente cansada de tanto volar y cazar. Dio un
gran bostezo y su pico rojo brilló intensamente a la luz de la luna. Le pesaban
mucho las patas y también las alas. Se sentía relajada y feliz.
Sus padres estaban muy orgullosos de ella. La cubrieron con sus alas y allí,
caliente y a salvo, se durmió. Sus padres todavía se iban a quedar con ella durante
el verano. La primavera siguiente también ella se buscaría una bonita cigüeña
macho para crear una familia. Mamá cigüeña enderezó cariñosamente una pluma
del ala de su hija y le cantó una nana que se extendía por el inmenso prado
bañado por la luz de la luna.
Pequeña cigüeña, pronto serás mayor,
pues ése es el destino de toda cigüeña,
pero aquí mismo le dijo al viento,
que siempre serás nuestra niña pequeña.

Abre bien tus alas,


para ti ha llegado el momento,
de volar a donde quieras,
hasta que las primeras nieves se derritan.

Cundo las flores empiecen a brotar,


nos iluminará una brillante estrella,
y nos pondremos en camino
para encontrarnos aquí de nuevo.

Ahora duérmete, mi bien,


hasta que la luna nos reúna,
esta noche clara y apacible,
nos da nuevas fuerzas.
El muñeco de los problemas
Cuando Félix salió del jardín de infancia parecía desaminado. Normalmente corría
alegre y dando saltos al encuentro de su padre, pero hoy estaba cabizbajo.
—Bueno, ¿cómo te ha ido? —preguntó papá—. ¿Has jugado mucho?
—No —suspiró Félix—. Hoy no he jugado a nada.
— ¿Has dibujado o construido algo? —volvió a intentar papá—, ¿has hecho
gimnasia o has estado saltando por ahí?
—No —contestó Félix negando con la cabeza.
—Pero algo has tenido que hacer durante todo el día. —Papá no se daba
por vencido—. ¿Has jugado con tus amigos?
Félix miró a papá sin comprender:
—No tengo amigos.
—Vaya —papá se encogió de hombros—, bueno, entonces vámonos.
Papá ayudó a Félix a atarse los zapatos y luego regresaron a casa en
bicicleta. Normalmente Félix se pasaba todo el trayecto hablando sin parar con su
padre, pero ese día se quedó callado y ausente.
Al llegar a casa una voz alegre los saludó desde el interior:
—¿Cómo ha ido hoy en el jardín de infancia? —Mamá estaba pegando
fotografías en el álbum.
Papá le dio un beso y explicó:
—Hoy Félix no ha jugado con nadie porque no tiene amigos.
Mamá acarició el pelo de Félix:
—Vaya, cariño. ¿Qué ha pasado con todos tus amigos? ¿Estaban enfermos o
acaso os habéis peleando?
—Nadie es mi amigo. —Félix apartó enfadado la mano de su madre y se
puso a quitar el reverso de las etiquetas adhesivas y a pegarlas en las fotografías.
—Mira ésta. —Mamá señaló una fotografía—. ¿Qué me dices por ejemplo de
Ricardo y Tristán? —Los tres niños se conocían desde el primer año en el jardín de
infancia y sus padres se encontraban regularmente en casa o en el parque—. ¿No
son tus amigos?
—Sí, claro —dijo Félix—. ¿Van a venir hoy?
—Hoy no, el miércoles —respondió mamá—. Y ¿qué pasa con Simón y Lara
eran los hijos de la prima de mamá y Félix dormía a menudo en su casa. A veces
también iban de viaje todos juntos.
—¡Pues claro! —gritó Félix—, ¡Pero ellos no están en el jardín de infancia y
cuando sea mi cumpleaños no invitaré a nadie, sobre todo ni a Mateo ni a Tomás!
Félix, muy enfadado, se fue a buscar su caja de coches dando grandes
zancadas, volcó todos los coches sobre el suelo y desenrolló el tapete con dibujos
de carreteras que le servía de base para jugar. Para él el tema estaba resuelto:
«Tampoco necesito tener amigos; puedo jugar igual de bien con papá, incluso
mucho mejor. Al menos papá me deja coger los coches. Mateo sólo quiere jugar a
caballeros y Tomás es injusto y un bruto».
Los dos niños eran amigos y Tomás había invitado a casi todos los
compañeros del jardín de infancia a su fiesta de cumpleaños… menos a Félix. Félix
estuvo a punto de echarse a llorar, pero luego fingió que le daba igual. Casi
prefería que ese tonto no le invitara.
«Seguro que será una fiesta muy aburrida. Además hubiera tenido que
tenerle un bonito regalo. Mamá siempre tiene ideas fantásticas, por ejemplo, el
barco pirata. Pues ya ves, Tomás, te puedes ir olvidando del barco. Seguro que
Mateo te regala una caja de rotuladores baratos, y tú ya tienes. Además, yo
tampoco te invitaré a mi fiesta de cumpleaños. Nunca más; ni a ti ni a nadie. No
necesito a nadie.»
Al sonar el teléfono Félix salió corriendo, cogió el auricular al vuelo y dijo en
voz alta:
— ¿Diga?
—Hola, Félix, ¿eres tú? —dijo una voz familiar—. Soy el tío Javier. Acabo de
volver de vacaciones. ¿Cómo estás?
—Bien. —Félix soltó el auricular sobre el sofá y llamó a mamá.
Mamá estuvo hablando por teléfono con su hermano durante un buen rato.
Le contó que parecía que Félix se había enfadado con sus amigos pero no acababa
de explicar exactamente por qué motivo. Luego le preguntó por sus vacaciones y
le invitó a cenar.
—Adiós, hasta luego. —Félix la oyó despedirse y colgar el teléfono.
Félix estaba impaciente. Cuando por fin sonó el timbre, corrió hacia la
puerta y saludó efusivamente a su tío preferido. Luego estuvieron jugando un rato
alborotadamente hasta que la cena estuvo lista. Mientras cenaban, el tío Javier les
explicó toda clase de aventuras de su viaje por Sudamérica.
—Una noche, ya era muy obscuro —contaba—, estaba en medio de la selva
virgen. A mi izquierda se oía el estruendo de una cascada y a la derecha toda clase
de ruidos extraños procedentes de la selva. Oía chillidos de monos, rugidos de
tigres, los papagayos gritaban a cual más fuerte, los cocodrilos estaban al acecho y
serpientes gigantes se deslizaban por la maleza.
»Busqué un lugar donde pasar la noche y recogí leña para encender un
fuego que alejara a las bestias salvajes. Acababa de acomodarme para pasar la
noche cuando se escuchó un fuerte chasquido que me inquietó mucho y me puso
la piel de gallina.
»De pronto, un indígena con el cuerpo pintado apareció entre el verde de
las plantas trepadoras. Se acercó a mí, se sentó a mi lado frente al fuego y abrió
una gran cesta trenzada a mano. La cesta estaba llena de objetos increíbles y
misteriosos que al día siguiente pensaba vender en el mercado.
»Me explicó que todos los objetos poseían poderes mágicos. Me mostró
anillos y amuletos que servían para protegerse de cualquier mal, almohadillas de
hierbas preciosamente talladas que contenían ungüentos y muñecos para resolver
problemas. “¿Muñecos para resolver problemas?”, le pregunté. “Sí. Son muñecos
para resolver los problemas de los niños —contestó—. Los niños se llevan el
muñeco a la cama por la noche y le cuentan todo lo que les ha ocurrido durante el
día, también sus miedos y preocupaciones. El muñeco y así el niño puede dormir
tranquilo y sin preocupaciones.”
»Y naturalmente he traído un muñeco de estos para mi sobrino preferido —
dijo el tío Javier al terminar su historia.
Entonces entregó a Félix un pequeño paquete cuidadosamente envuelto que
contenía el muñeco mágico sudamericano.
A Félix los muñecos solían parecerle bastante aburridos, pero un muñeco
para resolver problemas era sensacional. Nadie más que él tenía un muñeco así.
—Gracias —dijo entusiasmo y abrazó a su tío impetuosamente
Observó detenidamente el muñeco con poderes mágicos por todas partes.
Estaba hecho con alambre trenzado y el vestido era de telas multicolores. Tenía un
aspecto extraño y fantástico. Félix casi era capaz de sentir la magia que irradiaba
el muñeco.
—Ahora el muñeco todavía está vacío —explicó su tío—. Si cada noche le
explicas alguna cosa y le confías ideas. También le puedes revelar tus deseos o
contarle de qué tienes miedo. Siempre te escuchara atentamente, te dedicara su
tiempo y nunca te traicionará.
Félix estaba entusiasmado. Colocó el muñeco debajo de su almohada; lo
quería probar esa misma noche. El tío Javier le había prometido que el muñeco
protegía a su propietario, en este caso él, de todas las criaturas malignas
nocturnas, ya que sus poderes mágicos eran tan poderosos como los cocodrilos,
las serpientes y los tigres de la selva de la que procedía.
Para variar, ese día Félix apenas pudo esperar que llegara la hora de irse a
dormir. Se desnudó sin que se lo mandaran, se lavó y se acurrucó en la cama.
Mamá le leyó un cuento y le dio un beso de buenas noches. En cuanto mamá salió
de la habitación y se puso a ordenar y trastear en el cuarto contiguo, Félix cogió su
muñeco de los problemas y lo contempló pensativamente. Se preguntaba que
tenía que hacer ahora con el muñeco.
— ¡Ah! ¡Ya sé! —Se le ocurrió—. Tomás no me ha invitado a su fiesta de
cumpleaños —dijo.
El muñeco le miraba como si comprendiera todas y cada una de las
palabras.
—He fingido que me daba igual, pero no es cierto —continuó Félix—. En
realidad estoy muy enfadado. Y triste también. Sobre todo porque a Mateo sí que
le ha invitado. ¿Por qué a Mateo sí y a mí no? Tomás ha digo bicicleta, pero la bici
es completamente nueva y la quería estrenar yo primero. Y por eso se va a jugar
con Mateo al salir del jardín de infancia. Y conmigo no viene nadie. Pero al menos
ahora te tengo a ti. Nadie tiene una cosa tan fantástica.
» ¿Sabes otra cosa? A veces, cuando está oscuro, tengo miedo. No sé de
qué, pero no me atrevo a salir solo por el pasillo si está oscuro. Cuando duermo
solo tengo miedo de tener pesadillas. ¿Puedes hacer que sueñe cosas bonitas? ¿Y
ahuyentar a los monstruos muy lejos? ¿A tu jungla? Eso sería estupendo.
De pronto Félix se sintió muy cansado, así que agarró a su muñeco con
fuerza entre las manos y se durmió. Y efectivamente, el muñeco hizo que soñara
algo muy especial:
En un lejano país donde el mar es tan azul como el cielo y las olas acarician
suavemente la arena de la playa vivía un niño que tenía muchas preocupaciones.
El niño se escondía en una concha como si fuera un caracol y se negaba a salir del
exterior. Un día, a oídos de una hada buena llegó la historia del niño y decidió
ayudarle.
El niño estaba sentado en la playa llorando. Las lágrimas no le dejaban ver
la preciosa puesta de sol. De pronto, el niño sintió como una brisa cálida soplaba
alrededor de su concha: era el hada que pasó dejando caer un muñeco junto a él.
—Hola —dijo el muñeco al niño—. Me gustaría mucho ayudarte. ¿Por qué
no me cuentas qué es lo que te preocupa? Yo sé escuchar muy bien. Me puedes
contar tranquilamente todo lo que quieras que no se lo diré a nadie.
El niño se quedó muy sorprendido y asomó la cabeza por fuera de la concha
a través de una rendija minúscula. El muñeco torció la cabeza y miró al niño
alentándole. Su dulce expresión animó al niño quien, aliviado, confió al muñeco
todas sus preocupaciones.
La concha se resquebrajó y se desmoronó en pedazos como una piedra. De
repente, las cosas por las que el niño se había enfadado dejaron de ser
importantes. Sólo por contar sus problemas éstos se convirtieron en la mitad de
graves.
El muñeco sonrió, se iluminó irradiando todos los colores del arco iris y el
sol poniente inundó el cielo de rojo intenso. De pronto el niño fue capaz de ver
nuevamente todas esas cosas maravillosas.
Luego escuchó los sonidos del bosque y del mar. Oyó el murmullo de las
conchas y el rumor de la hierba. Oyó el soplo del viento y el susurro de los árboles.
Vio colores que ningún ser humano había visto jamás. Colores suaves
tenues que cambiaban constantemente como un alegre baile sin fin. El muñeco se
incorporó al baile dando vueltas y haciendo ondear su perfil multicolor al viento.
El muñeco se reía con risas que sonaba como el repicar de miles de
pequeñas campanas. El niño se contagió de las risas y olvidó todos los problemas
acumulados. Se levantó y corrió descalzo por la playa. La arena caliente le
acariciaba los pies y el niño se sintió descansado y ligero. Flotaba en la oscuridad
de la noche. Inspiró y espiró la fresca brisa marina del mismo modo que las olas
del mar van y vienen.
El muñeco cogió al niño de la mano y le condujo hasta una hamaca que
colgaba entre dos árboles. Hasta ese momento el niño no se dio cuenta de lo
cansado que estaba, así que se tendió en la hamaca. El muñeco cogió una hoja
inmensa y cubrió cuidadosamente al niño con ella. La hamaca se movía
mereciendo al niño en su sueño a un lado y a otro, a un lado y a otro. El niño
sintió como los brazos le pesaban cada vez más y también las piernas de tanto
correr por la arena. Los ojos se le cerraron. Sintió que una suave brisa le
acariciaba la frente. Bostezó y se sintió contento y feliz. Mientras dormía, el
muñeco estuvo vigilando su sueño todo el tiempo. Los árboles cercanos
susurraban mecidos por el viento mientras cantaban su canción:
Duerme mi niño, descansa,
olvida todas tus preocupaciones,
entrégame todo lo que te angustia,
y yo te regalaré felicidad.
Serás una pluma en la palma de mi mano,
y yo te haré volar por los aires.

Duerme mi bien, duérmete ya,


mañana todo será diferente.
¿Ves esa luz blanca en el cielo?
Son las estrellas que te están esperando.
Ellas te muestran el camino en la noche,
te traen a un amigo para que te rías con él.

Duérmete mi amor, duérmete ya,


que yo estaré aquí a tu lado.
¿Sientes tú también esa fuerza maravillosa?
Es la calma, la magia de la noche.
Olvídalo todo, déjalo pasar,
pues mañana empieza un nuevo día.
El hombre del viento
— ¡Susi! ¡Ven aquí de una vez! ¡Hemos de darnos prisa!
Andrea estaba bastante inquieta. Mordisqueaba nerviosamente la cinta del
gorro mientras se retorcía un terco mechón de pelo que le asomaba por debajo.
—Vengo enseguida —gritó Susi, su mejor amiga, y al oír estruendo de un
trueno lejano se le cayeron al suelo todos los libros del susto—. ¡Vaya, hombre!
Las dos niñas recogieron rápidamente los libros. El timbre acaba de sonar y
un barbullo enorme de niños corriendo aquí y allá, hablando a voz en grito,
recogiendo y poniéndose los abrigos se extendió por toda la escuela.
—Hoy daos un poco de prisa —les había advertido la señora Zapatero, la
maestra más linda del mundo—. Se aproxima una tormenta, ya oigo los truenos.
Enseguida se podrá a llover a cántaros, o sea que marchaos pronto o os quedaréis
empapados antes de llegar a casa.
—Sí, y entonces la tormenta caerá dentro de casa —replicó Carlos.
La señora Zapatero sonrió irónicamente y dijo:
—Bueno, eso ya hace juego con la lluvia y los relámpagos.
Susi se puso pálida como una sábana.
—No te asustes —dijo la señora Zapatero abrazándola cariñosamente—. Mira,
la tormenta todavía está muy lejos y, además, en la ciudad no puede pasarnos
nada malo. Venga, marchaos ya y así llegaréis a casa a tiempo.
Después tuvo que dar una buena reprimenda al tonto de Dani porque se
burló de las niñas: se retorció por el suelo y puso los ojos en blanco simulando que
le había caído un rayo encima y luego estalló en risas. Naturalmente los demás
niños consideraron que era muy divertido, y luego se marcharon haciendo
comentarios como «eso son cosas de niños pequeños» o «las niñas son unas
blandengues» y otros piropos de ese estilo.
Andrea quería consolar a su amiga Susi, cosa que, por otra parte, le resultaba
muy difícil ya que ella misma estaba terriblemente intranquila, aunque no por
causa del tiempo. Así pues, no dijo ni una palabra pero cogió la mano de Susi, la
apretó fuerte y las dos niñas salieron de la escuela. Casi todo el camino de vuelta a
casa fueron juntas. Primero pasaban directamente por casa de Susi y luego Andrea
tenía que recorrer todavía tres calles más.
Un rayo terrible cruzó el cielo partiendo las nubes que se movían cada vez a
mayor velocidad impulsadas por la tormenta como si fueran un rebaño de ovejas
huyendo despavoridas ante la presencia del lobo. Seis segundos después oyó el
estruendo de un trueno tan fuerte que parecía que el mundo se viniera abajo
aunque, sorprendentemente, no ocurrió nada. Susi soltó un grito y se pegó al
cuerpo de Andrea
—Venga, rápido —dijo Andrea echando a correr.
Todavía no llovía, pero los rayos y truenos caían cada vez más cerca
provocando el pánico de las niñas. Para darse ánimos se pusieron a cantar El patio
de mi casa a voz en grito y así llegaron hasta la puerta de la casa de Susi sanas y
salvas.
Allí se despidieron. Andrea envidiaba a Susi porque ya había llegado a su
casa mientras que a la todavía le quedaba lo peor. Ahora estaba completamente
sola. Seguro que hoy «él» la cogería y entonces, ¡adiós mundo cruel! Apenas había
andado unos pasos se levantó una ráfaga de viento llevándosele el gorro por
delante. Hasta ahora «él» nunca había llegado tan lejos. Andrea no pudo
contenerse por más tiempo.
— ¡Susi! —gritó con todas sus fuerzas mientras corría, impulsada por el
pánico, a lanzarse en los brazos de Susi que en ese momento estaba a punto de
cerrar la puerta.
Las dos niñas se abalanzaron al interior hasta caerse casi de bruces. El viento
cerró la puerta de golpe y por fin las niñas estuvieron a salvo.
Justo entonces empezó a llover. Afuera se oía el retumbar de los truenos y la
lluvia cayendo con fuerza como si fuera el fin del mundo.
—creo que es mejor que me quede aquí contigo hasta que pase la to…
tormenta —balbuceó Andrea temblando de miedo—. ¿Crees que tus padres
podrían llamar a mi casa y preguntar si me puedo quedar aquí hasta que termine
la tormenta?
—Claro, no hay problema. Susi se había tranquilizado porque en su casa se
sentía segura.
Cuando el padre de Susi abrió la puerta de casa enseguida se dio cuenta de
que algo raro ocurría.
— ¡Eh!, ¡vosotros! ¡Pollitos desplumados! —dijo entre risas—. Parece que
hayáis visto un fantasma.
—Mucho peor —soltó Andrea.
—Bueno, bueno —respondió el padre de Susi dándole unos golpecitos en la
espalda para animarlas—, no me digáis que os asusta una tormenta… Pero si ya
no sois pequeñas.
—Mamá tampoco es una niña pequeña —replicó Susi enfadada— y a ella
también le dan miedo los truenos y relámpagos.
—Vaya par de flores delicadas —bromeó el padre de Susi—. Venid conmigo a
la cocina. Voy a prepararos una taza de chocolate caliente y os sacaré unas
cuantas de mis galletas proferidas para que recuperéis fuerzas y os calméis.
« ¡Que simpático es el padre de Susi!», pensó Andrea. Las niñas se llevaron
una bandeja con galletas y chocolate la habitación de Susi. Allí estaban a salvo del
enemigo. Luego cerraron las cortinas aislándose así de la tempestad y se pusieron
cómodas.
El padre de Susi había llamado a casa de Andrea y había prometido a sus
padres que si la tormenta tardaba mucho en amainar y se hacía de noche la
acompañaría a casa. De hecho en ese momento el cielo estaba ya muy oscuro y
Andrea cruzó los dedos para que siguiera así, pues si el padre de Susi estaba con
ella, seguro que hoy «él» no se atrevería atacarla.
Susi y Andrea e acomodaron en su escondrijo arrebujándose junto a sus
muñecos de peluche preferidos. Todos los niños saben que los animales también
tienen un miedo terrible de las tormentas, probablemente por una buena razón.
Así, todos juntos compartieron las galletas, el chocolate y las preocupaciones.
—No sabía que tú también tuvieras un «terror tan terrible» a los truenos y los
relámpagos —dijo Susi mirando a Andrea con los ojos muy abiertos mientras
mordisqueaba una galleta.
A las dos niñas les entró la risa por la expresión «terror tan terrible» y
haciendo un mohín con los labios Andrea exclamó:
—Bueno, saaabee usted mi querida y miedosa señorita, yo no le tengo
ningún miedo a las toooormeeeentas.
Estallaron en risas durante un buen rato y sin darse cuenta se sintieron de
nuevo aliviadas, tranquilas, y felices de tenerse la una a la otra. Luego se
abrazaron y Andrea dijo:
—Lástima que no seas mi hermana.
—Sí que lo soy —respondió Susi—, y además eres mi pequeña mascota para
las tormentas.
— ¡Rayos y truenos! —exclamó Andrea y las dos se rieron a carcajadas hasta
que no podían más.
Pero luego Susi volvió a plantear su primera pregunta:
— ¿Por qué dices que no te asustan las tormentas? Antes he visto claramente
cómo temblabas de miedo.
—Porque es verdad —dijo Andrea muy seria—. No me dan miedo ni los
truenos ni los relámpagos; lo que me asusta e el hombre del viento.
— ¡Querrás decir el viento!
—No, no. lo has oído perfectamente, he dicho el hombre del viento. Mi mamá
siempre me dice que si me porto mal, vendrá él a cogerme.
— ¿Y hoy te has portado mal? —preguntó Susi.
—Bueno, hoy no, pero todo el mundo se porta mal de vez en cuando. Y lo
peor es que nunca sé cuándo aparecerá. Antes pensaba de verdad que había
llegado mi hora. Suerte que tú estabas conmigo.
— ¿Y crees que ese hombre dl viento existe de verdad? ¿Le he visto alguna
vez? —Susi ardía en curiosidad. ¡Esto era mucho más interesante que un par de
historias de miedo acompañadas de galletas y chocolate!
—Verle, verle, todavía no le he visto —susurró Andrea—, pero ¡le he oído!
Cuando mamá se enfada mucho conmigo siempre me dice furiosa: «Si no te vas a
la cama inmediatamente y dejas de poner escusas, o si no ordenas tus juguetes de
una vez, o si vuelves a llegar tarde a casa, vendrá el hombre del viento y te
cogerá». Luego le da pena y se reconcilia conmigo. Dice que sus nervios van a
acaba con ella.
»Pero yo no puedo reconciliarme con el hombre del viento, y si sus nervios
acaban con él, entonces sí que no hay remedio.
»Yo sé que existe porque a veces le oigo susurrar y luego silba y gime. Hoy
decía entre aullidos. “Uuuuhhhhh, te voy a coger”.
» ¿No has visto como se ha llevado mi gorro? Hasta hoy nunca había ido tan
lejos. He sentido sus garras en mi encuentro mal. A veces, por la noche, me quedo
en la cama despierta y si le oigo silbar alrededor de la casa me tengo que
esconder debajo de las mantas.
—¡Ah! ¡Pobrecita! —Susi la miraba con expresión de horror y compasión—,
¡debe de ser terrible! A mí me ocurre lo mismo cuando caen truenos y relámpagos.
Siempre tengo miedo de que se rompan las ventanas, se derrumbe el techo y se
prenda fuego.
»Cuando mamá y yo estamos solas y estalla una fuerte tormenta siempre me
abraza y me aprieta junto a ella. Intenta sonreír con valentía igual que un ratón
sonreiría a un león fingiendo que no tiene miedo y luego dice: “Susi, no te asustes.
Las tormentas son algo muy normal y dentro de casa no nos pasara nada”.
Cuando dice esto está muy tensa y, entonces, cuando retumba el trueno, se
sobresalta y dice: “¿Lo ves, Susi? No ha pasado nada”.
»En cambio mi papá está muy tranquilo cuando hay tormenta —continuó Susi
—. Dice que los rayos sólo son descargas eléctricas y los truenos un hueco que se
llena de aire o algo así. Yo creo que “descarga eléctrica” suena aún más peligroso
que un rayo, suena como un golpe de corriente eléctrica. —Susi se estremeció—.
De todos modos, cuando papá está en casa nos sentimos más seguras porque él
es más despreocupado y tranquilo.
— ¡Tu sí que tienes suerte! —suspiró Andrea—. A mí también me gustaría
que mi mamá me protegiera cuando hay tormenta.
Susi y Andrea se arrimaron un poco más la una a la otra y siguieron hablando
sobre casos similares que sus amigos y amigas les habían contado. Ese día ellas
habían podido salvarse pero había niños que aún lo pasaban peor. Por ejemplo,
Sebastián, el niño que se sentaba detrás de ellas en la clase, tampoco tenía
motivos para reírse. En realidad era un niño fuerte como un roble y tan valiente
que no tenía miedo de nada. Pero cuando se portaba muy mal sus padres le
encerraban en el sótano y tenía que quedarse allí rodeado de fantasmas.
A casi todos los niños de la clase les daban terror los sótanos. Si tenían que ir
alguna vez al sótano a buscar algo, bajaban las escaleras muy despacio y
conteniéndose, susurrando palabras de ánimo o silbando fuerte, pero luego, al
llegar a los últimos peldaños, echando a correr, apagaban la luz y cerraban la
puerta de golpe hasta que por fin podían respirar tranquilamente.
—Exactamente como a mí —confesó Susi—, me aguanto hasta el último
instante y luego salvo volando para que los fantasmas sólo tengan tiempo de ver
mi sombra. Y eso que en el sótano donde guardamos las bicicletas hay mucha luz
y no me da nada de miedo. —Las dos niñas sonrieron ante la idea de ser ellas
quienes pudieran acabar espantado a los fantasmas.
Y así transcurrió la tarde. Al llegar la noche había dejado de llover y el padre
de Susi acompañó a Andrea hasta su casa. Aquel día tan horrible había acabado
convirtiéndose en una tarde divertida.
Probablemente el hombre del viento de Andrea hubiera continuado haciendo
de las suyas por siempre jamás si la tía Paula no hubiera desbaratado sus planes.
La muy activa. Una tarde ventosa tuvo que cuidar de Andrea, a la que quería más
que a nada en el mundo, pues ella no tenía hijos. Esa tarde, la tía Paula se enteró
por casualidad de la historia del hombre del viento. La tía Paula se enfadaba con
facilidad pero en esa ocasión se molestó mucho.
—Cariño, mírame y escúchame bien —ordenó a Andrea —: ¡el hombre del
viento no te hará nada!
Lo dijo muy despacio y en voz alta y clara para asegurarse de que Andrea se
le metía bien en la cabeza. La tía Paula era una persona genial pero Andrea no
podía creer lo que decía.
En ese momento mamá regresó de la compra. La tía Paula se abalanzó sobre
su hermana como una leona y la arrastró de un tirón a la habitación contigua.
—Irene, ¿cómo te atreves a contar a mi sobrina una tontería como esa
historia del hombre del viento? Es horrible y no te permitiré…
Irene respondió airada:
—Mira, cálmate, es que a veces ya no sé qué decir. Andrea no obedece y
entonces no hay nada que hacer. Lo único que parece que le da cierto respeto es
el hombre del viento.
Pero Paula no había terminado:
— ¿Te acuerdas de lo que nuestra madre nos contaba de Dios y su libro de
oro? Decía que Dios apuntaba en ese libro todos nuestros actos buenos y malos y
que al final tendríamos que pasar cuentas. Siempre nos sentimos observadas,
como si Dios estuviera constantemente a nuestras espaldas con ese estúpido libro
viendo todo lo que hacíamos.
—Al menos desde entonces siempre lo pensaba dos veces antes de meterme
en líos —replicó Irene alzando la voz— y seguro que así me portaba mejor.
— ¡Ah! ¡Vete al diablo! —soltó la tía Paula furiosa e Irene gritó:
— ¿Lo ves? Ya empiezas otra vez. — Y así siguieron discutiendo una con otra.
Las dos lo hacían sensacionalmente bien, al fin y al cabo practicaban desde el día
en que nacieron.
Al final Paula dijo:
—Me parece inadmisible que asustes a la niña con tales tonterías. Reflexiona
con calma lo que estás provocando con eso, y ahora, si no tienes nada en contra
me voy con mi sobrina a echar a volar la cometa.
Y dicho esto, agarró su abrigo de un tirón, llamó a Andrea y le preguntó:
— ¿Qué cometa e gusta más de las tres?
—La del ratón —contestó Andrea en voz alta.
—Bien —concluyó Paula—, entonces nos llevamos la cometa de Mickey
Mouse.
Cogió la cometa y a la sorprendida Andrea, las metió en su viejo coche y así
fueron traqueteando todo el camino sufriendo las inclemencias del tiempo en
dirección a un monte conocido con el nombre de Monte del Diablo. «Vaya,
hombre, sólo faltaba eso», pensó Andrea. Durante todo el trayecto la tía Paula iba
mascullando frases como «eso ya lo veremos… no lo permitiré… ¿a quién se le
ocurre?».
— ¿Adónde vamos? —preguntó Andrea finalmente aprovechando una
pequeña pausa entre reniego y reniego.
—Voy a tener cuatro palabras con tu demonio del viento —respondió
amenazadoramente.
—Hombre del viento —corrigió Andrea.
—Escúchame bien, cariño. —La tía echaba chispas por los ojos—. ¿Estás
dispuesta a sacrificar algo para que tu hombre del tiempo te deje en paz para
siempre?
— ¡Lo sacrificaría todo! ¿Qué tengo que hacer? —Eso prometía ser una
emocionante aventura.
La tía Paula explicó:
—le haces un regalo a tu hombre del viento y a cambio él se aleja de tu vida
para siempre.
— ¿Crees que funcionará? —en el interior de Andrea crecía un atisbo de
esperanza.
—Pues claro, si no, no estaríamos aquí. —Y entonces la tía Paula tiró del
freno de mano: habían llegado a su destino.
— ¿Y qué tengo que regalarle? —preguntó Andrea.
—Tu cometa, naturalmente. —Pula sonrió a Andrea como una experta en el
tema—. A los demonios del viento les encantan las cometas, por eso a veces se las
roban a los niños.
—Vale. —Andrea dio una palmada en la mano de su tía para sellar el pacto y
se pusieron en marcha.
Subieron hasta la cima del monte con la cometa en la mochila. El viento
soplaba cada vez más fuerte y Andrea se sentía cada vez más pequeño. Arriba
hacía bastante frío y la sensación era muy desagradable.
— ¿Estás preparada? —gritó su tía contra el viento.
Andrea asintió y tragó saliva para deshacer el nudo que le oprimía la
garganta.
— ¿Tienes miedo?
Andrea asintió de nuevo.
Paula cogió fuerte de la mano y gritó tan alto como pudo:
— ¡Hombre del viento! ¡Yo te invoco! ¡Aparece si te atreves!
Luego levantó el índice señalando al cielo y dijo:
—Cariño, mira, ahí está.
Andrea levantó la mirada hacia las nubes y, efectivamente, ahí estaba su
rostro. Tenía un aspecto horrible y aullaba continuamente haciendo muecas con
los labios.
— ¡Hombre del viento, escúchame! —gritó la tía Paula tan alto como pudo.
Andrea se agarró fuerte a ella asombrada de que todavía no hubieran salido
volando por los aires.
—Ya sé que eres fuerte, pero yo también lo soy —decía amenazando con el
puño en alto y animando a Andrea a hacer lo mismo. Andrea levantó su pequeño
puño hacia el cielo y su tía continuó—, pero también sé que eres bueno.
¡Vaya! ¿Acaso tu tía tenía ahora un ataque de generosidad?
—Llevas las nubes de lluvia allí donde las plantas y los animales necesitan
agua y luego las disipas para que el sol pueda volver a brillar.
Andrea nunca había considerado la cuestión de esta manera.
—Pero déjame que te diga una cosa. Si te atreves a molestar a los niños
pequeños, especialmente a mi sobrina, a asustarlos o a soplar a su alrededor,
entonces yo quede aire y no puedas volver a soplar más.
La tía Paula era genial. Incluso sabía hablar el idioma del viento. Andrea
estaba muy impresionada.
—Sin embargo, si aceptas nuestro regalo, es decir, esta maravillosa cometa
de Mickey Mouse, eso será la promesa de que dejarás en paz a Andrea en el
futuro. —La cometa ondeaba poderosamente al viento—. Ya puedes bajar el puño
—ordenó la tía Paula a Andrea—; ahora coge la cometa y suelta el cordón.
La cometa se levantó por los aires libremente, cada vez más y más alto,
hasta tocar las nubes, y el viento seguía aullando.
— ¿Lo ves, mi amor? Ha aceptado tu regalo. —La tía estaba radiante de
contenta—. Ha funcionado.
Y las dos se pusieron a bailar satisfechas en la cima del monte. Se habían
enfrentado al viento y él no les había tocado ni un pedo, sólo las había zarandeado
un poco, y así siguieron girando como dos molinos desbocados.
Y lo mejor fue que desde ese día en que subieron al Monte del Diablo la
mamá de Andrea nunca más la volvió a amenazar con el hombre del viento.

¡Oh! ¡pequeña cometa! Sube rápido,


vuela alto por el cielo,
llévate todos mis problemas,
pues yo ya no los necesito.

Pequeña cometa, ahora eres libre,


vuela con el viento,
busca un lugar agradable
donde puedas refugiarte por la noche.
Y allí, pequeña cometa, duérmete,
cierra los ojos,
y sueña en los cálidos rayos del sol,
deja que la calma te inunde.

Pequeña cometa, dile a la luna,


que hoy dormiré sobre la hierba,
y cuando llegue el nuevo día,
saldré a volar de nuevo por el cielo.
El hada de los deseos
—Sofía, come bien por favor —advirtió papá durante el desayuno mientras
limpiaba la boca de Fran, el terror de la casa, con una servilleta.
Fran era el hermano menor de Sofía y en ese momento estaba
terriblemente ocupado en remover y untar los huevos que tenía en el plato.
—Fran también come como un cochino —intentó justificarse Sofía.
—Tu hermano aún es pequeño —explicó mamá.
— ¡Rabia, rabiña, hueso de piña! —respondió Fran con una cantinela—. ¡Soy
un mono pequeño!
—Eres un cerdo pequeño —corrigió Sofía.
—Mamá, dile que es verdad que soy un mono pequeño —protestó Fran en
voz alta dando un codazo a Sofía. Su hermana se defendió empujándole y Fran
volcó el vaso de leche.
— ¡Sofía! ¿Eres necesario? —dijo mamá enfadada y se levantó de un salto
para coger un trapo—. Te estás portando muy mal.
—Ha empezado Fran —replicó Sofía con un mohín.
Mamá estaba siendo injusta como siempre. Ya se sabía el cuento de otras
veces: ella siempre tenía la culpa de todo y Fran era el niño pequeño que podía
hacer cualquier cosa. En cambio a ella siempre la reñían.
En realidad su hermano pequeño le gustaba bastante; la mayor parte del
tiempo incluso le quería. Pero en momentos como éste le odiaba. Fran era el
preferido de mamá y papá. Antes de que naciera preferían a Sofía, pero esa época
había terminado tiempo atrás.
—Quiero otro huevo —dijo con testarudez.
— ¿Y sabes cuál es la palabra mágica? —preguntó papá.
— ¡Yo lo sé! ¡Yo lo sé! —gritó Fran excitado.
—Venga, dile a tu hermana la palabra mágica.
— ¡Abracadabra! —exclamó Fran aplaudiendo.
Mamá y papá soltaron una carcajada. ¡Qué pequeño más pillo y más listo!
Sofía no le encontraba ninguna gracia. Se le habían pasado las ganas de reírse.
—La palabra mágica es por favor —respondió totalmente seria y al instante
añadió—, ¡tonto!
—Sofía, ya basta. —Papá la miró enfadado—. ¡Estás insoportable!
—Pues entonces desayunad solos —gritó y salió corriendo de la cocina. Por
supuesto Fran fue inmediatamente detrás de ella como un perro. Ni siquiera podía
enfadarse y estar furiosa en paz.
— ¡Lárgate! —dijo ásperamente a su hermano apartándole de un empujón.
Fran se puso a berrear y al momento las lágrimas le resbalaban por las
mejillas enrojecidas.
— ¡Buaaahhhh! —Huyó llorando a la cocina.
Sofía oyó que su hermano contaba entre sollozos que ella le había vuelto a
echar. El día estaba empezando de una forma genial. Ahora sus padres consolarían
a Fran con cariño y ella seguiría siendo la mala. ¡Estupendo!
La misma Sofía no entendía muy bien qué ocurría. Ella no quería pelearse con
su hermano pero, a pesar de eso, siempre volvía a suceder. Al final ella era la
tonta y Fran el corderito inocente. ¡Qué rollo! No tenía ganas de escuchar la misma
historia de siempre. Pero cuando hablaba con papá o mamá de esto, siempre le
decían que ella era la mayor y que tenía que ser más razonable y tener más
consideración. Al fin y al cabo Fran todavía era muy pequeño, decían. Pero hacía
tiempo que Sofía pensaba que Fran ya no era un bebé sino un pequeño demonio
travieso que no hacía más que fastidiar.
Se sentó encima de su cama y se puso a jugar con su Barbie sirenita. Qué
divertido era jugar a hacerla nadar montada en su ballena, libre como el viento, y
maravillosamente guapa. Justo en el momento en que Barbie surgía otra vez de las
olas necesitando urgentemente un nuevo peinado, un ruido ensordecedor arrancó
a Sofía de sus sueños.
Un avión de juguete pasó volando a velocidad supersónica aterrizando
estrepitosamente junto a la ballena y destrozando las intenciones de Sofía de jugar
en paz.
—Haz el favor de ir a jugar a otra parte, ¡enano! —ordenó a Fran.
—Pero yo quiero jugar contigo. —Fran la mirada suplicante—. Abracadabra —
añadió, y Sofía no pudo reprimir la risa.
—Vale —cedió—, pero no toques mi muñeca.
El enfadado le duró todavía un rato pero luego se dejo convencer para juga
con los coches.
Esa noche Sofía soñó con un ratón pequeño que no paraba de correr y dar
vueltas en una rueda. El ratón no podía parar ni bajarse de la rueda porque a su
alrededor había un sinfín de trampas y si saltaba, estaba perdido. Por eso seguía
corriendo sin parar aunque estaba completamente agotado y de buena gana se
hubiera puesto a descansar.
Aunque el día siguiente Sofía se había olvidado de su sueño se sentía muy
cansada y abatida.
Además, para colmo, al volver de la escuela se encontró con que en casa
había reunión de niños, es decir, que no sólo estaba Fran, sino que también había
tres amigos más de su clase.
Las madres estaban cómodamente sentadas en la cocina tomando café y
pastas y Sofía se apresuró a poner todos sus juguetes a salvo. Ahora ella sí que
estaba en una trampa: si se iba con los mayores a la cocina se aburriría
enormemente, peo tampoco quería jugar sola en su habitación. Si se quedaba con
los pequeños defendiendo sus juguetes, seguro que volvería a tener problemas.
Finalmente se decidió por ir a jugar con sus muñecas pero casi le resultó imposible
jugar con tranquilidad. El ruido y el barullo no cesaron y al terminar el día Sofía
estaba totalmente agotada.
Por la noche se llevó su muñeca y la ballena a la cama. Allí, debajo de la
manta, a miles de millas marinas de distancia de todos los hermanos fastidiosos de
este mundo, Sofía se sumergió en un mundo submarino mágico en el que Barbie
era una sirena y la ballena un pez mágico.
— ¡Socorro! ¡Un monstruo me persigue! —gritó la dulce sirena intentando
escapar.
La ballena mágica se aproximó a toda velocidad y se colocó delante de ella
para protegerla:
— ¿Qué pasa aquí? —balbuceó con voz grave amenazando al monstruo con
sus potentes aletas.
—Este monstruo horrible no deja de molestarme —se quejó la ballena sirena
—. Siempre está nadando detrás de mí, me tira del pelo, me muerde la cola y no
me deja en paz.
La ballena se acercó al monstruo nadando, le agarró por el pescuezo con su
boca inmensa y lo arrastró hasta la superficie expulsándolo con furia fuera del
mundo submarino.
—Tú sí que tienes suerte —dijo Sofía a la sirena entre susurros—. Tienes una
amiga que te ayuda.
—Sí, y ahora tu también tienes una amiga especial. —La sirena miró a Sofía
con complicidad—: ¡Mira lo que hago!
Sofía apenas podía creer lo que veían sus ojos: la sirena se convirtió en una
preciosa hada. Llevaba un vestido de miles de escamas doradas y en la espalda le
crecieron unas alas suaves y transparentes. En la mano sostenía una varita mágica
en forma de caballito de mar.
—Voy a concederte tres deseos —dijo el hada—. Piénsalo bien pues en
cuanto los pronuncies en voz alta se cumplirán.
Sofía no lo pensó demasiado:
—Quiero una habitación para mí sola en la que no pueda entrar a nadie más
que yo. Luego quiero que Fran se convierta en una rana horrible y que mamá me
vuelva a querer como antes.
El hada movió la varita mágica esparciendo tras de sí un montón de chispas
brillantes como una vela encantada. De pronto el hada volvía a ser Barbie y el pez
mágico su querida ballena.
—Comprendo muy bien tus deseos —dijo Barbie mientras la ballena asentía
mostrando su acuerdo—. La verdad es que las cosas no son fáciles para ti,
pequeña Sofía, pero estamos contigo y esperamos que tus deseos se cumplan.
—Estoy contenta de teneros —dijo Sofía apretándolos fuerte a os dos contra
su pecho, y luego se durmió.
Al día siguiente volvieron a ocurrir muchas cosas. Después de la escuela
mamá la acompañó a las clases de danza. Sofía hubiera preferido aprender karate.
Le parecía que la defensa personal era mucho más adecuada en su vida que la
gimnasia con música. Pero mamá creía que la danza era mucho más bonita.
Seguro que luego a Fran le dejarían hacer un curso de karate.
Los miércoles, al salir de la escuela, Sofía iba a casa de su amiga Jessica. Las
dos niñas estaban en la misma clase y, por la tarde, la madre de Jessica las
recogía a las dos de la escuela. Por fin una habitación ordenada y muñecas sin la
cabeza mordida ni las piernas arrancadas. ¿Por qué no tenía una hermana como
Jessi? ¿Y por qué Jessi tenía una hermana mayor que le cosía vestidos para las
muñecas y en cambio ella tenía un hermano que se comía los vestidos de las
suyas? La vida era muy injusta.
Los jueves al salir de la escuela tocaba clase de música. Las clases de música
eran muy agradables pero aún había más alboroto que en la escuela. Al menos
Fran no podía ir con ella… o todavía no. ¡Vaya consuelo!
Al terminar la recogieron papá, mamá y Fran para ir de compras. Ir de
compras con Fran era como jugar al escondite, a pillarse y a ladrones y policías
todo al mismo tiempo. Aunque iba sentado en el cochecito. ¿Cómo se las arreglaba
para alcanzar las estanterías, tocar toda clase de chucherías y coger las que
quería? Cuando sus padres volvían a colocar las cosas en la estantería se ponía a
gritar como un loco y a patalear. Quizá papá y mamá deberían ir con ella a un
curso de defensa personal, pensó Sofía. A lo mejor entonces tendrían alguna
posibilidad de aplacar a Fran.
Los viernes después de la escuela tocaba bañarse.
Con la excusa de ahorrar agua y porque, al parecer, era mucho más
divertido, Fran podía meterse con Sofía en la bañera. Lo raro era que después,
cando todo el baño estaba inundado de agua, la única culpable era Sofía, y eso
que la bañera estaba siempre llena de agua hasta el borde y a punto de
derramarse porque Fran se pasaba todo el tiempo salpicando como un tiburón
enloquecido.
Además luego Sofía tenía que jugar con Fran a animales salvajes mientras
mamá lo sacaba todo sin parar de quejarse.
El fin de semana hubiera podido transcurrir apaciblemente, despertándose
tarde, holgazaneando en la cama, desayunando tranquilamente, viendo los dibujos
de la televisión o escuchando algún cuento, si Fran y las acostumbradas
excursiones familiares no hubieran existido. Sus padres eran de la opinión que el
fin de semana era la ocasión ideal para visitar a los abuelos o a los amigos, ir en
bicicleta, ir a nadar, ir a pasear al zoo, o jugar a minigolf o a fútbol. Además, los
fines de semana también solían juntarse con una multitud de otros niños
pequeños.
En realidad a Sofía le encantaban todas estas actividades, pero durante la
semana apenas tenía ocasión de jugar ni una sola vez con tranquilidad. Y encima
el fin de semana fue agotador. Estaba completamente exhausta y el lunes todo
volvía a empezar desde el principio.
Cuando Sofía se fue a la cama el domingo por la noche estaba cansada y de
mal humor. Fran estaba en la cama de abajo mordisqueando complacido su perro
de peluche mientras mamá les leía un cuento que Sofía ya se sabía de memoria.
Pero cuando mamá leía un cuento para niños más mayores Fran se pasaba todo el
tiempo protestando porque no entendía nada. Por lo tanto, era mejor escuchar
cualquier historia de tigres y osos aunque las hubiera oído ya mil veces. Antes de
apagar la luz, mamá le dio un beso a Sofía y entonces se dio cuenta de que algo le
ocurría.
— ¿Qué tienes, mi pequeña princesa bailarina? —preguntó a su hija.
Toco la frente de Sofía y dijo:
— ¿No irás a ponerte enferma?
—Ya estoy enferma —suspiró Sofía.
— ¿Qué te ocurre, cariño? ¿Quieres contármelo?
—No lo entenderías —respondió Sofía aunque esperaba que mamá no se
diera por vencida tan rápido.
Fran roncaba satisfecho en la litera de abajo.
—Venga —la animó mamá—, cuéntamelo todo.
—Los únicos que me entienden en el mundo son mi hada de los deseos y la
ballena mágica —soltó Sofía.
— ¡Uy! ¡Eso sí que es grave! —exclamó mamá mirando primero a Sofía y
luego a los dos únicos seres que existían en el mundo—. ¿Así que vosotros
entendéis a mi hija? —les preguntó.
—Exactamente —respondió el hada de los deseos—, porque yo siempre
tengo tiempo para mi amiga y la escucho con atención.
—Querida hada de los deseos, ¿podrías explicarme qué es lo que tanto
preocupa a mi Sofía? Me gustaría mucho saberlo pues quiero que mis hijos sean
felices.
— ¿Se lo contamos? —preguntó el hada dirigiéndose a la ballena. Ésta
respondió asintiendo con la cabeza—. Está bien. —El hada respiró profundamente
—: Fran tiene mucha más suerte que Sofía. Siempre le dejas que se quede contigo
y siempre tiene razón porque es pequeño. En cambio, Sofía sólo recibe
reprimendas porque es mayor. Además Fran siempre está sola, o sola contigo o
con papá. ¡Ah! Y no le gustan nada las clases de danza. Le gustaría mucho más
aprender karate y hacer algo con vosotros de vez en cuanto.
—Pero si hacemos muchas cosas juntos —replicó mamá.
—Sí, pero casi siempre con otra mucha gente. —Era la ballena quien
respondía—. Además Sofía nunca puede estar tranquila. Siempre tiene que
compartirlo todo y cuando hay una discusión siempre se carga con las culpas.
— ¡Caramba! —dijo mamá—. Cómo lo siento. No me había dado cuenta de
que Sofía estaba tan descontenta. Yo pensaba simplemente que era rebelde e
inocente y, en cambio, estaba desesperada.
—Eso mismo —confirmó el hada—, Sofía no es una insolente, lo que ocurre
es que está cansada de tantas tensiones. Necesitaba urgentemente algunos
amigos a quienes poder contárselo todo y ésos somos nosotros.
—Y yo, ¿puedo entrar a formar parte del grupo? —preguntó mamá.
—Ya veremos. —El hada lo consultó con Sofía y con la ballena y dijo—:
Vamos a hacerte una oferta. De vez en cuando nos preguntas qué es lo que desea
Sofía y nosotros te informaremos de todo. Al fin y al cabo yo soy el hada de los
deseos y siempre estoy al corriente.
—Me parece una oferta excelente —respondió mamá contenta—. Veamos,
¿cuántos deseos tiene Sofía?
— ¡Pues tres! Está claro, siempre son tres.
— ¿Me los vas a revelar? —Mamá parecía muy excitada y Sofía disfrutaba de
verla así.
—Muy bien. En primer lugar… —El hada hizo una pausa para aumentar la
tensión y se quedó pensando—. En primer lugar Sofía quieras tanto como a Fran y
cuando haya una pelea tendrás que preguntar primero qué ha pasado.
—Suena razonable —contestó mamá—, ¿y segundo?
—A Sofía le gustaría hacer algo contigo o con papá a solas como antes, algo
agradable y tranquilo.
— ¡Ah! —Mamá sonrió y esperó a escuchar el tercer deseo.
—Tercero —ahora era la ballena quien hablaba—: si el hada necesita un
vestido nuevo y Sofía quiere regalarle uno porque siempre la escucha con atención
cuando está enfadada, quizá podrías ayudarla a coserlo.
—Vaya, vaya. —Mamá asintió pensativa—. Y el hada, ¿siempre te concede
todos tus deseos? —preguntó mamá a Sofía mientras le acariciaba el pelo.
—Pues claro, porque tiene una varita mágica y cuando la mueve esparciendo
chispas todos los deseos se cumplen.
Mamá sonrió satisfecha:
—Eso es maravilloso. Me alegro mucho de que tu hada me tenga al corriente
de todos tus deseos. Y ahora yo os deseo a los tres que paséis una buena noche,
que durmáis bien y tengáis dulces sueños. Te quiero mucho, mi hada pequeña.
Luego besó a Sofía, se despidió del hada y de la ballena con un gesto y los
dejó sumergirse en el fantástico mundo submarino en el que los sueños se
convierten en deseos y los deseos tienen poderes mágicos.
La tela de araña
Toni había estado ahorrando durante mucho tiempo para reunir el dinero
suficiente para comprarse un reloj y, por eso, se sentía muy orgulloso de tenerlo
por fin. Ahora ya podía saber exactamente qué hora era en cualquier momento.
Además, su reloj nuevo llevaba cronómetro incorporado y ese detalle le gustaba en
especial.

Ese día Toni tenía que encontrarse con su amigo Marcos.


Mamá no veía con buenos ojos que Toni andara por ahí con Marcos. Marco
era dos años más mayor que Toni y, según decía mamá, una buena pieza, porque
Marcos estaba todo el día fuera de casa en busca de aventuras. Tenía una navaja
de bolsillo con la que tallaba figuras y un encendedor para encender fogatas.
Además, cuando los mayores le reñían, siempre les contestaba con malas palabras
o simplemente se encogía de hombros sin hacerles caso.
Para Toni Marcos era el más grande; le admiraba mucho. Marcos conocía
muchos lugares secretos donde podían jugar a juegos emocionantes: a caballeros,
a ladrones y policías, al escondite o a indios. Con Marcos nunca se aburría y Toni
le quería como si fuera el hermano mayor que no tenía. Toni tenía una hermana
mayor y, a veces, la hubiera cambiado gustoso por Marcos, pero eso no era
posible.
Toni ya se había puesto la chaqueta y estaba a punto de esfumarse con un
¡adiós! Rápido y discreto, pero mamá todavía le alcanzó en la puerta:
— ¿Adónde vas con tantas prisas? —preguntó colocándole bien la chaqueta,
cosa que Toni odiaba pues ya no era un niño.
—Bueno, voy un rato al parque —contestó Toni en tono inocente—. Juan y
Carlos también estarán allí.
—Vale, pero al parque municipal y sólo hasta las seis. Y no vuelvas tarde —le
advirtió su madre.
—De acuerdo —farfulló Toni saliendo a toda prisa.
El parque estaba justo al volver la esquina y Toni se encaminó en esa
dirección. Lo que mamá no sabía y no debía saber bajo ninguna circunstancia es
que Toni iba a encontrarse con Marcos. Toni tenia tenía bastante mala conciencia
porque no había dicho la verdad, pero mamá siempre estaba sufriendo y nunca le
hubiera dejado ir a las ruinas que había en aquel jardín abandonado.
Marcos le estaba esperando. Se saludaron con un apretón de manos y se
pusieron en camino. No estaba lejos. Sólo se podía entrar en el solar a través de
un agujero que había en la valla. Marcos pasó primero y Toni se quedó vigilando a
un lado y a otro que no los viera nadie pues, naturalmente, la entrada a las viejas
ruinas estaba estrictamente prohibida. Pero precisamente eso hacía esa aventura
tan emocionante.
Después de introducirse con cuidado por el agujero se dirigieron al viejo
olmo. Allí se encontraba su escondite secreto: se habían construido una cueva con
palos y hojas de árboles. Nadie lo sabía. A veces, cuando estaban dentro de la
cueva, Marcos contaba historias siniestras de fantasmas que le dejaban los pelos
de punta.
Justo cuando acababan de ponerse cómodos oyeron un ruido que los asustó:
¡voces extrañas!
— ¡Ssshhh! —Marcos levantó el índice delante de los labios indicando a Toni
que permaneciera en silencio.
Las voces se aproximaban. Se acurrucaron en el fondo del escondite con la
esperanza de pasar desapercibidos. El corazón de Toni latía más rápido, pero al
lado de Marcos se sentía seguro. El crujido de los pasos que se aproximaban se oía
claramente y al momento Marcos reconoció las voces.
—Son Óscar, Bernardo y Laura —susurró al oído de Toni—. Son del club de la
serpiente blanca, del curso superior al mío. Mejor que no nos vean.
Toni se puso nervioso. ¿Era miedo lo que percibía en la voz de Marcos?
¡Tonterías! Era imposible que Marcos tuviera miedo, pero a pesar de ello a Toni se
le puso la piel de gallina, así que se encogió un poco más entre las ramas del
escondijo. Los pasos de los intrusos dejaron de oírse: se habían quedado parados.
— ¿Habéis oído un ruido? —preguntó uno de los huéspedes inoportunos a
sus acompañantes—. Estaos quietos, creo que he escuchado algo.
Toni cerró los ojos. «No, por favor», pensó, y deseó ser invisible.
— ¡Pero mira a quién tenemos aquí! —Una mano separó las ramas y los tres
intrusos sacaron a los dos amigos a rastras de su escondite sin ninguna
condescendencia.
El cabecilla apoyó las manos en las caderas y miró a Toni y a Marcos con
desprecio:
— ¿Qué buscáis aquí? Esta zona es nuestra.
Marcos avanzó un paso colocándose valerosamente delante de Toni:
— ¿Qué significa que ésta es vuestra zona? Estas ruinas son de alguien, pero
de vosotros seguro que no. tenemos el mismo derecho de estar aquí que vosotros.
— ¡Bravo Marcos! —murmuró Toni, pero de repente, a la señal del cabecilla,
los otros dos compinches agarraron a Marcos al tiempo sujetándolo con fuerza.
« ¡Oh, oh! —pensó Toni cada vez más asustado— ¿qué significa esto?»
—Si queréis salir de aquí sanos y salvos tenéis que darnos algo —exigió el
cabecilla.
— ¡Estás chiflado! —replicó Marcos enfadado—. ¡Soltadme ahora mismo!
—Bueno, entonces veamos qué nos puede ofrecer tu amiguito.
El alto se acercó a Toni y le agarró del cuello.
— ¡Cobardes! Si tocáis a Toni os aplastaré —gritó Marcos intentando
liberarse. Estaba furioso.
—Inténtalo —respondió el cabecilla impasible y volviéndose hacia los otros
dos dijo triunfante—: mirad lo que tenemos aquí.
Levantó las mangas de Toni y dando un zarpazo le quitó el reloj.
— ¡Eh! ¡Qué haces! —gritó Toni indignado—. ¡Estáis locos!
Intentó recuperar el reloj, pero el alto le sostuvo por encima del suelo
mofándose de él. Cuando no pudo aguantar por más tiempo el pataleo de Toni, le
empujó hacia atrás y éste fue a caer en un matorral de ortigas.
— ¡Ay! —gritó—. Si no nos dejáis en paz —gimió— se lo diré a mis padres y
entonces sí que tendréis problemas.
Sin embargo, el cabecilla respondió entre risas:
— ¡Pues hazlo! Seguro que a tu mamá le parecerá muy divertido que te
pases la tarde rondando por unas ruinas en las que está prohibido entrar. Además,
te juro que si te atreves a acusarnos, antes o después te atraparemos y te
daremos tu merecido.
Mientras tanto a Toni le empezaron a escocer terriblemente las partes del
cuerpo se habían rozado las ortigas. Tenía miedo, se encontraba fatal y al mismo
tiempo tremendamente irritado, así que, impulsado por el valor de la
desesperación se abalanzó sobre el chico que sujetaba a Marcos y le pegó una
patada en la espinilla tan fuerte como pudo.
Nadie había contado con eso, ni siquiera el propio Toni que se quedó atónico
de lo que acababa de hacer. El chico pegó un gritó y soltó a Marcos e golpe. Éste
aprovechó para empujar a la niña con la mano que tenía libre, agarró a Toni y los
dos salieron corriendo como si les fuera la vida en ello. Cruzaron el solar a toda
prisa, pasaron a través del agujero de la verja y se lanzaron a la calle. Al llegar a la
esquina se quedaron parados sin aliento y miraron su alrededor. Nadie los seguía.
— ¡Caramba, Toni! —respondió Marcos—. ¡Estás hecho un tigre! ¡Ha sido de
campeonato!
A Toni se le iluminó la cara de contento aunque el corazón todavía le latía a
toda prisa del susto. ¡Aquél era el mayor cumplido que jamás le habían dedicado!
Pero de pronto se acordó de su reloj.
—Mi reloj —dijo tristemente.
—Ya te puedes olvidar de él —dijo Marcos dándole unos golpecitos
compasivos en la espalda—. Escucha, tigre. Prométeme que no vas a contar a
nadie este incidente. Si alguien se entera de que hemos estado en las ruinas,
estamos en un buen lío. Tu madre nos hará la vida imposible. Por favor,
prométeme que no se lo dirás a nadie.
Toni no pensaba decir nada. No sólo había estado en un solar prohibido sino
que además estaba con Marcos. Como castigo había perdido su fantástico reloj y
ahora no quería buscarse todavía más problemas. Así pues, estrechó la mano de
Marcos y le dijo:
—Éste será nuestro secreto. ¡Palabra de honor! —Y de pronto se sintió muy
mayor, aunque también un poco triste.
Sin embargo, la madre de Toni, aunque no sabía nada de lo ocurrido, se dio
cuenta de que su hijo había cambiado. Estaba más callado que nunca, volvía
siempre puntual de la escuela, dormía mal y tenía ojeras oscuras bajo los ojos. El
suceso de aquel día perseguía a Toni como un fantasma y el secreto le consumía.
Con gusto hubiera confesado todo a sus padres, pero no se atrevía porque les
había mentido. Tenía miedo, le asustaban las amenazas de la banda de ajustarse
las cuentas y además no quería traicionar a su amigo Marcos. No sabía qué hacer
y eso le resultaba muy difícil de sobrellevar.
Estaba seguro de que su madre sospechaba algo, pero cuando ella le
preguntaba, él siempre se escabullía con alguna excusa. Sus mentiras se extendían
a su alrededor como una tela de araña. Poco a poco se iba enredando cada vez
más en sus propias excusas.
Aproximadamente una semana después de su aventura, Toni estaba en la
cama pensando en si debía contar, al menos a su hermana, que le habían rodado
el reloj, pero enseguida desechó la idea. Seguro que ella le delataría.
Toni se acurrucó en su cama y se cubrió la cabeza con la manta. En ese
momento deseó ser uno de esos pequeños gusanos que habían estado estudiando
en clase de biología. El edredón se convirtió en un capullo y Toni se transformó en
crisálida. El suave caparazón de seda le protegía de todos los seres malvados.
Cuando quiso darse la vuelta se dio cuenta de que no podía. Los hilos de
seda se habían convertido en una tela de araña que se pegaba a su cuerpo
manteniéndole atrapado. No podía moverse. Su confortable caparazón se había
transformado en una cárcel.
«Conserva la calma —dijo su voz interior—. Piensa… ¿qué haría tu amiga
Carla en esta situación?»
Carla era una mariposa que vivía con su familia en un maravilloso prado
repleto de flores. Toni la admiraba; le parecía la cosa más bella del mundo.
La madre Carla le daba permiso para volar sola hasta el extremo del prado,
pero bajo ninguna circunstancia podía volar por el bosque o por el lago. Sin
embargo, la pequeña mariposa era muy curiosa y cada día volaba un poquito más
allá alejándose del prado, ¡había tantas cosas bonitas que descubrir! Además a
Carla le encantaba flotar libremente por los aires.
Un día se acercó mucho al lago prohibido y una vez allí, sencillamente no fue
capaz de dar la vuelta aunque sabía lo peligroso que era: estaba lleno de ranas y
serpientes esperando a comerse mariposas pequeñas.
En medio del agua había una flor maravillosa que desprendía un olor muy
particular. Carla sintió la necesidad de olisquearla si no quería volverse loca, así
que la pequeña mariposa fue volando dando vueltas en torno a la flor hasta que
finalmente se posó en uno de los pétalos.
Pero la flor era en realidad una planta carnívora que atrajo a Carla con su
fascinante aroma para engañarla ya que, en cuanto la pequeña mariposa
empezara a revolotear dentro de la flor, los bellos pétalos se cerrarían de golpe y
Carla estaría perdida.
La pequeña mariposa estaba fisgoneando con curiosidad en el interior del
cáliz cuando una extraña sensación la alertó de que debía escaparse lo más rápido
posible, y justo en el momento en que se elevaba, la flor empezó a cerrarse. Por
suerte no pudo atrapar a Carla, pero la pequeña mariposa tuvo un susto terrible.
Carla estaba tan contenta de haber sobrevivido a esa aventura que todo lo
demás dejó de tener importancia. Ella, Carla, había logrado oler durante un breve
instante el aroma más fantástico del mundo, y así, orgullosa, regresó volando a su
confortable prado.
La pequeña mariposa estaba tan emocionada que quería contar
inmediatamente a alguien su apasionante excursión.
A su madre no podía decirle la verdad porque seguro que se enfadaría mucho
con ella. Tanía miedo de que le pasara algo a su hija y por eso quería tenerla
siempre a su lado. Pero Carla era una mariposa en toda regla: despreocupada,
curiosa, ávida de aventuras y valiente, así que siguió volando en dirección al sol sin
que nadie pudiera detenerla.
De pronto se acordó de su amigo Toni, el gusano. ¡Se lo contaría a él! La
pequeña mariposa revoloteó por el prado hasta el lugar en el que se encontraba el
capullo del gusano. Pero cuando llegó comprobó con gran sorpresa y alegría que
Toni, quejándose por el esfuerzo, se estaba desprendiendo de su capa de seda
justo en ese momento. Fue todo una suerte que Carla estuviera allí porque así
pudo ayudar a Toni a salir desde el exterior.
Había pasado algún tiempo y el pequeño gusano se había convertido en una
preciosa mariposa que contemplaba ese nuevo mundo desconocido con los ojos
muy abiertos.
Carla explicó a Toni su aventura en el lago y se alegró mucho de que por fin
pudieran revolotear juntos.
Toni levantó sus alas por primera vez por un mundo nuevo. Se sentía libre y
feliz. Los dos sobrevolaron apaciblemente prados y estanques, árboles y casas y
vivieron juntos muchas aventuras.
Al llegar la noche los dos amigos se despidieron y Toni regresó a casa con
sus padres cansado pero contento. Su mamá mariposa le abrazó dulcemente con
sus cálidas alas y él le explicó todo lo que había visto ese día con Carla.
Toni se sentía muy bien y bostezó enérgicamente. Las alas le pesaban mucho
y los ojos se le cerraban. Tenía que recuperar fuerzas para el nuevo día, así que
respiró los aromas maravillosos del prado en primavera, se arrebujó en las cálidas
alas de su madre y disfrutó de la sensación de protección que le proporcionaba su
familia.
Toni se sentía fuerte y dispuesto a emprender nuevas aventuras. Como de
costumbre, papá mariposa tarareó una canción para sus hijos antes de dormirse.
También a él parecían gustarle las aventuras, pues sus canciones siempre
hablaban de la belleza de los prados y de la libertad que se siente al volar.

Cada día llega a su fin,


cada noche las estrellas brillan en el cielo,
si todavía pudiera vivir muchas aventuras,
haría cualquier cosa por oler el perfume de las flores.
Pero ahora este día también se termina,
y lo único que deseo es una estrella pequeña,
ven, pon tu corazón en mis manos
hasta que llegue la mañana y te reclame un nuevo objetivo.

En la tranquilidad reside la fuerza,


por eso, cierra los ojos
y disfruta de la calma de esta noche maravillosa,
déjate llevar, descansa,
llénate de esta oscuridad,
no tengas miedo de estos bellos colores oscuros,
mañana, cuando el sol vuelva a brillar,
sumérgete en el mundo dulcemente, en esa luz familiar.

En el país donde se pone el sol,


nos volveremos a encontrar,
allí donde los sueños tienen alas,
y los niños dones muy especiales.
En el país donde se pone el sol,
está la casa de los deseos,
y la confianza es la llave
que abre todas las puertas.

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