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ESTILO

¿Qué es el estilo?

El estilo es la manera propia de cada uno de expresar su pensamiento por la escritura

o la palabra.

Por la escritura, el escritor.

Por la palabra, el orador.

El estilo es la marca personal del talento. Cuanto más original es el estilo, más personal

es el talento. El estilo es la expresión, el arte de la forma, que hace sensibles nuestras ideas y

nuestros sentimientos; es el medio de comunicación entre los espíritus.

No es solamente el don de expresar nuestros sentimientos, es, también el arte de

sacarlos de la nada, de hacerlos nacer, el arte de fecundarlos y de hacerlos salientes. El estilo

comprende el fondo y la forma.

Es necesario convencerse de que las cosas que decimos no impresionan más que por el

modo de decirlas. En términos generales, todos pensamos poco más o menos las mismas

cosas. La diferencia está en la expresión y el estilo. Eleva lo común; halla nuevos aspectos

en lo vulgar; engrandece lo sencillo; fortifica lo débil.

Escribir bien, es, a la vez, pensar bien, sentir bien y rendir bien.

“Lo que me distingue de Pradon, decía Racine, es que yo sé escribir”.


“Homero, Platón, Virgilio y Horacio, no sobresalen de los demás escritores, ha dicho

La Bruyére, más que por sus expresiones y por sus imágenes”.

“Nada vive más que por el estilo”, dice Chateaubriand. En vano se grita contra esta

verdad. La obra mejor entendida, y llena de las más prudentes reflexiones, nace muerta, si le

falta el estilo.

El estilo es el arte de apreciar el valor de las palabras y las relaciones de éstas entre sí.

Las ideas simples que representan las palabras del diccionario no bastan para formar

un escritor. El que conozca todas esas palabras, puede, sin embargo, ser incapaz de trazar una

frase, porque el talento no consiste en utilizar secamente las palabras, sino en descubrir los

matices, las imágenes, las sensaciones que resultan de sus combinaciones.

El estilo es, pues, una creación de forma por las ideas y una creación de ideas por la

forma. El escritor crea hasta palabras para indicar una relación nueva. El estilo es una

creación perpetua: creación de arreglos, de giros, de tono, de expresiones, de palabras y de

imágenes. Cuanto más sensible es esa creación en la lectura, mejor es el escritor.

Guy de Maupassant dice en alguna parte: “Las palabras tienen alma. La mayoría de los

lectores y hasta de los escritores no les piden más que sentido. Es necesario encontrar ese

alma, que aparece al contacto de otras palabras, que brilla y alumbra ciertos libros con una

luz desconocida, muy difícil de hacer brotar. Hay en los acercamientos y las combinaciones

del lenguaje escrito por ciertos hombres, toda la evocación de un mundo poético que el

pueblo de los mundanos no sabe ver ni adivinar. Cuando se le habla de eso, se resiente,

razona, argumenta, niega, grita y quiere que se le demuestre. Sería inútil intentarlo. No

sintiendo, no lo comprendería nunca. Hombres instruidos, inteligentes, hasta escritores, se


sorprenden también cuando se les habla de ese misterio que ignoran, y se sonríen

encogiéndose de hombros. ¡Qué importa! No lo saben. Es como hablar de música a personas

que no tienen oídos”.

“La gracia divina, ha dicho Bossuet, llueve sobre el rico como sobre el pobre”.

He ahí una palabra tomada de una acepción nueva y que forma una imagen soberbia.

Lo mismo este otro pensamiento: “Dormid vuestro sueño, grandes de la tierra”; y este

otro: “Derramar lágrimas y plegarias sobre una tumba”.

La palabra indeterminada, por ejemplo, es una palabra cualquiera, geométricamente

empleada, sin elocuencia, sin brillo. Bajo la pluma de Chateaubriand, va a alcanzar un

prestigio que pintará todo un paisaje lejano:

“La claridad de la luna, su claridad gris perla, descendía sobre la cima indeterminada

de las selvas”.

La palabra reposaba es también una palabra cualquiera. Refiriéndose a algo que no

reposa, se convierte en una palabra bellísima.

“La luna reposaba sobre las colinas lejanas”. (Chateaubriand).

Hasta hay palabras de una vulgaridad técnica, oficial, que producen grandes efectos

cuando un artista les encuentra una aplicación imprevista. ¿Hay algo más incoloro que la

palabra anunciador? Veamos cómo la utiliza Pedro Loti:

“Los tristes chorlitos, anunciadores del otoño, habían aparecido en una tormenta de

lluvia”.
Otro habría podido decir: “Los chorlitos, esos tristes pájaros que anuncian el otoño,

habían aparecido en una tormenta de lluvia”.

Ese sería un estilo de menos valor que el primero.

El estilo es, pues, la manera que cada uno tiene de crear expresiones para manifestar su

pensamiento. Puede ser largo, corto, coloreado, seco, abundante, vivo, periódico, según los

temperamentos.

Es difuso, pálido, incoloro, cobarde, en los malos escritores; conciso, nervioso, con

relieve, en los buenos.

Es tan completa la unión entre el carácter y el estilo de una persona, que por eso ha

podido decirse con razón esta verdad: el estilo es el hombre.

La vivacidad de palabras, la energía de las concepciones, los mismos giros de la

conversación hablada, la originalidad de la imaginación, todo eso se pinta exactamente en el

estilo del hombre. El estilo es el reflejo del corazón, del cerebro y del carácter.

Eso no es solamente verdad en los individuos, sino también en los pueblos.

“Los pueblos de Oriente, dice Blair, han recargado su estilo en todos los tiempos con

figuras fuertes e hiperbólicas. Los atenienses, pueblo sutil y culto, se formaron un estilo claro,

puro y correcto. Los asiáticos, amigos del fausto y de la nobleza, tenían un estilo pomposo y

difuso. Las mismas diferencias pueden notarse hoy día entre el estilo de los franceses, los

españoles, los alemanes y los ingleses”.

Saber muchas cosas no enseña a ser buen escritor; el estilo es independiente de la

erudición. Por eso, al decir que es necesario leer mucho para ser capaz de escribir, se supone,
bien entendido, que se tienen aptitudes para el estilo, por lo menos una mediana vocación y

un gusto determinado. Sin eso, ni la erudición más inmensa, hará encontrar un giro de frase.

Hay hombres muy sabios que nunca serán escritores, y hay escritores brillantes que no saben

gran cosa. El saber y el arte de escribir, son cosas distintas, que no van siempre juntas.

El Discurso sobre el estilo de Buffon contiene las mejores páginas que conocemos

sobre este asunto. Nadie ha explicado mejor los procedimientos de un arte que puede

considerarse como una ciencia, ni ha expuesto mejor las diversas operaciones del espíritu

por las que se llega a hacer buenas frases.

Hay, sin embargo, en ese Discurso de Buffon una tendencia visible a aconsejar el

empleo de los términos generales y a dar al estilo una especie de giro sintético y rígido, que

constituye ciertas hermosas partes del estilo, pero que no es todo el estilo. Villemain ha tenido

razón al señalar el carácter demasiado personal de ese Discurso.

¡Pero qué profundo sentido de la belleza escrita y cuántos consejos prácticos! “Las

obras bien escritas, dice Buffon, serán las únicas que pasarán a la posteridad”. Y agrega:

“Todas las bellezas que se encuentran, todos los giros de que está compuesto el estilo, son

otras tantas verdades tan útiles y tal vez más preciosas para el espíritu humano, que las que

pueden formar el fondo del asunto”.

“Es estilo, dice Buffon, es el orden y el movimiento que se pone en los pensamientos”.

El orden, es decir, la lógica de las ideas, su encadenamiento, su fondo: el movimiento, es

decir, la vida, la forma; el orden, que es la concentración, el giro, el conjunto; el movimiento,

que es la imaginación, el atractivo, el relieve.

Aquí interviene la famosa distinción del fondo y la forma.


Los unos los separan y los diferencian; el fondo son los materiales, los pensamientos,

la sustancia, el asunto; la forma es la expresión, el revestimiento, el traje. Son dos cosas

aparte.

Los otros dicen: El fondo y la forma todo es uno; no se les puede separar, como no

puede separarse el músculo de la carne. Es imposible expresar una idea que no tenga su

forma, como no se puede concebir una criatura humana que no tenga alma y cuerpo. Cuando

se cambia la forma, se cambia la idea, y del mismo modo, la modificación de la idea arrastra

a la de la forma. Trabajar la forma es trabajar la idea. La forma se pega a la idea.

Esta teoría es la verdadera y hay que atenerse a ella.

En ciertos casos muy raros, el cambio de la forma no altera la idea. Así ocurrirá si yo

digo: “Llueve” por: “cae agua”; llorar, por verter lágrimas; arrodillarse, por ponerse de

rodillas; sonó un ruido, por se oyó un ruido, habré empleado una forma mejor que no habrá

cambiado la idea; pero eso es más bien una sinonimia que una modificación de forma.

Fuera de esta clase de correcciones puramente gramaticales, la idea sufre siempre los

cambios de la forma. Yo escribo esta frase: “Nuestros corazones embriagados del amor

mundano...” La modifico y pongo: “Nuestros corazones encantados del amor del mundo...”

(Bossuet). La idea se ha modificado según los matices de una forma nueva. Encantamiento

dice otra cosa que embriaguez, y amar al mundo no es lo mismo que sentir amor mundano.

Escribo esto: “Después de la muerte veremos a Dios tal como es, alumbrando a todos

los hombres con su presencia”. Trabajo esa forma, la modifico y encuentro esta: “Después

de la muerte veremos a Dios al descubierto, iluminando todos los espíritus con los rayos de

su faz”. (Bossuet). Se me dirá, tal vez, que solamente ha cambiado la forma y que la idea
sigue siendo la misma; no, la idea también se ha modificado; tiene otro aspecto, otro sentido,

otros matices, un encanto nuevo, una significación distinta.

En vez de hacer esta demostración sobre algunas líneas solamente, puede hacerse sobre

una página entera, sobre dos, tres, etc.

He aquí una frase con una hermosa imagen, sobre la noche en las soledades de América:

“El genio de los aires sacudía en la noche su cabellera”.

Esa frase no me satisface; cae demasiado bruscamente; quisiera encontrar una palabra,

un epíteto que la redondeara y la clausurara... Busco... Pienso en el cielo azul, y encuentro:

“El genio de los aires sacudía en la noche su cabellera azul...” (Chateaubriand).

El esfuerzo, la preocupación de la forma me ha hecho descubrir una imagen que, por

sí sola, da una magia imprevista a la idea primitiva.

He aquí otro pensamiento. Se trata de decir que las mujeres romanas son tan bellas

como las estatuas de sus templos.

“Se las tomaría por las estatuas de sus templos, descendidas de su pedestal...”

Hermosa imagen, pero que no me basta; quiero realzarla, embellecerla. Todo lo que

agregue será un trabajo de forma sobre la idea.

Obtengo esto:

“Se las tomaría por las estatuas de sus templos, descendidas de su pedestal, y que se

pasearan a su alrededor”. (Chateaubriand).


Y es precisamente, este último período, lo que da a la imagen todo su prestigio, todo

su efecto. ¿Se dirá que la ida no ha cambiado? Sí ha cambiado, sí. La primera frase era

conocida; la habíamos leído en alguna otra parte; pero la segunda, que constituye el cuadro

y la vida, esa es nueva, es creada.

Luego, pues, la forma y el fondo todo es uno. No es posible, en general y de una manera

definitiva, tocar la una sin alterar la otra. Cuando se dice de un fragmento: “El fondo es

bueno, pero la forma es mala”, eso no significa nada, porque es el valor de la forma lo que

hace bueno al fondo. Habría que decir: “El fondo podría ser excelente si la forma fuera

buena”, porque es la forma la que le da valor al fondo.

Si yo grito: “¡Oh, Jesús, Dios crucificado!”, empleo un estilo correcto, pero en esa

forma se dice con mucha frecuencia. Quiero pensar una forma mejor. Busco y encuentro:

“¡Oh, Jesús, Dios anonadado!” (Bossuet). La expresión es magnífica; pero, de pronto, la idea

ha cambiado, ha brillado, es otra.

Todos hemos podido comprobar que, trabajando, rehaciendo las frases, creemos no

cambiar nada, no mejorar más que la forma, y he aquí que todo se amasa, las ideas se

multiplican; se presentan incidentes, las proporciones crecen, los párrafos aumentan;

percibimos imágenes inesperadas, giros nuevos, tanta verdad es que no puede tocarse la

forma sin trastornar la idea.

La forma es tan inseparable de la idea, que la última encarnación de la forma llega a no

ser más que la expresión de la idea pura.

Entre otros consejos notables, y que es necesario retener para formarse idea del estilo,

recomienda Buffon “que se agregue el colorido a la energía del dibujo”. Quiere “que se dé a
cada objeto una luz fuerte”; expresa el deseo de que cada pensamiento sea una imagen. Este

último consejo es el que ha prevalecido cuando vinieron Bernardino de Saint Pierre,

Chateaubriand, Teófilo Gauthier, y cuando la literatura francesa se cansó de la belleza sin

colorido.

Resumiendo: El estilo es el esfuerzo por el cual la inteligencia y la imaginación

encuentran matices, giros, expresiones e imágenes, en las ideas y en las palabras o en la

relación que tienen entre ellas.

Hay en este trabajo del estilo (y es un trabajo considerable) una parte que es el orden,

el arreglo, la corrección, la ordenación, las proporciones, el equilibrio, la preparación de todas

las piezas de ese tablero de ajedrez que se llama una frase, una página, un capítulo.

Hay también otra parte que es el movimiento, la creación de palabras, de imágenes, su

combinación, lo que produce la intensidad, el efecto, la energía, el golpe de luz, el relieve.

Hasta en la parte arreglo, el arte de colocar las palabras y de combinar las frases, es

también una creación.

El sabor de esta creación múltiple se evapora con frecuencia en la traducción,

precisamente porque constituye la esencia del estilo. Esto es lo que hizo decir a Lamotte: “Un

gran número de bellezas de los autores antiguos están adheridas a expresiones particulares

de su lengua, o a relaciones que, no siéndonos tan familiares como a ellos, no nos causan el

mismo placer”.

El cuidado de la forma es lo primero que debe preocupar a los que tienen gusto en

escribir, pues ella comprende también el fondo, y es la que da valor a una obra. Emilio Zola,

que no tuvo más que un don muy brutal de escribir, y que nunca se dignó perfeccionar su
forma, se alzó contra esta teoría. “No es verdad, dijo, pese a Buffon, Boileau, Chateaubriand

y Flaubert, que han repetido obstinadamente lo contrario, no es verdad que baste tener un

estilo muy cuidado para señalar para siempre nuestro paso en la literatura. La forma es lo que

cambia y pasa más pronto. Es preciso, ante todo, que una obra sea viva, y sólo puede ser viva

con la condición de ser verdadera. Se gana la inmortalidad poniendo de pie a las criaturas

vivas”. Nada más falso que eso. La creación de esos seres vivos no irá a la posteridad como

no esté servida por una forma irreprochable.

Zola replica: “¿Podemos juzgar nosotros la perfección del estilo de Homero y de

Virgilio?” Que Zola no pudiera juzgarla es muy posible; pero hay personas que pueden

hacerlo, y no es preciso haber hecho grandes estudios para leer a Virgilio en su texto. En todo

caso, una tradición ininterrumpida de historiadores y autores antiguos nos dice que su estilo

causaba admiración en su tiempo, y es, precisamente, esa superioridad de forma lo que los

ha inmortalizado. Si sus versos hubieran sido malos, sus contemporáneos no los hubieran

aprendido, y si su estilo hubiera sido mediocre, su obra no habría llegado hasta nosotros. No

existe obra maestra sin forma cuidada, y una obra mal escrita no puede vivir, por la razón de

que no hay una mala que haya alcanzado hasta estos tiempos. El fondo y la forma se

corresponden. Don Quijote, que es un modelo de obra viva, es, también, un modelo de estilo,

un modelo de perfección escrita, único en su género en España.

Otra objeción: “Cuando leemos a Homero, no es su forma lo que leemos, es una

traducción. No tenemos más que su fondo. La forma pues, no se identifica con el fondo”. Al

contrario, puesto que es precisamente la forma la que ha salvaguardado al fondo, y nosotros

no tendríamos probablemente el fondo si la forma no hubiera sido perfecta. Aquí es

necesario, si se quiere, separarlos, puesto que se trata de una traducción. Queda lo que puede
conservarse. Las buenas traducciones son las que conservan más. Por otra parte, cuando se

trata de obras maestras, la forma está tan mezclada con el fondo, tan pegada a la idea, que la

idea misma queda patente después que ha desaparecido el encanto del texto. Por eso, en una

buena traducción, las descripciones de Homero son tan vivas como cualquier página de

nuestros mejores autores contemporáneos.

Fuera de estos principios, que hay que mirar como verdades absolutas, no se puede dar

más que una apreciación vaga del estilo. Es preciso, como dice Pascal, haber arreglado el

reloj, y burlarse de aquellos cuya hora varía. “Hay un buen y un mal gusto, ha dicho La

Bruyére, y sobre eso se puede disputar”. Nada más común que los juicios hechos. Se cree

acertar cuando se dice al azar: “Esto está bien escrito; esto está mal escrito; Fénelon escribe

bien; Diderot escribe mal; Merimée es un gran escritor”, etc.

LECCIÓN QUINTA

LA ORIGINALIDAD DEL ESTILO

Falsa división de los estilos y de los pensamientos. — Por qué varían los estilos. —

Originalidad del estilo. — La originalidad y la vulgaridad. — El estilo falso. — El estilo

inexpresivo. — El estilo de Merimée. — ¿Cómo puede reformarse el mal estilo? — Las


expresiones vulgares. — Las frases hechas. — La naturalidad y el trabajo. — La palabra

sencilla y la palabra natural. — Procedimiento para adquirir la originalidad.

La mayoría de los tratados de literatura contienen, en materia de estilo, exposiciones y

análisis teóricos. Se cree hacer obra de enseñanza práctica descomponiendo, como se dice,

los elementos del estilo y sus cualidades, elementos generales, elementos particulares,

cualidades generales, cualidades particulares: la claridad, la pureza, la corrección, la

elegancia, la fuerza, la naturalidad, la nobleza, la riqueza, la magnificencia.

Hay también figuras de palabras y figuras de pensamientos; tenemos pensamientos

fuertes, justos, finos, naturales; luego la catacresis, la alegoría, la elipsis, la sinécdoque, la

prosopopeya, la onomatopeya, el pleonasmo, la antonomasia.

Que no se busque nada parecido en nuestra obra. Hemos evitado cuidadosamente todo

lo que parezca una división ficticia, toda especie de clasificación. Este libro no ha sido para

enseñar qué es un pensamiento fuerte o un pensamiento fino, qué es claridad, qué es finura y

qué es naturalidad. Estas distinciones cargan la memoria, no enseña nada y son esencialmente

arbitrarias.

Porque, en fin, un pensamiento fuerte es también un pensamiento verdadero, y yo no

conozco un pensamiento justo que no sea al mismo tiempo un pensamiento natural, ni un

pensamiento sublime que no sea a la vez un pensamiento fuerte, verdadero, natural y justo.

Lo mismo ocurre con los estilos. No es verdad que sean numerados y clasificados en

estilo sencillo, estilo templado, estilo sublime, etc.


Precisamente, porque el estilo es sencillo, es a veces sublime. En todo caso, sencillo o

sublime, debe ser siempre natural.

No hay estilo florido, como no hay tampoco estilo templado. Son invenciones que

deberían desterrarse para siempre de la enseñanza. Hay estilos apropiados al asunto, eso es

todo lo que se puede decir; o tonos de estilo, tonos personales, sonidos diferentes, según la

elevación, la inspiración, el autor, el asunto, el objeto que uno se propone.

Es superfluo enseñar que las primeras cualidades del estilo son: 1°, la claridad; 2°, la

pureza, etc., lo que significa: se debe escribir para hacerse comprender, y se debe escribir en

buen francés, dos cosas bien evidentes.

El estilo difiere según los asuntos y, a veces, según los géneros; pero los géneros tienen

cierta tendencia a confundirse. Por más que se les distinga, acaban por tocarse. El espíritu

clásico no admitía el estilo familiar en las tragedias. Sin embargo, Shakespeare lo empleó.

“El estilo, concluye Condillac, varía en cierto modo hasta lo infinito, y algunas veces

varía con matices tan imperceptibles, que no es posible notar el paso de los unos a los otros.

No hay reglas para asegurarse del efecto de los colores que se emplean; cada uno juzga de

distinto modo, porque se juzga según las costumbres que se han adquirido, y con frecuencia

cuesta trabajo dar razones de esos juicios.

Nos imaginamos gustosos tener ideas absolutas de todas las cosas de que hablamos,

hasta el momento en que hace falta alguna reflexión para notar que las palabras grandes y

pequeñas no significan más que ideas relativas. Así, cuando decimos que Racine, Boileau,

Bossuet y la señora de Sevigné escriben con naturalidad, tenemos que tomar esa palabra en
un sentido absoluto, como si la naturalidad fuera la misma en todos los géneros; y creemos

decir siempre lo mismo, porque siempre empleamos la misma palabra.”

Sin embargo, algunas grandes ideas, algunos principios generales abarcan todos los

demás, dominan la cuestión y deben guiarnos en el estudio de los diversos caracteres del

estilo.

Las tres cualidades que debe tener un buen estilo, y que resumen las demás, son, en

nuestra opinión:

1° La originalidad.

2° La concisión.

3° La armonía.

LA ORIGINALIDAD DEL ESTILO

Hay un estilo hecho, un estilo vulgar, para el uso de todo el mundo, un estilo clisé,

cuyas frases neutras y usadas sirven para cada uno; un estilo incoloro construido solamente

con las palabras del diccionario; un estilo muerto, sin llama, sin imagen, sin color, sin relieve,

sin lo imprevisto; un estilo llano y elegante, gramatical e inexpresivo; el estilo de los

escritores que no son artistas; un estilo burgués y correcto, irreprochable y sin vida.

Con ese estilo no se debe escribir.

Si debe usted escribir como todo el mundo, es inútil que tome la pluma.
Pero, si hay un estilo vulgar, debe haber un estilo original, pues la originalidad es lo

contrario de la vulgaridad. Se dice corrientemente: “Giros de frases originales, expresiones

originales, imágenes originales”, cualidades que constituyen precisamente el estilo original,

el que sorprende, el que seduce, el que tiene su marca personal. La originalidad reside, sobre

todo, en la manera de decir las cosas, de expresar las ideas, de dar valor al fondo.

La originalidad debe, por lo tanto, ser considerada como la grande, la general, la

esencial cualidad del estilo.

Es, pues, necesario, desde ahora, abandonar los prejuicios de escuela y formarse una

idea nueva del estilo. En el colegio nos decían lo que debía ser; pero no nos lo enseñaban.

Sabíamos bien que debíamos tratar de escribir como Bossuet (más o menos, bien entendido)

y no como Fénelon en su Telémaco; pero ¿cómo hacerlo? Rondábamos alrededor de la casa

sin poder entrar nunca. Buena o mala, tenemos una llave. Abramos la puerta.

He aquí una descripción de Nisard, Camino de Pau o Aguas Buenas, citado como

modelo en un Curso práctico y razonado del estilo (10° edición), cuyo autor es profesor de

retórica.

Bajan bosques hasta el borde del camino, que se arrastran a lo largo de la

cuchilla y se pliega en todas sus sinuosidades; un arroyuelo, oculto bajo sauces, se

desliza en el fondo del valle, paralelamente al camino, por lo que el viajero marcha

siempre entre dos frescuras: la de la sombra y la de las aguas. Hay también bosques

sobre la montaña opuesta; pero esos bosques no bajan: se detienen en la falda, viñas

y praderas extendidas sobre la pendiente o el valle, con un extremo tocan las aguas
del arroyuelo, con el otro van a unirse a la linde de los bosques. Nada más suave

que los movimientos de esas dos pequeñas cadenas; son sinuosas como el arroyo;

tan pronto las veis hundirse y como ahuecarse, tan pronto salir en codos, tan pronto

trazar una línea recta que rompen bruscamente por un rodeo, se separan, se

acercan; aquí se abren de pronto como una decoración de espera que ocultaba otra,

y dejan ver el Pico del Mediodía, que guarda sus nieves todo el año; pues ellas se

cierran, os envuelven, reducen vuestro horizonte y vuestro cielo: así durante

algunas leguas.

Más lejos, el camino cambia, dejáis el valle para entrar en una garganta. Otra

cadena de montañas forma esta garganta; otro río se desliza en el fondo, el hermoso

camino blanco se contrae estrechándose y marcha aún en compañía con el río,

porque es el mismo cuadro de antes, pero en miniatura, y con diversidades

maravillosas.

Después de haber leído esta descripción, no se ha adelantado nada, no se ve nada, no

está pintado nada. Es una página de guía Joanne, o Baedeker; no una descripción, sino una

enumeración geográfica: a la derecha hay esto, a la izquierda esto otro; luego se sube, luego

se baja, etc., etc.

El profesor de retórica, después de citar este fragmento dice:

¿No reúne ese trozo encantador todas las cualidades que se exigen más arriba

a la descripción? Es tan claro, es tan neto, que uno cree formar parte del viaje. Se
ve, se tocan los objetos. Hay una verdad, una exactitud irreprochable en todo el

cuadro; se lo siente, se le juraría sin haber hecho el camino, por la precisión de los

detalles. Tiene también el mérito de la sobriedad.

Pregunto de completa buena fe: ¿Cómo se quiere que un alumno aprenda a escribir,

cuando se le presenta como excelente lo que es detestable y se le propone como modelo

precisamente aquello de que debe huir a todo trance?

He aquí un ejemplo de vulgaridad auténtica. Todo el mundo puede escribir así, sin

color, sin evocación, sin imagen, sin pintura. Ese ejemplo de estilo vulgar es el que se

encuentra en los más bajos peldaños de la escalera literaria.

Veamos ahora una página de otro escritor, que pasa por admirable, y que lo ha sido

algunas veces. Es el triunfo del clisé:

Todas sus ideas eran confusas y se sucedían con tanta rapidez que ella no

tenía tiempo de detenerse en una sola (?). Era como esa serie de imágenes que

aparecen y desaparecen en la ventanilla de un coche arrastrado sobre una vía

férrea. Pero así como en medio de la carrera más impetuosa, el ojo que no distingue

todos los detalles logra, sin embargo, discernir el carácter general de los sitios que

cruza, del mismo modo, en medio de ese caos de pensamientos que la asaltaban, la

señorita de Piennes sentía una impresión de espanto y se sentía como arrastrada

sobre una pendiente rápida en medio de precipicios horribles. Que Max la amaba,

no podía dudarlo. Ese amor (ella decía: ese afecto) databa de lejos; pero hasta
entonces no se había sentido alarmada. Entre una devota como ella y un libertino

como Max, se elevaba una barrera infranqueable que la tranquilizaba antes.

Aunque ella no fue insensible al placer o a la vanidad de inspirar un sentimiento

serio a un hombre tan ligero como lo era Max es su opinión, ella no había nunca

pensado que ese afecto pudiera llegar a ser un día peligroso para su tranquilidad.

He aquí otro ejemplo de estilo vulgar del que es necesario huir. En la medida de lo

posible, no se debe nunca escribir con frases hechas. La marca del verdadero escritor, es la

palabra propia y la creación de la frase.

Los fragmentos que acabamos de citar, están y estarán mal escritos, mientras se puedan

reemplazar sus frases clisés por otras más exactas; mientras se pueda pones una palabra sola

en lugar de dos, dos en lugar de tres, tres en lugar de cuatro, etcétera. En fin, ese estilo será

malo mientras se le pueda hacer mejor.

Entonces, se me dirá, ya no hay medio de escribir. Las personas que usted cita son

escritores que se han hecho una reputación. No es posible reformar la lengua. Criticar es muy

fácil. ¿Cómo se puede cambiar eso?

Probemos. Tomemos el último ejemplo. Vamos a poner el estilo a la derecha, y la

corrección que proponemos a la izquierda, subrayando lo que es vulgar o inútil.

Todas sus ideas eran confusas y se Sus ideas eran tan confusas, tan rápidas

sucedían con tanta rapidez que ella no tenía que ella no tenía tiempo de retener una.
tiempo de detenerse en una sola. (¿Quién? ¿La

rapidez?)

Era como esa serie de imágenes que Parecían una serie de imágenes desfilando

aparecen y desaparecen en la ventanilla de un ante la ventanilla de un coche de ferrocarril.

coche arrastrado sobre una vía férrea.

Pero así como en medio de la carrera más Pero así, como en medio de una carrera

impetuosa, el ojo que no distingue todos los loca, el ojo no distingue los detalles ni precisa

detalles logra, sin embargo, discernir el más que el conjunto del mismo modo, en

carácter general de los sitios que cruza, del medio de ese caos de pensamientos, la

mismo modo, en medio de ese caos de señorita de Piennes sentía el espanto de ser

pensamientos que la asaltaban, la señorita de arrastrada hasta un precipicio.

Piennes sentía una impresión de espanto y se

sentía como arrastrada sobre una pendiente

rápida en medio de precipicios horribles.

Que Max la amaba, no podía dudarlo. Ese No dudaba que Max la amaba. Ese amor

amor (ella decía: ese afecto) databa de lejos; databa de lejos, pero no la había alarmado

pero hasta entonces no se había sentido hasta entonces.

alarmada.

Entre una devota como ella y un libertino Entre una devota como ella y un libertino

como Max, se elevaba una barrera como Max, se alzaba un obstáculo que, antes,

infranqueable que la tranquilizaba antes. la tranquilizaba.


Aunque ella no fue insensible al placer o Sensible al placer de atraer seriamente (o

a la vanidad de inspirar un sentimiento serio a de seducir, o de conquistar) a un hombre tan

un hombre tan ligero como lo era Max es su ligero, ella no había pensado nunca que ese

opinión, ella no había nunca pensado que ese afecto pudiera hacerse peligroso.

afecto pudiera llegar a ser un día peligroso

para su tranquilidad.

Este es un género de demostración que renovaremos con frecuencia en el curso de esta

obra, trabajo que es absolutamente imposible hacer en el estilo de Pascal o de La Bruyére.

Pero, se nos dirá, en la refundición que usted propone, no entran más que palabras

comunes.

Precisamente, las verdaderas palabras son las propias, las palabras naturales, las que

no pueden ser reemplazadas.

La tara del clisé, de la frase hecha, no es la de ser sencilla, común, ya empleada, consiste

en que se la puede reemplazar por otra más sencilla; en que detrás de ella está la verdadera,

la única, la que hay que poner a todo trance, aunque se haya dicho mil veces: Para decir:

Llueve, se dirá siempre: Llueve.

Más adelante explicaremos por qué autores como Merimée, Sand, Feuillet, etc., han

adquirido renombre aun conservando los vicios que señalamos. Es que tenían otra cosa para

compensar eso. En cuanto a nosotros, si queremos saber escribir, debemos renunciar a la

frase vulgar. Esto debe ser un principio absoluto. Si nos permitimos ese estilo hecho, que

pasa por ser estilo, podremos llegar a escribir como todo el mundo, pero nunca seremos
escritores. Tendremos los defectos de los autores que señalamos, sin estar seguros de tener

sus cualidades.

Es necesario, por lo tanto, cuando se escribe, huir del uso constante, por costumbre, de

toda frase hecha, de toda expresión vulgar o toda la perífrasis por el estilo de las siguientes,

que encontramos en escritores contemporáneos muy renombrados.

LAS FRASES VULGARES

Derramar lágrimas. Por: llorar.

Provocar una discusión. Verbo que sirve para todo: provocar

lágrimas, provocar un incidente, provocar un

duelo...

Presa de una repentina resolución Por: bruscamente resuelto.

Inspirar un sentimiento. Verbo que sirve para todo: inspirar una

resolución, una pasión, inspirar confianza, la

idea, el pensamiento.

La serenidad reinaba en su rostro. Ídem. La abundancia reinaba es sus

estados... Luis XIV reinaba en Francia. El

orden reina en Varsovia.

Llevar una acusación. Como se lleva el fusil, o un paquete.


Hacer violencia. Por violentar.

Tomar la costumbre. Por: acostumbrarse.

La tristeza estaba pintada en su Al óleo, seguramente.

semblante.

El rubor coloreó sus mejillas. Por: se ruborizó.

Por uno de esos fenómenos bastante ¿Cuál?

frecuentes.

Prestar oído. Por: escuchar con atención. (Prestar

oído... como se presta un billete de cinco

pesos).

Abandonarse a su desesperación. Abandonarse a su dolor, a la esperanza, al

destino...

Salón magníficamente decorado. Pinte en qué consiste esa decoración. Sin

eso, la frase es huera y no demuestra nada.

Los principios que había abrazado. Abrazar su carrera... y a sus padres.

Se hallaba en el colmo de la En el colmo de la dicha, en el colmo de la

desesperación. miseria... El colmo de los colmos.

Redobló sus transportes. Grandilocuente y sin significado.


Ningún incidente venía a romper la Lenguaje abstracto, insignificante.

monotonía.

Tenía la clarividencia y la penetración Sustantivos idénticos.

del amor.

Abandonar a alguien a los rigores de su Grandes palabras, inexpresivas y vacías.

destino.

Extenderse con complacencia. ¿Sobre un pensamiento o sobre una

cama?

Una atracción misteriosa. Acoplamiento obligatorio.

Abrir su corazón. Como una puerta.

Develar el estado del alma. Lo que no quiere decir nada, si no se dice

otra cosa; y si se dice otra cosa, es inútil.

Respirar honradez. Respirar amor, respirar aire puro.

Presentar el aspecto. Como se presenta una manzana.

Expresión dulce y tímida. Lo que es tímido es siempre dulce.

Esas palabras revelaban toda la Revelar la importancia, como se revela un

importancia que... misterio o un secreto.

Sus ojos tenían el poder. Como un déspota tiene el poder; en lugar

de: sus ojos podían.


A ese primer sentimiento sucedió... Como Luis XIII a Enrique IV.

El encanto de su cuerpo residía en... Como Luis XIV residía en Versalles.

Producir una impresión. Por: impresionar.

Bajo esa frivolidad aparente se ocultaba... Fraseología por decir: esa frivolidad

ocultaba.

Imprimir la dirección de su vida. Imprimir una dirección, imprimir un

movimiento, imprimir un libro.

Adorablemente bella. Insignificante. Demuestre en qué.

Una expresión de... se leía en sus ojos. Insignificante.

Ofrecer un espectáculo. Como se ofrecen caramelos.

La acogida que le estaba reservada. Estilo oficial.

Alegría exuberante. ¡Siempre!

Era el complemento obligado de... Estilo abominable.

La nueva perspectiva que acababa de Fastuoso y prudhonesco.

surgir ante sus ojos.

Protestar enérgicamente. ¡Siempre!

Manifestó la intención de... Por: declaró que...


El conjunto de sus cualidades físicas y ¿Cómo puede uno formarse una idea de

morales. ese conjunto?

Ese proyecto que germinaba en su Por: ese proyecto que pensaba... ¿Dónde

espíritu... puede germinar un proyecto, sino en un

espíritu, en un cerebro?

Adivinó instintivamente. Por instinto es por lo único que se adivina.

Ejecutar su resolución. Por: hacer lo que había resuelto.

Boca encantadora. ¡Siempre!

Un aire de distinción estaba como Por: su persona era distinguida.

extendido sobre toda su persona.

Ejercer una influencia. Como se ejerce una profesión.

Todas esas cualidades constituían... Estilo parlamentario.

Las líneas armoniosas de su belleza. Por: su belleza armoniosa.

Aliviar de un peso. ¿Qué peso? ¿Y por qué uno solo?

Agotar las conjeturas. Como se agota un manantial.

Un efluvio de pasión. Estilo de todas las novelas; efluvio de

primavera, efluvio de deseo.

Una expresión indefinible animó su Defina esa expresión o no hable de ella.

semblante.
Golpe de vista maravilloso, espectáculo ¿En qué? Esos epítetos son nulos mientras

encantador, valle delicioso. no se demuestre en qué es maravilloso,

delicioso o encantador.

Esto no quiere decir que deban proscribirse esas frases. Hay casos en que son

necesarias, en que son muy bellas y en que nada puede reemplazarlas.

Es necesario proscribir, también, todos los epítetos que podríamos llamar obligatorios

y con los que se cree indispensable acompañar ciertas palabras.

EJEMPLOS DE EPÍTETOS CLISÉS E INSIGNIFICANTES

La ironía amarga.

Expediente favorable.

Horror indecible.

Una mirada fría y severa.

Un sordo rumor.

Un dulce éxtasis.

Una repulsión instintiva. (Siempre es instintiva).

Un enemigo implacable, encarnizado.


Una emoción contenida.

Una tristeza grave.

Impaciencia febril.

Boca bien arqueada.

Dulzura singular. (¿En qué?).

Encanto penetrante.

Cólera implacable

Dulzura afectuosa. Bondad verdadera (1).

Orgullo legítimo.

Excesiva reserva.

Contraste odioso.

Alegría inesperada.

Torpeza penetrante.

Cabellera abundante.

Exigencias imperiosas.

Perversidad precoz.

Rabia feroz.

Recuerdo odioso.
Desesperación suprema.

Mezcla singular.

Delicadeza nativa.

Etc., etc.

Tal vez no se comprenda en el primer momento toda la importancia que tiene el no

emplear semejantes locuciones. Pero ábrase un libro vulgar; se comprobará que está escrito

en ese estilo; y que es por eso, nada más que por eso, por lo que no llama la atención y por

lo que se le olvida en cuanto se ha leído.

Pueden permitirse esas locuciones y se las encuentra en los mejores autores; pero la

continuidad en el uso de ellas es lo que crea la vulgaridad y el carácter incoloro de un estilo.

Si uno se las permite una vez, se las permitirá dos veces, tres; y luego no podrá

detenerse en esa pendiente, pues es más fácil escribir con el estilo de todo el mundo que tener

un estilo propio.

Eso es a lo que el padre Bouhours llamaba “hablar por frases” como las siguientes, que

son algunas de las que él cita:

Introducir el desorden en...

Arrojar una tea de discordia.

Oír la voz del honor.


Salir del recuerdo.

Caer en la severidad de la justicia.

La hidra de la anarquía, etc.

Frases embarazadas y ridículas que se emplean por no encontrar la palabra propia, y

que conducen a frases puramente grotescas, como:

El seno de la Academia, el seno de la asamblea...

Los desórdenes que devoran la iglesia...

Sitiada por un diluvio de herejías...

El horizonte político...

El sol del progreso...

El campo de las conjeturas...

El terreno de las hipótesis...

El arsenal de las leyes...

La corriente de la opinión...

La aurora de nuestras libertades...


La originalidad es, por lo tanto, la condición primordial, esencial del estilo. Para

alcanzarla es absolutamente necesario evitar el estilo vulgar, y para evitarlo se precisa saber

qué es un estilo vulgar.

Acabamos de demostrar en qué consiste. Primero en el “hablar por frases”, en las frases

hechas... que pueden reemplazarse por la frase justa. Con semejantes defectos, será inútil

emplear elegancia, corrección y pureza, pues no se obtendrá más que un estilo soso, flojo,

pedestre, ficticio, neutro, inexpresivo y sin relieve.

Ese vicio conduce a otro, no menos peligroso: la perífrasis, que es una circunlocución,

un circuito de palabras, para decir largamente una cosa que podría ser dicha con brevedad.

Hemos perdido un poco, en nuestra manera de escribir actual, esa manía de la perífrasis,

que hacía estragos en los siglos XVII y XVIII y que hizo célebres a los Saint Lambert y los

Delille. El conocimiento de Shakespeare y, sobre todo, la revolución romántica inaugurada

por Víctor Hugo, fueron poco a poco desembarazando nuestra literatura de la obligación en

que se creía de no llamar a las cosas por su nombre.

Hoy, limpio el terreno, triunfa la palabra propia, la palabra exacta, aunque el empleo

de la perífrasis, en ciertos casos, es legítimo y muy literario. Lo que hay que evitar es el

exceso, a menos que el pensamiento no gane en intención, en espíritu o en color. Es cuestión

de tacto. Si hubiera observado esta prudencia, Racine no habría escrito versos como estos:

Cependant, sur le dos de la pláine líquide,

S’eléve a gros bouillons une montagne humilde (2).


Una montaña húmeda que se eleva en grandes borbollones sobre el lomo de un llano

líquido, es un galimatías.

Para nombrar al gusano de seda, Lebrun emplea ésta perífrasis ridícula:

Je me plais a nourrir encore

L’amant des feuilles de Tisbe. (3).

Y alude así al queso y la porcelana:

Vanves, qu’habite Galathée

Saint du lait d’lo d’Amalthée,

Epaissir les flots écumeux;

Et Sévres d’une main agile

Vous pétrit l’albâtre fragile

Où Moka nous verse ses feux. (4).

Casimiro Delavigne, hablando de su coche de alquiler, ha dicho:


Duremente cahoté

Sur les noble coussine d’un char numeroté. (5).

Burson tenía razón al decir: “No hay nada más opuesto a la belleza natural que el

trabajo que se toman algunos para expresar cosas ordinarias o comunes de una manera

singular o pomposa; no hay nada que degrade más al escritor. Se le compadece, por haber

pasado tanto tiempo en hacer nuevas combinaciones de sílabas, para no decir más que lo que

dice todo el mundo”.

Véase, en cambio, una soberbia perífrasis de Bossuet, aludiendo al confesionario:

“Esos tribunales que justifican los que se acusan”.

Es, pues, necesario, desde el principio, evitar la frase y la perífrasis vulgares. La

primera originalidad que se debe tener es: escribir con las palabras naturales, propias,

sencillas y exactas. Esas palabras serán tal vez más conocidas, más empleadas aún que una

locución falsamente elegante, pero no serán reemplazables, no se podrá prescindir de ellas y

es el empleo de esas palabras propias, exactas, sean las que sean, lo que constituye la nitidez,

la corrección, el brillo del estilo y su energía. Ciertos estilos, como el de La Bruyére, La

Rochefoucauld, Fénelon y Montesquieu, deben todo su lustre a ese gran mérito.

Léase lo que dice La Bruyére y el ejemplo que nos da en su inmortal consejo:

¿Qué dice usted? ¿Cómo? No comprendo. ¿Quiere volver a empezar? Ahora

lo entiendo menos. Al fin adivino: Usted, Acisclo, quiere decirme que hace frío;
pues ¿por qué no lo dice usted: hace frío? Quiere decirme que llueve o que nieva;

pues diga: llueve, nieva. Me encuentra de buen semblante, y desea felicitarme; diga:

le encuentro de buen semblante. Pero, me contestará usted, eso es muy claro y todo

el mundo podría decirlo del mismo modo. ¿Qué importa, Acisclo? ¿Es un mal tan

grande ser entendido cuando se habla, y hablar como todo el mundo?

No puede decirse mejor. Y La Bruyére predica con el ejemplo. He aquí un estilo sin

frases hechas. Está escrito con las palabras propias, las palabras que no pueden reemplazarse.

No se llega a la originalidad más que por las palabras naturales o la expresión creada.

Ambas cosas forman una sola en los grandes escritores; la expresión creada es en ellos

siempre natural, porque es la palabra que había que encontrar para caracterizar un matiz o un

pensamiento nuevo.

Es necesario poseer ambas cosas para ser perfecto. El inimitable La Fontaine es un

creador de estilo incomparable.

La sencillez sola resulta con frecuencia sin color, pálida; testigo: el Telémaco, tan

uniforme de tono y sin relieve, aunque bien escrito.

El ideal es poseer la sencillez y el relieve. Más adelante hablaremos de éste.

“Hay un arte, dice Cicerón, de parecer sin arte.”

El don de escribir con naturalidad no es una aptitud inconsciente. La naturalidad se

adquiere, y casi siempre se la obtiene por el trabajo. Hasta puede decirse que la naturalidad

es el resultado del esfuerzo. La Fontaine, por ejemplo, no llego a la inimitable naturalidad de


su estilo más que a fuerza de un trabajo obstinado. Retocaba sin cesar y rehacía diez o doce

veces la misma fábula. Tiene, pues, razón Condillac al decir que “la naturalidad consiste en

la facilidad que se tiene de hacer una cosa, cuando después de haber estudiado el modo de

alcanzarla, se logra, al fin, sin estudiar más. Es el arte convertido en costumbre”.

La naturalidad produce la impresión de que ha sido escrito sin mayor trabajo. Se diría

que no ha sido buscada y que todo el mundo habría podido escribir igual.

Nos imaginamos poder escribir como La Bruyére, Pascal o La Fontaine, y cuando nos

ponemos a hacerlo no encontramos más que el estilo hecho, el estilo vulgar, del que debemos

huir. ¿Por qué? Porque ese estilo es el que más hemos leído; porque lo tenemos metido en la

cabeza; porque no tenemos el instinto o el arte de desembarazarnos de él; porque no sabemos,

como dice Pascal, que “la elocuencia prescinde de la elocuencia”, y que el mejor estilo, según

Montaigne, va al fondo de la idea, es casi “hablado, verdaderamente soldadesco”.

¿Qué debe hacerse para evitar el estilo elegantemente vulgar y alcanzar el relieve? Lo

indicaremos en el capítulo de la composición.

Es necesario, desde luego, encontrar otra cosa, escribir otra cosa, ver la idea de otro

modo, tomar, adoptar otro tono. Eso no es tan difícil cuando se ha adoptado el ángulo y

cuando se ha entrado en cierto giro de espíritu.

Tomemos, por ejemplo, estas líneas de Jorge Sand:

Había en su cara de un amarillo moreno, en su pupila negra y ardiente, en

su boca fría y desdeñosa, en su actitud impasible y hasta en el movimiento absoluto


de su mano larga y delgada, adornada con diamantes, una expresión de orgullo

arrogante y de rigor inflexible que yo no había encontrado jamás.

(J. Sand, La última Aldini).

Vuélvase a leer ese fragmento. Se notará un insoportable balanceo de epítetos

incoloros; cada palabra tiene su adjetivo colgando al lado: “rostro amarillo moreno, pupila

negra ardiente, actitud impasible, movimiento absoluto, mano larga y delgada, orgullo

arrogante, rigor inflexible...”

Eso es intolerable. Primero: cara morena bastaría, pues lo de amarillo es un matiz que

se pierde en el camino; pupila ardiente bastaría también; impasibilidad podría reemplazar a

actitud impasible; el movimiento absoluto (?) de su mano quiere decir, probablemente,

ademán autoritario. Su arrogancia, sencillamente, reemplazaría bien a la expresión de

orgullosa arrogancia, porque es lo mismo, y rigor inflexible es un acoplamiento demasiado

usado.

Tratemos de rehacerlo:

Había en su cara morena, en su ardiente pupila, en el desdén de su boca, en

su impasibilidad y hasta en el ademán autoritario de su mano delgada, una

arrogancia inflexible que yo jamás había encontrado.


Aún así no sería un párrafo muy bueno, pues todo eso equivale a decir: “Había

arrogancia en su desdén y rigor en su impasibilidad”, lo que es bastante flojo y no quiere

decir absolutamente nada.

La originalidad es un esfuerzo incesante. Consiste en decir mejor, en decir

enérgicamente, en buscar la palabra propia, en encontrar la imagen nueva. Quien posea esa

cualidad, por más que escriba de cualquier manera, siempre será escritor, a despecho de los

cursos de literatura, de la gramática y hasta de la ortografía.

(1) ¿Hay alguna dulzura que no sea afectuosa y alguna bondad que no sea verdadera?

(2) Entretanto, sobre el lomo del llano líquido

Se eleva en grandes borbollones una montaña húmeda.

(3) Me complazco en criar aún

Al amante de las hojas de Tisbe.

(4) Vanves que mora en Galatea,

Sabe de la leche de Io, de Amaltea,

Espesar las olas espumosas;

Y Sevres, con mano ágil

Os amasa el alabastro frágil

En el que moka nos vierte sus fuegos.


(5) Duramente traqueteado

sobre los nobles cojines de un carro numerado.

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