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© Herederos de Argeliers León, 2001

© Sobre la presente edición:


Fundación Fernando Ortiz, 2001

ISBN: 959-7091-36-4

Edición: MAYRA HERNÁNDEZ MENÉNDEZ


Diseño: YAMILET MOYA
Composición electrónica: BEATRIZ P ÉREZ

Fundación Fernando Ortiz


Calle 27 no. 160 esq. a L, El Vedado,
Ciudad de La Habana
A Fernando Ortiz,
en homenaje a la
perpetua memoria
del Maestro.
Prólogo

El legado humano y sociocultural de África en la forma-


ción histórica de los pueblos de América es un complejo
campo del conocimiento, cuya valoración y justa aprecia-
ción resulta fundamental a las puertas de este tercer
milenio. Tal patrimonio es heredero de una larga acumu-
lación y selección culturales precedentes en que la huma-
nidad tratará de recuperar, con toda su fuerza y frente a
múltiples factores en contra, el equilibrio perdido en las
relaciones persona↔persona, persona↔sociedad, perso-
na↔naturaleza, sociedad↔naturaleza, y con otros mo-
dos de interpretar la realidad mediante el razonamiento y
el pleno desarrollo de los órganos de los sentidos.
Tras las huellas de las civilizaciones negras en
América debió ser una reedición oportuna de una de las
obras de la Fundación Fernando Ortiz a un autor clave de
la etnología y la musicología cubanas. Ésta, sin embargo,
corrió el peligro de dormir algo más allá de lo permisible
por Morfeo (Somnus, Hypnos, Icelo, Fobetor o cuales-
quiera de las deidades oníricas) y pasar al terrible olvido
de los trabajos inéditos. Este libro, encargado en los años
70 por la UNESCO, no vio la luz por motivos financieros
—se dijo entonces— y hoy pudiéramos añadir, porque
también se aprecian los firmes puntos de vista expresados
por el autor que contradice posiciones de aquel momento,
ya que en la obra se dignifica y se justiprecia el legado

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africano con el requerido nivel de significación y actuali-
dad; no como algo del pasado, no como la nata que flota
sobre la leche, sino como la leche misma, como la compo-
sición cristalina del vaso que sirve para beberla, como el
origen del pasto para la vaca y como el propio acto del
ordeño. De este modo puede observarse que Argeliers León
se adentra en las causas históricas, económicas, sociales,
psicológicas, lingüísticas, jurídicas, teológicas y otras, que
es necesario considerar para explicar no sólo el drama de
la esclavitud moderna, sino principalmente la capacidad
de resistencia a la anulación ontológica masiva y el legado
cultural en la formación diversa de las naciones del conti-
nente americano.
El autor aborda un tema complejo y lo advierte desde
el inicio. Obviamente, tuvo que consultar muchas fuentes
escritas y volver, como le era común, a los testimonios
orales de los informantes portadores de la cultura munda-
na, de la significación trascendental del día a día, para
hurgar en los intersticios del legado africano, que le per-
mitieron analizar, sintetizar, deducir, inferir y generali-
zar, sólo como ejercicios del pensamiento abstracto, lo
que en realidad ya se encuentra indisolublemente ligado al
ser cultural del continente americano.
Las políticas de las metrópolis colonizadoras también
han hecho posible explicar puntos de vista diferentes y
muy actuales sobre la apreciación excluyente o incluyente
del legado africano; desde las personas que —más cerca-
nas en su aspecto físico y menos conscientes de sus esen-
cias identitarias— no se sienten parte de una nación que
los excluye, aunque la han forjado, y retornan a un «Áfri-
ca» genérica ya inexistente, o quizás existente sólo en la

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memoria ancestral, como respuesta a siglos de desarrai-
go, en busca de una «autenticidad» inasible; hasta otras
que —muy mezcladas de generación en generación— se
sienten parte de las naciones nuevas, ¡muy jóvenes aún!,
pero con la capacidad crítica suficiente para discernir la
diversidad de sus orígenes y las nuevas cualidades que los
diferencian. Porque ser americano en América es asumir
en un nuevo contexto todo el legado indígena, europeo,
africano y asiático, que ha formado parte del poblamiento
secular del continente, pero al mismo tiempo es asumir
también la originalidad de las culturas generadas por las
decenas de generaciones nacidas y multiplicadas, hasta el
presente, como resultado de las mezclas constantes.
El propio título de la obra también puede despertar
cierto recelo, pues se trata de estudiar las «civilizaciones
negras», muchas de ellas tan milenarias como las de Amé-
rica, Medio Oriente y Asia. Todo depende del prisma con
que se mire. Para diversos autores de habla inglesa y fran-
cesa, incluso para aquellos hispanohablantes muy vincu-
lados con las ideas que se construyen y diseminan en el
área septentrional del continente, referirse a lo «negro»
puede desprender cierto tufillo racistoide de quienes se
identifican con la otredad y no consigo mismos. Sin em-
bargo, en esta obra, las nociones de «lo negro», «negro-
africano», «afronegrismo» y otras de diverso alcance y
significación, se encuentran en una connotación semán-
tica dignificadora del ser humano melanodermo en su com-
pleja y rica diversidad cultural y lingüística, y denotan
un sentido muy abarcador en lo continental (geográfico)
y en lo identitario (cultural). Desde este punto de vista, la
valoración del legado «negro» (de África al sur del Sahara)

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a las culturas americanas se encuentra despejado de cual-
quier implicación cromático-epitelial (superflua) y expli-
ca las condiciones históricas relacionadas con las
correspondientes etnogénesis de los pueblos americanos.
En este sentido, posee una significación semántica análo-
ga a la referida por otros autores, ya clásicos, como
Raimundo Nina Rodrigues, en Brasil; Gonzalo Aguirre
Beltrán, en México; Miguel Acosta Saignes, en Venezue-
la; Melville J. Herskovitz, en Estados Unidos; Nina S. de
Friedemann, en Colombia, y Fernando Ortiz, en Cuba
—que fue su maestro y a quien dedica este libro—, entre
tantos que han contribuido al conocimiento y la divulga-
ción de estos temas.
Pero la obra de Argeliers va más allá en su alcance
generalizador y en la propia estructura de contenido del
presente volumen. Así señala que el legado de África en
América hay que estudiarlo dentro del curso histórico ge-
neral del desarrollo de los pueblos de este lado del Atlánti-
co, no como una añadidura o un tópico aparte, porque
abarca desde los albores del siglo XVI —independientemen-
te de otras teorías «afroprehispánicas» divulgadas y no
siempre demostrables— hasta la gran gesta independentista
de todo el XIX. Al mismo tiempo, destaca el papel del pro-
ceso descolonizador de África para valorar, desde el conti-
nente emisor, la capacidad multiplicativa y transformadora
que implicó el multimillonario trasvase humano durante
cuatro centurias.
Desde esta referencia histórica, el legado africano re-
sulta esencial para identificar al ser social americano, sea
éste consciente o no de su identidad. Dicho planteamiento
resulta muy polémico y controvertible, pues cuando lo obvio

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se impone a través de la razón histórica hiere susceptibi-
lidades y desintegra prejuicios. En incontables ocasiones
hemos recibido visitantes, sobre todo anglohablantes y
francohablantes, interesados en conocer el alcance y la
significación del legado africano en Cuba, el Caribe y
América, y siempre hay alguno que salta con la pertinaz
pregunta: ¿Con qué derecho usted habla de ese legado si
no es negro?, ¿por qué estudia usted estos temas si no es
negro?, y otras del mismo corte. Las respuestas también
pueden ser múltiples y pasan muchas ideas por la mente
en breves instantes, pero siempre hay que elegir las que
con sumo respeto y cuidado logren persuadir, estimular la
reflexión y no alimentar los viejos resquemores. Porque
ser americano, en su acepción incluyente, da derecho ple-
no a estudiar todos los temas propios e incluso los ajenos,
si procedemos con un sentido de soberanía individual y
colectiva, sin necesidad de hablar de la vieja estirpe bere-
ber ni del apellido canario de quien escribe (como es mi
caso) —por cierto, tan africano como cualesquiera otras
culturas del continente—; o porque es un crimen de lesa
cultura impedir el derecho humano al conocimiento o
limitarlo por cuestiones tan superficiales como el color de
la piel, el sexo, la filiación religiosa u otro indicador ex-
cluyente o propenso a la autoexclusión. Este enfoque de
Argeliers es un certero mazazo a los que todavía piensan
que para estudiar uno u otro tema hay que ser de tal o
cual figura, color, pertenencia o filiación sexual, militancia
política o advocación religiosa...
Es también muy importante resaltar —independien-
temente de la amplia bibliografía existente sobre el tema,
que ha sido realizada por autores europeos— el estudio de

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la herencia africana desde una cultura vivencial (la del
autor) y no sólo referencial, por discutibles que sean los
criterios de acercamiento o distanciamiento en pos de la
objetividad científica. Es cierto que la no pertenencia a
determinada cultura facilita observar y distinguir aspec-
tos que sus portadores habituales dan por obvios y pueden
pasar inadvertidos; pero al mismo tiempo cada cultura
posee múltiples códigos de comunicación verbal y no ver-
bal, y un amplio arsenal de símbolos que únicamente sus
portadores son capaces de identificar y decodificar, lo que
pone al extraño en profunda desventaja respecto al nativo
bien preparado en lo metodológico. Esto da lugar al viejo
nexo interactivo entre los enfoques emic y etic, que más
allá de su original disquisición lingüística, propia de
Kenneth L. Pike, o de la particular interpretación
antropológica de Marvin Harris, envuelve todas las rela-
ciones nosotros-ellos, sensibles y reflexivos en tanto
sujetos cognoscentes, como bien señala el profesor y ami-
go Gustavo Bueno, lo cual abarca el pensamiento humano
en sus correspondientes contextos culturales específicos y
en sus nexos interculturales del más variado alcance.
El anterior análisis le permite considerar a Argeliers
la presencia de africanismos en América como parte de
un largo y diverso proceso de integración de los esclavos
africanos y de sus descendientes, la mayoría en condición
de ciudadanos libres, en las sociedades que se forjaban en
el continente, como resultado de una larga herencia cultu-
ral portada y transmitida por los esclavos tras un proceso
de constante adecuación histórica. Aquí se muestra la dia-
léctica del desarrollo con un enfoque que trasciende los
rezagos de la «Teoría de la Dependencia», muy en boga

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por los años 70. No es posible hablar en términos
mecanicistas de traslados, préstamos u otros vocablos que
denoten superficialidad o estatismo, sino de una perma-
nente contextualización y cambio —sutil o profundo, pero
cambio al fin—, para explicar procesos complejos que
permiten destacar lo esencial; es decir, la verdad científica
como identidad sintética, capaz de descubrir los proce-
sos de transculturación en su cualidad más prístina. Es
por eso que Argeliers emplea con gran acierto la termino-
logía utilizada por Fernando Ortiz para explicar los cam-
bios culturales del africano y sus descendientes en América.
De ello se deriva el papel de las lenguas africanas
originales y sus actuales remanentes en América, como
parte de un proceso de reconstrucción de las formas de
vida del africano, tanto las que se efectúan en el ámbito
del proceso productivo agroindustrial algodonero, azuca-
rero, cafetalero u otro, en el barracón o en la senzala,
como el rico intercambio lingüístico propio de los palen-
ques, quilombos y otras formas de resistencia permanen-
tes de los africanos y sus descendientes, junto con el papel
ejercido en la endoculturación de los niños y las niñas
descendientes de europeos por las nanas o amas de crías
esclavas en la lactancia y crianza, como parte de la escla-
vitud doméstica propia o alquilada. De ahí que, junto con
la generalización de las correspondientes lenguas metro-
politanas (español, francés, holandés, inglés, portugués)
y de las lenguas criollas, muchos remanentes lingüísticos
africanos hayan pasado a formar parte del léxico religioso
popular americano tamizado por constantes interferencias
lingüísticas del habla de procedencia europea y de las pro-
pias lenguas indígenas.

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Por lo anterior, la supervivencia de las formas mate-
riales de expresión ha estado determinada por las necesi-
dades de adaptación a las nuevas condiciones de vida del
africano, su capacidad permanente de creación y re-crea-
ción para mantener vivas formas concretas; por ejemplo:
en el empleo y la función del color, el vestuario, el adorno,
el peinado, la vivienda, el menaje, las diversiones, el can-
to y muy especialmente los instrumentos musicales y los
conjuntos instrumentales que de ellos se derivan en tanto
acción social, junto con todo el andamiaje simbólico y
ritual inherente a estos componentes de la cultura. De ese
modo, la vida material del africano también determinó
ciertos rasgos diferenciales del ser social americano como
resultado de lo que la cultura espiritual es capaz de repro-
ducir y de objetivar en otro contexto y en condiciones
sumamente hostiles.
En las tres últimas décadas del siglo XX mucho se ha
escrito y publicado sobre estos temas. Autores de Améri-
ca, África y Europa han realizado nuevas contribuciones
al respecto, se han efectuado proyectos nacionales e inten-
sos intercambios internacionales, muchas universidades
han creado departamentos y cátedras, o al menos cursos
sobre Afroamérica, y desarrollan sus estudios con diver-
sos enfoques teóricos y posibilidades de diseminación de
información. Las nuevas tecnologías cuentan, por ejem-
plo, con enciclopedias digitales como Encarta africana,
de Microsoft (1999), que aporta los puntos de vista de
decenas de autores sobre un amplio conjunto de temas
con un abundante apoyo de imágenes, mapas, vídeos y
música, independientemente del acceso cada vez más cre-
ciente a la red de redes (INTERNET). La UNESCO tam-

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bién renovó sus esfuerzos y a mediados de los años 90, en
coordinación con la Organización Mundial de Turismo
(OMT), dio a conocer el proyecto internacional sobre La
Ruta del Esclavo, que involucra muchos Estados de Áfri-
ca, América y Europa. En 1999 el proyecto se presentó
en el Caribe y como era de esperar ha tenido un amplio
apoyo y participación.
En el caso de Cuba, han sido múltiples las acciones y
los proyectos relacionados con La Ruta del Esclavo, des-
de su creación hasta el presente. La impostergable publi-
cación de un libro como éste marca un nuevo esfuerzo por
valorizar el tema, así como la vida y la obra del autor.
El propio Argeliers León, inconforme siempre con lo
hecho, manoseó y enmendó muchas veces uno de los
mecanuscritos; lo adobó con tachaduras, notas de varios
colores, detalles para corregir y añadiduras que oportuna-
mente denominaba «orejas». Del cuerpo de capítulos salie-
ron artículos para publicaciones periódicas y ponencias
para eventos nacionales e internacionales, fichas para con-
ferencias y programas para cursos regulares y de postgrado.
Sin embargo, recientemente formamos un equipo presidi-
do por la doctora María Teresa Linares, y con la eficiente
participación de los colegas María del Carmen Barcia y
Sergio Valdés Bernal, quienes en conjunto estudiamos el
texto, hicimos oportunas observaciones e incluimos un
breve conjunto de notas de actualización, que matizan
aspectos no explicados, aclaran nombres geográficos y
lugares ya cambiados, aportan datos no encontrados en-
tonces, así como relacionan nuevos trabajos al respecto y
otros, que no alteran la estructura del contenido ni lo
esencial del presente volumen.

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Este libro se publica en un contexto internacional
muy apropiado, pues su contenido simboliza un renovado
clamor contra las formas de discriminación y prejuicios
que aún subsisten en el continente americano, junto con
los que lamentablemente toman auge en Europa y los que
permanecen arraigados en África, gran parte de ellos de-
rivados del impacto de la esclavitud o de diversos modos
de percibir al otro desde los paradigmas culturales
etnocéntricos. La realización, en agosto de 2001, de una
Cumbre Mundial contra el Racismo, la Discrimina-
ción Racial, la Xenofobia y otras Formas Conexas de
Intolerancia debe avizorar un nuevo paso de avance para
dar solución definitiva a un flagelo mundial que atenta
contra la capacidad humana del respeto mutuo entre per-
sonas, pueblos y naciones.
Tras las huellas de las civilizaciones negras en
América es un nuevo llamado a la reflexión, a la intros-
pección individual y colectiva, a la posibilidad de conver-
tir la solidaridad humana en un verdadero patrimonio
mundial del mismo nivel que la sostenibilidad planetaria,
a reintepretar el drama de la esclavitud moderna desde su
capacidad creativa y generadora de nuevas naciones ya
mezcladas para siempre.

JESÚS GUANCHE
La Habana, diciembre de 2000

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Introducción

Un estudio de las supervivencias de los rasgos afri-


canos en América se nos presentaba como un traba-
jo en el cual había que recurrir a la síntesis y a la
comparación: reunir una buena información sobre
las manifestaciones culturales afroides de la Améri-
ca y enfrentarlas comparativamente a aquellas for-
mas de vida de los pueblos africanos de manera que
podamos discernir, si no coincidencias y continui-
dades, al menos ciertas homologías que las definieran
como de raigambre negroafricanas. El Sur del Sahara
hasta el Congo y Angola, el África Negra,* es la par-
te de aquel continente que se volcó en este otro y
todavía su imagen se perfila claramente, no sólo en
los millones de hombres de América que, descen-
dientes de aquellos africanos, aún conservan la piel
oscura, achocolatada, canela, dark brown...
* La denominación de «África Negra» ha sido empleada
profusamente por geógrafos, antropólogos, biólogos y otros
científicos, pero también se ha prestado a diversas interpreta-
ciones y valoraciones. Actualmente se emplea más la denomi-
nación de África al sur del Sahara, África Subsahariana, África
Tropical u otra para distinguirla de las características demográ-
ficas y geográficas del área norte. (Todas las notas identifica-
das con asteriscos pertenecen a un equipo de trabajo integrado
por María Teresa Linares, María del Carmen Barcia, Sergio Valdés
Bernal y Jesús Guanche. N. de la E.)

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«negra», sino en múltiples rasgos culturales que han
llegado a definir, si no toda la América, sí sus zonas
de mayor poblamiento de procedencia africana, las
regiones tropicales, concebidas externamente como
de intenso sol, de playas cálidas, palmeras, mulatas,
maracas, rumba, macumba, grajo, bembé y vodú.
Pero establecer una síntesis, e incluso un estu-
dio comparativo de los elementos afroides que se
conservan en el Nuevo Mundo, estimamos que es
aún prematuro. No existen, no ya en calidad, pues
se cuenta con valiosos aportes sobre el negro,* sino
en homogeneidad —por sus enfoques y extensión—
los suficientes estudios monográficos de todo el
panorama afroamericano. A esto hay que añadir los
aislamientos y las dificultades de comunicación, las
limitaciones de las publicaciones, 1o disperso de los
esfuerzos, en fin, la penuria del subdesarrollo que
penetra implacable por cualquier intersticio que vea
abierto.
La confrontación con lo que pasa en África es
aún difícil. Los estudios que nos legó el colonialis-
mo, comprometidos en las más sutiles formas con
él mismo, son, además de heterogéneos, prejuiciados,
al punto que al doblar de las primeras páginas aso-
ma la peluda oreja del lobo por debajo de la piel in-

* De manera análoga a las caraterísticas geográficas, la noción de


hombre negro identificable con el africano y sus descendientes
está en desuso o se emplea muy poco debido a que la población
africana que vive al sur del Sahara también posee múltiples
gamas de melanina en la piel, desde el canela de los fulbe hasta
el carbón del zulú.

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genua de la oveja. Los estudios actuales que todavía
reducidos y aislados nos ofrecen hoy los africanistas,
nos muestran un cuadro distinto de África, como
unos pueblos que han evolucionado sobre sus pro-
pias bases socioeconómicas, y que en gran medida
luchan por hacerse dueños de su destino, lo que
equivale a decir, de su historia.
En relación con los hechos que quisiéramos
comparar, hoy sólo pudiéramos encontrar similitu-
des a distancia, dadas en dos ramas que han crecido
divergentes, aunque ambas de un mismo lado, el
opuesto al de los países neocolonialistas e
imperialistas.
Con los materiales que pueden disponerse en
las circunstancias descritas, un estudio comparati-
vo de los factores culturales afroides que entran en
el panorama de la cultura americana sería una obra
que requeriría de un cuidadoso proyecto de realiza-
ción y la asignación de varios especialistas en un
programa de trabajo.
Ahora yo plantearía esta pregunta, por la que
hubiera podido empezar estas palabras introduc-
torias: ¿Estamos en condiciones, en América, de
abordar un proyecto y programa de trabajo a largo
plazo para un estudio comparativo de las expresio-
nes culturales afroamericanas?
En lugar de dar una respuesta a esta pregunta,
pudiéramos plantear otras: ¿No sería más oportuno
abordar estudios monográficos concretos con una
amplia difusión y discusión entre los especialistas en
estos campos de la cultura? ¿No resultarían estos

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estudios monográficos más útiles para los colegas
africanos, de modo de ofrecerles un repertorio de he-
chos que ocurren aquí, y hasta les facilitaría a ellos el
ayudarnos a detectarlos en sus respectivos países?
¿No permitirían estos estudios concretos sobre de-
terminados aspectos una mejor comparación con los
que se disponen de África y los que con mayor agude-
za se vienen haciendo en aquel continente?
Sin que pretendamos trazar la historia de los
estudios afroamericanos, ni aun en sus líneas más
generales, podemos notar en cuánta medida han
obedecido a esfuerzos personales y aislados, y cómo
han emergido al panorama cultural, como destellos,
por aquí y por allá, muy brillantes en muchas oca-
siones, pero quedándose ahí, en 1o singular de su
propio aislamiento. Una obra pionera como Las cul-
turas negras en el Nuevo Mundo, de Arthur Ramos,
nos impresiona por la ambición de sus propósitos:
presentarnos un panorama general del desenvolvi-
miento de las culturas de origen africano en las di-
versas regiones americanas. Pero nos muestra de
paso cuánto quedaba por indagar y recopilar para
darnos una visión aproximada del fenómeno estu-
diado. Cuando aparece una institución como el Ins-
tituto Internacional de Estudios Afroamericanos, que
bajo la dirección de Fernando Ortiz agrupaba a los
más destacados investigadores de los problemas cul-
turales del negro en todo el ámbito continental, des-
dichadamente tiene una vida efímera, que apenas nos
deja el logro de los dos números de la revista
Afroamérica, editada en su sede de México.

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El propósito de la UNESCO de contribuir a su-
perar esta pobre realización en los estudios más ge-
nerales sobre el aporte cultural negroafricano en
nuestro continente, se inició formalmente con el
Coloquio sobre las Relaciones Culturales entre África
y América, celebrado del 24 al 3O de septiembre de
l963, en Rio de Janeiro, y se ha visto un perfilamiento
de sus planes de trabajo en la preparación de las
sucesivas reuniones y el apoyo prestado a otros even-
tos regionales que sobre este tema han sido objeto
de atención creciente.
Altamente plausibles son los trabajos que ha
propiciado la UNESCO, al reunir, en síntesis con-
cretas, diferentes aspectos generales de los aportes
africanos a América. Para el Coloquio de La Habana
(16-20 de diciembre de 1968), la UNESCO facilitó
siete estudios que había solicitado previamente, a
los que se unieron otras comunicaciones especiales
aportadas por algunos de los asistentes al cónclave.
Cuatro de estos textos fueron publicados después en
la revista América Indígena (no. 3, vol. XXIX,1969).
En el mismo mes de diciembre de 1968 se celebró en
Cuba, en la ciudad de Santa Clara, otro coloquio
sobre los aportes africanos a las literaturas antilla-
nas. Las ponencias presentadas allí han sido recogi-
das en algunas revistas. Todos estos encuentros y
confrontaciones de criterios son oportunidades para
estimular la investigación y dejar buena muestra
impresa de los logros obtenidos en este ámbito. Del
lado africano no podemos dejar de mencionar el
Simposio que sobre la cultura africana tuvo lugar en

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ocasión del Primer Festival Cultural Panafricano de
Argel, en 1969. Todos estos eventos han contado
con el decidido concurso de la UNESCO.
Todavía falta lograr una mayor coordinación en-
tre los estudiosos de estos temas, canalizar la facili-
dad de información y comunicación de los trabajos,
promover una mayor divulgación de las investiga-
ciones que se realizan en este campo, y, por consi-
guiente, propiciar que todo ello esté al alcance no
sólo de los círculos más exclusivos de los especia-
listas, sino de los centros culturales de África y
América, así como, sobre todo, asegurar una conti-
nuidad.
Con estas consideraciones será fácil compren-
der con cuántas precauciones nos acercamos al tema
que se nos propuso por la UNESCO para tratar so-
bre las supervivencias de rasgos africanos en Améri-
ca. Repetir incesantemente pequeños círculos que,
partiendo de Bahía o Recife, pasaran por La Habana
o Matanzas, siguieran por los valles de Maribal o el
de Mirebalais, en Haití, la Isla de Trinidad y la costa
de Venezuela, nos daría simplemente puntos de
coincidencia, similitudes, comparaciones (y con todo,
a veces se nos ha ido la mano en estos rejuegos,
debido a estar andando casi a diario con los autores
principales que han dejado estupendos trabajos de
los lugares que hemos mencionado, por lo que es-
peramos nos disculpen los lectores).
Al hacer estas referencias a América, hemos des-
cansado, quizás demasiado, en los ejemplos que te-
níamos más próximos entre las supervivencias afroides

22
en Cuba, tanto que en ocasiones hemos suprimido
muchos casos que habíamos planeado originalmente
por temor a que el trabajo se volviera un estudio so-
bre Cuba con esporádicas reseñas a lo que ocurre en
el resto del continente. Creo que aún queda bastante
de esto, y entre los innumerables aspectos que los
lectores podrán objetar, el escoramiento de esta ban-
da será uno de los primeros.
No podíamos ofrecer un cuadro comparativo
completo con África por las razones que hemos ex-
puesto. Nos limitamos a señalar aquellos casos en
los cuales nos ha sido posible encontrar un antece-
dente más o menos evidente. No se nos oculta que
un estudio minucioso, escarbando más aún en los
escritos disponibles, permitiría trazar, en forma cla-
ra, las huellas que las culturas africanas dejaron en
el Nuevo Mundo. En este sentido, no hubiéramos
podido superar el trabajo que, con método compara-
tivo, iniciara Pierre Verger para los estudios de las
supervivencias africanas entre la Bahía de Todos los
Santos y la antigua Costa de los Esclavos, que tan
profundamente conocía.
Situados dentro de tales criterios y con las limi-
taciones que todo ello significa, optamos por ofre-
cer a los lectores en general, más que a los inves-
tigadores y estudiosos, lo que nos pareció podía ser
una secuencia de vistas de un mismo panorama: la
presencia, en nuestros días, de elementos cultura-
les aportados por el negro y conservados por varias
generaciones, donde los descendientes de africanos
se fueron mezclando entre sí y con los europeos y

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los nativos amerindios, así como con los inmigrantes
asiáticos que vinieron también a las Américas y pro-
dujeron complejas gamas de mestizaje que algunos
autores se esforzaron en codificar y hasta de ilustrar
gráficamente en unos lienzos y paneles. Y en mu-
chísimos casos se fueron introduciendo de tal ma-
nera en aquellos elementos culturales africanos, que
llegaron hasta ocupar grados y jerarquías de rele-
vancia.
A estos aportes culturales del negro, vertidos en
todas las formas que adopta el hombre para desenvol-
verse en la vida, nos referiremos como africanismos,
afronegrismos, negroafricanismos o negrismos sim-
plemente.* Será fácil al lector, ante estos términos,
comprender que se trata de formas concretas adopta-
das por el ser social para su vida de relación.
Y al respecto, tomábamos otro punto de vista:
el de que los africanismos, negroafricanismos o

* En el prólogo a su Glosario de afronegrismos (1924: XIV) Fer-


nando Ortiz explicó por qué creó los vocablos afronegrismo o
negroafricanismo, ya que la literatura especializada de la época
utilizaba la voz africanismo para identificar todo lo concerniente
a África. De ese modo señala: «No hemos querido denominar-
los [africanismos] aquí, porque esa dicción de preferente sig-
nificado geográfico, no da la idea exacta. Estos vocablos proce-
den de África, pero no de los pueblos árabes, no de los turcos
de Egipto, ni de los boers de Transvaal, etc., sino concretamen-
te de los “negros de África”. Y por eso hemos preferido acuñar
los vocablos de negroafricanismo o afronegrismo por estimar de
buena aleación». Actualmente diversos investigadores prefie-
ren utilizar la denominación de subsahariano para referirse a la
herencia africana en América, procedente del sur del Sahara.

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negrismos no niegan su contemporaneidad; esto es,
son formas objetivas del ser social y como tal evolu-
cionan, cambian y se desarrollan. No están cerrados
a la comunicación nacional, no son nacionalismos
estériles, sino sistemas vivos que desempeñan sus
funciones en cada instante de la vida social.
El aislar los negrismos, investigar en su histo-
ria, analizar sus esencia, brindar a los lectores un
bolsón lleno de tipicidades —fácilmente inclinables a
un exotismo de exportación—, emplear luego sus
voces, sus melodías, sus instrumentos para escenas
costumbristas, constituyó, para los países america-
nos, una etapa muy socorrida en el curso que des-
cribe el interés por los rasgos afroides en este
continente. Sin embargo, puede decirse que ya hoy,
tras aquella fase de simple inventario de costum-
brismos, América cuenta con un firme puente que
va desde la expresión creadora que brota del pueblo
hasta su vuelco en una expresión nacional, y los
intelectuales que han surgido de las masas popula-
res alcanzan a expresar su nación, porque dentro de
todo el pueblo han participado en la lucha por con-
quistarla.
En este trabajo nos ha llevado sobre todo la idea
de ofrecer nuestros puntos de vista —por demás
controvertibles— sobre las supervivencias africanas
en América, más como un todo, que en búsqueda de
los paralelismos África-América. Nos ha preocupa-
do principalmente plantear una problemática de las
supervivencias afroides dentro de la cultura popular
americana, no así como aislar elementos comunes

25
que por lo demás no necesitan se diga de su exis-
tencia. Por ello, no recurrimos a todos los aspectos
homólogos que pueden descubrirse, sino a aquellos
casos que permiten situarnos frente a las culturas
de los pueblos de América.
Con los mismos criterios nos hemos apartado
de lo que sería una historia de la esclavitud africana
en América. Si acudimos a referencias sobre la trata
y las formas de vida del esclavo y del negro liberto,
es para situar las supervivencias africanas dentro de
un medio socioeconómico y completar una visión
total de la cultura popular americana.
Esta idea de acercarnos a las supervivencias afri-
canas en América como uno de los tantos aportes
que se insertan, uno tras otro, en el tiempo, alter-
nando, mezclándose, descomponiéndose para dar
cabida a formas hasta contradictorias e incongruen-
tes tomadas de los más complejos contactos cultu-
rales, en fin, de considerarlas en el instante actual
de su desarrollo, es lo que nos ha guiado para ofre-
cerlas bajo aspectos distintos en los siete grandes
capítulos en que hemos dividido el estudio. El lec-
tor no encontrará en ellos un abordaje didáctico de
los problemas lineales planteados, pues responden
a situaciones adoptadas desde las cuales nos propo-
nemos comprender un mismo hecho; de aquí que
muchas facetas del panorama se vuelvan a ver pero
engarzadas desde otros ángulos.
Ofrecemos una relación de la bibliografía citada
a través del texto y de la cual hemos tomado ideas y
conceptos. En esas fuentes se podrá hallar una con-

26
tinuidad, por supuesto más profunda y enjundiosa,
de los puntos de vista bajo los cuales hemos inser-
tado esas notas. Hemos recurrido a otros libros cuya
lectura renovada ha permitido enfocar muchas de
las ideas que exponemos, pero nos ha parecido in-
necesario recargar la lista de meras referencias que
el lector curioso puede tener a mano en cualquier
biblioteca.
Concluido lo que resultó de esta labor de reco-
ser los datos que tomábamos de un número limita-
do de fuentes, queremos consignar la colaboración
que han prestado los compañeros Pedro Deschamps,
Alberto Pedro, Danilo Rodríguez, Dennys Moreno,
Isaac Barreal, Alejandrino Borroto y María Teresa
Linares, quienes han leído y releído, aportado y eli-
minado, desde las primeras cuartillas que empeza-
mos a emborronar hasta esta última redacción que
ofrecemos ahora. Y así, modesto en sus alcances,
limitado en su realización, lo hemos querido dedi-
car a la memoria del Maestro Fernando Ortiz (1881-
1969), quien —junto a Raimundo Nina Rodrigues
(1862-1906)— figurará siempre en los umbrales de
los estudios etnológicos del negro en América. Esta
razón la uní al recuerdo que el discípulo guarda siem-
pre del aula fecunda, de la biblioteca disponible, de
la casona acogedora y de la palabra paterna, cuando
empecé a enhebrar las fichas para este trabajo a los
pocos días de su muerte.

ARGELIERS LEÓN
La Habana, junio de 1970

27
1
Las supervivencias negroafricanas deben
estudiarse dentro del curso histórico de
desarrollo de los pueblos de América

Los rasgos negroafricanos que por vía de análisis


pueden aislarse hoy en el contexto cultural ameri-
cano, son el resultado de los intensos procesos de
formación socioeconómica que han tenido por esce-
nario las tierras del Nuevo Mundo.
Partimos, desde luego, de la evidente teñidura
que el africano dio a América y que plasmó en las
más variadas formas de mestizaje.
La supervivencia de todos estos rasgos —bioló-
gicos y culturales— devino fuente de los elementos
que se han aferrado a las nacionalidades surgidas en
el Nuevo Mundo y forjadas por las metrópolis euro-
peas que se repartieron el dominio de las tierras
americanas e impusieron las formas más generales
de sus respectivas culturas.
Esto pudiera llevar a pensar que tales supervi-
vencias negroafricanas fueron vetas aisladas, inco-
nexas, dejadas asentar por la cultura dominante; y
ésta, un producto fiel meramente transportado por
el colonialista en su acción dominadora.
Visto así, los rasgos negroafricanos serían reta-
zos moribundos, en camino de desaparecer, de bo-
rrarse del panorama cultural americano. ¿Qué
quedaría entonces? ¿Apenas rasgos de etapas supe-
radas o por superar en un futuro no distante?

28
Planteemos ahora un punto de vista diferente
para adentrarnos en el estudio de las supervivencias
negroafricanas en América. El análisis de éstas hay
que situarlo ante las características del curso de evo-
lución americana, desde colonias prósperas recién
explotadas, hasta su conversión en países subdesa-
rrollados al sur de río Grande.* Valdría la pena ahon-
dar en este estudio evolutivo socioeconómico de
manera que permitiera trazar líneas, más que áreas,
en la evolución y presencia de los elementos cultu-
rales africanos en el mapa continental, pues los
negroafricanismos no yacen en capas de población,
no son elementos estáticos que permanecen como
reservorios sociales, sino siguen trayectorias acor-
des con los movimientos clasistas americanos, y és-
tos en relación con la posición que ha ocupado
América dentro del sistema capitalista mundial. 1
Los elementos culturales del africano no se in-
sertan simplemente en una cultura colonial trans-
portada. No son pues colgajos de colorines
tipicistas atados por manos blancas a una armazón

* A lo anterior se añade la muy significativa presencia africana en


los estados sureños de Norteamérica, especialmente en los
actuales Estados Unidos de América y su decisiva influencia en
la diversa formación cultural de esa nación.
1
«Toda comprensión adecuada de las características económicas,
sociales, políticas y culturales de América Latina y otras áreas
subdesarrolladas, requiere, por tanto, un examen científico no
sólo de las características mismas y de las sociedades en que se
producen, sino también de la estructura colonial y de clase de
este sistema capitalista mundial en su conjunto» (Gunder Frank,
1968:9).

29
cultural colonialista. Ésta tampoco obedecía a un
traslado simple y mecánico, pues las formas más
tempranas de explotación colonialista llevaban im-
plícitos profundos cambios. De esta manera aque-
llos aportes europeos quedaron dentro de un
proceso de desarrollo típicamente americano o, al
menos, sobre bases socioeconómicas tan particu-
lares que determinaron relaciones socioculturales
consecuentes y peculiares a las nuevas situaciones
creadas en América. 2
Desde épocas muy tempranas surgían en Amé-
rica intereses de clases que nacían de las condicio-
nes primitivas que imponía la explotación de los
recursos naturales. Ya en 1595 los primeros fabri-
cantes de azúcar en Cuba se debatieron por sus
intereses al tratar de obtener créditos de la Corona
para competir en el reducidísimo mercado extran-
jero de entonces, limitado, en este caso, por la pro-
tección que brindaba España a las plantaciones de
Granada y, en segundo lugar, a las de La Española.
Pronto los productores de azúcar de Cuba y La Es-
pañola contaron con dineros y exenciones de em-
2
«El hombre blanco había llevado a América las instituciones de
su rincón europeo. Pero en un ámbito y circunstancias nuevos,
tales instituciones se habían transformado y habían dado ori-
gen a sociedades diferentes de la madre patria, a verdaderas
naciones que poseían, en grados distintos, sus costumbres, su
modo peculiar en el funcionamiento de las instituciones, aná-
logas en apariencia a las del país de origen, sus intereses, sus
inquietudes particulares y un deseo de vivir su propia vida y de
reglamentar por sí mismas sus asuntos; así como un espíritu
de particularismo y de autonomía» (Mousnier, 1966, 4:498).

30
bargos que les permitieron desarrollar una econo-
mía que veía un progreso inicial y reclamaría mano
de obra esclava, para sufrir un descenso a la vuelta
de unos cincuenta años, hasta que los hacendados
cubanos tomaran el patrón de la plantación intro-
ducido por los ingleses en las colonias que iban
conquistando en el Caribe a los españoles, para
compartirse con las otras potencias marítimas eu-
ropeas. 3
La producción azucarera cubana asimilaba un
mayor número de brazos africanos, todavía en peque-
ñas cantidades para lo que debería ser después la
gran avalancha esclavista del ochocientos. La eco-
nomía cañera requería una fase de elaboración del
producto agrícola natural para la exportación de los
panes de azúcar (raspadura). No ocurrió así con los
ciclos económicos ganadero y tabacalero; en el pri-
mer caso, por la posesión de enormes extensiones
de terreno donde el ganado se criaba salvaje, por lo
que no requería un gran número de hombres para
su rodeo, además del riesgo de confiar a un esclavo
el uso del caballo y el espacio abierto de los campos,
donde las bestias eran más libres que él.

3
«En 1517, apenas transcurridos cinco años de la conquista de la
isla, ya los hacendados de Cuba obtienen de los reyes la primera
moratoria para sus deudas. En 1518 [...] el tesoro real empren-
de funciones de banco agrícola para quienes en La Española
establecieren ingenio de azúcar». Dedica Ortiz varios capítulos
donde analiza la fase inicial de la economía azucarera en el
Nuevo Mundo, enfrentándola a la economía tabacalera (Ortiz,
1963:67 y ss).

31
Tras 1520, la población de Cuba y la de La Espa-
ñola se redujeron considerablemente ante la aven-
tura de Tierra Firme. A la escasa población europea,
apoderada a su vez del poder político, sólo le queda-
ba el cultivo de consumo y la ganadería, que se ha-
bía desarrollado considerablemente en estado cimarrón.*
La oligarquía se repartió la tierra y los cabildos
dispusieron que los indios, mestizos y negros libres
no hicieran monterías por su cuenta, a fin de obli-
garlos a trabajar para los nuevos dueños (Le Riverend,
1965:67). El incremento del ganado salvaje se lo des-
cribió en 1518 el licenciado Alonso Zuazo al Empe-
rador: «Hállanse atajos de vacas que se perdieron en
número de treinta o cuarenta, señaladas con su hie-
rro, é á cabo de tres ó cuatro años aparecen en los
montes en número de trescientas o cuatrocientas».
De todos modos, aunque muchas de estas aprecia-
ciones eran exageradas, corresponden a un instante
en que la ganadería montaraz constituyó una etapa
en la economía inicial americana, y con poca partici-
pación del negro esclavo.4

* En 1544, durante la visita pastoral, el obispo Diego de Sar-


miento observó en Cuba que la población de procedencia euro-
pea y sus primeros descendientes apenas alcanzaba la tercera
parte de los habitantes, ya que las familias avecindadas se ha-
bían reducido de mil a doscientas.
4
«[...] a fines del XVI se ha consolidado la oligarquía latifundista
y [...] la mayor parte de la tierra cubana ha pasado a poder de un
reducido número de colonos. Y durante el siglo XVII, hasta 1659,
la situación no varía sustancialmente, aun cuando la escasez
creciente de tierras libres va limitando la formación de latifun-
dios» (Le Riverend, 1965:69).

32
En el segundo caso, el ciclo tabacalero estuvo
primordialmente en manos de agricultores canarios
que poseían un mayor conocimiento de las técnicas
de cultivo, por lo que la necesidad de esclavos se
limitó al acondicionamiento de las hojas para su
exportación.*
Los aportes del africano, o mejor, su integra-
ción al poblamiento americano —como la integra-
ción del indígena a la nueva sociedad americana que
nacía en los albores del Renacimiento europeo—,
hay que considerarlos dentro de la estructuración
de esta sociedad, atendiendo a sus componentes, as-
piraciones, necesidades, contradicciones y localiza-
ción histórica, entre el inicio del expansionismo
mercantilista que inauguraba una época en el desa-
rrollo del limitado mundo europeo, hasta su hiper-
trofia en el imperialismo capitalista, que la cerrará.5

* «Si vamos al segundo ciclo, el agrícola, podríamos apreciar que


está formado por dos: el uno, por el predominio del tabaco y el
otro por el predominio de la caña y el azúcar. Y se trata de dos
ciclos porque ambos cultivos son diferentes en sus caracteres
fundamentales e incluso, y sobre todo, en cuanto a la participación
del hombre africano» (Franco, Pacheco y Le Riverend, 1968:3).
Sin embargo, también en Cuba hubo plantaciones esclavistas
tabacareras, aunque sin la significación de las anteriores.
5
«La estructura de clases latinoamericana fue formada y transfor-
mada por el desarrollo de la estructura colonial del capitalismo,
desde el mercantilismo hasta el imperialismo. A través de esta
estructura colonial las sucesivas metrópolis ibérica, británica y
norteamericana han sometido a Latinoamérica a una explotación
económica y dominación política que determinaron su actual es-
tructura clasista y sociocultural. La misma estructura colonial se
extiende dentro de Latinoamérica, donde las metrópolis naciona-
les someten a sus centros provinciales, y éstos a los locales, a un
semejante colonialismo interno» (Gunder Frank, 1968:3).

33
La Colonización americana significó un cam-
bio en la vida económica que Portugal había adop-
tado ante sus contactos con la India y las costas de
África, y en sus tratos mercantiles con los puertos
de Europa que le quedaban cercanos por las costas
mediterráneas o por el lado del Atlántico. La eco-
nomía colonial portuguesa se acomodó, en un prin-
cipio en Brasil, a la base agrícola, con el brazo
africano como fuerza de trabajo esclavo. 6 Portugal,
tras ese salto a la India bordeando el Cabo de Bue-
na Esperanza (1498), y España, un tanto fuera del
trasiego comercial continental de Europa, aún en
sus empeños por cimentar sus dominios territoria-
les, desembocaron a la expansión marítima y lo-
graron sacarles alguna ventaja a los Estados del
resto del continente. A la economía peninsular le
bastó por mucho tiempo el oro y la plata, el añil y
el palo de brasil y algunas especias para su comer-
cio continental, que pronto dominaron los centros
mercantiles de Amberes y Lyon.
6
«Al organizarse en 1532 económica y civilmente la sociedad
brasileña. Lo hizo tras un siglo íntegro de contacto de los por-
tugueses con los trópicos, de estar probada en la India y en
África su aptitud por la vida tropical. Cambiado en San Vicente
y en Pernambuco el rumbo de la colonización portuguesa, del
fácil, del mercantil, por el agrícola; organizada la sociedad colo-
nial sobre esta más sólida base y en condiciones más estables
que en la India o en las factorías africanas, es en el Brasil donde
se había realizado la prueba definitiva de aquella aptitud. Como
base, la agricultura; como condiciones, la estabilidad patriarcal
de la familia, la regularidad del trabajo por medio de la esclavi-
tud» (Freyre, 1943:3).

34
Esclavos africanos llegaban a las ciudades costeras
europeas, al punto de que se comentaba el número
que alcanzaban en ciudades como Lisboa. En cambio,
en las nuevas sociedades americanas fue muy reduci-
do al principio. Es necesario llegar a la penetración
del resto de Europa, entrando por el Caribe, tras la
derrota de la Armada Invencible (l588), para que la
trata esclavista alcanzara un mayor incremento y con
ello una ampliación del mosaico etnográfico que se
volcó en América. Europa abandonaba sus antiguas
puertas mediterráneas y se abría furiosamente hacia
el Atlántico. Las vías comerciales terrestres, ocupa-
das por los turcos, se sustituían por las marítimas, el
Mediterráneo cedía su lugar al Atlántico, y se consti-
tuía un triángulo comercial: pólvora, arcabuces, gi-
nebra, bisutería, telas bastas de Europa hacia África;
piezas de ébano, hombres, de África para América; cue-
ros, algodón, azúcar, tabaco, tintes... oro, plata, per-
las, de América para Europa. El africano estaba en el
eje de estas operaciones que impulsaban más tarde al
capitalismo industrial, que tanto le debe a la presen-
cia del negro en América.
El africano y sus descendientes ocuparon posi-
ciones muy cambiantes ante la Conquista y la Colo-
nización de las tierras americanas. Ante la rápida
expansión colonialista en las tierras recién descu-
biertas, se produjo un pronto ajuste a las condicio-
nes reales de explotación de cada área. Las ambiciones
europeas trajeron un poblamiento creciente de Amé-
rica para asegurar las posesiones conquistadas o
rapiñadas.

35
El área antillana se va convirtiendo en centro
donde se acumulan bienes, capital y productos
que van a nutrir las empresas de conquista...
uno de los bienes acumulados que, por lo gene-
ral, acompañan a los que parten de las islas para
penetrar en lo firme del continente, son los es-
clavos africanos (Franco, Pacheco y Le Riverend,
1968:5).

Sin embargo, el africano ya asomaba en el conti-


nente en función de su cultura. Se le utilizó por sus
habilidades para las tareas agrícolas de explotación,
de las cuales él ya poseía una organización, y por el
conocimiento que adquiría en oficios complementa-
rios, que también practicaba en África, lo que los
esclavistas entendían por docilidad y sumisión, o
sea, su capacidad para soportar el trabajo duro y la
natural resistencia física, sobre todo comparándolo
con los amerindios de las islas y las costas de Tierra
Firme. 7
En las costas y los llanos ribereños de Venezue-
la el africano sustituyó al indígena en la pesca de
perlas y en la minería desde el siglo XVI. «Les eran
propias otras actividades, que nunca dejaron de ejer-
cer: las de guías en las selvas, bogas, avanzadas de
7
«[...] el negro es portador de una tradición de productividad y
trabajo, de disciplina laboral superior al indio, que le permite
un superior rendimiento, sobre todo en las zonas tropicales
[...] al negro lo fijó en sus territorios el cultivo de plantaciones.
Que sí necesitaba específicas condiciones climáticas y calidad
del suelo» (Franco, Pacheco y Le Riverend, 1968:9).

36
exploraciones, cargadores, etc.» (Acosta, 1967:146).
También participaron en la colonización de Brasil y
en las minas de Nueva Granada. En el trabajo mine-
ro, el negro obtuvo situaciones preferenciales y, en
algunos casos, le llevaron a obtener beneficios y ven-
tajas sociales. «En las actividades mineras muchas
eran sus actuaciones: exploradores, descubridores,
fundidores, cargadores». En muchos casos se les
concedía la libertad por encontrar yacimientos aurí-
feros, o «la autorización de gozar las mismas garan-
tías de los mineros españoles. Alrededor de las minas
se fomentaban poblados cuyos moradores eran prin-
cipalmente africanos». 8
El desarrollo colonial entre los siglos XVI y XVII
obedeció a causas muy diversas y a intereses capita-
listas distintos y contradictorios. De aquí que en el
panorama general americano aparecieran zonas muy
diversas de explotación, y se contemplara una estra-
tificación clasista de acuerdo con el desarrollo de la
producción en cada una de aquellas áreas que se per-
filaron tan marcadamente tras la decadencia del po-
derío imperial español. La invasión europea a América

8
«La necesidad de esclavos creció constantemente desde co-
mienzos del siglo XVI, pues si al principio se usaron principal-
mente como pescadores de perlas y mineros, durante el siglo
siguiente sirvieron para la penetración, para sojuzgar a algunos
grupos de indígenas, para trazar caminos. Aún a finales del
siglo XVIII , cuando ya habían aprendido innumerables oficios y
especialidades, continuaban los negros siendo elemento indis-
pensable para las aventuras de los últimos ilusos del Dorado»
(Acosta, 1967:172).

37
no consistió en la imposición de instituciones a un
país conquistado, sino en la creación de una econo-
mía nueva, basada en la exportación de productos. La
inmigración de hombres y capitales estuvo sujeta
siempre a esta modalidad de la economía capitalista.
De aquí el poco interés en la forjación de una econo-
mía propia que se revertiera al consumo interno y
cerrara el ciclo de producción-consumo. A la impor-
tación de artículos de consumo siguió, en mucho
menor escala, la de elementos culturales. Lo aislado,
fragmentario y cambiante de la economía de consu-
mo se reflejaba en lo segmentado, parcial y cambian-
te de los elementos culturales importados de las
metrópolis. Como en el otro caso, en este último se
obedecía a los excedentes disponibles en Europa para
el consumo de las colonias ultramarinas. El sistema
impedía el desarrollo orgánico de economías propias
y, por consiguiente, se producía una congelación en
el desarrollo técnico y cultural.9

9
«La minería, la agricultura tropical, la pesca, la caza y la explo-
tación de bosques (todos en función directa de la exportación)
fueron las industrias que se desarrollaron en las economías
coloniales y, por tanto, las que atrajeron los recursos financie-
ros y laborales disponibles... En la medida en que la concentra-
ción de riquezas crecía en manos de un pequeño grupo de
propietarios, comerciantes y políticos influyentes, aumentaba
la propensión a obtener artículos manufacturados de consumo
en el extranjero. De este modo, el sector de exportación, por su
naturaleza misma, no permitiría la transformación del sistema
como un todo, siendo el principal obstáculo para la diversifica-
ción de la estructura interna de producción y, por consiguiente,
para la consecuente elevación de los niveles técnicos y cultura-

38
Dentro de estas circunstancias de explotación
capitalista el africano y sus descendientes desempe-
ñaron nuevos papeles en la integración social ame-
ricana. Es necesario esperar el nuevo curso del
capitalismo en el siglo XIX, y ya bien entrado el ocho-
cientos, para asistir a un nuevo ajuste socioeconó-
mico de América. Para el negro se iniciaba entonces
el camino de la jornalización o asalarización como
nueva careta grotesca del sistema esclavista —trági-
co sin necesidad de máscara—, al natural.
En esta etapa en que culmina el capitalismo
industrial, los aportes culturales del africano des-
empeñarán una función más dinámica en el desa-
rrollo de las sociedades americanas, dado que se
perfilan sus intereses económicos y se desarrolla
una conciencia de clase como consecuencia del giro
que tomó el capitalismo mundial. Tras la llamada
«Era de las Revoluciones» (E. J. Hobsbawn, 1962)
los rasgos negroafricanos alcanzaron su reintegra-
ción americana parejamente con la acelerada defi-
nición de clases nativas, criollas, que condicionaron
rápidamente sus intereses. Entre la convocatoria de
los Estados Generales, meses antes de la explosión
bastilleana, hasta el Manifíesto comunista —las fe-
chas que toma el profesor Hobsbawn—, ocurrieron

les de la población, el desarrollo de los grupos sociales en


relación con la evolución de los mercados internos y la búsque-
da de nuevos renglones de exportación libres de la autoridad
metropolitana» (Aldo Ferrer: La economía argentina, citado en
Gunder Frank, 1968:9-10).

39
profundos cambios en la economía mundial. Las
dos caras de la Revolución —la industrial, inglesa,
y la política, francesa— repercutieron de modo pe-
culiar en América. Los cambios económicos y polí-
ticos en el continente desembocaron en la segunda
mitad del siglo XIX y determinaron, para la presen-
cia funcional de los negroafricanismos en las cul-
turas americanas, el antecedente inmediato en
donde se encuentra el engarce de la contempora-
neidad de la historia.
El nuevo complejo social que tan acelerada-
mente crecía, obedecía a sistemas de empresa so-
bre los recursos del suelo y a los tipos resultantes
de tenencia agraria, a la organización social que
se adoptaba —impuesta por unos y aceptada por
otros—, y a los tipos de cultura que se iban ar-
mando en el continente. Sobre la base de los anti-
guos caracteres económico-zonales, y sacudidos
los estratos sociales, América definirá su cultura,
la de las clases dominantes y la de los estratos
dominados. Nuevas contradicciones de clase de-
sarrollaron tácticas nuevas de lucha. Los aportes
africanos, viéndolos en el siglo XX y ya distantes
en el tiempo de los últimos barcos negreros, pre-
paran el camino para una nueva situación econó-
mica y política de América, ahora frente al
capitalismo imperialista.
El estudio de los rasgos negroafricanos implica,
pues, una reconsideración de un pasado, que si bien
no cuenta éste con la venerabilidad de largos perío-
dos de evolución, se ha constreñido en cambio has-

40
ta ver converger, en menos de cinco siglos,10 los re-
tazos culturales de Europa, África y la propia Améri-
ca indígena, levantada por la colonización de sus
tierras, y sometida a los mismos procesos de inte-
gración económica y social que transcurrían en el
continente. El indígena fue un inmigrado en su pro-
pio suelo.
Sin embargo, los tres continentes concurrían
con sus peculiares fardos de largas historias. Los
africanos dejaban atrás un continente que presen-
ciaba el surgimiento de nuevos Estados guineanos,
los cuales se reconstruían tras las poderosas jefa-
turas de los Mandé, los Songué, los Mosi, los Gana,
y las más antiguas al este del lago Chad y las del
Sudán oriental, cuya estructura económico-social
tanto influyó al volcarse sobre el golfo de Guinea y
rebasar el Ecuador por la muy ancha franja atlán-
tica.
En el otro borde del Atlántico los negros crea-
ban heroicamente el más grande palenque en 1804 y
lo dotaban de una bandera, la primera bandera na-
cional en América. No importaba que en su Escudo
10
«La conquista y colonización española se realizan cuando el
desarrollo de la técnica y de los medios de comunicación per-
miten que se efectúe una transculturación en el vasto mundo
americano a velocidad superior a las de las otras invasiones
históricas de las que se tiene noticias. El mestizaje biológico y
cultural hispano-americano hablando en términos de historia,
se ha efectuado con extraordinaria rapidez, y ahora, al cabo de
sólo cuatro siglos, precisamente a consecuencia de su acelera-
do andar, se evidencia como un proceso de fermentación no
terminado» (Lazo, 1968:3).

41
figuraran dos cañones prusianos, un quepis de la
garde-francaise, un tambourin —que hacen sonar to-
davía los negros descendientes de haitianos que en
Santiago de Cuba y en Guantánamo conservan sus
agrupaciones de tumbas francesas—, y un gorro frigio,
entre otros símbolos europeos, todo situado delan-
te de una palma, en tanto faltaba el viejo tambor
assotor, que con su voz dahomeyana convocara a la
comunión de sangre que antecedió al sacrificio del ja-
bato para la limpieza ritual.11
En Haití, un cambio en la estructura económica
colonialista —Francia había accedido a dejar sus
posesiones en la América del Norte e incrementaba
la agricultura en ésta su perla antillana, en dominio
de la parte española desde 1795— había incremen-
tado una población de agricultores franceses, que
vivían en condiciones misérrimas, y un aumento de
esclavos africanos, libertos y mulatos, muchos de
éstos escalando posiciones económicas pequeñobur-

11
«[...] si las luchas que instauraron la reclamación de los dere-
chos del hombre en Santo Domingo, se expresaron en la ex-
plosión de 1791 en una ceremonia por entero voduesca —el
juramento de sangre—, si, durante los trece años de violencia,
de privaciones, de torturas, los negros sacaron de su fe en los
dioses africanos el heroísmo que les hizo afrontar la muerte e
hizo posible el milagro de 1804 —la creación de una naciona-
lidad negra en la cuenca de las Antillas—, resulta curioso com-
probar con qué celoso cuidado los jefes, en el alba de la victoria
declararon las guerras a las viejas creencias ancestrales» (Price-
Mars, 1968:208). En las páginas 48-49 de esta edición expone
el autor una descripción más detallada del sacrificio ritual
celebrado en Bois-Caiman, el 14 de agosto de 1791.

42
guesas. La minoría blanca dominante quedaba dis-
tante ya de los filibusteros y bucaneros franceses, ho-
landeses, flamencos e ingleses que saltaban de Isla
Tortuga. Constituía aquella una élite demodée que
anhelante retomaba estancias en París. 12 Esto hizo
que en la próspera colonia antillana se estructurara
tempranamente una estratificación social con inte-
reses de clase bien diferenciados. Es sobre esta base
que aparecen complejos vínculos culturales antes
de la existencia de una clase criolla dominante u
ocupando posiciones económicas prevalentes como
para perfilar intereses económicos propiamente cla-
sistas. 13 El impacto de la cultura euroccidental en

12
«[...]en la parte oriental, española de la isla, la agricultura
empezó a limitarse en los siglos XVII y XVIII en gran medida al
cultivo de plantas de consumo directo, alimenticias como se
podría llamar, es decir destinadas a un rápido consumo local
(junto a un desarrollo muy importante de la ganadería), en la
parte colonizada por los franceses se observaban transforma-
ciones cada vez más profundas, que indicaban un fuerte desa-
rrollo económico del país [...], el aumento del número de
colonos contratados (llamados los engajés) traídos de la me-
trópolis y de los esclavos negros importados desde África, el
constante incremento del papel económico de los colonos
agricultores (los habitants) y de la rentabilidad de sus inversio-
nes, junto con el hecho de que los bucaneros y los filibusteros
abandonaban su antiguo proceder y sus costumbres, todo esto
hizo que la parte francesa de la Isla llegara a ser en unos
decenios un centro agrícola excepcionalmente animado y di-
námico, y en la segunda mitad del s. XVIII sin dudas el país más
rico en el rosario de las Antillas» (Lepkowski, 1968:40).
13
«[...] esta obra [Así habló el tío, Price-Mars], olvidaba estudiar
nuestros problemas sociales y culturales en sus relaciones es-

43
los primeros momentos de la Conquista y Coloniza-
ción, con las nuevas tierras descubiertas, imponía
ya un punto de partida, un salto cualitativo en las
actitudes básicas de los hombres que llevaron a cabo
el poblamiento del Nuevo Continente. Las condi-
ciones económicas nativas también impondrían
modalidades precisas en este impacto.
Se iniciaba así una primera etapa en la cual la
realidad percibida y su plasmación en formas verba-
les ocupaba la atención de los hombres, para quie-
nes los menesteres primarios de subsistencia
—económica y política— eran las ocupaciones pri-
meras. Es mucho más tarde cuando aparece la nece-
sidad de comunicación, de que la realidad sea sentida
y compartida por otros que no fueran los mismos
expositores; cuando las tareas iniciales del asenta-
miento en estas tierras se han desarrollado lo sufi-
ciente como para que se puedan distinguir intereses
comunes de clases en proceso de definición; y cuan-

trechas con el desarrollo de una sociedad diferenciada por la


lucha de nuevas clases surgidas de la revolución que liberó a
Haití en 1804 después de más de doce años de acciones arma-
das contra el poder colonial francés. Price Mars también per-
dió de vista el hecho de que el aporte africano mestizo en
contacto con los elementos culturales dejados por la coloniza-
ción francesa, integrado a una base económica nueva, removi-
do por un largo proceso nacional, había dotado al pueblo
haitiano de una formación psíquica, muy distinta en sus ras-
gos esenciales, tanto de la cultura africana como de la france-
sa» (René Depestre: Prólogo al libro Así habló el tío, de Price
Mars, 1968:XIV).

44
do las relaciones sociales han desarrollado formas
de conciencia peculiares a los modos de producción
que impone el sistema colonial.14
Los aportes culturales diversos que concurren
en la colonización entran a formar parte de la reali-
dad con que cuentan los hombres en América. Las
clases dominantes pasan a describir esa realidad, al
menos en cuanto a las facetas que les llegan del in-
dio, del negro y de las propias capas de criollos que
van surgiendo.
La presencia de africanismos negros en el estre-
cho marco de los países latinoamericanos durante el
dominio colonial se desvanece tras los primeros mo-
mentos del poderío hispano-lusitano. Aquéllos pa-
san por un período de reconstrucción donde se opera
14
«Hay un hombre, una realidad y otros hombres: en una prime-
ra etapa, aquel hombre percibe esa realidad: en una segunda,
la vierte en una fórmula verbal y, en una tercera, esta forma
verbal es percibida a su vez por los demás hombres [...]. Dos
de estas tres actitudes fundamentales (que se derivan de
estas tres etapas temporales) aparecen antes de que el país
se constituyera como nación, arrancan del descubrimiento y
conquista [...] a partir de estos dos comienzos, determina-
dos por el choque de la cultura occidental en expansión con
el continente americano (en nuestra zona nacional apenas
poblado y apenas civilizado) [...]. En cuanto a los poetas que
no se atienen a lo vital ni a su expresión artística, sino a la
repercusión de la obra poética en sus lectores, los que hacen
de la poesía una forma de actuar en la sociedad, es decir, los
poetas sociales, no aparecerán en escena sino con la Revolu-
ción de mayo de 1810» (César Fernández Moreno: Prólogo al
libro Antología lineal de la poesía argentina. Fernández Moreno
y Becco, 1968:7-8).

45
un fenómeno de intraculturación, por endosmosis,
donde los negrismos son refugio del propio negro,
antes de dejarse descubrir al doblar el ochocientos.
La imagen que cualquier persona se forja de Áfri-
ca, excepto en aquellos círculos más exclusivos que
han podido alcanzar una experiencia directa de ese
continente, es la de un sitio legendario y misterio-
so, una imagen falsa de folletín y filme de Tarzán,
consecuencia de un «quebrantamiento de la perso-
nalidad y el total desplazamiento de las imágenes
[que] constituyen los falsos fundamentos de nues-
tra educación» (Lamming, 1968:120). África se ro-
dea de un cierto temor, tenebrosidad y velo umbroso.

La educación [del antillano] no le proporcio-


naba lectura alguna a modo de guía para escu-
driñar los perdidos reinos de nombres y luga-
res que le dan a la geografía un significado
humano. El hombre negro antillano conoce
África a través del rumor y del mito, los cuales
hacen siniestros el tutelaje extranjero, y me-
diante un acondicionamiento paulatino se va
identificando con el temor: temor a ese conti-
nente que está más allá de la intervención hu-
mana (Lamming, 1963:120).

De aquí el proceso convergente de los recuerdos


legados por las generaciones originarias y cómo han
contribuido al proceso de reconstrucción de una
cultura desplazada frente a los propios africanos.
Ante este fenómeno que se da a partir de las masas

46
populares descendientes de los africanos, los inte-
lectuales, los literatos más concretamente, han mos-
trado diferentes actitudes con respecto a África y a
las supervivencias afroides nacionales, 15 lo que se
fue acrecentando en el siglo XX redoblado por un
interés en las propias masas populares de ahondar
en sí mismas, de conocer sus raíces, y, con ello, una
mayor exteriorización de lo que antes se guardaba
como misterio no exento de cierto rubor.
Ahora bien, por esa vía se arribaba a un catálogo
de negrismos que detectaba el blanco, a una reseña
de tópicos externos recogidos en cuadernos de no-
tas, a mitos y leyendas tomados de la servidumbre
doméstica. El negro reconstruía sus fórmulas mági-
cas ancestrales y se prestaba a dotarlas de la
organicidad necesaria para el ejercicio y la aplica-
ción rituales, e igualmente reconstruía sus lenguas
de origen, vocablos y parlas enteras, cantos, oracio-
nes, conjuros, paremias, repetido todo por tradición
oral en llamados a dioses adosados a respectivos co-
legas del panteón católico. El africano llegaba a la
repetición de ciertos colores simbólicos en la deco-
15
«El concepto de África reforzado por cierto conocimiento de su
historia no se ha filtrado a través de las capas vitales de la
conciencia antillana [...]. Pero es este dilema el que ha fertili-
zado la imaginación antillana en la poesía y en la prosa de
ficción. Observo tres elementos en esta imaginación: turba-
ción, ambivalencia y un sentido de posibilidad [...] los mis-
mos pueden ser interpretados como ejemplos de contradic-
ción o como fuerzas complementarias a la persuasión común
sobre la presencia africana en la sociedad antillana» (Lamming,
1969:120).

47
ración y en el vestuario, a algunas recetas culinarias
ya mezcladas con el maíz y el casabe. Quedaban para
el uso colectivo algunos toponímicos. Los patroní-
micos europeos ocultaban los nombres nativos como
símbolos de propiedad.
El canto, la danza y la organología sirvieron para
sellar la huella indeleble de los elementos concretos
que han pasado de África a América, han persistido
hasta hoy y han llegado a ser fáciles etiquetas de
identificación turística.
No obstante, la supervivencia de negrismos en
América aflora también, de manera más diluida e
integrada, en modos de comportamiento. Es a partir
de las formas del lenguaje, especialmente de las
parlas rituales —en lo que quedan de las lenguas
africanas en América—, donde aparecen formas del
gesto que se unen luego a los complementarios de
la danza. Cuando se dispongan de estudios compa-
rativos que por medio de la filmación lenta puedan
aislar los segmentos de movimientos que integran
los gestos del habla y de la danza, se encontrarán
homologías muy notables con las acostumbradas por
los africanos, lo cual hoy sólo se limita a las consi-
deraciones de los aspectos más exteriores. Los hábi-
tos motores derivados del trabajo pueden haberse
sustituido al cambiar la herramienta y las propias
técnicas agrícolas.
Entre los hábitos en el comportamiento social
se conservan aquellas formas que implican relación
o trato del individuo con los propios objetos de
culto y con los posesos, como representantes de las

48
deidades. De aquí derivan otras formas de trato
social para aquellas personas que guardan posi-
ciones jerárquicas dentro de un complejo de creen-
cias, motivadas fundamentalmente por la repre-
sentación, en las personas mayores, de deidades o
ancestros que requieren determinadas considera-
ciones.
Para una sociedad clasista —donde pesen sobre
el negro, además de las valoraciones de clase, los
prejuicios raciales de todos conocidos— al negro se
le sitúa asido a su pasado —interpretando éste, a su
vez, de manera prejuiciada—, como un ser atávico,
del que cuelgan las antiguas estampas de sacrificios
humanos mágico-curanderiles, cuando no de mera
antropofagia de explorador blanco, con monóculo y
casco de corcho, cociéndose en un gran caldero de
hierro. 16
Los pueblos de América han visto pasar un pe-
ríodo en que al negro se le utilizó como etiqueta
nacionalista. Fue el momento en que surgió una
burguesía nativa y logró asegurar sus intereses de
clase aún en oposición a las metrópolis. Es más, el
servirse del negro se hizo como recurso para este
enfrentamiento que en esencia era económico, por
lo que su repercusión en lo cultural quedaba total-
16
«Ante el blanco, el negro tiene un pasado a valorizar, una revan-
cha que tomarse; ante el negro, el blanco contemporáneo sien-
te la necesidad de recordar el período de antropofagia [...]. Se
desalienarán aquellos blancos y negros que se nieguen a dejar-
se encerrar en la torre substanciada del pasado» (Fanon,
1968:3).

49
mente comprometida a los convencionalismos que
entrañó la lucha entre la burguesía nativa y la colo-
nizadora de la metrópoli. El negro no alcanzó en
estos momentos una conciencia plena de las reali-
dades de su explotación económica y menos aún de
su papel entre esos dos estratos contradictorios. Al
negro se le consideró como objeto y se llegó a recha-
zar el comercio de la trata, pero nada se alegaba con-
tra la esclavitud misma; al contrario, se recurría a
argumentos económicos para su mantenimiento
aunque se buscaron y propalaron medios para ha-
cerla menos dura. Dentro de este momento el negro
esclavo y sus descendientes fueron adquiriendo, pri-
mero, un sentido de grupo, de confraternidad, de
protección y ayuda mutualista, más de tipo afectivo
que de verdadera conciencia de sí como factor en las
economías nacionales. 17
El momento que vivió el africano en América
fue de un verdadero repliegue sobre sí mismo, de
refugio. La reconstrucción de viejos ritos, la capitali-
zación de lo que cada uno sabía de sus tierras de ori-
gen —que como tal implicaba un distanciamiento
entre el negro de nación, el nacido en África, y el ne-
gro criollo—, y la danza ritual que luego se expandió
y se repitió fuera de su contexto prístino e inició un
curso de secularización y se hizo expresión kinestésica
de necesidades individuales, acentuaban un carác-

17
«[...] el negro es un hombre negro, es decir, que al calor de una
serie de aberraciones afectivas, se ha instalado en el interior de
un universo del que bueno será hacerlo salir» (Fanon, 1968:3).

50
ter intimista, reservado, individual, defensivo si se
quiere. 18
El repliegue sobre sus tradiciones no es más que
un adueñarse de una historia propia que queda de
esta manera insertada en América, sembrada, y le
otorga al negro y a sus descendientes una carta de
ciudadanía que le asegura civilmente y le ofrece un
mundo real donde desenvolverse y participar activa-
mente en el desarrollo social de América. 19
18
«[...] bajo la mirada zumbona del colono, se protegerán [los
oprimidos] contra sí mismos con barreras sobrenaturales, reani-
mando antiguos mitos terribles o atándose mediante ritos me-
ticulosos: el obseso evade así su exigencia profunda, infligiéndose
manías que lo ocupan en todo momento. Bailan: eso los ocupa;
relajan sus músculos dolorosamente contraídos y además la
danza simula secretamente, con frecuencia a pesar de ellos, el
NO que no pueden decir, los asesinatos que no se atreven a
cometer. En ciertas regiones utilizan este último recurso: el
trance. Lo que antes era el hecho religioso en su simplicidad,
cierta comunicación del fiel con lo sagrado, lo convierten en un
arma contra la desesperanza y la humillación: el zar, los loa, los
santos de la santería descienden sobre ellos, gobiernan su violen-
cia y la gastan en el trance hasta el agotamiento. Al mismo
tiempo, esos altos personajes los protegen: eso quiere decir que
los colonizados se defienden de la enajenación colonial acrecen-
tando la enajenación religiosa. El único resultado, a fin de cuen-
tas, es que se acumulan ambas enajenaciones y que cada una
refuerza a la otra» (Jean-Paul Sartre: Prefacio al libro Los conde-
nados de la tierra. Fanon, 1961:22).
19
«La atmósfera de mito y de magia, al provocarme miedo, actúa
como una realidad indudable. Al aterrorizarme, me integra en
las tradiciones, en la historia de mi comarca o de mi tribu,
pero al mismo tiempo me asegura, me señala un status, un
acta de registro civil. El plano del secreto, en los países sub-
desarrollados, es un plano colectivo que depende exclusiva-
mente de la magia. Al circunscribirme dentro de esa red inex-

51
La cultura en América es, pues, el resultado de un
complejo mestizaje euro-afro-indio, que apunta, cada
vez con mayor certeza en el tiro, a una total
desalienación con respecto a sus modelos impositivos
euronorteamericanos. Los diferentes grupos naciona-
les que se han configurado históricamente en América
pueden presentar hoy matices diferentes en la
sincretización de los elementos hispano-lusitano, afri-
cano e indígena e incluso diferencias en el grado y la
presencia alcanzados en este fenómeno de sincretización
en torno a las culturas que pudiéramos llamar oficiales
(requeridas de una crítica severa). Sin embargo, la pre-
sencia del negro, desde el arco antillano hasta las dos
grandes zonas agrícolas al norte y sur en el continen-
te, determina muchos rasgos comunes. Las diferen-
cias estriban más en los prejuicios que pesan sobre el
negro y en el esfuerzo por algunos sectores oficialistas
de la cultura por conservar los negroafricanismos como
reservas de capas sociales deyectables o problemáticas
para la sociedad establecida.20

tricable donde los actos se repiten con una permanencia cris-


talina, lo que se afirma es la perennidad de un mundo mío, de
un mundo nuestro» (Fanon, 1965:53).
20
«[...] la lucha para la defensa de la cultura nacional en Brasil o
en Haití, en Venezuela o en Cuba, presenta características
diferentes a las de la defensa de la cultura nacional en España,
en Portugal o en Francia. Del mismo modo, cada país de
América Latina presenta particularidades propias, teniendo en
cuenta la diversidad de las condiciones históricas de desarro-
llo, lo que no excluye, en vista del parentesco de nuestro doble
origen y nuestra común situación con relación a los Estados
Unidos, la existencia de una verdadera comunidad de intere-
ses en el terreno cultural» (Depestre, 1960:15).

52
Los africanismos, los negrismos, se han inte-
grado cada vez más a las culturas nacionales que
se alzan según sus propias curvas históricas de
desarrollo. Falta, entre otros, un paso fundamen-
tal para que lo que llamamos cultura latinoameri-
cana sea verdaderamente una herramienta en el
concierto de los pueblos. Este paso es el de la su-
peración de la masa analfabeta que pesa aún con
pavoroso porcentaje en la población del continente.
Y el logro de ese nuevo estadio será el que alcance
la verdadera desalienación en el hombre nuevo en
América, donde el blanco, el negro, el indio, el
mulato, concurran, sin distinciones epidérmicas,
a la construcción de las nuevas sociedades que
forjen los pueblos americanos. Los africanismos
en estas sociedades nuevas, como los indige-
nismos —o los hispanismos, lusitanismos y los
aportes culturales franceses, ingleses, etc.—, no
serán entonces tema y cantera de colorismo pue-
ril, folclorismo de exportación o exotismos acep-
tados conmiserablemente —ni culturanismo
prestado a aquellos otros.
Para las futuras nuevas sociedades america-
nas, los negroafricanismos habrán alcanzado el
pleno reconocimiento ciudadano en las expresio-
nes nacionales de cultura. Mientras más se avance
en estas nuevas integraciones culturales nacio-
nales, más se separarán de sus ya antiguos aga-
rres africanos, tanto por un curso de desarrollo
de signo diverso como por el diferente carácter

53
totalizador que tienen dentro de la cultura afri-
cana. 21
Cuando las burguesías nativas lograron adue-
ñarse del poder en las recién instauradas repúblicas
americanas, entre 1824 (Ayacucho) hasta 1902 (Re-
pública burguesa en Cuba y colonialismo en Puerto
Rico), y a consecuencia de las nuevas formas de do-
minación que fueron gestando las potencias capita-
listas, las clases dominantes blancas (con la
excepción de Haití, 1804) produjeron de inicio una
nueva preterición del negro, a favor de un indi-
genismo menos pujante y a veces con indudable ra-
zón, dada una escasa participación del negro en la
estructura nacional; y en otras ocasiones, como en
el caso de Cuba, creando un indígena de clisé o un
guajiro blanco. El negrismo, y en general el nativismo,
se empaña ante renovadas corrientes europeizantes
que invaden los círculos exclusivos de los nuevos
amos. Es preciso dejar pasar dos o tres décadas del
siglo XX para encontrar un renovado negrismo, es-
pecialmente literario. Pero el negro volvía a quedar
21
«Es evidente, no me cansaré de repetirlo, que el esfuerzo de
desalienación del doctor en medicina de origen guadalupano
hay que entenderlo a partir de motivaciones esencialmente
diferentes de las del negro que trabaja en la construcción del
puerto de Abidján. Para el primero la alienación es casi intelec-
tual. Se pone como alienado en tanto que concibe la cultura
europea como un medio para desprenderse de su raza. El se-
gundo se pone como alienado en tanto que es víctima de un
régimen basado en la explotación de una raza por otra, en el
desprecio de una determinada humanidad por una forma de
civilización tenida por superior» (Fanon, 1968:288).

54
en las clases más explotadas de las poblaciones. No
importa que se le utilizara como expediente
exhibicionista de amplitudes de criterios o se le
esquilmaran las cédulas electorales. Los negrismos
en la cultura americana habían intervenido de todos
modos en su gestación. 22
Hay que considerar los aspectos que presentan
los afronegrismos en los países americanos que con-
servan aún estructuras sociales estratificadas eco-
nómicamente. El fondo de donde se extraen esos
africanismos, en el que se puede detectar sus identi-
dades étnicas, está precisamente en los negros de
las clases explotadas, e incluso entre los más
menesterosos. El negro de las favelas brasileñas o
de los conventillos uruguayos, el negro barloventino,
es el que ofrece una cantera, aún inagotable, de vie-
jas tradiciones afroides que han reverdecido en dis-
tintos momentos de la historia política de esos
países, y se le ha utilizado en repetidas ocasiones.
Es en las zonas marginales urbanas donde se
opera el proceso de reconstrucción de las tradicio-
nes africanas. A medida que la burguesía criolla se
separa de la estancia, de la finca, de la casa-grande, y
se crean las poblaciones del interior, se va ubicando en
ellas el negro, especialmente el liberto y el mulato,
22
«No obstante es evidente que para nosotros la verdadera
desalienación del negro implica una toma de conciencia abrupta
de las realidades económicas y sociales. El complejo de
inferoridad se deriva de un doble proceso: económico, en pri-
mer lugar. Por interiorización o, mejor, epidermización de esta
interioridad, después» (Fanon, 1968:6).

55
dedicados al servicio doméstico, artesanías, trabajos
portuarios, pequeños cultivos o vendedores ambu-
lantes de menudencias. Van ocupando las zonas ex-
teriores, empobrecidas, desamparadas y miserables.
En las grandes capitales queda el colonialista ex-
tranjero, junto al gran burgués nativo, y en sus arra-
bales las clases trabajadoras.
La abolición de la esclavitud, tardíamente alcan-
zada en el continente, sólo significó un cambio for-
malista, de etiqueta, no de situación económica y
social para el africano y sus descendientes. Desde
mucho antes de las aboliciones decretadas en Améri-
ca, el negro no estaba sujeto ya a los nuevos modos
de explotación. Sin embargo, se estableció una for-
mal contradicción entre la perspectiva de masas de
población negra recién liberta, necesitada y recla-
mando tierras y los criterios tenenciales del suelo
que constituía la base de la burguesía americana y
sobre los que se fundaban sus privilegios. «Y preci-
samente la existencia o ausencia de tierras libres se
convierte en uno de los factores que condiciona la
situación social del negro a partir de la abolición de
la esclavitud» (Franco, Pacheco y Le Riverend,
1968:22).
En algunos lugares de las Antillas, donde no
quedaban tierras baldías, el negro no tuvo más re-
medio que permanecer en las plantaciones como jor-
nalero. En otras islas se crearon colonias de negros,
en viviendas misérrimas, que se dedicaron a una pe-
queña agricultura luego canalizada y determinada
por la demanda de las grandes empresas controladoras

56
del banano y el coco. En el continente, el negro o
bien emigró a las poblaciones o se vio sometido al
sistema de aparcería, a la explotación agrícola. Tal
es el caso de los africanos y sus descendientes en
América. La estructura clasista horizontal llega, en
su afán de compartimentación, a dividir la pobla-
ción en áreas, barrios, ghettos, reservaciones. Fue-
ron estos barrios negros de todas las poblaciones los
que acunaron lejanas tradiciones africanas, y de su
encerramiento devino su conservación. 23 Del barra-
cón, de la plantación, del palenque, de las pequeñas
poblaciones semirrurales, el negro pasó a las ciuda-
des a ubicarse en ciertas zonas pobres.
En las poblaciones latinoamericanas se estable-
ció un puente entre los centros exclusivos urbanos
y los barrios de negros. Fue en el criollo, situado en
los estratos sociales inferiores a los dominadores,
por donde afloraron a las culturas nacionales los frag-
mentos culturales que emanaban de las tradiciones
africanas. Ésta fue una de las vías de manifestación;
la otra quedó constituida por la tupida red de
mestizajes, en la que no estuvo ausente el coloniza-
dor y el amo esclavista más tarde y se colaban mu-
chos rasgos, a veces sutiles, de evidente raíz africana.

23
«El mundo colonial es un mundo de compartimentos... No
obstante, si penetramos en la intimidad de esa separación en
compartimentos, podremos al menos poner en evidencia al-
gunas de las líneas de fuerza que presupone. Este enfoque del
mundo colonial, de su distribución, de su dispersión geográfi-
ca, va a permitirnos delimitar los ángulos desde los cuales se
reorganizará la sociedad descolonizada» (Fanon, 1965:36).

57
La cultura del colonizado está inserta en un com-
plejo modo de vida que desarrolla un peculiar dina-
mismo ante el colonialista,

un estado de tensión permanente [y] está domi-


nado, pero no domesticado, inferiorizado, pero
no convencido de su inferioridad, en sus múscu-
los siempre está en actitud expectativa, es un per-
seguido que sueña transformarse en perseguidor.
Los símbolos sociales —gendarmes, clarines que
suenan en los cuarteles, desfiles militares y la
bandera allá arriba— sirven a la vez de inhibidores
y de excitantes; en condiciones emocionales da-
das, la presencia del obstáculo acentúa la ten-
dencia al movimiento (Fanon, 1965:50-5l).

Es esta fuerza la que hace que los negroafrica-


nismos hayan asomado por entre la forma funda-
mental de expresión de los pueblos, en el lenguaje,
y a través de las lenguas colonizadoras: española,
portuguesa, francesa o inglesa. Y esa misma fuerza
ha permitido que los afronegrismos hayan persisti-
do en las formas populares de las creencias estable-
cidas por las clases más humildes de las sociedades
estratificadas.

58
2
Cómo las supervivencias africanas
contribuyen a la identificación
del hombre americano

América, en algo más de un milenio que distan de la


primera aparición de Europa renacentista en sus cos-
tas, ha obtenido un perfil que la sitúa de manera
peculiar entre los hombres que se agrupan en las
otras partes de la Tierra.* El curso de desarrollo que
esta línea nos dibuja es el resultado de los más com-
plejos ingredientes étnicos, de las más duras luchas
en todos los campos de la actividad humana, de las
más disímiles situaciones psicosociales, de las di-
versas presiones y ambiciones económicas que se
han ensañado en nuestro continente.
Este perfil es el resultado que en cada instante
del devenir histórico ha logrado el proceso de identi-
ficación del hombre en América, en contradicción
con la despersonalización24 que representa el régimen
colonialista bajo el cual se abrieron las puertas de
América el 12 de octubre de 1492.
2
* Aunque los escandinavos vikingos estuvieron en América ha-
cia los siglos X y XI, este hecho no tuvo la trascendencia inter-
nacional como la que alcanzó la presencia hispánica a través de
Cristóbal Colón y sus hombres.
24
«Tanto en África, en Asia, como en América, una de las princi-
pales consecuencias morales y sociopsicológicas de la domi-
nación colonial ha sido la despersonalización del ser humano
de estos tres continentes» (Depestre, 1969b:1).

59
Pero este perfil americano se presenta inmedia-
tamente con rasgos distintivos regionales —que en
algunos casos serán luego nacionales— desde el ins-
tante mismo que Hernán Cortés llegó a la Tierra
Firme, con el arribo de los hombres que partían de
las dos islitas tan apoyadas por las empresas coloni-
zadoras: Cuba y La Española. No se puede hablar del
perfil americano si no se trata como complejo inte-
grado de estos otros regionales y nacionales. Las
culturas indígenas y los choques y las asimilaciones
que se sucedieron ante la presencia de las culturas
inmigradas, desarrollaron global y separadamente un
mecanismo defensivo que devino un recurso consi-
derable para la conformación de la identidad del hom-
bre en este continente.
Pasemos ahora a plantear la necesidad, para el
presente trabajo, de considerar al africano en el pa-
pel que desempeñó en la formación del perfil ameri-
cano, en el proceso histórico de la aparición de una
conciencia de identificación, en las nuevas oposi-
ciones e integraciones que resultaron de la confron-
tación del africano con el colonizador y el indígena.
El intento de aislar los elementos culturales
africanos presentes en América conducirá a seña-
lar las bases fundamentales económicas y sociales
de nuestra identidad. Al considerar estos rasgos
afroides, tratados ya en términos de caracteres, as-
pectos, cualidades o idiosincrasia, encontraremos
inmediatamente una distribución topográfica que
aislará una fase de la identidad americana, la del
hombre y la mujer negros con su variada zona de

60
claroscuro producida por el mestizaje. En esta dis-
tinción tipológica que obra sobre la carta america-
na se percibirán otras zonas de límites más precisos
al acercarnos a las áreas culturales indígenas, que
ofrecieron al colonizador una identidad más asen-
tada económicamente en lo que a estructura y
superestructura se refiere. Todo esto conduce a una
intrincada red en el proceso de identificación del
hombre americano, la cual hay que considerar en
su alternancia con los momentos históricos que se
suceden en América. 25
La identidad americana, con sus rasgos afroides
—que son los que ahora concentrarán nuestro tra-
bajo— se ha logrado en menos de cinco siglos, aun-
que no debemos dejar de la mano las alforjas repletas
que aportaba el mundo occidental mediterráneo
—con sus correrías por un oriente que lo impulsó
a buscar la vía de occidente en el momento que el
Imperio Otomano cerraba el paso por el Océano
Índico—; la acendrada oralidad del negro con sus
técnicas de cultivo, sus mitos, sus músicas y ma-
gias que depositó en las güiras que reconoció en
estas tierras; y las jabas precolombinas, con el maíz,
la patata, la yuca, el tabaco... las perlas, la plata y
el oro. Nos situamos así, claro está, en el punto
opuesto de aquellos hombres que comenzaron a
considerar la historia a partir del descubrimiento,
25
«He elegido considerar este movimiento histórico de búsqueda
de la identidad en sus relaciones alternantes con el hecho colo-
nial, con la sociedad nacional y con la sociedad revolucionaria»
(Depestre, 1969b:1).

61
acontecimiento que obraba para ellos, pues el indí-
gena ya se sabía en sus tierras.
Los elementos culturales del africano perma-
necieron, durante todo el período de opresión colo-
nialista, bajo una situación de subestimación,
permitidos sólo a título de exotismos pueriles,
pintoresquismos, exuberancia y color tropicales, muy
relacionados con la otra exuberancia de la mujer ne-
gra, de la mulata, valores cotizables por el blanco.
Los negrismos pasaron a la pintura de tipos popula-
res de fácil ascensión a los géneros picarescos de la
poesía y el teatro. Etiquetas y marcas comerciales,
obras de teatro, pintura, literatura, han hecho uso
de aquellos elementos más exteriores y fácilmente
distinguibles por el blanco. 26
Desde los más tempranos contactos con el co-
lonizador hasta las revoluciones independentistas
americanas, transcurre todo un proceso de lucha
por conservar y consolidar esta identidad. Corres-
ponde plantear aquí la existencia de movimientos
como hechos históricos concretos que han pugna-
26
«La cultura nacional es, bajo el dominio colonial, una cultura
impugnada, cuya destrucción es perseguida de manera siste-
mática. Muy pronto es una cultura condenada a la clandestini-
dad. Esta noción de clandestinidad es percibida de inmediato
en las reacciones del ocupante, que interpreta la complacencia
en las tradiciones como una fidelidad al espíritu nacional, como
una negación a someterse. Esta persistencia de formas cultu-
rales condenadas por la sociedad colonial es ya una manifesta-
ción nacional. Pero esta manifestación obedece a las leyes de la
inercia. No hay ofensiva, no hay nueva definición de las rela-
ciones» (Fanon, 1965:219).

62
do en favor y en contra de este proceso histórico de
forja de la identidad. Desde el momento del con-
tacto y los inicios de la colonización hubo fuerzas
—como en los casos de los grupos indígenas de las
tierras bajas americanas— que lucharon en contra
de la penetración colonialista. Por otra parte, el
colonizador encontró dentro de las grandes cultu-
ras precolombinas un punto de apoyo para sus pro-
pósitos de asentamiento e implantación del régimen
económico en el siglo XVI europeo. Ambos hechos
implican actitudes diferentes en el curso de identi-
ficación y, sin embargo, las formas distintas que
tuvieron las grandes culturas precolombinas de
comportarse ante el colonizador no niegan la in-
fluencia y el saldo de éstas en la base de nuestra
identidad. La primera rebeldía contra el imperio
español en América y las que se sucedieron contra
los otros dominios que le siguieron, marcarían el
punto de partida más lejano de la identidad, es de-
cir, desde el instante que se distinguen intereses
opuestos entre los hombres de esta parte del mun-
do y las metrópolis europeas. Las rebeliones tem-
pranas pudieron apuntar hacia una futura
conciencia de identificación.
La lucha por consolidar la identidad toma ini-
cialmente caracteres completamente locales y
circunstanciales, no presenta siempre el mismo as-
pecto y hoy es común a los procesos de descoloniza-
ción en el Tercer Mundo. No obstante, esto nos lleva
a tomar en cuenta los siguientes aspectos que nos
servirán para considerar los elementos culturales afri-

63
canos que han persistido como factores instrumen-
tales de la identidad americana:
a) ¿Hasta qué punto existe una conciencia con-
tinental de la identidad relacionada a su vez con el
proceso de descolonización?
b) ¿Hasta dónde es posible distinguir sectores,
grupos o clases sociales que tengan esa conciencia y
sean proclives a defenderla?
c) ¿Cómo ha actuado el colonialismo y el
neocolonialismo en contra de la identidad?
En el caso del africano, inmerso en el oscuro río
de la trata, se vio envuelto —contra su voluntad y
sin alcanzar a entender la estructura económica que
se abría a Europa con el recurso de sus fuerzas— en
formas de vida diferentes y contradictorias a las pro-
pias, y perdió su economía, sus relaciones de traba-
jo, su estructura de parentesco, su nombre y hasta
se discutió su condición humana. El hombre negro
«devino un desconocido de sí mismo y dejó de tener
relaciones humanas con su propia persona y con sus
semejantes. Perdió su esencia pues se disolvió en la
química opaca del desprecio» (Depestre, 1969b:1).
El desconocimiento de su persona no fue más que la
ruptura del hombre con su tradición; la falta de las
relaciones humanas consigo y con los demás signi-
ficó el total distanciamiento de su conciencia con el
objeto del trabajo que se le imponía.
La situación del esclavo tuvo una doble signifi-
cación si la analizamos desde el proceso de forma-
ción de una nueva conciencia social. Por un lado,
estaba en una situación de trabajo, real, con técni-

64
cas que podían serle nuevas y normas de vida que le
resultaban diferentes, lo cual tiene que haberlo lle-
vado a considerar de algún modo esta situación, y a
adoptar normas de conducta consecuentes; por el
otro, el trabajo esclavo en América carecía, para el
africano, de todo sentido como proceso de produc-
ción, en contraposición total con el trabajo esclavo
en África. En este aspecto, el esclavo africano en
América se vio imposibilitado de forjar un grado de
conciencia que, derivado de la funcionalidad del tra-
bajo, le permitiera la formación de una conciencia
de clase, de una autoconciencia capaz de llevarle a la
constitución de un grupo humano o de una colecti-
vidad nacional. Es el proceso que se ha llamado de
cosificación, que podemos identificar como el de im-
posibilidad de forjar una autoconciencia grupal, y
que resulta, en última instancia, del distanciamien-
to del hombre con respecto al resultado y fin de su
trabajo, transformando sus relaciones en relaciones
de objetos, mientras que las sociales se deshumani-
zan y buscan sus razones en causas falsas: la escla-
vitud está consagrada por las Escrituras, el negro no
es persona, etc. Esto hizo a los esclavistas concebir
al africano como un ser indolente, humillado y su-
miso; hasta se habló de que éste estaba más conten-
to, aun siendo esclavo, en América que en sus tierras,
y con cuánta humildad y agradecimiento recibían la
menor muestra de afecto por parte de sus amos.
Sin embargo, rechazando el hecho de una au-
sencia conciencial en el africano, como acabamos de
plantear, las condiciones de trabajo esclavo se con-

65
vertían, con todo lo nuevo e impuestas que eran para
él, en una realidad objetiva que tiene que haber de-
terminado un nivel racional consciente, y lo lleva-
ron a explicarse su situación, a buscar salidas a ésta,
ajustes, acomodamientos, a tantear el ahorro de es-
fuerzos, en fin, a propiciar el ajuste físico y psíquico
mínimo e imprescindible a la situación de trabajo
esclavo, y subsistir. El africano fue desde el suicidio
—forma de subsistir junto a sus ancestros protec-
tores— hasta el cimarronaje, del recurso de magia,
hasta el envenenamiento de las aguas de los amos,
del refugio en un oricha hasta apencar a un dios de
los blancos, desde soportar unos azotes o el cerce-
namiento de una mano o una oreja y esperar un des-
quite, hasta ponerse bajo la protección abyecta de
un mayoral por medio de la delación. Todo ello no es
más que las formas concretas que adquirió la
autoconciencia del africano al llegar el trabajo es-
clavo a ciertos grados de desarrollo, en los momen-
tos que el propio esclavo relacionaba el trabajo con
el objeto del mismo, el cual siempre le fue total-
mente ajeno.
No debemos olvidar que la situación que esta-
mos configurando estuvo sujeta a su vez a las rela-
ciones sociales que determinó la presencia de
esclavos ladinos venidos de España y Portugal, y la
de negros libertos, además de las relaciones con los
indígenas —experimentados, en el caso de las Anti-
llas, en sus tratos con los colonizadores—, que
motivaron nuevas situaciones psicosociales para el
africano en el Nuevo Mundo. Para el negro liberto

66
la relación con el objeto de su trabajo se definía más
claramente como recursos materiales imprescindi-
bles para su existencia; de aquí el carácter diferente
que se vislumbra en la conciencia social de las ma-
sas de población negra liberta, concentradas en las
zonas marginales de ciudades y poblados del inte-
rior, y dedicadas a oficios y trabajos de servicios a la
clase dominante. El conjunto de concepciones uni-
versales, criterios morales, gustos y preferencias es-
téticas, nociones de la realidad que rodea al hombre,
en fin, la ideología del esclavo se comprenderá en
sus peculiaridades si la concebimos como reflejo de
la actividad llevada a cabo por el africano, como ser
social, en una etapa del desarrollo y determinada por
aquellos motivos que mueven el curso histórico de
la sociedad (Thénon, l963:233).
Las clases dominantes lograron de la Corona
española las disposiciones necesarias para estructu-
rar en América un sistema de castas en cuyo pelda-
ño más inferior estuviera el esclavo. Reglamentos
de toda índole limitaron siempre cualquier posible
acción del africano, que se pensara fuera un sínto-
ma de independencia; «se hizo de los esclavos legal-
mente una casta, sometida a toda clase de
restricciones y aislada compulsivamente de los otros
estratos sociales» (Acosta, 1967:298). El esclavo que-
daba, por los criterios que obraban sobre él, total-
mente separado de las relaciones humanas con el
mundo que le rodeaba y que era controlado por el
esclavista. Los sentidos físicos y sociales habían sido
reemplazados por la alienación que significaba la si-

67
tuación del trabajo esclavo, de modo que el proceso
de apropiación de la realidad mediante las relaciones
del hombre con el mundo exterior resultó falseado y
compulsado a buscar nuevos recursos concienciales
que encontraron en lo irracional la relación con el
mundo exterior; de aquí el refugio del esclavo en
sus creencias y la búsqueda de la solución a su alie-
nación en la magia.
Los Códigos Negros y luego las legislaciones
especiales, como las de Estados Unidos, asegura-
ron primero la condición de objeto del esclavo antes
que el de persona.* Desde 1852, la legislación de
Alabama reconocía el derecho del amo a disponer
del tiempo, el trabajo y los servicios del esclavo, y a
exigirle el estricto cumplimiento de sus mandatos.
Al mismo tiempo se reconocían los «deberes» del
amo para con sus esclavos: mostrarse bondadoso,
* Los Códigos Negros españoles surgieron a fines del siglo XVIII
y estuvieron precedidos por fórmulas legales expresadas en las
Ordenanzas de Cáceres, por ejemplo, y en los Bandos de Buen
Gobierno promulgados por los Capitanes Generales en Cuba.
El primer Código Negro fue promulgado por el monarca fran-
cés Luis XIV en 1768, cuando el cabildo de Santo Domingo
decidió fundir el Código francés con las Ordenanzas españolas
del siglo XVI. En Luisiana, entonces colonia española, se aplicó
el Código francés desde 1724, que fue respaldado por su go-
bernador en 1768. El primer Código Negro español fue con-
cluido en 1784 por la Audiencia de Santo Domingo y se conoce
como Código Negro Carolino, que nunca se aplicó ni publicó.
Posteriormente se elaboró el de 1789 como Reglamento de
Esclavos, vigente hasta 1842, cuando se promulgó el nuevo
reglamento que se aplicó hasta la abolición de la esclavitud en
1886.

68
proporcionarles ropas y alimentos y ampararlos en
la enfermedad y la vejez.

La legislación de Alabama definía la condición


de propiedad del esclavo antes de reconocer su
condición humana, y, del uno al otro extremo
del Sur anterior a la guerra de Secesión, el frío
lenguaje de las leyes y de las sentencias judicia-
les, probaba que, legalmente, el esclavo era con-
siderado antes una cosa que no una persona
(Stampp, 1966:2l3).

En la medida que crecían tímidas oposiciones a


estas legislaciones discriminatorias, iban aparecien-
do «estudios» de «hombres de ciencia» que demos-
traban cómo el negro era un ser inferior y, de tal
suerte, poseedor de un «temperamento innato», que
no sólo hizo posible la esclavitud, sino que ésta fue
su redención. Kenneth M. Stampp (1966:17 y ss)
recoge varias referencias de autores que se esforza-
ron en definir cómo las diferencias de color de la
piel se extendían a las membranas, los tendones y
los músculos, y hasta un «matiz sombrío» se notaba
en los humores, las secreciones, en el cerebro y en
todo el sistema nervioso.
No puede ser considerada ahora esta lucha por la
forja, consolidación y defensa de una identidad como
una acción de agarre simplista a viejos moldes cultu-
rales, ya de por sí fragmentados como consecuencia
natural de los embates de la migración, sino que el
hombre en América —el colonizador blanco o negro

69
(pues el africano desempeñó en parte este papel) y el
indígena mismo, sometido a las alternancias del sis-
tema económico impuesto— quedó dentro de un vasto
sistema de transculturación que se daba en el Nuevo
Mundo dentro de circunstancias muy peculiares. En
este paso del hombre de América —desde las prime-
ras instancias en que se enfrentó el colonizador con
el indio y el negro hasta el surgimiento de las nacio-
nalidades y las luchas emprendidas por las masas para
lograr su identificación— se fue dando este complejo
intercambio cultural que adquiría formas concretas,
las cuales repercutían en todas las categorías del ser
social, es decir, formas concretas de vida reflejadas en
la conciencia social que se forjaba en cada clase, con
las variantes clásicas en las burguesías americanas.
Repercutían, decía Ortiz (1963:99), en lo económico,
institucional, jurídico, ético, religioso, artístico, lin-
güístico, psicológico, sexual, y todavía añadía: y en
los demás aspectos de la vida. Digamos que el complejo
mecanismo de intercambios culturales, cambiante
históricamente, se refleja, también de manera
diacrónica, en la conducta del hombre, en la forma y
dirección de sus sentimientos y en la integración de
sus concepciones. El fenómeno transculturatorio está,
como proceso histórico, aislable por vía de estudio,
entre la actividad material del hombre y la produc-
ción de las ideas, las representaciones y los senti-
mientos, como hecho histórico será perecedero y
responderá a los principios materialistas de la evo-
lución de la cultura del pueblo. Un proceso de
poblamiento como resultado de sucesivas migra-

70
ciones; el desarrollo de características
sociopsicológicas que se planteaban por las condi-
ciones de la explotación colonialista, y una Europa
que —tras iniciarse en las formas de explotación
capitalista— se impuso a través de las alternativas
que siguió en la historia: tales fueron los cambian-
tes escenarios donde el hombre de América vino
desarrollando su drama definitorio.
Digamos ahora que el proceso de definición de
la identidad implica otro de la transculturación. Éste,
concebido en sus aspectos exteriores, se hace sim-
plemente descriptivo, adquiere aspecto estático y re-
sulta aislado de sus causas. En cambio, si
consideramos el fenómeno de transculturación como
el elemento formal que sostiene la lucha por la iden-
tificación, y ésta se le sitúa como un movimiento
social, estaremos ante una realidad más definida y
dentro de su aspecto dinámico. Se trata de ponernos
ante el fenómeno de transculturación como proceso
dialéctico en el que «cualquier trabajo está vincula-
do al anterior [tradición], materializado en las cosas
y fijado en las ideas, o sea, en el progreso de la cultura
[actualización]» (Pímenov, 1968:176), de donde el
hombre adquiere la conciencia de sus recursos
instrumentales culturales.
Fue así como el esclavo africano, volcado ya en
el Nuevo Mundo, inició un proceso de identifica-
ción que le permitió moverse dentro de las nuevas
formas de existencia social, con todo lo cambiante
que han sido éstas durante las más de cinco centu-
rias de estar plantado en América.

71
El africano conservó aquellos elementos cultu-
rales que le sirvieron de instrumento inmediato para
relacionarse con sus nuevos compañeros y le permi-
tieron establecer nuevos nexos dentro de una estruc-
tura familiar diferente, servirse de nuevos medios de
subsistencia y someterse a otros hombres que lo
gobernaban y le imponían costumbres arbitrarias,
las más de las veces de manera abusiva. Muchos
esclavistas se preocuparon a su vez por configurar
de manera precisa las relaciones amo-esclavo.

Para llegar a conseguir la total sumisión de sus


esclavos, para que su trabajo les resultara bene-
ficioso, cada amo concebía su propio reglamen-
to para gobernarlos. [...] Los procedimientos de
control eran muchos y muy variados: unos, su-
tiles; otros, ingeniosos; y otros, brutales. Ge-
neralmente los propietarios preferían la combi-
nación de unos y otros (Stampp, 1966:160).

Al mismo tiempo, el esclavo africano incorpora-


ba recursos, modos de vida e instrumentos de traba-
jo, que le eran extraños, pero que le resultaban
necesarios en cuanto le facilitaban resolver los pro-
blemas de las nuevas relaciones socioeconómicas en
que se veía situado, tras el viaje en las bodegas de
los buques negreros. De esta manera surgía una cre-
ciente apropiación, por parte del africano, de una
situación sociopsicológica que cortaba sus nexos con
África y se vería, cada vez más, enfrentado a una
cultura ajena que le llegaba fragmentadamente, res-

72
tringida o viciada. Al esclavo, africano o no, se le
prestó atención en su educación o ésta fue expresa-
mente prohibida. Nadie, ni siquiera su amo, podía
enseñarlo a leer o escribir, así lo establecían varias
legislaciones estatales en Norteamérica, ni emplearlo
como cajista en un taller de imprenta, o prestarle
libros. Graves sanciones recaían sobre cualquiera que
lo enseñara a leer o escribir (Stampp, 1966:229).
El africano no se vio sometido a los recursos
que empleó la catequización de los indígenas y que
muy tempranamente puso en juego aquel Pedro de
Gante, al transcribir melodías indígenas y sustituir
sus textos paganos por versos alusivos a la cris-
tiandad. 27

27
«Uno de los primeros misioneros en América fue un francisca-
no con el nombre de Pedro de Gante, nacido en Flandes alrede-
dor de 1480. Este flamenco, no sólo ya teólogo sino también
músico competente [...] arribó a Veracruz el 30 de agosto de
1523. Necesitando música para el servicio eclesiástico, descu-
brió pronto que los nativos poseían una inclinación natural
para el canto y emprendió a enseñar los rudimentos de la
música litúrgica. En poco tiempo no sólo los monjes cantaron
sino cientos de voces indígenas se unieron diariamente en el
servicio religioso» (Lang, 1941:311). «Esta enseñanza [canto
eclesiástico] aprovechaba muchos elementos indígenas, lo que
no fue posible desterrar ni con las prohibiciones de los tres
Concilios Provinciales mexicanos que se celebraron durante
ese siglo (1555, 1565 y 1585) y aún la de la Junta Eclesiástica
de 1524. Así en la fiesta de Corpus se permitía a los niños
indígenas que servían de acólitos, que fuesen adornados con
coronas empenachadas de ricas plumas [...] después princi-
piaban las bandas, sólo que ahora lo hacían enderezando los
cantos a los santos y a Cristo» (Saldívar, 1934:97).

73
La identificación misma —como necesidad so-
cial para relacionar la existencia social del esclavo
con las formas concienciales que fue creando como
clase— adquirió caracteres diferentes con el decursar
del tiempo. Para las sociedades clasistas america-
nas, las formas de conciencia social que forjaba el
africano y proseguían sus descendientes quedaban
siempre sometidas a serios prejuicios. Las formas
que adoptaba la identificación social respondían a
esta situación de clase. El fenómeno de transcultu-
ración se daba en diversas proporciones según las
necesidades y posibilidades de la identificación al-
canzada.
La identificación que buscaba el afroamericano
entraba en contradicción con la necesidad de identi-
ficación del hombre de la clase dominante, cuya im-
posición sobre aquél y las propias contradicciones que
implicaba la identificación del afroamericano en la
nueva existencia social dejaron indudables huellas
en la personalidad del negro y sus descendientes.

El color se convirtió en un obstáculo infran-


queable entre el ser genérico del negro antilla-
no y su realización en la historia. Mientras que
la alienación del trabajador blanco en la socie-
dad capitalista está ligada a la trama económica
y social del trabajo, la alienación del negro pe-
netraba en las más íntimas estructuras de su
personalidad. La esclavitud y las estructuras
socioeconómicas igualmente opresivas que la
han sucedido en las Antillas, han sido fuentes

74
de traumatismos sociológicos que han afectado
profundamente la personalidad del negro anti-
llano (Depestre, 1969a:20).

El hecho de la búsqueda de la identificación como


recurso de relación entre una existencia social im-
puesta y las formas supraestructurales creadas por
el negro en América lo llevaron a un activo fenóme-
no de transculturación que fue mucho más allá de
una simple reinterpretación del occidente, carica-
turizado por el africano. Pero el afroamericano trans-
formó «los esquemas culturales occidentales en
función de sus necesidades afectivas profundamen-
te tributarias de África» (Depestre, 1969a:21).
Es indudable que esta búsqueda de identifica-
ción, transformando los esquemas culturales eurocci-
dentales que le llegaban al negro, y readaptando los
que aún le servían de África, produjo toda una gama
transculturativa, cuyas expresiones fueron muy va-
riadas en cuanto a las combinaciones que se hacían
de las costumbres de uno u otro bando: europeo o
africano.
Poemas en la lengua bozal —con métrica y fór-
mulas de rima castellanas— o las oraciones y los rezos
en yoruba, o el lenguaje críptico de los abakuá, re-
presentan toda una escala de incorporaciones de su-
pervivencias africanas. Luego pasan vocablos sueltos
y frases al habla popular, los cuales siguen rodando
por esos kilombos, o nos vienen de ampanga. Quedan
vírgenes católicas negras y mulatas, y santos ne-
gros, a los cuales se les reza, se les adora, se les pide

75
y se les ofrendan exvotos. Éstos pudieran refrescarse
con la sangre de un animal y compartir con la ofren-
da para un oricha o un vodú —con el cual se haya
sincretizado el santo católico al cual se le hará esa
ofrenda—, que radica en una piedra guardada con
todo ritual dentro de una jícara o totuma.
Se recurre a conocer el futuro y la solución de
un problema, o la causa y cura de una enfermedad al
misterioso tablero de Ifá, a los diloggún o a los trazos
sobre el espejo del mpaka congo, porque el hombre
de las masas explotadas busca la solución de una
situación de la cual él no es ni el responsable ni el
que la creó, y comparte luego con una vieja
cartomántica o con un médium.
En la danza y el canto el ámbito a recorrer en la
escala de transculturaciones es mucho más rico en
experiencias y préstamos, en supervivencias que afloran
aisladamente, desde la umbigada brasileña y el vacunao
de la rumba cubana —gestos de entrechoques pélvicos
que aparecen también en muchos bailes de origen
africano— hasta el patear el suelo con el pie descalzo,
como en los antiguos ritos de fertilidad agraria, que
aparecen en danzas rituales afroides. Por este cami-
no, dando un salto al momento actual, alcanzamos
las versiones nacionales de yeyés, gogós, yencas y otros
géneros contemporáneos, con guitarras eléctricas
acompañadas de tumbadoras. En este arco histórico pa-
saríamos por congós, paracumbés, gayumbas, retambos,
cachumbas, gurrumbés, zambapalos, zarambeques y
chuchumbé que llevado por negros cubanos a Veracruz

76
(l776) mereció la más absoluta y total desaprobación
por parte del Tribunal del Santo Oficio de México.
Estos nombres tienen analogía con los que aparecen
después en todos los lugares de América donde se
insertó el negro: bembés, sambas, batuques, macumbas,
guaguancós, candombes, tumbas, chuchumbés, carrumbas,
yambús.

Hay un hecho cierto: las primitivas danzas, traí-


das de la Península, adquirían una nueva fiso-
nomía en América, al ponerse en contacto con
el negro y el mestizo. Modificadas en el tempo,
en los movimientos, enriquecidas por gestos y
figuras de origen africano, solían hacer el viaje
inverso, regresando al punto de partida con ca-
racteres de novedad. También nacían en los puer-
tos, bailes que no eran sino reminiscencias de
danzas africanas, desposeídas de su lastre ritual
(Carpentier, 1946:50).

Cuando el negro se vistió con los calzones de


pana a rayas, la chaqueta de sarga negra y el som-
brero de bombín que tomaba del amo, no lo hizo
como un simple gesto atávico de irritación, que
justificara ingenuas interpretaciones darwinianas,
ni como reflejos de mentes infantiles que simple-
mente jugaran en los momentos que las leyes les
permitían ratos de esparcimiento. Estos atuendos,
con los que se le retrató en las salidas de las com-
parsas el Día de la Epifanía del Señor, no eran más

77
que una forma de modificar y adaptar aspectos cul-
turales que, si bien resultaban grotescamente
parcializados a los ojos de los dominadores
euroamericanos, encajaban perfectamente dentro de
los nuevos contenidos sociológicos y psicológicos
que creaba el negro, 28 y eran los que le permitían
establecer las relaciones necesarias entre la base de
su existencia social y las concepciones que había
forjado como consecuencia de ellas.
En cambio, el negro que decidió romper con
las bases económicas impuestas dio lugar a los di-
versos casos de cimarronaje.* Éstos, más que recur-
sos de escape, vienen a constituir modalidades en
el proceso de identificación y, por lo tanto, fórmu-
las transculturales diferentes, donde la dosificación
de elementos afroamericanos y euroamericanos de-
terminaba una proporción mayor a favor de los pri-
meros. La práctica de lucha social y el carácter
contradictorio del producto del trabajo determina-
ron estos cimarronajes, cuya base principal fue la
decisión individual de lucha social. Otros casos se
28
«El canto para matar la culebra es una pintoresca pantomima.
Sus personajes son una impresionante y gigantesca serpiente
y un no menos impresionante brujo vestido de frac, sombrero
de copa y reluciente corbata roja: el pobre Arico y el coro»
(Briceño, 1958:74).
2
* Trabajos recientes enriquecen los estudios sobre el cimarronaje,
como los de Gabino La Rosa Corzo: Los cimarrones de Cuba, La
Habana, 1988, y Los palenques del Oriente de Cuba, La Habana,
1991; y el de Manuel Barcia Paz: Con el látigo de la ira, La
Habana, 1999.

78
dieron de llevar a formas prácticas la lucha social
en las múltiples revueltas de negros esclavos, en
las que un estudio a profundidad pudiera todavía
hoy encontrar rasgos africanos en los métodos de
lucha. De todos modos quedaban, como consecuen-
cia de tales enfrentamientos, nuevas formas de con-
ducta y pensamiento en ciertos sectores de la
población negra. 29
Contradictoriamente se le planteaba al africano
y a sus descendientes una inclinación hacia una alie-
nación por los restos culturales africanos, dejados
atrás violentamente, o por los elementos
euroccidentales que llegaban a América de manera
fragmentaria, a veces con notables retrasos y con
marcadas diferencias entre las clases dominantes y
los sectores que dentro de ésta se perfilaron a lo
largo de la historia de la colonización americana, y
las modalidades que adoptaron aquéllas en las for-
mas capitalistas de las Repúblicas americanas. En
éstas no se ha dado todavía un proceso de descolo-
nización capaz de integrar una cultura latinoameri-
cana donde el hombre —negro, blanco, mestizo—
se dé plenamente identificado con su historia. De
aquí los casos de escritores americanos que han
buscado una expresión que pueda identificar este
29
Una manera de cómo el cimarronaje, por su naturaleza de rup-
tura, produce una escisión psicológica y la autonomización de
la conducta y el pensamiento, está en Esteban Montejo, cima-
rrón centenario cuya vida aparece en Biografía de un cimarrón,
de Miguel Barnet.

79
mestizaje cultural —y en la gran mayoría mestizos
ellos mismos— en lo que sería una «coincidencia de
sí consigo mismo». 30

30
«[...] creo que en las Antillas [lo que es también válido para
toda América] tenemos el derecho de hablar de una literatura
de la identificación que se expresa en francés, en inglés y en
español. Creo que la búsqueda apasionada de esta identidad es
el primer elemento de unidad que aparece cuando se compa-
ran las líneas de fuerza de nuestras diversas literaturas. Seme-
jante preocupación de coincidencia de sí consigo mismo es
evidente en las obras de la mayoría de los autores antillanos de
este siglo» (Depestre, 1969a:19).

80
3
La presencia de africanismos
responde a la integración del negro
a las sociedades americanas

El conocimiento de los elementos culturales africa-


nos que han persistido en América requiere el re-
planteamiento de nuevos puntos de vista etnológicos
y renovados estudios comparativos con África. Los
materiales disponibles se encuentran muy disper-
sos o son fragmentarios.
Sin embargo, la presencia de tales africanismos
y el papel que acabamos de describir en la lucha por
la identificación del hombre americano, adquieren
una enorme importancia actual. El camino de su es-
tudio deberá considerar aquellos elementos que per-
mitan distinguir etapas, primero durante el período
de la trata hasta su abolición, y luego el momento
posterior, cuando se corta toda nueva aportación afri-
cana y los descendientes de éstos quedan solos, aun-
que con una poderosa tradición oral, frente a formas
culturales impuestas por las clases dominantes. 31
31
«Abolida la esclavitud, el proceso de reedificación acarreó otro:
el de la asimilación cultural del negro colonizado, árabe,
indochino o latinoamericano, hindú o malayo. Para el hombre
comprendido en este implacable circuito aculturativo, el fa-
moso “YO es otro”, de Arturo Rimbaud, devino YO es un
subproducto anglosajón, YO es un subproducto latino, YO es
una sombra congelada ante el sol conquistador del occidente
cristiano» (Depestre, 1969b:2).

81
A los africanismos deberá incluírseles en fun-
ción de la estratificación social que se fue integran-
do en América como resultado de los diferentes ciclos
económicos por los que pasó el continente. Esto nos
lleva a prevenirnos ante cualquier generalización que
intentara enfocar globalmente los aportes africanos
dentro del complejo de la trata. El partir de una ge-
neralización tal ha llevado a los historiadores y
etnólogos que han enfocado el problema de la cul-
tura africana en el Nuevo Mundo a posiciones dia-
metralmente opuestas. Los dos puntos extremos van
desde la afirmación de una pérdida total de todo ves-
tigio de africanismos a la rápida adjudicación de una
etiqueta de africanidad a cualquier rasgo no encajable
en los esquemas culturales reconocibles del ocho-
cientos europeo (que en diferente sentido es otra
parcialización en el enfoque de las influencias euro-
peas en el Nuevo Mundo).
La estratificación socioeconómica se hace com-
pleja en América, tanto en el espacio, sobre un mis-
mo territorio nacional, como en el tiempo. Esto hace
que los pedazos de cultura africana se armen en Amé-
rica en una estructura pluridimensional que se ha
movido históricamente a un ritmo más lento que el
europeo, debido, por ello, a su propia complejidad.
Los elementos culturales africanos aparentan un
curso irregular de flujo y reflujo en la escena ameri-
cana, hasta verlos utilizados en campañas políticas y
reprimidos después por la Policía.
El colonialismo europeo «ha fomentado las divi-
siones, las oposiciones, ha forjado clases y racismos,

82
ha intentado por todos los medios provocar y au-
mentar la estratificación de las sociedades coloniza-
das» (Sartre, 1965:15). Este aspecto de mosaico
complejo lo señala Bastide para Brasil cuando dice:

[...] entre estos dos extremos: el negro de la


América hispánica, casi completamente asimila-
do con el blanco, y el negro de las Guayanas,
que ha resistido ferozmente a la civilización eu-
ropea, está el caso de Brasil. Mosaico de colores
y culturas. Estratificación de clases sociales pero
también estratificación de épocas. A medida que
se va del litoral Atlántico hacia el interior, se
encuentra uno con la más refinada civilización
occidental, pequeñas ciudades que han conser-
vado las costumbres imperiales, y atrás las so-
ciedades aún más coloniales y las poblaciones
primitivas indígenas. En estas condiciones no
sorprendería que las civilizaciones africanas apa-
rezcan aquí según las regiones, donde se con-
servan o se mezclan las de los blancos con las
de los indígenas, o, en fin, se disgreguen y
desaparezcan totalmente (l950:385).

Un análisis más detenido de la presencia de los


africanismos en América nos llevaría necesariamen-
te a considerarlos dentro de las diferentes catego-
rías culturales en que se manifiestan. Nosotros
tratamos hace algunos años de configurar, de modo
general, la presencia y dinámica social en que apare-
cían estos africanismos a través de la música

83
folklórica cubana, y señalábamos que para ciertas
manifestaciones del folklore musical no existen pro-
piamente niveles o escalas sociales, sino ambientes,
ocasiones y momentos, que si bien pueden ser orde-
nados horizontalmente para comprenderlos de in-
mediato, se encontrarían (los factores de ambiente,
ocasión y momento) atravesando varios estratos so-
ciales más determinados por los recursos económi-
cos, y que en muchos casos no difieren en las formas
más exteriores de la casa, los muebles, la decoración
y los gustos y las preferencias más generales.

Los mismos elementos, las mismas formas, los


mismos diseños se encuentran ordenados verti-
calmente atravesando esos estratos determina-
dos sólo por diferencias económicas, desde la
familia encumbrada, blanca o negra, profesional
o hacendista, hasta el humilde trabajador, el
hombre de campo, el maestro de escuela, el san-
tero, el militar. Todos hacen práctica común de
las mismas formas de vida, decoraciones, can-
tos, creencias, lenguaje. Es así como encuen-
tran ubicación, por momentos, en ocasiones y
en ciertos ambientes incidentales, las manifes-
taciones que se consideran más particularmen-
te rituales, aun las esotéricas prácticas religio-
sas del negro, las más fútiles de una vida de
sociedad, o de la radio, show de cine o de pro-
grama de televisión, hasta participar en encum-
bradas y exclusivas cameratas eruditas (León,
1952a:11).

84
Dentro de las supervivencias africanas en Amé-
rica, han sido las expresiones musicales las que
han permitido un proceso más complejo de inte-
gración y persistencia dentro de las sociedades his-
tóricas surgidas en el continente. Para el caso de la
música folklórica cubana hemos venido haciendo
una distinción entre folklore musical urbano y
folklore musical antecedente. En el primero inclui-
mos dos niveles: uno que llamamos urbano prima-
rio —donde situamos las rumbas, los sones, las
comparsas, las parrandas, producidos de modo es-
pontáneo en las grandes masas de la población— y
otro urbano elaborado, al que corresponde toda la
expresión más influida por la cultura euronor-
teamericana, como son los danzones, los boleros,
las criollas, los mambos, el chachachá y las actuales
expresiones de la canción de salón. En el ámbito
del folklore antecedente hemos situado los can-
tos de los campesinos (puntos) junto con otras ex-
presiones de origen hispánico ya perdidas, así
como las músicas oriundas de los grupos de ori-
gen afroide, que se practican todavía, con sus
instrumentos rituales. Pero cada uno de estos
campos de la expresión musical folklórica no co-
rresponde de modo exclusivo a capas sociales di-
ferentes, pues un buen tocador de batá o un akpwon
—conocedor de los cantos misteriosos para hacer
bajar un oricha— puede ser un improvisador de
puntos guajiros y acompañarse de un laúd, o un
gran bailador de rumba, e improvisador de
guaguancó, cantar como «bolerista» en un combo

85
que actúe en algún programa de una pequeña es-
tación de radio pueblerina, y estar enterado de la
última canción protesta.

Cierto que una parte de nuestro pueblo se dife-


rencia de otra parte más pacata, más tranquila,
más indiferente a las exaltaciones de un tumbao
o repiqueteo de un buen quinteador, y puede lle-
gar a la recitación de memoria de los opus y
números de los álbumes de discos de esos que
con gran promiscuidad llaman música clásica, y
de estos individuos se encuentran ejemplares
aún en los barrios bajos; como encontramos otras
gentes más encopetadas que hacen costumbre
de las desarticulaciones de una rumba. Cuestión
de preferencias o de ocasiones. Así tenemos un
grupo que llamaremos infraurbano, que siente
y vive las manifestaciones musicales en sus es-
tados más primigenios; no tiene ubicación de-
terminada, sólo está en mayoría en determina-
das zonas de los núcleos de población, en ciertos
barrios de las ciudades, cuyas son más notorias
en lo exterior, en recursos económicos, en sis-
temas de confort, que las diferencias en los co-
razones (León 1952b:6).

En la cultura popular de América, los aportes


africanos se han estructurado según las formas de
vida del pueblo, las cuales están determinadas por la
situación de clase de las masas de la población. Pre-
cisamente, los factores de ambiente, ocasión y mo-

86
mento, que responden a modalidades de la vida co-
tidiana, están configurados por formas de vida adap-
tadas frente a la presión de la clase dominante, y de
acuerdo con la estructura interna de ésta. La pre-
sencia en cada momento de un determinado reper-
torio de afronegrismos está determinada por
condiciones socioeconómicas que tienen su histo-
ria y sus leyes objetivas, y en ello influyen las for-
mas de existencia social y de clase, así como las
formas concretas del actuar cotidiano, de la rutina
diaria acostumbrada... o impuesta.
Dentro de las manifestaciones musicales
folklóricas, las que resultan determinadas por los
factores antecedentes (tanto los hispánicos como los
africanos) son menos susceptibles de renovación o
transformación, mientras que las expresiones
folklóricas que acabamos de situar como determina-
das por factores urbanos son más cambiantes y apa-
recen más sometidas a la necesidad de un proceso
de actualización en el que algunos elementos des-
aparecen, otros resurgen, otros se conservan, mien-
tras se incorporan elementos extraños, hasta
pintorescos a veces por lo contrastante. De todos
modos, son índices de la capacidad creadora de las
masas, ya que el creador y portador de los valores
culturales es el pueblo (Pímenov, 1968:175).
En el caso de las supervivencias africanas en la
música folklórica, hay que entenderlas dentro de su
aspecto diacrónico, considerando la periodización
socioeconómica característica históricamente en cada
zona americana, donde se conservan elementos afri-

87
canos, y las circunstancias sincrónicas en razón de
las fuerzas productivas que se ponen en juego en
cada lugar.
La destribalización del africano comenzó en el
instante mismo de su captura en África, a partir de
los depósitos de cautivos en aquel continente, el lar-
go y penoso traslado, su vuelco en los mercados ame-
ricanos, su venta y la dispersión, casual o premeditada,
en las dotaciones donde desarrollaría su faena servil.
Se han situado otros factores a tener en cuenta en el
proceso de destribalización, tales como la ubicación
del africano en distintos medios de explotación: la
plantación cañera o la algodonera; la minera o el cafe-
tal; el servicio doméstico en la ciudad o la atención a
la casa de vivienda en la finca, como femme de chambre,
nodriza, o calesero; trabajador en los muelles, carpin-
tero en los astilleros, amasador de harina en las taho-
nas de las panaderías, etc. A esta gama ocupacional
debemos añadir la posterior estratificación socioeco-
nómica del negro liberto, el lugar de los mestizos
—en su variada gradación— y la aparición de una pe-
queña burguesía negra.
Sobre el negro en Venezuela, Acosta Saignes
enumera (l967:V):

fueron pescadores de perlas, descubridores de


minas, pescadores, agricultores, ganaderos, fun-
dadores de pueblos, buscadores del Dorado,
fundidores, trabajadores especializados en los
trapiches y las minas, herreros, toreros, canto-
res, domésticos, músicos, barberos, pulperos,

88
pregoneros, soldados, juglares. Toda la sociedad
colonial descansó en Venezuela sobre las espal-
das poderosas de los africanos y sus descendien-
tes; sobre su valor y extraordinaria resistencia;
también sobre su inteligencia y su entereza;
sobre su capacidad inagotable de esperanza y
sobre su indoblegable espíritu de rebeldía.

Todos estos aspectos llevan a considerar la ne-


cesidad de tener en cuenta la posible distinción de
las etapas intermedias que pueden ser configuradas
en el curso general de la presencia del africano y sus
descendientes en América. El estudio detenido de la
trata revelará los distintos caracteres de ésta, desde
los primeros negros introducidos en el más tempra-
no siglo XVI hasta las últimas entradas clandestinas
al cerrarse el siglo XIX.
Las supervivencias de africanismos en América
Latina varían en intensidad y aspectos a medida que
enfoquemos hacia lugares distintos por su
poblamiento histórico. No todos los elementos cul-
turales africanos resistieron con la misma intensi-
dad los embates colonialistas en toda las situaciones
socioeconómicas en que resultó colocado el negro y
sus descendientes. Se han producido escalas de in-
tensidades de tales elementos culturales afroides,
que muestran una fijación o una dispersión, una
eclosión o un enmascaramiento a través del proceso
histórico de cada lugar.
Muchos de los aspectos que revisten hoy los
africanismos que puedan detectarse todavía en el

89
marco americano se aclararían con un cuidadoso re-
planteamiento de los grupos étnicos africanos en el
momento de la captura, así como la naturaleza mis-
ma de la sociedad africana a través de los cuatro si-
glos que sufrió la extracción de las llamadas piezas
de ébano.
Luego habría que reconsiderar los mecanismos
de adaptación sociopsicológica creados por el africa-
no y sus descendientes en América. Estos mecanis-
mos toman, como medio que permite su objetivación
y definición, distintos elementos culturales
recombinados dentro de un cuerpo dado de tradicio-
nes, tecnologías y creencias: la manera de incorpo-
rar o apropiarse de tales elementos culturales, las
circunstancias bajo las cuales tiene lugar un inter-
cambio de aportaciones, el grado en que los propios
elementos africanos eran originales en sus lugares
de procedencia —hasta qué punto no eran sino ele-
mentos ajenos incorporados en el incesante movi-
miento migratorio africano, especialmente los de la
zona guineana—, la persistencia de rasgos de la or-
ganización de parentesco, así como los hábitos ge-
nerales motores que permiten la vida de relación del
individuo: gestos, posturas, expresión corporal
danzaria, habla, risa, movimientos de trabajo, pos-
turas sedantes. 32

32
«Conviene examinar por partes la influencia de la superestruc-
tura cultural en la mentalidad del hombre, pues ella interviene
esencialmente en la organización y forma del sentir y del pen-
sar» (Thénon, 1963:244).

90
El africano, desde que el hombre blanco lo tomó
y le impuso una situación nueva, comenzó a formar
criterios con respecto a ella y a elaborar los elemen-
tos ideológicos que entrarían en el curso evolutivo
de su conciencia, forzaron el proceso evolutivo y le
adaptaron otros contenidos y un ritmo acelerado ante
el choque con la nueva realidad en que quedó el es-
clavo en América. Le adjudicaron una moral en cuan-
to la sociedad dominante le imponía determinadas
normas de conducta, no sólo las que resultaban de
los códigos oficiales y de lo arbitrario y caprichoso de
los amos individualmente, sino como reacción natu-
ral a los intereses que se creaban en el negro, para
quien los intereses de los sectores dominantes plan-
teaban distintas exigencias morales en relación con
su conducta. Éstos, a su vez, crearon sus propias exi-
gencias morales en su vinculación con el negro.
Es pues en el marco del proceso transcultural
donde debemos aislar los africanismos, y es en el
curso evolutivo del propio fenómeno transcultural
por donde debemos reconocer la afloración de los
elementos culturales africanos, hasta alcanzar los
que han persistido. Se plantea así un proceso de
análisis de aquellos factores que, dentro de las
tradiciones, tecnologías y creencias, son capaces de
permitir su identificación con los elementos
homólogos que podamos estimar como originados
en la cultura africana.
Las circunstancias económicas que se dan en
un lugar y momento dados nos ayudarán a conocer
qué factores culturales africanos aparecen como in-

91
tegrados a un proceso transcultural y cuáles han
sido las maneras o los aspectos que toman esos afri-
canismos. Es natural que ante la peculiar situación
de contacto creada como consecuencia del sistema
esclavista, el africano forjara determinadas ideas y
sentimientos y actuara de manera recíproca sobre
las relaciones sociales reales. Tales condiciones de
existencia implicaban un cambio con respecto a la
vida anterior del hombre esclavizado, y requerían, al
mismo tiempo, rápidos ajustes a las nuevas condi-
ciones que también podían cambiar velozmente en
el transcurso de la vida del esclavo, bastante breve
por cierto. Sin embargo, los cambios en la forma de
la existencia social no son impetuosos ni inmedia-
tos en la mentalidad humana; al contrario, muchos
rasgos tienden a persistir sobre otros, mientras que
el individuo adquiere con prontitud rasgos ajenos
(Thénon, 1963:55).
Como en todo proceso transculturativo, será
necesario considerar que esos africanismos no per-
manecen inalterados sino que se modifican y toman
prestados elementos ajenos. 33
Por otra parte, los africanismos no son tuercas
sin vida que entren a formar parte de 1a maquinaria
que sería en este caso la cultura del blanco colonia-
33
«Estudios sociales de este tipo han venido a ser designados en
estos años como estudios de transculturación [acculturation],
y es dentro de tales estudios transculturales que debe verse la
investigación sobre los problemas de las supervivencias afri-
canas en el comportamiento de los negros en el Nuevo Mun-
do» (Herskovits, 1958:10).

92
lista, sino hay que situarlos en relación con el hom-
bre en torno a: 1. sus hábitos motores: trabajo; 2. la
organización de su personalidad: luchas y 3. sus nor-
mas de vida: usos. En este sentido, los africanismos
resumen particulares normas de conducta que re-
sultan de las influencias aparecidas en las formas de
vida del africano y sus descendientes, condiciona-
dos por una superestructura cultural determinada,
a su vez, por la estructura social en momentos his-
tóricos definidos (Thénon, 1963:233).
De esta manera, el africano y sus descendientes
en América, quedaron situados dentro del conjunto
de elementos que impulsaron el desarrollo de la so-
ciedad a cuya constitución han contribuido. Por ello,
aparece una situación de contacto que será peculiar
según las bases económicas nacionales, y cambiante
de acuerdo con el desarrollo de éstas.
Ante las situaciones de contacto se pueden perfilar
en América diferentes zonas económicas que posibili-
tarán situar los africanismos territorialmente. El
análisis de los cambios en los ciclos económicos nos
permitirá ver los africanismos en el tiempo, y el pro-
ceso evolutivo de las bases económicas de los pue-
blos de América nos facilitirá comprenderlos en la
superestructura del complejo social del continente.
En estas distribuciones por áreas y en el devenir
de la historia, aparecerán aquellas condiciones de
grupos humanos, que se han mantenido relativa-
mente inalteradas. Dichos grupos constituyen hoy
laboratorios sociales apetecibles para los etnólogos.
Tal es el caso de los negros bush de la antigua

93
Guayana holandesa, hoy Surinam, donde los ele-
mentos afroides, tanto en sus manifestaciones con-
cretas como en la estructura social en que se
encuentran, aportan un cuadro totalmente diferente
de los negros más evolucionados, los evolués descri-
tos por Fanon, que son tales en la medida que adop-
tan patrones culturales —a veces los más pueriles—
del blanco. Esta posibilidad de considerarse negros
más evolucionados crea toda una escala apreciativa
de valores sociales, cotizables en los países co-
lonialistas. 34 El negro que dentro de las condicio-
nes de explotación colonialista logra escalar los
niveles de ciertos cargos administrativos o una edu-
cación superior, lo que ha hecho es tratar de pare-
cerse al dominador; así evolucionados en diversos
grados y formas, las particulares situaciones de con-
tacto ofrecerán un panorama totalmente distinto de
las supervivencias africanas.

34
«Hemos conocido, y desgraciadamente seguimos conociendo,
compañeros originarios de Dahomey o Congo que se llaman
antillanos; hemos conocido y todavía conocemos antillanos
que se sienten ofendidos si se les supone senegaleses. Y es que
el antillano es más evolucionado que el negro de África, entién-
dase bien, que está más cerca del blanco; esta diferencia exis-
te, no solamente en la calle y los paseos, sino también en la
administración y en el ejército. Todo antillano que haya hecho
su servicio militar en un regimiento de fusileros conoce esta
desazonadora situación: de un lado, los europeos de las viejas
colonias u originarios, del otro, los fusileros [...]. Los estu-
diantes de color en Francia conocen este desarrollo. No se les
considera verdaderos negros. El negro es el salvaje, el estu-
diante negro es un evolucionado» (Fanon, 1968:25-81).

94
Dentro del proceso transcultural, y como resul-
tado de las situaciones concretas con las cuales se ha
puesto en contacto el africano, ocurre una conversión
en los elementos que figuran en el patrimonio cul-
tural del grupo. Se produce a distancia, en el Nuevo
Continente, un reflejo de costumbres ancestrales que
tienden a reorganizarse en nuevas formas de una
vida africana. Se trata de un fenómeno de tribalización
o de sujeción a costumbres ancestrales, en las cua-
les se tiene más confianza y experiencia, están más
a la mano y se recuerda haberlas visto entre los vie-
jos africanos con los cuales se había compartido.
Muchos de ellos se distinguieron como conocedo-
res de remedios y de una extensa farmacopea botá-
nica de gran confiabilidad; habilidosos otros en
resolver problemas y tener gran experiencia de la vida;
otros eran tenidos por sabios en sus consejas. Esta
tribalización, en sus casos extremos, llegaba al
cimarronaje, al individuo que huía y se integraba a
un grupo que debía sobrevivir por sí mismo.
De otro lado quedaban otras formas de tribali-
zación, especies de cimarronaje cultural, que se con-
centraban en los cabildos, en las cofradías, en
múltiples sociedades de cooperación mutualista, se-
cretas o llamadas de recreo, en las escolas de samba,
las comparsas, los reisados, etc. Junto a estas tradicio-
nes así conservadas en los más diversos procesos de
sincretización, se daban las formas suprestructurales
que adoptó la conciencia social surgida en aquellos
sectores de la población con influencias afroides,
concretadas en sus concepciones generales sobre el

95
curso de vida y la relación con factores sociales y
naturales que se les imponen a los hombres de las
masas poblacionales, las cuales aparecen en las nor-
mas exteriores de las creencias. En el cabildo de afri-
canos y descendientes en Cuba, como en las cofradías de
Venezuela, o el reisado de Brasil, el negro debió ha-
ber desarrollado una situación dual: por una parte
la adopción de ciertos caracteres puramente exterio-
res, como coraza defensiva —y para el consumo de las
autoridades oficiales— con los nombres de cargos o
plazas que eran un remedo de los que imponían los
modelos ibéricos; por la otra, una conservación de
cargos dinásticos, de posiciones de dominación, re-
laciones de prestigio, sectores de poder dentro del
grupo social, que correspondían a la estructura y
organización social conocida, soportada o sufrida en
África.
Los negros de la Isla Trinidad, de procedencia
yoruba, aunque muy mezclados,

estaban guiados por un sentido de asociación, y


esta idea de agruparse para el bien común se
sostuvo plenamente dondequiera que se esta-
blecieron en cierto número. De hecho, toda la
raza Yarraba [yoruba] de la colonia puede decirse
que formaba una especie de liga social para la
ayuda y protección mutuas (Verteuil, cit.
Simpson, 1965:9).

En su libro The Chango Cult in Trinidad, el profe-


sor Simpson consigna otras formas de agrupación

96
de los negros en convoyes y regimientos, con cargos
dinásticos tomados de la estructura monárquica fran-
cesa (1965:12).
El cimarronaje fue, quizás, la experiencia social
más importante durante el período de explotación
esclavista, tanto por lo que pudo significar de con-
servación de elementos culturales afroides, como por
haber contribuido a conservar la identidad del ne-
gro, cono hombre libre y como una forma de lucha.
Posiblemente la referencia más antigua que se ten-
ga de africanos alzados y establecidos en zonas que
defendían, sea en La Española, en 1542, estimándo-
se en unos dos o tres mil los africanos establecidos
en el Cabo San Nicolás, en las Ciguayas, en la Pun-
ta Samaná y en el Cabo de Igüey, y calculándose
aquella cifra en más de siete mil, cuatro años más
tarde. Los palenques, quilombos, cumbes y mocambos
alcanzaron en muchos casos una organización tal,
que les permitía sostener algún comercio de pro-
ductos agrícolas, y las autoridades coloniales llega-
ron a establecer pactos —cumplidos pocas veces,
traicionados vilmente las más— con los jefes de los
grupos apalencados. En Santiago de Cuba (1815) exis-
tió un palenque con más de doscientos bohíos, donde
se comerciaba cera y otros productos que, por inter-
mediarios blancos, se vendían en Jamaica y Haití
(Franco, 1961:124).
Las comunidades de cimarrones proliferaron en
América, y adquirieron, en muchos casos, una gran
estabilidad. En 1686 el Rey de España ordenaba a la
Audiencia de Santa Fe de Bogotá se les concediera

97
libertad a los negros que hacía más de sesenta años
estaban establecido en un punto del río Magdalena,
multiplicándose hasta ser más de tres mil almas.
Deberían pagar tributos, tener administradores de
justicia y sacerdote para la instrucción en la Santa
Fe Católica y dar los sacramentos. Luego los misio-
neros contribuyeron a la fundación de pueblos con
negros que habían residido en cumbes.

Debe diferenciarse históricamente cualquier ac-


tividad de los cimarrones y la de aquellos esfuer-
zos que, como en 1799 o en otras fechas tenían
la intención de tomar el poder o de lograr la
libertad en forma colectiva. Los cimarrones sig-
nifican una escala menor de rebeldía, pues se
trataba de fugas individuales, con un sentido de
cooperación para la libertad cuando desde los
cumbes se prestaba auxilio a los peor tratados y
se les ayudaba a huir (Acosta, 1967:295).

Sin embargo, el cimarronaje por su estructura,


más que conservación de patrones culturales africa-
nos, tiene que haber propiciado una sincretización
de elementos afroides —intraculturación o endocul-
turación siguiendo los criterios ortizianos—; reunió
tanto al africano como al criollo, y, en el continen-
te, incluyó buena porción de indígenas. Por otra
parte, como observa Acosta Saignes, en muchos ca-
sos tempranos se trata más de alzamientos que de
una organización cerrada, un palenque, un quilombo.
Además, el negro apalencado era el que huía de la

98
plantación, no el recién llegado de África, y llevaba
consigo elementos ya apropiados de la vida en el ba-
rracón, de la senzala, hasta de la población; y por las
mismas razones de intercambio de productos tenían
que estar en contacto con las formas de vida del co-
lonizador, aun las más modestas y hasta semirrurales.
Un caso análogo es el que se plantea con los
negros bush entre quienes el proceso de trans-
culturación se ha producido en situaciones
socioeconómicas distintas a las de los demás gru-
pos de apalencados que aparecieron en América, aun
en aquellos casos en que se reporta un mayor asen-
tamiento y trueque de productos. Incluso el profe-
sor Peter Neumann reporta (1968:5), para el grupo
auka, una segunda etapa en el desarrollo económi-
co, posiblemente en el siglo XVIII, en el que algunos
negros se dedicaron a la tala de árboles y vendían su
trabajo a empresas madereras; se había establecido
tempranamente la relación mercancía-dinero, más
aún en comparación con la economía simple de true-
que de los demás grupos. Es innegable que estas
relaciones económicas contribuyeron a forjar en los
negros bush elementos de conciencia social que los
ha convertido en focos de interés para los etnólogos,
especialmente en los estudios sobre las superviven-
cias africanas.
La consolidación en Surinam de negros en su
mayoría ya criollos, tuvo lugar en el siglo XVIII , y
hasta la abolición de la esclavitud, en 1863, perma-
necieron en aquellos mismos lugares, aunque con
una movilidad demográfica creciente, lo que intro-

99
dujo nuevos contactos con las poblaciones coste-
ras, incluso emigrando algunos hacia la Guayana
francesa como trabajadores (Neumann, 1968:2).
Además, estos grupos entraron en contacto estre-
cho con las poblaciones indígenas del interior del
país, así como las relaciones establecidas con mi-
sioneros —Hermanos Moravos— y con los taladores
del norte de la zona. Desde la gran huida en 1712
hasta los convenios con las autoridades holande-
sas, a mediados del XVIII, los negros bush fomentaron
su estabilización y aceptaron permanecer en el in-
terior de la selva para recibir a cambio algunas aten-
ciones por parte de las autoridades holandesas,
interesadas en mantenerlos alejados de los centros
de desarrollo comercial, además de la reserva que
significaban como mano de obra barata en el inte-
rior de la zona. Esto condujo a una política dife-
rente a las persecuciones de los cimarrones en el
resto de América.
En otros lugares la persecución de los cimarro-
nes estuvo organizada con cuerpos de rancheadores;
hasta existió por poco tiempo en Cuba (1530) una
hermandad de amos de esclavos que integraron un fon-
do común para proveer los gastos de persecución
(Ortiz, 1916:402). Se adiestraron perros para perse-
guir a los negros ¡ya desde entonces! y los lebreles
de Cuba llegaron a ser exportados, claro está, a Es-
tados Unidos durante la Guerra Civil. Otros treinta
y cinco perros con doce guajiros habían sido envia-
dos a Nicaragua para aniquilar a los indios huidos,
y a fines del siglo XVIII se enviaron a Jamaica y a Haití

100
grupos de perros y hombres para estos menesteres
(Ortiz, ibídem).
Las relaciones de explotación colonial sobre los
negros bush hicieron que tuvieran caracteres sociales
diferentes a los del resto de los cimarrones. A su vez,
la especie de aislamiento sanitario desarrollado por
el colonialismo holandés les permitió conservar al-
gunos elementos culturales africanos que se han
comparado con los grupos fanti-achanti. Bastide
(1950:384) señala los cultos a Asase (Madre-Tierra),
Osai Tando (el dueño del río), Opete (el buitre), los
tres Kromanti: uno africano, otro de la selva y el de
las aguas. Por encima de todos, Nyame; y junto a
estas deidades otras de origen dahomeyano: Massa
Gran Gadó, Lokó, Afrekete y Legbá; luego otros de ori-
gen bantú, como Zambi (Sambia o Sambia Mpungo
entre los paleros en Cuba).
En las técnicas agrícolas, en la caza, en la pesca
y en el consumo de ciertos alimentos no es posible
discernir claramente las supervivencias africanas por
el grado de penetración de usos y costumbres indí-
genas, además de algunas prácticas muy primarias
tomadas de la época colonial. Junto a algunas fór-
mulas culinarias de más evidente origen africano se
han conservado algunos elementos de la talla en
madera en diversos utensilios de uso doméstico: pei-
netas, banquillas, cucharas, etc. y unos postes con
figuras labradas, a veces completando el relieve con
formas superpuestas y clavadas, que fabrican los
hombres y los usan como obsequio a sus mujeres,
quienes los conservan como adornos.

101
Si echáramos un vistazo a las formas de orga-
nización político-social de las poblaciones
guineanas y de las comunidades de la faja bantú
subecuatorial, encontraríamos muchos caracteres
de las relaciones sociales africanas a través de gran-
des y notables homologías con las formas de vida
de las masas de población de España y Portugal,
especialmente durante las tres centurias iniciales
de la colonización hasta el advenimiento del des-
potismo ilustrado bajo el reinado de Carlos III. Es-
to contribuiría a explicar la supervivencia de rasgos
africanos en áreas latinoamericanas, en contraste
con las angloamericanas.
La participación del negro en agrupaciones para-
institucionales determinó una corriente o dirección
en el mecanismo transcultural, que no obedece a un
mecanismo lineal de dos sentidos direccionales, don-
de uno sea de aportación y otro de pérdida. Esto
sería situar el proceso transcultural como un fenó-
meno abstracto, aislado en sí mismo y localizable
entre dos grupos culturales, en este caso el blanco
dominante y el negro dominado. Concebida la
transculturación de este modo sería aquello que no
fuera ni blanco ni negro —hispánico o africano—,
donde se incorporen o asimilen elementos hispáni-
cos y persistan o supervivan rasgos africanos.
Así como es posible hablar de un proceso de
transculturación en el africano en América y en sus
descendientes, hay otro proceso transcultural en los
sectores de las clases dominantes. El africano y sus
descendientes quedaron bajo un sistema de presio-

102
nes socioeconómicas que los llevaron a incorporar-
se a organizaciones parainstitucionales, tales como
la presencia del negro en las cofradías venezolanas o
peruanas,35 en los Batallones de Pardos y Morenos y en
los Cabildos y Tumbas francesas de Cuba, así como en
los Convoyes y Regimientos de Trinidad.
35
«[...] Para mediados del siglo XVIII el número de cofradías, en los
quince templos que para esa fecha tenía Caracas, alcanzaba a
cuarenta. Compuesta [...] de libres y de esclavos, a manera de
sociedades religiosas, encargadas del culto de alguna imagen o
de la fábrica de algún templo, y dedicadas al servicio de las cosas
divinas» (Ref. tomadas de Rojas, Capítulos de la historia colonial
de Venezuela, 1919). «Francisco Depons se había impresionado,
a principios del siglo XIX, especialmente por la participación de
los manumisos en las cofradías. Así, escribía de dichos
manumisos: Los domina el gusto por pasar la vida en ejercicios
religiosos. Forman la totalidad de todas las cofradías. Casi to-
das las iglesias cuentan con cofradías compuestas por pardos
libres. Cada una de éstas tiene su uniforme, entre las cuales la
única diferencia es el color [...] Lo único que ganan con esto es
verse vistiendo un hábito que les parece imponente [...]. Los
pardos por lo general, tienen como punto de vanagloria perso-
nal el ornato, riqueza y aseo de la iglesia. Todos los rosarios que
discurren por la ciudad desde la caída de la tarde hasta las nueve
de la noche se componen exclusivamente de manumisos. No se
ha dado el caso de que ninguno de éstos haya pensado en culti-
var la tierra» (Ref. tomada de Francisco Depons: Viaje a la parte
oriental de Tierra Firme, 1930). «[...] otra cosa es que las cofra-
días sirvieron para mantener ciertos rasgos de solidaridad, pero
referidos al orden religioso. Y si, al principio, sirvieron para que
se conservasen rasgos culturales como los bailes y fiestas que
tenían raíz africana, luego prohibieron sus constituciones que
se continuase con esos procedimientos que no se consideraban
propios de la piedad y recogimientos cristianos» (Acosta,
1962:55-58).

103
En estas organizaciones que surgieron colate-
ralmente a instituciones colonialistas —en las que
se centraban los poderes oficiales—, el negro encon-
tró un elemento de similitud que contribuyó al proce-
so de sincretización. Los africanos, especialmente los
procedentes de los stocks guineanos, conocieron de
muchas organizaciones paraestatales, y, en el terreno
de simples inferencias, hasta podemos pensar que,
entre las negradas —las esclavitudes como se les llamó
en Venezuela—, 36 muchos hombres pertenecieron a
esas corporaciones que rápidamente los etnólogos
vienen definiendo como sociedades secretas.
Las cofradías venezolanas,37 como los cabildos en
Cuba, desempeñaron este papel de recibientes de hom-
bres y segmentos culturales.
De todos modos, la supervivencia de rasgos afri-
canos, su permanencia, habrá que situarla dentro de

36
«Al iniciarse la independencia todos los jefes republicanos ofre-
cieron la libertad a sus esclavos. Algunos, efectivamente, la
concedieron. También en el lado español llegó a ofrecerse la
libertad a los esclavos que combatiesen al lado de las tropas
realistas. Las esclavitudes, como decían los escritores de 1810,
constituyeron muy pronto la base de muchos ejércitos» (Acosta,
1966:37).
37
«Las cofradías realizaron funciones sincréticas, al fundir las
ceremonias que los africanos celebraban en sus lejanas tierras,
en honor de sus ídolos, con los rituales católicos... Desde el
siglo XVI se establecieron en diversas regiones cofradías en las
cuales se agruparon tanto los negros esclavos como libres...
Otros estaban constituidos por pardos o por miembros de
otra condición social, por lo que reflejaban esas cofradías la
estructura social de la Colonia» (Acosta, 1962:71).

104
la expansión y divulgación de modelos culturales,
sobre la base tanto de una inmigración de tecnolo-
gías y adopciones de nuevos recursos económicos,
como de los factores sociales que determinan la esta-
bilidad o inestabilidad cultural, las reacciones indivi-
duales, la creación de nuevos lazos en las relaciones
de producción, la aparición en la conciencia de nue-
vos valores y la forjación de concepciones universales
sostenidas por los sistemas religiosos.
En torno a los elementos de las culturas que en-
tran en juego en el proceso transcultural se podrán
aislar aquellos que se aceptan y los que se rechazan,
los aspectos de la persuasión verbal —comuni-
cabilidad, oralidad, lenguaje— y la existencia de una
estratificación cultural dual —blanca-negra o blanca
versus negra— sobre una estratificación clasista que
llega a establecer más de cinco escalones: coloniza-
dor blanco, criollo blanco, mestizo, mulato, negro.
Es en el complejo de creencias donde se conser-
va un mayor número de rasgos africanos, aceptados
a su vez por sectores de población incluso sin rela-
ción con el negro, hasta inmigrantes europeos que
se han incorporado, de alguna manera, a lo que que-
da en América de los sistemas de creencias prove-
nientes de África.
De todos modos, los rasgos afroides correspon-
dientes a los sistemas de creencias transportados
por la trata se han reintegrado en cuerpos bien de-
finidos de doctrinas, las cuales se han visto some-
tidas a un proceso de sincretización —con
elementos tomados de la iglesia católica— que lle-

105
va, por otro lado, a conservar una actitud dual en
aquellas personas que hacen profesión de fe, de for-
ma simultánea, ante ritos determinados por las
creencias africanas y participan de algunos credos
católicos, sobre todo de una iglesia católica que en
ciertas zonas de América —en las bandas azucare-
ras precisamente— no ha estado nada apegada a
los dogmas romanos.
Dentro de las concepciones universales de carác-
ter afroide se conservan mitos y leyendas, muchos
muy alterados por sus contactos con las más diversas
aportaciones que coincidan en una América que sir-
vió siempre de punto de tránsito y encuentros de flo-
tas e inmigrantes aventureros. El repertorio de cuentos
y la extensa paremiología afroide también aparece en
contacto con los distintos sistemas de creencias. La
vida de los orichas, de los nfumbis, de los vodús asoma
constantemente en la narrativa popular afroamericana.
Por último, en el terreno de la música el africano y
sus descendientes ofrecieron a la cultura americana
uno de los rasgos más característicos.38
38
«La música desempeñó un papel importante en este fenómeno
de acomodación del africano a las nuevas formas de vida. Qui-
zás fue el papel que jugaban los instrumentos musicales lo que
primero facilitó el ajuste de los propios africanos a una nueva
distribución del hombre en las sociedades americanas. El canto
permaneció muy apegado a las funciones rituales. El arsenal
organológico brindó las facilidades para la readaptación. Cierto
que se sostuvo principalmente dentro del complejo de creencias
afroides que se planteaban en esta parte del mundo, pero aún
estas creencias sufrían un fuerte impacto ante la religión católi-
ca traída por el colonizador» (León, 1968:8).

106
Las concepciones universales que resultan del
choque de las creencias africanas originarias y su
enfrentamiento a las relaciones impuestas, queda-
ron totalmente fragmentadas, agrietadas, y se fue-
ron reintegrando a medida que el africano y sus
descendientes alcanzaron, dentro del sistema eco-
nómico colonial, unas formas precisas en sus rela-
ciones sociales.
Por un lado el negro liberto y el esclavo, ubica-
dos en los medios urbanos, se encontraron a sí mis-
mos en las agrupaciones parainstitucionales que
hemos mencionado: los cabildos y las cofradías, las
cuales llegaron a constituir focos de resistencia cul-
tural y verdaderos laboratorios donde se recreaban
viejos usos sociales.
En oposición, el negro que se situó dentro de
las formas de explotación rural, se vio más disperso,
y, a la vez, más dependiente de los restos culturales
a los cuales permanecía apegado.
El trabajo esclavo, agrícola o minero, o en su
fase industrial azucarera, poco o nada representaron
para la recreación de relaciones de producción en las
que se repitieran las formas de vida dejadas en el
continente africano. En cambio, la vivienda fue el
medio que facilitó esta repetición de sus usos y la
restauración en pequeño de una economía nativa y
tradicional, minimizada ante las formas de explota-
ción colonialista.
Sólo el negro liberto pudo desarrollar una eco-
nomía rural precaria junto a las ciudades y sometida
a la demanda de unos productos no africanos. En

107
este sentido, desechó sus instrumentos de trabajo y
adoptó los del colonizador. Es después de los movi-
mientos de liberación que se encuentra un proceso
de ruralización con participación del negro, pero ya
estarán muy adentradas las nuevas formas de explo-
tación con nuevas tecnologías, aun dentro del re-
traso con que se mueve América. Las formas sociales
de producción agrícolas que se traen de África, las
formas de propiedad comunal de las tierras, la ce-
sión de éstas para el cultivo, la cooperación en el
trabajo y, de manera señalada, los complejos ritua-
les propiciatorios de la agricultura, se esquematizan
y se reducen al culto de algún oricha afroameri-
canizado.
A medida que la plantación cañera se incorporó
a la fase industrial azucarera, desarrollándose el cen-
tral, se operó una mayor estratificación de las negradas,
lo que no ocurrió con la plantación algodonera, que
no conoció el auge de la industria del hilado. Den-
tro de aquella comunidad estamentaria surgieron
usos peculiares, como la reconstrucción de algunas
fiestas con la participación de los amos —como la
conservación de los bailes de maní— y la existencia
de negros dedicados al servicio de las casas de vi-
vienda.
La burguesía americana creó para sus dotaciones
las más disímiles situaciones, las cuales acondicio-
naron de modos muy diferentes las posibilidades de
supervivencias de las formas culturales originarias.
Son estas diferencias las que contribuyeron princi-
palmente a que en el mapa americano puedan ais-

108
larse hoy áreas con determinados caracteres en las
supervivencias afroides. No solamente las diferen-
cias de explotación cañera, algodonera, cafetalera,
cacaotera, minera, etc., sino el carácter económico
que tuvieron estos ciclos en la historia americana,
fueron los que determinaron el marco donde se te-
jieron los hilos de la cultura popular americana.

Las condiciones de vida en el ingenio describen


una curva que nace en el régimen semipatriarcal
de las fábricas de principios del siglo XVIII, reco-
rre la gran barbarie de la primera mitad del XIX y
termina en las décadas del 60 y 70 con lo que
los hacendados llamaron el buen trato al esclavo.
En todo este proceso estuvieron presentes las
determinantes económicas que fueron como va-
riables de la gran función del tratamiento al es-
clavo [...]. Se comprende que también en este
aspecto, como en todos los estudiados, no hay
unidad de tiempo y lugar y en que la suerte del
esclavo estuvo sujeta a la época de su trabajo y
al tipo de ingenio donde fue a parar (Moreno,
1964:155).*

Condiciones excepcionales para el negro, desde


las formas usuales del trato para con los esclavos, se
dieron ciertamente en muchos casos. El reverendo
* En la posterior edición en tres volúmenes de El ingenio (1978),
Manuel Moreno Fraginals profundiza con más detalles sobre la
vida de los esclavos en lo que denomina el «complejo económi-
co social cubano del azúcar».

109
Abiel Abbot, de la Iglesia Congresional, que cono-
ció los cafetales de los franceses en la parte occiden-
tal de Cuba, en l828, dejó una descripción del trabajo
de los esclavos y las normas de organización esta-
blecidas en algunos casos,

siguiendo principios tan originales que algunos


pudieran calificarse de excéntricos —y no obs-
tante, con éxito— y con muchas de las costosas
conveniencias revelan un notable carácter huma-
nitario al paso que tienden a conservar la disci-
plina de una manera excelente (Abbot, 1965:210).

Para los negros había un local de trabajo prote-


gido de ventanas con cristales para cuando soplaba
el viento frío; también recibían cantidades de dinero
para comprar algunas cosas en la tienda que el due-
ño tenía en el cafetal; claro, con la prohibición de la
entrada a los buhoneros (cachurreros se llamaban en
los campos de Cuba), cuyo papel en la cultura popu-
lar ameritaría algunas consideraciones.
Asimismo, para los negros había un hospital y
«en cada extremo de la enfermería, en la planta baja,
hay un aposento denominado cepo, uno para los cri-
minales masculinos, otro para los femeninos. Son
habitaciones abovedadas, espaciosas y bien ventila-
das por troneras». El reverendo describe minuciosa-
mente el cepo y añade:

Anexo a este dispositivo para inmovilizar las


piernas —el cual se extiende de un lado a otro

110
de la habitación— hay una cama con ropas y
almohada para que los delincuentes puedan es-
tar acostados sin dolor innecesario y meditar
durante este trance (1965:214).

Abott descendía de una familia de puritanos que


se había educado en la Universidad de Harvard y lue-
go había seguido estudios de Teología, en los que se
doctoró. De igual modo el reverendo describe el ca-
fetal Angerona, el segundo en importancia en la Isla,
y dice que su dueño, un francés solterón,

tiene pensado contratar un músico para que se


ocupe de seleccionar y enseñar una banda de
cuarenta de sus negros para que lo distraigan
en el ocaso de su vida y le acompañen hasta su
sepultura [que el mismo Abbot dice que la tenía
ya preparada en un lugar de la hacienda, y he-
cho ya su ataúd] con fúnebres melodías (Abbot,
1965:210 y ss).*

Sería cuestión de ahondar en lo que pudiéramos


provisionalmente clasificar como el subciclo cafe-
talero francés, para encontrar ciertas peculiaridades
en las supervivencias de rasgos africanos sincreti-
zados con elementos culturales franceses y el papel
que jugaron éstos al insertarse en las colonias anti-
* Cornelio Souchay no era francés, sino alemán, y aunque no
estaba casado, sostenía relaciones consensuales en su ingenio-
cafetal con Úrsula Lambert, una mulata de origen haitiano que
era muy respetada como su señora.

111
llanas. La supervivencia en Cuba de las llamadas
tumbas francesas corresponde a este instante del
desarrollo económico del colonialismo en América.
Las fases posteriores del desarrollo azucarero
dentro de los regímenes republicanos, arrancaron
de los centrales a la burguesía sacarócrata, interesada
ya en los asuntos de Estado. Con la libertad el escla-
vo se presenta como asalariado y con ello aparece un
nuevo proceso de urbanización y la consiguiente
desmembración de las tradiciones que se habían con-
servado en los barracones y las senzalas. El proceso de
destribalización entra en una nueva fase compensa-
da con un incremento religioso urbano. La presen-
cia de africanismos hay que replantearla ante los
cambios de la burguesía capitalista e industrial de
los siglos XIX y XX americanos.
En este trayecto el africano no tuvo necesidad
de recrear los objetos tradicionales de su menaje.
Las cucharas talladas pudieron reproducirse a algu-
nas paletas de madera de cedro toscamente recorta-
da para revolver el amalá que se preparaba para una
comida de Changó, fácilmente sustituida después por
una espumadera adquirida a bajo precio en la tienda
más cercana. La desaparición de la organización tri-
bal dejó bien lejos la talla de asientos rituales, la
confección de las grandes sombrillas o los paños de
appliques que reproducían historias dinásticas. Sin
embargo, este momento de destribalización rural se
verá compensado con uno de reasunción urbana, no
exenta de nuevos préstamos y creaciones.

112
4
Los africanismos son el resultado
de una herencia cultural del esclavo,
recogida y transmitida tras un proceso
de constante adecuación histórica

El africano fue el portador de una herencia cultural


colectiva, elaborada en el curso histórico propio,
después de siglos de existencia sobre las relaciones
socioeconómicas que imponía su continente. Tras
el choque disruptivo que implicó la trata, esa heren-
cia cultural retomó nuevos cursos de desarrollo so-
bre las nuevas bases económicas impuestas, las
nuevas relaciones de producción surgidas en el ré-
gimen económico en que se situó América y la fu-
sión que le tocó desempeñar a las nuevas sociedades.
El constante proceso de adecuación que supone el
desarrollo económico de los pueblos impuso otras
modalidades americanas. Con el proceso de trans-
misión de aquel legado original, alcanzan hoy una
cultura mestizada, algunos de cuyos componentes
concretos —los aportados por los africanos— trata-
remos de reseñar ahora. 39
Los afronegrismos son, pues, un legado cultu-
ral en el que debemos ver la transmisión de esos
39
«El sentido original del vocablo cultura está presente. Se trata
en sí de las herencias colectivas elaboradas por los pueblos de
África en el curso de su historia, constantemente remoldeadas
y puestas al día, legadas a los que hoy sobreviven, que en su
momento recogen, modifican y transmiten» (Maquet, 1969:2).

113
bienes y su adecuación; es decir, son segmentos de
cultura africana detectables, con la oralidad como
sistema de transmisión y el ajuste que implicó su
funcionalidad en cada sociedad global.
La persistencia o tenacidad de estos segmentos
culturales africanos, así como el grado de conserva-
ción de sus esencias originarias, constituyen un as-
pecto de primera importancia en el conocimiento del
negro en el Nuevo Mundo. Al mismo tiempo permi-
ten poner al descubierto los lazos de unión con las
culturas globales africanas, con lo cual el dato que
pudiera encontrarse en el documento historicista
—relativo al curso y la procedencia del tráfico negrero
y la ubicación africana del esclavo— queda asocia-
do al dato cultural relativo a las persistencias y al
antecedente de una manifestación de la cultura afri-
cana. 40

40
«La supervivencia es un índice de tenacidad, que, a su vez, releva
las orientaciones generales de las culturas matrices que no
pueden a veces considerarse en su verdadera importancia sin
estas circunstancias. Éste es el caso relativo al lugar de la
religión en las culturas africanas [...]. Además, complejos
significativos específicos que han pasado inadvertidos en los
estudios africanistas, se han relevado por investigaciones en
esta parte del Atlántico. Un ejemplo más reciente es el caso
del lugar de los tamboreros no sólo en el ritual del culto, sino
en la vida de la comunidad en su conjunto. Notado por prime-
ra vez en la cultura del negro en el Nuevo Mundo, requirió
entonces una breve exploración entre los africanos para rele-
varse como una faceta importante de la organización social en
África misma, que antes no se había explorado del todo»
(Herskovits, 1945:7).

114
Esta herencia cultural ofrece hoy toda una serie
de variables en contenido e intensidad de su presen-
cia, así como de su función e integrabilidad en el sis-
tema clasista en el cual se han desarrollado los pueblos
de América. De aquí que se hayan trazado algunos
mapas para señalar áreas negras en el continente, o zo-
nas de dispersión, así como puntos focales donde lo-
calizar los afronegrismos en América. La gama de
intensidades ha sido analizada en varias ocasiones por
Melville J. Herskovits, quien en su artículo «Problem,
Method and Theory in Afroamerican Studies» (1945),
la presenta como resultado de las investigaciones con
que contaba hasta aquel momento.
La graduación en intensidades de los negroafri-
canismos se ofrece en su valor instrumental para el
logro de una comprensión más orgánica de los apor-
tes culturales africanos al continente. 41

41
«Otro recurso metodológico que ha probado su valor
principalísimo en el análisis de los problemas en la investiga-
ción afroamericana, de la escala de intensidad de los
africanismos en el Nuevo Mundo. Esto implica un continum
concebido lógicamente que va desde las retenciones que son
completamente africanas o casi africanas, hasta las menos
africanas y más europeas [...]. Tal continum permite una dis-
posición que arroja la suficiente luz sobre el proceso de cam-
bio cultural, permitiendo trazar comparaciones entre culturas
cuyos varios aspectos descansan en puntos distintivos. Debe
ponerse énfasis en que, como en todo estudio científico, un
recurso clasificatorio como es la escala de intensidad de los
africanismos no es sino un medio para un fin, en lugar de un
fin en sí mismo. En este caso, el fin que se contempla es el de
la comprensión del proceso que solamente puede llevarnos a
una predicción válida» (Herskovits, 1945:12).

115
Herskovits presenta un cuadro donde en el eje
de las coordenadas sitúa los lugares geográficos ame-
ricanos con presencia del negro: Estados Unidos,
Islas Gulla, Islas Vírgenes, Cuba, Trinidad, Jamaica,
Brasil y Guayanas, en algunos casos con subdivi-
siones zonales. Sobre el eje de las abscisas aparecen
diez categorías culturales: 1. tecnología; 2. vida eco-
nómica; 3. organización social; 4. instituciones sociales;
5. religión; 6. magia; 7. arte; 8. folklore; 9. música, y
10. lenguaje. Los niveles de intensidad de los
africanismos los divide en cinco grados (marcados
con letras), que van desde aspectos muy africanos (a)
hasta trazos ligeros o ausencia de aquéllos (e), pa-
sando por los niveles relativos de bastante (b), algo
(c) y poco (d). Un sexto dato es el de no tenerse
referencia alguna sobre cualquiera de las diez ca-
tegorías adoptadas, lo que marca con un signo de
interrogación (Herskovits, 1945:14).
Sobre esta escala de americanismos, Herskovits
señala que, de modo general, puede distinguirse una
mayor intensidad en las categorías de música, folklore,
magia y religión, mientras que en la vida económica, la
tecnología, el arte, el lenguaje en las estructuras socia-
les, se observa una menor intensidad o ausencia com-
pleta de rasgos africanos. 42
42
«Pensando ahora a considerar los diversos grados en los cuales
diferentes elementos en cada una de estas culturas han res-
pondido al contacto de modos de vida no africanos, vemos
que la tendencia de los africanismos no es uniforme entre las
culturas individuales, siendo mucho mayor en unos aspectos
que en otros. Sin embargo se puede trazar algunas generali-
zaciones. La música, el folklore, la magia y la religión en su

116
Si intentáramos ahora una síntesis mayor, pudié-
ramos situar en la base de esta pirámide de africanidades
a las creencias, donde ciertamente se han conservado
algunos elementos de mayor raigambre africana, que a
simple vista se les puede apreciar. Si bien es verdad
que en lo concerniente a las creencias el hombre es
más reservado, menos comunicativo, la esencia mis-
ma fuertemente colectivista, de participación grupal,
es otro rasgo de evidente raíz africana en las prácticas
rituales afroamericanas, por lo que se facilita su ob-
servación por el investigador. En definitiva, los estu-
dios hechos hasta hoy se basan en la atención de las
prácticas del culto, completada con los datos de al-
gunos informantes con los cuales se ha logrado rom-
per la barrera de los pensamientos más reservados.
Queda mucho por andar en la propia mecánica del
pensamiento religioso entre los practicantes de los
cultos de ascendencia afroide en América.43

conjunto, han retenido más de sus caracteres africanos que la


vida económica, la tecnología o el arte; mientras que el lengua-
je y las estructuras sociales, basadas éstas en el parentesco o
en la unión libre, tienden a variar a través de todos los grados
de intensidad que se presentan» (Herskovits, 1945:16).
43
«En términos de etnografía general, no solamente con referen-
cia a la retención de prácticas y creencias, es mucho más difícil
obtener información en el campo de la religión y magia que en
otros aspectos de la cultura, o sea en la economía, organiza-
ción social o artes. Sin embargo, paradójicamente las reten-
ciones se observan más discerniblemente en el último aspec-
to, en el folklore, la música y el baile. También parece que haya
habido un grado más alto de retención en el campo de la
religión y la magia que en el de la organización social y la vida
económica» (Price, 1954:19).

117
A partir de esta categoría de la conciencia social
e individual del hombre, pudiéramos señalar tam-
bién que los elementos sonoros y narrativos, así
como lingüísticos, aparecen en América a partir de
su conexión con el campo de creencias recreadas,
mientras que las formas de la cultura material se
suplantan a la organización social que se escinde
tajantemente. 44
Las creencias se convierten así en un foco cultu-
ral para el negro y sus descendientes en el Nuevo
Mundo, y no como un problema de simple persis-
tencia mecánica o un atavismo, sino por la condi-
ción social en que vive la clase social donde concurre
el negro.
Para las clases explotadas en el Nuevo Mundo,
como para el hombre privado de los recursos
socioeconómicos que usufructuarían las clases do-
44
«Sobre la base del análisis comparativo de las culturas africanas
y del negro en el Nuevo Mundo, resulta que los negros, aún
bajo las compulsiones de la cultura dominante de los blancos,
han retenido muchas más creencias y prácticas religiosas que
patrones económicos. Pero cuando examinamos los patrones
culturales africanos encontramos que no hay actividad de la
vida diaria que no esté validada por sanciones sobrenaturales.
Por consecuencia, éstas figuran mucho más en la vida total del
pueblo que cualquier otra faceta particular de la cultura, como
aquellas que tienen que ver con la forma de vivir, con la estruc-
tura familiar o con las instituciones políticas. Este análisis en
lo concerniente a un pueblo constituye el foco de cultura. El
foco de cultura ha de ser visto como aquel fenómeno que da a
una cultura un énfasis particular, el cual permite un extraño
sentido de su sabor especial y distinguible, y caracterizar su
orientación principal en pocas frases» (Herskovits, 1945:21).

118
minantes en el complejo de creencias, quedan como
el instrumento conciencial en su más inmediato al-
cance, para dogmar todas sus relaciones de trabajo,
desde las elementales de las relaciones de produc-
ción hasta las demás formas de su vida social. «Las
fuerzas espontáneas, incomprensibles, misteriosas
a la vez que poderosas, ante las cuales el hombre se
siente impotente» (Kelle y Kovalson, 1962:117),
como son las de la presión limitante de la sociedad
clasista, donde las relaciones de producción domi-
nan al igual que las fuerzas de la naturaleza, condu-
cen a buscar a los dioses o espíritus como auxiliares
en la lucha diaria que libra el hombre, pues «las con-
diciones de vida de las masas en las formaciones an-
tagónicas también originaron —y sostienen— la
conciencia religiosa» (Kelle y Kovalson, 1962:118).
Las características de las relaciones de producción
que se suceden históricamente en América, con sus
diferencias locales, se imponen a las clases explota-
das —donde concurrían blancos y negros— como
una fuerza ciega, desconocida para los africanos, des-
atada e incontenible, para la cual no conocían ni
oricha ni vodum, ni legendarios ancestros capaces de
controlarlas. 45
La creencia se ubica en una forma de la concien-
cia social que da cuerpo a un número de concepcio-
45
«La religión refleja en forma fantástica e ilusoria el verdadero
carácter de la dependencia del hombre de las fuerzas sociales
que se le contraponen, particularmente las relaciones de ex-
plotación, y afianza la impotencia y opresión de la masa traba-
jadora» (Kelle y Kovalson, 1962:118).

119
nes que norman y dominan toda la vida del indivi-
duo en tanto hombre privado de otros recursos
concienciales. Esto es precisamente lo que hace que
el negro en América haya reorganizado los fragmen-
tos que le quedaron de esa conciencia religiosa, foco
cultural en África, y los reintegrara según nuevas fun-
ciones focales que ejercieron los elementos religio-
sos en América, dentro del sistema de trabajo esclavo,
como después sobre las relaciones de producción en
el trabajo libre artesanal (en el liberto) o el trabajo
asalariado (agrícola, industrial o de servicio) en las
repúblicas americanas, dentro de las estructuras del
subdesarrollo económico y la dependencia al capita-
lismo industrial e imperialista.
El sistema de creencias afroides, reconstruidas
éstas y sincretizadas con elementos desprendidos del
catolicismo y de la magia popular europea —penin-
sular—, fue creando su corpus particular americano,
y, aunque por su naturaleza no oficial —antes bien,
perseguida en muchos momentos—, anatematizada
por los sectores burgueses más pacatos —aunque
muchos de sus personeros recurrían a un babalawo
o se iniciaban solapadamente—, combatida oficial-
mente por la Iglesia —aunque en ocasiones accedía
condescendientemente con ciertas prácticas—, por
su mantenimiento a partir de lo que cada individuo
aporta, conserva y hace, nunca ha tenido concilios
ni dogmación centralizada, ni libros teológicos fun-
damentales. Presenta, por otra parte, ciertas
homogeneidades muy notables en este continente,
las cuales son, ciertamente, reflejo de las condicio-

120
nes socioeconómicas, primero del esclavo y después
de la clase social, de blancos y negros, donde se fue-
ron sedimentando los fragmentos de creencias afri-
canas que arribaban con cada cargazón.
Este conjunto de creencias afroides permite ade-
más separarlo, y los creyentes así lo distinguen, en-
tre las que provienen (o al menos ostentan rasgos
originarios africanos de tal o cual procedencia en
mayor proporción) del stock yoruba, ewé-fon, ibibio
o bantú, así como algunas diferencias de matices
dentro de ellas —como es el caso de las prácticas
llamadas mayombe, biyumba y kimbisa en Cuba, den-
tro de las formas religiosas de origen bantú—; o los
otros matices que se obtienen de los cruces con creen-
cias espíritas o con elementos de otras ideologías
religiosas tomadas del anglicanismo o protestantis-
mo al uso en las colonias. En Brasil, en las ciudades
de la costa Atlántica, aparecen los ritos de candomblé,
pertenecientes a diversas «naciones» y conservando
tradiciones que se consideran de angola,* yeyé (co-
rrespondiente al grupo ewé), nagó (nombre que los
franceses dieron a los negros procedentes de Costa
de los Esclavos y que hablaban yoruba), queto (ketú)
e iyéchas (ijesha). Estas «naciones» se distinguen unas
de otras por la manera de tocar el tambor —con la
mano o con baquetas—, por la música, la lengua
empleada en su canto, los trajes litúrgicos, los nom-
bres de las divinidades o ciertos aspectos del ritual
(Bastide, 1958:l3). Y si bien todo este gran conjun-

* Se refiere a la denominación étnica, no al país.

121
to de variantes en las creencias, a veces sutiles, cons-
tituyen formas concienciales en retraso con respec-
to a la propia situación intelectiva de muchos practicantes,
no deja de ser un reflejo de la base socioeconómica
de las clases sociales en América. Incluso, la expe-
riencia americana de encontrarse con personas de
posición acomodada y hasta del llamado de rango
social —aun de un nivel educacional superior—,
profesionales y estudiantes de liceo o universitarios,
no es más que el reflejo de las enormes contradic-
ciones que pesan sobre la estructura clasista en el
continente y las peculiaridades de la dinámica social
americana. 46
La naturaleza de la trata impidió el traslado de la
estructura socioeconómica del africano. De aquí que
ante la ausencia de una casta sacerdotal, el africano
tuvo que recrear una conciencia religiosa sobre la
base de lo que en su tierra concebía y practicaba.
Los productos así rememorados y reconstruidos se mo-
dificaron ante las nuevas condiciones de vida y se
sometieron a otros grupos que por la presión numé-
rica, el mayor arraigo económico y social consecuen-
tes y su presencia en los momentos que los pueblos
americanos labraban su independencia de las me-

46
«La ideología religiosa, aunque evoluciona de manera autóno-
ma y no pueda “deducirse” mecánicamente del estado social,
es su reflejo: pero más aún que los sistemas de parentesco,
generalmente está en retraso con respecto al estado de la so-
ciedad, y sus formas antiguas pueden sobrevivir largamente y
adaptarse a un nuevo estado, conservando mientras tanto su-
pervivencias extremadamente viejas» (Suret-Canale, 1963:93).

122
trópolis, desarrollando profundas contradicciones
económicas —con lo que se enlaza el aumento de-
mográfico de esclavos africanos, con el momento del
mayor tráfico negrero—, derivan hacia la prevalen-
cia de la cultura yoruba o nagó en el Nuevo Mundo,
la cual constituía, a su vez, un poderoso centro de
atracción cultural entre los pueblos guineanos. La
influencia yoruba ha dominado bastante, sin dudas,
a las demás religiones africanas, imponiendo a sus
dioses, la estructura de su ceremonial y su metafísi-
ca a las demás tradiciones de origen dahomeyano y
bantú. Aun dentro de estos grupos de procedencia
yoruba unos aparecen con rasgos más conservado-
res con respecto a las costumbres africanas que otros,
como es el caso de Brasil entre los grupos que se
consideran nagó, queto e iyécha (Bastide, 1958:13).
Los demás aportes culturales africanos resultan se-
cundarios, bien por su menor presencia numérica
en la fase en que la burguesía americana se apega al
capitalismo industrial, o por la asimilación o des-
aparición en el tiempo de los hombres de otras re-
giones de África.47
47
«También las concepciones religiosas de las distintas tribus
africanas sufrieron aquí un proceso de liquidación que los
últimos años han acelerado. Todo indica que la trata —excep-
to tal vez en el caso de los haussás— no alcanzó a la clase
sacerdotal. Los elementos llegados a los puertos brasileños
traían consigo la fe y ciertamente la práctica de su religión, pero
no la doctrina. De aquí que, por ejemplo, los nagós, portadores
de una religión justamente considerada la más importante del
continente africano, tengan legado al Brasil apenas los dioses
locales de Oyó, que a pesar de ser la capital del reino Yoruba,

123
En otras áreas del Caribe se conservan también
huellas de la cultura yoruba, y un ejemplo muy ca-
racterístico es el de los cultos llamados Changó en la
Isla Trinidad. A pesar de las grandes alteraciones de
su antigua población negra: cuatro mil cuatrocien-
tos setenta y seis hombres libres de color y diez mil
esclavos en 1797; cuatro mil doscientas cincuenta
personas de origen africano en l876; tres mil treinta
y cinco en 1881, hasta ciento sesenta y cuatro en
1931, se ha incrementado con emigrantes negros de
otras partes de América. Cuando la isla pasó al do-
minio británico (1797) se produjo una gran entrada
de trabajadores de muchos otros lugares, hasta la
migración de braceros hindúes contratados al cese de
la esclavitud en 1838. George E. Simpson (1965),
en su estudio del Culto Changó, lo sitúa como esta-
blecido por personas procedentes de la antigua po-
blación yoruba y por los negros que, de otras islas
del Caribe, llevaban ya elementos de estos ritos, los
cuales se desarrollaron a lo largo del siglo XIX y se
combinaron con prácticas del catolicismo.
El papel de la cultura yoruba, de mayor arraigo
y predominio, estaba asentado ya en África por su
expansión desde mucho antes del siglo XVII , cuan-
do existían estrechos contactos con los pueblos ajá

debía ceder en importancia religiosa delante de la ciudad santa


de Ifé, la Meca de la región del Golfo de Guinea. Los nagós no
pudieron organizar aquí ni siquiera un remedo de su poderosa
oligarquía sacerdotal, de tan gran ascendencia sobre todos los
pueblo de Yoruba» (Carneiro, 1961:9).

124
y ewé, hasta ejercer luego dominación y vasallaje.
El pueblo de Oyó invadió al de Aladdá o Ardrá
—capital de los Estados Ajá a fines del siglo XVII—
y lo convirtió en vasallo del Alafin de Oyó, hasta
que antes del inicio de la siguiente centuria co-
menzó la integración de Abomey como Estado do-
minador, hasta expandirse hacia la costa como
hicieron los Estados guineanos al incrementarse
la trata trasatlántica. 48
Si intentáramos trazar cauces de desarrollo que
concluyan en la detectación de los afronegrismos,
podemos encontrar esta prevalencia religiosa yoruba,
tanto en Cuba como en Brasil, así como sus rastros
en los elementos de cultura fon y ewé que superviven
en Haití. Y no solamente por el predominio numéri-
co de individuos procedentes de esa vasta región y
48
«Tradiciones orales de los pueblos yoruba, ajá y ewé, testimo-
nian el hecho de que mucho antes de que Dahomey tuviera una
identidad política, había habido un fuerte contacto cultural
entre el pueblo ajá, bajo el liderazgo de Aladá, y el pueblo
yoruba, bajo el liderazgo de Ifé. Fue tan fuerte el contacto
cultural, que en el siglo séptimo temprano la lengua yoruba
era la lingua franca de ajá y ewe. Tampoco disminuyó el contac-
to después de este período, pues estudios recientes muestran
que la mayoría de las creencias religiosas en Dahomey derivan
del país Yoruba... De todos modos hacia el último cuarto del
siglo XVII, las relaciones entre Oyó (una sección de los Yoruba)
y Ajá empezaron a trocarse por las de jefe y vasallo. Dos veces,
entre 1680 y 1700, el ejército de Oyó invadió Aladá (Ardrá), la
capital del grupo de Estados de Ajá. La primera invasión ocu-
rrió entre 1681 y 1682, y, por el tiempo de la segunda, en 1698,
pudiera parecer que Aladá se pasó a Estado vasallo del Alafin
de Oyó» (Akinjogbin, 1966:255-256).

125
las posibilidades históricas de un mayor comercio
esclavista con las zonas africanas dominadas por In-
glaterra, sino también por la naturaleza misma de la
estructura de las creencias yoruba y sus concepcio-
nes universales consecuentes.
Frente a la imposición de los patrones católi-
cos, el africano encontró puntos de semejanza muy
estrechos con el catolicismo más particularmente
cultivado en España, tocante a la idolatría y un
exagerado culto a las imágenes. El catolicismo en
España había exaltado el culto mariano a un gra-
do máximo de misticismo, donde el éxtasis reli-
gioso no difería gran cosa de la posesión, que
alcanzaba sus formas más complejas en el país
yoruba. 49
El estado de posesión se conserva en Cuba y
Brasil, así como en Haití, como consecuencia de la
estrecha dependencia que persiste entre oricha-vodum
y los creyentes iniciados en estos ritos. Los orichas
conservan su papel de intermediarios entre los hom-
bres y las fuerzas naturales, sobre las que aquéllos
ejercen su poder. En América los santos católicos se
convierten en un elemento simbólico más, que jun-
to a los instrumentos sonoros de función mágica, a
las distintas comidas y sacrificios y en los múltiples
objetos que los representan, permiten esta unión

49
«El fenómeno de la posesión era común en todas las poblacio-
nes de la región que dio esclavos al Brasil, pero en ninguna
parte era tan elaborada y compleja como en el país de los
nagós» (Carneiro, 1961:9).

126
del creyente con las deidades de los panteones
afroamericanos que han persistido. 50
Al reconstruirse el panteón yorubiano en la
América, se operó, además de la sincretización con
santos católicos, que es la forma bajo la cual se le
conoce más exteriormente a la llamada en Cuba re-
gla de ocha, una acomodación a las nuevas circuns-
tancias que obraban en el pueblo americano; como
consecuencia de esto se ha conservado, aunque con
ciertas variantes, toda una asociación de oricha y
vodum con santos que de alguna manera recorda-
ban o presentaban elementos homólogos, con de-
terminadas deidades africanas, pues no en todas se
produjo esta simbiosis. Y no sólo tuvo lugar esta
sincretización en las mismas casas donde se prac-
ticaban los cultos afroides, sino que el pueblo to-
maba estas homologías para extender sus devo-
ciones al ámbito de la propia Iglesia. El hombre de
las grandes masas de la población, en su catolicis-

50
«[...] el culto al Oricha está básicamente dirigido hacia las
fuerzas naturales. Hoy la definición de un Oricha es más com-
pleja, y aunque representa una fuerza natural, ésta no está en
su forma descontrolada o desatada, sino más bien en forma
disciplinada, calmada, controlada, y apaciguada. Forma en-
tonces un vínculo en las relaciones entre los hombres y lo
desconocido. Un enlace aún más fuerte lo proporciona un ser
humano deificado, quien en su existencia anterior en la tierra
había tenido poder para controlar una fuerza natural. El culto
al Oricha está dirigido a la vez a dos ideas estrechamente
cimentadas, una fuerza natural hermanada y un ancestro deifi-
cado que sirve como intermediario entre el hombre y Olorum,
Dueño y Señor del Cielo» (Verger, 1963:13).

127
mo folk, concurre a la Iglesia los días de ciertas
festividades, o participa en una procesión, rindien-
do homenaje a un santo con sus rezos aprendidos
en la escuelita catequística, con sus ofrendas de
flores y velas encendidas, y con sus óbolos dejados
en los cepillos, a Nuestra Señora de las Mercedes, el
Señor do Bonfim o a San Antonio Abad, al Niño
Jesús de Atocha o a San Lázaro; o bien a deidades
locales, como la Virgen del Cobre, equiparándolos
con Obatalá, Xevioso, Omulu, Emanjá, Erzilie,
Damballa-aida-wedo, de los panteones afroides levan-
tados en la América. 51
En las ceremonias que tienen lugar en las casas
de santo en Cuba se le rinde culto a Echu como un
avatar o camino de Elebwa, Elegba, Elegbara (Legba en-
tre los fon). En Dahomey (hoy Benin), Legba es el
intérprete de los dioses, sin él no se les puede escu-
char, ni los hombres comunicarse con ellos
(Métraux, 1958:88).

51
Describiendo una fiesta en Ville Bonheur, durante la celebra-
ción católica haitiana de la Féte du Saut d´Eau, Herskovits se
refiere a las danzas profanas y a los juegos públicos, y a las
procesiones de penitentes, con sus trajes de colores de acuerdo
con los loa de sus respectivas devociones, muchos posesos,
comunicando remedios y otros medios de curas a cuantas per-
sonas encuentran en el camino, y explica: «Aún en la iglesia,
sin embargo, donde todo se dispone para ofrecer las oraciones
como de observación central de la fiesta, las muchas velas
colocadas en unas piedras de la entrada son casi siempre para
San Antonio, el mismo loa, recordemos, que se llama Legba, el
guardián de todas las entradas» (Herskovits, 1937:286).

128
[...] los legba llamados Echu o Elegbara entre los
yoruba, están muy difundidos entre todas las al-
deas y ocupan un lugar particular. Son montícu-
los de tierra de 0.30 a 0.80 m que tienen a menu-
do forma humana gracias a los ojos de cauris y
los rasgos de la boca. Su exagerada virilidad les
ha hecho llamar diablos por los misioneros moji-
gatos. Pero, en realidad, son genios generalmen-
te dedicados a absorber a veces las fuerzas malig-
nas y jugar otras un papel protector. Entre estos
Legba, el Jueli (Houéli) está encargado especial-
mente de cuidar la casa (Cornevin 1968:101).

Junto a este oricha se sitúan Ogún y Ochosi, los


que constituyen poderosos guardianes —guar-
dieros— de la casa y se les conoce popularmente por
los tres guerreros. Ogún es el dueño del hierro, de la
fragua, de las armas filosas, y en general de todos
los que manipulan herramientas y maquinarias, así
como de las grandes usinas y, en Cuba, de la maqui-
naria de los centrales azucareros.52 Ochosi es la divi-
nidad de la caza, representado por un arco y una
flecha de hierro.

52
«Los choferes de camiones que les cruzan por encima a los
perros hacen eso por causa de Ogún. Pero esto es una degene-
ración. Debe recordarse que un verdadero adorador de Ogún
no es probable que sea chofer de camión. Los choferes son
musulmanes o cristianos. Como ellos andan con un vehículo
de hierro (que es sagrado para Ogún) matan perros “por si
acaso”. Pero esas muertes poco ceremoniosas y casuales son
contrarias a todos los conceptos paganos» (Beier, 1961:15).

129
Cada oricha se simboliza por un color y un nú-
mero; también tiene asignado un día de la semana y
determinados animales para serles sacrificados.
La representación de los elementos simbólicos
de los orichas no es uniforme en América, ni aun,
como en el caso de Cuba, en las diferentes regiones
donde se ha concentrado el culto a la regla de ocha.
Además, estos símbolos que se adjuntan a los orichas
pueden cambiar en sus diferentes avatares o mani-
festaciones. Esto aparece, asimismo, en la sincreti-
zación con las deidades católicas que ocurren en una
gran variedad.53
Para los changotistas de Trinidad, las encrucija-
das son lugares potentes, de fuerza, para ir a reali-
zar ritos mágicos. Se cree que los espíritus diabólicos,
equiparados a Echu, se congregan en las encrucija-
das, y en casos graves, se hace necesario recurrir a
un cruce de caminos para atraer la ayuda o evitar la
influencia de aquéllos. Echu, identificado con Sata-
nás, debe ser despedido antes de llamar a los demás
poderes. Un ayudante lleva al templo (palais) una güira
con agua y cenizas, la comida de Echu, y la coloca en
el suelo entonándose un canto: Echu, ba-rok-bo (Echu-
bara-bo con que se le canta en Cuba). Entonces se
saca la güira fuera del palais y se bota, simbolizando
53
El estudio más profundo de los cultos de los orichas y vodum en
Brasil, con una amplia referencia a sus cultos en África y datos
tomados de Fernando Ortiz y Lydia Cabrera sobre Cuba es el
realizado por Pierre Verger: Notes sur le culte des Orischa et
Vodum; a Bahía, la baie de Tous les Saints et á l´Ancienne Cóte des
Esclaves en Afrique, 1951.

130
la expulsión de Echu de la ceremonia. Después de
botar a Echu se invoca a Ogún (San Miguel) tocán-
dole uno de sus ritmos en los tambores y entonán-
dose uno o más cantos a su honor: Ogún ma-ju-ba.
Como una regla, inmediatamente después de Oggún,
se llaman otros poderes masculinos y después ven-
drán los femeninos (Simpson, 1955:42).
Elebwa —tomando este oricha para ejemplificar
un caso de supervivencia religiosa dentro del com-
plejo religioso denominado santería o regla de ocha en
Cuba— es una deidad muy temida. En el trato dia-
rio, en el desenvolvimiento rutinario de la vida del
santero —creyente u oficiante de la regla de ocha—
debe observar determinadas atenciones para este
oricha. Entre estas prácticas figura el echar agua, ebbó
omí ota sile, en una esquina de la calle, especialmen-
te cada lunes, yo awo, que es el día que le está dedi-
cado, pues existe la creencia de que allí se estaciona
Elebwa Laroye y se posesiona de ese céntrico lugar
junto a los otros dos guerreros: Ogún y Ochosi. Otras
veces se deposita por la noche, en una esquina del
cruce de dos calles o dos caminos cualesquiera, orita
meta, guango ose si, una jícara —recipiente de güira—
con un poco de todas las comidas del día, o bien, en
un plato de loza blanca, algo de la comida diaria y
agua de la que se ha bebido y que se pone en el patio
o en los servicios sanitarios o cerca de un tragante
de las aguas albañales, para Echu. No importa que
esta comida la ingieran los animales callejeros, los
perros principalmente, pues su lengua está bendeci-
da por Obatalá.

131
Así Elebwa es dueño del destino, abriendo y ce-
rrando el camino, de la tierra y del cielo; es mensa-
jero de los demás orichas;54 adopta las más variadas y
contradictorias formas de presentarse —manifestarse
a través de la posesión de algunos creyentes—, pero
la preferida es como un muchacho travieso y hace-
dor de maldades y burlas, a veces muy mortificantes.
De aquí que le gusten los juegos de niños (las
canecas de vidrio, los papalotes o cometas). Pero al
mismo tiempo es de contentar —aplacarlo— con la
ofrenda de comidas, pues Elebwa es comelón, akeboye,
Elebwa Alayí-ikí.55
54
«Entre las divinidades africanas Elebwa ha tenido una posición
eminente. En primer lugar, queda situado Elebwa, como el
dueño de los caminos, de las encrucijadas, y, en cierto sentido,
el dueño del porvenir, pues este camino no sólo es la vía física
por donde transitar sino la proyección del individuo. Por eso,
en una sociedad explotada, donde la lucha de clase se resolvía
en la lucha por seguir mejores caminos en la vida social, Elebwa
vino a ser el dueño de este porvenir. De aquí la creencia que
Elebwa lo mismo abre que cierra un camino o proyección
socioeconómica de una persona. Esta preeminencia de Elebwa
acondiciona otras prácticas rituales que reflejan su situación
en el panteón cubano afroide» (León, 1962:57).
55
«A menudo sorprendemos a un hombre o una mujer que llega-
rá hasta una esquina, y verterá, disimuladamente, si hay extra-
ños blancos a la vista, el agua que lleva en una lata o en una
jícara. Este regalo de frescura es para Elegguá Laroye Eshu, el
oricha tan peligroso, que discurre por las calles y se estaciona,
con Oggún y Ochosi, en las esquinas, «donde más trabajan»
[...] y es costumbre recoger en una jícara o en una cazuela
pequeña, un poco de las sobras de cuanto se ha saboreado
durante el día para llevarlo al Elegguá de la esquina [...] nunca
faltará el sustento diario» (Cabrera, 1954:75).

132
En Haití es dueño del portalón místico que sepa-
ra los hombres de los espíritus; Legba es también el
guardián de las puertas y de las empalizadas (o cer-
cas) que rodean las casas, y, por extensión el protec-
tor de los fogones (en Cuba es tradicional que en las
grandes casas-templos de la santería haya un fogón grande
en el patio, de construcción rústica, donde se prepa-
ran las comidas rituales, independiente de la cocina
que se tenga para el uso diario de la familia). En esta
función se le invoca bajo el nombre de Maît’bitation
(Maître de l’habitation). Es también el dueño de las
rutas y de los caminos. En este avatar se le llama
Dueño de las encrucijadas, lugares propicios para los
espíritus malignos y para las artes de magia. Allí reci-
be los tributos y preside los encantamientos y las
invocaciones. Se le puede representar como un viejo
enfermo, cubierto de harapos, con una pipa en la boca
y una cartera en bandolera, avanzando penosamente,
apoyado en una muleta, objeto este que en Haití se
ha convertido en su símbolo, como el garabato —rama
de árbol en forma de gancho en Cuba—, y se le en-
cuentra en las paredes de casi todos los santuarios.
Su aspecto lastimoso le ha valido el sobrenombre de
Legba-pata-cortá —traducimos así la expresión Legba-
pied-cassé para acercarla a una denominación usual
entre los paleros de Cuba.
Pero este Legba desarrolla una fuerza terrible que
se muestra en la brutalidad de los gestos del poseso
tirándose al suelo y debatiéndose frenéticamente o
permaneciendo inerte como fulminado por el rayo
(Métraux, 1958:89).

133
Elebwa repite en África sus caracteres africanos
contradictorios, entre lo irascible y lo jovial, lo be-
nevolente y lo rencoroso, lo humilde y lo engreído,
y más que una oscilación entre los casos extremos
de estas pasiones mundanas representa un equili-
brio entre estas armas tan blandidas en la lucha de
las clases sociales. Por eso se ha dicho que es quizás
el más humano de todos los orichas.56
El oricha que se pasea entre nuestros dos conti-
nentes demanda la primacía en todas las ofrendas:
Elebwa debe comer antes que todos los demás orichas, y
es capaz de presentarse con los más variados atuendos
para disfrazar su identidad. Ningún loá se atreve a
manifestarse sin la autorización de Legbá. Cualquie-
ra que le haya ofendido no podrá dirigirse a sus loá y
se encontrará sin su protección. Por esto es necesa-
rio cuidarse de no buscar su enemistad. Legbá posee
la llave del mundo espiritual y, por esta razón, se ha
comparado a San Pedro (Métraux, 1958:88).

56
«Pero, a su vez, a Elebwa se le atribuyen los caracteres que el
hombre del pueblo juzga como complementarios en esa posi-
ción que tiene. Elebwa sabe ser jovial, divertido, juguetón y
amigo de dar bromas; al mismo tiempo sabe montar en cólera
y mostrar su ira, o aplicar castigos siempre justos. Es decir, las
condiciones que el hombre del pueblo requeriría para ir lo-
grando posiciones sociales y económicas mejores en una so-
ciedad clasista y en la cual le redujeron a los niveles más infe-
riores, hasta los infrahumanos que reservaron a los esclavos.
Esta posición de Elebwa en el complejo de creencias del hom-
bre del pueblo es , a su vez, causa de que esta deidad radique en
los más diversos objetos, pues tiene que adaptarse a muy
variadas circunstancias» (León, 1962:57).

134
La representación más frecuente del oricha es la
de un promontorio cónico hecho de una mezcla a
base de cemento, con dos cauris simulando los ojos
de una cara humana, a veces con el modelado de la
nariz y hasta con otro cauri en lugar de la boca. La
figura remata en un estilete de hierro o una espuela
de gallo de lidia, para facilitar los sacrificios de las
aves que se le ofrendan. Dentro se le pone la carne
mágica. Otra representación de este oricha es la de
forma de muñeco, Obbakeré, de la misma masa de
cemento o madera, o una piedra madrepórica o de
una caliza marina, o en un caracol de la especie
strombus gigas, Elebwa Kakará, o bien Echu Luyí.57
En Elebwa se ha dado la imagen donde se resuel-
ven las contradicciones económicas y sociales del
hombre humilde del pueblo, desde el esclavo hasta
los que, en los momentos posteriores de la vida de
nuestros países, se cobijaron en estas formas reli-
giosas. Elebwa tiene caminos tales como el del llama-
do Elebwa Layiki, del que no se sabe cómo empieza y
cómo termina; Echu Oddemara, lo mismo hace un
bien que un mal; Echu Lagwapa, el que está en todas
57
«Echu está representado por un promontorio de tierra o de
laterita, dándosele vagamente la forma de un hombre agacha-
do. Bajo el aspecto de Legba, entre fon, se le añade un falo de
tamaño respetable, lo cual ha sido objeto de atención de nu-
merosos viajeros anteriores y ha hecho que se le tomara erró-
neamente como la divinidad de la fecundidad o de la
copulación. Sin embargo, esa representación no es más que la
afirmación de su carácter truculento, violento, desvergonzado
y el deseo de chocar contra las buenas costumbres» (Verger,
1957:115).

135
partes. Elebwa es lo suficientemente poderoso para
derribar los obstáculos que la clase dominante de
nuestras sociedades impone a las clases dominadas.
No sería raro que una persona, aun sin haberse ini-
ciado en ocha, como simple creyente recurra a la casa
de un santero y éste le indique cómo preparar un
ajiaco, encubrir la cazuela, que debe ser nueva y de
barro, con dos pedazos cuadrados de género blanco
y negro, anudado en las cuatro puntas y puesto en
una encrucijada de caminos; después de esta ofren-
da ya se pueda encontrar en condiciones para ir a soli-
citar un empleo.
Este oricha protege y libera a los creyentes, con
su ejemplo de picardías y tretas, del peso de otras
divinidades también exigentes, como son Orula y
Obatalá. Orula le debe a Elebwa el poseer el aché (po-
der) de la adivinación, pues poseyéndolo éste se lo
traspasó a Orula con tal de que se le permitiera co-
mer antes que todos los demás colegas de la teogonía
yorubiana, y así lo reporta Verger en África,58 o bien
58
«Otra manera de justificar esta obligación de hacer las primeras
ofrendas a Echu está dada en el mito publicado por el R. P.
Baudin, repetido por Ellis y después por Frobenius, que dice que
al principio del mundo no había más que unas cuantas personas
sobre la tierra y los dioses no recibían más que unos pocos
sacrificios y ya tenían hambre, y debían dedicarse a ciertos tra-
bajos para aprovisionarse. Un día que Ifá [Orula] se lamentaba
con Echu de lo duro que eran esos tiempos, el más astuto y
sagaz de los genios, y a la vez el más malintencionado, le dijo
que él, Ifá, podría tener el medio para recibir muchas ofrendas,
ya que podría enseñarle cómo adivinar, pero que no le revelaría
este secreto más que a cambio de la seguridad de que siempre
él recibiría las primeras ofrendas» (Verger, 1951:111).

136
a cambio de curar a Olofi de un viejo padecimiento,
como aparece referido por Lydia Cabrera en Cuba.59
De todos modos, este oricha gourmand conserva en
América su privilegio de comer antes que los demás
orichas, antes que todos en la casa.
Pero Elebwa se puede presentar rumboso, alta-
nero, elegante, y orgulloso, Elebwa Aye-yé Gumá, como
corresponde a quien fue príncipe, hijo de un Obba; y
no deja de haber, en estos caminos tan disímiles, un
reflejo de las luchas y aspiraciones del hombre del
pueblo, una especie de desalienación de la condi-
ción de clase dominada; de aquí la importancia que
ha tenido en los cultos afroides conservados en la
América. Este oricha queda situado frente al alma y
al destino del creyente. Recordemos aquí que en
Cuba, Osun, discutido como oricha y aceptado como
dueño del alma del creyente 60 debe comer junto a

59
«Si Eleggua obtiene de Olofi el privilegio de comer antes que
los demás dioses, antes que Obatalá, y el de negarse a consen-
tir, cuando no se le toma en cuenta, que se realicen las cosas
más importantes o banales, se debe, como hemos dicho, a que
en una ocasión curó a Olofi, El Padre Eterno, amenazado de
muerte. “Le salvó la vida a Dios”. Olofi padecía de un mal
misterioso, que agravándose por días, le impedía trabajar en
sus labranzas. Todos los santos habían intentado aliviarlo al
menos, pero sus medicinas no habían logrado ningún resulta-
do. El Padre de los orichas, el Creador, ya no podía levantarse,
en extremo débil y adolorido» (Cabrera, 1954:48).
60
«Resulta difícil deslindar nítidiamente el significado de algu-
nas piezas de la etnografía religiosa de origen africano,
transculturadas en Cuba, principalmente, con la religión cató-
lica. Entre ellas se destaca el osun, pequeño objeto ritual que

137
Elebwa y para refrescarlo se hace también en compa-
ñía de este oricha y se le entrega al iniciado al mo-
mento de dársele los tres guerreros. Elebwa pertenece
tanto a los grandes cultos generales del pueblo
yoruba, como una deidad mayor, como se le encuen-
tra asociado a los cultos personales y locales. Elebwa
queda en posesión de todos los accidentes de la vida
—además de la consulta que se le hace al iniciarse el
día, ninguna empresa puede realizarse si no está am-
parada por su decisión— y se proyecta sobre la vida
futura, la cual puede prever; porque también conoce
el destino de sus hijos, donde los caminos, las encru-
cijadas y las puertas simbolizan el paso del hombre
para sus luchas. 61

poseen casi todos, por no decir la totalidad de los creyentes,


incluso sin haber hecho santo. Va unido a los guerreros y se
entrega en la misma ceremonia, sin que se pueda precisar si es
uno de ellos o si trabaja asociado a los mismos [...] Para
algunos “representa la vida misma”, pero todos están acordes
en exponer que si el osun se cae, cae también la vida de su
poseedor, y que hay que hacer rogación porque algún peligro le
amenaza y el osun ”que es el vigía” le avisa. Hay quien conside-
ra que es el propio Oddúa San Manuel mientras que para otros
es San Dimas, el Buen Ladrón» (Torres, 1967:65).
61
«Íntimamente asociado, tanto con el alma como con el destino
del hombre, está la divinidad Legba, que a la vez que pertenece
al gran panteón es uno de los dioses más personales, y cuya
importancia en África está atestiguada por la extensión con
que se le rinde culto hoy en muchas partes del Nuevo Mundo,
y por su amplitud en Haití. Desde el punto de vista de la
filosofía dahomeyana, Legba puede ser considerado como la
divinidad del incidente, quien da al hombre una salida en un
mundo determinado también por un destino inexorable. Gro-

138
Elebwa era hijo de Echu Okúboro, Obba, rey, allá
en una tierra africana. La madre era Añaguí. El mu-
chacho era inteligente, apuesto, guapo y decidido,
era Obbaloye. Un día salió con su séquito por un
camino, él iba delante, y al llegar a una encrucijada
detuvo repentinamente el caballo en que montaba,
se bajó, y yendo hacia un sitio se detuvo temeroso
por tres veces, y recogió un coco seco que estaba por
el suelo. Los acompañantes se extrañaron que Elebwa
titubeara por tres veces y que con tanto temor reco-
giera un coco seco, pero siguieron el camino hasta
llegar a la casa del Obba.
En la casa Elebwa contó a su padre que en aquel
coco había visto brillar dos luces como dos ojos, y
nadie le creyó. Elebwa botó el coco, que fue a parar
detrás de la puerta.
Un día, cuando se celebraba una fiesta en el pa-
lacio, todos vieron, con asombro, que en el coco bri-
llaban dos luces. Tres días más tarde el joven
príncipe moría y durante el velorio estuvieron bri-
llando las dos luces.
Pero el tiempo pasó y nadie se acordaba ya de
Elebwa ni del coco. El pueblo pasaba por una situa-

sero en sus deseos y caprichoso, es sin embargo, amado por


los dahomeyanos, y aunque su nombre ha sido erróneamente
traducido por el término de diablo, ello no puede estar más
lejos de la realidad. De significación particular es su papel en
Haití como guardián de las encrucijadas y de las entradas,
puesto que se dice: ¨Antes que los dioses puedan comer, Legba
debe ser alimentado”, y en otras palabras, Legba es mensajero
entre el hombre y los dioses» (Herskovits, 1937:30).

139
ción desesperada y llegaron a la conclusión de que
aquello era porque el coco estaba abandonado. Fue-
ron a buscarlo para rendirle culto, pero encontraron
que los animales se lo habían comido. Entonces pen-
saron que era mejor sustituir el coco por una piedra
(otá) prieta y redondeada. Desde entonces se tiene a
Elebwa en una piedra que se pone detrás de la puer-
ta. Por eso se dice: Ikú ibi ocha, que traducen los
creyentes como el muerto parió un santo. Este santo es
la divinidad Elebwa.
En esta leyenda, se explica la aparición de Elebwa
como poder sobrenatural, que después representará
el camino y la encrucijada y la constante reclama-
ción de atención, así como su conexión con Echu
—representación de una fuerza maléfica que los mi-
sioneros identificaron puerilmente en África con el
diablo—, y con Ikú, la muerte. Luego, esta misma
leyenda señala la presencia de siete Echu y cada uno
con tres advocaciones o manifestaciones, de donde
resultan los veintiún caracoles cauris por los que se
lee (proceso adivinatorio del caracol, diloggún). Los
siete Echu son: 1. el propio Okúboro; 2. Añaguí, la
mujer; 3. Labwana; 4. Laroye; 5. Batiele; 6. Baralayiqui,
y 7. Oddemasa.
Un informante nos comunica que Echu Labwana
es un viejo muertero, que representa el infortunio;
mientras que Echu Laroye representa la traición y,
además, recoge lo que se le envíe (ofrendas) a Elebwa.
Por esta razón es el que está más cerca de la casa.
Unos le llaman Elebwa Laroye, pero los santeros, los
oficiantes de estos cultos, discuten si es un camino

140
de Elebwa o si es su mensajero, como camino de Echu
en este caso. A Elebwa Laroye se le identifica otras
veces como revoltoso, trastornador, alborotador, que
todo lo cambia y disloca. Hasta hay una historia en
torno a que una vez le desordenó todo el tablero a
Ifá. Otros, por eso, le llaman Echu-bi. Cuando se re-
gistra se dice un rezo en el que se alude a este Elebwa
Laroye, para que no vaya a perturbar en la adivina-
ción. Atano-che odda lifu aaro mobbé aché, Aché mimo
aaro mobbé omó tutu, Ona tutu, Tutu Laroye, dice el
santero vertiendo tres pocos de agua antes de tirar
los cuatro pedazos de coco para registrar (adivinar).
Alayickí foribá fní fení-kan, dice el babalawo antes de
registrar en el tablero para aplacar a Elebwa y no repita
aquella trastada que hizo una vez.
Todas estas tradiciones viven en el pueblo cu-
bano en dos formas. En un caso entre el grupo de
oficiantes de estos ritos y de aquellos que guardan,
de cierto modo, relación con los grupos de proce-
dencia yoruba. En el segundo caso están los indi-
viduos que sin ser practicantes decididos de estos
ritos adoptan una religiosidad sui generis sostenida
por un ansia de escape de los problemas socioeco-
nómicos que trae aparejada la lucha de clases.* En
ciertos sectores de la población cubana se realizan
prácticas rituales a las divinidades cubano-yoruba.

* Son muchas las motivaciones que vinculan los creyentes con


sus respectivas prácticas, desde relaciones amorosas y cuestio-
nes de salud hasta situaciones específicas con la justicia; todas
ellas muy relacionadas con la prosperidad material y con la
estabilidad afectiva.

141
Las personas van con un oficiante, el santero, quien
por uno de los procesos adivinatorios determina
qué debe hacer la persona que se registra (consul-
ta). De esta manera se realizan prácticas anexas a
las más ortodoxas que tienen lugar en los ilé-ocha,
o casas de santería donde vive un babalocha (sante-
ro), o una iyalocha (santera), o un babalawo (ofician-
te de Orula).
Incluso se puede tener un Elebwa en la casa sin
que parezca, a los ojos de los visitantes, que se trata
de un fetiche africano. Muchas personas practican esta
religiosidad de manera oculta y les basta con colocar
una figurilla de porcelana, un bibelot adquirido en
un comercio, especialmente separado por un ofician-
te y poseer ya un oricha trascendido. Luego, cada vez
que reclame comida bastará con llevar el objeto a la
casa del padrino o la madrina que le hará las ceremo-
nias correspondientes y lo tendrá unos días junto a
sus santos para que recojan bastante poder; después
volverá a adornar-proteger la casa.
Propiamente los oficiantes colocan a Elebwa jun-
to al suelo recordando aquella leyenda del coco que
estuvo tirado detrás de la puerta. Cuando no se le
representa por un muñeco, se coloca en una peque-
ña cazuela de barro, dentro de la cual a veces se po-
nen tres canecas de vidrio, un pito —especialmente
de los que hace muucho tiempo usaba en Cuba la
Policía, llamados popularmente pitos-de-auxilio—, una
pequeña rama vegetal cortada en forma de gancho
—garabato—, adminículo ritual que utiliza este
oricha, unas monedas —antes se preferían las de co-

142
bre de curso legal en Norteamérica— y una bolsita
de tela que contiene la mano de caracoles utilizados
en el registro.
Elebwa, junto con los otros dos orichas que siem-
pre le acompañan, Oggún y Ochosi —los tres santos
guerreros— se sitúan dentro de una pequeña caja que,
con una puerta al frente, se coloca en el suelo detrás
de la puerta principal de la casa. Sobre esta caja se
pone la figura de una pequeña casa, rústica, de ma-
dera, que sirve de atributo a Osain. Los tres guerreros,
junto a Osain, hacen las veces de guardianes pode-
rosos, guardieros. En esta función de cuidadores de
la casa hay una manifestación de Elebwa, llamada
Oní Boddé (portero), que se coloca fuera de la vivien-
da. Elebwa Añaki Laddé y Echu Aroni son dos mani-
festaciones de este oricha que se sitúan también fuera
de la casa; el primero en la sabana y el segundo muy
internado en el monte.
Uno de los caminos o avatares de Elebwa que se
repiten en Cuba es el que se conoce por Añagui,
Elebwa Añagui. Dice una historia —narración que
encierra una acción y poder de la divinidad y se usa
como conseja o como la voz del oricha cuando se
manifiesta a través de uno de los procesos de adivi-
nación— que en otros tiempos había una persona
que estaba en una situación difícil y le dijeron que
saliera a caminar, y por el camino se encontraría con
una piedra que le iba a llamar la atención. Debía
entonces recogerla y llevarla a Olofi, quien le dijo:
«Éste es tu Elebwa». Por eso se encuentran entre los
creyentes las más diversas piedras. El creyente debe

143
recogerla y llevarla a su padrino o madrina para que la
registre, es decir, para que, por medio de la adivina-
ción, vea si el oricha admite esa piedra como su pro-
pia representación. Muchas veces se escoge, como
piedra, un pedazo de adoquín (piedra granítica artifi-
cial, con ciertos reflejos a la luz, usada en la
pavimentación de calles).
En otra historia o relato se habla de un Elebwa
Nasancío. Había una persona que estaba sumamente
apurada por salir de una situación difícil y fue pri-
mero a ver a Olofi, quien le dijo que por sí misma
debía pensar en lo que le pudiera servir para abrirse
el camino, y después él, Olofi, la ayudaría.
La persona salió y encontró barro, ekú (jutía:
mamífero roedor cubano), eyá (pescado ahumado) y
tres piedras pequeñas y, además, un gallo (akikú) al
que le arrancó la lengua, el corazón, las patas y los
órganos genitales, y cortó tres ramas en forma de
garabatos (es decir, de ganchos) de un árbol. Con
todo ello modeló la forma de una cabeza y con tres
diloggún (cauris) le hizo los ojos y la boca. Cuando
terminó fue a enseñarlo a Olofi, quien le dijo: «Ése
es tu guardiero».
Otros Elebwa son el llamado Elebwa Laguese
(Kakará o Luyi), que es el que está en un caracol
grande (strombus) y Elebwa Latopa, que se hace de
un muñeco de madera. Dice la historia que una vez
había tres amigos, de nuevo en una situación apre-
miante y fueron a ver a Olofi; éste les dijo que pro-
curaran encontrar un muñeco, pues en ello estaba
su salvación. Los tres regresaron al pueblo. Uno de

144
ellos robó un muñeco tan pronto entró en el pueblo
y volvió corriendo a donde Olofi, sin decir nada a los
otros dos compañeros que se quedaron afligidos.
Pero el tercero fue por un camino, vio un árbol que
le llamó la atención. Cortó una rama y con el cuchi-
llo que llevaba talló tres muñecos; para esto contó
incluso con el otro amigo que les había tomado la
delantera. Entonces, con sus tres figuras, fue a ver a
Olofi, quien le dijo: «Ése es tu Elebwa, pues aunque
llegaste después, fuiste mejor que el primero, pues
hiciste tres muñecos, y no robaste».
En otras historias, Elebwa aparece como jugándole
malas pasadas a Orula y Obatalá, de quienes lograba,
como muchacho travieso y sagaz, todo lo que se pro-
ponía. De Orula obtuvo que lo hiciera mensajero de
los demás orichas, y con eso estaba enterado de todo
lo que pasaba entre los santos. A Obatalá le sacó di-
nero para ir a una fiesta elegantemente vestido. En
otra ocasión hizo que se culpara a Osun del robo de
un chivo, embarrándole la boca con la sangre del
animal, mientras aquél dormía.
Los mismos elementos económicos y sociales
aparecen dentro de las leyendas que se conservan
sobre Echu en Brasil. Pierre Verger (1957:111) re-
porta lo siguiente: Echu era familia, hermano de
Oggún, de Ochosi, de Changó y de otros. No hemos
encontrado en Cuba leyendas correspondientes en
todas sus partes con ésta; sin embargo, Lydia Ca-
brera (1957:109) recoge los datos de un Elebwa que
anda con Changó, Echú Baraiñe: el que anda con Osain,
Elebwa Echeriké, o con Ikú, Echú Alabé-guana, y Obara-

145
bara Bakiña, que junto a Achi-Kuelo son dos Elebwa
que tienen trato con Ifá.
Echú se la pasaba tirando piedras contra las ca-
sas de aquellos familiares, para con ello formar ba-
rullo y armar trifulcas. Por esto el Rey de África
ordenó tomar medidas dentro de aquella familia para
poner fin a los absurdos que cometía Echu. La fami-
lia persuadió entonces a Echu de que se fuera a otra
parte bien lejos de allí. Él se retiró para un sitio
muy apartado. Pasó el tiempo, y sus familiares ha-
cían sus fiestas para homenajear a otros orichas, pero
se habían olvidado de él y no tenían noticias suyas.
En las fiestas había matanzas, y para Echu no se
ofrendaba nada. Hasta él mismo, muchas veces, se
acercaba a la puerta de una casa donde se celebraba
un toque y nadie lo reconocía. Lo habían olvidado
ya. Pero al terminar las fiestas siempre había barullos
y peleas, y se producían muchas desuniones dentro
de la secta. Por eso el Rey llamó a todos los
babalorichas y ordenó que sólo se celebraran aquellas
fiestas donde no ocurrieran esas peleas.
Varios babalorichas se reunieron entonces y fue-
ron a ver a un babalawo en las afueras de la ciudad
para descubrir qué pasaba en aquel grupo. Pidie-
ron hablar con el babalawo que les leyese diloggún, a
fin de descubrir aquel enredo. El viejo, tirando los
diloggún, registró y habló Echu, para decir que nadie
se acordaba de él y que ya era un espíritu. El viejo
babalawo preguntó por qué él hacía todo aquello y
había esa separación de las personas de su secta.
Echu habló y dijo que era porque sus hermanos ya

146
no se acordaban de él y no le hacían sacrificio algu-
no. El viejo volvió a preguntar para saber qué que-
ría Echu por dejar de hacer todas aquellas tropelías,
y respondió: «Si me hacen un sacrificio y me lo
ofrendan a mí antes que a los demás, no habrá más
contrariedades en los toques». Se le preguntó qué
quería como ofrenda y pidió un carnero y siete po-
llos. El viejo fue después a la casa de los babalorichas
y mató primero para Echu y después para los demás
orichas, y ordenó que siempre se siguiera la misma
práctica y atención para Echu, pues así no habría
más barullos.
El mismo Pierre Verger recoge en su trabajo otra
narración referente a la esperanza del hombre del
pueblo en encontrar un posible apoyo en una socie-
dad licanocrática y una fuerza superior que pueda
actuar justamente. No faltan detalles de evidente
influencia bíblica, como la leyenda en torno a un
hombre, muy enfermo, que envió sus discípulos a to-
das partes del mundo para procurar personas com-
petentes que curaran su terrible enfermedad. Pero
ante su sorpresa los discípulos lo abandonaron. Este
señor ya había hecho todo lo que le habían mandado
en una ofrenda ritual (ebbó): gallos, obbi (coco),
rogaciones, etc. Echu, que había recibido aquel ebbó
le dijo: «Levántate y sigue delante de mí, que yo te
iré escoltando por detrás hasta llegar a los pies de
quien puede salvarte en esta emergencia». Así llega-
ron a donde Orumila, acompañado de un discípulo
fiel que no lo despreció en los momentos más indis-
pensables de la vida.

147
5
La supervivencia de las lenguas
originales tiene lugar dentro del proceso
de reconstrucción de las formas
de vida del africano

La supervivencia de elementos de las lenguas


negroafricanas corresponde a las condiciones de vida
del esclavo, y la presencia de esos elementos refleja
las formas de relación social consustanciales a la
situación de clase del negro y sus descendientes. La
existencia social del africano, al quedar bruscamen-
te escindida de los modos de producción tradiciona-
les, no permitió una continuidad en el desarrollo de
las relaciones sociales africanas, por lo que el len-
guaje perdió en América todo su valor instrumen-
tal. El africano se vio compulsado a adoptar la lengua
del dominador, mientras que las suyas se vieron so-
metidas a un desarrollo impuesto por las nuevas re-
laciones de producción determinadas por el trabajo
esclavo.
Por ello, la supervivencia de elementos
lingüísticos afroides debemos considerarla ante es-
tos dos grandes cauces que señalamos: por un lado,
la apropiación de la lengua del dominador; por el
otro, la conservación de las lenguas propias. En el
primer caso se plantearía no sólo el qué y el cómo de
esta apropiación, sino qué le ofrece el dominador,
cuál era su lengua, en qué grado de desarrollo se
encontraba, cuál era el papel de las diferencias

148
dialectales y de las lenguas regionales en la integra-
ción de las poblaciones americanas, incluso consi-
derar la circunstancia de que muchos de los hombres
que vinieron a la Colonización —no los que estaban
en contacto directo con las dotaciones, sino aún los
que habían acumulado ya algunos bienes de fortu-
na—, eran analfabetos. 62 La expresión hablada im-
plicó —además de concebir una determinada
morfología usada como estructura general para co-
municar las ideas dentro de esta o aquella lengua—
asumir una cultura y soportar el peso de una civili-
zación (Fanon, 1968:14), de aquí que en las formas
de expresión oral usadas por el negro en América se
reflejen todas las circunstancias culturales que han
obrado en el africano y sus descendientes. Aun en
las que llamamos más adelante lenguas circunstan-
ciadas, no se da un simple recurso de expresión en
un momento ritual, sino que en esas lenguas obran
las formas complejas desarrolladas por la cultura
popular americana en su historia.
El marco que ofrecía el colonizador ha sido con-
siderado por varios estudiosos de las supervivencias
lingüísticas africanas en América, sobre la base de
la persistencia de arcaísmos entre el habla de las
poblaciones negras. Esto nos lleva a tomar en cuen-
62
«En tanto no se heredó ningún sistema tradicional de escritura,
porque no se conocía ninguno, y como el índice de alfabetismo,
aún entre los portugueses, era extremadamente bajo, y aún,
por otro lado, el conocimiento de la liturgia se guardaba secre-
to como protección, no existe un registro y documentación en
Brasil aún de la lengua mejor preservada» (Santos, 1967:14).

149
ta el nivel de desarrollo de las lenguas de domina-
ción durante los dos siglos iniciales de la Coloniza-
ción, XVII y XVIII , no sólo la circunstancia del
analfabetismo,63 —que de por sí se acercaba al nivel
de iletraridad del africano— sino la segmentación
dialectal imperante en las capas más populares de la
población europea en las colonias, como fue el caso
de los tres centros europeos de aportación coloniza-
dora: las Islas Británicas, Francia y España-Portu-
gal. Así, la Isla de Santo Domingo, después del
tratado de Rayswik, fue poblándose de inmigrantes
procedentes de las más disímiles regiones francesas
en lo que a diferencias dialectales se refiere.64 Turner,
remitiéndose al trabajo de John Bennet (Gullah: a
negro patois, 1908), toma en consideración el pano-
rama de la lengua inglesa en el momento de mayor
incremento de la trata esclavista en las costas atlán-

63
«Ágrafos eran en la Península extensos sectores, ágrafos vinie-
ron y ágrafos continuaron siendo. No poseían otros medios de
transmisión de cultura que los indígenas y africanos» (Acosta,
1962:14).
64
«El poblamiento de Santo Domingo estuvo asegurado particu-
larmente por las provincias del Norte y del Oeste de Francia
(Normandíe, Picardíe, Sainttonge, Poitou, Aunis, Berry, etc.),
sin que en ellas se pueda excluir la Provence, en una época en
la que la unidad de la lengua francesa no estaba hecha aún y en
la que las gentes hablaban a la buena de Dios el patois de su
región. A estos colonos les era menester una lengua común, y
el francés de l´île de France les hubiera quizás servido de instru-
mento de comunicación, si la trata negrera no hubiera venido
a complicar con una nueva situación el problema lingüístico»
(Pompilus, 1961:91).

150
ticas de América del Norte. La población de la colo-
nia inglesa estaba formada de obreros contratados,
redemptioners, empleados administrativos y campesi-
nos, que ofrecían a los esclavos recién incorporados
el cuadro de vocabularios exiguos y marcadamente
dialectales, transmitidos por generaciones y conser-
vando voces antiguas, aun de las épocas isabelina y
jacobina inglesas. 65
Algunos arcaísmos castellanos aparecen entre
negros viejos cubanos, especialmente los que han
vivido en medios rurales o en poblados del interior
del país. 66 Algunos de estos arcaísmos, superviven-
cias de las lenguas de dominación, han sufrido cam-
bios particulares al pasar a la población negra y otras
veces se han conservado intactos.67
65
«En el momento del arribo de estos negros a las provincias en
la América, una considerable proporción de la población esta-
ba compuesta por prestamistas, trabajadores contratados y
redemptioners, empleados de la colonia, entre los cuales los
negros recién llagados aprendían su inglés. Sus vocabularios
eran pequeños y muy marcadamente dialectales, en la mayoría
de los casos un dialecto transmitido de padre a hijo por algu-
nas generaciones, conservando cerradamente peculiaridades
de tiempos anteriores, en muchos casos isabelinas y jacobinas»
(John Bennett, citado en Turner, 1949:8).
66
Véase el libro Biografía de un cimarrón, de Miguel Barnet (Insti-
tuto de Etnología y Folklore, La Habana, 1966), donde se
recoge la vida de un cubano negro de más de 105 años de edad.
67
Nos remitimos a la información que ofrece Pradel Pompilus (De
quelques influences de Créole...) sobre arcaísmos franceses, bajo
formas dialectales, de los siglos XVI y XVII y voces trasladadas sin
modificación alguna. Otros son vocablos alterados por aféresis
(écouter > kuté), por síncopa (Métemorphosé > ãmafrezé),

151
El lenguaje en la población afroamericana se vio
ante cuatro niveles en el curso del desarrollo gene-
ral de las lenguas; primero, la lengua oficial como
instrumento de aislamiento y encumbramiento por
parte de sus poseedores: aquellos que lograban el
dominio académico de una de las lenguas de domi-
nación, y la posición de clase les permitía el domi-
nio de otras lenguas como símbolo de alta
culturización. Algunos casos se dieron de esclavos
reservados para el servicio doméstico que fueron
educados por los amos, y lograron el conocimiento
de otras lenguas.
En segundo lugar está aquel estadio del desa-
rrollo del lenguaje que comprende su uso como ins-
trumento de relación primaria en el sentido
dominador-dominado, como es el caso del empleo
de un lenguaje bozal, o de modificación carica-
turizada. Constituye una especie de identificación a
distancia con el negro.
El uso de este lenguaje, teñido de elementos
negros, con manchas de color, es el que aparece en
los poetas del Siglo de Oro español y, tras un nuevo
sentido, lo retoman los poetas antillanos con Nico-
lás Guillén que se puso al frente de la poesía negrista
con sus Motivos de son (l930), y lo confirmó al año
siguiente con Sóngoro cosongo (Augier, 1968:1). La

o por falsos cortes (l´école > lékol la). «A este fondo, hay que
añadir palabras caribes, españolas, portuguesas, inglesas y afri-
canas» (Pompilus, 1961:18).

152
presencia de personajes negros en situaciones so-
ciales deprimentes, hablando un lenguaje deforma-
do, con algunas voces onomatopéyicas, todavía sin
integrarse a una forma y un rito del negro, se nos
muestra en El entremés de los negros, de Simón Agua-
do. Luego aparecerán negros en Lope de Vega, con
voces mutiladas y deformadas, y la repetición de
algunas interjecciones. Desde épocas más tempra-
nas aún se había hecho referencia al negro en la
poesía española tomándolo como expresión de feal-
dad frente al prototipo euroccidental: «Non guer eu
donzela/ e negra come carbón», se dice en unos ver-
sos de Alfonso el Sabio.68
Alcanzando la lírica barroca es que vemos aque-
llos negros, también mulatos, dentro de personajes
de los más disímiles caracteres, pero siempre en con-
traste y situados juntos a las clases tenidas por las
más bajas de la población; «mirándolo como un irre-
nunciable elemento del mundo en torno —lo mis-
mo que miraron al pastor, al villano o al jaque, por
ejemplo, seres bajos pero existentes en su paisaje
vital y por ello mismo poetizables» (Monguió,
1957:258). Al negro se le retrató en un lenguaje
criptoafricano o se le describió dentro de la sátira
social de la época: «En fin, en siendo dama ya cual-
quiera/ Hace extremos del rey más que Lucrecia;/

68
«Nuestros negros son en este caso pretexto decorativo y gra-
cioso para realzar con su condición humilde y su aspecto ajeno
a la norma blanca, la alta condición y la normal belleza de las
damas cantadas por los poetas» (Monguió, 1957:249).

153
Después con vuestro negro es placentera».69 Ese len-
guaje deformado, junto a voces onomatopéyicas,
había aparecido en Aguado y en Góngora (Feldman
Harth, 1956:793):

toca negro,
toca tu;
tu pu tu tu, pu tu tu
tu pu tu tu, pu tu tu...
(Aguado)

Vamo ayá
Toca instrumento
Elamú, calambú, cambú
Elamú...
(Góngora)

En la poesía americana se había hecho mención


al negro, reflejando estas mismas situaciones: La
Araucana, La fiesta de los negros, aun en Martín Fie-
rro. Es en Sor Juana Inés de la Cruz donde se trata al
negro dentro de la visión social del momento, reve-
lando la injusticia impuesta por el blanco: «¡pues,
Dioso! ¡Mila la tlampa!/ que aunque negla, gente
somo,/ auque nos dici ¡cabaya!» (Feldman Harth,
1953:793).
69
«Durante el barroco, pues, el negro es en la poesía española una
figura graciosa o chocarrera; pero lo mismo que Góngora lo
equipara con el villano blanco, los demás poetas barrocos lo
equiparan con el resto de las bajas clases sociales españolas a
las que indudablemente el negro estaba entonces asimilado en
la Península» (Monguió, 1957:252).

154
Hay, pues, que llegar a la poesía antillana para
encontrar la incorporación de los elementos forma-
les (la alternancia solo-coro de la música africana ela-
borada en las múltiples variantes del folklore musical
afroamericano), el ritmo oratórico percutido en tam-
bores —que si bien no son de altura variable, los
tamboreros desarrollan una técnica precisa para ob-
tener ciertas variaciones de calidad tímbrica—, y no
como meras sílabas onomatopéyicas de un sentido
rítmico muy global; además, el contenido, donde no
se trata de utilizar al negro como bufón. Este carác-
ter era el que tenía al representar al negro como fi-
gura grotesca en el sainete hecho para reír a costa
de los vanos intentos de imitación de la existencia
de ciertos blancos, en ciertas capas de libertos y mu-
latos (Portuondo, l968:2):

Tamba, tamba, tamba, tamba,


tamba del negro que tumba;
tumba del negro, caramba,
caramba, que el negro tumba:
¡yamba, yambó yambambé!
(Guillén)

Pero el lenguaje del hombre negro de América


necesitaba un instrumento en el cual la relación es-
tuviera dada en forma inversa, dominado-domina-
dor, y así se crean dos grandes formas de comu-
nicación verbal afroamericana: el créole y el papiamento,
las cuales permanecen como instrumentos de rela-
ción primaria.

155
Por último, el cuarto nivel que establecemos está
ocupado por las lenguas de relación circunstancial,
usadas como instrumentos de relación en lo que le
quedó al negro de sus formas originales de existen-
cia social. Aquí figuran las lenguas africanas tal como
han persistido hasta hoy en América: el nagó o
yoruba, en Brasil y Cuba, los elementos de lenguas
bantú y de otros grupos étnicos africanos que se
utilizan de manera coyuntural por sectores de po-
blación, y la lengua abakuá en lo que permanece en
Cuba de las agrupaciones de ñáñigos.*
El hecho de que la presencia de estas lenguas
africanas supervivan en conexión con las formas de
la conciencia social religiosa no explica una religio-
sidad del negro transmitida a sus descendientes y
asimilada por no pocos blancos, sino a las condicio-
nes materiales de vida que resultaban del sistema de
explotación económica. Las lenguas africanas res-
pondían a aquellas actividades del hombre que por
su naturaleza quedaban fuera de las relaciones de
producción impuestas por el régimen colonial y que
derivaban de las concepciones universales de que dis-
ponía el africano, no porque el amo le permitiera
—como momentos de ingenuo solaz— recurrir a sus
cantos, danzas y ritos, sino que estas prácticas que-
daban insertadas en un sistema de existencia social
que nada tenía que ver, o se les estimaba en muy

* Un ejemplo reciente es el libro de Hippolyte Brice Sogbossi


sobre La tradición ewé-fon en Cuba, Fundación Fernando Ortiz,
La Habana, 1998.

156
poco, en los modos de producción colonial. Es de-
cir, conservó el lenguaje correspondiente a la activi-
dad que le quedaba no comprometida con el trabajo
impuesto.
Estos lenguajes originarios se desarrollarían, a
su vez, sobre nuevas formas de vida: predominio y
prestigio sociales, habitación, alimentación, vesti-
do, menaje y todos los demás aspectos de la cultura
material que resultaban totalmente subvertidos. De
aquí que el fondo léxico original experimentara una
detención y que las normas gramaticales, fonéticas
y sintácticas se vieran sometidas a la presión de las
lenguas de dominación.
Es por esto que las formas entonadas africanas
se pierden a gran velocidad y requerirían hoy un es-
tudio muy detenido para reencontrarlas Es en los
cantos donde pudieran hallarse los elementos de
entonación de las lenguas africanas, por ser la me-
lodía el vehículo idóneo para recoger las inflexiones
silábicas. 70
Otro factor de cambio que actúa sobre las len-
guas africanas trasladadas a América es la influencia
que ejerce la estructura sintáctica de las lenguas de
dominación. Esta influencia está, a su vez, acentua-

70
«[...] las diferencias entre nuestro nàgó y el yoruba son simple-
mente aquellas que pueden existir entre dialectos claramente
similares. Las divergencias no son resultado de la evolución de
una lengua viva, sino más bien de la estratificación de una
lengua ritual en la cual las tonalidades han sido atenuadas,
pero reaparecen claramente cuando los textos son cantados»
(Santos, 1967:17).

157
da por la que han ejercido los recolectores de voca-
bularios desde el siglo XIX . La estructura paremio-
lógica de las lenguas africanas se ve quebrada por la
sintaxis de las lenguas latinas basadas en la
funcionalidad de unidades expresivas dentro de la
oración y del discurso. De aquí que hayan penetrado
en el lenguaje de las masas de población diferentes
nominativos, como los toponímicos que permitían
a los esclavistas localizar la procedencia de un negro
y los que se basaban en nombres tomados de la zoo-
logía y la botánica. El papel del africano tuvo un
lugar importante en la nomenclatura geográfica que
surgía en América. La referencia constante a sitios
geográficos africanos aparece trasladada a América.71
Fernando Ortiz, que tan intensa y extensamen-
te ha estudiado los negros en Cuba, presenta un
análisis de estos toponímicos trasladados de la geo-
grafía africana (Algunos afronegrismos en la toponimia
de Cuba, 1946), después de veintidós años de haber
dado a la publicidad su libro Glosario de afronegrismos.
71
«[...] los negros tuvieron también su intervención en la crecien-
te nomenclatura geográfica colonial de Cuba, unas veces de
manera directa y otras indirectamente. Vocablos toponímicos
que podemos considerar como afronegrismos directos son
aquellos que en Cuba reproducen exactamente vocablos
toponímicos de significación geográfica en África. Sólo los
africanos pudieron traerlos, y aplicarlos generalmente a luga-
res rústicos habitados o frecuentados sólo por ellos en las
espesuras de los montes y en las serranías, pero luego crecidos
por el aumento de la población y cruce de caminos e incorpo-
rados definitivamente a la toponimia común de la Isla» (Ortiz,
1946:93).

158
En el texto de referencia, Ortiz estudia la homología
entre unos diecisiete toponímicos cubanos con si-
tios africanos, algunos de traslación exacta, otros
de evidente derivación con algunos cambios fonéti-
cos, debidos, posiblemente, a los errores cometidos
por los propios autores que los tomaron en África.
Asimismo, añade otros vocablos geográficos toma-
dos de la fitonimia africana, a veces denominando
especies botánicas inmigradas, otras designando al-
gunas parecidas. En este acápite estudia Ortiz nue-
ve toponímicos cubanos derivados de vocablos que
en África designan especies botánicas y señala otros
donde encuentra homologías con zoonímicos afri-
canos. El mencionado autor incluye también una
observación sobre el hecho de que no aparezcan,
entre los toponímicos, los nominativos africanos
usados para designar las deidades, y sí, en cambio,
varios de evidente relación con aspectos mágicos.
Ortiz estudia así las voces Macambo, Magara-
bomba, Jigue y Jimagua, que aparecen entre los tér-
minos que en Cuba designan diversos lugares
geográficos.
Basándose en G. Cyril Claridge (Wild bush tribes
of tropical Africa, 1922), Ortiz toma la palabra ma-
cambo como formada por ma: cosa, objeto; kambica:
cruzar, atar con hilos; o bien kambila: interceptar. O
igualmente, añade Ortiz, de ma: ibídem, y nkamba:
hechizo, misterio; de donde makambica o makambila
> makambo, macambo (con la ortografía castellana).
Asocia Ortiz este vocablo con otro usado en el habla
de los paleros: macuto, que designa los «pequeños pa-

159
quetes que conteniendo sustancias preparadas por
los brujos se suelen emplear como hechizos malé-
volos». Todas estas voces son de origen bantú.
La procedencia bantú de este toponímico se afir-
ma con otras homologías, que podemos añadirle aho-
ra. Por ejemplo, Lydia González Huguet y Jean René
Baudry (1967) recogen otros términos próximos:
kanga (amarrar, atar) en el vocabulario de los paleros
y en las lenguas comerciales lari, monokotuba y língala;
kanguila (amarre, como acción mágica).*
Sobre una referencia de John Barbot (A description
of the Coasts of North and South Guinea and of Ethiopia
Inferior, vulgary Angola, 1732) toma Ortiz la voz
carambomba como antigua denominación del diablo,
al cual se le añadió el prefijo ma: cosa, objeto; y el
gentilicio bantú de bomba o bonga que denomina un
grupo tribal del Congo.
Jigüe, además de toponímico, es en Cuba el nom-
bre de un árbol y la designación de unos entes so-
brenaturales que las tradiciones pueblerinas dicen
que salen de noche de las aguas limosas de los ríos.
Tienen figuras de negritos, con cabellos largos, en
cueros; son como enanitos negros, enamorados y
pícaros (metátesis, en algunos lugares de Cuba di-
cen güije). Ortiz encuentra el mismo término, es-
crito jiwe, reportado por Johnston (A Comparative
Study of the Bantu and Semi-Bantu Languages, 1919),
* En su Diccionario de la lengua conga residual en Cuba, Teodoro
Díaz Fabelo también incluye kange, bamba (en luango): atar,
amarrar, atar fuerte; y kanguila, mkanga, linga: amarrar
[(1998):31].

160
para designar al mono, entre los negros calabares, «y
es sabido que mono, diablo y duende han cambiado
sus nombres en África con mucha frecuencia».
Jimagua es voz que en Cuba denomina a los
mellizos, además de aparecer en varias designacio-
nes geográficas. La voz es de procedencia bantú, donde
se designa por nsimba, nximba o njimba (la x y la j
con sonido suave) al primero de los mellizos (Ref.
de Bentley: Dictionary and Grammar of the Kongo
Language, 1887); al segundogénito se le designa por
nzuji. La voz en cuestión se formaría por akua o nkua:
compañero, uno de ambos, duplicado, camarada; de
donde nsimbakua > njimbakua > jimagua. En Cuba
se recoge también la voz nsimba para designar a los
mellizos (González Huguet y Baudry 1967).*
No obstante, lo más importante en los dos tra-
bajos de Fernando Ortiz a los cuales nos remitimos,
es la negación que hace, en muchos casos de mane-
ra rotunda, de la posible oriundez indoantillana de
muchos de los vocablos que estudia, refiriéndose
extensamente a textos anteriores de autores que han
trazado tales procedencias.

Alguna palabra africana de los negros fue adop-


tada en seguida por los españoles y su uso fue
tan generalizado desde los primeros tiempos que

* Posteriormente, el lingüista Sergio Valdés Bernal, en su libro


Las lenguas indígenas de América y el español de Cuba, vol 1, 1991,
incluye y argumenta los vocablos jigüe y jimagua como propios
del aruaco insular (268-271).

161
fue tenida por india cuando la recogieron los
cronistas castellanos algunas décadas después.72

Los toponímicos tomados de las denominacio-


nes tribales son muy frecuentes en otros lugares de
América. Las designaciones de carabalí, gangá,
aramina, caraballeda, calbarito, aparecen en Vene-
zuela. 73
Históricamente, la introducción de voces afri-
canas en el habla corriente americana, y aun en la
oficial, se realiza por medio de los toponímicos y los
gentilicios. El estudio de aquéllos nos puede dar una
72
«[...] las palabras introducidas en Cuba por influencia de los
lenguajes negros de África, se encuentran con preferencia en el
ambiente rural donde en siglos pasados la población de negros
y mulatos excedió a la de blancos, formando las muy nutridas
dotaciones esclavas de los ingenios de azúcar y de los cafeta-
les. Fue en el campo donde los negros contribuyeron a fijar los
nombres de lugares geográficos, de las plantas y de los anima-
les: así como, por otra parte, en los centros urbanos y en las
viviendas aquéllos pasaron al lenguaje popular vocablos que
aún hoy día son corrientes en la cocina doméstica y en el habla
vulgar de la calle, de las supersticiones, de la curandería y de la
mala vida. Algunas de esas palabras están en el lenguaje gene-
ral de Cuba y de otras naciones americanas y hasta fueron
admitidas en el sagrado de la Real Academia de la Lengua
Española» (Ortiz, 1946:91).
73
«En la toponimia geográfica venezolana podemos encontrar
nombres que no dejan lugar a dudas: Carabalí (en los Estados
de Carabobo y Lara), Gangá (Estado de Miranda), Araramina
(Estado de Miranda), Caraballeda (posiblemente de Carabalí–
Alleda [Allada] en el litoral de La Guaira), Calbarito (segura-
mente del inglés Calbary, en el Estado de Miranda)» (Sojo,
1967:315-316).

162
idea de la presencia de determinados grupos étnicos
africanos y su posible ubicación inicial en la geogra-
fía americana.
La contabilidad y la comercialización ejercidas
sobre los africanos llevaron, desde los primeros mo-
mentos de la Colonización, al empleo reiterado de
los más diversos gentilicios africanos, para los cua-
les los esclavistas no tuvieron muchos cuidados en
registrarlos. A veces se tomaba el punto de embar-
que para registrar una pieza de ébano; otras era el
nombre de la lengua que hablaban u otra caracterís-
tica atribuida a la región de procedencia, y anotado
todo con la más caprichosa ortografía. Así se fueron
apellidando muchos negros, que, en ocasiones baja-
ban del barco o salían del depósito ya bautizados con
un nombre cristiano, especialmente en las colonias
españolas, portuguesas y francesas. En cambio, fue
costumbre de algunos esclavistas del Norte, recu-
rrir a nombres que resultaban estridentes y sarcás-
ticos como es usual para ponérselos a los perros. 74
74
«En la selección de los nombres con que se les identificaba, los
propietarios también ejercían su sentido del humor [¡]. Eran
corrientes los nombres clásicos como César, Cicerón, Catón,
Júpiter, Venus y Juno, deliciosamente ridículos. Se procuraba
también que todo militar o político distinguido tuviera su
homónimo en un esclavo. Así se bautizaron muchachos ne-
gros con los nombres de «Alejandro Magno», «General
Jackson», «Walter Scott», «Napoleón Bonaparte» y «Reina Vic-
toria». Estas escandalosas nominaciones eran discurridas por
el regocijado majín de la hermana del plantador y los visitantes
blancos lo encontraban irresistiblemente gracioso» (De «Sunny
South», citado en Stampp, 1966:350).

163
El estudio de estos gentilicios queda situado en
un lugar importante para el esclarecimiento de los
posibles orígenes de muchas supervivencias africa-
nas, con las limitaciones que resultaban de los pro-
bables errores al determinar los puntos geográficos
originales, o las variantes introducidas al emplear
en la escritura recursos ortográficos diversos, o a
las preferencias que se tenían por esclavos de tal o
cual región, lo que constituyó muy tempranamente
un patrón de valoración. 75
Sin embargo, una investigación más acuciosa
en cuanto a lo documental, pudiera ayudar a es-
tablecer los posibles hilos que constituyen la en-
redada madeja de la trata, y facilitar de este modo
un estudio comparativo con los antecedentes afri-
canos en nuestra cultura. Los documentos que
hoy pueden encontrarse en la parte atlántica,
como los datos históricos africanos, se hacen hoy
poco explícitos con respecto a las situaciones y
denominaciones de las tribus de procedencia, y
sólo pueden esperarse datos muy generales que
complementarían, eso sí, la comprensión de mu-
chos aspectos culturales de ambos bandos, Áfri-
ca y América.

75
«Para quien estudia las culturas negras en América resultará
indispensable establecer la procedencia de los africanos que
fueron traídos como esclavos a los distintos países. Sólo así se
podrán situar los orígenes de algunos rasgos culturales y de
los innumerables vocablos africanos que siguen viviendo, a
veces con profundas modificaciones, en los países america-
nos» (Acosta, 1955-1956:9).

164
Muchos gentilicios manejados en América se
recogen en viejos testamentos, inventarios de ven-
tas de propiedades, comunicaciones oficiales, actas
judiciales y libros de bautizo para negros en alguna
que otra parroquia, y anuncios de ventas de escla-
vos, que se insertaban en la prensa.
El estudio de estas fuentes documentales nos
llevaría, además, a establecer la escala de trabajos
realizados por el africano, sus edades en diferentes
arribazones, así como aquellas características,
somáticas y físicas, que tomaban en cuenta los
esclavistas. 76
Del trabajo del profesor Acosta Saignes se ob-
tiene el dato de una mayoría de africanos de Loango,
Mina y Tari, estos dos últimos de la zona guineana.
Los minas pertenecen al grupo ewe, y quedan situa-
dos sobre el borde costero entre Dahomey, Togo y
Ghana, hablando la lengua twi, rama de la subfamilia
kwa. Practicaron una agricultura muy diversificada
por encontrarse en una zona de sabana arbórea que
corta la faja tropical de lluvias intensas. Los grupos
76
Un estudio en diversos materiales de archivos es el realizado
por el valioso etnólogo Miguel Acosta Saignes, cuyos trabajos
se recopilan inicialmente en su artículo ya citado (1955-1956).
Lo concluye con los datos que demuestran la procedencia afri-
cana de veintiocho gentilicios en que resume varios listas,
desde la que obtuvo de un testamento de 1721. Un trabajo
más reciente aborda nuevos datos sobre el mercado de escla-
vos, sus procedencias, edades, ocupaciones y otras caracterís-
ticas. Véase L. Bergqad, Fe Iglesias y María del Carmen Barcia:
The Cuban Slave Market, 1790-1880, Cambridge University
Press, U.S.S., 1995.

165
ubicados hacia las tierras altas de lo que hoy es la
República de Togo desarrollaron una economía agrí-
cola que los llevó a ocupar una posición de influen-
cia sobre las poblaciones del litoral (Murdock,
1959:252). Los minas tuvieron un cabildo en La Ha-
bana, que reunía a los africanos designados por mina
popó Costa de Oro (Ortiz, 1916:43).* Con la designa-
ción de loangos se conocieron en América a los es-
clavos procedentes del reino de este nombre, al norte
de la desembocadura del río Congo (Zaire). En sus
dominios habitaban las tribus fiot o bavili tamba.
Estos nombres se recogen en América. Hacia 1482
Loango había perdido gran parte de sus dominios,
especialmente las tribus mayombe, situadas más al
este. Loango quedaba en la zona costera y alcanzó
una gran extensión por el litoral (Labouret, l946:83).
Acosta Saignes también hace referencias a negros
nagó, arará y un caso recogido como lucumino.
Revisando de nuevo los datos que aporta Ortiz
(Los negros esclavos), encontramos, entre otras, la
alusión a negros mondongo, misinga (mixingi) y
kisiama, que pertenecen al grupo kimbundu;
musundi, mayombe y loango, del grupo kikongo;
mumbala y mayaka (bayaka) del grupo kwango, y,
ya bien interno en la cuenca del Congo, los cabenda
y embuyla (mbwile) del grupo bemba. Señala Ortiz
la presencia en Cuba de otros grupos que se locali-
zan fácilmente en un mapa de África.

* Con la denominación de mina popó Costa de Oro hemos identi-


ficado en Cuba a los africanos achanti.

166
Volviendo a los datos que ofrece Acosta Saignes,
entresacamos sus referencias a una lista de africa-
nos de «introducción ilícita», donde se informa de
una venta de esclavos de 8 a l3 años de edad, niños
y niñas, con un precio de unos setenta pesos —los
más altos del listado— y el de «una negra, de nación
chara, de más de 40 años, que por estar tuerta, renga
y de ningún servicio se compuso por 25 pesos»,
menos de la mitad del valor de un niño de 12 o 13
años, que tampoco pasaría luego de los 40, como
promedio de vida útil... para el esclavista.
Tras esta penetración de vocabularios africanos,
que quedaban más para el uso de colonialistas, auto-
ridades oficiales, dueños de esclavos, novelistas, poe-
tas, viajeros más o menos observadores, algún músico
(como el caso de Gotshalk), y de voces muy inco-
nexas, incluyendo a veces giros onomatopéyicos y
palabras deformadas del habla bozal, el africano apor-
tó otros vocabularios que correspondían a sus for-
mas de vida más peculiares y tradicionales. Estos
léxicos derivaban de las formas de existencia social
que le resultaban más independientes con respecto
al trabajo esclavo y, a la vez, más consecuentes con la
vida del grupo en que le tocaba estar, o de unas rela-
ciones más estrechas, a veces consigo mismo. De aquí
que las formas de este lenguaje de relaciones circuns-
tanciadas esté muy determinado por lo individual y
sometido a los factores de olvido y alteraciones que
por lo mismo aparecen en el curso de su desarrollo.
Estas lenguas de relación circunstanciada han
partido de la conservación de un vocabulario para

167
designar los objetos y actos de los cultos a los orichas,
a los vodún y a las ngangas, lo que determina, a su
vez, los tres grandes núcleos de supervivencias
lingüísticas: el de las lenguas yoruba, el complejo
ewe-fon, y las muy entremezcladas del vasto com-
plejo bantú.
En general, los cultos nagó o yoruba —los que
en Cuba se llamaron lucumí, pues la denomina-
ción de yoruba es de incorporación reciente—,*
constituyen la forma más compleja de acción
socioeconómica, donde los elementos de la lengua
yoruba ocupan hoy su único foco de acción. A par-
tir de las casas de santo, las casas de ocha, en los di-
versos actos rituales que tienen lugar en ellas, se
practica lo que en América queda del yoruba; a pe-
sar de lo marcadamente individual y hasta arbitra-
rio a que se llega, da lugar a un cuerpo de creencias,
prácticas rituales y normas de conducta tan cerra-
do, que le da suficiente autonomía e integración.
Esto permite identificar al individuo creyente y de-
finir unos caracteres diferenciales en el hogar, el
vestido, ciertos tabúes alimentarios, el trato para
con los demás, el rechazo o la falta de confianza en

* La relación entre la denominación étnica lucumí y el etnónimo


yoruba la introduce Fernando Ortiz durante sus investigacio-
nes. Aunque estos fueron mayoritarios, se conoce que como
lucumí también entraron a Cuba esclavos de otras pertenencias
étnicas, tales como: adja, achanti, baji, bariba, basange, bonda,
edo, ekoi, fon, fulani, gbari, hausa, ibo, ijo, malinke, mosi y
nupe, entre otros.

168
determinados aspectos del conocimiento actual,
como en la medicina. 77
El yoruba conservado a partir de la casa del sante-
ro, ilé ocha, o terreiro —donde el Pae o la Mae de Santo,
el babalocha o la iyalocha emplean lo que en América
se tiene por lengua yoruba, muchas veces hablada
por un blanco, un mulato o un negro (pero ésta ya
pertenecería a una segunda generación, por lo me-
nos, de un abuelo africano)—, no persiste como len-
gua viva, sino como lengua ritual, por lo cual, se ha
dicho, conserva elementos yoruba arcaicos o, posi-
blemente, de algún antiguo lenguaje críptico. 78
Esta lengua, aun con cierta organicidad a pesar
de las modificaciones sufridas, se conserva más en
Brasil y Cuba. El vehículo fundamental para su su-
pervivencia ha sido la transmisión oral, a pesar de
que en los dos casos se ha acostumbrado anotarlo
—especialmente el vocabulario— y hacer circular
estas manifestaciones con notable celo y hasta con
su poco de sentido de explotación entre los nuevos
creyentes que se preparan para la iniciación y en los
77
«[...] la supervivencia del complejo nàgó, cuya lengua y los
fuertes elementos culturales constituyen una forma y un sis-
tema que pueden decirse autónomos, combinándose y ejer-
ciendo influencia en la misma cultura oficialista dentro de la
cual está situado» (Santos, 1967:9).
78
«La desaparición de los abuelos africanos [«tíos»] y a la prime-
ra, segunda o tercera generación de sus descendientes, las
mezclas raciales, la caída en desuso de las lenguas como me-
dio para la comunicación diaria, hace que se dificulte la com-
prensión del nàgó preservado hoy como lengua ritual» (San-
tos, 1967:7).

169
primeros pasos que da el iyawó en su vida de santero,
babaloricha o iyaloricha. Estas copias manuscritas son
las llamadas libretas de santería. Descóredes M. dos
Santos reporta la existencia de éstas desde una épo-
ca indeterminada anterior, redactadas por algún ofi-
ciante más preparado en los asuntos del rito y, por
lo mismo, más conocedor del vocabulario y los can-
tos, y destinadas para el uso interno de los iniciados
dentro de una casa de culto. 79
Nosotros no hemos dado con ejemplares de una
gran antigüedad, lo más de los años 20. En general,
estas libretas de santería obran como recursos
mnemotécnicos de lo que se ha aprendido por tradi-
ción oral y no son, realmente, para ser leídas en el
culto, ni como estudio, sino que la persona, con
una visión de pasada, recuerda la palabra, el rezo, el
canto o la fórmula mágica. Las libretas son escritas
en una forma muy sui generis, recurriendo a una or-
tografía muy primaria en el caso de los vocablos cas-
tellanos y los yoruba; además, se transcriben a partir
79
«Algunos de los dirigentes más ilustrados guardan vocabula-
rios y cantos, escritos de manera elemental, los cuales se cir-
culan dentro de las casas de culto y son usados exclusivamen-
te por los iniciados. Estos escritos usualmente son antiguos.
En ellos se obvian las traducciones paralelas de modo que no
puedan ser usados por gentes de afuera. Hoy se usan solamen-
te para aprender de memoria la lengua ritual. Los iniciados
saben el sentido general de tales cantos y de las fórmulas
habladas, el momento preciso en que deben ser cantadas o
dichas, el baile y los movimientos y gestos que les correspon-
den, pero se ha perdido la comprensión literal de cada palabra»
(Santos, 1967:14).

170
de la fonética española consecuente con la ortogra-
fía utilizada.
Más recientemente estas libretas se mecanogra-
fían y ha habido casos de recurrir a su duplicación
por algún sistema sencillo. Esto ha llevado una cre-
ciente comercialización y las consecuentes formas
de explotación.
En los ejemplares al uso, el vocabulario ocupa
un lugar predominante, y, en los que conocemos en
Cuba, acompañado del vocablo castellano correspon-
diente. En estas libretas usadas por los santeros cu-
banos, aparecen rezos (parlas invocatorias y
evocatorias a los orichas), fórmulas de magia y nor-
mas de adivinación, principalmente por medio de
cuatro pedazos de cáscara de la nuez del coco
—porque es usual que los misterios de la adivina-
ción por el opkuele y el tablero de Ifá estén contenidos
en libretas ad hoc y de uso reservado para los
babalawos—, acompañado todo esto de las correspon-
dientes historias que son las narraciones que a ma-
nera de parábola utiliza el adivino para proceder a la
consulta. La recopilación, de cierto modo sistemáti-
ca, del vocabulario yoruba, ha sido abordada bastan-
te recientemente en América. En Cuba, las dos obras
que incluyen en sus listas voces lucumí, en una fe-
cha temprana, son: Un catauro de cubanismos; apuntes
lexicográficos (1923), y el Glosario de afronegrismos
(1924), con unas mil doscientas voces de muy varia-
da procedencia, ambas de Fernando Ortiz. Más tar-
de, Juan Luis Martín dio a la publicidad su Vocabulario
de ñáñigo y lucumí (l946), con apenas ciento cincuenta

171
voces dadas como de procedencia yoruba, en el dia-
lecto de Oyó, según las sitúa. Y en su libro Anagó
(1957), Lydia Cabrera recogió más de siete mil voces
y algunas frases que ilustran el uso de un vocablo.
En Brasil, el primer vocabulario yoruba-portu-
gués data de 1950, y se debe, precisamente, al profe-
sor Descóredes M. dos Santos, quien recopiló las
voces de viejos manuscritos conservados en una an-
tigua casa de culto de São Gonçalo, Bahía.80
Plantea el profesor Dos Santos la necesidad de
abordar un estudio más profundo de la lengua
yoruba-americana, de modo de rescatar sus formas
entonadas y representarlas adecuadamente por me-
dio de las normas de notación que se emplean en
Nigeria, excepto, señala Dos Santos, para aquellas
palabras que han sido asimiladas definitivamente a
la lengua general del país, las cuales han quedado ya
incorporadas como palabras brasileñas, o cubanas,
en nuestro caso. 81

80
«Es un vocabulario simple destinado solamente para ser usado
en referencias, escritos y dar a conocer al público un vocabula-
rio nagó mínimo de términos corrientemente usados en los
cultos, y necesario para aquellos que estén interesados en el
significado de la lengua que continúan usando en los cultos.
Como se desconocía la notación correcta, el vocabulario fue
escrito con la pronunciación portuguesa, haciendo un intento
de adaptar los sonidos del yoruba a las letras que pudieran
representarlos con mayor proximidad» (Santos, 1967:15).
81
«Un examen por el cual sea posible reconstruir en la escritura
la lengua ritual heredada, sería de un interés principalísimo, no
sólo para los afrobrasileros, sino a todos aquellos interesados
en la cultura yoruba. [...] Excepto para aquellas palabras que

172
En el texto de varios cantos de los ritos nagó y
de santería, en Brasil y Cuba, encontramos muchas
coincidencias. Por ejemplo, un canto a Exu, que apa-
rece en los Registros sonoros de folclore musical brasileiro
(Alvarenga, 1948:25), dice así:

Imbará báô agô môxibá èbô agé


Imbará báô môxibá iamadê coilê
Imbará báô agô môxibá Êxú lôna.

Muy próximo a este texto es el que se puede


escuchar en Cuba (León, 1959:11):

Ibbara agwo-o moyubba


Ibbara agwo-o moyubba
Omoddé koní kosí
Ibbara agwo-o moyubba
Fe Elebwa Echu lo-ona.

La eminente etnomusicóloga Oneyda Alvarenga


reproduce en el trabajo citado otra versión (a) de
este canto, tomada de un cuaderno de cantos del
terreiro de Salgadinho, y después ofrece una versión

estén en definitiva incorporadas a la lengua del país, en este


caso el portugués, que puedan convertirse en voces de origen
nagó y que puedan figurar en los diccionarios del país, excepto
para estas palabras, repito, toda otra palabra nagó, o frase,
deben ser escritas con la ortografía propia, con los tonos co-
rrespondientes, para poder ser correctamente comprendidas»
(Santos, 1967:15).

173
corregida (b) por un informante. Lo mismo vemos
en Cuba, donde informantes más ilustrados se es-
fuerzan en dar sus versiones rectificadas de lo que
estiman deben ser las palabras correctas, aun de las
diferencias de entonación que muchos viejos pare-
cen recordar todavía, aunque ellos mismos, al can-
tar dentro de una fiesta, se adaptan a los cambios
introducidos por las nuevas costumbres:

(a) Imbarabôo agô môdiba imbagé


Imbarabôo agô môdiba imbagé
amadê coilé
Imbarabôo agô môdiba Elegbara Exu lonan.

(b) Imbarabôo agô môdibo imbagé


Imbarabôo agô môdibo imbagé
Iamaidê cu-ri cu-ri
Iabarabôo iagô moxibá celéba Exu lonan.

En todos los casos el coro responde con el mis-


mo texto. Otra versión de este canto es la que ofrece
Ortiz como el primer canto en el rito de oru en el eyá
aránla, es decir, en la ceremonia de inicio de un to-
que en la sala de la casa. Otros dos oru tienen lugar,
el oru del igboddú —de tambores o de voces solos en
el cuarto sagrado—, y el oru de ibán-bolo, en el patio
del ilé ocha. Todos estos ritos tienen que comenzar
con la invocación de Elebwa.82
82
«El Oru de Eyá Aránla se compone de una serie de bailes a
toques de batá, cada uno con un canto dialogístico, entonado
por el akpwón y el coro que danza en rueda, dedicados sucesi-

174
Dentro de los complejos ritos funerarios que se
conservan en Cuba se acostumbran unos cantos
invocatorios a Ikú, la Ikú, como dicen los santeros más
concretamente para referirse a lo que toman como re-
presentación de la muerte. Estos cantos se entonan
en los ritos llamados de awán, en los de levantamiento
de platos, así como en los propios toques de Eggun: 83

Ikú pákara ma
Ikú pákara ma
lo-lo-lo-dde,
Ikú.

Para ritos funerarios, en los que intervienen los


orichas de la tierra, los oricha fun-fun, se reporta el
siguiente canto recogido en Bahía: 84

Íkú para mo
Òlù para dà

vamente a orichas en el orden litúrgico con que los vamos a


exponer. Éste, sin embargo, se altera brevemente en cada fiesta,
tocando, cantando, bailando entonces, en último lugar, los sones
en honor del Oricha a quien aquélla está dedicada, y no en el que
normalmente le correspondería en la serie» (Ortiz, 1951:202).
83
«En Cuba no existe una secta o cofradía de Egun o Egungun. Éste
no es sino un personaje de las exequias funerarias que de tarde en
tarde se celebran, con cierta solemnidad mayor, para los altos
dignatarios de la santería yoruba o lucumí. En todos los ritos
funerales lucumís se baila invocando a Egun; pero en las solemnes
ceremonias mortuorias bailan Egun y Oyá» (Ortiz, 1951:349).
84
«Los Òrìsà Funfun constituyen un nutrido panteón. Odùdùwà,
Òrìsànlá, Òbàtálá, Òsalúfón, Òrìsà Ògìnyón, Òrìsà-Oko, son

175
Bàbá lólò de
Íkú para mo
Òlù para dà
Bàbá lólò de
Íkú para dà
àlà àlà-rêo àlà.

Después de las supervivencias lingüísticas


yoruba, están las de las lenguas del grupo bantú,
cuyas voces se han diluido más entre el habla gene-
ral del país y han asimilado muchas formas de los
vocablos castellanos y portugueses, como el ejem-
plo que ofrece Yeda Pessoa de Castro (1967:30), so-
bre los términos sungar <(quimbundo) kusu-n-ga:
empujar hacia arriba, levantar; y zuelar <(qui.) ku-
zuela: hablar demasiado. De igual manera encontra-
mos en Cuba la palabra natar <(kikongo) nata: llevar,
aportar, cargar. En cambio, los paleros cubanos dicen
nata nkele: soportar a una mujer. De igual manera, al
perderse las nociones originarias del uso de los pre-
fijos para indicar el número, se ha fijado en el em-
pleo de los dos términos, el del singular o el del
plural, añadiéndosele los artículos castellanos con

los más conocidos en África y en Brasil. Aunque cada uno de


ellos tiene aspectos característicos y se distinguen claramente
unos de otros, tienen en común el uso ritual del color blanco,
que los representa [...]. La relación de los Òrìsà Funfun con la
muerte es parte de sus secretos y aparece claramente en el más
importante emblema, el Òpásóró. Algunos cantos rituales de
Bahía también confirman esto» (Santos, 1967:96-100).

176
la diferenciación del número; así, por ejemplo, ki-te-
m-bo, torbellino, viento arremolinado y fuerte, un
palero diría, el kitembo, los kitembos.85
Un estudio más profundo de las superviven-
cias bantuoides en el continente pudiera contri-
buir a aclarar algunas influencias más directas de
determinados subgrupos del extenso conglomera-
do bantú. En recientes estudios que dan inicio a
próximos trabajos comparativos entre el lenguaje
de los paleros y las lenguas bantú que pudieron in-
fluir y conservarse en América, se ha encontrado
una influencia predominante con las lenguas de
relación comercial actuales lari y monokotuba, pro-
cedentes de los antiguos sundi y kikongo. En mu-
cha menor proporción con el língala, quizás debido
a la natureleza de esta lengua hecha, a su vez, de
nuevas aportaciones. 86
De un total de trescientas cincuenta y nueve
voces del palero examinadas comparativamente se ha
encontrado un 75 % que se corresponden con el lari;
85
«En el lenguaje palero se han conservado más las raíces, pero
también son frecuentes los prefijos que denotan singular o
plural, no así el conocimiento, por parte de los grupos que lo
hablan, del significado plural o singular de éstos» (González y
Baudry, 1967:47).
86
«El língala y el sango, hablados cerca de Congo y de Ubangui,
son nombres de lenguas nativas, pero la forma gramatical ha
sido reducida a un mínimo e introducido muchas voces ex-
tranjeras para permitir ser usados por personas de otras len-
guas al comunicarse nociones esenciales. Los soldados swahili
de Stanley contribuyeron grandemente a la formación de estas
jergas» (Homburger, 1949:35).

177
67 % con el monokotuba, 47 % con el língala y sólo
un 19 % con el kiswahili.87
Lo extenso del propio campo de extracción de
esclavos que ofrecía la cuenca del Zaire (río Congo),
así como la aportación más temprana y más reducida
de negros de esta vasta región, de poblamiento muy
disperso y de un intenso movimiento migratorio hasta
la penetración colonialista, serían unas de las causas
para que las supervivencias bantuoides, tanto sus
creencias como su expresión hablada, se hayan en-
tremezclado de modo considerable y diluido en los
otros grupos africanos numéricamente mayoritarios
después del comercio guineano del siglo XIX. La diver-

87
«El total de 359 voces comparadas comprende pues, desde
aquéllas en las cuales se da una total igualdad con algunas de
las cuatro lenguas que ha sido posible utilizar hasta ahora,
hasta aquellos vocablos que guardan algún parecido más re-
moto. Los dos grupos que presentamos comprenden, en las
158 voces iguales, 141 que corresponden a palabras del lari,
116 que coinciden con voces del monokotuba, 57 con el língala
y 19 con el kiswahili. Por otro lado, en las 201 palabras que
clasificamos como parecidas encontramos alguna correspon-
dencia en la proporción siguiente: 127 voces del palero tienen
parecido con otras tantas voces del lari, 124 con el monokotuba,
113 con el língala y 49 con el kiswahili [...]. Desde el inicio de
nuestro trabajo comparativo pudimos constatar, únicamente
por la similitud de las palabras, que el vocabulario palero pro-
cede, posiblemente, de las lenguas habladas en el área com-
prendida entre el sur del Congo-Brazzaville, el Oeste del anti-
guo Congo Belga y el Norte de Angola; o sea, en el área
localizable en la ZONA H del Experimental Map of Bantu
Languages que adjunta Malcolm Guthrie» (González y Baudry,
1967:32-34).

178
sidad del stock bantú que llegó a América fue extraído
del amplio arco que va desde las estribaciones de las
alturas del Camerún hasta Angola. Tastevin (1950:
64-65) plantea la unidad de las lenguas negroafricanas
y el papel originario que tuvo el bantú, partiendo de
los grupos humanos que hablaban una lengua madre
en las inmediaciones del lago Ki-vu, aun antes de la
existencia del imperio egipcio, y de la cual parece que
el bantú es la lengua más próxima.88
A pesar de que, como en el caso de Cuba, los
paleros incorporen y modifiquen palabras de proce-
dencia bantú, se conservan algunos elementos for-
males originarios. Por ejemplo, el esquema primitivo
del bantú: sílaba-cópula nasal-sílaba —integrada las
sílabas por la combinación consonante-vocal— de-
termina las voces principales: nombres, calificativos
y verbos. El esquema CV-n-C’V’ (Tastevin, 1950:64)
lo encontramos en familias de palabras como son en
Cuba las voces que ahora nos van a servir de ejem-
plo.89 La palabra atar se dice, en el lenguaje que em-
88
«La lengua de la raza negra africana es una, aunque se divida en
varios centenares de dialectos que se reúnen en grupos más o
menos homogéneos mucho mejor que las ramas de las lenguas
indo-europeas. El grupo más importante, y el más cercano a la
lengua madre de donde salen todos estos idiomas, es indiscuti-
blemente el grupo bantú, que se extiende un poco más allá de
toda la mitad meridional del Continente, de un Océano a otro,
hasta el sur del golfo de Guinea» (Tastevin, 1950:64).
89
Estos ejemplos los tomamos del Vocabulario palero, de Lydia
González Huguet y Alberto Pedro. En este trabajo sus autores
recogen más de mil quinientas voces y expresiones usadas por
los paleros de Cuba, tanto las de origen bantú como las pala-

179
plean los paleros: ka-n-ga, con el sentido de ligar por
algún procedimiento: hilo, soga u otro. Con igual
sentido, de amarrar, atraer y sostener de alguna ma-
nera, se dice li-n-ga. De aquí se emparentan otras
voces usadas en el mismo vocabulario, como: ka-n-
gri / ka-n-gui-la / nka-n-we: amarre o atado mágico
—también llamado: makuto—, preparado por un he-
chicero (tata-nganga o madre-nganga). Atar muy fuer-
te: ba-m-ba —en el lenguaje profesional que emplean
los albañiles y constructores se llama bamba al sis-
tema de andamiaje que, consistente en fuertes ama-
rres, deja suspender un tablón sobre el cual se sitúan
los trabajadores para labores de exterior—; desatar
se dice: ka-n-gula o ba-m-bula. Alrededor de estas acep-
ciones se sitúan otras con significados hasta cierto
punto relacionados. Así, por ejemplo, el papel para
hacer un bulto y, por extensión, cualquier lío, tam-
bién la piel, los párpados, se dice: nka-n-da. Restric-
ción, prohibición, que son formas de atar a un
precepto socialmente aceptado, se dice: pa-n-ga. Li-
breta, pliego de papel para escribir, que se usa tanto
en atados mágicos —makutos— como para apresar las
ideas, se dice: nka-n-da. Fiesta, jolgorio, diversión,

bras y expresiones castellanas incorporadas, con algún senti-


do ritual, en esta habla reservada en los ritos de origen bantú.
Si bien esta habla no se mantiene como lengua viva, es posible
para algunos practicantes más ilustrados sostener una conver-
sación en la misma. El Vocabulario palero es un trabajo inédito
presentado al Instituto de Etnología y Folklore de la Academia
de Ciencias de Cuba (González y Pedro, 1965).

180
como rompimiento de ciertas ataduras sociales, se dice:
ka-n-ba / yi-n-bula. Así, el mismo receptáculo mágico
donde se concentran y aprisionan —concepto de
amarre mágico— las fuerzas y los poderes que mane-
jará el palero, se llama nga-n-ga, y el caldero de hierro
donde se sitúa —se monta— ese poder, se llama sanga-
n-ga. Después podemos encontrar otras palabras con
algún sentido de atadura, como tela, tejido: dila-n-
ga. De donde: dila-n-ga enkome: camisa; dila-n-ga
salumbango: pantalón; dila-n-ga pandiame: medias.90
En el créole y en el papiamento se da un hecho
diferente al de la lengua yoruba que se habla en las
casas-templos de Brasil y Cuba, así como de las for-
mas que ha adquirido la lengua bantú en América,
aun con todo lo deformada y mezclada con otras vo-
ces como se le emplea. Mientras que en éstas
—como lenguas de relación circunstanciada, según
las hemos situado— se puede observar una situa-
ción sociocultural de resistencia, en las lenguas de
relación laboral, como son el créole y el papiamento,
hay una situación sociocultural de adaptación y sim-
plificación en lo que estas actitudes tienen de de-
fensivas ante las presiones clasistas. En primer lugar,
hay una apropiación de un vocabulario, adaptándosele
fonéticamente, no en un ajuste funcional a la foné-
tica de tal o cual lengua africana, sino como conse-
90
Hemos completado la referencia de voces de los paleros, recu-
rriendo a los datos tomados de otros informantes practican-
tes de estos ritos. También hemos conservado la escritura de
las voces tomadas como ejemplo separando por guiones la
cópula nasal para facilitar ahora su comparación.

181
cuencia de la mayor facilidad en pronunciar algunos
fonemas.
Tanto una como otra lengua criolla, son lenguas
habladas que adquieren una escritura por adapta-
ción de las formas escritas de las lenguas de domi-
nación, como es el francés para el créole, especial-
mente en Haití, y el español y el holandés para el
papiamento en el área de las Antillas holandesas,
aunque en este caso no hay aún una unificación,
pues el empleo de los recursos ortográficos del es-
pañol o el holandés depende de los intereses a los
cuales responda una publicación. Muchas revistas y
pequeños libros, desde el siglo XIX , responden a la
propaganda religiosa católica.
Posteriormente, jóvenes escritores vienen pu-
blicando en papiamento, con lo que se ha desarro-
llado la uniformidad de los principios gramaticales,
aunque las formas escritas del español y el holan-
dés se conservan por algunos sectores de la pobla-
ción, especialmente las del holandés para las
relaciones mercantiles. Las formas originarias de
las lenguas aportadas por los negros que ya cono-
cían elementos del portugués —Portugal tuvo en
Curazao un centro importante en el tráfico
esclavista y posteriormente negros y judíos emi-
graron de Brasil—, constituyeron la base del
papiamento; después asimiló los elementos que tomó
del español y el holandés, lo cual ha producido una
lengua hablada por toda la población, pese a los
intentos colonialistas de imponer la lengua holan-
desa (Lenz, 1926:13).

182
En gran medida la pérdida de los sonidos y de la
inflexión originales que pudieran haberse conserva-
do de las lenguas nativas se debe a la influencia que
sobre éstas ejercieron las lenguas europeas, espe-
cialmente por el intento de escribir vocabularios para
uso de las autoridades y los misioneros, así como la
presión de los medios masivos de comunicación. Es
natural que la apropiación de un fondo léxico res-
ponda a las relaciones elementales de producción,
por lo que en este aspecto de la lingüística del afri-
cano en América, haya sido el vocabulario el más
permeado en el proceso transcultural a que se vio
sometido aquél, pues permite denominar las cosas
del mundo exterior que se pondrán entre el amo y el
esclavo; aquél las necesita y éste las ha de manejar,
por lo que el amo aceptó la modificación del vocablo
nominativo y el esclavo sólo tuvo que aprender un
repertorio que le resultó reducido. Así aparecen en
el créole grandes préstamos del léxico de nominati-
vos del francés oficial.
En estas lenguas la composición del vocabula-
rio no es la característica más importante, pues éste
se nutre de las más diversas aportaciones, y, en la
medida que las masas de población se aperciben de
las luchas sociales, se enriquece el léxico con nue-
vos aportes. Sin embargo, tanto en el créole como en
el papiamento se produce un proceso de simplificación
o reducción de la estructura gramatical, en el que
debe buscarse la explicación de las leyes sociolin-
güísticas que determinan la presencia de estas len-

183
guas.91 Por otra parte, ante nuevas formas de vida,
con una cultura material diferente, era más fácil apren-
derse los nombres franceses de las cosas nuevas que
tratar de reducirlos a un género próximo tomado de
un léxico nativo que se aplicaba a objetos bien dife-
rentes. Teniendo que expresar nuevos usos y costum-
bres, nuevas relaciones sociales, el africano debió
entonces adaptar el francés oficial. En cambio, el de
los colonos tuvo que servirse de ciertas palabras nati-
vas, las cuales oían sin mucha agudeza, y las utiliza-
ban para nombrar plantas, frutas, animales, alimentos
y bebidas que les eran desconocidos. Incluso ante el
conjunto de creencias, costumbres y problemas par-
ticulares que surgían del contacto con el esclavo el
colono francés debió recurrir a voces nativas que de-
formaba, o a vocablos franceses que pudieron hasta
adquirir acepciones nuevas (Pompilus, 1961:96-97).
Asimismo, a los esclavos les bastaba un reducido re-
pertorio de nominativos; una vez dominadas estas
voces, las vertieron dentro de moldes lingüísticos sim-
plificados, tomados de lenguas de dominación —en
el créole no sólo hay influencia francesa, sino voces
del castellano—, y de otras lenguas nativas, a fin de
obtener un medio de comunicación todo lo expedito
posible, sin importar las procedencias tribales
(Herskovits l937:23).
91
«[El papiamento] no es un fabricado artificial, sino que se ha
formado inconscientemente por las exigencias de la necesidad
de la vida. El papiamento [...] tiene la gran ventaja de existir en
realidad y de servir perfectamente para el uso diario de la gente
culta» (Lenz, 1926:12).

184
En el créole concurren elementos lingüísticos de las
lenguas del complejo ewé-fon y del yoruba, hasta algu-
nos términos bantú, junto con los otros elementos cul-
turales evidentemente dahomeyanos que superviven en
las creencias, los gustos estéticos, en ciertos aspectos
de la vida diaria y en formas sutiles de conducta, gestos
y expresiones faciales (Métraux, 1958:22).
La categoría de género en el créole no se adjudica
más que a los nominativos que expresan seres
sexuados, y esto se hace por el propio léxico, diferen-
ciado o por partículas-prefijos, como ocurre en mu-
chas lenguas africanas, y no por flexión desinencial.
El verbo carece del accidente de voz y la conjugación
descansa en la distinción del tiempo por medio de
una idea añadida de situación temporal.
La estructura sintáctica, aunque simplificada,
queda pues dentro de ciertas normas fundamentales
de las lenguas africanas subsaharianas. La conser-
vación de elementos gramaticales básicos le ha dado
al créole, cemo al papiamento, la categoría, adjudicada
por muchos autores, de ser lenguas estructuradas
en épocas actuales, y que incorporan voces ajenas y
las han venido modificando como cualquier lengua
europea que haya tomado del latín y de otras más
alejadas aún.92 Esta unidad, más que simplificación,

92
«La lengua de los participantes del vodú es el créole, hablado en
Haití por toda la población a excepción de la alta burguesía.
No es un patois burdo como se dice con frecuencia, sino una
lengua de formación relativamente reciente que deriva del fran-
cés, como éste del latín. Ha conservado la fonética usual y las
categorías gramaticales de origen netamente africano»
(Métraux, 1958:18).

185
es pues la conservación de ciertos rasgos que cons-
tituyen, a su vez, hilos convergentes en las lenguas
africanas, que les permiten extenderse, y explica
cómo el créole se formó como lingua franca a la que
concurrían los hombres de diferentes procedencias
regionales. 93
El papiamento carece de variaciones morfológicas.
El sustantivo es invariable y el número se expresa
por el pronombre personal de tercera persona plu-
ral, que se añade como sufijo a nombres y adjetivos,
excepto cuando el nominativo se acompaña de un
numeral, práctica ésta que no es extraña a muchas
lenguas africanas.
Algunas vocales conservan aún diferencias de
posible origen africano, haciéndose abiertas, otras
cerradas, algunas acentuadas, otras débiles y aspira-
das, o bien nasales. Aunque no de modo uniforme, y
perdiéndose por la influencia de las lenguas de do-
minación, el papiamento conserva todavía cierta in-
flexión que le da un peculiar carácter melódico propio
de las lenguas entonadas africanas (Lenz, 1926:13).

93
«Aún detrás de estas diferencias aparentes [de organización
tribal, modos de vida, lenguas, creencias que parecen existir
en África] yace una unidad básica de lengua y cultura en toda
África Occidental, de modo que aunque las lenguas eran y son
mutuamente ininteligibles, estructuralmente y en sus formas
internas son muy similares. De aquí por qué el Créole, no sólo
en Haití, sino en Martinica, en Trinidad y en Luisiana, como el
negro English en otros lugares del Nuevo Mundo, muestra una
total consistencia de estructura y función» (Herskovits,
1937:22).

186
6
La supervivencia de las formas
materiales de expresión ha estado
determinada por las necesidades de las
nuevas condiciones de vida del africano

Ante las diversas formas de relación social en que de


momento se situó el africano, resultantes de un
choque violento, y frente a la situación en que se
encontró, él y sus descendientes, de perenne sufri-
miento de la violencia clasista, se le hizo imprescin-
dible una forma material para llevar a cabo su vida
de relación. Para ellos, tuvo necesidad de utilizar
determinados objetos en todos aquellos actos y mo-
mentos en que el hombre se pone en contacto con
el mundo circundante.
Las formas que adoptó el lenguaje fueron con-
secuencia de esa necesidad de materializar un ins-
trumento de relación, y estuvieron determinadas por
las relaciones de producción que se hallaban en la
base de la sociedad colonialista. De ahí que los obje-
tos que usualmente se incluyen en los repertorios
de la llamada vida material, así como las formas
concienciales elaboradas por las masas de población
de origen africano en América, no debamos verlas
como restos de cultura africana, como partículas que
sobrenadan tratando de asirse a un madero. Por el
contrario, estos elementos de cultura africana son
aportes conscientes, funcionales, activos, traídos a
converger sobre las formas de vida de la clase social

187
que constituyó el esclavo, y, después, sobre la clase
social en que se encontró junto al criollo, al mesti-
zo, al blanco, dentro de las masas de población que
soportaban el peso de la estratificación clasista.
Dentro de la creación que supone el forjar toda
una estructura nueva del ser social, los medios para
establecer todas las relaciones, especialmente con el
otro, la dimensión para otro,94 el lenguaje verbal, ya
lo hemos planteado, revistió una gran importancia.
Y como otras formas de expresión de esta dimensión
del hombre, figuran las formas concretas de uso del
color, el vestido, el adorno, el peinado, la habitación
y el menaje, las diversiones, el canto, los instru-
mentos musicales...
La producción de los artículos de consumo do-
méstico estaba en África determinada por la organi-
zación social adquirida tras un largo proceso
evolutivo. La decoración, el color, la forma, en una
palabra: el simbolismo dentro del cual tenía lugar la
producción respondía a las propias formas que ha-
bía desarrollado la existencia social del africano. No
es tanto que las creencias, la conciencia religiosa
del africano determinara y estuviera presente en to-
dos sus actos, pues esto sería limitar al hombre ne-
gro y negarle aquellas formas de su actividad racional
94
«Concedemos una importancia fundamental al fenómeno del
lenguaje. Por eso estimo necesario este estudio, que habrá de
procurarnos uno de los elementos de comprensión de la di-
mensión para-otro del hombre de color. Damos por supuesto
que hablar es existir absolutamente para el otro» (Fanon,
1968:13).

188
que le llevaron a otras modalidades de la conciencia
social.
En cambio, las formas de explotación de los re-
cursos naturales lo obligaron a disponer de enor-
mes sumas de esfuerzos, sin grandes posibilidades
de lograr un plusproducto que le permitiera tan si-
quiera las formas elementales de la acumulación de
bienes. En estas condiciones la estructura tribal re-
presenta una forma de protección económica. El in-
dividuo tiene que ligarse estrechamente al grupo, y
es esta unidad estructural centrípeta la que enlaza
toda su vida. Por ello, a los ojos del hombre europeo
de finales del ochocientos hasta hoy, le parezcan que
es la conciencia religiosa la encargada desde una
óptica simplista, de tirar un manto sobre la vida de
toda la tribu. Dentro de esta cohesión funcional, las
formas de conciencia están estrechamente penetra-
das entre sí. Sería tema de estudio el hecho de con-
siderar si las categorías adoptadas para la sociedad
europea, del momento industrial-imperialista, al
definir las formas de la conciencia social, servirían,
por entero, de canon para distinguir las formas en
que se concreta el pensamiento en comunidades no
desarrolladas sobre el patrón capitalista europeo, y,
que por el contrario, han sido retardadas en su de-
sarrollo por la expansión de ese mismo capitalismo.
La actividad histórico-social del hombre en Áfri-
ca, las formas concretas de vida que desarrolla a te-
nor de su existencia social, le llevan a la forjación
de determinadas concepciones, las cuales ordena en
formas concretas de pensamiento, cuyas peculiari-

189
dades no pueden ser definidas sobre la base de la
sociedad capitalista. Se decora una silla o un apoyador
de cabeza —que no es bordar en punto de marca la
funda de lino para una almohada de plumón de cis-
ne o de espuma de goma obtenida a partir de algún
plástico—, o el poste de la casa comunal de los dio-
ses o del jefe, o un parasol, o las bandas de una
barca monóxila, porque el simbolismo que adquiere
la línea y el color son parte de ese complejo
conciencial cuya estructura está determinada por la
vida del grupo, la cual, en definitiva, depende del
calvero, de la roza, del desmonte, de la pieza que
caiga en una trampa.
Ante esta peculiaridad que adquirieron los fe-
nómenos sociales, la actividad plástica, la forma de
trabajo comunal que consiste en laborar el material
dotándole de líneas y colores se convierte en la ex-
presión de formas del pensamiento dentro de la es-
tructura socioeconómica que hemos trazado. No son
historias contadas o plasmadas, ni son representa-
ción de una anécdota sobre sucesos, sino resultado
de unas formas complejas de existencia social deter-
minada por el trabajo manual ejercido intelecti-
vamente sobre materiales precisos. 95 Por eso el
tallista, el herrero, el o la hilandera, el o la alfarera
—a veces se unen las parejas en función de este tra-
bajo y es usual que el esposo sea herrero y la compa-
ñera alfarera— llegan a constituir una sector social
95
«La escultura africana es expresionista. No busca representar la
impresión visual, sino expresar lo que el artista concibe intelec-
tualmente y siente emocionalmente» (Maquet, 1962:86).

190
dentro de la estructura tribal, porque simplemente
son personas que en la tribu producen determina-
dos bienes que han de desempeñar un papel en la
economía del grupo. Una estatuilla para representar
un dios de la tierra propiciador de buenas cosechas
tiene más de función económico-técnica que reli-
giosa a la manera euroccidental, es un rito agrario
que forma parte de las concepciones de la tecnología
agrícola.
La reasunción de los objetos de la cultura mate-
rial, tanto los del menaje como los de labor, así como
la reconstrucción de las demás formas concretas de
representación plástica, entraron en conflicto con
las condiciones de vida impuestas en América. Esta
contradicción se da más aún en las zonas de coloni-
zación inglesa, donde se adoptaron sistemas de ex-
plotación agrícola más desarrollados que en las
posesiones de España y Portugal y aun en los terri-
torios franceses, donde se confió mucho para sus
colonias en los engangés provincianos que tenían to-
davía muy cerca la imagen del señor del castillo y
sólo veían una posibilidad de revancha social.96
El esclavo estaba en el punto uno en la línea de
explotación económica, por lo tanto, de inmediato
se le ponía en relación directa con los medios de
96
«Los engangés, o comprometidos, eran aquellos que, carecien-
do de fondos para pagar su pasaje, se empeñaban a un hacen-
dado por un período de tres años. Durante este tiempo eran
tratados igual que los negros esclavos, y a la expiración del
término se enfrentaban a la vida con bien poco que mostrar de
su dura labor» (Herskovits, 1937:35).

191
producción que traía el colonizador. Aun, si dispo-
nía de peroles, sartenes y demás cacharros mínimos
para la cocina en el barracón o en la senzala, así como
de algunos camastros y tarimas donde dormir, su-
ministrados por los amos, era con el mismo sentido
que a los caballos les compraban los arreos, simple-
mente porque resultaban necesarios unos y otros
para el trabajo de las bestias: hombres negros o ca-
ballos de cualquier color.
Esto constituyó un poderoso valladar al desa-
rrollo del africano y sus descendientes. El propio
hecho de que el negro quedara en el primer eslabón
de la producción, fuera agrícola, artesanal o domés-
tica, nos explicará cómo las supervivencias
lingüísticas fueron más relevantes, pues constituían
el instrumento disponible por ese negro en función
de producción, mientras que los contenidos de la
vida material nada tenían que ver con esta población
inicial en la estructura de la producción capitalista;
al contrario, se perdían y se sustituían por los obje-
tos que brindaba la colonia. Ante la cuchara tallada
de modo que respondiera a las nociones de obten-
ción del alimento y que éste nunca faltara, el africa-
no encontró la espumadera de hierro, de todos los
tamaños, ofrecida por el mayoral de la plantación para
que preparara sus cocidos; era la misma que utiliza-
ría en la cocina de la casa grande o en la del palacete
citadino. Los apoyadores de cabeza, con figuras co-
rrespondientes a las nociones del alma durante el
sueño, las concepciones sobre lo que es el propio
sueño y sus preocupaciones intelectivas de cuanto

192
pasa en la vida onírica, no tenían por qué
reconstruirse, ni tampoco los grandes peines de ma-
dera con figuras que respondían a las nociones de lo
que pasa en la cabeza del ser humano y el riesgo que
se corre de trastornar estos misterios cuando se tra-
ta de ordenar los cabellos. Estos peines fueron sus-
tituidos por otros simples de hueso o de tarro de
res, más resistentes y asequibles. Hasta podían apro-
piárselos; aquéllos tenían que hacerlos una persona
con suficiente habilidad para ello, dedicar un tiem-
po, buscar la madera ... en una sociedad que llegó a
discutir las horas de sueño del esclavo, por estimar
que les bastaría unas pocas, y que vio en la instala-
ción del alumbrado de gas, en las casas de máquinas
de los ingenios, la posibilidad de aumentar la jornada
de labor.97
Lo mismo ocurrió con lo hilandería, la tejeduría
y el estampado, que no tuvieron ocasión de
reconstruirse en tierras americanas, porque las no-
ciones morales del vestido implicaban otros estilos
de ropas, y porque el esclavo sólo tuvo oportunidad
97
«[...] el sueño fue uno de los más graves problemas del inge-
nio. Especialmente en aquellas fábricas que mantenían como
tesis que los negros podían resistir 20 horas diarias, y ponían
a trabajar de noche en la casa de calderas a hombres que habían
pasado diez horas cortando y alzando caña al sol [...]. Los
hacendados calcularon el peligro que corría el esclavo cuando
el sueño agarra y lo expresaron en dinero [...]. El que los negros
durmiesen el tiempo mínimo físicamente requerido fue un
acontecimiento tan raro que la noticia se publicó destacada-
mente en La Aurora de Matanzas y en la Gaceta de la Habana»
(Moreno, 1964:166).

193
de las esquifaciones que temporalmente se les ha-
cían, o de vestir las ropas de desecho de los señores
o de harapos. Los esclavos domésticos recibían me-
jor vestuario que los dedicados a las labores agríco-
las. Aquéllos, para las ocasiones en que debían
acompañar a sus señores a misa, a sus diligencias, a
a sus paseos, recibían una ropa mejor, llamada de
librea —como se le decía al traje de los negros co-
cheros—, y debían quitársela tan pronto regresaran
a la casa, donde quedaban con sus harapos o con las
ropas para presentarse ante los amos (Acosta,
1967:194). En cambio, conservó algunos elementos
del peinado, los más elementales que le permitían
mantener el cabello recogido. La forma de recogerse
el pelo las mujeres separándolo en pequeños rectán-
gulos y luego trenzándose las puntas se ha conser-
vado por los descendientes de africanos como una
práctica de peinarse.
También se han mantenido otras costumbres en
la atención personal, como es el uso de pañuelos en
la cabeza, con diferentes formas de amarre, así como
de chales y mantoletas, además del empleo y la pre-
ferencia de ciertas prendas de vestir y de algún obje-
to del menaje, como el uso de las jícaras y los güiros,
a manera de recipientes, el pilón (mortero de made-
ra) y otros que vienen a ser supervivencias de usos y
costumbres africanos en la vida doméstica.
Estas supervivencias no son iguales en toda
el área de economía colonialista donde se asentó
el negro como fuente de energía para la produc-
ción, ni tuvo la misma intensidad ni fue homogé-

194
nea en todos los sitios de predominio afroide. Los
diversos factores socioeconómicos que venimos se-
ñalando y las variables de explotación mercantil
impusieron sus continentes básicos. Muchos de
estos aspectos de la vida doméstica desaparecie-
ron más rápidamente. Habría hoy que echar una
cuidadosa revisión a grabados antiguos y recurrir
a los escritores costumbristas del romanticismo
americano para volver a trazar un cuadro más
aproximado.
La importancia de las estructuras básicas de las
modalidades que en América alcanzó el modo de pro-
ducción en relación con las formas de existencia so-
cial del negro, se pone en evidencia si recurrimos a
los ejemplos que se citan de los negros bush de
Guayana, situados por Bastide (1950:384) al extre-
mo de una escala que afinca la otra punta en los
descendientes de africanos de América Latina (el pro-
fesor Bastide se refiere, en este caso, exclusivamen-
te a las condiciones de vida del negro en América del
Sur). Los negros bush, sobre todo los de las tribus
saramacca (Surinam), boni (Guayana francesa) y auka
(en la frontera de aquellas dos), conservan una so-
ciedad matrilineal, aunque esto pudiera ser, en lu-
gar de una remota supervivencia africana, una
condición creada por el aislamiento que las autori-
dades coloniales conservaron para su conveniencia, y
la explotación de los hombres como mano de obra a
muy bajo precio, a la que recurrieron los colonos
desde el siglo XIX, aún antes de establecerse la aboli-
ción de la esclavitud en l863.

195
Esta forma de explotación provocó una gran mo-
vilidad del hombre que tenía que salir a buscar trabajo,
y el consiguiente desprendimiento de la familia. Tal
fenómeno es el de toda América Latina, donde el tra-
bajador agrícola tiene que vender su trabajo en las
zafras cañeras, cafetaleras, cacaoteras, etc. y le queda
después el llamado tiempo muerto, determinando con
ello el papel peculiar de la mujer en la familia. Señala
también el profesor Bastide la supervivencia de viejos
cuentos que repiten ciclos narrativos africanos
—como el de Anansí, la araña mítica— y cuentos que
no pueden hacerse de día, sino de noche.
Poco se sabe de la vida de los palenques como
para poder precisar hasta qué punto se recrearon los
medios materiales para la vida de relación, o se res-
tituyeron formas nativas de cultivo o de la estratifi-
cación social africana. Por otra parte, estos grupos
se integraban de la forma más heterogénea y tampo-
co obedecían a verdaderas migraciones étnicas. Es
cierto que algunos palenques llegaron a comerciar con
productos agrícolas, especialmente en los momen-
tos en que la economía estaba basada en la exporta-
ción de productos de la agricultura: azúcar, algodón,
cacao, café, y se desatendía la dedicada al consumo,
creándose un enorme desbalance entre las exporta-
ciones y la demanda de productos básicos para el
sostenimiento de las poblaciones. A partir también
de la vida en los barracones, en algunos casos los
africanos desarrollaron una pequeña agricultura, cul-
tivaron sus conucos, y muchos negros libertos reali-
zaron pequeños cultivos hortícolas en los sitios
periurbanos, todo lo cual contribuía a llenar la de-

196
manda nacional de productos del agro. Pero de to-
dos modos la economía subsidiaria de los barracones
y de los palenques no determinó una reasunción de
técnicas agrícolas africanas, y menos aun de los ins-
trumentos simples y rudimentarios para labrar la
tierra. Recuérdese que Orichaoko, en Cuba, se le re-
presenta con un arado del tipo propio de Norte-
américa, y no dudamos que de un momento a otro
aparezca, en el patio de un ilé-ocha de alguna pobla-
ción del interior del país, una representación de este
Oko, dueño de la agricultura, con la figurilla de un
tractor de estera utilizando algún juguete importa-
do de China y conservando aún el parasol que tanto
emplean los jefes de las poblaciones guineanas.
En el terreno de la adaptabilidad del material y
la conservación de los elementos básicos simbólicos
podemos informar que hemos dado con la confec-
ción de collares rituales, incluso uno de Ifá, hecho
de pedazos retorcidos, entorchados, de alambre muy
fino del que se usa para ciertas instalaciones telefó-
nicas, que están forrados con una capa de plástico
en colores. En este caso sólo se atendió al amarillo y
al verde, que en Cuba representan al dueño de los
oráculos. 98 En Cuba, los collares empleados ritual-
98
El collar a que nos referimos es un collar de mazo, de gran
tamaño, pues se lleva terciado sobre el pecho. Con alambres
se han hecho pequeños entorchados dejando dos argollas en
los extremos y formando canutillos de 2 cm de largo. Alter-
nan los canutillos verdes con los amarillos. El collar de mazo
descrito pertenece a los fondos museables del Instituto de
Etnología de la Academia de Ciencias de Cuba (hoy se en-
cuentra en la Casa de África de la Oficina del Historiador de la
Ciudad de La Habana).

197
mente son de dos tipos: los que se forman con un
solo hilo de cuentas, llamados particularmente iñales,
y los que se hacen con mazos de hilos de cuentas,
reunidos de trecho en trecho por cuentas de vidrio
más gruesas. Éstos se llaman iyibale (o simplemen-
te, collares de mazo) y sólo se emplean en los ritos de
iniciación. Los iñales, antes de que el individuo esté
iniciado, cuando únicamente se le han impuesto de
manera ritual, se les llama ileke. Este mismo térmi-
no lo recoge Dos Santos para Brasil, junto a los co-
llares llamados idilogún y kele. El primero es un collar
especial que ocupa una posición jerárquica superior,
y está hecho de dieciséis hilos; el segundo designa
otro collar especial para las iniciaciones (Santos,
1967:30).
El uso de cuentas de vidrio se ha extendido en
los cultos del candomblé y de la santería. En Cuba se
emplean cuentas blancas, opacas (Obatalá), rojas
traslúcidas y negras, o blancas y negras (Elebwa),
verde oscuro traslúcido y negro, violado y verde, o
violado y negro (Oggún), violado, o violado y ama-
rillo (Ochosi), azul claro opaco —cuentas totalmente
traslúcidas o con un ligero tono blancuzco llama-
das popularmente de agua de jabón— (Yemayá),
amarillo traslúcido, solo o combinado con corales
o cuentas rojas (Ochún), cuentas opacas, rojas y
blancas en el centro (Changó), cuentas muy toscas,
color castaño oscuro por fuera y negras en el cen-
tro —llamadas popularmente matipós— (Oyá), cuen-
tas o canutillos castaño oscuro, ocre o blancas, pero
rayadas longitudinalmente por líneas finas de va-

198
rios colores (Babalúayé), cuentas de azabache
(Oggún), verde claro opaco, solas o alternando con
amarillo opaco (Orula), perlas rosadas (Daddá), azul
oscuro traslúcido combinado con corales o negras
rayadas longitudinalmente de azul claro (Olokum),
rosa pálido (Yewa). La representación simbólica en
los collares se completa con la combinación de las
cuentas según los números simbólicos de cada
oricha. Así, para un collar de Yemayá se ensartarán
siete cuentas azules en alternancia con siete cuen-
tas blancas y para otro de Elebwa el ensarte de sus
cuentas es alterno, una a una o en grupos de tres.
Un collar de Changó será todo de cuentas rojas como
las descritas o alternando una a una con cuentas
blancas, mientras que el collar de Aggayú, se ensar-
tará en grupos de cuatro, cinco o siete blancas con
otras tantas rojas.
Los collares actúan como amuletos; además de
proteger avisan de un posible mal, bien al quebrar-
se su hilo, o endurecerse y ensortijarse. Algunos
informantes aseguran que en ciertas ocasiones de
gran peligro el collar del oricha tutelar de un indi-
viduo, teniéndolo sobre una mesa, se ha levanta-
do. La función simbólica de los collares obliga no
sólo a su confección según ritos establecidos y a
su imposición mediante un ritual, sino a la obser-
vación de determinados preceptos abstinenciales
mientras se tengan puestos y a registrarlos y refres-
carlos cada cierto tiempo, es decir, proceder a través
de la adivinación a preguntar qué quieren, a lavar-
los con sangre de algún animal sacrificado y con

199
omiero, y tenerlos por un lapso junto a los collares
y orichas del padrino.99
La adopción de algunos objetos de uso común
la tenemos ejemplificada en el empleo de soperas
de la vajilla europea, fungiendo de receptáculos
mágicos para algunos orichas. Una sopera de por-
celana blanca sirve de habitáculo mágico para
Obatalá, y dentro se colocarán cuatro u ocho can-
tos rodados bien blancos con las herramientas de
este oricha, que pueden ser: la figura de un sol,
una luna en cuarto creciente, una llave y un
círculo, aro o argolla —representando «el mun-
do»— hechos en metal blanco o plata. Una sopera
con adornos azules será el receptáculo de Yemayá,
y en su interior se pondrán, realizadas con plomo,
siete figurillas que representan un sol, una luna
en su fase creciente, dos remos, un ancla, una
llave y un salvavidas, algunas conchas marinas,
pedazos de coral o de piedra madrepórica, así como
al mismo oricha, después de complejos ritos consa-
gratorios. Otra sopera, amarilla o con adornos en
oro, servirá para Ochún, y contendrá cinco cantos
rodados de río, de un tono lo más amarillo posi-
ble, y dos remos de metal también amarillo o de
oro. La sopera para Oyá, con adornos de color
99
«[...] el collar deja de ser un simple objeto de adorno para
convertirse en algo más: en sus cuentas, ensartadas según un
estricto orden, se concentran las fuerzas de los orichas [...].
Sólo la sumersión en sangre y su purificación con omiero, per-
miten que cumpla su cometido, junto a particulares rezos o
súyeres» (Martínez, 1961:23).

200
castaño oscuro, se asienta o se afinca, como dicen
los santeros, en nueve cantos rodados, bien redon-
dos y pulidos, preferentemente jaspeados y de to-
nalidades oscuras.
Donde han quedado huellas del vestuario ritual
ha sido en Brasil y Cuba. El uso del pantalón a me-
dia pierna, camisa y chaquetilla, o con un gorro re-
dondo y aplanado, aparece en la vestimenta del
hombre, tanto para el iyawó o iniciado, como para el
poseso. En la mujer hay algunas diferencias, pero en
lo esencial encontramos una falda muy ancha ajus-
tada a la cintura por una banda a manera de corselete.
En Brasil es de empleo corriente unos pantalones
largos debajo de la falda y en la cabeza un bandeau
con aspecto de tiara, o bien tocados en forma de
casquetes y coronas, de metal repujado o de tela y
abalorios. Los llamados adé tienen colgantes de cuen-
tas o cauris que caen sobre la cara, a manera de fle-
cos largos.
El poseso y el iyawó llevarán diversos admi-
nículos simbólicos, como el iruke, hecho de un rabo
blanco de caballo, guarnecido de cuentas blancas
en el mango, a manera de atributo de Obatalá, o
con adornos de cuentas azules y blancas o cuentas
amarillas para Yemayá y Ochún, respectivamente. Por
el contrario, un rabo negro, forrado su mango de
cuentas de colores diferentes, será el iruke de Oyá.
Yemayá y Ochún podrán llevar en la mano abanicos
o abbebés, de forma redondeada, con un mango, y
forrados de piel o tela de los colores simbólicos,

201
con abalorios, plumas y cascabeles de acuerdo con
las simbologías acostumbradas. Por ejemplo, en
Cuba se usan cascabeles de metal blanco para
Yemayá, y de metal amarillo para Ochún. El abbebé de
esta divinidad podrá llevar plumas de pavo real. En
cambio, es usual que un abbebé de Yemayá lleve la
parte frontal forrada de piel de chivo y por atrás
raso azul. De esta manera, ciertos objetos (caraco-
les, conchas o cuentas de determinados colores y
formas) se convierten en distintivos precisos, no
ya de un oricha, sino de algunos de sus avatares; es
lo que en Brasil se llama firma. Así, por ejemplo,
dentro de un collar de Obatalá, uno de los oricha-
funfún del panteón yoruba-brasileño, uno o más
corales rojos o cuentas rojas se convierten en el
distintivo —la firma— del camino llamado en Cuba
Ayáguna. También puede indicarse de esta manera
una relación determinada entre los orichas: en un
collar para Ochún, de cuentas traslúcidas amarillas,
un número de cuentas verdes, o una cuenta grande
de este color en el nudo que lo cierre, aludirá a la
relación de esta divinidad con Orula, de quien fue
akpetebbí (su mujer). Los corales o las cuentas ro-
jas en un collar de Yemayá aluden a Olokum, dueño
del mar profundo, y que los santeros cubanos tie-
nen por un avatar de Yemayá. Un collar de Babalúayé
podrá llevar una cuenta grande de color castaño
oscuro, que hace alusión a la relación de aquel oricha
con 0yá. Además, entre los santeros es usual inser-
tar un cauri en algunos collares para expresar una

202
relación legendaria de Elebwa, que siempre mira a
través de esta especie de caracol. 100
El ornamento repetirá siempre el número sim-
bólico de cada oricha. No sólo en estos objetos sino
en el vestuario hasta se conservará esta marca sim-
bólica en cualquier adorno de una ropa de calle, un
prendedor, una pulsa o una cartera. En cambio,
Elebwa portará un garabato, rama ganchuda de árbol,
decorada de negro y rojo, o de negro y blanco, con
cintas o hilos de cuentas o simplemente pintada a
franjas con estos colores. El más peculiar de estos
objetos es el atributo para Babalúayé, Naná, Naná-
burukú, Chapkwaná o Obaluaye, que con estos nom-
bres se conoce al poderoso oricha protector ante la
viruela y demás enfermedades infecciosas. Consiste
este objeto en un manojo de fibras de palma, sujetas
con un entorchado de cuentas, cauri y otros abalo-
100
«Tiene una gran importancia y un significado preciso la com-
binación exacta de colores, el tipo, la cantidad y combinación
de las cuentas, el número de vueltas [hilos] y la firma. Ésta es
una inclusión del único elemento distinguible entre el total de
los collares y está ensartado en el mismo hilo. Como indica
su nombre, la firma sirve para exteriorizar la identidad y cua-
lidad [caminos] del òrìsà tutelar del individuo. Así, por ejem-
plo, en un hilo donde están ensartadas cuentas blancas para
Osálá, la firma podrá ser un sègi, concha o ambos. La firma
también sirve para establecer la relación con otros òrìsà que
acompañan al del iniciado. En otros casos sirve para estable-
cer una relación mítica con otro òrìsà. Así, un lágídígbá para
Obalúaiyé puede llevar una firma de conchas, un elemento que
le es propio, y otra cuenta que le pertenezca a Nàná, ya que
mitológicamente es considerada la madre de Obalúaiyé. Otro
ejemplo típico es en los hilos de cuentas de Oyá, una firma
consistente en algunas cuentas de Sàngó» (Santos, 1967:28).

203
rios que le sirven de mango. En Brasil se le conoce
por chachará y en Cuba por já.
Todos estos atributos no sólo los porta el iyawó y
el poseso con cierto sentido y ademanes indicadores
de jerarquía, sino también se colocan junto a los re-
cipientes que contienen a los orichas como un atribu-
to más. Y éstos resultan de tal modo impregnados de
poderes mágicos, que los oficiantes los usan en ri-
tos lustrales o de limpieza. Basta que a un enfermo
se le abanique con uno de estos abbebés, o se pase
por el cuerpo un iruke o el já, para que el oricha co-
rrespondiente ejerza su acción bienhechora. El gara-
bato de Elebwa se colocará detrás de la puerta y
compartirá con un pedazo de pan la imagen policro-
ma de San Roque y una herradura, para proteger la
casa. Los objetos que de esta manera concurren al
culto desempeñan una determinada función dentro
de los diversos actos rituales y, por lo tanto, poseen
diferentes significados: identificando un oricha o apo-
yando algunas de sus propiedades (como cuando se
pone junto a 0ggún la figura en hierro de una peque-
ña fragua, o algunas estrellas de mar junto a Yemayá).
En general, los canastilleros y los demás sitios donde
se colocan los orichas, los assentos en Brasil, se van
llenando de objetos diversos que obedecen al princi-
pio de adicionar elementos materiales poseedores de
ciertos poderes. 101
101
«Estos atributos tienen funciones y significado. Son emble-
mas que ayudan a identificar el origen, cualidad y función de
los òrìsà y los rasgos particulares que les atribuyen los mitos.
Expresan categorías, y su simbolismo juega un papel en el
conjunto del sistema místico del ritual. Son partes de un

204
El iyawó y el poseso podrán llevar otros adornos
simbólicos: siete anillas de plata en la muñeca del
brazo izquierdo (Yemayá); cinco anillas de oro o bron-
ce (Ochún); dos de hierro, plata o metal blanco
(Obatalá); nueve de cobre (Oyá); dos de cobre, de
cinta torcida (Obba); una cadenilla de hierro (Oggún).
Además, el iyawó usará una manilla de cuentas de
los colores simbólicos de cada oricha: el iddé; la lle-
vará constantemente o la ocultará en un pañuelo o
la hará colocar dentro de una pulsera de cuero de un
reloj, si por prejuicios sociales no quiere ostentar
su condición de creyente.* Los mismos prejuicios
obran sobre el uso diario de los iñales, los collares
simples, recibidos mediante todo un rito de imposi-
ción que implica un estadio anterior al de la inicia-
ción. Muchas personas los llevan en una pequeña
bolsa o cosidos por dentro de la camiseta para ocul-
tar su filiación religiosa.
Muy poco de la talla en madera se reconstruyó
en el continente, si comparamos la expresión plás-
tica alcanzada por el africano. Las estatuillas de
ancestros no encontraron mayores razones de per-
sistir y de hacerse nuevas representaciones de
ancestros, al quebrarse la estructura de parentes-
co y la estratificación social africana, y no ser ya

todo, y los diferentes elementos de que están hechos forman


el símbolo a cuya expresión contribuyen» (Santos, 1967:32).
1o
* Actualmente, los atuendos personales de los santeros y las
santeras (collares, manillas, pañuelos y otros), iniciados o
no, forman parte del vestuario habitual y se exhiben de modo
común.

205
funcional al grupo la protección que hubiera dado
cualquiera de los ancestros a loa cuales se recu-
rría en África, desde el ancestro tribal, en la línea
de los antecesores de los jefes, ni el ancestro in-
dividual más cercano al antecesor de una persona;
aquél porque el grupo no existió más en América,
y éste porque poco ayudaría en una sociedad don-
de la clase dominante imponía las relaciones so-
ciales elementales. Por ello se asimilaron las
creencias espíritas europeas que permitían tam-
bién un trato con el ser desencarnado de un fami-
liar fallecido, o utilizar cualquier guía al uso de
los Centros Espíritas.
Las figuras antropomórficas de los orichas y vodum
tampoco tuvieron que reproducirse a la misma esca-
la africana. Estas divinidades se hicieron más par-
ticularmente individuales en América y se concen-
traron más en los habitáculos mínimos de las fuer-
zas mágicas, en las piedras, otá, que con otros peque-
ños objetos guardan tales fuerzas. Por otra parte,
las figuras talladas en madera no son más que los
símbolos representativos de los poderes mágicos
esenciales.102 Estos símbolos pueden sustituirse por
otros igualmente efectivos.
Las imágenes católicas con las cuales se
sincretizan muchos orichas no son más que los
símbolos de éstos. Tampoco, dentro de las formas
102
«Los ère, como todos los demás objetos materiales que tienen
lugar en los ritos, son símbolos cuya forma substancial y
material sirve para hacer resaltar aspectos míticos» (Santos,
1967:41).

206
particularizantes de la práctica de la creencia tie-
ne lugar la colección de tales imágenes, la dedica-
ción de una choza especial para guardar las
imágenes de la tribu, ni los altares públicos para
uso de cualquier creyente, ni las habitaciones para
que se concentren los adoradores de tal o cual
deidad y, mucho menos, toda una sección boscosa
para erigir en ella las capillas de un oricha al cual
se le celebren festivales cíclicos. Es fácil colegir
que esas capillas que se construyen en los cami-
nos y senderos en el sudeste guineano, para ex-
poner a Elebwa, al que le rendirán culto los
transeúntes, no encontraron lugar en América
donde el esclavo tuvo que proveerse de muy diáfa-
nos salvoconductos para transitar de un sitio a
otro, aparte de que si se trasladaba a otro lugar
por orden y servicio de sus amos, muy poco ten-
dría que pedirle a Elebwa. Tampoco se reproduje-
ron las procesiones en las que los adoradores
portaban en la cabeza las estatuillas de las
divinidades. Oficiantes más apegados a la ortodo-
xia de las antiguas tradiciones, guardan imágenes
atribuidas a viejos africanos, tallas en madera que
indudablemente conservan ciertos elementos de
estilo de la plástica popular yoruba, que es la ex-
presión plástica que se atesora en América, junto
a algún nkisi tallado con más tosquedad en manos
de algún palero viejo. Además, tallas antiguas de
evidente filiación yoruba están expuestas en dife-
rentes museos americanos. Descóredes M. dos
Santos estima la posibilidad de algunas tallas

207
transportadas desde África y conservadas aún en
los candomblés bahianos.103
En cambio, se reconstruyó la forma de muchos
objetos que sí tenían función dentro de los ritos
afroamericanos, precisamente aquellos que queda-
ban más cerca del oficiante para resolver los particu-
lares trajines diarios con los dioses.104
Una figura muy extendida es la de Changó, tanto
la representación antropomórfica como su admi-
nículo tradicional, el oché-Changó. Para la primera
hemos encontrado en Cuba la denominación de ereré,
y referida siempre a la figura de Changó, de la palabra
ère usada en yoruba para aludir a tales re-
presentaciones de los orichas.105

103
«Hoy día, en Brasil, hay varias imágenes ère en los templos de
los òrìsà, y todavía son los que trajeron los viejos abuelos
africanos. Algunos hechos ya en Brasil, a causa de la presión
que sufrieron en otras épocas, cuando la Iglesia y las autori-
dades tomaron aquéllos como fetichistas» (Santos, 1967:40).
104
«Los tallistas de Bahía gozaron de gran fama. Los artesanos
africanos y sus descendientes ayudaron a crear el patrimonio
barroco de Brasil. Toda la destreza y habilidad del negro
brasilero fue usada y encaminada por las necesidades y de-
manda de sus amos, quienes controlaron lo que producía.
Para los cultos fue difícil hacer imágenes que pudieran ser
reconocidas como tales por los amos. Y se usaron otros mate-
riales en sustitución de la talla en madera» (Santos, 1967:42).
105
«En varios festivales escuchamos la voz ère usada para referir-
se a tallas en madera, durante los cuales eran transportadas
en procesión desde los templos y altares. Vimos también
estas imágenes en casi todos los altares de los òrìsà excepto
de los de Obalúaiyé, Nàná y en los del grupo de òrìsà relacio-
nados con árboles, hojas y la caza» (Santos, 1967:34).

208
La imaginería más extendida en Cuba, sobre
todo por su presencia —imprescindible para cual-
quier creyente, aun el no iniciado— es la de Elebwa,
y no se trata ahora de una mera representación sim-
bólica, sino de su habitáculo mágico. Ya nos referi-
mos a algunas representaciones de este oricha según
sus diferentes avatares o caminos. Su representación,
además de adoptar la forma de una cabeza deforme,
semicónica, con ojos y boca identificados por cauris,
o aplanada, puede quedar en un caracol (strombus
giga) vacío o tapado con una mezcla a base de ce-
mento y arena, además de otras sustancias de pode-
res mágicos, y con los cauris para señalar los ojos y
la boca, y, si se quiere, con el modelado de la nariz.
Elebwa puede adoptar la forma de un muñeco hecho
de madera o de una mezcla a base de cemento, arti-
culado para poderlo vestir. Otras de sus representa-
ciones tienen caracteres jánicos y, como al rey mítico
del Lacio, se les atribuye a este mensajero de los
orichas —que en algunas leyendas se le discute su
posición de oricha—, la noción y el dominio del pa-
sado y el futuro, ven pa´trá y pa´lante. Uno de estos
Elewba bifrontes puede ser un bloque redondeado y
de base algo oblonga, como una cabeza un tanto
braquicéfala, de madera negra, con dos cauris por
ojos y un tercero por boca en una de las caras. Por la
otra sólo lleva las cavidades de las cuencas orbitales
y una hendidura por boca. La figura, como todos los
Elebwa que se representan por la cabeza solamente,
lleva una púa filosa en la parte superior, que se uti-
liza para desangrar el gallo que se le ofrenda. Otros

209
Elebwa jánicos consisten en un solo cuerpo masculi-
no con dos caras, o dos cuerpos adosados por las es-
paldas, uno masculino y el otro femenino. Dijimos
que éste es uno de los pocos orichas que en Cuba
encuentran su habitáculo en una forma antropo-
mórfica esculpida, pues en todos estos casos las fi-
guras tienen un hueco en su interior, o en las espaldas
y en la base, donde se le colocará la carga consa-
gratoria. Tanto es así que cualquier artesano no las
puede hacer, sino el propio padrino, quien a través de
un proceso adivinatorio determinará la fórmula má-
gica que contendrá el Elebwa, además de llevar una
parte de su propio aché, y la mezcla misma del cemen-
to, la arena, el yeso, el blanco-de-España, que se em-
pleen en la masa, asimismo deberá pasar por todo un
rito de purificación y consagración. Durante la con-
fección, se dirán ciertos rezos propiciatorios y se uti-
lizarán vasijas y una palangana blanca, nuevas.
Terminada la figura, se consultará para ver si Elebwa
quiere estar ahí, y la figura permanecerá, después de
cargada y sellada, junto a los tres guerreros del padrino
para que por la magia simpatética se imbuya de todos
los poderes del oricha. Estos cuidados deificadores son
más importantes que la calidad y el aspecto que se
logren en la confección de la figura, la cual se con-
vierte en verdadera figura-oricha. El artesano, iniciado
él, modelará, tallará o trabajará el metal dentro de
unas formas tradicionales, precisas y estrictas en
cuanto a algunos elementos distintivos imprescindi-
bles. Pero dentro de esos cánones establecidos por la
tradición tendrá una total libertad para darle los de-

210
talles finales, en el acabado, en adjuntarle ciertos ele-
mentos que no contradigan las propiedades de la di-
vinidad. El tamaño total de la figura se ajustará a lo
que mejor aconseje el uso y lugar que va a ocupar.106
Aquí interviene poderosamente la imaginación del
oficiante-artesano y ésta es la vía por donde se mez-
clan y adicionan elementos que aumentan la eficacia
mágica del objeto central motivo de representación.
Hemos visto un poderoso Osain, construido por un
babalawo de la localidad de Sancti Spíritus, quien montó
este oricha en un pequeño caldero de hierro de los de
tres patas, y sucesivamente le fue colocando unas
varillas de hierro, encajadas en la tapa y abriéndose
en abanico, rematadas con unas pequeñas figuras de
hierro que había encontrado, junto con unos anzue-
los de gran tamaño, y explicaba su imaginación por la
coincidencia de la sagacidad de los animales, astucia
y constante alerta ante cualquier peligro, y los an-
zuelos por los que éstos pueden agarrar, pescar, es
decir, estar alerta al menor suceso que pudiera
revertirse en daño para su poseedor. De este modo el
Osain se veía reforzado en su función de guardiero.
Otro caso que hemos encontrado de figura
antropomórfica contentiva ella misma de la fuerza
mágica del oricha es Osain, que en uno de sus avata-
res o caminos puede afincarse o asentarse —es decir,
106
«A pesar de los requisitos estrictos en cuanto materiales y
forma, el artesano y el artista tienen suficiente libertad. Ta-
maño, acabado, variedad dentro del diseño y las posibles com-
binaciones materiales, permiten una rica diversidad de tipos
de emblemas hechos para los cultos» (Santos, 1967:33).

211
soportar ritos consagratorios equivalentes a una ini-
ciación, que entre los santeros se dice asentarse— en
un muñeco de madera, confeccionado con todos los
cuidados rituales que hemos apuntado, por un san-
tero que tenga la jerarquía de osainista, y que talle
una figura que tenga un solo ojo, una sola oreja, un
brazo, una pierna y un testículo. La talla llevará en
su interior la carga mágica que convertirá a la figura
en el más poderoso guardián de la casa y se comple-
tará vistiéndola con pantalón y chaquetilla de tela
listada de distintos colores. Puede llevar en la cin-
tura una banda tupida de fibras de palma (mariwó) y
en el muñón del brazo que le falta puede colocársele
un gancho metálico como la prótesis con que apare-
cen los piratas mancos en las estampas antiguas.107
107
Osain se representa de diversas maneras. A veces en una simple
barra de hierro enterrada en el patio de la casa o en el umbral de
la puerta de entrada, o un pequeño güiro, cargado, con unas
plumas de ave, y una púa metálica para clavarlo horizontalmen-
te en una de las jambas del marco de la puerta. Otras veces en
un güiro pequeño cortado en dos, y con un solo cauri en su
interior, pues a Osain le basta una sola y mínima abertura para
ver todo a su alrededor. Precisamente, según las leyendas de la
santería, el que llaman Osain de un solo pie, no ve del ojo que
tiene, y sí del que no tiene, tampoco oye de la gran oreja que le
queda y en cambio sí de la que le falta. Este Osain es dueño de
los remolinos, de los espirales de polvo que se forman en los
caminos, de las trombas marinas. Y dicen que habla para avisar
al creyente y prevenirlo de algún mal, y que se expresa con
fuertes zumbidos rítmicos como el ulular del viento durante
las tempestades. Osain es además dueño de las yerbas medici-
nales, y de los árboles del bosque, por eso hay que pagarle
tributo para entrar en el monte y recoger las yerbas. En Cuba se
sincretiza con San Silvestre o con San Ramón Nonnato.

212
Las demás figurillas que se utilizan en Cuba
solamente tienen valor simbólico; son atributos de
los orichas y no sus habitáculos, aunque tengan que
estar consagradas, lavadas como se dice en el habla
usual de los participantes de la regla de ocha.108
La consagración de un objeto, el lavado o prepa-
rado, dijimos ya, equivale a una iniciación, de aquí
que también se le refiera como bautizo. Implica una
continua consulta por medio de algunos de los pro-
cesos adivinatorios, ritos lustrales, y, sobre todo,
la constante invocación a los orichas. En general,
toda fórmula invocatoria de los orichas recibe el
nombre de oró; hacer oro se dice al instante del rito
en que se nombran a los orichas, o se les invoca por
medio de toques particulares de los tambores ri-
tuales o cantos. 109
En general los atributos simbólicos de los orichas
pueden ser especies de marcas de sus respectivas

108
«Los objetos mismos son meras substancias materiales. Para
que adquieran su representación simbólica deben ser consa-
grados. Un objeto que tenga todas las condiciones estéticas
necesarias para el culto, pero que no haya sido preparado para
ello, pierde valor. Es simplemente una expresión de habilidad
artesanal o de arte» (Santos, 1967:41).
109
«Se le da un carácter sagrado a un objeto a través de una
ceremonia especial, orò. Pero los objetos consagrados no son
objetos-divinidades, fetiches todopoderosos que controlen
los oficiantes. Sino son emblemas preparados y aceptados
como símbolos de fuerzas y seres espirituales [...] los obje-
tos no son más simples representaciones materiales, sino
emblemas en los cuales lo sagrado está representado» (San-
tos, 1967:41).

213
autoridades o presencia (los abbebés, los irukes, el
garabato, el já o chachará, o el oché de Changó), o bien
marcas distintivas con cierta función preventiva,
como amuletos (las manillas de metal, los iddé y los
mismos iñale). Un tercer orden de símbolos lo pode-
mos situar en varios objetos sonoros, los cuales por
su timbre particular se identifican con algunos
orichas. Como ejemplos están: la campanilla (adyá)
de metal blanco o de plata con un mango curvo, el
atributo de Obatalá; una campanilla pequeña, que
cae dentro de la denominación genérica de aggogó,
de metal amarillo, para llamar a Ochún; los diversos
aggogó de hierro, en forma de campanas bifoliadas de
corte lenticular, sin badajo, para ser percutidas con
un palo, cuya dedicación simbólica aparece ya im-
precisa junto con el uso de una hoja de azada (gua-
taca) o de una reja de arado, que se incorporan a los
toques de menor fundamentación ritual.
Otras sonajas son hechas de una o más güiras,
con relleno de piedrecillas en su interior, ensartadas
en los extremos de una rama fina y bifurcada de un
árbol y pintadas caprichosamente de rojo y negro,
para Elebwa. Estas sonajas de tipo maraca reciben el
nombre colectivo de atcheré. Usan atcheré de formas y
colores particulares: Yemayá, Changó, Aggayú,
Orichaoko. Para llamar a Oyá se emplea la baya del
flamboyant (Delonix regia Bojer, Raf.) al natural, o
pintada de franjas multicolores, o forrada de cintas
también de distintos colores. Otros instrumentos
de formas muy peculiares son los adyá invocatorios
de los Ibedyi, de Yeguá, Olokun, Oddúa y los que se

214
usan para ciertos ritos funerarios, consistentes en
tres campanas, cónicas o piramidales, adosadas por
una de sus caras laterales a un mango metálico. En
los ritos funerarios se emplea un zumbador de ma-
dera. El sonido de estos objetos sirve para acelerar
los estados de posesión, y no se requiere que sea
fuerte y penetrante, sólo basta que se sacudan cerca
del oído del creyente que muestra los primeros sín-
tomas de caer con el santo, para producir su efecto.
También se usan para dirigirse a cada oricha, hablán-
dole o diciendo un rezo apropiado con el acompaña-
miento del sonido de su instrumento. 110
Una reseña exhaustiva hace Ortiz (1955, 5:396
y ss) del zumbador, después de considerar la presen-
cia de instrumentos del mismo principio acústico
entre varias civilizaciones. En Cuba, para algunos
ritos en los que se atrae a ciertas entidades sobrena-
turales (espíritus) se utiliza este instrumento con-

110
Fernando Ortiz, en el tomo II de Los instrumentos de la música
afrocubana, ofrece una amplia reseña sobre estos objetos de
los cultos yoruba-cubanos, y sus usos: «Esos acheré y ogogó
del culto lucumí nunca se tocan en parejas, sino sólo uno de
ellos. Tampoco han de ser de gran sonoridad para evocar
litúrgicamente a los dioses. En rigor, basta que su tañido sea
oído por el creyente que está bailando en trance de caer en
posesión del «santo». Su sonido junto a la oreja es como una
sugestión que provoca en su conciencia perturbada el reflejo
condicionado, el abandono hipnótico y la energía mística. Los
dioses vienen a su peculiar ruido, por ellos conocido aunque
sea quedo y sin estridencias, de igual modo que responden a
las plegarias musitadas y hasta a las silenciosas, sin voceríos
ni cantos» (p. 85).

215
sistente en una tablilla de formas variadas, colgado
de un hilo o bramante que se retuerce fuertemente;
entonces, agarrado el extremo del cordel con la mano,
se le imprime un fuerte y amplio movimiento rota-
torio desde el antebrazo, haciéndose oír el zumbido
de la tablilla al cortar el aire. Al instrumento se le
llama orò, y se le utiliza también por los oficiantes
de Osain, el dueño de la medicina, y apresurar así su
acción. De acuerdo con Ortiz:

El orò, en Cuba como en yoruba, es instrumen-


to sagrado por el cual habla un espíritu. Por eso
antes de funcionar el orò, hay que consagrarlo
como tal, mediante un rito secreto, y ofrendarle
comida, así como ocurre con los tambores del
culto [...]. Hay que sonarlo para darle de comer
a los muertos. Cuando va a salir la máscara de
Egungun hay que sonar orò precisamente. Como
las personificaciones de Egungun en Cuba no
hablan por medio de un cambiavoz, como sí su-
cede en África, aquí el ruido del orò es tenido
por algunos como la voz de Egungun. Es un caso
de sincretismo. En Cuba los babalawos son quie-
nes más usan el orò, debido a que ellos han ve-
nido en cierto modo a ocupar el puesto jerár-
quico que en África tienen los ogboni.

En Cuba sólo los hombres pueden hacer sonar


este instrumento; las mujeres y los niños deben ta-
parse los oídos y virar u ocultar la cara de modo de
no escucharlo ni verlo. En una de las historias o pa-

216
rábolas del opkuele, un oddun de Ifá, se dice cómo una
mujer (obiri) y el hijo pequeño (omó kekereni) queda-
ron ciegos por mirar algo sagrado y prohibido.
La voz de estos instrumentos reprodujo en Amé-
rica los ancestrales significados que tuvieron esos
sonidos como medio material intermediario entre los
hombres, que a voluntad los hacían sonar, y los en-
tes sobrenaturales que respondían a tales sonori-
dades. La forma exterior cambió considerablemente
y el simbolismo de forma y color pudo hacerse capri-
choso y convencional en cada creyente, pero se con-
servó el principio acústico. En la medida que
cambiaron las necesidades de comunicación de los
hombres con las fuerzas que estimaba sobrenatura-
les, fueron transformándose los instrumentos, has-
ta perder sus poderes mágicos, secularizándose y
apareciendo en nuevas formas de vida urbana desco-
nectadas de las prácticas religiosas. 111
Dentro de los objetos que forman la imagen que
se tiene más a la mano de la presencia de África en
América están los tambores. Al negro se le ha iden-
tificado con el tambor y con el baile. Es que el ob-
111
«La forma exterior se hace entonces representativa, ilustrativa
de esos poderes, se convierte entonces en atributo de lo má-
gico que es la voz del instrumento. Como en estos atributos
expresados a través de la decoración no determinan diferen-
cias en el timbre fundamental de los instrumentos, y sí co-
rresponden a la compleja trama de símbolos mágicos de cada
religión, de cada grupo, de cada oficiante, de cada creyente,
resulta que la forma exterior y los detalles decorativos que se
señalan son altamente cambiantes y caprichosos» (León,
1968:12).

217
servador ajeno pudo comprender más rápidamente
la gran variedad de efectos percusivos que lograba el
africano con el ritmo percutido. Y se dijo que el ne-
gro era eso: ritmo, tambor, baile, y se le sintetizó
mucho más en la sola idea de que era ruido. Pues
bien, ese ruido supervive en América, y ha llegado a
ser el punto de convergencia de donde parten mu-
chas expresiones de una cultura que ya lleva el sello
de americana y que ha influido en la propia África.
La supervivencia de la organología africana re-
corre un largo camino evolutivo que va desde ins-
trumentos crípticos, secretos, como el ékue y el
kinfuiti, hasta otros que, junto con una variante pro-
funda en su forma se han hecho totalmente profa-
nos y han pasado a integrar las orquestas de música
urbana, de salón, y hasta se han incorporado en al-
guna que otra partitura de los grandes composito-
res contemporáneos. No solamente se perciben estas
supervivencias en la forma fundamental de los ins-
trumentos, en la conservación de sus principios
acústicos, sino también en los nombres que de és-
tos se mantienen. A veces, junto a un nombre ritual
se emplea otro profano. Los nombres de ilú y ngomo
sirven para designar los tambores de las dos áreas
principales de supervivencias africanas en América,
la de los cultos de procedencia yoruba o de territo-
rios vecinos, y la de los de procedencia bantuoide,
respectivamente.
En cambio, no aparecen en América los grandes
idiófonos de madera, capaces de hacerse inteligibles
a grandes distancias al reproducir el ritmo y las

218
inflexiones del lenguaje y así transmitir sus mensa-
jes. Tampoco se reconstruyeron los tambores de ten-
sión variable como son los axilares que se ven en
toda la zona saheliana, o los de tensión manual como
los de tipo dundún.*
De los primeros Ortiz (1952, 3:145) ofrece la
referencia a un idiófono monóxilo de más de 1,50 m
de alto y 0,26 m de diámetro, rematado en una figu-
rilla antropomórfica tallada en el extremo del tronco
y usado en el Cabildo Congo Mumboma, que existió
en La Habana en el siglo XIX. Al parecer, era un cabil-
do que agrupaba a negros de la zona Mboma, en la
ribera izquierda del río Congo, a 80 o 90 millas de
San Salvador, de donde, con el gentilicio mu, proce-
derían los hombres de aquel cabildo.
El propio Ortiz (1952, 3:141) hace mención a
otros monóxilos cubanos; para uno de ellos recogió
el nombre de yabó y fue usado por algunos negros
en la antigua provincia de Oriente. Este instrumen-
to consiste en un tronco ahuecado, con una abertu-
ra o labios longitudinales, por donde se vaciaría, o
por los extremos, y después se vuelve a tapar. El
yabó, así como el palo mumboma de aquel antiguo

* Posteriormente, durante la elaboración del Atlas de los instru-


mentos de la música folclórico-popular de Cuba (La Habana, 3 t.,
1997), apareció un juego de tambores dundún en Palmira,
Cienfuegos, y otros incompletos en Cruces, Abreus, Lajas,
Rodas y Aguada de Pasajeros, en la misma provincia. Véase
Carmen María Sáenz Coopat: «Tambores dundún», t. 2, 357-
362; junto con datos históricos en las vecinas provincias de
Matanzas y Villa Clara. Confróntese el tomo 3 de mapas, p. 26.

219
cabildo habanero, se tocan por una persona, golpeando
con dos palos. La madera, a ambos lados de la ranu-
ra, obra como lengüeta, produciéndose dos sonidos
diferentes. 112 En cambio, sin esta abertura longitu-
dinal, usando tan sólo el tronco ahuecado, aparece
en Cuba el catá, entre los instrumentos que se em-
plean en las tumbas francesas, que de procedencia
haitiana se conservan en las provincias de Oriente.*
También lo usan algunos grupos de origen yoruba
en Villa Clara.
Los grupos de procedencia bantú emplean en
Cuba un instrumento que llaman guagua, consis-
tente en un tronco de árbol, ahuecado, recubierto
de planchas de hojalata, que se coloca horizontal-
mente sobre el suelo, o se inclina, haciéndolo des-
cansar en unas horquetas en forma de X, para que el
112
«Recordemos que los tambores de madera pueden acompañar
la danza, aunque también sirven para la transmisión de men-
sajes a una distancia bastante grande, a veces decenas de
kilómetros. La oposición de un sonido agudo a otro grave, la
acentuación variada y las diferentes canciones, permiten,
muchas veces por alusiones rítmicas a canciones característi-
cas, formar unas especies de ideogramas. En los países don-
de se practica este modo de lenguaje, especialmente en Costa
de Marfil, en el Camerún y en el Congo, cada población posee
un tambor y las noticias se transmiten muy rápidamente, de
preferencia de noche» (Schaeffner, 1936:73).
12
* Debido a las intensas migraciones internas de los últimos
diez años, el catá se encuentra presente en todas las provin-
cias de Cuba y se emplea en conjuntos instrumentales de
bembé, conga, gagá o rará, rumba, tumba francesa y son.
Véase Zobeida Ramos Venereo: «Catá», en Atlas de los instru-
mentos... t. 1, pp. 78-86, y t. 3 de mapas, p. 14.

220
ejecutante lo golpee con dos palos. Un idiófono ba-
sado en el mismo principio es la tacuara, que Lauro
Ayestarán describe como de antiguo uso por los ne-
gros de los candombes afrouruguayos y consiste en
un tronco de bambú, puesto horizontalmente sobre
dos horquetas en forma de Y (Ayestarán, 1948).
Las concepciones sonoras fundamentales de los
africanos han supervivido en América y quizás cons-
tituyan el aspecto de esas culturas que de manera
más integral ha penetrado en el Nuevo Mundo. La
manera de distribuir el espacio sonoro, los timbres
y la estructura del discurso melódico, no sólo
superviven en las formas primarias musicales, sino
han incorporado elementos euroccidentales, y han
desarrollado otros de estilo tan propios de la música
americana que han pasado a la música universal.

221
7
La vida material del africano determinó
ciertos rasgos diferenciales del ser social
del hombre en América

Hemos planteado algunas consideraciones sobre lo


que África envió a América, lo que traían sus hom-
bres, lo que aportaban seres humanos. Cierto que el
África de los siglos XVI al XIX, y hasta el XX, y seguiría
ocurriendo si no se vislumbra un despertar del hom-
bre africano, cierto, decimos, que esta África no pudo
enviar libros, ni revistas; no nos envió vino de pal-
ma embotellado con premios dentro de las tapas de
corcho, ni guinea corn en sobres de cellophane, enco-
gido y enriquecido con alguna vitamina, ni
banquetillas de madera tallada Made in kumasi. Los
talabarteros haussas o los herreros mandingas no
instalaron sucursales de sus corporaciones artesa-
nales, especies de guildas que hubieran impulsado
el salto cualitativo de la producción artesanal indi-
vidual-familiar a la producción industrial temprana.
La penetración europea no le ofreció tampoco nada
mejor que lo que ya habían incorporado los pueblos
negros por medio de sus contactos con el mundo
mediterráneo.
Los grandes Estados africanos no pudieron en-
viar a América sus cónsules, sus embajadores, sus
comerciantes. No pudieron establecer convenios co-
merciales, no pudieron enviar sus navíos, sus ejér-

222
citos, sus misioneros. África sólo podía enviar hom-
bres, las más de las veces semidesnudos, engrillados,
enlatigados, en promiscuidad, hacinados, hambrea-
dos, ya envilecidos. Y con esos seres humanos sólo
llegaba lo que traían dentro de ellos, en forma y me-
dida de lo que la conciencia humana, en las condi-
ciones objetivas de África y en las circunstancias de
la trata, impusieron al hombre que convertían en es-
clavo. De aquí que todas las supervivencias de la
cultura africana deban considerarse siempre a partir
de las condiciones sociales y psicológicas del hom-
bre africano. Ni siquiera es posible hablar de la mi-
gración de un grupo étnico, pues esta noción de
grupo no se daba en las condiciones del tráfico
esclavista. Había una disrupción social en África, y
se producía de nuevo otra al arribo de las negradas
en América. Solamente tendría lugar una incipiente
reconstrucción tras un ajuste mínimo, vital, a las
nuevas condiciones de vida. Y esta reconstrucción,
vehículo fundamental por donde pasaron las here-
dades africanas, volvía a confiarse en lo individual,
en lo que tal o cual negro aportaba al neo-grupo, al
grupo re-creado.
El grado de desarrollo en que se encontraba
África, desde los primeros contactos con los por-
tugueses (en 1415, captura de Ceuta; y en 1441,
penetración en Río de Oro y traslado de los pri-
meros negros a Lisboa), hasta el auge de la trata
en el siglo XIX, le impidió ofrecer resistencia algu-
na al sistema de razzia implantado. La dependen-
cia de los hombres a su tribu y el grado de las

223
relaciones sociales elaboradas sobre el trabajo den-
tro del clan, les impidieron una conciencia social
de sí mismos, del grupo, llevándolos a una total
desposesión de su destino. La presión y expan-
sión de los grandes Estados del norte y nordeste
venían desmembrando los grupos que se asenta-
ban en la zona de selvas del litoral guineano. Hay
que esperar al siglo XX , y muy avanzado ya, para
encontrar en África una conciencia social deter-
minada por las condiciones históricas que se al-
zan frente al colonialismo y al neocolonialismo. 113
Por ello, los rasgos de la conducta social atribuibles
a viejas raíces africanas en América sólo pudieran
encontrarse descritos en formas muy parciales,
hasta deformadas, en los documentos y escritos
de los tratistas y viajeros correspondientes a los
diversos instantes que siguió la trata a través de
los siglos XVII, XVIII y XIX.
Todavía muchos descendientes de negros afri-
canos —ninguno de éstos, a los cuales no vamos
a referir, puede decirse hoy que sea negro retinto o
chorongudo, como se le decía en Cuba al negro de
piel bien prieta, y mucho menos negros de nación,
sino mulatos—, recuerdan, en la ciudad de Matan-
zas, la reconstrucción de un cabildo de nación iyesá
113
«[...] nos esforzamos [...] en discernir bien nuestras esperan-
zas y nuestros fines, de despejar bien lo que en esta segunda
mitad del siglo XX —que quedará como el siglo de la descolo-
nización: un continente liberado en sus tres cuartas partes
y en plena posesión de su destino— podrá esperar de la cultu-
ra [...]» (Moussaoui, 1969:5).

224
(iésá, como dicen muchos de ellos). Y estos infor-
mantes de hoy son los descendientes de un grupo
de babalawos que se decían procedentes de esta tie-
rra, precisamente donde se habla el dialecto iésá.
Uno de ellos era el abuelo de nuestro informante,
que junto con otros mulatos matanceros, ligados
a lo que queda de este cabildo, recuerdan las leyen-
das que fijan la fundación de aquél en 1854. Se
unían bajo la advocación de Oggún Arere, recons-
truían sus tambores que por extensión se han lla-
mado tambores iyesá, 114 y los pintaban de verde
oscuro (éste es el color de Oggún Arere) con una
franja amarilla (el color de Ochún).
Recuerdan estos descendientes africanos que los
viejos decían que allá en su tierra había una capital,
orogún, llamada Ulésà, de donde procedían las muje-
res. Otra capital era Ibokún; de aquí procedían los

114
«Así surgió un cabildo afrocubano. Sus actuales componentes
mantienen vivas estas viejas historias. Hoy se llama, al ajus-
tarse a las leyes que estableció la República, Sociedad Cultu-
ral y de Recreo San Juan Bautista. La antigua organización de
un rey, una reina, el escribiente, el alguacil, el guardián del tesoro,
el abanderado, el mayor de plaza, etc., ha sido sustituida por los
cargos que se establecen en nuestra Ley de Asociaciones. Pero
aún conservan los viejos ritos iyesá, con sus tambores, pinta-
dos de verde como corresponde a todo lo que evoque esta
manifestación de Oggún. Su altar, donde predomina lo verde,
está decorado con hojas frescas, pues Oggún es del campo, y
de tierra iyesá. Nos aseguran nuestros informantes que Orula,
Ochún, Osain y Ochosi, son también de esta tierra, uno de los
subgrupos del conglomerado yoruba» (León, 1959:217).

225
hombres. Aquellos veintiún africanos buscaron a los
de un cabildo de tierra de Oyó para que consagrara
—bautizara— el de ellos, inscrito bajo el patronazgo
de San Juan Bautista.
Tenemos la existencia de un fenómeno de re-
construcción por las aportaciones de lo que un nú-
mero de africanos imponían para retomar un hilo de
tradiciones. Posiblemente estos veintiún babalawos
ni se conocían en África; así tendrían que identifi-
carse y reconocerse mutuamente, procederían de dis-
tintos compounds, tendrían edades bien diferentes,
serían de verdad babalawos o simples auxiliares, o
meros conocedores de los secretos de Ifá, e irían aco-
modando sus prédicas a un consenso general en el
grupo.
Sobre estas bases materiales-individuales se recons-
truyó en América una tradición de prácticas objeti-
vas que quedaban injertadas dentro de las prácticas
usuales de la vida cotidiana. Ésta se nutría, a su
vez, de otras prácticas que aportaba el colonizador,
de suyo complejas. No faltaron los usos y las cos-
tumbres introducidos por grupos migratorios (chi-
nos, hindúes, etc.) que fueron dejando sus huellas
en América. Devinieron, a su vez, condiciones ma-
teriales que han presentado aspectos diferentes en
el curso histórico de la vida económica en el Nuevo
Continente. Es claro que las relaciones sociales cons-
truidas sobre estas bases materiales respondan a ellas
causalmente, y hallan forjado formas de vida social
que han sido abstractamente definidas como la idio-
sincrasia americana.

226
No han faltado los intentos de una caracteri-
zación moral del negro y sus descendientes atri-
buyéndoles, como supervivencias de rasgos anti-
sociales heredados de aquellos abuelos africanos,
las formas más depravadas de comportamiento so-
cial, o las de tipicismos más coloristas. No faltan
trabajos, artículos, hasta gacetillas y chascarrillos,
que tratan de hacer evidente las particularidades
de conducta derivadas del negro, en lo referente a
las normas regulares de la vida cotidiana, en el
trato y la atención a los niños y a la mujer, así
como a los demás, en la economía doméstica y en
la moda, en el juego y hasta en habilidades o
inhabilidades anatomofisiológicas hacia tal o cual
oficio o profesión, sin excluir los minuciosos es-
tudios psicológicos para determinar característi-
cas de una inteligencia... negra, que permanezca
en América como supervivencia del tráfico
esclavista.
El africano se situó de manera peculiar ante el
panorama que de la civilización europea le ofrecía el
colonizador, y en cierto sentido, tuvo que adaptar y
limitar, en su propia conciencia social, múltiples
facetas, a veces contradictorias, que le imponían como
modelos de conducta. En aquellos aspectos se bus-
caba la constante atávica del ridículo, o la perenne
monería del negro. Estas contradicciones se hacían
más evidentes y complejas en el africano que pasaba
al servicio doméstico, y más todavía si era en la gran
ciudad.

227
Las peculiaridades de la vida de relación le lleva-
ba, por otro lado, a situarse ante las costumbres y
los hábitos domésticos de los blancos, mientras él
conservaba para sí elementos de sus propios hábitos
sociales o tenía que despojarse de éstos. La estruc-
tura social colonialista y los hábitos de la sociedad
burguesa, con conductas caducas, o de cursilerías
aristocráticas, con modas extranjerizantes y etique-
tas tomadas de almanaques y vademécumes para da-
mas, tuvo que contemplarlos el negro y situarse ante
normas éticas contradictorias aun dentro de la pro-
pia familia, y soportar la humildad que le imponía el
catecismo. La docilidad fue la cualidad más aprecia-
da por los amos. El hombre de la casa: su vida priva-
da, su actitud en el hogar, su vida en los negocios;
el ama, la iaiá, la gran señora de la casa, las señori-
tas, los señoritos y los «niños» que nunca enveje-
cían, los parientes pobres y ricos de la familia, todo
esto le imponía al negro el más contradictorio e in-
congruente cuadro ético, y estaba obligado, por su
condición de esclavo, a responder acertadamente en
cada situación. Y había una capa social, quizás más
operante que el negro africano y sus descendientes
—muy poco estudiada en América—, que era el eu-
ropeo pobre, el engagé: el campesino aparcero, el hor-
ticultor ejidista —en zonas contiguas a los centros
urbanos— , el obrero artesano, los marineros, los
truhanes, los celadores, los policías, los carceleros,
las prostitutas, los mozos de cuadra, etc., que se
encontraban todos juntos en estratos sociales don-

228
de tienen que haberse igualado muchas tradiciones
que en lo esencial poco diferían. 115
El negro en América se vio dentro de un
reagrupamiento totalmente artificial, por lo que las
formas de trabajo y los medios de obtener su subsis-
tencia no respondían al desarrollo de fuerzas pro-
ductivas históricas, sino fueron impuestas por el
sistema de trabajo esclavo. En tales sociedades, los
hombres de la masa de la población eran simple-
mente una herramienta en manos de cada explota-
dor del cual devenían objetos en usufructo, de aquí
que dependieran enteramente de la voluntad del amo
(voluntad cambiante en él mismo o al pasar de es-
clavo doméstico al trabajo del ingenio cañero, o de
uno a otro dueño o de mayoral).
En el trabajo esclavo se castraba el ciclo causal
que forja la conciencia. Ésta supone una reflexión
sobre el tiempo (historia), el medio (naturaleza) y
los semejantes (sociedad), e implica capacidad para
configurar, definir o explicar —tan sólo sea en di-
bujo, o en palabras— estas relaciones con el tiem-
po, el medio y los semejantes, como condiciones
115
«Y unos y otros, blancos y negros, sumergidos en un ambiente
extraño para todos y disociador, con leyes regias que se acata-
ban pero no se cumplían, con ordenanzas para el provecho
exclusivo de quienes la acordaban, con morales escurridizas
propias de sociedades inferiorizadas, con elementos
heterogéneos, y todos exóticos, con posiciones interinas,
convivencias provisionales, tensiones constantes, codicias sin
frenos, frustraciones desesperadas; todo de paso, en fricción,
en odio, en miedo, en relajo. Posturas sociales controverti-
das, invertidas, pervertidas» (Ortiz, 1959:112-113).

229
de la vida material. La conciencia lleva al hombre a
hacer sus abstracciones y expresarlas en formas del
pensamiento sobre estas tres categorías del ser so-
cial; pero lo que no puede el hombre, en un régi-
men colonialista, es organizar, en función de sus
necesidades, como ser material y ser social, las re-
laciones con el tiempo, el medio y los semejantes
sobre una organización racional de la producción
material. Les faltaba a las masas explotadas la or-
ganización de la producción de los bienes materia-
les, lo que constituye la fuerza motriz de la
evolución, por lo que se ha hablado de sociedades
congeladas al tratar de la implantación del africano
en América.
De aquí que la conciencia social de las masas
durante el período de explotación colonialista, so-
bre el trabajo esclavo, no encuentre otra base que la
reconstrucción de unas tradiciones que le permitan
las concepciones sobre sus relaciones temporales,
biológicas y sociales. De aquí también la segmenta-
ción e incongruencia que adquieren estas tradicio-
nes reconstruidas, la pérdida de elementos culturales
africanos y la persistencia de otros aislados e inco-
nexos que afloran aquí y allá en el mapa americano,
pues perdieron la función que desempeñaban en una
sociedad cuyas concepciones universales resultaban
determinadas por un grado de desarrollo de las for-
mas de producción material, por lo que debieron
injertarse de momento en una sociedad donde las
relaciones de producción resultaban nuevas aun para
el colonizador.

230
La pérdida de ancestros comunes, sostenidos
dentro de la trama de parentesco, quebraba una de
las bases estructurales del grupo tradicional; las
nuevas relaciones personales que se desarrollaron
en el trabajo, en el rito, en la recreación, dieron lu-
gar a nexos que no tenían una gran persistencia en
la dotación, en el barracón, en la senzala. Hay que
situarse junto al negro en las poblaciones, en las
ciudades, entre los grupos de libertos y los negros
del servicio doméstico, para encontrar una estruc-
tura de parentesco y de otras relaciones sociales más
definidas, perdurables y funcionales en cada etapa
histórica.
Las condiciones objetivas de los palenques, de los
cumbés, y de las demás formas del cimarronaje, per-
mitieron, en la medida que estos grupos se
estabilizaron y se afincaron a una economía de ex-
plotación de la tierra, reconstruir algunas de las ins-
tituciones de la vida social. Se ha señalado la posible
existencia de formas de familia extendida, como hace
Herskovits 116 al referirse a los negros de Guayana
116
«Solamente donde los negros escaparon inmediatamente des-
pués de su esclavización, y retuvieron su libertad durante
períodos de tiempo más o menos largo, pudieron persistir
aquellas instituciones de mayor alcance, tales como la de la
familia extendida y el clan; y así en estos casos la sola disper-
sión de las gentes hizo poco probable que se sintiera la in-
fluencia europea. Solamente ha persistido el clan en Guayana
holandesa; se desconoce la forma que toman hoy día las co-
munidades negras en Brasil, aunque en Haití y Jamaica gru-
pos mayores no van más allá de una vaga relación de familia
extendida» (Herskovits, 1958:139).

231
holandesa (Surinam), y de la que pudieran encon-
trarse algunos rasgos en América.
En las condiciones de vida del esclavo estuvie-
ron presentes siempre las determinantes económi-
cas del número de fuerza requerida en cada núcleo
de producción, el precio que alcanzaba el esclavo,
las técnicas del trabajo y las condiciones del merca-
do. En esto tampoco había una uniformidad en toda
América, ni aun en cada país, ni fue igual en todo
momento, de modo que la «suerte del esclavo estuvo
sujeta a la época de su trabajo y al tipo de ingenio a
donde fue a parar» (Moreno, 1964:155).
La desigualdad entre los sexos constituyó un
factor importante en la vida del esclavo, y la presen-
cia de negras esclavas estuvo sujeta a los criterios
sobre su productividad en el trabajo y como produc-
tora de más esclavos.
Desde 1518 hay pruebas de que los colonizado-
res se preocupaban de este problema que represen-
taba el equilibrio entre los sexos. Fray Bernardino
de Manzanedo, de la Orden de San Jerónimo, diri-
giéndose al Rey Carlos V, le pidió que se autorizara
la entrada de negros esclavos, pues,

vista la necesidad de aquella isla [La Española],


nos pareció a todos que era bueno que se lleva-
sen, con tanto que sean tantas hembras como
varones, o más, y que sean boçales, y no criados
en Castilla ni en otras partes, porque estos ta-
les salen muy bellacos.

Se preocupaban estos frailes por «asegurar


la reproducción y acrecentamiento de los escla-

232
vos negros por la vía más natural y barata, tal
como se trajeron animales por parejas para ase-
gurar su aumento mediante la fecundidad»
(Ortiz, 1963:371).
Los plantadores sureños de Estados Unidos
también se preocupaban por la crianza de esclavos,
valoraban las mujeres negras por su fecundidad, cui-
daban las crías hasta el punto de que las podían
tasar —en Virginia un plantador se jactaba de que
cada negrito que nacía de sus esclavas podía valer
hasta doscientos dólares—; para ellos se procuraba
todo contacto fertilizador, y de la Florida se decía
que su clima era excelente para la procreación y
crianza de negros, y que con «las sobras del cultivo
azucarero los engordaban como crías de cerda»
(Stampp, 1966:268).
Siguiendo a sus colegas del norte, los esclavistas
cubanos, después de discutir sobre el tema, estable-
cieron sus criaderos (Moreno, 1964:156), y el reve-
rendo Abbot, al visitar uno de los grandes cafetales
de los franceses en Cuba, comprendió que los cui-
dados de su dueño, al sostener un hospital dentro
de su propiedad —donde el propio Abbot vio noven-
ta y cinco negritos—, y el sorprendente éxito que la
crianza de criollos había tenido en esta hacienda,
eran pautas que merecían la consideración de otros
colonos. Como premio por haber tenido varios ni-
ños, la madre de seis que estaban vivos en aquel cafe-
tal había sido redimida del trabajo de por vida. La
hacienda le daba su manutención (Abbot, 1965:213),

233
porque esto constituyó otro problema que conside-
raron los esclavistas: el poco cuidado de las madres
con sus hijos y los casos de aborto e infanticidio.
Dentro de la plantación, ante el sistema de tra-
bajo, por lo que quedaba para vivir y lo que quedaba
de vida, no había más razones de cooperar en las
relaciones sociales que las más elementales de la
existencia biológica, a veces alteradas por la sevicia
de los amos. Entre la otra población de color que se
iba formando en las ciudades y creció al cese de la
esclavitud, se estructuraron formas sociales de vida
que respondían a los intereses comunes del grupo y
procuraban canalizar las divergencias de sentimien-
tos e intereses y los casos de necesidad, y brindar
protección colectiva. 117
El colonizador se sirvió del negro para sus di-
versiones y constituyó grupos que disputaban en
competencias. Las conguerías de una dotación se en-
frentaban a las de otro amo en los juegos
pugilísticos como los del maní o en la capoeira, con
sus suertes de golpes y quites, estimulados por el
canto y los tambores, y con la protección de ciertos
ritos ofídicos en ambos casos. En otras ocasiones,
los amos se sirvieron de los festejos que les permi-

117
«Un sistema de parentesco y matrimonio puede tomarse como
una convención que permite a las personas vivir juntas y co-
operar entre sí en una vida social ordenada. Para un sistema
en particular, tal como exista en un momento dado, podemos
hacer un estudio de cómo opera. Para ello tenemos que con-
siderar cómo une a las personas por convergencia de intere-
ses y sentimientos» (Radcliffe-Brown y Forde, 1950:3).

234
tían a las dotaciones en ocasión de bodas y bauti-
zos, para que hicieran el ridículo reproduciendo pa-
sajes ceremoniales acostumbrados por la Iglesia
católica. 118
Las formas concretas en que se plasma la con-
ciencia social, las cuales responden a las necesida-
des de relación social del hombre, convergen hacia
formas de vida que se caracterizan por la funciona-
lidad social. Así, las instituciones sociales de fami-
lia, gobierno, economía, ética y ritual quedan entre
aquellas bases materiales y las concepciones univer-
sales que forja el hombre (cientificidad-historia-fi-
losofía). Por otra parte, estas formas concienciales
superestructurales actúan sobre la base material, en
nuestro caso la que determinaba la economía de ex-
plotación del trabajo esclavo.
Sobre la base de las condiciones materiales de la
vida del africano y sus descendientes, de las relacio-
nes objetivas de las condiciones del trabajo esclavo,
de las relaciones de producción y de la precariedad
118
“Las bodas, los bailes y demás celebraciones sociales organi-
zadas por el propietario para sus esclavos, les resultaban igual-
mente ´irresistibles´. La familia del propietario, tenía por
pura diversión observar a la pareja de novios azorarse durante
la ceremonia nupcial, escuchar a un ponderoso predicador
equivocar la pronunciación y el empleo de las palabras
polisílabas, o presenciar los increíbles ademanes y giros de
sus bailes (shakedown) [...] En los recuerdos sentimentales
de los blancos, estos instantes de regocijo en las víctimas de
sus esclavos, constituían el mayor atractivo de la vida de la
plantación. Así, todo ello era tanto un espectáculo para los
blancos como celebración para los negros” Stampp 1966:351.

235
e inseguridad de los negros en el Nuevo Mundo, ten-
drían pues que elevarse relaciones sociales amorfas,
incidentales, cambiantes, incausales, eventuales. Todo
ello condujo a un clisé que pesa sobre las supervi-
vencias africanas, el de la indolencia de la gente de color,
su despreocupación y la constante bachata en que di-
luyen aun las cosas más serias, en fin, fórmulas estereo-
tipadas para definir unos caracteres que las masas de
América heredaron del africano.
La propia diversidad de aspectos que adoptaba la
existencia social del negro en América le llevaba, en
las ya constituidas «Repúblicas», a ostentar formas
de conducta social que se hacían características se-
gún las condiciones generales de la vida económica
y el estrato social en el cual podía el hombre de color
desenvolverse, pero en situaciones económicas dife-
rentes, en los centros urbanos; pongamos por caso:
el negro que alcanzaba oficios y ocupaciones más
remunerados, el que alcanzaba a figurar en un team
deportivo, o el que lograba un empleo público o un
peldaño profesional, haciéndose maestro, procura-
dor, radiotécnico, o el que ejecutaba un instrumen-
to de música, alcanzaba un puesto de cartero o era
maestro de obras, ebanista, sastre u otro, y concu-
rría a algún club para gentes de color. Los descendien-
tes de africanos se han visto sumergidos en las más
contradictorias actitudes sociales por las formas so-
lapadas de vida diversas o el total rechazo de las an-
tiguas costumbres ancestrales, por atrasadas,
retrógradas y denigrantes en la escala social recién
ascendida.

236
Desde la época iberocolonialista, el negro que
poseía un oficio adquiría un mayor precio de venta o
podía ser alquilado por el amo, y en muchos casos
hasta manumitirse, con el producto de un oficio. 119
Los factores culturales que intervienen en el caldo
que ofrecen los países colonizados, operan activa-
mente de modo muy diverso sobre las masas de po-
blación. En general, los sectores más depauperados
se aferran a ciertas tradiciones y en su proceso de
evolución han ido a estereotiparse en formas cultu-
rales precisas, que a duras penas se desprenden de
sus sellos antecedentes, pero sólo son restos cultu-
rales en vísperas hoy de enfrentarse a intensos pro-
cesos de cambio, o ya están interviniendo en tales
instantes del desarrollo histórico de los pueblos. Los
elementos supervivientes de cultura africana van
siendo, cada vez más, elementos formalistas que
dejarán sus continentes ancestrales (las formas de
conciencia social consecuentes). Otras capas de po-
blación aprendieron a configurar sus intereses de
clase y vieron, en la cultura dominante, su arma de
defensa. En muchos casos lograron imponerse de
esta cultura de dominación y hasta se situaron de
espaldas a las grandes masas de la población.

119
“Los esclavos domésticos masculinos se dispersaron ya desde
fines del siglo XVIII. Como adquirían conocimientos en ramas
diversas de la actividad, se veían provistos de un oficio y
ensayaban la búsqueda de nuevos rumbos en regiones distin-
tas a las de sus amos. Muchos esclavos, a principios del siglo
XIX, no se iban a los cumbe, sino a buscar ocupaciones diver-
sas” Acosta 1966:38.

237
Muchos matices ha tomado en América la con-
ciencia social del post-africano, así como diversos han
sido los caracteres históricos por los que pasó el co-
lonialista frente a las supervivencias africanas que ha
tenido al lado. De todos modos, las supervivencias de
rasgos culturales se enfrentan hoy a un verdadero
salto cualitativo al perder su continente neocolo-
nialista y enfrentarse a la forja de otro continente
cultural conquistado por las propias masas.120
Las circunstancias de la vida del negro y sus
descendientes, a las cuales venimos refiriéndonos,
determinaron que solamente quedaran rasgos ais-
lados de las formas sociales originarias, sin que se
institucionalizaran. Los principales rasgos de su-
pervivencias africanas que se pueden percibir en la
existencia social de las poblaciones post-africanas
—señala Herskovits (asimiladas perfectamente, aña-
dimos nosotros, por las capas de población post-
ibérica que han vivido en íntima comunidad)—
aparecen entre los hábitos motores, en las fórmu-
las de cortesía, las asociaciones, la organiza-
ción familiar, el trato a los niños y las costumbres
funerarias. Y en todos estos casos se requiere un
120
«[...] la reacción del colonizado no es unitaria. Mientras que
las masas mantienen intactas las tradiciones más heterogéneas
[y entremezcladas en el caso general americano] respecto de
la situación colonial, mientras que el estilo artesanal se
solidifica en formalismos cada vez más estereotipados, el
intelectual se lanza frenéticamente a una adquisición furiosa
de la cultura del ocupante, cuidándose de caracterizar peyora-
tivamente su cultura nacional, o se limita a la enumeración
circunstanciada, metódica, pasional y rápidamente estéril a
esta cultura» (Fanon, 1965:218).

238
análisis muy cuidadoso para poder determinar si
un detalle, un gesto, una risa en un momento dado,
el gusto por un color o tal detalle en el amortaja-
miento del difunto son verdaderamente africanos o
modificaciones de viejas costumbres populares eu-
ropeas y hasta indígenas en aquellos países donde
el africano entró en contacto con las poblaciones
indoamericanas.
Las acciones y las posturas corporales dan lugar
a un repertorio de movimientos y actitudes que se
hacen totalmente evidentes en el baile, la gesticula-
ción que acompaña al habla y las formas de teatro
popular en que participó el hombre negro, como las
compañías de ministriles en Norteamérica, las rela-
ciones en Cuba y los reisados y cheganeas de Brasil y
las también llamadas relaciones en México.121
121
El primer informe que conocemos de las relaciones en Santiago
de Cuba aparece en un trabajo de José Antonio Portuondo,
donde recurre a algunos datos de Ortiz y, para México y Bra-
sil, a las publicaciones de Carlos Noriega Hope y Oneyda
Alvarenga, respectivamente, entre otras muchas referencias
bibliográficas, donde se plantea la presencia del negro en
estas formas teatrales populares, estudiadas por Dhlomo para
el área bantú y por Labouret para el África occidental. «Pero
las relaciones santiagueras, y algunas de las más ricas y carac-
terísticas danzas dramáticas brasileñas, plantean un nuevo
problema: ¿por qué estas formas dramáticas, de indudable
origen hispánico, se han conservado exclusivamente entre los
negros, y no en todas las regiones donde existen negros, de
nuestros países? En Cuba, por ejemplo, las relaciones existen
solamente en la porción oriental de la isla, especialmente en
Santiago de Cuba. La explicación habrá que buscarla, pues, en
el aporte que los negros o más concretamente, alguna o algu-
nas culturas africanas prestarán a dichos espectáculos»
(Portuondo, 1956:1246).

239
Entre los hábitos motores que se integran
expresivamente en la danza y los que acompañan a
las formas expresivas verbales, sitúa Herskovits la
supervivencia de rasgos africanos en ciertas prácti-
cas primarias agrícolas: el uso del pilón —su cons-
trucción, la forma de hacer los majaderos y los
movimientos y hábitos en su utilización—, la carga
de bultos en la cabeza y otros hábitos más particula-
res, como la colocación y el amarre del pañuelo en la
cabeza y las técnicas del peinado, especialmente en-
tre las niñas. 122
El africano procedía de sociedades altamente
jerarquizadas, por lo que figuraba ya en su con-
ciencia social la distinción severísima de castas
y estratos funcionales en sus sociedades, que es-
taban determinados por las formas típicas de do-
minio y sujeción surgidas de las relaciones de
producción históricamente alcanzadas en África.
En las sociedades antagónicas africanas, en esta-
dios aún primarios en el desarrollo económico, con
122
«Nuestro análisis de las supervivencias africanas puede co-
menzar considerando cómo ciertos rasgos aislados africanos
han perdurado en la conducta del negro americano, la más de
las veces en forma no institucionalizada [...]. La retención de
africanismos en hábitos motores presenta un vasto campo
para el estudio. Hay que tener en cuenta las muchas dificulta-
des metodológicas en el curso de esta investigación, ya que
sólo se pudieran obtener resultados de validez científica por
el análisis de la filmación de actividades rutinarias, tales como
caminar, hablar, reir, posturas sedantes, danzas, cantos, car-
gar, guataquear, y otros movimientos hechos en diferentes
técnicas industriales» (Herskovits, 1958:145).

240
formas muy características y determinadas por las
posibilidades materiales de explotación de los re-
cursos naturales, las relaciones sociales estaban
configuradas dentro de las relaciones de produc-
ción consecuentes. Los jefes eran los poseedores
de la tierra, como fuente de todos los recursos, y
no resultaban muy precisas a veces las diversio-
nes entre oficiantes que ejercían dominios sobre
fuerzas naturales y los propios jefes, muchos de
los cuales reunían los poderes y las funciones de
los sacerdotes. Por otro lado, existían Estados que
imponían vasallaje en cadena a los grupos más dé-
biles, así como ciudades urbanizadas y amuralla-
das, hasta simples aldeas levantadas en un clavero
de la selva por una familia que un buen día se
desprendiera de su tronco originario. Había grandes
palacios con instalaciones para toda la corte y sus
servidores, hasta chozas circulares, de adobe, o ha-
bitaciones levantadas en las laderas de una meseta,
con servidores especiales de los grandes jefes, de
fundidores, tallistas, tejedores, alfareros,
tamboreros, relatores y portadores de parasoles, de
cetros, etc. etc., hasta cultivadores y agricultores
trashumantes vendiendo sus servicios. 123 Esta es-

123
«Al igual que los estados de Sudán oriental y central, la socie-
dad de los estados guineanos era marcadamente urbana en
sus caracteres, especialmente hacia el Este. Aunque la econo-
mía estaba basada también en la agricultura [altamente desa-
rrollada en los estados sudánicos] había poco del patrón de
viviendas dispersas tan comunes en cualquier lugar de África
Negra. El pueblo vivía en aldeas compactas alrededor de las
casas de los reyes y ancianos, y salían afuera por el día a sus

241
tructura antagónica generaba normas exactas de
comportamiento, de tratamiento, hasta diferencias
de lenguajes reservados a los sacerdotes y grandes
jefes y los que hablaban las gentes del pueblo, don-
de las divisiones en castas eran muy precisas y
sostenidas por generaciones. Todo ello daba por
resultado un repertorio de actos simbólicos con-
secuentes con la estratificación social, de accio-
nes, normas de etiqueta y modismos de tratamiento
según los rangos y las funciones.124 Los gestos y las
fórmulas de cortesía del negro en América habían
sido ya señalados por los escritores costumbristas
que los explicaron como síntomas de humildad y
sumisión, y los valoraron como tales en sus relacio-
nes servidor-amo. Pero donde alcanzan sus formas
más persistentes y arraigadas a la vida cotidiana, es

labores en los campos. Los poblados variaban de tamaño,


desde simples aldeas, expresión geográfica de unidades bási-
cas de parentesco, hasta grandes ciudades donde los miem-
bros de varias familias vivían en diferentes distritos alrededor
del palacio real, y donde había habitaciones adjuntas para
visitantes» (Oliver y Fage, 1966:106).
124
«Podemos distinguir también un elemento al cual es conve-
niente referirse con el término de etiqueta, si se nos permite
darle la más amplia extensión al término. Se refiere a las
reglas convencionales para comportarse hacia los demás. Lo
que hacen estas reglas es definir ciertas acciones simbólicas o
restricciones que expresan algún aspecto importante en las
relaciones entre dos personas. De esta manera se da recono-
cimiento a diferencias de rango» (Radcliffe-Brown y Forde,
1950:11).

242
en el trato para los padrinos o las madrinas que han
intervenido en los ritos iniciáticos, y se muestran
en las ceremonias mismas. Se conserva en América
todo un código de tratamientos y saludos en los ac-
tos rituales y, sobre todo, ante el poseso de tal o
cual deidad, y aun ante los objetos que la contie-
nen o la representan.
En estas normas de etiqueta se da un lejano re-
flejo de las relaciones sociales que rige el trato entre
los hombres en África, donde se rinde un culto no
tanto a la persona física del superior, sino al com-
plejo de fuerzas sobrenaturales que, representadas
por la ligazón de cada hombre con sus ancestros,
rodea a cada persona de un rango superior.125
Las fórmulas de cortesía para dirigirse a un jefe
están determinadas más como reverencia a los pode-
res mágicos que le circundan que como reverencias
particulares a su persona, y como tales pueden refe-
rirse a una serie de prácticas o esquemas que son
universales.
El saludo al rey, tocando el suelo con la cabeza,
los chasquidos de dedos o palmadas como ruidos
inteligibles sólo a los espíritus, voltear el polvo de
125
«Las ceremonias se terminan desapareciendo bajo prácticas
ajenas que se han ido adosando y que proliferan dentro del
ritual. Este es el caso de los saludos, integrados por gestos o
posturas de los oficiantes dándose señales mutuas de respeto
y rindiendo homenaje a los espíritus y a los objetos sagrados.
Encontramos nuevamente aquí el régimen de etiqueta sagra-
da que, en África occidental, rige las relaciones entre superio-
res e inferiores. Es en el período de formación del iniciado
donde se le enseñan estas cosas sutiles» (Metraux, 1958:141).

243
la tierra que se pisa por sobre la cabeza y los hom-
bres, hacer gestos direccionales hacia determinados
puntos simbólicos, hasta el atuendo particular con
el cual debe vestirse la persona para presentarse al
superior —como el atuendo de éste obedeciendo sim-
bólicamente a tales relaciones con los ancestros—,
son medios prácticos para la comunión momentá-
nea del creyente con los antepasados poderosos que
rodean al superior.126
En los ritos de santería y en las prácticas de los
cultos nagó en Brasil se encuentran las más diver-
sas formas de saludar a los santos, a los tambores y a
los objetos rituales; estas fórmulas no solamente
implican algunas frases tradicionales que aparecen
en las libretas de santería, sino gestos determinados
ante cada situación. Dentro de los cultos vodú se
han recogido los más variados gestos de cortesía ri-
tual. La persona recién iniciada, al encontrarse fren-
te a su mambó, dará una vuelta sobre sí misma hacia
la derecha y luego hacia la izquierda, con una pe-
queña reverencia y genuflexión discreta cada vez que
se sitúe frente a la oficiante. Después se postrará y
besará el suelo tres veces. La mambó responderá

126
Sobre algunas prácticas sociales que se acostumbraban en
Dahomey, Morduck escribe: «Nadie puede verle [al rey] co-
mer o beber, ni sentarse en su presencia. Si alguien se acerca
a él tiene que saludarle pstrándose, frotándose la frente, las
mejillas y los labios contra la tierra, dando tres palmadas
haciendo tres movimientos especiales con el dedo meñique y
arrojando finalmente puñados de polvo sobre la cabeza y sus
hombros» (Murdock, 1953:472).

244
tomando al hunsí de la mano y haciéndolo levantar;
con la mano en alto le hará dar un viro por dentro
del arco de los dos brazos, el cual «no tiene equiva-
lente en África y sugiere muy claramente las figu-
ras del minuet» (Métraux, 1958:142). Dos personas
de la misma jerarquía se saludarán agarrándose las
manos, abriendo los brazos y haciendo un viro in-
terior para unir las cabezas que rotarán circular-
mente a medida que los cuerpos se tornan sobre sí
mismos, hasta zafarse las manos con gesto
sacuditivo. Dos hunsí, como los iyawó en Cuba y
Brasil, al encontrarse, se saludarán cruzando los
brazos: aquéllos harán una genuflexión con ambas
piernas, y éstos una ligera inclinación del cuerpo.
Luego vendrán todas las fórmulas de saludo a los
atributos y a los posesos, las cuales se repetirán cons-
tantemente.

Si durante las ceremonias, las pirueta y


posternaciones se repiten de manera monóto-
na, no olvidemos que estos homenajes no se
hacen a los signatarios presentes, sino también
a los espíritus que vienen a encarnarse en sus
caballos, y deben propiciarse las mismas señales
de respeto para obtener, en correspondencia,
idéntica gracia de recibir el viro de parte de ellos
(Métraux, 1958:142).

Muchas de estas fórmulas de gestos tienen una


función gráfica, de orientación o señalamiento de
puntos, a veces coincidentes con los puntos cardi-

245
nales, como se hace al presentar los cocos y los cara-
coles para la adivinación o las ofrendas sobre los
trazos simbólicos (vevé) que se realizan para las cere-
monias vodú.
En los ritos de origen yoruba en Cuba, las cere-
monias que se hacen para saludar el nacimiento del
día, los ritos llamados de nangaré, que tienen lugar
precisamente a la salida del Sol, adquieren ya una orien-
tación precisa; en los demás casos se trata del señala-
miento de lugares que parecen tener una connotación
cosmogónica, como el trazado de signos y los gestos
simbólicos que los complementan, del llamado eggun-
meri-la-aye entre los babalawos cubanos, quienes lo aso-
cian hoy a las nociones de Norte, Sur, Este, Oeste,
Cenit y Nadir; Arriba y Abajo, como dicen más senci-
llamente los creyentes que añaden un séptimo punto
designado por el Centro, el lugar donde se pisa.
Queda después todo un repertorio menor de
gestos simbólicos, como cuando se menciona un
oricha o un loá que se debe tocar el suelo con los
dedos extendiendo el brazo hacia abajo, y llevándo-
los luego a los labios en señal de un beso que a
veces sólo queda sugerido. Los tambores tienen tam-
bién sus toques de saludos que los tamboreros deben
conocer. Cuando llega a una ceremonia un iniciado
o una personalidad reconocida en el rito, los tambo-
res lo saludarán con un toque especial y aquél debe
responder con determinados gestos según la divini-
dad de la cual sea oficiante, además de contribuir
con dinero depositándolo en una jícara que va fren-
te al grupo de los tambores para recoger estas

246
donaciones. En las ciudades guineanas las fórmulas
de cortesía y de reclamación del dash se hacen aún
más explícitas con el toque en los tambores de ten-
sión variable.
Las fórmulas de tratamiento se trasladan des-
pués a la vida de relación a partir de la casa-templo.
Determinadas frases y actitudes son sancionadas
como las correctas para el trato diario con el ofi-
ciante que ha actuado en la iniciación de un creyen-
te. De aquí se derivan las más complejas formas de
interdependencia social y económica, no exentas de
indudable explotación. Aparece entonces toda una
compleja red de favores, estimaciones, desprecios,
pugnas, servilismos y hasta la total ruptura de los
vínculos entre un iniciado y su padrino o madrina,
que, desde luego, se confía sea castigado por los dio-
ses. Muchas veces éstos, a través de los posesos, re-
claman determinadas atenciones para sus personas,
o ponen en evidencia las faltas cometidas por al-
guien presente, y hasta le pueden anunciar un cas-
tigo o infligírselo al instante.
Estas mismas relaciones influyen en el caso del
trato a los niños, especialmente si éstos han sido
iniciados o si al alguna divinidad reclamara ya su ca-
beza, pues una buena azotaina propinada a un niño
que se haya asentado Changó, o que simplemente ya
lo haya reclamado, sería como haberle sonado una
buena nalgada al oricha, y de seguro que éste no lo
perdonaría.
Cronistas del siglo XIX refieren los extremos
con que muchos esclavos cuidaban de las normas de

247
etiqueta de la sociedad burguesa, impuestas como
normas simbólicas de la estratificación social, y «no-
torio es, entre los intangibles valores de la vida del
negro en los Estados Unidos, la estricta adhesión a
los códigos de prácticas de cortesía» (Herskovits,
1958:150).
Junto a estas fórmulas de conducta social, el ne-
gro situó aquellas otras referentes a su trato con los
mayores y con los dioses. Ante los patrones sociales
frente al grupo, a las formas de comportarse con el
grupo incidental y a la necesidad de darle estabilidad
al propio grupo en formas de tratos y contratos, don-
de cada tipo de conducta está relacionado con un
complejo social que respondiera a situaciones con-
cretas, y de los cuales fueran su reflejo, el africano y
sus descendientes crearon unas normas de tratamien-
tos de etiqueta particulares. El ordenamiento que re-
sultaba de las formas de conducta social no era más
que el reflejo de la causalidad que se operaba en la
vida material. Las fórmulas de cortesía y los hábitos
gregarios en todas sus fases sociales respondían como
piezas que se mueven frente a la vida material del
hombre, a sus formas de trabajo.127
Si se conservan formas primarias tradicionales
en asociaciones de recreo y ayuda mutua, es precisa-
127
«Esta manera de ser de un sistema de parentesco como siste-
ma de trabajo que reúne seres humanos en una disposición
ordenada de interacciones, mediante la cual las costumbres
particulares son vistas como piezas del funcionamiento de la
maquinaria social, es lo que conduce a un estudio analítico
sincrónico» (Radcliffe-Brown y Forde, 1960:3).

248
mente como reflejo de las condiciones materiales de
vida en las sociedades antagónicas.

La cuestión en este punto se reduce esencial-


mente a qué vestigios pueden discernirse, y si
es que existen, de asociaciones africanas, tales
como agrupaciones no políticas y cooperativas
de varios tipos y sociedades secretas o no, cuyos
alcances hayan supervivido a la experiencia de
la esclavitud (Herskovits, 1958:158).

Tal parece que la única sociedad secreta que ha


sobrevivido en América, con caracteres marcadamente
afroides, es la de los abakúa, en Cuba, organizados
en múltiples cofradías (juegos, potencias o tierras) en
las zonas urbanas de La Habana, Matanzas y Cárde-
nas. Se han conservado como agrupaciones sólo para
hombres, con complejos ritos para erigir cada nueva
hermandad o rama, de otra que la apadrina, iniciar o
incorporar nuevos miembros y celebrar las fiestas
conmemorativas y de funerales, así como sus asam-
bleas en que se enjuicia el desarrollo de la organi-
zación. 128

128
«La fecha inicial con que se incorpora a la historia de Cuba la
institución abakuá, se fija por investigadores como Don Fernan-
do Ortiz y Lydia Cabrera, en el año 1836, cuando en el vecino
pueblo habanero de Regla, surge, fundado por negros criollos, el
primer juego o potencia, apadrinado por carabalíes apapá y deno-
minado Efik Butón, Efik Acuabutón o Efik Acabatón, que de estas
tres formas aparece en los distintos documentos y citas que se
refieren a su fundación» (Deschamps Chapeaux, 1964:97).

249
Junto a estas corporaciones, con ritos y
membresía mantenidos en secreto, hubo, a lo largo
del siglo XIX, otros grupos de africanos, especialmente
negros libertos, a los que las autoridades coloniales
les atribuyeron caracteres conspirativos y como ta-
les fueron muy perseguidos. En muchas ocasiones
fueron confundidos bajo la denominación de socie-
dades secretas.
Mucho antes de los movimientos sediciosos
inspirados en la Revolución haitiana, entre los afri-
canos existieron agrupaciones que les permitían
practicar cierta ayuda mutualista y celebrar sus fies-
tas y ventas de bebidas y comestibles para recaudar
fondos. En La Habana surgieron agrupaciones con
nombres como Los Franceses, Los Moros, Los Ingle-
ses, El Cordón Celestial y otros,129 que no están muy
lejos de las citadas por Simpson (1965:12) en la
Isla Trinidad, tomándolas de una referencia de Fra-
ses (1826). Bajo la designación colectiva de Convoyes
y Regimientos, y nombres particulares tales como
Convoi des Sans Peur, el Regiment Danois, o el Regiment
Macaque, proliferaron agrupaciones en los distritos
franceses de la Isla Trinidad, con el propósito de
celebrar sus bailes, aunque se les suponía a los je-
fes las posibilidades de llevar a cabo planes diabóli-
129
«Hacía muchos años que en La Habana, los negros y pardos
habían constituido, no sólo en los barrios de extramuros,
sino en la ciudad también, gremios o partidos con los nom-
bre de Franceses, Moros, Ingleses, el Cordón Celestial, Comercian-
tes y otros, que eran observados por las autoridades»
(Deschamps Chapeaux, 1964:106).

250
cos. Aquellas agrupaciones estaban regidas por un
Rey, una Reina, el Delfín, las Delfinesas, los Príncipes y
las Princesas, un Gran Juez, los Soldados y los Alguaci-
les. Estas organizaciones nos recuerdan las de los
cabildos y las cofradías que aparecen en distintos
lugares del continente americano, y las de las tum-
bas francesas que trajeron a Cuba los negros haitianos
ya afrancesados que llegaron con los primeros
inmigrantes provocados por la Revolución en la
vecina Isla. Sin embargo, aunque estas agrupacio-
nes fueron recipiendarias de muchas superviven-
cias africanas, la organización misma obedecía más
a los patrones acostumbrados por las clases me-
dias de los blancos europeos, con sus casas de baile
y otros garitos en donde distraer un tiempo. Que-
dan, pues, las sociedades abakuá o de ñáñigos como
una supervivencia africana del ser social del negro,
conservada por tradición oral hasta nuevas genera-
ciones, en las cuales han llegado a participar per-
sonas de otras procedencias étnicas.
Comoquiera que estas cofradías agruparon a los
africanos procedentes del Calabar (los llamados ne-
gros carabalí en Cuba) —así lo atestiguan las tradi-
ciones conservadas hasta hoy—, y entre ellas han
perdurado leyendas, en las que se mencionan toponí-
micos claramente localizables en aquella zona (has-
ta se refieren a un río, Oddán, como Río de La Cruz),
así como un lenguaje de indudable contacto con la
lengua efik, muchos autores ven en estas cofradías
abakuá un gran parecido con la sociedad egbó de los
efik, que floreció en toda la zona del Calabar.

251
Es indudable que aunque el conjunto de rela-
ciones materiales del africano en América —en Cuba
más concretamente, en el caso de los abakuá— fuera
muy diferente, estas cofradías mantuvieron muchos
caracteres que las hacen hereditarias directas de
aquellas que se extendieron por toda el África occi-
dental, y muy particularmente de la ya mencionada
sociedad egbó, de la cual parecen sobrevivir rasgos
muy marcados entre abakuá o ñáñigos.
Las potencias abakuá han desarrollado todo un
código de comportamiento y principios éticos toma-
dos de entre los valores que se forjan en esos niveles
de la sociedad. La observancia de estos principios
—no escritos en reglamentos, ni acordados en con-
venciones, sino acumulados a través del desarrollo
de las propias relaciones sociales— es motivo de todo
un ritual judicial entre los abakuá, quienes se encar-
garán de punir el delito de acuerdo con la magnitud
de la contravención. «El lado más notable, y proba-
blemente el más importante de la sociedad Egbó son
sus procedimientos judiciales» (Thomas, 1951:294).
Las leyendas que se repiten en cada acto ritual
(plante), dichas en la lengua que conservan los par-
ticipantes de estos grupos, recuerdan este papel de
administradores de una noción de justicia, de acuer-
do con unas leyes formuladas por el hechicero, que
dio lugar en África a la creación de la sociedad abakuá.
Y fue precisamente Nasacó, un hechicero, quien fa-
bricó un tambor que representaría en lo adelante la
justicia. Un tribunal de siete miembros fue el que con-
denó a muerte a la Sikán, la mujer que había descu-

252
bierto el secreto que sólo conocía Nasacó. Éste desig-
nó a Mokuire —que luego ha devenido un grado, je-
rarquía o plaza en estas cofradías— para que se
encargara en el futuro de hacer cumplir esta justi-
cia. Las leyendas repiten que Mokuire, dando tres
golpes en el tambor, confirmó el fallo de aquel jura-
do, ritual que todavía se repite y se hace realidad en
los casos en que una potencia se reúne para aplicar
su justicia.*
El iniciado adquiere un prestigio de hombría,
de guapo, prepotente en sus relaciones en el ba-
rrio, y tiene que conservar en el más absoluto se-
creto las ceremonias iniciáticas y los juramentos.
En igual sentido se describen las cofradías egbó,

* El estudio más completo que se tiene hoy de las sociedades


akabuá en Cuba aparece en el libro de Lydia Cabrera: La sociedad
secreta Abakuá narrada por viejos adeptos. Fernando Ortiz ha re-
cogido una buena información sobre estas agrupaciones y dejó
inconcluso un trabajo más amplio sobre el tema. En torno al
pasaje de aplicación de la justicia, Lydia Cabrera —quien trasla-
da a su libro las fichas exactas tomadas de sus informantes—
dice: «Con un parche de jutía había fabricado el tambor que
representa la Justicia, el Ekue Mpegó; Barieta Kankomo Ndibó
Efor, que suele llamarse también Binará Bomé, el tambor de la
Ley, del castigo, del respeto y de la obediencia. Sacramentado
en Mañongo Pabio se lo entregó a Mokuire, cuyo cargo en el
seno de la Orden sería el de Justicia Suprema» (Cabrera,
1958:32). Posteriormente, Argeliers León publicó varios tra-
bajos en los que analiza y evalúa el sistema gráfico ereniyó y sus
estrechos vínculos con las leyendas abakuá, tales como: «El
círculo de dominación», La Habana, 1974; «Símbolos gráficos
de la sociedad secreta abakuá», Dresde, 1975 y «Para leer las
firmas abakuá», La Habana, 1990.

253
señalándose para las iniciaciones las «ceremonias
particulares y ritos místicos, cuando se alcanza el
estado de hombre, y se ligan entre sí por los más
sagrados juramentos y bajo pena de muerte no pue-
den revelar los secretos de la Sociedad», es decir,
después de los tradicionales ritos de pasaje que con-
firman que la persona ha dejado de ser muchacho y
se convierte en un adulto para el grupo (Mockler-
Ferryman, 1951:290).
La sociedad está estructurada jerárquicamente:
la egbó africana y su congénere cubana, con un per-
sonaje enmascarado que como representación de un
espíritu acompaña cada grado o jerarquía. Es el íreme,
que ha alcanzado a ser el personaje más típico de la
cultura «afrocubana».
Algunas cofradías abakuá han llegado a ser tan
prepotentes en algunos medios obreros, al prote-
ger, no sin abusos, los intereses de sus miembros,
y mantener en sometimiento al resto de los trabaja-
dores del sector que dominaban, que nos recuerdan
otras descripciones de la sociedad egbó, precisamen-
te en el siglo XIX , como instituciones que velaban
por los intereses y privilegios de la nobleza domi-
nante y sometían a las mujeres, los esclavos y las
masas de la población (Anene, 1966:276).
Las sociedades abakuá en Cuba utilizan tambo-
res de un tipo peculiar, caracterizados por colocar
sus parches en tensión por medio de cuñas parietales
haladas por tirantes que salen de aquéllos. Otros
tambores, adornados con penachos de plumas, tie-

254
nen funciones simbólicas y solamente los portan de-
terminados grados, jerarquías o plazas. El instrumen-
to que resume el secreto, donde tienen su punto de
partida las leyendas que repiten en cada ceremonia
la historia de la entidad, es un fricativo, denominado
ekué, un tambor de tres patas. Sobre su parche se
apoya una varilla vegetal y se frota con los dedos
humedecidos por una preparación mágica que hace
Nasakó, el hechicero del grupo. De esta manera se
produce un bramido intenso al que el ejecutante le
imprime un ritmo oratórico, haciendo un lenguaje
sólo inteligible para los iniciados. Otros atributos
son tomados del culto católico, como la cruz para
representar a Abasí, dios supremo entre los efik, la
custodia o una forma de metal dorado que se le ase-
meje, y un cáliz, con agua bendita y algunas ramas
de ciertas yerbas mágicas para hacer aspersiones. El
incienso se quema sobre una teja de barro, aunque
algunas potencias actuales han preferido el uso de
incensarios católicos. Estos atributos no empecen que
con ellos se consagren los trazos simbólicos que en
yeso amarillo representan las dignidades y los actos
rituales todos, ni que sirvan para consagrar el chivo
expiatorio, mbori, que con su sangre sellará todos
los actos rituales de los abakuá.
Las sociedades abakuá —con sus parlas (nkame),
sus tambores (biankomeko), sus cetros que indican
jerarquías (itón), sus trazos simbólicos (anaforuana
y gandó), su complejo ritual (donde la voz de ekué se
impone como autoridad máxima), el íreme (popular-
mente llamado diablito), de una peculiar vestimenta,

255
y el sonido de los cencerros (nkaniká) que llevan a la
cintura y al sacudirlos anuncian su presencia (y to-
davía hoy muchos le huyen por temor a recibir una
buena golpiza con el itón que porta en una mano y el
manojo de yerbas en la otra)— son un reservorio de
viejas tradiciones africanas que sobreviven en múl-
tiples leyendas —no importa lo contradictorio de
muchas de éstas y cómo adquieren decididos parti-
darios y defensores— recogidas celosamente en li-
bretas manuscritas, en las cuales se cuentan los
orígenes de los abakuá, allá en África, y conservan
una imagen, a veces pintoresca, de la geografía de
aquel continente.

A todos los esclavos que vinieron en gran nú-


mero —y los numerosos fueron los Efik-ibibio—
de esa parte de África que da a la Costa de Gui-
nea (muy cerca de Fernando Pó), se les llama
carabalí. Había muchas tribus, muchas, que
hablaban lenguas distintas: dialectos como el
suáma, olúgo, briche, isieke, bibí, otá u otamo,
oru u oro, oroón, que decían los taitas de aquel
tiempo. Pero sucedió con los carabalí lo que con
los lucumí... En conjunto, sin diferenciar una
nación de otra, se les llamó carabalí o bríkamos
(Cabrera, 1958:63).

Y la propia admisión como miembro de una po-


tencia, el llegar a ser todo un abakuá de rango reco-
nocido, otorga un prestigio en el barrio, y de ese
prestigio, reconocimiento y temor participa la mis-

256
ma cofradía instalada en una zona pobre de los ba-
rrios que rodean la ciudad. Todo ello constituye un
caso muy peculiar de supervivencias africanas que
han ido traspasando por entre la tupida red de ele-
mentos culturales engarzados en las diferentes cla-
ses sociales americanas.
Estas supervivencias se entremezclaron con
otras también de fácil y rápida localización en el
Continente Negro, y tanto le han brindado a este otro,
que a los ojos codiciosos de las clases dominantes
europeas les pareció bien llamarle Nuevo Mundo.
Durante cuatro centurias estuvo recibiendo los me-
jores negros, escogidos, pues hasta les abrían la
boca para examinársela con los mismos parámetros
estimados para los caballos: se consideraban piezas
aquellos ejemplares que tuvieran además determi-
nadas medidas de alzada,

es decir, individuos de siete cuartas de altura


(1,8 m). Cuando un esclavo no llegaba a aquella
altura, se la completaba con parte de otro, o con
algún niño cuya talla midiese justamente lo
faltante para las siete cuartas. Como los escla-
vos se vendían luego a los propietarios indivi-
dualmente en muchos casos, quedaba un mar-
gen mayor de ganancia. Pero aun en el caso de
que los compradores exigiesen también escla-
vos piezas, resultaban beneficiados los vendedo-
res, pues podían completar con mulequines, o sea
niños de pecho, cuya venta aislada no era fácil,
por el riesgo de muerte (Acosta, 1967:13).

257
Así, una clase dominante sació sus ansias de
acumulación capitalista con la forma más cruel de
explotación del hombre por el hombre.
Ciertamente, el panorama de la cultura
afroamericana es hoy resultado de las razones
socioeconómicas dadas en este Nuevo Continente, y
junto al papel que le tocó desempeñar en la forja de
toda la etapa histórica del capitalismo, ha tenido su
lugar en la estructuración de una cultura america-
na. Otro rol le correspondió a los pueblos africanos.
Es dentro de estas condiciones que hemos en-
sayado el considerar las supervivencias de rasgos afri-
canos en América, ante todo, sustrayéndonos a la
idea de que sean restos muertos que sobrenadan cada
vez más desplazados por modelos europeizantes, o
por la quimera idealista de una cultura americana
ajena a los hombres que han dejado en su suelo el
sudor y la sangre.
Entre los aportes de las civilizaciones africanas
predominan los elementos, un tanto aislados y re-
creados —según hemos tratado de explicar hasta
aquí—, de la cultura yoruba. Éstos, junto con los
de otros grupos étnicos africanos, se han mezclado
y —sobre todo, dentro de las condiciones básicas
materiales de América— determinaron un proceso
de sincretización cultural tan intenso y peculiar,
que ha dado lugar a una atención muy particular
por los estudiosos de los fenómenos culturales. La
vigencia, la contemporaneidad con que se manifies-
tan los rasgos afroides y la importancia social que

258
tienen hoy en las naciones americanas, convierten
así a sectores numerosos de la población en labo-
ratorios para la etnología contemporánea. Históri-
camente América ofrece al investigador

una continua chorrera humana de negros afri-


canos, de razas* y culturas diversas, proceden-
tes de todas las comarcas costeñas de África,
desde Senegal, por Guinea, Congo y Angola, en
el Atlántico, hasta las de Mozambique en la
contracosta oriental de aquel continente. Todos
ellos arrancados de sus núcleos sociales origi-
narios y con culturas destrozadas, oprimidas bajo
el peso de las culturas aquí imperantes, como
las cañas de azúcar son molidas entre las mazas
de los trapiches. Y todavía más culturas
inmigratorias, en oleadas esporádicas o en
manaderos continuos, siempre fluyentes e in-
fluyentes y de las más variadas oriundeses: in-
dios continentales, judíos, lusitanos, anglo-
sajones, franceses, norteamericanos y hasta
amarillos mongoloides de Macao, Cantón y otras
regiones del que fue Imperio Celeste. Y cada in-
migrante como un desarraigado de su tierra na-
tiva en doble trance de desajuste y reajuste, de
desculturación o exculturación y de aculturación o
inculturación, y al fin de síntesis, de transcul-
turación (Ortiz, 1963:99).

* En esta cita la palabra raza está empleada en su acepción


decimonónica, equivalente a etnia.

259
A la sangre del chivo se une la del gallo, la palo-
ma, el torete, el jabato, la jicotea y el perro —que
con su poder mágico de ofrecer la más estrecha unión
con fuerzas sobrenaturales, se vierten en múltiples
ritos de origen africano—, que han dejado una hue-
lla indeleble por varias generaciones, a través de las
cuales africanos, europeos, asiáticos y los propios
amerindios, tras varias generaciones se han ido mez-
clando dentro del ancho marco humano que ha sido
América.
Este marco americano, forjado con los esfuer-
zos de tantos hombres, levantado y sostenido por
tantos brazos de africanos, ha ido desplazándose por
los rieles de la historia de un continente que mues-
tra, a cada paso, las marcas dejadas por las civiliza-
ciones africanas que la trata hizo que se fijaran en el
panorama ofrecido a través del desarrollo de los pue-
blos americanos.
Desde los primeros negros que en el quinientos
temprano fueron trasplantados a La Española, hasta
los que tras el cese de la esclavitud en Cuba, en el
más tardío ochocientos, entraron clandestinamente
por algunos puntos de la costa occidental, se forja-
ron pueblos donde las supervivencias de los rasgos
culturales africanos han permitido hoy estrechar la-
zos de hermandad internacional con los hombres
que quedaron del otro lado de la Mar Océana, anchu-
roso espacio marítimo cuyas aguas también se nu-
trieron de millares de cuerpos de negros. A las
condiciones de países subdesarrollados, explotados
por las formas imperialistas del capitalismo euronor-

260
teamericano, se unen las históricas de una cultura
afroamericana acá, y una creciente presencia de ele-
mentos americoafricanos allá —que precisamente no
ha sido más intensa en esta última dirección por las
limitaciones que al desarrollo cultural imponen las
formas imperialistas de dominación.
La supervivencia de rasgos culturales africanos
—como elementos concretos, objetivos, materiales
que obran ante la conciencia del hombre de pue-
blo— será no un símbolo de estancamiento atávico,
sino un fermento activo en el desarrollo cultural, en
la medida que los pueblos se hagan dueños de sus
destinos históricos. En esta misma medida, tales apor-
tes africanos, arraigados en las masas de la pobla-
ción, se incorporarán a las urgentes tareas por la
construcción de las culturas nacionales, en forma
activa, real, que permitan poner al hombre de pue-
blo en el camino rápido y asequible que marca los
bienes culturales conquistados por la humanidad, y
a los cuales tiene derecho. La propia lucha que han
de librar los pueblos americanos significará nuevas
posibilidades para que los elementos culturales afri-
canos que hoy viven en masas completas de pobla-
ción, las cuales yacen estancadas y reprimidas, se
integren en una nueva fuerza de fecundidad cultu-
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272
Del autor

Argeliers León Pérez (La Habana, 7 de mayo de 1918-


23 de febrero de 1991). Musicólogo, compositor,
etnólogo y pedagogo. Doctor en Ciencias del Arte. Rea-
lizó una importante labor como investigador de la mú-
sica y de la etnología cubanas. Impartió clases en el
Conservatorio Municipal de La Habana, la Universidad
de La Habana y el Instituto Superior de Arte. Obtuvo las
categorías de Profesor Titular, Investigador Titular y
Profesor de Mérito. Como compositor creó un amplio
catálogo de obras y alcanzó cuatro premios por obras
sinfónicas, corales y de cámara. Fue fundador y director
del Departamento de Folklore del Teatro Nacional de
Cuba, del Instituto de Etnología y Folklore de la Acade-
mia de Ciencias de Cuba, del Departamento de Música
de la Casa de las Américas y de la Cátedra de Musicología
del Instituto Superior de Arte. Escribió numerosos en-
sayos y artículos sobre pedagogía, musicología, arte afri-
cano y la presencia de las culturas formadoras de la
nación cubana. Entre sus libros se destacan: Del canto y el
tiempo, Introducción al estudio del arte africano y Tras las hue-
llas de las civilizaciones negras en América.

273
Índice

Prólogo 7
Introducción 17
1
Las supervivencias negroafricanas deben estudiar-
se dentro del curso histórico de desarrollo de los
pueblos de América 28
2
Cómo las supervivencias africanas contribuyen a
la identificación del hombre americano 59
3
La presencia de africanismos responde a la inte-
gración del negro a las sociedades americanas 81
4
Los africanismos son el resultado de una herencia
cultural del esclavo, recogida y transmitida tras
un proceso de constante adecuación histórica 113
5
La supervivencia de las lenguas originales tiene
lugar dentro del proceso de reconstrucción de las
formas de vida del africano 148
6
La supervivencia de las formas materiales de ex-
presión ha estado determinada por las necesida-
des de las nuevas condiciones de vida del africano 187
7
La vida material del africano determinó ciertos
rasgos diferenciales del ser social del hombre en
América 222
Bibliografía citada 263
Del autor 273

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