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ALBERTO GHIRALDO ANTE LA CONDICIÓN HUMANA

Marcos Olalla

La humanidad, esto es, el estudio apasionado


de la constitución humana del hombre,
pertenece a la esencia de toda literatura y de todo arte [...]
todo arte bueno y toda buena literatura también es humanista.
György Lukács

El escritor argentino Alberto Ghiraldo nació, presumiblemente, en Buenos Aires en el


año 1875. La prematura muerte de su padre diez años después de su nacimiento
determinó para Ghiraldo una educación más bien fragmentaria, así como una pronta
disposición laboral por la cual antes de sus quince años ya sería testigo de las
condiciones de la clase obrera en el puerto de Buenos Aires. Para entonces, la temprana
influencia en materia ideológica de Leandro Alem permitiría la participación de
Ghiraldo en la llamada Revolución del Parque de 1890. Al mismo tiempo estaba
comenzando su quehacer literario, plasmado ya en 1891 con la publicación de una serie
de escritos inéditos de importantes autores, a los que Ghiraldo agrupó bajo el título El
año literario, en el que se hallaba incluido un poema propio. En 1892 publica ¡Ahí van!,
libro de poemas en los que el joven escritor ya acusa cierta influencia decadentista.

En 1893 participó de la revolución radical de junio. También comienza a trabajar en la


revista literaria La Quincena. Para entonces conoce a Rubén Darío, cuya influencia sería
determinante en un joven escritor que pugnaba por hacerse un lugar en el escenario
intelectual porteño. Los últimos años del siglo XIX encuentran a Ghiraldo editando su
poesía, una serie de cuentos, artículos periodísticos y un semanario literario llamado El
Sol, espacio de promoción de las intuiciones modernistas de su creador. Para 1900 el
triunfo del sector parlamentarista y moderado en el Partido Socialista Argentino
determinaría la definitiva filiación anarquista de Ghiraldo. Los artículos producidos en
estos años, como la impronta asumida por su militancia, constituirían la ocasión de su
detención y procesamiento por parte de las autoridades nacionales, al par de acentuar su
perfil de intelectual comprometido vinculado fuertemente a la Federación Obrera
Argentina (FOA). 1904 y 1905 son años en los cuales la labor intelectual y política de
Ghiraldo se desarrolla en la revista Martín Fierro, de su creación, así como en la
dirección de La Protesta Humana, órgano teórico del anarquismo.

El carácter de publicista de Ghiraldo no cesaría en los años siguientes, por cuanto


crearía una nueva revista literaria, Ideas y figuras, sin constituir esto último óbice
alguno para que entre los años 1910 y 1916 encontremos su producción literaria más
prolífica en el teatro, verdadero exponente de una literatura de tesis que constituye una
manifestación de su discurso anarquista. En 1916 Ghiraldo se radica en España, donde
sufriría nuevos apremios y persecuciones por parte de la policía. Su producción, signada
por el teatro, el periodismo, la política y una autobiografía novelada, no decaería sin
embargo. Se convertiría además en albacea literario de Benito Pérez Galdós. Los
últimos doce años de su existencia vive en Chile, donde muere en 1946.
En su obra reconocemos la trama de un discurso en el que confluyen la bohemia
literaria y la militancia anarquista, ambas sustentadas en ideales humanistas. El
temprano idealismo que Ghiraldo hereda del decadentismo, promovería en el joven
escritor la percepción de la praxis anarquista como un verdadero combate moral contra
la sociedad mercantil. La moralidad de tales acciones constituye una carga que atraviesa
trágicamente la acción y la producción literaria ghiraldiana. El sentido diferenciador en
el que se encontraba impregnado el quehacer literario de la bohemia porteña de
principios del siglo XX y sus personales pretensiones libertarias aparecían tanto en su
obra, como bajo el tamiz de la legitimidad de su praxis política como dilema. Este
espacio así constituido entre dos extremos en apariencia contradictorios, moldea la
concepción de la condición humana en términos trágicos. Creemos ver en ello un eje
discursivo que sustenta la concepción de la literatura como “literatura de ideas” y su
percepción del escritor como héroe trágico. Tales núcleos constituyen los objetos del
discurso ghiraldiano, ambos traspasados por su compromiso político.

Una literatura de ideas

A comienzos del siglo XX, Alberto Ghiraldo exigía para la creación literaria el deber de
consumar la expresión formalmente bella de las ideas socialmente más relevantes
cuando reclamaba, en un artículo varias veces aparecido en la primera década de dicho
siglo como credo estético, “el drama por la idea” (Díaz: 1991: 111. Exigencia que, en
común con otros modernistas de izquierda, debía comenzar por señalar cuáles eran tales
ideas, al compás de las cuales avanzaba el nuevo siglo. Se trataba por tanto de las Ideas
Nuevas, conferencia que el escritor argentino brindara el 16 de septiembre de 1900 y
que publicara el periódico El Sol (Díaz: 1991: 101-108). El discurso en el que Ghiraldo
desarrolla tales ideas posee como eje una dicotomía básica de impronta positivista: se
trata de una lucha por establecer definitivamente ideales libertarios que, al mismo
tiempo, constituyen “convicciones científicas” frente al hegemónico mercantilismo que
corroe a la sociedad de la “estruendosa Cosmópolis”. Ciudad que condena al
aislamiento a los bohemios libertarios, y que los caracteriza como “sentimentales” o
también “enfermos”.

No deja de asombrar a Ghiraldo el hecho de que los conflictos aparejados por las
injusticias promovidas por el desarrollo del capitalismo resulten regularmente
soterrados. Aquí se halla la barbarie para el intelectual anarquista, la cual no es lo otro
del desarrollo, sino el reverso de su dirección capitalista. Es el resultado de la injusticia.
Afirma el escritor:

¡Ah, bárbaros! Si lo que debiera extrañaros es que no estalle una bomba en cada
esquina, que no irrumpa un motín en cada plaza, que al conjuro de una palabra [...] ese
rebaño que hoy se arremolina manso y mohíno, fatigado de injusticias y de abusos no
despierte, convertido en feroz conjunto de hienas y de lobos a matar al que debiendo ser
su hermano es su opresor y su verdugo. (Díaz: 1991: 102)

Este alegato explicita los habituales recursos del discurso revolucionario de la bohemia
anarquista. Si el despertar ha de realizarse, aún con la violencia aquí prescripta, es
porque la palabra profética del escritor, transida de fuerte moralismo, se constituye en
verdadero “conjuro”. La condición oracular de tal discurso es al mismo tiempo signo de
cierta incomprensión respecto de tan vanguardista pretensión de parte del escritor y de
su eventual aislamiento. Aún así es capaz de señalar la hora de una revuelta esperada,
pero no por ello dejando su tono prematuramente nostálgico, y en solitario ruego
reclama: "Disculpadme. Estas palabras son el desahogo de un alma de luchador que en
medio del combate, acosado sin tregua, alza la frente y redoblando el ímpetu formula al
enemigo el más terrible de sus retos" (Díaz: 1991: 102).

Como vemos, y en la línea de lo que señalara David Viñas en Literatura argentina y


política. De los jacobinos porteños a la bohemia anarquista, la solitaria lucha del
bohemio libertario es regularmente conjurada por el fragor retórico de la palabra
grandilocuente (Viñas: 1995: 220-224).

La praxis bohemia, al parecer condenada a una imposible organicidad, tiene -a juicio de


Ghiraldo- su razón en el predominio de los valores burgueses contra cuya barrera la
lucha libertaria hará posible la identidad de lo bueno y lo bello. El Estado es, en este
contexto, la herramienta principal de dicho predominio y, en relación con ello, la
práctica electoral constituye “una de tantas comedias necesarias” (Díaz: 1991: 106).
Alberto Ghiraldo retoma el motivo marxiano para señalar el carácter prioritariamente
económico de la lucha anarquista, de la cual no es dable esperar transiciones
parlamentarias hacia el socialismo, sino la destrucción definitiva de los sistemas
políticos, epígonos del poder burgués. La lucha así propuesta requiere de un sujeto
promovido —como sostiene Hugo Biagini en “Las ideas fuerza” (1998), respecto de los
libertarios de esta generación— en clave juvenilista, pero también, como denunciaba
Viñas, en ademán intelectualista. Dice Ghiraldo:

Sed vosotros, jóvenes luchadores, exentos de prejuicios y de cobardías, los llamados a


iniciar en América la verdadera y pura propaganda de las ideas nuevas. La tarea es
penosa, ardua, llena de inconvenientes; pero hermosa, bella, noble y fecunda. Para
realizar el grande ideal es necesario llevar al convencimiento de su fuerza a todos los
asalariados, a todos los explotados, a todos los que sufren en los talleres y en los campos
[...] Una vez que el convencimiento llegue, la revolución es un hecho. (Díaz: 1991: 108)

La literatura es para nuestro autor una forma del arte a través de la cual el señalado
convencimiento se expresa como discurso utópico. El arte, para el escritor, asume, por
tanto, la figura del “redentor”, cuyo objeto son los sueños de libertad de los oprimidos.
Por eso es al mismo tiempo el movilizador de la pasión rebelde. El poeta consuma su
radicalizada bohemia en su papel de encarnación de tales ideales. “Hay que hacerse
hombre para saber hablar a los hombres”, dice en El ideal del arte (Díaz: 1991: 112).
Dicha pretensión decanta en Ghiraldo de tal modo que lo hace detener en la discusión
acerca del fin del arte, respecto de la cual y bajo la autoridad de Tolstoi, Taine,
Nietzsche o Maëterlink, señala, contra toda épica lejana, la necesidad de que la literatura
exprese las pasiones aquende las cuales se nutre el drama de la sociedad local, aunque
con un talante universalista. Efectivamente, el sufrimiento del obrero portuario
argentino constituye la cabal manifestación del dolor del campesino ruso, de los
mártires de Chicago, de quienes, como Dreyfus, son, por causas políticas y raciales,
presidiarios en la Isla del Diablo. Estas luchas engendran nuevos héroes cuya gesta es el
desarrollo, siempre con lenguaje definitivo, de la “epopeya de la idea nueva”. En efecto,
es el arte un movilizador del agente de tales luchas, el pueblo, y respecto del cual el
escritor no hace más que reconocer su lejanía promoviendo su contrario: "Si hemos de
ser, si somos artistas y hombres, es perentoria nuestra marcha hacia el pueblo. Vamos a
él, a confundirnos con su grandeza que es la de todos, a templarnos en su dolor que es el
nuestro" (Díaz: 1991: 115).

La tragicidad de lo humano

El tono idealista del discurso ghiraldiano asume en principio una impronta dialéctica
que consiste en disolver la particularidad del escritor en los fines universales así
encarnados por la clase obrera. Sin embargo, aquella disolución es experimentada como
un despojo tal que convierte en renuncia a la ineludible politicidad de la literatura. El
conflicto, al par de su inherencia, entre literatura y política resulta conciliable sólo a
fuerza del sacrificio del héroe. Los héroes de Ghiraldo son héroes trágicos. Pero ellos
simbolizan a los únicos capaces de revelar con su muerte el valor de la vida humana así
representada su verdadera condición. Lejos está Ghiraldo de asumir dicha tragicidad en
términos de la corrección marxista del idealismo lasalleano, por la cual ésta se revelaba
en función de las contradicciones materiales entre las fuerzas sociales revolucionarias y
las condiciones para su realización. El anacronismo es la sustancia marxista de lo
trágico. Para Ghiraldo, en cambio, se juega la redención utópica del discurso, la
vitalidad renovada del entusiasmo revolucionario. No es casual que algunos autores
hayan caracterizado el discurso del escritor argentino como “cristianismo ateo” (Sux:
1911; Cordero: 1962).

Así, en lo que constituye un tópico característico en la obra de Ghiraldo, la “cárcel” es


el locus desde donde se enuncia la palabra libertaria, revelando un sentido estético
naturalista que da cuenta de una cierta inevitabilidad del encierro, como en La canción
del deportado:

De cárcel en cárcel voy.


Guardia y yo: todos armados.
Cada cual con su instrumento
Ellos van con sus fusiles...
y yo con mi pensamiento. (1924: 29)

La pasión reivindicada se vuelve “compasión” de la mano de la experiencia del otro


frente al cual la autoridad ha ejercido su impronta. La solidaridad es entonces un
espacio para la transgresión:

Marcho, firme, entre cadenas.


Un niño es mi compañero.
¡Y es un ladrón y es mi hermano!
Lo siento cuando su piel
toca la piel de mi mano. (1924: 29-30)

En efecto, la legalidad se manifiesta para el escritor en un registro distinto al de la


solidaridad ahora emanada de la corporalidad misma del sufrimiento. La condición
inmediatamente empática de esta forma de vínculo humano moviliza la duda
ghiraldiana referida a su misma naturaleza:
¿Soy un hombre o una fiera?
¡Me hacen dudar los sayones! (1924: 30)

La recurrente cercanía inducida por el lenguaje naturalista entre la alienación promovida


por el orden legal, al que Ghiraldo se opone, consecuentemente con su discurso
anarquista, y la inevitabilidad de la misma, profundizada por el tópico señalado de la
cárcel, conducen al escritor argentino a destacar el motivo del sacrificio como el único
camino libertario en tal contexto. El sentido redentor de dicho sacrificio moviliza, con
cierto tono extemporáneo respecto de sus ideas filosóficas y políticas, un lenguaje
impregnado de cristianismo sólo justificable, desde la perspectiva del discurso, por la
virtual perversión de la naturaleza compasiva en egoísmo, suscitado por efecto del
desarrollo capitalista, promovido por la expansiva civilización occidental.

¡Ironía de las cosas!


El guardián menos cruel,
el que aleja más ultrajes
de mi persona, ha nacido
allá en tierras de salvajes...

¡Es africano! Y yo veo


que en el fondo de su ser
hay un resto de ternura.
¡Agua límpida brotada
quién sabe de qué amargura! (1924: 31)

“¿De esta manera se paga/ mi amor a la humanidad?”. La tragicidad se revela pues en


clave romántica como pasión.

La memoria de su dramática revuelta constituirá al mismo tiempo una nueva forma de la


interpelación revolucionaria, como así también su definitiva renuncia a la palabra para
deslizarse al territorio de la corporalidad. De modo que redimido ahora su
“instrumento”, la ambivalencia del pensamiento, en términos de lo que denuncia, al par
de su natural dificultad de hallar legitimidad en el horizonte de la praxis política del
anarquismo, es ahora su riqueza. La culposa grandilocuencia del martirio es también su
gesto libertario, su verborrágica expiación; en fin, un modo de afirmación individual:

¡Bronce para resistir


la fuerza de los tiranos;
bronce para rechazar
toda la infamia que quieran
sobre mi nombre arrojar! (1924: 33)

No es extraño reconocer otro tópico en la “incomprensión” del intelectual. Sus ideas son
la condición de la imposible percepción tanto de su luminosidad como de su carga.

Ya habéis tomado mi altura...


Ya habéis medido mi frente.
En ella, sayón, ¿qué veis?
Si no podéis ver su luz.
Entonces, ¿por qué lo hacéis? (1924: 35)
Las ideas, índices de la plenitud humana, deben ser, para Ghiraldo, acompañadas por la
pasión así articulada en la realización del drama destinado para sus portadores:

Toques de clarín. Silencio.


Cada preso en su ataúd.
¡Y en cada ataúd la vida
brotando chorros de luz! (1924: 36)

La dialéctica así construida por Ghiraldo en torno a la disolución de lo personal en


praxis, del compromiso en encierro, como de la vida en la muerte, en cada caso para
permitir la pervivencia del ciclo revolucionario, resulta el horizonte desde donde el
escritor argentino da cuenta de una posibilidad cierta de metamorfosis vital de las ideas.
El caudal de lo ideológico es el terreno para determinar el triunfo del cambio sobre lo
establecido, en tanto que también es ahora la posibilidad de invertir el esquema de la
tragedia revolucionaria, presagiando un nuevo triunfo, el de la vida sobre la muerte:

¡Treme la antigua fuerza,


soñando en la revancha
que su destino tuerza!

¡Y dad paso a la idea,


que es agua que fecunda,
que es luz que nos recrea
y es torrente que inunda! (1924: 48)

Ghiraldo es un “cruzado” en cuya soledad fecunda la auto-representación medieval. El


motivo del “caballero” presente en los poemas El caballero incansable y Los caballeros
del ideal dan cuenta de esta impronta idealista. La riqueza es para él la onírica condición
del utopista, el entusiasmo de la locura, el inevitable curso de la historia en sentido
revolucionario. La nobleza de aquella lucha es resultado de su heroico ideal, pero
también de su resuelta dramaticidad. La idea así blandida y la disposición sacrificial de
aquellos héroes, torna el discurrir poético de Ghiraldo en un modo particular de
articulación trágica de la teoría y la praxis revolucionaria. “Filósofos, guerreros/
modernos luchadores” (1924: 70), agentes de la señalada articulación esgrimen
bravamente el drama de una victoria que se presume ineludiblemente futura.

Abatirlos? Quizás. ¡Pero es entonces


Cuando triunfan mejor, porque la muerte
Es un arma inmortal, arma invencible!
¡El sacrificio es luz que irradia siempre! (1924: 71)

Sin embargo, la iluminación es sólo asequible al precio de la ceguera. Percibirse elegido


es al mismo tiempo una amenaza. Mientras el concurso histórico de precedentes
mártires asegura victoria, la voz de la soledad reclama detención. El costo del heroísmo
es impredecible, mas la experiencia del honor conviene a una búsqueda homologable al
motivo paulino de conversión:

Yo busco el camino
de una nueva Damasco brillante.
¡Y nada ni nadie torcerá mi sino!
¡Adelante!, ¡Adelante!, ¡Adelante! (1924: 56)

Al par de promover un compromiso intenso con las ideas libertarias de una sociedad
perfecta, la persistencia de símbolos cristianos recoge una concepción rigorista de la
acción política constituyendo una tradición de fuerte influencia en la historia de la
izquierda argentina. Por otra parte, como bien ha señalado Hernán Díaz, esta síntesis de
anarquismo y cristianismo ateo permite la profusión de un discurso que asienta sobre
tópicos como el “sacrificio”, la “autocastración”, el “maniqueísmo” y los “modelos
ideales”.

Cierto es que el concurso de invectivas grandilocuentes refleja cierto idealismo


irracionalista que reivindica como materia de toda acción política a la pasión. Se trata de
un modo particular de sentimentalismo que obliga a Ghiraldo a construir sus obras en
clave melodramática. Éste es el registro en el que produce sus obras de teatro. Aquí
comentaremos brevemente dos de tales obras por cuanto consideramos que constituyen
una clara expresión del pensamiento estético y político de nuestro autor.

Decíamos que el melodrama ghiraldiano promueve grandes pasiones: dramáticas


conversiones, expiadoras renuncias y entusiasmos redentores, revelan en clave
didactista una obra de fuerte sentido programático. Sus diálogos son discursos y sus
personajes recogen una tipicidad que podríamos vincular a las pretensiones críticas del
realismo socialista, si no fuera por el tamiz anarquista de sus obras encarnado en el fin
trágico del héroe. El idealismo con tintes románticos de Ghiraldo es objeto de un
discurrir a medio camino entre el realismo y el naturalismo. Cierta premura por la
resolución trágica da cuenta de una percepción de la historia cercana a la estética de la
inevitabilidad de corte naturalista, no atribuible, sin embargo, a rasgos estilísticos del
drama ghiraldiano. En efecto, sus personajes se encuentran lejos de representar
contradicciones morales o psíquicas vinculadas a una cotidianidad opresiva. Al
contrario, el destino de tales personajes se reduce al lugar que ocupan en el decurso
lineal de la historia.

En 1906 se estrenó en Buenos Aires la obra Alma gaucha (Ghiraldo: 1946). En esta
pieza vemos a Cruz, un conscripto de origen campesino que, luego de ser herido por un
oficial instructor y engañado al serle prometida su baja, resulta preso en una lejana
cárcel militar. Allí participa en una sublevación que pronto lo convertirá en mártir.
Alma, su mujer, renunciará a su libertad a favor de la compañía de su amado. En dicha
obra el objeto de la crítica anarquista es la institución militar, que funciona como
escenario de la pasión desatada en torno de la injusta represión de un hombre humilde y
sangre gaucha. Su condena por desertor es índice de inequidad y da cuenta, recuperando
el motivo carcelario para invertirlo aduciendo el carácter justo de su existencia pero en
la Casa de Gobierno, del carácter equívoco de sus instituciones. La legalidad por el
gobierno promovida constituye un cruel instrumento de dominación y es causa de su
muerte, incapaz de incorporar los ideales libertarios de este espíritu indómito: “A vos te
mata la ley. Te matan los hombres malos, gaucho...”, dice Alma (1946: 61).

La vitalidad atribuida al gaucho manifiesta cierto apego romántico de Ghiraldo a una


instancia pre-política cercana a la propuesta de Jean Jacques Rousseau como locus
originario de la libertad. La lenta, pero no menos definitiva, marcha de Cruz (aquí la
simbología de Ghiraldo se ha despojado de la más mínima pretensión de sutileza) hacia
su muerte es la imposibilidad de refundación de la señalada impronta originaria. El
precio de esta pérdida, si bien conduce una crítica política de verdadera sistematicidad
también resulta en un trágico desenlace.

Defensor. —Cruz es de una entereza a toda prueba. Diríase un fatalista a quien nada
doblegará. El cuenta siempre con el mal supremo. Si no me engaño, ahí está el secreto
de su valor. (1946: 57)

La voz del defensor de Cruz en el inicuo juicio militar reconoce la intensidad de esta
forma de voluntarismo sólo asequible en un orden de cosas en el que se convive con la
muerte como un a priori revolucionario. “La taba de mi vida está tirada”, resuena el
dicho de Cruz camino de una sentencia tan injusta como inevitable. El héroe trágico es
la representación más fiel para Ghiraldo de la condición humana concebida como
conquista. Pero el final de esta lucha depara para los hombres “serenidad”.

Espectador primero. —...Por otra parte me admira su serenidad.


Cruz. —Hombres somos señor... (1946: 57).

No extraña, por tanto, la significatividad de aquello que constituye el objeto de la


amargura del protagonista en el instante final de su existencia. Es apenas una evocación
de autosuficiencia que interpretamos vinculada a la magnitud de la pérdida de aquel
momento fundacional de la libertad: “¡Quisiera dir solo! Pero ¡no puedo!...¡no puedo!"
(1946: 66).

En La columna de fuego de 1913 (Ghiraldo: 1946: 125-179), nuestro autor nos ofrece el
mejor de sus dramas. A pesar de que no puede escapar de los vicios estilísticos de la
literatura de tesis, es su obra menos maniquea. Cada uno de sus personajes importantes
revela un perfil cercano a sus propios dilemas. Constituye una obra inquietante cuyos
matices dan cuenta de un cambio de perspectiva. León y Marcos son dos obreros que
han perdido su trabajo producto de su previa participación en una huelga. Frente a la
promoción de una nueva protesta obrera, León decide participar, pero las urgencias
familiares aducidas por Marcos condicionan su negativa a formar parte de ella. Por su
parte, Salvador (claramente el alter ego de Ghiraldo) es el intelectual que poco a poco
va acercándose a este movimiento, aunque con una visión menos exaltada que la de los
personajes precedentes. Telma, la hija de Marcos, enamorada de León, debe renunciar
tanto por el conflicto suscitado con su padre como por la inviabilidad atribuida por León
a una relación amorosa en un contexto revolucionario. Todos los personajes revelan una
inflexión determinante: Marcos, ex líder huelguista y unos de los mejores entre los
suyos, ha debido mudar, aunque amargamente, su compromiso político en obsecuencia;
Salvador aparece reinterpretando el proceso revolucionario, si bien con previas
intuiciones, también con la convicción promovida por el sacrificio de León; Telma debe
lidiar con el rechazo de León para reconciliarse con su causa; finalmente, León será
asesinado por Marcos en un conflicto destinado a resolverse trágicamente. Por tanto se
trata de una obra que tematiza la renuncia como tópico característico del discurso
ghiraldiano.

En efecto, la renuncia es la materia prima de la acción política, por cuanto ella es


conducida por un discurso de naturaleza utópica que asume como su núcleo la “ilusión”
que posee por objeto:
¡Ilusiones!...¡Ilusiones!...De eso también se vive. ¿Y qué? Quizás ellas sean la único que
en realidad poseemos. Y el que nos arrebata, o pretende arrebatarnos ese capital, es más
ladrón aún que el que acecha al caminante para asaltarlo en la encrucijada. (Ghiraldo:
1946: 126-127).

La aparente inasequibilidad del fin promovido crea en la obra una continua disyuntiva
que permite organizar el discurso en función de extremos precisos. Así, las luchas
sociales son caracterizadas como “batalla eterna” pero, al mismo tiempo, la condición
revolucionaria de la praxis anarquista incluye la disposición a luchar contra las leyes de
la naturaleza si esto fuese necesario (“Si la naturaleza se opone a nuestros destinos
lucharemos contra la naturaleza y la venceremos” [1946: 129]).

Por otra parte, el espacio constituido por un extremo revelado por el sentido orgánico
con el que Salvador quiere introducir la “filosofía” y la “prudencia” en materia política,
y que resultan para León “adormidera” frente al entusiasmo revolucionario reflejado
aquí en la caracterización de León por parte de Salvador como “optimista”, constituye
otro de estos opuestos. En efecto, el aporte de Salvador al diagnóstico revolucionario
consiste en afirmar el valor de lo simbólico en la formación de la conciencia
revolucionaria, sin cuya operatividad el conflicto entre trabajadores y desocupados se
manifiesta irresoluble. Finalmente, reconocemos la que a nuestro juicio constituye la
bipolaridad básica que anima la concepción trágica de la historia en la obra de Ghiraldo.
Recrea un verdadero sentido profético para el revolucionario capaz de renunciar a la
vida cuando ésta se concibe como grado cero de cultura. La mera manifestación del
principio biológico de persistencia de la misma supone, para Ghiraldo, al igual que sus
epifenómenos —es decir, una vida cotidiana que actúa como refuerzo—, una forma de
“apego animal y miserable a la vida”. Frente a tal impulso, la vida es asumida como
conquista y la praxis como objeto de moralidad al interior de las luchas libertarias del
héroe anarquista que, aunque paradójicamente, debe morir para consumar aquella
pretensión:

León. —Telma yo no me debo a mí mismo.


Telma. —Usted se debe a la humanidad. Lo sé.
León. —¡Yo me debo a la causa! (1946: 136)

La incomprensión, la cárcel, el exilio y la muerte, como ya hemos señalado, son para


Ghiraldo rasgos cuya pretensión tiende a investir de legitimidad al papel de los
intelectuales en el proceso de transformación política promovido por los sectores
progresistas de la sociedad argentina.

La condición humana representa en Ghiraldo, no tanto un a priori, sino un final, un


espacio de conflicto, un lugar de revuelta. Asumirse de este modo consiste en la
disolución del individuo en sus hermanos. El individualismo del altisonante discurrir
ghiraldiano es resultado de tal rodeo. El héroe trágico es quien puede realizarlo. Se
conquista en la idea libertaria que concibe como definitivo porvenir y se asume en la
medida de su renuncia para de ese modo expiar la autosuficiente heroicidad.

La literatura conjura en Ghiraldo el dolor de su manifiesta testimonialidad. No deja de


bullir el autor en su obra. El escritor anarquista se encuentra en sus personajes y éstos
constituyen la representación de la búsqueda por “escapar de la médula trágica del
conocimiento” (Casullo: 1998: 85). La humanidad es, al fin de cuentas, el objeto de
semejante peregrinaje que, destinado a encarnar una matriz anarquista, se consuma en
solitaria tragicidad.

Bibliografía de Obras Citadas

 Biagini, Hugo. "Las ideas fuerza". Cuadernos Hispanoamericanos. 577-578


(julio-agosto de 1998): 7-22.
 Casullo, Nicolás. Modernidad y cultura crítica. Buenos Aires: Paidós, 1998.
 Cordero, Héctor. Alberto Ghiraldo: precursor de nuevos tiempos. Buenos Aires:
Claridad, 1962.
 Díaz, Hernán. Alberto Ghiraldo: anarquismo y cultura. Buenos Aires: Centro
Editor de América Latina, 1991.
 Ghiraldo, Alberto. La canción del deportado, Madrid, Hesperia, s/f.
 Ghiraldo, Alberto. Teatro argentino. Repertorio completo. Buenos Aires:
Américalee, 1946.
 Sux, Alejandro. La juventud intelectual de la América Hispana. Barcelona:
Presa Hnos., 1911.
 Viñas, David. Literatura argentina y política. De los jacobinos porteños a la
bohemia anarquista. Buenos Aires: Sudamericana, 1995.

Bibliografía del autor

 El año literario. Buenos Aires: Casa Editora La Maravilla Literaria de Urbano


Rivero, 1891.
 ¡Ahí van! Buenos Aires: Félix Lajouane editor, 1892.
 Fibras. Buenos Aires: Pablo Coni, 1895.
 Sangre y oro (El presidio de Sierra Chica). Buenos Aires: Establecimiento
Tipogr. de La Agricultura, 1897.
 Gesta. Buenos Aires: Biblioteca El Sol, 2ª ed, 1900.
 Los nuevos caminos. Buenos Aires: El Sol, 1901.
 La tiranía del frac (Crónicas de un preso). Buenos Aires: Biblioteca Popular de
Martín Fierro, 1905.
 Alma Gaucha. Buenos Aires: Pascual Mediano, 2ª ed., 1909.
 Sangre nuestra. Buenos Aires: Ideas y Figuras, 1911.
 La cruz. Buenos Aires: Ideas y Figuras, 1912.
 Crónicas argentinas. Buenos Aires: Malena, 1912.
 La columna de fuego. Buenos Aires: Ideas y Figuras, 1913.
 La ley baldón. Buenos Aires: Fontanillas, 1915.
 Doña Modesta Pizarro. Buenos Aires: Ideas y Figuras, 1916.
 El peregrino curioso. Mi viaje a España. Madrid: Sanz Calleja, 1917.
 Antología americana. Madrid: Renacimiento, 1923.
 Primeras letras. Buenos Aires: Ed. Bibl. Ramos Mejía. Serie Los Novelistas Nº
3, 1923.
 La canción del deportado. Buenos Aires: Las Grandes Obras, 1924.
 Humano ardor. Barcelona: Lux, 1928.
 Yanquilandia bárbara. La lucha contra el imperialismo. Madrid: Historia
Nueva, 1929.
 Cuentos argentinos. Santiago de Chile: Ercilla, 1935.
 Libertadores de América. Las espadas y las liras. Santiago de Chile: Ercilla,
1935.
 Cancionero libertario. Santiago de Chile: Ercilla, 1935.
 El archivo de Rubén Darío. Buenos Aires: Losada, 1943.
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Bibliografía sobre el autor

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Marcos Olalla
Actualizado agosto 2004

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