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Marcos Olalla
A comienzos del siglo XX, Alberto Ghiraldo exigía para la creación literaria el deber de
consumar la expresión formalmente bella de las ideas socialmente más relevantes
cuando reclamaba, en un artículo varias veces aparecido en la primera década de dicho
siglo como credo estético, “el drama por la idea” (Díaz: 1991: 111. Exigencia que, en
común con otros modernistas de izquierda, debía comenzar por señalar cuáles eran tales
ideas, al compás de las cuales avanzaba el nuevo siglo. Se trataba por tanto de las Ideas
Nuevas, conferencia que el escritor argentino brindara el 16 de septiembre de 1900 y
que publicara el periódico El Sol (Díaz: 1991: 101-108). El discurso en el que Ghiraldo
desarrolla tales ideas posee como eje una dicotomía básica de impronta positivista: se
trata de una lucha por establecer definitivamente ideales libertarios que, al mismo
tiempo, constituyen “convicciones científicas” frente al hegemónico mercantilismo que
corroe a la sociedad de la “estruendosa Cosmópolis”. Ciudad que condena al
aislamiento a los bohemios libertarios, y que los caracteriza como “sentimentales” o
también “enfermos”.
No deja de asombrar a Ghiraldo el hecho de que los conflictos aparejados por las
injusticias promovidas por el desarrollo del capitalismo resulten regularmente
soterrados. Aquí se halla la barbarie para el intelectual anarquista, la cual no es lo otro
del desarrollo, sino el reverso de su dirección capitalista. Es el resultado de la injusticia.
Afirma el escritor:
¡Ah, bárbaros! Si lo que debiera extrañaros es que no estalle una bomba en cada
esquina, que no irrumpa un motín en cada plaza, que al conjuro de una palabra [...] ese
rebaño que hoy se arremolina manso y mohíno, fatigado de injusticias y de abusos no
despierte, convertido en feroz conjunto de hienas y de lobos a matar al que debiendo ser
su hermano es su opresor y su verdugo. (Díaz: 1991: 102)
Este alegato explicita los habituales recursos del discurso revolucionario de la bohemia
anarquista. Si el despertar ha de realizarse, aún con la violencia aquí prescripta, es
porque la palabra profética del escritor, transida de fuerte moralismo, se constituye en
verdadero “conjuro”. La condición oracular de tal discurso es al mismo tiempo signo de
cierta incomprensión respecto de tan vanguardista pretensión de parte del escritor y de
su eventual aislamiento. Aún así es capaz de señalar la hora de una revuelta esperada,
pero no por ello dejando su tono prematuramente nostálgico, y en solitario ruego
reclama: "Disculpadme. Estas palabras son el desahogo de un alma de luchador que en
medio del combate, acosado sin tregua, alza la frente y redoblando el ímpetu formula al
enemigo el más terrible de sus retos" (Díaz: 1991: 102).
La literatura es para nuestro autor una forma del arte a través de la cual el señalado
convencimiento se expresa como discurso utópico. El arte, para el escritor, asume, por
tanto, la figura del “redentor”, cuyo objeto son los sueños de libertad de los oprimidos.
Por eso es al mismo tiempo el movilizador de la pasión rebelde. El poeta consuma su
radicalizada bohemia en su papel de encarnación de tales ideales. “Hay que hacerse
hombre para saber hablar a los hombres”, dice en El ideal del arte (Díaz: 1991: 112).
Dicha pretensión decanta en Ghiraldo de tal modo que lo hace detener en la discusión
acerca del fin del arte, respecto de la cual y bajo la autoridad de Tolstoi, Taine,
Nietzsche o Maëterlink, señala, contra toda épica lejana, la necesidad de que la literatura
exprese las pasiones aquende las cuales se nutre el drama de la sociedad local, aunque
con un talante universalista. Efectivamente, el sufrimiento del obrero portuario
argentino constituye la cabal manifestación del dolor del campesino ruso, de los
mártires de Chicago, de quienes, como Dreyfus, son, por causas políticas y raciales,
presidiarios en la Isla del Diablo. Estas luchas engendran nuevos héroes cuya gesta es el
desarrollo, siempre con lenguaje definitivo, de la “epopeya de la idea nueva”. En efecto,
es el arte un movilizador del agente de tales luchas, el pueblo, y respecto del cual el
escritor no hace más que reconocer su lejanía promoviendo su contrario: "Si hemos de
ser, si somos artistas y hombres, es perentoria nuestra marcha hacia el pueblo. Vamos a
él, a confundirnos con su grandeza que es la de todos, a templarnos en su dolor que es el
nuestro" (Díaz: 1991: 115).
La tragicidad de lo humano
El tono idealista del discurso ghiraldiano asume en principio una impronta dialéctica
que consiste en disolver la particularidad del escritor en los fines universales así
encarnados por la clase obrera. Sin embargo, aquella disolución es experimentada como
un despojo tal que convierte en renuncia a la ineludible politicidad de la literatura. El
conflicto, al par de su inherencia, entre literatura y política resulta conciliable sólo a
fuerza del sacrificio del héroe. Los héroes de Ghiraldo son héroes trágicos. Pero ellos
simbolizan a los únicos capaces de revelar con su muerte el valor de la vida humana así
representada su verdadera condición. Lejos está Ghiraldo de asumir dicha tragicidad en
términos de la corrección marxista del idealismo lasalleano, por la cual ésta se revelaba
en función de las contradicciones materiales entre las fuerzas sociales revolucionarias y
las condiciones para su realización. El anacronismo es la sustancia marxista de lo
trágico. Para Ghiraldo, en cambio, se juega la redención utópica del discurso, la
vitalidad renovada del entusiasmo revolucionario. No es casual que algunos autores
hayan caracterizado el discurso del escritor argentino como “cristianismo ateo” (Sux:
1911; Cordero: 1962).
No es extraño reconocer otro tópico en la “incomprensión” del intelectual. Sus ideas son
la condición de la imposible percepción tanto de su luminosidad como de su carga.
Yo busco el camino
de una nueva Damasco brillante.
¡Y nada ni nadie torcerá mi sino!
¡Adelante!, ¡Adelante!, ¡Adelante! (1924: 56)
Al par de promover un compromiso intenso con las ideas libertarias de una sociedad
perfecta, la persistencia de símbolos cristianos recoge una concepción rigorista de la
acción política constituyendo una tradición de fuerte influencia en la historia de la
izquierda argentina. Por otra parte, como bien ha señalado Hernán Díaz, esta síntesis de
anarquismo y cristianismo ateo permite la profusión de un discurso que asienta sobre
tópicos como el “sacrificio”, la “autocastración”, el “maniqueísmo” y los “modelos
ideales”.
En 1906 se estrenó en Buenos Aires la obra Alma gaucha (Ghiraldo: 1946). En esta
pieza vemos a Cruz, un conscripto de origen campesino que, luego de ser herido por un
oficial instructor y engañado al serle prometida su baja, resulta preso en una lejana
cárcel militar. Allí participa en una sublevación que pronto lo convertirá en mártir.
Alma, su mujer, renunciará a su libertad a favor de la compañía de su amado. En dicha
obra el objeto de la crítica anarquista es la institución militar, que funciona como
escenario de la pasión desatada en torno de la injusta represión de un hombre humilde y
sangre gaucha. Su condena por desertor es índice de inequidad y da cuenta, recuperando
el motivo carcelario para invertirlo aduciendo el carácter justo de su existencia pero en
la Casa de Gobierno, del carácter equívoco de sus instituciones. La legalidad por el
gobierno promovida constituye un cruel instrumento de dominación y es causa de su
muerte, incapaz de incorporar los ideales libertarios de este espíritu indómito: “A vos te
mata la ley. Te matan los hombres malos, gaucho...”, dice Alma (1946: 61).
Defensor. —Cruz es de una entereza a toda prueba. Diríase un fatalista a quien nada
doblegará. El cuenta siempre con el mal supremo. Si no me engaño, ahí está el secreto
de su valor. (1946: 57)
La voz del defensor de Cruz en el inicuo juicio militar reconoce la intensidad de esta
forma de voluntarismo sólo asequible en un orden de cosas en el que se convive con la
muerte como un a priori revolucionario. “La taba de mi vida está tirada”, resuena el
dicho de Cruz camino de una sentencia tan injusta como inevitable. El héroe trágico es
la representación más fiel para Ghiraldo de la condición humana concebida como
conquista. Pero el final de esta lucha depara para los hombres “serenidad”.
En La columna de fuego de 1913 (Ghiraldo: 1946: 125-179), nuestro autor nos ofrece el
mejor de sus dramas. A pesar de que no puede escapar de los vicios estilísticos de la
literatura de tesis, es su obra menos maniquea. Cada uno de sus personajes importantes
revela un perfil cercano a sus propios dilemas. Constituye una obra inquietante cuyos
matices dan cuenta de un cambio de perspectiva. León y Marcos son dos obreros que
han perdido su trabajo producto de su previa participación en una huelga. Frente a la
promoción de una nueva protesta obrera, León decide participar, pero las urgencias
familiares aducidas por Marcos condicionan su negativa a formar parte de ella. Por su
parte, Salvador (claramente el alter ego de Ghiraldo) es el intelectual que poco a poco
va acercándose a este movimiento, aunque con una visión menos exaltada que la de los
personajes precedentes. Telma, la hija de Marcos, enamorada de León, debe renunciar
tanto por el conflicto suscitado con su padre como por la inviabilidad atribuida por León
a una relación amorosa en un contexto revolucionario. Todos los personajes revelan una
inflexión determinante: Marcos, ex líder huelguista y unos de los mejores entre los
suyos, ha debido mudar, aunque amargamente, su compromiso político en obsecuencia;
Salvador aparece reinterpretando el proceso revolucionario, si bien con previas
intuiciones, también con la convicción promovida por el sacrificio de León; Telma debe
lidiar con el rechazo de León para reconciliarse con su causa; finalmente, León será
asesinado por Marcos en un conflicto destinado a resolverse trágicamente. Por tanto se
trata de una obra que tematiza la renuncia como tópico característico del discurso
ghiraldiano.
La aparente inasequibilidad del fin promovido crea en la obra una continua disyuntiva
que permite organizar el discurso en función de extremos precisos. Así, las luchas
sociales son caracterizadas como “batalla eterna” pero, al mismo tiempo, la condición
revolucionaria de la praxis anarquista incluye la disposición a luchar contra las leyes de
la naturaleza si esto fuese necesario (“Si la naturaleza se opone a nuestros destinos
lucharemos contra la naturaleza y la venceremos” [1946: 129]).
Por otra parte, el espacio constituido por un extremo revelado por el sentido orgánico
con el que Salvador quiere introducir la “filosofía” y la “prudencia” en materia política,
y que resultan para León “adormidera” frente al entusiasmo revolucionario reflejado
aquí en la caracterización de León por parte de Salvador como “optimista”, constituye
otro de estos opuestos. En efecto, el aporte de Salvador al diagnóstico revolucionario
consiste en afirmar el valor de lo simbólico en la formación de la conciencia
revolucionaria, sin cuya operatividad el conflicto entre trabajadores y desocupados se
manifiesta irresoluble. Finalmente, reconocemos la que a nuestro juicio constituye la
bipolaridad básica que anima la concepción trágica de la historia en la obra de Ghiraldo.
Recrea un verdadero sentido profético para el revolucionario capaz de renunciar a la
vida cuando ésta se concibe como grado cero de cultura. La mera manifestación del
principio biológico de persistencia de la misma supone, para Ghiraldo, al igual que sus
epifenómenos —es decir, una vida cotidiana que actúa como refuerzo—, una forma de
“apego animal y miserable a la vida”. Frente a tal impulso, la vida es asumida como
conquista y la praxis como objeto de moralidad al interior de las luchas libertarias del
héroe anarquista que, aunque paradójicamente, debe morir para consumar aquella
pretensión:
Marcos Olalla
Actualizado agosto 2004