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Mentes Verbales

A. Gomila Benejam

1
Introducción: El lenguaje como la clave fundamental
de la singularidad humana.

El interés natural humano por la auto-comprensión nos ha llevado tradicionalmente a


señalar al lenguaje como nuestro rasgo más distintivo. Sin embargo, hay muchos otros rasgos que
podemos decir que son únicamente humanos. Algunos de ellos son anatómicos: un gran cerebro en
proporción al cuerpo, falta de una cola, y una laringe con capacidades fonéticas específicas. Otros
involucran actividades distintivas como, por ejemplo, las religiones, las matemáticas, el arte y los
deportes. Sin embargo, cuando se trata de establecer el sentido de la singularidad humana, parece
que muchas de estas especificidades no son tan básicas, ya que se ven posibilitadas por la ejecución
de otras aún más específicas, tal como lo es el lenguaje.
En relación a los diversos rasgos únicamente humanos, el lenguaje es el que ha sido elegido
de modo más consistente como la clave para entender la mente humana, y para proveer los
elementos necesarios para el logro de otras especificidades de la cognición humana, tales como: el
pensamiento proposicional/abstracto, la recursividad, el distanciamiento respecto de las situaciones
actuales, la creatividad, y el control consciente (Chomsky, 1988; Macphail, 1996). Para poner esto
en palabras de los especialistas: se piensa que el lenguaje es lo que nos hace “inteligentes”
(Gentner, 2003; Spelke, 2003); o, al menos, se considera como un elemento importante en la
inteligencia humana, si no el único (Premack, 2004). Quizás, la influencia del lenguaje dependa, a
su vez, de su innovación estructural básica, la cual hace posible tanto al lenguaje como al
pensamiento humano (Pennet al., 2007). La cognición humana se caracteriza por su flexibilidad y
creatividad, la cual da pie a la diversidad cultural y es modelada por ella. La diversidad cultural, a
su vez, retroalimenta la diversidad cognitiva mediante un proceso de socialización que tiene lugar
durante un largo período en el desarrollo humano. Se piensa que el lenguaje, como un sistema
simbólico de comunicación y de representación, juega un rol crucial en hacer posible la interacción
entre lo individual y lo social
No resulta tan claro, sin embargo, cómo es que el lenguaje influye en la cognición humana.
La cuestión sobre el tipo de rol que ejerce el lenguaje en el pensamiento humano – rol del cual se
piensa que se derivan las innovaciones conductuales y culturales– está dividida: mientras que
algunas personas consideran esto como un hecho obvio, otros lo toman como un asunto marginal.
Para algunos pensadores, los así llamados constitutivistas, la relación entre lenguaje y pensamiento
es tan íntima, que el pensamiento resulta inconcebible en criaturas no-lingüísticas: conciben al
lenguaje como fundamentalmente necesario para el pensamiento. (Davidson, 1973, 1975; Dummett,
1981, 1989; McDowell, 1994). En el otro extremo, los así llamados communicativistas sostienen
que el lenguaje no tiene relación alguna con el pensamiento, más allá de hacerlo explícito. (Fodor,
1975, 2008; Pinker, 1994, 2007). Por supuesto que tales posiciones extremas requieren un alto
grado de cualificación. El primer grupo, en realidad, sólo está interesado en el “pensamiento
proposicional”, que se caracteriza por sus condiciones de verdad, o en la habilidad para contemplar
contenidos proposicionales. Las creaturas no-verbales pueden ser capaces de pensamientos más
simples, pensamientos referenciales, pero dada las condiciones de la atribución de contenido, el
pensamiento proposicional sólo es atribuible (por creaturas lingüísticas) a creaturas lingüísticas. El
segundo grupo deliberadamente acepta que el lenguaje puede ser instrumental para la adquisición
de muchos conceptos, incluso para la mayoría de ellos (Devitt & Sterenly, 1987). Pinker, uno de los
defensores de esta posición, también reconoce habitualmente que, para que alguien sea capaz de
hablar acerca de la realidad, uno necesita concebir la realidad según los requisitos que impone un
lenguaje particular para garantizar la comunicación de contenidos mediante el discurso (por lo
tanto, los lenguajes se diferencian según si requieren o no indicar el número, la persona, el aspecto o
la voz) (Pinker, 1989, p.360). Sin embargo, ellos conciben la relación principal entre el lenguaje y
el pensamiento en la dirección contraria. El lenguaje es sólo el medio para expresar el pensamiento,
que es psicológica y semánticamente previo al lenguaje e independiente del modo en que es
expresado. Ellos adhieren a una comprensión puramente comunicativa del lenguaje.

En los últimos treinta años, la lingüística ha experimentado una dinámica pendular. En los
ochenta, los enfoques comunicativistas se habían vuelto hegemónicos en las ciencias cognitivas,
pero en la última década hubo mucha evidencia nueva en soporte del enfoque constitutivista. En
2011, parece que el constituvismo se está consolidando como la corriente principal. Durante el
apogeo del enfoque comunicativista (Gauker, 1992), la pregunta acerca de si el lenguaje podía
influenciar el pensamiento y cómo lo hacía, había caído en descrédito. Esta se contraponía con
muchos de los postulados centrales de los enfoques cognitivos computacionales que se habían
vuelto dominantes: un fuerte innatismo, una comprensión de los procesos psicológicos como
inferencias lógicas, un punto de vista del lenguaje como una representación mental, un enfoque
modularista de la arquitectura cognitiva, y el supuesto de un isomorfismo semántico-conceptual.
Esto hizo que fuera demasiado difícil ajustar los efectos lingüísticos sobre la cognición dentro de
este marco general de la cognición, hasta el punto en que Pinker (1994) incluyó un capitulo con una
nota necrológica sobre Whorf.
En psicología, sin embargo, es un fenómeno conocido que el modo en el cual una situación
es descripta lingüísticamente influye enormemente sobre si ésta es atendida, tenida en cuenta y
evaluada. Los efectos del lenguaje en las tareas verbales fueron demostrados más allá de toda duda
por el trabajo de muchos, incluyendo los realizados por: Carmichael, Hogan y Walter (1932) sobre
los efectos de las etiquetas léxicas de las imágenes ambiguas en la memoria; Glucksberg y
Weisberg (1966) sobre la resolución de problemas; Loftus y Palmer (1974) y Schooler y Engstler-
Schooler (1991) sobre la memoria explícita ; Tversky y Kahneman (1981) y Kahneman y Tversky
(1982) sobre los “efectos de formulación” en la toma de decisiones; Wickens (1972) sobre la
influencia del lenguaje en la memoria a corto plazo; Barrett (2007) sobre la percepción emocional;
y Styles (1994) sobre la atención voluntaria. Cómo está lingüísticamente codificada una experiencia
influye profundamente en cómo es procesada cognitivamente, y la resolución de problemas, en
particular, se favorece mediante la formulación lingüística. La misma diversidad y sofisticación de
las tareas verbales dan testimonio del importante rol que juega el lenguaje en la cognición.
Se puede llegar a una conclusión semejante a partir de la esfera social: una feminista
preocupada por el lenguaje sexista; el cuidado en la elección de las palabras por parte de un
diplomático, los esfuerzos que ponen las figuras públicas en la publicidad y la propaganda; y la
tendencia general al empleo de eufemismos. Es fácil encontrar muchos ejemplos de este tipo de
comportamientos que muestran que el modo en que describimos una situación en términos
lingüísticos tiene efectos cognitivos muy poderosos que pueden también determinar nuestras
reacciones emocionales y evaluaciones. La siguiente anécdota provee un ejemplo: una mujer le
dice a otra: “Agradezco a Dios por la palabra ‘muffin’. De otro modo, todas las mañanas comería
tortas en el desayuno” Efectos similares del lenguaje nos han llevado a considerar algunas palabras
tabú y por tanto, a prohibidas por algunos momentos de la historia: incluyendo sociedades
democráticas desarrolladas y asociaciones académicas (Chamizo, 2009). Por poner un ejemplo
simple: la Asociación Sociológica Británica (The British Sociological Association) en sus
“lineamientos generales para el lenguaje anti-sexista” (Abril 2004), censuró algunas palabras como
“diseminar” y “seminal”.
Por supuesto, estos ejemplos (no) equivalen a demostraciones de los enfoques lingüísticos
constitutivistas.1 Pero ellos promovieron el interés en los roles cognitivos del lenguaje. Por lo tanto,
después de un período de mala reputación, el interés por la pregunta sobre la relación entre el
lenguaje y el pensamiento fue paulatinamente retomado y hoy puede decirse que el enfoque
cognitivo del lenguaje esta en boga, activo y repleto de vida. No es fácil detectar el estímulo, si es
que hubo uno, que llevó a tal cambio de los engranajes intelectuales. Diferentes disciplinas se han
visto implicadas en esto: la psicología del desarrollo, cultural y comparativa; la antropología
cognitiva, lingüística y evolutiva; la lingüística cognitiva; y la filosofía de la mente y del lenguaje.
Puntos cruciales en este resurgimiento fueron producto de libros colectivos como: Gumperz y
Levinson (1996) y Gentner y Goldin-Meadow (2000) que consiguieron poner la discusión sobre
cimientos metodológicos firmes, reestructurando los enfoques teóricos. Esta tendencia ha dado
lugar a una vasta investigación en las últimas décadas la cual merece ser revisada y sintetizada, tal
como nosotros trataremos de hacerlo en este trabajo. Fueron desarrollados nuevos enfoques, nuevos
paradigmas experimentales, estándares más sofisticados de evidencia, y nuevos modos de concebir
la relación, por lo que, sin lugar a dudas, podemos afirmar que el debate ha adquirido una nueva
dimensión.
En contra de la abundante evidencia acumulada en los últimos años, los críticos del enfoque
cognitivo del lenguaje tienden a reaccionar de un modo paradójico: ellos sostienen que los efectos
demostrados empíricamente son triviales y, asimismo, que estos últimos, en realidad, no apoyan un
rol cognitivo para el lenguaje. Si estos efectos en verdad fueran triviales, ¡entonces el papel del
lenguaje no sería siquiera relevante para la discusión! Pero, a la vez, si ellos fueran realmente
triviales, no hubiera sido necesario poner tanto esfuerzo en el control experimental para
demostrarlos, en primer lugar. En otras palabras, un prerrequisito para unirse a este debate es
mostrar un debido respeto por la evidencia empírica, tan minuciosamente acumulada. Obtenerla
requirió ingenio en el diseño experimental y en la aplicación de nuevas técnicas sofisticadas,
investigaciones interculturales y comparativas, y proyectos a largo plazo. Si conseguimos tal
consideración, la verdadera cuestión, entonces, es quién logra explicar más: cuál teoría provee el
mejor modo de dar cuenta de los efectos empíricos descubiertos. Es por esto que la arquitectura de
la cognición ocupa un lugar central: es la fuente de los conceptos explicativos, los procesos básicos,
y los niveles de organización cognitiva y de representación mental. Pero el problema es que no

1
Nota del traductor: se añade el “no” para dar coherencia al texto, asumiendo que falta en el original por un
error de tipeo.
disponemos de una única arquitectura cognitiva, universalmente acordada, que pueda jugar el rol de
piedra de toque. Así, la evidencia empírica en esta área –como en cualquier otra– puede arrojar
dudas sobre los supuestos previos con respecto a la arquitectura cognitiva. Una explicación
coherente requiere un tipo de equilibrio cognitivo que impulse argumentos en ambos sentidos.
Es por esta coherencia, que un enfoque adecuado sobre la influencia cognitiva del lenguaje
en el pensamiento humano también involucra una discusión sobre la arquitectura cognitiva. A este
respecto, en el capítulo final argumentaremos a favor de una teoría dual del pensamiento como el
mejor modo de acomodar la evidencia empírica. Este enfoque coloca en primer plano la hipótesis de
que las mentes verbales son especiales porque son verbales, y que el lenguaje es lo que hace
especial a la cognición humana: flexible, autoconsciente, lenta y sistemática. El enfoque sobre la
“dualidad de la mente” acuerda, por supuesto, con la idea de que el lenguaje tiene relación con lo
que hace que las mentes sean duales. Las teorías duales se comprometen con un enfoque de la
cognición “básica” como siendo independiente del lenguaje, dando así cuenta del pensamiento no-
verbal y de los procesos de adquisición del lenguaje, al mismo tiempo que manteniéndose
compatible con la hipótesis de que el pensamiento de nivel superior tiene lugar con el lenguaje. Yo
propondré una versión consistente con una ciencia cognitiva corporizada (Calvo & Gomila, 2008).
La geografía lógica de la explicación cognitiva que esta proporciona, pese a que no alcanza a
conformar un paradigma unificado (Calvo & Gomila, 2008), provee una articulación más simple del
lenguaje como una fuerza organizativa de la cognición humana. En este trabajo, sin embargo,
eludiré la discusión directa sobre el nivel básico de la cognición. En particular, daré por supuesto
que hablar sobre representaciones mentales no prejuzga el resultado del debate, asumiendo que la
ciencia cognitiva post-cognitivista también necesitará respetar la postulación de procesos offline,
mediados por estados internos. Sin embargo, argumentaré que un “lenguaje del pensamiento”, como
un medio representacional que permite dar cuenta de la sistematicidad y productividad de la
cognición de alto nivel no es algo básico, sino parasitario del lenguaje natural (Gomila, 2008,
2010a).
Por supuesto que en la tradición asociada con Whorf también existe una tendencia que se
focaliza en las diferencias entre los grupos humanos y encuentra en el lenguaje un elemento crucial
para dar cuenta de estas diferencias. Mientras que nosotros también prestaremos atención a los
efectos cognitivos de hablar un lenguaje versus hablar otro, nuestro énfasis estará en los efectos de
“ser verbal” versus no ser verbal, como un aspecto crucial para dar cuenta de una comprensión
cabal de la “mente verbal” y de su arquitectura. Las diferencias lingüísticas, aunque son
importantes, no parecen ser un factor divisor entre las mentes humanas como el Romanticismo del
siglo XIX afirmaba, en reacción a la postura de la Ilustración que tenía una concepción jerárquica
de las diferencias humanas y defendía la supremacía Occidental. Sin embargo, mucho trabajo se ha
centrado en este aspecto. Para etiquetar estas áreas de investigación, yo seguiré el modo propuesto
por Gentner & Goldin-Meadow : “el lenguaje como lente”, para los efectos de hablar un lenguaje
vs. hablar otro, y “el lenguaje como una caja de herramientas” para la configuración de los efectos
del lenguaje en el pensamiento (Gentner & Goldin-Meadow, 2003). El primer enfoque busca
diferencias cognitivas debidas a diferencias lingüísticas mientras que el último busca los excedentes
cognitivos producidos por el lenguaje.
Nuestro proyecto, entonces, puede ser visto como “una defensa del lenguaje en la cognición
humana”. Exactamente qué rol, será algo que propondremos como conclusión de nuestro análisis, y
dependerá en la evidencia revisada. Los principales rivales dialécticos, no obstante, serán aquellos
enfoques de la cognición humana que se oponen a la posibilidad de tal influencia y que tienden a
concebir al lenguaje como periférico a la mente, como un módulo “extra” que nosotros podemos
tener sin ninguna consecuencia notable para el modo en que el resto de los supuestos módulos
mentales funcionan. En su versión más extrema, este enfoque afirma que es imposible que el
lenguaje juegue rol cognitivo alguno: una atrevida afirmación que nosotros discutiremos desde el
comienzo.
Nuestro propósito en esta monografía por tanto será triple: (a) analizar los diferentes modos
en que fue concebida la relación entre el lenguaje y la cognición, (b) revisar la evidencia acumulada
en los últimos años sobre esta relación y (c) concluir cuál de las múltiples formas de concebir la
relación explica mejor los hechos. Puedo anticipar desde el comienzo que la posición que defiendo
no será una concepción extrema o radical, sino que articulará cómo el lenguaje hace posible algunas
propiedades notables de la cognición humana. Adicionalmente, dada la interdisciplinariedad del
proyecto, también se prestará especial atención a los problemas metodológicos: cuál es el tipo de
información requerida en estas materias y cómo podemos mejorar la que ya tenemos disponible.
2
Preparando el terreno
Antes de pasar a considerar cuál sea la relación entre el lenguaje y el pensamiento, se
requiere un movimiento dialéctico previo: poner en duda los argumentos “en principio” que
excluyen la posibilidad misma de una concepción cognitiva del lenguaje. Estos argumentos están
basados en una visión de la arquitectura de la mente que concibe al lenguaje como un conjunto de
módulos adicionales, añadidos a un sistema cognitivo ya modular, que opera en un medio de
representación de formato lingüístico: el "lenguaje del pensamiento" (Fodor, 1975, 1983; Shallice,
1988; Smith & Tsimpli, 1995). Existen dos versiones principales de este enfoque. El primero es el
"innatismo racionalista" de Fodor, que propone un lenguaje innato de pensamiento y una
arquitectura cognitiva de los módulos de entrada / salida, además de un sistema central holístico
para el cuál fracasa el enfoque cognitivo-computacional (Fodor, 2001a, 2008). El segundo es el
enfoque de "modularidad masiva", que comparte el punto de vista computacional de los procesos
mentales, pero espera bloquear el holismo de los procesos cognitivos centrales, dividiéndolos en
una serie de módulos cognitivos computacionalmente manejables (Barkow, Cosmides y Tooby,
1990; Carruthers, 2006; Pinker, 1997; Samuels, 2000; Sperber, 1996), a costa de volver más laxa la
noción de "módulo" que pasará a significar poco más que un sistema de dominio específico.
Ambos están de acuerdo en que los sistemas conceptuales primitivos no se pueden aprender, pero
mientras Fodor sostiene que la mayoría de los conceptos son primitivos, y por lo tanto innatos
(Fodor, 1975; 2008), Pinker cree que el conjunto de primitivos es más pequeño y que la mayoría de
los conceptos se estructuran a partir de este conjunto primitivo (Pinker, 2007).
De acuerdo con este planteamiento general, el lenguaje se concibe como "periférico" a la
mente, a partir de la cual puede ser "desacoplado." Su emergencia evolutiva -de acuerdo a este
enfoque- no ha tenido ningún efecto en el resto de nuestras capacidades cognitivas. Este enfoque se
compromete con la idea de que nuestros pensamientos serían los mismos, incluso si no fuéramos
seres lingüísticos. El lenguaje es simplemente un medio de expresar- de comunicar- estos
pensamientos independientes del lenguaje. En palabras de Fodor: "El Inglés hereda su semántica de
los contenidos de las creencias, deseos, intenciones, etc., que expresa, como ocurre para Grice y sus
seguidores. O, si lo prefieren (como creo que, a fin de cuentas, lo hago), el Inglés no tiene la
semántica "(Fodor, 1998, p. 13). O en palabras de Jackendoff: "Los términos estructura semántica y
estructura conceptual denotan el mismo nivel de representación" (Jackendoff, 1983, p. 24). La
semántica del lenguaje depende de los contenidos conceptuales especificados por el lenguaje del
pensamiento, que este simplemente refleja.
Sin embargo, la concepción comunicativa del lenguaje resulta demasiado simplista cuando
se presta atención a los requisitos cognitivos y a los efectos de la comunicación. Varios fenómenos
bien conocidos, tales como: la categorización básica, la adquisición de conceptos a través del
lenguaje, las implicaturas conversacionales y el conocimiento mutuo en la comprensión pragmática,
las atribuciones intencionales, y los efectos de la percepción y la memoria de las descripciones
verbales, arrojan dudas sobre el supuesto de una isomorfía semántico-conceptual. Las dificultades
se hacen más claras cuando se plantea la cuestión de la interfaz entre el pensamiento y el lenguaje.
Mientras las expresiones de los lenguajes naturales dependen del contexto para transmitir una
proposición, y por lo tanto no son perfectamente composicionales, se supone que las expresiones
del lenguaje de pensamiento son perfectamente composicionales y libres de contexto. El
reconocimiento de esta complejidad pragmática crea dificultades para la concepción de lenguaje de
pensamiento, pues se pone en duda el principal argumento para la existencia de un vehículo
lingüístico de representación interna: el supuesto isomorfismo entre las oraciones del lenguaje
natural y los contenidos proposicionales.
Tales suposiciones acerca de la arquitectura cognitiva se utilizan al servicio de argumentos
que aparentemente hacen que sea "imposible" que el lenguaje tenga un papel formador del
pensamiento humano, mediante una serie de argumentos que se basan en estos supuestos generales.
En este capítulo, voy a poner primero en cuestión la mirada comunicativa del lenguaje y la idea de
un lenguaje del pensamiento como el vehículo para el contenido de nuestros pensamientos. En la
segunda sección, vamos a revisar y discutir una presentación antológica de una serie de argumentos
en contra de la idea de la influencia del lenguaje sobre el pensamiento (Pinker, 1994). En el tercero,
vamos a discutir el punto de vista de la modularidad masiva de la arquitectura cognitiva. Una vez
hecho esto, será posible realizar una correcta evaluación de la evidencia empírica.

2.1 Contra el lenguaje como una periferia para la mente


Una visión en la cual el lenguaje es periférico a la mente restringe al lenguaje a una
dimensión puramente comunicativa, separándolo de la arquitectura cognitiva de la mente. Tal
concepción conlleva una mirada exclusivamente comunicativa del lenguaje, como un conjunto de
módulos mentales que convierten patrones de sonido en contenidos proposicionales, y a los
contenidos proposicionales del pensamiento – el resultado de procesos cognitivos independientes
del lenguaje— en patrones de sonido. De acuerdo con esta concepción general, los módulos
lingüísticos son módulos de input-output, "perifericos" a la mente y desacoplados del
funcionamiento de esta última. El pensamiento avanza con independencia de los procesos
lingüísticos –que son pensados como cognitivamente inertes más allá de sus propios outputs-
constituyendo un sistema pragmático conceptual. La propuesta de Fodor, de hecho, considera al
lenguaje como un componente adicional de la mente, un conjunto de módulos que, de hecho, amplía
sus capacidades, pero que no modifica la arquitectura del sistema. El lenguaje es un grupo de
componentes dedicados a producir y analizar expresiones del lenguaje natural (Chomsky, 1988;
Levelt, 1989; Pinker, 1994) que pueden ser activados, o no, sin promover efectos ulteriores sobre
otros procesos mentales. A su vez, el enfoque de la modularidad masiva va aún más allá, por
considerar que también el pensamiento puede llevarse a cabo modularmente.
Esta visión del lenguaje como periférico, fue la corriente principal en la psicología
cognitiva durante el apogeo del cognitivismo: La doctrina de que los procesos mentales son
computacionales, que los procesos operan sobre las representaciones proposicionales de un
"lenguaje del pensamiento": un medio de representación simbólico y similar a un lenguaje. Se
pensaba que tal medio de representación era previo e independiente del lenguaje, y que constituía,
de hecho, la base del significado lingüístico: los términos léxicos obtienen sus significados al
quedar asociados con el correspondiente símbolo mental o conceptual. Los conceptos vienen
primero; el lenguaje viene después y aprovecha esta arquitectura cognitiva básica. Dado el
acoplamiento de la semántica del lenguaje a los conceptos y, además, la creencia de que la
estructura conceptual humana tiene un núcleo común universal e innato que atraviesa las diferencias
culturales, se sigue que la estructura semántica también debería tener un núcleo común universal a
todas las culturas.
¿Hay alguna razón para aceptar tal punto de vista? Hay dos argumentos principales a favor
del enfoque "lenguaje del pensamiento". El primero se basa en el isomorfismo de los vehículos
representacionales de los pensamientos con el lenguaje natural: los lenguajes naturales son
sistemáticos y productivo, y estas propiedades se deben a la semántica composicional del lenguaje.
Por lo tanto, se supone que un lenguaje del pensamiento, que también se piensa que exhibe tal
sistematicidad y composicionalidad, ha de requerir una estructura conceptual composicional
correspondiente (Fodor, 1975, 1987, 2008). Sin embargo, cuando se toma en cuenta la dependencia
contextual del lenguaje natural (tal como aparece ejemplificada en la indexicalidad en general, la
polisemia, la ambigüedad de las oraciones, entre muchos otros fenómenos, todos los cuales
requieren de un contexto para expresar una propuesta), el argumento se convierte en problemático
porque muestra que la mejor explicación de la sistematicidad y la productividad de lenguaje natural
no se logra apelando a una semántica de composicional Entonces ¿por qué deberías ser este el caso
con respecto al lenguaje del pensamiento (Vicente Martínez y Manrique, 2005)? Aunque Fodor
mismo ha reconocido eventualmente que el lenguaje natural no tiene una semántica composicional
(Fodor, 2001 b) el no parece tomar en cuenta las consecuencias ulteriores que tiene este hecho con
respecto a su hipótesis del lenguaje del pensamiento. Él todavía se adhiere a la idea logicista de un
lenguaje del pensamiento como la forma canónica para expresar el contenido proposicional, pero
esta es una idea relacionada con la semántica de Frege, más que con la arquitectura cognitiva. Tal
como discutiremos en relación al argumento de Pinker, no hay ninguna contradicción en la idea de
una “psico-pragmática”, esto es, en la posibilidad de la dependencia contextual de las
representaciones mentales (que no debe confundirse con los contenidos mentales).
El segundo argumento es que el aprendizaje conceptual es imposible (Fodor, 1975, 1998,
2008), por lo que las unidades conceptuales no estructuradas del lenguaje del pensamiento son
consideradas innatas. Teniendo en cuenta que el aprendizaje de un concepto es entendido
exclusivamente en términos de formación y testeo de hipótesis, se supone que un amplio repertorio
conceptual original ha de estar disponible desde el principio para que podamos comenzar a formar
hipótesis significativas en el primer lugar. Sin embargo, el hecho bien establecido de que los
conceptos que uno "activa" corresponden a los significados del lenguaje propio, implica que el
lenguaje de pensamiento tendrá que incluir todos los conceptos "simples" expresables en el lenguaje
natural significativo. Dado que el criterio de "simplicidad" es léxico, es decir, un concepto es simple
si está lexicalizado, sí hay una sola palabra para expresarlo, Fodor se compromete con la idea que el
lenguaje del pensamiento tiene que incluir tantos conceptos como diferentes morfemas haya en
cualquier del lenguaje natural posible (Fodor, 1998, p. 42 pies. 2). A fortiori, está comprometido
con la idea que el lenguaje que uno habla es la mejor guía para saber qué conceptos, de todos los
innatamente disponibles, se activarán: una visión que no está no muy alejada, en último término, de
la del propio Whorf.
En resumen, por tanto, los argumentos de Fodor a favor de un lenguaje de pensamiento son
problemáticos, y en consecuencia, no son suficientes para deslegitimar la posibilidad de que el
lenguaje desempeñe un papel central en la conformación de propio repertorio conceptual. De hecho,
el programa está perdiendo impulso en la ciencia cognitiva (Gomila, 2010a). Nótese, además, que la
idea misma de un lenguaje del pensamiento, como distinto del lenguaje natural, no supone una
prioridad del pensamiento por sobre el lenguaje, a no ser por el argumento lógico de que los
conceptos no pueden ser aprendidos. Pero si los conceptos se adquieren a través del uso del
lenguaje, entonces el lenguaje del pensamiento podría concebirse como derivado del lenguaje, en
lugar de al revés. Lo que se asume aquí es la concepción comunicativa del lenguaje, que ve al
lenguaje como expresión del pensamiento. El lenguaje del pensamiento de Fodor, por lo tanto, es
sólo una manera de desarrollar este enfoque comunicativo general: no es la única manera. Pero la
visión general también es problemática. En particular, no es obvio que a todas las proferencias
lingüísticas se vean precedidas por una intención comunicativa que transmite su contenido a esas
proferencias. Algunas proferencias lingüísticas son automáticas o institucionalizadas; en algunos
casos no sabemos exactamente lo que queremos decir hasta que empezamos a hablar. También
podemos darnos cuenta de lo que queríamos decir después de haber hablado. De hecho, la mayor
parte de nuestro discurso no está preparado intencionadamente, sino que es más bien de carácter no
deliberado y surge de la improvisación en el contexto.
Estos casos intuitivos nos llevan a ponen en duda una idea general de la comunicación
lingüística como el medio por el cual los hablantes transmiten el contenido de sus pensamientos a su
audiencia. Este es probablemente el supuesto profundo que lleva que nos resistamos a aceptar la
idea de que el lenguaje puede jugar un papel cognitivo (Gauker, 1992). En la articulación griceana
estándar de esta imagen, se supone que uno empieza con un contenido proposicional que de algún
modo está lingüísticamente codificado para ser transmitido. Sobre la base de esas palabras, se
supone que el público ha de percatarse de que el orador tenía la intención de transmitir ese
contenido proposicional. Esto se ve posibilitado por un entendimiento común del código lingüístico
sumado a una inferencia intencional. Pero, ciertamente, este es un modo complicado de proceder: la
audiencia podría estar sencillamente tratando de captar el significado de la expresión lingüística, en
lugar de tratar de apresar el contenido del pensamiento que se supone que el hablante debe
transmitir. Además, se podría decir que el hablante expresa un significado por su elección de
palabras, en lugar de esperar que la audiencia reconozca su intención sobre la base de la
comprensión del significado de las palabras que dijo.
Grice utiliza este enfoque enrevesado consistente en explicar el significado en términos de
la intención y el reconocimiento de las intenciones (Grice 1957, 1975). La teoría intencionalista de
Grice puede ser útil para la reconstrucción racional del significado, pero sobre-intelectualiza el
habla. En la práctica, hablar se asemeja más a tocar el piano, o a esquiar, que a la resolución de
problemas proposicionales: ciertas secuencias complejas de movimientos intencionales que siguen
reglas se activan en el contexto, a través de la práctica, al margen de los cálculos estratégicos o de
los razonamientos medios-fines. La comprensión lingüística está guiada por consideraciones
contextuales, en lugar de estar guiada por atribuciones intencionales (o por lo que fue significado
por el hablante), tanto en lo que respecta al alcance de los cuantificadores, la referencia
demostrativa y la referencia de los nombres propios. Las críticas a la teoría de Grice señalan que los
contenidos del pensamiento son adquiridos y explicados a través de dominio del uso de las palabras,
lo que socava la prioridad del pensamiento sobre el lenguaje. En particular, como ha sido discutido
por el externalismo social del significado (Burge, 1979), el contenido de los pensamientos depende
de las prácticas lingüísticas, de la comunidad lingüística de los pensadores. Por lo tanto, el
contenido del pensamiento no puede ser lógica, ni psicológicamente anterior al significado
lingüístico, como sostiene la concepción comunicativa del lenguaje.
Está claro, entonces, que si se da por sentado el punto de vista de la comunicación
lingüística, no hay espacio disponible para atribuir un papel cognitivo al lenguaje.
Desafortunadamente para tal punto de vista, como ya se comentó, no hay una caracterización
independiente de tales pensamientos, aparte de su expresión lingüística. Algunas otras formas de
pensamiento - tales como la visual o la imaginista - no son compartibles por la vía de la
comunicación, pero tampoco encajan fácilmente con los vehículos representacionales del lenguaje
del pensamiento. Una vez más, una explicación parsimoniosa de la relación entre el lenguaje y el
pensamiento proposicional es que el último depende del primero: la significatividad del
pensamiento se comprende mejor en términos de la significatividad de las palabras dichas.

2.2 Resistiendo los argumentos “en principio” en contra de la influencia


del lenguaje sobre el pensamiento

En el capítulo 3 de “El instinto del lenguaje” (Pinker, 1994) Stephen Pinker reune todos los
argumentos que se han dado en contra de la idea del rol cognitivo del lenguaje (Fodor, 1975).
Curiosamente, él ve como problemática la idea de que el lenguaje natural es el medio del
pensamiento, la cual es sólo una de las formas de articular una concepción cognitiva del lenguaje.
No es tan claro que Whorf haya subscripto plenamente a esta idea –aunque alguna evidencia textual
sugiere que sí lo hizo— ni es claro que este sea un ingrediente necesario del relativismo lingüístico.
Si se puede demostrar que los argumentos de Pinker son débiles, a pesar de apuntar a tal versión
extrema del enfoque cognitivo del lenguaje, el enfoque cognitivo del lenguaje se convierte en una
propuesta legítima. Esto es especialmente importante, dado que sus argumentos han sido ensayados
luego – en una forma u otra— por otros oponentes a un rol cognitivo del lenguaje. Recientemente,
en “The Stuff of Thought,” Pinker (2007) critica nuevamente al relativismo whorfiano, pero esta
vez su objetivo es únicamente el determinismo lingüístico, y su tono es mucho menos desdeñoso.
Pinker afirma que la evidencia reciente (que revisaremos en los próximos dos capítulos) no alcanza
para probar que la versión más fuerte del determinismo lingüístico sea verdadera; él no está
interesado en distinguir versiones más débiles, u otras formas en las que el se haya demostrado que
el lenguaje influye en el pensamiento. La razón, a mi juicio, se debe a que él está en las garras del la
concepción modularista del “lenguaje como periférico” que acabamos de esbozar. Una vez que las
deficiencias de este punto de vista se hacen evidentes, el terreno está preparado para una evaluación
justa de la evidencia.

Uno de los argumentos centrales en contra de una perspectiva cognitiva del lenguaje
concierne a la posibilidad de que existan pensadores no lingüísticos. Se dice que los animales, así
como los niños pre-lingüísticos y las personas sordas no lingüísticas, pueden pensar pero carecen de
un lenguaje natural. Por lo tanto, no se requiere del lenguaje para pensar. Todo lo que se requiere es
un lenguaje de pensamiento en el cual pensar.

Hay varios aspectos de esta idea que merecen comentario. Por un lado, la conclusión es un
non sequitur, a menos que pueda establecerse que los procesos de pensamiento de tales criaturas no
lingüísticas exhiben las mismas características estructurales del pensamiento proposicional humano.
En otras palabras: ¿es cierto que los procesos de pensamiento de tales criaturas exhiben el mismo
tipo de sistematicidad y productividad que exhiben nuestros propios procesos de pensamiento? El
problema es que todos los ejemplos de sistematicidad y de productividad en el pensamiento resultan
ser ejemplos lingüísticos (Fodor, 1987). Por otro lado, se ha demostrado que la atribución de
contenido a sistemas cognitivos no verbales resulta indeterminada cada vez que va más allá de
contenidos imaginísticos basados en la percepción (Bermúdez, 2003). Por lo tanto, es más fácil
concluir que estas propiedades estructurales del pensamiento humano se heredan de la recursividad
y de la composicionalidad del lenguaje, que modifica la arquitectura cognitiva básica para hacerla
discreta conceptualmente y estructurada proposicionalmente. Esta distinción entre dos clases de
pensamientos también es coherente con las teorías duales de pensamiento, incluso con las que se
aplican a los seres lingüísticos. Esto no es decir – como ya se ha comentado— que el lenguaje
natural es el medio representacional del pensamiento. Bien puede ser el caso de que nuestro
lenguaje de pensamiento, sistemático y productivo, en lugar de ser innato de alguna manera esté
derivado de la adquisición del lenguaje, que de este modo transforma una habilidad representacional
más simple, icónica o esquemática.
En este punto, que los pensamientos humanos sean estructuralmente diferentes de los de las
criaturas no verbales, es todo lo que se necesita para resistir a la batería de argumentos intuitivos
que Pinker enumera en contra de la idea de que pensamos en lenguaje natural:

a. la experiencia común de darse cuenta de que lo que dijimos no expresa adecuadamente lo


que queríamos decir;
b. el hecho de que recordemos la esencia de una idea, no las palabras literales con las que la
oímos expresada;
c. la posibilidad de nuevos términos para nuevas ideas;
d. el hecho de que el lenguaje se aprende;
e. el hecho de que podemos traducir de un idioma a otro.

Todos estos ejemplos ponen en cuestión la visión estricta que sostiene que el lenguaje
natural es el medio por el que pensamos, porque todos ellos señalan la posibilidad de distinguir
entre el nivel del lenguaje y el nivel conceptual; en la expresión y comprensión, en la innovación
léxica, y en la adquisición y la traducción. Por lo tanto, Pinker concluye que el pensamiento no
puede ser lenguaje-dependiente. Sin embargo, la conclusión correcta que se sigue de estos ejemplos
es que todo el pensamiento no puede ser “completamente” lenguaje-dependiente, pero ninguno de
los casos es suficiente para rechazar una influencia parcial. Por otro lado, no es una tarea sencilla
señalar un tipo de pensamiento independientemente del lenguaje, como los argumentos dan por
sentado. De hecho, también es una experiencia común no tener una idea clara de lo que se quiere
expresar antes de comenzar a expresarlo: hablar ayuda a clarificar nuestros pensamientos. Por otra
parte, revisaremos la evidencia de bilingües que poseen una semántica relativa al lenguaje, en lugar
de un nivel conceptual unificado de representación: podría ser el caso de que dos formas de
representación mental basadas en el lenguaje puedan ser reemplazadas y comparadas. La misma
idea se aplica a la traducción. Adicionalmente, el hecho de que el lenguaje se aprende no excluye la
posibilidad de que, una vez aprendido, este puede facilitar los procesos de pensamiento. La
posibilidad del desarrollo de nuevos términos no demuestra que la conceptualización tiene que ser
anterior al etiquetado para todo el mundo; por lo contrario, la novedad se extiende en la comunidad
lingüística por la obtención del nuevo concepto a partir del significado lingüístico.

Nuevamente, lo que sesga la discusión de Pinker es la suposición de que únicamente el


lenguaje expresa el pensamiento. En otras palabras, todos estos argumentos no prueban que
pensamos en un lenguaje natural/modular del pensamiento (de aquí en adelante, LOT). Los
argumentos son perfectamente compatibles con que el nivel conceptual de pensamiento se base en
el nivel semántico del significado, lo cual es consistente con la adquisición lingüística de la mayoría
de los conceptos. Este punto puede ser más claro considerando una analogía. Es posible presentar
un argumento pinkeriano diciendo que un atlas no puede ser nuestro sistema de representación para
la posiciones espaciales, porque podríamos hacer mal uso de él, o porque podríamos también usar
diferentes sistemas proyectivos, o porque alguna característica en el atlas podría ser ambigua o
inespecífica. No se sigue de esto, como Pinker afirma en relación con el lenguaje y el LOT, que
nuestra representación inicial del espacio compartirá las mismas propiedades que las de un atlas
(con apropiados meridianos y paralelos) – en tanto la perspectiva de Pinker requiere la proyección
de la sistematicidad y la productividad del lenguaje en el LOT—, pues bien puede ser el caso de que
nuestro sistema inicial sea más simple (que sea egocéntrico, basado en vectores y que tome al
sujeto como centro de referencia) y que aprendiendo a utilizar un atlas desarrollemos una
comprensión alocéntrica del espacio. Incluso, si ese fuera el caso, sería aún cierto que nosotros no
pensamos en el espacio "en un atlas", pero tendría sentido decir que hemos "interiorizado" la
representación espacial de la forma de atlas. Mutatis mutandis, se podría pensar proposicionalmente
porque tenemos internalizado un medio lingüístico de representación conceptual.

Pinker apela, además, a uno de los argumentos clásicos que impulso la perspectiva del
lenguaje como expresión del pensamiento, originado a fines del siglo XIX en el logicismo. Se
postula que el lenguaje “disfraza” o “confunde” el pensamiento, dado que sus términos son
ambiguos, no explícitos, polisémicos y vagos, mientras que los pensamientos –por definición—
tienen contenidos perfectamente determinados, una semántica composicional y una co-
referencialidad transparente, de modo que las relaciones lógicas de preservación de verdad pueden
aplicarse a ellos. Tal punto de vista acerca de la relación entre pensamiento y lenguaje incita a otro
argumento en contra de la posibilidad de que el lenguaje natural tenga influya sobre el pensamiento,
derivado del hecho de que las oraciones lingüísticas requieren de un contexto pragmático para ser
capaces de expresar un contenido determinado: el argumento de la indeterminación (Martinez &
Vicente, 2005). Ya hemos observado la dificultad de este no-isomorfismo que crea la posición del
lenguaje de pensamiento. Sin embargo, Pinker se centra en él para afirmar que el lenguaje natural
no puede ser el medio por el que pensamos, porque exhibe una serie de características que implican
la indeterminación semántica: la ambigüedad, la falta de claridad, la opacidad referencial, la deixis,
y los sinónimos, mientras que se supone que las oraciones del lenguaje del pensamiento son
perfectamente determinadas (por su composición semántica) y referencialmente transparentes. Estas
características están conectadas a la contribución característica del contexto en la comunicación
lingüística, la cual se asume que no ocurre en el pensamiento, dada la concepción logicista fregeana
del pensamiento como contenido proposicional. Mientras que el argumento de Pinker se enmarca en
una versión del funcionalismo de máquina de Turing, el mismo punto puede formularse en términos
de un lenguaje fodoriano del pensamiento (Fodor, 2001): el vehículo de los pensamientos necesita
tener sólo un contenido definido ya que ellos no tienen interpretación ulterior.

Notemos, en primer lugar, que dicho argumento se basa, irónicamente, en la ambigüedad de


la palabra "pensamiento". Mientras Frege fue claro en que él estaba interesado en los pensamientos
como entidades abstractas platónicas, que pueden ser compartidas por diferentes pensadores, es
decir, contenidos proposicionales con condición de verdad, “pensamiento” significa, además, un
estado componente de un proceso de pensamiento (y en este sentido, en particular, un elemento
particular del flujo de pensamiento de un pensador particular). No hay una razón clara, sin embargo,
de porqué un estado particular de pensamiento debe expresar un pensamiento claro y perfectamente
determinado, como contenido proposicional. Es esto último lo que se supone que debe estar
completamente determinado, desde el punto de vista logicista. En tal perspectiva, es perfectamente
posible que un pensador pueda no ser consciente de la precisión del “pensamiento como contenido”
de su “pensamiento como estado mental particular”, tal como es posible tener pensamientos
confusos y vagos en lugar de “ideas claras y distintas” para ponerlo en términos cartesianos. Para
esta noción tradicional de idea, existe la misma dualidad entre contenido abstracto y particular
mental (vd. Gomila, 1996). Pero una vez que tales significados se distinguen, el argumento falla
porque se basa sobre un equívoco entre ellos. Pues simplemente no es verdad que los “pensamientos
como particulares” están siempre determinados con precisión; o en la jerga técnica: que tengan
condiciones de verdad definidas. Los contenidos de los pensamientos involucrados en nuestros
procesos de pensamiento pueden ser tan imprecisos y ambiguos, y contextualmente dependientes,
como pueden serlo nuestras expresiones lingüísticas. Esto no es sorprendente, dado que el lenguaje
es nuestra forma canónica de expresar nuestros pensamientos. Ni siquiera Frege espera la
transparencia de expresiones coreferenciales en el pensamiento como contenidos abstractos.

Esto significa, por lo tanto, que los contenidos y los vehículos son confundidos en el
argumento que afirma que no pensamos en lenguaje natural porque sus oraciones son
indeterminadas, mientras los pensamientos no lo son: los pensamientos, entendido como estados
mentales, pueden ser tan indeterminados como las oraciones; sólo los pensamientos como
contenidos abstractos necesitan ser determinados. En otras palabras, es posible que un pensamiento
(un estado mental particular) no exprese un pensamiento (un contenido determinado
completamente). No hay razón por la cual los vehículos del pensamiento deban tener contenidos
completamente explícitos y determinados, careciendo de elementos deícticos y expresiones
sinónimas. Como cuestión de hecho, el proyecto logicista trató de reglamentar el lenguaje natural
del pensamiento a través de la lógica formal, como una manera de hacer preciso el pensamiento, un
proyecto que implicaba el rechazo del psicologismo, la fundamentación de las relaciones de
contenido sobre contenidos abstractos, y la búsqueda de un " lenguaje perfecto "del pensamiento
(con un rigor y precisión similar al de las matemáticas). Pinker y compañía, a su vez, utilizan este
argumento logicista dentro de un enfoque psicológico, al interior de una teoría computacional de la
mente que basa los contenidos psicológicos en los estados mentales, y concibe a los procesos de
pensamiento como instanciando símbolos mentales e inferencias lógicas que se siguen de ellos.
Pero es preciso un gran salto de fe para asumir que tales procesos mentales, incluso si son
concebidos como computacionales, tienen lugar en un “lenguaje perfecto” (Eco, 1990): un lugar
donde los vehículos de representación de alguna manera logran revelar la realidad de la estructura al
capturar las categorías metafísicas más básicas que conforman sus articulaciones.
La única razón que Pinker puede ofrecer a favor de la idea de la determinación perfecta y la
transparencia referencial del pensamiento proviene de la versión del funcionalismo de la máquina
de Turing con la que está comprometido. En ésta versión, los procesos de pensamiento se
consideran transformaciones computacionales que preservan la verdad de las formulas lógicas. Sin
embargo, al computacionalismo sólo le concierne la sintaxis lógica, la cual opera sobre las
propiedades formales, independientemente del contenido (que tiene que ser interpretado de manera
independiente, relativa a una ontología); por lo tanto, este no logra establecer la determinación
semántica completa de tales fórmulas. Además, Turing considera que un sistema de comunicación
debe tener propiedades diferentes a un sistema de representación. Pero si bien esto puede ser cierto
desde el punto de vista del diseño óptimo, puede que no sea cierto respecto de los sistemas
evolutivos. Para que el argumento de Pinker funcione, él debe mostrar que hay una verdadera
diferencia entre lo que se puede decir y lo que se puede pensar, y hacer esto de un modo no-circular,
antes que basándose en ejemplos lingüísticos. El hecho de que el pensamiento pueda ser confuso,
dependiente del contexto y semánticamente indeterminado – al igual que el lenguaje— da apoyo, en
realidad, a la perspectiva cognitiva del lenguaje. Los argumentos de Pinker no prueban, pues, que
no pensemos en lenguaje natural. Ellos demuestran, en cambio, que el significado no es sólo una
cuestión de activación de símbolos en la cabeza: se requiere también un mundo compartido de
prácticas y comprensión común, como propuso el externalismo.
3
La relevancia del lenguaje para el pensamiento: un
continuo de posibilidades

Se han propuesto varias posiciones teóricas con el fin de dar cuenta de la influencia del
lenguaje sobre el pensamiento. Dejando de lado las concepciones puramente
comunicativo/expresivas del lenguaje, y las visiones constitutivistas extremas que vimos en el
capítulo anterior, todas estas posiciones comparten una visión cognitiva del lenguaje (Carruthers
1996). Cualquier concepción de este tipo sostiene que, en cierto modo, el lenguaje “da forma” a la
cognición humana. Hay desacuerdo entre ellas, sin embargo, con respecto a qué rol desempeña
exactamente el lenguaje y a cuán importante es para nuestra arquitectura cognitiva. Es posible hallar
una variedad de posiciones intermedias, dependiendo de qué tipo de relación entre lenguaje y
pensamiento se considere, y a cuántos y qué tipos de pensamientos se consideren vinculados al
lenguaje. Estás posiciones van desde las que sostienen que hay una influencia limitada del lenguaje
sobre algunos tipos de conceptos o procesos, hasta las que le otorgan una incidencia central, que
posibilita formas enteramente nuevas de pensamiento. Todas ellas difieren, por lo tanto, en sus
implicaciones para la arquitectura de la cognición. Por lo general, aunque estas evitan caer en un
modelo mecánico simplista de influencia, le prestan atención tanto a los componentes del lenguaje
como a los bucles de interacción.

Para facilitar el análisis, en este capítulo vamos a presentar de modo crítico las cinco
posiciones más relevantes: aquellas que han atraído mayor interés y mayor cantidad de defensores,
partiendo desde el siglo veinte y continuando hasta las propuestas contemporáneas. Pero haremos
esto con un interés sistemático, antes que exegético. Vamos a considerar las siguientes opciones
teóricas: el relativismo, la reestructuración cognitiva, el pensar para hablar, el lenguaje como una
interface modular y el lenguaje como andamiaje social. El relativismo se asocia con Whorf y la
reestructuración cognitiva con Vigotsky, como las dos propuestas clásicas del siglo veinte sobre qué
es lo que hace que las mentes verbales sean especiales. Las otras son visiones contemporáneas que
se han desarrollado como modos de evitar las exageraciones y los maximalismos, así como para
proveer una explicación compatible con los principios básicos de la ciencia cognitiva
contemporánea –un proyecto difícil, como se evidenció en el capítulo pasado. Pueden ser vistas
como un continuo de posiciones ordenadas desde aquellas que dan mayor al lenguaje hasta aquellas
que le dan una menor influencia, partiendo desde aquellos que ven al lenguaje como constitutivo del
pensamiento, hasta llegar a quienes lo consideran un facilitador de algunas posibilidades cognitivas
sobre otras. De manera acorde, también difieren en el rol que asignan al lenguaje adentro de la
arquitectura cognitiva. En los capítulos que siguen se va a revisar la evidencia que se ha reunido en
los años recientes, a partir de hipótesis inspiradas por estas distintas teorías, pero vamos a diferir la
discusión con respecto a qué visión obtiene mayor apoyo empírico hasta el capítulo final. También
sistematizaremos e integraremos los principales resultados y consideraremos si se puede reconocer
en ellos un patrón general de modo consistente.

3.1 Relativismo.
El relativismo lingüístico tiene sus raíces en el Romanticismo, entendido como reacción a
las actitudes de supremacía de los pensadores de la Ilustración, quienes perseguían la empresa de
establecer jerarquías entre los lenguajes con la finalidad de hallar el lenguaje “perfecto” (por lo
general, el lenguaje del autor). Los pensadores románticos, como Herder, veían a las personas como
entidades históricas inconmensurables, cuyas concepciones del mundo se habían condensado de
algún modo en sus respectivos lenguajes. En otras palabras, un lenguaje era visto como el
repositorio de la experiencia y sabiduría acumulada de algún conjunto de gente particular, que no
era ni mejor ni peor que cualquier otro. Se reconocía que todos los lenguajes, como todas las
personas, tenían iguales valores y derechos, en contraposición a las concepciones “progresistas” de
la ilustración. Estas concepciones, que seleccionaban al lenguaje nacional correspondiente como el
“lenguaje perfecto”, lo usaban como una justificación ideológica para las políticas hegemónicas de
la nación-estado y la imposición imperialista de los lenguajes europeos (Gomila & Comes 2011).

La actitud romántica encontró su justo lugar en el desarrollo de la antropología como


ciencia a fines del siglo XIX. Una área privilegiada de investigación en este respecto fue la
documentación de los lenguajes amerindios, a medida que sus hablantes iban siendo exterminados o
llevados a Reservas (Boas 1911, Sapir 1924). Al fusionarse con la visión tradicional sobre la
isomorfía de lenguaje y pensamiento, estos trabajos dieron lugar a la hipótesis del relativismo
lingüístico: lo que uno puede pensar está constreñido o moldeado por el lenguaje que uno habla. La
originalidad de Whorf (1956), en este sentido, yace en su modo particular de argumentar a favor de
esta visión y en su esfuerzo por proveer evidencia a favor de este enfoque, en lugar de tomarlo
como un postulado obvio de la antropología.

El razonamiento de Whorf pertenece a la tradición funcionalista americana. Siguiendo la


concepción de William James, Whorf describe el desarrollo infantil como el proceso de lograr que
nuestras mentes organicen en categorías la “estridente y frenética” confusión de la experiencia
sensorial. El lenguaje nos provee de un conjunto de categorías pre-hechas. Al aprender un lenguaje,
entonces, adquirimos un sistema categorial que nos permite dar sentido a nuestra experiencia,
organizándola antes que meramente rotulándola. Si diferentes lenguajes “recortan el mundo por sus
junturas”, los hablantes de diferentes lenguajes van a experimentar el mundo de modos diferentes.
Expresando este punto de modo anti-realista, como con frecuencia hacia Whorf, pasaran a
experimentar diferentes mundos. El lenguaje, desde este punto de vista, no es sólo una herramienta
comunicacional, sino también representacional. Así, por ejemplo:

“El lenguaje produce una organización de la experiencia. Nos inclinamos a pensar en el lenguaje
únicamente como una técnica de expresión y a no percatarnos de que el lenguaje es primariamente
una clasificación y un ordenamiento de la corriente de experiencia sensorial que resulta en cierto
orden del mundo…En otras palabras, el lenguaje hace de un modo más crudo, pero también más
amplio y más versátil, lo mismo que hace la ciencia” (Whorf , 1956, p. 71)

Es cierto que este argumento simplista no es suficientemente coherente: no aplica al


lenguaje mismo el punto general sobre la confusión sensorial. Se piensa que el lenguaje ha de
proveer un modo de estructurar la experiencia, como si él fuera una parte saliente de la misma, en
primer lugar. Pero es legítimo preguntar: ¿cómo logramos categorizar en primera instancia las
categorías lingüísticas? Además: ¿no hay acaso categorías comunes a todos los lenguajes? Whorf
dijo que los patrones automáticos de categorización implícitos en cada lenguaje permanecen en el
trasfondo, afectando nuestros modos básicos de pensamiento, mientras daba por sentado la
diversidad cultural humana (entendida como modos distintos de pensar). En este sentido, Whorf
puede ser considerado un lingüista cognitivo “avant la lettre”: el lenguaje es visto como un
repositorio de maneras de clasificar y seleccionar aspectos de la experiencia. Whorf está interesado
en aquellos aspectos de nuestra experiencia que están formalizados en algún lenguaje, ya sea por
estar lexicalizados o gramaticalizados, como el aspecto plural o verbal. Dada la naturaleza de
trasfondo de estos rasgos para los hablantes monolinguistas de cada lenguaje, estos patrones sólo
pueden hacerse explícitos por comparación con diferentes lenguajes, en el contexto de sus
diferentes prácticas e instituciones culturales. Las diferencias entre lenguajes son tomadas por
Whorf como algo evidente, junto a las diferencias culturales de pensamiento.
También es verdad que Whorf sugiere, en ciertos pasajes, que el pensamiento es llevado a
cabo en el lenguaje particular que uno habla: “el pensamiento tiene lugar en un lenguaje, sea este el
Inglés, el Sánscrito o el Chino” Pero este no es un aspecto central del relativismo lingüístico. El
relativismo sólo se compromete con la doctrina del determinismo lingüístico. Este sólo requiere que
lo que puede ser pensado está configurado por las categorías del lenguaje propio y que la
conceptualización global que uno tenga de su experiencia se derive exclusivamente de su propia
experiencia lingüística. Incluso son más problemáticas las cuestiones que surgen en relación con la
circularidad: cómo y por qué estas diferentes categorizaciones lingüísticas de la realidad aparecen
en primer lugar, cómo pueden emerger y cambiar los lenguajes y las culturas, y si la dirección de
influencia causal sobre la cognición es unidireccional.

Las revisiones contemporáneas de la hipótesis del relativismo lingüístico (ver Gumperz &
Levinson 996, Levinson 1996, Lucy 1992b) evitan las concepciones epistemológicas y metafísicas
de Whorf, y se focalizan en el argumento básico a favor del relativismo lingüístico. En este sentido,
el argumento central de Whorf puede ser sintetizado del siguiente modo:

Premisa 1: La diversidad lingüística. Los lenguajes difieren en sus diferentes reglas y categorías
morfosintácticas y léxicas.

Premisa 2: El determinismo lingüístico. Los modos lingüísticos de categorizar la experiencia


humana determinan los modos cognitivos de categorizarla.

Conclusión: La estructura categorial del pensamiento varía de acuerdo con el lenguaje del pensador.

Nótese que este es más un esquema deductivo que una hipótesis bien especificada. Todos
los enunciados en este razonamiento admiten distintos grados de fuerza modal, mientras que de
cualquiera de ellos se sigue algún tipo de relativismo lingüístico. El riesgo aquí es la trivialidad, si
se asume una lectura demasiado débil, pero este modo de articular la discusión ayuda a esclarecer el
tema (Acero 2010). Así, la diversidad lingüística puede ser subrayada (Levinson 2003) o
minimizada, por ejemplo, como una variación paramétrica de los universales lingüísticos (Chomsky
1988). En la misma línea, la segunda premisa permite una lectura fuerte (todas las categorías
cognitivas son lingüísticas), o débil (al menos algunas categorías cognitivas dependen del lenguaje
adquirido) (Kay & Kempton 1984). Entendido de este modo, Whorf proveyó un programa concreto
de investigación empírica para examinar si es verdad que las estructuras lingüísticas influencian la
cognición y en qué medida lo hacen: tal programa ha dado lugar a un vivaz neo-whorfianismo en la
ciencia cognitiva contemporánea. La evidencia positiva a favor de tal posición ha de mostrar el rol
del lenguaje en la estructuración, o el formateo, de nuestro sistema cognitivo. La evidencia empírica
ha de establecer la fuerza de tal posición: puede ser que las influencias relativistas no atraviesen
todo el sistema cognitivo, sino que tengan lugar en dominios cognitivos más abstractos y menos
canalizados. Sin embargo, también pueden aparecer tanto en las categorías perceptuales
tempranamente aprendidas (el color, clases ontológicas, etc.) como en las categorías cognitivas
aprendidas tardíamente (e.g. tiempo), que involucran algún tipo de recodificación de la experiencia
sensorial. No hay necesidad de supuestos constructivistas radicales (“no hay percepción sin
lenguaje”) para hacer honor a los efectos whorfianos tardíos: estos pueden simplemente implicar
que se superan sensibilidades implícitas iniciales, que no están lingüísticamente codificadas, y que
se tornan más salientes ciertos aspectos perceptuales debido al modo en que el lenguaje llama la
atención sobre ellos.

3.2. El lenguaje como reestructuración cognitiva.

La idea aquí es que las mentes verbales conllevan un tipo de efecto colateral, una
reestructuración— o al menos una amplificación— de las capacidades cognitivas. En otras palabras,
al volverse lingüístico un sistema cognitivo adquiere un sistema suplementario de representaciones
y procesos cognitivos que transforman sus capacidades, dando lugar a nuevas posibilidades. Luego,
un efecto whorfiano puede ser visto como un ejemplo de reestructuración cognitiva (Majid et al.,
2004), pero es posible hallar las nuevas posibilidades tanto en el nivel representacional y como en el
procedimental: en lo que puede ser pensado y en cómo puede ser pensado.

El padre de esta posición general fue Vigotsky (1934), para quien la creatividad y
flexibilidad de las formas más elevadas de cognición humana eran posibilitadas por el lenguaje. No
es mi intención aquí hacer una revisión de su trabajo (para una presentación útil de sus
contribuciones de largo alcance ver Wertsch 1981, 1985), sino sólo introducir aquellas ideas que
aún pueden ser útiles. El proyecto general de Vigotsky era explicar cómo las nuevas generaciones
llegan a ser nuevos miembros de la sociedad. Desde un punto de vista evolutivo es claro que nuestro
camino es uno de ultra-sociabilidad, lo cual significa que lo social es la fuerza selectiva más
importante que nuestros ancestros tuvieron que enfrentar (Humphrey 1976). Actualmente sabemos
que los infantes nacen con un conjunto de predisposiciones para la vida social (incluyendo:
preferencias perceptuales por los estímulos humanos, disposiciones afectivas al apego y
mecanismos para la interacción subjetiva) y que el proceso de desarrollo es flexible, pero
estructurado. El interés de Vigotsky era dar cuenta de este proceso que culmina con un sujeto social
maduro. En su opinión, era el interjuego de interacción social y actividad mental el que conducía
este proceso, y él señalaba a la interacción lingüística como el mecanismo clave en este proceso, por
su doble dimensión como proceso mental y social. Él formuló una “Ley general del desarrollo
cultural” de acuerdo con la cual: “Cada función aparece dos veces en el desarrollo cultural del niño,
o en dos planos”. Primero aparece en el plano social y luego en el plano psicológico. Primero
aparece entre la gente como una categoría inter-psicológica y luego dentro del individuo como una
categoría intra-psicológica….pero no hace siquiera falta decir que la internalización transforma el
proceso mismo y cambia su estructura y funciones (…). Esto es igualmente válido para la atención
voluntaria, la memoria lógica, la formación de conceptos y el desarrollo volitivo.” (Vigotsky 1981,
p. 75).

Dejando de lado la evolución de la terminología psicológica —especialmente la


desaparición de una “psicología de la voluntad”— reemplazada en el discurso contemporáneo con
la noción de “funciones ejecutivas”— el punto de Vigotsky puede ser reformulado en términos de
una única intuición: las habilidades de los niños aparecen primero en un contexto social, para ser
dominadas sólo posteriormente a nivel individual. La explicación de este proceso descansa en dos
conceptos principales: la interiorización y la mediación (Vigotsky 1978).

Vigotsky entiende por interiorización al proceso de transformar acciones manifiestas en un


entorno social (como poner, dar, tomar y mover) en operaciones mentales. Se piensa que los
procesos psicológicos más elevados se desarrollan durante el proceso de interiorización de
operaciones llevadas a cabo en el contexto de la interacción social. La atención voluntaria, el
razonamiento lógico, la formación de conceptos hipotéticos y los procesos voluntarios, en general,
son para Vigotsky procesos individuales posibilitados por la interiorización de actividades sociales
previas. Así, el procedimiento algorítmico que inicialmente guía a la sustracción en papel y lápiz,
por ejemplo, provee las bases para los cálculos mentales que tienen lugar después de la
interiorización. El razonamiento lógico puede igualmente estar precedido por el uso de diagramas
para llevar a cabo operaciones informales. Las operaciones mentales voluntarias se desarrollan a
través de procesos de interiorización. Para ponerlo en términos más contemporáneos, los procesos
cognitivos offline pueden ser vistos como dependientes de la simulación imaginaria de esquemas
operacionales aprendidos durante el procesamiento “online”.

La noción de mediación refiere al mecanismo de esta interiorización. Vigostky estaba


interesado, por sobre todo, en un tipo particular de mediación: la mediación simbólica o semiótica.
A veces las actividades son llevadas a cabo en un medio simbólico. Este es el lenguaje público, en
primera instancia, aunque también se usan otros medios simbólicos, incluyendo: números,
diagramas, el ábaco y las figuras de ajedrez. Por supuesto, el infante necesita volverse antes
miembro de la comunidad simbólica, ser capaz de usar esos símbolos. De este modo, el infante
puede seguir instrucciones o sugerencias de otros, volviéndose capaz de lograr más de lo que él o
ella hubiera sido capaz de hacer por sí solo/a (la noción de “zona de desarrollo próximo” refiere a
esta potencialidad inducida socialmente). Para nuestros propósitos, sin embargo, lo que es crítico es
el proceso por el cual la habilidad de usar el lenguaje público hace surgir el “habla interna” después
de una fase transicional de discurso privado, auto-dirigido. Los procesos de pensamiento de alto
nivel, de manera acorde, son considerados tanto internos como simbólicamente mediados. Las que
empezaron como instrucciones de un adulto que ayuda a un niño a resolver un problema que este no
puede solucionar por sí mismo, se convierten en las instrucciones que este infante se dirige a sí
mismo, una vez que este ha internalizado el medio simbólico que media los procesos sociales de
solución de problemas. La resolución de problemas individuales reproduce lo que empezó como un
proceso social y simbólicamente mediado, tomando la forma de una serie de auto-instrucciones. En
un estadio transicional, estas auto-instrucciones son todavía externas, articuladas en un lenguaje
público, aún si carecen de una dimensión comunicativa. En el estadio maduro, la articulación se
suprime y lo que queda es la experiencia auto-consciente del soliloquio, del discurso interno. Tal
experiencia implica nuevos contenidos mentales y también un nuevo tipo de proceso: abierto,
flexible y controlado por la voluntad.2 Así, Vigotsky es el primero en proponer una teoría dual del
pensamiento.

El proceso no se restringe, sin embargo, al lenguaje: los cálculos mentales también se


originan en las operaciones con números que tienen lugar en un contexto social. Es una pregunta
interesante, que permanece abierta, si todos los sistemas simbólicos son parasitarios del lenguaje
(Premack 2004) y en qué medida la imaginación – entendida como simulación offline— es la
capacidad crucial involucrada en hacer posibles esos procesos de alto nivel (Carruthers 2011). Vale
la pena mencionar que el argumento de los opositores a las “imágenes como representaciones
mentales” acerca de la interpretación adecuada de las tareas de rotación y escaneo (Fodor 1981) se
basaba en un punto vigotskyano: ellos explicaban los hallazgos experimentales en términos de la
interiorización de prácticas familiares de manipulación física de objetos.

2
Hay algo profundamente engañoso en la dicotomía estándar en psicología entre procesos automáticos y
controlados. ¿Qué podría ser más controlado que un proceso automático? La ambigüedad, para mi modo de
ver, surge de lo que está implícito en la noción de control que se emplea al hablar de “procesos
controlados”: control a voluntad. Pero la voluntad- aunque fue una estrella de la psicología del siglo XIX— ha
desaparecido!
Sin duda, Vigotsky era consciente de que todas las funciones de alto nivel descansan en
habilidades cognitivas más básicas. Desafortunadamente, su enfoque no es muy claro a este
respecto. Vigotsky no ofrece ninguna explicación sistemática de las habilidades representacionales
requeridas para convertirse en un agente simbólico, ni para que tenga lugar la interiorización de
procesos. En términos contemporáneos, el no ofrece una visión completa de nuestra arquitectura
cognitiva ni, en particular, de cómo el procesamiento del lenguaje natural está involucrado en
nuestra habla interna. El insiste en que “la interiorización transforma el proceso mismo y cambia su
estructura y su función” (Vigotsky 1981, p. 163). Pero Vigotsky no nos ofrece nociones análogas a
las nociones piagetianas de acomodación y asimilación, para tratar de explicar estos procesos. Sin
embargo, el pensamiento de Vigotsky ha sido muy fructífero y estimulante para proveer distintas
vías para el desarrollo ulterior de la investigación psicológica. Algunas de estas vías han conducido
a concepciones diferentes (tales como la del andamiaje social), pero retienen una herencia
parcialmente vigotskiana. Pero muchas concepciones comparten la intuición vigotskiana de que el
pensamiento flexible, de alto nivel, se haya asociado al lenguaje (Carruthers enfatiza este aspecto de
modo increyente dentro de su concepción del “lenguaje como interfase modular”). La dificultad
principal, sin embargo, para una defensa contemporánea del enfoque vigotskiano yace en cómo
acomodarlo en el marco de los enfoques duales de la mente (Evans&Frankish 2008): cómo concebir
el habla interna, cómo caracterizar sus efectos de reestructuración cognitiva y cómo dar cuenta de la
incidencia de la capacidad lingüística en este nivel de organización cognitiva.

No obstante, los seguidores “ortodoxos” de Vigotsky han tendido a ignorar estos temas, y
han visto a Vigotsky como uno de los padres de la psicología cultural (Werscht 1985a, Valsiner &
Rosa 2007). Ellos adoptan típicamente una comprensión dialógica del habla interna (Fernyhough
1996, Frauenglass & Díaz 1986, Ramírez 1992, Werscht 1995b) de acuerdo con la cual hay “dos
voces” en el habla interna. Estas voces del habla interna representan perspectivas divergentes
acerca de la realidad, así como las voces en un diálogo externo representan perspectivas diferentes
sobre el mundo. En otras palabras, lo que se internaliza es un paradigma de conversación, de modo
tal que el niño se habla a sí mismo como si estuviera hablando con otro. O, de modo más preciso, es
la voz del otro la que se dirige al sujeto, proveyéndole instrucciones. La voz que ha sido
internalizada. Pero, como observó Vigotsky, apoyándose en el habla privada –que él pensó ilustraba
los rasgos del habla interna— esta última no es como el discurso normal. No está compuesta de
oraciones completas, por ejemplo: es el resultado tanto de abreviaturas semánticas como sintácticas,
lo cual significa que el discurso interno tiene poca semejanza, en lo superficial, con los enunciados
del lenguaje público (Vygotsky 1934). Antes bien, es un conjunto de indicadores para la acción,
compuesto de predicados – que contribuye al control cognitivo— como series fragmentarias de
imágenes mentales. No hay lugar para la dimensión pragmática de los efectos figurativos, el
conocimiento común, las implicaturas contextuales, y el dar y tomar conversacional. Para Vigotsky
también es posible la reinterpretación semántica del lenguaje público en el lenguaje interno: la
imposición de significados privados sobre términos públicos, la aglutinación de palabras en nuevas
expresiones complejas para conceptos idiosincrásicos, y la infusión del sentido de los términos
públicos, para cargarlos con nuevas asociaciones además de sus significados convencionales.
Mientras estos procesos subjetivos de significación han adquirido mala reputación en las
concepciones contemporáneas, su enfoque señala adecuadamente el papel de la enculturación en la
ontogénesis humana (Sinha 1996). De acuerdo con su visión, la enculturación no era una adición a
la naturaleza universal humana, sino una parte constitutiva de tal naturaleza, que es culturalmente
diversa, y que requiere de aprendizaje social (Rogoff 1990).

Es posible encontrar en el enfoque de Dennett una variación en torno a los temas


vigotskianos, que evita las complejidades de la comprensión dialógica del habla interna, mientras
subraya sus efectos representacionales y ejecutivos. Partiendo de la sugerencia de Gregory de que
los artefactos proveen modos de reducir la carga computacional para los individuos, y son modos de
ampliar nuestros repertorios conductuales (Gregory 1981), Dennett ha desarrollado la noción de
“sistemas gregorianos” para referir a aquellas criaturas, producto de la evolución, cuya estrategia
adaptativa consiste en acumular y transmitir conocimiento y artefactos (Dennett 1996, 1997). La
evolución homínida epitomiza esta estrategia, que puede ser subsumida bajo el eslogan: “la cultura
es nuestra estrategia biológica”. Esta noción está fuertemente conectada al enfoque del “andamiaje
social”, en la medida en que también parte de una analogía con la noción de “fenotipo extendido”
de “Dawkins”: así como la forma de vida de un pájaro no puede asilarse de su nido, el modo de vida
humano es intrínsecamente cultural. La cultura no es algo que tengamos que extraer para obtener la
“verdadera mente humana”. Sin ella, no hay mente humana en absoluto (para visiones semejantes
ver Bruner 1990, Donald 1991, Nelson 1996, 2005).

Sin embargo, Dennett se separa de las concepciones de la “mente extendida” que enfatizan
el “andamiaje social” de un sistema de signos público (Clark 1997, 1998, 2008): él no está tan
interesado en la herencia común que amplifica el poder cognitivo de cada mente, como en el
impacto que tienen los sistemas simbólicos –en particular el lenguaje– sobre la mente humana. Así,
el lenguaje no es sólo una herramienta que facilita la transmisión de conocimiento de modo
económico, sino que también genera una reorganización de los procesos cognitivos básicos. Dennett
no usa el término “interiorización”. El se focaliza, antes bien, en las nuevas propiedades cognitivas
que emergen a través de la adquisición de la estructura gramatical del lenguaje. Estas nuevas
propiedades conciernen tanto a un nuevo tipo de representación “linguaforme” como al tipo de
relaciones inferenciales que este nuevo formato posibilita. En sus términos, el lenguaje crea una
nueva “máquina virtual”, proposicional, por encima de la arquitectura cognitiva básica que, para él,
es de índole conexionista (Dennett 1993, 1997).

Los principales efectos de este nuevo nivel de poderes representacionales son: el


procesamiento activo (él evita el término “discurso privado”), la recodificación en un formato
simbólico (un formato que facilite compartir públicamente las representaciones) y el acceso
consciente. Los efectos cognitivos del lenguaje, entonces, provienen del nuevo nivel
representacional que este genera, más el auto-reporte y la auto-instrucción que trae consigo, como
“lenguaje del pensamiento consciente” (Gomila, 2000). En otras palabras, Dennett restringe LOT a
una organización serial de alto nivel compilada por sobre el tipo de máquina paralela que es nuestro
cerebro. El seguimiento de reglas explícito, entonces, sólo es posible para las mentes verbales, que
recodifican y recablean los contenidos y procesos de las mentes implícitas. La conciencia es, sin
embargo, el talón de Aquiles de su teoría, dado el objetivo de Dennett de minimizar la importancia
de la conciencia sensorial. No es claro cómo las representaciones proposicionales postuladas
pueden volverse conscientes – como lo requiere el nuevo nivel de organización computacional— de
un modo que les permita llevar a cabo el rol de control cognitivo consciente que se les ha asignado.

Una concepción paralela, ve al lenguaje como la clave de la meta-representación (Bermúdez


2003). De acuerdo con esta visión, las mentes verbales difieren de las no verbales por su capacidad
de “ascenso intencional”, o de representar sus propias representaciones. Esto es posibilitado por el
lenguaje natural, que provee el tipo adecuado de vehículo para la conciencia reflexiva. Sin embargo,
la propuesta de Bermúdez está guiada por el supuesto problemático de que la cognición lingüística
es conceptual y la no lingüística no conceptual— una noción que el mismo define y cuya
justificación es epistemológica. Sin embargo, que el lenguaje provee las bases para el pensamiento
meta-representacional es una idea poderosa, para la cual vamos a encontrar algún apoyo empírico.

3.3. Pensar para hablar


El concepto de “pensar para hablar” es una posición de retirada desde el relativismo pleno.
En lugar de afirmar que todos nuestros conceptos se adquieren a través del lenguaje se afirma que,
aunque los conceptos son independientes del lenguaje, este nos predispone a adquirir algunos
conceptos por sobre otros. Es claro que los lenguajes codifican ciertos aspectos de la experiencia
humana de modo formal— a través de la lexicalización o de la gramaticalización— como sostenía
Whorf. Además, los lenguajes también difieren con respecto a las categorías que codifican. Así, por
ejemplo, muchos lenguajes indican el número o la persona, el aspecto o el tiempo, de un modo
normativo, como parte del sistema que cada lenguaje constituye. Al aprender un lenguaje, un
hablante se ve llevado a prestar atención a esos aspectos de la experiencia humana en particular, a
fin de volverse un hablante competente. Dado que los lenguajes pueden diferir en cuáles y cuántos
aspectos indican, son esperables las diferencias entre los hablantes de distintos lenguajes que
indican estos aspectos de modo diversos. Para esta teoría, el lenguaje no tiene un efecto
estructurante de nuestros recursos conceptuales, pero cada lenguaje sesga algunos conceptos por
sobre otros, dada su selección de categorías y los aspectos que estas requieren que se especifiquen
para hablar.

Esta concepción fue propuesta por Slobin: “La expresión de la experiencia en términos
lingüísticos constituye el pensar para hablar – una forma especial de pensamiento que se ve
movilizado por la comunicación. En el marco temporal evanescente en el que construimos
emisiones en un discurso, uno ajusta sus propios pensamientos a los marcos lingüísticos
disponibles. El ʻpensar para hablarʹ involucra seleccionar aquellas características de los objetos y
eventos que: a) se ajustan a alguna conceptualización del evento y b) son fácilmente codificables en
el lenguaje. Yo propongo que, al adquirir un lenguaje nativo, el niño aprende modos particulares de
pensar para hablar” (Slobin 1987, 1996, p. 76). La típica evidencia que esta concepción busca en su
apoyo consiste en las diferencias en la atención que se presta a los elementos de una situación,
como resultado de los modos diferentes en los que sus respectivos lenguajes codifican tales
elementos. Por lo tanto, si los verbos de un lenguaje tienen una forma que indica el aspecto y los
verbos de otros lenguajes no lo hacen, es esperable que los hablantes del primer lenguaje presten
atención, cuando quieren hablar de procesos, a si estos han sido finalizados, de un modo que no
tendrá lugar en el caso de los hablantes del segundo lenguaje. Nótese la doble escala de tiempo de la
influencia lingüística sobre el procesamiento cognitivo que Slobin distingue. Por una parte, él
subraya la producción del lenguaje a intervalos rápidos. Por otra parte, hay modos robustos y
sistemáticos de conceptualizar eventos y situaciones. Sorprendentemente, Slobin no logra establecer
un vínculo más próximo entre estos dos tipos de influencia lingüística. Tal vínculo podría
expresarse en un eslogan ligeramente modificado: “pensar para con posterioridad a hablar” en lugar
de “pensar para hablar”. Aquí los procesos de pensamiento deben estar ya codificados en términos
lingüísticamente compatibles para ser fácilmente accesibles. En otras palabras, dado el rol central y
la ventaja estratégica del pensamiento verbal, es esperable que este tenga otras formas de efectos
permanentes sobre el pensamiento. Este efecto estructural a largo plazo empezaría durante el
proceso de adquisición del lenguaje y ejercería su influencia a lo largo del desarrollo ontogenético.
De acuerdo con esta posición modificada, al aprender un lenguaje uno aprende un modo de
codificar la experiencia en un sistema simbólico compartido. Esta red de especificaciones
gramaticales presentes en el discurso, guían la atención del hablante a los aspectos requeridos de la
experiencia. Mientras Slobin enfatiza la producción, nuestra modificación también da importancia a
la comprensión. Para poder entender el discurso de otro, uno tiene que procesar aquellos conceptos
que el lenguaje codifica, dándoles aún más peso en la conceptualización (“pensar para entender el
discurso de otro”). Como veremos abajo, el “pensar para hablar” está estrechamente relacionado a
la posición del “andamiaje social” en la medida en que las dos posiciones subrayan dimensiones
complementarias del lenguaje, la representacional y la comunicativa, que se determinan una a otra,
pero evita la metafísica y la epistemología de Whorf. Slobin se cuida, de todos modos, de
comprometerse con nada más fuerte que un ocasional sesgo respecto de los contenidos del
pensamiento en general: es por los propósitos comunicativos que los pensamientos han de ser
reestructurados para emparejarse con las preferencias conceptuales (gramaticales y léxicas)
impuestas por el lenguaje. Y él se salta la pregunta de cómo concebir este pensamiento
“individualista” en sí mismo, aunque implícitamente rechaza el habla interna como vehículo del
procesamiento cognitivo individual.

Una consecuencia importante de este enfoque es que el contenido lexicalizado no es


equivalente, en lo que refiere a su procesamiento, al contenido que requiere una paráfrasis para
poder ser expresado. La cuestión no es ya una de inter-traductibilidad, sino de economía productiva.
Esta consecuencia encontró apoyo convergente en la estrategia modesta de Hunt y Agnoli (1991)
para reivindicar las diferencias cognitivas en relación con las lingüísticas. Su opinión es que el
lenguaje influye en el pensamiento generando hábitos cognitivos: el lenguaje difiere respecto de qué
hábitos lingüísticos promueve. La atención extra que se presta a un concepto se convierte en un
hábito, el cual da lugar a diferencias significativas, por ejemplo, en los tiempos de reacción que, se
presume, indican diferencias significativas en la complejidad computacional. La saliencia
lingüística de un concepto también se muestra en la confiabilidad más alta con la que se lo recuerda.
Dado que los efectos psico-linguísticos estándar deben estar en el orden de los 20 ms, detectar tales
efectos de procesamiento, debidos a diferencias lingüísticas, es una tarea que no debemos
desestimar.

La idea central de esta propuesta es que cada lenguaje hace que algunos conceptos, aquellos
que ese lenguaje subraya, sean más prominentes y accesibles. Los hablantes de otros lenguajes, con
diferentes requisitos formales, no son ciegos a esos conceptos, aun cuando les resulte más difícil
apresarlos. Inversamente, esta posición también sugiere la posibilidad de una susceptibilidad
diferente a la influencia lingüística: algunos dominios cognitivos pueden varias y cambiar con más
facilidad, con lo cual la diversidad lingüística podría tener un impacto aun mayor a la hora de
promover la diversidad cognitiva. Los conceptos abstractos, como los matemáticos y los
temporales, se han propuesto como ejemplos paradigmáticos de esto (Boroditsky 2001), dado que
no se basan en experiencias sensorio-motoras específicas directas, sino antes bien en esquemas de
metáforas espaciales. Los conceptos temporales no se ven tan constreñidos por la experiencia física,
luego pueden variar más a través de distintos lenguajes y culturas.

3.4. El lenguaje como interfase entre los módulos

La teoría del lenguaje como interface entre módulos es un intento de conceder al lenguaje
algún impacto cognitivo, sin desafiar la arquitectura general cognitivista de los módulos y del
lenguaje de pensamiento como vehículo representacional. Quienes la proponen están próximos a la
tesis de la modularidad masiva de la psicología evolucionista (Barkow, Cosmides y Tooby 1992;
Carruthers 2006, Pinker 1997). Como se discutió en el capítulo previo, la tesis requiere debilitar la
noción de módulo hasta que apenas se parezca ya a la noción fodoriana (Fodor 1983). La
arquitectura cognitiva de la mente es concebida como un conjunto de módulos especializados, de
dominio específico, que no sólo proveen inputs especializados al sistema, sino que también son
responsables por las inferencias conceptuales. Se piensa que estos diferentes procesos conceptuales
de carácter modular tienen lugar en una variedad de representaciones que ya tienen carácter
proposicional, y se asemejan a un lenguaje de pensamiento, pero que están desconectados entre sí.
El lenguaje, que también es entendido como consistiendo en un conjunto de tales módulos
(Carruthers 1998a, 2006), sería diferente de otros módulos conceptuales por su capacidad para de
recibir, reunir y reportar información derivada de cualquiera de ellos. De este modo, se convertiría
en la interface informacional entre módulos, haciendo posible la integración de sus respectivos
outputs y dando lugar a un procesamiento cognitivo de un nivel más elevado (Carruthers 1996,
1998b, 2011; Spelke 2003). Se afirma que el lenguaje daría sustento a la flexibilidad e integración
del conocimiento que caracteriza a la cognición humana.

Sin embargo, no resulta inmediatamente obvio cómo puede jugar tal papel el lenguaje. En la
versión de Spelke, la interface se ve posibilitada porque distintas fuentes de información pueden
verse combinadas en la estructura semántica de los enunciados. En la versión de Carruthers
(Carruthers 1996, 1998b, 2011), lo que hace que el lenguaje sea cognitivamente relevante es que
tales estructuras semánticas toman un rol de control en el procesamiento cognitivo. Se piensa que el
procesamiento verbal juega este papel cognitivo por ser “transmitido de forma global” (Baars 2002)
a todo el sistema: de este modo puede afectar las actividades de todos los otros módulos. Por
definición, se supone que ningún módulo es capaz de analizar (parse) tales paquetes de contenidos
verbales (Vicente & Martinez-Manrique 2008).

La idea básica, sin embargo, es de inspiración vigotskiana, especialmente en la última


versión de la posición de Carruthers (tal como Carruthers 2011). La noción de “habla interna” se
actualiza dentro del marco del constructo de “memoria de trabajo” (Baddeley 1996), como parte del
“rulo” fonológico-articulatorio. Del mismo modo que en la teoría de Vigotsky, el habla interna es
vista aquí como un medio para el control cognitivo. Carruthers sugiere que las representaciones
lingüísticas, entendidas como imágenes auditivas conscientes, interfieren sobre procesos de un tipo
especial: los pensamientos proposicionales conscientes como el creer, el desear y el razonar. Se
asume que tales procesos involucran enunciados lingüísticos imaginados, escuchados o producidos,
y emplean imágenes auditivas o motoras. Luego, es el lenguaje en sí mismo el que es considerado el
vehículo de todos esos procesos de pensamiento –una posición diferente de la dennettiana que
vimos arriba—. La adquisición del lenguaje dispara un nuevo tipo de representación mental.

Carruthers, entonces, ve a este rol del lenguaje como parte de su defensa de una teoría dual
del pensamiento (Carruthers 2006, 2008) en la cual en el nivel más alto de cognición se funden
tanto el contenido proposicional como el procesamiento consciente a través de la intervención de las
imágenes lingüísticas, auditivo-motoras. Paradójicamente, él asume que el nivel básico de
cognición también depende de una variedad de lenguajes de pensamiento y de procesos
computacionales e inferenciales que sólo pueden hacer interface entre sí a través de este nuevo
medio lingüístico. Luego, la diferencia entre ambos tipos de procesos no es definida en términos de
contenido, o de formato representacional, sino de accesibilidad y de procesamiento offline (“ensayo
mental”). Nuevamente, esto es problemático: es difícil armonizar esta idea con la de una
arquitectura cognitiva masivamente modular, plena de sistemas especializados.

Carruthers ofrece varios argumentos en apoyo de tal concepción. Por una parte, señala que
tenemos acceso inmediato y directo a los contenidos de nuestro pensamiento consciente, antes que
un acceso interpretativo o inferencial, como ocurre en el caso del pensamiento no consciente, en el
cual la confabulación es frecuente. Esta diferencia puede ser explicada si el pensamiento consciente
ocurre en un vehículo intrínsecamente consciente como son la imágenes verbales. En segundo
lugar, estos pensamientos corresponden a un nivel personal de organización en lugar de a uno
subpersonal: es el nivel de la unidad de la conciencia, de la deliberación, del sopesar alternativas y
de la toma de decisiones. En otras palabras, dado que las propiedades funcionales de este otro nivel
son diferentes, el medio representacional ha de ser diferente. Finalmente, el carácter serial de este
pensamiento de nivel más elevado puede explicarse como derivado del carácter serial de la
conciencia. Para Carruthers, el símbolo lingüístico es aquel que hace su contenido inmediatamente
accesible, como ocurre con el discurso privado y las imágenes en general.

Sin embargo, tales argumentos fallan: el rulo fonológico-articulatorio de la memoria de


trabajo es definido de manera estándar, como un almacenamiento en la memoria de corto-plazo
donde pueden ensayarse las imágenes auditivo-motoras. Sin embargo, este sólo contiene
información auditivo motora y no su significado. La teoría de Carruthers, por el contrario, requiere
que sus “imágenes verbales” no sean solamente “auditivo-motoras” (como “significantes”), sino
que también activen sus significados correspondientes (en tanto imágenes interpretadas), para que
puedan desempeñar el rol funcional que se les atribuye. Pero tales significados van más allá de las
imágenes auditivo-motoras per se (pues podemos ensayar imágenes verbales que no entendemos).
A modo de salida, Carruthers sugiere una analogía con las imágenes visuales: nosotros nos
percatamos inmediatamente de lo que imaginamos visualmente (Kosslyn 1994) a través de un
proceso auto-generado que involucra un procesamiento visual de tales experiencias. De manera
semejante, somos también conscientes de lo que imaginamos verbalmente, pero esto involucra el
procesamiento léxico-semántico y sintáctico correspondiente requerido para entender este tipo de
experiencias auto-inducidas. Este procesamiento sintáctico y léxico-semántico ulterior (que se
supone involucra procesos modulares, subpersonales) se necesita para acceder al contenido de la
imágenes verbales. Sin embargo, dada su modularidad, no es claro cómo el resultado de estos
procesos puede tener el rol ejecutivo que se les adscribe.

Así, el “habla interna” de Carruthers es algo diferente de la de Vigotsky, la cual es


concebida como una internalización y simplificación del habla privada. Para volver a algunas de las
líneas temáticas discutidas en el capítulo previo, la tentación de pensar el contenido en términos
logicistas, como una representación que puede ser precisa y determinada, guía la búsqueda de
Carruthers de un vehículo adecuado para desempeñar tal rol. Sin embargo, al hacer esto él también
cae preso del problema de la subdeterminación semántica y de la dependencia contextual de los
enunciados lingüísticos (Vicente& Martinez-Manrique 2005). Como hemos visto, el cognitivismo
no puede evitar los bien conocidos desafíos de la psico-pragmática: entre ellos la dependencia
contextual del pensamiento que tiene lugar en el lenguaje natural. Otra posibilidad, más acorde con
la teoría de Vigotsky es rechazar que los enunciados del lenguaje natural sean los vehículos
representacionales para el pensamiento de más alto nivel y ver al lenguaje internalizado –o discurso
interno— como una fuerza que guía al pensamiento (“lenguaje para pensar” Frawley 1997 ver la
próxima sección). Aún si se deriva del lenguaje natural, el discurso interno puede ser entendido
mejor no como un código representacional interno, sino como un subsistema especializado para el
control cognitivo: un mecanismo de la conciencia reflexiva.

Adicionalmente, la propuesta de Carruthers tiene un sabor paradójico, pues trata de reunir


lo que ha estado tradicionalmente separado: el pensamiento y las imágenes. Su noción de imágenes
verbales es reminiscente de la de William James (1890). Como bien sintetiza Fodor (1975), las
imágenes no son los vehículos apropiados para los contenidos proposicionales (Fodor finalmente ha
aceptado que podría haber otros tipos de contenidos— los contenidos no conceptuales— en su
libros del 2008, pero el punto general acerca del contenido se mantiene; Gomila 2010). Sin
embargo, Carruthers afirma que un tipo especial de imagen es apropiada. Como tales, sin embargo,
esas imágenes son simplemente formas o “significantes”: su contenido depende de algo más. Las
imágenes interpretadas son una clase diferente de entidad, que no resultan igualmente inmediatas ni
directas.

Hay un punto preocupante, a nivel teórico, en la propuesta de Carruthers: su compromiso


con el cognitivismo como el marco explicativo de todos los procesos cognitivos. Las teorías duales
de los procesos cognitivos no necesitan adherir a tal supuesto, que constituye una barrera para el rol
del lenguaje en la cognición. El nivel cognitivo básico de los procesos automáticos, veloces y no
conscientes, no puede ser visto fácilmente como inferencial, basado en reglas y simbólico (aún si
las reglas son heurísticas y no algorítmicas) dado el importante papel del conocimiento
sensoriomotor y de la coordinación involucrados en este nivel y los problemas teóricos profundos
que tal enfoque cognitivista enfrenta (Gomila&Calvo 2010).

3.5. El lenguaje como andamiaje social.

Esta última posición restringe la teoría de Vigotsky a la idea de interacción social –y, en
particular, de interacción simbólicamente mediada— como el andamiaje del desarrollo humano. El
lenguaje es entendido como un sistema simbólico externo que guía y facilita la cognición
individual, pero quienes proponen esta teoría se alejan de Vigotsky y no piensan que también
cambie el pensamiento humano. Las mentes humanas son mentes constituidas social y
culturalmente. Los símbolos lingüísticos, como otros tipos de símbolos y de herramientas en
general, permiten al individuo descargar en el exterior sus procesos cognitivos. Como el sumar con
la ayuda de un ábaco, o con papel y lápiz, las herramientas cognitivas amplifican los poderes
cognitivos humanos, sin cambiar cómo eran originariamente.
La contribución de Frawley (1997) puede ser vista desde este punto de vista. El suyo fue un
esfuerzo pionero para volver a defender una concepción cognitiva del lenguaje, cuando esta era
todavía tabú. De manera natural, su idea principal se adecuaba a la psicolingüística fodoriana
hegemónica: el lenguaje, dado su uso social y cultural, constriñe el conjunto de opciones
computacionales posibles. Esto proporciona una heurística para solucionar el problema del marco:
el problema de una explosión exponencial de posibilidades a considerar desde una perspectiva
algorítmica. Esta es una versión original de la idea del lenguaje como andamiaje social (Bruner
1990) para el desarrollo mental. De acuerdo con esta concepción, el lenguaje no afecta la
arquitectura cognitiva, sino que facilita el procesamiento haciendo que ciertas opciones – ciertas
alternativas— sean más salientes y prominentes, y ofreciendo medios externos de representación y
cálculo que pueden ser usados una vez que se domine el primero (Ver también Jackendoff 1996 por
una posición similar). El lenguaje natural juega el papel de un facilitador de las mediaciones entre el
procesamiento interno y el entorno externo. Tomasello (1998) también puede ser visto,
parcialmente, como un exponente de este enfoque: el sitúa la clave del desarrollo evolutivo
homínido en una forma especial de aprendizaje social: los símbolos y el lenguaje simplemente
forman parte de la herencia cultural que cada generación transmite a la siguiente en lo que él llama
el “efecto trinquete”. La mente humana está preparada para aprender qué es lo que hay en su
entorno social, el cual se enriquece con cada nueva generación.

Sin embargo, ha sido Clark (1997,1998, 2008) quien ha propuesto del modo más
prolongado el enfoque del “andamiaje social”. El tiene, claramente, una concepción del lenguaje
como una herramienta— un instrumento— para distintas tareas cognitivas, aún si no presta
suficiente atención a una visión “interna” del lenguaje, a qué tipo de competencia requiere tal
dominio del lenguaje. Sus ejemplos, sin embargo, suelen ser de casos en los que el lenguaje escrito
ayuda a reducir la carga de la memoria— pasando por libros y listas de compras hasta notas “post-
it”— antes que de lenguaje per se. Su énfasis en el carácter instrumental del lenguaje viene de la
mano de la noción de multi-funcionalidad. En contraste con las herramientas simples, el lenguaje es
pluri-funcional. Así como la mano humana se requiere para muchas tareas distintas – y no para una
sola— el lenguaje tiene funciones múltiples y variadas. Además de la transmisión de información
proposicional, Clark menciona otras funciones que juega el lenguaje, como ser el soporte externo
para tareas cognitivas individuales (como los diagramas de Venn) y el reformateo representacional
– o recodificación— de los esquemas sensorio-motrices en un formato más abstracto (siguiendo la
noción de Karmiloff Smith de “redescripción representacional”, Karmiloff Smith 1986,1992). Su
teoría postula que el lenguaje logra cumplir estas funciones, pero lo hace sin cambiar la estructura
básica, de funcionamiento en paralelo, de nuestras operaciones generales de reconocimiento de
patrones. El lenguaje también juegas un papel en la “dinámica cognitiva de segundo orden”— otro
término para la metacognición o el pensar sobre los propios pensamientos— como la de la auto-
crítica, el auto-monitoreo y la auto-evaluación—; esto es así porque los pensamientos que se
expresan en palabras se vuelven objetos de un procesamiento cognitivo ulterior. Se supone que los
objetos lingüísticos son independientes del lenguaje, de modalidad neutra y representacionalmente
económicos: todas propiedades que los vuelven lo suficientemente estables como para aplicarles
procesos cualitativos de segundo nivel. Claark también menciona las “áreas de desarrollo próximo”
de Vigotsky, como un ejemplo del carácter instrumental del lenguaje, que hace posible, con ayuda
social, llevar a cabo una tarea que uno no podía efectuar sólo. Clark toma prestada de Brunner la
noción de “andamiaje” para referirse a aquellos casos en los que la cooperación con otros (en
interacción o a través del repositorio de conocimiento almacenado en artefactos públicos) amplía lo
que uno puede hacer por sí mismo.

Esta teoría es problemática, en tanto no es claro no es claro como tal re-codificación pública
puede tener un impacto cognitivo sin tener un efecto representacional correspondiente. Apelando a
un sistema representacional diferente, las funciones aritméticas pueden necesitar la ayuda de los
símbolos públicos, para hacer que los números y operaciones sean concretos, pero para operar con
ellos primero necesitamos dominarlos: aprender a contar y a sumar, por ejemplo. Podemos contar
con los dedos al principio, pero en algún punto tenemos que ser capaces de “internalizar” las
operaciones públicas: de realizarlas sin apoyo de nada externo. Aunque Clark apela a las nociones
vigotskianas de “internalización” y “habla privada” como instrucciones auto-dirigidas, él no ve
estos procesos como un tipo de reestructuración cognitiva, sino como un tipo de “rulo de control”
que no cambia las operaciones mentales. Pero Clark no está consciente de las dificultades que esto
crea para su posición (y para “la mente extendida” en general). Estas dificultades incluyen: cómo
una arquitectura de procesamiento por asociación y en paralelo puede manejarse con las reglas del
lenguaje, cómo tales reglas pueden aparecer en primer lugar, y por qué estas “máquinas asociativas”
mejoran al emplear símbolos externos y representaciones seriales y proposicionales. Aún más
llamativo es el problema de cómo esta noción de “interiorización” puede tener sentido dada la falta
de comportamientos explícitos. Reducirla a un volver a actuar en la imaginación (simular o emular)
los patrones sensorio-motores involucrados en la manipulación de tales instrumentos, resulta
insuficiente a la hora de explicar su naturaleza simbólica y semántica. Por otra parte, al considerar
al lenguaje como equivalente a cualquier otro instrumento simbólico, se lo priva de tener un papel
especial en la arquitectura cognitiva (como un tipo especial de medio simbólico, que tiene
propiedades semánticas especiales). En otras palabras, el argumento de Clark apoya con más
naturalidad la conclusión de que hay un enriquecimiento representacional de las mentes verbales.
Quizás él tenga recelos con respecto a las “arquitecturas híbridas” y por eso enfatiza la perspectiva
de la “mente extendida”.

Tal como han sido presentados, estos diferentes enfoques parecen ser rivales sistemáticos;
en la práctica, sin embargo, los distintos modos teóricos de concebir las relaciones entre el lenguaje
y el pensamiento son el resultado de un proceso de reflexión histórica, guiado por concepciones aún
más generales acerca de la mente humana y de su arquitectura, así como por nueva evidencia. A
esto se suma que las teorías más tempranas eran más ambiciosas que las más tardías, en tanto
difieren en la importancia que atribuyeron al rol del lenguaje en la conformación del pensamiento.
Algunos enfoques seleccionan los mismos efectos del lenguaje, por ejemplo: el rotulado, los efectos
sobre la categorización, la meta-representación, la atención selectiva basada en la saliencia, y los
efectos ejecutivos. Por otra parte, también pueden entrar en conflicto: el determinismo lingüístico,
por ejemplo, choca con el énfasis en la flexibilidad cognitiva.

Por consiguiente, resulta instructivo apreciar el continuo de posibilidades teóricas, así como
de puntos críticos que inclinan a una propuesta particular más hacia una concepción cognitiva que
hacia una comunicativa. Pese a que algunas posiciones teóricas han sido “despreciadas” en ciertos
momentos como “locas” o “ridículas” – y teniendo en mente que no todas ellas pueden ser
verdaderas al mismo tiempo— resulta instructivo poder desapegarse de la propia posición favorita
para considerar las alternativas y los ejes de desacuerdo. Las teorías falsas pueden ser útiles para el
progreso científico. Más aún, diferentes teorías enfatizan diversos fenómenos o dimensiones del
interjuego del lenguaje y el pensamiento. Una teoría satisfactoria, sin embargo, tiene que apuntar a
dar cuenta de todos ellos. En términos prácticos, este punto equivale al requisito de que las teorías
cognitivas no pueden ignorar la función comunicativa del lenguaje y las concepciones
comunicativas del lenguaje no pueden darse el lujo de ignorar las implicancias cognitivas del
lenguaje.
sobre el pensamiento.

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