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Las clases propietarias suelen sentirse amenazadas por los subalternos. Recordemos
que el movimiento popular del Año II de la Revolución francesa (1793) provocó tal
pánico entre aquéllas, que liberales y conservadores decimonónicos pusieron cuantos
candados pudieron para impedir la participación política plebeya. También equipararon
a las “clases laboriosas” con las “clases peligrosas”, a cuyos miembros llamaban
“bárbaros”, “salvajes” y “vagos”. Si de por sí existía temor hacia ellos, agrupados
generaban creciente preocupación conforme avanzaba el siglo XIX, más todavía
cuando el sufragio universal se extendió hacia las clases trabajadoras tras múltiples
luchas callejeras. El pueblo instintivamente bueno de Michelet (identificado con la
inocencia infantil), devino en la masa irracional que Gustave Le Bon caracterizó
inequívocamente “femenina”.
En origen —nos recuerda Raymond Williams—, masa era “una nueva palabra para
denominar al populacho, y las características tradicionales de éste se mantuvieron en
su significación: credulidad, inconstancia, prejuicio del rebaño, bajeza de los gustos y
de las costumbres. Ateniéndonos a estas pruebas, aquéllas constituían una amenaza
perpetua a la cultura”. A despecho de esto, el avance de las masas parecía
incontenible. Crecía en toda Europa la socialdemocracia y grandes huelgas de los
sindicatos de industria hacían temer al capital. Incluso Justo Sierra había detectado la
agitación de “los pobres, azuzados por los jóvenes estudiantes y oficiales, que les
predicaban en las encrucijadas las más calientes doctrinas de Proudhon y Lamennais”.
Las élites mexicanas temían al pronunciamiento militar y a “la bola”, su fiel comparsa.
Impermeable a la civilización, la combinación de alboroto y fiesta, arrasaba con todo a
su paso. Ángel de Campo no escatimó improperios para hablar de las masas
populares: “plebe”, “peladaje”, “detritus sociales”; ni tampoco para calificar los sitios
donde habitaban: “barrio casi salvaje”, “muladar del suburbio”, sitios todos ellos en
donde Zola, quien creía haberlo visto todo, “se desmayaría en ese patio
desempedrado, al que forman mullida alfombra las basuras y el estiércol”. Manuel
Payno no ahorra adjetivos para describir la violencia de los trabajadores y la
conflictividad de la vida barrial. El novelista asume que la “brutalidad” es intrínseca a la
sociabilidad de los subalternos, la pauta de su conducta: el pleito entre un cargador y
un tornero sirve en Los bandidos de Río Frío para afianzar las respectivas identidades
sociales; mientras torneros y carpinteros se decantan por el suyo, los léperos del
barrio dan aliento al trabajador menos calificado, más próximo a su corazón
desclasado. Los malos hábitos, especialmente el dispendio y la holgazanería, se
incubaron desde la época colonial según José Tomás de Cuéllar, cuando los criollos
descubrieron lo fácil que era vivir a expensas de una naturaleza rica y del trabajo
ajeno. Los indígenas, victimados por los conquistadores, quedaron condenados al
atraso y reducidos a la sumisión, situación que no cambió significativamente en el siglo
antepasado. El ahorro y la iniciativa estaban prácticamente liquidados desde antes que
comenzara el periodo nacional, marcado de inicio por el rezago, y más que nada, por
“la desproporción entre sus clases sociales”, algo prácticamente irremontable a esas
alturas del siglo.