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18 monte video
MINISTERIO DE EDUCACION Y CULTURA

Dr. DANIEL DARRACQ


Secretario de Estado

BIBLIOTECA NACIONAL

Académico Coronel
ARTURO SERGIO VISCA JORGE E. MARFETAN
Director General Director Administrativo

Cuidado de la Edición: ALICIA CASAS de BARRAN,


Jefe de Publicaciones y Canje Internacional . ,

Correspondencia: Biblioteca Nacional


Apartado Postal 452
Montevideo - Uruguay
REVISTA DE LA
BIBLIOTECA NACIONAL
REVISTA DE LA
BIBLIOTECA NACIONAL

BIBLIOTECA NACIONAL

DEFERENCIA Y BIBLIOGRAFIA

N» 18
MONTEVIDEO
MAYO 1978
CARTAS INEDITAS
DE
HORACIO QUIROGA

Presentación por
ARTURO SERGIO VISCA
Horacio Quiroga. Caricatura de Cao.
1. UN NUTRIDO EPISTOLARIO

La Biblioteca Nacional del Uruguay custodia, en sus archivos


documentales, un nutrido conjunto de cartas dirigidas por Horacio
Quiroga a varios corresponsales, y otro, no muy amplio, de cartas
dirigidas por diversos corresponsales a Horacio Quiroga. La mayor
parte de esa correspondencia, que fue obtenida por el Instituto Na­
cional de Investigaciones y Archivos Literarios, * ha sido ya publicada
según este detalle:

a. Cartas inéditas de Horacio Quiroga. Volumen I. Prólogo y notas


de Arturo Sergio Visca. (Montevideo, Instituto Nacional de In­
vestigaciones y Archivos Literarios, 1959). Contiene 92 cartas
de Horacio Quiroga distribuidas así: 34 al Dr. Asdrúbal Del­
gado, 18 a Julio E. Payró y 40 a Ezequiel Martínez Estrada.
b. Cartas inéditas de Horacio Quiroga. Volumen II. Prólogo de
Mercedes Ramírez de Rossiello y notas de Roberto Ibañez.
(Id. id., 1959). Contiene 126 cartas de Hojracio Quiroga distri­
buidas así: 1 al Dr. Alberto J. Brignole, 37 al Dr. José María
Delgado y 88 al Dr. José María Fernández Saldaña.
c. Cartas inéditas y Evocación de Quiroga. Presentación y notas
de Arturo Sergio Visca. (Montevideo, Biblioteca Nacional - De­
partamento de Investigaciones, 1970). Contiene Once respuestas
desde lejos: César Tiempo recuerda a Horacio Quiroga (contes­
tación, por escrito, al cuestionario formulado del mismo modo
por Arturo Sergio Visca) y 34 cartas de Horacio Quiroga a
César Tiempo.
d. Del epistolario de Horacio Quiroga. Presentación y notas de
Arturo Sergio Visca. En: Revista de la Biblioteca Nacional.
(Montevideo, mayo 1972, N? 5). Contiene 2 cartas dirigidas por
Horacio Quiroga al Dr. José María Fernández Saldaña y 1 diri­
gida por el primero a Leopoldo Lugones y 2 cartas enviadas a
Horacio Quiroga, 1 por José Eustasio Rivera y 1 por Francia de
Miomandre.

El total de cartas de Horacio Quiroga ya publicadas suman, pues,


256, a las que se agregan ahora las 38 enviadas a Luis Pardo, último
conjunto amplio de cartas del autor de Los desterrados de los cus­
todiados en la Biblioteca Nacional. Se llega por lo tanto, a un total
de 294 piezas. Sin lugar a dudas: Horacio Quiroga era un corres­
ponsal activo y, afortunadamente, se ha podido preservar de él un
nutrido epistolario. ** Nutrido y valioso, porque proporciona amplia
información sobre su vida —tanto de la externa como de la íntima—
que ayuda a comprender su personalidad humana, tan interesante
y compleja y muy estrechamente ligada a su obra de narrador. Y
no debe olvidarse que si bien biografía y creación literaria son cosas
distintas, muchas veces la primera ayuda a mejor penetrar en la
segunda. Cuando la relación de vida y obra es muy íntima, y este

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es el caso de Horacio Quiroga, el dato biográfico puede resultar fun­
damental para bien iluminar la creación literaria.

2. 38 CARTAS Y TRES ETAPAS

En un artículo sobre literatura, aparecido en el suplemento


dominical de La Nación (Buenos Aires, 11/III/1928), Horacio Qui­
roga recuerda al destinatario de las cartas que ahora se publican en
estos términos: “Luis Pardo, entonces jefe de redacción de Caras
y Caretas, fue quien exigió el cuento breve hasta un grado inaudito
de severidad... El que estas líneas escribe... debe a Luis Pardo el
destrozo de muchos cuentos por falta de extensión; pero le debe
también en gran parte el mérito de los que han resistido.” No
obstante la severidad que como jefe de redacción le atribuye
Horacio Quiroga a Luis Pardo —severidad a que alude también en car­
tas dirigidas a otros destinatarios—, la relación literario-profesio-
nal de ambos perduró durante muchos años y alcanzó un cierto grado
de intimidad, como evidencia el epistolario que sigue. Si el tono de
las cartas avalan la intimidad amistosa, la duración de esa amistad
queda acreditada por el extenso período de tiempo que la corres­
pondencia abarca: de 1907 a 1925. Es necesario indicar aquí que
29 de estas cartas tienen data y 9 carecen de ella (o sólo figura
mes y día). Se comienza la publicación del epistolario con las cartas
datadas, en orden cronológico, y se cierra con las que carecen de
data, aunque algunas de ellas ofrecen datos que permitirían una ubi­
cación presuntiva. La carta 35 alude a la próxima redacción de un
folletín sobre “historietas romanas” y en la 34 al cuento Episodio,
de donde es fácil inferir el año, ya que Episodio se publicó en el
N- 451, de 25/V/1907, de la revista porteña Caras y Caretas, y El
remate del Imperio romano, que es la historieta antes aludida, apa­
reció en los números 707 a 712, de abril 20 y 27 y mayo 4, 11,
18 y 25 de 1912, de la misma revista. En cuanto a la carta 38, no
hay duda que es del año 1925, cuando Horacio Quiroga solicitó
licencia en el Consulado del Uruguay en Buenos Aires para pasar una
larga temporada, acompañado de sus dos hijos, Eglé y Darío, en su
habitat de San Ignacio. Esta fecha se valida si se atiende a las refe­
rencias que Horacio Quiroga hace en relación a su regreso: “Pasé
la semana entera instalándome. Hay que ver lo que es volver a
ordenar mil herramientas, frascos, útiles... Hoy por fin he podido
orientarme y hallar las cosas.” Las acotaciones sobre Eglé y Darío
que figuran en la carta denotan, asimismo, que ellos, nacidos, res­
pectivamente, el 20 de enero de 1911 y el 15 de enero de 1912, no
eran ya niños pequeños. La posibilidad de intercalar estas cartas
dentro del conjunto ha sido desechada para evitar imprecisiones.
No obstante, es seguro que las cartas numeradas del 30 al 37 deben
intercalarse dentro de las del período 1907-1919, y que la carta 38
cierra la correspondencia y es posterior en varios años a las ante­
riores. Con estas observaciones, se está en condiciones de señalar
que esta correspondencia abarca tres períodos de la vida de Ho­
racio Quiroga: la carta 1 corresponde a la época en que, radicado

10
en Buenos Aires, y aún soltero, pasaba sus vacaciones (era profesor
de castellana y literatura en la Escuela Normal N9 8) en San Ig­
nacio; las cartas 2 a 27, que van de 1910 a 1916, son del período
en que, ya casado, se radica en Misiones; las cartas 27 y 28, del año
1919, y la 38, pertenecen a los años en que radicado otra vez en
Buenos Aires volvía esporádicamente, por períodos más o menos
largos a su habitat de Misiones; las cartas 30 a 37, de acuerdo a lo
dicho, deben incluirse dentro del grupo 2-27. A fin de ubicar estas
cartas dentro de su entorno vital conviene dar algunos datos sobre
la vida de Horacio Quiroga en ese período, fundamental, de 1910
a 1917 en el cual la mayor parte —la casi totalidad— de las cartas
fueron escritas.

3. LAS DOS VOCACIONES

En 1906, y aprovechando las facilidades que el gobierno otorgó


para la compra de tierras en Misiones, Horacio Quiroga adquiere
185 hectáreas en las vecindades de San Ignacio, y en las vacaciones
del mismo año, inicia la construcción de un bungalow y el em­
plazamiento de una huerta. En 1908, se enamora de Ana María Cirés,
alumna suya en la Escuela Normal N9 8, con la que contrae enlace
el 30 de diciembre de 1910, tras un noviazgo dificultado por la
oposición de los padres de Ana María. De común acuerdo, la pareja
decide radicarse en San Ignacio, en el predio adquirido por Horacio
Quiroga. El predio, ubicado sobre una meseta sobre el río Paraná,
se abre sobre un espléndido paisaje, pero las condiciones en que
debe vivir la pareja son muy duras. El bungalow, con su techo mal
construido, se llueve; el aislamiento es grande; el cultivo de la
tierra exige esfuerzos ingentes. Pero la voluntad de Horacio Qui­
roga, que reiteradamente sostuvo que su vocación de pionero agrícola
era tan tenaz como la de escritor, es también fuerte. Durante siete
años se dedica sin desmayo a convertir en habitable su casa y en
productiva su tierra. En 1911, renuncia definitivamente a su cátedra
de la Escuela Normal N° 8 y el gobernador de Misiones, Juan José
Lanuse, lo nombra Juez de Paz en la jurisdicción de San Ignacio.
En ese mismo año, nace su primogénita Eglé, y al año siguiente, su
segundo hijo, Darío. Mientras desempeña en forma bastante pinto­
resca sus funciones de Juez de Paz —conserva en una lata de galle-
titas unos pequeños papeles donde registra las anotaciones de naci­
mientos, matrimonios y defunciones— continúa sus entusiastas faenas
de pionero agrícola: intenta innumerables industrias y se asocia con
el uruguayo Vicente Gozalbo, radicado también en Misiones, creando
una sociedad en comandita, llamada La Yabebirí, con objeto de
dedicarse a la explotación de la yerba mate. El pintor salteño Carlos
Giambiagi, que ilustró muchos cuentos del autor de El salvaje, ha
dejado establecida una larga lista de las aventuras comerciales e
industriales intentadas por Quiroga, aparte de la yerbatera recién
señalada, y que el mismo Giambiagi compartió con el narrador y
pionero agrícola: Fabricación de yateí (esto es: mezcla de miel y
maní), de macetas para el trasplante de yerba mate, de maíz que­
brado, de mosaicos de bleck y arena ferruginosa, de resina de

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incienso por destilación seca, de carbón, de cáscaras abrillantadas de
apepí, de tintura de lapacho precipitada por la potasa y otras mu­
chas más. También el cuidado de animales lo atrae: tiene en su
predio un coatí, un venado, un buho y un yacaré, cuyos nombres
son, respectivamente, Tutankamon, Dick, Pitágoras y Cleopatra. Edu­
ca a sus dos hijos en el hábito del peligro, para que según dice,
adquirieran conciencia de él y, al mismo tiempo, supieran no temerle.
En su libro Vida y obra de Horacio Quiroga (Montevideo, Claudio
García, editor, 1939), José María Delgado y Alberto J. Brignole
afirman que Horacio Quiroga sometía a Eglé y a Darío, siendo aún muy
niños, a “experiencias inauditas, como la de dejarlos largo tiempo
solos en una espesura del bosque, o la de sentarlos en el borde de
los acantilados con las piernas balanceándose sobre el abismo." En
tanto, su actividad literaria continúa. Colabora asiduamente, como
se ve a través de las cartas que ahora se publican, en Caras y Caretas
y Fray Mocho (revista porteña dirigida por Carlos Correa Luna y
de la cual también era encargado de redacción Luis Pardo, y que tenía
como dibujante a José M. Cao, ilustrador de muchos cuentos de
Quiroga y que ha dejado de él una memorable caricatura de cuerpo
entero). En esta vida selvática y de intensa actividad agrícola y lite­
raria, sobreviene, de pronto, una tragedia: Ana María Cirés toma
una fuerte dosis de sublimado, y, tras ocho días de agonía, muere.
No se conocen las causas del suicidio. Quizás imposibilidad de adap­
tarse a la vida impuesta por Horacio Quiroga, quien en muy raras
ocasiones, y muy parcamente, 6e refirió a su primer esposa. ***
Ana María Cirés falleció el 14 de diciembre de 1915. Un año después,
a fines de 1916, Horacio Quiroga regresa a Buenos Aires con sus
dos hijos y se instala en un sótano de la calle Canning 164. Se radica
en Buenos Aires y el 16 de julio de 1927 contrae nuevo enlace: se
casa con María Elena Bravo, una joven de 20 años (Horacio Qui­
roga tenía 49) condiscípula de Eglé. El 10 de enero de 1932 vuelve
a radicarse en San Ignacio, donde permanece hasta fines de 1936,
en que regresa a Buenos Aires y se interna, para operarse, en el
Hospital de Clínicas. El 18 de febrero de 1937 se suicida, ingiriendo
una dosis de cianuro.

4. ACUMULACION TEMATICA

En un ensayo sobre la narrativa de Horacio Quiroga, **** el crí­


tico Guillermo de Torre afirma que el autor de Los desterrados
“escribía, por momentos, una prosa que a fuerza de concisión resul­
taba confusa; a fuerza de desaliño, torpe y viciada." Y luego con­
cluye: “En rigor no sentía la materia idiomática, no tenía el menor
escrúpulo de pureza verbal." Estas tajantes afirmaciones, que pro­
movió más de una réplica adversa, tiene su algo de verdad y su
mucho de falso. Es verdad que Quiroga no fue un estilista, en el
sentido en que corrientemente se usa el término, y es cierto, asimismo,
que hay momentos en que su prosa es gramaticalmente incorrecta.
Pero no es cierto que su prosa sea confusa y menos que se pueda
ver en su concisión un vicio expresivo o el origen de otro. Su conci-

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BÍón expresiva es, precisamente, uno de los valores excelentes de su
prosa. La intensidad expresiva de esa prosa proviene de su concisión
(y el mismo Quiroga afirmó, en su famoso Decálogo del perfecto
cuentista, que no se debían agregar al sustantivo adjetivos inútilesj.
Esa concisión, que hace tan expresiva su escritura, va acompañada
de otro rasgo saliente: la total naturalidad de su prosa. No incurre
en coloquialismo, pero carece de todo rebuscamiento artificioso. Su
prosa (y sin que esto sea negar la validez y legitimidad de otros modos
expresivos) es la de un hombre que, ante todo, quiere comunicar
con claridad y vigor, y con los vocablos del habla corriente, aquello
que se propone comunicar. Quizás sean estos los motivos que dan
una fresca actualidad permanente a sus páginas, aun a aquellas que,
desde otros puntos de vista, no tienen mayor importancia. Siempre
son interesantes. Esto es bien visible en su correspondencia: se le
lee con gusto aunque comunique hechos circunstanciales, de la vida
cotidiana y pasajera. No hay hiato o solución de continuidad entre
su estilo epistolar y el de sus cuentos. Tras estas observaciones,
corresponde agregar que tanto en estas como en las otras cartas
que de Quiroga se conocen se le siente vivir, tienen el tono y la
temperatura vital del momento en que las redactó. No son cartas
literarias y en ellas no hay un tema sino una acumulación temática:
la impuesta por las circunstancias y el ritmo de su propia vida. Se
detallarán a continuación algunos de los temas que aparecen en estas
38 cartas.

4.1. Literatura

Las cartas, dirigidas a quien durante muchos años fue el inter­


mediario para la publicación de sus cuentos y artículos, están col­
madas de referencias a los mismos. Algunos pasajes documentan la
preocupación de Quiroga en lo que respecta a sus escritos. Así, en
la carta 14, de 10/1/1913, donde se queja porque en la publicación
de Los inmigrantes (Fray Mocho, Buenos Aires, Año I, N? 32,
6/XII/1912) “fuera de los disparates chiquitos, había uno no des­
preciable” (donde decía Liberia debía decir Silesia) y porque en
La reina italiana (id., id., id., N9 35, 27/XII/1912) “falta por ahí una
línea entera, enflaqueciendo el párrafo”, lo que le arranca este
comentario: “Me apena, porque casualmente ese párrafo me gustaba
bien. Pídole, pues, protección” Hay, en otras cartas, otras refe­
rencias. No es necesario comentarlas. Pero sí vale la pena llamar la
atención sobre otra preocupación quiroguiana: la del producido fi­
nanciero de su labor literaria. No sólo pone en evidencia su estrechez
económica sino también su sentido de la creación literaria como
actividad profesional (tema al que dedica algunos artículos, como,
por ejemplo, La bolsa de los valores literarios, aparecido en El Hogar,
Buenos Aires, N9 742, 4/1/1924). Al respecto, es significativo lo
que escribe a Ezequiel Martínez Estrada, en carta de 26/8/1936:
“... valdrá la pena exponer algún día esta peculiaridad mía (desor­
den}) de no escribir sino incitado por la economía. Desde los 29 o
30 años soy así. Hay quien lo hace por natural descarga; quien por

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vanidad; yo escribo por motivos inferiores, bien se ve. Pero lo
curioso es que, escribiera yo por lo que fuere, mi prosa sería siempre
la misma. Es cuestión entonces de palanca inicial o conmutador
intercalado por allí: misterios vitales de la producción, que nunca
se aclararán.”

4.2. Amor por el verso

En su primer libro, Los arrecifes de coral (Montevideo, Imp.


El Siglo Ilustrado, 1901), Horacio Quiroga intercala verso y prosa.
El libro no fue un éxito de crítica y sólo fue alentado el autor por Leo­
poldo Lugones, que le anunció un gran porvenir como prosista. Y a la
prosa se dedicó Horacio Quiroga. Pero su amor por el verso no desapare­
ció nunca del todo. En estas cartas, el autor de Los arrecifes de coral
no trata explícitamente el tema, pero implícitamente está contenido
en ellas: según hábito mantenido con otros corresponsales, la carta
2, de 28/VII/1910, es una epístola en verso, y más tarde aún, el
3/VII/1913 (carta 10), le anuncia el envío de unos versos, que se
publican a continuación de la carta, y de los que dice le parecen
tener “cierto dejo de cantata romántica que no ha de desagradar a las
doncellas.” Aunque, desconfiado de la validez poética de la compo­
sición, agrega: “Lo que sí, no deseo firmar eso. Si le gustan para
su revista, póngale título y firma que le parezca bien. No la mía.”
El amor al verso no le impide ser lúcidcy Aunque bien versificado,
el poemita es débil y tiene un dejo modernista que extraña en
quien ya había escrito cuentos de tan recia textura como, entre otros,
A la deriva, El alambre de púa. Los pescadores de vigas, aparecidos
en Fray Mocho en los meses anteriores.

4.3. Los trabajos y los días

Las cartas a Luis Pardo abundan, como era inevitable, en refe­


rencias a la actividad literaria de Horacio Quiroga, pero aluden
también continuamente a su actividad de pionero agrícola. Como
las cartas se motivan en la primera actividad, estas alusiones a la
segunda confirman la verdad de esta aseveración: “Me siento tan
bien y tan digno cardando como contando”, que figura en carta
de Quiroga a Ezequiel Martínez Estrada, datada el 22/VII/1936.
Lo cierto es que en su correspondencia —no sólo ésta sino también
las mencionadas al comienzo de estas páginas— Horacio Quiroga
entremezcla equilibradamente los temas literarios y los agrícolas,
como si no pudiera escribir 6obre los primeros prescindiendo de
los segundos. En esta correspondencia, los temas literarios y los
agrícolas aparecen en forma de rápidos chispazos, porque la mayor
parte de los textos son apenas misivas rápidamente escritas con
objeto de comunicar un hecho bien concreto. Pero esos chispazos
son iluminadores y adquieren otra dimensión en las dos cartas
más importantes del conjunto: la 17, de 23/IV/1913, y la 38, sin
data, pero que, como se ha indicado, corresponde al año 1925. La

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primera da una imagen cabal y muy completa del hombre Quiroga
en su ambiente misionero y tiene un hermoso extenso pasaje donde
narra vivamente la mordedura de víbora sufrida por una sirvienta
y la posterior búsqueda del ofidio. Este pasaje, además, prefigura
un episodio intercalado en un cuento, El peón (La novela semanal,
Buenos Aires, Año II, N° 9, 14/1/1918), escrito casi cinco años después.
En el cuento figura, incluso, la misma exclamación (¡No me hallo con
esta mordedura!) que el dolor arranca a la sirvienta. En relación
con esta carta conviene consignar que “madama mi suegra”, según
expresión de Quiroga, es la madre de la primera esposa de Quiroga,
Ana María Cirés, que, al enviudar en enero de 1911, se radicó en
Misiones, en predio próximo al que ocupaban Quiroga y Ana María.
En cuanto al Soiza mencionado en la carta, es el periodista Juan José
de Soiza Reilly. Fue un periodista de talento pero sensacionalista
y egolátrico. Sus artículos están escritos con brillo pero plagados
de inexactitudes. Contribuyó a crear el mito de la morfinomanía
de Julio Herrera y Reissig, con artículo publicado en Caras y Caretas
(Buenos Aires, 10/1/1907) y titulado Los martirios de un poeta
aristócrata. En cuanto a la carta 38, complementa, con nuevos datos,
la visión de la vida selvática de Quiroga. Especialmente, en lo que
atañe a la vida familiar, como se ve en las referencias a Eglé y Darío.
Recuérdese que en esos años, Quiroga, viudo, debe atender la direc­
ción de la casa. Y que su viudez explica su exclamación hacia el
final de la carta: “No hay aquí una mujer que merezca el nombre
de tal. Perra cosa.”

4.4. Personas

Como en casi todas las cartas de Horacio Quiroga, éstas abun­


dan en mención de personas a las que recuerda desde su soledad
misionera o requiere datos sobre ellas o de las que comunica rasgos,
si son las que conviven con él en San Ignacio. Sobre algunas de esas
personas, ya se ha informado en el curso de estas páginas. Hay tres
más sobre las que conviene decir algo. El Romerito tan citado en
estas cartas es Rodolfo Romero, del grupo de Fray Mocho, y que
escribió una breve presentación de Horacio Quiroga precediendo la
publicación de Un drama en la selva; El imperio de las víboras (El
cuento ilustrado, Buenos Aires, Año I, Tomo I, N? 1, 12/IV/1918, con
dibujos de Málaga Grenet y Sirio, también citado en las cartas). Este
cuento tomó después otro título: Anaconda. Se menciona, asimismo,
con frecuencia a Glusberg, escritor chileno, con larga actuación en
la Argentina y que se firmaba Enrique Espinoza. Es imprescindible,
por fin, una meción a Isidoro Escalada, citado en la carta 38. Fue
durante años el fiel peón de Quiroga y casi un segundo padre
para Eglé y Darío. En la ya citada obra de Delgado y Brignole, estos
lo definen así: “.. .vecino estimadísimo, hombre de trabajo, humano,
bueno y servicial, en quien Quiroga depositaba una confianza abso­
luta, dejándolo al cuidado de su casa y de su predio cuando venía a
Buenos Aires.” Se conocen 16 cartas que Horacio Quiroga escribió
a Isidoro Escalera y cuyos originales no se custodian en Archivo

15
Itocumenhd tic la Riblioteca Nacional. Fueron publicada» en: El
ñamado ideal de Horacio Quiroga y cartas inéditas de Quiroga a Isidoro
líacalera. Prólogo y estudio preliminar de Antonio Hernán Rodríguez,
j (entro de Investigación y Promoción Científico-cultural • Instituto
Superior del Profesorado "Antonio Ruiz de Montoya", Posadas, 1971).

ARTURO SERGIO VISCA

• la d año 1963 fue incorporado a la Biblioteca Nacional constituyendo su


Tpu:iaam*r de Investigaciones.
f***
** FruUa —• han existido, si se perdieron o destruyeron— otros conjuntos
4e arta de Horacio Quiroga. La segunda esposa del escritor, por ejemplo,
me ha comunicado personalmente que posee 40 cartas dirigidas por
'jaurofa a ella.
L> carta a Ezequiel Martínez Estrada, a quien Quiroga le abrió como
a jaesn n intimidad, sólo se lee este escueto comentario, escrito el
K, 1111936: “Por fortuna, todo pasa, como pasó el trastorno formidable
ga« fue puré mí la muerte de mi primera mujer.”
La Baeaeáo Quiroga. Cuentos escogidos. Selección y prólogo de Guillermo
da Torre. Madrid, M. Aguilar, 1950).
CARTAS INEDITAS
DE
HORACIO QUIROGA

— 1 —

Alto Paraná - Britania, Diciembre 23-7

Mi estimado amigo. Envióle lo adjunto. Por aquí hay increíble


cantidad de alimañas aéreas, pues parece que hace 14 años no había
llovido tanto en primavera. Con todo, buen país. La maquinita del
amigo de ahí presta sus servicios, bastante medianos, á decir bien.
Espero llevar algo interesante. Supongo no habrá novedad en esa sana
casa. Entre tanto, lo saluda cordialmente, con afectos.

H. Quiroga

Por cualquier inesperado asunto, estaré hasta el 15 de enero


en Misiones, dirección Posadas — y desde esta fecha en adelante,
dirección Corrientes.

— 2 —

S. Ignacio, Julio 28 - 10

Amigo Pardo: No sé
qué efecto pueda causarle
esta manera de hablarle
en lenguaje que es de usté.

sea tan sólo en la forma


llamada, por mengua, verso;
si el tal me saliera adverso,
que a Usía 6Írva de norma.

Es el caso que antes de hoy


pensé escribirle, diciendo
todo lo que voy haciendo
en mi vida de cowboy.

Y así sabrá que he comprado


una vaca con su cría,
y una señora cabría
con un chivato endiablado.

17
Y que tengo dos caballos,
una oveja, chica aún,
un agutí mamón, y un
diorama de grandes callos.

En el semestre corrido,
planté tres mil pies de yerba,
puestas, por hoy, en conserva
(perdone la v su oído)

de estación; vale decir


que brotarán en Setiembre
ó en octubre ó en noviembre:
¿qué más le puedo decir?

El amigo don Vicente


que parte para ésa el viernes,
con una aventura en ciernes,
según decir de la gente,

informará a Vds. mismos


de cuanto quieran saber.
Por lo pronto, mi mujer
porta un infante en abismos.

Entre tanto, le diré


que esa mordaza que ha puesto
el cancerbero indigesto
de la agencia policial

a papeleo y revistas
es una cosa estupenda;
de aquí, luego que suspenda
su folletín de anarquistas,

siendo así que el tal escrito


veníales de perilla,
como una forma sencilla
de aprovechar el delito.

Y algo de cuestión interna,


que le enumero por lista:
¿Qué fin tuvo la revista
de aquéllos largos de pierna?

¿Y es posible que no sea


más director de Pebete,
aquel alto mozalbete,
cuñado de su Correa?

18
¿Y por qué Rúas llenó
en tan zonzas confusiones
cierto cuento de elecciones
que nadie a concluir llegó?

Siendo así que su evidente


Sinfonía de la moda,
sabíale casi una oda
inacostumbradamente.

Y así, Cristóbal de Castro


paréceme que ha de ser
poeta de gran valer,
según su incipiente rastro.

Para final, dé recuerdos


al atleta Romerito,
y a aquel hombre tan flaquito
que no nos tuvo por cuerdos

a Romerito y a mí,
por cierto Gustavo Adolfo
que era apenas llorón golfo
para el ex dios de Mimí.

A Rúas, que se sujete


y que no ajedrice tanto
su muy natural encanto
de retruécanos al cohete.

Para Hohmasai, mi saludo


de cofrade singular.
¿Es que olvidó el dibujar?
Ya no veo su peludo

sistema de medio estopa,


con la asiduidad de antaño.
Acaso le falta paño,
ya que anda escaso de ropa.

Hubo también un doncel,


Ortiga, por nombre propio
que era, de gracias, acopio;
¿qué demonios se hizo de él?

Y Flores, larga delicia,


carrerista de primera,
que no ganó una carrera
con verdadera injusticia.

(1) De Vd., Pardo.

19
Y Cao, discreto, que las
discusiones siempre elude,
y a cuya casa no pude
llegar sin Pernaud, jamás.

Y en fin, amigo, mi afecto


a todos los ya nombrados,
y a los otros malhadados
de quienes no hablé al respecto.
H. Quiroga

Con prosa pausada, prométole la próxima semana dos


cuentos, uno de 1 página y el otro de 3.

— 3 —

S. Ignacio, Setiembre 26 - 10

Amigo Pardo: Recibí su factura, llena de interesantísimas no­


ticias sobre esos sus súbditos y aliados. Sabrá que le he de contestar
muy largamente —siempre en verso— invitando-os á gozar de los
sanos placeres campestres.
Esta, entre tanto, tiene por simple objeto advertirle que me
debe Vd, por compasión al ausente, un mes de plazo para el artículo
de número almanaque. Esto es, lo recibirá Vd. a fines de Octu­
bre. Y tendrá dos solas páginas. Ya ve bien merece esa espera.
En estos días irá cuento de una página. Se trata de una pan­
dorga. Si uno de esos que dibujan ilustra desde ya un sujeto re­
montándola, con fondo de bosque, se gana tiempo. Hasta pronto, le
saluda con cariño
H. Quiroga

— 4 —

S. Ignacio, Noviembre 28 - 10

Amigo Pardo: Va artículo 1 página. Además va eBte pedido: ¿Le


es posible pagarme adelantado un folletín de cinco números que irá
á principios de Enero? El asunto sería cierta venganza de una familia
de tigres, uno de los cuales ha sido apresado, amaestrado y obligado
á hacer piruetas en un circo, hasta que se escapa. Acechan y redu­
cen a los [malfatores?], hasta que los pescan. Todo por el estilo del
primer folletín que hice.
Si le parece bien, hágame remitir el dinero. Y el relativo á este
anticipo, si no lo toma a mal.
A todo evento le mando recibo de folletín.
Y con mucho afecto
H. Quiroga

20
— 5 —

Posadas. Diciembre 16 . 10

Amigo Pardo. Recibí su carta y giro, contentísimo de las tierní-


simas entrañas de esa honorable empresa. En cuanto a lo de Payró,
puse así para localizar un asunto de por sí endiablado. Entendí que
cuanto más difícil de ser creído es un asunto, tanta mayor necesidad
de ubicarlo. Todo esto, si Vd. perdona. — A mi vez, y con formato
ajustado al suyo, si Vd. cree que las esferas administrativas de la
revista se van a desquiciar por esa malhadada cita de un valor tri­
vial, quítela, amigo Pardo. Sabe Dios que ni Miguel Mihanovick
ni Zum Felde —a quienes cité una vez— me han retribuido el home­
naje. En fin, haga lo que le parezca.
Escribí al Romerito, pidiéndole algún dato sobre máquinas foto­
gráficas. Si lo tiene siempre á mano, avívele el seso.
Vine ayer a Posadas, so pretexto de retirar ciertos títulos defini­
tivos de mi chacra. Héme esta vez propietario en realidad, y con de­
recho a pisar, pisotear y sacar 500.000 m2. ¡Cuán poco es Vd. y
sus mezquinos 400 ó 500 m2, comparado malignamente con aquello!
Sé por ahí que Blasco Ibáñez había salido por estas tierras. Si no
lo ha hecho aún, anímelo a bajar un par de días en S. Ignacio. Vería
clima y yerbales.
Entre tanto, buena salud personal y la que puedan contribuir
a darle sus chicos. Afectos por ahí, y siempre suyo

H. Quiroga

— 6 —

S. Ignacio, Diciembre 26 - 10

Amigo Pardo: Va artículo dos páginas. Como Vd. debe saber


y sabrá notoriamente, mi situación de fortuna no es espeluznante co­
mo excesiva. De aquí que si tuviera Vd. la amabilidad de hacerme
enviar el importe de los paparruchos lo más pronto que sea posible,
mucho ganaría con ello el bienestar de mi casa.
Por igual motivo de pobreza brava no mandé más que diez pe­
sos por Giménez. Pero con gran cariño accedí a los veinte más que
Vd. me indicó. Puede Vd. descontar ellos del importe de este
artículo.
Qué tal ahí? Por aquí sin novedad, a no ser una sequía des­
comunal.
Afectos a los muchachos y siempre suyo
H. Quiroga

Hoy le hago telegrama. Cuando le pedí los doscientos pesos


a cuenta del folletín me olvide de decirle que tenía apuro, pues el
nuestro chico está por nacer muy pronto, y apenas si dará tiempo
a que se le compre una ombliguera —sic—

21
7 —
S. Ignacio, marzo 6-11
Amigo Pardo: Llegó carta y dentro, giro. Va cuentucho, pasa­
blemente largo: ¿qué haces, Dios mío?
Hacia el 25 de éste —no más— saldrá de aquí folletín melan­
cólico, llamándole así no por su asunto, sí que por haberme gastado
en sucios pañales su pulcritud literaria. Vd. sabrá bien de ello.
Soy, ciertamente, padre efectivo, por más que su reticente efec­
tivo pudiera hacer creer que me he vanagloriado alguna vez de hijos
ajenos. Es una chica flacucha y forzuda, hambrienta y fastidiosa.
Esto me cohibe correr ante el bosque y gritar abriendo los brazos:
¡soy padre! — cuan indudablemente hizo Oses en la su ocasión.
El Romerito anda escaso de epístolas conmigo. Últimamente me
pedía con urgencia que le escribiera para sostener su desamparo avi­
cultor. Como ahora seguramente se come sus pollos, no precisa
segundo.
Me considero capaz de otro folletín para el transcurso del año,
siempre que Vd. se considere capaz de solicitarlo.
¿Y el dibujo de Aurelio? Vea que me costó 30 pesos, 10 por
derecho propio y 20 que me regaló Vd. Suyo, mande cuadro.
Afectos a los muchachos, y muy suyo
H. Quiroga

— 8 —
S. Ignacio, Abril 27 • 11
Amigo Pardo: Va cuento de dos páginas. Si Vd. insiste en impri­
mirlo como “los ojos sombríos” y otros, en tipo grande, podrá dar
tres páginas. Pero en el fondo de mi conciencia yo cuento dos, por­
que no pasa todo el artículo de 2.300 palabras, cifra máxima y fatal
de las dos páginas.
Cobré giro en Posadas. Me obligaron a cobrarlo allá sine qua
non dinero. Gasté 20 pesos de viaje. Por todo lo cual envíeme mo­
desto giro epistolar.
Hace frío y parte correo.
Hasta otra. Suyo
H. Quiroga

— 9 —
S. Ignacio, Agosto 24 - 11.
Amigo Pardo: van dos historietas, tasadas en 1 página y 1 J/2‘
En el próximo correo le envío aún otro de 1 y2- Mucho es, amigo,
pero su apetito, más o menos grande, ha sido siempre fuerte de los
artículos a que llaman cuentos. Perdona?. Venga algún día carta
suya —larga dice Vd.— y lo saluda su amigo
H. Quiroga

¿Le es bien mandarme colosal importe todo junto al recibo de


mi próximo bodrio?. —

22
-10-
San Ignacio, julio 3 • 1912
Mi amigo Pardo: Le envío versos que a ejemplo de Giménez
Pastor, hago en la vejez. En verdad, estaban casi hechos de mucho
tiempo atrás, cuando Lugones me perseguía en mi propia factura.
Los he arreglado, pareciéndoine tienen cierto dejo de cantata román­
tica que no ha de desagradar a las doncellas. Lo que sí, no deseo
firmar eso. Si le gustan para su revista, póngale título y firma que
le parezcan bien. No la mía.
Enviaré en próxima semana folletín y acaso artículo. ¿Recibió
uno A la deriva? Me extraña Romerito no me haya dicho nada.
Cuando Gozalbo bajó a ésa, busqué a outrance la famosa urra­
ca azul, sin hallarla. Mas ella ha de ir, aunque deba llevarla yo,
cuando Dios quiera que vaya.
Muy bien por aquí, salvo algún contratiempo de que Romerito
acaso le hable. En este caso, le ruego haga acordarse a aquél de res­
ponderme enseguida.
Le deseo paz en su casa, prosperidad en ésa, y lo saluda su amigo

H. Quiroga

Tengo en el fondo de mi cerebro,


bajo la cripta de mis amores,
una capilla, donde celebro
la corta misa de mis dolores
¡Pobre capilla de mis amores!

Lloro en silencio; con ese llanto


en que tus lágrimas están conmigo
como mis penas en ese encanto,
vuelvo al pasado con ese llanto,
toda esa dicha que fue contigo!

Y todo muerto, todo pasado!


como aquel cielo de luz clemente,
como ese cielo que se ha velado,
y sólo vive de ese pasado
la luz de dicha que hubo en tu frente!

En las más dulces tardes de otoño,


surgen las rosas de tu sonrisa
y las violetas de tu alto moño.
Como esa dulce tarde de otoño,
mi alma contigo se diviniza!

Graves, morían en tus pupilas


nuestras fatigas. En la callada
sombra, morían las tardes lilas...
y a la caricia de tus pupilas
mi amor, de nuevo, se desvelaba.

23
Y cuando en torno de ese miraje
que de ti tiene su íntimo encanto,
emprendo el diario y oscuro viaje;
y mi alma vuelve de ese miraje
pura, de haberte querido tanto,

dejo en la cripta de mis amores,


triste santuario que creó tu olvido,
todo el recuerdo de lo que ha sido
la corta historia de mis dolores...
¡pobre capilla de mis amores!

— 11 —

San Ignacio, noviembre 6 - 12

Mi buen amigo Pardo: Después de largo silencio escribo hoy


mandándole artículo 3 páginas, bastante sucio por haberse embarra­
do en un temporal de días atrás. Vd. me disculpará ante los señores
tipógrafos.
Me he acordado también de la chancelación de los $ 300 con­
sabidos. ¿Es que debo pagar mucho aún? (supongo que a Vd., que
había tenido la cortesía de hacerlo por mí). He perdido cuentas,
aunque creo deber aún. A efectos de ello, le ruego me retenga $ 60
del artículo, mandándome el resto por giro.
Fastidios, quehaceres agrícolas y en especial falta de voluntad,
me han hecho haraganear más de lo debido. Prométole más asidui­
dad colaboratriz, entendiendo que siempre mi coparticipación en
Fray Mocho les es grata, según me decía nuestro director otrora.
Ayer probé en definitiva una muestra de vino de naranja que
hice. Quien dice entender lo halla muy bueno —oporto, jerez— y
cuando las pruebas que he repetido hoy estén a punto, mandaré
a Vd. para que se enternezca en él. Va también miel.

H. Quiroga

— 12 —
S. Ignacio, diciembre 6 - 12

Amigo Pardo: Extrañado de no haber recibido sobre colorado.


¿Llegaron las historias? Como Vd. sabe, muy pronto es fin de año,
y aunque juez de paz, quisiera pagar a algún acreedor. Por iguales
fines mando en próximo correo artículo de dos a tres páginas, rogán­
dole se ponga Vd. bien en la cabeza lo violentísimo que me sería
entregar un asunto que requiere varias páginas, relatándolo en una.
¿Entendido?
Afectos a los chicos, y amigo suyo
H. Quiroga

24
— 13 —

S. Ignacio, diciembre 9 - 1912

Amigo Pardo: Va historia prometida. ¿Quiere decirle a Rome­


rito si me puede hacer mandar cuatro cajas flacas 9 X 12? No tengo
un centavo y las necesito para notas. Descontaríamos. Friere de no
olvidarse.
Suyo
H. Quiroga

— 14 —

San Ignacio, enero 10 - 1913

Amigo Pardo: Expondré primero mis quejas. En el artículo


“Los inmigrantes”, fuera de algunos disparates chiquitos, había uno
no despreciable: los inmigrantes esos eran de Silesia, alemanes desde
luego. En F.M. dice Liberia. Es tan raro un sujeto de este país, aquí!
Pero como la letra de mi mujer debe de tener la culpa, paso al otro.
En “La reina italiana” falta por ahí una línea entera, enflaqueciendo
así el párrafo. Me apena, porque casualmente ese párrafo me gustaba
bien. Pídole, pues, protección.
Van en un fardo postal dos tarros de miel, utilidad mía, uno
para Vd. y otro para Romero. Tal vez por la saca, la miel está un
poco azucarada, y el perfume no es excesivo. Pero los sendos chicos
de Vds. la apreciarán. Les mandaría mucha mayor cantidad si hicie­
ran mención al respecto. La tacuara es para Cao, por ser éste vaga­
mente selvático. No está demás recomendar cuidado para abrir la
hucha, pues rebosa de miel.
En próximo correo mandaré muestra de vino de naranja. Irá
también artículo, bueno y largo, esto después de lo otro.

Buenos afectos
H. Quiroga

— 15 —

S. Ignacio, enero 14 - 1913

Amigo Pardo: Va historia largucha. Pídole buena intención para


con ella, porque me place muy mucho como ha salido. Si así le
place a Vd. también, dígnese mandarme su importe lo más pronto
posible. Acuérdese de su juez de paz de antaño, y piense que yo soy
aquel buen hombre, y el cliente pobre además.
A Romerito mando instrucciones sobre el vino de naranja. Llá­
melos Vd. al orden si quieren macanear. Muy suyo
H. Quiroga

25
— 16

Febrero 24 - 1913

(como el drama de Werner)

Viejo amigo Pardo: Después de uno y medio mes de silencio,


hacia Vds. salvo al amigo Glusberg, me evoco a su memoria de Vd.
mediante un dulce de guayaba que acompaña a ésta. Buen. dulce,
a fe, que a pesar de guardar algunas semillas, no dañan éstas a su
gusto. Podría agradecerle, eso sí, la devolución del envase, propio
de víboras, como Vd. bien ve. Un frasco así hace las delic/i/as de
cualquier aficionadillo.
He de llevar otras golosinas, que comeremos juntos en el almuer­
zo que Vds. me deben — y desde años! Hoy por hoy vamos andando
alegres, con el tiempo ya contado, pues estaremos de vuelta a fines
de marzo.
Espero que se halle Vd. bien, a pesar de Franco. Y hasta pronto,
entonces.
No recuerdo si toman mate en su casa. Al alemán le envío un
poco de yerba. Hágaselo saber, por si se ha mudado.

H. Quiroga

— 17 —

S. Ignacio, mayo 28 - 1913

Querido amigo Pardo: Buen placer con su largo documento.


Quiero creer que a falta ese día de correspondencia sin. estampilla,
empleó su tiempo en escribirme. Bendito desahogo, que me agrade­
cerán los colaboradores.
Pláceme también que le gusten noticias coloniales. Dado su
urbanismo a toda prueba, no creí que detalles de carpidas o goteras
lo fueran. Le contaré, pues, varias cosas.
Respecto a goteras, no podré ir a ésa a charlar con nuestro
amigo Lugones, a causa de una infinidad de aquéllas que me hacían
la vida muy dura. Menos mal en verano; pero en invierno cuando
viene una lluvia de 70 milímetros en dos horas (Vd. no se figura
lo que es esto; es una cosa horrible) las cosas se volvían imposibles
en nuestra pieza. Así es que con los 200 pesos que hubiera empleado
en el viaje a ésa, compré chapas coloradas, y estoy acomodándolas
como Dios quiere sobre el primitivo techo de tejas de madera.
Idem: compré las chapas a crédito; pero para ir a B. A. hubiera
tenido que recurrir a Vds. y estaba ya un poco cansado de vivir
pagando lo que ya me había gastado. Es así que desde hace un año
y medio no percibo directamente un centavo de lo que escribo.
Entre pagaré del famoso Banco Industrial, y una pareja de ellos
aquí, roe llevaron todo. Recién ahora, con “El Solitario”, tengo unos
pesos para mí.

26
De todos modos, iré allá hacia octubre o noviembre. Los 200
pesos que Vd. me ofrece con otro folletín, servirán para eso. Claro
es, iré solo, por 15 días. Ya se que estaba inquieto por eso de los
folletines. Como el anterior demoró bastante en aparecer, y como
fue ilustrado de un modo más bien peregrino, temía por él. Bien
sea su ofrecimiento.
Todo esto no es justamente confidencias coloniales, según pro­
mesa; pero sigamos charlando. Vi en nota de morfinomanía de Soiza,
alusión a mí. Me alegra por él, probando su recuerdo que no obstante
el espacio que ocupa en el arte, deja lugar a los otros. Por lo demás,
este Soiza me ha apreciado siempre, aunque luego diga Vd. que
no me honra mucho esto.
Me parece que el Rúas? anda un poco en decadencia; ¿no le
parece? Un poco más de ideas o menos —o igual— juego malabar,
no le vendría mal. ¿Es que Térra, Alberto Térra, no está más con
Vds.? Vi algo suyo en C[aras] y C[aretas] de donde la inquietud a su
respecto. Esta revista de C. y C. se parece como un huevo a otro a una re­
vista ideal que estuviera hecha por Puga, Villalobos viejo y Castellanos.
Sé que el 1Q y el 3? impulsan a C y C; pero los tres citados solos
lo harían igual. Lo cierto es que me pierdo en ella, como en “La
Argentina”.
Estuvo por aquí por 3 días y hace otros tantos, un tal Hauman-
Morck, botánico, que vivió en casa, y a quien no conocía. Sujeto
magnífico, con mucha mayor cultura literaria que la mía. Quedé
encantado con él, y supóngase los relinchos que daría yo, después
de un año y medio de soledad. Me vino con una tarjeta de Posadas;
lo acompañé a ver yuyos, y a la [media?]. Pero nos descubríamos
mutuamente la coyuntura. Lo llevé al hotel, donde había dejado
su valija, pero allí me confesó que si no me molestaba, volvería de
noche a casa a charlar aún. Luisa, se quedó hasta las doce, para
volver al día siguiente a tomar café con nosotros y no dejarnos más.
Indudablemente, para mí, uno de los hombres de inteligencia más
alta que haya conocido. Y excelente muchacho, menor que yo, con
el que volcamos juntos de nuestro sulky. El preámbulo es para esto:
me dijo que tenía gran estima por Cándido Villalobos. ¿Es creíble
esto? No sé nada de Villalobos, fuera de un aforismo de la mala
lengua de Romero: “el gran hombre”, le llama. Ilústreme al respecto;
tengo muchas ganas de saberlo.
Cuando vaya a ésa, llevaré buen stock de veneno de víbora, y
con Hauinan Morck, que es profesor de la Facultad de Agronomía
de la Chacrita, haremos experimentos sobre llantén-veneno. Si re­
sulta, como espero, estamos de fiesta los que vinimos por aquí. Este
año las víboras han hecho de las suyas. Volvieron a morderme otra
sirvienta, sin éxito; por suerte. La muchacha, llorando de dolor,
decía: “¡no me hallo con esta picadura!”. Desde algún tiempo atrás
se decía que cerca de casa —tres cuadras— vivía una yarará desco­
munal. Hace un par de meses fue vista en el sendero que va de
casa mía a la de mi suegra. Al día siguiente pescó a una foxterrier
de aquélla que alcanzó asimismo a vivir cuatro horas. Mi mujer,
que la vio y curó —malamente, porque madama mi suegra no resistía
a la inquietud de la perra con las inyecciones de permanganato— me

27
dijo que loe dos pinchazos de la víbora tenían una separación de
tres a cuatro centímetros. Total, al otro día, de buen sol y viento
[norte?], me fui a buscar a la víbora. Lo curioso de esta buscada
—y por eso se la cuento— es que tenía que hacerla en un yuyal de
60 centímetros, apartando con buena cautela el yuyo para poner
el pie, y una vez en firme tantear [...]. Mondieu, al cabo de unos
minutos los nervios se ponen de una cobardía única; el menor yuyo
movido, la más vaga coloración en el suelo casi invisible, hace cos­
quilleo. Algo como la superstición que agarra en tal circunstancia
al hombre menos supersticioso. Lo cierto es que estaba seguro de
que el bicho tenía que estar infaliblemente por allí, y de aquí lo
anterior. La encontré, por fin. Pasó por delante de mí, tocándome
casi las botas, bien despacio. Se paró a mirarme, y le estropeé la
cabeza con el machete. Tenía 160 de largo, buen tamaño para yarará.
Le saqué 24 gotas de veneno. Algo de esto va en una nota para
Romero.
Entre las mis muchas profesiones, tengo la de ser perito en
cuestión ofidios. Nadie aquí ni en todo el norte, las conoce como
yo. Pero son también incalculables los informes de oídos y de visu
que tengo. No hay cosa de mordedura en hombre o animal que
no me lo haga contar con mínimos detalles, y es por esto que cuando
el gobierno me cree una estación de seroterapia ofidiana, seré útil
a la humanidad. Hay mordeduras que dan parálisis súbitcs, y otras
del mismo animal que no dan casi nada. Fuera de la receptividad,
diferentes en los sujetos, del lugar de la mordedura o de la casualidad
de pinchar un vaso, de la época, etc., hay sobre todo una observación
de Calmette, por la cual se ve que todos los individuos que se asustan
mucho con el percance, tienen síntomas más graves. Vds. tienen allí
el mismo fenómeno en las epidemias.
Le cuento largo e6tas quisicosas, porque interesan a los hombres
que viven bajo los cables eléctricos. Pero sépase, amigo Pardo, que
en mi tierra donde ayudé a florecer a mi infancia dando de palos
a toda víbora, hay muchas más que aquí, y entiendo que lo mismo
pasa en esa provincia inmediata. Lo que asusta aquí es el tamaño
de los bichos, y en especial, que todo se sabe. Mi registro civil
abarca más de 150 leguas cuadradas, y el año pasado ha muerto un
solo individuo de mordedura de víbora, y ésta una vieja de 70 años.
En Francia hay anualmente 400 casos de mordeduras. Esto va no
tanto para Vd., que tiene nervios discretos, como para Romerito
que en hablando de víboras subtropicales se vuelve una doncella.
Hauman Morsk, el hombre de que le hablé, al enterarse mal
que bien de mis finanzas mezquinas y de mis especialidades conco­
mitantes, me ofreció el puesto de abastecedor de yuyos del Museo
de H. Natural y de otras cosas. Debo juntar pastos y hojas de árboles
de toda especie, poner tres ramitas entre 2 hojas de papel, anotando
fecha de la prueba de la recolección y de la floración, si es posible.
Por ello pagan 25 centavos la muestra. Hauman dice que aquí había
(alrededor de casi, no más) 3 a 4 mil especies. ¡Curioso, todo esto!
Luego, habiendo sido propuesto yo por tener en casa una estación
meteorológica —que está en este momento en otra, poco idónea por
ausencia del observador— Hauman moverá la cosa, muy. contento

28
de hacerlo porque no le acepté un termómetro que me quiso dejar.
De modo que armaré el más grande disparatadero posible en cuanto
a procederes para ganar plata.
La gente continúa cayendo en este país. Hay dos nuevos esta­
blecimientos de yerba mate, y en vísperas de fundarse otro. En total,
cuatro empresas con ideas de llegar a 500 hectáreas cada una. La
más antigua tiene ya 600 hectáreas plantadas. Hay yerbales par­
ticulares de 50 hectáreas con aspiración a más, y mi suegra se ha
ingeniado para tener 10. Yo tengo 9 plantadas, en las que he hecho
un cerco vivo so pretexto de ... a los curiosos plantadores.
Gozalbo y compañía no sé cuantas hectáreas, pero algunas en
unos cerros tan raros que cuantos van a visitarlas prometen no volver
a hacerlo nunca. Cuando Gozalbo no quiere que un sujeto vuelva
a verlo, lo lleva a sus parajes. No se, en verdad, cuánta gente tiene;
pero sí que está trabajando siempre en plantar más. Se me ha mos­
trado un poco apenado del ofrecimiento de [... ] y Rúas. Le dije
que cada cual sabe donde le aprietan los suecos y los zapatos,
y se reserenó.
Tenemos ahora un médico de verdad. De donde Gozalbo vol­
verá a su farmacia exclusiva, con más eficacia para su bolsa.
En el ensanche de la planta urbana que han creado, hay frac­
ciones de /4, ^2 Y 1 hectárea, a $ 10 la fracción mínima. Para
cualquiera, tal cognpra no tendría interés, pero para un yabebirense
acaso le agradara el asunto. Cierto es que hay obligación —escrita,
por lo menos— de edificar en piedra, hacer pozo, alambrar. Pero
como hay 3 o 4 años de plazo para esto, no sería nunca plata perdida,
previo traspaso. Hay lindos lugares lindantes varios con la chacra de mi
suegra. Yo he reservado una hectárea, la más próxima a mi chacra,
de la que dista 500 metros, justos y cabales.
La carta no salió carta. La hallé larga de más, porque hoy por
hoy, incluso Gozalbo, soy lo más interesante de este país para Vd.
Pero como recibir a fondo ayuda mucho cuando el receptor se entre­
tiene un tanto, acúseme dos líneas de recibo agradable. Entonces
le mandaré miel, una especie de marrón glacé de mi sabiduría, y
más cartas largas.
Recuerdos a I03 muchachos, y un afecto de su siempre amigo

H. Quiroga

— 18 —

San Ignacio, octubre 2 de 1913

Amigo Pardo: El deseo de escribirle más largamente fue acele­


rado anteayer con la llegada a mis manos de un papelito amarillo
de Puig [Caradino?], amable y profundo administrador de nuestra
revista. Aquel era una cuenta, un cómputo o una planilla, en que
estaban perfectamente especificadas mis colaboraciones, su valor y
las remesas a mí enviadas. Por cierto que el término: “nuestra entrega
en efectivo”, término que estoy harto de leer en las cuentas de las casas

29
de comercio de aquí, y aplicado esta vez a cosas un poco espirituales,
me conturbó. Mas lo malo viene luego, cuando en pos de la alegría
de ser tasada en $ 200 la nota de víboras, vi que no era acreedor
más que a cien pesos. La cosa me era tanto más dolorosa cuanto
que creía recordar bien que antes de la citada nota, estábamos a
mano. ¿Error en Puig? ni pensarlo.
Mas he aquí que mi mujer, persona interesada si las hay, y
que había comenzado en esta aventura por abominar de Puig, se
puso a olfatear la planilla por aquí y por allí, leyendo y releyendo,
hasta que salió con la suya: faltaba la nota “El oro vegetal”,
cuestión de yerba. Y como por ésta se abonó cien pesos, allí estaba
la diferencia, que consiste en S 200 a mi favor, en vez de cien.
¡Benditas sean las mujeres propias! Yo ni me atrevía siquiera
a escudriñar la planilla, convencido de la infalibilidad de Puig, viendo
así que este maligno sujeto se equivoca en contra del más lejano
e infeliz colaborador.
Este es el asunto famoso de la cuenta de Puig. Por cierto que hoy
mismo le escribo, diciéndolc que lejos de prestar conformidad a
su cuenta, pido que se me mande lo que es mío.
Nuestra estúpida tarea —mi mujer y yo— es contar las páginas
de avisos de F. M. en cuanto llega. Después vemos C y C, y muy
contentos cuando notamos suba y baja. El Romero, que con sus
pretensiones es bastante iluso, no ha sabido nunca ser un poco explí­
cito respecto al profundo problema de los avisos. Verdad es que
él fía en Puig, así como yo fío en Romero. Cuando vaya a ésa trataré
de entender algo más. Se que pasaron pellejerías al principio, cuando
tenían 44 a 52 páginas. Pero no comprendo cómo ahora, con un
número semejante de aquéllos, van mejor. Menos mal que hay
infinidad de cosas que no comprendo, y que Julio Castellanos,
por ejemplo, debe entender bien.
Este Castellanos es un tipo de agallas, creo que tan grandes en
negocios como en escribir, que es a lo que me refiero. A este respecto,
he recordado la definición de Vd. y Romero: “es un infeliz”. Real­
mente, llega apenas a eso.
Como le decía a Romero en carta anterior, la nota de víboras
me ha acarreado un pedido del Museo de Histeria Natural de esa,
consistente en bichos de aquéllas, y especialmente de los citados
en la nota. Hace tiempo ofrecí 0.50 por ejemplar a efecto de obtener
veneno, pero me trajeron dos malas. Ahora he recurrido a la gente
ofreciendo de $ 1 a 10 por ejemplar, según tamaño y clase, y ya tengo
tres, una víbora y dos culebras. Me dijeron ayer que en tal sitio,
un cazador halló cuatro vararás de cola blanca, variedad muy exter­
minada y bastante rara. Lástima esa pérdida.
Apronto además mi herbario, que tiene ya trescientas y tantas
muestras cada uno —son dos herbarios—. Así es que con esto y la
futura estación meteorológica de que hablé a Romero, me convierto
en hombre casi científico.
Tengo algunas cosas lindas aquí. En primer término, un po-
trerito de % de manzana, que rocé, quemé, carpí y llené de cierto
pasto llamado aquí polaco, famoso para los animales. Trasplanté
una por una matas de pasto de los caminos o de casa de mi suegra,

30
donde hay algunos manchones. Hice cosa de veintitrés mil veces la
operación, en la que empleé cuatro meses, porque no trabajaba sino
de mañana temprano, antes de la hora de oficina. Luego en la pri­
mavera creció el yuyo, tapando mi ¡tasto. Ayer concluí de cortar
éste a machete, y da gusto ver el potrerito ahora, verde y raso lo
que era [...] [...] es monte echado abajo y que ha rebrotado.
No hay expresión —creo— en español para denotar eso. pues —le
renuevo, que no es exactamente lo mismo. El gusto es particular
para mí, que la sudé como un perro. Seguramente la satisfacción
del gran esfuerzo corporal es más íntima que el intelectual, se siente
más, porque entró el elemento sudor. Vd. hombre bendito, no conoce
más que la segunda.
Tengo además chirimoyas que transplanté esta primavera, ha­
biendo averiguado que a despecho de lo que se dice, la chirimoya
soporta muy bien el trasplante, y aún prende de gajo; esto es im­
portantísimo. Me avisan de Posadas que chirimoyas de allí han fruc­
tificado a los cinco años. Como yo tengo ya algunos pies de cuatro,
espero comer de ellos. (Este “de ellos” me hace acordar de un
mucliachote negro del país, abrasilerado y zonzón. que se trajo días
atrás una mujer con tres hijos, no se sabe de dónde. Alguien le
preguntaba cuantos falsos (?) le había celado la primera noche, y
él respondió: “dois de ellos”).
Cuento para Soiza, o para el autor de “El perro de Morgan”.
Sabiendo que un poco de hollín (?) tiene tal complicada fórmula
química, y que el más insignificante yuyo la tiene extensísima,
[...] el progreso de los epitafios a grabar en un tubito de en­
sayo que contenga las cenizas del difunto, su fórmula química:
C2H N 02N Fe S4. Una etiquetita así, en el tubo bien [...] con
sus compañeros en una caja de homeopatía que lleva en el bolsillo
o guarda el jefe del Registro Civil, haría efecto. Si se quiere más
escrúpulo, la impresión digital bajo la fórmula.

Envié a Romero fotografía de este Yabebirí y parte del yer­


bal. Este marcha muy bien, no obstante la paliza del año ante­
rior que costó a La Yabebirí el 80 % de las plantas de ese año. Pero
como la “Plantadora de yerba mate” perdió el 85?%, y un Sr.
Alcaraz, el 90, todo va bien. Para darle una idea de lo que es una
sequía aquí, le diré que mi suegra había plantado 5000 pies en
agosto, justamente cuando comenzó la seca. En enero, a fines, fui
a ver aquello, y sólo había 30 o 40 plantas muertas, vale decir menos
del 1 %. La seca siguió, y al mes siguiente el 20 % estaba perdido.
En esto de las sequías pasa lo que en el frío, porque si bien uno
se expone cinco minutos tan sólo, sus efectos se prolongan 20 mi­
nutos más.
En otra le charlaré más de yerba. Hoy le mando artículo para
almanaque, confiando en que tendré tiempo de estar allí antes de
su publicación para echarle otro vistazo.
Hasta muy pronto, pues, y con afecto lo saluda su amigo

H. Quiroga

31
19 —

S. Ignacio, marzo 1’ 1914.


Amigo Pardo: Va artículo, con planilla de palabrejas, que pued
ser útil a los gramáticos de ésa y aún a Vd.
Sabrá Vd. que por aquí tuvimos una sequía atroz, como poca
veces la hubo. Había plantado en sociedad con un muchacho uní
hectárea de caña de azúcar, y la seca nos llevó la mitad de cañitas
Supongo que la inquietud de un dueño de revista debe ser tai
grande como la de un chacarero cuando hace rato no llueve; peri
aquél no tiene nada que ver, y el último se lo pasa mirando el cielo
el viento, y una porción de pavadas, setecientas veces por día.
Ahora, con lluvia desde una semana atrás, vuelve el ánimo
dispuesto a replantar la caña muerta, y a hacer negocios de [... ]
por lo cual me está llegando alambre Page, que compré adelantad!
a trueque de un herbario que encargaron. El mismo de la cañ¡
será el mayordomo de los [.•>..], lo cual está bien.
Rota la pesadez literaria —porque cuando ésta anda, difícil e
resistir— comenzaré mañana el folletín. Y no se olvide Vd. d<
hacerme enviar plata de Los Mensú, apenas la haya disponibh
para mí.
Desde aquí escribí a Constancio Vigil, reprochándole un tant<
que fuera tan difícil para el público, pues cuando traté de verlo allá
me dijeron que sólo el martes y el viernes es posible hallarlo, y es<
de 10 a 11. De paso, le decía que no escribiría en su opúsculo, po:
razones de amistad con Vds. Me contestó el hombre felicitándom»
por mi decisión, que honraba, etc. Curioso el sujeto, no?
Veo que siempre anda F. M. de los 40 a los 44> de avisos, sin qu<
C y C pase tampoco de los 8 o 10 más.
Escribí el otro día a Sirio, diciéndole cuanto me agradaba, per<
rompí la carta, por temor a esta probabilidad, por más lejana qu<
parezca:... “y tal es así, que hasta los colaboradores de tales revista;
reconocen a nuestros dibujantes...” Mas lo cierto es que Sirio m<
encanta.
Me dijo Romero que Vd. se llevó para sus chicos miel, rapadura
Ojalá les sea liviana, y que tan barata les sale. Miel no prometería
pero si quiere rapadura, puedo enviar.
Quiero hacer recordar a Romero cierto metal que le pedí; m<
urge.
Maldito folletín el “anillo venenoso” de Conan Doyle. Pero ta
hombre y nombre es mezquina cosa.
Y desalojada ya un tanto la bilis, salúdalo con la amistad d<
siempre
H. Quiroga

— 20 —

San Ignacio, noviembre 16-1914


Amigo Pardo: Le envío dos cosas, una de dos páginas par¡
número almanaque, y otra corta. Aunque no muy corta cabe ei

32
una página, pues no es más larga que algunas que aparecieron en
color en viejos tiempos. He reducido lo posible, mas no se puede
honradamente más.
Demoré algo en enviar, siendo culpable de esto el correo, ende­
moniado hasta ahora. Calculo que ésta le llegará el 19, según esfuerzo
postal que he hecho. Felicidad a Vd. y todos, de su amigo

H. Quiroga

En cuanto sea posible, le ruego me envíe lo que pueda. Tengo


mis dudas de que algo, pues Puig es un tanto olvidadizo con los cola­
boradores de campaña.

— 21 —

San Ignacio, Noviembre 20 - 1915


Mi estimado amigo Pardo: le mando artículo, que salió bastante
largo. Como el haber escrito, después de un año de gran depresión
en todo, es ya mucho para mí, no hago ni poco ni mucho hincapié
en la cuestión pago.
Como acaso le haya dicho Romero, ando gestando el vino de
naranja. Confío en que dentro de un mes sabré ya si ha salido como
se desea. En este caso, iré por esa en otoño. Quiera Dios que así sea.
Afectos en ésa, y con la amistad de siempre
H. Quiroga

Si hubiera tiempo, me agradaría corregir pruebas dado que


quepa el artículo.

— 22 —

San Ignacio, marzo 7 - 1916


Amigo Pardo: Va larga historia-cuento para muchachos chicos,
que creo gustará. Tengo 8 o 10 de esos hechos en la cabeza —cada
uno de media página—. Si le agradan, mándemelo decir con Romerito
para evitarme trabajo de escribirlos en balde.
Escribo hoy a Cao, invitándolo deferentemente a que quiera
hacer unas cuantas viñetitas para el cuento ese. El lo hará muy bien.
Hasta pronto, acaso, lo saluda
H. Quiroga

— 23 —

San Ignacio, marzo 29 - 1916


Amigo Pardo: Le mando artículo. Recibí ayer su epístola, con
la sorpresa imaginable. Como entre mis varios defectos, tengo el
de ser —si no más amigo— más comunicativo que mis amigos, creí

33
que se caía el cielo al reconocer su tembleque letra. Le he de escribir
largo, según deseo.
Afectos de su amigo
H. Quiroga

— 24 —

S. Ignacio, mayo 22-1916

Amigo Pardo: Le envío 20 cuentos chicos. Le advierto que las


páginas 12 y 13 están, por error, en la misma hoja. Más corto de lo
que ha salido, imposible. La otra vez me equivoqué al hablarle de
cuentitos de *4 página. Algunos pueden caber en esa extensión, y
si se quiere, todos. Pero quedan muchísimo mejor en un poco más
de desahogo, para autor y lector. Si el comentario ha de hacérselo
al chico de 5 años el padre, mejor que se lo haga el autor, con un
poco más de virtud, acaso.
Muy suyo
H. Quiroga

— 25 —

San Ignacio, junio 23 - 1916

Amigo Pardo: El motivo de mi telegrama fue ganar tiempo,


pues temiendo que no fuera aceptado, me apresuré a confeccionar
el cuento de chicos que le adjunto para que pudiera darlo hóy.
Me apena que no aparezca “Meningitis”. Como le pedía, devuél­
vamelo. Esperaré un buen momento para ver si lo pueden dar. Mas
como quiero retocarlo bien, hágame el bien de mandármelo.
Creo que Romero le habló de mis apuros de dinero. Mandé
por ello artículo a Vigil, mas he parado, y seguiré así mientras
haya en F. M. frecuencia de colaboración.
Muy suyo
H. Quiroga

— 26 —

San Ignacio, julio 28 • 1916

Amigo Pardo: ¿Me querrá mandar “La meningitis y su sombra”?


Me hace real falta.
Conjuntamente con artículo enviado últimamente, iban ilustra­
ciones. No tienen nada de famosas pero acaso sirvan para ganar
tiempo. En caso de que se publicaran póngales N. N.
¿Qué tal Vds. y la revista? Les deseo a ambos toda buena suerte.
Suyo
H. Quiroga

34
27 —

Misiones • San Ignacio, agosto 18 - 1916

Amigo Pardo: Recibí carta y comuniqué solicitud al Gozalbo.


Este sufre en sus yerbas la crisis genérica, aunque se librará con
mejor año pecuniario y menos heladas y secas.
Algo me cuenta Romerito de la aporreada vida de F. M. pero
todo tan sucintamente como Vd. ¡Pobre F. M.! por lo poco que
entiendo de esas fórmulas sindicales, me permito creer que si no
murió cuando la junta de médicos, tiene para rato aún.
Evidentemente, S 20 es irritante y desagradable como Vd. dice
muy bien con dos adjetivillos benévolos. Mas qué hacer! Preciso
es vivir, y por eso le ruego que me publique cuanto le parezca.
Van ya dos veces que Vd. me promete carta más detallada.
Hágalo, sea siquiera tocando esto: ¿siguen interesándole cuentos
de chicos? ¿Quiere que siga en lo hecho, o que alterne? Dígame
también si un tal Ortiga que conocí allí de sustituto, es el mismo
8eñor que redacta “El Hogar”.
Y esto otro: ¿vive Vd. con holgura o no? Esto me interesa,
pues nunca, ni ante3 ni después de esta época, consigo figurármelo
a Vd. desprovisto de sus bien planchadas ropas.
Vaya, en fin, el viejo afecto
H. Quiroga

— 28 —

Misiones - San Ignacio, abril 12 - 19

Amigo Pardo: No desespere de sus cigarros, ni del intermediario.


Irán, y lo mejorcito. Salude a los compañeros de aquel infectísimo
local del [... ]
Espero que las novedades de Plus Ultra no han afectado a nadie.
¡Pobre Mayol! Anda como un chico pudiente con un juguete que no
entiende.
Cariños a los muchachos y a Vd.
H. Quiroga

— 29 —

Junio 11 - 19

Amigo Pardo: ¿Querrá creer que se acabaron los cigarros de


marras? Los hay, pero infumables, aún para Vd. Ayer conseguí 8
nada más, que me recomendaron. Irán el sábado próximo, siquiera
para que no me crea infiel. ¿Vio cierto artículo del Rúas en la [...]?
Supongo el comentadero a que dará lugar la situación actual.
Que no naufraguen Vds.
Afectos ahí
H. Quiroga

35
— 30

Amigo Pardo: ¿Me querrá hacer el bien de hacer llegar esta


carta a la administración? Como verá, leyendo, son un poco infor­
males allá abajo, y necesito el dato.
¿Bien, allí? No dejo de pensar en la inquietud de su revista, a
pesar de la serenidad milenaria (!) de Vd. Iré allá en enero, y
charlaremos. Suyo siempre
H. Quiroga

— 31 —

Amigo Pardo. Recibí su telegrama, tan corto y especioso como mi


miel. ¿Quiere más? Fíjese en que yendo de por medio gula y salud
de sus chicos, cumple respuesta.
Mando artículo, estimo 1 % página. Como tengo mi techo dema­
siado goteante, agradeceríale remisión del importe de aquél. Perdón.
Anímese un día a escribir dos líneas. Gran gozo.
Suyo
H. Quiroga
Por Dios, que no corrijan mal del todo.

— 32 —

Amigo Pardo: La historia. Nada sé si llegaron miel y vino. Bueno


sería saberlo. Comuníquelo al Romero. Y si quiere más miel (presumo
que al vino lo echó Vd. al diablo junto conmigo) diga también.
Suyo
H. Quiroga

— 33 —

Distinguido señor y amigo: Ayer, por equivocación, le entregué un


cuento que no era el destinado. Si no lo ha leído aún, mañana de ma­
ñana traeré el otro, cuyo carácter creo sea más apto para C.faras] y
C. [aretas].
Muy atte. lo saluda

H. Quiroga

— 34 —

Mi distinguido amigo: Mucho agradeceríale que cambiara el tí­


tulo: La voz de la Patria de mi último cuento, por este otro: Epi-
todio. Siempre suyo
H. Quiroga
H. Córdoba 728.

36
Amigo Pardo: Van 1 l/2 páginas. Se me ha ocurrido, leyendo
historietas romanas de Conan Doyle, un folletín sobre asuntos simi­
lares: aquella vez que los pretorianos pusieron en subasta al impe­
rio, y tras fuertes pujas lo adquirió un comerciante milanés, que
reinó 2 meses. Hay incidentes, y se crearía alguno, muy interesante.
Me extraña que Doyle haya desaprovechado este trozo de folletín ro­
mano. ¿Qué le parece? Ruégole una contesta[ciónj. Muy suyo

H. Quiroga

— 36 —
Agosto 12.
Amigazos: Desde días atrás Glusberg me ofrece recibirles a dúo.
Ahora el hombre está escribiendo a máquina; supongo que dando
órdenes editoriales. Hace un frío de todos los diablos. Pasado mañana
le escribiremos ambos, en versos que hará Glusberg, y yo corregiré.
El Glusberg volverá a fin de mes. Yo, a fines de S/e/t/iem/bre.
Hasta la carta en verso.
H. Quiroga

— 37 —

Amigón Pardo: Por obra y gracia del pique original, la herida


casi curada se reabrió, y aquí me tiene desde el jueves muy maltrecho
en cama, hospitalizado en casa de mi hermana, para una discreta
curación. Creo que tengo para 15 días o un mes, en el mejor de los
casos. Y lo idiota es que cuando yo lo quise, los médicos no quisieron
cortarme el dedo. Y ahora que será útilísimo, no se puede más por
la extensión de la infección. — De todos modos, desde el sábado mar­
cho mejor, y creo no habrá tropiezo. — Saludos a los compañeros.
Diga a Alonso que para fin de semana le mandaré artículo para
“Plus”. Suyo
H. Quiroga
[Billinghorst?] 1720
(U.T. 403 Palermo)

— 38 —
Marzo 30

Para ser leída en el Aues y por Pardo, que conoce la letra.

Cuando fui hace tres días al correo, con Darío y la moto, el


jefe de la oficina me dijo que había un telegrama para mí, pero
que venía observado desde B. A., por el texto incongruente. El
telegrafista, un uruguayo acorrentinado, se sonreía al darme el papel,
sin comprender jota de lo que me daba. Como lo de quiroguiana no
le iba, puso quiero gañías.
que es volver a ordenar mil herramientas, frascos, útiles. En fin:
la pieza de Agüero, decuplicada. Hoy por fin he podido orientarme
y hallar las cosas.
Pero el país, amigos: Aunque [...] y Glusberg piensan a la
sordina en venir, no vendrán. Si vienen, verán lo que es bueno.
De modo que no queda otra esperanza que la promesa de Bilbao.
Comprométanlo, si gana cinco mil pesos en el año, a que compre
para la sociedad un billete del millón.
De la yerba del año pasado, hice guardar unos veinte kilos,
canchada. La mandaré moler, y enviaré muestras a Bilbao y Bravo.
Y a algunos otros.
Películas de celuloide, me hacen falta todavía.
Don José Francés me reiteró pedido de cuento, retrucándome
con una historieta suya. Se la llevaré a Pardo para que la lea.
Escribí a Glusberg, apenas llegué aquí, en son de negocios.
No hay aquí una mujer que merezca el nombre de tal. Perra
cosa. Abordo, conocí a una tucumana, cosa así, que embarcó en
Paraná, con destino a Barracón, Misiones. Cuando llegué aquí, des­
pués de seis días de viaje, transbordos y retransbordos, ella tenía
para tres días de vapor aún, y luego tres días a lomo de muía, por
entre cuarenta leguas de monte. De noche, dormir en el monte, con
lluvias como la de hoy. Recién ayer había llegado a su Barracón.
Y es maestra de allá.
Adios, amigazos. Piensen en lo agradable que es ir a buscar
correspondencia de Vds. escandalizando al país con la moto. Por
el momento, feliz como una uva. Igual cosa les deseo, y un abrazo
para cada uno.
H. Quiroga

39
que es volver a ordenar mil herramientas, frascos, útiles. En fin:
la pieza de Agüero, decuplicada. Hoy por fin he podido orientarme
y hallar las cosas.
Pero el país, amigos: Aunque [...] y Glusberg piensan a la
sordina en venir, no vendrán. Si vienen, verán lo que es bueno.
De modo que no queda otra esperanza que la promesa de Bilbao.
Comprométanlo, si gana cinco mil pesos en el año, a que compre
para la sociedad un billete del millón.
De la yerba del año pasado, hice guardar unos veinte kilos,
canchada. La mandaré moler, y enviaré muestras a Bilbao y Bravo.
Y a algunos otros.
Películas de celuloide, me hacen falta todavía.
Don J osé Francés me reiteró pedido de cuento, retrucándome
con una historieta suya. Se la llevaré a Pardo para que la lea.
Escribí a Glusberg, apenas llegué aquí, en son de negocios.
No hay aquí una mujer que merezca el nombre de tal. Perra
cosa. Abordo, conocí a una tucumana, cosa así, que embarcó en
Paraná, con destino a Barracón, Misiones. Cuando llegue aquí, des­
pués de seis días de viaje, transbordos y retransbordos, ella tenía
para tres días de vapor aún, y luego tres días a lomo de muía, por
entre cuarenta leguas de monte. De noche, dormir en el monte, con
lluvias como la de hoy. Recién ayer había llegado a su Barracón.
Y es maestra de allá.
Adios, amigazos. Piensen en lo agradable que es ir a buscar
correspondencia de Vds. escandalizando al país con la moto. Por
el momento, feliz como una uva. Igual cosa les deseo, y un abrazo
para cada uno.
H. Quiroga

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ARTICULOS SOBRE LA GUERRA DE 1904
PUBLICADOS EN “LA TRIBUNA POPULAR”

Por ARTURO P. VISCA

Presentación por
JOSE PEDRO BARRAN
ARTICULOS PERIODISTICOS DE ARTURO P. VISCA

Cuando Arturo P. Visca tenía 24 años, a mediados de octubre


de 1904, asistió como lúcido testigo al desarme del ejército revolu­
cionario blanco. Este periodista, habituado al drama y la ópera de
su tiempo como cronista teatral en diversos diarios montevideanos,
supo entrever la caída del telón para las revueltas rurales de un
Uruguay moderno que pugnaba por nacer.
Arturo P. Visca había nacido en Montevideo el 10 de abril de
1880. Sobrino del Dr. Pedro Visca, inició sus actividades periodís­
ticas en la revista literaria “La Alborada”, pasando luego a “La
Tribuna Popular”, “La Razón” —dirigida en esos primeros años del
siglo XX por Samuel Blixen— y “El Siglo”. En sus crónicas tea­
trales y de información general utilizó a menudo el seudónimo de
“Sergio Gránico”.
Hombre de múltiples intereses, viajero infatigable, con el ojo alerta
para observar el rasgo revelador de una conducta o una situación deter­
minadas, Visca fue un buen cronista, surgiendo de sus relatos una visión
descarnada —por lo objetiva y desapasionada— de las realidades que le
tocó trasmitir a sus lectores.
La primera serie de artículos que aquí se presentan versan
sobre lo que comentáramos al iniciar esta presentación: el fin de
la última revolución blanca acaudillada por Aparicio Saravia en
1904 contra el gobierno de José Batlle y Ordóñez. Fueron publicados
en octubre de 1904 por el diario “La Tribuna Popular”, cuyo direc­
tor enviara a Visca como corresponsal al centro del desarme: Nico
Pérez.
De entre la morosa descripción del desarme de los nacionalistas
surgen algunos hechos claves que impresionaron al periodista, quién
a pesar de su objetividad, no pudo menos que seleccionar lo que a él
más le conmovió. Así, el gran ausente, Aparicio Saravia, es también
figura omnipresente de todos los despachos.
Yh en el primero Visca anota la salva de 21 cañonazos que
disparara la artillería revolucionaria antes de ser entregada a las
fuerzas gubernistas “in memoriam de Saravia por ser ayer (10 de
octubre) el primer mes de su fallecimiento”. Luego, las informa­
ciones sobre la llamada Paz de Aceguá —24 de setiembre de 1904—
que pusiera fin a la guerra civil, colocan otra vez sobre el tapete
lo que pudo haber sido del destino de la Revolución —y el del país—
de haber seguido con vida Aparicio. La desorganización y la anar­
quía que cundieron entre las filas nacionalistas al sabérsele herido,
la no totalmente aceptada jefatura de Basilio Muñoz (h), las curiosas
y reveladoras dudas de soldados y jefes sobre la muerte del caudillo,
todo es objeto de una descripción sagaz, en la que nunca se impone
la figura del narrador en detrimento de lo narrado.
La frase atribuida a Mariano Saravia cuando se le pregunta
acerca de la muerte de Aparicio resume, sin duda, la sensación que
el Partido Nacional —y con él, de seguro, más de media campaña—

43
sentían en aquel instante: “¿Muerto? —dijo Mariano— en la...
perra vida”.
Esta guerra de 1904 que creó un foso infranqueable entre Batlle
y el medio rural —de tan nefastas consecuencias para ambos—, es
vista en sus miserias —aspecto de los revolucionarios, estado de la
campaña al concluir la contienda— como en sus alardes de heroi­
cidad y caballerosidad entre enemigos leales a ciertos valores que
planeaban por encima de ellos: la figura de Carmelo Cabrera, la
carta rememorativa a Tomás Berreta que aquí se incluye, son pruebas
de todo ello. También se filtra la nota del desaliento blanco en
breves apuntes que denotan el dolor de la derrota. Esa atmósfera de
desencanto no pasó inadvertida para el hombre a quién el teatro
habituara al gesto simbólico: “En la estancia de Camilo Rodríguez
treinta y tres revolucionarios —cifra histórica— hicieron fogones con
la madera de sus fusiles, abandonando los caños entre las brasas”.
Después de los artículos periodísticos de 1904, se ha incluido una
carta de Arturo P. Visca a Tomás Berreta, flamante Ministro de Obras
Públicas en 1944. Ella complementa la visión del conflicto civil y
de otros acontecimientos no menos interesantes ocurridos en -el Uru­
guay de las dos primeras décadas del siglo XX.
♦ ♦ ♦
La segunda serie de artículos fue publicada por el diario “La
Razón” en 1908. De nuevo el periodista actúa como corresponsal y
relata lo que observa directamente. Creo que si hubiera que buscar
un hilo conductor en esta segunda serie, él sería el de la vida en la
frontera, esa frontera tan viva entre Uruguay y Brasil.
La frontera vista como línea política: las relaciones uruguayo-
brasileñas en el contexto de las en ese entonces tensas argentino-
brasileñas; las posibilidades de rectificar el daño que se nos infli­
giera por el tratado de límites de octubre de 1851, acordándonos
el dominio sobre las aguas del Yaguarón y la Laguna Merín.
La frontera observada como realidad social: la descripción del
caudillo riograndense Joao Francisco en su feudo militar y ganadero
del Caty y sus relaciones con nuestra vida política desde 1893 a 1908.
La frontera como peligroso lazo integrador en lo económico, como
factor que desdibuja la soberanía: el contrabando de ganado en pie,
la vida en los saladeros Barra Do Quarahi y Novo Quarahi, propiedad
de orientales, las solidaridades que la economía crea y la política
quiere eliminar.
La frontera como algo a conquistar por el gobierno central de
Montevideo: la construcción del ramal Nico Pérez-Melo, esa vía
férrea que iba a hacer más por la unificación del Uruguay que la
batalla de Masoller.
Todo salpicado de vida, del dato concreto que el buen periodista
retiene y luego el historiador observa apasionado: en el tendido
del ramal férreo Visca observa “cuadrillas de (trabajadores) japo­
neses y chinos”. He allí, en la crónica cotidiana y local, el rasgo
universal: el uso de la barata mano de obra “oriental” —tan común
por aquel entonces en todo el mundo americano— en esta tierra que
para ironía de aquellos obreros se autodesignaba también ella
“oriental”.
José Pedro Barran

44
EL DESARME
Entrega de la artillería

LLEGADA DE GALARZA

Salva de 21 cañonazos en memoria de Saravia

(por telégrafo)

Comunicaciones oficiales

Al Excmo señor presidente de la República— comunico a V.E.


que ayer empezó el desarme del ejército insurrecto habiendo sido
desarmadas las divisiones al mando de Nepomuceno Saravia, Trias,
José González y Juan José Muñoz, faltando hacerlo con fuerzas que
están del otro lado del Olimar, que está crecido.
El ejército a mi mando hállase todo acampado cerca del ejército
insurrecto que está en Paso Rubio Benigno del Olimar.
Estos días bajará a la capital Manini y Ríos a dar cuenta deta­
llada a V.E. de todo lo ocurrido. — Coronel Pablo Galarza. — Olimar,
Octubre 10.

Dice “El Día”:


Según un telegrama del general Vázquez, recibido también esta
mañana, las fuerzas insurrectas que han quedado al sur del Olimar
Grande se dirigían a Nico Pérez, llevando algunas carretas.
Y habiéndosele pedido informes sobre este particular al coronel
Acuña, jefe de las fuerzas que se hallan en Nico Pérez, se le ha
comunicado al Presidente de la República que uno de los chasques
llegados hoy, pasó entre aquellas fuerzas insurrectas y dice que se
dirigían a Nico Pérez con el objeto de efectuar allí el desarme por
no haber podido vadear el Olimar Grande, que se hallaba desbordado;
pero que habían recibido órdenes de contramarchar para entregar
las armas al coronel Galarza y que iban a hacerlo.
El general Vázquez observa de cerca el movimiento de las fuerzas
insurrectas.

De nuestro enviado especial

A las 10 de la mañana recibimos el telegrama siguiente, de nuestro


enviado especial:
Nico Pérez, 11. — A LA TRIBUNA POPULAR. — Esta madru­
gada llegó chasque de Galarza, anunciando haber empezado el desar­
me ayer en las proximidades del Olimar.

47
Los revolucionarios entregaron el parque y artillería.
Hoy comenzará el desarme por divisiones.
Antes de entregar la artillería, los nacionalistas hicieron una salva
de veintiún cañonazos in memoriam de Saravia por ser ayer el primer
mes de su fallecimiento. — Enviado Especial.

“LA TRIBUNA POPULAR” Año XXV N’ 7812


Montevideo 11 de octubre de 1904

EL DESARME
SU REALIZACION

NOTICIAS OFICIALES Y PARTICULARES

Nuestras correspondencias
UNA INTERVIEW CON EL Sr. NOBLIA
Revelaciones interesantes

DISGUSTOS POR LA PAZ

El desarme del resto del ejército revolucionario que está acam­


pado en las proximidades del Olimar, en el Paso del Rubio, comenzó
anteayer, según lo anunció LA TRIBUNA POPULAR antes que nin­
gún otro diario, y terminará de un momento a otro. La extinción
total de la guerra que ha arruinado al país y abierto profunda
brecha en la familia oriental, se puede dar por consumada. Con
paz o sin ella, —que esto constituye un problema de dificilísima
solución— el año 1904 —fatal para la República— terminará sin
mayor derramamiento estéril de Bangre... Es una conquista que
debe congratular a todos por más que ella tenga por base un mon­
tón informe de cadáveres, la desaparición de todos los progresos
materiales y morales realizados en cuarenta años, y el florecimiento
de la maldita pasión partidaria, ideal supremo de una buena parte
de nuestro pueblo, y única causante de todas las calamidades que
han caído, caen y caerán sobre el país... si la Providencia no nos
manda el remedio radical que las evite...

Telegramas oficiales

El presidente de la República recibió anoche cantidad de tele­


gramas de Nico Pérez, relacionados con el desarme de las fuerzas
revolucionarias. El coronel Galarza expresa en uno de esos despachos
que está muy satisfecho de la forma en que se realiza aquel acto,
principalmente por la legalidad con que proceden los revolu­
cionarios.

48
Detalles del desarme

Nico Pérez, 11 — A LA TRIBUNA POPULAR. — Como les


noticié, ayer comenzó la ceremonia del desarme. Del campamento
continúan llegando grupos de revolucionarios. Están aquí los señores
Percovich, Todelín, Ganzo Fernández y otros.
Las divisiones a cargo de Carmelo Cabrera, Cicerón Marín y
otras, han acampado cerca de esta localidad. Conducen sus armas y
parques respectivos. Mañana temprano se desarmarán. El coronel
Acuña, jefe de la división Canelones, es el encargado de representar
al gobierno en la ceremonia.
El señor Alejo Morcira, revolucionario, convino con el mayor
Tomás Berreta, ayudante del coronel Acuña, la forma del desarme.
Esta noche conferenciarán Acuña y Cicerón Marín con el mismo
objeto.
Me consta que el ejército del general Vázquez está en Cuchilla
Grande, paraje denominado Valentines. — Enviado especial.

Disgusto nacionalista

Nico Pérez, 12 — A LA TRIBUNA POPULAR — Montevideo. —


Puedo garantizarle que todos los oficiales revolucionarios que han
llegado aquí, no ponen mucho empeño en demostrar poco agrado
por la patria. Dejan comprender también que entre los jefes se han
producido serias discordias. — Enviado especial.

La comisión delegada

Se dice —nosotros no hemos podido confirmarlo—, que recién


hoy, a los tres días de empezado el desarme, partirán para Nico
Pérez los delegados del gobierno encargados de pagar las armas
a los revolucionarios. Como se sabe, esos señores son los mismos que,
en el desempeño de dicha misión, se trasladaron inútilmente hasta
Artigas.
Se presume que la tarea de los delegados sea poca, en virtud
de no haber a estas horas, en el paraje del desarme, más que los
restos del ejército revolucionario. Este detalle puede agregarse
a los muchos y muy curiosos, dignos de cantarse en aleluyas, que
han precedido al acto que hoy realizan las fuerzas del gobierno.

Correspondencia interesante

De nuestro enviado especial.


Nico Pérez, Octubre 10 de 1904 (4.35p.m.) — Señor Director
de LA TRIBUNA POPULAR. — Amigo Director. —Después de un
delicioso viaje— teniendo ante la vista la pintoresca perspectiva de
un cielo gris, enteramente gris, que no cesaba de derramar una lluvia
tan copiosa como irritante; teniendo también que agradecer a la

49
casualidad la buena suerte de llevar por compañero —hasta
solamente— al doctor Alfredo Castellanoe y a un oficial de 1
sión Tacuarembó— pobre víctima del sostenimiento de las i
ciones, más ansioso de volver a sus lares a trabajar en paz p
intereses de su casa, que de aprovechar de los privilegioe y [
gativas que le da su galoneada divisa, despnés de todo esto, he 1
a Nico Pérez sin que un mal descarrilamiento viniera a rom]
monotonía de las últimas horas del trayecto.
Los informes primeros —referentes al trascendental suces<
con tanta ansia espera la población de Montevideo, y sobre e
aun se vive allí a oscuras, o a medias laces, por lo menos— s
siguientes: El desarme —según las más serias fuentes de inJ
ción—-, se verificará, o no se verificará, en el correr de la pr
semana. Los ejércitos —a la hora qae esto escribo—, se encw
distanciados, y ocupando las siguientes posiciones: Lo que
llamarse vanguardia del ejército revolucionario a cinco legu
Nico Pérez, habiendo pasado por el Paso de la Jabona de las
hace días; el resto —diseminado desde ese paso hasta el C
Grande—. a 20 leguas de Nico Pérez. En este último paraje
cuentra Basilio Muñoz (hijo), con el parque, que se sabe, e¡
pesado. Las fuerzas que marchan a la vanguardia son mandad:
Pancho Saravia y Aldama.
El total de revolucionarios, en la actualidad asciende a cint
pero a diario se producen deserciones, viéndose los campos en
por pelotones y soldados sueltos, que a pie o a caballo, hacen i
a sus pagos huyendo del ceremonial del desarme.
El coronel Galarza se encuentra en Santa Clara de Olii
18 leguas de Nico Pérez. Hace sus marchas en muy malas condit
por falta de medios de traslación. Es creencia generaL que la
¿ante lluvia caída desde el sábado, dificultará aún más su a
miento al grueso del ejército revolucionario, y éste, por lo tai
podrá ser desarmado oficialmente tan pronto como de <
fuera La generalidad de los revolucionarias, abandonan el ej
desarmados. En el trayecto de Nico Pérez a Santa Clara —
personas que acaban de recorrerlo—. se nota una singular mezo
de divisas rojas y blancas, cuya fusión nadie se explica, per
indudablemente es un síntoma de la desorganización con c
Brean a cabo todas las operaciones de desarme.
Anoche deben haber celebrado una conferencia Basilio ?
y Basilio Saravia. en la cual han de haber quedado ulti
las negociaciones. para el licénciamiento de las fuerzas.
El general Vázquez con la extrema vanguardia de su e
se encuentra acampado desde ayer en las sierras de Valentines te:
por cuartel general, la pulpería de Guianza. Se cree que se r
hasta Nico Pérez.
Aquí, el pueblo se encuentra rteríma de una animación
ordinaria y con vivísimos deseos, especialmente los que en él
«unercio. de que el desarme se haga cerca de él. como en
moanentos. me dicen es probable se haga.
(9.30 de la noche) — Acabo de visitar al coronel de las fuerzas
nacionalistas, don Isidoro Noblia, ex jefe de la división Cerro Largo.
Ha llegado esta mañana al pueblo, con cinco hombres, y se aloja
en casa de uno de los más respetables vecinos de aquí, el señor An­
tonio Cora. El señor Noblia, dejó al ejército nacionalista anteayer,
entre el Olimar y las Pavas, llegando a Nico Pérez con una licencia
del ex coronel Lamas, jefe del estado mayor revolucionario. Le ha
sorprendido tanto como disgustado las medidas que con él se han
visto obligados a tomar la comandancia militar a cargo del coronel
Acuña, en virtud de órdenes superiores sin duda.
El señor Noblia venía en la perfecta convicción de que podía
trasladarse tranquilamente hasta los Molles de Godoy —donde piensa
demorar un tiempo— sin que nada le importunara, tanto por los
documentos que para transitar tenía, como por la sencilla razón
de que suponía ya todo terminado, el país en completa paz, pues es
uno de los jefes firmantes de ella, y de los más entusiastas de ella
también; ha llegado aquí y se le impide seguir viaje hasta nueva
orden, previa consulta al señor presidente de la República, y mientras
tanto no viniera la contestación, se le daba el pueblo por cárcel.
Este detalle inesperado también fue conocido por Visillac, Irureta
Goyena y todos cuantos revolucionarios han llegado aquí.
Según los datos del señor Noblia, el ejército nacionalista al
abandonarlo él, se hallaba muy reducido, no alcanzando a mucho
más de seis mil hombres que disminuirán seguramente a medida que
se acerquen a Nico Pérez. Preguntóle sobre el efecto que la paz había
producido entre los soldados revolucionarios y contestóme, tras una
corta vacilación, una de esas vacilaciones, tan cortas como caracterís­
ticas del país, que no quiere comprometerse y sabe dar vida a la
voz de la prudencia.
—Regular...! Buena...! Sí! regular, eso es.
—Y cree Vd. que sea duradera?
—Sí! Cómo no? ¡la hemos firmado todos! —dijo como argu­
mento irrefutable.
Enseguida de esto, preguntóme con sumo interés, si conocía
el paradero del coronel Pampillón, pues éste, hasta el sábado último,
no se había incorporado con sus fuerzas a las que manda Muñoz,
y en el ejército nacionalista nada se sabía de su vida y hazañas,
después que con tan poca suerte cruzó el Uruguay. No pude infor­
marle respecto al punto que le interesara, pero ello no fue motivo
para que no continuáramos ocupándonos del hombre, quien, según No­
blia, es como jefe y caudillo, de gran valimiento, habiendo sido re­
cibida la noticia de su pasada con gran alegría en el ejército revo­
lucionario.
—Si se hubiera incorporado a tiempo —me dijo— todos los
jefes lo hubiéramos proclamado el sucesor del general Saravia.
Preguntóle si era cierto, que después de Masoller —batalla en
la que se encontró mandando la extrema derecha, frente a la arti­
llería gubernista— habían dejado un parque considerable en Caty.
—No, señor! me contestó rotundamente.
—Sin embargo, el mayor Visillac, así lo asegura en reciente
reportaje...

51
Volvió a vacilar el paisano viejo, y luego, con alguna ironía:
—No se... El sabía más que yo... mejor que yo.
Después de esto, quedó algo reconcentrado, y habiendo decaído
por lo tanto el ánimo de charla, me retiré. Noblia debe marchar
mañana de Nico Pérez, pues la orden de liberación no debe tardar
en llegar. • * •
Al caer la noche, ha cesado de llover aquí, pero ha seguido a
la lluvia un chispeo bastante molesto, especialmente para los que
pensamos aprovecharnos a la brevedad posible de campos y caminos.
Ha refrescado mucho, y esto según algunos Teydes rurales que
he consultado, es síntoma de buen tiempo. Dios los oiga o acierten,
pues también mi espíritu, como el de Osvaldo —el personaje ibse-
niano—está ansioso di solé, di un po di solé!
Hasta pronto... por carta.
Arturo P. Visca
Enviado especial

EL DESARME

Sorpresa en Nico Pérez


Revolucionarios Armados y con Divisa

BASILIO MUÑOZ EN MARCHA — ¿Y EL CORONEL GALARZA?


COSAS CURIOSAS — ¿MUERTE DEL CORONEL GONZALEZ?

(POR TELEGRAFO)

De nuestro enviado especial.


Nico Pérez, 12. — A LA TRIBUNA POPULAR. — Amplío con
nuevos datos mis despachos anteriores.
Ayer a tres leguas de aquí, en Sierra Sosa y estancia Gadea,
acamparon las fuerzas revolucionarias al mando de Aldama, Marín,
Carmelo Cabrera y Pancho Saravia, armados y con divisa. Tal acer­
camiento causó sorpresa en el pueblo y autoridades, que sólo espe­
raban llegaran grupos desarmados.
A las 10 a. m. el coronel Acuña con su escolta salió a recono­
cerlos regresando sin llegar al campamento blanco. Aquí espérase
desarmarlos a todos hoy, como ya dije.
Anoche esperóse llegaran los jefes de esas fuerzas a tratar el
desarme con la comandancia Militar pero no vinieron.
En el día resolveráse.
Basilio Muñoz se encuentra en Olimar en marcha hacia aquí,
con el grueso del ejército sin parque ni artillería, que afírmase ya
entregó.
Un revolucionario llegado de allí, dijo que el coronel José Gon­
zález, jefe de la división de Flores, cayó el lunes fulminado de un
ataque apopléjico.
Llovió torrencialmente hasta anoche. - Enviado Especial.
(En “LA TRIBUNA POPULAR" - Año XXV N
* 7813 - Mont miércoles 12
de octubre de 1904. • PAg. 8, col. 1.)

52
EL DESARME

Ultimas informaciones — Telegramas de Nico Pérez


Los festejos de la paz

OTRAS NOTICIAS

La demora en el desarme y la repentina e inesperada aparición


de gente armada en las inmediaciones de Nico Pérez, unida al
pesimismo de las gentes, produjo ayer cierta desazón y fue causa
de que se entibiaran los entusiasmos de algunos que quieren grandes
festejos, muchos cohetes, cantidad inmensa de bombas, farolillos y
judas, para celebrar lo que muchos llaman “la terminación de la paz”.
El ánimo público ha decaído sensiblemente, por otra parte, sin ne­
cesidad de semejantes nuevas. Es que el júbilo espontáneo de los
primeros momentos ha desaparecido, y lo ha sustituido el razona­
miento frío, ese que ve las cosas con calma, a la luz de los hechos,
tales cuales son, despojados de las galas con que en un momento
de entusiasta irreflexión las vistió la fantasía. Los festejos se harán
sin embargo.
Se han nombrado comisiones, recolectado fondos y, sobre todo,
se han adquirido ya los adminículos indispensables: todo lo cual
dificulta una vuelta atrás, o, para expresarnos en el lenguaje del
pueblo, la devolución de la plata. Pero, con toda seguridad no alcan­
zarán las proporciones que se esperaba. El pueblo ha comprendido
esta vez que lo ocurrido es más digno de meditación que de ser
celebrado. Y hace bien. Hay muchas desgracias amontonadas, mucho
hombre muerto, mucho capital destruido, mucha ruina sobre todo,
para que sean ahogados el sentimiento y el dolor comunes, en el
seno de la indiferencia popular.
• « •

La idea de que se declaren feriados el viernes y el sábado ve­


nideros de que dimos cuenta ayer, ha causado la peor impresión,
especialmente en el comercio, cuyas transacciones sufrirían consi­
derablemente con la adopción de tal medida.
Por fortuna, la iniciativa no pasará de proyecto, pues la moción,
para llegar a tiempo, debió hacerse ayer en el Senado, y esta Cámara
no celebró sesión y no se reunirá hasta el viernes.
Nos felicitamos de ello. La idea de dos días feriados es prema­
tura e inoportuna. Lo primero, porque aún quedan muchos problemas
por resolver, y es menester ver la marcha y el rumbo que toman
las cosas.
Lo segundo, por las razones ligeramente apuntadas arriba: por­
que la gente no tiene el ánimo para fiestas, y al concurrir a la
celebración de ellas, temería hacer una especie de profanación e
insulto a la memoria de los numerosos caídos.
Nos consta que, si apesar de todo, hay quienes insisten en la
idea de los días feriados, no faltarán en el seno de la Cámara
quienes hagan sentir su voz para protestar contra ella. Entre otros

53
diputados dispuestos a no votar una moción de esa especie, y
combatirla francamente, se cita el nombre del señor Rodó, espíri
reposado y ecuánime.
Coincidiendo con estas ideas, dice “El Tiempo” de esta manan
“La intensa expectativa producida por las últimas emergenci
y la demora en el desarme han entibiado los entusiasmos popular
que fueron apagándose por grados a medida que informaciones e
cesivas confirmaban la realización definitiva de la paz. No quie
esto decir que se acoja con desgano tan fausto acontecimiento, sil
que no se experimenta ya el vivo anhelo de expansiones que
principio hubiera hecho quemar cohetes y bombas por días entere
“Y sino, véase la frialdad con que ha sido recibido el acto fin.
Es que hay cansancio, la pacificación está descontada y la gente
preocupa de cosas apremiantes que embargan toda su atenció
quiere salir cuanto antes de esta situación precaria y pisar terrei
firme para dedicarse de una vez a sus asuntos.
“La mejor fiesta sería desmontar la máquina de la guerra qi
está pesando todavía sobre las espaldas del país. Todo urge, h¡
necesidad de recuperar el tiempo perdido, y no se puede en cons
cuencia malograr los días hábiles. Según el diario oficial, es co
resuelta por el gobierno que los festejos tengan lugar el sábado
la noche y el domingo, quedando así desechado el propósito <
declarar dos días feriados para ese objeto, lo cual habría perturbac
las transacciones y ocasionado perjuicios al comercio y a los hombr
de negocios.
“No se necesitan días de fiesta sino días de trabajo.”

DE NUESTRO ENVIADO ESPECIAL

(Por Telégrafo)

Nico Pérez, Octubre 12 — A LA TRIBUNA POPULAR. -


Acabo de llegar del ejército revolucionario, que se encuentra en Sier
Sosa. Las fuerzas que hay allí las constituyen las avanzadas de 1
divisiones de Carmelo Cabrera y Marín, en total mil seiscientos hombr
en el más lastimoso estado que pueda imaginarse. La mayor par
de las marchas últimas las han hecho a pie.
Conversé con Carmelo Cabrera, que hoy recibió chasque i
Basilio Muñoz ordenándole contramarchar a Olimar. Le contes
Cabrera que opinaba que era mejor quedarse aquí por serle c¡
imposible retroceder dadas las condiciones de la tropa. Le agrega!
que sería más conveniente efectuar el desarme en Nico Pérez.
El desarme se realizará mañana ante una comisión delega
revolucionaria compuesta de los señores Juan José Muñoz, Rafí
Zipitria, Cicerón Marín, Cortinas y José Sosa. Esa comisión tr
poderes para tratar con la comisión que designe el gobierno para
distribución del dinero. Todos ellos se reunirán temprano en Ni
Pérez.
La opinión general entre los nacionalistas es que la paz se
duradera y que las guerras civiles han concluido para siempre. I
que hasta ayer eran revolucionarios se preparan entusiastamente a
disputar el triunfo en los comicios.
Opinan igualmente los jefes y soldados que la paz se debe a
la muerte de Aparicio, pues desde ese momento faltó dirección al
ejército revolucionario.
Se espera que venga también a Nico Pérez el Señor Basilio
Muñoz a entregar el armamento y licenciar su división. Corresponsal
especial.

Nico Pérez, 12. — Basilio Muñoz se encuentra muy cerca de


Nico Pérez. Las fuerzas de Galarza y del jefe del ejército revolu­
cionario están acampadas en el mismo paraje. Todas las divisiones
están casi totalmente desarmadas excepción de las de aquí.
Han llegado también a Nico Pérez el doctor Matías Zeballos,
Angel Oliver, Ganzo Fernández y otros oficiales que formaron parte
de la revolución. — Corresponsal especial.

POR CORREO

Nico Pérez, Octubre 11 de 1904. — Señor director de LA TRI­


BUNA POPULAR. - Señor director: Realmente la completa liqui­
dación de la paz va resultando un arduo “affaire”, y crea aquí,
como ha creado en Montevideo, una situación de incertidumbre e
idas y venidas, sumamente enojosas. Como telegrafié esta mañana
temprano, un chasque llegado en la madrugada a la Comandancia
Militar, trajo el anuncio de haber comenzado el desarme cerca del
Olimar Grande, habiendo hecho entrega los revolucionarios del parque
y la artillería.
Esta noticia, que galantemente me comunicó primero el coronel
José Luis Gómez, y el propio comandante militar, coronel Manuel
Acuña después, produjo la natural satisfacción en el pueblo y entre
la gente de armas que en él se hallan. Más tarde, sin embargo, se
produjo alguna inquietud. A las 10 y 15 salió el coronel Acuña con
alguna escolta hasta la Sierra de Sosa y estancia de Gadea, distante
unas dos leguas de estos parajes, donde se decía que se encontraban
algunos grupos pequeños de revolucionarios desarmados.
Volvió mal impresionado. Los pequeños grupos, sumaban casi
tres mil, amagaban avanzar hacia el pueblo y tenían dos divisas
y estaban armados. Aún cuando aquí se tiene la plena convicción
de que la paz es un hecho, la aparición inesperada de ese ejército
no dejó de ser molesta. Se decía que esa gente forman las divisiones
de San José, Flores, Treinta y Tres, Minas y Durazno, y de los jefes
que las mandan se nombra a Cicerón Marín, Pancho Saravia y Aldama,
como no se hacía tan cerca de Nico Pérez a esas divisiones, y el
hecho de no estar desarmadas, y en formación de marcha, se llegó
a temer que hiciera un avance guerrero sobre el pueblo, repitiendo
Aldama su acción del 23 del mes próximo pasado. Ese día el jefe
nombrado atacó a Nico Pérez, con una fuerte partida, siendo repelido
el ataque por fuerzas al mando del capitán Ríos, a quien mataron
en la pelea, un teniente de apellido Prado, ex tipógrafo de “El Siglo”.

55
Este ataque motivó la venida del coronel Acuña —que se hallaba
en San Ramón— quedando desde esa fecha en la localidad coi
fuerzas considerables.
Con motivo de la inusitada aparición de esas fuerzas revolucio
narias, el coronel Acuña tomó las medidas conducentes a evitar cual
quier sorpresa, e hizo llamar a la Comandancia al ex jefe de la
división Cerro Largo, don Isidoro Noblia, que como dije en mi anterioi
se halla detenido aquí, con el pueblo por cárcel primero, y el hotel
Zarazola (el Lanata de Nico Pérez), después. Entre Acuña y Noblia
hubo una entrevista, en la que el primero trató de obtener del
segundo una explicación respecto a la rara actitud de los revolu­
cionarios, pero sólo pudo obtener de Noblia la declaración de que
él tenía la más arraigada convicción de que estaba hecha la paz
por los jefes revolucionarios, y que ella tenía que ser un hecho,
a pesar de lo que en contrario pudieran hacer suponer ciertos sucesos
inesperados.
Al propio Noblia, de oí decir, con entonación de convencimiento
y convencedora: ¿Si continuara la guerra, estaría yo aquí? De zonzo
me había de venir a meter entre ustedes. Yo haría falta en mi
división, porque aunque sólo soy coronel de nombre, mando gente
y no títeres. Porque está hecha la paz he salido del ejército...
A las cuatro de la tarde, llegaron al Hotel Zarazola, donde tiene
sus oficinas la Comandancia, cuatro revolucionarios.
Vienen del grueso del ejército, desde el Olimar Grande.
Uno de ellos es hijo del comandante Antonio Mena, muerto en
Masoller. De los otros tres, dos son ayudantes de Basilio Muñoz hijo.
Se apellidan Franco y Amespil.
Me dicen que Muñoz ha quedado demorado en Olimar debido
a las lluvias, pero a la fecha es casi seguro que ha bandeado el
Olimar Grande, después de haber hecho entrega del parque, y debe
encontrarse en marcha hacia Nico Pérez, donde licenciará sus divi­
siones.
« « •
(9 de la noche) — En momentos de cerrar esta carta me llegan
buenas noticias. Todo está tranquilo. Los revolucionarios que coronan
la Sierra Sosa están acampados. El coronel Acuña ha puesto guardias
para evitar dispersiones, y es casi seguro que mañana se proceda al
desarme. Se espera que ellos manden antes una comisión para tratar
con la Comandancia la mejor forma de llevar a cabo ese acto.
Telegrafiaré en oportunidad. Me dicen que Carmelo Cabrera se
encuentra entre la gente esa. Parece confirmarse la noticia traída
por un chasque esta mañana, y que trasmití. Basilio Muñoz (hijo)
no pudiendo avanzar por la creciente del Olimar Grande, ha hecho
entrega del parque y artillería, en ese paraje.
Aquí ha llovido todo el día con breves descansos. En los mo­
mentos que esto escribo la lluvia arrecia.
• * *
Un señor Betancourt, farmacéutico de Santa Clara de Olimar,
comunicó —garantiendo la versión— a personas que han estado en
las Sierras de Valentines, que durante la revolución, sólo dos persona:

36
del ejército nacionalista, los señores Percovich y Segundo, recaudaron
en concepto de impuestos, contribución directa, etc. la suma de dos­
cientos mil (200.000) pesos, en los distintos pueblos que ocupa­
ron, haciendo a los vecinos una rebaja de un 25 % de aforo oficial.
También el famoso pardo Adán recolecté) unos diez mil pesos
por el mismo concepto, en la frontera. Se dice que después se hizo
humo con ellos, pasando al Brasil.
Arturo P. Visca
Enviado especial

EL DESARME

EL ACTO DE AYER

La división de Cabrera y Marín — Desfile de 450 hombres

ARMAMENTO ENTREGADO

468 fusiles, 20.143 tiros, 3 bayonetas, 2 lanzas, 1 sable

Nuestro enviado especial nos telegrafía lo siguiente:


Nico Pérez 13 (9.30 p.m.). — A LA TRIBUNA POPULAR. —
Montevideo. — Hoy a la 1.45 de la tarde comenzó, ante el coronel
Acuña y jefes y oficiales de la división Canelones, el desarme de las
divisiones que mandaban Carmelo Cabrera y Cicerón Marín. El acto
se realizó en Sierra Sosa. En representación de Carmelo Cabrera
asistía el mayor Pompilio Barrios. Cicerón Marín concurrió en persona.
La división Cabrera entregó 298 fusiles, 14.508 tiros, un sable, una
bayoneta, dos lanzas. Desfilaron 450 hombres. Las fuerzas de Marín
entregaron 157 fusiles, 5.513 tiros y dos bayonetas. Desarmóse también
una guardia de Juan José Muñoz, que entregó 13 fusiles y 122
cartuchos. Labráronse las actas correspondientes, enviándose las armas
y municiones a la estación, en los carros, que también se entregaron
como parte del parque revolucionario. Mañana estarán en Montevideo.
La distribución de dinero se hará en Nico Pérez una vez llegada
la comisión gubernativa.
Los revolucionarios serán embarcados por divisiones en ferro­
carril con destino a sus pagos. Los jefes gestionan los vagones corres­
pondientes para conducir la caballada. Espérase que el gobierno
acceda a este deseo.
En el acto del desarme hubo escenas de franca cordialidad entre
jefes y oficiales de ambos bandos. El coronel Acuña y Cicerón Marín
hablaron ante las tropas blancas y coloradas de la necesidad de
concluir con las guerras civiles, y con las divisas.
Señálase el caso curioso, que sólo a la casualidad puede atri­
buirse, de que a la división Canelones prisionera de Marín en Fray
Marcos, le haya correspondido el desarmar a la división vencedora.
Reina general y franca satisfacción en ambos ejércitos por la
terminación de la guerra. — Enviado especial.

57
EL DESARME

Las divisiones de Aldama, Saavedra y Saravia


La Comisión de Auxilios — Ferrocarril para los revolucionarios
La vanguardia de Vázquez — Los jefes revolucionarios y el Directorio

OTRAS NOTICIAS

(Por telégrafo)

Nuestro enviado especial nos remite el telegrama siguiente:


Nico Pérez, Octubre 14 — A LA TRIBUNA POPULAR. —
Han llegado las divisiones de Aldama, Saavedra y Pancho Saravia.
En estos momentos sale el coronel Acuña para proceder al desarme.
Acaba de llegar la comisión de auxilios, celebrando ahora que 6algo
para el desarme, una conferencia con los jefes revolucionarios Juan
José Muñoz, Marín, Cortinas, Trias, Cabrera y otros para acordar
la mejor manera de distribuir esos recursos.
El gobierno accedió a la conducción por ferrocarril de la caba­
llería revolucionaria. Ha llegado la vanguardia del ejército del ge­
neral Vázquez.
Esta tarde debe llegar el señor Basilio Muñoz (hijo).
Heme entrevistado con los principales jefes de la revolución. Es
imposible orientarse por determinadas causas y actitudes en el asunto
de las negociaciones de paz.
Una vez reunidos todos los jefes, se enviará hoy mismo quizá
un documento referente a los arreglos efectuados dando explicaciones
al Directorio.
Este jamás fue consultado por imposibilidad material, pero todos
los jefes estaban acordes en reconocer su autoridad y sólo tratar la
paz ad-referendum. Basilio Muñoz (hijo) está muy desconceptuado
en el ánimo de todo el ejército.
Se asegura que no subsistirá en la jefatura militar del partido.
Confian los jefes revolucionarios que el gobierno procederá ati­
nadamente para mantener la paz, observando una política amplia,
haciendo efectiva la libertad electoral. — Enviado especial.

EL DESARME

Los últimos trámites — Rectificando noticias

De Nico Pérez por telégrafo

La entrega de dinero

Nico Pérez, 16. — A LA TRIBUNA POPULAR. — Presente.


Hoy comenzó la distribución de dinero. Se da once pesos a los solda­
dos y doce a los oficiales. La entrega se hace de presente. Enviado
especial.

58
EL CORONEL GALARZA

Nico Pérez, 16. — A LA TRIBUNA POPULAR. — Montevideo. —


Acaba de llegar, a ésta el coronel Galarza. — Enviado especial.

EXPLICACION DE UNA ORDEN REVOLUCIONARIA

Nico Pérez, 16. — A LA TRIBUNA POPULAR. Montevideo. —


El hecho de haber sido acordado efectuar el desarme en las costa»
del Olimar, explica la orden enviada por Basilio Muñoz (hijo) en
la tarde del día 11 a los jefes de las divisiones que acamparon en la
Sierra de Sosa, mandándoles regresar al punto nombrado para en­
tregar allí el armamento. Esta orden, como ya noticié, fue discutida
por los jefes Cabrera, Marin y otros, acordándose comunicar a Muñoz
la imposibilidad de contramarchar, y la ventaja de desarmarse donde
se hallaban como allí se efectuó. — Enviado especial.

POR LOS FUEROS DE LA VERDAD

Nico Pérez, Octubre 16. — A LA TRIBUNA POPULAR. — Mon-


tevideo. — He visto con sorpresa que ahí se dan sumas abultadas a
las fuerzas que se desarmaron el jueves. Puedo garantizar que mis
guarismos son exactísimos. Vuelvo a tomarlos de mi memoria diaria:
división 13 —Cabrera— 450 hombres; División 8, —Marin— 275
hombres. Es verdad que estos no constituían el total de las divisiones
durante la revolución, y que esos mismos elementos, muchos sin
armas, se veían diseminados por la sierra, pero esos fueron los que
formados en columna, desfilaron ante el coronel Acuña. De que
no había 2.500 hombres lo prueban las pocas armas entregadas, siendo
dos de las divisiones que más han peleado, precisamente tal vez por el
cuantum de tiradores que tenían. Ver para creer .— Enviado Especial.

DIVISIONES PAGADAS

Nico Pérez, 16. — A LA TRIBUNA POPULAR. — Montevideo.


Hoy se pagaron las divisiones de Marin, Bruno González y parte
de la de Saavedra. Mañana se continuará pagando a ésta, las de
Juan José Muñoz, Cabrera y otros, pues van llegando paulatinamente.
La gente que ha acampado hasta ahora suma más de cinco mil
hombres. El embarque se hace con todo orden. — Enviado Especial.

DIVISIONES EN VIAJE — EL REPARTO DE DINERO


¡UNA SEMANA TODAVIA!

Nico Pérez, 16. — A LA TRIBUNA POPULAR. — Montevideo.


Cicerón Marin embarcó su división para San José. Fue la primera
división que recibió el dinero. El reparto de éste se hace muy lenta­

59
mente debido a la forma personal adoptada. Los soldados .son llama­
dos por lista, formando por compañías. Hay más de cuatro mil. Tar­
dará un semana, por lo tanto, en concluirse este trámite. Los revo-
focionaríos echan rayos y centellas contra la comisión de Montevideo.
Para evitar desórdenes la comandancia hizo impartir órdenes
a la policía de cerrar los despachos de bebidas. Varias divisiones
fueran licenciadas sin esperar el dinero.
Casi todos los soldados dicen no volverán a tomar las armas
porque después de los sacrificios realizados en nueve meses han
cMaeluído con un vergonzoso sometimiento.
Hay entre los revolucionarios disgusto contra Ganzo Fernández.
Enviudo Especial.

EL EJERCITO LEGAL

Nico Pérez, 17. — A LA TRIBUNA POPULAR. — Montevideo.


Basilio prepárase a desarmar su división dentro de pocos días. El
ejército legal arde en deseos de ser licenciado para dedicarse al
trabajo. Enviado Especial.

LA MUERTE DE APARICIO SARA VIA


INCREDULIDAD EN EL EJERCITO
FRASES DE NEPOMUCENO, DE MARIANO Y DE BASILIO MUÑOZ

Nico Pérez, 16 — A LA TRIBUNA POPULAR. — Montevideo. —


La mitad de los soldados y oficiales de divisiones no creen en la muerte
de Aparicio. Refirióme un oficial de la división de González haber oído
a Nepomuceno decir el día en que hacían salvas a la memoria de
Saravia:
“Yo no ordeno honores. ¿Qué dirían ustedes si el general apa­
reciera dentro de veinte días?”
Basilio Muñoz, a quien le dije que no se creía entre el elemento
nacionalista de Montevideo la muerte de Saravia, hechóse a reii
diciendo ser eso ridiculo; pero más tarde agregó: “¡Se ven, sin em­
bargo cosas tan extraordinarias que no sería difícil que resucitara
un muerto!”
Un oficial me dijo haber oído decir a Mariano Saravia: “Nc
tiren ni quemen las armas, muchachos; tal vez pronto las necesita
*.
rano ”
Coronel. —dijode uno— está muerto el general?
“Muerto? —dijo Mariano— en la... perra vida”. —Enviadi
especial.

LIBERTAD DE SAAVEDRA

Nico Pérez, 16. — A LA TRIBUNA POPULAR. — Montevideo. -


Saavedra fue puesto en libertad. Parece que las acusaciones formu
ladas en su contra no tienen consistencia. — Enviado Especial.

60
BASILIO MUÑOZ A MONTEVIDEO

Basilio Muñoz me dijo que se embarcará para Montevideo el


jueves o viernes. — Enviado Especial.

De “LA TRIBUNA POPULAR” — Octubre 17 de 1904 — Año XXV N


* 7818.

EL DESARME

Los últimos pagos — Disolución revolucionaria

(POR TELEGRAFO)

Las divisiones de Muñoz y González — Libertad de Ferrer

Nico Pérez, 17. — A LA TRIBUNA POPULAR. — Pagadas ya


las divisiones de Juan José Muñoz y González marchan a sus pagos
esta tarde.
Fue puesto en libertad el revolucionario Ferrer, preso por las
causas que ya noticié. — Enviado Especial.

La gente de Saavedra, Trias, Mariano, Nepomuceno y Pancho Saravia

Nico Pérez, 17. — A LA TRIBUNA POPULAR. — Montevideo.


Hoy han sido pagadas las divisiones de Saavedra y Trías, y restos
de las de Mariano, Nepomuceno y Pancho Saravia y cuya gente, en
gran parte, licencióse sin esperar el dinero. Al llegar la noche que­
daba la comisión pagando la gente de Cabrera.
Saavedra despidió a su gente con un discurso lleno de conceptos
patrióticos y sentidas expresiones de agradecimiento. Contestóle en
nombre de la tropa el segundo jefe Gerónimo Sovera. — Enviado
Especial.

Labor terminada — El desarme de Basilio Muñoz

Nico Pérez, 17. — A LA TRIBUNA POPULAR. — La comisión


terminó la distribución de dinero. Basilio, con la vanguardia del
ejército del Norte, acércase al pueblo para licenciar y desarmar a
su gente. Esto se verificará el viernes o sábado próximo. — Enviado
Especial.

La división Maldonado — Animación en Nico Pérez

Nico Pérez, 17. — A LA TRIBUNA POPULAR. — Embarcóse


con todo orden la división Maldonado. Reinaba gran entusiasmo en
la tropa. Diéronse vivas al partido y a Aparicio, etc. El pueblo tuvo hoy
un día de gran animación. Los revolucionarios que habían recibido

61
dinero recorrían las calles y casas de comercio, empachándose. Las
calles quedaron materialmente sembradas de estrafalarias vestimentas,
con las que se cubrían en el campamento. Las escenas de fraternización
son tan numerosas como emocionantes. — Enviado Especial.

Regreso de revolucionarios a San José

El ministro de Gobierno doctor Claudio Williman recibió ayer


el siguiente despacho telegráfico:
San José, Octubre 17 de 1904. — A ministro de Gobierno. —Mon­
tevideo. — Comunico a vuestra excelencia que acaba de llegar a
esta ciudad el convoy que conduce parte de las fuerzas de la revo­
lución disueltas en Nico Pérez.
Saluda a vuestra excelencia — Secundino Benítez, jefe político.

La proclama de Saavedra

Nico Pérez, 17. — A LA TRIBUNA POPULAR. — Montevideo.


He obtenido copia de la proclama de Saavedra.
Dice así:
“Compañeros de causa: Os dejo mi cariño y llevo de vosotros
sentimientos de admiración por vuestro valor y vuestra constancia.
Nueve meses habéis seguido la bandera del partido nacional que
fue confiada a vuestra custodia, y puedo asegurar lleno de orgullo que al
agruparos a su sombra la habéis defendido con honradez. Esto no
es nuevo para mi. Lo esperaba y en esa confianza acepté la divisa
que habéis visto en mi sombrero de guerra: “Adelante”. Sí, compa­
ñeros: Adelante! Vamos a nuestros hogares a trabajar para bien de
nuestras familias, para ser útiles a la sociedad y a la patria, a con­
servar con todas nuestras fuerzas nuestros ideales y convicciones de
hombres y ciudadanos.
Os despido con estas ideas, persuadido de que siempre estaremos
juntos porque marcharemos por el sendero de los buenos partidarios
y ciudadanos.
Recibid un abrazo de despedida y contad siempre con vuestro
jefe y compañero de causa.” — Enviado Especial.

Aparicio y los políticos

Nico Pérez, 17. — A LA TRIBUNA POPULAR. — Montevideo.


He oído referir la siguiente anécdota, que trasmito por la oportu­
nidad que en los actuales momentos tiene:
Encontrándose José González en un cerro, departiendo con su
humor acostumbrado, dijo que los políticos eran mucho peores que
las víboras de la Cruz. Y agregó: Saravia tampoco los podía ver
y la primera vez que me vio, me dijo: —Coronel, a los políticos hay
que hacerles lo que a las basuras de las cocinas. ¡Sabe cómo se barre
una cocina?, —General, le contesté, soy viejo pero pocas cocinas he...

62
Pues vea: Se empuja la basura con la escoba, se amontona contra
la puerta y después, de un escobazo se la echa fuera. — Enviado
Especial.

Las ametralladoras Colt

Nico Pérez, 17. — A LA TRIBUNA POPULAR. — Montevideo.


Tengo entendido que se va a levantar un sumario para averiguar el
paradero de las famosas ametralladoras Colt, cuya desaparición se atri­
buyó en un principio a Saavedra. Me consta que Zipitría dijo a los
delegados del gobierno que no tenía consistencia alguna la acusación
formulada contra Saavedra agregando que, en todo caso, el responsable
sería el mayor Visillac, que se encuentra actualmente en Buenos Aires.
Muchos afirman que fue un oficial de Abelardo Márquez quien
cargó las ametralladoras en dos cargueros de muías y se fue con ellas.
Enviado Especial.

Basilio Saravia

Nico Pérez, 17. — A LA TRIBUNA POPULAR. — Tan pronto


como Basilio Saravia licencie su gente se trasladará a Montevideo
con el objeto de saludar al señor presidente de la república. Enviado
Especial.
En LA TRIBUNA POPULAR. Montevideo, 18 de octubre de 1904, Año XXV N’7819.

DE NICO PEREZ

Una entrevista con C. Cabrera — Quién provocó la guerra


LA PAZ — Intervención Fantástica — De la minoría nacionalista
Poniendo las cosas en su lugar — El Sr. Paseyro y la mayoría
La cláusula de los subsidios — El ofrecimifnto de los 100.000 pesos

RELACIONES CON EL DIRECTORIO

Los servicios de A. Márquez — Apreciaciones durísimas

LA ACTUACION DEL CORONEL LAMAS

REVELACIONES IMPORTANTES

Nico Pérez, octubre 17. — A las 6 y 40 de la mañana porque


el jefe interino de la división número 13 es de los que juegan carrera
con el sol para ver quien alcanza el día primero, me entrevisté con
don Carmelo L. Cabrera, cuyo prestigio y acción eminentemente
práctica durante la campaña revolucionaria, es inútil pase a demos­
trar. Lo encontré paseándose en el escritorio de su alojamiento,
con la misma vestimenta semi pueblera con que lo vi en el campa­
mento de la sierra de Sosa: traje de americana y pantalón oscuro,
botas amarillas, chambergo color torcaz y además bastón de puño de

63
plata. Después de manifestarle el doble objeto de mi visita, despedí
me y ponerme a sus órdenes en Montevideo, y obtener algunas opiniom
suvas respecto a los últimos importantes sucesos ocurridos en nuesti
país, entramos de lleno en materia, y a la primer pregunta, que fi
¿Cuál es su opinión respecto a las causas que han determinado 1
conclusión de la guerra y qué participación tuvo Vd. en las negi
ciaciones de paz? —contestóme con una franqueza, que según auti
rizadas referencias se exterioriza siempre en él y se manifiesta e
todos sus actos y de la que jamás se arrepiente.
Las causas que han precipitado la paz, no es otra que la anarquí
la profunda anarquía existente entre los jefes. Cuanto a mi actitu
fue la de un gran partidario de la paz, cuando en virtud de es
comprendí, que a pesar de los elementos o buen pie de nuesti
ejército, —cosa que usted habrá podido apreciar— continuar
campaña hubiera sido una obra criminal, que podía habernos pues!
más adelante en condiciones de imponer una paz más ventajosa.
Empezaré por manifestarle, que si el partido nacional se levanl
en armas, no ha sido por cuestión de jefaturas sino porque se v:
agredido por el superior gobierno, que en la noche del 2 de enero d
corriente, abrió ya sus hostilidades, mandando asaltar por fuerzi
del 4 y 5 de caballería la casa del respetable vecino de Corrale
don Juan M. Jaureguy, a pretexto de que en ella había armas e
condidas. El hecho produjo la natural indignación en el departamenl
y el consiguiente alboroto entre los elementos nacionalistas, y en et
fecha, recibí yo, que como usted recordará ocupaba la jefatura p
lítica, un telegrama del ministro de gobierno, con los siguientes té
minos: “Imponga usted a los nacionalistas de Corrales, el respeto qi
deben observar a las fuerzas gubernamentales.”
Luego, la guerra estalló y los sucesos se desarrollaron has
que hemos venido a parar en la paz esta.
—¿Podría decirme, cuál fue en ésta la verdadera intervenció
o la actitud de la minoría nacionalista?
—¡Ninguna! Absolutamente ninguna, ni ellos la tomaron, i
nosotros lo hubiéramos permitido, decorosamente, la tomaran ¡Ni ur
sola palabra hubiéramos escuchado a esos señores!
—¿Y qué papel representaron los señores Ignacio Mena, Paseyi
y Rodríguez, durante su estadía en campaña, y especialmente en
ejército revolucionario?
—Le diré a Vd. Yo fui casualmente quien primero tra
con ellos, por el hecho de que mi división venía a la retaguardi
cuando ellos llegaron. El señor Mena se me presentó diciéndome qi
él no era ni había sido nunca de la minoría, que había salido (
Montevideo impulsado solamente por sus anhelos de paz, sin llev
la inspiración de ningún partido, que era oriental y solamente con
oriental, se presentaba ante nosotros deseoso de cortar nuevos derr
mamientos de sangre. A ese título es que lo admitimos. Díjome tai
bién que él venía trayendo las anhelos de paz de la banca, el c
mercio, y el Centro de Ganaderos; el señor Mauricio Rodrígu
pertenece a la mayoría y en cuanto al señor Paseyro ninguna par
cipación activa tuvo. Vino como un simple acompañante y no di

64
una palabra, en lo que hizo muy bien, pues no se lo hubiéramos
permitido.
—¿Estuvo entonces el señor Paseyro en el ejército de ustedes?
—Si señor.
—En Montevideo se dudó que llegara hasta el ejército revolu­
cionario.
—No había por qué. El señor Paseyro podía venir tranquilamente
a nuestro ejército, sin temor alguno. El conoce bien a los que fueron
sus correligionarios y sabe que no son cobardes. Puede ser que
algún loco suelto le pegue un tiro, pero en el seno de la colectividad
su vida no corría peligro, sería respetado.
—¿Es cierto que el principal objeto de la ida de esos señores
al ejército nacionalista era garantizar a los jefes que no sería motivo
de obstrucción en los arreglos, el monto de la cantidad que se des­
tinara a subsidios?
—Eso hubo en realidad, porque el señor Mena, me habló prin­
cipalmente de ello, ofreciéndome que el gobierno entregaría cien mil
pesos, y que entre la banca y el comercio, se recolectaría dinero
hasta redondear una suma no menor de doscientos mil.
—¿Qué importancia tiene la no participación del directorio en
las negociaciones de paz?
—Importancia, ninguna. El Directorio tenía entera confianza en
todos nosotros, y sabía que no habíamos de pactar una paz indecorosa,
de manera que nosotros contábamos de antemano con su unánime
aprobación respecto a cuanto hiciéramos. Sin embargo, las bases y
contrabases presentadas durante las negociaciones, fuéronle trasmiti­
das por telégrafo, o debieron ser trasmitidas, entienda usted bien,
o debieron ser trasmitidas, quedando encargado de ello Basilio Muñoz,
quien el día 22 o 23 no recuerdo exacto, nos aseguró haberlo hecho,
y que esperaba la contestación. Esta no ha venido hasta la fecha.
—¿Es cierto que ustedes enviarán un documento al directorio
detallando las negociaciones de paz, y dándole explicaciones por la
actitud que han observado?
—Es verdad. Nosotros vamos a enviar una comunicación en este
sentido, ratificando además la decidida adhesión de todo el ejército
y pidiendo a las personas que componen este directorio, permanezcan
en sus puestos. Ellos han cumplido en su esfera, como nosotros cum­
plimos en el campo de batalla.
—¿Cuál fue la importancia, real y efectiva de los servicios pres­
tados a la revolución por el señor Abelardo Márquez, quien, si no
me equivoco, fue uno de les más activos brazos de ella?
—La conducta del señor Abelardo Márquez, desde el comienzo
de la guerra, y antes del comienzo de la guerra, ha sido hasta la
fecha la de un traidor...
—El término es algo fuerte: ¿Me autoriza Vd. para contarlo?
—El hecho de habérselo dicho, constituye una autorización. La
de un traidor a su partido en cuanto a su acción política y militar;
la de un corrompido, como Inspector General de Fronteras, puesto
para el que desgraciadamente lo designó el general Saravia en el mes
de abril, y cuya designación hubo de ser causa de mi retirti del
ejército; la de un cobarde en el campo de batalla...
—¿Tuvo real y verdadera eficacia, la incorporación del coror
Lamas, a la revolución? ¿Su actuación en ella como jefe de Estai
Mayor del Ejército, respondió a las esperanzas que en su nombi
miento se tenían?
—Las vinculaciones de amistad, el respeto y el cariño que ten¡
por la señora Mercedes Delgado de Lamas, me impiden emitir juic
franco al respecto.
—Los diversos puentes contraídos en toda la campaña ¿son ob
exclusivamente suya? ¿No tuvo usted un eficaz colaborador en
señor Ganzo Fernández?
—Le explicaré la única participación que tuvo el señor Gana
en la cuestión puentes. Cuando se trató de hacer el de Carpinteri
el general lo comisionó para contratar un ingeniero en el Brasil,
arrimar al paraje designado, la madera correspondiente, Ganzo lle¡
con la madera, pero sin el ingeniero. En esos días llegué yo; y ei
prendí la construcción del puente, siendo puesto a mis órdenes
señor Ganzo, por ser considerado como muy hábil en la tarea <
estirar alambre. En esta tarea —para la construcción de cables sopo
tes—, lo ocupé junto con tres oficiales, el capitán Cardona y los herm
nos Mier... Fue todo lo que hizo —y sólo esa vez— en cuanto
refiere a la construcción de puentes.
—Volviendo, señor Cabrera, a nuestro primitivo tema, la pa
¿cree Vd. que ésta sea duradera?
—En manos del presidente está ello. Si él hace verdad, el concii
programa que las bases de paz encierran, puede tener la aeguridí
de que esta vez, como en todas las épocas de su historia, el partic
nacional prestará su concureo dentro de la órbita de todos los der
chos y por consiguiente de las leyes patrias. Los soldados del partir
nacional han depuesto las armas espontáneamente —no obligados <
ninguna manera por una situación precaria, en cuanto a element
de guerra— y es de esperarse que como un justo tributo a su patri
tismo, a la abnegación —podría decirse— con que han procedid
sean respetados en las prerrogativas, y libre ejercicio de los derechc
que como ciudadanos les corresponde. Yo creo que así será, y qi
las hostilidades del gobierno, sólo se limiten a llamarlos insurrect
o cosa por el estilo, y que se usará tacto y tino suficientes como pa
que no sobrevengan acontecimientos graves.
Aquí, puede decirse, terminó la faz interesante de nuestra enti
vista, limtándose después a parrafear sobre los inconvenientes y ti
bajos pasados con la comisión llegada de Montevideo, de cuyos pi
cederes se encuentra plenamente satisfecho el señor Cabrera, rec
nociendo que si algunas dificultades hubo para ponerse de acuerd
con la Comisión de Hacienda revolucionaria, ellas fueron puramer
en cuestiones de detalle, respecto a la forma y modo como se del
hacer la distribución, aunque sobre los principales puntos estuvier
de acuerdo desde el primer momento. Advirtióme sin embargo q
se estuvo a punto de rechazar el dinero, dejando que con él reg
sara a Montevideo la citada Comisión, pero sólo habría ocurrí
esto, si hubieran extremado la nota, en ciertas exigencias de que
llegó a hablar.
• • •

66
El señor Cabrera, partirá para Montevideo en el correr de esta
semana, pero no radicará allí. Se trasladará inmediatamente a Buenos
Aires, donde piensa instalarse, y entrar en funciones en un empleo
que desde el principio de año se le tiene ofrecido y que estaba dis­
puesto para ir a desempeñar cuando lo sorprendieron los aconteci­
mientos que pusieron en convulsión al país.
Arturo P. Visca

de “TRIBUNA POPULAR”. Montevideo, 19 de octubre de 1904. Año XXV. N’ 7820.

EN NICO PEREZ

EL EJERCITO DEL SUR — SU DISOLUCION


ORDEN DE GALARZA

Ayer acampó en Nico Pérez el ejército del Sur, que a las órdenes
del general Muniz, primero, y del coronel Pablo Galarza después,
tan activa actuación tuvo en la reciente campaña. A las 12 a. m.,
comunicó el coronel Galarza a sus fuerzas, que por orden superior
se iba a proceder a su disolución, embarcándose para Montevideo
los cuerpos que a esta ciudad le corresponde. Después de esta comu­
nicación dictó la siguiente orden general:
“Artículo 2’. Para ser leídas a las fuerzas que componen el
ejército a mi mando a la hora de lista principal se transcribe lo
siguiente:
Señores jefes, oficiales y soldados del Ejército del Sur: Después
de nueve meses de una lucha tenaz y sangrienta, brilla por fin en
el cielo de la patria el Iris hermoso de la paz.
A ella habéis contribuido con vuestro denuedo y sacrificio. Mucha
sangre generosa se ha derramado en holocausto a las instituciones,
que es la causa del glorioso partido que fundara el inmortal Rivera,
y hoy que la calma renace en los espíritus... debemos anhelar que
esa sangre y esos sacrificios no sean estériles si queremos verla enca­
minada por la senda de la prosperidad y el engrandecimiento. Para
ello, para hacer feliz a la patria, a la que una desgraciada cuanto
inicua insurrección llevaba a la ruina y al desquicio, es necesario que
con la misma buena voluntad y ardor con que empuñasteis las armas
que ella confiara para su sostén y garantía, empuñéis ahora la no
menos digna del trabajo que ennoblece y dignifica y arranquen de
su fecundo suelo los frutos, que, exportados al extranjero, produce
en el intercambio que hace a las naciones progresistas figurar en el
gran concierto de la civilización...
Al retiraros a vuestros cuarteles y hogares podéis hacerlo con
la conciencia del deber cumplido. Vuestro comandante en jefe sólo
tiene palabras de íntimo agradecimiento por el buen comportamiento
que habéis observado y por el desinteresado contingente que le habéis
prestado para que pudiera llenar el delicado cometido que el Supe­
rior Gobierno le confiara, y ese agradecimiento me tiene tan ligado
a las filas del ejército que si alguna vez allá en mis horas de aisla­
miento, mi semblante se oscurece por una nube de tristeza, no será

67
debido a los sacrificios y sinsabores pasados, pero sí a los de tantos
compañeros ausentes y sobre todo al sacrificio de aquellos que, en
cumplimiento del deber, tuvieron por tumba nuestros campos ya
históricos. A estos últimos dediquemos nuestros verdaderos recuer­
dos.. .
Al despedirme de los señores jefes y oficiales y soldados que
forman el ejército que me cupo la honra de mandar como comandante
en jefe, espero me acompañen a dar un viva a las instituciones, otro
al glorioso partido colorado y uno al eminente ciudadano que rige
los destinos de la patria, al Excmo. señor Presidente de la República.”

Las milicias

La Comisión de Auxilios compuesta de los señores Alvaro Guillot,


Serapio del Castillo, Luis Batlle y Ordóñez y Ubaldo Ramón Guerra,
llegó ya a Nico Pérez entrando casi de inmediato en funciones para ha­
cer entrega a las divisiones departamentales el subsidio que el gobierno
les ha asignado y por el cual corresponde veinticuatro pesos a cada
jefe, veintidós a cada oficial y veinte por soldado.
El reparto durará dos o tres días. Las divisiones de Minas, Treinta
y Tres y Rocha que serán las que primero se pagarán, saldrán a ca­
ballo para sus respectivos departamentos.

Proclama presidencial

La comisión nombrada ha llevado para ser repartida en los cam­


pamentos, gran número de ejemplares de la siguiente proclama
presidencial:

EL PRESIDENTE DE LA REPUBLICA A LOS SOLDADOS


DE LAS INSTITUCIONES
Soldados:
Termináis la guerra enaltecidos por el triunfo. Habéis ofrecido
y derramado vuestra sangre con abnegación. Habéis sido fuertes,
consecuentes y estusiastas. La victoria ha amojonado vuestro camino.
Vuestro valor queda consagrado. Podéis enorgulleceros también de
la causa que habéis sustentado. No lia sido el interés ni la pasión
de un hombre o de un grupo de hombres. No os ha llevado al com­
bate ninguna ambición injusta de predominio. Habéis defendido la
majestad de las instituciones; habéis luchado por el orden y por
la libertad; habéis consolidado la unidad política de la República.
Debido a vosotros, el país renace; surgen ya numerosas inicia­
tivas de progreso; se delinean apacibles perspectivas de un porvenir
tranquilo; se difunde el afán del trabajo que crea el bienestar y la
prosperidad; a las horas del esfuerzo y del dolor suceden las de la
esperanza. Es que la Nación confía en vosotros. Sabe que ya nadie
osará perturbar sus pacíficas tareas. Sabe que tiene bravos y abne­
gados defensores.

68
Volved a las ocupaciones de la paz con la conciencia de vuestro
deber. Volved con el orgullo de vuestro esfuerzo, de vuestro desin­
terés y de la obra que habéis realizado. Llevad también el perdurable
recuerdo de los que eligió la muerte a vuestro lado. Pero no deis
entrada en vuestros pechos a loe odios y rencores que engendra la guerra.
Los que ayer, extraviados, eran vuestros enemigos en los campos de
batalla, hijos de la misma tierra, hermanos vuestros, serán mañana,
devueltos al cumplimiento de sus deberes, vuestros aliados en la
tarea del progreso y del engrandecimiento de la patria.
En nombre de la República os doy las gracias por los grandes
intereses que habéis salvado. Montevideo, Octubre 18 de 1904. JOSE
BATLLE Y ORDOÑEZ.

Galarza y Basilio
Se espera lleguen dentro de unos días a Montevideo, los corone­
les Pablo Galarza y Basilio Saravia, dos de las figuras que más se
han destacado en el ejército disuelto.

Son blancos!!!
Una frase tomada al vuelo en Nico Pérez y pronunciada segu­
ramente a raíz de un comentario a una de las causas a que se atri­
buye la pacificación del país:
—Amigo..., hemos llegado a una situación, que convierte en
mentira aquel refrán: Ellos son blancos y se entienden!

Aquí yacen... fusiles y bayonetas

Cuando el coronel Galarza abandonó los campos de Tupambaé


—donde terminó el combate, sino por falta de combatientes, por la
carencia de material con que combatir— iniciando y llevando a cabo
el día 24 de Junio, la brillante retirada que lo reveló bajo una faz
desconocida —la de militar previsor y cauteloso desengañando a
quienes lo suponían solamente hijo del arrojo y la impetuosidad—
según versiones nacionalistas algunas partidas revolucionarias que
fueron a merodear por el terreno que ocuparon las fuerzas legales,
encontraron buen número de tumbas, sobre las cuales se erguían
cruces con epitafios del siguiente estilo: A la memoria del sargento
Fulano de Tal, o aquí yace el cabo Zutano.
Las cruces estaban muy cuidadosamente trabajadas, y hasta no
carecían de cierto gusto artístico en su confección. La casualidad o
el instinto hizo que a alguien se le ocurriera, remover una de aquellas
tumbas, y con esfuerzo o sin él, desentraña lo que enterraba. Júzguese
del asombro del improvisado panteólogo cuando a su vista tuvo, en
vez del cadáver muerto que esperaba, un buen número de fusiles,
bayonetas, etc. que por medida de precaución sin duda, habían sido
soterradas, por las fuerzas legales.
Demás está decir, que muchas otras tumbas de cabos y sargentos,
sufrieron idéntica operación. . . ................... .... .

69
Cansancio oportuno

Es bien sabido que el ejército revolucionario, después de Masoller,


por distintas circunstancias, que no debían ser muy de su agrado
seguramente, hizo una entrada en territorio brasilero, donde tuvo
que pasar no escasas peripecias y luchar con no pocas dificultades
para vencer o eludir los obstáculos que las autoridades brasileñas,
trataban de oponerle.
Muchas fuerzas estaduaks fueron enviadas a su encuentro, con
la firme intención de desarmar a los revoltosos y un oficial de ellas,
decía más tarde dando cuenta a unos amigos de su campaña: Nuestras
marchas en busca de los revolucionarios, fueron tan rápidas como
desalentadoras para ellos, si las hubieran conocido. Pero nuestro
esfuerzo sucumbía desgraciadamente por una circunstancia inespe­
rada. Al llegar a... donde se nos informó que los revolucionarios
eran como cinco mil, tuvimos que detenernos... las caballadas se
nos habían cansado!...

Tupambaé número 2

Me decía un oficial revolucionario: Si la paz no se hubiera hecho,


si la suerte del ejército se hubiera acordado decidirla en una sola
batalla, no hubiera sido difícil que hubieran sido buscados de nuevo
los campos de Tupambaé, para allí caer o levantarnos para siempre!

ARTURO P. VISCA

LA TRIBUNA POPULAR, 21 de octubre de 1904. Año XXV N’ 7822.

EL DESARME

LA DIVISION ALDAMA Y SAAVEDRA

212 fusiles, 3.636 tiros, 3 sables, 1 clarín y 1 lanza — Armas quemadas


Efectos de la pacificación — Entrega de un asesino
Prisión de Saavedra — El general Vázquez y Basilio Muñoz
Las divisiones de Cabrera y Marin — Entrega de armamento
Cordialidad partidaria — Una nota femenina
Nico Pérez, 14 (4 p.m.) — A LA TRIBUNA POPULAR. —
Montevideo. — Como lo anuncié, esta mañana a las 11 efectuóse en
Sierra Sosa, y ante el mayor Berreta, el desarme de la división que
a su mando tenia Aldama. Constaba de 450 hombres. Estos entre­
garon 114 fusiles, 1 lanza, 1 clarín, 3 sables y 3004 tiros. La división
cuenta con muchos caballos, se ha presentado regularmente vestida.
Saavedra quedó en el paraje denominado Valentines, enviando
una carreta con el siguiente armamento: 98 fusiles y 632 cartuchos.
El general Vázquez ha recogido en el trayecto recorrido por
sus fuerzas muchos fusiles arrojados por los revolucionarios tan pronto
como tuvieron noticias de la contratación de la paz.

70
En la estancia de Camilo Rodríguez, treinta y tres revolucio­
narios —cifra histórica— hicieron fogones con la madera de sus
fusiles, abandonando los caños entre las brasas.
Aldama entregó en calidad de preso al comandante Acuña al
soldado revolucionario Angel Samandú, de la división Durazno, acu­
sado del asesinato de un anciano de 80 años, llamado Eusebio
Pintado. El hecho ocurrió en el pueblo Sarandí del Yi, el mes pasado.
Enviado Especial.
Nico Pérez, 14. — A LA TRIBUNA POPULAR. — Montevideo. —
Hállase preso por orden superior, en la comandancia militar, el jefe
revolucionario Saavedra. Creo que la causa es ocultación de armas.
Llegó esta tarde a la estación el general Vázquez, siguiendo
viaje para el campamento del ejército, a distancia de dos leguas
sobre la cuchilla Grande.
Llegó también Basilio Muñoz, formando su cuartel general en
las proximidades de Nico Pérez. El ejército lo dejó a la entrada de
Sierra Sosa muy diseminado. Esto facilitará la distribución del dinero.
Enviado especial.

Disgusto con Basilio Muñoz

Confirmando los informes de nuestro enviado especial en Nico


Pérez, dice el corresponsal de un colega de la mañana:
“He conversado con oficiales nacionalistas que se manifiestan
amigos de la paz, pero disgustados por la forma en que la negoció
el señor Basilio Muñoz (hijo). Creen que tenían elementos para
esperar y obtener condiciones mejores. La opinión general se sinte­
tiza en esta frase: “Cuando tuvimos armas, ya no tuvimos jefe.”
Parece convicción arraigada entre los nacionalistas que Basilio
Muñoz (hijo) no ha correspondido a la confianza que depositó en
él el ejército revolucionario. Dicen los oficiales que al saber las condi­
ciones de paz, algunos viejos militares se retiraron descontentos de
las filas.
Confiesan los jefes nacionalistas que la muerte de Aparicio pro­
dujo profunda anarquía entre ellos, siendo ésta la causa de que no
se continuara el combate en Masoller. Todos muéstranse reservados
al apreciar la conducta de Basilio Muñoz.”
Ganzo Fernández, ex secretario de éste, dice que el error de
Basilio Muñoz fue hacer la paz en la forma en que lo hizo sin
consultar con los jefes. Agrega que cuando el conoció las bases le
dijo al general: “¡Pero esto no se lo aceptará ningún jefe!” Muñoz
optó, entonces, por reservar los términos del pacto. Esto explica la
actitud del ejército nacionalista.
Muchos al conocer las bases, pretendieron rechazarlas. Otros
han falseado el cumplimiento de ellas ocultando armas. Otros han
preferido arrojarlas o quemarlas. Dos de las cuatro ametralladoras
han desaparecido; son las del sistema Colt.”

• • «

71
Nico Pérez 15 (8 a. m.) — A LA TRIBUNA POPULAR. — La
causa que según informes que tengo, ha decidirlo la prisión de
Saavedra, son ciertas declaraciones de Basilio Muñoz respecto de
ocultación de dos ametralladoras Colt hecha por aquél. Parece que
las referidas piezas se encontraban en un coche que aquél ocupaba y que
ha desaparecido. — Enviado especial.

¿Vandalismo?

Según telegrama de Nico Pérez, el miércoles aparecieron cerca


de Las Pavas cinco cadáveres y fue asaltada una casa de comercio.
Antenoche cerca de Nico Pérez apareció degollado un soldado
del ejército de Vázquez.

La distribución del dinero

Se tienen noticias ya de la forma en que se hará la distribución del


dinero. Los delegados nacionalistas, señores Juan José Muñoz, Carmelo
Cabrera, Rafael Zipitría, Miguel Cortinas y Felipe Sosa, conferen­
ciaron ayer con los delegados del gobierno.
El wagón en que se hallan los cien mil pesos destinados al re­
parto, está guardado por un piquete y por centinelas de la división
Rocha.
Los delegados nacionalistas han facilitado la solución de peque­
ñas dificultades, señalándose en el curso de los debates por su espí­
ritu conciliador Juan José Muñoz y Rafael Zipitría. Se ha acordado
que las divisiones se trasladen a Nico Pérez para ser pagadas allí,
solicitando los jefes revolucionarios se pida al gobierno el más pronto
envío de convoyes para apresurar la remisión de la gente licenciada.
Firmóse el acta de constatación de las bases concertadas y del pro­
cedimiento a observarse en el pago.

(Por correo)

Nico Pérez, 14. — Señor director de LA TRIBUNA POPULAR.


Señor director: Según telegrafié ayer, efectuóse por la tarde en la
Sierra de Sosa, el desarme de las divisiones 8 y 13, mandadas la primera
por Cicerón Marín, y la segunda, por Carmelo L. Cabrera, que reem­
plazó en el cargo, después de Masoller, a Guillermo García. A reci­
birse del armamento, había salido de Nico Pérez, el coronel Cándido
Acuña, jefe de la división de Canelones acompañado por los coro­
neles Peirán y Meló, Sargento mayor Tomás Berreta y capitán Neves,
secretario de la Comandancia Militar, y oficiales Inocencio Ramos,
Vázquez, Félix Acuña, Viera, Oscar Berreta, Juan Peirán, Lemos,
Díaz Echemendy, una escolta de 100 hombres y el capitán-practi­
cante de la división, Francisco A. Doglioti, que constituyó la nota
original, y a veces cómica de la expedición lanzándose a desafiar
las asperezas de la sierra en bicicleta, contra todas las leyes de la
naturaleza y de la lógica, que le dieron en gran trecho, la poco
agradable tarea de convertirse de conducido en conductor.

72
A la 1 y 30 de la tarde, en una explanada del campamento de
la división Cabrera, se aprestó todo para comenzar el desarme. Se
desplegó la escolta, formando el ala frente al sitio que debían des­
filar los revolucionarios, y el coronel Acuña, acompañado del mayor
de las fuerzas nacionalistas, Félix Pompilio Barrios, en representación
de Cabrera, comenzó a recibir el armamento.
Inició el desfile el 1er. comando de la división, a las órdenes del
mayor Laborde. Un remington hizo punta y poco a poco a suá
costados, fueron amontonados máuser, carabinas, Dateaus, etc. que
cada uno de sus poseedores iba dejando, acompañado de una acari­
ciadora mirada de despedida y más de una vez, de hondo suspiro,
surgido de pecho curtido y bronceado, pero en cuyo fondo, latía
más fuerte que de lo acostumbrado, el músculo de la sensibilidad.
Cuando estuvo desarmada la división, quedó un hacinamiento
de fusiles, de varios centenares de lanzas y una rara mezcolanza de
cananas y proveedoras, con el sello de la industria nacional revolu­
cionaria, en las que se juntaban los últimos miles de cartuchos que
Masoller no llegó a concluir.
A las 2 y 40 de la tarde lio quedaba armado un solo hombre de la
división 13, una de las más aguerridas del ejército nacionalista, y la que
más recio fuego sufriera en la batalla de Masoller. Pasamos al campa­
mento de Cicerón Marín, y allí el propio veterano de tanta con­
tienda civil, hizo desfilar sus maragatos, que entregaron 157 fusiles
y 5513 tiros, la mayoría de los primeros sistema Máuser, y con olor
la mayoría a Fray Marcos, pues fue la división de Marín la que llevó
la mayor parte de brega en esa acción y a la que le cupo en suerte
hacer el mayor número de prisioneros.
En cada una de las entregas, se labraron actas duplicadas, del
tenor siguiente:
En la Sierra de Sosa a trece de Octubre de 1904, se procedió al
desarme de la división núm. 13 del ejército revolucionario efec­
tuándola el coronel don Cándido Acuña autorizado al efecto por
el excelentísimo señor Presidente de la República y mayor don Félix
Pompilio Barrios en representación de su jefe don Carmelo L. Ca­
brera, constando dicho armamento de doscientas noventa y ocho
armas, entre fusiles y carabinas, catorce mil quinientos ocho tiros,
un sable, una bayoneta, dos lanzas y una trompa. Además se ha
recibido como parque de la división una carreta y ocho carros con
la dotación de bueyes correspondientes. — Cándido Acuya - Félix
Pompilio Barrios.
* * *

Segunda acta. — En la Sierra de Sosa a los trece días del mes


de Octubre de mil novecientos cuatro, se procedió al desarme de la
división número 8 del ejército revolucionario efectuándolo el coronel
don Cándido Acuña autorizado al efecto por S.E. el Señor Presidente
de la República, y coronel Cicerón Marín jefe de la expresada división,
constando dicho armamento de ciento cincuenta y siete armas entre fu­
siles y carabinas; cinco mil quinientos trece tiros, y dos bayonetas.
Se ha recibido también como parque de la división un carro.

73
Además se han recibido trece armas y ciento veinte y dos tiros
correspondientes a la división núm. 4 de don Juan José Muñoz.
Cándido Acuña • Cicerón Marín.
• • •
No hubo una nota discordante en toda la ceremonia del desarme,
por lo que a los hombres corresponde. Sólo se oían expresiones de
condenación para las guerras civiles, y el tradicional: ¡Todos somos
hermanos! surgía de los labios de casi todos.
Cicerón Marín alternaba cordialmente- con su viejo y ex pri­
sionero el coronel Manuel Acuña; y ambos a dos buscan en sus
frases sencillas de buenos paisanos, los mejores conceptos para la
glorificación de la paz y el trabajo, mientras un tierno cordero
puesto al asador, hasta que quedó a punto y que el coronel Marín
ofreciónos como plato único de improvisado banquete de confra­
ternidad.
« • •
He dicho más arriba: por que a los hombres corresponde, refi­
riéndome a la buena armonía y cordialidad que reina y que reinó
en el desarme, y debo explicarlo. El acto no fue sólo presenciado por
elemento barbudo: Hubo señoritas en él. Y fue una bella nico pe-
rcnse (?) —una morocha muy blanca por vocación y por efecto de
no pequeña cantidad de polvos más o menos Roget y Gallet— quien
encontrando que aquello debía ser deprimente para sus correligio­
narios, creyó de su deber hacerlo saber así al mismo Marín, a quien
con un apretón de manos y alterada voz, dijo no sin cierto tonillo
imperativo: Adiós! Y a ver si para otra vez, no hacen este papel,
si se portan mejor!...
Y quedó muy ancha.
Hubo sonrisas, cuchicheos, etc.
Arturo P. Visca
Enviado especial

de “LA TRIBUNA POPULAR” Montevideo, 15 de octubre de 1904. Año XXV


núm. 7816-

ULTIMO MOMENTO

Las divisiones de Cabrera y Marín — Su desarme

A última hora recibimos el siguiente telegrama de nuestro en­


viado especial:
Nico Pérez, Octubre 13. — A LA TRIBUNA POPULAR. —
Montevideo. — En este momento los coroneles Acuña, Peiran, co­
mandantes Meló, García, mayor Berreta y escolta de cien hombres,
salen para sierra Sosa a proceder al desarme de las divisiotaes de
Cabrera y Marín. — Enviado Especial.

de “LA TRIBUNA POPULAR” Montevideo, 13 de octubre de 1904. Año XXV


N» 7814.

74
DESDE NICO PEREZ

El ejército revolucionario — Su marcha


Reportaje a Juan José Muñoz — Un triunvirato inútil
Las últimas escaramuzas — Las primeras noticias de paz
Incredulidad general — Conducta de Basilio Muñoz
Dos paces. La de Basilio y la del ejército — Relaciones con el Directorio
Una propuesta de Joao Francisco — Desarme en el Olimar
Lo de Masoller — La muerte de Saravia y la conclusión de la guerra

Por correo

Nico Pérez, Octubre 15 de 1904. — Sr. director de LA TRIBUNA


POPULAR: — Nadie puede darse exacta cuenta, sino viéndolo de
la manera rara y difícil, en que los revolucionarios han hecho las
marchas y los elementos heterogéneos de que se ha echado mano
para ellas. Caballos, yeguas, petizos, potrillos, burros, muías, y...
bueyes y vacas.
Después que entraron en la sierra de la Aurora, ya las últimas
etapas de la revolución, faltos de caballos, y con los pocos que
quedaban, transidos y arruinados, convertidos en verdaderos esque­
letos andantes, las marchas se hicieron tan difíciles como dolorosas.
Parte marchaba a pie con el recado al hombro; otros aneando malos
jamelgos, que apenas podían con sus huesos y las monturas que se
les ponían en los lomos. Entonces no faltó quien encontró buena
la idea de hacer acémilas de los bueyes y vacas que se iban alzando por
el camino, y como todo invento es susceptible de reforma, esta vino
pronto. Se les convirtió en cabalgadura. Se enyuntaban los comúpe-
dos, se le forma una orejera y tanta maña se daban sus poseedores
que en pocos días obedecían los bueyes a la orejera como un caballo
a las riendas. Y así, muchos hicieron jornadas y más jornadas.

Las vestimentas

El estado del ejército, en cuanto a vestimenta es malo, pero de


todas las divisiones que he visto, las de Cabrera y Marín —como ya
lo he dicho— es desastroso. Aquello es el acabóse en materia de prendas
de vestir, y su aspecto, por lo desconsolador impone. No han llegado
a la desnudez absoluta con la tradicional hoja de parra, tapa-rabo
o cosa parecida, por puro pudor y por el frío. Todo lo que esa gente
ha encontrado de lana, algodón, peletería, etc., en piezas o en trozos,
ha sido aprovechado, y sin embargo, las carnes desnudas han tenido
que desafiar la lluvia y los vientos, curtiéndose las pieles hasta tomar
colores que hacían dudar de la raza originaria de quienes las mos­
traban.
Y esto no es de ahora; es de mucho tiempo atrás. En Santa
Rosa, donde los revolucionarios de café, plaza Independencia y otros
lugares que están muy lejos de las campiñas desoladas, decían que
habían sido desembarcados veinte mil ponchos, sólo se repartieron

75
de estas prendas cantidades equivalentes a un veinte por ciento de
los hombres que componían el ejército, y las provisiones por otros
puntos fueron tan escasas, que muy pocas veces se contó con ellas.
Los que durante las travesías por la república lograban acercarse a
sus pagos, conseguían empilcharse algo, y anclar bien aviados por
algún tiempo, pero los que no, tenían que esperar la poco agradable
perspectiva del carcheo en los días de combate... si no les iba mal.
Los de los departamentos muy al Sur, Sureste y Suroeste, han sido
quienes más han sufrido, por la causa arriba expresada y por eso
las divisiones de Marín y Cabrera son de las más castigadas, pues
pertenecen a la primera gente de San José y Canelones, y a la
segunda de Flores, Colonia, Florida y Soriano, etc., departamentos
que —el primero especialmente—, no eran visitados desde muchos
meses atrás.
Los uniformes argentinos son los que predominan. Un buen por­
centaje de tropa y oficialidad lo usa, quien completo, quien sólo
pantalón o chaquetilla más o menos en buen estado. Las bombachas
son rurales, y los chiripás son por lo general, hechos con... con
todo! La división Marín, verbigracia, parece que hubiera saqueado
el más estrafalario de los bric-a-brac que rodean el Mercado Central.
De todo he visto en ella: capotes de Hull, camisas de mujer con
cartera, elegantes americanas de lona, capote de todas las edades
y especies y en todos los grados de descomposición imaginables;
restos de zapatos, botas, zapatillas de mil y una formas, clase y color,
ponchos, frazadas, toallas, gorras, boinas, etc., etc. Las camisas y
los calzoncillos son artículos de lujo, desconocidos en los campamentos.
Agregúese a esta mezcolanza tan rara, unas melenas a lo cha­
maco y barbas a lo... insurrecto, y se supondrá el imponente
aspecto de esas tropas, que en aras del ideal partidario u homenaje
a los odios tradicionales, se ha sostenido con tan singular tesón du­
rante meses y meses en lucha abierta con la adversidad y con la
naturaleza.
Y sin embargo, la alegría no es extraña en los campamentos,
y como una nota de amarga ironía, la he visto retozar en la gene­
ralidad de los rostros, y hacer sus manifestaciones en las carpas o
al abrigo de las rocas que se yerguen en las cumbres o se inclinan,
cual si fueran a derrumbarse, en las pendientes.

Pampillón

—¿Dónde está Pampillón?— pregunté a más de cien revolucio­


narios, entre jefes, oficiales y tropas. ¿Se incorporó a Vds.? Todas
las respuestas fueron negativas y lo que es más, todos ignoraban su
paradero, y hasta hubo jefe que, abriendo mucho los ojos me dijo:
¿Pero Pampillón pasó? ¿Está en la república?
Sólo una voz me dijo que debía encontrarse matreriando en
los montes del Yí. Los demás, nada. Los más caracterizados jefes
de la revolución están a oscuras respecto de la vida y milagros del
zarandeado caudillo maragato. Sólo por tardías referencias conocían
su pasaje.
7í.
La mayoría, entre los simples soldados principalmente considera
a Pampillón perdido por la causa nacionalista, afirmando que su
actuación de enero acá lo ha suicidado ante la opinión de sute co­
rreligionarios.
—Es un perniquebrado político, oí decir.

Con Juan José Muñoz

La paz de Basilio — La paz del ejército.

En la posada Giménez, al cabo de la calle que aquí llaman


Central, encontré a Juan José Muñoz, el prestigioso jefe de la divi­
sión Maldonado, que tan activa parte tomó durante la guerra, y cuyo
nombre sonaba siempre que de horas de peligro, momentos de an­
gustia o de lucha para la revolución, se hablaba en Montevideo.
Harto conocida es su fisonomía para que la describa, y puedo decir
que los rigores de la campaña en nada han alterado su físico, como
creo que en nada ha variado su temple moral. Conocedor de la misión
que a su alojamiento me llevaba, el señor Muñoz entró de lleno al
asunto, con una buena voluntad y galantería generalmente extraña
en las personas de algún valimiento cuando de interviews periodís­
ticas se trata.
No queriendo cansarlo con el relato de una narración circuns­
tanciada de su actuación y de la de los demás jefes revolucionarios,
en los sucesos y negociaciones que dieron por resultado la conclu­
sión de la guerra de la manera y forma en que se ha hecho, le rogué
me trazara a grandes rasgos los sucesos ocurridos después de Ma-
soller. Comenzó a relatar de la siguiente manera:
“Herido el general en el anochecer del día l9, se me nombró
generalísimo del ejército al día siguiente; pero no considerando
mis hombros lo suficientemente robustos como para cargar con tan
grave peso, presenté a las pocas horas de mi nombramiento volun­
taria renuncia de tan elevado cargo, explicando a mis compañeros
mi resolución por esa causa. Aceptada ésta, se acordó la formación
de un triunvirato, y se llevó a cabo, constituyéndolo el coronel Gon­
zález, Basilio Muñoz (hijo) y yo. La acción o eficacia de este triun­
virato fue casi nula, pues nunca llegó a funcionar de una manera
eficiente, y su autoridad puede decirse era ficticia. Fue una medida
tomada por fórmula, pero sin resultado positivo, y en vista de ello,
y para dar al ejército una dirección firme, una cabeza dirigente,
se nombró generalísimo a Basilio. Entre tanto, durante esos días el
ejército que había abandonado los campos de Masoller, se movía.
El 2 marchamos hacia Sepulturas, llegando en el día, y el 3 de
madrugada salimos hacia Cuchilla Negra, y al día siguiente
descendimos por el Abra de Méndez hasta las puntas de Tacua­
rembó. El día 8, Galarza, que venía en nuestra persecución,
dio alcance en Platón a nuestras retaguardias, mandadas por Gon­
zález y Fernández, este último jefe de la división Florida. Nos tiro­
teamos fuerte, en retirada. A eso de las dos de la tarde, mientras
atravesábamos la vía férrea, fuerzas salidas de Rivera en ferrocarril

77
I

intentaron cortarnos el ejército, por la retaguardia, para coparnos


el parque, que era custodiado por Trías, González y mi división.
Los flanqueamos; y los tiramos lejos, rechazándolos hasta Rivera,
haciéndoles prisionero al capitán González Garin, y tomándoles
4.000 tiros. Rechazadas esas fuerzas, que creo las mandaba el coman­
dante Bachini, seguimos ya libremente pasando el paso Serpa, el
9 de mañana, todo el ejército. Continuamos avanzando sin novedad
hasta Punta Corrales, donde nos alcanzaron Vicente Ponce de León
y el doctor Cabello, de boca de quienes oímos las primeras noticias
de arreglos, armisticio, etc. Encontré bueno esto último, y aconsejé
aprovechar una tregua para organizar las fuerzas que venían muy
deshechas y caídas después de Masoller.
Se continuó marchando, hasta tanto no se arribara a nada, y
pasamos por Carpintería y el Espantoso, y el 17 fuimos a acampar
en el Minuano, quedando el general en contacto con Basilio Saravia.
El día 24 tuvimos las primeras noticias de haberse celebrado la
paz, pero no era noticia oficial, sino un simple rumor, llegado al
campamento.
En esto nadie creyó, pues nada se sabía, ni nada había sido comu­
nicado. Basilio había procedido por su cuenta, por sí y ante sí,
creyéndose sin duda con autoridad suficiente para proceder perso­
nalmente o tener de antemano el asentimiento de los demás jefes.
Esta fue la primer paz que se hizo.
—De modo que hubo una segunda? —pregunté—, ¿dos paces?
—Si señor. La primera, que se pudo llamar la paz de Basilio
y la que firmamos ahora nosotros que es la paz del ejército. Basilio,
que había aceptado de lleno las bases del gobierno, nos citó para
darnos cuenta de sus negociaciones. El 25 nos reunimos todos los
jefes en Bella Vista. Allí, en esa reunión, tal vez Basilio no tuvo valor
para damos cuenta de que había aceptado ya las primeras bases,
y nos pidió expusiéramos las ampliaciones que creyéramos conve­
nientes a la fórmula de pacificación por él ya conocida. Para el
efecto fue nombrada una comisión de la que formé parte, con Luis
Alberto de Herrera y Bernardo Berro, y presentamos las amplia­
ciones solicitadas. Las nuevas bases contenían, la reforma de la Cons­
titución, garantías reales y efectivas en las elecciones, reforma en el
ejército, etc.
—¿Y fueron comunicadas al directorio?
—No señor. Al directorio no se le comunicó nada por la impo­
sibilidad material de hacerlo. Se nos dijo que no le llegaban las comu­
nicaciones ... ii ¿¿
—¿Estaban ustedes en disidencia con él?
—Todo lo contrario: ningún motivo de queja teníamos; pero
ya le digo, no le dimos intervención por la imposibilidad material
de hacerlo. Sin embargo, todos los jefes hicieron constar que nada
proponíamos ni firmábamos sino ad-referendum en el entendido de que
en su tiempo se le daría cuenta al directorio y tenían la plena fe
de que éste no desaprobaría nada de lo que hiciéramos, y tengo
entendido que en estos días se debe redactar una comunicación por
la cual se le darán las debidas explicaciones, pues nosotros no pode­
mos prescindir de él, puesto que constituye la autoridad del partido.

78
Volviendo a la paz. El 26 de setiembre tuvimos una nueva reunión en
la que entregamos las bases ampliadas, y ellas fueron mandadas desde
lo de Pintos por Basilio. Después... el 2 de Octubre se resolvió
aceptar la paz, con las bases que ya son conocidas, porque la paz
había que hacerla. El ejército no tenía jefe...
—¿Y Basilio Muñoz?
—El ejército no tiene jefe y todos optamos por la paz, en bien
del partido.
—¿Es cierto que fue propuesto el coronel Morosini para suce­
der a Saravia?
—Sí, eso hubo.
—¿Es cierto que esa proposición fue hecha por Juan Francisco
en una reunión de jefes que él solicitó?
—Es cierto, Juan Francisco nos habló de eso, pero creo que no
tenía mayor consistencia. Se trataba quizá con ello de retemplar el
espíritu de la tropa, de sacudir energías...
—¿Cree usted que esta paz sea duradera?
—Sí, siempre que se nos respete, y se respete lo pactado. En la
buena política, en el acierto del gobierno estriba ello.
—¿Usted desarmó su gente en el Olimar?
—En el Olimar. Allí entregamos la artillería y el parque, ha­
ciendo el día 10, en memoria del general Saravia, una salva de 21
cañonazos, a la salida del sol; descargas de fusilería por división,
y otra salva de cañón a la entrada del sol.
—¿Y cómo les fue en Masoller?
—Bien. El día l9 quedamos en el campo victoriosos.
—¿Y hubieran triunfado si atacan el día 2?
—Seguramente.
—¿Es verdad que Saravia les trasmitió la orden de hacerlo, por
boca de Joao Francisco?
—Es verdad.
—¿Y cómo no lo hicieron?
—Pues... La pérdida del general había abatido a los jefes,
y nadie quiso llevar la responsabilidad. Hubo vacilaciones, y se
resolvió marchar y nos retiramos.
—¿Cree usted entonces que fue la muerte de Saravia la causa
esencial de la conclusión de la guerra?
—¡Ah! Claro... ya no hubo cabeza...
La llegada de varios jefes, para acordar la entrevista a celebrarse
con la comisión de Auxilios, me obligó a dejar el campo, llevando
el sentimiento de no poder continuar mi agradable charla con el
ex jefe de la división Maldonado, pues tenía el convencimiento de
que aún quedaban algunos puntos que aclarar...

La pérdida de Saravia

La misma pregunta que al señor Juan José Muñoz:


—¿Cree usted que fue la muerte de Saravia la causa de que
la guerra concluyera?, la he hecho a casi todos los jefes de la
revolución, a gran número de sus oficiales, a infinidad de soldados,

79
y siempre la respuesta ha sido afirmativa. He oído opiniones muy
radicales y otras moderadas, pero todas concluyentes en ese sentido.
—Era el único jefe de la revolución, se nos llegó a decir, en
un rapto de exaltación.
—Saravia no hubiera triunfado, pero, con los elementos que
había logrado reunir, hubiera hecho una gran paz. Su propósito no
era pelear, sino vadear el Río Negro, avanzar hacia el centro de la
república, y allí tratar de paz porque era un gran partidario de ella.
Y sin embargo, he encontrado quienes, en el ejército, dudan
de que el general haya muerto!
Arturo P. Visca
Enviado especial

En “LA TRIBUNA POPULAR”. 16 de octubre de 1904. Año XXV - Núm. 7817.

DESDE NICO PEREZ

La distribución del dinero — Disidencias entre las comisiones


Contrariedad de los revolucionarios — Las causas
¿Rechazo de dinero? — Dos telegramas

Nuestro enviado especial en Nico Pérez nos remite los siguientes


telegramas:
Nico Pérez, 15 (12 y 20 p. m.). — A LA TRIBUNA POPULAR. —
Nada se ha resuelto respecto a la distribución de dinero hasta esta
hora.
La comisión de hacienda de los revolucionarios celebró con la
comisión de auxilio dos reuniones ayer tarde y anoche, sin poder
acordar la forma y el lugar de pago. Volverán a reunirse hoy, espe­
rándose obviar los inconvenientes. La demora tiene disgustados a la
tropa y a los jefes que están deseosos de licenciarse por la pérdida
inútil de tiempo. — Enviado Especial.

Nico Pérez, 15 (a las 12 y 20 p. m.). — A LA TRIBUNA PO­


PULAR. — Montevideo. — Los inconvenientes surgidos en las co­
misiones de distribución de dinero, consisten en que pretenden los
comisionados del gobierno hacer entrega real y efectiva por solda­
dos, manera que no creen conveniente los jefes revolucionarios por estar
incompletas las divisiones y considerarla vejatoria, pues propusieron
se les entregara por división a cada jefe. En la nueva reunión irán los
revolucionarios dispuestos a rechazar el dinero. — Enviado Especial.
de “LA TRIBUNA POPULAR”, (octubre 15 de 1904). Año XXV - Núm. 7816.

DESDE NICO PEREZ

Una tarde serrana — Hacia el ejército nacionalista


Los comandantes Cortinas y Marín — Entrevista con Carmelo Cabrera
Recuerdos de la campaña — Quién construía los puentes
La batalla de Masoller — Insistiendo en la victoria

80
Un telegrama del general Vázquez — La muerte de Saravia y la paz
Declaraciones del mayor Moreira — En la carpa de Basilio Muñoz (h)
Esperanza risueña — Por qué se hizo la paz
La lucha del futuro — Reconquista de posiciones perdidas

(Por correo) — (Recibida con retraso)

Nico Pérez, Octubre 12 de 1904. — Señor director de LA TRI­


BUNA POPULAR. — Señor director: Aprovechando una salida del
secretario de la Comandancia Militar, sargento mayor Tomás Berreta,
quien llevaba una misión especial ante los jefes de las fuerzas revo­
lucionarias acampadas a pocas leguas de aquí, entre las quebradas
y rocosidades de la sierra de Sosa, he salido, por fin, del pueblo,
deseoso de ver ese ejército cuya inesperada aproximación no dejó
de causar sus trastornos, según expliqué en mi anterior.
Eran las 2 y 30 de la tarde, cuando en compañía del jefe nom­
brado, del enviado de “El Tiempo”, señor Enrique Crosa, dos ofi­
ciales de las fuerzas aquí destacadas, y llevando como vaqueano al
mayor nacionalista don Alejo B. Moreira, de la división Marín, hici­
mos rumbo hacia las prominencias que rodean a Nico Pérez, y tras
de las cuales debíamos encontrar a las avanzadas de las divisiones
revolucionarias. Hacía tiempo bueno por primera vez desde mi lle­
gada. El sol, de quien ya casi no tenía el recuerdo, asomaba su faz
algo paliducha, entre espesas y blancuzcas nubes, que el viento de
la sierra llevaba y traía como si hiciera juegos malabares con ellas.
El tan cantado astro rey parecía tímido y con vergüenza, y entre
la nubosa decoración nos vichaba receloso, como milico que ha faltado
varios días a la lista. Pero su presencia era alegradora, bajo las ca­
ricias de sus débiles rayos, hacíamos galopar nuestras cabalgaduras
Marchamos casi una hora, en plena sierra y a nuestro paso, entre
quebradas y valles, iban apareciendo algunos rasgos —no los más
terribles— de la cruenta guerra que nuestro desgraciado suelo acaba
de soportar: las patas de nuestras caballos se enredaban entre los
alambres esparcidos por el suelo, restos de cercos que las necesidades
de las marchas habían hecho destruir: nuestra vista encontraba ame­
nudo, entre las asperezas del camino esqueletos de infelices rocines,
a los cuales la muerte, por lo común compañera de la fatiga, había
ido a sorprender entre la sierra, dejándolos allí tendidos conservando
hasta lo último la más gráfica expresión del aplastamiento: las cuatro
patas casi juntas y la cabeza caída con el hocico a pocos decímetros
de los vasos; diseminados entre los cerros, algunas reducidas tropillas,
mostraban humildemente sus escuálidas estructuras, tan destruidas
y tan fláccidas que no pude menos que pensar en la pintoresca des­
cripción que nos hace Dumas, del famoso jamelgo amarillo del gallardo
D’Artagnan. La presencia de las caballadas, era anuncio seguro de la
proximidad del ejército revolucionario, y en efecto, a poco fuimos
divisando surgidas de entre las rocas, las estropeadas —duro es el
término, pero no encuentro otro que mejor cuadre— siluetas de
algunos soldados nacionalistas. La campaña había hecho sentir en
sus vestimentas de una manera ruda y cruel su acción destructora

81
dejándoles el aspecto —a muchos de ellos— cuyas carnes se res­
guardaban de las inclemencias del tiempo, por secciones, imperfec­
tamente. La primer carpa que encontramos fue en la división Marín,
y pertenecía al comandante Domingo Cortinas, que la habitaba en
compañía de un hijo suyo, Ismael, una de las intelectualidades de
la sociedad maragata, joven que ha sabido encontrar en el correr
de la campaña, los paréntesis necesarios, para dar curso a sus afi­
ciones literarias, dejando el arma en su lugar d<3 descanso, para
esgrimir el lápiz y anotar en su diario ideas y sensaciones. Seguimos
viaje —gratamente impresionados por la cordial acogida del co­
mandante Cortinas— en quien la cultura y buenas maneras trascendía
a pesar de la vestimenta gauchesca que lo cubría— y en dos galopa­
das llegamos a una cumbre, tras la cual mirando al Norte, había plantado
su carpa, el jefe interino de la 13 división revolucionaria, Carmelo
L. Cabrera. Una banderola negra, gastada y rota, flameaba acariciada
por las brisas serranas. Afectuoso salió a recibirnos el famoso volador
de puentes, el hombre explosivo de todas las últimas revoluciones,
uno de los brazos más enérgicos y también más útiles del ejército
en la reciente campaña.
Vestía bien, casi traje pueblero, y tras una corta entrevista con
el mayor Berreta —en la que se trató de la manera más rápida y
fácil del desarme de las divisiones en esos parajes diseminadas—
vino a formar rueda al pie de la carpa, donde entre sorbo y sorbo
del amargo mate, nos habla de la guerra y de la paz, de los males
de la primera y de los beneficios de la segunda; pero no pudimos
encontrar en su mirada o en su gesto algo que nos revelara el pleno
sometimiento de su espíritu agitador y bélico, a las quietudes de
la paz en momentos que más ancho campo encontraba para sus
belicosas expansiones. Sin embargo, yo iba en conocimiento de que
era uno de los jefes que con más tesón sostuvo las gestiones de paz
que se iniciaron ante ellos.
Nuestra conversación siguió generalizada, sin demorar sobre nin­
gún punto, dando nosotros referencias de la ciudad lejana, y reci­
biendo en cambio breves notas y comentarios de la campaña termi­
nada. En eso estábamos cuando vino a caer entre la rueda un hombre
ya anciano, de espesa cabellera y poblada barba blanca, de simpático
rostro, frente y mirada despejada y cuyo exterior revelaba al paisano
en su clásica vestimenta, era el jefe de la división San José, coronel
nacionalista don Cicerón Marín. Llegaba a la reunión mandado buscar
por Cabrera para ponerse de acuerdo sobre el tema que acababa de
resolverse con el mayor Berreta: el desarme.
Oída la opinión de Marín, levantamos campo y seguimos nuestra
peregrinación por la sierra dejando a los dos jefes mano a mano,
junto al asta de la negra banderola que flameaba siempre en la punta
deshilachada y rota.
Seguimos encontrando a nuestro paso los signos palpables de
la destrucción y ruina que la guerra originara, y estrafalarias figuras
que aparecían un momento entre las piedras y luego desaparecían,
como si las sierras se las tragaran. La tarde comenzaba a declinar,
el sol ya no lucía ante nuestra vista, ocultado por las nubes y la
melancolía nos hubiera invadido, si nuestro baqueano, el sargento

82
mayor revolucionario Alejo R. Moreira, no nos hubiera entretenido
con el relato siguiente, venido al caso tras unas breves referencias
al hombre explosivo, a Cabrera.
—Es hombre que ha prestado muchos servicios al ejército...
tan pronto volaba un puente al gobierno, como construía otro para
el ejército.
—¿Cómo, pregunté, hacía puentes también?
—¡Cómo no! Todos los hizo él.
—¿Todos? Y los que hizo Ganzo Fernández?
—¡Si Ganzo Fernández nunca hizo un puente! Lo más fue pre­
parar materiales para que otros lo hicieran.
—Se tenía entendido que él era el constructor oficial del ejército.
En Montevideo y Buenos Aires goza fama de eso.
—No, amigo. Nunca, puede decirse, estuvo en la revolución.
Casi siempre estaba en Bagé... En el ejército se le veía poco.
Además, una tarde, Cabrera se encolerizó seriamente con él.
—¿Cómo?
—Acababa de hacer el puente de Carpintería, y ponderaba su
construcción, uno de los jefes de nuestra división, diciendo que por
ello había que felicitar a Cabrera, cuando Ganzo insinuó la afirma­
ción de que el puente lo había hecho él. Cuadró la casualidad, que
el propio Cabrera pasara por allí y lo oyera. Dio vuelta el hombre y
se expresó en términos durísimos, costando trabajo evitar que tradu­
jera sus apostrofes en hechos. .. Hasta echó mano al revólver y si no
es por mí, quizás ocurre una desgracia.
A este punto llegaba el narrador cuando enfrenta uno a la carpa
del comandante Miguel Cortinas, y ante una tan galante como insis­
tente invitación, cebamos pie a tierra, ganando bajo la lona para
ampararnos del viento, que cada vez se hacía más frío y más cortante.
Cuando salimos de allí, entre mil datos dispersos, que se entreveraban
en mi mente, llevaba la siguiente relación que de Masoller y sus
consecuencias, nos hiciera el dueño de la carpa.
—La batalla del día 1’, no debió tener lugar. El propósito del
general ese día no era más que hacer gastar munición al enemigo,
y pelearlo el 2, pero un avance demasiado arriesgado del general
García, que fue el primero que entró en pelea, con orden de tomar
un cerro, y que se pasó al patio, quedando en mala situación, pues
lo agarraron entre tres fuegos, determinó la batalla. Hubo que mandar
las divisiones para que se sostuviera y el combate quedó desde ese
momento formalizado. Se peleó fuerte y bien, hasta caer la tarde.
A esa hora llegamos nosotros al campo.
Venían marchando, sorprendidos de que se estuviera trabando
combate, y el general, desde una altura, empezó a gritarnos que
avanzáramos. Así lo hicimos. El enemigo estaba cerca, y cuando
pasamos al lado del general, éste estaría a unos treinta o cuarenta
metros del fuego enemigo, acompañado de su hijo Mauro y su ayu­
dante Ponce de León.
—Retírese, general —le gritó con su modo peculiar, el coronel
Marín—. ¿Qué hace aquí? ¿Está buscando que lo maten? ¡Mándese
mudar! Se retiró el general, pero fue para acercarse a la línea de fuego
de Nepomuceno, y allí, a los pocos minutos, lo hirieron. Llegó la

83
noche y cesó el fuego. La gente durmió sin saber en su mayoría la
desgracia. Nosotros quedábamos en nuestras posiciones, y al otro
día Juan Francisco reunió a los jefes y les trasmitió la orden de
Saravia de atacar al enemigo, que la victoria era segura. Más de la
mitad de nuestro ejército no había peleado, y teníamos municiones
abundantes.
—¿Y el general Vázquez?
—Estaba mal. Vea lo que mandaba decir al presidente, en un
telegrama que lo tomamos en Tranqueras, y cuyo original tiene
Basilio. Y nos enseñó un telegrama concebido en estos términos:
“Puntas del Arapey, Setiembre 1° de 1904.— Peleamos a 3000
hombres en Masoller. Nos tomaron tres veces posiciones. Tengo mu­
chísimas bajas. Municiones agotadas. Si enemigo ataca mañana tendré
que retirarme. — VAZQUEZ.”
—¿Y por qué no atacaron?
—Nos faltaba el general. Nadie quería hacerse cargo del ejército.
Los jefes vacilaron, y se emprendió la marcha... Desde ese momento,
la paz, puede decirse que empezó a hacerse. La bala que hirió al
general fue la que la inició, porque si el general no cae, nosotros hubié­
ramos vencido a Vázquez, y seguido el avance hacia el centro del
país, y la paz se habría hecho, pero de otra manera.
* * *
Nico Pérez, Octubre 14 de 1904. — A la hora en que el sol calen­
taba con más fuerza los pedregosos campos de este bendito pueblo
—fríos como la nieve en los días de invierno, ardiente como el cora­
zón de una criolla en el verano— llegué a la carpa de Basilio Muñoz
(hijo) —Basilio como ya lo llamaban sus soldados— situada entre las
primeras rocas de la Sierra de Sosa, con la entrada mirando al Este
Nord Este, hacia Cerro Largo, los pagos de sus amores. Llevaba como
guía y presentador oficioso uno de sus más jóvenes ayudantes, Gui­
llermo Amespil, e iba conducido por un flete parejero que el famoso
Pampillón, en sus apurados gambeteos, dejó entre las fuerzas legales,
y que la amabilidad del mayor Tomás Berreta me proporcionó para
el viaje.
Bajo la soleada lona, tendido en su modesta cama campera,
encontré al sucesor de Aparicio y con una afabilidad que no des­
miente su carácter franco y abierto, que tanto prestigio y adhesión
le han hecho conquistar entre sus subalternos. Se entró de lleno
a una conversación amistosa, que si por determinadas circunstancias
no tuvo real y verdadero carácter de interview no careció de pasajes
de interés para ser apuntados por el lápiz de un periodista.
Hablamos poco de la guerra y algo de la paz, y entre sus mani­
festaciones reveló desde el pimer momento el generalísimo, que
ella se había producido, forzada por las circunstancias, necesaria
y fatalmente; no cabía otra cosa después de Masoller, si se quería
salvar los últimos principios de civilización, las últimas energías que
aún quedaban al país.
—Fui —dijo— a la primer entrevista con Basilio, convencidc
de que ella debía y había de hacerse, y me aparté de Basilio con
vencido también de que la paz estaba hecha. Y ya ve usted, hecha está

84
— Es cierto —dije—, pero en dos series.
—¿Cómo en dos series?
—Porque a la que se está festejando, la llaman la segunda paz,
en virtud del fracaso de sus primeras gestiones.
—¡Pero si nunca hubo fracaso! Las gestiones sufrieron sus de­
moras y atrasos, debido a las dificultades naturales de los medios
de comunicación, pero desde el primer día que se iniciaron, tuvieron
éxito. Si algunos jefes se apartaron de ellas, marchando por su cuenta,
en los rumbos que se les antojara, ello no puede constituir causa
de fracaso. Esos jefes, al apartarse del ejército, perdían su derecho,
se colocaban, puede decirse, fuera de la ley, y si a pesar de ello
decidí consultarlos, fue para evitar escisiones graves, para no dejar
otra revolución en campaña, para hacer obra buena, para que la
pacificación la aceptaran todos, como la aceptaron cuando la reflexión
y la sensatez se hicieron oir.
—¿Y el armisticio?
—Nunca lo hubo; jamás se celebró. Fue un simple acuerdo verbal
que celebré con Galarza, conviniendo el cese de las hostilidades
para evitar cualquier choque de consecuencias fatales. Si nuestras
fuerzas se hubieran vuelto a encontrar en campo de pelea, todo se
hubiera perdido. La guerra habría seguido entonces inevitablemente,
y de manera desastrosa, pues toda idea de arreglo habría sucumbido
en un ambiente de destrucción, de exterminio, en el que habría
desaparecido quizá para siempre la fortaleza de uno de los dos
partidos. Para evitar esos choques, y aún hasta el más pequeño
tiroteo, fue que abandoné Aceguá, tratando de poner una regular
distancia entre mi ejército y el de Galarza, pero lo hice en la creencia
de que éste continuaría también la marcha detrás mío. No pudo ser así,
porque se había quedado a pie, y yo seguí avanzando hasta el Paso
de las Pavas, en el Olimar, donde me volvió a alcanzar Galarza, y
donde se efectuó el desarme. Algunas divisiones que habían bandeado
el Olimar siguieron marcha, y esas fueron las que hubo que desarmar
aquí.
Ahora que estos hechos se han producido, que la acción material
ha terminado, una nueva campaña tenemos que emprender. El par­
tido ha realizado una protesta armada en la que ha probado que
su valer es indiscutible, por su fuerza y sus proporciones; se ha
derramado mucha sangre, se ha derrochado mucho valor. La lucha
por las armas ha terminado; la lucha en otros terrenos debe co­
menzar, y comenzará seguramente con más vigor y más empuje que
nunca.
El partido ha demostrado ser fuerte en la guerra; ahora tiene
que demostrar su consistencia en la paz, y 6Í todas las fuerzas y
voluntades se aúnan, si todos concurren con su acción a la obra
común, las conquistas del partido nacional serán más considerables
de lo que se suponen. Si hemos perdido posiciones, por la razón
y el libre ejercicio de nuestro derecho, hemos de reconquistarlas
y en mayor número de las que pudiéramos materialmente haber
perdido.
Y al decir esto sonreían los labios del “generalísimo” con son­
risa de esperanza y brillaban sus ojos con fulgores de triunfo, como

85
si sus palabras le trajeran a la mente un plan quizás madurado en
la tienda de campaña, y dispuesto a ser llevado a la práctica en las
mesas electorales, en el parlamento, en todos los sitios donde debe
triunfar la razón y el derecho, abatiendo la fuerza y desalojando
la arbitrariedad.
Animado por esas risueñas esperanzas, lo dejé en su modesta
carpa de lona que el sol caldeaba y el viento norte sacudía hasta
inspirar temor por la seguridad de sus puntales.
« • «
Anochecía cuando llegamos a Nico Pérez, bien saneados los pul­
mones por el aire de la sierra y deseosos de ganar el comedor del
hotel y la reparadora cama más tarde.

Que es lo que voy a hacer ahora.


Arturo P. Visca
(LA TRIBUNA POPULAR — Montevideo, octubre de 1904 — Año XXV N’ 7818)

RECUERDOS DE LA REVOLUCION

Notas de un curioso — En la guerra y después de la guerra


Tiros sueltos — Bueyes trotadores

—Que la guerra ha costado miles de vidas de hombres es un


hecho que sólo mentarlo parece ridículo; de que ella también en su
destructor desarrollo ha concluido con una cantidad jamás conocida,
de los acostumbrados elementos de traslación en nuestra campaña,
tampoco es un misterio, pero por si respecto a esto último hay
alguien que no se de cuenta exacta de sus proporciones, aquí va un
detalle: la diligencia rápida que hace la carrera entre Meló y Nico
Pérez tuvo época en que hizo la carrera arrastrada por yuntas de
¡

Emigración de Mariano

He oído decir que Mariano Saravia va a levantar campamento


de sus pagos, y a ese respecto tengo la siguiente versión de labios
de uno de los oficiales más distinguidos de la división de Saavedra.
En uno de los dias en que los jefes se reunían para tratar la paz,
halláronse reunidos Basilio Muñoz hijo, Mariano Saravia y Abelardo
Márquez, y el primero, dirigiéndose al segundo le dijo:
—Mariano, tengo que hablarte a solas.
—Puedes hacerlo —contestó el interpelado—, delante de Abe­
lardo, porque lo que tú me digas a solas, yo se lo voy a decir lo
mismo a él.
—Pues bien. Acabo de hablar con Basilisio, y me ha recomen­
dado te diga trates de arrendar tus campos y haciendas, y emigres
del departamento.
—No ve, no ve! —contestó Mariano Saravia, con voz y gesto
alterados— a lo que hemos llegado, que ya ni en mis pagos puedo
estar garantido!...

86
Contadores

—Los señores encargados de contar el dinero para distribuir


entre los revolucionarios, debieron haber llevado a cabo su cometido
hostigados por un gran apuro, o sumamente impresionados, a juzgar
por lo que me dijo el “coronel” Saavedra: “Yo, y todos mis oficiales,
quedamos sin cobrar. Venían los paquetes incompletos, faltando en
algunos hasta quince reales!
El hecho de haberse quedado Saavedra y sus oficiales sin recibir
lo que les correspondía obedece a que ellos sacrificaron lo que
les correspondía para cubrir en lo posible esas diferencias entre
los soldados.

Gastos revolucionarios

—Si las armas entregadas por los revolucionarios no han alcan­


zado a la cantidad que muchos esperaban, fuera de los motivos ya
conocidos: deserciones, quemazones, abandono, etc., hay otros. Mu­
chos insurrectos, encariñados con el arma que durante meses le sirvió
de compañera inseparable, especialmente en las horas de peligro,
han querido conservarla como una reliquia, y para el efecto, según
algunas versiones y conversaciones aisladas que he oído, valiéronse
de una estratagema que a casi todos les dio resultado. En los mo­
mentos del desarme disimulábanla cuidadosamente bajo el poncho
—los que lo tenían— y pasaban así ante los encargados de recibir
el armamento, a quienes contestaban con un ¡no! rotundo, a la
pregunta: ¿usted no tiene arma?

Infancia belicosa

—Confirmando aquella noticia que días antes de Fray Marcos dio


“El Día” y en la cual se demostraba que el ejército revolucionario, se
componía de chiquilines montados en potrillos, puedo decir que de los
que con más gallardía entregaron el arma, en la Sierra de Sosa,
fueron 3 chiquillos de la división Cabrera —muy menudos, muy
guapos, según referencias—, y muy entusiastas, pero chiquilines al
fin, que a las siguientes preguntas dieron también las siguientes con­
testaciones :
—¿Cómo te llamas?
—Anatildo Dubroca.
—De dónde eres?
—De Dolores.
—¿Qué edad tienes?
—Quince años.
A las mismas preguntas contestaron dos más: José Pintos, de Va­
lentín Grande, Salto. Quince años, y Federico Vera de Nico Pérez.
Catorce años.

87
Un epitafio... valiente

De entre las cosas curiosas que de sus peregrinaciones por el


Brasil me narró uno de los jefes nacionalistas cuya palabra es de
insospechable veracidad, no puedo menos de referir lo siguiente, que
si bien nada tiene que ver con la reciente guerra, es digna de cono­
cerse, pues ella constituye uno de los rasgos más típicos del carácter bra­
sileño, y de la mucha estima en que ellos tienen el aparecer siempre
valerosos. Se trata de un epitafio grabado en la lápida de uno de los
apartamentos de un cementerio cercano a Caty. Dice el letrero: “Aquí
yace D. Fulano, de tal, y tal, y tal y tal y Machado, morto na rúa
Ouvidor, em Río Janeiro. Morreu sem testigos, mais consta que morreu
como um valente!”
Táblcau, tres veces!

Balazos célebres

Balazos célebres entre la gente revolucionaria: al joven Mena,


hijo del señor Antonio Mena, muerto en Masoller, una bala le atra­
vesó la cabeza, de parte a parte, a un centímetro de las sienes. El
balazo fue recio, pero la vitalidad del joven Mena debe ser mucho
más recia aún, porque lo he visto sano y salvo, pasear su casi gigan­
tesca humanidad, por el pueblo de Nico Pérez y sus alrededores.
A un señor Miraballe, una bala, en Tupambaé, le entró por la
frente y le salió por la nuca. Curó, causando la natural admiración
a quienes estaban en conocimiento del hecho. Más tarde, creo que
en Masoller, la desgracia fue más certera. Otra bala le penetró por
la nuca, y le salió por el ojo izquierdo. Murió.
• • •
Cuando Mena cayó herido lo fue en Paso del Parque, 6U señor
padre a quien se le dio inmediato aviso, concurrió a su lado, y al
ver la gravedad de la herida, dijo a varios compañeros que lo ro­
deaban:
—Déjenlo! no hay nada que hacer!
Pero el herido, que escuchó estas palabras, no fue del mismo
parecer, y no pudiendo hacer uso de la palabra, levantó el brazo
derecho y con un dedo hizo señas de que no estaba conforme con la
opinión vertida. Esta fue su salvación, pues inmediatamente fue le­
vantado, y conducido a lugar donde se le prestaron los debidos auxilios,
tan eficaces que ocho días después se paseaba tranquilamente por el
campamento.
Arturo P. Visca

de “LA TRIBUNA POPULAR — Montevideo, 20 de octubre de 1904 —


Año XXV. - Núm. 7821.

88
Ttacmnbú (Dpto. de Artigas). Helada caída en la noche del 10 de Junio. (1897)
RECUERDOS DE LA REVOLUCION

En la guerra y después de la guerra — Notas de un curioso


Tiros sueltos — Hambre y desquite

De las penurias, sufrimientos, privaciones y otras yerbas, que


la gente revolucionaria tuvo que soportar durante su pasaje por la
sierra de la Aurora, en sus marchas después de Masoller, sólo ellos
conocen la intensidad y sólo ellos pueden narrarlos, con el colorido
suficiente, como para que el lector pueda tener una visión siquiera,
de lo que fue la realidad. El hambre, es natural, entró a formar entre
las plagas que los azotara. Los estómagos habían sido declarados en
huelga, condenados a forzosa e implacable continencia; a una obli­
gada abstención, parecida —en su ramo— a la que a sus correligio­
narios, respecto a cuestiones electorales aconsejaran hace algunos
años los hombres más conspicuos del Partido Nacional.
Pero el impensado mandamiento: No comerás, que la necesidad
—con verdadera cara de hereje— les había dictado e impuesto, fue
al fin revocado por esa misma señora en otra de sus múltiples
manifestaciones: la de mantenerse fuertes —lo más posible—- para
continuar las marchas y atender a las contingencias bélicas, que el
mañana les pudiera preparar aún. Se había soportado, todo lo dig­
namente posible, la ausencia de vacunos y de ovinos, y salvado el
honor... gastronómico, se apeló a la especie asnal sacrificándose
buena parte —no toda— de los burros de la revolución, es decir,
de los que los revolucionarios que pudieron hacerlo se apropiaron en
distintos parajes, para suplir la falta de caballos.
Pero como todo tiene su compensación o su premio en este
mundo, y para probar una vez más que nuestro país es el país de
lo vice-versa... a la época de escasez egipcíaca sobrevino una abun­
dancia casi jaujana.
El vice-versa estilo faraónico se produjo. Las siete vacas gordas,
vinieron después de las siete vacas flacas, de que nos habla la histo­
ria sagrada.
Cuando las primeras divisiones de revolucionarios llegaron a la
Sierra de Sosa, —en vísperas del desarme— unas inocentes majadas
ajenas por cierto... a las hambrientas intenciones de los desarrapa­
dos y desarropados huéspedes, fueron el pavo de la boda— insurrecta.
La carneada fue jefe y las pilas de cueros todavía frescos, que
los días 12 y 13 contemplé, me dieron idea de su magnitud, y de
las ganas que a lo gordo se tenía entre los carneadores se dará cuenta
exacta el lector por el siguiente detalle: En un solo fogón donde pro-
siaban siete revolucionarios, otras tantas ovejas se asaban lentamente,
ya algunas de ellas con anchas marcas de los cuchillos y la voracidad
de sus poseedores.

Las últimas de Belén

El Capitán Francisco Belén —el niño Panchito, como se le llamó


en un tiempo— fue víctima de una veleidad quijotesca tan propia de
los hombres de coraje, que unen a esta condición la audacia.

91
Quizo conseguir él, casi solo, lo que la batalla de Masoller —donde
entraron en línea miles de hombres— produjo: la desaparición de
Aparicio Saravia. Preparó un golpe a la tienda de “el general”, y
momentos antes de intentar llevarlo a cabo le dio gusto a la lengua,
haciendo en una pulpería apreciaciones pesimistas sobre la duración
del prestigio —y creo que hasta de la vida— del jefe supremo de las
fuerzas insurrectas.
La fortuna no lo ayudó, y lina tumba fue el premio que la
adversidad deparara a su audaz empresa.
Cuando entró en acción, el cazador resultó cazado. En la sola
compañía de un indiecito, bravo como ají cumbarí, se vio impelido
a luchar cuerpo a cuerpo con elementos a las órdenes del general que
él, en su bélico extravío, soñó copar, y llevárselo en ancas, fuera
de los campos dominados por sus fuerzas, atado de pies y manos
como una odalisca robada por violencia a las quietudes del harem.
En esos arduos momentos —en que varios sables intentaban achu­
rarlo despiadadamente— tuvo Belén la noción clara del peligro a
que casi inconscientemente había ido, y pensó entonces, que podía
ser el hombre a quien pensaba perder, el áncora de su salvación
y las últimas energías que le quedaban, las empleó en defender el
bulto naturalmente, y en prorrumpir en exclamaciones de este tenor:
—¡Ah compañeros, si estuviera el general aquí, no me dejaría
matar!
El general no estaba allí, y lo mataron, pero hasta allí llegaban
las sonoridades de unas estentóreas carcajadas —únicas en el ejército
revolucionario— que un hombre, a caballo, y con un quitasol en
la mano derecha, lanzaba a los callados ámbitos desde una media
cuadra escasa del sitio del suceso, que dijera un cronista policial.

A pedradas!...

El ínclito Julio Barrios —de cuyas hazañas por el Norte se ha


tenido noticia en oportunidad, pero que jamás, seguramente habrá
rendido cuenta exacta de ellas, ante quien corresponde— preparó
una de sus acostumbradas emboscadas, en la sierra de la Aurora,
el día 17 de marzo.
Colocó sus fuerzas —unos quinientos hombres— abarcando una
gran extensión, y diseminados en grupos de a veinte, parapetados entre
las rocas, sin orden ni distinción, como los atenienses aquellos, a que
se hacía referencia en una crónica, con motivo de una reciente fiesta
decadentista.
Fuerzas revolucionarias, de la división Durazno, fueron las que
entraron en pelea con las huestes de Barrios, que hacían un incesante
fuego a discreción desde las excelentes posiciones que ocupaban. El
combate se trabó pronto recio y fiero, y avanzando entre un círculo de
tiradores, los revolucionarios, se lanzaron a desalojar a sus enemigos,
con esa audacia y valor y desprecio al peligro, tan característico de
los nacidos en tierra uruguaya.
En su avance, llegaron los insurrectos nacionalistas, hasta entre­
verarse con los insurrectos legales de Barrios, y •.. me decía el jefe

92
de los atacantes, señor Prudencio Soria, llegó el momento en que las
armas largas fueron abandonadas por inútiles, para apelar al revólver
a la bayoneta y... hasta las piedras, dando el ejemplo de lo último
uno de mis ayudantes, el joven Salvador Olivera, quien en esos
momentos encontró en tan primitivo medio ofensivo, un gran
recurso para combatir al enemigo!...
Arturo P. Visca

(LA TRIBUNA POPULAR. — 22 de octubre de 1904. — Montevideo,


Año XXV, N’ 7823).

EL GESTO DE BASILIO

La fuerza y el pensamiento

La acción de la fuerza material ha terminado; debemoa


pues, dejarla de lado, y aprovechamos para futuras con­
quistas, de lo que como fuerza moral somos y valemos.
(Palabras de Basilio Muñoz (hijo), en su carpa de la
Sierra de Sosa, en la tarde del día 15 del corriente).

Hay circunstancias en que la fuerza material llega a primar sobre


el derecho, ahoga la razón y mata el intelecto y es cuando esa fuerza
la ejerce la arbitrariedad o la tiranía, y cuando al derecho lo defien­
den la debilidad o la pobreza de espíritu. Hay circunstancias en
cambio, en que la fuerza material —y aquí evoco uno de los cambios
de ideas más simpáticos de mi reciente excursión a Nico Pérez—
constituida por la masa que acciona, reconoce la voluntad y el imperio
del intelecto, ejecuta sus órdenes, y aunque en su fuero interno crea
ver resentidas a veces sus energías, obedece a la minoría que sabe y
marcha fiada en el cuantum de fuerza moral que de ella emana.
Como consecuencia de las diversas impresiones que en el análisis
sobre el terreno de los sucesos que trajeron por resultado la termina­
ción de la guerra, he hecho, he venido a formar la segunda opinión.
En esa forma se me presenta el caso de Basilio y el ejército nacionalista.
La fuerza colectiva y esencialmente material de este último, impreg­
nada de ansias guerreras creyéndose fuerte por el conjunto, por la
cantidad, aceptó, y llevó a la práctica, el pensamiento de Basilio
Muñoz, pensamiento pacista, contrario al temperamento de la masa.
El pensamiento dominó a la materia, y la materia obedeció sus
mandatos, sus designios, sin protesta violenta. Basilio dijo: La paz
se impone: las circunstancias la prescriben, y el ejército, que corcobeó
al recibir por primera vez el latigazo de tal cambio de frente, aceptó
y acató la voz del jefe, cabeza de la minoría intelectual que lo dirigía
y que lo mandaba deponer las armas, como había mandado esgrimir­
las, confiada, no en la mansedumbre absoluta de los mandados, sino
en la fuerza moral que de ella —de la minoría intelectual— emergía.
Como principio filosófico, es uno de los más bellos ejemplos el gesto
de Basilio y demás jefes firmantes de la paz que impusieron, por la
sola acción de la fuerza moral que representaban, su pensamiento a
la masa rebelde, donde estaba encarnada la fuerza material.

93
1

Los que miraban los toros desde la barrera, así como los que
no comprendieron a Basilio —y entre estos, gran número de los
elementos que formaban la masa dominada— buscaron en su reper­
torio de vocablos hirientes, los más duros para calificar su gesto.
Vieron a bulto y a bulto juzgaron. Vieron al ejército revolucionario
fuerte por su número y no entraron a considerar si era también
fuerte por su situación; vieron a Basilio, jefe supremo de ese ejér­
cito, armado como nunca, y su actitud pacificadora, cuando creyeron,
que la acción guerrera debía de determinar la contienda, les irritó sacu­
diendo la generalidad de los espíritus, tan accesibles a las turbulencias
como refractarios a la meditación y a la calma. Se falló sin juzgar, acci­
dente muy común en los pleitos populares. Pocos comprendieron que
Basilio era hombre de las circunstancias, y que las circunstancias se
le impusieron con marcado rigor, porque a su vez ellos lo habían
impuesto, levantándolo hasta la cima del pedestal de la jefatura del
ejército revolucionario; se esperaba sin detenerse a considerar si fuera
de las condiciones personales estaba en condiciones de hacerlo, que
relevaría a Aparicio, y más de uno, en el calor de los primeros entu­
siasmos, le atribuyó ciertas cualidades que lo hacían superior a éste.
Y en realidad, quizá las tuviera y las tenga, pero no era Aparicio Sara­
via, —no era el “tornillo de cohesión” de que ya con mucho acierto
habló un periodista hoy argentino— no era hombre que aunaba todos
los esfuerzos, todas las voluntades, alrededor de cuya personalidad se
deponían todos los odios y prevenciones del ejército, y a quién todos
seguían por sincero cariño unos, por temor otros, por conveniencia
los de más allá; no era Aparicio Saravia, ni tenía tiempo para hacerse
tal, y, —hombre de más alto vuelo quizá, en su modo de pensar, de
más claras vistas para darse cuenta perfecta de una situación, conocer
el mal y acertar el remedio, —-que las demás cabezas de la revolu­
ción,— tuvo la visión inmediata de la verdadera realidad, comprendió
la necesidad de adoptar la guerra o la paz, pero sin términos medios,
y guiado por un principio de civilización y humanidad, sin duda, y
fue primero hacia la paz, en la perfecta convicción de que ella la
imponían los acontecimientos, la carencia de cohesión —probabilidad
de ineficacia por lo tanto— de los elementos de fuerza que él tenía
a su mando, y porque —y esto lo aceptó muy principalmente— aun­
que la paz de hoy fuera parca en ventajas, vendría pictórica de hala­
güeñas promesas para su partido en no lejano porvenir.
Aceptó en principio —como jefe supremo del ejército— todas
las responsabilidades que el pacto de paz significaba, como hubiera
aceptado todas las responsabilidades de la guerra, porque no son condi­
ciones de valor y energía las que se le pueden negar al jefe de la división
en quien más rudamente se cebó la reciente campaña, pero ¿fue
Basilio Muñoz el primero o el único que tuvo, casi a raíz de Maso-
Uer, la percepción de que la paz se imponía o era necesario buscarla,
por lo menos? Si se ha de dar crédito a una versión muy generalizada
en las filas revolucionarias —sin distinción de categorías— el señor
Juan José Muñoz, apenas presentaba su renuncia de “generalísimo”,
el día 2 de Setiembre envió un telegrama al señor Manuel Artagaveytia,
indicándole la conveniencia de entrar en negociaciones de paz, pues
en esos momentos el terreno era favorable para ellas; el jefe del

94
Estado Mayor, coronel Gregorio Lamas, y el jefe de la división Flores,
don José González, son así mismo indicados como de los que más
pronto y fácilmente se mostraron accesibles a la idea de la paz, y
ésta pronto hizo carne hasta concluir por aceptarla todos —o casi
todos por lo menos. Paz —o tratado de pacificación, mejor dicho—
indecorosa? No, seguramente. No por los señores nacionalistas —cabe el
reconocerlo en primer término— pues quienes la firmaron, no hubieran
entrado por ella si con menoscabo de su decoro y de sus antecedentes,
se la hubieran impuesto. Es que —y esto debiera ser un freno para
ciertos criterios extraviados, para ciertos censores en quienes no cabe
la simplicísima idea de que el no saber debe traer por consecuencia
el callar— es que, decía, la razón triunfó de ellos, en virtud de los
principios de que he hablado al comienzo de estas líneas, y vino el
convencimiento de que la paz —mejor que la guerra a ou trance—
se imponía, en virtud también de algo grave, muy grave, que ocurría
en el ejército, y podía, en breve tiempo, minar su organismo, y agotar
su vitalidad aparente. De otra manera, no es admisible que las
principales cabezas del ejército revolucionario hubieran aceptado un
pacto de paz, que estaba en sus manos rechazar, así como estaba
en sus manos despojar de su investidura de “generalísimo” a quien
había insinuado su aceptación, si lo hubieran creído capaz de fraguar
algo contrario al decoro y a la dignidad del partido a que pertenecen.
La misma autoridad en virtud de la cual se expidieron el 3 de Se­
tiembre, mantenían el 25 del mismo mes.
La paz se ha hecho, la cabeza de la minoría directiva del ejér­
cito la aceptó desde el primer momento; la minoría la aceptaba tam­
bién después y la masa dirigida —la fuerza material— se avino a
ella más tarde, confiada, vuelvo a decirlo, en el pensamiento de
quienes la dirigían. El hecho está consumado, y los señores naciona­
listas, —principalmente aquellos que más fácil rienda dan a la
diatriba desmembradora— deben hacer hoy práctica de estas pala­
bras que en hora de franqueza me dijo el que en reemplazo de Sa­
ravia fue nombrado generalísimo del ejército revolucionario:
La acción de la fuerza material ha terminado: debemos pues dejar­
la de lado y aprovecharnos para futuras conquistas, de lo que como
fuerza moral somos y valemos.
Es lo que corresponde. La era de recriminaciones, —que parecía
haber comenzado con la terminación de la guerra— debe morir
non nata, que en el interés de los que forman y sostienen el partido
nacional, está ello.
Y terminaré diciendo: Es de suponer, que los que con motivo de
los acontecimientos que determinaron la pacificación del país, tuvie­
ron la entereza de usar para alguien la palabra traidor mantengan
esa entereza para cuando la suerte les ofrezca oportunidad de pedir al
traidor, personalmente, detallada cuenta de su traición.

Arturo P. Visca

en “LA TRIBUNA POPULAR”


Montevideo, 25 de octubre de 1904. Año XXV. Núm. 7826.

95
CARTA A TOMAS BERRETA

Montevideo, octubre 11 de 1944.


Sr.
Tomás Birreta
PRESENTE.—

Mi querido y viejo amigo:


CORDIAES SAUDA(^OES!... Hace cuarenta años — casi una
vida! — el 11 de octubre de 1904 — un joven periodista, largo, delga­
ducho y esmirriado; miope y de abundante pelambre rubia, tomaba
en la Estación Central, el tren local Montevideo - Nico Pérez en viaje
a éste, punto terminal de la línea.
Día sombrío y lloviznoso, como rezago primaveral de un invierno
cruel y llovedor, cual fue el de ese año. De un par de semanas atrás
el país cursaba las postrimerías de una sangrienta guerra civil con
más de nueve meses de angustiosa duración. Momentos, en esa fecha,
de incertidumbre popular a pesar de los anuncios oficiales.
La paz estaba hecha!... La paz no estaba hecha!... Las propo­
siciones de Basilio estaban aceptadas por el gobierno, y las de éste,
a su vez las aceptaba el “Generalísimo” del ejército revolucionario.
Pero la mayoría de los jefes se sentaban ante la fórmula Basilio -
Batlle — y Nepomuceno — viva encarnación de la tendencia sara-
vista pura, después de la turbulenta sesión en lo de Lucas, se había
arrancado con lista propia abandonando el local en son de airada
protesta, rumbo a Mazangano.
Momentos de inquietud; que agravaban versiones ciertas de que
Aparicio no había muerto y que la revolución seguiría, o resurgi­
ría... Con el resurgimiento, naturalmente, del ‘‘no fallecido” caudi­
llo nacionalista. La paz sin embargo estaba oficialmente hecha y el
desarme —dentro de las estipulaciones tratadas—- debía realizarse en
el todavía pueblo de Nico Pérez, o en las inmediaciones de La Ternera,
si las transidas caballadas de los revolucionarios y las continuas llu­
vias, impidieran el allegamiento a aquella localidad recién nombrada.
Tal era el itinerario que en su mente llevaba el joven periodista rubio
y esmirriado, en esos momentos viajero del tren local Montevideo -
Nico Pérez, con extensión complementaria hasta La Ternera o más allá.

El tren bufando con densas expiraciones de humo acre, repe­


chaba lomas, o en galope holgado, aceleraba su marcha en el alivio
de los llanos o en planos inclinados descendentes, mientras la llovizna
iba poniendo una pátina lacrimosa en los vidrios del wagón-salón
desierto casi, de pasajeros. Desierto casi, porque a media mañana,
el azar banal de una ventanilla abierta y resfriante puso al perio­
dista viajero con el único compañero de viaje que llenaba otro de
los bancos del semi-desierto wagón-salón. Y ese otro viajero era el

96
Dr. Alfredo Castellanos — uno de los pocos puntales sobrevivientes
del efímero Partido Constitucional, periodista de autre fois, de lucha
y garra, que tuvo sus últimos vislumbres de tal, al frente del diario
LA CONSTITUCION, en los últimos tramos de la presidencia de D.
Juan Idiarte Borda, — fines de 1896 — ya sobre los azarosos días de
la pre-revolución, que culminó con la invasión “Lamas-Saravia” en
Marzo de 1897.
Más tarde, ya en coloquio de “viejos conocidos de una hora”, y
en mesa común del “wagón-restaurant’’, hablaron el periodista en
poniente, el veterano que vivía del recuerdo en su voluntario retiro,
y el periodista en naciente, que iniciaba su vida de tal, en plena acti­
vidad profesional y que en vez de la vida recordativa, vivía en la ilu­
sión y en la esperanza de un porvenir auspicioso y lisonjero que
lo llevara a ser algo en el mundo... Pasajeras, fugaces percepciones
que la realidad supo esfumar con su implacable desdén por los jóve­
nes soñadores sin básica reciedumbre para el éxito...
Tejieron, sobre temas del momento el periodista de ayer y el de
ese instante, una conversación de comentarios generales, cuyo motivo
inicial fue el mal tiempo, para derivar de inmediato y de lleno al de
los acontecimientos del año y de la hora, la revolución pasada; la
incertidumbre latente, y la paz de hecho y de derecho, reconocida
como cierta para ambos interlocutores.
—La guerra no me sacó de Montevideo — dijo el periodista en
funciones — pero la paz me lleva a Nico Pérez y tal vez más allá,
a La Ternera, o a quien sabe a donde. Pero a donde haya que ir iré,
en cumplimiento de la misión que me lleva, si puedo conseguir caba­
llo, o cualquier otro medio de traslación seguro y efectivo.
El periodista en funciones dió entonces a conocer su misión: la
de Enviado Especial de un diario metropolitano, con severo encargo
de un eficaz diligenciamiento para trasmitir la más completa infor­
mación sobre el próximo desarme, interwiws a los jefes desarmados
y notas sobre la bélica jarana recién terminada.
—En Nico Pérez, encontrará usted a la División al mando del
Coronel Acuña —manifestó el periodista de otrora— y sus movimientos
le indicarán con precisión el lugar del desarme, pues al Coronel Acuña
tocará la tarea de organizar la ceremonia de la entrega y recepción
de armas.
Y agregó:
—Conoce usted a D. Tomás Berreta?
—No!
—Es el secretario y Mayor-Ayudante del Coronel Acuña. Es ami­
go mío. Hombre mozo, atento y servicial, su relación para sus tareas
periodísticas puede serle muy útil. Voy a darle una tarjeta de pre­
sentación.
Y, sobre el pucho la escupida, o sobre la mesita del wagón-
comedor, la albura de la cartulina y sobre esta el garrapateo de unas
líneas con expresivas, aunque lacónicas frases de salutación y pre­
sentación.
—Tome —dijo el Dr. Castellanos textualmente (lo recuerdo como
si fuera ayer) — no deje de verlo y darle esta tarjeta. Sabe ser amigo
y lo va a servir bien!

97
El joven esmirriado y rubio, el periodista en funciones — que
era el mismo que hoy — cuarenta año» después — escribe estas líneas
y hasta tiene el atrevimiento de firmarlas — recibió la diminuta cre­
dencial, y antes de las cuarenta horas de recibida ya pudo confirmar
“sobre el terreno” que las palabras del Dr. Castellanos no eran vanas,
ni sus aseveraciones “de hombre mozo, servicial y buen amigo”, con
referencia a I). Tomás Berreta, tampoco eran ilusorias, ni dichas en
el aire.

Al caer de la tarde, y al caer de una obstinada llovizna, que


adelantaba el crepúsculo de esa tarde del 11 de Octubre de 1904, de­
jaba yo la estación de Nico Pérez, rumbo al pueblo del mismo nombre
distante una veintena de cuadras, transportado en un a modo de
break, lentamente conducido por una yunta de fláccidos jamelgos.
Una hora después — ya instalado en el Hotel Sarasola — pieza
N’ 5 — reconocido lo que de inmediato debía de ser el campo de ope­
raciones periodísticas y en compañía de un buen amigo, el Coronel
José Luis Gómez — Juez de Instrucción Militar, destacado “en co­
misión” en la localidad nicoperence, me allegué a las “oficinas” del
Estado Mayor de la División Canelones, instaladas en varias piezas, al
frente del hotel. Minutos después, alguien nos puso en su presencia
y reforzada la presentación “por tarjeta” del Dr. Castellanos con la
“personal y directa” del Coronel Gómez, nos dimos usted y yo el
primer apretón de manos, que fué, permítame el simil, la piedra fun­
damental de una amistad y mutua simpatía, mantenidas luego inal­
terables a través de cuatro décadas hasta el día de hoy. •. Por espacio
de cuarenta años — casi una vida! — en cuyo curso el azar de diversos
acontecimientos en el orden político, policial, administrativo, o sim­
plemente “humano”, nos puso en contacto y a veces en “acción” y
siempre — en nuestros ocasionales encuentros — animados recíproca­
mente — Ud. y yo — por el calor emocional y augural de aquel
primer estrechamiento de manos que nos dimos en Nico Pérez en un
sombrío atardecer del mes de Octubre de 1904...
Así nos conocimos — usted y yo — mi estimado Don Tomás, esa
tarde — y así nos seguimos conociendo ahora y siempre “más allá
de los años”, por sobre todos los acontecimientos producidos en el
inquieto ambiente de nuestro buen terruño. Y espero que aun nos
seguiremos conociendo así, por otros cuarenta años más!. ..
Digo más arriba que antes de las cuarenta horas de recibida la
tarjeta-credencial del Dr. Castellanos, iba yo a poder confirmar que
no eran vanas las palabras de éste, ni sus aseveraciones “hombre
mozo, servicial y buen amigo”, al referirse a Ud., en beneficio mío.
Lo comprobaré así, recordando hechos.
Al día siguiente de mi llegada a Nico Pérez, en la mañana del
día 12 — supe por Ud. que en la tarde saldría una comisión — para
tratar las condiciones del desarme, fijando sitio, día y hora, con
los jefes del ejército revolucionario. La casi totalidad de las divi­
siones de éste se hallaba acampada en las asperezas de la sierra de
Sosa, como a un par de leguas del pueblo. Yo — como periodista en
“misión especial” — no podía perderme esa visita a los campamentos,

98
pero tampoco podía agregarme a la comitiva sin medio de conducción
apropiado. Ese medio de conducción apropiado tenía que ser un
caballo — elemento tan precioso como escaso en esos días, luego de
las mortandades producidas en el curso de la guerra, e intensificadas
en el transcurrir del cruento invierno, de hecho aun no desaparecido
del todo... Era necesario un caballo “en forma', con ánimo y fuerza
suficiente para no quedar aplastado — dejando a su jinete “en la
sierra y a pie”, como Güemes en Chile... Mi anticipado encargo tele­
gráfico al agente-corresponsal del diario que yo representaba — Sr.
Petrafessa — no había dado por mejor resultado — a pesar de las
diligencias y buena voluntad de aquel — que la obtención de un escuá­
lido caballejo amarillo, ejemplar redivivo del que inmortalizara Ale­
jandro Dumas en “Los Tres Mosqueteros” al describir la llegada a
París del airoso D’Artagnan. Diez veces, en dos horas, fui a contem­
plarlo en la caballeriza del hotel donde yacía, y a pesar de la so­
brealimentación intensiva a que estaba sometido desde hacía varios
días, poco o nada prometía a la vista el pobre animal. Al tacto, solo
acusaba cuero y huesos. No había caballo cierto, ni para dar una
vuelta a la manzana.
Ante esa triste realidad de “inconductibilidad equina”; ante la
perspectiva de mi forzada inercia, de mi yacencia en el hotel, mien­
tras los demás se moverían rumbo a la sierra de Sosa, y por ende
a los campamentos del ejército revolucionario, fue que tuve la ins­
piración de poner a prueba las palabras y las aseveraciones del
Dr. Castellanos con respecto a Ud.: “mozo atento y servicial cuya
relación le será muy útil para el mejor desenvolvimiento de sus
tareas periodísticas”.
La relación ya estaba hecha. Había que poner a prueba el resto.
Y lo hice. Acudí a usted. Le expuse el caso de “parálisis profesional”
a que me veía expuesto. Lo llevé a contemplar el arpa eólica y
desfalleciente que el destino —malhadado destino— me daba como
único medio de posible movilidad, o mejor dicho, de inmovilidad.
Ante tan triste cuadro —el del jamelgo— y ante mi periodística
angustia, a Ud. —como al sargento Cruz de la obra de Hernández—
“tal vez en el corazón le tocó un santo bendito”, porque, con una
sonrisa y una palmada en el hombro, usted supo acallar mi inquie­
tud del momento, y darme la certeza de mi tránsito cierto, entre
el pueblo y la sierra de Sosa, con su respectivo y seguro viceversa.
—No se preocupe —me dijo Ud.— Yo le consigo caballo, y
usted vendrá con nosotros.
Así fue. Un golpe de teléfono a la comisaría local; un pedido
con ribetes de orden, y a las 2 de la tarde, en los fondos del hotel,
estaba a mi disposición un caballito de media talla; oscuro, pico
blanco, de anca redonda, campera y correctamente enjaezado.
No he olvidado —ni olvidaré nunca— la cara atribulada y las
expresiones de ansiedad del “prestamista” oficial, sub-oficial, o simple
agregado de la comisaría. No era moco de pavo en esos días desha­
cerse en préstamo, aunque sólo fuera por unas horas del pingo del
propio andar, mantenido y sostenido, a fuerza de ración, en buenas
carnes, casi gordo. Y tan luego para que lo abichocase, mal jine­
teándolo, un extraño, por añadidura “pueblero y maturrango, en
fija!...”
99
I
—No me lo vaya a cansar, mozo —me dijo el prestador.— Es
algo vivo pero manso; de buena boca y buena rienda... Tenga
cuidado con el pedregal en la sierra... No vaya a dar un “trompezón”
y se adicione.-. ¿Me lo devuelve hoy, no?
—No se preocupe, amigo —hube de contestarle.— No porque
ande vestido de lana vaya a creer que soy carnero. Se lo que son
caballos, y se lo que es andar a caballo y cuidar éste y conservarlo,
sobre todo cuando es ajeno.
Y como el movimiento se demuestra andando —a pie o a caballo—
quise hacerle una demostración que lo convenciera de visu de que
aquella perla equina no iba a ser estropeada por ningún maturrango.
Aflojé las pilchas; acomodé correctamente el recado; estiré las estri­
beras —como para una anatomía de un metro ochenta y dos de eslora—
y ya todo compuesto me enhorqueté en el pingo, con la agilidad
propia de mis pocos años y pocos kilos y con soltura tal que hubiera
envidiado el más veterano jinete de los húsares napoleónicos.
Por el abierto portón del hotel, saqué el pingo a la calle, para
probarlo yo y para que me “aprobara” el dueño, cuyo visto bueno
sinceramente deseaba, y obtuve. Pero no sin una renovación de pru­
dentes —o temerosas— recomendaciones, finalizadas con la consabida
preguntita: —¿Me lo devuelve hoy, eh, mozo?...
Así, por Ud. y gracias a Ud. pude agregarme esa tarde a la
comitiva de excursión al campamento revolucionario, y pude hacerlo
bien montado en todo sentido: por lo de abajo, y por el de arriba.
Porque yo —en ese entonces— era lo suficientemente de a caballo,
y lo bastante buen jinete, como para hacer figura entre la más
garrida y aguerrida gente de caballería ante la que las circunstancias
me impusieron actuar... Por algo me había acreditado yo como
un “Pampillón Chico” a los quince años, en los rientes pagos del
Rincón de Albano y sus alrededores: Valdez, Capurro, Ituzaingó,
arroyo Las Vírgenes...

En la tarde del día 12, llevando como guía o “baqueano” al


“comandante” revolucionario, D. Alejo Moreira, de la División San
José, al mando de D. Cicerón Marín, hicimos la marcha a la sierra
de Sosa y nuestro primer alto fue en la carpa de D. Miguel Cortinas
(padre de Ismael) jefe de uno de los batallones de aquella división.
Allí mateamos y comimos tortas fritas en grasa de criadillas de toro...
Luego, siguiendo la recorrida, llegamos al campamento de la Divi­
sión N’ 13, que fuera la de D. Guillermo García y en esos momentos
a cargo de D. Carmelo Cabrera, el “hombre-bombas”, o “salta puen­
tes”, de la bélica campaña. Fuimos recibidos por él en persona, y
más tarde se agregó, con su simpática fisonomía paisano viejo
y bueno, ruidoso y dicharachero, D. Cicerón Marín. Quedo allí con­
certado el desarme de esas dos divisiones para el día siguiente,
aproximándose ellas más al pueblo.
Al descender de la tarde, una tarde de sol y cielo claro, empren­
dimos el regreso, aumentada la comitiva con la persona de Ismael
Cortinas, que dejaba la aporreada vida del campamento por la más
confortable del hotel del pueblo. Tengo un recuerdo intenso de esa

100
4
tarde y de esa recorrida serrana; de las deshilacliadas carpas, del
cuereo de ovinos en masa, y de los senderos entre las pétreas aspe­
rezas, jalonados a ratos por largas filas de osamentas de equinos,
mudas pero elocuentes expresiones de un triste y doloroso pasado
cercano.
Al día siguiente —miércoles 13— a la 1.45 se procedió al
desarme de las divisiones: la de Cabrera y la de Marín, y el recuento
de elementos de combate dio el siguiente resultado: 468 fusiles;
20.143 cartuchos; 3 bayonetas y 2 sables. Poca cosa para tanta
gente!...
Entiendo que otras divisiones fueron desarmadas más arriba,
hacia La Ternera, impedidas de llegar a Nico Pérez por las lluvias
y por las crecientes.
Sobre el Olimar hubo también desarme, recibiéndose allí las
dos piezas de artillería de que disponían los revolucionarios y que
fueron copadas en la acción de Fray Marcos. Pero no aparecieron
un par de ametralladoras, escamoteadas por arte de birli-birloque, lo
que trajo el procesamiento y arresto del ‘"comandante” Saavedra.
El jueves 14 —a media mañana— una comisión “chefiada” por
usted, procedió al desarme de la División Durazno al mando del
“coronel” Miguel Aldaina. Formé, por atenta gentileza suya, en esa
comisión, que integraba, como delegado de Aldama, un paisano
joven, muy simpático y muy suelto de pico, de nombre Francisco
Soria, capitán de la División Durazno, el que lucía en su sombrero
blanca divisa, con la siguiente pintoresca inscripción: Para Francisco
Soria todas son glorias.
Tengo bien en mi memoria —como un episodio de interesante colo­
rido— la presentación y el desarme de la División Durazno. Estaba
compuesta por 450 hombres y la figura ya anciana de su jefe, con
pobladas patillas blancas, se me representó, fisonómicamente, como
una reproducción viviente del inexplicable Juan Orts, el misterio­
samente desaparecido archiduque de Austria. La División Durazno
(que según versiones, hizo en las postrimerías de la campaña lo que
el famoso Coronado en la guerra del Paraguay, vale decir, “se cortó”
del ejército para campar por sus respetos, trabajando por su cuenta, de­
jando en llanos y cuchillas ingratas memorias de su actuación) lucia,
en destaque de las otras fuerzas revolucionarias, una sorprendente
abundancia de caballada, en general bastante bien acondicionada.
Gauchadas del jefe, que no era manco para arriar lo mismo hombres
que cuadrúpedos, sin fijarse mayormente en pelo ni marca. Pecatta
minuta para él...
Los 450 hombres de Aldama no rindieron mucho para el archivo
de talleres del Arsenal de Guerra. En total 144 fusiles, 1 lanza, 1
clarín, 3 sables y 3.004 cartuchos... Como complemento, a falta de
cosa mejor, el “coronel” Aldama entregó a Ud., para ser sometido
a la justicia ordinaria, al soldado de la división Angel Samandu,
autor del asesinato de un anciano de 80 años, Eusebio Pintado, hecho
cometido un mes antes en Sarandí del Yi.

103
No quiero dar por terminado el relato de lo actuado esa mañana,
sin destacar un detalle final de ese desarme parcial, detalle que ha
quedado gratamente retenido en mi memoria.
Dábase ya el acto por concluido; ya habían hecho entrega de sus
armas y trebejos de pelea oficialidad y tropa, cuando a mi me cupo
observar que por distracción, seguramente, no lo había hecho “la
cabeza de la unidad: el coronel Aldama, quien seguía ciñendo una
—para su calidad civil-revolucionaria— exótica espada de jefe del ejér­
cito regular: espada de hoja recta y empuñadura chata, chapada en
nácar, pescada en quien sabe que arroyo de aguas turbias y revueltas.
Gangas de buen pescador...
Propicié un aparte con usted, le ¡tasé el dato, o mejor, mi
personal observación. Tuvo entonces Ud. un gesto de nobleza que me re-
sultó la mar de simpático. Renunciando al “derecho de petición” que
le correspondía, para hacer menos sensible la entrega del arma al
imperativo de un pedido directo suyo, me encomendó diplomática­
mente a mi esa misión, recomendándome que “como cosa mía” lla­
mara la atención de Aldama sobre su olvido para que, “espontánea­
mente” le ofreciera su espada. Hice la advertencia a Aldama y éste
—a mi juicio sinceramente, involuntario omiso— se apresuró a allegar­
se a usted, presentándole la rectilínea, envainada hoja. Y en esta nueva
ocasión tuvo Ud. un gesto aun más caballeresco, al negarse a recibirla, o
a que ella fuera entregada “a un adversario”, e indicó a su dueño
la pusiera en mis manos, “campo neutral”, que al recibirla en calidad
de tal algo atenuaba en el ánimo del recalcitrante y turbulento lu­
chador y revolucionario, el doloroso trance de la entrega de la
tajante insignia de su calidad de jefe!-..
Y así, por esa especial cuan relevante circunstancia, regresé yo
al pueblo de Nico Pérez como portador y custodia de la espada del
jefe de la División Durazno, tan propia y reglamentaria en la mano
de un jefe de línea, como inadecuada y exótica colgando a la vera
de un tumultuoso caudillo de huestes revolucionarias!...

De eae mismo día —jueves 14— tengo otro recuerdo que no


quiero pasar por alto. A mi llegada al hotel supe por conducto de
revolucionarios amigos que el “generalísimo” Basilio Muñoz, creo
que pocas horas antes, había estaqueado su carpa a la entrada de
la sierra de Sosa. Saberlo y sentir la imperiosa necesidad de repor­
tearlo fue todo uno. Pero había que ir hasta la sierra de Sosa, e ir
a pie no era el caso.
Y para solucionar el caso se imponía un nuevo avance al Mayor
Ayudante de la División Canelones. Recordé aquello de “al bueno
hay que embromarlo” y decidí el avance. Resultado: usted “como
una deferencia especial”, pero sin tantas recomendaciones ni ansie­
dades como el prestador del oscuro pico-blanco, puso a mi dispo­
sición un caballo. ¡Qué caballo!
“Era un overo rosao
flete nuevo y parejito”

cabe bien decir, recordando la décima descriptiva de la introducción


del inmortal poema gauchesco de Estanislao del Campo: Fausto.
¡Qué pingo!... Como que era el parejero y el crédito' del
coronel José Pampillón, requisado poco tiempo antes en su estancia
de Ituzaingó, y mantenido con todos los cuidados y lujos de un
verdadero “caballo de estimación”. Pocas veces —o ninguna— he
tenido la sensación y el placer de ir tan bien montado y tan bien
sentado en un pingo con todas las de la ley, como en esa oportunidad.
Y conste que en ese tiempo yo sabía ser un buen “caballeiro” y
había jineteado en mi corta vida decenas de caballos de condición.
Entre otros, el picazo más famoso de todos los picazos, —y de otros
pelos— del departamento de San José: el picazo de la estancia de
los Vale, galopador incansable, que había intervenido, sin aplastarse,
en la memorable carrera de las “Cuarenta Vueltas”, corrida en
Octubre de 1892 en el hipódromo de Maroíías.
Con él, y sobre él, acompañado del joven Guillermo Amengill,
ayudante del generalísimo, hice el doble recorrido Nico Pérez-Sierra
Sosa-Nico Pérez, entonado y airoso, saludando y respirando la brisa
serrana “con tal sombrero en la nuca”, como el desafiante y altanero
“entenao” de Elias Regules.
Qué satisfacción me dio usted ese día, mi amigo don Tomás,
con ese “préstamo preferencial”. Todo mi “espíritu caballar”, mi
buena afición de equitador experimentado, rebosó en mi esa tarde,
pues en ese doble recorrido pude apreciar que el overo rosado
del campeón-centauro que era Pampillón —el hombre que mejor
se sentaba a caballo en todo el país— por lo voluntario y la suavidad
de su galope, en nada desmerecía del puro árabe —nombrado El
Kandabar— que describe Chateaubriand en su Itinerario de París
a Jerusalem: Capaz de conducir de galope un jinete que tuviera
en una mano un vaso lleno de agua, sin hacerle derramar una gota!
Dejo de lado referirme a mi entrevista con Basilio —que con
todos sus interesantes pormenores fuera publicada en inmediata
oportunidad— para dejar el recuerdo de esa nueva salida mía de
los extramuros nico-perences, concretado al “episodio ecuestre” recién
expuesto; recuerdo vivido, uno entre muchos, de mis primeros días
de relación con usted.

Pasó la semana de los desarmes y de otros acontecimientos de


menor trascendencia, desarrollados en el no muy dilatado perímetro
de Nico Pérez y sus contornos. Pasó esa semana y pasaron años.
Lustros y décadas se fueron acumulando tras esos primeros días
de nuestro conocimiento y mutuo aprecio, y en el correr de esos
lustros y esas décadas nuevos hechos o acontecimientos volvieron
a reunirnos, ya ocasionalmente, ya por acción deliberada, pero en
todas las ocasiones bajo un mismo influjo de amistad cordial y
mutua simpatía. Dentro de nuestra patria común y fuera de ella...
El vecino río de Santa Lucía nos vio juntos más de una vez.
Ya remontándolo entre la furia de una de sus más devastadoras cre­
cientes — (excursión, en compañía del comisario Gomeza a Aguas
Corrientes, en 1914)— ya en plácidas horas sobre las barrancas de
Belastiquí, campo y asiento de una extravagante encarnación mía
en el plano astral del vivir agreste y rural...

105
Las trágicas diabluras del bandolero Aquino —a raíz de su
triste hazaña que costó la vida al valiente mayor Cardozo y al buen
comisario Román— volvieron a juntarnos —siendo usted jefe de
policía de Canelones— en un sombrío domingo de 1913, y de Ud.
obtuve para La Rosón, la más completa información de los aconte­
cimientos de la noche anterior, sobre el Paso de Arias, y de otros
hechos previos a la tragedia del día anterior.
Más tarde, mucho más tarde —a treinta años casi de nuestro
primer encuentro de 1904 en Nico Pérez—, un “azar a medias” —mis
tarcas de organizador de raids extra-fronteras— nos volvió a reunir,
por varios días, en la ciudad de los cinco ríos, la amena capital de
Río Grande del Sur: en Porto Alegre. Yo viviendo mis inquietudes
de trotacaminos: Ud. pasando las nostálgicas horas de exilado polí­
tico, doblemente desterrado: desterrado de la tierra natal, y des­
terrado de... Térra. Y fue Ud. el primer compatriota que se llegó
hasta mi —a pocas horas de mi nocturna llegada— en las primeras
horas de una calurosa mañana de febrero de 1934. De ese encuentro
—que ante la lejanía de 1904 puedo llamar “reciente”—, usted y yo
conservamos muchos y variados recuerdos, personales y.. gráficos.
Y así fueron pasando los años —y hoy— a cuarenta años de
Nico Pérez, a treinta de Canelones-Santa Lucía, y a diez de Porto
Alegre, en pleno 1944, las vueltas del mundo y de nuestras vidas,
nos vuelven a juntar “casi bajo el mismo techo”: a usted como titular
del Ministerio de Obras Públicas, y a mi —por su particular ini­
ciativa— como “humilde colaborador” del mismo, en mi calidad de
miembro integrante de una Comisión Asesora, adscripta a aquél...

Tal, mi estimado amigo Berreta —la sipnosis— algo desperge­


ñada —pero real en los hechos y sincera en los conceptos— de nuestra
relación amistosa de ocho lustros. De cuarenta años. Casi una vida!
Larga es esta carta, pero a mi me resulta breve y hasta sintética,
para expresar lo mucho que entre Ud. y yo caben en esos cuarenta
años. Larga —quizá pesada y en ciertos pasajes por demás extensa—,
pero al final advierto que aun caben en ella cuarenta abrazos, que
a uno por año, y en la levedad de estas carillas, pone su siempre
afectísimo,
Arturo P. Visca

S/C. Juncal 1481 - Tel. 83132

106
TEMAS POLITICOS INTERNACIONALES
INTERVIEW CON EL Dr. PEDRO MOACYR

La nueva orientación brasileña: Río Grande será un pacífico vecino


Dónde y hasta dónde es personalidad Joáo Francisco
El presente halagador y el futuro grandioso del Brasil

En el hotel en que se hospeda nos entrevistamos ayer con el


distinguido hombre público brasileño doctor Pedro Moacyr, dipu­
tado al Congreso de su país y una de las cabezas dirigentes de la
política de Río Grande. El doctor Moacyr se encuentra en Monte­
video de paso para Río Janeiro y en los momentos que nos aper­
sonamos a él, tuvimos la fortuna de encontrar su espíritu favorable­
mente preparado para la interview periodística, no siempre grata
y muchas veces molesta para el solicitado y aún a veces para el
solicitante.
Acabo de hacer detenida lectura —nos dijo, apenas llegados—
de algunos diarios de Montevideo de fechas recientes, y me he en­
terado de la publicación de algunos reportajes que tratan por ex­
tenso, temas relacionados directamente con el estado de Río Grande,
de donde soy oriundo, y por donde acabo de ser elegido diputado.
Veo que en esta capital se da no escasa importancia a los hechos
y movimientos de por allá, especialmente a los que se desenvuelven
con la intervención de las personalidades de la frontera sur. Influen­
ciado por esas publicaciones, que han impresionado mi ánimo, por
tratarse de cosas de la tierra, pensaba, precisamente, en estos mo­
mentos, hacer algunas manifestaciones públicas sobre los temas que
tantas columnas de la prensa montevideana han ocupado.
—¿Hemos llegado, pues, en oportunidad, y por lo tanto con
suerte? dijimos.
—Así es. Debo en primer lugar manifestarle que no todas mis
impresiones son agradables, de las que he experimentado durante
la lectura de que le acabo de hablar. Algunas son penosas, y hieren
mis sentimientos de hombre amante de la libertad electoral, que
rechaza por temperamento, todo lo que sea una incorrección frau­
dulenta, y por principio político, todo lo que signifique un atentado
a la legalidad comicial.
—No acertamos con el rumbo de sus palabras.
—Enseguida lo conocerá usted. Entre las cosa que ha depuesto en
un reciente reportaje una persona cuyo nombre se oculta, pero que
—con el consentimiento de la misma— se asegura trátase de un miembro
sobresaliente del Partido Nacional y personalidad prestigiosa en la
frontera uruguayo-brasileña entre esas deposiciones, decía, está, casi
con lujo de detalles, la de que en las recientes elecciones de gober­
nador de Río Grande, centenares de ciudadanos nacionalistas y por
consecuencia uruguayos, dirigidos por jefes prestigiosos del naciona­
lismo, han prestado sus votos a la lista oficial para coadyuvar a su
éxito, que era el éxito del partido republicano dominante.

107
Estas declaraciones, como es de comprender, delatan una agresión
a la legalidad comicial de un estado; significan sencillamente un
concurso fraudulento, vicioso, que, aunque no me han tomado de
sorpresa, no han dejado de impresionar nueva y desagradablemente
mi ánimo. Y digo que no me han tomado de sorpresa porqule,
en mi reciente estadía en Río Grande, fui notificado de ese aten­
tado —no extrañe el término— por el jefe federalista don
Torcuato Severo, que me puso de manifiesto los fraudes llevados
a cabo con elementos nacionalistas en el municipio de Don Pedrito,
así como otras personas me enteraron de que igual cosa ha ocurrido
en Bagé...
—¿Le impresionan y afectan hondamente, dijimos, la ocurrencia
de tales hechos?
—¡Naturalmente!
—Ellos tienen, sin embargo, una explicación fácil y sencilla, agre­
gamos. Los jefes, o por lo menos algunos jefes nacionalistas que tienen
su sede en el Norte, buscan la manera de acentuar, o continuar acen­
tuando la buena armonía y la mutua ayuda de republicanos y nacio­
nalistas, que tan provechosa fue a éstos en la revolución de 1904.
La elección de gobernador fue un momento propicio y... se
aprovechó el momento. Los votos prestados al partido republicano,
que quizás no necesitaba de ellos para vencer, más que un valor
material, tenían un valor representativo: significaban la buena vo­
luntad y reconocimiento de hoy a los aliados de ayer y... de hoy
todavía, según alguien asegura.
Quizá objetará usted en su interior, y no se atreva a decírnoslo,
que semejante demostración envuelve un principio vicioso que debe
repudiar un partido, o por lo menos los jefes de un partido que tantos
sacnficios de sangre, y tantas energías ha consumido en defensa del
sufragio universal, y que ante la pureza del sufragio universal debe
inclinarse toda entidad o colectividad, sea en la propia casa, sea en la
ajena. Muy bien. En teoría estamos de acuerdo con usted, pero en
la práctica no lo acompañarán, quienes como los jefes aludidos, se
han formado en lucha continua con toda clase de esperanzas; que
han tenido que mantener en distintas ocasiones, verdaderas luchas
de recursos, y... precisamente esa ayuda electoral, aunque viciosa,
y que tanto le ha afectado, no es sino un recurso...
Hay que sembrar para recoger, no importa que la siembra sea
en terreno ajeno, el provecho queda en casa, y juzgando provechoso
prestar su concurso a los republicanos, es que han ido a las elecciones
de Río Grande elementos del Partido Nacional. Se ha observado, en
tal emergencia, una actitud conveniente.
—Sí, conveniente, lo reconozco. Pero, puedo asegurar a usted
que la conveniencia que hoy puede sacar el Partido Nacional —como
cualquier otro partido uruguayo que piense en futuras contingencias
bélicas— al buscar la alianza o las simpatías de las fracciones políticas
riograndenses, no serán sino consecuencias de efectos puramente pla­
tónicos.
—¿Cree usted también que la adhesión de Río Grande, o del
sur de Río Grande, para la causa de la revolución ha dejado de
existir, o si existe, ya no tiene la importancia material que hasta
hace poco significara?
108
—Lo creo de todo corazón, y conmigo, todos los que están dentro,
o conocen la evolución moral y política por que pasa, no solamente
Río Grande, sino el Brasil entero.
Ya no estamos en los tiempos.. • de otros tiempos. Hoy se marcha
con una orientación distinta a la de antes, con una orientación su­
perior y más criteriosa, si se admite la expresión, orientación a la
que no son extraños ni hombres ni partidos de estado alguno del Brasil,
y que rige también en las altas esferas oficiales; en el gobierno
central, mismo. Un casus belli que tuviera por campo la República
Oriental, sería motivo de preocupación, ya no solamente para el
gobernador de Río Grande, sino también para el gobierno de Río
de Janeiro.
Todo lo que de él surgiera sería considerado como caso de in­
ternacionalismo, relacionado directamente con la política externa de
la Nación, y al Gobierno de la Nación tocaría intervenir, porque
sobre él caerían todas las responsabilidades. Si estallara una revo­
lución en la República Oriental, el gobernador de Río Grande toma­
ría de inmediato las más acertadas medidas para garantizar la más
'rigurosa neutralidad, no tolerando, en forma alguna, la intromisión,
o connivencia de ningún hombre o partido del estado a su cargo.
Si la debilidad o complacencia del gobernador estadual fueran
causa de que esa neutralidad se alterara, entonces, por sobre hombres,
partidos y gobernador se impondría, para reprimir todo avance,
con energía que habría de sorprender a muchos, el Gobierno Central.
—¿Lo cree usted?
—Se lo repito, de todo corazón, y desafío a que ningún brasi­
leño —no hablo de partidarios uruguayos interesados— desmienta
mi aserto.
He dicho e insisto, que la orientación política —interna y externa,
del Brasil—, ha cambiado, tan radical como rápidamente en los
últimos cuatro años, y hoy, son los programas los que se imponen
sobre el individualismo o el caciquismo. Puedo asimismo asegurarle,
que a ningún jefe, sea quien sea, se le tolerará comprometa las
relaciones exteriores de un estado, o de la Nación en aras de sus
simpatías, cuando no de sus intereses personales...
Hay en el espíritu del gobierno brasileño la firme decisión de
hacer de Río Grande un verdadero estado de la Nación, que se
desenvuelva políticamente, ajeno a toda convulsión interna de los
países limítrofes.
—El gobernador Barboza, en su carácter de republicano, ¿no
sería víctima del Partido Nacional?
—El doctor Carlos de Barboza, ha tenido y tiene, especialmente
en la región del Yaguarón, numerosos amigos nacionalistas, pero el
doctor Barboza gobernador de Río Grande, da pruebas y promete
ser, uno de los más esclarecidos y conscientes funcionarios brasileños,
y su conciencia de tal, le da la de las altas responsabilidades de su
cargo, ante los cuales debe deponer, y depondrá, sus simpatías y
amistades personales.
—¿Y si el coronel Joño Francisco Pereira fuera una de esas
personalidades que en favor de sus simpatías o vinculaciones perso­
nales violara toda neutralidad en pro de un movimiento armado en
el Uruguay... ?
109
—Sería sujetado como cualquier otro. Debo a este respecto hacer
una aclaración. La elevada personalidad de Joño Francisco, que se
ha confeccionado en el Uruguay, no es tal en el estado de Río Grande.
Ustedes, los uruguayos, han hecho de Joáo Francisco una personalidad
muy superior a lo que realmente es. El coronel Pereira, desde el
punto de vista militar, es toda una entidad de grandes méritos.
Sus condiciones de organizador son sobresalientes como lo prueba
el magnífico pie en que ha puesto la zona militar de Caty. Es la
obra de un innovador y de un estratega. Es a más, un jefe ilustrado
y de talento, capaz de llevar con éxito una campaña. Su prestigio en el
Sur del estado, es grande, pero su acción principal no tiene más campo
que los municipios de Quarahy y Livramento. Como personaje po­
lítico, no actúa en las esferas superiores del estado, en lo que podemos
llamar alta política. En esos centros su influencia es nula o casi nula.
Desde este punto de v¡6ta Joáo Francisco es brazo, no es cerebro.
Su mismo prestigio de jefe militar, de caudillo, si se quiere, irá
mermando día a día en intensidad y extensión, ante el avance de las
nuevas ideas, y aún mismo de los nuevos procedimientos políticos.
Para encauzarlo en osa vida moderna —a él como a otros jefes—
el gobernador Barboza, según se dice, lo mandó buscar hace poco,
y mantuvo con él una entrevista política que es la primera de una
serie cuyo fin podrá ser la evolución total de Joáo Francisco.
Su mismo poder militar quedará en breve bastante debilitado,
más aún, quedará en realidad sin poder militar de hecho, si se
realiza la disolución de las fuerzas a su mando.
Esta supresión talvez entre en el plan de rigurosas economías
que ha planteado el doctor Alvaro Baptista, ministro de Hacienda,
estadual, para conjurar la actual crisis financiera porque pasa Río
Grande.
—¿Hay también crisis política?
—Crisis, verdaderamente, hoy puede decirse que no la hay. La
situación un tanto agitada en que quedaron los partidos federal y
republicano como consecuencia de la reciente elección presidencial,
se halla, si no normalizada, definida. Sobre este tópico —sobre el
que acaban de hacerse algunas publicaciones—, quiero darle algunos
informes que plantearán —en pocos párrafos— el actual estado de
cosas en Río Grande.
En enero de 1906 con motivo de las elecciones de diputados,
el partido federal se dividió en dos fracciones, una de las cualeB
dirigía el consejero Maciel.
En la lucha coinicial, esta fracción sacó un diputado, el propio
doctor Maciel, y la fracción contraria, dos: Wenceslao Escobar y yo.
Esto da una idea de las fuerzas de las dos fracciones y de qué lado
está la mayoría del partido.
Más tarde, cuando la elección de gobernador, la fracción diri­
gida por Maciel aconsejó la abstención; nosotros aconsejamos votar
la candidatura Abbot, republicano, que se presentaba acompañado
de valiosos elementos de su partido, como candidato era indepen­
diente y de oposición. Votarlo el partido federal, en acción conjunta
con los republicanos disidentes, era, más que debilitar la candidatura
oficial, derrotarla seguramente.

110
Ello hubiera sido un gran golpe político de nuestro partido
opositor, y que en nada nos comprometía, ni en el presente ni en el
futuro como en nada comprometía al candidato doctor Abbot, cuyo
triunfo, si se hubiera producido, no habría venido refrendado por
contratos ni componendas.
Terminadas las elecciones, iniciamos trabajos de acercamiento
con la fracción contraria, a fin de fusionar todos los elementos de
oposición, para formar un gran block frente al adversario triunfante.
La intransigencia del consejero Maciel impidió el éxito de los
trabajos y entonces, nuestro grupo, que es mayoría de partido, deci­
dió dar todo por terminado, y seguir solo la marcha. Agregaré, que
el obstáculo que impidió el éxito de las gestiones de reconciliación,
estribó como he dicho en la intransigencia de Maciel, que no quiso
aceptar, de ningún modo, la fórmula de aplazar, no renunciar, la
propaganda parlamentarista.
Las demás proposiciones estaban aceptadas. Se admitía la incor­
poración de Abbot y sus elementos que ingresarían al partido con
el nombre de federalistas, no otro, y se admitía la revisión de la
Constitución.
Fracasados los trabajos, trabajamos por nuestra cuenta —aislados
de la fracción macielista— de acuerdo con el doctor Abbot y sus
amigos.
—¿Para formar el Partido Demócrata?
—Para establecer las bases de la fusión en primer término. El
Partido Demócrata, de que se habló, no se llegó a formar.
Nuestros trabajos dieron por resultado la admisión de Abbot y
sus partidarios que dejaron de ser republicanos, para convertirse en
federalistas. Con esta incorporación nuestro grupo queda más fuerte
y más sólido que nunca, y con la halagadora perspectiva de irse
enriqueciendo día a día.
—¿Quiénes son las cabezas dirigentes de la fracción de ustedes?
—A mi salida de Bagé, quedaba constituida la comisión direc­
tiva de Bagé, que será la fuerza directora. Forman en ella los doctores
Freitas y Abbot, Rafael Cabeda, yo y otros.
Hoy, las más completa solidaridad de principios y de propósitos
impera entre nosotros, y en breve haremos sentir nuestra acción firme
y coordinada en el capo de la política estadual.
—¿Será... acción de guerra?
—¡De ninguna manera!... Le he hablado al principio de la “inter­
view”, de la nueva orientación brasileña, y esa orientación tiene por
norte, la paz.
Paz en el interior; paz en el exterior. Nuestra gran fuerza pre­
cisamente, la de todo el pueblo brasileño, está en nuestro gran amor
al pacifismo para realizar, dentro de éste, las más grandes conquistas
del progreso.
La nación se rige hoy por ese pensamiento, y encargados de
mantenerlos, y manifestarlo con toda claridad, están el Presidente de
la República, doctor Penna, y el Ministro de Relaciones Exteriores,
Barón de Río Branco.
El plan del gobierno Central, es hoy desenvolver y explotar las
poderosas fuerzas vitales del país. Ese plan, es secundado con la

111
mejor voluntad por la opinión de todos los estados. Se procura dar
impulso a todas las industrias y facilitar los medios para el más
rápido desenvolvimiento del comercio. Exposiciones para las prime­
ras; ferrocarriles para el segundo.
En Río, como se sabe, se efectuará dentro de un par de meses
una gran exposición interterritorial.
Todos los estados se preparan a concurrir animados de un entu­
siasmo extraordinario. En Bello Horizonte, capital de Minas Geraes,
se realizó otra gran exposición.
Fue agropecuaria y está llamada a poner de manifiesto la colosal
riqueza de nuestra industria pastoril. Ha coadyuvado eficazmente a
esa obra, el gobernador Juan Pinbeiro, una de las personalidades
descollantes, no del estado, sino del Brasil.
Los trazados de ferrocarriles, en proyecto unos, en construcción
los más, establecerán, antes de dos años, comunicaciones rápidas entre
Rio Janeiro y los estados más apartados.
Las redes ferroviarias lo unirán en breve, con Matto Grosso,
Pará, Ceará, San Pablo, Parahyba y Río Grande.
Con ellas, se atraerá fácilmente la inmensa producción del centro
y del oeste, a la costa.
—¿Esas redes obedecen solamente al propósito del engrande­
cimiento industrial y comercial?
—Es fácil comprender que no se habrá descuidado la idea
militar, estratégica, de esos trazados. Todo está previsto, y de la
misma manera que se podrá movilizar rápidamente la producción
del interior y centralizarla en un punto dado, se podrá movilizar la
población, con la misma rapidez, y en la misma gran cantidad.
—¿De modo que en caso de una guerra.. ?
—En caso de una guerra se haría eso... y mucho más.
—¿Y se producirá el caso?
—¿Con quién? ¿Para qué? Insisto que en el Brasil, sólo se
piensa en la paz, en un gran porvenir de paz y de concordia inter­
continental. Muy difícilmente el Brasil llegará a una guerra inter­
nacional. En todo caso, jamás la provocaría. Su Constitución se lo
prohibe; antes que la hostilidad guerrera, está el arbitraje...
—¿Y si las circunstancias lo llevaran a afrontar una situación
guerrera?
—Ah! Entonces, entonces el gobierno de Brasil daría una nueva
prueba de su poder, así como el pueblo daría otra de su patriotismo.
Puedo garantizarle que toda la población, toda, como un solo hombre,
iría a una guerra.
—¿Con la Argentina?
—Con cualquiera. Iría a una guerra, decía, como a una guerra
sacra!... Daríamos un ejemplo grandioso de la gran homogeneidad
de sentimientos de la fuerza del amor a la patria que hay arraigado
en el alma nacional.
—¿Teme usted que en un futuro no lejano, sobrevengan al Brasil
conflictos internacionales?
—No puedo preverlo. No estoy tampoco habilitado para expedirme
sobre este punto. Por nuestros intereses y vinculaciones en el exterior,

112
vela con su preclaro talento y su experiencia invalorable, nuestro
gran canciller el barón de Río Branco...
—¿Proyecta Vd. alguna obra que tenga atingencia con los inte­
reses políticos de Río Grande frente a loe intereses también políticos
de los países limítrofes?
—Ño por ahora. De lo que me ocuparé, a mi llegada a Río
Janeiro, será de trabajar ante Río Branco, la renovación de loe
tratados de extradición existentes con la República Oriental, pues
éstos fueron denunciados cuando los lamentables sucesos de marzo
de 1905, en Rivera.
—¿Nada más, doctor?
—Nada más, por ahora.
Con esto dimos por terminada la entrevista, que de todo puede
pecar pero no de breve.. ■
Arturo P. Visca

En “LA RAZON” - Montevideo, 25 de abril de 1908 - Año XXX. - N’ 8707.

CLAUSURA DEL CONGRESO


COMERCIAL E INDUSTRIAL DE URUGUAYANA

Conclusiones importantes a que ha arribado


El espíritu ultraproteccionista en derrota
No se aumentará el impuesto al charque platense
Los derechos al ganado uruguayo fueron considerados
excesivos y se resolvió rebajarlos, 15 %, a 10 %
Al ganado de invernada se le concede libre introducción
Actitud decidida y plausible del doctor Susviela Guarch
Construcción de puentes internacionales
Un banquete de confraternidad

Nuestro compañero de redacción, el señor Arturo P. Visca, que


realiza actualmente una gira por la Provincia de Río Grande, y que
ha tenido oportunidad de asistir a la inauguración y desarrollo del
Congreso Comercial e Industrial celebrado en Uruguayana, nos envía
la amplia información que el lector encontrará más abajo. De ella
se desprende claramente la impresión, grata para nuestro país, de
que los intereses del comercio y de la industria uruguaya han tenido
en el certamen espíritus avanzados, como el del doctor Susviela Guarch,
que no sólo los han defendido con entusiasmo, sino que los han sosteni­
do con la energía suficiente para hacerlos triunfar sin resistencias ni
violencias de ninguna clase.
En este concepto, pues, el Congreso clausurado ayer es de signi­
ficativa importancia para el Uruguay. Temas tan íntimamente liga­
dos al presente y porvenir de nuestra ganadería y de nuestros sala­
deros, como el impuesto al tasajo y a la introducción al ganado en
pie, han sido planteados y resueltos de manera satisfactoria. El espí­
ritu ultraproteccionista ha sido completamente derrotado por el espi-

113
ritu antiproteccionista, y las tentativas hechas ante el Congreso para
aumentar el impuesto que grava el charque procedente del Río de
la Plata, han fracasado completamente. Es una conquista de la
razón y de la lógica. Y conquista de la razón y de la lógica es también
la rebaja de 5 por ciento acordada a la tasa que rige para el ganado
que procedente de nuestro territorio se introduce en Río Grande
y la libre introducción —con sólo una tasa de 2 por ciento durante
los meses de junio a octubre— de los animales destinados a inver­
nada, que despeja el horizonte de nuestras relaciones comerciales
con el vecino país y abre más claros y precisos rumbos a la iniciativa
y al esfuerzo de nuestros ganaderos e industriales.
El Congreso de Uruguayana ha realizado con altura el propósito
que se persiguió con su celebración. El espíritu más amplio de amistad,
de buenos deseos, de excelente vecindad, ha predominado sobre el
espíritu puramente comercial. Orientales y riograndenses han pre­
ferido estrechar más y más los vínculos de cariño que los une, y
que se traducen esta vez en hechos elocuentes, a encastillarse terca­
mente en la defensa de sus intereses materiales y enfriar la buena
armonía que une a ambos países y que puede ser, en un futuro no
lejano, fuente fecunda de beneficios y satisfacciones recíprocas.
He aquí lo que nos comunica nuestro Enviado Especial, y que
en su laconismo dice mucho más de lo que nosotros podríamos ex­
presar en largos párrafos y comentarios:
LIBRES, 19 (10.20 p. m.). — A LA RAZON. — Montevideo. —
Hoy se clusura el Congreso Comercial e Industrial inaugurado con
éxito indiscutible en ésta. Tres días con tres sesiones diarias, muy
laboriosas, por cierto, ha durado la deliberación de los señores con­
gresales. Las conclusiones a que han llegado son importantísimas.
El espíritu que predominaba era antiproteccionista. Los elementos
industriales de la frontera están convencidos de que el ultraprotec-
cionismo existente es causa de graves perjuicios para el amplio
desenvolvimiento del comercio riograndense.
Las insinuaciones hechas para solicitar el aumento de los im­
puestos que gravan el charque platense —idea, por cierto, muy
viable, a consecuencia de las actuales tendencias del gobierno— fue­
ron rechazadas por unanimidad. Los congresales adoptaron esa acti­
tud en virtud de creer que no deben ponerse mayores trabas a los
países vecinos, aún cuando la introducción de sus productos en gran
escala, afecte la zafra de los saladeros riograndenses.
El congresal señor Irigoyen presentó un proyecto relacionado
con los derechos que 6e imponen al ganado oriental, que considera
excesivos. El Congreso, después de interesante deliberación, sancionó
“in totum’ sus proposiciones, que son las siguientes:
“El impuesto al ganado introducido a Río Grande debe ser co­
brado “ad valorem”, con base del valor comercial, manteniéndose
la tasa del 10 % en sustitución del 15 % que rige actualmente.
“Al ganado destinado a invernada se le concede libre introduc­
ción, con sólo una tasa de 2 % durante los meses de junio a octubre”.
Los congresales propónense, según mis noticias, sostener firme­
mente ante los poderes competentes, las bases que quedan transcrip­
tas, contando desde luego con poderosísimas influencias cerca del
gobierno central.
114
Plausible y extraordinariamente activa ha sido y es la actuación
del doctor Susviela Guarch, que figuró en todas las comisiones e
hizo sentir la influencia de su palabra elocuente y de su prestigio
indiscutible para impedir que se adoptaran resoluciones desfavorables
a las industrias uruguayas. Muy felicitado fue, y con justicia.
El Congreso aprobó el establecimiento de puentes internaciona­
les, de cuya importancia fácilmente se dará cuenta el lector.
Anoche se efectuó el banquete con que el comercio local obse­
quió a los congresales. Asistí a él, galantemente invitado por la co­
misión organizadora. Presidía la mesa el señor Calo, teniendo a
su derecha al doctor Susviela, al señor Castro y al que esto les
comunica, y a su izquierda a los señores Soarez y Regolins. La fiesta
resultó un acto hermoso de confraternidad. En el clásico momento
hicieron uso de la palabra el doctor Regolins, que terminó su brindis
con cariñosas frases para el Uruguay, dignamente representado por
el doctor Susviela, y los señores Castro y Ulricli d’Oliveira, que abun­
daron en frases y conceptos altamente lisonjeros para las relaciones
fronterizas. El director de “0 Debate”, de Livramento, señor Ulrich,
y el de “A Nazao” de Uruguayana, saludaron con cariñosas frases
a la prensa uruguaya, representada —dijeron— por el redactor de
LA RAZON. Esta galantería me obligó a contestar en nombre del
diario expresado los sentimientos elevados que a mi país inspira el
Brasil y que han de contribuir a estrechar más fuerte y sinceramente
los lazos de amistad que une a ambas naciones. Con un viva entu­
siasta al Brasil y al Uruguay se clausuró la interesante fiesta.
Llueve torrencialmente, lo que me impide continuar mi ruta
hasta el jueves.
El doctor Susviela regresa hoy a Montevideo.

Arturo P. Visca — Enviado Especial

De “LA RAZON”. - Montevideo, 20 de mayo de 1908. - Año XXX. - Núm. 1727.

LA INDUSTRIA DEL TASAJO EN RIO GRANDE

El saladero “Barra do Quarahim” — Un establecimiento importante


La faena y la salazón — Notas de una visita

A pocos kilómetros de la junción del Cuareim con el Uruguay


—donde se forma la verdadera “barra”— sobre la margen derecha
del primero, de los dos ríos nombrados, en territorio brasileño, se
levanta uno de los más importantes y activos establecimientos indus­
triales del Sur de Río Grande: el “Saladero de la Barra do Quarahim”,
fundado en 1887 por don Hipólito Lesea propiedad más tarde de
la “Compañía Industrial de Cuareim” y que hoy pertenece a las
firmas Minelli González y Cía.; Manuel Lessa y S. Frías, de Monte­
video y Joao Pero y Cía.; de Uruguayana.
Es de las unidades más valiosas de la industria saladeril de
Río Grande y comparte con el establecimiento “Novo Quarahy”,
la zafra de la extensa zona que limita por el Este el municipio de

115
Santa Anna, por el Sur el Cuareim y por el Oeste el Uruguay. A
nuestro regreso de Uruguayana, nos detuvimos dos días en él, acep­
tando un amable ofrecimiento de hospedaje hecho por el gerente-
director del establecimiento, señor José Arjimbau, compatriota oriun­
do de Salto, que desde hace muchos años viene dedicando al esta­
blecimiento todas sus energías y sus actividades, y una singular y
no común preparación. El señor Arjimbau, con los señores Calo,
Susviela Guarch e Irigoyen, formó el grupo de uruguayos delegados
al reciente Congreso Comercial e Industrial realizado en Uruguayana.
El saladero de la Barra está formado por un cuerpo de modernas
instalaciones de material y fierro galvanizado, dentro del cual se
desenvuelve todo un gran movimiento, desde la tarea inicial a la
matanza, hasta la limpieza de astas y huesos, artículos de exportación
a Europa, preparación de gorduras grasas y sebo, cuyo consumo es
de exclusividad brasileña. La base de todas sus instalaciones, la for­
man el galpón de “playa” (matadero), enfriamiento de carnes, pre­
paración de tasajo, y salazón de cueros. Para el ciudadano de la
capital, la vida de un establecimiento de tal índole, está pletórica
de novedades, y es fuente inagotable de impresiones más o menos
intensas. Los detalles que la forman, y que contribuyen a la buena
armonía del conjunto, revelan un consumo extraordinario de energías
individuales, que se suceden sin interrupción, en un elaboramiento
fatalmente necesario para la consistencia del poderoso organismo de
la práctica. El exacto funcionamiento de un gran establecimiento
saladeril significa una complicadísima tarea en la que no se puede
descuidar ningún resorte, por inferior que sea, en que todas las piezas
deben estar en un perfecto ajuste. Para darse cuenta de esto basta
pensar que la función de un saladero consiste en el aprovechamiento
de una inmensa cantidad de materia viva, que llega en pie al local,
y que debe ser elaborada muerta, clasificando, distribuyendo y pre­
parando distintas constituciones orgánicas.
La observación sobre el terreno nos ha dado la pauta de la
magnitud y complicación de la tarea. El movimiento de “playa”,
solamente, en un día de matanza, es tan interesante como sorpren­
dente, por la correlación de todos los trabajos, y las disposiciones
prácticas que en ellas dominan, y sin las cuales —observadas hasta
en sus nimiedades— todo esfuerzo se malograría.
Lo trazaremos a grandes rasgos: Las reses, amontonadas en el
corral, pasan, en pequeñas “puntas”, al “callejón” que no es sino
una “antesala” del “brete”, que es la capilla fatal, donde la res
se encuentra “giunto sul paso estremo”. Un lazo de gruesa cuerda
de cáñamo —manejado por el desnucador— cae sobre los cuernos
de la víctima, que inmediatamente, a pesar de sus resistencias y
esfuerzos contrarios, se ve arrastrada, por la fuerza del vapor, hasta
dar con la cabeza contra un cabezal, sobre el que, daga en mano,
espera de rodillas el “verdugo”. El arma se hunde en la nuca hasta
tocar órganos vitales. La res —herida de muerte, pero no muerta—
cae a lo largo sobre una zorra chata. De su cuello herido, mana un
delgado chorro de sangre. La cabeza se apoya pesadamente sobre el
sangriento zinc de la zorra; sus ojos miran con mirada estúpida,
vacía. Rueda la zorra sobre los carriles, y rodando aún, dos hombres

116
echan sobre la res una fuerte cadena que se enlaza entre las patas
delanteras. Un alto, un brusco tirón, y el animal cae tendido sobre
las lozas de la “playa”, y a los pies del degollador, que espera entrar
en funciones, con la “chaira” en el cinto y la ancha y tajante cu­
chilla en la diestra. Una mirada al pecho, la cuchilla baja guiada por
la segura mano del operador, y un largo tajo divide el cuero. La
res se sacude en un estertor agónico. Sus patas baten el piso. El
cuchillo se hunde, desaparece; tras él desaparece la mano del dego­
llador; el corazón, abierto en canal, deja escapar un torrente de
sangre que baña los pies del obrero. La res sigue estremeciéndose.
Un tajo rápido separa el cuero frente al nacimiento de la oreja.
Otro tajo lo divide en la frente; un minuto más y la cabeza blanquea
desprovista de su natural cobertura. El degollador “vuelca” la cabeza,
busca con el cuchillo las vertebras cervicales y en dos golpes la
separa del tronco. Un golpe con el pie y la cabeza se escurre un
par de metros sobre el piso. Aún en los ojos hay vida; la lengua,
que cuelga sobre la “carretilla” sufre una contracción y se debliza
entre las mandíbulas que se cierran con un ruido seco...
La cabeza cae bajo la herramienta de un hachador, que le se­
para los cuernos, y la abandona al extirpador de lenguas, quien
cumplida su tarea, la deja a su vez para que la levante la carretilla
colectora que debe llevarla a los grandes tachos digeridores, donde
se extraerán las materias grasas.
La masa inerte y descabezada ha quedado en manos del
degollador. Este prosigue su obra, que es obra de destreza, de prác­
tica y no exenta de cierto arte. La punta de su cuchilla abre el cuero
por encima del garrón de un remo trasero. La res —cuya cabeza
“está lejos del cuerpo”— sufre la última contracción. Sus cuatro
miembros se sacuden nerviosamente y caen... Las carnes van apa­
reciendo. El cuchillo se desliza con rapidez maravillosa. El brazo
del degollador desaparece bajo el amplio cuero; se escurre por los
costillares; baja o sube sin cesar, separando siempre el cuero de la
carne, como si más que manejado fuera máquina; como si en vez
de paciente fuera agente.
Un vaho húmedo y caliente envuelve al operador. Media res
está en descubierto. La cuchilla entra en funciones distinitas: la
separación de las mantas de carne que cubren los costillares, de
nuevo se ejercita la destreza del operador. Un ojal en la manta,
para enganchar en ella el pulgar de la mano izquierda, y la cuchilla
se escurre nuevamente sobre y entre las costillas, que aparecen
unas tras otras, mondadas, limpias de adherencias y carnosidad,
casi “nítidas”. Con la amputación de los cuartos traseros y delan­
teros, el operador tiene hecha la mitad exacta de su trabajo. Una
vuelta al semi-esqueleto y lo demás es una repetición de lo ya
descripto.
Terminada la faena del degollador, el esqueleto es arrastrado
hasta la cancha, donde a golpes de hacha queda trozado y pronto
para ser material de graseria. Las mantas de carne pasan a las mesas
de charques, donde son abiertas con una serie de tajos, que las
dejan preparadas para recibir la salmuera primero, y la sal después,
previo un enfriamiento de media hora, medida prudente que

117
evita alteraciones muy probables del futuro tasajo. Colgada en los
varales de enfriar, viva momentos antes, sigue estremeciéndose, pal­
pitando, en una suprema rebeldía a la inercia final...
Tan poco tiempo ha mediado del estado de “carne en pie” al
de carne muerta! Esta rapidez de procedimiento permite al saladero
de la Barra do Quarahim faenar hasta cincuenta reses por hora.

Decíamos que la base principal de las instalaciones del esta­


blecimiento la forma el gran galpón de “playa” y salazón de carnes
y cueros.
Es el cuerpo principal. Contiene dos piletas profundas de metro
V medio de ancho, que reciben, respectivamente, carne una, cueros
otra. Contienen salmuera a una densidad de veintidós a veintitrés grados.
La carne, extraída del baño, es salada en pilas provisorias, de donde
pasa a formar las grandes “pilas de invierno”. Allí se convierte en
“charque”, y de allí sale, ya seca, para ser aereada en los varales
“au grand air et plein soleil”, y luego apilada nuevamente en los
galpones de enfardelaje, de donde, enfardada y embolsada, marcha
rumbo al Brasil, cuidadosamente clasificada en “gorda”, “bonita”
y “habanera” o “flaca”.
El galpón de salazón de cueros puede contener hasta veinticinco
mil piezas. Nosotros lo vimos con quince mil, o sea con un capital
de noventa mil pesos oro, conservado en cloruro de sodio...
Anexados a esta “base de operaciones” —cuartel general del sa­
ladero— está la graseria, donde ocho grandes tachos capaces de
contener el material de “ochenta reses” cada uno, digieren huesos,
cabezas, entrañas, etc., para dar más tarde la grasa que conveniente­
mente refinada se distribuye por el interior de Río Grande, siendo
el principal mercado consumidor Uruguayana. Los residuos de esta
elaboración forman los montones de “cenizas” que se exportan a
Europa por vía platina. Por esta misma vía —y con el mismo
destino— salen las astas, colas y huesos limpios (patasi, que luego
han de volver (los últimos) a América, convertidos en peines, bo­
tones, etc. También por la misma vía, y con el mismo destino sale
la casi totalidad de las lenguas, preparadas en el mismo estable­
cimiento, y de las que son principales consumidores los mercados
ingleses, que las expenden en tarros litografiados, explicaciones pic­
tóricas de h, w é y, para darles color de producción sajona —
La res, como se ve, es aprovechada en todas sus partes, y sólo
un elemento se pierde: la sangre, en virtud de que los fletes ferro­
viarios por lo elevados, no permiten darle salida, seca, y como ma­
terial de abono.
Completan las instalaciones del saladero, un taller de tonelería
y otro de herrería y hojalatería, modernamente montados, y una
amplia plaza de varales, con un servicio perfecto de zorras que
marchan sobre una red de carriles Decauville.
En los meses de mayor trabajo, la faena se hace día y noche,
trabajando en las horas de ésta con luz eléctrica, proporcionada
por la usina propia del establecimiento. El conjunto de pandillas
entonces suma doscientos cincuenta hombres.

118
—¿Todos los productos del saladero salen por vía platina?
—preguntamos durante nuestra visita, al señor Arjimbau.
—Todos, exceptuando las “gorduras”, grasa y sebo, que nos
consume Río Grande. El tasajo y los cueros, así como los subpro­
ductos, tienen su salida por el Uruguay y el Plata. El primero va
en totalidad al Brasil. Los otros a Europa. Toda la mercadería pasa
“en tránsito” por la República Oriental, después de atravesar el
Cuareim en la flotilla del establecimiento...
—¿Con utilidad para quién?
—Para los ferrocarriles.
—¿De modo que nuestro país oficia de “paserelle” sencillamente.
Es la válvula de salida de los productos saladeriles del Sur de Río
Grande, estado que, a más, tiene que ser necesariamente tributario
de la ganadería oriental, y siendo así, ¿por qué todos los estable­
cimientos de charque, en su generalidad propiedad de capitalistas
uruguayos, se ubican en territorio brasileño?
—Por razones fáciles de comprender. Elaborando la carne en
territorio brasileño, el tasajo es considerado producto nacional
en las aduanas del Brasil, y teniendo fácil salida por vía del Plata
y libre entrada en los puertos brasileños, se evita, siendo Brasil el
único mercado consumidor, el pago de los derechos subidísimos que
tiene el tasajo platino. Cuanto al tributo que se paga a la ganadería
oriental —por lo menos ante la ley— es nulo. Nosotros —desde que
el proteccionismo imperante impuso tasa prohibitiva a los ganados—
sólo faenamos tropas riograndenses, lo que en años malos, como el
presente, origina mermas en la matanza. El año actual ha sido pé-
simo; los ganados flacos y muy “refugados” nos obligarán a concluir
la faena con “déficits” en relación a los años buenos. Nuestra zafra
de 1908 no pasará probablemente de 45.000 cabezas, cuando en años
buenos se ha llegado hasta 70.000, y aún en los más buenos a 90.000.
—¿Cree usted que tendrán éxito las gestiones que se hagan ante
el gobierno brasileño para que éste acepte las conclusiones a que
se llegó en el reciente Congreso de Uruguayana, respecto a la con­
veniencia en rebajar los impuestos a la introducción de ganados de
“corte gordo”?
Todos esperamos que sí, pues acordando rebajas razonables en
vez de perjudicar beneficiarían la industria riograndense, se pon­
drían las cosas en un terreno en que, si bien se favorecerían a los
ganaderos del Norte de la República Oriental, el Estado conseguiría
detener el contrabando de ganado que seguramente debe hacerse,
especialmente por la frontera Sudeste. Los saladeros riograndenses
consumirían igualmente el ganado bueno del estado y se tendría a
más la oportunidad de carnear tropas uruguayas, “que pagarían su
respectivo derecho”, cosa que ahora no puede hacerse, pues una
res importada cuesta el doble de una res del país...
En este sentido hemos trabajado la mayoría de los congresistas
en Uruguayana, y esperamos que nuestros esfuerzos nos llevarán al
resultado deseable.
Arturo P. Visca
San Eugenio. 1908
de “LA RAZON”. • Montevideo, 9 de junio de 1908 - Año XXX N’ 8744.

119
DESDE EL CUAREIM A CATY
Setenta kilómetros en el lomo de un bayo

En la mansión de Joao Francisco


Caty no sólo es un cuartel: es también una cabaña modelo
La industria fronteriza y el contrabando

—¿Qué distancia hay hasta Caty? —preguntamos a un amigo,


vecino de San Eugenio.
—Dieciocho leguas. ¿Piensa ir hasta allá?
—Es verdad. A caballo.
—Tiene tiro para cansarse...
Reflexionamos en la extensión del camino, pero no nos desa­
lentamos, confiados en un cierto hábito de la equitación. Pocas horas
después hablamos de nuestra próxima salida hacia la popular lo­
calidad riograndense, a otro amigo radicado en Quarahv, y nos
informó así, espontáneamente:
—Es cerca. Nueve leguas.
—¿Cómo? nos han asegurado que hay dieciocho.
—Dieciocho... entre ida y vuelta.
—¡Ah!
Nos alegró la noticia, porque “acomodaba” mejor la hora de
salida y la de llegada, pero aún no teníamos bien calculada una
y otra, cuando un tercero, sin hacer cálculo alguno, ni aún con los
dedos, nos dijo: “Del Quarahy a Caty hay doce leguas”.
—No tanto: nueve solamente.
—Nueve, sí, pero brasileras, que son algo más de doce caste­
llanas. ..
Quedamos por las doce y en la mañana del 29 del pasado, nos
dispusimos para la marcha. Durante la madrugada había llovido
y el cielo se mantenía encapotado. Lo contemplamos unos segundos,
pensamos en una probable mojadura, pero no retrocedimos. Recor­
damos que el lema de la Asociación de la Prensa, de Montevideo,
a que pertenecemos, dice lacónica y expresivamente: “Ne varietur”...
Pasamos el Cuareim y nos dirigimos al establecimiento “Novo
Quarahy”, donde debíamos encontrar los medios de traslación. Lle­
gados, un empleado superior de la casa nos aconseja preparar el
estómago para el viaje.
—No va a encontrar nada en el camino, —nos dice— y son
catorce leguas de viaje...
—¿Catorce? —Tenemos entendido que no. Doce solamente.
—Nos lo dirá a la vuelta.
Aceptamos el consejo y media hora después a las 9 a. m. ca­
balgábamos jinetes en un bayo criollo, a quien pronto pusimos en
relaciones con Su Señorita la espuela. Nos acompañaba un ‘ baqueano”,
Martín Leguizanión, un compatriota de las más pura raza criolla,
de tez curtida por la intemperie, y pelo recio a lo indio. Marchamos
en silencio hasta dejar detrás nuestro, a la derecha, el pueblo de
San Joao Bautista. Ya en plena campiña, nos dirijimos a nuestro
acompañante.
—¿Lloverá?

120
—¡Quién sabe! El tiempo está feo y algún aguacero nos va a
agarrar. El viaje es largo; dieciséis leguas.
—¿Eh? La última “versión” no da más de catorce...
—Catorce-., y la “yapa”...
Nos resignamos a aceptar las catorce leguas con “yapa y todo”,
bien dispuestos a no investigar más sobre distancias, convencidos
de que nada concreto sacaríamos en medio de tal “acordoneo”. ¡A
Caty por todo! dijimos “impetto”, con catorce, cincuenta o cien le­
guas de camino.
Cruzado un riacho, despuntado un arroyo, recorridas varias hon­
donadas, y salvadas algunas ásperas alturas, llegamos, cerca de medio­
día, a un mísero boliche, propiedad de un “gringo”, que era la
imagen viviente —aunque casi espeluznante— del gran Víctor Hugo.
Vacíos los estantes de vituallas, apenas pudo ofrecernos para reparar
fuerzas, algunas trozos de raspadura —(mazacote)— queso del país,
vino untidigestivo, y un líquido a modo de café, hecho con maíz
tostado. . . Apechugamos con lo que pudimos, dimos lo demás a media
docena de perros tan flacos como hambrientos que se agruparon en tor­
no del “extranjereo”, preñados los ojos de miradas suplicantes, y con
un cigarrillo de marca montevideana entre los labios —el mejor número
del almuerzo— salimos a media hora de llegar.
De nuevo en marcha. El paisaje se presentaba más agreste y
más pintoresco por lo tanto. Teníamos por delante montones de
cerros de escasa elevación. Bordados por extensos aunque no muy
nutridos palmares. Subimos unos, rodeamos otros, pasamos a “dos
dedos” de la natación el Areal; espantamos algunas bandadas de
ñanduces, y pensando que dentro de poco tiempo estaríamos en
Caty, pues con toda gentileza se nos hizo saber en el “boliche”
que sólo faltaban “dos leguas”, miramos el cielo amenazante, con
mirada de triunfo. Un poco más, y estaríamos al amparo de sus iras.
Error. Los cerros seguían amontonándose a nuestro paso; el camino
parecía estirarse y nuestro bayo comenzaba a pedir relevo... En lo
más hondo de un agreste valle, encontramos —marchando en
dirección contraria a la nuestra— una joven pareja: ella, amazona
en un zaino tapado; él, jinete en un tostado. Alto: —¿Cuánto falta
para llegar a Caty? —preguntamos. —Dos leguas. —¿Brasileras? —Sí,
señor. —Pues... hace una hora nos dijeron lo mismo. Hasta la vista!
Sin que variara el paisaje, y siempre con nuevos cerros que
subir, bajar o rodear —parecía que los malditos surgían espontá­
neamente, como hongos, para dificultarnos la marcha—, “galopamos”
todavía una hora. Nuevo encuentro; nuevo interrogatorio. —¿Para
llegar a Caty? —Dos leguas!... —Hombre! Desde medio día que
se nos dice lo mismo y.. • son las 2 y 30.
Paciencia y... ¡arre! Una fina llovizna empieza a mojarnos
la cara. Apuramos el paso. El agua apura también, y a los pocos
minutos nuestras espaldas soportan un hermoso aguacero. Sin dar
paz a la espuela coronamos una planicie. La providencia se nos
presenta en forma de pulpería. Ganamos la protectora ramada; y
nos cobijamos luego en un minúsculo rancho, donde los cueros secos
de carnero “viven” en grato consorcio con los escasos artículos que
dan al local el pomposo titulo de comercio.

121
Pedimos café, y mientras nos lo preparan, pregunta, en su
idioma, un pardito brasileño, dueño de la casa:
—¿Los señores van a Caty?
—Les falta poco, dos leguas.
Nos fastidió la reaparición de las “dos leguas”, y mirando fija­
mente a nuestro interlocutor, dijimos:
—Diga, amigo. ¿Es que por aquí no se sabe contar más que
hasta dos, o es que a lo que pasa de uno se le llama “dos” siempre?
Hace cuatro horas que se nos viene diciendo que para llegar a Caty
faltan dos leguas, y si nuestros caballos hablaran...
—Pues, le juro que no puede haber más de dos leguas...
—¡Allá veremos!
—Mire, señor —nos dice en buen castellano, un buen hombre,
de pobladas patillas, coniñés según declaración posterior— deja usted
el camino a la derecha, hace una curva, y “enseguidita” 6e ve el
cuartel.
—Enseguidita, eh? Bueno.
El aguacero había amenguado sus fuerzas y unos minutos des­
pués, el tiempo nos daba puerta franca. Dispuestos a aprovechar
la franquía, salimos en dirección a nuestros bucéfalos, despidién­
donos de la concurrencia al “boliche”, no sin decir antes al propie­
tario: —Con que dos leguas, ¿no?------- Sí, señor; dos legüitas, nada
más.
Espoleamos el bayo; imitó nuestro movimiento el “baqueano”,
y nos pusimos al galope largo, porque la tregua de la lluvia prometía
no ser larga. Llevábamos casi una hora de camino, acabábamos de
coronar un cerro, cuando nos dice nuestro acompañante: —¡Allá
está Caty!
—¿Aquella mancha blanca?
—Aquella. ¿Cuánto calcula que distará?
Legua y media, —dijimos por no decir dos, que podría parecer
broma...
Estábamos a la vista de Caty, no tan “enseguidita” como se
nos había dicho, pero a la vista al fin. Ya nos no importaba el
agua que de nuevo empezaba a acariciarnos. Eran cerca de las cinco
de la tarde, y el cielo entoldado nos prometía una noche prematura.
El camino —salvo algunos trechos predregosos— era propicio a la
marcha rápida, y nuestros caballos, como si presintieran el próximo
fin de la jomada, se mostraban voluntariosos al galope. En pocos
momentos llegamos a la costa del arroyo Caty.
Estábamos cerca de las “colonias”, en el paso del arroyo, en
campos, pues, del coronel Joao Francisco Pereira. El arroyo “traía”
bastante agua; lo badeamos por un boquete que divide el monte
que se “estira” en sus orillas y abierta una ancha portera nos interna­
mos en un callejón, de macizo muro de piedra, pletórico de maleza. Es­
tábamos en el camino que conduce directamente al Cuartel de Caty. Al
callejón sucedió una calle alambrada en cuyo comienzo se alza
la primera “población” del pago. Bajada una pendiente, vadeado un
arroyuelo sobre el que se ha levantado un angosto puente, nos encon­
tramos en el nacimiento de un terraplén que muere entre los diversos
cuerpos que forman el Cuartel.

122
A las 5 y 15 echábamos pie a tierra. Había oscurecido. El viaje
había durado cerca de ocho horas y media de las cuales siete habían
sido de marcha. Echamos nuestros cálculos, para “acertar” de una
vez con el recorrido, y sobre la base de dos leguas por hora calculamos
el trayecto en “catorce” leguas. Setenta kilómetros a lomo de bayo,
metro más, metro menos.

Habíamos descendido frente a la oficina telefónica del Cuartel


de Caty, y dirigiéndonos al empleado de la misma, preguntamos de
un tirón:
—El coronel Joao Francisco Pereira de Souza?
—Está cenando. Si el señor quiere esperar, y darme su tarjeta —
—Está bien. Sírvase.
Cinco minutos después se presentaba un ordenanza indicándonos
lo siguiéramos hasta una pieza vecina, amueblada con sencillez no
exenta de “confort”.
—El coronel le ruega se sirva instalarse aquí, ¿Trae usted peón?
—Si no tiene inconveniente le voy a dar alojamiento.
—Proceda, no más “cabo”.
—No soy más que soldado...
—No importa; nosotros lo hacemos cabo en nombre de “la razón”
La pálida luz de la vela reflejó una sombra. Nos volvimos hacia
la puerta. Estábamos en presencia del coronel Joao Francisco Pereira
de Souza, jefe del Regimiento número 2 de tropas republicanas, y
señor del pago a que habíamos llegado.
Saludamos. Presentamos nuestras “credenciales”, y tras una breve
conversación de recién llegados, con explicación de los motivos de
nuestro viaje, el coronel Joao Francisco, nos dejó solos frente a una
mesa servida y con el ordenanza al alcance de la voz. Media hora
después, cuando nos disponíamos a saborear una de las tres cosas
buenas que encuentra el hombre en el mundo: el café, el coronel
Pereira vino a hacernos una visita de sobremesa.
Ofrecimos una silla y quedamos “face-a-face”.
—¿Un cigarro, coronel?
—Gracias, no fumo.
—Esperábamos coronel, encontrarlo en Uruguayana, con motivo
del reciente Congreso Comercial del que, si no estamos equivocados,
debió usted formar parte.
—Es verdad, pero algunos asuntos particulares —que tenía que
atender de inmediato— me impidieron, como era mi deseo, concurrir
a él. De haberlo hecho, habría apoyado algunas conclusiones de
las que según he leído se arribó, y habría discutido otras...
—¿Se habría usted declarado a favor del proteccionismo?
—No, por cierto. Estoy en el mismo orden de ideas de los que
han proyectado la rebaja de tarifas. Creo que esto debe producirse
para beneficio mismo de Río Grande, y en ese sentido el Congreso
—de cuya utilidad soy un convencido— hará obra buena si alcanza
éxito en sus gestiones. Los derechos a la introducción del ganado,
especialmente, deben sufrir modificaciones, pues no deben estable­
cerse como prohibitivos, porque no sólo perjudican a un país vecino

123
y amigo como el Estado Oriental, sino que también redundan en
perjuicio del propio Río Grande. Este no puede por sí solo —a pesar
de su riqueza ganadera— dar el suficiente número de cabezas, que
el consumo del tasajo en el Brasil reclama. Río Grande sólo puede
abastecer una tercera parte de los mercados brasileños, cuyo consumo
representa el sacrificio de un millón y medio de cabezas. Nuestro
Estado sólo puede dar quinientas mil; luego, sus establecimientos
saladeriles tienen que ser siempre tributarios de los estados vecinos.
La tasa prohibitiva impuesta a los ganados, ha cerrado la puerta
a la introducción “legal” de éstos, pero la ha abierto —porque la ha
obligado— al contrabando...
—En ese mismo sentido, hemos escuchado ya varias opiniones.
Se nos ha asegurado que anualmente se contrabandean más de
cien mil cabezas.
—Es muy probable. La frontera es muy extensa y muy difícil
de guardar, por consiguiente, ofrece grandes comodidades al contra­
bandista, amén de que éste tiene en su favor otros auxiliares no
menos considerables que la naturaleza. Por eso, creo que sería
altamente razonable la reducción de las tarifas acompañadas de un
convenio amistoso con los estados vecinos en el que una reciprocidad
de acción, si no extinguiera, hiciera por lo menos más leve el contra­
bando, que hoy se hace, no sólo de ganados, sino de toda clase de
mercaderías...
—La represión se ha acentuado de unos meses a la fecha, y hoy
ese “trabajo” es más arduo.
—Es cierto. La represión activada enérgicamente desde princi­
pios del año por el coronel Santos Filo, ha hecho más difícil, o si
se quiere más peligroso el contrabando, pero no se ha disminuido
el número de contrabandistas. En el servicio de represión se emplea un
considerable número de fuerzas, la mitad de mi regimiento ha sido des­
tacada por disposición del gobierno estadual, en la frontera, para prestar
su concurso a las aduanas, pero como he dicho, la frontera es extensa
y muy abierta, y para guardarla debidamente sería necesario un
ejército numerosísimo. Por otra parte, los recursos y los auxiliares
de los contrabandistas, son infinitos. El contrabando lo hace el co­
mercio, y al comercio —por mil causas distintas— está directamente
vinculada la población general de todo el país. Y es el pueblo,
precisamente, uno de los más poderosos auxiliares del contraban­
dista, por cuanto al auxiliar al contrabando, se auxilia a sí mismo.
Es un efecto lógico de las leyes prohibitivas. Estas por más que como
leyes de la nación deben ser sagradas y respetadas, afectan la vida
económica de la población, y la población falta o contribuye a
faltar a la ley, por la cuenta que le tiene... Nadie denuncia el
contrabando; pero suman cientos las denuncias hechas a los contra­
bandistas. Nadie concurre a decir a una receptoría: por tal parte
va a pasar un contrabando; pero son muchos los que dicen a los
contrabandistas; no vayan por tal lado, que hay fuerzas destacadas...
Y esto que ocurre aquí, tiene que ocurrir necesariamente en todos los
países que tienen fronteras extensas, derechos prohibitivos. Por eso
creo que la única manera de reducir a la mínima expresión el
contrabando estriba en la rebaja de tarifas, y en el común acuerdo
de los estados colindantes. De la misma manera —por un buen tra­
tado de extradición— debe buscarse la eliminación de otro contra­
bando, no menos generalizado que el comercial: el crimen. El cri­
minal tiene en estas regiones vías expeditas para trasladarse al te­
rreno de la impunidad o poco menos. Se mata o se roba aquí, y
se pasa en pocos momentos allá; se mata o se roba allá y con poco
trabajo se está aquí...
—Hemos oído hablar que la acción de usted en el sentido de
la represión criminal, o mejor dicho, de la “desinfección” ha sido
provechosa en la frontera.
—He hecho lo que he podido, y creo haber conseguido algo, lim­
piando de foragidos y bandoleros, regiones verdaderamente inhabi­
tables hasta hace algunos años. Terminada la revolución de Río
Grande, la frontera quedó verdaderamente infestada de bandidos.
Los asaltos, robos y asesinatos, eran diarios o poco menos. En mi
establecimiento en Caty, por ese tiempo, comencé una enérgica cam­
paña, peligrosa por cierto, dada la calidad de gente con quien había
que entendérselas...
—Lo suponemos. No debían ser fáciles de convencer con buenas
palabras, ni cosa parecida...
—¡Figúrese usted! La energía y la constancia dieron sus frutos
y hoy, sino desarraigada, la criminalidad en una gran zona fronte­
riza, está amenguada. Esto me permite tomar largos descansos y
entregarme de lleno a las tareas ganaderiles, que constituyen hoy
mi principal ocupación. Casi puede decirse anexado al cuartel, tengo
un plantel de cabaña donde he reunido un regular número de
ejemplares de las tres razas; vacuna, caballar y lanar.
—De la primera, ¿a qué tipo de preferencia?
—Cuido el Polled Angus que tiene excelentes condiciones de
aclimatación y es de una rusticidad a toda prueba. Tengo también
algunos ejemplares Durham, con los que últimamente he hecho un
ensayo que me ha dado un halagador éxito: crucé el Durham con zebú,
tipo “Indiano”, de gran cuerpo, obteniendo bueyes formidables, que
carneados recientemente en el saladero de los señores Anaya e Iri-
goyen, en Santanna, dieron un rendimiento estupendo: catorce arro­
bas brasileñas, o sea doscientos diez kilos, de tasajo, sin hueso; un
quinto del peso en sebo, y cuero de “ochenta y cinco kilos”. Una
vaca de la misma cruza dio once arrobas brasileñas de tasajo sin
hueso o sean ciento sesenta y cinco kilos! El buey en pie pesaba
ochocientos sesenta kilos; la vaca seiscientos setenta. Estos productos
los enviaré a la próxima exposición Nacional de Río Janeiro.
—¿No mandará animales en pie?
—Tengo para exponer un toro Polled Angus. Quizá mande algo
más. Casi todos los ganaderos de Río Grande se hallarán presentes
en la exposición. De nuestro Estado figurarán sesienta productos
en pie.
Sobre razas y cruzas, con singular entusiasmo y con palabras
que revelan una especial preparación, se extendió largo rato el co­
ronel Pereira, hasta que un toque de clarín, anunciando “silencio”
en el cercano Cuartel, le recordó la hora del reposo. Instándonos
a que así lo hiciéramos, en beneficio de nuestro cuerpo, que bien

125
lo necesitaría después de un día de viaje a caballo, dio nuestro
huésped por terminada la visita y se retiró a sus habitaciones.
Afuera rugía desesperadamente el viento. Un temporal huraca­
nado —de violencia alarmante— coronaba en la noche las anorma­
lidades meteorológicas del día. Miramos durante un momento las
paredes y techos pensando en lo desagradable que sería un “raso”
improvisado; tuvimos también un recuerdo piadoso para nuestro po­
bre bayo, que soportaba a esas horas el temporal a “cuerpo gentil”
en el campo, y... concluimos por dormirnos “malgré” las furias de
los elementos.
Que era lo mejor que podíamos hacer.
Arturo P. Visca
San Eugenio, junio 3 de 1908

LA RAZON. — Montevideo, viernes 12 de junio de 1908, Año XXX, N’ 8747

LO QUE CONSTITUYE “CATY”

El cuartel, sus anexos, la aldea — La casa de Joao Francisco


Milicos y ... “milicias” — Caty por sus cuatro costados

En la mañana del día siguiente a nuestra llegada a Caty, el


coronel Joao Francisco, vino atenciosamente a darnos los “buenos
días” a nuestro cuarto y en su compañía fuimos a visitar los establos
donde tiene alojados a sus reproductores “pur sang”. Con una satis­
facción no exenta de orgullo, la satisfacción mezclada de legítimo
orgullo con que un hombre de trabajo puede mostrar los medios de
su éxito, el coronel Pereira nos enseña algunos notables ejemplares
de raza: un hermoso toro negro, de 4 años. Polled Angus, en su­
gestivo estado de engorde; un trío de Romney, dos borregas Ram-
boullet; un vigoroso potro negro, Orloff, dos Huntley, dos Anglo-
Normandos y un puro de carrera “Soberano”, de nacimiento inglés.
Después de revistados uno por uno, el coronel Pereira, nos invita
a visitar el cuartel de su regimiento. Aceptado el ofrecimiento el
cabo de órdenes marcha en busca del teniente secretario que ha
de servirnos de “cicerone” y pocos minutos después nos es presentado
un oficial de distinguido porte y afables maneras, Garibaldi Tommasi,
que en correctísimo castellano se pone a nuestra disposición para
hacernos conocer las distintas reparticiones del “Cuartel Militar de
Caty”. En su compañía atravesamos la Plaza “Julio de Castillos”
que separa la casa del coronel Joao Francisco del cuartel, y pe­
netramos en éste por el portón donde se da la guardia principal.
Una hora larga duró nuestra visita al cuartel, y en ella pudimos
darnos exacta cuenta de la real importancia que desde el punto de
vista militar tiene el cuartel de Caty, porque su organización significa
la obra de la disciplina, dentro de un pensamiento moderno, de una
concepción inteligente del funcionamiento de una completa unidad
táctica. Forma lo que realmente es cuartel, “el Caty Nuevo” un
edificio de piedra y ladrillo, cuadrilátero de ochenta metros de
frente por cincuenta de fondo, que abarca una plaza amplia, uno

126
de cuyos costados, al norte, se abre formando trinchera. Dentro
del edificio, hay cuatro bien aereados departamentos donde se alojan
los cuatro escuadrones del Regimiento. Cada apartamento tiene sus
instalaciones completas, de tarimas higiénicas, levantables, fáciles
de armar y desarmar. Todo el interior pintado al óleo: en los techos,
los colores del pabellón brasileño; en las paredes el azul celeste de
la bandera riograndense del año 35.
Los refectorios —comedores— lucen todos mesas de mármol,
y piso de baldosa que el ojo vigilante de la superioridad mantiene
siempre en el más perfecto aseo. Los soldados y los clases tienen
comedor separado, así como la oficialidad. En el subsuelo, está ins­
talada la cocina, de hierro, sistema moderno, con cañería de aguas
corrientes e iluminación a gas acetileno, que es la iluminación general
del cuartel. En el ala sur de éste, hállanse instalados el cuerpo de
guardia, cuarto de banderas, archivo, secretaría y mayoría, todo con
mobiliario novísimo, y todo luciendo los colores del pabellón bra­
sileño y de la bandera del 35. En el mismo cuerpo, está el depósito
de armas y bagajes. En amplias fuertes estanterías, perfectamente
apiladas y clasificadas, cantidad de uniformes, kepis, botas, espuelas,
sables, lanzas, clarines, arreos de montar, municiones en cuñetas, car­
gueros de excelente modelo y de fabricación cuartelera. Una sola ojeada
al depósito, da una clara idea del orden y el severo cuidado que rigen
en el cuartel. Completa el grupo de las instalaciones del cuartel,
una bien montada sala de armas, donde reciben lecciones jefes y
oficiales y que es dirigida por un joven compatriota nuestro, don
Manuel Visillac, hijo del coronel del mismo apellido, diplomado en
la academia de Buenos Aires.
En el cuartel hoy sólo se aloja la mitad del regimiento: los
escuadrones 1? y 2’ que forman el ala derecha. El ala izquierda,
3’ y 4’ escuadrón se hallan destacados en la frontera, en el servicio
de represión del contrabando. El regimiento completo, en pie de
guerra, forma ochocientos hombres, pero en la actualidad, sus es­
cuadrones no revistan más de noventa y seis hombres, inclusive la
oficialidad. Todos los soldados, a más del ejercicio de sable, prac­
tican el de carabina máuser. Dos de los escuadrones, el segundo y
el tercero, son también lanceros.
El ejercicio de tiro se hace en un polígono delineado al pie de un
cerro distante unos doscientos metros del cuartel.
La oficialidad y la tropa usa para cada día de la semana un
uniforme distinto, rigiendo, al efecto, una ordenanza especial.
A uno de los costados del cuartel se extiende la plaza “Julio de
Castillos” a la cual da frente la morada del “comandante”. Todos los
domingos por la tarde, la banda del regimiento arma en ella sus atriles
y ejecuta las mejores piezas de su repertorio. Se retira a la entrada
del sol haciendo oír los acordes de una marcha, generalmente “Sau­
dades de minha térra”, más conocida en Montevideo con el nombre
de “Marcha Brasilera”. Una vez en el cuartel, forma en la plaza, y
al arriarse el pabellón ejecuta el Himno Nacional del Brasil. La
banda, a más, se hace oír, en el cuartel los sábados de tarde y los
lunes de mañana.

127
El clarín es el instrumento de ordenanza en el regimiento, para
las órdenes, pero no se desdeña la corneta. Con las primeras sombras
del crepúsculo se toca “oración”; a las 9 de la noche “silencio” y
a las 4 y 30 de la madrugada, “diana”.

De una esquina del cuartel —por los fondos— arrancan las


instalaciones de la cabaña del coronel Pereira, caballerizas, cocheras,
establos, y alojamiento de la peonada. Junto a éstos un gran depó­
sito de agua, en forma de torre. Es de ladrillos con tapadura de
hierro galvanizado. Tiene una originalidad; remington avisador. Un
arma de este modelo adherida a la pared exterior. Cuando el depó­
sito está “completo” el agua hace presión sobre una válvula, ésta
a su vez sobre el gatillo del fusil, el gatillo cae y estalla la cápsula...
A continuación de la cabaña, tienen su sede diversos talleres
de utilidad para todos los habitantes de la comarca: herrería, sastre­
ría, zapatería, taller mecánico, panadería. No falta una buena far­
macia, como asi una regular barbería, instalada esta última en un
“block” de casas que se levanta a poca distancia del cuartel, y donde
hasta hace poco, existió una bien provista “pulpería”.
El coronel Joao Francisco tiene su casa particular a poca dis­
tancia del cuartel, separada, como hemos dicho, sólo por la plaza
“Julio de Castillos”. Es un edificio de construcción sencilla, y en su
interior, confortablemente amueblado, poco o nada dice que ella
sea la mansión de un guerrero. Habla más del gusto de un civil
laborioso, que de un militar profesional. La más “interesante” de
las habitaciones es el escritorio, el cuarto de trabajo del coronel
Joao Francisco. Mira al Este, hacia el Cuartel, y es de regulares
dimensiones. Su mobiliario es sencillo: un escritorio ministro, varias
sillas de Viena, dos sillones, dos hamacas de paja, un sofá, también
de Viena, algunos cueros, uno de ellos de tigre, y una mesa, en un
rincón, cargada de libros, diarios, revistas, retratos... Junto a un
tabique de entrada, montones de pilchas camperas. En las pa­
redes sólo tres cuadros, que son tres retratos, dos al carbón, uno
a pluma: A la izquierda del escritorio —colocado frente a una
ventana— Julio de Castillos; vis a vis, con éste, el general Hipólito
Ribciro, a quien el regimiento debe el obsequio de su estandarte; junto
a Ribeiro, el general José Garibaldi, con su clásico gorro y su no
menos clásica blusa.
En un ángulo, sobre una maciza caja de caudales, enmarcado
un número extraordinario del “Diario Popular”, con un retrato al
medio de página de Julio de Castillos.
En el escritorio domina el “desorden ordenado” de los verda­
deros de labor, calendarios, manuscritos, revistas, diarios, libros, la­
piceras, aprieta-papeles, se mezclan en “mesa revuelta”, pero “están
todos en su lugar”, siempre al alcance de la vista y de la mano de
quien los mezcla, pero no los confunde.
Frente a ese escritorio el coronel Joao Francisco, pasa las más
de sus horas de labor y de lectura y dentro de ese cuarto, lo hemos
visto disfrutar de las delicias de la paternidad ante los pininos y

128
8!

los gateos de su hijo menor, Julio, un pebete de un año, a quien


gusta hacer revolcar sobre la piel de tigre que adorna el piso de
la pieza, “única” piel de tigre que vimos en Caty..-
Plantado de espaldas a la puerta, vestido con traje civil, botas
amarillas, y sin sombrero, el temido caudillo, se enternece hasta la
baba, con toda la apariencia y bonhomía de un buen burgués, ante
las gracias y piruetas del último de sus vastagos... Es su pasatiempo
favorito en el interior de su casa, y del que sólo lo separan las órde­
nes o avisos del “cabo de órdenes” que constantemente lo sigue, y cons­
tantemente observa sus pasos, sus miradas y sus señas, y que, mien­
tras el jefe juega con el niño, él, bajo el copudo pino que le sirve
de garita, hace la guardia personal, hasta en las noches crudas y
lluviosas de invierno...

En la misma línea del escritorio, separada sólo por el “cuarto


de huéspedes”, está instalada la oficina de líneas telefónicas, donde
continuamente hay un hombre en atención a los aparatos. Esas
líneas unen Caty con Santanna de Libramento, Quarahy, Sarandy
y Cantagallo. Pertenecen al teléfono estadual.
Todo lo que constituye el Nuevo Caty; cuartel, anexos, talleres
y casas particulares, ha sido levantado por idea y al esfuerzo del
coronel Pereira de Souza, que ha invertido en ello en parte eco­
nomías hechas en el regimiento y en parte, considerables sumas de
su peculio particular.

En la tarde del día que hemos citado, visitamos, en compañía


del teniente Garibaldi Tommasi y del joven Manuel Visillac, el ran­
cherío donde tienen sus hogares los soldados del regimiento. Se le
denomina La Aldea, y tiene pretensiones de tal. Lo componen varias
decenas de ranchos, del más puro tipo criollo, y la población —des­
contada la indicada— por unas doscientas personas, cuando está en
Caty el regimiento íntegro. Esa población está formada en su gran
mayoría de mujeres jóvenes, y la minoría de viejas y niños. La Aldea
tiene sus calles, (sin tranvía, ni eléctricos ni a sangre) y tiene un
cuerpo (un verdadero cuerpo en la más severa acepción de la pa­
labra) de policía. Lo componen... un sólo hombre que ejerce
las delicadas funciones de Jefe de Policía (político, no) comisario,
sargento de órdenes, guardia civil, y... vecino. Es el milico más
viejo del regimiento y, naturalmente, goza en la población de gran
“autoridad”.
La inspección sanitaria se ejerce con toda severidad, una vez
por semana, y está a cargo del farmacéutico-practicante del regi­
miento. Los enfermos contagiosos pasan a un “rancho de aislamiento”
y si el mal persiste, el atacado marcha rumbo al hospital más
cercano... Que no queda por cierto “a la vuelta de la calle”.
Cerca de La Aldea, funciona el Matadero, que provee de carne
—novillo y oveja— a Caty.
Otra aldea, más pequeña, con poblaciones más grandes y más
“lujosas” se ha levantado en la vecindad del cuartel. La forman unos
doce ranchos, propiedad de los oficiales.

129
De nuestra gira por los alrededores de Caty regresamos al “caer
la tarde”, y en momentos que un ordenanza venía en nuestra busca
para noticiarnos que el coronel nos esperaba en el comedor, y que
la cena estaba pronta.
De lo que durante la cena conversamos con el coronel Pereira,
hablaremos mañana.
Arturo P. Visca
San Eugenio, junio 4 de 1908.
(LA RAZON - Montevideo, 13 de junio de 1908. - Año XXX, N
* 8748.)

EL CORONEL JOAO FRANCISCO HABLA


CON UN REDACTOR DE “LA RAZON”

No cree en la posibilidad de una guerra argentino-brasileña


Define la actitud de Río Grande ante nuestras contiendas civiles
Una opinión sobre la batalla de Masoller
Las aguas de Merín, de Yaguarón y de Quarahy

Se acercaba la noche. Estábamos en el comedor del coronel Joao


Francisco, sólo con él, separados únicamente por un ángulo de la
mesa cuya cabecera ocupábamos. En un corredor vecino, el orde­
nanza que nos sirve espera órdenes. Divagamos sobre temas gene­
rales, llevando la palabra, las más veces, el coronel Pereira. Habla
con lentitud, casi con suavidad, salpicando sus párrafos con un a
modo de estribillo, peculiar en él: nao e. . • En su voz, en su manera,
se exterioriza un natural de ser de agradar, de hacer simpáticos los
momentos pasados en su compañía, pero sin querer imponerse con
exageraciones, ni poses, sino con la manera tranquila y sencilla de
un bon bourgeois.
Aprovechamos una pausa —el momento en que nos escancia
un vino rubio, producción del terruño cuya bondad y pureza nos ha
elogiado— para lanzar la primera pregunta seria;
—¿Cree Vd., coronel, en la posibilidad de una próxima guerra
entre el Brasil y la Argentina?
—Una guerra del Brasil con la Argentina!... si pensara con
criterio fatalista —y nosotros los militares muy a menudo lo somos—
creería en ella, o mejor la esperaría como una gran fatalidad, como
una gran desgracia.
Pero de esa misma fatalidad, de la misma enormidad de la
desgracia yo saco esperanzas optimistas, y creo que la guerra no
se producirá, que no debe producirse. Los que en ella piensan o
la deséen no pueden ser mayoría, creo por lo contrario una minoría
muy reducida que no podrá, en un momento dado producir el
cataclismo. Esa minoría no tiene asiento en mi patria, que no quiere
la guerra, ni tiene porqué ni para qué buscarla. Su sede es la Ar­
gentina, y está compuesta de unos cuantos espíritus irascibles, tem­
peramentos levantiscos —elementos peligrosos sin duda—, pero que
no podrán influir en los destinos no ya de su país, sino quizá de la
América del Sur. Los que con Zeballos puedan pensar en una aven­

130
tura bélica con el Brasil tendrán que caer bajo la influencia de los
elementos sensatos de la Argentina —y en último caso de la América—,
que dándose cuenta del gravísimo peligro que una guerra acarrearía
para todos sabrían domeñar belicosidades y sujetar mal inspirados
impulsos.
Por otra parte, es difícil traer una guerra, cuando no se cuenta
con un gran número de posibilidades de triunfo, y cuando la cordura
de una de las partes no dispone a ellos. En este último caso se
encuentra el Brasil.
En nuestro país no se quiere la guerra, ni se puede, ni se qui­
siera declararla a nadie, porque la Constitución lo prohíbe en forma
que no da lugar a erróneas interpretaciones. El Brasil no quiere la
guerra, porque ésta —que es la ambición de loe pueblos ávidos de
expansión territorial—, no es aplicable a nuestra patria, que en ma­
teria de territorio no tiene por qué desear el bien ajeno. No necesita
tampoco la guerra para enriquecerse porque le bastan y le sobran
las inmensas riquezas que posée, y en la explotación pacífica de esas
riquezas, en el mayor desenvolvimiento de su propia vitalidad, está
concentrado el esfuerzo de hoy y la gloria del mañana. En conse­
cuencia, el Brasil desea, quiere la paz, y sólo irá a la guerra, cuando
una agresión temeraria lo obligue a ello, lo obligue a defender su
integridad moral y material. En un caso así, pelearíamos, y pelea­
ríamos como fuertes!
Pero las consecuencias —como he dicho— de un casus belli,
serían gravísimas. Una declaratoria de guerra, equivaldría a una
conflagración sud americana, que es preciso evitar.
Difícilmente el Uruguay podría mantener su neutralidad, y cae­
ría, voluntaria o involuntariamente, dentro de una parcialidad pasiva
por lo menos, arrastrado por los acontecimientos; el Paraguay se
encontraría en el mismo caso; Chile no se mantendría quieto durante
la lucha, y al primer movimiento de Chile se harían presentes con toda
seguridad, Perú y Bolivia... Calcúlese si hay motivos para —pensan­
do cuerdamente— desear y trabajar porque la paz no sea alterada
en la zona del Plata. Luego, terminada la guerra, venza el Brasil,
venza la Argentina el triunfo significaría tal suma de sacrificios,
tal suma de energías y recursos perdidos que nada bastaría a com­
pensarlos. Ese mismo triunfo estaría preñado de peligros, de ame­
nazas, y aún mismo de tristes y funestas realidades, que nos vendrían
de allende el Atlántico... Las reclamaciones diplomáticas, las in­
demnizaciones, los conflictos, en fin, de que tan fácilmente se apro­
vechan las potencias europeas para justificar sus intervenciones en
los continentes cuyas fuerzas materiales son inferiores a las suyas.
Es en Europa donde el imperialismo existe de verdad, porque así
se lo imponen las circunstancias.
Sus principales potencias tienen día a día mayor necesidad de
sangrar su territorio, porque sufren la estrechez del limite territorial.
Las poblaciones se hacen cada vez más densas, y los territorios son
chicos para contenerlas. Hay necesidad de aumentarlos, y esa nece­
sidad los llevaría a aprovechar cualquier coyuntura para dirigir su
acción hacia América del Sur, y de cualquier circunstancia se apro­
vecharían para justificar intervenciones —cuando no anexiones— en

131
ella. Ante el avance de una potencia europea, de primera clase ¿qué
fuerza material podría oponer el país atacado? Frente a Inglaterra,
Francia, Alemania o Italia, el poderío militar, naval, especialmente,
de Chile, la Argentina, o el Brasil, resultaría nulo.
_ ¿No cree usted que la Argentina, sin meditar en los peligros
enumerados, busque, en porvenir más o menos lejano, una ocasión
cualquiera para hostilizar seriamente al Brasil?
_ Dudo mucho. La Argentina —por muchos deseos que tuvie­
ra o que tenga un grupo de sus hombres dirigentes— no abordaría
una situación tan grave sin contar con un número muy crecido de
probabilidades, que hoy no tiene.
—¿Ni aún contando con la parcialidad, a su favor, del Uruguay?
—Ese sería un caso distinto. Seguramente, que si la Argentina
contara con semejante auxiliar, no vacilaría en asumir resueltamente
una actitud agresiva contra el Brasil. Pero: ¿Cómo conseguir esa
ayuda? Las relaciones existentes entre el Uruguay y el Brasil, son
cordialísimas. Recientes acontecimientos hacen que no ocurra lo
mismo entre el Uruguay y la Argentina. La situación es, pues, favo­
rable a Brasil. Para llegar al caso aludido habría que cambiar la
situación...
—¿Y no cree Vd. que el gobierno —ciertos hombres del go­
bierno— argentino, interesado en que así suceda, lo intentarán?
—¿Cómo? Para ello sería necesario traer una perturbación al
Uruguay, derrocar todo un estado de cosas. Provocar y favorecer en
una palabra, una revolución.
—¿Le parece imposible que se llegue a eso?
—No creo, ni espero que suceda. Sería un juego peligroso. Si
mañana la Argentina alentara, por ejemplo, al partido blanco, que
se alzara en armas, y éste —lo que tampoco creo— aceptara los
auxilios de la Argentina, el Brasil no permanecería indiferente, y
antes, mucho antes de que el plan tomara cuerpo, adoptaría sus
medidas, que serían enérgicas por cierto, para reprimir la interven­
ción de gobiernos extraños en la emergencia que se suscitara. La
protección argentina no podría hacerse ocultamente. Tendría que
proporcionar elementos de armas y hasta bagajes, que la denuncia­
rían de inmediato; tendría a más que proteger las expediciones que
intentaran cruzar el Uruguay, tendría, en fin, que dar la cara, y
como el propósito sería conocido en el Brasil, como aquí se medirían
las funestas consecuencias que el éxito de esa protección aparejaría,
fácil es comprender que la acción en contra sería tan enérgica como
rápida. El Brasil haría observar la más estricta neutralidad y en
estas condiciones, la revolución que pudiera cambiar la actual ar­
mónica situación, no se produciría. Hoy, más que nunca, está probado
que las revoluciones en estas zonas, son improductivas, y que no
se va por ese camino a una victoria completa. El partido blanco urugua­
yo, que en tantas ocasiones ha luchado por sus ideales con las armas
en la mano, tiene que estar, hoy más que nunca, dentro de ese
convencimiento. La victoria se le ha puesto varias veces al alcance
de la mano, y sin embargo, una continua fatalidad se la ha alejado.
1904 da un ejemplo con Masoller. Aniquilado el ejército del gobierno
el 2 de setiembre, la sola presencia de las divisiones nacionalistas

132
en la línea de combate les hubiera dado la victoria, y sin embargo
se optó por la retirada... Es cierto que allí había caído la cabeza
del ejército revolucionario, Aparicio Saravia, víctima de su arrojo
llevado hasta la imprudencia, y fue la desmoralización general, pero
es cierto también que hoy no hay otro Aparicio que pueda provocar
otro Masoller...
—¿Cree Vd.?
—Naturalmente. Saravia organizó todas las fuerzas del partido
blanco; constituyó por decirlo así la base sobre la que éste podía
esperar el triunfo. Cayó Saravia, y ningún jefe se sintió con fuerzas
para continuar una obra casi concluida: Masoller. Más aún, se dejó
disgregar la base. De los que estaban dentro de ésta: ¿es de espe­
rarse que haya alguno que sea capaz de reconstruirla cuando no
se fue capaz de sostenerla, estando formada, y bien formada? No
es lógico... No veo, pues, hoy, el jefe que pueda tomar sobre sí
la pesada carga de llevar al partido blanco a una revolución, camino
que, vuelvo a decir, no dará nunca a éste una victoria completa. Sólo
en una contienda guerrera sus probabilidades merman día a día, en
razón que aumentan la6 del gobierno que tiene todos los recursos
y las facilidades para aumentar, como aumenta, sus medios de de­
fensa; la protección de la Argentina traería la oposición desbara­
tadora del Brasil.
—Quedaría el proteccionismo de Río Grande.
—No crea en él. Ya no existe, ni debe existir. El partido no
sería hoy el auxiliar de otros tiempos. Las razones que existieron
para que fuera mirada con simpatía —y aún auxiliada— toda revo­
lución que se produjera en el Uruguay contra determinados gobier­
nos, hoy han desaparecido, y el partido republicano —que no puede
ni debe ser un eterno amigo de las convulsiones de un estado veci­
no—, está dispuesto a mantenerse dentro de la más correcta neu­
tralidad. La explicación es fácil. Las simpatías que siempre demostró
el partido republicano al partido blanco, tiene su origen en causas
conocidas y justificables. Ellas nacieron con la revolución de 1893,
de la que fueron simpatizadores los gobiernos colorados de Herrera
e Idiarte Borda. La acción de éstos molestó a los republicanos que
vieron en el partido de gobierno uruguayo, un enemigo, y por ir
contra ese enemigo, fueron con los que lo combatieron: con los
blancos. Hoy la situación ha cambiado. La cordialidad existente no
sólo entre el Gobierno Central del Brasil y el Uruguayo, sino entre
éste y el del Estado de Río Grande del Sur, han hecho desaparecer
antiguas prevenciones y viejos rencores. La armonía más sólida une
a nuestro Gobierno con el del Uruguay, y las recientes manifestaciones
de los pueblos de ambas naciones, es prueba evidente de que esa
cordialidad no es de meras fórmulas diplomáticas o gubernamentales,
sino que tiene arraigo en lo más hondo de los dos pueblos vecinos.
Todo el Brasil y, por consecuencia todo Río Grande del Sur, está
interesado en el mantenimiento y en la vigorización de esa noble frater­
nidad, y no han de ser seguramente los riograndenses quienes traten
de destruirla, haciendo desprecio de la más absoluta neutralidad
en el caso desgraciado de una revolución en el Uruguay. Faltar a
la neutralidad sería faltar a la fraternidad, y el partido republicano
no está dispuesto a consumar tal sacrificio en aras de intereses par­
tidarios, sean del color que sean.
—¿Opina usted entonces que los actuales momentos marcan una
diferencia muy grande con recientes pasadas épocas? ¿Que 1908 no
es, en una palabra, 1904?
—Naturalmente. Y le he dado lo6 motivos. Creo firmemente
que ni un solo riograndés —sea republicano o no— faltaría a esa
neutralidad.
—Sin embargo las vinculaciones, la simpatía personal...
—No son, no pueden ser motivo. Esos son motivos y sentimientos
subalternos, a los que hay que anteponer razones y sentimientos de
orden superior. Las simpatías y las vinculaciones pudieron, en otro
tiempo, señalar una actitud; el bienestar y la paz de nuestra patria
nos marcan hoy otra distinta y esta es la que debemos seguir.
Suponiendo una revolución en la que esté interesada la Argen­
tina, con los fines de que he hablado: ¿qué brasileño podría auxi­
liarla, sin ir contra los intereses de su patria? Vea usted como hay
razones de orden superior que deben dominar, y dominan los sen­
timientos subalternos que puedan emanar de las vinculaciones o
simpatías personales o partidarias.
Las revoluciones que pueden surgir —si desgraciadamente sur­
gieran— en el Uruguay, no deben esperar nada del Partido Repu­
blicano de Río Grande...
—¿Ni de ninguno de sus jefes?
—¡De ninguno! Río Grande desea la paz en el Estado vecino y ami­
go, como desea, y está dispuesto a fomentar la cordialidad reinante.
Desea la paz porque en ella está interesado el Brasil entero, y porque
comprende que ella nos es necesaria a todos, para poder realizar
los más grandes ideales de bienestar y progreso. Debemos pues, pro­
pender —con todas nuestras fuerzas— al sostenimiento de la frater­
nidad brasileño-uruguaya, y no aprovechar convulsiones para debi­
litarla o extinguirla.
—¿Contribuirá a ese robustecimiento, en un porvenir no lejano,
el reconocimiento de derechos de la República Oriental en las aguas
de la Laguna Merim?
—Lo creo infaltable, tanto más cuanto opino que ese reconocimien­
to no significaría una concesión sino un acto de justicia, que reclaman
desde hace tiempo los principios democrático-republicanos que pro­
fesamos. La declaración de esos derechos al Estado del Uruguay,
debió ser un hecho hace ya muchos años. Estaba casi acordada,
nada faltaba para que se produjera, cuando las desinteligencias sur­
gidas entre el gobierno del Dr. Herrera y el de nuestro país vinieron
a entorpecer la idea. El partido republicano ha abogado siempre por
ella y creería faltar a sus fundamentales principios si asi no lo hi­
ciera. Precisamente, en una época en que celebraron una entrevista
el doctor Julio de Castilhos y el general Pinheiro Machado para
cambiar ideas sobre un tratado comercial entre Río Grande y el
Uruguay, el general Pinheiro Machado insinuó la idea de obtener
algunas concesiones a cambio del reconocimiento de derechos del
Uruguay en las aguas de Merim, Yaguarón y Quarahy. Se opone a
ello nuestro gran maestro, observando que el Partido Republicano

134
—por sus principios y tendencias— no podía sacar ventajas a cambio
de lo que era un derecho universal y que espontáneamente debía
declararse y reconocerse!...
Y en verdad que sólo lamentables procedimientos del régimen
monárquico o debilidad y falta de competencia de quienes aceptaron
los antiguos tratados, pudieron quitar ese derecho al Estado Oriental.
Pero el paso rehabilitador está próximo a darse, y se dará. Es
cuestión de momentos.
El, y la celebración de acertados convenios comerciales, de un
buen tratado de extradición, y otro que establezca la acción mutua en
la represión del contrabando, darán una prueba a la América del
Sur, de la buena voluntad que hoy anima a uruguayos y brasileños.
—Coronel, dijimos, sus palabras y sus ideas sobre los distintos
temas —de interés innegable para nuestro país— serán publicadas
en Montevideo, por el diario en cuya representación hemos venido
hasta Caty... Esperamos no se extrañará usted de ello.
—No hay inconveniente. Como republicano de fe, no oculto mis
pensamientos ni tengo por que negarme a que sean conocidos por
quienes quieran conocerlos.
Así nos habló el coronel Joao Francisco Pereyra de Souza, en su
residencia de Caty, la noche del 30 de mayo último.

Arturo P. Visca
San Eugenio, junio 5 de 1908

TRADUCCION DE LA FOTOCOPIA DE UN MANUSCRITO


FIRMADO POR JOAO FRANCISCO P. DE SOUZA

TRADUCCION. — Si errores cometió el Brasil Monárquico de


otros tiempos, tiene el deber de repararlos el actual Brasil Republi­
cano. Pensando así los republicanos riograndenses, educados en la
escuela del grande maestro Julio de Castillos, entienden que ha
llegado el momento de reconocer al vecino y amigo Estado Oriental
del Uruguay, el derecho que tiene sobre las aguas de la Laguna
Merín y de los ríos Yaguarón y Quarahy.
Caty. 31 de mayo de 1908.
Joao Francisco P. de Souza
De “LA RAZON”. — Montevideo, 15 de iunio de 1908. — Año XXX. — N’ 8749.

LA INDUSTRIA DEL TASAJO EN RIO GRANDE

El saladero “Novo Quarahy” — La importancia de su zafra


Opiniones del señor Calo — El tasajo que come el Brasil

La industria tasajera tiene en Río Grande una sólida y amplia


base, cuya importancia, a pesar de los frigoríficos, es siempre cre­
ciente. El enorme consumo de charque que hace el Brasil, y la cir­
cunstancia de ser Río Grande del Sur el único estado verdaderamente

135
ganadero de la República, imprime a esa industria un impulso vi­
gorosísimo. El número de saladeros de alguna importancia es consi­
derable en el territorio del estado, pero es sobre su frontera con
nuestro país donde tienen arraigo las más importantes unidades de
la citada industria. Los saladeros de la Barra, Novo Quarahy, Anaya
e Irigoyen y La Pastoril, todos situados sobre la frontera, son los
que marchan a la cabeza de la zafra del tasajo en Río Grande. En
todos ellos está interesado el capital uruguayo, y a su movimiento
está vinculado el Estado Oriental pues, por su posición geográfica
y por las facilidades que ofrece a la salida de los productos es la
vía de tránsito obligada de la casi totalidad de éstos.
De los cuatro establecimientos nombrados, el “Novo Quarahy”
es quien marcha delante al frente en importancia, y esto se debe
a la elevada cifra de reses que faena anualmente, y a las condiciones
de organización e instalación en que ha sido puesto de algunos años
a la fecha.
Durante nuestra permanencia en San Eugenio tuvimos cómodas
oportunidades de visitarlo y de verlo funcionar, y en esas visitas,
siempre atentamente asistidos por uno de sus propietarios, don Emi­
lio Calo, y por el personal superior de la casa, nos dimos perfecta
cuenta de su importancia y de su valer.
El saladero “Novo Quarahy” ae halla situado en territorio rio-
grandense, sobre la margen derecha del Cuareim en línea casi recta
a San Eugenio y a unos tres kilómetros de Sao Joao Bautista. Fue
fundado en 1894 por los señores Cluzet y Guerra, quienes más tarde,
en 1901, lo traspasaron a los señores Jorge Dickinson, de Buenos Aires
y Emilio Calo. Hoy gira bajo la razón: Calo y Ca.
Todas sus instalaciones son modernísimas. Como en el de la
“Barra do Quarahim” la base de éstas lo constituyen la gran galpo-
nada de “playa”, salazón de carnes y cueros, y los corrales, gruesos
muros de piedra, que abarcan una vasta extensión y que semejan
una cintura de fortaleza. En esta galponada se realiza el trabajo
fundamental del establecimiento: matanza, charqueo, salazón de car­
nes y cueros, fabricación de grasas y limpieza de huesos. La matanza
se efectúa en forma que por haberla descrito nos relevamos de ha­
cerla nuevamente. En las épocas de auge de la zafra se trabaja día y
noche utilizándose la iluminación eléctrica, de su arco voltaico, propor­
cionada por una excelente usina que da energía a todo el establecimiento.
Anexada al saladero está la fábrica para la conservación de
lenguas, usándose los más apropiados y modernos procedimientos.
En los años en que la zafra se presenta en condiciones normales sia
preparan de noventa a cien mil lenguas, cuya exportación, “in totum”,
se hace a Inglaterra.
En otros galpones, de solidísima construcción, se hace la cla­
sificación y enfardelaje del tasajo, que más tarde; por vía platina,
ha de marchar rumbo al Brasil.
Una de las instalaciones que mejor dan idea de cómo “se vive
al día” en el saladero “Novo Quarahy” es la que actualmente se
emplea para el transporte aéreo de los productos del establecimiento
a través del río Cuareim. Consiste en cuatro sólidos soportes de hierro
—dos en cada orilla— de los que penden sobre gruesos cables de

136
acero, do» vagonetas de madera capaces de cargar cada una tres mil
quinientos kilos. Un motor a vapor —ubicado en territorio uru-
guayo— da la fuerza de tracción necesaria para movilizar a un
tiempo ambas vagonetas.
Este sistema de transporte, ideado por el señor Calo, y cuya
instalación fue dirigida por ingenieros de la empresa del Ferrocarril
Norte del Uruguay, ha venido a sustituir —con grandes ventajas—
al lento c incómodo de las chatas. Su inauguración es reciente, pues
data del 19 de abril del corriente año. Un ramal férreo —propiedad
del saladero— facilita la conducción de los productos hasta la esta­
ción de San Eugenio que dista alrededor de kilómetro y medio.
El saladero tiene anexada una importante cabaña, donde se
cuidan excelt rites productos Hereford, algunos de los cuales serán
expuestos en la próxima exposición de Río Janeiro.
En plena actividad el establecimiento ocupa alrededor de qui­
nientos hombres, en su casi totalidad orientales. La zafra en años
buenos se eleva de noventa y cinco a cien mil cabezas. Este año el
saladero “Novo Quarahy”, como todos los de Río Grande y del
Uruguay, ha sentido las consecuencias de la seca que tanto empo­
breció los rodeos, y a pesar de los esfuerzos realizados para la ob­
tención de ganados, la matanza -—que en más de una ocasión hubo
de suspenderse por falta de tropas— se terminó con bóIo sesenta y
cinco mil reses faenadas. Una merma de treinta mil cabezas.
El movimiento que el saladero Novo Quarahy proporciona al
Ferrocarril Norte del Uruguay es enorme. Como hemos dicho, todos
sus productos y sub productos, vayan al Brasil o a Europa, salen por vía
Uruguay-Plata. En los años de grandes faenas, en que la zafra se eleva a
cien mil resrs, puede el lector hacerse una idea de los beneficios
que dejará a la empresa. Un novillo criollo —de regulares carnes—
da alrededor de ochenta kilos de tasajo. El cuero da 31 y uno,
y hasta treinta y cinco kilos. Súmense luego los sub-productos: gra­
sas, lenguas, colas, astas, cenizas, huesos, etc.

En una de nuestras visitas al saladero, conversamos con el señor


Emilio Calo, iniciador y organizador de las dos empresas comer­
ciales e industriales celebradas recientemente en Santa Anua una
y en Uruguayana otra. Nuestra conversación giró sobre los obligados
temas de la introducción del ganado al Brasil y sobre las trabas
impuestas, desde hace algunos años.
—¿Cree Vd., preguntamos, que las tesis presentadas al Congreso
de Uruguayana, en favor de las rebajas a los derechos prohibitivos
del ganado, pueden influir favorablemente ante el gobierno brasileño?
—Es de esperarse, o más bien, hay motivo para creer en un
pronto éxito. La tasa prohibitiva que hoy rige no beneficia segura­
mente al Brasil, si no que por el contrario, perjudica al Ííbco y
perjudica a los industriales. En años como el presente, en que el
estado de los ganados es malo, es cuando mayor se siente la contra-
producencia de esos elevados derechos.
Los saladeros no encuentran bastante materia prima con que
abastecerse. Están imposibilitados de traerla del exterior, y la merma

137
de la zafra se hace sensible. Río Grande no da por sí solo para
abastecer de carne tasajo al Brasil, cuyo consumo es enorme, no
menos de ochenta millones de kilos de tasajo por año, y Río Grande
no alcanzó a producir treinta.
—¿Ese consumo no estará llamado a disminuir en virtud de la
importación de carnes de frigorífico, o del establecimiento mismo
de establecimientos de esa índole en el Brasil?
—I)e ninguna manera. Los frigoríficos, no dañan ni dañarían
en nada a la industria tasajera; que cada día adquiere mayor impor­
tancia y encuentra más campo de acción... sin necesidad de recu­
rrir al Congo o a las minas de carbón de Francia. El tasajo tendrá
que ser por muchos, muchísimos años, el alimento principal del
pueblo pobre brasileño, especialmente en los estados del interior.
I,o impone así su baratura y la facilidad de su transporte, dos
condiciones con las que no puede competir la carne de frigorífico.
El tasajo, a más, está llamado a mejorar sus cualidades, con
el mejoramiento de los ganados, lento hoy en el Río Grande, pero
que vendrá en época no muy lejana. El día que los saladeros puedan
carnear ganados mestizos, la industria habrá hecho una gran con­
quista. Hoy sólo se faena criollos, cuyo rinde es peor, y hay que
sacrificar grandes cantidades. Un animal mestizo da casi el doble
de tasajo, y de mejor calidad, en gordura, especialmente.
—Todo el tasajo que se elabora en Río Grande, sale con marca
“natural”. Hemos oído hablar de “suplantación” de nacionalidad...
—“Canards”. Vd. ha víbIo nuestro enfardelaje. Cada fardo lleva
en letras bien grandes y visibles el establecimiento y la región de
procedencia. Luego, todo él se consume en el Brasil y sería absurdo
suponer que ningún saladerista riograndense caiga en la inocentada
de presentar en las aduanas del Brasil, un producto del país como
producto extranjero...
—Lo cual, dijimos, terminando el palique; nos parece un argu­
mento irrefutable.
Arturo P. Visca
Rivera, junio 21 de 1908.
De “L« Razón” . Montevideo, 30 de junio de 1908 • Año XXX. • Núm. 8760

POLITICA RIOGRANDENSE

La formación de un nuevo partido — El Congreso de Santa María

Río Grande del Sur, en medio de sus progresos económicos, de


su desarrollo industrial y ganadero, no cesa de agitarse como entidad
política, en la que domina el diabólico espíritu criollo, siempre
ávido de desplegar sus energías hacia horizontes nuevos, hacia nuevos
ideales democráticos. 1x>h dos nuevos partidos tradicionales, el repu­
blicano, que viene manejando la cosa pública desde la caída del
Imperio, y el federalista, que pugna desde esa fecha por desalojarlo
del poder, han tenido, cada uno en su campo, algunas escisiones de
las que han surgido nuevas agrupaciones políticas, las que cnarbolando
nuevos principios, y poniendo a su cabeza hombres de reconocido

138
prestigio en el Estado, han hecho sentir su acción en la última elec­
ción <le gobernador. Más tarde, cuando la lucha comicial no recla­
maba la fusión de fuerzas para afrontar las huestes adversarias junto
a las urnas, esas mismas agrupaciones se subdividieron y la que se
formó con las disidencias federalistas y republicanas quedó dividida
en dos bandos; una que corresponde, al diputado y brillantísimo
orador, doctor Pedro Moacyr; otra adherida a las ideas y tendencias
de dos personalidades de altos conceptos en el Estado y fuera de él:
los doctores Assiz Brazil y Fernando Abbott.
Esta última acaba de echar las bases de un nuevo partido, el
Partido Republicano Democrático, partido del futuro, según nos lo
decía el propio Assiz Brazil, durante nuestra permanencia en la
ciudad de Santa María y el día precisamente que se inauguraba el
congreso inicial, en la localidad citada.
Formarán dentro del nuevo partido elementos de conocida opo­
sición al gobierno del doctor Barbosa (ron<t-alves.
Para fundamentar el programa que ha de regir en la nueva
entidad política, los organizadores del partido, organizaron un Con­
greso, en el que debían ser representados los distintos municipios
estaduales, y se señaló como punto de reunión la pintoresca ciudad de
Santa María.
Una simple casualidad nos hizo llegar a Santa María en la
misma fecha en que lo hacían los delegados del Congreso, la víspera
de éste, sábado 19 de setiembre. El Congreso se efectuó al día siguiente.
En el misino convoy en que viajaban los doctores Assis y Abbott,
y demás representantes, llegamos nosotros, y de cerca pudimos apre­
ciar el entusiasmo con (pie el pueblo riograndense, exterioriza sus
simpatías y opiniones políticas. La estación del ferrocarril estaba
invadida por varios centenares de personas entre las que figuraban
todas las clases sociales y cuando hicieron su aparición los huéspedes,
el estruendo de los vítores, las bombas y los cohetes voladores unido
al cobre de una banda popular, ensordeció por varios minutos. Des­
cendieron los doctores Abbott y Brazil y enseguida formóse una
manifestación que encabezaba un grupo (le niñas y damas de la
localidad. Con tan gentil acompañamiento llegaron los viajeros al
hotel Benhault, cuando ya el sol tocaba retirada quemando con sus
últimos rayos las agrestes campiñas que rodean la población.
Por la noche, “aproa diner” fuimos sorprendidos por una ver­
dadera “marche au flambeau”. Eran nuevamente los simpatizadores
del congreso que volvían al hotel a saludar a los ilustres huéspedes.
Hubo discursos tan entusiastas como patrióticos, vítores, música, y
luego desfile popular, ordenado a pesar del nerviosismo del momento.
Al día siguiente se inauguró el Congreso, en el teatro Treze de Mayo,
alrededor del cual se levantaron arcos triunfales con las siguientes
leyendas: “¡Salve Assis Brazil!”.
La asamblea, por unanimidad, aclamó presidente provisorio al
doctor Fernando Abbott. Luego, formando una lista para mesa
definitiva, fue votado presidente efectivo el doctor Assiz Brazil.
Durante los días 21 y 22 trabajóse afanosamente en la constitución
del nuevo partido, cuyas bases fundamentales son las que siguen:

139
El “Partido Republicano Democrático” continuador de las tra­
diciones de la Democracia Riograndense y Nacional, adopta, como
base de su organización, los siguientes principios:

I — Cuanto a política, el gobierno debe fundarse y ejercerse


de acuerdo y a medida de la voluntad del pueblo.

II — Cuanto a administración el principal fin del poder público


es servir a la educación y la riqueza de la comunidad.
Respetando siempre estrictamente esos fundamentos, el Poder
Republicano Democrático, propónese en la Unión y en el Estado.

1’ — Sustentar la presente Constitución Federal, inalterable en


sus principios esenciales que son la República Democrática, la Fede­
ración y el régimen representativo con la separación de poderes en
ella estatuido.
2’ — Revisar, oportunamente la presente Constitución y refor­
marla gradualmente por leyes expresas o por simples interpretaciones
usuales, en el sentido más favorable a los perfeccionamientos de aque­
llos principios esenciales, considerando más urgente, entre las reformas
constitucionales, el nombramiento del presidente por las cámaras,
y la abolición del cargo de vicepresidente.
3? — Armonizar la Constitución del Estado con la de la Repú­
blica.
4’ — Promover la mayor unidad de derecho nacional y la invio­
labilidad de los funcionarios de justicia.
5Q — Establecer un régimen fundado sobre la perpetuidad e in­
violabilidad del elector confiando al juez el reconocimiento de la
capacidad cívica, en cualquier época en que el ciudadano tenga
mayoría de edad legal, suprimiendo los viejos procesos de calificación y
descalificación periódicas y habilitando al elector a usar con seguridad
de su voto por medio de un mecanismo simple y seguro de representación
proporcional de todas las opiniones que pudieran exhibir números de
adeptos igual al cociente de la división del número de votantes por
el de elegidos.
6’ — Provocar la población del territorio sin recurrir a la paga;
más por las facilidades ofrecidas al colono, nacional o extranjero, por
el abastecimiento de la vida, por la construcción de buenos caminos
y por la certeza de una rigurosa justicia.
7’ — Reformar las tarifas de importación en el sentido de evitar
el contrabando en el comercio y la prevaricación de los funcionarios
públicos.
8? — Proteger solamente las verdaderas industrias propias del
país, y aún esas, nunca por medios directos o personales, sino por el
establecimiento de una situación que todos puedan gozar, sin privilegios
ninguno.
9*' — Buscar el acrecentamiento de las rentas públicas invaria­
blemente con el aumento de la riqueza y de la producción en la
buena distribución de los tributos, nunca en la agravación de éstos.
10 — Suprimir en este Estado los impuestos de exportación, de
trasmisión de la propiedad y de todos los que obstaculizaran la pro­

140
ducción y circulación de la riqueza, estableciendo en lugar de ello»
o de la renta del consumo de artículos no esenciales a la vida o al
territorio, basado éste sobre el valor intrínseco de la tierra sin
incluir las mejoras que sobre ella realice su dueño o su ocupante.
11. — Consagrar la mayor cuota posible de los recursos del
Tesoro al servicio de la instrucción pública y de la educación pro­
fesional principalmente en lo que toca a agricultura e industrias
rurales, como medio más seguro de desenvolver la producción.
12. — Reducir al mínimo los dispendios improductivos, comenzan­
do por el de la fuerza armada que debe limitarse a un cuerpo esta­
cionado en la capital destinado especialmente a apoyar la ejecución
de las sentencias u otros actos legales para lo que contribuirán también
eventualmente otras milicias y el ejército federal cuando sea requerido.
13. — Respetar invariablemente la autonomía municipal, inter­
viniendo tan sólo en los negocios locales y en casos claramente de­
terminados por la ley y confiando en que, el mal uso de la libertad
que por acaso hagan algunos municipios, desaparezca más rápida y
fácilmente con el régimen de la propia libertad que no con el de
la “tutela”.
El 22 sesionó el Congreso hasta la 1 de la madrugada en sesión
clausura.
El último momento del Congreso se dedicó a la elección de
Comisión Central Ejecutiva del partido, encargada de llevar adelante
los trabajos de organización emprendidos. Se eligió por aclamación
la siguiente lista:
Presidente, doctor Fernando Abbott; vice-presidentes, doctores
Plinio Alivm y Joaquín Tiburcio; miembros, doctor Pedro Osorio,
coronel Aparicio Mariense, doctor Adolfo Menezes, coronel Francisco
de Macedo Couto, doctor Euclydes Brazil Milano, coronel José Anto­
nio Netto, doctor Berchon des Essarts, Aníbal Lopes, Virgilio de
Abren, doctor Pinto de Rocha, Oscar Canteiro, doctor Ernesto Ludwig,
mayor Juvenal Leal y coronel Antero de Barros.
A propuesta del doctor Fernando Abbott fue aclamado presidente
de Honor de la Comisión Central, el doctor Assis Brazil.

Las funciones que puedan caber al nuevo partido dentro del


movimiento político de Río Grande, no es posible precisar aún con
certeza. Como hemos señalado es más un partido del futuro, cuyos
frutos están llamados a recoger generaciones venideras, que fracción
de lucha inmediata y eficaz, aún cuando entre de lleno a combatir
resueltamente el sistema actual que rige los destinos del Estado.
De cualquier modo, es una nueva fuerza que se agrega a la agitada
vida política y social de Río Grande del Sur, fuerza que se propone
invadir todos los terrenos, y que según frases del doctor Assis Brazil,
enarbolará siempre el estandarte de la Libertad, de la más amplia
Libertad.
Arturo P. Visca
Porto Alegre, setiembre 25 de 1908.
(LA RAZON • Montevideo, viernes 2 de octubre de 1908 - Año XXX • Núm. 8841).

141
DESDE EL CUAREIM A PORTO ALEGRE

Campos, cerros y bosques — Panoramas riograndenses


Apuntes de trocha angosta

Entre nubes de langostas —de enormes langostas voladoras— que


los vecinos labradores contemplan con los puños en las caderas y
un mundo de imprecaciones en los labios, hace alto el reducido
convoy del Ferrocarril Nord Oeste, unos metros más adelante de la
estación “Quarahim” sobre los muelles de embarco y desembarco.
El Cuareim se extiende por delante, ancho, potente, majestuoso, con
el “lomo hinchado” por las últimas lluvias. Se está en el límite Nord-
Oeste de la República. Varios cientos de metros delante, en la otra
ribera del hermoso río, se pisa tierra brasileña, la fecunda tierra
del café y de la palmera donde el sol quema la piel y hace hervir
la sangre en las venas... y aún fuera de ellas.
Un vaporcito recoge a los viajeros; la hélice hace saltar el agua
cinco minutos y sin mayores transiciones se ha pasado de lo propio
a lo ajeno, de lo nacional al extranjero. Marcha a paso no muy
rápido el convoy de la “Brazilian Great Southern” hasta alcanzar los
arrabales de Uruguayana, final de línea, y primera etapa de travesía
férrea a Porto Alegre. Una noche pasada en la ya conocida ciudad,
y a la hora en que ya el sol se hace sentir en campos y poblados,
arranca el convoy de la Viacao Férrea Río Grande del Sur, rumbo
a Alegrete. Avanza el día; avanza “pitando” la locomotora sobre la
vía de “vitola estreita”; se desfila ante las estaciones de Pinday
Mirim, Corumbé, Touro Passo (donde se hace lo posible por comer
en un “buffett” durante la media hora de parada), Ibirocahy, Guassu
Boy e Inhanduby, y siempre el panorama es el mismo, y semejante
en un todo a la campiña al sur del Río Negro de nuestro país:
colinas, bajos, cañadas, arroyos, pedreras, inmensos pastizales, y de
vez en cuando algún “morro”. Es que se atraviesa la región pastoril
por excelencia de Río Grande. La zona de los pastos jugosos y de
los campos bien regados, donde las reses viven en eterna invernada.
Las yuntas de ganado pacen a dos carrillos, con santa inconsciencia
del valor que para el fazendeiro tiene su labor bucólica. A las
3 de la tarde silba fuerte en las proximidades de una población.
Las ruedas van “aflojando” en su rotación vertiginosa; los frenos
crujen; el convoy se detiene. Se ha llegado a Alegrete. Una bandada
de cosas oscuras asalta el convoy. Gritos extraños hieren los oídos;
las maletas desaparecen de los asientos, con o sin el consentimiento
de sus propietarios. Se piensa en la invasión de los bárbaros. No
hay peligro, sin embargo. Las cosas oscuras, son gente pacífica y
útil... hasta cierto punto: changadores y cocheros cuya misión en
ese instante es aliviar al viajante, del peso de sus “bagagens”... y
de algunos miles de reis con el fin de que puedan llegar más holgados
al hotel de la localidad.
En esta se pasa la tarde como se puede: paseando la plaza som­
brosa; contemplando alguna cara bonita que asoma sonriente a la
“janella”, o hablando de campos y ganados con los huéspedes del
hotel, fazendeiros y tropeiros en su mayoría. De noche, durmiendo

142
a ratos, y peleando donosamente con los mosquitos a ratos también,
se mata el tiempo... y mosquitos, hasta que la madrugada comienza
a batir dianas al mismo tiempo que el hotelero bate las puertas,
con toques de prevención para liar petates y transportarse de nuevo
hasta los vagones de la Viacao Férrea, que alineados a lo largo del
andén sólo esperan la tracción inicial para echarse a rodar camino
de Santa María, tercera etapa del viaje. El tren arranca y de nuevo
se tiene el uniforme ondulado panorama. Se avanza, y parece sin
embargo que sólo se circulara en una extensión de campo. Muy a me­
nudo arroyos y cañadas, que representan cada uno un puente. A
decenas ha tenido que fabricarlos la “Viacao Férrea” de Uruguayana
hasta Alegrete, y desde Alcgrete hasta Cacequy.
Cuando la locomotora tiene hecha dos horas de viaje, hacia las
ocho de la mañana, una ancha cinta de plata comienza a divisarse.
Se está en las proximidades de Tigre, y el caudaloso Ibicuy asoma.
La frondosidad de sus montes, las quebradas de su cauce rompen
con la monotonía del paisaje. El tren marcha orillándolo más de
una hora. Le “saca el cuerpo”, se le escurre como huyendo de la
potencia de su correntada, y concluye por escapársele al fin, en busca
del Santa María al que no teme; y por sobre el cual pasa casi a flor
de agua, haciendo temblar el puente provisorio que a ras de tierra
se ha echado de una a otra margen. Mientras el tren se desliza len­
tamente sobre el estrecho puente, se puede contemplar el Santa Ma­
ría en toda su anchura —casi dos mil metros— y la obra que el ingenio
humano está realizando para salvar el líquido obstáculo. El río tiene
toda la hermosura de una de las grandes obras de la naturaleza.
Mismo donde lo cruza la vía férrea se muestra en toda su grandeza,
bifurcándose en caprichosos brazos, ampliándose en poéticas lagunas
sombreadas por espesísimos montes. El puente, o mejor, los prole­
gómenos del puente que la empresa ferroviaria, desde años atrás,
y sobreponiéndose a iniciativas frustradas, a desalientos y sombríos
augurios, viene cimentando sobre el lecho del río, tiene toda la
soberbia hermosura de las grandes obras de arte. Mil setecientos
metros de extensión, tendrá la obra terminada y su realización en­
trañará uno de los más grandes esfuerzos, y uno de los más bellos
triunfos del ingenio humano, en la América del Sur.
Pasado el Santa María, en pocos minutos se llega a Cacequy,
donde se almuerza, en medio de un va-i-ven incesante de viajeros
que sobre la estación arrojan los trenes que en sus vías empalman.
Umbú, Sao Lucas, Sao Pedro, Canabarro, Boca do Monte y Santa
María, llevan tres horas y media de marcha. La llegada a Santa
María significa un descanso de día y medio en un verdadero oasis.
Se vive en plena Suiza riograndense —al decir de los que conocen
Suiza—, y aun ésta mucho de hermoso, mucho de bello y de poé­
tico tiene que amontonar en sus “villas” para sobrepasar a cuanto
la naturaleza ha acumulado en los alrededores de la localidad bra­
sileña. Las escarpadas sierras, los “mattos” frondosos, los palmares
cuyos largos penachos ondulan gallardos mecidos por la brisa se­
rrana, las abras umbrosas, los pintorescos cerros entre los que está
enclavada la población, los millares de jardines naturales, forman el
más espléndido conjunto que puede desear la vista para su recreo

143
y abarcan una extensión en que la vista se pierde... Santa María
es como magnífica puerta de entrada al paraíso “real y verdadero”
de Río Grande. Al que —continuando la peregrinación hacia Porto
Alegre— van encontrando los admirados ojos del viajero. Cuando a
cincuenta kilómetros por hora, deja tras suyo la locomotora las sierras
de Santa María; cuando éstas se han esfumado en el azulado hori­
zonte, se entra de lleno en la región forestal de Río Grande, que
comienza en las cercanías de Restinga Seca y termina... no sabemos
aun donde, pues en el momento de borronear nuestras carillas tenemos
aun por delante un mar de verduras... La campiña, que ha dejado
de ser llana o ligeramente ondulada, va mostrándose a cada paso
más fiera, más escarpada. Los cerros surgen ante el agudo miriñaque
de la locomotora y los montes, vírgenes en su mayor extensión, se le
oponen al paso. Pero la locomotora no se detiene. La mano del hom­
bre, el hacha del Progreso, le han abierto un camino a través de
los bosques, y en ellos penetra, zumbante, dominadora. A sus flancos
la naturaleza bravia, el monte salvaje. Millones de árboles en com­
pacta e irregular alineación. Quebrachos, sarandíes, querandyes, cey-
bos, birapitás... y cientos de distintas especies de la riquísima flora
riograndense, se acumula como si les faltara espacio para extender
sus ramas; se entrelazan los más débiles a los más fuertes; se reúnen
unos sobre otros como poseídos de la embriaguez de la propia exu­
berancia de su savia, de la lujuria con que ha brotado. La vista se
marea en la contemplación del paisaje, que a ratos rompe las sinuo­
sidades y los remansos del Yacuhy, y se piensa entonces que un
porvenir muy grande, un futuro muy hermoso, tiene en fuerza que
esperar a los pobladores de tan fecunda tierra, a los que un día,
animados por el espíritu de trabajo, guiados por la divina inspiración
de un “más allá” vayan a pedir a tan generosa madre, la riqueza
de los frutos que ella guarda en su fecundo seno.
Más de cinco horas se camina en medio a tan maravillosa na­
turaleza, y teniendo siempre ante los ojos un mar de arbolado que
se pierde en el horizonte. Hacia las cuatro de la tarde el convoy se
detiene ante la estación Margem, ubicada casi en el ángulo del Ta-
cuary y del Yacuhy. La vía terrestre a tocado a su fin. En pocos
minutos todo cuanto encerraba el convoy ferroviario, se halla ins­
talado en el vapor, que a favor de su hélice, transportara a todo el
mundo en pocas horas hasta la capital riograndense: Porto Alegre.

Arturo P. Visca

Porto Alegre, setiembre 27 de 1908.

(LA RAZON — Montevideo, 9 de octubre de 1908 — Año XXX — N


* 8847).

144
EL PRESIDENTE DE RIO GRANDE
Y UN REDACTOR DE “LA RAZON”

Las relaciones uruguayo-riograndenses


Las aguas de Merín y Yaguarón
El por qué de la neutralidad de los republicanos
La “entente” Batlle-Borges Medeiros

Un hombre delgado, alto, de cabellera y bigotes blancos, que


viste sencilla y democráticamente; afable en el decir, de ameno trato,
que escucha sonriendo bonachonamente —con sonrisa más propia
de un buen abuelo que de un primer magistrado de estado— cuanto
su interlocutor le dice; que asiente cada párrafo de éste con una
exclamación: ¡Sem duvida nenhuma!— que es en él un a modo de
estribillo, he ahí el hombre que, en la tarde del 24 del corriente, y
en el Palacio de Gobierno de Porto Alegre, nos presentó el amigo y
compañero Exequiel Ubatuba, designándonoslo con los títulos de doctor
Carlos Barbosa Gon^alves, presidente del Estado de Río Grande do Sul...
Muy pocos cumplimientos; ninguna ceremonia, que en el am­
biente de sencillez democrática en que nos encontrábamos, no hu­
bieran cuajado unos minutos para leer algunas cartas que desde
Montevideo traíamos y poco después estábamos “face a face” con
el doctor Barbosa, en una Balita discreta y diminuta, cuyo contenido
se abarca de una sola mirada: un escritorio ministro, en “mesa”
revuelta, y una biblioteca muy nutrida, un sencillo juego de muebles
y en las paredes un solo cuadro, de pequeñas dimensiones, y que
a nuestros ojos constituyó detalle curioso: era un retrato del presi­
dente del Uruguay, unas líneas cruzadas en un ángulo deben expresar
un pensamiento dedicatoria.
Cambiamos las primeras frases, hablando de hombres y cosas
del país de donde veníamos. El doctor Barbosa —hijo de la frontera,
nacido y avecindado en Yaguarón— conoce perfectamente el Uru­
guay; sus hombres y sus hechos. Nos recordó las afinidades que con
el estado de que es oriundo han tenido muchas de las más eminentes
figuras de nuestra tierra, y nos contó cómo uno de los diplomáticos
más distinguidos y de los intemacionalistas más preclaros, el doctor
Gonzalo Ramírez, debía, precisamente su nombre a haber nacido
—sobre flotante casa—- en el canal San Gonzalo, canal que establece
unión entre las lagunas de los Patos y Merín.
Dispuestos a “abandonar el patrio suelo” llevamos nuevamente
la conversación al terreno que más nos interesaba: Río Grande del
Sur. Escurriéndonos por el canal de San Gonzalo, cruzamos Patos
de Oeste a Sud Este, e hicimos escala en la Barra de Río Grande.
—¿Es un hecho —preguntamos— el puerto o canalización de
la Barra?
—Puede darse como tal. Las obras están decretadas hace más
de un año, y ya están concluidos todos los trabajos preliminares
para comenzar el “ataque” a la Barra. Será una obra importante,
costosa, y que reclama una tenacidad especial. No durará menos de
cuatro años y serán cuatro años de ruda e incesante labor. No se
debe, no se puede parar un solo día, una sola noche. Por eso no ha

145
empezado aún sus trabajos la empresa constructora, porque antes de
hacerlo, fuerza le es tomar las más severas y bien meditadas disposi­
ciones. Con el esfuerzo inicial hay que llegar hasta el fin y se
expondría a un fracaso al menor “alto” que hiciera. Hay que volcar
diariamente, “cinco mil toneladas” de piedra en el canal que se irá
abriendo, y esta operación debe ser incesante hasta la terminación
de las obras.
—¿Y mientras éstas se realicen, subsistirá el impuesto adicional
de dos por ciento oro sobre toda mercadería que entre o salga de
Río Grande?
—Sin duda alguna. Es un tributo necesario.
—Y como él, subsistirán los que actualmente rigen con carácter
de “prohibitivos”, especialmente los que afectan al ganado de impor­
tación para faenar? El gobierno de la Unión, contra lo que era
creencia general entre los industriales de la frontera, acaba de re­
chazar las proposiciones tendientes a aminorarlos...
—Es verdad. Como es sabido, las leyes de esta índole, son im­
puestas en nuestro país por el Congreso dé Río, y tienen sóilo un
año de duración. Este año, contra mi deseo, y contra el de muchos
de mis compatriotas, se renovaron las antiguas disposiciones, por la
que se pone una valla casi insuperable a la importación de ganados.
Ellas han sido dictadas por personas ilustradas y concienzudas, que
sus motivos y razones tendrán para declararse en favor del ultra-
proteccionismo sobre que se basan esas leyes, pero yo y como yo
muchos en Río Grande, pensamos que no es este el mejor camino
para cooperar al engradecimiento industrial y económico del Estado,
y tenemos la esperanza, casi la convicción, de que en no lejano
tiempo triunfarán nuestras ideas. Apoyo, porque encuentro lógico y
razonable el proteccionismo, pero el proteccionismo moderado y ra­
zonable, el que sólo trae beneficios, pero no el que al lado de éstos
eroga perjuicios más considerables que los provechos que se obtienen.
Río Grande es un estado agrícola y pastoril, pero más lo segundo
que lo primero. Sin embargo, sus haciendas, que son muchas, no le
bastan, para satisfacer las necesidades de sus zafras anuales, porque
Río Grande, que si bien tiene ganado para satisfacerse a sí propio,
no lo tiene para satisfacer a todo el Brasil que es su grande consw-
midor de tasajo. Por consecuencia, y desde el momento que el ganado
propio no nos basta, lo razonable es dar entrada al ajeno, y no
cerrarle las puertas como se hace hoy...
—Pero... hemos oído opiniones de que ello vendría con grave
perjuicio de los ganaderos del estado, que en competencia con los
de los países vecinos, verían bajar necesariamente el precio de sus
ganados, cambiando la situación al punto de tener que aceptar pre­
cios, en vez de imponerlos como ocurre hoy...
—Seguramente. La disminución, o la supresión de los derechos
prohibitivos, significaría un perjuicio para una colectividad, que es
minoría, pero ese perjuicio es leve, insensible, comparado con los
beneficios que ella aparejaría, y el buen sentido debe siempre incli­
narse hacia lo que beneficia más. Es verdad que los ganados nacionales
sufrirían una baja pequeña, pues la demanda siempre sería grande,
y por lo tanto los precios firmes, pero es también verdad que con la

146
I

importación de ganados ganarían las arcas del Estado y ganaría la


población en general, amén de que obtendría grandes ventajas la
industria tasajera, que es uno de nuestros principales renglones.
Los derechos prohibitivos, como he dicho, cierran las puertas a
los ganados del extranjero. Son tan elevados que hacen absurdo pensar
en su importación...
—Salvo la que se hace por contrabando, que no es pequeña...
—Es verdad. Pero el ganado contrabandeado, aunque defraude al
fisco al entrar, no lo hace al salir, ya faenado. Paga su derecho de
exportación. Deja algo. Pero el que no entra no deja nada... y por
lo tanto conviene al Estado, como conviene a la industria, que suceda
lo contrario: que entre. No diré que lo haga libremente, pero sí afo­
rado en condiciones razonables, que hagan posible su importación.
—¿Y los derechos recientemente votados, se mantendrán por tiem­
po indefinido?
—No lo creo. Sin avanzar opinión, tengo la esperanza que esta
sea la última vez, el último año, que se sancionen. No tengo reparo
en declarar que juzgo contraproducente el ultraproteccionismo, y por
consecuencia, los derechos prohibitivos. No se pueden aplicar a la
vida económica de un estado, sin que éste sufra grandes consecuen­
cias por ello, pues tienden a encarecer la vida, bajo el pretexto de
proteger, o estimular industrias, que en realidad no existen. O que
si existen llevan una vida precaria, son, podríamos decir, “industria
de estufa” mantenidas artificialmente, que casi no tienen arraigo en
el país, porque no 6on propias de él. Ni libre cambio ni derechos
prohibitivos. Un término medio conciliador, y ventajoso para todos:
para gobierno y gobernados. Los derechos elevados sólo son un ali­
ciente para el contrabando, y por tanto, sus efectos son contraprodu­
centes, pues favorecen un mal, que en nuestra frontera tiene carac­
teres de calamidad...
—¿No cree que contra esa calamidad haya remedio?
—¡Cómo no! Si no radical, por lo menos de grandes y benéficos
efectos.
—¿La celebración, quizá, de un acuerdo brasileño-uruguayo, por
el cual, a cambio de una disminución por parte del Brasil a los
productos de la República Oriental, ésta coadyuvara en forma eficaz
a la debilitación, hasta la casi anulación del contrabando “versus”
Brasil? Alguien ha pensado y piensa en eso...
—No es una fórmula viable. El contrabando disminuiría sin
el concurso, en esa forma del Uruguay. Nos bastaría la celebración
de un tratado de mutuas concesiones. Porque en el Uruguay también
existen derechos prohibitivos, contraproducentes, e innecesarios, a
mi modo de ver, para alguno dé nuestros artículos, que en nada
perjudican la producción o la industria del estado vecino, por cuanto
ellos no son propios de su suelo. La caña, el café, el tabaco...
Las tarifas que dificultan la exportación de esos productos sólo
sirven para favorecer su circulación clandestina.
Hijo de la frontera, me he criado y he vivido en ella muchos
años. En Yaguarón donde tuve mi residencia, he podido comprobar
—como podrá hacerlo usted si hasta aquellos lugares llega— la
forma “epidémica”, llamémosla así, que ha tomado el contrabando.

147
Las innumerables picadas del río sirven maravillosamente para fa­
cilitar la tarea de los contrabandistas. Estos llegan al oscurecer con
los “cargueros” a la costa; esperan la noche en el monte, y a favor
de las sombras pasan con sus mercaderías al Estado Oriental. De
vuelta, introducen mercadería, clandestinamente también, al Brasil.
Se opera por partida doble.
La vigilancia, la persecución es rigurosa; todo lo rigurosa que
es posible, tengo quinientos hombres distribuidos en la frontera para
ayudar la represión del contrabando. Pero el mal está arraigado;
las causas que he mencionado lo estimulan y los contrabandistas
no se arredran ni se disminuyen. Hay, por lo tanto, que atacar el
mal por su base, que hacer desaparecer sus causas; hay que reducir
los impuestos en uno y otro Estado. Por eso creo que el remedio está
en la celebración de un tratado que sea en extremo ventajoso para ambos
gobiernos. Pero es preciso sellar un tratado duradero: a regir durante
años, que señalará un futuro, no un transitorio presente. Un tratado
cuya duración fuera no menor de ocho o diez años. Las buenas
relaciones existentes hoy entre el Uruguay y el Brasil señalan mo­
mento propicio, una oportunidad inmejorable.
—Principalmente, interrumpimos, si esas relaciones se afianzaran
aún más, con la declaratoria de condominio en las aguas del Yagua-
rón y de Merín...
—Ciertamente. Sería la mejor coronación del acontecimiento,
■i ese acontecimiento se produce...
—¿Y se producirá?
—Todo hace creer que sí. En Río Grande, tanto en la población
como en su gobierno, no encuentra resistencias.
—Las gestiones de que se ha hablado recientemente ¿tendrán
pronto solución satisfactoria en el sentido de que él se produzca?
—No podría asegurarlo. Nada sé oficialmente al respecto. No
tengo más informes que los que la prensa ha publicado, pero se,
porque de sus propios labios lo he oído, que el Barón de Río Branco,
acaricia ese proyecto desde hace años.
—¿Encontrará alguna oposición en la “bancada” de Río Grande?
—No, en general. Hasta ahora sólo el consejero Maciel, jefe
oficial del partido federal, que se ha declarado francamente en contra,
nadie lo ha impugnado. Sólo si esperamos —que aun cuando se trata
de un acontecimiento de índole internacional, pues las aguas de Me-
rín son exteriores— en esos acontecimientos sólo interviene direc­
tamente la Unión, el gobierno de Río, no dará el gran paso sin antes
ponerse de acuerdo con el gobierno del Estado de Río Grande, ya
que al Estado de Río Grande pertenecen esas aguas...
—En el Uruguay se tiene la certeza de que la declaración no
tardará en producirse.
—Yo creo lo mismo, y por eso me expresaba en el sentido de
coronar esa obra —que reconozco como obra de justicia— con la
celebración de un tratado que afianzará aún más las excelentes re­
laciones que hoy tiene el Brasil con el Uruguay.
—Río Grande, especialmente.
—Es cierto. Nunca como ahora quizás han sido tan sólidas y tan
sinceras. El Uruguay tiene hoy en Río Grande un amigo leal y

148
verdadero que sabrá hacer efectiva en todo momento, la “entente
cordiale” iniciada hace algunos años por el señor Batlle y Ordóñez,
y sostenida con todo éxito por el actual presidente, doctor Williman.
—Entente iniciada a raíz de la terminación de la guerra de
1904...
—¡No! Antes. Cúpome, precisamente, el papel de mediador en
ella. Hallándome de visita en Montevideo, allá por el mes de junio
de 1903, me pidió, y accedí a ella, una entrevista el presidente,
señor Batlle y Ordóñez. Conversamos sobre nuestro Estado, y el
señor Batlle me puso de manifiesto sus temores sobre el próximo
estallido de un movimiento armado por parte del partido Nacional,
y me manifestó al mismo tiempo que recelaba una abierta protec­
ción por parte de algunos elementos republicanos de Río Grande.
Le confesé con toda franqueza, que ello era cierto, pero que esa
protección que mi partido, prestara a todo movimiento contra los
gobiernos uruguayos colorados, eran en cierto modo lógicos, pues
obedecían a humanos sentimientos de represalia, de “revancha”, por
cuanto, durante la cruenta guerra civil que asoló nuestro Estado en
1893, no había tenido más decididos sostenedores, que los elementos del
gobierno colorado de esa época. Como una consecuencia natural, el Par­
tido Republicano se ponía a la recíproca, y no sólo simpatizaría con
las revoluciones blancas sino que le prestaría también su protección.
Aceptó como razonable mi explicación el señor Batlle, y me expuso
que su modo de pensar y de sentir, eran completamente opuestos al
de sus antecesores, y que hallábase dispuesto a deshacer la obra de
éstos, probando una sincera amistad hacia el gobierno de Río Grande,
y prometióme que en ese sentido se entendería con la más buena
voluntad con el entonces Presidente de Río Grande, doctor Borges
de Medeiros, a quien me pidió hiciera conocer sus pensamiento».
Cuando algún tiempo después regresé a Porto Alegre, encontré una
tarde en Palacio, al señor Joaquín Machado, a quien, según enseguida
supe, lo había traído hasta nuestra capital, una misión confidencial
y amistosa de parte del señor Batlle y ante el presidente Medeiros —
A partir de eso, la calidad de las relaciones entre ambos gobiernos
sufrieron un serio cambio. Unos meses después se produjo la temida
revolución. Esta encontró aún alguna protección entre ciertos ele­
mentos riograndenses, pero ella no fue de la magnitud que pudo ser,
ni siquiera de la que se supuso, y se limitó solamente a alguno»
municipios fronterizos.
Hoy, afianzadas las buenas relaciones, la “entente cordiale” entre
el gobierno uruguayo y el riograndense, probada la buena voluntad
de éste por distintas manifestaciones, entre las que debo mencionar
complacido, las muy amistosas que recibí con motivo de mi exalta­
ción al poder por parte del doctor Williman, que fue el punto inicial
de recíprocos y simpáticos cambios de salutaciones, hoy, decía, puedo
asegurarle que en cualquier emergencia grave que surgiera en el
Uruguay, ni un solo buen republicano faltaría a la más absoluta
neutralidad...
—En ese mismo sentido, y con argumentación acabada, se nos
expresó hace pocos meses, el coronel Joao Francisco Pereira, en su
residencia de Caty.

149
i

—Lo recuerdo. Conozco esas declaraciones del coronel Joao


Francisco, y puedo asegurarle que ellas son sinceras, como le puedo
asegurar que de la misma manera piensa hoy todo el Partido Repu­
blicano, todos sus jefes y todos sus afiliados. Se lo puedo garantizar.
Le hablo a Vd. con la sinceridad y la franqueza del partidario y del
hombre, no con la diplomacia que pudiera caber al magistrado...
Mi partido, como mi gobierno tiene hoy tanto deseo, y aún podría
decir tanto interés, como el gobierno uruguayo en mantener esa
neutralidad absoluta, en afianzar por medio de ella las amistosas
y provechosas relaciones que hoy nos unen. No diré a Vd. que si
por desgracia ocurriera una revolución en el Uruguay, los revolu­
cionarios que cruzaran la frontera exilados por una suerte adversa,
buscaran asilo y medios de vida, habrían de encontrar las puntas
de las bayonetas. Eso no podría ocurrir en razón de muy justificables
sentimientos de humanidad, pero le puedo asegurar, bajo mi fe de
gobernante y de ciudadano, que mi Estado no será ya asilo de co­
mités, ni agrupaciones que puedan más tarde llevar la subversión
al Uruguay, y que en conocimiento de ello, haré siempre cuanto
esté en mi mano para impedir su formación o su funcionamiento...
—La noble sinceridad, la elocuencia de su palabra a favor de
tan leales sentimientos de amistad para mi país, dijimos, nos estimula
pedirle la debida autorización para hacer públicas esas declaracio­
nes, por medio del diario que en estos momentos representamos.
—No hay inconveniente alguno. Aunque no tienen mis frases
la brillantez con que pudiera expresarse un publicista, ellas son sin­
ceras, y si como tales pueden interesar creo que por el contrario
su publicación es conveniente porque expresan leales intenciones del
gobierno de un Estado para con un Estado vecino, y porque ciertos
pensamientos a veces es útil y provechoso sean conocidos.
Con esto dimos por terminada la interesante y amable “pales­
tra” que durante una hora, de 3 a 4 de la tarde, en el Palacio de
Gobierno, en Porto Alegre, mantuvo con nosotros el Presidente del
Estado de Río Grande del Sur, doctor Carlos Barbosa Gon$alves.
Porto Alegre, setiembre 27 de 1908.
Arturo P. Visca
(LA RAZON — Montevideo, 13 de octubre de 1908 — Año XXX — N’ 8850)

LOS RIOGRANDESES QUE VALEN


El Dr. FRANCISCO ASSIS BRAZIL

De la legación a la cabaña — Una visita a Piedras Altas

Nos encontramos con el doctor Francisco Assis Brazil en la


ciudad de Santa María, en momentos que la población de ésta se
agitaba con motivo de un acontecimiento de carácter político; la
fundación de un nuevo partido, el Republicano Demócrata. Conver­
samos breves momentos con el distinguido diplomático —cuya ac­
tuación en las recientes cuestiones argentino-brasileñas tanta reso­
nancia tuvo—, y el final de nuestra conversación fue una cita para
Piedras Altas, lugar en donde, ya lo veníamos sabiendo, vivía entre­

150
gado a las labores pastoriles, tan preocupado con su Granja Modelo,
como pudo estarlo un tiempo en medio a sus tareas de ministro pleni­
potenciario. Una mañana del corriente octubre tomamos en la esta­
ción de Pelotas el rápido a Bagó, y después de seis horas de viaje,
descendíamos en Piedras Altas, sin más armas que nuestras máquinas
fotográficas y sin más propósitos que conocer de cerca a una de las
más brillantes figuras de la bien prestigiada diplomacia brasileña.
Camino de la granja —que dista un centenar de metros de la
vía férrea— encontramos al doctor Brazil. No tuvimos necesidad
de exponer el objeto de nuestra visita, que ya era conocido: ver su
establecimiento; conversar sobre algunos temas de pública notorie­
dad. Y al primer punto dedicamos toda la tarde; una caprichosa
tarde de primavera, de sol espléndido y viento... espléndido también.
Con el acento de un enamorado —y lo es, realmente, de su
obra, o mejor de su pensamiento— nos fue describiendo el doctor
Brazil, cada una de las fases de su granja, cada uno de los detalles
que la componen. Nos habló de lo que la granja es hoy, y nos habló
de lo que será en el porvenir, y siempre lo hizo con el tono que da
el convencimiento de quien se siente con fuerzas e inteligencia para
emprender y llevar a cabo una obra buena. Hizo desfilar ante
nosotros los productos que forman el plantel de cabaña, y al ha­
blarnos de sus características y de su origen, advertimos —porque
también tenemos nuestras aficiones por el tema— la verba del cria­
dor experto, del “eleveur” de buena ley que sabe distinguir y se­
leccionar, que no va “a fondo” por impulso sino por conclusiones
razonables, por criterio inteligentemente formado. Y así ha reunido
el doctor Brazil un selecto conjunto en el que se puede admirar un
árabe buscado personalmente, después de larga travesía, en las leja­
nas comarcas donde pastaron las cinco yeguas del Profeta; un “pur
sang” de carrera, que tiene en la primera línea de su “pedigrée”
el nombre del gran Flyn Fox; un toro de la más pura familia Jersey,
arrancado por el interés de su comprador a las delicias de su tranquila
isla, y hasta el representante de los gallináceos, representa también
un largo viaje al interior de la República norteamericana.
Pero no es sólo la pureza de las sangres en las distintas ramas
de la ganadería; no sólo la selección de variadas especies de arbori­
cultora y floricultura, lo que ha inspirado al doctor Assis Brazil
el planteo de su establecimiento. Amante de su país y de su estado,
quiere prestar a él el concurso de su esfuerzo, quiere que éste alcance
también a sus compatriotas, a aquellos especialmente que pretenden
orientar sus energías y sus actividades hacia el engrandecimiento
industrial y pastoril de Río Grande del Sur. Y para ello lo que es
hoy una granja de usufructo particular, será convertida, cuando todo
el plan de instalaciones 6e haya llevado a cabo, en Escuela de Agro­
nomía, a donde podrán ir en busca de las luces que da la teoría,
y la experiencia que da la práctica, los que, como hemos dicho,
piensen en el futuro agrícola de Río Grande, y a él quieran dedicar
su vida y su inteligencia.
Para lo primero, fundará el doctor Brazil una biblioteca de
“quince mil” volúmenes; para lo segundo, bastará la granja misma.

151
En la mañana siguiente a nuestra llegada a Piedras Altas, con­
versábamos con el doctor Assis Brazil, en su escritorio de la granja,
una pieza de verdadero “fermer” moderno, donde viven en consor­
cio la biblioteca con la incubadora, el arado con el honniguicida,
el bronce de un “pur sang” con la estampa de un campeón bovino.
Sustrayéndonos al ambiente que nos rodeaba, transportamos nuestro
pensamiento fuera de las cosas rurales, y dispuestos a hacer revivir
al hombre público, nos dirijimos así al ex ministro del Brasil en
la Argentina.
—¿Piensa usted, doctor, rebatir en alguna forma las recientes
publicaciones que el doctor Zeballos ha hecho en “La Prensa” de
Buenos Aires?
—En forma alguna. Sólo he visto —y no sin sorpresa—, la pri­
mera de esas publicaciones, y aunque el señor Zeballos se permite
decir algunas cosas que me atañen, y que son inexactas, no creo
en mi deber entrar con él, ni con nadie, en una polémica periodística.
La labor del diplomático no reclama la ostentación, ni la publicidad;
y de la mía, de mi actuación como ministro en la Argentina, está
ampliamente informado, quien debe estarlo: el señor Barón de Río
Branco, a quien ya he dado cuenta acabada de cuantas negociaciones
he llevado a cabo ante el gobierno y la cancillería argentinos.
—¿Y cuál es su opinión respecto a las pretensiones de ésta res­
pecto a la cuestión del Río de la Plata, y a la teoría sentada de
que éste es de propiedad exclusiva de la Argentina?
—No me corresponde opinar sobre ello. Contrariamente a lo que
muchos han pensado y han llegado a decir, el Brasil no intervendrá, ni
piensa intervenir —salvo que lo soliciten las partes— en el debate...
—Pero, su opinión particular, la del diplomático intemaciona­
lista, ¿nos la podría decir?
—Estoy de acuerdo en considerar el Río de la Plata como mar
libre. Creo que es la teoría que mejor armonizaría los intereses de
ambos estados, y los de cuantos tienen relaciones con ellos. Esta
teoría ya ha sido emitida, y sentada por Inglaterra, en un reciente
incidente habido con el Uruguay y motivado por el apresamiento
de unos barcos tripulados por pescadores de lobos...
—¿Considera peligroso, o de próximos futuros peligros, el actual
estado de cosas entre la Argentina y el Brasil?
—No soy pesimista, y conociendo como conozco los propósitos y las
tendencias del gobierno y la cancillería de mi país, no puedo creer
ni remotamente en la posibilidad de una guerra. Algunos espíritus
quisquillosos han creído ver un propósito bélico-agresivo en el Brasil,
debido a la reciente adquisición de barcos. Y sin embargo nada
más natural que así suceda. Brasil está obligado, por múltiples causas,
a costearse una escuadra que le de el puesto que le corresponde en
el concierto americano pero esto no significa un propósito imperia­
lista ni mucho menos. El Brasil debe equiparar sus fuerzas a las de
las naciones más fuertes de Sud América, porque la estabilidad de
la paz del continente lo reclama, porque la misma seguridad de
las naciones débiles, lo impone. Si la Argentina se elevara sola;
si, yendo más lejos, ésta provocara una guerra al Brasil y lo humi­
llara, ¿no es fácil darse cuenta del peligro que su preponderancia
significaría para los estarlos vecinos? Y lo que es aplicable a la
Argentina es aplicable a cualquier otro país sudamericano. Es nece­
sario, pues, hacerse fuerte frente a los fuertes, para evitar un des­
equilibrio que podría ser de fatales consecuencias.
Pero con armamentos o sin ellos, la idea del Brasil en su po­
lítica externa, es la idea de la paz, de la confraternidad, “malgré”
todos los augurios y todos los alarmismos. Hacia esa idea convergen
todos sus esfuerzos y por esa idea hemos trabajado y trabajaremos
todos. Los argentinos que creen ver en el Brasil un enemigo, sufren
una lamentable equivocación; son víctimas de una ceguera inexpli­
cable. Rival, sí, naturalmente lo es: rival por su poder, por su desa­
rrollo industrial y comercial; por su afán de engrandecimiento y
de progreso, pero enemigo, no, y puedo decirlo a conciencia, porque
mi actuación en la diplomacia de mi país me permite declararlo así.
Cuanto al Uruguay, inútil me parece poner de relieve las buenas
intenciones del Brasil, el espíritu amistoso que hoy prima en sus
relaciones.
—¿Primarán al extremo de ser en breve un hecho la declaratoria
de condominio en las aguas del río Yaguarón y de la laguna Merín?
—Todos creemos que sí, y nada de extraordinario se debe ver
en ello si se tiene en cuenta las causas que determinaron los tratados
por el cual el Brasil quedó en uso exclusivo de esas aguas, y las que
deben determinar la reconquista de esos derechos por parte del Uruguay.
A raíz de ser decarado libre e independiente, el Uruguay entró
en un período de convulsiones —muy propias de las naciones nuevas—
y como consecuencia de ello, se creó un estado de cosas tal que
pudo ser de graves consecuencias externas. Una fuente de esos peli­
gros estaba precisamente, en las aguas de Merín y Yaguarón, que
se prestaban a fáciles transgresiones de neutralidad y respeto a los
derechos de nuestro país. Por otra parte, las diferencias en esas
épocas del servicio de vigilancia aduanera, envolvía un ataque cons­
tante a los intereses brasileños. Fue entonces que se realizaron los
tratados a que me he referido, y por los cuales como una medida
de seguridad, como un medio de evitar probables conflictos, el
Brasil reclamó para sí, exclusivamente, el uso de esas aguas. Los
años han pasado; los tiempos cambiaron, y la situación del Uruguay
es hoy muy distinta a la de aquellas épocas. Sólidamente asentada
su nacionalidad; desenvolviéndose en medio de una vida normal,
los motivos que dieron lugar a su despojo de los derechos sobre el
Yaguarón y Merín, ya no tienen razón de ser, y el Brasil, que no
reclamó para sí exclusivamente el uso de esos derechos con un fin
egoísta, piensa que ha llegado el momento de devolver al Uruguay
lo que al Uruguay perteneció. Y esta devolución será una nueva
prueba de las intenciones que guian a mi país en las cuestiones
externas; intenciones cuyo desinterés también fue puesto en eviden­
cia cuando se solucionó el conflicto con Bolivia, por la anexión del
territorio del Acre. En este asunto tendría precisamente el doctor
Zeballos, campo para inspirarse, cuando se propone escribir sobre
“La diplomacia de la franqueza”, como irónicamente llama a la
nuestra.

153
—¿Para qué fecha calcula expedirá su declaración el gobierno
federal?
—No es posible precisarlo, tengo entendido que no se dilatará,
y hasta creo que se ha pensado en designar al ingeniero, señor Eucli-
des Da Cunha —una de las entidades de alto mérito con que hoy
cuenta el Brasil— para trazar la línea divisoria de las aguas, pero
no se podría hablar de nada fijo. La declaratoria ya estaría hecha,
a no haber surgido las desinteligencias que han distanciado un tanto
las cancillerías de la Argentina y de Río. Es necesario buscar, o
llegar, antes de hacerla, a una oprtunidad que no de lugar a mal
entendidos, a interpretaciones falsas, a que no se crea, en una pa­
labra, que ese gesto amistoso del Brasil hacia el Uruguay, sea una
manifestación hostil a la Argentina.
Arturo P. Visca
De “LA RAZON” — Montevideo, 26 de octubre de 1908 — Año XXX — N’ 8861

SOBRE LAS BAJAS Y LIMOSAS AGUAS DE LA LAGUNA MERIN

Desde Pelotas a Santa Victoria


La laguna not será un Potosí para nosotros
Algo de lo que en ella encontró nuestro objetivo

No sabemos —ni tenemos mayor interés en averiguarlo— la idea


que se tendrá formada la generalidad de nuestros compatriotas sobre
la importancia geográfica y comercial de la Laguna Merín —de la
mal llamada Laguna Merín, cuando el nombre que en rigor le corres­
ponde es “Miri” o sea “Menor” en atención a la mayoría de la de
Patos— no saltemos, decíamos, qué idea se tendrá de la hoy tan
mentada zona acuática, pero en verdad, y a conciencia debemos
decir que los que suponen que es ella un Eldorado, o un poquito
menos, viven en lamentable error, y no saben de la misa, digo, de
la laguna, la media. Por rara que parezca esta introducción, ella es
cierta y no traduce sino las impresiones que en una travesía recien­
temente hecha liemos recibido.
Figuraos una “palanganu” inmensa, de una “chatura” sin igual;
orillas arenosas, donde sólo crece la chirca, el esportillo y la paja;
y luego unos cuantos palmos de agua, donde no podrían navegar
sin peligro de encallamiento, los remolcadores de alto porte de la
empresa Lussich...
Salimos una tarde del puerto de Pelotas, embarcados en el
vapor “Golombo", el veterano en la carreru de Río Grande a Santa
Victoria do Palmar, única población que se ha podido formar cerca
a la orilla de la laguna. El “Golondro”, es un vapor de poco calado
y regular marcha que “vio la luz” hace treinta años, bautizado
con el nombre de Mirim. I)e su antigua “humanidad” hoy no con­
serva ni una cuaderna, tantas y Inulas lian sido las reformas que
en su larga vida lia sufrido. Obedeciendo las órdenes que diera el
capitán José Pintos de Avcllar. el más viejo de los pilotos que hoy
cruzan el poco profundo charco, puso el timonel la proa hacia la
cutrada del San Gonaalu, y después de pasar en medio de un puente
giratorio, que es toda una hermosa obra de arte, comenzamos a
navegar por el canal, o por el río, si mejor se quiere. El “Colombo”
se desliza con suavidad por la mansa corriente que aprisionan dos
orillas bajas, desprovistas de boscaje. El paisaje liso en toda la ex­
tensión que abarca la mirada, nada dice al alma del turista. Ni
siquiera la idea de naufragar puede constituir motivo interesante,
dado el escaso o ningún peligro que un acontecimiento de esa na­
turaleza entrañaría... La noche se acerca, llega, y domina, y el
“Colombo” sigue siempre batiendo con los palos de sus ruedas las
tranquilas aguas, argentadas por la luna que brilla hermosísima en
un límpido cielo. Cerca de mcdionoche, oímos una voz lánguida,
perezosa, haragana, como do alguien que la emite con el cansancio
aplastador de un hastío llevado al grado extremo. ¡Noove paaalmos!...
¡Fuuundo duuuro!... ¡Deize paaalmos!... ¡Fuuundo duuuro!...
Entramos a curiosear el motivo del canturreo y desde cubierta
descubrimos, junto a la borda, un “oscuro” marinero, que armado
de una larga vara —que hundía y retiraba de las aguas— efectuaba
un sondeo cantando, mientras el capitán, atento a la perezosa voz
que lo ponía en conocimiento de la profundidad en que navegaba,
daba órdenes breves al timonel, y el “Colombo”, sumiso a las cadenas,
cabeceaba hacia un lado u otro, buscando salvar su quilla de las
incomodidades de una encalladura. Atravesábamos sobre el “Tabu-
lcro”, un bajo fondo liso como una tabla, que en estos momentos
recibe las caricias de una draga, que trabaja afanosamente por
reducirlo a la más mínima expresión. Cuantío pasado el “Tabulero”,
el sondeador anunció “Muita agua, fuuundo mooolleb” estuvimos
frente a la Laguna Ancha, muy ancha, pero baja, muy baja, la
vista se pierde en la inmensidad de bu superficie, y allá, a lo lejos,
se encuentra una lista oscura que son sus orillas. El “Colombo”
navega con confianza en las aguas de Merín, un poco encrespadas
por ligera brisa. Bota a vara! ha dicho el capitán al soporífero son­
deador, y el canturreo ha cesado. Dejamos que en paz transcurra la
noche, y en la mañana siguiente, navegando siempre en plena la­
guna, esperamos el acceso a la barra del Yaguarón. Algunas horas
de marcha, tenemos a la vista el marco que hasta 1851 fue punto
de la línea divisoria de las aguas, su aspecto es el de una ruina.
La mitad de las piedras que lo formaban se han desmoronado, y
yacen esparcidas sobre la arena. Pensando en las posibilidades de
una próxima reconstrucción, bajamos a nuestro camarote, donde al­
guien nos advierte la proximidad de la ciudad de Yaguarón. A
mediodía el “Colombo” atracaba junto a Iob muelles naturales de
ésta. Después de un par de horas de estadía, libradas algunas ope­
raciones de descarga, y descendidos algunos pasajeros, levó anclaB
de nuevo, y caracoleando entre las muchas revueltas del Yaguarón,
que reclamó por largo rato un minucioso sondeo a vara, volvió a
caer en las aguas de Merín, camino de Santa Victoria do Palmar,
puerto terminal del viaje.

Acabamos de decir “el puerto de Santa Victoria”. Perdónesenos


el desliz, en el que hemos incurrido “por extensión” porque así
generalmente se llama el fondeadero de cuanto barco tiene en su

15&
I

itinerario la ciudad de Santa Victoria. Cuando se quiere llegar a


esta población y para ello se toma un vapor, hay que pensar seria­
mente en dos cosas: en la manera de llegar del vapor a la playa, y
de la playa a la población. Los buques echan anclas a quinientos
metros de distancia de la costa y para trasladarse de aquéllos a éstas
hay que utilizar primero un bote, y luego una carretilla o un breack,
y cuando después de algunas zozobras se ha llegado a pisar arena,
se ofrece el problema de la traslación a poblado, que no se encuen­
tra, por cierto, “a la vuelta de la esquina”. En el vehículo que se
encuentra se hace camino por espacio de una hora, atravesando
bañados —que son viveros de “peludos”— y al cabo de ese tiempo,
se divisan las primeras “poblaciones” de Santa Victoria.
Unas cuantas calles con afirmado “a la antigua”; una plaza con
bastante arbolado, una pequeña iglesia, un cuartel y un modesto
hospital, constituyen el núcleo principal de lo que da título de
ciudad a Santa Victoria. La historia de ésta es breve y sencilla. Allá
por el año 1852, algunos hacendados brasileños, huyendo de la quema,
o sea de los peligros que entrañaban nuestras discordias internas,
buscaron un refugio para sí y sus familias. El comendador Manuel
Correa o Mirapalleta, poseedor del campo donde es hoy Santa Vic­
toria, levantó la primera población. Algunos refugiados políticos hi­
cieron pronto nido en su vecindad, e insensiblemente se fue for­
mando un pueblo que llegó en cierta época a tener estado próspero,
pero que hoy vive en una suave calma, en plena vida vegetativa,
sin mayores horizontes y hasta, casi, sin razón de ser...
Nuestro gobierno tiene allí un consulado, a cargo del señor Au­
relio Susini. Los residentes uruguayos son muchos, pero todavía no
se ha podido saber cuántos, porque cuando el cónsul quiso hacer
estadística, y pidió por la prensa la concurrencia a sus oficinas de
los orientales radicados por esas alturas, sufrió el más lamentable
fracaso. La mayoría se “abstuvo”, porque la mayoría nada quiere ver
con las autoridades aunque éstas sean simplemente consulares...

Arturo P. Visca
De “LA RAZON” — Montevideo, 28/X/1908 — Año, XXX — N» 8863

EL PROGRESO RUMBO AL NORTE

El ferrocarril a Meló — Una gran obra que abre un gran porvenir

Desde ayer, 15 de noviembre, ha quedado librado al servicio


público un nuevo trayecto de línea férrea en nuestro territorio: el
que va desde Cerro Chato a Tupambaé y comprende la estación
Santa Clara.
Este nuevo recorrido pertenece a la trayectoria del Ferrocarril
a Meló, continuación de la vía central a Nico Pérez. Su inauguración
significa un serio adelanto para la zona Nordeste de nuestra Repú­
blica. Facilita notablemente la comunicación de la capital con los
centros productores y consumidores de esa comarca; acorta las dis­
tancias entre el sur y el norte, entre Montevideo y Cerro Largo.

156
Disminuye en veinticuatro horas el viaje a Meló, pues el viaje en
diligencia de Tupambaé a esta localidad es factible en algunas horas.
La estación Tupambaé es el punto terminal de la segunda de
las tres secciones que corresponden al trayecto Nico Pérez-Melo. La
primera que comprende de Nico Pérez a Cerro Chato, fue inaugu­
rada hace ya tiempo.

La inauguración de la segunda sección Cerro Chato-Tupambaé


representa la terminación de una etapa en una larga jornada de
progreso, emprendida hace veintisiete meses por la Empresa del
Ferrocarril Central del Uruguay. Es un paso de la prosperidad del
sur hacia la futura grandeza de la región norte.
El ramal a Meló, cuya terminación es obra de meses, debe abrir
una fecunda era de adelantos a la hoy rezagada zona norte este. El
ferrocarril le abrirá camino a punta de miriñaque. Cerro Largo,
cuyos frutos era hasta ayer locura transportar a los centros consu­
midores del sur; Cerro Largo, que tiene en sus vastos campos verda­
deras riquezas agrícola-pastoriles; que es en la producción frutal
la más rica y fecunda comarca del nordeste, cuyos naranjales pueden
competir en cantidad y calidad con los de Artigas y Salto; Cerro
Largo, a quien el aislamiento a que le obligan la falta de medios
rápidos y cómodos de comunicación, tiene un lugar inferior, al que por
riquezas naturales le corresponde, puede “levantar alas” en breve, rumbo
hacia una vida nueva, hacia un porvenir pletórico de bienaventuranzas
y de propias satisfacciones, de las que se conquistan en la brega por
el mayor progreso, por el mayor adelanto...

Conocemos por haberlas visto —y hasta casi podemos decir por ha­
berlas “vivido” un poco— las obras que en estos momentos se llevan a
cabo para unir Montevideo a Meló. Hemos recorrido —sobre rieles aun
no asentados de la flamante vía— y en medio al humo, al vapor...
y a los silbidos de una locomotora, la extensión de Tupambaé a Frayle
Muerto, localidad hasta donde hoy llegan las puntas de rieles, y
esa “vista de ojo” nos ha dado la pauta de la importancia de la obra
emprendida, la considerable del esfuerzo realizado. Conocemos de “vis­
ta” por lo menos, más de los dos tercios de vía férrea nacional, y ningún
recorrido, ni aún el de Central a Rivera, que comprende el pasaje
de abruptas sierras, significa una labor tan costosa como el del reco­
rrido a Meló. La naturaleza, que no presta su concurso a la obra,
ha obligado a la empresa constructora a vencer palmo a palmo el
terreno, sin nivel y accidentado, por medio de trabajosas obras de
terraplén y desmonte. En toda la extensión de la vía, no hay un
kilómetro, un solo kilómetro, que no haya reclamado la pala o
el pico.
Todo el esfuerzo que esa construcción entraña, toda esa pacien­
te y costosa labor que se viene realizando desde hace veintisiete
meses, ha tenido y tiene la dirección inteligente de Mr. Holt Dickin-
son, un espíritu sajón, de los que en sus más leves exteriorizaciones, re­
velan las cualidades óptimas de los verdaderos pioneros del progreso.

157
1

Hasta “tres mil” hombres, en el período fuerte de las obras, han


trabajado bajo su dirección, para preparar, en menos de dos años,
el terreno, para dejarlo en condiciones de recibir las férreas cintas
sobre las que en un plazo no muy largo, se deslizará silbando la
locomotora, hasta traspasar el angosto cauce del pintoresco Conventos,
que bordea los suburbios de Meló.

Hasta fines del pasado mes, la empresa constructora llevaba


colocados ciento sesenta y tres kilómetros de rieles, alcanzando las
puntas más allá del Frayle Muerto. El total de la vía representa
ciento noventa y tres kilómetros, y como la colocación de rieles, se
hace a razón de un kilómetro por día, aún suponiendo serios tras­
tornos en los trabajos, no es aventurado asegurar que en el correr
del mes próximo, los pobladores de Meló verán, con el júbilo ima­
ginable. la primera “máquina de construcción” llegar mugiendo a
las orillas del arroyo Conventos.
Cada kilómetro —listo para el servicio público— comprendiendo
estaciones, tanques, puentes, etc., representa un desembolso de cuatro
mil novecientas cincuenta (4.950) libras esterlinas, lo que da para
una extensión de ciento noventa y tres kilómetros, un total de no­
vecientas cincuenta y cinco mil trescientas cincuenta (955.350) libras
esterlinas__ Una hermosa suma, para, una no menos hermosa obra.
El ramal a Meló comprende, a partir de Nico Pérez, seis esta­
ciones: Valentines, Cerro Chato. Santa Clara, Tupambaé, Cerro de
las Cuentas, Frayle Muerto, Bañados de Medina, Meló.
Actualmente la empresa constructora emplea en las distintas
divisiones de las obras, no menos de “mil seiscientas” personas, cifra
que se reparte asi:

Terraplenes..................................................................... 674
Balastraje......................................................................... 442
Estaciones ....................................................................... 152
Puentes y alcantarillas.................................................. 100
Colocación de rieles ..................................................... 75
Telégrafo y alambrado ................................................ 28
Ingenieros y ayudantes ................................................ 7
Dibujantes....................................................................... 4
Empleados de oficinas, servicios de vías, talleres, etc. 230

1.712

Todas las obras de terraplenes —en las que trabajan desde hace
varios meses algunas cuadrillas de japoneses y chinos— estarán ter­
minadas en diciembre.
La estación Cerro de las Cuentas, que sigue inmediatamente a
Tupambaé, estará terminada a pricipios del entrante año.

Arturo P. Visca
(LA RAZON — Montevideo, 16 de noviembre de 1908 — Año XXX — N’ 8879)

158
JOSE LUIS (DIMAS) ANTUÑA
1894 - 1968

VIDA Y OBRA DE UN AUTOR POCO CONOCIDO

Por HORACIO BOJORGE


José Luis (Dimas) Antuña
JOSE LUIS (DIMAS) ANTUÑA GADEA
1894 - 1968

Vida y obra de un autor uruguayo poco conocido

I. — Presentación.
II. — Datos Biográficos: 1) Infancia y juventud en Uruguay (189-4-1913);
2) en la Argentina (1913-1942) ; 3) Los viajes (1937-1943);
4) En Uruguay (1942, 1943-1968).
III. — Obras: 1) Libros; 2) Colaboraciones en diarios y revistas;
3) Inéditos.
IV. — Retrato hablado.

I. — Presentación

La conveniencia de presentar con cierto detenimiento y detalle


a este autor y su obra se funda en dos hechos. El primero es que
son prácticamente desconocidos entre nosotros. El segundo: que
ilustran un sector poco explorado de la Geistesgeschichte uruguaya.
Poco conocidos y sin embargo significativos. Ambos hechos merecen
ulterior declaración.

I9). Que sean poco conocidos entre nosotros es un hecho expli­


cable por varios motivos. Este autor vivió la mayor parte de su
vida en la Argentina, precisamente aquellos años que son más deci­
sivos para la definición y maduración de su personalidad espiritual
y social. Todos sus libros y escritos se publicaron fuera del Uruguay,
a excepción de algunas colaboraciones menores en El Bien Público,
en la década del 20. Su obra es de contenido declaradamente reli­
gioso, como de creyente que escribe para creyentes. El núcleo prin­
cipal y más valioso de sus escritos éditos pertenece por génesis y estilo
al género oral de la conferencia, aunque también escribió poesía y
muy buena. La mayor parte de su vida estuvo absorbida por el
trabajo y las solicitudes cotidianas de la subsistencia y dispuso de
escaso tiempo para escribir y crear. La obra Inter Convivas que podía
haber sido la de mayor aliento y envergadura, quedó por eso mismo
inconclusa y sigue inédita. Los pocos libros suyos que hay impresos
vieron la luz gracias al generoso mecenazgo de algunos amigos, y
sólo en ediciones privadas, es decir no comerciales y de reducido
tiraje. Dentro de las relativamente escasas obras de tema religioso
a que está habituado el público uruguayo, las de Antuña, que no
calzaban en los moldes comunes, pasaron incomprendidas: para unos
por parecerles demasiado obvias y poco novedosas; para otros, por
parecerles todo lo contrario, fueron materia de extrañeza y de recelo.
Y es realmente difícil, por no ser ni místicas ni devocionales, ubi­
carlas dentro de los géneros cultivados en esta edad y en estas regiones.

161
Antuña, por ser un orador y (o pero) al mismo tiempo orante, tenía
que padecer fatalmente la suerte que a tan rara raza de hombres
les suelen deparar las colectividades humanas obsesionadas —o por
lo menos demasiado distraídas— por los imperativos de la acción
eficaz e inmediata. Cultor de un género sapiencial (califiquémoslo
así aunque sea provisoriamente) donde el saber no es divorciable
de un determinado sabor, Antuña no pudo, no quiso, no le supo,
hacer concesiones al gusto del público. Y éste, en su mayoría, preso
en una constelación cultural, no fue capaz de apreciar la originalidad
de un modo de pensar, de una temática y formas de expresión que
se nutrían en aquella perenne novedad de los orígenes, volviendo
hacia lo que —por algo— nuestra cultura llamó fuentes.
A poco de aproximarse a la historia y a la obra de Antuña se
descubre además, con sorpresa, un alma de ermitaño, una libertad
interior que rehúsa atarse al do ut des de los provincianismos inte­
lectuales. Antuña no se acogió a ningún grupo promocional y no fue
promovido. No prodigó elogios con el secreto afán de buscar retri­
bución de alabanza. Su labor de escritor, conferencista o poeta, no
brotó del incentivo de la fama, ni siquiera la que se gana justamente.
No persiguió más ganancia que la de crear libremente, la de con­
templar gratuitamente y abrir la puerta —hospitalario— al banquete
de la sabiduría. Tuvo bastante con su luz interior y no consideró
oscuridad el quedar ignorado o incomprendido.

2’) La oscura ley de la ceguera humana, paga (no cobra) una


cuota de tiempo a los autores y obras más originales y clarividentes.
Quizás ya estén hoy más maduros nuestros ánimos para apreciar
mejor la significación de Antuña y sus trabajos. Señalemos —sin
pretensión de ser exhaustivos— algunas pistas de interés que nos
ofrecen y justificarían rescatarlos del olvido en que están. En primer
lugar, nuestro autor se formó ( y fue actor) en el teatro de la cul­
tura rioplatense, sobre todo argentina, pero también brasileña. Allí
tuvo sus grandes amistades, allí gestó y publicó la mayoría de sus
obras. Testigo de su tiempo, registra el impacto de las corrientes
espirituales locales y europeas. Sin ser dueño, tampoco fue mero
inquilino de su ambiente. Fue un huésped y un anfitrión amable,
atento sobre todo a las personas: viajeros ilustres, exilados de guerra
más o menos oscuros, autores y sus libros, pero también al hombre
corriente, para el cual —preferentemente— habló y escribió, de
igual a iguales. En segundo' lugar, su condición de huésped de
una época no le impidió expresar diagnósticos, tomar posiciones,
emitir apreciaciones críticas. Muy explícito a veces, otras trasuntando
a través del silencio, de la reticencia, de la alusión velada lo que
su delicadeza le aconsejaba dar a entender sólo al que tuviera oídos.
El joven Antuña, por ejemplo, se confronta en su Israel contra el
Angel a los maestros que se disputaban el liderazgo espiritual de
nuestros padres y abuelos. El mero título de su obra primogénita
sugiere al buen entendedor que en ella se recoge la memoria de
una lucha nocturna y decisiva para el destino espiritual de Amtuña.
Aunque años después —como suele suceder a tantos autores— haya
mirado su primer libro con una mezcla de rubor y severidad, también

162
lo dicho en él con el arrebato del ardor juvenil, sirve a la pintura
de una época, de una generación y —no obstante las posibles retrac­
taciones posteriores— guarda el registro de una historia del espíritu.
La suya, la de muchos, y también parte de la nuestra.
Una tercera veta de la actualidad de Antuña y su obra reside
precisamente en su mirada contemplativa que escruta la singularidad
de lo individual, personas y objetos, en busca de sentidos ocultos en
las cosas elementales. Pero —nótese bien— sin hacer de la naturaleza
simbólica o metafórica un reservado de la sensibilidad poética, acce­
sible sólo a la exquisitez, y coto donde la sofística modernista edifi­
caba las torres de su aislamiento. Para Antuña el símbolo no es sólo
pretexto de fuga a la poesía. Es sobre todo vehículo de pensamiento,
como lo es en la más pura raíz platónica del pensamiento occidental,
y como lo es también, en forma aún más elevada, en la raíz judeo-
cristiana. Antuña le devuelve al hombre, al hombre común, el len­
guaje del alma. Rescata la imagen y la intuición, del olvido hostil
en que lo habían relegadoi tiempos más ocupados con la razón y con
las ciencias. Por sus propios caminos, nuestro autor transita en la
dirección que la psicología, desde Freud pero sobre todo desde
Jung, señala con insistencia. Antuña descubrió y proclamó —hieratra
o hieragogo— la radical validez humana de los símbolos litúrgicos,
y la grandeza litúrgica de la cotidianidad humana. Lo hizo sin
concesiones a un intimismo individualista. Pero sólo gracias a una
acogida íntima y personal de los símbolos objetivos —cuyas vicisi­
tudes privadas él quiso mantener secretas y nosotros debemos res­
petar— pudo señalarlos con firme convicción, al alma extraviada y
olvidada de sí misma, de sus contemporáneos. Lo que Rodó intentó
rescatar en sus parábolas, joyas aisladas en un discurso racional y
por él sometidas a una función instrumental que las humilla y opaca,
eso lo perfecciona Antuña, haciendo de los símbolos (es decir de
la dimensión simbólica de todas las cosas reales) el objeto final y
directo de su contemplación. Lo que había olvidado hasta la teología;
lo que la cura de almas y la dirección espiritual están redescubriendo
trabajosamente; lo que las costumbres poéticas vigentes habían arre­
batado al hombre común; lo que un vendaval iconoclasta había
aventado junto con los excesos del barroco; todo eso lo recoge
amorosamente este hombre desconocido entre nosotros.
Lo mejor de la obra de Antuña lo constituye su presentación
interpretativa de la simbología cultual: la liturgia, el templo, los
ritos sacramentales, las imágenes. Sin concesiones intimistas.
No hay que sorprenderse de que el primer encuentro —y encon­
tronazo— con este estilo, que sólo puede parecer críptico y exótico
para los hombres que han derivado lejos de su propia alma, lo
haya tenido Antuña comentando el Cántico de las Creaturas de San
Francisco.
El hombre, cuando oye tratar en público de un tema psicológico,
es decir de su alma, siempre espera otra cosa: “la primera de todas,
se espera a sí mismo en el tema. Espera sus recuerdos, sus pasiones,
sus ideales, sus amores. Si es posible, algún trazo también —firme
y rápido— de sus odios y rencores del momento. Y todo eso elaborado
por el pensamiento y llevado en el calor, en la nobleza, en la eles

163
vación en cierto modo beatífica del sentimiento religioso, a su
más alto grado de interés y de intensidad” (’). Certero diagnóstico
de una reacción a la que su público, aún el de los amigos, lo con­
frontó perennemente: “Hombre sincero y generoso, su hidalguía le
obligó a decirme toda la verdad, y así, cordial, confuso, apenado y
sin rodeos, pasando con amplitud su mano de caballero antiguo sobre su
noble barba rojiza, me dijo con un profundo suspiro y una gran
voz resuelta: Mi amigo, YO ESPERABA OTRA COSA” (1 2)

3’) La obra escrita de Dimas Antuña ha tenido sólo dos breves


ecos en escritores uruguayos.
Carlos Real de Azúa lo menciona de paso en la Introducción
a la Antología del Ensayo uruguayo contemporáneo, entre “algunos
nombres cuya ausencia (por lo menos hipotéticamente) pudiera
extrañar”.
Real de Azúa consigna acerca de Dimas Antuña los siguientes
datos y rasgos: “Dimas Antuña (1894), por fin, que ha llevado una
vida virtualmente errabunda entre el Brasil, el Uruguay en que
nació y la Argentina en la que aparecieron sus dos singulares libros:
Israel contra el Angel (1921) y El testimonio (1947) y en donde
logró sobre ciertos núcleos de intensa religiosidad un magisterio (un
magisterio en hondura) que algunos recelaron. Respecto a Falcao
Espalter —Real de Azúa acaba de referirse a él antes que a Antuña—
bien podría representar la otra cara de la Fe: centrada en la intimidad
y sus posibilidades de apertura, humildad y poética emoción ante
el misterio y la maravilla de la vida” (3).
Domingo Luis Bordoli dedica a Antuña una nota en su Antología
de la Poesía Uruguaya Contemporánea y recoge en ella un poema:
La Elegía por la muerte de Wagner Antúnez Dutra. La nota biblio­
gráfica que la precede es breve y se deja transcribir aquí: “Merced
a Real de Azúa conocimos las dos obras Israel contra el Angel (1921)
y El Testimonio (1947) de este uruguayo casi completamente desco­
nocido en nuestras letras. Ha vivido en Brasil y Argentina, y ha
publicado en esta última”. Aquí Bordoli hace referencia en una nota
a la cita de Real de Azúa en su Antología del Ensayo y prosigue:
“Ya desde joven, de una intensa espiritualidad católica muy pocas
veces vista, mostró su fuerza y finura en el análisis de Rodó, Darío,
Ñervo, Reyles, de su primer libro. El segundo, reúne prosa y verso.
De su prosa, nos parece altamente descollante su discurso sobre
San Juan de la Cruz. Según un poeta brasileño, Schmidt, que él
mismo cita, hay gentes que están en las letras por una fatalidad, pero
fuera de la vida literaria. Antuña cuéntase entre ellas y aclara que
esta fatalidad es tener que atestiguar cosas de Dios con prescindencia

(1) A7 Testimonio ( = T.) p. 11.


(2) T p. 10.
(3) Antología del Ensayo Uruguayo Contemporáneo, Universidad de la Repú­
blica, Opto, de 1‘ublirariunes, Montevideo, Uruguay 1964 (Serie: Letras Urugua­
yas N* 5) Torno I, p. 3&

164
de la literatura, es decir, por memoria de la sola justicia. Visible
es esta religiosidad absoluta en el poema que hemos elegido” (4).
A estas dos breves menciones se reduce —que sepamos— lo que
se ha publicado en nuestro medio sobre Antuña. Si bien le hacen
la justicia del recuerdo, son en su brevedad forzosamente incompletas.
El lector desprevenido, no sospechará a través de su lectura la ver­
dadera magnitud de Antuña y su obra. A remediar en algo esta
carencia, completando la semblanza que nuestros dos antólogos apenas
esbozan, aspira esta presentación.

II. — Datos biográficos

1. — Infancia y juventud en Uruguay (1894-1913)


José Luis Antuña Gadea es conocido por todos como Dimas,
hasta tal punto que tanto en la vida cotidiana como en las letras,
el sobrenombre que se dio a sí mismo borró la memoria del José Luis
de los documentos.
Tanto por los Antuña como por los Gadea, José Luis (Dimas)
se vincula a dos troncos genealógicos de viejo cuño patrio y ca­
tólico.
Nació en Dolores, Departamento de Soriano, Uruguay, el 27 de
agosto de 1894 (56). Fueron sus padres: Don José Luis Antuña Barbot (®)
y Doña María Gadea Casas. El abuelo de Dimas, fue Don José Luis
Antuña González, y se contó entre los fundadores de las Conferencias
Vicentinas y del Club Católico, siendo el donante de la Imagen de
la Dolorosa que se venera aún en la Capilla del Sacramento de la
Catedral Metropolitana de Montevideo.
Recibió su primera enseñanza en la Escuela Pública de Dolores.
A los trece años fue enviado como pupilo al Colegio de los Hermanos
de la Sagrada Familia, en Montevideo, donde ingresó en 1907 (7).

(4) Antología de la Poesía Uruguaya Contemporánea, Universidad de la


República, Dpto. de Publicaciones, Montevideo, Uruguay 1964 (Serie Letras Na­
cionales N’ 9) Tomo II, pp. 222-227.
(5) Asi en su partida de Bautismo: Archivo Parroquial de N. Sra. de los
Dolores (Dolores) Libro IX, folio 202. Fue bautizado por el Pbro. Ignacio Ga-
larraga el 26 de enero de 1895, siendo sus padrinos Don Aurelio Podestá y su
tía Ventura Gadea Casas.
(6) Don José Luis Antuña Barbot había tenido de su primer matrimonio
con Agustina Segundo, tres hijas: Agustina, Etna y Elisa. Tras enviudar muy
joven, se casó con doña María Gadea Casas, de la que tuvo cuatro hijos: 1) José
Luis (Dimas), 2) Pedro José, 3) María del Carmen, 4) Mario Alberto. Don
J. L. Antuña Barbot fue escribano y además muy activo en el periodismo na­
cional, primero en El üía y tras los sucesos de 1886 en La Repúblicas
(7) Su nombre figura en el libro de matrículas de dicho colegio, corres­
pondiente a 1906-1911. Ingresó el 5 de marzo de 1907. Don Agustín Belloni, un
cuñado de su madre, figura allí como el responsable del niño en Montevideo. Pero
en los años siguientes su familia viene a la Capital. El nombre de José Luis
Antuña figura en los folios 72, 128 y 138 del libro de matriculas, bajo los números
39, 437 y 8 respectivamente.

165
Cursó allí la escuela de Comercio, que culminó en 1911 con las más
altas calificaciones y como el mejor alumno de su promoción (8).
La inseguridad familiar creada por el mal estado de salud de su padre,
aconsejó orientarlo hacia una capacitación profesional rápida que le
abriera pronto acceso a un empleo. El tiempo desmintió —su padre gozó
de extraordinaria longevidad— aquella opción familiar que le cerraba
a este joven brillante las puertas de la Universidad y de una profesión
más acorde con sus cualidades intelectuales y quizás también con su
vocación íntima de estudioso. Poco después —1913— entraba de
empleado en el Banco de la Provincia de Buenos Aires.
Es interesante transcribir una página de Israel contra el Angel
en la que Antuña pinta el retrato espiritual de la infancia y juventud
de su generación. Bajo el título Herencia (págs. 13-15) traza estos
rasgos que reflejan parcialmente algo de su propia experiencia:
“La madre cristiana; el padre, liberal. Mamá nos juntó las manos
para el padrenuestro y el bendito; a papá nunca lo vimos en oración,
pero nos hablaba de la patria y del progreso. Nuestra madre nos
presentó al señor cura, para que fuésemos buenos cristianos y le
ayudáramos a misa. Nuestro padre al maestro laico, diciéndole:
— Aquí tiene Vd. un ciudadano.
“El cura nos hablaba de la providencia del Padre que está en los
cielos y de la fe que traslada las montañas. Y el maestro decía:
— La Naturaleza lo explica todo con sus leyes inmutables, fatales
y constantes. Y para las fiestas patrias agregaba: — Es preciso obe­
decer al Estado: obedecer a sus leyes, aun cuando sean injustas.
“Llegaron los quince años: el cura nos pasó del catecismo a la
congregación; el maestro nos transfirió de la clase al bachillerato.
Nuestro pensamiento comenzaba a organizarse: tuvimos un cierto
sentido de la ciencia, de sus métodos, de sus leyes... Dóciles, asom­
brados, felices y orgullosos, recibimos y repetimos —creyendo que
era ciencia— el residuo materialista del positivismo...
“La congregación, entretanto, no nos daba ideas. Todo eran reu­
niones piadosas, devociones, limosnas, vaguedades de beneficencia
social, y arranques apologéticos tan fabos como los cientifistas de
la enseñanza secundaria.
“Madre, cura, congregación: padre, escuela, universidad. A los
veinte años teníamos la cabeza poblada de dos engendros que se
daban de puñetazos tan pronto un secreto instinto del alma, una
intuición vaga, una esperanza, dejaba de mantener entre ambos un
tabique. Tabique de separación y salvación.
“El dualismo era completo: aquí la certeza científica, allí las
afirmaciones piadosas y sentimentales. La concepción del mundo era
la de un engranaje perfectamente montado que, a su hora, nos iba
a triturar con la más tranquila indiferencia. Mientras no llegaba
esa hora, y una vez satisfechas las necesidades inferiores de comida

(8) Libro de diatribución de Premios del Colegio de la Sagrada Familia.


Años 1910 (págs. 66-75); 1911 (paga. 7!A81). Hay allí fotografías de grupos en
los cuales figura el joven Antuña. En la pág. 81 del libro de 1911 su retrato de
cuerpo entero ocupa todu la página. En el Programa de Actos y Festejos que
acompañaron la distribución de premios, Antuña, el mejor alumno de su promo­
ción pronuncia un monólogo: Porqué las Señoras hablan más que los hombres.

166
y confort, podíamos enternecernos con alguna endecha pesimista,
y hacer líricos llamados a la piedad.
“Por ese tiempo empezábamos a leer: Taine nos dio la fórmula
inexorable del axioma eterno; Renán, la manera de guardar, sin los
dogmas, un sentimiento religioso exquisito”.

2. — En la Argentina (1913-1942)
Hasta su jubilación por motivos de salud, Dimas Antuña se
desempeñó en su empleo del Banco de la Provincia y vivió en Buenos
Aires. Por este camino, que parecía un desvío esterilizante de su
vocación de estudioso, el destino aseguraba sin embargo dos rasgos
fundamentales de su perfil interior.
En primer lugar lo ponía en contacto con las personas y los
movimientos de la cultura católica argentina: allí se vinculó a la
Tribuna Universitaria, a los cursos de Cultura Católica; a los grupos
de jóvenes que fundaron para desfogar sus inquietudes las revistas
Signo, Criterio, Ortodoxia, Número; a sacerdotes que tuvieron influen­
cia decisiva en su vida: el Padre Protain, religioso asuncionista, el
Padre Maluenda, el Pbro. Edmundo Vannini, y los benedictinos P.
Nicolás Rubín y Eleuterio González. A través del Convento Bene­
dictino bonaerense se vinculó a la vasta familia benedictina, también
en el Brasil.
Reconocido por lo que debe a su amistad, dedica en 1921 su
primer libro Israel contra el Angel a seis de sus amigos. Cita el
nombre de dos de ellos en el epílogo: Héctor de Basaldúa y Enrique
Requena. Y ya en la plenitud y madurez, hacia 1947, los recordará
aún. Entre los que le estuvieron más unidos por amistad, hay que
citar al que habría de ser hasta su muerte el amigo más fiel y más
íntimo: Carlos Saenz. Un fatal accidente le quitó a Beltrán Morrogh
Bernard, otro gran amigo.
Es ese grupo inicial, recordado en su primer libro, el que funda
junto con algunos nuevos integrantes, la revista NUMERO (°) que
aparece mensualmente dos años enteros, desde 1930 a 1931. En los
veinticuatro números publicados se encuentran colaboraciones de
Dimas, excepto en el número trece, donde Rodolfo Martínez comenta
su tercer libro titulado El que Crece .

(9) Esta revista es interesante pero difícil de encontrar en nuestro medio.


Hemos visto un ejemplar en el Archivo familiar. Tenia su sede en Alsina 884-890.
Su Director fue Julio Fingerit. A partir del N’ 8 se retiró y la revista siguió sin
director. Secretarios eran Tomás de Lara e Ignacio Anzoátcgui. Administrador:
José Garrido. Redactores: Emiliano Aguirrc, Dimas Antuña, Juan Antonio, Héctor
Basaldúa, Tomás Casares, Rómulo D. Carbia, Víctor Delhcz, Osvaldo H. Dondo,
Miguel Angel Etchcverrygaray, Manuel Calvez, José M. Garciarcna, Rafael Jijena
Sánchez, Mario Mendióroz, Carlos Mendióroz, Emiliano Me Donagh, Ernesto Pa­
lacio, Alberto Prebisch, César E. Pico, Carlos A. Sáenz.
La revista se publicó ininterrumpidamente desde enero de 1930 hasta diciem­
bre de 1931, con un total de 24 números. El formato es de 37 x 27 cms. Cada
volumen tiene paginación anual corrida.
En la lista de redactores hemos subrayado los nombres de los que —según
nos dicen— fueron más amigos de Antuña. Varios de los redactores iban a pasar
luego a ocupar posiciones políticas.

167
En segundo lugar, indirecta pero eficazmente, su condición de
empleado sujeto a un horario y a un trabajo, marca desde dentro
esa manera de acceder a las letras sin intención de literatura, y esa
manera de pensar, sin intención de erigirse en maestro. Lejos de re­
sentirse, Antuña da muestras de amar su condición de hombre del común.
En lo eclesial, Antuña se vio siempre —y no pierde ocasión
de proclamarlo— como un simple fiel, sin misión de enseñar. Sometía
) e insiste a menudo
sus escritos a previa autorización eclesiástica, (1011
en que habla sólo como cristiano a cristianos y de cosas que les son
comunes. Cuando en cierta conferencia alguien le objetó que todo lo
que había dicho no era más que mera repetición de ideas de los
Santos Padres, respondió que jamás se le podía haber hecho mejor
elogio.
Como ciudadano, Antuña se autocalifica de hombre privado, en
contradistinción con la categoría del hombre público, es decir sin
pretensiones de repercutir en el orden político o en el dominio de
las ideas. Quizás es esta postura religiosa la que le atrajo —tratamos
de interpretar ese “recelo” a que alude Real de Azúa— objeciones.
Antuña es muy explícito: como hombre privado se siente inmerso
en el orden exterior del mundo —y no siente necesidad de escapar
de él— y dentro de ese mundo y de ese orden, justo o injusto, no
quiere hacer otra cosa que callar, obedecer, y buscar el pan de cada
día. Sólo hemos glosado en lo que antecede las mismas palabras de
Antuña (n). Pero desde esa conscientemente abrazada condición de
hombre del llano, sin títulos de dignidad, sin rol de mando o repre­
sentación, abocado a buscar cada día el sustento, es precisamente
desde donde brota y desde donde se explica su capacidad para con­
siderar con sencillez todas las cosas. Por esta condición cobra inmu­
nidad contra todo alambicamiento mental, contra toda complacencia
profesional en verbalismos vanidosos o esotéricos. Antuña se mantiene
siempre a un nivel de lenguaje que conjuga la hermosura y la ele­
vación con la accesible sencillez. Es bien capaz de leer con plena
comprensión y deleite un aristotélico tratado de lógica (1213 ). Pero
inmediatamente —hombre del llano—: “después de cerrar este libro,
y vuelto al comercio de los hombres, una pregunta me persigue: ¿de
qué modo, me digo con insistencia, de qué modo razonan los que no
han leído nunca a Aristóteles? ¿Cómo se produce el discurso en la
inteligencia de los simples? El paisano, el vendedor de feria, la se­
ñorita bien educada, y otros aún: el artista, el hombre de simple
buen sentido, todos aquellos, en jin, cuyo trato me es agradable ¡y
seguro, y cuyo pensamiento es habitualmente espontáneo” (ls) Antu­
ña se contesta: “el hombre que no ha leído a Aristóteles —ni a Kant—
se pone en contacto con las cosas del mismo modo que el filósofo

(10) Excepto Israel contra el Angel todos sus libros aparecen con Impri-
matur. Véase a este propósito T. p. 11.
(11) Vida de San José (=VSJ) pp. 11-14.
(12) Israel contra el Angel (= IA) p. 60 ss. Pensamos que se trata de una
obra de Kant. En una conferencia se refirió a la crisis interior que le produjo su
encuentro con Kant y cómo la superó, siendo el punto de partida de sus estudios
de teología, liturgia e historia del cristianismo,
(13) IA. p. 61, el subrayado es nuestro.

168
más rancio. Las ve, las siente, las palpa” (1415
). Y su reflexión culmina
con el descubrimiento: “Si el individuo —omne individuum ineffabite
est— está en la base del conocimiento, también puede estarlo en el
término. Y si la intuición da el contenido a la conciencia, el fruto
pleno del trabajo intelectual, no debe ser un concepto precisamente,
sino un conocimiento intuitivo: una vuelta a la intuición después
de haber atravesado el concepto, para apreciar en el medio vivo
inefable, el valor del trabajo discursivo. Nada suple el contacto con
lo real” (18).
Este último párrafo nos parece programático y encierra el germen
que regirá el estilo propio de Antuña: más contemplativo que discur­
sivo, orientado más hacia las individualidades concretas que hacia
los conceptos y razonamientos.
Es desde esta condición de hombre privado —que se complace
y se siente seguro con el hombre de simple buen sentido— desde
donde Antuña se pone en guardia contra una posible deformación
intelectualista de la inteligencia, por la cual el hombre se fatiga
sin término en el manejo de conceptos, sin llegar jamás al acto puro
de conocer intuitivamente la realidad individual. Y, en el extremo
paroxismo de esta deformación, llega a erigir la fatiga intelectual
—que sólo puede ser un medio— en fin y medida del valor de sus
frutos, con el consecuente desprecio por la inmediatez deleitosa de
la contemplación que descansa en la evidencia de su objeto.
Los treinta años de residencia en la Argentina marcan así deci­
siva y fuertemente su persona y su obra.
En 1926, por la generosidad de otro amigo, aparece como libro
y con el título de El Cántico su comentario al Canto de las Creaturas
de San Francisco de Asís. Dos años después, el 18 de abril de 1928
contrae matrimonio con María Angélica Valla.
En 1937, accediendo a una invitación, viaja a Córdoba a dictar
algunas conferencias. Se inicia así una etapa de viajes y conferencias
que dura unos seis años.

3. — Los viajes (1937-1943)


Entre 1938 y 1943, Antuña hace cuatro viajes a Brasil. En Río
de Janeiro se aloja en casa de un amigo, Wagner Antúnez Dutra, que
le brinda hospitalidad y el retiro necesario para escribir el libro
que prepara y dejará inconcluso. En esa época traba amistad con
Alceu Amoroso Lima (Tristán de Athayde) y otras figuras de la
cultura del Brasil. Ya en el primer viaje a Río (1938) presenta su
pensamiento a través de conferencias. Vuelve a Río en 1939 y es
invitado a hablar en Juiz de Forá y en Belo Horizonte. En 1940
visita el Paraguay. En 1941 va a pronunciar sus conferencias en
Salta y otros lugares de las Provincias argentinas. Vuelve a Río de
Janeiro en 1942 y desde julio a diciembre de 1943, siempre acom­
pañado por su esposa.

(14) IA. p. 71.


(15) IA. p. 74, el subrayado es nuestro.

169
En este período 8e sitúan dos de sus obras. Resultado de su
primer encuentro con el Brasil es su librito de poemas en francés
titulado Mon Brésil (1938). Unas conferencias dictadas en Buenos
Aires ante un público muy sencillo, las recoge en su libro La Vida
de San José (1941) en el que el desarrollo temático, basado sobre
los viajes del Patriarca, decanta el reflejo espiritual de los propios.
No sería pues exacto imaginarse que Antuña llevó una vida
trashumante, como puede interpretar algún desprevenido lector a
partir de la concisa presentación de Real de Azúa.

4. — En Uruguay (1942, 1943-1968)


El 28 de abril de 1942 Antuña vuelve al Uruguay para radicarse
aquí. Su salud, que había contribuido a adelantar sil jubilación, lo
obliga a vivir un tiempo en Lezica (18). Tiene 48 años y piensa po­
derse dedicar tranquilo a completar su obra sobre la Misa que venía
preparando desde hacía unos años, y cuyos capítulos eran la sus­
tancia de sus conferencias.
Al retorno de Río en diciembre de 1943 se instala con su señora en
una casa en Ciudadela y Paysandú. Tiene a un paso la Iglesia de Lour­
des, de los PP. Palotinos, donde por ese entonces un sacerdote alemán,
exilado de guerra, el P. Agustín Born echa las bases de lo que será
el Apostolado Litúrgico. Dimas Antuña será invitado a hablar allí
con cierta frecuencia, así como en el Club Católico, donde funcionaba
la Academia de Estudios Religiosos que dirigía Mons. Miguel Ba-
laguer.
En 1947 se edita en Buenos Aires su último libro: El Testimonio
precedido de un prólogo en el que se traduce un balance de expe­
riencias del Antuña maduro. Una verdadera joya estilística y de
penetración por el diagnóstico de su época, poro también —creemos—
con algo de penetración prognóstica de la nuestra.
El Testimonio le da ocasión de reimprimir en un solo volumen
El Cántico, Mon Brésil, El que Crece y buena parte de sus poesías
y colaboraciones en la revista Número.
Pero en 1950 se ve obligado a buscar nuevamente un trabajo
a la edad de 56 años. Con él cesa forzosamente su actividad creadora.
De ese año son las últimas conferencias que escribe. Una en relación
con el Año Santo. La otra —única que no tiene carácter religioso—
sobre Montevideo, fue propalada por el Sodre.
El Año Santo de 1950 pone punto final a sus escritos y se
abre para él una etapa de silencio que será la última de su vida.
En 1966, próximo a su muerte, se mudan a Pocitos, donde fallece
el 24 de agosto de 1968, a los 74 años de edad. Sus restos reposan
en el Cementerio Central, en el Panteón de la Familia Antuña, muy
cerca del Panteón Nacional y de la fecha patria. Algún día podrá
señalarse su sepultura con una placa recordatoria.
Los sentimientos de Antuña hacia esta tierra en la que nació y
reposa, nos los trasmite el estudio que dedica a Zorrilla de San Martín
y su Tabaré en Israel contra el Angel. Desde el alto mirador de la

(16) T. pp. 210-212.

170
torre Güemes, donde gustaba subir, en ciertos días muy claros ve
dibujarse a lo lejos la linca de la costa uruguaya: “un reborde que
todos pueden ver, una costa que muchos conocen, pero que, sin
embargo, solamente los orientales reconocen.
“Yo soy oriental: esa línea plomiza que subraya el horizonte
es mi dulce tieirra.” (17)

III. — Obras
1) Libros
1921 — ISRAEL CONTRA EL ANGEL, Ediciones de Tribuna
Universitaria, 268 págs. 18,5 x 13,5 cms.
Se terminó de imprimir en la imprenta de A. Baiocco y Cía.
el 15 de octubre de 1921. Se. imprimieron 20 ejemplares en papel
especial fuera de comercio, con la firma del autor. La tapa es un
forro impreso que se aplica directamente sobre la primera página del
primer pliego y la última del último. Está ilustrada por Enrique
Requena. El mismo dibujo se repite en la portada de la página 3.
En la página 2 hay una viñeta que representa un árbol con frutos,
sobre el cual una divisa con el nombre de Ilimas Antuña, al pie se
lee: Miraturque Novas Frondes et non sua Poma — Ex libris. En
la contratapa, otra ilustración de Requena que representa una forma
de escudo en copa, sobre un fondo decorado con vides en fruto hay
una espada y una divisa: Non paccni sed gladium.
1926 — EL CANTICO, Buenos Aires MCMXXVI, 52 págs.
23 x 18 cms.
Acabóse de imprimir esta edición original de seiscientos ejem­
plares numerados en los talleres gráficos de la Soc. Anónima Casa
Jacobo Peuser Ltda., el día IV de Octubre de MCMXXVI, Séptimo
Centenario de la muerte de San Feo. de Asís. Una viñeta de Juan
Antonio en la tapa. La edición fue costeada por Don Matías Errázuriz,
a quien va dedicado el libro. La primera desfavorable impresión de
su mecenas frente a este comentario al Cántico de las Creaturas, lo
relata el mismo Dimas en su Introducción al Testimonio, pág. 10.
Según parece fue Victoria Ocampo la que convenció a Don Matías
Errázuriz del valor del trabajo. Este libro fue reeditado en El Tes­
timonio, págs. 31-44.
1929 — EL QUE CRECE, París MCMXXIX, 64 págs. 28x 23 cms.
Ilustraciones de Héctor Basaldúa, Editor.
Acabóse de imprimir esta edición original de trescientos ejem­
plares numerados, en los talleres gráficos de la Imprenta L’Hoir,
calle del Delta 26, París, el día treinta y uno de julio de mil nove­
cientos veinte y nueve. También fue reimpresa en El Testimonio,
págs. 285-312.
1938 — MON BRES1L, Buenos Aires 1938, 30 págs., 24 x 19 cms.
Sobre la tapa una viñeta (un ancla) de Juan Antonio que diri­
gió la edición.
Achevé d'imprimer le 24 décembre 1938 par F. A. Colombo, A
Bueno» Ayres.
Edition origínale, hor» commerce, tirage á 100 exemplaires nu­
meróte».
También fue reimpreso en El Testimonio, págs. 117-130.
1941 — LA VIDA DE SAN JOSE, Ediciones San Rafael, Buenos
Aires 1941, 88 págsn 20 x 15 cms.
Este libro se acabó de imprimir en Buenos Aires en casa de
D. Francisco A. Colombo el día XX de diciembre del año MCMXLI,
Laus Deo.
Conferencia pronunciada en la Fraternidad de la Asunción el
9 de junio de 1940.
1947 — EL TESTIMONIO, Ediciones San Rafael, Buenos Aires,
316 págs., 20 x 13 cms.
Se terminó de imprimir el treinta de mayo de mil novecientos
cuarenta y siete, en los talleres gráficos de la Cía. Impresora Argentina.
Lo distribuyó el Grupo de Editoriales Católicas, Viamonte 525.
En la página 315 se anuncia el libro Inter convivas, que Dimas Antuña
dejó inconcluso.
El l9 de junio de 1947 firma Dimas Antuña su prólogo al Vo­
lumen de Homenaje (un libro, que como su género se ha hecho
raro entre nosotros) que bajo el título Discursos y Semblanzas dedica
una comisión de notables —de la que Dimas forma parte como
vocal— al Canónigo Luis Roberto de Santiago.
El volumen se terminó de imprimir el 5 de diciembre de 1947
en Montevideo. El prólogo de Antuña ofrece en 21 páginas (pp. 9-28)
una introducción y presentación de la persona y de las piezas ora­
torias pronunciadas en diferentes ocasiones. Por su valor biográfico,
por los datos y anécdotas, es una pieza que interesará al historiador,
al igual que el volumen al que introduce. Pero además, y aunque
se abstiene de analizar detenidamente el valor de los escritos que
pretende salvar del olvido, trasunta multitud de aspectos del pensa­
miento de Antuña, que deberá tener en cuenta quien aspire a es­
tudiarlo con más detalle.

2) Colaboraciones en Diarios y Revistas


Dimas Antuña presentó poesías, prosa poética y artículos de
diversa magnitud en La Nación de Buenos Aires y en El Bien Público
de Montevideo. En este último colaboró principalmente entre 1921-
1928.
Colaboró con mayor o menor asiduidad en otros periódicos y
revistas de la Argentina: Signo, Sur, Número, Itinerarium y quizás
en otras que nos son desconocidas.
Lo que él consideró mejor de esas páginas dispersas lo reim­
primió en El Testimonio.
En la revista Sur dirigida por Victoria Ocampo hizo una única
incursión con su poesía Treno (republicada en El Testimonio p. 210),
que es un eco de su estadía en Lezica hacia 1942. Pero se disgustó

172
con la revista pues incosultamente se permitieron cambiar una pa­
labra, imprimiendo humana por buena.
En la revista Número, en cambio, colaboró asiduamente en
todos los números con prosas poéticas breves, poesías y algunos ar­
tículos. Buena parte de estas colaboraciones las imprimió en El Testi­
monio. Señalamos aquí sólo las que no fueron reimpresas, que se­
pamos, ya que no nos ha sido posiblecompulsar los textos, y ea
posible que haya habido cambio de títulos en los trabajos reimpresos.
N? 1, Enero de 1930, p. 3: El coro.
N9 3, Marzo, p. 24: “La Palma y el Cedro. (Introito de la Misa
de San José del 19 de Marzo)” (poesía).
N9 7, Julio, p. 63-64: “Ave María” (artículo).
N’ 8, Agosto, p. 75: “Silencio” (poesía).
N’ 12, Diciembre, p. 120: “El Nacimiento” (poesía).
N9 13, Enero 1931, p. 8: Comentario de Rodolfo Martínez Espinosa
sobre el libro “El que Crece”.
N’ 15, Marzo, p. 18-19 “Fiestas de la Cruz” (artículo).
N? 18-19, Julio, p. 46: “Misterio de la Inmaculada” (poesía).
N9 20, Agosto: “Carta a un escultor” (Sobre las imágenes de San
J osé).
N9 21-22, Octubre, p. 73: “Tres misterios del Señor San José: Pre­
sentación - Huida - Niño perdido”.
N9 23-24, Diciembre, p. 82-83: “Calix” (artículo, con ilustración de
Juan Antonio).
En la revista ITINERARHJM, Revista Franciscana bimestral
publicada por la Provincia argentina de la Orden hay varias colabo­
raciones suyas. La revista comenzó a publicarse entre abril-mayo
de 1945 y cesó con el número 13 hacia enero-marzo de 1949. Hay
colaboraciones de Dimas Antuña en los números del uno al cuatro
(de abril-mayo de 1945 hasta enero-febrero de 1946). Los cuatro
trabajos se publican bajo el título común: La liturgia y el ciego y se
distinguen por los cuatro subtítulos: 1) Introito; 2) Kyries, Gloria y
Dominus vobiscum; 3) Colecta; 4) Entrada y Reunión. En el número
5-6 aparece la Oda a un Acólito dedicada a Guillermo Basombrío,
que puede verse reimpresa en El Testimonio (p. 178 ss). Los cuatro
trabajos sobre la liturgia de la Misa son sin duda capítulos de su
obra Inter convivas que como dijimos quedó incompleta e inédita.

3) Inéditos
Debemos a la deferencia de la Sra. María Angélica Valla de
Antuña que nos dio acceso a parte del archivo familiar algunos datos
que nos parece interesante consignar acerca de la correspondencia
y conferencias o trabajos aún inéditos. Entre las relaciones con per­
sonajes importantes que trató en Bs. As. se cuentan Garrigou-Lagrange,
Maritain y Bernanos, con el que mantuvo más tarde correspondencia
y que le envió uno de sus libros dedicado.
Están inéditas aún la mayoría de sus conferencias dictadas en
Córdoba, Salta, Brasil y Montevideo sobre la Liturgia de la Misa y
son fragmentos del libro Inter convivas. Entre ellas El Canto del

173
Evangelio pronunciada el 20 de octubre de 1948 en la casa de la
Tercera Orden Franciscana (Bs. As.).
Existe una conferencia inédita sobre El Sacerdocio escrita para
celebrar un aniversario sacerdotal, del P. Edmundo annini. Con
Motivo del Año Santo de 1950, pronunció una conferencia sobre
El Carácter Peregrinal de la Iglesia organizada por Amigos del Libro,
Buenos Aires, el 11 de mayo de dicho año. También en 1950, el
27 de agosto y el 27 de setiembre se propaló por el SODRE su
conferencia sobre Montevideo, que es la única de carácter no religioso.

IV — Retrato hablado

Hemos recogido de Rosa Fernández Alonso que lo conoció en


el fecundo decenio del 40, esta semblanza de Dimas Antuña. Com­
pulsada con numerosos testimonios y opiniones, juzgamos que lo
dibuja fielmente.
“Lo conocí en 1943 o 1944 y lo traté con bastante frecuencia
hasta 1948. Era de estatura mediana, más bien delgado, de cabello
negro —entonces ya algo canoso— de tez más bien morocha. Su
salud frágil había sido la causa de una estadía en Colón en 1942 y
también, según creo, de su jubilación.
Lo que más me impresionaba en él era su constante actitud de
hombre de oración. Leía, y más que leía estudiaba cuidadosamente,
publicaciones sobre las diversas disciplinas sagradas: exégesis. litur­
gia. teología. Esta manera suya de profundizar en su fe por un estudio
serio se puede ver no sólo por lo rico de su pensamiento, sino a
través de los libros usados por él, cuidadosamente subrayados y ano­
tados.
Su misma conversación estaba como protegida por un silencio:
no se perdía en temas banales ni se refería a su persona y a su
vida. Su palabra fluía lenta pero en períodos claros y rítmicos.
De sus escritos conozco lo que está publicado. Por el año 45
me leyó varios poemas, entonces inéditos, pero luego publicados en
El Testimonio.
Me inclino a creer que Dimas corregía minuciosamente sus tra­
bajos. ya que como dije antes, su pensamiento fluía con suma preci­
sión en los conceptos y equilibrio rítmico en la expresión. Nada
hace pensar que hubiese en él el menor afán de preciosismo. Algo
de esto se trasluce en el Prólogo de El Testimonio (ver pág. 9í.
Pero la belleza y hondura que se encuentran en sus escritos —tra­
bajados o no— muestran al hombre cuya pasión era la contempla­
ción. al esteta de finísima sensibilidad, al silencioso que todo lo
hacia con sencillez y nunca con descuido.
Esto último tuve ocasión de apreciarlo desde otros ángulos. Uno
de ellos: el cuidado con que estudiaba la diagramación de sus tra­
bajos cuando se pasaban a máquina antes de una conferencia o en
vistas a su publicación. En lo publicado y que yo conozco, donde
mejor se aprecia este aspecto es en su libro La l’ida de San José.
Dedicó atento cuidado a la preparación de los originales de El Tes-
timonio. En ellos pude apreciar la belleza de una distribución equi­

174
librada del texto. Al pasar a la imprenta, la necesidad de no hacer
muy costosa la edición, obligó a achicar la letra y a suprimir muchos
espacios blancos.
Otro recuerdo vinculado a su sencillez en la que no se mezclaba
el descuido, es el de los momentos en que leía sus escritos, ya en
privado, ya para algún grupo. Los lugares en los que se le invitaba en
Montevideo, con cierta frecuencia eran El Apostolado litúrgico del
Uruguay y uno sin nombre oficial y sin sede propia, formado por
personas a las que atraía la espiritualidad benedictina. Al comenzar
Dimas a leer —poesía o prosa— su figura parecía entrar en la pe­
numbra y su voz clara, suave y armoniosa ocupaba ella sola toda
la atención. Esto, unido al ritmo de que ya he hablado, hacía que
su pensamiento penetrase en quienes le escuchábamos no sólo como
conceptos dirigidos a la inteligencia sino como algo, que creando
una profunda atmósfera de silencio y aquietando los sentidos, nos
envolvía y ayudaba notablemente a gustar lo que exponía y que
se refería siempre de algún modo a las maravillas de la Plenitud
del Ser, manifestadas en la naturaleza o donde quiera que se revelara.
Ignoro cuales fueron las alternativas de su última enfermedad.
Lo único que supe de él después de una última visita en 1966 fue
que este varón silencioso entró definitivamente en la Plenitud del
Silencio el 24 de agosto de 1968.”
Horacio Bojorge

175
EDUARDO ACEVEDO DIAZ

VIAJE DE MONTEVIDEO
A LONDRES

Presentación de
ALICIA CASAS DE BARRAN
y
SERGIO PITTALUGA
Estas melancólicas memorias de viaje que publicamos hoy, parecen
dar razón a Alberto Lasplaces cuando afirma que Eduardo Ácevedo
Díaz fue escritor sólo cuando las circunstancias no le permitieron
ser un político o un periodista. (1>
Al dar su apoyo a la candidatura de José Batlle y Ordóñez y
tomar éste posesión de su cargo el 1? de marzo de 1903, el Directorio
del Partido Nacional expulsó de sus filas a Acevedo Díaz y aquellos
legisladores blancos que habían votado su elección.
La violenta reacción de Acevedo Díaz no se hizo esperar; se
alejó en forma definitiva de la dirección de “El Nacional” y condenó
las revoluciones caudillistas que perturbaban el orden institucional
de la nación, desde su famosa Carta política.
El 14 de setiembre, el gobierno de Batlle, honrando a este ori­
ginal enemigo político lo nombró Ministro Plenipotenciario en EE.UU.,
México y Cuba. Fue entonces que inició la última fase de su múltiple
vida pública, ahora como diplomático, sin volver atrás la cabeza.
Partió el 19 de noviembre en el Wittekind, barco alemán con destino
a Vigo, Southampton y Chicago.
Haremos una breve reseña de su vida pública, para así poder
enmarcar este escrito.
Podemos destacar tres fases en ella, la primera, la del joven
romántico principista de 1870, la segunda, la del maduro tribuno
de 1895 a 1903, de agudo realismo político, la tercera, la del di­
plomático.
Nació el 20 de abril de 1851 en el seno de una familia patricia,
en la Villa de la Unión y allí transcurrió su infancia. Ingresó a la
Facultad de Derecho pero luego interrumpió sus estudios y se incor­
poró a las filas de Timoteo Aparicio, al iniciarse en 1870 la “Revo­
lución de las lanzas”. Tenía 19 años. Eligió el rumbo de su vida;
sus aulas y salones serán en adelante el campo de batalla y el cala­
bozo; la arena política, el destierro, terminando en ese otro exilio
dorado, la diplomacia, para nunca más volver a su país. Él mismo
consignó con severa objetividad ese vuelco heroico de su destino en
una carta que dirigió a Aureliano Rodríguez Larreta en julio de
1902 donde le reprocha haber preferido la seguridad a la aventura
en defensa del ideal: “A los 19 años de edad, siendo estudiante de
derecho, abandonando mi carrera y mi porvenir, concurrí como soldado
a la gran Revolución de 1870. Tú no estabas allí y pudiste estarlo”.
Firmada la paz, el 6 de abril de 1872, se unió sin vacilar al
grupo principista que había formado el “Club Nacional”. Se buscó
con esta denominación, sin renegar de la tradición blanca, poner
distancia con las fuentes caudillistas de la misma. Fue la reacción
de la juventud universitaria liberal ante el espectáculo de la destruc­
tiva y sangrienta contienda civil. Para ella la ambición y el autori­
tarismo de nuestros caudillos eran los grandes responsables del mal
que aquejaba a la nación. El respeto a la voluntad popular expresada
en los actos electorales debía ser la base del entendimiento entre
los orientales.

179
Ya irreversiblemente involucrado en la vida política, Acevedo
Díaz tomó parte en la “Revolución Tricolor” de 1875 que buscaba
derribar al gobierno de Pedro Varela surgido de un motín. Por
ello fue detenido y expulsado del país. Volvió al Uruguay cuando
Santos subió al poder, se opuso al autoritarismo del régimen y fue de
nuevo desterrado.
Durante su exilio en la Provincia de Buenos Aires, dividió su
tiempo entre la labor literaria y la docente, siendo varios años Ins­
pector de Escuelas.
Regresó al país en 1895 por iniciativa de la juventud nacionalista
que lo reclamaba. En julio de 1896 se hizo cargo de “El Nacional”,
que pasó a ser, bajo su dirección, un arma de dura oposición al
gobierno de Idiarte Borda. En el mismo año 96, desató una campaña
feroz contra todo el sistema político del “colectivismo”, que como
dice Pivel Devoto “empezaba a morirse irremisiblemente”.
Fue uno de los promotores de la “Revolución del 97”, siendo
durante la misma secretario particular de Saravia. Luis Alberto de
Herrera al hacer la crónica de esa revolución en su libro Por la
patria(4) lo dibuja como “un hombre de gran coraje, aunque
terriblemente empecinado”.
Firmado el Pacto de la Cruz el 18 de setiembre de 1897 se
dedicó a la reorganización del Partido Nacional. En abril de 1898
fue designado un Directorio definitivo presidido por Juan José de
Herrera. Se planteó allí el problema que será más tarde la piedra
de toque de las disidencias entre Acevedo Díaz y los Directorios pos­
teriores: si se debería firmar un acuerdo electoral con los colorados.
Finalmente, el 19 de de 1898, se concretó el acuerdo elec­
toral, integrando la Comisión del Partido Nacional: Eduardo Acevedo
Díaz, Carlos A. Berro y Aureliano Rodríguez Larreta. También
durante ese mismo año fue sancionada la Carta Orgánica del Partido
Nacional.
En 1901 el dilema se replanteó. En noviembre debían renovarse
la cámara de Representantes, las Juntas Electorales y las Juntas Eco­
nómico-Administrativas. De esa elección dependía la decisión que
tomara la Asamblea General que nombraría un nuevo Presidente
el 1ro. de marzo de 1903.
A la trascendencia del hecho político, se agregaba el optimismo
justificado del Partido Nac’onal que confiaba en que, si las elecciones
eran libres, obtendría la mayoría. Todo ello daba a este acuerdo un
carácter decisivo y dramático. En las elecciones de noviembre de
1900 en que se eligieron 6 senaturías, los blancos ganaron 5. Dentro
del Partido existían poderosas fuerzas antiacuerdistas organizadas en
torno a la tendencia denominada “radical”. Acevedo Díaz en Mon­
tevideo, pero sobre todo los caudillos del interior, deseaban la lucha
electoral franca y abierta.
Pero las autoridades nacionalistas, tanto las civiles como las
militares, se mostraban dispuestas a acceder al acuerdo, que, final­
mente se realizó en vísperas de las elecciones, el 24 de noviembre
de 1901. Acevedo Díaz desde “El Nacional” criticó con fuerza el
pacto, formándose a raíz de esto dos grupos en el Partido Nacional:

180
el acuerdista que apoyaba al Directorio, y el antiacuerdista, liderado
por Acevedo Díaz. Se llegó al cisma.
En 1902, ante tentativas de conciliación, Acevedo Díaz sostuvo
desde “El Nacional” que la reunificación exigía renovar las autori­
dades partidarias, lo que provocó la dimisión masiva de los miembros
del Directorio.
A fines de ese mismo año, comenzó a agitarse el ambiente
político a propósito de las candidaturas para la próxima elección
a la Presidencia de la República. Acevedo Díaz, desde “El Nacional”
se definió siempre como partidario de que los legisladores nacio­
nalistas trazaran un programa y votaran al candidato que más se
ajustara a él.
En noviembre fue suscrita por todos los legisladores naciona­
listas una “Manifestación de Propósitos” que debía ser aceptada en
lo fundamental por el candidato a la Presidencia de la República
que deseara el apoyo blanco.
Este acuerdo fue publicado en “El Nacional” y “El Tiempo”.
Surgieron tres candidaturas: Eduardo MacEachen, Juan Carlos
Blanco y José Batlle y Ordóñez.
Acevedo Díaz manifestó su preferencia por José Batlle y Ordóñez,
ya que a su entender MacEachen venía impuesto por Cuestas. Se
opuso a la candidatura de J. C. Blanco porque creía que de
triunfar éste con los votos nacionalistas, los colorados provocarían
la guerra civil. El apoyo de Acevedo Díaz a Batlle pudo también
motivarse en la admiración que por él siempre sintiera.
Dijo Acevedo Díaz en un reportaje que le hizo el diario “El
Tiempo” el 30 de diciembre de 1902: “Si es la guerra, si es la
revolución, lo que quiere el partido y sus autoridades, acepto como
bandera la candidatura del Dr. Blanco, con sólo ocho votos colo­
rados”, y en el caso de MacEachen se expresó en estos términos:
“la opacidad del Sr. MacEachen tiene la circunstancia agravante
de la imposición gubernativa”.
Más adelante, el 21 de enero de 1903, Acevedo Díaz desde “El
Nacional” se declaró desligado del compromiso de votar unidos que
habían firmado los legisladores blancos, pues al inclinarse por Juan
Carlos Blanco lo hacían por quien no reunía los requisitos conve­
nidos anteriormente.
Poco después, José Batlle y Ordóñez hizo público su programa,
que en el entender de Acevedo Díaz cumplía con las condiciones
aceptadas por la mayoría nacionalista en la famosa “Manifestación
de Propósitos”. Por lo tanto, “El Nacional” se inclinó por Batlle.
Cuatro legisladores nacionalistas siguieron a nuestro autor acompa­
ñándolo en esa actitud política.
Más tarde el Directorio y 32 legisladores nacionalistas votaron
candidato a J. C. Blanco. La candidatura de Blanco no tenía el
número suficiente de votos colorados, y según se había establecido
el Directorio resolvió ofrecer los votos nacionalistas a MacEachen.
La candidatura de MacEachen no tuvo éxito tampoco, porque
la de Batlle fue apoyada por la mayoría de los legisladores colo­
rados, y de acuerdo con lo convenido entre ellos,, el candidato, que

181
triunfara en la elección interna sería el votado por todo el Partido
Colorado.
Planteada esta situación, los nacionalistas decidieron votar por
un candidato propio: Enrique Anaya.
Llegado el momento de la elección para la Presidencia de la
República el 1ro. de marzo de 1903, Acevedo Díaz y ocho legis­
ladores nacionalistas votaron por Batlle.
Esta actitud de Acevedo Díaz y de los legisladores que lo acom­
pañaron les valió la expulsión del Partido Nacional.
Acevedo Díaz se vio en el terrible dilema de dividir al Partido
o declinar de sus principios. Fue en ese entonces que sostuvo su fa­
mosa regla programática: “No hay disciplina contra los principios”.
Pocos de sus correligionarios reunían sus méritos políticos, lo­
grados en la guerra y en la paz. De ahí que el calificativo de reprobo
lo hiriera intimamente.
Es importante recordar también que el Partido Nacional hasta
ese momento, no había impuesto una disciplina tan estricta a sus
dirigentes.
Fue en estas especiales circunstancias, luego de vividos los dra­
máticos momentos que hemos descrito, que Acevedo Díaz, al recibir
el nombramiento como diplomático del gobierno de Batlle, inició
su viaje.
Su testamento —que transcribimos a continuación— es otra
prueba de su desencanto y la amargura en que lo sumieron estos
momentos que hemos narrado:

“Si el gobierno uruguayo, o cualquiera corporación civil,


me hiciera el honor de solicitar el repatrio de mis despojos,
mis deudos, espero, lo agradezcan profundamente; pero, les ruego
se dignen declinarlo y manifestar que, por razones que deseo
llevar a la tumba, es una de mis últimas voluntades que dichos
restos descansen en tierra argentina, que tanto he amado, patria
de mi esposa y de todos mis hijos, y que de ella no sean remo­
vidos jamás.
“A mi enterramiento sólo deberán concurrir los miembros
de mi familia, y aquellos de la amistad íntima que generosa­
mente se prestasen a ello.
“Dicho sepelio se realizará sin ceremonia religiosa o civil,
y es también mi última voluntad que no se consagre a mi me­
moria ningún homenaje en tiempos futuros.
“Después de sepultados mis despojos, se dará noticia del
deceso a las relaciones en la forma que es de práctica.
“Si cuando ésto ocurriera conservara yo alto rango diplo­
mático, queda entendido que renuncio en absoluto a los honores
fúnebres de cualquier clase que fueren, o que por el ritual pu­
dieran corresponderme.
“Nombro por albaceas a mis dos hijos mayores Eduardo y
Raúl, a quienes pido cumplan estrictamente estas mis postreras
resoluciones”.
“Buenos Aires, a 23 de julio de 1919”/“Eduardo Acevedo
Díaz”.

182
Es, en esta circunstancia, que nuestro autor comienza su viaje de
Montevideo a Southampton, y que origina este libro, que comentamos,
y publicamos.
El paisaje que vive en el océano viene a ser, un reflejo del
paisaje de su alma. Medita: “Algo rara la vida en el océano. Mucha
luz, mucho aire, mucho cielo; mucho abismo. Un poco de goce,
un poco de melancolía. Paisajes infinitos en lo alto y debajo: en el
fondo del alma un mar de recuerdos. Exceso de soledad en el espacio
y en el océano inmenso, pero más honda en el corazón esa soledad”.
Conmovedoras palabras de nuestro autor, que dicen de la inmensidad
de su tristeza, y de como se confunden con el sobrecogedor entorno
que lo traspasa.
Más adelante, como sobreponiéndose, le entusiasma la súbita
aparición de unas ballenas, a quienes describe en el contraluz de
sus juegos.
La escena de los inmigrantes, que viene a continuación; de
esos infelices “que vuelven a sus patrias vencidos en sus esperanzas”,
lo embarga de indescriptible tristeza; esos hombres, mujeres y niños,
“que regresan taciturnos de Buenos Aires”, viéndose claro, “que la
odisea había sido triste y el desengaño cruel”, y a continuación describe
la forma inhumana en que viajan, sabiendo descubrir, sin embargo,
dentro de sus almas, “toda una desesperanza sin consuelo”.
Describe también, una tenue aventura sentimental que mantiene
durante el viaje, con una hermosa y pálida rubia anglo argentina,
que lo asombra y encanta, con su juventud, plena e ingenua. También
una exótica viajera japonesa, que su imaginación lo transporta hacia
un mundo de ensueño del lejano Oriente.
Llama la atención, en Acevedo Díaz, la ternura que siempre
demuestra hacia las mujeres, ya de esas frágiles viajeras de carne y
hueso, o de esas otras figuras femeninas históricas, como hacia los
propios personajes que inventa en sus novelas.
Cuando relata su visita a la Torre de Londres, nos trasmite su
espanto, ante esa imaginación desatada, dedicada a la confección
de crímenes, crueldades sin fin, torturas; pero guarda su recuerdo
más conmovedor, para esa saga de mujeres-mártires, sacrificadas
impunemente, a la ambición de hombres y mujeres, que desde el
poder descargaban su furia sobre cabezas inocentes.
El primer impacto que recibe de Londres lo sume en el des­
concierto: nada menos que bajo el Imperio Británico, en el apogeo
de su gloria, el pueblo inglés ofrece el espectáculo de su espantosa
miseria. Algo, que nos lleva a recordar las “Cartas de Londres” de
Dostoiewski, en las que recoge las mismas impresiones, de asombro
y tristeza, que le produce también, a él, su viaje a Londres. Asi­
mismo, aunque en otra dimensión, le asombra el desorden de las
calles de esta ciudad sumergida en el desbarajuste y el jolgorio, sin
acatar las reglas del flemático carácter inglés. A pesar de tantas per­
plejidades, emite un elogio para este pueblo y alaba las virtudes de
su cultura y civilización.
Son muy justos los comentarios literarios e históricos, que le
sugiere la memoria de Byron, en especial de esa rebelión contra
el inapelable juicio, que se cierne sobre los orígenes de las personas,
imposible de modificar, una vez emitido. Tiene, a su vez un nostál­
gico recuerdo, hacia Herbert Spencer, quien mucre por esos días
en Londres, acompañado por la ausencia y por la indiferencia de
sus congéneres.
Hay dos trozos de estas memorias, en que Acevedo Díaz, incurre
en la tentación de un pensamiento político, aunque, lo reviste celo­
samente de un manto metafórico. Uno de ellos es el del relato de las
águilas azules, aves de nobleza infinita, que “Vuelan alto”, y “se
bañan al sol”; enfrentadas a los malvados cuervos y a los angelicales
cisnes, que se dejan comer por aquellos. Rescatamos fácilmente en
la metáfora, la imagen de los “políticos de juego sucio”, en los
cuervos; de los seres irreales, que no cuentan para la historia, en
los cisnes; para quedarse finalmente, con la de las águilas, que andan
por el cielo, por las alturas, pero que por la fuerza de sus ideales,
son los dueños de ambos, cielo y tierra. El otro trozo, es la alegoría,
donde nombra “Revolución” a una rara y maravillosa flor, que al
parecer sólo se da en Sudamérica. Es ahí, cuando interviene la pálida
rubia de sus amores, reprochando a los sudamericanos sus guerras
civiles, dando como por cierto, que los ingleses no usaron de la vio­
lencia y de la crueldad para imponer su poder al mundo, expre­
sando, entre ingenua y asombrada: “Yo no se, pero creía que en
Inglaterra sólo se habían peleado dos o tres veces los hombres”.
Cierra estas memorias, con su viaje y llegada a N. Y. Representa,
este “Libro de viaje” de Acevedo Díaz, como un alto en su vida
intensa y llena de vicisitudes; en ellas, se permite, quizás por primera
vez en su vida, la licencia de ser un espectador del mundo, aunque
la visión que nos ofrece, es, a su modo también comprometida.
Acevedo Díaz, fue por eminencia el gran forjador de nuestra
conciencia nacional, y es en ese sentido que debemos interpretarlo
v asumirlo históricamente. Si quisiéramos buscar paralelos, podríamos
decir, que algo similar, fue para la Argentina, Hernández con su
“Martín Fierro”.
Su literatura, aunque vinculada a un universo muy localizado,
es obra de inspiración universal; da una visión totalizadora del mundo,
en el transcurso de un tiempo, y en el tránsito de un espacio; siendo
por lo tanto, un novelista, en el sentido cabal del término.
Su inspiración puede clasificarse como romántica. Arturo Sergio
Visca (5) dice: “El mundo novelesco de A. D., aunque fuertemente
infiltrado de realismo, es, en su conjunto, el fruto de una concepción
romántica del arte y de la vida”. De esa veta romántica, es que
surge su gran obra épica: su inolvidable “Tetralogía”: “Ismael” (1888),
“Nativa” (1890), “Grito de Gloria” (1893). También en esa línea
podemos nombrar “Lanza y Sable” (1894) y “El Combate de la
Tapera”.
Toda su obra es la exaltación poética de nuestra vida nacional,
de la que transcurrió, a lo largo y ancho de nuestras cuchillas; en
ellas, sus protagonistas, unen en un extraño haz, el bárbaro con el
héroe, la crueldad con el sentimiento, la soledad con la comunión.
Sus personajes son un símbolo de poesía y verdad, de realidades y
mitos.

184
En sus libros, en la prensa, en sus actos, estarán siempre pre­
sente, aunados en apretada simbiosis, sus cstremeccdorcs sueños de
aliento romántico, que lo impulsaron a emprender su larga aventura
a través del arte y de la vida, y la gran pasión que tuvo siempre
por su patria que desde sus 19 años, dirigió su paso por la historia.

Alicia Casas de Barrán


Sergio Pittaluga

185
1
LA VIDA EN EL MAR

Quince

El barco en que zarpé de la rada exterior de Montevideo con


destino a Southampton, medía ciento treinta y siete metros por
catorce, y estaba provisto de doce botes impermeables de gran solidez
para los casos de conflicto o naufragio.
Máquina de fuerza mediocre: trece millas de andar máximo por
hora.
Por lo demás, aseado, cómodo y bien servido. Excelente mesa,
de cocina alemana. Buenos departamentos para lectura y recreo.
Baños inmejorables. Peluquería escrupulosa. Camarotes aireados y
limpios; luz eléctrica; ventiladores de remos y de mallas en el co­
medor; un piano de gran fábrica por sus voces claras y sonoras;
trato correcto; disciplina un poco severa.
Bajo otro aspecto, un navio remendado. La maquinaria servía
regularmente, cuando el buque no contaba más de cien metros;
pero, así que se le aumentaron los restantes, según nuestros datos,
del andar de caballo de carrera pasó al de muía trotadora.
Aloja pasajeros de primera y de tercera, y puede llevar carga
por ocho mil toneladas. Viaja directa y exclusivamente al río de la
Plata, una vez que se aleja de costas europeas, saliendo de Bremen.
Un título: como pude notarlo entre las cóleras del mar de Can­
tabria y del canal de la Mancha, el barco es audaz y pejerrey, no
envidiándole nada a la gaviota en eso de sentarse en las ondas y
recibirlas como caricias en su cubierta entre borbollones de espuma.
Su nombre proviene de un caudillo germano de mil años
atrás y de la talla de Arminio. Por supuesto, no falta allí el retrato
del emperador, colocado en el saloncito de recreo para señoras.
Estas no eran muchas y ninguna alemana. Inglesas y norte­
americanas, unas; otra, uruguaya, pero hija de sajón y con sajón
casada; otra, argentina, de igual origen, pero soltera; otra, japonesa
de Yokohama. Quince de primera, por todos. Se hablaba indistintamen­
te en alemán, inglés, francés y español; los dos últimos a medio decir,
y sobre ruedas. Úna pequeña babel. Hay que añadir, cuatro perrillos
originarios del Japón, pertenecientes a un caballero norte-americano,
que se había embarcado con su familia en Buenos Aires y de los que
cuidaban dos sirvientes. La señorita japonesa, de nombre Jori-Kamatzu,
iba en calidad de dama de compañía de su esposa.
Sociedad correcta en todo, menos para entenderse en el len­
guaje. Se parloteaba en cuatro idomas, y gracias a que la señorita
jori no hablaba en el suyo, sino en inglés, lo que era una ventaja
porque el del Japón hubiese agravado el conflicto. Los perrillos de
Yokohama ladraban de un modo diferente a la del común del gé-

187
ñero; y hasta uno de ellos parecía carecer de hocico pues era chato
en absoluto, bastante lanudo, y goloso de bombones y caramelos.
Al principio hubo cierta reserva y los diálogos eran muy breves,
cumplimientos de estilo entre compañeros de viaje, observación
y cuchicheos generales; pero, la jornada era a su vez larga, y poco
a poco los encogimientos fueron desapareciendo, para dar lugar a
franca familiaridad. Hasta la señorita Jori empezó a expedirse en
jerga castellana aprendida en Buenos Aires; y así solía decir con
mucha gracia lo que más había impresionado sus oídos, a saber:
“¡Come nó!” “¡Caracoles!”.
En estos días cansados de navegación, la lectura no basta, por
seductora que sea; y se anhela el encuentro de espíritus gentiles con
quienes establecer una corriente simpática que armoniza al fin ideas
e impresiones, y forma como un vínculo de sinceridad y de confianza
que duele después romper, al separarse, porque los que viajan para
opuestas zonas no dejan de su tránsito más huellas que las que deja el
ave que cruza la atmósfera y se pierde en la inmensidad del espacio.
Tarde o nunca se vuelve a ver.
Con todo, dulce es crear lazos aunque sean efímeros y fugaces,
cuando se anda entre dos abismos, y se corre el mismo destino en
caso desgraciado.
Hallar esos espíritus de que hablo, es lo difícil, dientro de un
barco que recorrerá dos mil leguas, y que no conduce de prefe­
rencia más que quince personas, entre ellas cuatro niños.
Mis amistades empezaron con estas lindas criaturas, hijos de
la uruguaya que he mencionado, y que hablaban inglés y castellano
con una ingenuidad encantadora, confundiendo términos de los dos
idiomas, como pájaros que emiten distintos cantos y no se asombran
de que disuenen. Tres hembritas y un varón, blancos, rubios y 6anos.
Este último era travieso y rebelde, por lo que se produjo algún
interdicto abordo. Yo logré que el niño siguiera los consejos de su
buena madre y fuese mi amigo. Algunos días después, la señora
bastante incomodada, se expresó así conmigo, respecto a cierta per­
sona:
—Usted lo habrá notado. Es de una inflexión extrema, echán­
doselas de muy instruido y culto, cuando no pasa de un marinero con
uniforme de duque.
—Qué se ha de hacer, señora. Es el jefe del barco, inviste
autoridad...
—Bien podrían nombrar otro. Porque vea usted, este señor em­
pezó de capitán de última categoría, es decir, en vapores que hacen
la carrera a los mares de la China; y de repente se le pasó
a uno de primera, nada menos que de los que van al Plata exclu­
sivamente.
—Tendrá méritos reconocidos, será un capitán muy experto.
—En eso no entro. Pero lo que es su trato, no lo demuestra.
¿No vé usted que está riñendo a cada paso mis niños? Yo he tenido
que conducirme con firmeza, y usted ha visto anoche lo que ocurrió
en la cena, cambiando yo de lugar.
—No había razón para tanto, señora, pues no hay que dar impor­
tancia a ciertas ligerezas o impertinencias. Usted hace bien en de­
fender lo que cree sus derechos, y estoy yo para apoyarla; pero...
—Ya el cisma está promovido, —me interrumpió riéndose. Verá
usted que ese señor no concurre más a la mesa, en tanto vaya yo.
Los uruguayos también somos altivos cuando se ofrece!
Me penetré que aquella madre, que viajaba sola con sus cuatro
niños, era capaz de lanzarse al mar si viese a uno de ellos en peligro,
y disputárselo a los tiburones voraces; y la contemplé con honda
simpatía.
Sucedió lo que ella dijo: Aquiles se retiró a su tienda, hasta
llegar a Southampton.

II

En la borda

Algo rara la vida en el océano. Mucha luz, mucho aire, mucho


cielo, mucho abismo. Un poco de goce, y otro poco de melancolía.
Paisajes infinitos, en lo alto y debajo; en el fondo del alma un mar
de recuerdos. Exceso de soledad en el espacio y en el océano, inmenso;
pero, más honda en el corazón esa soledad. En ciertas horas se
mira hacia el piélago, de un modo fijo e insistente. ¿Será el color
de sus aguas, la balada de sus olas? Sí; y acaso el misterio de sus
profundidades. El verde-esmeralda del océano cerca de las costas,
denuncia que la hondura no es considerable; pero cuán bello es su
tinte cuando más resplandece el sol! Se cree ver el fondo aunque
esté muy lejos, y agitarse en el líquido transparente todo un mundo
de seres desconocidos. Es que este color de la esperanza atrae y
sugestiona. En ese desierto móvil, hay vida y hay poesía; y si la
borrasca encrespa su superficie y la convierte en grandes ondas que
al chocar entre sí forman cascadas de imponente rumor, el encanto
sube de punto y apenas se siente el columpio de la nave que cruje,
se levanta y se hunde en constante alternativa, embarcando torrentes,
pero venciendo siempre a paso tardo las furias combinadas de Bóreas
y Neptuno.
En los días tranquilos que se sucedieron hasta la línea, la vida
fue monótona, salvo uno que otro incidente extraordinario.
A sesenta o más millas de las playas de Maldonado, encontramos
una barca italiana, la ‘‘Pascuale Laura”, quieta, que hacía señales,
pidiendo médico. El buque se detuvo; fué el facultativo, y trajo un
enfermo. Era un marinero ya viejo, que padecía de hernia, a causa
de un esfuerzo desmedido para sus años al mover pesos en su barco.
Flaco y extenuado, denunciaba a lo lejos poca nutrición, sin duda de
pura féculas, y una salud destruida.
Se le acogió con simpatías, y fue operado a las pocas horas.
Esta novedad puso en movimiento a toda la gente, que en grupos
la comentaba con espíritu compasivo. A cada instante se indagaba por
el estado del doliente, distinguiéndose las señoras en esta solicitud.
El médico, simpático joven, respondía que había esperanzas de sal­
varlo. ..

189
El día muy hermoso, por otra parte, distrajo los ánimos.
Mientras yo hacía una partida de ajedrez con el señor Jorge
Ufnagel, instruido y atento agente de negocios que venía de Paysandú
para Amberes, otros jugaban al “sapo” o “toro”, y al “billar” de
abordo. Las damas sobresalían en estos pasatiempos, de títulos tan
extraños, y entre ellas una joven delgada y rubia que viajata con
su tía.
La esplendidez del ocaso, nos llevó a cubierta, cesando los
juegos. Ufnagel había perdido al suyo, con la entrega de la reina.
Caía el sol. Al verde de las aguas, se iban sucediendo multipli­
cidad de reflejos, no siendo el menos bello el de la sombra pardo-
tornasolada del humo de la chimenea que en largo y espeso penacho
dejaba a estribor el barco. La ancha estela y el borbollón de las
espumas aparecían más blancos que la nieve. La atrevida proce­
laria del cabo venía junto a la banda en raudo vuelo, y a intervalos
se abatía sobre las aguas agitadas por la quilla para hacer su pesca.
El aire estaba tibio; la noche se presentía de una serenidad majestuosa.
Ya Sirio había aparecido y brillaba nítida la constelación de
Orion.
Recostado en la borda, recordaba yo una reciente lectura de
Cooper, con descripciones espantables sobre los furores del mar, y
la imagen siempre seductora con una aureola de abnegación y de
pureza angelical de Roderick, la casta hermana del pirata rojo,
cuando interrumpió mi divagación, un ruido leve de vestido de linón
y muselina; algo así como un aleteo de mariposa nocturna que busca
sitio donde posarse, cansada de divagar también.

III

Della cadente luna...

La rubia delgada y pálida, estaba cerca. Se había apoyado en


la baranda, con una mano en la mejilla, silenciosa y abstraída.
Yo la miré, pero ella no hizo caso de mi.
Esto no me arredró; y como tenía deseos de hablar, dije, por
empezar en alguna forma:
—Cómo brillan los astros esta noche, señorita Ofelia.
—¿Por qué cree usted que me llamo Ofelia? —preguntó en
buen castellano, con acento dulce.
—Se me ocurre. Es usted esbelta, blonda, de ojos celestes...
—No es razón. Pero le diré. Cuando pequeña me hicieron repre­
sentar el papel de la heroína de Shakespeare en una fiesta de carácter,
y por esto me sorprende...
—Sin duda iba usted coronada de amapolas y pastitos pinto­
rescos. Adiviné eso, y de ahí...
—No. Mi nombre es Josefa.
—Me extraña mucho que una señorita sajona se llame así.
—Yo soy argentina, hija de ingleses. Me llaman Jessie.
—Ah! Más me gusta en español, francamente, y antes que Jo­
sefa, Pepita. Señorita Josefa: parece que usted mira a los dos azules
con alguna melancolía.

190
—A mi nada me hablan las estrellas.
—Pues. Las pobres no pueden conversar. Me refería al lado poé­
tico de la vida, algo que pudo usted dejar en Buenos Aires...
—Yo no tengo el alma poética.
—Es otra cosa. Yo no soy poeta. Sin embargo, usted hizo cuando
niña el rol de Ofelia, la que lanzaba notas de sentimiento adorable
como las arpas cólicas.
La señorita Josefa se encogió de hombros, mirando las aguas
con aire de indiferencia.
Estuvimos un rato callados.
De pronto ella dijo, con naturalidad y sencillez:
—Me voy, porque mi tía va a creer que me he tirado al mar.
Y sin recogerse siquiera el vestido, desapareció en un instante.
Descendía espléndida la reina de la noche, trazando un camino de
plata en la superficie serena del océano; y sin pensar ya en la escena
ocurrida, se agolparon en mi memoria los celebrados versos de Leo-
pardi: —“plácida notte— e versecondo raggio della cadente luna...”

IV

Vía de la esperanza

Después del verdadío y a medida que la nave se alejaba de


las costas entrándose en la ciuenca del Atlántico, vino el Zafir, un
azul incomparable rizado por suaves escarceos, en cuyas crestas la
luz solar improvisaba millones de brillantes. Por esas latitudes la
sonda verificaba pasmosas profundidades y ya no se hablaba de dos­
cientas brazas sino de dos mil metros.
Aún siendo el viaje tranquilo, por la noche no lo era el descanso.
El golpear constante de la máquina con el ruido de un galope de
cuadrigas furiosas; el roce de los cabos y cadenas en el puente o la
cubierta, sobre todas, las del timón; rumores semejantes a bramidos;
el sordo vaivén de las aguas desalojadas y el bullir sin tregua de la
espuma en proa y en difusa estela a popa, no permitían conciliar
un sueño profundo.
Se abría entonces el Ojo de Buey, que quedaba apenas a un metro
y medio de las olas, para que entrase la brisa de la alborada.
Lo primero que hería la vista, era Venus, agigantado en su ocaso
con el esplendor de una segunda luna rielando en el inmenso campo
azul-sombrío; luego, los bordados y arabescos primorosos de la espu­
ma junto a la línea de flotación; después, las gaviotas de remeras
negras que desafiaban al barco en el andar y se posaban en el agua
por breves segundos, para alzarse bien pronto y en una sola tendida
ponerse a vanguardia como exploradoras obligadas.
Cuando el sol surgía, el azul del mar se tornaba maravilloso.
Mucha rareza de peces en la superficie, ni siquiera escualos y delfines.
Parece que la vida se reconcentrara, aumentada por la hélice y la
mole de) navio. Sin embargo; la existencia de billones de pequeños
corpúsculos se agitaba en aquella, según se verificó horas más tarde,
al ribazo de la laguna. Se cree que este singular intercalado que altera

191
la uniformidad de color en el océano, sea producido por un polvo
amarillo de las costas brasileñas, más liviano que el agua y trans­
formado por las sales marinas. Sea o no eso, lo exacto, el hecho
es que el fenómeno interesa, y se hace admirar más que los borbo­
tones verdes que saltan junto a la banda entre el añil tintóreo.
Cuando declinaba el día, una brisa ligera encrespó las aguas;
y empezaron a sucederse los escalones de olas; que al chocar con
la proa se dividían dóciles en sábanas de alabastro.
En tanto la soledad aumenta con el crepúsculo, sube de punto
el recogimiento de los ánimos, entre los postreros fulgores del poniente
y los roncos susurros del mar.

Reinas del pago

Un domingo el cielo apareció de lluvia. Entonces el océano se


puso terroso, otro de sus cambiantes; y sus escarceos cesaron, así que
el agua de arriba golpeó reciamente la superficie. En esas zonas las
rachas, duran poco; suenan, mojan y pasan. Enseguida reasoma el
astro; y resplandece con mayor intensidad.
No obstante, el buque se movió más que de costumbre, retra­
yendo no pocos pasajeros en sus cámaras. Fue en esos momentos,
ya avanzada la tarde, que surgieron por la banda de babor, muy
retozonas o pendencieras —que esto no se sabe,— tres ballenas de
considerables dimensiones, —lustrosa piel oscura y vientres blanque­
cinos. Una de ellas, que sin duda había hecho en los fondos su
provisión de sardinas, se estuvo un rato quieta lanzando por sus
espiráculos dos chorros verticales parecidos a geisers; en tanto que
la segunda saltaba sobre el lomo de la tercera que se iba alejando
como acosada, hasta que intervino la otra, que azotó con su ancha
cola el oleaje, como anuncio de su poder para el juego o la lucha,
y muy juntas se hundieron las tres, antes que la nave rozara el
sitio, y que bien pudo parecerles ru ejemplar gigantesco de su
enemigo temible, el cachalote.
Entre varios espectadores de la escena, se encontraba Jori, con
un perrillo a cuestas, muy contenta de aquella emoción inesperada.
Cuando vinieron otras personas al somatén, ya los hermosos
cetáceos habían terminado su rápida excursión, y no reaparecieron.
La señorita Josefa quedó inconsolable.
Como yo le hiciera concebir esperanzas de que era posible
encontráramos otras más adelante, ella se lo dijo a un oficial del
buque, bastante veterano y cerrado a toda banda, que miraba con
un lente el lontananza en busca de una vela apenas perceptible.
Contestó que yo estaba en lo cierto; y volviéndose a mi, pre­
guntó con mucha gravedad en alemán crudo del tiempo de Blücher,
si yo había viajado mucho.
Jessie tradujo.
Respondí muy serio en castellano:
—Por estos pagos, no.

192
Por primera vez vi sonreir de buena gana a Jessie; quien al pa­
recer había dejado el lecho al murmullo de abordo, pues siéndole
propia una palidez marmórea, tenia las mejillas llenas de rosas,
frescas y encendidas.

VI

Jori y las lardas

La noche fue de fosforescencias muy nutridas en rededor del barco,


debido al rozamiento de su quilla. Cruzábamos latitudes próximas
al ecuador, en pleno estío. Esas fosforescencias son respecto a las
aguas saladas, lo que los lampáridos y luciérnagas a las tierras, con
la diferencia de que los del mar necesitan del contacto de un cuerpo
extraño para encenderse a millares con una luz verdosa muy bella.
Algunas remedan grandes “tucos” u ojos que brillan desde el fondo
de tinieblas como en una selva espesa.
La orla de encaje que la espuma forma a las dos bandas, se matiza
con estas chispas y aún placas de claridad instantánea, a manera de
relampagueos.
La joven de Yokohama se recreaba contemplando estos detalles
de la marcha, que acaso traían a su memoria otros idénticos o más
interesantes de los mares del Japón. Como buena isleña, no apar­
taba la mirada de la línea móvil.
Jori-Kamatzu era de corta talla, pero bien formada, y aparecía ele­
gante aún cuando vistiese a la usanza de su país, lo que hacía en
determinadas ocasiones, con sus trajes pintorescos de grandes floreados,
una como mochila a la espalda ceñida a la cintura para suplir el
corsé, el pie desnudo y pequeñito en una especie de coturno blanco
arqueado en la punta, la abundosa cabellera en promontorio y un
grande alfiler o flecha cruzado al medio.
Por lo demás, lozana, tierna, alegre, con diez y ocho años por
despunte, unos ojillos negros relucientes que se escondían bajo pár­
pados elongados hasta perderse de vista cuando se reía, boca regular
de labios rojos y carnudos, dentadura deliciosa, nariz casi esfumada
en el plano cóncavo de su fisonomía color de cera dorada y orejas
diminutas.
Al observarla atento, sin que ella se diera cuenta de eso, me
complacía que estuviera pensando en su patria muy lejana, y de
lo que allí dejó de inolvidable y querido.
Entendía un poquito el castellano, por una estadía de ocho
meses en Buenos Aires con sus señores; pero no se atrevía a balbu­
cear una frase ante persona extraña.
Le dirigí dos veces la palabra; me miró y se sonrió triste.
Esta raza amarilla tiene mucho de noble y dulce en los modales
y los procederes. Hasta el habla aunque parezca rara, simula el
canto bajo de un pájaro que se queja. Jori tenía una voz suave
como seda, una mirada inteligente y una sonrisa graciosa.
Estábamos cerca el uno del otro, y parecíamos indiferentes. La
atmósfera densa y tibia invitaba a permanecer junto a la borda,
hasta altas horas. Pero, Jori se fué.

193
La señorita Josefa se apareció de pronto; y aproximándose a mi,
dijo quedito, apoyando el codo en la baranda:
—Enséñeme usted lo que hablan las estrellas.
—Si usted no tiene el alma poética, difícilmente seré compren­
dido. “Ay, del que nace poeta” como “ay, de la que nace hermosa”!
Estas frases son ajenas, y las he leído por casualidad en algunos
de esos libracos que entretienen a los desocupados. Yo soy como
usted positivista. Nada de poner ojo melancólico al éter, ni de pensar
que soñando un poquito la vida sería más grata. Cosas de bardos
llorones, señorita Josefa; o de novias, que no tienen más remedio
que fantasear, mientras no están en posesión del novio...
—Menos conozco eso.
—Oh, no dudo! Yo lo decía, porque los buenos partidos, como
se estila hablar en idioma práctico; o sea novio hermoso, rico y caba­
llero, especialmente rico, 6Ólo baja de vez en cuando.
—¿De las estrellas?
—Tanto como eso, no. Pero, a este mundo opaco, bajan mon­
tados en un rayo de luna, barrio equivalente, y el más cercano.
Jeasie se fue tarareando a'go de sus musiquillas familiares; y
a los pocos momentos regresó con su aire marcado de abatimiento
y languidez para ponerse cerca de mi, c^n la vista en los buques
lejanos, como si aún no hubiéramos cambiado una palabra de aten­
ción y cortesía.
Jori Kamatzu, cruzó a nuestro lado, con su perenne sonrisa,
y uno de los perrillos a cuestas, —el que no tenía hocico,— muy
orondo sobre los senos de la virgen amarilla, lo mismo que un
nene regalón.
Jori se dejaba besar por él a cada paso, y le permitía que le
lamiese la mejilla y un ojo de los muy pequeñas que ostentaba.
—Jori tiene sus afectos, —susurré.
—A mi no me gustan los perros.
—Oh! lo mismo me sucede a mi. Fe toman con frecuencia li­
bertades que incomodan al más bondadoso.
Pero volviendo a nuestro tema primero, repito que yo no soy
poeta. Mi poesía, si la hay, o aquella a que me refiero, es otra que
la de los versos.
—He estudiado poco. Confieso que no se nada.
—Yo tampoco. Con todo, pienso que hay cosas que no se aprenden
en los libros...
—Será así —replicó con un gesto frío y displicente. Ha visto
usted como brillan luces extrañas en el mar? En la estela más,
cuando la espuma se levanta. Vamos a popa?
—Con mucho gusto. Las estrellitas del agua la preocupan más
que las de arriba.
—Están cerquita.
En esta joven impasible, con el cabello dorado, en parte caído
sobre su rostro delgado de una blancura extrema sólo se descubría
una curiosidad casi infantil.
Fuimos a popa.
Era como ella decía. Allí sobre el rastro que dejaba el buque,
las lardas se multiplicaban al infinito, siendo algunas de ellas de

194
gran magnitud, las semejantes a “tucos” de doble foco que lucían
muy debajo del remolino formado por el timón.
—Esas grandes ¿no le parecen a usted ojos de ondinas o sirenas
mitológicas sorprendidas en su sueño, que se abren y destellan
irritadas?
—Yo no conozco sirenas ni ondinas.
—Yo mucho menos! lo que he visto, lo ha visto usted: bichos
de luz, y muchos muy opacos.
—Abora me acuerdo —dijo ella— que mi tía iba a tocar el
piano, y tengo que arreglarle los papeles.
—En ese caso, señorita Josefa, ruéguele usted que no se olvide
de Strauss.
—Bueno.
Y nos volvimos a prisa.
Jori estaba de nuevo en su sitio, mirando las lardas.

vn
Una hernia

Jessie no entendía de cosas estelares, ni de poesías terrestres;


pero, en cambio, jugaba muy bien al “sapo” y al “billar” de abordo.
Llaman a lo primero, un ejercicio de tejos lanzados a mano sobre
un cuadro con números dibujados a tiza; y, a lo segundo, a otro
cuadrado idéntico, al que hay que arrojar los discos con un taco provis­
to de paleta en el extremo, empujándolos ras a ras con el piso hasta
acertar las casillas prefijadas, desalojando las del contrario si es
posible.
Eran pasatiempos muy agradables para algunos pasajeros, que
creían en ellos facilitar la circulación general y abrir el apetito.
Tal vez no lo hiciera por esto la pálida rubia, sino más bien
por no dormir mucho de día y matar largos momentos de aquel
pequeño mundo del fastidio.
Ella era argentina; pero su índole genial, sus gustos, sus cos­
tumbres, el propio idioma que más cultivaba eran sencillamente
ingleses; una educación moderna selecta, como muchos creen, a pro­
pósito para la lucha por la vida.
Todo ello no obstaba a que Jessie fuese un tanto melancó­
lica, con tendencias al abstraimiento y al retiro solitario, efectos tal
vez de la educación primera; y si a todo ello se agrega la falta de
imaginación en desarmonía con el sistema nervioso, de Duyo vivo
y soñador, se comprenderá por qué puse empeño más adelante, en
los grandes centros adecuados, por estudiar en una de sus fases si­
quiera a la mujer sajona en sus puntos de semejanza o diferencia con
la latina. Jessie, tipo intermedio del exótico y el nativo, dio pábulo
a esa idea.
En lo que estábamos medianamente de acuerdo, lo que no es
poco, era en la afición por ciertas piezas de piano; con la música
de Wagner sobre todas, que su señora tía ejecutaba de un modo
admirable.

195
En tanto resonaban las teclas deliciosamente bajo las manos
maestras, ella volvía las hojas y tarareaba con su aire indolente, y
una vocecita de flauta, como si hablase en tono de escala con espí­
ritus invisibles.
El joven médico de abordo, con una simpática voz de tenor,
solía cantar en alemán, acompañándose él mismo en el piano; y
hasta hubo de atreverse más de una vez al salve dimora, con algún
descalabro.
No ponía Jessie mucha atención en estos conciertos entre mar
y cielo.
Al otro día se impresionó de veras al saber que en la noche
había sido arrojado un muerto al agua.
—¿Es verdad eso?— me preguntó.
— Sí. A las doce en punto. Se ha perdido usted un espectáculo
solemne, a cansa de entregarse temprano al sueño.
—No me diga, usted! ¿Y qué pasó? El muerto es aquel enfermo
que recogimos de una barca?
—Exactamente: en la barca “Pasquale Laura”. Sucede que, ope­
rado de una hernia producida por un esfuerzo desmedido en las
tareas de su buque, el pobre marinero que ya era viejo para esas
fatigas no resistió al bisturí, y falleció a las pocas horas.
—Y decían que seguía mejor; ¡qué deseos de engañar!... Y
una hernia ¿qué es?
—¿Una hernia? ¡Friolera una hernia!... Diré a usted, aunque no
soy perito en la materia, cómo la definen los patólogos. Este mal
consiste en una prolongación del peritoneo o tumor en forma de
saco, blando, elástico, que se forma en el ombligo o en las ingles
entre los músculos del abdomen, y...
Aquí me interrumpió mi indagadora con gran frialdad, obser­
vando:
—¿Eso es lo que le enseñan a usted las estrellas?
—No. Pero sí las cosas de la vida positiva, que a usted tanto
gustan.
Ella se fue a largos pasos con los brazos caídos, como una libé­
lula bañada por la luz de la luna, y se perdió pronto en la sombra
del entrepuente. Acostumbrado a aquellas rarezas, me puse a mirar
el mar junto a la línea de flotación.
Brillaban los corpúsculos con un fulgor muy vivo de relám­
pagos verdes en mayor número que nunca, y algunas veces se dila­
taban en círculos concéntricos con chispas celestes entre las burbujas
bullidoras.
El azul profundo de las aguas indicaba allí una hondura verti­
ginosa; y absorto estaba en los hechizos de aquellos antros sin fondo,
cuando una voz muy suave sonó cerca, diciendo:
—¿Y cómo lo arrojaron al mar?
—¡Ah, es usted, señorita Josefa!... Pues. De la manera más
sencilla. Envolvieron el cuerpo en una lona bien ceñida en sus ex­
tremos, y lo llevaron a popa cuatro marineros. Una vez allí, en
presencia de los oficiales y demás personal disponible del barco,
que al efecto se detuvo unos minutos... ¿no sintió usted cuando se
paró?

196
—Estaría dormitando.
—Es posible. En presencia digo, de un regular auditorio, el
capitán abrió un librito, y a la claridad de la bujía eléctrica leyó
una oración o un salmo con la mayor seriedad. Nadie se persignó;
pero los labios de todos, tremulaban en silencio. Enseguida cargaron
con el difunto, a cuyos pies se habían adherido balas de buenos
quilos, lo colocaron de dorso sobre la borda, con aquellos para
afuera, y lo dejaron deslizar suavemente...
No hubo más ruido que el de una zambullida.
—¡Ah, qué triste!
—En verdad. Esos fueron los funerales, sin riego de agua ben­
dita, ni cánticos sagrados. El cuerpo se fue a muchos metros, que
es bien amplia sepultura para un lobo de mar.
Estuvo Jeesie callada muy largo rato, y se fue sin darme las buenas
noches.

VIII

Secretos recuerdos

Muy tarde me retiré al camarote, por cuyo ojo de buey, pare­


cido al lenticular de un telescopio, desfilaban una a una las cons­
telaciones.
A intervalos, no venía la brisa de otras horas, sino una corriente
constante de aire cálido, por lo que muy temprano me puse en pie.
Según la latitud indicada en. el cuadro, pasábamos frente a Río
Janeiro; y al propio tiempo, hacia el Plata, tres transatlánticos
del “lloyd” alemán.
Fue un día de impresiones.
El océano se agitó un poco, el sudeste lo irizó, y marchamos
regular distancia entre dos series de pequeños arco-iris, tantos
cuantos fueron los repliegues de las aguas desalojadas por la quilla
a mediodía bajo un sol esplendoroso.
Se divisaron montañas en las apartadas costas del Brasil, con­
fundidas con las nubes del horizonte.
Dos grandes ballenas nos saludaron por la proa a doscientos
metros, y se sumergieron juntas al verse sorprendidas en una cita.
Al oscurecer, cruza un “steamer” muy iluminado rumbo al
Africa.
A estribor, un buque de vela con un farolillo a mitad del palo
de mcsana, que iba hacia Montevideo.
Estas naves atraen con más fuerza que los “steamera”.
Se les mira con simpatía y se les saluda con emoción. Sus viajes
son largos, luchan con los vientos y las olas, odiseas ignoradas llenas
de episodios heroicos, que traen confundidas cien nombres distintos
desde UlyseB fabuloso, hasta Colón y Solía de real gloria humana,
vencedores de tempestades en carabelas y primeros árbitros de un
mundo desconocido.
En razón de velocidades opuestas, apenas el velamen del ber­
gantín se dibuja, al parecer muy lejos, no pasa mucho tiempo sin
que se le vea al lado, cruzando airoso y elegante, fino y marinero,

197
tendido de banda, al viento todos los paños, como alas de albatros
en grupo que van al encuentro de la tormenta.
Se le contempla con placer, se le dice que es bello y arrogante;
que ha de serle propicia la estrella de los mares, y... se le confían
secretos adioses.
Y hasta que no traspone la línea, todos los ojos le siguen, y
con ellos los pañuelos blancos, en incesante agitación. Es como un
buen amigo que se aleja, y que acaso nunca se volverá a encontrar.

IX

A proa

En el siguiente día, después de pasar un rato en la cámara del


piloto examinando todo género de instrumentos náuticos con la cu­
riosidad natural del que no es del oficio, hice una larga estación
en la extremidad de proa junto a las anclas.
En un gran mástil delantero, en forma de un medio tonel, bien alta
como nido de águila caudal, estaba la casilla del vigía. Este se
relevaba cada dos horas.
En camarotes precarios, en hamacas de redes o bajo toldillos,
iban unos treinta pasajeros de todos sexos y edades, en su mayor
parte españoles que regresaban taciturnos de Buenos Aires.
El mal gesto de los hombres concordaba bien con la acritud
de las mujeres. Se veía claro que la odisea había sido triste y el
desengaño cruel.
Algunas madres daban el seno a sus pequeños, con la mirada
clavada en el mar, fija y tenaz como midiendo la intensidad pro­
funda de las noches por venir.
Niños más crecidos, de una palidez enfermiza, se entretenían
en acariciar el novillo y los terneros destinados al sacrificio, y a
los que se había improvisado establo junto a la borda.
Hacia el fondo, y debajo de una escalera de hierro que condu­
cía al puente de las anclas, gruñían satisfechos dos cerdos.
Algo de arca noénica tenía aquel lugar, por la distribución de
los locales, y lo pintoresco del conjunto, las especies aglomeradas,
los olores y los trajes.
Buen número de sinsabores y grueso caudal de infortunio re­
presentaba sin duda aquella emigración regresiva, a juzgar por la
expresión de los semblantes cavilosos, los movimientos maquinales
de organismos ya extenuados, y lo mísero del equipaje.
Era aquello como una ambulancia de lisiados en cuerpo y alma;
aves errantes que al venir no trajeron nada de selecto, a no ser una
buena voluntad para el trabajo, y que al volver llevaban cansancio
y hastío antes que un plan racional de nueva existencia en el seno
de la tierra nativa.
Muy cerca del brete de los vacunos y del muladar de los porci­
nos, ese montón de almas y de corazones ulcerados, tenía tal vez
dentro toda una desesperanza sin consuelo; pero ninguno daba la
nota de amargura en sus diálogos cortos, breves y secos, viviendo

198
todos más bien del soliloquio, con la vista perdida en los horizontes
lejanos, errabunda como la nube y la ola.
Se notaba a la evidencia en esa carga humana, pocas ideas y
exceso de instintos, poca sustancia en el cerebro y mucho desgaste
de pasiones.
Eran como fardos de tercera, con rótulo de desperdicio.
Uno, bastante joven y bien hablado, me dijo que era la segunda
vez que tornaba, para no reincidir más en su peregrinación estéril. Ya
para desencanto muy hondo decía él la prueba había sido bastante
ruda!
Desde el extremo del barco, allí donde la proa hiende las aguas
y las divide bullentes, la perspectiva era hermosa.
Mucho celeste de un tinte sin igual por su intensidad y su pureza;
mucha brisa de estío que ha impregnado sus alas con las sales ma­
rinas y dilata los pulmones; mucho espacio límpido por delante;
y en la línea ideal, una que otra blanca lona bien hinchada de bergan­
tines costaneros que iban rumbo al Brasil.
De cerca, siempre el hervidero de las burbujas; y poco más
allá, el océano sereno, terso, tan claro y transparente, que se veían
nadar veloces las medusas de cinturón rojo, y desplegar las aletas
a los peces voladores, para lanzarse al aire destilando gotas dia­
mantinas.
Cierto es que los cuadros no cambiaban; pero, a fuerza de
examinar día a día la zona en las dos bandas, se descubrían detalles
nuevos.
Así llegamos a navegar durante horas por una de esas zonas,
cubiertas de ortigas marinas en forma de rodelas o medallas, que
bien pudieran compararse a grandes escamas de plata en un manto
de raso turquí.
Y volviendo a los habitantes de proa debo agregar que también
ellos tuvieron sus enfermos graves, sus emociones profundas y
sus funerales una noche, sin vela del cadáver ni cirios, aunque con
bíblica lectura o evangélico salmo.
Con este motivo, mi compatriota me informaba que poco tiem­
po antes de partir ella de Montevideo, había llegado a esa capital
un vapor procedente de Río Janeiro, a cuyo bordo había muerto de
difteria una niña de cuatro años, siendo sus restos arrojados al mar
en presencia de su madre casi loca de dolor. Era ésta una distinguida
dama inglesa que viajaba sin su esposo.
Al regresar de la excursión a proa, ya caían las sombras de la
noche, y me encontré con Jessie recostada de espaldas en la borda.
—¿No vio ballenas? me preguntó con bastante aire de aburri­
miento.
—Ninguna; y eso que, según entiendo esta es su región predi­
lecta. Se habrán retirado a dormir.
Sonrióse mi compañera de viaje; y dando un cuarto de
conversión, apoyó en sus dos manos el rostro, y los codos en la
baranda.
Yo hice lo mismo a su lado.
Detrás de los dos, a corta distancia, sentí un paso firme, y ruido
de sillones largos como camas, que se ponían en arreglo. ............

19?
Eran la uruguaya y sus niños, que ocupaban sus asientos como
de costumbre, media hora antes de la cena, para saciarse con el
aire del océano.

Las águilas azules

—Hágame un cuento, entonces —dijo Jessie.


—Tengo poca gracia.
•—A mi me gustan los pájaros, las flores...
—De pájaros se uno; pero no le ha de parecer agradable a usted,
porque se trata de cuervos.
—¡Al contrario! ha de ser curioso.
—Pues a él sin reparos.
—Tengo un amigo naturalista, ornitólogo muy bien preparado.
—Ya no es cuento.
—No; historia que lo parece, por lo extraña.
—¿Sigo?
—Vamos a ver.
—Decía que este amigo ornitólogo, como una de sus tantas
originalidades, se propuso criar unos cien cuervos, al igual que otros
crían gallinas de un solo plumaje, canarios, jilgueros o calandrias.
—Las calandrias son muy lindas.
—Sin duda. Conocí a un bizarro gauchito que se llamaba de
apodo Calandria, porque cantaba en la guitarra hasta hacer llorar
con su voz la prima y la bordona.
—A mi no me gustan los gauchos.
—Sí; pero hablábamos de paso de las aves canoras como esas,
que por lo silvestres y solitarias son también inedias “gauchas”.
Vuelvo a los cuervos.
Mi amigo llegó a reunir su gran banda de plenirrostros, todos
parejos de color negro pardo con visos pavonados, y las cabezas de
tornasoles, jóvenes, fuertes y arrogantes, al punto de ser su encanto
todas las mañanas el distribuirles carne en abundancia.
Al propio tiempo, ponía todo esmero en mantener media docena
de cisnes que ellos al parecer no miraban con malos ojos; cisnes de
una blancura que fascinaba y que tenían las pupilas celestes: de
esos que dicen viven cien años y cantan al morir.
—Yo no creo en tales fábulas.
—Oh! yo lo mismo, señorita Josefa; ni creo tampoco en el ca­
ballero del Cisne.
Para mi, eran “cisnes ideales” que mi amigo, como todo sabio
o medio sabio, se forjó en su natural extravagancia. Pero él los daba
como reales y existentes.
—¿Qué, se murieron?
—Veo que empieza usted a contradecirse.
—No. El cuento me interesa.
—Reanudo. Observando unos pocos cuervos de cabeza calva
que en las rocas vecinas solían posarse, entre ellos, más de uno
parecía tonsurado, cuan bien eran atendidos los plenirrostros jóvenes,

200
vinieron a colocarse bajo el ala protectora del naturalista; y aunque
éste con ojo experto notó que aquellas calvicies, algunas prematuras,
denunciaban aves matreras y acaso muy viciosas decidióse a per­
mitirles la junción dada la buena armonía que entre todas parecía
reinar, sin perjuicio de ahuyentarlas, apenas vislumbrara principio
de corrupción o de mal ejemplo.
Sin embargo: apesar de su vigilancia, ausente algunos días,
llegó a advertir, aunque tarde, que habían desaparecido con varios
de cabeza pelada, bastantes de los cuervos jóvenes; y le llamó la
atención que, entre los restantes, figurasen todavía dos o tres de los
calvetes.
Mi primera intención — me dijo—, fue la de acabar con ellos
con una escopeta cargada de sal gruesa; pero, los vi tan discretos
y graves, permitiendo que los jóvenes les rascasen las lacras y les
espulgasen los avisujos con tal aire de inocuidad patente, que desistí
por el instante de mi idea de exterminio.
—Yo que él no dejo uno vivo de los intrusos.
—Ahí verá usted.
Los sabios son previsores para todo, menos para cuidar de su
haber propio. Edifican, destruyen y reconstruyen, y a veces andan
sin corbata.
—Sí, ¿pero el cuento?
—Para colmo de males, viene de improviso una peste, una es­
pecie de “muerte morada” y le fulmina en pocos minutos los seis
cisnes, sin dejarle siquiera tiempo para el empleo de algún especí­
fico o reactivo eficaz.
Apesadumbrado con tamaña pérdida, resuelve conservar embalsa­
madas las aves magníficas que constituían toda su afección de orni­
tólogo y su ensueño.
Al efecto, hechas las preparaciones químicas necesarias, puso
manos a la obra apenas clareó la mañana.
¡Qué decepción amarga!
En el instante se fijó que todos los cuervos viejos y jóvenes se
habían ausentado; pero lo peor del caso fue que, al examinar los
yertos cuerpos de los seis cisnes, pudo verificar con espanto que
aquellas malditas aves negras los habían cribado a picotazos para
devorarles los corazones y los doce ojos celestes.
Desde ese día —agregó, para concluir su lamentable historia—,
juré no criar más cuervos y disparar con sal gruesa al primero que
asomase por mi quinta.
Ahora —siguió diciendo resignado—, empleo algún tiempo en
la cría de águilas, de las azuladas que giran en las sierras...
—He visto de esas en la sierra del Tandil, y también en la de
la Ventana —observó Jessie pensativa.
¿Y no tiene miedo que le suceda con ellas algo peor? Yo lo
digo por los patitos y los pichones.
—Parece que no. El aguarda el resultado, que a su juicio ha de
ser satisfactorio.
Afirma que hay nobleza ingénita en las aves que vuelan muy
alto y se bañan al sol.

201
—¡A propósito! exclamó de súbito Jessie golpeándose las pal­
mas de las manos. Han llamado a la mesa... Usted ha hablado de
una peste morada y con ello me recuerda que tengo que hacer co­
locar el ventilador cerca del asiento de ini tía, pues la pobre vive
en un tormento a causa de los golpes de sangre en el rostro.
—Bien pensado, señorita.
La simpática joven se marchó presurosa. Mi compatriota, que
estaba descansando con sus niños en las amplias sillas de cubierta,
y que sin duda había escuchado lo bastante del cuento, me dirigió
la palabra con su tono sajón enérgico, para decirme:
—Muy lindos los cisnes de ojos de cielo.
—Así es, señora; pero ideales, como el del héroe de los nibe-
1 ungos.
—En eso está su belleza. Y habrá Jessie entendido bien el apólogo.
—Quizá por completo, aunque se reserva.
Se rio aquella interesante mujer; y mirándome con expresión
sagaz, murmuró:
—Pronto le ha de anunciar su amigo naturalista que para que­
darse sólo con ellas, ha hecho concluir todos los plenirrostros y
lechuzones por las águilas azules.
—Sería una excentricidad de sabio, señora. Lo sentiría por todos
esos pobres avechuchos, que tienen igual derecho al aire, la luz, el
agua y la tierra.
—Menos los cisnes ideales

XI

Un peñasco sombrío

Durante tres días las perspectivas siguieron siendo las mismas,


así como las impresiones: magníficas, transatlánticos por una y otra
banda, barcos y bergantines veleros, pues marchábamos a treinta
millas de las playas a que arribó Cabral ha siglos, también en ca­
rabelas; la marea, el oleaje, la calma, las fosforescencias; los cielos
ecuatoriales con sus núbes róseas y aperladas, y sus selvas fantásticas
en el horizonte al ponerse el sol.
Un sábado, declinando el día, viéronse destacar a lo lejos las
montañas de la isla Fernando Noronha; y esto fue emoción para
todos. Se tropezaba, aunque fuera de paso, con tierra habitada.
El panorama era muy atrayente.
Hacia la izquierda, una línea de cantiles dentados, al fin de la
cual se distinguía una gran arcada o túnel formado por la perforación
natural de las rocas. Luego, una corta serranía. Después una alta
y extraña eminencia que tiene en la cumbre por complemento una
piedra cónica muy aguda que parece va a desplomarse. Enseguida,
otra meseta, rematada por un cerro de tres picos, visto del sur. Al
final de los estribaderos, y como último retoque, un peñasco que se
alzaba en la playa a manera de garita, semejante a un faro a lo
lejos. Paralelo cuarto, bajo el ecuador.
El espectáculo se presenta más pintoresco, doradas las masas
berroqueñas por la6 postreras luces del ocaso.

202
El pico por delante, se iguala a una almena de castillo feudal,
con mil pies de altura.
Espontánea y acertadamente acudió la estrofa de Andrade:
En la negra tiniebla se destaca, —como un brazo extendido
hacia el vacío— para imponer silencio a sus rumores...
La isla es un antiguo presidio. Se me informó a bordo que ahora lo
era para delincuentes comunes y políticos, dato que no he podido con­
firmar más tarde.
Al pasar, brilló una luz muy viva en la falda de un cerro, y el
barco saludó con sus silbatos.
La sonda arroja en aquellos lugares más de tres mil metros.
Siempre andando, rumbo a la isla de San Paulo, que no vimos
en alta noche, al día siguiente a las cinco de la tarde tocamos la
línea del ecuador, con cerca de una legua de profundidad.
Para celebrar el suceso, hubo fiesta de marineros, y mucha
alegría a bordo, en plena mar, muy lejos de toda tierra.
Empezó por una murga a proa, en que se mezclaba el vals
menudo a punta de pie de otros tiempos, con la mazurka clásica y
la jota aragonesa, todo con instrumentos improvisados y grotescos.
Luego aparecieron el oso bailarín y el caballo escarceador, pa­
sándose la “troupe” a cubierta, a título de un fuero tradicional de
marina mercante que autoriza el jolgorio una vez que se llega a
mitad de la jornada. Escena de circo, con menos detalles; y la
murga sin cesar, como estimulante de las cabriolas de los pobres
marineros, eso fue todo hasta medianoche.
El cielo al levante y al setentrión, se presentaba cargado de
densos vapores. El aire ardía. En vez de decrecer en proporción del
avance hacia el norte, el calor aumentaba por grados.

XII

Las calzas de Kamatzu

Así es que el baño de la mañana fue poco tonificante, la atmós­


fera muy cálida, y el paseo por la cubierta fatigoso.
Las nubes seguían aglomerándose, hasta que descargaron gruesa
lluvia sin relámpagos ni truenos. Duró media hora; reapareció la
estrella; se esfumaron los celajes, y el calor continuó en incremento.
Varias barcas atravesaron por babor.
Una de ellas con bandera noruega, se detiene y pide grado de
longitud. Estábamos a veintiocho y medio. Enterada por gallardetes,
prosigue su ruta, saludando.
Como las caravanas en el desierto, mudos recuerdos!
Los celajes volvieron por la tarde, casi transparentes, propios
de los cielos tropicales, por el soberbio matiz de sus contornos, gra­
nate, mordoré y lila.
Son como las gasas y tules con que se adorna la luna al empezar
a lucir, y a los que cambia de color con magia de serpentina.
Antes del ocaso y entre grandes sudores, Jessie toda vestida de
muselinas había ganado dos partidas al “sapo” o “toro” de abordo;
y Jori se había paseado por el puente multiplicadas veces con un
perrillo de Yokohama debajo de cada brazo.
La señora tía de Jessie que como es sabido, era muy encendida
de rostro, no dio punto de descanso al abanico.
La hora de la mesa servida era para ella la mejor, porque se
le había puesto al lado un ventilador especial de mallas, forma de
molino, que le permitía alimentarse con algún desahogo.
Al terminar Jessie sus partidas, la felicité; y entre otras cosas
banales le dije: >.
—¿No ha notado que Jori no usa medias cuando viste de ca­
rácter?
Se quedó ella un momento pensativa, enjugándose la frente.
Luego respondió:
—En todo se fija Ud., y parece que no mira.
—¿Yo? Tengo la vista cansada.
—Para eso, no.
—Algún reojo, por accidente...
Volvió a ponerse Jessie taciturna, hasta que murmuró con su
acento dulce:
—Y cuando yo juego ¿usted me mira?
—¡Oh! de ninguna manera. Siempre tengo los ojos en el mar,
para descubrir velas muy lejanas, por mi tendencia a “présbita”.
¿De cerca? de cerca veo poco.
—No parece... ¿Le interesa que Jori ande sin calzas?
—¿A mi? ¡Es un error! Yo decía eso, porque como el vestido
a usanza japonesa es abierto por abajo, las piernas no debían ense­
ñarse si no son lindas. Cuestión simple de estética, señorita Josefa,
nada más.
Me dio la espalda, y se fue tarareando con voz de flautita una
canción inglesa.

XIII

Nuevos funerales

En el barco se servía la mesa tres veces al día: a las ocho,


a la una y a las siete, anunciándose cada función con un doble toque
de campanilla.
Nunca faltaban clientes a las tres llamadas, porque la habilidad
de casi todos los pasajeros consistía en comer y en dormir.
Por otra parte, los manjares eran buenos, con productos del
Plata, en carnes, legumbres, hortalizas y frutas; por manera que,
aunque la cocina fuese alemana, en la mesa había cierto sabor al
terruño.
Se llevaban además tres vacunos en pie, un novillo y dos terneros
como reserva; los que a su tiempo fueron faenados, una vez pasada
la línea.
Después de la cena, se hacía un paseo por la cubierta; se jugaba
al besiz, al dominó o a la pata de cabra; o se bajaba nuevamente al
salón para intermezzo de piano y .canto.
En la ejecución de ese instrumento, sabido es que sobresalía
la señora tía de Jessie; pero, aquella apreciable dama, por la causa
ya explicada, necesitaba de aire exuberante para amortiguar sus
claveles; y de ahí que no siempre se considerase dispuesta al luci­
miento de sus habilidades, prefiriendo la brisa a los triunfos del
concierto.
Esa noche no se tuvo pues, velada musical; pero en cambio el
barco se movió y se oyeron muchos ruidos, de esos muy complicados
y extraños que sólo define el que no se marea.
El maderamen gemía y gritaba, mezclándose a sus quejas ru­
mores de cadenas, lingotes, mangas, máquinas, hélices; y en el propio
lecho, los soportes parecían quebrarse como ramas secas, y bailar
el elástico de acero a cada trepidación, cual si de abajo lo golpearan
puños de colosos.
Los cristales al chocarse lanzan ecos de capofone; caen diversos
objetos a uno y otro lado; las argolillas del cortinado hacen música de
trinos; el ropero se lamenta a cada columpio; y por el ojo de buey se
entra un vaho fresco salino entre rocío de espumas diluidas por el viento.
—Para esto no vale la pena comer tres veces, —decía al día siguiente
un pasajero incomodado, cuando ya habían concluido los vaivenes de
la marea.
Contribuyó a olvidar las malas horas, el pasaje a un flanco de
San Antonio, la mayor de las islas de Cabo Verde.
Circuían densos vapores la cumbre de su montaña más excelsa.
En el fondo, hacia el este, se dibujaban otras islas adyacentes, también
coronadas de celajes. La de la isla principal, vista de lado, remedaba
un enorme cachalote que tuviese escondida media cabeza en el agua.
La noche nos alcanzó en ese tránsito, y pudimos confirmar que los
gigantes de piedra al resplandor de la luna se parecían bien a los
espectros del abismo que esbozan viejos marinos en sus relatos le­
gendarios.
Entre marejadas y calmas, nos pusimos a dos días de Madeira,
puerto deseado, porque podrían pasarse algunas horas en tierra,
mientras el transatlántico hacía su carga y su provisión.
El sábado a comienzo del alba, se celebraron nuevos funerales
a bordo.
Un pasajero muerto a proa fue arrojado al piélago, reinando
clara luna y fuerte oleaje, no muy lejos de las Canarias.
Según práctica, el buque hizo alto por breves momentos; pero
la ceremonia se efectuó en la extrema banda de estribor, sin que
Jessie presenciase tampoco esta vez un entierro en alta mar.
Por sistema o precaución se ocultan en lo posible los decesos
de abordo; y se espera que todos estén entregados al sueño, para
detener la marcha, y proceder al lanzamiento de los despojos.

XIV
Flor hiperbólica
Teníamos lejana todavía la isla de Madeira, y era una tarde de
calma asombrosa, al punto de no verse ni una golondrina de mar,
ni un rizo en las aguas, ni una negreta vagabunda.

205
En cambio se agrupaban a un lado, como formando una sola
línea con el océano, nubes de muy extraños colores, remedos de
selvas y de playas de arenillas de oro, que iban acentuando la ilu­
sión de un paisaje verdadero, a medida que el sol se hundía en el
ocaso y tomaba creces la refracción de la blanca luna.
Se pasaron largos momentos en el puente del timonel, mirando
con anteojos, alguna vela perdida a lo lejos que marchaba de frente
y al través, apartándose cada vez más de nosotros, al igual de una
gaviota que vuela firme y segura hacia remotas riberas, sin preo­
cuparse para nada de las ondas ni de los vientos encontrados.
Cuando volvimos a cubierta, el astro a medio esconderse apa­
recía como un horno imponente de un rojo subido. La atmósfera
estaba llena de ardores.
Se recurrió a los baños. Pero también parecieron calientes.
Tornóse a cubierta, con esa pertinacia propia de los que quieren
mucho oxigeno, un aura cualquiera que refresque y reactivos contra
el hastio.
Las nostalgias del encierro en los camarotes, por cómodos que
sean, deben ser peores que los de una celda en 6uelo firme, porque hasta
altas horas de la noche quedan abandonados.
Los espacios inmensos agua y cielo, atraen, por más que nin­
guno se ocupe de ellos.
Nos aglomeramos pues, en la borda y allí se conversó de todo
lo concerniente al largo viaje empezando por el juego del “sapo”,
tan divertido para tantos viajeros.
Al cuarto de hora, como de costumbre, se fue operando la
disolución de la tertulia improvisada.
Me iba a retirar a mi vez, cuando mi compatriota me detuvo
un instante, para decirme:
—Tendré mucho gusto que usted lea un pensamiento puesto
en mi álbum por un poeta uruguayo, y mañana se lo enseñaré, para
que me de opinión.
—Me será agradable, señora...
La señorita Josefa nos interrumpió aquí, diciendo, como si no
hiciera más que reanudar un diálogo suspendido:
—También me gustan los relatos sobre flores, pero de flores
raras que pocas veces se ven...
—¡Qué casualidad! —exclamó mi compatriota con extrañeza.
Sin dar importancia a la ocurrencia, Jessie se puso a mirar el
mar, cual si buscase un nenúfar soberbio o una victoria regia del
tamaño de una fuente.
—Por aquí no hay ni flor de camalote —respondí, siguiendo su
vista vaga.
—Ya se.
—Me pone usted en serio compromiso, porque yo no pulso
la lira.
—Yo no quiero flores de poeta. Pido que me hable usted de flores
de verdad, así como de los cuervos...
—Es distinto. Pero, me parece muy difícil complacer a usted.
—¿ Yu volvemos?...
—¡De qué flor he de hablarle!

206
—De alguna de su país, que afirman es tan bello.
—Verdad, así lo creo yo; sin que esto importe pretender que
otros no lo sean en alto grado, y lo superen. Sus jardines no difieren
de los de otras regiones.
—No, -—prorrumpió la uruguaya en su mezcla anglo-espafiola—
según el poeta que puso el pensamiento en mi álbum, hay allí una
flor que no está en todas partes, porque es propia nacida de la tierra.
Si ustedes quieren pasar al salón de lectura, yo lo mostraré ahora,
sin esperar mañana, como dije.
—De acuerdo.
Fuimos con Jessie al salón; y no habíamos terminado de ins­
talarnos junto a una elegante mesa de bésig, cuando mi compatriota
estaba ya de regreso con su álbum.
Era éste pequeño, de tapas finas con incrustaciones de nácar,
y unas iniciales doradas en el centro.
Contenía diversas banalidades, de esas que se llaman “pensa­
mientos”, aunque más se asemejen a flor de cardo o a “santamaría
cimarrona”.
No importa esto negar que hubiese en realidad dos o tres her­
mosos.
Por su intención, descollaba esta alegoría, que era a la que se
había referido la dueña de los autógrafos, escrita así textualmente
en tinta violeta:
“Flor-doble. — Es de tinte blanqui-rojo, llena de misterioso
encanto.
“Nace en el bosque; aparece en la falda de las sierras, en rivali­
dad con los claveles del aire; sur je en el valle; brota a millares en
la orilla de los ríos, en las márgenes de los arroyos, y hasta en los
bordes de las lagunas.
“Para todos tiene interés en el llano, en la altura, en los cármenes
urbanos, en los campos más desiertos, al ribazo de lo lagos, en los
montes abruptos, en la tapera abandonada, en el potril oscuro.
“Se le suele ver al pie del ombú gigante; luce en el ventanillo
de los ranchos; se impone en las cuchillas a las pobres margaritas;
humilla arrogante a la violeta; y va a disputar su sitio al humilde
trébol en el fondo de los barrancos. ..
—“¿Será la que dicen camelia disciplinada?
—“Esta flor no se llama camelia. Los hombres la arrancan y se
la ponen en el ojal de las blusas; las mujeres en el seno; l«s niños
la llevan en las manos desde que la conocen; las novias en el ca­
bello; los viejos la conservan en floreros especiales; las viudas la
riegan cada día con sus lágrimas; los huérfanos la besan entre so­
llozos; y no pocos ministros del Señor la colocan en lou altares
como la rosa de Jericó.
—“Ah!... Será la flor del ceibo?
—“No es del ceibo. Esta flor embriaga con su aroma agreste,
casi salvaje, a los varones; hace desvariar a l;<s mujeres; pone fuera
de sí a los ignorantes; transforma en héroes a los valientes de verdad;
convierte en mártires a los fanáticos; y es en el fondo de los hogares,
algo semejante al incienso en las iglesias; su perfume llena el ambiente
de cada mañana.

207
—“Qué flor maravillosa! Y cómo se llama?
—“Souzamérica.”
Después venía la firma del poeta.
Para mi, era un seudónimo, que respeté.
Tampoco la dueña del álbum puteo interés alguno en desvane­
cer mi duda.
Concluida la lectura, pregunté a la señorita Josefa si se daba por
satisfecha con aquella flor tan singular.
Ella se volvió rápida; y por primera vez me miró con mucha
fij?za un buen momento, como queriendo leer en mi cara si yo
hablaba en serio.
—Por lo demás, —añadí—, esta flor parece de mayor valimiento
que la pasionaria, vulgarmente conocida como flor del mburucuyá,
que contiene en sus hojas todos los símbolos del calvario.
Entonces, Jessie rompió su silencio, con aire grave, para decir:
—Así como la flor se llama, se expresan en Inglaterra al hablar
de nuestras repúblicas. Lo he oído varias veccis en Southampton.
—Si... Lo creo.
Mi compatriota intervino aquí con su tono resuelto habitual, y
estas frases concretas:
—Los ingleses al decir, a veces, Soutliamérica, quieren isignificar
guerra civil permanente.
—¡Ah! ignoraba, señora. Es una traducción bien extraña y vio­
lenta. Entonces... la pobre flor se llamará así!
—Y ha estado bien este poeta, al escribir eso, en el álbum mío?
—Ya que usted me pide opinión la daré con franqueza. Me
parece que el poeta exagera, señora.
Las personas de buen pensar y de buen sentir de nuestra patria,
que no son pocas, no quieren la guerra civil; y si acaso, sólo toleran
las revoluciones con causa justificada y recto derecho. Estas mismas
van a desaparecer muy pronto, porque nuestra sociabilidad ha avan­
zado ya lo suficiente para no aceptarlas sino como medios muy extre­
mos, como se admitirían en Inglaterra misma, si el rey, en vez de
un varón discreto y justo, fuese un tirano peligroso. Tal vez venga una
guerra más, que asolé el país por algún tiempo; pero, es mi convicción
personal de que será la postrera de carácter serio por el número de
elementos y de hombres en acción.
Así es que el trovador del álbum ha fabricado una flor hiper­
bólica ...
—Pero, hay guerras siempre.
—Sí, en casi toda la América del Sud, más en unas zonas que
en otras. Ninguna de ellas ha escapado o escapa a esa ley fatal. Por
otra parte, sabido es que son repúblicas muy jóvenes y aún bastante
despobladas. Desprendidas no ha un siglo de la vida de colonias,
han hecho sin embargo bastante en sentido de sus progresos.
No se ganó Zamora en una hora.
Ningún país como Inglaterra, pasó por más espantosas y deiso-
ladoras guerras civiles, durante siglos enteros, para constituirse.
—¿Estuvo usted ya otra vez allí? —me interrogó Jessie algo ad­
mirada.

208
1

—No. Voy para allá de paso. Por mucho más de mil años tuvo
su flor rara, que no se llamó como la nuestra Souzamérica, sino algo
peor; y tuvo sus rosas inás letales y terribles que las aromas de la
India, llamadas “rosa blanca y encarnada rosa”.
Nuestra flor es apenas de ayer y pronto no quedará de ella más
que la tradición.
Comparada con las viejas rosas inglesas, es nuestra Souzamérica
una rosa de Malherbe: fugaz vida de una mañana.
—Yo no se, —dijo Jessie un poco confusa y con una ingenuidad
encantadora—, pero yo creía que en Inglaterra sólo se habían peleado
dos o tres veces, los hombres!
Mi compatriota, al oir esto, se echó a reir con la mayor donosura.

[Falta el f. 31 de los originales correspondientes al comienzo del


capítulo XV, que aparece en los índices con el título de La isla
de Calipso.J

...que los transeúntes se rozan al pasar, como en no pocc<s callecitas


de Vigo, según pude verificarlo después. No faltan algunas calles
de regular amplitud y de muy escasa extensión.
Movimiento y luz, majestuosa vegetación, clima bonancible, altas
cumbres, mansas playas, mirajes encantadores, hacen de esta isla
un trasunto de la de Calipso, propia para poetas y enamorados.
En un pequeño tren de rieles estriados se va a las alturas; y en
cierto punto empiezan las escalinatas construidas al borde de pro­
fundos barrancos. Se suceden alternativas en la marcha, curvas hiper­
bólicas, entre profusos viñedos, palmus y pinos; muchos edificios
se destacan en las laderas y en las lomas, o alzan sus tejados en los
valles. Ertos son muy hondos, y los descensos escarpados, llenos de
arboledas, parras, cañas y cabañas caprichosas. Muy suntuosas cons­
trucciones de trecho en trecho, observadas de lejos, mientras se as­
ciende, parecen castillos aéreos prontos a derrumbarse, tan atrevida
es su posición en medio de aquellos antros y desfiladeros. Las callejas
y senderos, especialmente afirmados con series de ligeros tramos, se
hacen interminable»; se prolongan, se dividen, se trifurcan, siempre
asediados por precipicios que causarían vértigo, si la vida industrial
no apareciera a cada paso deslizándose por grados hasta ellos con
casas, huertos, quinta» y jardines en borbollón, como raudos que
se han convertido en villas y cármenes deliciosos antes de tocar el
fondo de los despeñaderos.
Se forja la ilusión de que las gaviotas (sobrenadan en el éter
y no en la superficie de las aguas.
En los contornos del espléndido diorama las perspectivas son
arrobadoras, pues a todás rumbos descuellan eminencias cubiertas
de bosques; caseríos blancos y alegres; cortes de tierra en forma de
ruedos en las colinas y de espirales en los cerrcá; cuadrados en las
mesetas; sendas orladas de bananos; vergeles colgantes más bellos
tal vez que los muy celebrados de una metrópolis de oriente; magno­
lias gigantescas; inmensos cultivos de camelias y de heléchos; plátanos
poderosos de sin igual umbría; pasajes llenos de flores, de encuentros
inesperados, de peligro y de emoción.

209
La ascensión por gradas llega a rendir, aun cuando se vean
nuevas maravillas más arriba: una iglesia a dos mil pies; una torre
en lo alto de una montaña; y en sus cercanías, por todos lados,
cabañas que apenas asoman, constantes viñedos, hoteles, mansiones
de descanso v de recreo, glorietas perfumadas, avenidas dentro de
boscajes, pabellones y doseles, que brindaban paz y quietud con
exquisitos manjares, vinos y frutas.
Había primerizos de luna de miel, y no pocos novios de otros
países, ingenuamente recostados en los asientos del tránsito, debajo
de los pinos, riéndose de los afanes de los que escalaban las cimas.
En la gran maraña poética de aquel plano de accidentes extra­
ordinarios. no se percibían rostros lindos, ni aún al pasar rasando
con las vidrieras o balcones, sin que esto importe negar que lols
haya, pues las horas de admirarlos quizás no fueran esas. En el
hermoso templo, que está a dos mil piéis de elevación, no había con­
currencia. En este edificio, como en muchos otros, se ha hecho obra
de varón; representa un esfuerzo considerable de ingenio y de tra­
bajo material.
El viaje de regreso hasta determinado sitio, es de poca pena.
Se baja suavemente contemplando grandezas naturales; y luego
se usa de un vehículo sin ruedas, ni tracción de ninguna especie,
fuera del impulso muscular del hombre que lo dirije por detrás,
y marcha con gran velocidad y firmeza sobre dos maderos en forma
de patines por rectas y curvas, caminillois y vericuetos, entre casas,
huertos y viñedos, a los bordes de los barrancos, sin tropezar jamás,
más o menos lo mismo que los carrito^ de las montañas rusas.
En terreno muy descendente, produce ansias, sino vértigo, pues
se le abandona a su propio arranque inicial en tanto el guiador lo
acompaña a la carrera, cuidando que no se desvíe y dé en tierra
con su carga o se precipite a las profundidades de uno u otro flanco,
al igual de un lagarto perseguido que se arroja con el apéndice en
alto ladera abajo salvando obstáculos con la rapidez de una flecha.
A pesar de esto vuelo, más que viaje, el especial trineo tiene
su parada de reposo, cerca ya de Funchal; y allí se vendían flores,
que se aceptaron, aunque se traían muchas obtenidas en la socorrida
fuente de nuestra señora del Monte, precioso paraje intermedio en
la fantástica gradería que conduce a la iglesia de la cumbre.
De esa pequeña industria, como de la de guía, se ocupan los
pobres siendo de notar cómo las mujeres siguen y vigilan a sus
menores que expenden camelias, y a sus maridos inválidos o no,
que sirven de lazarillos, en razón de la dádiva, y por si estos últimos
van a destinarla a cosas impropias cuando la miseria reina en el hogar.
Algo observé también en la excursión a los cerros que me trajo a la
memoria detalles del Salto uruguayo y de Concordia; y fue el canto
de los gallos a la caida de la tarde, en tan crecido número, que era
difícil distinguir uno completo entre una red nutridísima de notas
guturales. Como en todas las cosas los de los malos y medianos en
mayoría, ahogaban los de raza pura, correctos y vibrantes. Parece
que los gallináceos están en proporción con la» viñas, y que del pollo
y el huevo se hacen grandes acopios.

210
Una vez en el puerto, cuando ya el sol se escondía, no pude
menos que fijarme en la construcción del pequeño fuerte artillado,
así como en las murallas de la cárcel.
También me habían llamado la atención algún acueducto y
varios puentes de corto radio; y, ante aquella arquitectura, que se
conserva en buen estado, a pesar de los años, instintivamente recordé
las ruinas y vestigios aún en pie de la Colonia del Sacramento, donde
Portugal dominó por siglos, con la clarividencia del conquistador
de genio, que encuentra la llave de ríos prodigiosos, y prevee emporios
de grandeza en remoto porvenir.
Partimos muy de noche del puerto de Funchal.
La iluminación eléctrica, tanto en la ciudad como en los apar­
tados puntos de la isla, que dominaba la vista, era de un efecto
sorprendente.
Las luces no se reducían a simples picos o bujías, pues brillaban
lámparas de fuerza y grandes focos, de distintas formas y colores
según el cristal que la¡s rodeaba. La naturaleza del terreno no permitía
seguir paralelas de antorchas; pero en cambio las alturas las presen­
taban en todas figuras geométricas, sea por su distribución casual o
por arte de multiplicidad calculada.
El hecho es que, de la playa a la mayor altura de las montañas,
la fuerza motriz se diluye en ángulos y triángulos, cuadrados y tra­
pecios, fanales blancos y rojos, diademas y tres Marías, todo espar­
cido en un manto de terciopelo negro a manera de rubíes, topacios
y lentejuelas de oro.
Era un remedo de cielo, cuyas estrellas titilan en aquellas aguas
como en una lámina de plata tersa y bruñida.
Al zarpar de su cómodo puerto, todos la saludamos con simpatía.
Adiós, linda Madeira! Aunque Fenelón no te hubiese escogido
como lugar de descanso de Ulyses y Telémaco, te admiramos y te
erigimos en reina del mar por los portento» de tu hermosura y tus
halagos de sirena.

XVI

Aquilea en au tienda

Por la noche, antes de la media, y rumbo a Vigo, nos cogió el


viento de banda, ya recio y fresco. Cuando cruzamos frente a las
columnas de Hércules, el barco iba haciendo una [...] bien marcada
con cuatro movimientos de hamaca mal dirigida. El mar empezaba
a embravecer.
El columpio siguió hasta Vigo, con acompañamiento de proce­
larias que no se hamacaban menos en el espacio y en las olas.
Los “violines” del comedor no se tenían firmes, y apesar de
ellos saltaban los vasos y copas, cubiertos y platos como en danza
macabra.
Jessie y Jori no aparecieron en la cena, a pretexto de que estaban
rendidas por el paseo en Madeira.
Mi compatriota, la hija de sajón, casada con sajón, se había
retirado temprano con sus cuatro pequeños a bus departamentos.

211
El interdicto proseguía con el jefe del buque, que tampoco aparecía
en la mesa por evitar discretamente cualquier desazón.
La causa era insignificante. El buque se pintaba, y los pequeños
en sus juegos, borraban en alguna parte al recodarse, la mano de
obra. El capitán de genio un poco ligero, y demasiado imbuido
de su disciplina alemana, protestó contra la conducta de los niños.
Entonces la señora madre, dijo:
—El buque no se pinta cuando se viaja. Mis hijos tienen el
derecho de andar por donde pueden y deben, mientras no falten
a nadie.
A esto argüía el capitán:
—El vapor se pinta antes de pasar la línea, porque después el
frío y la nieve malograrían la refacción; y ésta se hace para que
esté en términos así que llegue a Bremen, pues ha de realizarse a
bordo una fiesta de navidad.
—Y qué me importa a mí que esté o no en términos para sus
fiestas. Mis hijos han pagado su pasaje para viajar, y no para ser
amonestados.
De ahí el conflicto. La uruguaya desplegó energía y se mantuvo
firme.
El día que arribamos a Funchal estaba cerca de mi esta dama,
cuando el agente de la empresa preguntó al capitán desde el bote
en que venía, lo que necesitaba en víveres de refresco. El capitán
contestó en el mismo idioma; esto es, en alemán.
—¿Sabe usted lo que ha dicho? —me preguntó mi compatriota.
-Ño.
—Pues ha respondido que ni agua precisa, cuando consta a todos
a bordo, que se nos da agua del mar mal destilada, y salobre. ¿No
es cierto?
—Un tantico. Pero hay que contemporizar, señora. En estas
cosas...
—¡No! es que ese hombre abusa de nuestra paciencia.
Comprendí que se agravaba el entredicho; y me propuse desde
ese momento de atenuar sus efectos, aún cuando el capitán continuase
retirado en su tienda.
La señora compatriota a que aludo, era bastante instruida, y de
nobles aficiones intelectuales.
Hacía pocos días me había manifestado deseos de leer la vida
de Jesús por Ernesto Renán, que ella sorprendió una mañana en
mis manos.
Aproveché esta circunstancia para facilitarle el libro así como
la obra de Fedor Dostoyewski titulada La casa de los muertos, que
le servirían de distracción.

XVII

Tiberíades y el valle de Ghenna

Seguían bailando los “violines” al pasar el día diez frente al


faro del cabo Finisterre con lluvia y mar bravio. Salía yo de la
peluquería, situada u un cuarto de cuadra de mis camarines, cuando

212
arreciaba la tormenta, sin darnos lugar a un desembarque oportuno,
para aprovechar las cortas horas de estadía en el pueblo de Vigo.
Sin embargo, poco después se establecía una relativa calma, y
quedaban serenas las aguas de la bahía.
Invité entonces a mi compatriota a bajar con sus niños en busca
de un poco de pasatiempo, a lo que accedió complacida.
Eran varios los de la excursión.
Los alrededores de Vigo son terrenos montuosos. En uno como
morro, existe una fortaleza vieja. La ciudad es bonita con algunas
calles y edificios de estructura moderna, y muchos de arte antiguo
con grandes vidrieras corredizas, patios y flores.
El carruaje en que íbamos, a causa de haber recomenzado una
lluvia menuda, circuló por diversos sitios, y se engolfó en callecitas
originales de pocos metros de largo y sumamente estrechas, asiento
del pequeño comercio, y en las que pululaban buen número de
criaturas y mujeres.
De aquellas casas caprichosas, patios y balcones de un estilo en
desuso, parecía surgir entre los claveles un aroma medieval.
A pesar de la inclemencia del tiempo que a todo daba un tinte
de tristeza, el aspecto de esos barrios me fue muy agradable por
lo singular de la arquitectura, el envidriado profuso, la diversidad
de tipo y el parloteo de la hermosa lengua española.
El tránsito por este extremo de la gloriosa e histórica nación
que tanto amamos en el Plata, fue de breves instantes; pero la
impresión duradera.
El detalle de la exigüidad de dimensiones en ciertos ríos, había
de sorprenderme en mayor grado en Londres, fuera del centro, por
su extensión y lugubridad.
Siquiera en Vigo se poetizaba la ruina y la pobreza con patios
hermosos con macetas de lilas, cedrones y jazmines como una faz ri­
sueña de la vida entre las angustias mismas de los días sombríos.
Las rondallas de por allí tienen el encanto del cuento y de la fábula,
y no el horror de indecibles tragedias!
Nos reembarcamos de tarde, bajo temporal.
Un día después, la dama uruguaya me devolvió el libro de Renán,
dicicndome que lamentaba no comprender con claridad algunos giros
de la traducción, a causa de haberse consagrado desde muy niña
con preferencia al inglés; pero al mismo tiempo, me señaló dos juicios
del autor, que la habían preocupado.
Los releí en alta voz.
El primero decía:
“Sócrates y Moliere no hacen sino arañar la epidermis. Jesús
introduce el hierro candente hasta la médula de los huesos.”
—¿Es eso exacto? me preguntó.
Guardé silencio.
Y pasé al segundo:
“Y él, que tan dueño de sí mismo y tan desembarazado se encon­
traba en las márgenes del risueño lago de Tiberíades, se sentía incó­
modo y como fuera de su centro junto a aquellos pedantes. Sus perpe­
tuas afirmaciones de 6Í mismo llegaron a tener algo de fastidioso, y, a
su pesar, tuvo que hacerse controversista, jurista, exégeta y teólogo.

213
Su conversación, tan llena de gracia ordinariamente, llega a ser un
fuego graneado de disputas, una sucesión interminable de luchas
eclesiásticas. Su armonioso genio se gasta en insípidas argumentaciones
sobre la ley y los profetas, en las cuales desearíamos no verle algunas
veces el papel de agresor.”
—¿Y esto? —volvió a interrogar ella, apenas terminé el releído.
—¿Esto? Para comprenderlo bien, sería preciso recordar todo
lo pasado a orillas del Tiberíades y en el valle terrible de Ghenna;
los hechos y la calidad de sus adversarios; y por fin, el espíritu y
tendencias de la época.
—Sí, —observó con gran viveza; pero en el fondo resulta que
él también perdió la paciencia ¿no es cierto?
—Si a tal conclusión vamos, señora, diré que en el texto de Renán,
eso se afirma.
Interrumpió aquí nuestro diálogo un gran balanceo del buque
y el embarque de una onda audaz junto a la cámara del timonel que
nos obligó a separarnos.

XVIII

Orzando entre columpios


No había apuntado el alba del once, y ya las cóleras del Cantá­
brico habían producido sus efectos a bordo.
El mal de mer invade pronto, y hace estragos en los organismos
débiles.
Pocos pasajeros permanecían en pie y con apetito, a la hora
del desayuno. El gran barco se sacudía como una frágil canoa,
sobre los lomos enarcados de la masa líquida, que batía sus bandas
violentamente al abrirse por la proa, empujada por un recio nordeste.
Y asi como el toro en la lidia baja el testuz y embiste al piquero,
y retrocede enseguida que sintió la pujanza del brazo y el rigor del
hierro, de análoga manera el barco acometía al viento y al oleaje
de frente, sufriendo el choque, y vacilando luego en el avance, cual
si en verdad hubiese experimentado la superioridad del enemigo.
A distancia, se divisó una barca que había arriado el paño de
su mastelero mayor, y capeaba altiva el temporal.
Más tarde cruzó un vapor de carga, no dejando ver más que
la chimenea en sus escondidas bajo las olas.
En tanto, las negretas de las costas ibéricas jugaban sobre cor­
dilleras de espumas.
En esta ocasión, el buque hizo apenas doscientas cuatro millas
en diez y ocho horas.
Por la noche siguió en aumento la borrasca. Pocos objetos que­
daban en su quicio. Se entrechocaban los cristales, hacían carrera las
sillas, caían las ropas, y las camas no permitían al paciente ni un
minuto de reposo en perpetuo balanceo.
En medio de estos columpios, asomó la aurora y avanzó el nuevo
día.
La jornada prometía ser peor, pues se había cambiado el viento
al sudoeste, y el Cantábrico bramaba furibundo formando olas como
cascadas.

214
El vapor se detiene. A más de montañas de agua en escalones,
tiene nieblas densas por delante. La máquina trabaja en vano; el
timón se alza sobre el nivel, y las hélices giran impotentes en el aire.
Algún tiempo se conservó estacionario, como si hubiera echado
anclas en fondo firme.
La golondrina de mar inseparable compañera, sigue en sus giros
admirables; y cual si quisiera dar a la nave ejemplo de serenidad
e intrepidez, se abatía fina y ágil en la pequeña llanura que impro­
visaba la onda mugidora, y allí se estaba flotando hasta que otra
cresta imponente llegaba al sitio y la compelía a una airosa curva
en el espacio, para volver a posarse un poco adelante entre riegos
de burbujas como ella voladoras.
A modo de serpientes que se revuelven y se enroscan entre sil­
bidos se sucedían las oleadas, que el viento pulverizaba en lo alto,
o convertía en verdosos remolinos de una velocidad pasmosa.
Cuando el buque reinició su marcha a un tercio de fuerza, por
haber aclarado, la tempestad recrudeció con mayor violencia, y em­
pezó a embarcar torrentes bullidores por la banda de estribor.
Estas aguas invasoras corrían a lo largo de la cubierta y tornaban
al mar por conductos especiales y canaletas.
A nuestra derecha, para confirmar que el mal era llevadero,
un vapor pugnaba por vencer obstáculos entre espantosos vaivenes;
y un bergantín, también con rumbo opuesto, y corridas todas sus
grandes velas, se había detenido entre el hervidero de espumas, re­
cordando a un vigoroso domador firme y tieso en los lomos de un
potro salvaje.
Nos hallábamos muy próximos al canal de la Mancha, o del
paso Inglés, como le llaman algunos marinos jóvenes.
El cambio no tenía nada de halagador en esa zona traviesa; pues
apenas nos deja la tempestad con que nos recibiera el golfo de Gas­
cuña, para que nos tributase honores durante tres días, pasado Cher-
bourg, volvió a cogernos como quien dice de bolea, sin dejarnos de
mano, ni aún en Southampton mismo, a cuya dársena no pudimos
arribar por falta de práctico y la oscuridad de la noche.
Recuerdo que en medio de la borrasca, viéronse en el oriente
dos rayos de sol muy pálidos y débiles a través de espesos vapores,
en tal forma colocados que no difería de los que se presentan en
ciertas estampas sobre la cabeza de Moisés con las tablas de la
ley en la cima del Sinaí.
Un judío que venía abordo, así los contempló un momento, dijo:
“en el canal nos aguarda el epílogo”. Así fue.

XIX

En tierra de prodigios

En Southampton descendimos diez de los quince pasajeros de


cámara; mi compatriota, que ya había establecido una entente cor­
dial con el jefe del buque, que acudió a saludarnos, y nos hizo des­
pedir con silbatos; sus cuatro niños, entró ellos Edward, el lindo

215
travieso; Jessie y su tía, que iban a pasar seis meses en esa bella
ciudad, llena de encantos y de notables monumentos históricos, em­
pezando por la capilla gótica en que contrajo nupcias Catalina de
Aragón y terminando por la última de sus antiguas fortalezas.
Al despedirme de Jessie, hice votos por su dicha. Todos éramos
aves de paso; acaso no dejáramos más rastro que ellas al surcar los
aires; tal vez nos volviéramos a encontrar en otras regiones algún día,
que pocos saben adonde les arrastra la fuerza de su destino.
Por el momento había terminado nuestra odisea en el mar con
buena suerte; y tiempo vendría de entregarse de nuevo a sus azares...
El simpático cónsul general de Norte América, coronel don Al­
berto W. Swalm, tuvo la deferencia de recibirme en la dársena, y
de constituirse en mi guía y mentor en el país isleño; y justo es
que aquí le reitere mis más sentidos agradecimientos, a6Í como a su
distinguida esposa, por sus nobles bondades.
También el señor Herbert Guillaume, canciller del consulado
uruguayo, quien se sirvió trasmitirme informaciones útiles.
Ya muy tarde, al otro día seguí con mis hijos viaje a Londres
en un tren rápido.
Marchaba éste entre una doble serie de ciudades y pueblos y
cuando se manifestaban claros, cesando las nutridas filas de edificios,
y de humear millares de chimeneas, era para admirar bosques
artificiales, trazos de correcto labradío, ingeniosos canales, intermi­
nables acequias, fábricas dispersas en las colinas como jalones de
la industria que no ha dejado a la holganza ni un palmo de terreno.
Luego con las sombras, se hizo más imponente el pasaje por
los túneles, el encuentro cada dos minutos con otros trenes que en­
traban y salían de las agujas con la velocidad del rayo, la reaparición
de ciudades y villas bajo el resplandor eléctrico, el cruzamiento de
nuevas columnas de vagones con destellantes linternas multicolores,
la irrupción a los puentes y la entrada a las curvas antes que hubiera
concluido la sorpresa, y a medida que se disminuía la distancia,
más compactos aparecían los centros urbanos, más fantásticas sus
calles inundadas de focos, más densos los gases en la atmósfera, más
ruidosos y colosales los talleres, todo como revuelto en un torbellino
de relámpagos, truenos, brumas en el fondo oscuro de la noche.
Al fin, el tren se detuvo...
Estábamos en Londres.
Antes de entrar al emporio conviene anticipar que la población
de muchas capitales se refundiría de un modo insensible en esta
metrópolis, así como las legiones de cien ciudades cabían bajo el
casco de oro de Minerva.
Para concluir con otra imagen de orden mitológico, exacto es
agregar: que nadie ve nunca en Londres la cuadriga de Helios avan­
zando rápida por las regiones de la aurora.
Habíamos llegado al centro maravilloso de los días 6Ín sol, de
los crepúsculos tristes y de las noches sin luna y sin estrellas.

faltan folios 40 - 41 • 42.


...descanso, de riquezas incontables y de esplendores que deslum­
bran; con todo, ella nace sin esfuerzo apenas, se va a otros sitios,

216
se aleja del foco radioso, se engolfa en las vidas del plano semi-
oscuro, se interna por grados en la maraña de callejas de la ciudad
tenebrosa donde empiezan a esbozarse los tipos siniestros, y se hunde
por fin en el dédalo de arrabales casi dantescos donde se vaga, se
gime, se ruge por aceras sombrías, se estropea el idioma, se ultraja
a la moral en la tiniebla, y corren riesgo la propiedad y la vida.
Cierto es que la acción policial alcanza hasta allí, que acom­
paña al viandante si éste la solicita, y que el orden no siempre se
altera, aunque en semejantes lugares sean casi nulos los lazos de
la disciplina y el temor mismo al castigo. En ese pandemónium de
las bajas capas sociales se entraña el peligro, no fácilmente conjura-
ble, si espíritus mal inspirados, instruidos y enérgicos agitaran con
alguna violencia el ambiente corrompido. Hay tal grado de pobreza,
trascienden tantas tribulaciones, trasudan tantas agonías, se incuban
hora a hora tan crueles dolores, se desarrollan dramas íntimos de
naturaleza tan salvaje, que extinguir estas ciénagas del vicio parece
obra imposible.
Como lo afirman todos, causa impresión el aventurarse en esos
laberintos circunvalados de casas altas, oscuras, silenciosas donde
parecen refugiarse las almas en pena, oirse hermanados el reniego
y el lamento, sino es la carcajada cínica con la disputa feroz. Lo
repudiado y lo abyecto han hecho liga; se incrementa y cunde el
vicio como un ácido deletéreo. White-chapel, por sí solo, cuenta
medio millón de hombres. Se ven en este barrio apartado callejuelas
extrañas, moradas tétricas, rostros taciturnos, que en rigor imponen,
y mueven a pensar en los estragos de una reacción atávica en el día
fatal de la decadencia.
Allí mismo, y en el barrio de los judíos, se alzan algunas cons­
trucciones de la opulencia, como un contraste obligado al exceso de
miseria. Por lo frías y severas, recuerdan a los feudos con almenas
y puentes, y a ellas no llega la protesta ni la ira del de abajo, que
se estrella en sus muros al igual del ave errabunda cegada por la
refracción solar en una pared blanca.
A cada uno de esos palacios aislados siguen interminables hileras
de mansiones vetustas, asilos de las familias infortunadas en que
se sufre la pena negra, y en cuyos escondrijos y tugurios pavorosos
no se eleva la plegaria o el ruego, porque ha muerto toda conciencia
moral y hasta la última esperanza.
Empero desde el tiempo en que Foucher lanzaba frases conmi­
natorias sobre Londres, mucho han hecho sus altas clases en sentido
del cambio, del confort y de las comodidades para obreros. Muchas
son las instituciones de caridad; y los hospitales se sostienen y pros­
peran con los dineros de la aristocracia. Los hay hasta para los
animales útiles, con profesores de nota. ¡Cómo sería ha veinticinco
años la condición de los proletarios, si ahora los inhábiles asombran
por su número!
Fuerza es detener el automóvil ante las fauces abiertas del barrio
de San Gil, y regresar al centro.
Cae la noche. Todos miran, se agrupan y comentan, porque
aquel vehículo se usa poco, es caro y se le mira con cierta prevención.
Por esos lejanos parajes, llenos de caminos tortuosos, muy angostos,

217
mal soleados y escasa lumbre, el carruaje eléctrico es novedad de
lujo.
Los cuadros conmovedores de la desgracia no necesitan muchas
miradas; basta una, para el que sabe del sufrimiento humano.
¿Quién en ese caso, no se da cuenta exacta del horrible amargor
diario de la infeliz ralea, que se arrastra al pie de los jardines col­
gantes de Babilonia?...

XXI

Sol de media noche

(Desglosado para “El País” de Bs. As. —folios 45 a 49)

XXII

Coleos del Leviatán

Pasan las dos, y es entonces cuando la avalancha aumenta de


un modo extraordinario. Un enjambre de vehículos cubre en su
totalidad el largo y la anchura de las vías, sin colisiones ni ludimientos.
Fuerza eléctrica y tracción a sangre se disputan el avance y la hora;
millares de hombres caminan, se detienen, corren, se aprietan, se
deslizan sin grescas ni pendencias, como lo hice notar. El policeman,
sin armas, está en todas partes, siempre firme en el tumulto, sin miedo
al atropello, a las ruedas y a los cascos, acatado con sólo levantar
la mano, a cuya señal se para o gradúa su marcha la fastástica cara­
vana de carromatos, ómnibus, coches, milords, arañas, carrozas, auto­
móviles, tilburys, bicicletas, brecks, jardineras y tranvías. Los esta­
blecimientos de grande giro lanzan fuera sus empleados por legiones,
llevando cada uno comisión distinta; y por su parte las fábricas
manufactureras no dan quietud a sus máquinas descomunales, y
arrojan al espacio increíbles torbellinos de humo negro.
En los puentes, van y vienen otras columnas de pueblo, de las
que unas desembocan en impetuoso raudo y se derraman en las ave­
nidas, y otras invaden las aceras, los centros fabriles, los escritorios
de cambio, siendo digno de observar que las mujeres, los achacosos
y los niños culebrean entre los peligros de esa imponente marejada
sin perder un zapato, un bastón o una pluma del sombrero.
Al ruido de tal flujo y reflujo se une el ronco silbato de los
barcos en el río, y el no menos atronador de cien locomotoras en
las estaciones cercanas.
En la famosa city se incrementa y sube la oleada de personas
en avances y contra desfiles sin concluir hasta la clausura de las
puertas bancarias. A las tres de la tarde, todo se ilumina por completo
como en el castillo encantado de la bella y la fiera, calles, palacios,
teatros, circos, hoteles, avenidas, plazas, monumentos, paralelos in­
terminables de edificios gigantescos.
La electricidad y el petróleo implantan al día; se sigue traba­
jando a favor de la lámpara V la bujía, como en el fondo de una

218
mina; las chimeneas continúan lanzando bocanadas espesas con chis­
pas; el tráfico toma vuelo, se acrecienta, se condensa, lo mismo que
un montón informe de equipajes y trenes de guerra a la entrada de
un camino perdida la batalla.
Parece que los vehículos se empujan, se atropellan y van a des­
trozarse. Y el choque no se produce. El mayoral hace una seña;
el cochero se desvía; el carrero se contornea; el automóvil cruza
roncando; el ómnibus parece cimbrarse; el tranvía marca el paso;
y hasta se da tiempo a que un entierro desfile tranquilo por las rendijas
o claros.
Es que se encuentra el policeman en su sitio, en posición acadé­
mica de esgrima, con su casco bien ceñido y tendida la diestra para
evitar el menor contacto.
Ante estos espectáculos llenos de vigor, de pujanza y de radia­
ción intensa; ante este movimiento insuperable de multitudes que
elaboran y que lucran conscientes y viriles, comprende el observador
atento cómo es que ya para ellos la voluntad es reina y el tiempo es
oro, la paz pública un precepto inviolable, el ahorro una virtud,
autoridad simple la del rey, y no majestad de tirano, templo la
escuela práctica, religión el hogar, gloria la industria, todo con fe
en el futuro y Dios en el alma.
El pueblo inglés es una sociabilidad de ingenio, de iniciativa y
de labor; tres condiciones indispensables para mantenerse por arriba
del nivel común, y seguir reclamando un buen grado de superioridad
moral en la lucha por la existencia.
De este ejemplo deberían aprovechar otros pueblos sin celos ni
precipitaciones, si aspiran a elevarse aunque sea en silencio sobre
sus propios extravíos, para surgir alguna vez con aptitudes indiscu­
tibles, y brillar en definitiva a expensas tan sólo de su esfuerzo y
de su sudor.
Un detalle muy interesante, es justo consignar aquí, ya que eco­
nomistas y publicistas de gran renombre han negado el hecho, o
por lo menos, augurado mal del antagonismo de las dos fuerzas.
La grande y la pequeña industria, en vez de hostilizarse, mar­
chan como buenas hermanas. La mayor mira sin desprecio a la menor.
No son decenas, son centenas de miles de fábricas, talleres y obra­
dores, las que cuenta Inglaterra, correspondiendo a Londres la más
considerable porción; y no son centenas de miles, sino millones de
obreros los que trabajan en ellas día y noche, acumulándose en la
metrópoli la suma más alta, con el empleo del vapor, del gas, del
petróleo y de la electricidad como medios motores. Hay también
talleres en que sólo se usa la fuerza muscular, con un tesón y una
energía asombrosos. En materia de hilados, el esfuerzo se multiplica
al infinito, lo mismo en tejidos de lana y de algodón, que en los de
seda, de encajes, de rasos, de medias, de lino, de cáñamo en enormes
cantidades. Los obradores montan también a decenas de miles, y
de su seno salen sólidos vagones y trenes, numerosos artefactos de
hierro, cadenas, anclas, cables, barras, lingotes, composición de tintes
e infinidad de objetos reclamados por el comercio y la industria del
transporte dentro y fuera del país.

219
Todavía se estilan allí los ómnibus que desterramos de Monte­
video hace muchos años, en las calles donde no hay tranvías, que
son las centrales y las populosas.
En talleres pequeños, que son incontables, se fabrican el gas, las bu-
jías y velas, las cerillas, muebles de todas clases, utensilios de hierro, pro­
ductos alimenticios, sombreros, calzados, cuchillos, cerraduras, enseres
de escritorio, baúles, valijas, armas de caza, anteojos, relojes, instru­
mentos de música, aparatos de óptica, vajillas de mesa, y otros mu­
chos objetos que, a pesar de su aumento constante, nunca superan
las exigencias de la demanda.
De todo ello resulta que, en este admirable país manufacturero
y fabril, las grandes industrias se sienten cómodas y prósperas, y
las pequeñas muy ufanas y desenvueltas sin miedo alguno a la sombra
del manzanillo, o de la aruera, para emplear un uruguayismo
oportuno.
Esta vida de Londres, que es un prodigio, sólo puede ser pareada
por otro prodigio: el de New York, su rival incomparable en el
renombre y la fortuna.

XXIII

La Torre

Al penetrar en este célebre edificio, trasunto de “cita dolente”


donde más que el crimen parece se castigaba el pecado; al internarse
el visitante en sus recintos de cortos pasadizos, en sus escaleras de
fantásticas curvas, en sus calabozos de techumbres bajas, propios a
sofocar el vuelo del pensamiento; al contemplar los muros enne­
grecidos por los siglos, llenos en ciertos lugares de extrañas inscrip­
ciones, reveladoras de hechos nefandos y románticos martirios; al
sumirse en mazmorras parecidas a bretes de fieras, con sólo una
abertura tallada en cruz en el granito para dar cabida a pobres
átomos de mortecina claridad, todo rodeado de misterios y escondido
en una sombra de sepulcro, vacila la planta, la vista se enturbia,
el ánimo se encoge, y si a algo acierta, es a preguntarse qué cosas no
denunciarían esos sitios siniestros, qué no hablarían las paredes dobles
en que se escribió la última esperanza o se grabó el postrimer adiós,
si pudieran repetir el eco de los gritos de dolor que en ellas se
estrellaron; cuántas quejas hondas el suelo duro y frío si en él
hubiese hecho mella el angustioso llanto; cuántos secretos los fosos
y pasajes subterráneos, la puerta de los traidores, los puentes leva­
dizos, los encierros de lo alto, húmedos, yertos, desolados; los descansos
de la gradería dantesca donde solían prosternarse los condenados al
marchar al cadalso, el paraje aquel señalado por cuatro postes y
cadenillas de hierro, donde cayeron bajo el hacha cabezas de varones
prominentes y de hermosas mujeres; y, por fin, aquella torrecilla
llamada “sangrienta” en que fueran sacrificados los hijos de Eduardo
en el silencio de una noche...
Algo semejante al espíritu satánico con que se nos pinta la musa
de la tragedia antigua, flota en ésta que fue mansión forzada de
nobles inocentes y de almas protervas; y al acumularse los recuerdos

220
históricos, rebullen en la mente y adquieren tinte y vida los dramas
crueles; créese oir allá en el fondo de la capilla un perpetuo salmo
a la muerte, renacer las escenas palpitantes de amor y odio, de in­
mensos cariños y agravios formidables, y verse brotar hilos de lá­
grimas y gotas de sangre muy roja de la muralla fatídica.
De lo profundo de aquella noche de piedra no surge ni un
resplandor, sino que se alza un vaho asfixiante de memorias horrendas
con su cortejo de rencores y venganzas, de intrigas y de calumnias,
de celos y de envidias, de suplicios sin proceso ni sentencia, de pa­
siones rebeladas en sublime paroxismo, de virtudes santas que trasudan
con la protesta escrita en el muro despiadado, y de roncas voces de
la conciencia pecadora que se retuerce en la soledad infinita de su
duelo.
La Torre Beauchamp se destaca fría, de una lugubridad inde­
cible, frente al patio de las ejecuciones.
Penetré en ella, con mis acompañantes.
Un guardián de casaca roja y bonete redondo de piel de mono,
bajo y cuadrado de espaldas, ojos saltones y patillas de tigre de
Bengala, nos salió al encuentro para enseñarnos las inscripciones di­
versas hechas en el muro por personajes célebres que allí moraron
durante lustros o de allí salieron para el último suplicio.
Esas inscripciones se conservan íntegras algunas, y otras borradas
en parte, aunque practicadas a punzón; y para todas por ser casi
indescifrables a simple vista, se necesita el uso del lente.
Las hay con adornos y escudos, amontonadas, como archipié­
lago, sin duda para aprovechar el corto espacio de los parástades,
utilizable a la escritura por la tersura del revoque.
Están en latín, según la costumbre de la época.
El aspecto impone; los detalles estremecen; el conjunto árido y
severo invita al recogimiento.
Todo dice en su silencio espantoso: debí ser una obra sin nombre.

XXIV
Eduardo y Ricardo
Empieza el paseo dantesco...
Aquí, en esta estancia lóbrega, un hombre de gran valor sollozó
años enteros; en aquella otra de rudo enverjado, una bella impeni­
tente besó con su bermeja boca el granito, creyéndolo menos duro
que el corazón de su dueño implacable; allá, bajo esa bóveda ceni­
cienta, levantó su plegaria Ana Boleyn, calificada de infiel y de
incestuosa por Enrique el octavo, Barba-azul de levadura real...
Por este descenso de escalones increíbles, empinados y torcidos,
cubiertos de grietas y desgastes, que más semejan tramos de una
gruta, formados por lobos marinos, bajó la infeliz hermosa al pe­
queño corredor sombrío que conducía al puente y al patio fatal,
donde la aguardaban el sayón, el tajo y el ataúd...
El mismo sendero de congojas y tinieblas siguió Catalina Howard,
quinta esposa desdichada, envuelta por el suspicaz monarca en una
trama de celos...

221
su

También Juana Gray, aquella deliciosa criatura intelectual que


leía en griego a Platón, que atraía con sus formas de escultura, que
fue reina sin quererlo, para morir con dignidad y firmeza por orden
de María Tudor...
Allá, en el ángulo de la derecha, en el torreón escueto cuyos
cimientos lame el Támesis, fueron encerrados los inocentes Eduardo
y Ricardo, hijos de Eduardo el cuarto, rey el primero bajo la tutela
de su tío el príncipe de Glocester.
La impresión que produce ese recinto es intensa y profunda.
He visto reproducidos en cera los personajes de la tragedia, de
un modo fidedigno a juicio de críticos inteligentes.
Según esta reconstrucción del crimen, los dos niños rosados y
blondos, de once y nueve años de edad, duermen dulcemente en el
mismo lecho, colocado contra la pared del fondo de la torre “San­
grienta”.
Ese lecho, de cortas dimensiones, tiene una ligera colgadura
arrollada a las bandas en las extremidades de la cabecera.
Pareciera que estos seres candorosos, ya dominados por el trato
de sus verdugos, se hubiesen rendido entre zozobras al sueño, porque,
vueltos al mismo lado, Ricardo, el más pequeño, ha pasado su bracito
por el torso de su hermano, ciñéndolo con fuerza cual si presintiendo
el peligro buscara auxilio en quien era su señor y rey.
La cámara hace resaltar más su negrura a la débil luz de una lám-
parilla de aceite, que se refleja tenue y funeral en las cabecitas rubias.
Los sayones de Tirrel, agentes de Glocester, observan atentos si
en verdad los niños reposan.
Uno de estos verdugos tiene apoyadas sus dos manos en el
colchón, y su cara casi encima de la de Eduardo, como ya listo a
tender la garra. Se ve un paje inmóvil, con los brazos cruzados, allá
en el fondo.
En los rostros de estos hombres, demudados y lívidos, se lee
con la resolución del delito, una expresión rara de lástima y de dolor.
Pero, la orden se había dado, y los vasallos tenían que obedecer.
Con las mismas almohadas en que descansaban los menores
indefensos, la obra era rápida y no dejaba rastro de la fiera.
Un poco de presión brutal, y todo quedaba consumado...
Casimiro Delavigne ha sabido idealizar en su drama imitativo
del de Ricardo III de Shakespeare, este episodio conmovedor.
Acaso Ricardo de Glocester, como tío, se consideró más habili­
tado para el doble crimen que el padre de los dos inocentes, cuando
éste mandó matar a su hermano Clarence en los últimos días lúbricos
de su reinado.
De reyes así impulsivos, la serie es larga; forma dinastías!

XXV

La sala blanca. María Estuardo

En el centro del secular monumento erigido para penarlo todo,


menos la injusticia humana, se espacia una especie de rotonda, que

222
es el coronamiento de la torre Blanca, cuyas paredes de grande
espesor y claraboyas caprichosas por no decir troneras, denuncian
a pesar de la mano de obra posterior que también tuvo sus puntos
de analogía con la torre del hambre en que se mordió las manos
Ugolino y vio fallecer uno a uno sus cuatro donceles para que él
comiese de su carne.
Con todo, mucho atenúa allí un notable museo de armas antiguas
el horror de los recuerdos.
De blanca no tiene la torre nada, salvo esas armas; sin duda
de ahí proviene su nombre.
Por lo menos, aparejadas con las épocas que ellas simbolizan,
sugestionan por distintos conceptos; aunque pasada la impresión, el
recinto mismo obligue a pensar en las escenas pavorosas desenvueltas
durante centurias en medio de tanta grandeza.
Hay allí abismos para la memoria, como misterios en un mar
de fondo.
En contraste con las sombras del delito, lucen los aceros heroicos.
Lo legendario en el amor y el odio, se entremezcla y confunde
con lo legendario de la gloria, a modo de intrincados gavilanes en
el puño de una espada triunfadora.
Bajo las arcadas negras, destellan claridades las prendas del
valor y de la guerra; aun aquellas que empuñaron los monarcas
homicidas, sin excluir las del paje, el juglar y el escudero.
La costumbre caballeresca encerrada en la torre, inmóvil dentro
de sus armaduras y tiesa en sus corceles vestidos de hierro, no es
estafermo para el comerciante, el industrial, el cambista y el obrero
que la miran y contemplan con asombro y respeto, por ese espíritu
conservador a que me he referido al hablar de Londres y de los
caracteres de la raza.
Es un deber casi religioso, guardar en cofre o bajo lápida el
puñado de polvo a que ha quedado reducido el cuerpo de un procer
o de una adúltera, de un mártir o de un reo no vulgar. Con mayor
motivo, los objetos valiosos o sencillos que en paz y en guerra usaron
otras generaciones de más talla física, más ardorosas e impulsivas,
con otras propensiones y muy diferentes ideales.
El culto de los muertos se extiende a todos los símbolos mate­
riales de sus épocas respectivas, y los museos tienen por fin la ense­
ñanza y el ejemplo por los ojos con sus muestrarios solemnes orga­
nizados por reglamentos irreprochables y vigilados por guardias
severos.
Lo grande, lo mediocre, lo pequeño, lo diminuto tiene su repre­
sentación y su composición de lugar, desde el rey guerrero hasta el
barón modesto; desde los gigantes lanzones de torneo hasta la
panoplia de estiletes y puñales; desde la coraza y el escudo feudal,
hasta los hierros oscuros del suplicio.
Do quiera brillan puntas y broqueles, espuelas y acicates, cascos
y viseras, porque el ciudadano es extremoso en estas vetustas reliquias.
Más que amar la forma, que suele ser tosca, se venera el objeto.
Las cosas de la edad media se destacan por su originalidad, su
peso, sus cinceladuras, sus brocados, sus rendajes, y estribos, coimo

223
una resurrección de artes vulcánicas que no han de volver porque
la fragua se apagó y los moldes se perdieron.
Descuellan armaduras defensivas de un temple poderoso y de
una mano de obra inimitable, como las de Enrique VIII, Carlos I,
Jacobo II; o estimulan a creer en el “hechizo del músculo” lanzas
y espadas, sables y picos; corseletes y morriones, adargas y dagas
de triple filo; rodajas de hierro y borceguíes de acero; guantones de
escamas y manoplas de mallas; mazas aplomadoras y clavas de diez
agujas; arcabuces de chimenea y pistolas de extraños gatillos; ca­
charros de boca estriada y cuchillas de doble curva; cañones y
obuses de proyectil de piedra; hachas cortas y tajantes yataganes;
pesadas alabardas y gumías de canal; enormes chuzas y rejones de
sierra, garfios de tres garras y espadones de gran taza o anillos en rosca;
cotas de metal fino perforadas por balas y escudos cóncavos refor­
zados de punzas; rodilleras de plata y pretales de bronce; cabecetes
fornidos y corazas de una pieza; admirables juegos de espadines y
de estoques, de birretes y colleras, de talabartes y cinturones; mos­
quetes de sustentar con horquilla antes de aplicar la mecha, y en
medio, formando barrera alrededor de jinetes y lidiadores ilustres,
una baranda de machetes de celebrados veteranos con mango de
bronce en cruz.
A los costados, más armeras y perchas cargadas de hojas primo­
rosas por su calidad y estructura; fusiles de cazoleta y pistolones de
chispa; alfanjes damasquinos y bayonetas de un siglo; hacia la
izquierda de la gradería de entrada, nuevos trofeos artísticos con
incontables ofensivas, de tal bruñido y limpidez, que destellan a
la luz eléctrica como soles de acero.
Este cúmulo de antigüedades históricas, hacía contraste con lo
que yo había visto en otros museos notables de la gran metrópoli;
los que sin dejar de poseer su caudal precioso de armaduras, inclu­
yendo hasta el sable de vaina dorada que en Marengo llevó Bona-
parte, exhiben infinidad de objetos de diversos órdenes en correcta
distribución y armonía.

XXVI

Un aparte. María Stuard.

En uno de ellos, el de la señora Thusaud, los instrumentos de


suplicio se muestran junto a las propias víctimas modeladas en cera;
si ya no es que a ellas están ligados de una manera que suscita la ilusión
de la realidad. Horcas y garrotes viles, guillotinas y tajos, hachas y
postes, esposas y grilletes, argollas y banquetas, cepos y collarines,
tenazas y martillos, parrillas y camas de hierro, pinzas y dogales,
silla eléctrica, y variados armazones de patíbulo, aparecen en muchas
partes ajustados a su aplicación práctica en los tiempos en que se
emplearon o se estilan, con los reos de tamaño natural colocados
convenientemente en el acto de recibir el golpe.
En estas salas que llaman de “horror” alumbradas con focos
eléctricos, ios cuadros de emoción se suceden a cada paso.

224
Interesa y conmueve el de la ejecución de María Estuardo en el
castillo de Fotheringay; la célebre reina que enviudó a los dieciocho
años y estuvo diecinueve cautiva de su rival hasta la hora de la
muerte.
La presentan de rodillas, muy bella y elegante, esbelta, todavía
en flor de juventud, con los ojos vendados y las pequeñas manos
tendidas hacia el tajo, trémulas, casi crispadas por el terror.
Su talla, su porte, sus brazos, su seno, sus labios encendidos y
entreabiertos por el sollozo final, atraen y suspenden.
Delante del poste fúnebre se ve un montón de hojarascas para
absorber la sangre. A su izquierda se halla el verdugo de pie, con
su instrumento cogido a dos manos.
Este personaje está enmascarado, lleva antifaz hasta la boca,
y parece gozarse de antemano del deleite feroz que ha de proporcio­
narle aquella trágica hora.
La crónica del tiempo informa que la desventurada reina de
Escocia no sucumbió al primer golpe, y que fue necesario un segundo
muy recio para separar del tronco gentil su cabeza encantadora.
Dicen que hubo saña, y se ha tejido una leyenda lúgubre en
redor de este misterioso sayón.
El noble Tomás Howard había intentado salvarla, acaso atraído
por una fuerza pasional irresistible; y poco después, pagaba con la
vida su denuedo.
Antes, habían caído por ella y con ella, las cabezas de Trock-
morton de Parry, de Babington y de Parsons.
Sin duda era la viuda de Francisco II una María llena de gracia,
desde que personalidades tan distinguidas daban por ella hasta la
última gota de su sangre. Esto honra a la nobleza inglesa.
Tal vez fue gran delito de aquella princesa el haber nacido
hermosa, en ejercer prestigio fascinante con sus personales encantos,
en prestarse por su misma contextura física y moral al alto poema,
y en poseer el don de cautivar los más probados caracteres sin esfuerzo
y sin violencia, así como lo hacen la flor y el ave con su aroma y con
su canto al nacer de la aurora o en el silencio de la noche.
Como los grandes caracteres, que son siempre muy escasos, sólo
pueden ser atraídos y dominados por mujeres superiores, que son
muy contadas también, la historia explica por qué Isabel, de educación
clásica, sin haberse encausado nunca seriamente en un proceso de amor,
sintió celos y premeditó desagravios.

XXVII

El secreto del drama

El romance dramático tiene sus causas claras y precisas; y aunque


sale de lo común, no carece de símiles emocionantes.
Se asegura por historiadores diversos, que la nota se extremó
aquí por envidia, antes que por celos; pues Isabel que decretó la
muerte, no quiso casarse nunca, y hasta hubo de ser consagrada
por sus coetáneos como casta y pura a la finalidad de su reinado.

225
¿Quién era Isabel? Una hija de Enrique el octavo y de Ana
Boleyn. Había heredado de su terrible genitor el carácter volunta­
rioso y dominante. La tradición triste de su madre muerta en el
cadalso por mandato de su propio consorte, la hicieron desde niña
prudente y reservada, melancólica y reflexiva.
El enlace de Enrique con Juana Seymour le atrajo la desgracia
de ser declarada “ilegítima”, pues que ella descendía de mujer ful­
minada por adulterio e incesto.
Las veleidades de su padre, al contraer nuevo matrimonio con
Catalina Parr (siempre el nombre de Ana comprendido en estos
nombres), anuló el acta anterior.
Pasado el tiempo, y en tanto fue monarca su hermano Eduar­
do VI, se consagró por entero a la vida intelectual. Apenas salió de
la edad de niña, fueron para ella familiares la música y el canto;
hablaba con corrección un idioma muerto, el latín, y entendía otro,
el griego, al punto de enamorarse de la vieja Hélade.
Cuando fue reina, y gran reina por su talento, su cultura y su
habilidad política, entre otros hombres de altos méritos la asesoró
Bacon; dominó y venció a enemigos poderosos; supo atraerse el
amor de su pueblo por luengos años; y bajo su cetro brillaron con
luz incomparable Spencer y Shakespeare.
Esta mujer de tan elevada talla, por no desmentir a muchas de
su sexo, gustaba mucho de la coquetería, a juicio de sesudos analistas.
Quería imperar en todo, hasta en el cariño y la admiración de
los varones que sobresalían por sus virtudes y el lustre del apellido.
¿Amó a alguno de los muy eximios que la rodearon? No se sabe.
Pero, en cambio, María Estuardo tenía siempre en torno un
cortejo selecto de caballeros, hipnotizados por su hermosura y el
hechizo de sus halagos.
Era esta una gran piedra en el camino de su hegemonía.
Esa dama privilegiada, que tenía de hada y de ángel para reunir
a su lado notables personas y rendirlas con una mirada o una sonrisa,
estaba demás en la misma escena, y fuerza era hacerla desaparecer.
Isabel ansiaba ser sola, y lo fue. Para ello, introdujo en Escocia la
discordia explotando las preocupaciones religiosas. El plan obtuvo éxito.
María tuvo que venir a ella a suplicarle amparo, y muy clemente
Isabel se lo concedió, para encarcelarla luego con sus amigos leales,
y condenarla más tarde a la última pena.
Este cuadro final del romance, fue también para ella una amar­
gura.
Cierta crónica afirma que el hombre que hizo de sayón, y de
sayón torpe, no ejerció tal oficio ni se puso antifaz para cumplir
la ley o la orden, sino para satisfacer un instinto de venganza
personal.
Hasta en eso, a partir del dato sufrió un quebranto la coquetería
de la ilustre reina: no fue por sumisión a ella, mas sí por agravio
o desdén, que alguien se prestaba a servir de verdugo con una
máscara, para su sentencia implacable.
María había nacido para el amor, y no para el gobierno.
Isabel soñó acaso con el amor intenso en su mocedad huraña, y
casi romántica; pero aquella rival feliz, aun escondida en su tierra de

226
montañas donde sólo resonaba el eco de la cornamusa, le distrajo
los seres superiores que ella hubiera deseado ver a sus pies, humildes
y sumisos.
Cuando María murió; cuando ya la estrella se había extinguido;
cuando por quererla con frenesí habían caído bajo el hacha indo­
mables caballeros, Isabel sintió una reacción, y hasta llegó a cen­
surar a sus hombres de estado como culpables de exceso de celo.
Tal vez reconoció haber incurrido en un error o en un pecado
en el fondo de su espíritu, y declinó responsabilidades sobre sus
vasallos.
En el santuario de su conciencia pudo oir la voz tierna y
suplicante de la reina de los torneos, de la trova y del idilio que
le decía que no era suya la culpa de haber nacido para merecer la
adoración de muchos; y quizás por esto, ya anonadado para siempre
aquel tipo sugestivo de la pasión, la gran reina se recogió en sí
misma, sintió el torcedor del remordimiento, se consideró pequeña
ante tanto infortunio, y retorció con increíble energía en su corazón
todo anhelo de dicha egoísta, condenándose a no amar a ningún
hombre, ni a “quemar aromas en los altares de la poesía de la vida”.
La imagen de María debió estar de continuo en su memoria;
porque se volvió adusta y fría, pudorosa, inaccesible, aun en los
años ardientes en que se sueña y se exalta el sentimiento hasta el
delirio.
Aquellos triunfos de la pasión en grado sublime, aquellas dulces
venturas de la juventud entusiasta y ambiciosa, que constituyen
la plenitud del ensueño humano, no eran para ella, hija de pecadora
—según la sentencia de su fiero genitor—; y a todo renunció para
ser sólo reina y señora de sus súbditos, árbitra exclusiva de los
grandes destinos de Inglaterra.

XXVIII

Juana Grey

Uno de los símiles a que me refería, está en los anales de la


Torre, a que vuelvo, y ya lo mencioné de paso al citar el sitio de
ejecuciones.
El nombre de Juana Grey, se destaca con un suave fulgor entre
las densas tinieblas de estos procesos sin parecido.
Reina ella, como la anterior, fue víctima de otra reina de la
misma dinastía que terminó con Isabel.
María Tudor se amaba también demasiado a si misma, para
tolerar rivales de alcurnia y fuste.
La inteligente e ilustrada Juana, que leía filosofía espiritualista
en textos griegos y que adoraba en Platón la concepción del
alma, se encontraba en ese rango.
Recluida en la torre con su esposo, al principio se les perdonó
a los dos la vida. La causa era muy nimia: una intriga.
Pero, un alzamiento en armas de amigos imprudentes, operado
más tarde, precipitó a María Tudor a resoluciones irrevocables, y
mandó decapitar a los presos.

227
En el fúnebre patio fue el drama.
Al contrario de María Estuardo, a quien dominó la angustia
en el minuto fatal, Juana Grey se mostró altiva y enérgica, diri­
giendo palabras dignas a las mujeres que cerca de ella lloraban.
Se le puso la venda; escuchó las frases de aliento del obispo:
se hincó en el almohadón colocado frente al poste; extendió las
manos para tantearlo... A su izquierda, estaba quieto el verdugo,
con la siniestra firme en la extremidad del mango del hacha, que
pareciera ocultar compasivo.
A juzgar por el cuadro de Paúl de la Roche que me sirve de
guía, y que en opinión de los más competentes es de una fide­
lidad perfecta, este ejecutor resulta un mozo alto y fornido, vestido
de gala, de rostro bien modelado y barba nazarena. Llama la aten­
ción su mirada baja, humilde, hondamente triste, a la espera que la
noble cabeza se pose en el tajo. A su lado vése el féretro forrado
en negro.
A una mujer de tan alto intelecto, no se le premitió estar junto
a su marido, con quien hubiera confundido sus tribulaciones y con­
solándose como la desterrada de César “de su dolor presente con
el recuerdo de la felicidad pasada”.
Tampoco ella lo llamó para despedirse, sin duda temiendo fla­
queara su ánimo con el adiós en la hora de agonía.
Se acordó que había sido reina, y puso el cuello...
Cuando esto pasaba a Juana en la torre Verde, allá en un
ámbito de la torre Hill ya había rodado la cabeza de su esposo
Guilford de un solo hachazo certero.

XXIX

Puerta de los traidores


(A traitor gate)

Por aquel pasadizo oscuro, en cuya arcada tétrica pudiera escri­


birse el verso implacable lasciate omni speranza... entró y salió
Tomás More, insigne hombre de estado, relevante escritor y miembro
del foro.
Allí lo condujo, como a tantos otros, el crimen de lesa majestad;
o sea un supuesto delito de alta traición.
¿En qué consistía? En no haber querido reconocer la supre­
macía espiritual de Enrique el octavo.
Verdad es que antes, se había rehusado a emitir juicio sobre
uno de tantos divorcios del rey.
A la nobilísima pertinacia de este varón austero en resistir a
la pretendida infalibilidad del rey, se aunó aquel antecedente de
altivez, y decidió su fin.
Era amigo de Erasmo, el pensador y filósofo.
En la celda que le sirvió de albergue, y que tan admirablemente
ha reproducido Herbert en su lienzo, premio reservado por la in­
gratitud a sus irreemplazables servicios y virtudes, le acompañó algún
tiempo su hija Margarita, alma llena de bondad y de unción, capaz

228
de alivio y de consuelo. Es tan difícil consolar a los espíritus ilu­
minados!... Aunque él la adoraba, como todo hombre de fortaleza
a sus criaturas, no necesitaba de alientos. Tenía la conciencia de
su grandeza moral; y así es que dijo, al conocer la orden del mo­
narca: “deseo que se me den por el verdugo cinco hachazos, uno por
cada herida de Cristo”.
Frente a esa puerta que mira al río, de enverjado de hierro con
lancetas, baja, enarcada y maciza, ya no hay puente.
Tras de ella, han sido cegados los fosos y destruidas las escali­
natas que conducían a los subterráneos.
Al que penetraba por allí, como Tomás More, cuando éstos
existían, había que improvisarle pasaje con tablones, hasta llegar
a los tramos de una escalera de piedra guardada por alabarderos,
y que era como la gradería de los martirios en celdas sin oxígeno
y sin luz.
Por allí entraron, como otros muchos, en nombre del quia no-
minor leo, el arzobispo Craumer y lord Strafford.
Este último hizo el tránsito para morir desde la torre “San­
grienta”.
No hay más que contemplar el lienzo de Goodall Craumer ai
traitor gate, para darse una idea completa de la vieja prisión en
esa parte y del horror que debía inspirar al recién venido con sus
bóvedas de ala de cuervo en el color, sus muros ciclópeos, sus ven­
tanillas avaras, sus abismos al flanco y sus misterios al frente.
Apenas se andaban cuatro escalones, la claridad se perdía, como
azorada de tanta negrura.
De qué gusto sería el agua que el cielo no niega al ave vaga­
bunda y de qué color el pan miserable que se repartía a los reos;
de qué timbre la voz de los guardianes y de qué grado el rigor de
la consigna; de qué jergón el duro lecho y de qué blandura la pobre
almohada; a qué extremo llegaba el sufrimiento y cuántos quilates
medía la esperanza, sólo podrían revelarlo las propias piedras que
fueron testigos de tantos poemas ignorados, de tantos sollozos des>-
garradores, de tanta inocencia y de tanta culpa ahogados brutalmente
en el silencio.
En cada pasillo lóbrego se cree ver un espectro; en cada curva
de escalera un sayón taciturno; y parece oirse en cada bajada una
voz triste que implora, y en cada revuelta una queja que se extingue.
Sólo falta allí el murciélago, porque el cuervo se cría.
He visto dos que se mantenían sosegados y se rascaban a la
recíproca, junto a la puerta por donde salió Ana Boleyn para darse
al verdugo.
Pasé muy cerca de ellos, y no se inquietaron.
Tal vez fueran quintos nietos de otros que miraron impasibles
el degüello de Catalina Howard.
Preguntado un guardián por qué estaban esas aves allí, contestó
que eran de la casa.
A un lado de la ventana estrecha por entre cuyos barrotes sacó
sus manos el arzobispo Land para bendecir a Strafford, que puso
una rodilla en el descanso de la escalera, cuando marchaba al patí­
bulo, hay calabozos de aspecto tan lóbrego que . causan aprensión

229
y angustia. Por delante de ellos pasó Wentworth al salir de la torre
“Sangrienta”, víctima de un “billmenguado” del rey a quien había
servido fielmente, para concluir su vida con singular entereza.
El mismo Land que le dio en el tránsito su absolución, siguió
tiempo después igual destino, pisando uno a uno los tramos que
hollaron la planta de Strafford.
Carlos I, que consintió y firmó la muerte de este último, que
era su leal amigo, entregó bien pronto su cabeza al tajo.
También se le calificó de traidor.
Ante el juicio sereno de la historia, no lo fue ninguno de los
que pasaron los umbrales de la famosa puerta.
Entonces como ahora, se consideraba muchas veces como traidor
a todo hombre que se ponía en pugna con los intereses menguados
y personales en salvaguardia de los principios, y practicaba actos
de conciencia, con la diferencia de que al presente no existe sino
en el nombre el delito de majestad y no se condena por tribunales
en comisión, lo que deja indemne la integridad de la personalidad
moral contra la imposición absolutista de uno solo o de muchos
reunidos, pues que la índole del despotismo no cambia, ya provenga
de un tirano, ya de una oligarquía o de una turba desbordada.

XXX

Las memorias históricas y el pensar moderno

La tradición de la Torre, casi en todos los casos trágicos, hace


desfilar víctimas y victimarios, hombres y mujeres, en fúnebre cortejo.
Unos en pos de los otros, van perdiendo la existencia por motivos
idénticos y de la misma manera, realizándose con demasía la fórmula
bíblica de que, quien a hierro mata a hierro muere.
Escaparon a esa sanción algunos de los grandes culpables.
Del examen prolijo del conjunto y de los detalles, resulta esta
conclusión lógica: los ingleses proceden con envidiable cultura y
tino al conservar este y otros monumentos de épocas singulares,
porque ellos moralizan y edifican hombres y muchedumbres, con
el espectáculo permanente de las puras acciones y de las iniquidades

Mientras que en el interior de la torre todo se exhibe quieto,


todo duerme el sueño de piedra de los siglos, todo expresa en su
mismo ambiente de tumba que aquello es lejano e incompleto
reflejo de generaciones ya disueltas y confundidas con el polvo que
se huella, en el exterior se agita y truena una vida formidable,
trabajan millares de fábricas al empuje de una mecánica colosal,
se derriba lo inútil y se reconstruye ganando al espacio lo que el
suelo niega, se despliega una actividad digna de las fraguas de Vul-
cano, se piensa, se combina y se ejecuta sin pérdida de tiempo, y se
ansia ensanchar el porvenir británico con el tamaño de un mundo...
Sobre esas agitaciones y ruidos que no cesan, la Torre siempre
está allí, alta, muda, siniestra en el ribazo, como una imagen descar­
nada y yerta de lo que fue.

230
Fuera de ella, la colmena repleta de miel y de enjambre, los
fragores de usinas y talleres que arrojan cosas útiles a miríadas,
como las imprentas a millones las hojas volantes; dentro, los fan­
tasmas vestidos de hierro, los recuerdos épicos, las románticas leyen­
das escritas con sangre, la calma del sepulcro!
Pero, el pueblo que por allí a toda hora pasa y ronda, mira con
veneración la reliquia; no precisamente por el respeto que debe
a sus héroes, a sus sabios, a sus mártires y ¿por qué no decirlo?
a sus mismos grandes déspotas, sino antes bien por el culto que debe
a su historia nacional, tomando a la humanidad como ha sido y
como es.
El león alado, con la garra poderosa puesta sobre unas como
tablas de la ley, que yo contemplé en un hueco de la torre Blanca,
mirando fiero a los reyes y hombres de bronce, queda allí como
símbolo de fuerza y libertad; pero todas sus fabulosas energías se
han desparramado fuera entre las masas del pueblo para servir al
trabajo, a la civilización y al progreso.

[Faltan los originales del folio 68 al 81 inclusive.]

...abandonar la abadía.
Me privó esto, entre otras cosas, verificar si los restos de Byron
se encontraban allí.
Creo que lo estén, donde se hallan los de otros que no lo superaron
ni igualaron siquiera en inspiración y genio.
Este poeta infortunado, que vivió pobre hasta que su abuelo
murió, y que después, lord y opulento, abandonó sin causa a su
esposa, siendo por ello execrado y acerbamente maldecido, sin darle
lugar al arrepentimiento y al perdón, era de índole melancólica y
propensa a la extravagancia.
Produjo mucho su admirable numen; pero fueron notas sobre­
agudas Childe-Harold y Don Juan —su obra maestra.
Acosado por las emulaciones y los odios, fue duro, mordaz e
inexorable. A la amargura de los antagonismos crueles y del desco­
nocimiento de sus méritos, agregaba él la de una casi cojera de
nacimiento que le mortificó en su breve vida hasta hacerle adusto,
escéptico y agresivo.
Aspiró en sus primeros años aire de libertad sin freno en las
montañas de Escocia como un águila vagabunda; y después, en
otros países, pidió a la nostalgia el estro que le negaba su patria.
Se distingue de todos por lo irónico, personal e hiriente; es
apasionado y sugestivo; reniega de la fe y hasta preconiza el mal,
tiene algo de arcángel rebelde y de dragón; vuela en la luz, y
aparece sombrío!
En las aulas, todavía adolescente, sostuvo teorías extrañas, y
dio la más alta nota de la indisciplina y del desorden.
Sus amores precoces tuvieron resonancia y le prepararon una
atmósfera de recelos y prevenciones, que debía aumentar en densidad
con las rivalidades, una vez que demostró talento.
Se lo negaron.

231
No podía poseer ese don superior, según sus coetáneos, un sujeto
que ellos habían conocido pobre cuando niño, mal vestido y peor
peinado, con costumbres licenciosas, osado y atrevido, especie de
vago de los desfiladeros de Escocia, sólo digno de soplar la cornamusa,
nunca la trompa épica.
Además era casi cojo. ¿Cómo había de tener talento un mozo
rengo? Ni suponerlo siquiera. No faltaba más!
La tempestad de las envidias y de los rencores fue terrible,
apenas él dio una base cualquiera para el ataque y Ja mordedura.
Según aquel criterio, una mujer que pretendía brillar en los
Balones de la época por sus dotes físicas sobresalientes perdía en
vano su tiempo, pues cuando niña había tenido lagañas, de balde
era que ostentase dos ojos maravillosos.
Y a eso, que argüía algún émulo del genio, le contestaba otro,
apoyándolo con todas sus fuerzas: “ni que hablar; no puede ser
bella, desde que la habéis conocido lagañosa cuando era muchacha!”
Sobre estas cosas, propias de lo que, en el realismo contempo­
ráneo se ha llamado la “bestia humana” bordó con mucha gracia
su “verruga” tiempo después el malogrado Mariano de Larra.
El error de Gordon, fue darles importancia excesiva, y escribir
su famosa sátira sobre los bardos ingleses, que fue su principio de
perdición.
—Por lo menos, ya que le negáis el talento, reconoced que el
joven tiene virtudes —observaban algunos que no lo conocían, pero
Bobre quienes por irradiación obraba de un modo mágico el genio
de Byron.
—¿Virtudes? —replicaban sus rivales—. Ni por herencia. Su
padre fue un libertino que disipó su haber, sin dejarle ni para el
calzado. El chico tenía que ser a la fuerza un pilludo, desde que
iba a la escuela con los botines rotos, y comía de vianda mísera y
fría tan sólo una vez...
Y ante esta grita despiadada, que no acalló ni el adiós a su
esposa ofendida, se alzaban allá en lo oscuro algunas voces humildes
y tristes, ecos tal vez del sentimiento de justicia refugiado como un
mendigo en los antros mismos del dolor, para decir:
—En nombre del señor crucificado, que nunca recibió coturnos
de su padre: recordad que cada uno es hijo de sus obras.
—¡Falso! —respondía en masa la hueste enemiga. Este es un
hijo del pecado.
Y el poeta, descendiente de reyes por una y otra rama, aún
poseedor de alto diploma y de la cuantiosa fortuna de su abuelo
el almirante, en plena juventud y repleto de bríos, fue por siempre
infeliz.
Al alejarse de Inglaterra, no llevó consigo ni una ilusión diáfana
y pura. For ever and ever.
Compréndense así aquellos versos de hondo desencanto, que
dicen traducidos en prosa amarga:
“Todo acabó!... Pero dejad siquiera a un desgraciado el con­
suelo de amar”.
Había nacido con privilegios. En su hermosa cabeza de nobles
contornos, intensamente animada con dos ojos de fuego, acumularon

232
increíble fuerza de inspiración las agrestes soledades en que creció
su infancia, el libre ambiente de las montañas, las playas y las rocas
de los mares procelosos.
Al defenderse con ímpetu juvenil, propio de campeón de una
olimpíada, fue cruel en la burla y el sarcasmo. Hirió en la carne
y en el alma a los que nunca perdonan, a las medianías.
De ahí su voluntario destierro perpetuo.
A Jorge Natividad Gordon, más conocido por Lord Byron, le
faltó variedad en el estilo; que a haberlo tenido, hubiese sido por
su talento apóstol, tribuno y redentor para masas populares que
necesitan conjugar el “verbo”, conforme a sus anhelos y paralela­
mente a sus instintos.
Las energías de Byron no se manifestaron en su propia tierra,
porque en ella la envidia pudo más que sus méritos, antes que sus
culpas reales; y se diluyeron en el extranjero, hasta morir a los
treinta y seis años de una fiebre, en Missolhongy, defendiendo la
libertad de Grecia.
“El espíritu mordaz es a todos los países, lo que la sangre al
cuerpo; circula en el organismo colectivo en tal grado, que la idea
de lo justo se encoge y retrae, haciéndose tan pequeña, que puede
buscar asilo en el último escondrijo del cerebro, a condición de
que no resuelle y guarde absoluta abstinencia”.
Esto me decía en cierta ocasión, uno de tantos buenos escritores
de mi tierra, muy sorprendido de que yo nunca hubiera contestado
a una siquiera de ciento y una críticas de mis obras literarias, cuando
sólo de literatos, era “el amor propio”.
“Pues yo no lo tengo, —le respondí—, por más que asombre
a usted. Pueden decir mis críticos en pro o en contra lo que quieran.
Escribo, porque está en mi temperamento, y dejo que cada uno
juzgue a su manera”.
Con este criterio, aprecié a los grandes hombres que los ingleses
consideran como orgullo de su raza y de su pueblo, que reposan
en Westminster, ya reducidos a polvo; y los compadecí, no por en­
contrarse juntos amigos y enemigos, gozando muertos lo que anhe­
laron en vida —que es gozar insensible y nulo—, sino por lo que
sufrieron a su paso por el mundo.

XXXVI

Habent sua fata sepulcra...

Todavía mi impresión iba más allá.


El mismo monumento en que descansan y son venerados, no
puede resistir muchos años el rigor del tiempo. Ya cuenta siglos,
y tiene grietas. El templo de la gloria también perece de vejez.
Todo acaba en el andar de las edades; y aunque mucho se
cuide y se remiende este panteón soberbio del apoteosis, no ha de
evitarse en definitiva el derrumbe.
Hay cribaduras en los columnarios y mellas en los parástades,
sobre los cuales cargan inmediatamente los arcos.

233
Los temores del desmoronamiento de la abadía, vienen de tiempo
atrás.
Mes y medio después de mi visita a Londres y al edificio gótico,
encontrándome ya en Washington, he sabido que un químico inte­
ligente, el profesor Church, acaba de presentar un medio resolutivo
de conservación, que informa del siguiente modo: El ácido sulfúrico
que existe en el aire de la gran metrópoli, ataca al carbónico de la
piedra, convirtiendo a ésta en yeso, o en un material análogo suave
y deleznable. Entonces, hay que regar la superficie de las piedras
con simple agua de barita, y ellas se cubren con una capa de sulfito
de barita, que no se afecta con los ácidos. El agua de este cuerpo
químico penetra al interior de la piedra y la endurece, obstando a
que se forme el yeso.
El profesor añade, en confirmación de su tesis, que desde dos
años a esta parte ha hecho sus ensayos en la restauración de las
piedras de la capilla, tanto por fuera como por dentro, y que el
éxito ha coronado sus esfuerzos.
Con este motivo, se ha dicho con alborozo que la ciencia viene
en auxilio del arte.
También tomo participación en ese júbilo. Nada más grato al
que ama lo bello, que creerlo eterno, o por lo menos firme y durable
en tanto el sol no se extinga.
Pero, ¡cuántos otros monumentos maravillosos han desaparecido,
o quedan reducidos a simples esqueletos por la evolución lenta de
la especie y de los siglos, o los conflictos permanentes de razas con
su cohorte de odios y fanatismos implacables!
Una hegemonía sucede a otra, cambian los hombres y los im­
perios, se renuevan las costumbres, y la irrupción de los atavismos
arrasa con las obras de arte como lo atestiguan hechos de historia
contemporánea, sin respeto alguno a las que debieron ser siempre
memorias venerandas.
Los cataclismos físicos y la formación de nuevas cosmogonías,
parecen estar en el fondo de esa ley de cambio incesante, que Herbert
Spencer colocaba por encima de todas las leyes.
¿Qué queda de aquellos grandes altares de Olympias, que de
año en año se fortalecían y agrandaban con las cenizas de los sa­
crificios? ...
Un venerable intelectual de Sud América, el señor Bartolomé
Mitre, ha hablado más de una vez con elocuencia del “bronce de
la historia”, como de una inmortalidad segura.
Es un consuelo para los que aspiran y luchan con méritos po­
sitivos, y han hecho carne la ilusión de la supervivencia.
La pasión de la fama ha creado muchos héroes y mártires, y
seguirá forjándolos según la idiosincrasia de cada raza o pueblo.
Acaso la historia sea algo así de fuerte, de incontrastable y de
épico, como un bronce bien fundido; sonará su trompa por todas
las zonas habitadas durante largos años anunciando una victoria,
una conquista, un progreso o también la caída estrepitosa de potes­
tades que parecían invencibles, para ser tal vez sustituidas por otras
inferiores o degeneradas, que todo está y se encuadra en la imper­
fectibilidad de la especie; y ha de proseguir por tiempo indefinido

234
en tarea titánica de ofrecer elementos de juicio que sirvan al me­
joramiento o perpetuación de la gran familia de Abel y Caín “en
tanto el mundo sin cesar navega — por el piélago inmenso del
*
vacio.
[falta folio 89 de los originales.]

...en el acto se volvió con sorpresa, exclamando:


—¡Efectivamente, late!
Mis hijos Eduardo y Raúl ratificaron el hecho.
Si lo cito, es para confirmar el juicio emitido acerca de la
delicadeza de la mano de obra en estas reproducciones de un arte
inimitable.
Lógico era inferir que aquello no importaba otra cosa que el
resultado de un mecanismo eléctrico, aplicado ingeniosamente en
el pecho de una belleza que existió, y vivió lo que las rosas de
Malherbe.
Nos apartamos pronto de allí... ¡por no despertarla!
En múltiples salones, siempre concurridos, mucho había que ver y
admirar en indumentaria, pintura, escultura, orfebrería, ebanistería,
cerámica, armas antiguas, arqueología, numismática; y no he de dete­
nerme sino de paso ante magníficos mantos reales y armiños, sombreros
de fama y casacas deslumbradoras, dormans y fajas de fuste, jubones
y capas de subido valor, gorras y bonetes de celebridades selectas,
plaquines de mangas anchas y redondas, túnicas ajustadas al talle,
dolmáticas con faldones y hombreras en forma de cruz, camisas,
calzones, calzas, bandas, uniformes consagrados como reliquias; un
medio chaleco de raso blanco floreado de oro de Napoleón, un bicomio
del mismo, color alpaca, llevado en Egipto; preseas de Josefina,
María Luisa y Eugenia, y hasta el gran lando resquebrajado e
inservible en que fue Napoleón III después de Sedán a entregar su
espada a Guillermo I, fumando una breva de La Habana.
El sentimiento estético se extasía ante los cuadros y lienzos de
Ticiano, Murillo, Velázquez, Van Dick, Rubens, Rembrandt, Messo-
nier; ante estatuas y fragmentos de obras del cincel clásico; de fili­
granas y bordados en plata y oro; de muebles de rareza artística
pero valiosísimos por la calidad de la madera y la maestría de eje­
cución; de artefactos de tierra, loza y porcelana en pintoresco haci­
namientos; de labrados...

[falta folio 91 de los originales.]

Nada de esto era de extrañarse, desde que el saqueo del Par-


tenón había empezado en tiempos de Isócrates, y la Atenea de Ju­
liano no debió ser más que un fragmento, cuando él la contempló.
Los sesudos coleccionistas británicos no pueden consolarse de
que, gentes sin amor a lo bello, los hayan precedido en la apropiación;
y por mi parte les hago justicia de creer que mejor hubieran estado
esas reliquias en sus manos para orgullo del arte y de la civilización.
Se han contentado con una copia de Simart, que no impresiona.
Son muy numerosos y selectos, aún tratándose de meros detalles, los
trozos de obras de Fidias y de sus discípulos, contándose entre ellos

235
una estatua mutilada (le Teseo; las <Ic las tres parcas; el torso de
Selené, y la cabeza de su caballo; las luchas de los centauros y
lapitas; fragmentos de Zeus, Juno e Iris; el león formidable de
Cnidos; la estatua de Ceres; un basamento precioso del templo de
Efeso; un capitel de Salarais formado con dos cuerpos de toros;
varios bustos de Apolo, entre ellos una cabeza de hermosura pro­
digiosa; la cariátide de Erectión; pedazos de propileos; un busto
admirable de Pericles; relieves de tumbas; porciones de sepulcros
con cabezas de mujeres ideales; estelas funerarias; ánforas de tierra
con incrustaciones de plata y oro; vasos sepulcrales; otros relieves
de corceles y jinetes; el de Xantipo, y el mármol de Hércules del
frontis oriental del Partenón. Agregúense a todo este tesoro, restos
inapreciables de Roma y de Egipto, partículas del Coliseo, recuerdos
de Siria y Palestina. Poco o nada falta allí que haya merecido la
pasión de hombres y de pueblos civilizados. Es una miscelánea asom­
brosa de lo más bello en las artes, aunque muchos de sus objetos
se presentan cercenados. Hay hasta armas y utensilios de aborígenes
americanos, porque cosa alguna se desprecia, y cada una tiene su
mérito por razón de procedencia y raza. Una sociabilidad (le senti­
miento tan alto y delicado, es menos digna de poseer la esfinge,
las pirámides y la aguja de Cleopatra. Su don de asimilación de lo
bello y de lo sublime, de apropiación de lo que abortó el ingenio
humano bajo cualquier clima, difícilmente encontrará competidores,
o será sobrepujado.
Si algo debe extrañarse, dado ese temperamento exquisito de
amor a lo viejo abandonado o mal tenido por los que debieran
honrarlo y quererlo, es que no se ostenten en los estantes de cristal
el manteo de Tráseas, la cola disecada del perro de Alcibíades, la
piedra que mató a Graco, la teja que derribó a Pirro, la túnica de
María de Magdala, y el gallo que cantó la última vez, cuando Pedro
negó a Cristo.
En cambio de todo eso; ¿se quieren más complementos? Pues
los hay, escogidos de un modo asombroso.
Nada más fácil para estos acumuladores de riquezas artísticas.
Enumeremos una serie.
Bustos de emperadores romanos, confundiéndose allí Julio César,
con Tiberio y Nerón; estatuas de artistas latinos, copiadoras de
modelos griegos; esculturas arcaicas, con no pocas del templo de
Diana; una cabeza de Alejandro Magno; tumba de Mausoleo, Prín­
cipe de Cavia, con su enorme estatua y la de su esposa; el friso
oriental de Artemisa, monumento que medía ochenta pies de lon­
gitud, esculpido por el ateniense Scopas, autor según opiniones res­
petables, de la Venus de Milo; del buril egipcio, una cabeza de.
Tliotnes II, dieciséis siglos antes de Cristo, la estatua de Ramses 11,
uno de los faraones que expulsaron a los judíos, de trece siglos
anterior; del cincel de Babilonia, los toros-leones alados, escenas
de caza y de combates; de Nínives, esculturas de dos de sus reyes
y episodios de ahora dos mil seiscientos años; del tiempo de Salma-
nasar, obelisco con inscripciones sobre sus hazañas; momias, pinturas,
procesiones funerales, sarcófagos, porcelanas, vasos, amuletos de la
época faraónica; tabletas de Babilonia con inscripciones de la sumi­
sión de Israel, y la conquista de aquella ciudad por Cyro; cosas abo­
rígenes de las dos Américas; antigüedades del cristianismo, de la
religión de Buda y otras de la India, de la tierra de Canaan, de
los ctruscos, ánforas panatenoicas; de Atenas, bronces helénicos,
cabeza de Afrodita, armas, lámparas, ornamentos de oro y meda­
llones; preciosas terracotas, descollando las figuras de Tanagra, an­
tigua Beocia; reliquias británicas prehistóricas, de Irlanda, Scandi-
navia, Germania; armaduras medievales; porcelanas japonesas, chinas,
índicas y pérsicas; cerámica de Damasco, Teherán, Pekín, Italia,
Fenicia, España, Grecia; ídolos y útiles de tribus asiáticas, de la
Oceanía, Australia, Polinesia, Africa y América; manuscritos grie­
gos, latinos y modernos; papiros de tres siglos antes de la era
vulgar; el código alejandrino; la carta-magna y autógrafos de gran
valía; ruturas de ornamentación, y camafeos esculpidos por los grandes
artistas griegos, bustos de Homero y de Demóstenes; e infinidad de
otros vestigios venerables que escapan a nuestro recuerdo.
He citado el pergamino de la carta-magna; y debo añadir que
en otro museo he vÍBto reconstituido el episodio histórico con abso­
luta fidelidad, en sentir de personas consagradas a estos estudios, y
cuya competencia no se discute.

XXXVIII

La escena de Rumnymead

Pasa en una cámara o gabinete de escasas dimensiones, con


poco mobiliario y ningún adorno, todo propio de la época.
Es de un colorido irreprochable; una reproducción de personas
de estatura natural que provocan emoción bien sentida.
No pareciera sino que ellas guardan por un momento silencio,
sorprendidas por el avance indiscreto de otras, extrañas al grave
asunto que gestionan ante el rey.
¡Esa escena memorable, pasó en Rumnymead!
El monarca está sentado junto a una mesa pequeña encarpetada,
con una pluma de ave en la diestra, que ha llevado a la boca y
muerde en el cañón, pálido, cejijunto, atormentado, sin atreverse a
trazar su firma en la Carta-magna, y en la de los Bosques, que tiene
delante.
Ñútanse acentuados los caracteres típicos de la raza en la blan­
cura de sus facciones, en el azul de las pupilas, en las rizadas barbas
y en la hermosa cabellera rubia que le cae en bucles sobre las sienes.
Muy cerca de él, como para compelerlo a suscribir los famosos
documentos, con ánimo firme y resuelto retratado en su varonil
semblante, se encuentra uno de los barones con espada al cinto.
También están armados los otros tres caballeros, que lo acom­
pañan, y que representan a la nobleza indignada, y la voluntad de
los ciudadanos de Londres, sus fueros propios y el honor nacional.
Uno de elloB, hombre joven de elevada estatura, que lleva con
gran bizarría sus prendas guerreras, tiene el acero fuera de la vaina
bien empuñado en la diestra, y observa atento con aspecto ceñudo
los movimientos de Juan sin tierra.

237
Sin duda era el designado para ejecutar de inmediato la acción
en caso de resistencia.
Los demás han puesto las manos en las crucetas de sus espadas,
y aguardan...
Para darse una explicación exacta de la...

[faltan folios 94 y 95 de los originales.]

XXXIX

Funeral sin pompa. Herbert Spencer


Nov. 1903

Pues que vengo hablando de consagraciones históricas, justo es que


mencione una notable de reciente data.
Yo llegué una noche a Londres, y supe que hacía pocos días
que había muerto Herbert Spencer.
Según se me informó, bastante impresión produjo el suceso
entre los hombres de pensamiento ajenos a la política militante;
pero muy poca en la masa del pueblo. Para el común de las gentes,
era sencillamente una existencia que se extinguía, un organismo que
cesaba de forjar y resolver problemas en la vasta esfera inaccesible
a ellos, de la alta metafísica y de los primeros principios. No había
vivido con las muchedumbres, ni subordinándose a ningún resabio
o preocupación imperante, casi esfumada su personalidad por com­
pleto en la nebulosa de los ideales filosóficos. Fue un biómetro.
Regulaba sus horas de trabajo metódicamente, tanto como las de
distracción. Entre los mismos de su gremio se le cercenaban méritos,
con la obstinación singularmente humana de mantenerlo en el nivel,
a favor de la parte de incomprensible para el general criterio que
siempre rodea como una sombra de duda la vida de los grandes
cerebros. No se dijo precisamente que era un “hombre”, y sí que
era un “pensador” como tantos que pasaba.
En plena efervescencia patriótica, cuando la guerra ardía en
Sud Africa, había emitido juicios severos aunque indirectos, contra
los procedimientos políticos que él creía negaciones de la justicia
y del derecho.
No estaba tampoco en sus normas el halagar las pasiones y las
tendencias equivocadas del conjunto ignorante porque no amaba la
popularidad y entendía que ésta se obtenía a veces a costa de un
acto de conciencia sacrificado en el altar del éxito, para durar lo
que el halago y convertirse en odio a la mañana siguiente.
Las multitudes no estiman el valer de sus apóstoles sino en
cuanto les son de utilidad inmediata, sin importárseles las proyec­
ciones del pensamiento, ni su fin altruista o humano; y todo lo
niegan o les es indiferente en caso contrario primando a veces con el
rencor del desencanto, el instinto implacable que apedrea a Graco,
que martiriza a Bruno y que degüella a Nergniaud.
El gran filósofo, considerado el fundador del evolucionismo en
la ciencia, no era pues popular. Se rindió muy viejo, con un caudal

238
prodigioso de experiencia. Refutó en teoría el imperialismo y el
sistema unitario de Chamberlain, cuyos planes llegaron a prevalecer
contra la oposición de pensadores y estadistas europeos coaligados;
pero, Spencer halló cabida para sentar su rígido juicio de que a la
misma patria no se le debía concurso cuando en nombre de ella
se procedía “sin justicia y sin razón”. Para él, era el caso. El ministro
de las colonias sostenía por su parte con voluntad de hierro, que
Inglaterra necesitaba triunfar “con razón o sin ella”.
El primero, al afirmarse en sus principios, se atrajo antipatías
profundas, que él supo resistir firme y estoico dentro de su armadura
de forjador de ideas. Pensaba en una mejor humanidad futura con el
avance y las victorias de las verdades exactas. Creía acaso que el
elemento popular inglés no difería en nada del de los otros países
cultos; que era voluble, caprichoso, versátil en sus inclinaciones y
afectos, fácil de ser guiado por un político que supiese incitar sus
ahíncos vehementes y sus preocupaciones tradicionales. Y así cre­
yendo, vertió su opinión como una profilaxia científica, sin tener
en cuenta ese amor de las muchedumbres que él no quería. Ni de
qué le valiera. Los hombres y las generaciones pasan. De todos los
que pueblan el mundo, muy raro es el que queda todavía en pie
pasados noventa años. Todos han desaparecido, para ser reem­
plazados por igual número; sólo las ideas sobreviven, las verdades
matemáticas que en rigor tienen asegurada más durabilidad que la
gloria del bronce, los principios eternos que han de servir a nuevas
cosmogonías políticas, a otros pueblos y de otras civilizaciones.
Si se interesaba Spencer por la fama, no se sabe. Es posible,
porque eso está en lo que es encarnadura, fibra y nervio. Por lo
menos, encomendó a un su aventajado discípulo que se encargase de
la defensa de sus doctrinas filosóficas. La talla intelectual de Spencer
era muy superior a la de muchos de sus coetáneos ilustres: un
cerebro poderoso y un carácter. Sociólogo profundo estudió y buscó
las primeras causas, no con la pretensión de corregir de inmediato
enfermedades crónicas en el organismo social, mas sí con el intento
nobilísimo de dejar no pocas bases sólidas de clarividencia a la
ciencia del porvenir. Como todo sabio se aisló del mundo en apa­
riencia, pues estaba en él, lo observaba, lo auscultaba, lo seguía en
sus caídas y progresos, acciones y reacciones, grandezas y decadencias,
sin descuidar en su atención prolija ni uno solo de los fenómenos
que pudiera allegar a su espíritu selecto alguna luz reveladora. De
lo que en realidad estaba él lejos, era del aplauso o aclamación de
los pobres de entendimiento, o de la crítica favorable o acerba de
los de su época en su afán constante hacia lo impersonal, hacia lo
incognosc'ble, hacia lo que debe ser, y no es.
Su reino entonces era de este mundo, como lo fue para su
padre, humilde maestro de escuela. Este educó niños; él quiso en­
señar hombres. Bien sabía que esos hombres no serían los de su tiem­
po, pero que podrían serlo los de días más remotos y propicios, cuando
él ya ni polvo fuese sino impalpable nada. Quedarían las claridades
de su talento, tan durables al menos dentro del orden de las cosas
como Jas de cualquier astro que en el espacio las tiene propias.

239
Por e»o murió tranquilo sin sombra de vanidad, cuando reso­
naban todavía los himnos de la victoria de Chamberlain. No le
condujeron a Wcstminster, donde reposan proceres eminentes, y tam­
bién otros de menor valía. Y entendemos que él no lo deseó. La
familia llevóle a su ciudad natal de campaña y lo inhumó en su
modesto cementerio. No le acompañó la pompa real que irradió
sobre el féretro de un Garrick. Bajo un ciprés solitario descansaría
bien, quien mucho pensó y trabajó por acercarse un paso a lo
eterno. Aquella era su morada. Solo en la muerte, como estuvo casi
solo en la vida.
Cuando esto, el caso me sugeríu, no se acordaba ya nadie de
Berberí Spencer, y la vida febril y arrolladora en formidable mo­
vimiento henchía de ruidos fragorosos la enorme metrópoli del tra­
bajo, del comercio y de la industria.

[Se repiten los folios 98, 99 y 100]

XL

Viejo parlamento
Rey y caudillo

El palacio del parlamento corresponde por su grandiosidad al


poderío de la nación y de la raza.
En sus vestíbulos y salones, en los recintos destinados a los lores
y comunes, reina un ambiente frío, como de pensamiento rígido y
de verdad exacta.
En la primera de estas cámaras está el sitial del rey; en la segunda,
no hay bancas, sino largos bancos sólidos sin divisiones ni braceras,
en que se sientan los diputados rozándose unos con otros sin distin­
gos ni preferencias. La cámara de los Lores tiene lujo; la de los
comunes semi-pompa.
En las dos ramas se ha graduado con la representación la im­
portancia de los grandes intereses que ellas comportan; de una parte
la alta aristocracia conservadora, muy allegada a la rcyecía; de la
otra el elemento popular impaciente por la iniciativa y las reformas.
lx>s sillones macizos e independientes, para el seso y el peso:
banca corrida de escuela antigua para la gente del común, con solo
respaldares.
Pero, lodo armónico y solemne. Tanto es de admirar el rico
mobiliario del recinto de los lores, como la sencillez austera del
recinto de los diputados.
En el primero, parece que se hablara aquilatando cada frase
y midiendo el largo de cada vocablo, sobre todo, si el rey está pre­
sente; en el segundo, el cálculo madurado debe correr parejas con la
vivacidad de la dicción.
En esos días, el parlamento no funcionaba. Pero, la elocuencia
sajona, según pude verificarlo después en Norte América, y de que
trataré a su tiempo, difiere mucho de la latina.

240
En una que se podría llamar sala de “pasos perdidos”, extensa,
majestuosa por su bóveda altísima y sus cristales calados, que pre­
cederá la cámara de los lores, huy dos pinturas que abarcan respec­
tivamente todo el espacio de uno y otro muro: a la derecha, el
combate de Trafalgar con el episodio heroico de Nelson derribando
en su buque almirante; a la izquierda, la batalla de Waterloo en
el momento decisivo de la llegada de Bliicher.
Son dos hechos culminantes colocados frente a frente; dos glorias
viejas sin rival que estimulan a nuevas hazañas, aunque ya los hom­
bres y los tiempos han cambiado, y no es el mismo espíritu épico
el que flota sobre el polvo de tres generaciones.
Junto a la edificación más moderna, y formando siempre de
ella parte integrante, aunque reservada a rememorar, se mantiene
como un monumento sagrado la inmensa sala del antiguo recinto,
aquel que cerró un día Cromwell, guardándose las llaves en el bolsillo.
No posee más que estatuas a los flancos, entre ellas la de Carlos I.
En ese recinto, hoy desierto y vacío, fue juzgado este monarca,
después do sus rudas luchas de “Caballeros”, contra los “Cabezas
Redondas” del parlamento, para morir enseguida en Withe-Hall,
plaza situada frente al que fue su palacio.
Se siente como una impresión doloroso al cruzar lentamente este
recinto, donde se reunió ha siglos un tribunal extraordinario, ta­
chado de incompetencia, para dictar la última pena contra un rey
por supuestos delitos de traición y homicidio; y esa sensación au­
menta, apenas se nota la friuldad extrema de aquel espacio encerrado
entre paredes de espesor ciclópeo y desprovisto de todo mueble o
adorno, libre y limpio, silencioso, desolado.
Créese estar en el fondo de un panteón, cuya bóveda se pierde en
las alturas, y cuyo frío llega poco a poco a los huesos, para advertir al
transeúnte que la majestad humana es efímera y que la obra del
gusano supera a todo poderío.
Como lo dejo dicho, en éste que más se asemeja a claustro
medieval que a antiguo sitio de discusión de leyes políticas y civiles,
descuella entre otras, todas colocadas lateralmente, la estatua de
Carlos I, largo, fino, elegante, con su nariz afilada, su perilla con­
cluida en punta y su gesto de simpática nobleza.
Del lado de afuera, en un flanco al descubierto, mirando a
la avenida, se yergue la de Oliverio Cromwell, entidad fornida,
con espada y espuelas, pecho muy amplio, con redoma, cabellera
recia, uire de triunfador.
La figura aristocrática y delicada del rey, contrasta con eBta
ruda y atrevida.
El hombre de la reyecía y el hombre del pueblo están separados
por el ancho del recinto memorable, y por un muro espeso.
Al amparo de la inclemencia el primero; al aire libre el segundo.
Lu sombra piadosa pura uno, elaridad para el otro; meditación
y asombro en la plazuela, frente a la cual la muchedumbre pasa
y contempla al temido jefe de los Cotas de malla de hierro.
Para juzgar de una vida, hay que medir con la vara y la sonda
concienzudamente cadu uno de sus actos y de su destino en la tierra;
y parece que los ingleses ya han juzgado y sentenciado sobre el ins-

241
pramir iri gorfamea
** lare
* y <el «e mur-óí ib tifa fas ~rv.5
**
.fat xorfamm *a fa «Mamxfa y wvae» jw ríe-nú» y feanaÉr-Bs ¿,
4taHr ónt jerwufczp’r fañníñMa, ai Bucuar»
*» fa jH»out rne r^siet-

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La» 4t fas jawjsxaírtit. angMriHx he anu rrari i fa
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aun a mauti can fai» fas p *4ee» *» étt ^irai—i. Set nm re Le.
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«r? mínate- de fa rida.

Ca/tn y Lysic

A ib ruar» de seBiüeza ¿e? neóne em=ní snaiL ifaroj' xs


*Zarfas íO&tefaa Xery r A * ss faia y estnx¿ ramarns. ¿*-i¿ ¿
atarse de iniiu *J Carh m
* wxrr? ¿* ¿udnmnr y ¿f caShan;
mr» aes>¿>« bí permanencia en Lemerss re xerfes Huta, a» en~ibx
en be arnrr—i sooxero y rodañáe ffascx xacnsE fa rarrarüír errrt-
'fl'tLnanh. y esta lo fue por la hsiaLrEx ae fas ir-n^-r^r-s nsifas.
«i sia» «semíüo para la reonkfa. y fas rocas ctt ■« i-iraec-Ki ?<r a
«escara ¿e La patria lejana.
*»dí
Cjrrf$D a esta fineza en la anáJer^snera -oe ®¿ ptare?¿x. co-
%BTtas3>»ia> de la comida el corone. Albert» WT. Sw xüm. evcns-L r*-
nm¿ de fas Estados laidos en S.sctkaxx.X'jni y stt £hscnirta¿£ se¿«.cx
y el rxbiZero Alfonso Siena de Zanairan. ssxy *emsaz»tm¿ emrxrpSo
de xesrofas en Inglaterra.
F'nie notar en este sepan ie trun. «ne en ifa&fat fa se'evtv
se eab» a?á cita de modo fijo e invxrxtbije; <£ *e zw cjnxbtxM li
o¿¿»¿ de fas personas. ni la extrema efaxaaeii
.
* s¿ la Aeibcaácri ¿e
nuneras. Es «n centro «Tébíe con rotfaaxxfaMo de rseOns ' Ae farmxs.
¿xnñe a pesar de la atmosfera aristocraíx-a «toe rosnix. fax' set etr-
faxrs? espacio de sobra para solas y deseasem. y traoos WNreetos
^ae centsaxrar a las expansiones faanifaarvs.
FS
*penJeran en esos casi saraos Sos txl&tss adans y esSe'x fas
cafaeus rabias ce suave encanKx ios ojos ee-VsOes. los laboos rr..rv
ropos, fas carpantas de V enus, los torso> maraneceos «roa »etas xri.es.
fas manos Mancas y deseadas. tw, *.e en trajes de faiwfas. cea cbsspas
m» faminosas. q * 1 fulguran en el conjunto evato arta pieyxde
dfapersa.
Hasta en el modo de llevar y Jisinbtñt fas je'-ns. -pw *■ r^-* ’
a—pte Je valor muy rohidsv se nota un arte escrectu?. en esta c?ase
snperów. Los cuellos ebúrneos no ostentan otro fajo •pnr s® propia
belfaaa; lo mismo las orejas purpurea» y «nodefadns. Ea el seno 3e
nacar sólo se dibujan las venas cerúleas, en vet Je <co*mos Je perlas.
Las cabelleras ron como madejwneo alvsaJos cota peone Je oro y
vueltas hacia arriba, con la gracia necesaria para formar un digno coro-
namiento a la cabeza estatuaria. Las peinetas de carey con brillantes,
estarían de más en esas testas llenas de atracción y de esplendor.
Sin duda, en tiempos muy remotos, algún ángel vagabundo
pasó por estos climas pálidos, y se detuvo a besar sus mujeres pre­
dilectas, para darles rosas en el semblante, y dejarles como nieve
los cuerpos.
Una excepción simpática a la etiqueta.
Todo esto, no importa decir que no haya visto fumar con mucho
donaire a alguna de ellas en el salón de orquesta, un cigarrillo suave
y aromado...
No fue sólo en Carlton donde las noté reinas; también pude
contemplarlas en los teatros.
Covent Carden no funcionaba. Pero tuve oportunidad de asistir a
Lyric, a Empire y a Daly, siempre en noble compañía, lo que hacía
dulces las horas para quien llega a tierra extraña y ha menester de
intérpretes inteligentes.
En Lyric se daba una noche la comedia de Sardou Mad. Sans
Gene, convertida en opereta con música inglesa y el título de Du­
quesa de Danzick; por uno de los intérpretes aludidos, que era
muy culta dama uruguaya, supe que en los teatros no se acostumbra
a mirar con lentes a persona alguna del sexo femenino, siquiera fuese
cada una más perfecta que las tres gracias reunidas.
—¿De modo —dije— que ni el derecho de admirar al que viene
de paso, el hábito permite?
—Verdad. Aquí no es como en Montevideo.
—¿Y cómo ha de contemplarse entonces, y rendirse homenaje
a lo selecto, si no se permite mirar?
—No lo se. Sera por adivinación.
—Pues procuraré adivinar.
Y cogiendo los lentes, los enfoqué con gran detención en las
cabezas femeninas que estimé esculturales, nada más que para darme
una idea de su perfección positiva, asombrándome de que nadie pro­
testase contra este atrevimiento. '
Dije a mi intérprete:
—Aquella joven de pelo castaño y ojos garzos que está en palco
sobre la escena, es un modelo para artista de talento; y esta de
cabello oscuro y pupilas negras, es una criatura adorable, como sólo
la soñó un poeta, de los muy contados entre los discretos y sesudos.
Pero...
—¿Ha observado usted —me interrumpió mi espiritual conseje­
ra—, que a pesar de la costumbre establecida, ellas ven sin disgusto
que se las mire? ¡Son tan lindas!...
—Así es natural. El mérito goza cuando nota que se le reconoce
y se le hace justicia. Para mi, ellas se han advertido de que soy un
forastero, que en nada puede ofenderlas con admirarlas; y de ahí
que usted haya observado un efecto distinto del que me vaticinó,
antes de emplear yo los anteojos.
—Cierto que es raro.
—Lo que las impulsa a honrarnos con una mirada no son
mis lentes, ni mi persona desconocida; sino dos luceros que

243
aquí fulguran y las cautiva a su vez, sin mengua de la alta
emulación...
Mucho silencio y gran compostura, en este teatro, reveladora
de una severa educación social. Todo ello, sin perjuicio del derecho
de los concurrentes para pedir la repetición de audiciones que les agra­
den, partiendo siempre la iniciativa del paraíso.
Los palcos son pocos y estos absolutamente cerrados, amplios
y confortables, con servicio de camareras.
Una particularidad: el silbo importa aplauso, y es una mani­
festación vehemente de entusiasmo. En las plazas, estaciones y vías
públicas se utiliza con gran éxito, como llamado a los aurigas, como
anuucio, como pasaje, como advertencia rápida y eficaz.
Es notable el contraste de hermosuras en los teatros, donde des­
cuellan la cultura y la elegancia. El rubio dorado, el castaño relu­
ciente, el negro azabache en las cabelleras profusas; el azul sereno,
el verde esmeralda, el pardo sombrío de los ojos; los talles correc­
tísimos, los bustos egregios, las gargantas de alabastro; la tersura de
los rostros, el tinte de las mejillas que parece aljaba que nace entre
la nieve y cierto aire austero rodeando como una aureola evangélica
las cabezas llenas de juventud, de ilusión y de esperanza, constituyen
detalles de palpitante interés y forman un conjunto que deslumbra.
El bello Bexo inglés tiene reflejos de oro y esplendores de cielo,
y con razón se venera el texto viejo de la biblia, porque Eva debió
ser así.
Los tipos de la creación fantástica son nada comunes; no obs­
tante se ven.
Allí está un símil de Ofelia, acá una de Desdémona, acullá una
semblanza feliz de Cordelia.
También de los que fueron reales, de los que reviven en la
historia con toda la magia de los dramas dolorosos, se exhiben al­
gunos de improviso, como trasuntos sorprendentes de Ana Boleen
y de Juana Grey, de María Stuard y aún de la nobilísima Victoria,
cuando era doncella de quince primaveras.
Puede haber en esas ostentaciones mucho de las “ferias de las
vanidades” de Tackeray, autor de la tierra y observador psicológico,
a quien sin embargo se moteja de forjador de ficciones; pero, en
puridad de verdad, y sin quitar ni poner defectos, las londinenses
con etiqueta señorial son muy elegantes y lindas, figuras poéticas y
delicadas, que atraen por su nobleza indiscutible.
En cuanto al teatro, “la mise en escene” es irreprochable, quizás
en exceso lujosa. Salta a la vista, que es para ésta, como un comple­
mento salvador del éxito, en caso de mal desempeño de los roles o
peor acogida de la pieza.
Si esta es opereta, llama la atención la diversidad de tonos y
de giros que se da a la trama o argumento, especialmente en la parte
musical y coreográfica.
Los cantos alegres y los bailes se suceden desde el principio
hasta el fin; pero, en mitad del jolgorio, o a un tercio de la zambra,
siempre viene un intermezzo de música grave, casi sagrada, algo como
un cantar de David o un salmo de Jeremías, monótono y solemne,

244
que recuerda los coros de las catedrales o el diapasón de los oficios
fúnebres.
—Reconozco que la cosa es original, pero muy humorosa.
—Humorismo, —observó el doctor Nery D’Oliveira, sonriendo.

XLII

Relieves notables

Así como la nueva catedral de Wcstminster tiene una cruz gi­


gantesca pendiente de su bóveda como para perpetuar con el símbolo,
el viejo fervor de las catacumbas y de las cruzadas, la reyecía se
aferra a sus antiguas tradiciones y al propio tiempo que infunde
un respeto igual al de sus anales más terribles, permite que a su
frente desarrolle sus fuerzas colosales la autonomía nacional, que
administra sus propios intereses, confundiendo en uno los principios
de autoridad y libertad.
Todo contribuye a afianzar el régimen de la vida libre en In­
glaterra; las instituciones políticas, el poder intelectual de sus hom­
bres, los fines prácticos de la educación común, la inmutabilidad
de las costumbres, el sistema policial, las virtudes de orden domés­
tico, la solemnidad de los fallos judiciales, y un espíritu de tolerancia,
en general, que asombra al viajero más prevenido contra la arro­
gancia británica.
En el seno de este gran pueblo late un corazón profundamente
sensible que ama la ciencia, que ama el arte, que ama el comercio
y que ama la industria, estos dos últimos en mayor grado; y que
para confirmar la verdad de su culto por tan nobles conceptos, ha
revelado los más poderosos bríos en las luchas del trabajo y la
fortuna, y desenvuelto una acción absorbente sin parecido en los
fastos del mundo.
Así como el monarca reina pero no gobierna, bajo otro aspecto
la aristocracia prima pero no humilla. La tendencia conservadora
se mantiene al firme por el poder de los grandes capitales, y la
tendencia liberal prospera como un control a los privilegios. Esta
sociabilidad vieja se rejuvenece en odres nuevos, sin ganar más en
selección. El aroma tradicional, más fuerte en intensidad, morigera
y neutraliza el exceso de energía del aliento moderno.
No tiene que resolver problemas o conflictos de razas.
Soberana de más de doscientos millones de indianos, no se ha
atraído indianos allí, siquiera fuesen rajás; ni los indianos vienen
cuajados de diamantes de Golconda, sabiendo que el prodigioso
emporio sin sol, brilla más que todas las piedras maravillosas de
la India apiñadas en montañas.
La unidad de razas implica para ella la unidad de legislación,
de ideales y de costumbres.
El país de las cosmogonías, nada le dice en materia de trans­
fusiones y transformaciones; se está a su origen, a su idiosincrasia
y a sus fuerzas propias.
Pero ¿esta unidad es un bien?

245
El sistema liberal en cuanto a las reglamentaciones, al trabajo,
y a los hábitos en general puede ser un óbice a la decadencia de
los intereses económicos.
Ahora, respecto a la raza en sí misma, y a su supervivencia por
la unidad, ciertas estadísticas parciales van arrojando datos un tanto
desalentadores.
Véase aquí una de ellas, publicada en la prensa en la primera
quincena de marzo de este año:
“Un informe del Inspector General de Reclutamiento llama la
atención sobre el hecho de que de cada tres hombres que se pre­
sentan para ser alistados al ejército británico, uno está enfermo o
falto de inteligencia. La cuestión es tan seria, que se dice que una
comisión real indagará las causas de este fenómeno.
“Más de la mitad de los reclutas vienen del campo, y éstos
presentan una vista deplorable en lo tocante a su físico, abundando,
como hemos dicho, entre ellos, los faltos de inteligencia.
“Se opina que la decadencia de la raza se debe al vicio, a los
matrimonios prematuros y falta de educación física. De los reclutas
aparentemente sanos se enferman muchos antes de haber servido dos
años en el ejército.
“Los principales defectos que se presentan entre estos reclutas
son: corazón enfermo, pulmones débiles, falta de la vista o del oído,
pies planos, enfermedades nerviosas y del aparato digestivo; fuera
de que muchos no tienen la estatura y el peso requeridos.”
Ya lord Kirchner en la guerra de Sud Africa, y con moti'o
del envío de refuerzos, había hecho notar más o menos las deplo­
rables deficiencias que menciona este informe en la calidad de los
soldados, y hasta pedido que se suspendiese la remisión de nuevos
contingentes, si habían de constar éstos de hombres inútiles para
la dura carrera de las armas.
Los estudiosos y peritos se dedican al tema, de suyo grave, en
busca de fórmulas salvadoras, aún cuando reconocen que estos males
tienen raíces muy profundas.
La conmixtión de raza, es otro problema arduo, considerada
como medio de crisis histórica purgadora, y nadie se atreve a emitir
juicios sobre tan delicado asunto.
Los prodigios de la cruza germana con la raza latina decadente^
no se reproducen a cada paso y menos en nacionalidades que con­
servan su orgullo de prístina pureza, aunque estén ya muy traba­
jados por los siglos.
En la capilla gótica de Westmin6ter, hay un sitio de preferencia
para los despojos de un Santo, separado por un cancel de las naves.
La puerta es de roble, y también lo son el umbral y el zócalo.
El dintel ha soportado el pasaje y roce de tantas plantas, durante
edades, que se ha desgastado y ahondado en el centro de una ma­
nera considerable, hasta formar una depresión de algunos centímetros.
Pero, el roble, aún con haberse así adelgazado en su mismo centro,
no presenta resquebrajo ni grieta visible y se conserva fuerte y resis­
tente, a pesar del 6Ín número de generaciones que lo han hollado.
No sé si esta imagen da una idea comparativa del desgaste de
la raza; pero, la tomo de su mismo suelo y de sus propios monumentos
consagrados a los inmortales.
246.
XLIII

Un cabo suelto...

En naciones tan poderosas como, esta legendaria Inglaterra, que


ha pasado por espantosos conflictos y una serie interminable de
guerras civiles; en países como la vieja Britannia, en que los hermanos
han pasado al filo de la espada a sus hermanos durante siglos enteros;
en que monarcas de raza han desheredado a sus hijos y enviado al
cadalso a sus esposas, y en que los hijos han peleado contra sus
padres hasta derribarlos del trono o precipitar su fin por la deses­
peración y el dolor; en que ciertas reinas hicieron decapitar reinas,
y otras asesinar a sus maridos, hasta con hierro ardiendo: en que
los tíos aspirantes al cetro mandaban ahogar con almohadas a sus
sobrinos reyes, por mejor derecho a la corona; en que la inocencia,
el talento y la virtud sirvieron de pasto al verdugo mil veces; en
que al rigor de los tiranos se ha sucedido la crueldad de las turbas
enfurecidas; en que las discordias internas de familia, de reyecía,
de feudalismo y de pueblos duraron años, centurias, edades sin
perdonarse nunca ni al genio ni a la belleza, como pecados mortales
que tenían su castigo implacable en la tierra; en esta nación prepo­
tente, repito, que para obtener su grandeza y su hegemonía ha
necesitado caminar por una vía crucis de sufrimientos' indecibles,
de caídas y desastres pavorosos, de degüellos de una media socia­
bilidad por otra media, de pérdida de caudales inmensos, de veja­
ciones, de despotismos, de vergüenzas y de horrores históricos, a
costa de mil años de tormentos infinitos, ¿por qué parece extraño
y censurable que repúblicas nacidas ayer, como las de Sud América,
que no han cumplido todavía un centenario, sientan hervir sus pa­
siones y ee debatan enérgicas contra sus propios resabios de educación
y de origen, tentando la vía, obedeciendo al instinto de conservación
propia, en busca de esa ansiada realidad de libertad institucional
y de paz fecunda, que a otros pueblos importó perpetua batalla de
doce siglos?
¿0 es que estaban obligadas las repúblicas Sudamericanas a nacer
perfectas y sin mácula de las luchas por la independencia como
Minerva de la cabeza olímpica, al contrario de Inglaterra y de otras
nacionalidades que precisaron para formarse cerca de dos mil años,
a hierro y fuego?
Inglaterra, Alemania, Francia y otras poderosas naciones, sólo
a esa costa hicieron respetar el principio de autoridad, causa princi­
pal de su pujanza y grandeza, y sin cuya consagración por el pueblo
mismo, no hay administración ni gobierno.(1)

(1) El señor embajador de Alemania, barón de Stemburg, a quien tuve el


honor de visitar en Washington, hizo noble justicia a mis opiniones sobre
Sudamérica, añadiendo: “yo atribuyo en mucha parte el poderío de mi país
al respeto del principio de autoridad”.
A esto, observé: “es lo que nosotros venimos necesitando desde ha mucho
tiempo, Bobre todo, cuando ese principio se funda en origen puro e intachable,
como hermano legitimo del de libertad". . .
Los muy eminentes pensadores ingleses dirán acaso, que eso es
cierto, porque la historia no se puede desmentir; pero que, en cambio,
no es exacto que los que han precedido en la obra de hacerse fuertes
a los demás, tienen la facultad de asimilárselos y de absorberlos,
a título de humanidad, de civilización y de progreso común, con
mayor razón si no se olvida que, debido a esas formidables luchas de si­
glos se han hecho ellos dueños de una suma enorme de ciencia, de expe­
riencia y de capital que al expandirse fuera de sus naturales fron­
teras, impone como condición a los que hayan de sentir sus bene­
ficios, un estado de paz y de labor permanente.
Esbozo de nuevo un tema muchas veces tratado, muy digno de
ser siempre tenido en cuenta, por los que siguen atentos los planes
de expansión colonial y los conflictos de razas.
A estos puntos ha de concretarse la política universal del futuro.

XLIV

Mares del Norte

El regreso a Southampton, donde debía embarcarme el siguiente


día para New York en el “San Luis”, fue en noche de navidad.
Southampton es un puerto de gran importancia, y un centro
urbano que exhibe primores modernos en contraste con ruinas muy
venerables.
La ciudad sólo cuenta ciento veinte mil habitantes; pero esta
población se halla condensada en un núcleo nutrido y macizo de
edificios, lo que la hace muy animada y alegre. Es también cabecera
de numerosos ferrocarriles, y un punto privilegiado de constante
comunicación con Londres, a cuyo mercado refluyen en grande escala
las operaciones del comercio, de la industria y del intercambio.
Es, decirse puede, el final de una entrada muy vieja al gran
reino, en medio de isletas y peñones cubiertos de fortalezas de fábrica
medieval y en los cuales ha dejado su rastro el tiempo y sus arma­
tostes la artillería caduca.
Soberbias construcciones de ingeniería nueva se alzan por todas
partes; pero, aún mezclados con estas magnificencias del arte, sobre­
salen siempre los esqueletos sombríos de las torres y castillos alme­
nados como una memoria perenne de titánicas luchas.
Gran jolgorio reinó en la ciudad esa noche con motivo de la fiesta
de Bethlem.
Mucho gentío en las calles, músicas, cantos, serenatas, bailes,
pasándose el mayor número sin dormir hasta que alumbró la mañana.
Ya muy avanzada ésta, se sentían todavía los ecos de universal
alegría que brotaban por doquiera, y los gritos lejanos de los grupos
que se dirigían dispersos a los suburbios.
Contemplando y oyendo lo que podía desde el balcón de mi
aposento, parecióme que esta fiesta se celebra con mayor pasión y
entusiasmo más ardoroso que en las ciudades del Plata.
En medio de una algazara aturdidora y de los delirios de la danza,
después de cenas opíparas y de tiernas expansiones de familia, la

248
imagen de Jesús está en el corazón de todos; —el niño de cabecita
de luz se pasea por todos los hogares como el bienvenido, esparciendo
con los dulces reflejos de su nimbo las primeras promesas y espe­
ranzas de su misión y de su gloria evangélica.
Bajo la impresión de estos simpáticos regocijos, dejé un sábado
las costas de Inglaterra, emprendiendo viaje a Norteamérica.
Aunque estábamos ya en invierno, fue ese un día templado y
sereno, acaso el último que nos brindaba un bueno y ya fugitivo
otoño.
Los mares del norte en invierno son imponentes y bravios.
Bajo la ráfaga alada se sacuden y conmueven encrespando ondas
como montañas, al punto de tomar la nave más poderosa como des­
peñadero, asaltarla a cada momento, y pasar por su cubierta en enormes
raudos sin respeto alguno al tamaño, ni a la fuerza extrema de sus
máquinas propulsoras.
A la salida de Southampton, todo fue plácido, navegando entre
aguas muy parecidas en el color al mármol verde jaspeado.
Los que éramos oriundos de las tierras del sol, nos preguntá­
bamos de vez en cuando, en qué día venturoso lo volveríamos a ver.
Algún rayo débil asomó así que desfilamos por la tarde frente
a la isla en que exhaló su último suspiro la venerada reina Victoria.
La estrella volvió a esconderse; pero en la jornada siguiente
empezó a irradiar con real poder y esplendor.
Tornaron los matices en el mar, tan claro en las costas, como
sombrío en lo profundo.
Poco duró aquella plenitud solar.
Es cierto que nos hallábamos en el primer mes de la estación
ruda y que no eran de esperarse horas bonancibles.
El viaje, sumaba buen número de días y de noches, especial­
mente si se interceptaban brumas densas, o sobrevenía tempestad.
Y esto sucedió.
Desencadenados los vientos con gran violencia, como si el pellejo
que los encerraba hubiese reventado ni más ni menos que una
burbuja sin dejar rastros, el mar se hinchó de súbito, se retrajo,
dilató sus olas bramando, y dio comienzo a una serie de avances
irresistibles, hasta regar con sus espumas el castillete de proa.
A sotavento, se embarcaba de un salto la onda atrevida, recorría
como un torrente arrollador todo el largo del pasadizo e iba a
deslizarse cerca de la popa a favor del declive al igual de un regi­
miento que carga a fondo, atraviesa la línea, y una vez a retaguardia
evoluciona de flanco y vuelve a su centro asombrado de su propia
audacia para renovar luego la carga con más precisión y brío.
En medio de estas cargas, el “San Luis” serpenteaba airoso, pero
a cuatro movimientos, sin contar con el que venía de abajo y pro­
venía de las hélices, semejante al tremular de una tapa de caldera
con agua hirviendo a cien grados.
El balanceo era de banda a banda, y de popa a proa, siguiendo
el ritmo del viento y de las olas, por lo que el gran buque no podía
pretender ser más que una caña de bambú flotante a pesar de sus
duplicadas energías y chimeneas.

249
Llegó un instante en que hubo de moderar la marcha; y luego
otro en que la simplificó al exceso, por motivo de la niebla.
En aquellas latitudes, los colisiones son temibles.
El barco lanzaba un ronco silbato de prevención cada cinco
minutos. El horizonte estaba a las barbas, formado por escalones
de ondas que la borrasca disolvía en las alturas como una polvareda.
Los “hombres de mar”, que así llaman a bordo a ciertos lobos
con pantalones, aparecían de rato en rato con unos rodillos de goma
apenas la ola había corrido furiosa por el puente, y empujaban las
aguas reacias a las canaletas con notable rapidez y perfecto equilibrio.
Algo como una tarea de Sísifo; pues no había terminado una
de estas diligencias a popa, cuando del lado de proa se precipitaba
una nueva cascada arrolladora que ponía en fuga a todos los cir­
cunstantes, y en fuerte maniobra a los ágiles marineros.
El San Luis tenía cosas extraordinarias. Fuera de la sala de
concierto con buen piano arriba, ostentaba un gran órgano en <d
comedor, y una oficina de telégrafo sistema Marconi a popa.
El piano funcionaba según el capricho de los aficionados; el
órgano, para ceremonia religiosa en día domingo, con sermón y
cánticos; y el telégrafo siempre que ocurría novedad digna de co­
municarse.
Durante la ventisca sonó el piano a medias; se dijo misa con
órgano y coro; y trabajó el telégrafo sin hilos para un despacho a
New York que se me pidió expresamente dando noticia del estado
en que dejaba mi país.
Las teclas se oyeron muy poco. No así el órgano, que resonó
media hora, con intervalos, y profesor especial. En cuanto a la
máquina de Marconi, colocada en un camarote estrecho, y manejada
por ingeniero experto, trabajó sin ninguna dificultad en mi despacho
“urgente”, soltando sus pilas chispas azul violetas del tamaño del
granizo, y un estridor de pororó.
Pero ni piano, ni órgano, ni salmos, ni crepitaciones violetas del
aparato eléctrico, ni corridas de “hombres de mar”, ni vocerío de mu je­
res, ni cien ruidos más que salían de aquel navio enorme, lograban
distraer el oído del himno formidable de las olas.
Por otra parte, el columpio gigantesco, que no debía dejarnos
sino a la entrada de New York, no permitía mucho tiempo de quietud
y estabilidad en los recintos cerrados, siendo muy pocos los que. se
daban al placer de andar por los sitios de preferencia entre furi­
bundas sacudidas.
Muy singular detalle, el de que, tanto en música como en canto,
predominase en aquel palacio flotante la nota sagrada o el tono re­
ligioso que había tenido ocasión de apreciar en las ciudades de
Inglaterra, aún tratándose de creaciones frágiles, cual si la gama
de colores debiese siempre terminar o por lo menos matizarse con
lo fúnebre y solemne.
A ese detalle hay que añadir otro, que fuera de duda no carece
de vigor; y es el de que se llamaba a la mesa a toque de clarín,
soplado con tanta corrección tres veces al día, que en verdad se
creería estar en una academia militar o en pleno campamento en
marcha, por lo marcial del llamado y la sonoridad de los ecos.

250,
«

Eran también los únicos que por lo agudos sobrepujaban el rumor


de las aguas y los silbidos del viento.
Cae de su peso que el mareo o sick, sea según la expresión de
abordo, invadió el buque en cuanto el océano enarcó su dorso y
rozó la borda; pues ocurrido eso, el “steamer” se convirtió en una
hamaca que causaba a muchos, vértigos y vahídos, y aún lamentables
descomposturas acompañadas de suspiros y lamentos.
El vaivén y el zarandeo superaron los límites ordinarios en
estos casos, despoblando el comedor, la sala de lectura, y la de música;
permitiendo tan sólo, bajo un frío intenso que unos pocos se aso­
maran a la cubierta, por donde precisamente entraba el oleaje por
asalto y pasaba de carrera. ‘

XLV ; .....
., ■ I •< I.b I i • ■ • •
La primera nevada . <t .

El segundo día de año nuevo, todavía en plena mar, que iba


tomando el color verdadío por aproximación a las costas de Amé­
rica, y sin que el viento hubiese cedido en violencia, empezó a
caer la nieve en infinitos copos, ofreciéndonos un espectáculo mara­
villoso aquel cortinado de capullos en el cielo y aquellas altas crestas
verdinas del piélago enfurecido.
Al principio la nevada pareció espuma que volaba en trizas al
rigor del sudeste, leve, frágil, aérea, pero en muy poco tiempo se
fue acumulando en las toldillas, en la borda, en la cubierta en grandes
masas esponjosas, que luego se endurecían con más consistencia que
el hielo formando como una alfombra de tripe resbaladiza.
En los aleros de los corredores colgaban a centenares sus cris­
tales a modo de largos carámbanos o estalactitas de una gruta; y
en las barandillas el acolchado de copos bien media tres pulgadas
de espesor.
Los “hombres de mar” ponían rudo empeño en el desalojo de
una parte siquiera de la mole invasora; pero los capullos se centu­
plicaban por segundos, y constituían colchones más altos que los
de lana cardada.
Pasaron horas, y también dos días de firmamento de alabastro,
sin que cesara la nieve de caer.
El barco marchaba con manto de armiño y penacho oscuro,
como un cisne de cuello negro; y de vez en cuando se cruzaba con
alguna barca airosa toda vestida de blanco deslumbrador desde la
quilla hasta el extremo de los mástiles, al igual que una virgen que
vuelve del templo después de la primera comunión.
Con la llegada entre islas, brilló el sol.
¡Qué cuadros no soñados, los de aquel archipiélago portentoso!
A uno y otro lado, cada islote o simple peñón presentaba cons­
trucciones descomunales como surgidas de pronto entre las nieblas
no disueltas, al golpe de una varilla mágica.
A estribor se alzaban edificios en sucesión constante, sin más
intervalos que los de los estrechos surcados por las naves más capri­
chosas en su tamaño y estructura, cargadas de mercancías o de per­

251
sonas; en una islilla con resguardo de útiles heroicos contra los
avances del mar, altiva e imponente sobre basamentos ciclópeos,
vencía la distancia y concentraba los ojos fascinados la estatua de
la Libertad con su antorcha, dominando soberana el panorama enorme,
acaso con más poder sugestivo que en los tiempos épicos la maravilla
llamada coloso de Rodas, entre cuyas piernas pasaban los navios:
a la derecha se erguía incomparable en majestad y grandeza el
emporio de New York, con sus casas de veinte y treinta pisos, sus
fábricas de una potencia sobrehumana, sus ferrocarriles aéreos y
sus rumores de abejas de acero dentro de una colmena hiperbólica
de cristal de roca.
El barco iba lentamente, rompiendo la densa capa de hielo que
cubría las aguas, y sobre la cual habría podido patinarse sin peligro
de sumersión.
En esta tarea se estuvo toda la tarde, hasta arribar al apostadero.
Cuando acabó de romper las últimas placas con su proa poderosa
y echó el ancla, empezaba el crepúsculo, con un frío de varios grados
bajo cero.
Los portentos de las mil y una noches, con sus genios, sus silfos,
sus bellezas y sus monstruos en confuso amontonamiento, y las fan­
tásticas lumbres de los castillos encantados a la orilla de los lagos
o en la soledad de los montes; las esfinges, los mausoleos, las pagodas
indicas, las pirámides, los obeliscos y las agujas, que todos conocemos
por cien descripciones y críticas de sabios, cuando no por observación
propia en Londres o París, donde han sido trasladados algunos de
esos seculares monumentos, todo eso y mucho más aparece pálido
o eclipsado por estas moradas, fábricas, puentes de la gran ciudad
que se destaca en las regiones del norte esparcida en islas, como una
constelación de pléyades, las más esplendorosas de su escudo y su
bandera, por la magnitud del brillo y el poder incontrastable de
sus riquezas.

252
ERICH KLEIBER
EN MONTEVIDEO

Por ERICO STERN

Conferencia difundida el 28 de abril de 1977


por CX 6 Difusora del S.O.D.R.E
con motivo del 150’ aniversario de la muerte de Beethoven.
ERICH KLEIBER EN MONTEVIDEO

El 26 de marzo de 1827 murió en Viena LUDWIG VAN


BEETHOVEN, y a raíz de cumplirse este año el 150? Aniversario
de esa fecha, el mundo musical celebra y conmemora al músico de
Bonn con innumerables homenajes, conciertos, ediciones de discos
y publicaciones.
Para el público melómano del Uruguay, las obras de Beethoven
están íntimamente relacionadas con el recuerdo de su interpretación,
por la Orquesta Sinfónica del SODRE, bajo la dirección del director
de orquesta austríaco ERICH KLEIBER. Es que Montevideo tuvo,
durante el período de la Segunda Guerra Mundial, el privilegio de
contar, año tras año, con la actuación de los dos únicos grandes
directores de orquesta que, voluntariamente, abandonaron Alemania
y Austria bajo el régimen nacional-socialista: FRITZ BUSCH y
ERICH KLEIBER. A ambos maestros debemos interpretaciones in­
olvidables. Recordemos, de FRITZ BUSCH, “La Walkyria” de Richard
Wagner, la 2da. Sinfonía, llamada “Resurrección”, de Gustav Mahler,
etc., y de ERICH KLEIBER, el “Réquiem Alemán” de Brahms, “La
Consagración de la Primavera” de Strawinsky, las “Cuatro Ultimas
Canciones” y el “Concierto para Oboe” de Richard Strauss, y, ante
todo, sus inolvidables interpretaciones de las Sinfonías de Beethoven.
En dos temporadas montevideanas, Erich Kleiber dirigió el ciclo
completo de las 9 Sinfonías, y en otras temporadas subsiguientes,
condujo nuevamente varias Sinfonías beethovenianas, y todos aquellos
que tuvieron el privilegio de asistir a esas veladas, jamás podrán
olvidarlas.
Es más: En el vestíbulo del Estudio Auditorio del SODRE (en
la parte salvada del infortunado incendio de esa sala de conciertos),
se encuentra todavía la placa recordatoria ejecutada por el escultor
José Belloni y solemnemente inaugurada en 1939 por el entonces
presidente del SODRE, Eduardo Ferreira, con las palabras en bronce:
“En horas breves, pero inolvidables, el maestro ERICH KLEIBER,
secundado por la orquesta sinfónica, solistas y coro del SODRE,
avivó los esplendores de la gloria de BEETHOVEN con la magistral
interpretación de sus nueve sinfonías”.
¿Cómo sucedió que ERICH KLEIBER abandonó sus prestigiosos
puestos en Europa y se trasladó a Sud-América? Para investigarlo,
y luego recordar —en un doble homenaje a la memoria de BEETHO­
VEN y de su eximio intérprete— la presencia de Kleiber entre
nosotros, empecemos por pasar revista a la carrera del gran director
orquestal.
ERICH KLEIBER había nacido el 5 de agosto de 1890, en Viena,
y, habiendo quedado huérfano a temprana edad, su niñez y adoles­
cencia transcurrieron alternativamente en Viena, en Praga, y nueva­
mente en Viena, donde en 1906 vio dirigir por primera vez a Gustav

255
Mahler. Desde entonce
*, Kleiber «e convirtió en un asiduo visitante
de La galería alta de la Opera de Vienau En 1948. Kleiber retornó
a Praga. dividiendo mi tiempo entre La Lnítersidad y el Conserva-
taña. en el cual había «ido admitido “eoodieíwi t hmt nt *-~. Encontró
insatisfactorias y poco útiles la» enseñanza
* de ambos instituto-, v
finalmente fue expulsado del Ccmaer» atorio y abandonó la Unber-
«ádad. En cambio, «e convirtió en “habitué" de la * funcione- y ¿e
im ensayos del “Deutachea Theater" de Praga. Dorante un ensayo de
*E Ocaso de los Dioses", en 1911, el anónimo y eonoecwnte visitante
fne descubierto por el intendente del teatro. Angelo Neumarn. y
«•■tratado como ayudante, sin sueldo. Kleiber ni «quiera había
sotado de una enseñanza normal ¿e piano, que e» 1946 había erryr.e
xada a aprender sin maestro, pero a fíne» de 1911 ya lo dominaba
i» suficientemente como para actuar de “Korrepetilor" en los en­
rayas de algunos cantantes. En el curso de tale» actividades secan­
darías. fue “descubierto" por segunda vez. esta «ez por el Inter 'ente
de la Opera de Darmstadt, quien contrató a Kleiber como “tercer
director de orquesta" < siendo el primer director FéSx Veinpartner
Kleiber diripió operetas vienesas en la Opera de esa peq^ezz cíuJal
alemana, que sin embargo podía permitirse el Jnjo de contrata- w
servicias, durante años, de K'einpartner. y. •easártmajmeme. de Nikiscb
y Blcch. Luego de dirigir inmune rabie * operetas, fmalmeale Je
permitido conducir algunas represenlaciomes de “El *T ZoabiL de b
Rosa", de Strausa. Lentamente <y ajeniada par e' rrzr director
Artirar Nikisch, a quien Kleiber vemeriba la carrera ¿el terc-r
¿redor de Darmstadt fue haciéndose más nráma y camcet-lt. y en
1*9 pasó, ahora como director titular, a la Opera de Vnpperta’:
en 1921 a la de Dusseldorf: y en l'^ü a M. mu b «■ puesto que.
de» años antes, había sido ocupado por Fnrtw «mgier .
Y luego se produjo el pran sallo a La í&ma: A raíz de una
actuación en Berlín, dirigiendo “FideSo- despmés de ntt rái» ensavo.
Kleiber fue designado Director Musical GemeraZ de la Opera del
Estado, de Berlín, en agosto de ÍE 1** Kjeíber atusa <z aquel sí­
menlo 33 años de edad, y había kerad * d muñir un iettt,: a pesar
de que los otros dos candidatos se llznzabun: Brama Valüer y •’hto
Klcmperer; la elección. a tan aho penes .
** de m femáoe retatñz-
mente desconocido, provocó tormentas de p«©esens en la ber-
hncsa. Pero esas protestas rápidamente se acaíLaran. cmunús Kleibrr.
<n sus primeras 5 semanas en Berlux. dsrigaé xmrvm peuirnrei.ce.rs
de 8 óperas \ Fidelio, lobengrút. FaZsta£L T uwríhra-er. IXitz Ga»<xzn_
Aída. Carmen y El Catador Furtivo . segwñas numorru?.tnrnnte por
*E1 Anillo de los Ni be longos,"
La "época de Kleiber" fue ama Je las anas betíLmocs en la lrntoria
Je la prestigioaa Opera del Estado, Je Beehm. y sms nrexuraMus
* coas?
¿rector de ópera* se compkn^utahaav. en trab crev.euze. cvc Li
«maJuvt'ioH «le eum'iertaa aiufonko
* Je sas «revpnrecns zrms jrescgxvsas.
Yanto en «pera como eu concrertviss. KWebec se «tuaretrCM en m xr-
dkente JefenMi «le la música vxmk'napocamtu. y w mratÁce eso. x-c-
*
euda con Jos estreno de "Jenuia" ¿r Fanu^eK. y» svrbce Je
"IkaanvsK" de Ubau Her^. Vambum ay *
< sritnagnt jpnueswstnmats z

25»
los colegas más jóvenes: Entre sus asistentes y alumnos en Berlín
figuraban Dimitri Mitrópulos y Georg Szell.
La fama de Kleiber pronto sobrepasó las fronteras de Alemania
e incluso los confines del continente europeo. En 1926 actuó por
primera vez en el Teatro Colón, de Buenos Aires, y en esa tempo­
rada Kleiber realizó las primeras audiciones para la Argentina, de
la Sinfonía Pastoral de Éeethoven (!!), la Cuarta de Mahler y el
“Réquiem Alemán”, de Brahms. El año siguiente, 1927, centenario
de la muerte de Beethoven, Kleiber estrenó para la Argentina la
“Missa Solemnis”.
Ya en esas dos primeras visitas de Kleiber a Sud-América (1926
y 1927), emerge su personalidad en el doble aspecto de cómo él
veía la vida musical de aquel entonces, y de cómo, a su vez, él era
juzgado por los públicos y músicos argentinos.
Cuando Kleiber llegó a la Argentina en 1926, su nombre era
totalmente desconocido. Nadie sabía que se trataba del Director Ge­
neral de la Opera del Estado, de Berlín, se había hecho muy poca
publicidad para sus conciertos, y la concentración —tanto de la
orquesta como del público— dejaba mucho que desear.
Kleiber, trabajador incansable, realizó exactamente 100 ensayos
completos con la orquesta, en menos de 2 meses. El resultado: Desde
su tercer concierto, nunca hubo un asiento vacío. Sus programas
resultaban poco ortodoxos por cierto: Al lado de las grandes obras
sinfónicas y corales, incluía en sus conciertos la música de danza
de Dvorak, Mozart y, sobre todo, de Johann Strauss (padre e hijo).
Y a su vez, Kleiber se enamoró de la danza típica rioplatense, del
Tango. “La orquesta de tango es más pura y afinada que una de
jazz, y el Tango mismo es una verdadera obra de arte, tanto como
el Vals, y usted sabe lo que el Vals significa para mí”, escribiría a
casa.
La profunda admiración que Kleiber supo despertar, ya en esa
primera visita a Sud-América en 1926, en los músicos argentinos,
se refleja gráficamente en lo que recuerda Carlos Pessina, en aquel
entonces concertino de la orquesta del Teatro Colón, con las palabras:
“Lo que daba un sabor y carácter especiales a los ensayos del
Maestro Kleiber, era su penetrante mirada inquisitiva, el comentario
exacto, exigente e irónico, la comprensión de nuestros problemas
individuales, y el rigor inflexible en lo que se refiere a disciplina
y obligaciones artísticas. Con su ingenio tan original y sus compa­
raciones y chistes tan a punto, encendía el interés hasta de los más
remisos y menos dotados elementos de la orquesta. Tenía un sentido
del estilo que era realmente milagroso, y que se manifestó tanto
en los valses de Johann Strauss o en las Danzas Eslavas de Dvorak
de sus primeros conciertos como en el “Ring” y “La Mujer sin
Sombra” de años después. E incluso en las “Escenas Argentinas”
de Carlos López Buchardo, yo sentía que ningún músico local había
captado el espíritu de esta auténtica pieza argentina con tanta per­
fección como él.
Nunca cansó a la orquesta con observaciones innecesarias ni
ensayó un compás más de lo que era absolutamente necesario. El
día del Concierto, el ensayo solía durar menos de media hora y

257
era raro que se tocara tan siquiera una nota. En vez de ello, solía
sacar del bolsillo una larga lista, en la cual, decía, el autor le había
pedido que anotara los errores cometidos durante los ensayos. Luego
de haber trabajado durante 30 años bajo su dirección, me atrevo
a afirmar que ningún músico que haya actuado con él puede recor­
darlo sin el más profundo afecto y respeto.” Hasta aquí los recuerdos
de Carlos Pessina.
Fue en esa primera visita a la Argentina que Kleiber conoció
a la norte-americana Ruth Goodrich, quien se convertiría pronto en
su esposa. (De ese matrimonio, que más tarde iba a adquirir la
ciudadanía argentina, iba a nacer, también en Buenos Aire-, su
hijo CARLOS KLEIBER, cuya carrera de director de orqueste, es,
en estos momentos, la sensación musical de Europa).
Los años siguientes, aparte de la intensa actividad en la Opera
del Estado, de Berlín, traían nuevas aventuras en el extranjero. Así
por ejemplo, una gira de conciertos a Leningrado- y Moscú, que
incluía la Novena Sinfonía de Beethoven, en la que las autoridades
soviéticas habían ordenado suprimir la palabra “Dios” en el texto
de Schiller! También, la conducción, en Bonn, del concierto en
homenaje al centenario de la muerte de Beethoven, y la dirección,
en 1925 y 1927, de los conciertos en Berlín de la Orquesta Filarmó­
nica de Viena. Y en Berlín, aparte del estreno de “Wozzeck". la
primera audición mundial, en 1930, de la ópera “Cristóbal Colón”
de Darius Milhaud. El mismo año 1930 significó su debut en los
Estados Unidos de Norte-América, con 30 conciertos al frente de la
Filarmónica de Nueva York y de la orquesta de la N. B. C.
Mientras tanto, en Alemania, el panorama político cambiaba
rápidamente: El 30 de enero de 1933, Hitler asumió el poder. Bajo
la órbita de su Ministro de Cultura y Propaganda, Dr. Goebbels,
caía toda la vida cultural del país. Todos los artistas judíos fueron
inmediatamente despedidos de sus puestos, se prohibió la ejecución de
obras teatrales o musicales de autores “no arios”, y, por encima de ello,
todo el arte moderno fue calificado de “arte decadente” y prohibido.
Ya no se podían ejecutar en Alemania las composiciones de Strawinsky,
Bártok, Schoenberg, Alban Berg, von Webern, Krenek, Kurt Weill,
Hindemith y tantos otros.
Hubo una mayoría de artistas que se sometía y colaboraba:
Cuando a Bruno Walter se le prohibió dirigir un concierto en Munich,
Richard Strauss no dudó un momento en reemplazarlo: también
renunció a la colaboración de Stefan Zweig, quien le había escrito
sus últimos libretos de ópera, y asumió la Presidencia de la Cámara
de Música del Reich.
Diferente fue la posición de algunos pocos otros músicos: De
Fritz Buscli, de Hermann Sclierchen, de Erich Kleiber, y —en un
primer momento— de Wilhelm Furtwaengler. A Kleiber se le había
prohibido el estreno, ya programado, de la ópera “Lulú” de Alban
Berg, calificándola de “arte decadente”. El diario “Voelkischer Bco-
bachter” del 16.XI. 1934 escribió acerca de “La Consagración de la
Primavera” de Strawinsky, dirigida por Kleiber: “Nos sorprende
que un Director General de Música se atreva a presentamos, como
si fuera arte, ese producto, ajeno a nuestra raza, de un cómico de

258
los sonidos, apoyado por críticos judíos.” Se ordenó una investigación
oficial, a fin de averiguar si Kleiber no tendría por lo menos alguna
abuela de sangre judía; el informe termina con las palabras: “En el
caso ¿c Kleiber, Y A PESAR DE NUESTRA MEJOR VOLUNTAD,
no hemos podido encontrar nada”.
Nada impedía ahora que Kleiber siguiera actuando en Alema­
nia, salvo su propia conciencia. Se combinó con Wilhelm Furtwaengler
para que éste, en un artículo en el “Voclkischer Beobachter”, defen­
diera el arte de Paúl Hindemith y específicamente su ópera “Matías
el Pintor”; al día siguiente, Furtwaengler y Kleiber iban a renunciar
a sus puestos. El artículo de Furtwaengler, defendiendo a Hindemith,
apareció, las renuncias se presentaron —pero unas semanas después
Funvaengler se arrepintió, publicó una carta de disculpas, y fue
re-instalado en sus puestos. En cambio, Erich Kleiber estaba decidido
a abandonar Alemania. El propio Ministro-Presidente, Mariscal Goe-
ring, le imploró a Kleiber que retirara su renuncia y siguiera actuando
en Alemania, ofreciéndole un sueldo enorme pagadero en francos
suizos. La contestación de Kleiber a Gocring fue: “Acepto, pero
con la condición de dar un programa dedicado a Mendelssohn en
mi primer concierto.”
Kleiber abandonó, pues, voluntariamente, Alemania. Se dirigió
primero a su patria, Austria, actuando en el festival de Salzburgo
de 1935. Dirigió en Inglaterra (donde obtuvo triunfos sensacionales
en el Covent Garden, de Londres), Praga, Amsterdam, Bruselas y
Ginebra. Al anexar Alemania a Austria, este país quedó cerrado para
Kleiber. Y al prohibir la Scala de Milán (donde Kleiber debía dirigir
“Fidelio”) el acceso al público judío, Kleiber renunció al contrato
y pagó una multa de 20.000 Liras, publicando una carta abierta que
decía: “La música es para todos los hombres como el aire y el sol.
Y donde, justamente en estos tiempos difíciles, este consuelo tan
necesario se cierra a ciudadanos por el simple hecho de pertenecer
a otra religión o raza, no puedo colaborar: ni como músico, ni como
ario, ni como cristiano.”
Ahora Kleiber pertenecía al grupo de los hombres sin patria.
En 1939, en ocasión de un concierto en Bruselas, una princesa de
antigua nobleza austríaca lloró en su presencia por el destino de
Austria. Kleiber le dijo: “Yo también me vi en la obligación de
encontrar un nuevo suelo. Vea: Las cinco tablas de madera en las
cuales estoy en pie para dirigir, serán siempre el mejor suelo de
la vieja Austria, y constituirán por ahora, mi única patria”.
En junio de 1939, Kleiber se embarcó para Montevideo y Buenos
Aires. Y llegó a Montevideo en julio, para preparar el ciclo de las
9 Sinfonías de Beethoven con la orquesta del SODRE. Los que vivimos
esos conciertos, y los de los años posteriores, jamás habremos de
olvidar la figura de Kleiber, llegando al podio, permaneciendo allí
callado durante unos minutos, con la mano izquierda en alto, pidiendo
atención al auditorio y máxima concentración a sí mismo, l’ero, ¿cómo
vio Erich Kleiber a su vez a la orquesta y al público del Uruguay?
Algunas de sus cartas desde Montevideo nos lo revelan:
Montevideo, julio 2 de 1939. Estoy instalado aquí en un departa­
mento precioso y casi tranquilo, del Parque Hotel, de propiedad

259
Municipal. Me han hecho un precio especial: 9 pesos uruguayos por
dos habitaciones, baño y pensión completa. Pero extraño mucho a
Austria, y esta tarde, sentado al sol en el hermoso Parque Rodó, al
repasar la Escena junto al Arroyo, de la Pastoral, sentí que las
lágrimas me quemaban los ojos.
Montevideo, 3 de julio. Mi primer concierto aquí se realizará
el 18 de julio. Un concierto de gala, en la fecha de la gran fiesta
nacional: Himno Nacional dirigido por Baldi, y luego Beethoven
Primera y Tercera. Comida maravillosa aquí, dormitorio muy pasable.
Hago muchas caminatas en el hermoso aire primaveral.
Domingo 9 de julio. Ahora el trabajo realmente empieza. Baldi
me trajo de visita a Kolischer, director del Conservatorio. Acaban
de tener un hermoso bebé. Los uruguayos le aplastan las orejas a los
bebés con Elastoplast para impedir que se les separen; nunca lo
había visto antes, es bastante gracioso. Cambié de habitación por
tercera vez. Vista al mar. Todo en el cuarto de baño (lavatorio, bidet
y bañera), es de color azul oscuro. Imagínate, huh!
Lunes 10 de Julio. Hoy 9 30 a 11,30, primer ensayo de orquesta.
Estudiamos un movimiento de la Heroica todo el tiempo. La or­
questa: Muy buena voluntad, pero realmente ni la menor idea. Luego
la Unión de Músicos me invitó a un almuerzo al aire libre, fuera
de la ciudad. Se dijeron algunos lindos discursos y después hubo
un gran partido de fútbol entre los músicos. Yo tuve que dar la
patada inicial y me sentí muy honrado. Aquí no se cena hasta las 21,30.
A esa hora, en Europa, estaríamos durmiendo.
Julio 16. Preparando el concierto Wagner Beethoven hoy,
ensayamos el Preludio de Lohengrin. Al finalizar, la orquesta, re­
pentinamente, estalló en aplausos; habían creído que yo sólo podía
hacer Beethoven.
Sábado 23 de julio. El concierto ayer estaba todavía más concurrido
que la primera vez, y todo anduvo mejor y más parejo. Durante la
Pastoral, me saltó el botón del cuello y tuve que luchar con esto,
discretamente. Escena en el arroyo: conservé el lado derecho del
cuello firmemente apretado con el mentón. Tormenta: cambié al
lado izquierdo. Tiene que haber sido patente para todos (el Presi­
dente de la República se hallaba justo encima de mí). Durante el
último movimiento, conseguí mantener el cuello bien debajo de la
corbata, y cuando comenzaron los aplausos, saludé una vez y me fui
hacia un ala, y, protegido por los contrabajos, agarré el cuello y
lo tiré con una rabia tremenda. Volví a la sala, donde el público
estaba haciendo un ruido enorme —la Pastoral había salido, en
realidad, muy satisfactoriamente. Después del intervalo, Beethoven
Segunda: Fue un éxito todavía mayor, no sólo porque mi botón ahora
se portaba bien, sino porque la gente no se había dado cuenta antes
de que la Segunda era “tan” hermosa y “tan” importante.
Sábado 30 de julio. Otra vez lleno completo en el concierto.
Después de la Quinta Sinfonía se produjo un griterío tremendo.
Hacía mucho que no oía semejante estruendo. La orquesta aquí rinde
TODO lo que tiene; la Cuarta, realmente, estuvo bastante bien, pero
en la Quinta se superaron.

260
Lunes 31 de julio. Las críticas de los primeros tres conciertos
me parecen sospechosamente buenas. Hoy ensayé el primer movi­
miento de la Séptima durante dos horas y tres cuartos, y ahora haré
una caminata con la Novena.
Martes 1? de agosto. Asistí a la función de la tarde de la com­
pañía teatral española y vi a la gran artista Margarita Xirgu en
“Bodas de Sangre” con música de Juan José Castro. — Fue mara­
villoso.
Jueves 3 de Agosto. Ensayar la Séptima es, realmente, una tarea
ardua. La orquesta no está acostumbrada a ensayar en forma con­
centrada durante más de tres semanas por vez. Pero estoy decidido
a que los cinco conciertos, todos, sean verdaderamente buenos. Los
del coro (100 personas; entre ellos hay gente de la alta sociedad,
aficionados europeos refugiados, y emigrantes judíos) trabajan como
negros, por amor al arte, y creo que al final resultarán muy buenos.
Solistas: La soprano, una húngara, buena: la mezzo-soprano, com­
pletamente imposible — tengo que conseguir a alguien de Buenos
Aires o del Brasil; el tenor (yo lo descubrí), con una hermosa voz,
un obrero uruguayo al que espero conseguirle una beca del Estado
para que pueda estudiar bien; el bajo, también es uruguayo, su
aspecto es gracioso: parece un bebé de cine, con un bigotito, nada
de grasa, pero con un rugido de león. De modo que ahora conoces
a todos mis delincuentes...
Domingo 6 de agosto. El concierto de ayer (mi 499 cumpleaños)
fue un gran éxito. Sobre todo la Séptima, por supuesto. Verdadera­
mente la habían estudiado bien y atacaron el último movimiento
con tal frenesí que apenas tuve que usar la batuta.
Lunes 14 de agosto. Aquí ya estoy en Buenos Aires. La Novena
en Montevideo fue un éxito colosal. El auditorio se levantó como
un sólido muro y siguió gritando durante un cuarto de hora. Tuve
que salir delante del telón de seguridad para complacerlos, y me
siguieron hasta en la calle__
Tales, pues, algunas de las impresiones del propio Kleiber sobre
su primera actuación entre nosotros. Habrían de seguir muchas tem­
poradas más en Montevideo, así como en Buenos Aires, Santiago
de Chile y Cuba. Kleiber se hizo ciudadano legal argentino, y amó
estas tierras rioplatenses y sus gentes de la misma manera como era,
a su vez, querido, admirado y venerado por los melómanos y los
músicos del Río de la Plata.
Terminada la guerra, Kleiber volvió a Europa. Sus más grandes
triunfos los obtuvo en Londres. Actuó algún tiempo en la Opera de
Berlín Oriental, hasta que el clima político opresivo se le hizo ina­
guantable. Volvió a actuar en Nueva York. El único lugar donde
no obtuvo ni un puesto ni apareció frecuentemente, fue en su propia
ciudad natal: En Viena. Y murió inesperadamente, en un hotel en
Zürich, el 27 de enero de 1956, el día en que se celebraba el bicen-
tenario del nacimiento de Mozart. Ningún diario austríaco mencio­
naba siquiera la noticia de la muerte de Kleiber. Pero en Nueva
York, en Londres, en Buenos Aires no se le había olvidado. Y por
cierto tampoco en Montevideo. Hasta hoy perdura entre nosotros
el recuerdo del gran director, que, con infinita paciencia hacia una

261
orquesta que por cierto no reunía los elevadísimos standards artís­
ticos a los que él había estado acostumbrado en Europa, nos brindó
primeras audiciones de la Suite Lírica y de Fragmentos de “Wozzek”
de Alban Berg, del Concierto para Orquesta de Béla Bártok, del
Don Quijote de Richard Strauss, e inolvidables versiones de Mozart,
de Schubert, de Bach, de Brahms, de Dvorak, de Wagner, de Tschai-
kowsky — y sobre todo, interpretaciones impactantes de las Sinfonías
de Beethoven.
En este año en que se conmemora el 1509 Aniversario de la
muerte de Beethoven, tenemos, pues, motivos más que suficientes
para recordar a ese gran director beethoveniano, Erich Kleiber, quien
una vez, al ser preguntado cuál era su compositor favorito, contestó:
“Siempre aquel que estoy dirigiendo”.
Erico Stern

BIBLIOGRAFIA:
JOHN RUSSELL: “Erich Kleiber”, Londres 1957, Buenos Aires 1958.
GEORG FREUND: “Erich Kleiber, Artista Luchador”, Montevideo 1941.
JOSEPH WULF: “Musik im Dritten Reicli”, Guetersloh 1963.
DAVID WOQLDRIDGE: “Conductor’s World”, Londres 1970.

262
SOBRE DIALECTOLOGÍA URUGUAYA

Por A. Rosell
SOBRE DIALECTOLOGÍA URUGUAYA

La dialectología es, considerada en su sentido más amplio,


uno de los métodos más fecundos en la moderna investiga­
ción lingüística. José VENDRYÉS.

Nuestro temperamento no es francés, ni español ni inglés,


sino exclusivamente nuestro. Americano; más que americano,
todavía: rioplatense. Ernesto HERRERA.

Nuestra nacionalidad en el idioma, antes que debilidad


chauvinista o exigencia patriótica es una cuestión de buen
sentido; porque hablamos bajo nuestra espiritualidad, con
nuestra dicción, a impulsos de nuestra inspiración constructiva
bien destacada y meritoria. No podemos hurlar ni deprimir
el alma nacional, nuestro autóctono interior. Vicente
ROSSI.

Es claro que no hablo de Dialectología con el sentido y la ex­


tensión que tiene en Zamora Vicente; entiendo referirme al estudio
de las formas del lenguaje de mis conciudadanos. De cualquier modo,
la sesuda obra del actual Secretario de la Academia Española ofrece
pautas o normas de trabajo; tal como las proponían los planes del
Prof. Berro García, y una información del Prof. José Pedro Roña
sobre metodología de este orden de estudios, realizados en la órbita
de la Facultad de Humanidades y Ciencias.
Importa aún hacer otra precisión: a tenor de mis mínimas capa­
cidades intelectuales, podré apenas desflorar el tema; intento reunir
algunos antecedentes que en el mejor de los casos —y aun esto...—
oficien a modo de “cabeza de expediente” para el estudio minucioso
y crítico que entiendo imprescindible acometer por quien posea con­
diciones y conocimientos sobre la materia; en cierto modo, pues,
como nexo entre labores hoy desperdigadas, y la investigación siste­
mática que requiere el tratamiento científico de la materia.

El concepto y su designación

Comencemos por precisar que ‘dialecto’ es meramente concepto


científico —de la ciencia lingüística, naturalmente—, exento de cual­
quier sentido político — como en algunos momentos y en ciertos
ambientes o niveles se pretendió y sostuvo dogmáticamente; de ese
momento y actitud queda la indignada protesta de Moneva y Puyol,
hace medio siglo.
Fruto de ese equivocado concepto era el calificativo de “bár­
baro” aplicado a los fenómenos lingüísticos que no se ajustaran a la
norma autorizada; mas “¿por qué se ha de vituperar como barbarismos
los vocablos que sirven para anotar sus costumbres [preguntaba y
recriminaba Washington Bermúdez al comenzar el siglo, refiriéndose

265
a los lenguajes que hablaban los pueblos americanos], prácticas, di­
versiones, industrias, etc.?” Verdaderamente, parece mentira que
para las fechas en que Bermúdez estampaba esos conceptos, hubiese
que enarbolarlos como pendón de protesta! Sin duda se había pro­
ducido, paralelamente a los avatares histérico-políticos, un retroceso
en la valoración de los fenómenos lingüísticos, pues en 1614, y en
España, Jiménez Patón ya atribuía tal valor al hecho dialectal que
inclusive lo usaba como piedra de toque para determinar la calidad
de las lenguas; y nada digamos de la posición del superlatiinista
Sánchez de las Brozas (el Brócense, 1523-1600), que en el último
cuarto de su siglo defendía el uso de las lenguas romances, dialectos
del latín, en los estudios escolásticos — lo cual implicaba ratificar,
a cuatro siglos de plazo..., la actitud de todo un Ramón Llull.
Siglos después los estudiosos de lingüística fueron asignando más
importancia al fenómeno dialectal, hasta que los neogramáticos
—segunda mitad de la pasada centuria— lo tomaron como base de
sus trabajos. Y desde ese momento ningún nombre ilustre de esa
rama de la Ciencia dejó de aprovechar el material primario dia­
lectal. Hoy, sobre la trascendencia e importancia de los trabajos dia-
lectológicos señala Renato Minore (“II Messaggero”, Roma, 27/X/76;
y traduzco) que “con los instrumentos de la trascripción, que no es
mero ejercicio filológico, [el estudioso] participa de la relaboración-
invención de un imaginario [lenguaje] colectivo; mediante la praxis
política evita su estancamiento en formas mitificantes y de consuelo,
y se esfuerza por caracterizar “la tendencia humana [respecto] de
sentimientos, aspiraciones y pensamientos” (Goldman) del grupo de
que se ha tornado portavoz”.
Saussure, al organizar los estudios lingüísticos sobre los dos
pilares ¡taróle / langue implicó la importancia de los dialectos, al
extremo de considerar que “abandonada a sí misma, la lengua co­
noce dialectos” — o sea, si no yerro el raciocinio, que el dialecto es
la forma (parole) real del lenguaje. Y termina Saussure el capítulo
dedicado a la diversidad de las lenguas, con esta definición concep­
tual: “Los idiomas que no divergen más que en un grado muy débil
se llaman dialectos", de modo que “entre dialecto y lengua hay una
diferencia de cantidad, no de naturaleza”; dicho de otra manera:
que es artificioso el establecimiento de una relación valorativa entre
‘dialecto’ y ‘lengua’: “Los dialectos no son más que subdivisiones
arbitrarias de la superficie total de la lengua” — por lo cual la
integridad y pureza de una lengua son padrones relativos, que en la
práctica nunca se logran (cualquier hijo de vecino puede alegar
que la expresión de su interlocutor no es la más apropiada al caso...)
La importancia humanística de la dialectología resulta del con­
cepto de Brunot, recogido por Gon<jalves Vianna, según el cual “a
linguagem acusa as mais pequeñas varia^óes de clima”, “e nao só do
clima [agrega el comentador portugués], mas da própria constituyo
fisiológica, das circunstancias do meio-ambiente, das características
raciais, dos cruzamentos étnicos, etc.”, todos factores biológicos del
hombre, sér social, por esto palpitantes en el lenguaje. De ahí que
la expresión dialectal sea más tenaz que la forma académica; caso
patente de ello entre nosotros y hoy es Julio C. da Rosa, cuyo estilo

266
—no literario, no retórico; o, a lo sumo, como ensayista, llano,
anti-erudito—, como lia señalado Visca, conserva las expresiones de
su habla coloquial (').
La precisión detallista puede llevarnos, con Saussure, a expresar:
“No hay más que caracteres dialectales naturales, no hay dialectos
naturales [!!]; o, lo que viene a ser lo mismo: hay tantos dialectos
como localidades”. No se aparta de esa orientación Swadesh cuando,
al definir ‘dialecto’ dice que es “variante local de una lengua”, que
bien pueden ser las “normas divergentes” de que habla Casares, que
permiten individualizar el dialecto y “circunscribir su ámbito”.
Pero en opinión de Vendryés “el dialecto es más o menos defi­
nible”. “Los dialectos se crean espontáneamente por el juego natural
de las acciones lingüísticas. Allí donde las maneras de hablar conti­
guas presentan particularidades comunes y un aire general de seme­
janza sensible para los sujetos que hablan, hay dialecto”.
Los neogramáticos, y cuantos han profundizado en el proceso
productor de las lenguas han señalado los mecanismos y etapas de
6U formación; baste un nombre: Sapir. Este autor, cuya obra es
básica en la lingüística moderna, explica algunos de esos procesos,
que señalo por convenir especialmente al panorama dialectológico
que presenta el Uruguay.
Dice Sapir en la p. 171: en un momento determinado “pueden
encontrarse individuos aislados que emplean un lenguaje intermedio
entre dos dialectos de una lengua, y si aumenta su número y su
importancia pueden dar lugar a una nueva norma dialectal, a un
dialecto en el cual coincidan las peculiaridades extremas de los dos dia­
lectos de que procede”. Y más adelante (pp. 174-5): “En el curso
del tiempo los dialectos se van dividiendo a su vez en subdialectos,
los cuales adquieren gradualmente categoría de dialectos indepen­
dientes, mientras que los dialectos originales se convierten en lenguas
ininteligibles las unas para las otras. Y así continúa el proceso de
germinación, hasta que las divergencias llegan a ser tales que sólo
un lingüista, armado de todas las pruebas documentales y de un
método comparativo o reconstructivo, puede deducir que las lenguas
en cuestión están genealógicamente emparentadas, o, dicho en otra
forma, que representan líneas de evolución independientes de un
mismo y remoto punto de partida”. En suma: ningún lingüista
conciente —o sea, que aplique en sus trabajos criterio y método
científicos— puede dejar de utilizar lo dialectal como primera he­
rramienta para sus labores. Más aún: como concepto y como rea­
lidad actuante en un complejo social, el ‘dialecto’ es muy sutil, de
múltiples direcciones según el afinamiento del análisis y la intención
del estudio; es un mecanismo-estructura muy palpitante (vé. López
del Castillo), y que ha de merecer atención tanto de los lingüistas
a secas, como de educadores y sociólogos.
Dentro del concepto ‘dialecto’ referido a “variedades lingüísticas
con una localización geográfica particular” (Martinet), cabe estable-

(1) En la obra de Da Rosa, sobre todo en la narrativa, es fácil señalar


los dialectalismos; en este sentido, “Mundo chico”, por su volumen, por su factura
y por exponer un inundo funcional (campero) no explorado en nuestros dias
con similar interés por otros autores, es documento invalorable.

267
cer valores de área o territorio lingüístico, y aun de permanencia o
efimeridad. En este punto ya el conflicto no es categorial, sino sus­
tancial, abarcando, así, todo el cosmos lingüístico: “Hay las llamadas
áreas centrales, dentro de las cuales es en general uniforme el modo
de hablar, y áreas marginales o de transición, en las cuales varía
rápidamente de lugar en lugar. En estas áreas de transición se hallan
también a menudo formas que se presentan como cruzamientos de
las formas usuales en las áreas centrales próximas” (Porzig). Dicho
de otro modo, y con sentido de terminología de trabajo —más allá
de la precisión que hace Sapir, de que “los términos dialecto, lengua,
forma, familia son puramente relativos” en las especulaciones lin­
güísticas—: hay grados en la sustancia y dimensión de los fenómenos
dialectológicos: subdialectos, patuás, hablas particulares, localismos,
variaciones (o variantes) (2).
Por otra parte, Zamora Vicente no designa como ‘dialecto’ el
fenómeno lingüístico castellano que se da en América; ¿supone ello
negar su producción aquí?... No parece posición sensata ni sostc-
nible; por lo menos referida a grandes comarcas, de las cuales el
Río de la Plata es una de las más caracterizadas. Bermúdez ya seña­
laba en 1901 que por el “mayor caudal de variados elementos traídos
por la crecida inmigración que a es[t]as playas acude, [el lenguaje
del Río de la Plata] ha de ser el más abundoso y rico, y en el que
se comunique el mayor número de gente”. Y por lo que respecta a
la dimensión y sustancia del fenómeno dialectal, agregaba Bermúdez:
las nuestras “no son palabras que ‘tienen una misma o muy parecida
significación’ [entrecomillaba Bermúdez, lo que deja suponer que
era una reticencia que pretendió levantarse contra el derecho de
los americanismos] [que las peninsulares] dentro del idioma vernáculo:
son, poco más o menos, como la versión de un idioma a otro idioma".
Más aún, y por lo que se refiere al campo occidental rioplu-
tense: Gandolfi Herrero daba por sentada en 1961 la existencia de
varios dialectos en lia República Argentina, al señalar que “un por­
teño, un catamarqueño, o un riojano pareciera que no pertenecen
al mismo país”. Entonces, a fortiori, cabe reconocer dialectos entre
una y otra Banda; de lo contrario, ¿qué diríamos que emplean los
de la occidental, o los de la oriental? Será lícito designarlos como

(2) Señalo que en esa terminología no cabe la denominación ‘peculiaridad’


que Américo Castro aplicó a) dialecto rioplatcnse, contra la cual muy justamente,
siguiendo a Rossi y Bermúdez, se revuelve De Marsilio. Pero la voz aparece
empicada también en el preámbulo del decreto 2929, de 31 de octubre de 1975,
que pretende reconocer las lenguas no oficiales del Estado español: en él se
habla de “incorporar las peculiaridades regionales”, perfecto y equivocado eufe­
mismo político-gubernativo, contra el cual asimismo se hiergue Valentín Paz-
Andrade (“Cuadernos para el diálogo”, Madrid, enero de 1976) ; no sólo, por
lo demás, contra el decreto, sino cuanto a la filosofía cojitranca que lo inspira,
pues en un simple adjetivo (“regionales") se escamotea el valor humano del
fenómeno lingüístico: quienes emplcun los idiomas que se dice equiparar al
oficial son grupos diferenciados, y esto por el factor lingüístico, principalmente...
Claro está que el Estado español unitario no podría aceptar un concepto ‘idioma’
que implicara ‘nación*... —similar estado de cosas, y acaso con menos voluntad
de comprensión, se da al norte de los Pirineos (vé “Canigó”, marzo de 1976;
p. 16) —; del mismo modo como Castro habla de ‘peculiaridad’ para no recono­
cer un ‘dialecto*, en el caso de América.

268
subdialectos, naturalmente; pero entonces ¿cómo señalar las dife­
rencias zonales o comarcales? No son patuás —designación que, apar­
te su valor calificativo, Martinet reserva para Francia—, ni bables,
—según el concepto ‘dialecto de los asturianos’ (Drae), más preciso
en boca de Agustín Pascual Pino, cuando (“Canigó”, Bama.; 16 de
junio de 1976, p. 6) señala que “del suelu Astur, [... la] llingua
ye’l Bable”; ve. también Alarcos Lloracli. p. 185—. ¿Cómo desig­
narlas? A mi entender, como hablas, simplemente.

II

La técnica

“Per arreplegar la llengua viva no hi ha més que un camí:


fer parlar la gent, escoltar la i anotar les coses que din; pero no
escoltar i anotar de qualsevol manera, sino amb ordre i amb sistema.
Primerament es fa un qüestionari o llista de coses que han de
preguntar-se, i amb aquesta llista s’ha d’anar recorrent el país de
comarca en comarca, interrogant la gent i prenent nota de les coses
que diu” — explicaba el último realizador del DCVB, Francesc de
B. Molí.
“La forma de los atlas lingüísticos es la más indicada, pues con
ella nos obligamos a estudiar el país región por región, y para cada
una de ellas un mapa no puede comprender más que un pequeño
número de caracteres dialectales; la misma región tenemos que vol­
verla a tomar muchas veces para hacernos una idea de las particu­
laridades fonéticas, lexicográficas, morfológicas, etc., que están en
ella superpuestas. Semejantes estudios suponen toda una organiza­
ción, rebuscas sistemáticas hechas por medio de cuestionarios, con
la ayuda de corresponsales locales, etc.” (Saussure).
Los rasgos dialectales pueden recogerse en dos estadios: en el
habla cotidiana (popular) —ya que “la lengua materna no se puede
explicar realmente más que por su estado actual y por el estudio
de sus relaciones con el pensamiento”, dice Bally—, y también en
los monumentos literarios.
No hay que decir que por su realidad vital, espontánea, los
materiales de nivel popular son inmensamente más valiosos, aun
para altas especulaciones de Lingüística; de ahí la necesidad de efec­
tuar primordialmente los trabajos de campo, que brindarán las ‘iso­
glosas’ (Saussure prefiere hablar de “líneas isogloseniáticas”), con
las cuales efectuar cartas lingüísticas (Gillieron), que culminan en
la elaboración de mapas y atlas con ‘variaciones’ (3).
Los trabajos de campo, y su fruto inmediato, las isoglosas, llevan
a distinguir, como hace Porzig, áreas centrales, marginales, y de
transición. Permiten, además, determinar valores absolutos y rela­
tivos en un área dada.

(3) Aunque Casares y Martínez Amador (s.v. ‘dialecto’) emplean precisa­


mente la expresión ‘variantes (dialectales)’, que pueden corresponder a simples
‘matices d.’, la mayoría de autores prescinden de esa voz porque ella tiene otro
significado concreto en Fonética.

269
“Para establecer el atlas de una región se define primeramente
un cuestionario tipo, que por lo común incluye tres clases de pre­
guntas: ‘¿Cómo se expresa tal noción?', ‘¿Cómo se pronuncia tal
palabra?', ‘¿Cómo se traduce tal frase?’. Después se envía a un grupo
de investigadores a un determinado número de localidades de la
región (la elección de las localidades plantea problemas difíciles),
y éstos, mediante interrogatorios y observaciones, procuran [obtener
respuesta] a todas las preguntas formuladas para cada una de las
localidades elegidas” (Ducrot).
Claro está que esos trabajos no son tan fáciles como podría
parecer por esas escuetas explicaciones de Ducrot; más bien se asi­
milan a las exploraciones folklóricas — por lo demás, se comprende
que el lenguaje es un elemento que el folklorólogo debe tener en
cuenta.
Finalmente, además de brindar ese material vivo, los trabajos
de campo permiten reunir “el léxico archivo [que postulaba Menéndez
Pidal; que] en la medida de lo posible [debe] registrar todo vocablo
local”; o sea: rimeros dialectológicos, donde estén recogidos “todos
los elementos lingüísticos dispersos”.
También ofrecen material útil, aunque de otra sustancia, los
monumentos literarios. Con esta expresión entiendo aludir no sola­
mente a la obra de arte, sino también al documento específico; por
ejemplo: a los dialectalismos que pueda detectarse en los textos
oficiales de la época colonial —es decir, cuando aquí la expresión
literaria autóctona era poco menos que inexistente—, tarea que ha
emprendido, aunque no concluido ni divulgado la Profa. Matilde
Bianqui; o en las correspondencias y escritos de figuras eminentes
de nuestra historia: un Artigas —por no remontarse a los flagrantes
de Rivera...
El rastreo de los documentos teniendo en cuenta factores bio­
gráficos y culturales puede brindar elementos útilísimos, inclusive en
autores no costumbristas, pero que manipulan la palabra con sentido
de realidad y sencillez, como Felisberto Hernández; en cambio,
otros autores que pretenden ser realistas en algunas páginas, incurren
en una inautenticidad —la expresión es de Visca— que nace en las
propias comillas con que encierran voces que para ante nosotros
no necesitan de tales muletas.
Por otra parte, a su vez, los monumentos, sobre todo según los
diferentes géneros literarios, pueden revelar materiales que acaso
no afloren en las investigaciones ceñidamente dialectológicas; mu­
chas expresiones episódicas —el ‘óigalél’ que encantó a Joaquín de
Vedia cuando lo oyó de labios del Cantalicio sanchiano, por ejem­
plo—, o coloquiales, o bien acepciones particulares —subdialectales,
o acaso idiolécticas— o metafóricas, pueden muy bien pasar inad­
vertidas por los más sagaces investigadores. De cualquier modo, no
se pierda de vista la advertencia que hacía el Dr. Martínez Vigil: “Es
equivocado elevar a la categoría de reglas lo que han hecho, sin
conciencia a las veces, escritores calificados”; y aun que “el conflicto
que se alza entre la lengua literaria y los dialectos” —que señalaba
Saussure— obliga al lingüista “a examinar las relaciones recíprocas
de la lengua de los libros y de la lengua corriente”, y aun tener en

270
cuenta factores no concretamente lingüísticos, como: a) oriundez y
permanencia, o peripecias vitales del autor (45); b) calidad (género)
de la obra de arte; c) estilo, propiedad e intención expresiva —casos
notorios de Magariños Cervantes o de Yamandú Rodríguez—; d)
modalidad del lugar y momento; y aun e) sujeción o no a “modas”
en auge en el momento de la creación. Todo sin olvidar que en
manos del artista, aun la más fiel reproducción del habla de los
personajes “no deja de haber pasado por el filtro de un sujeto que
selecciona con feliz acierto sicológico, humano y estético las piezas
con que ellos aparecen articulando el habla” (Rosell, “El habla...”).
Sea como sea, el monumento literario tiene valor confirmatorio
de la calidad estética del dialecto dado; en todos los idiomas, épocas
y lugares se encuentran abundantes pruebas de ello —desbordán­
dose el fenómeno desde las voces de germanía que recoge Cervantes,
al cocolichesco que Sánchez pone en boca de Gamberoni en “Moneda
Falsa”, o Herrera en la de Pucchini en “El caballo del comisario”
—y en éste, aínda mais, se inserta algún giro fronterizo.

Los técnicos

¿Quiénes en el Uruguay han trabajado en la técnica dialecto-


lógica? La insistente señalación de De Marsilio sobre el habla fron­
teriza (6), de que “hasta el momento nadie ha hecho un análisis
exhaustivo del tema”, es aplicable, sobre poco más o menos, a la
totalidad del perímetro uruguayo. Y esto, sin olvidar la obra señera
de Granada, la de los Bermúdez, las inquietudes del mencionado
Martínez Vigil, las “papeletas uruguayas” de Berro García, o las
fraseológicas del Prof. Héctor R. Solari; o la monografía de Mme.

(4) Casos como Romildo Risso (con su permanencia de doce años en Ro­
sario de Santa Fe); o de Lirio Fernández, en Córdoba; o bien de Osiris Rodrí­
guez Castillos.
Este aspecto de la oriundez de los usuarios es de la mayor importancia en
diversos sentidos de las especulaciones lingüisticas; asi véase cómo Amado Alonso
(“De la pronunciación medieval...”), al estudiar los matices fonéticos (simple­
mente, o en relación con la ortografía) y su evolución en ciertas letras, se
remonta al lugar de origen del testigo —que a veces puede ser no una comarca
sino apenas un pueblo— o de vivienda de los autores que cita; y el detalle
señalado tiene tanto mayor valor cuanto que se trata de preceptistas, gramáticos
o maestros, que en razón del objeto de sus trabajos y estudios cabría presumir
o esperar que fuesen capaces de despojarse de cualquiera y toda particularización.
Y digo —-para insistir en la importancia de la oriundez del autor—: ¿cómo
pretender, entonces, que un artista, arrebatado por la fuerza de la inspiración
y el vigor de la forma vivos, deje de expresarse según las características del
lugar donde nació o se formó — más, inclusive, que del ambiente o persona
que describe!
También puede darse el caso de autores capitalinos (ciudadanos, así) que,
empero, aficionados a las cosas camperas recorren el país a lo largo y lo ancho,
y recogen en sus obras no sólo episodios sino lenguajes de todo el perímetro
nacional; caso, entre nosotros, actual y ejemplar, de Alberto Bocage.
(5) Al tratar de dialectología uruguaya hay que recurrir casi inevitablemente,
como ejemplo y ámbito de estudios, al habla fronteriza; por la singularidad
nuestra del fenómeno, por haber recibido la mayor atención de los estudiosos,
y aun por la esencialidad de algunos exponentes — Bisio, por ejemplo, sigue
siendo casi el único autor que ha producido en un habla particular uruguaya.

271
Pottié sobre argentinismos y uruguayismos en Amorim; o los traba­
jos lexicográficos del grupo de profesoras encabezado por la acadé­
mica Celia Mieres; o el “Vocabulario” de Pérez Ubici; y desde luego
las copiosas obras de Guarnieri — trabajos todos, de cualquier modo,
en que poco efecto tiene la técnica dialectológica, y aun la lexico­
lógica; pues no se pierda de vista la observación de Sergio Bermúdez
(“El lexicógrafo...”, p. 10), de que “renunciando a[l...J estudio
pesquisidor [etimológico, semántico, práxico, documental] el lexicó­
grafo es simplemente un colector sin autoridad de lingüista”.
Entre nosotros aún hoy sigue vigente, con pocas variaciones,
la empresa que en 1955 replanteaba —la partícula reiterativa alude
al trabajo de los Bermúdez, que abarcaba medio siglo largo— el
Prof. Berro García (vé. “Revista Nacional”, de enero-junio/1965):
“El material lingüístico que surge del habla popular uruguaya [... ]
es enorme y avasallante, desbordando notoriamente el contenido li­
mitado de los diccionarios existentes”, y que en 1962 le indujo a
promover una encuesta para “precisar el habla popular uruguaya
en la época actual” (BFIES, mar-set/62), cuyos resultados no han
llegado a conocimiento público; y de la que son —más que ecos—
netos planteos, reclamos que de tanto en tanto aparecen en la prensa
diaria —así, en “El Día” del 1 de otubre de 1976 (p. 12) dos seu­
dónimos corresponsales señalan: uno, que como “el idioma español
es hablado por más de doscientos millones de seres a lo largo de
más de veinte países, es imposible pretender que en todas partes
se utilicen las mismas palabras”; y otro, que como “estamos en el
Río de la Plata y no en España [. .. ] tenemos derecho a realizar
los ajustes de la lengua madre conforme a nuestras costumbres de
dicción”.

Los observadores

Llamo así a aquellas gentes de letras que sin ser dialectólogos


ni conocer o aplicar la técnica y sus métodos, por razones de oficio
utilizan como elemento coadyuvante las voces, formas, o relaciones
dialectales que nos distinguen, insertándolas en el relato o los colo­
quios a fin de dar “un toque de color local o [. .. ] un rasgo de
carácter a escenas y actores” (Carbajal, “Maneco...”). Claro está
que entre ellos hay grados: los que emplean esas formas en el com­
plexo total natural —caso de un Lussich o un Da Rosa—; los que
señalan su condición de algún modo (simplemente entrecomillando (a)

(6) Este procedimiento ha sido muy socorrido por nuestros escritores, más
que por los editores; de memoria cito: Yamandú Rodríguez, Morosoli, Carbajal,
el Da Rosa de los primeros tiempos, aun Abel Soria que lo emplea a voleo. La
imprecisión o peligrosidad del recurso radica en que con las comillas se llama,
sí, Ja atención del lector, pero no se indica cuál es el sentido o la intención que
afecta al caso léxico: tanto pueden eeñalar un gauchisni,o flagrante, como un
matiz metafórico especial —irónico, p.e.— que el autor asigne a la expresión;
tanto insinuar el entono particular con que haya de imaginarse en boca del per­
sonaje, como la condición extraña al idioma en uso. Todo a pique de no apli­
carlas en cualquier vuelta del camino... (vé. en “Los albañiles...’’ de Morosoli,
pp. 168-169, los dialectalismos ‘rumbero, sumido, mimosear, pialar’, no registrados

272
o abastardil'lando sin más la escritura de la voz o la expresión (Ma­
gariños Cervantes), o los que explican en nota de pie de página
(también Magariños Cervantes, con lo cual el lector queda más des­
concertado; caso idéntico ofrece Bisio), o conformando el texto con
aclaraciones indirecta o levemente definitorias, al estilo de: “El
pampero, ese viento terrible...”, o: “...o sea cuchilla, como la lla­
man en el país...”, o “... varios ranchos, o sean chozas de barro
y paja, parecidas a...”, o “su poncho, especie de...”, o aun “Un
gaucho es un hombre...” (Magariños Cervantes).
Acevedo Díaz advirtió lo riesgoso de esos procedimientos, y agre­
gó (vé. “Nativa”) una “Aclaración de algunas voces locales...”,
ejemplo que siguieron Fernández y Medina (1893) y Montiel Ba­
llesteros en “Gaucho Tierra” (1949), entre otros.
Precisamente sobre el valor incidental o episódico asignado a
los dialectalismos en ciertas obras literarias pueden ser significativos
algunos conceptos contenidos en los “Breves apuntes filológicos” que
Montiel agrega a esa su obra.
Comienza declarando que emplea “el español corriente en nues­
tro medio, que aunque deje mucho que desear como modelo de
corrección, tiene nuestro sello personal” —y entiéndase este adje­
tivo como referido a la personalidad étnica—; que a fin de “evitar
dificultades a quienes dentro de nuestras fronteras lingüísticas rio-
platenses ignoran la jerga idiomática de nuestros campesinos”, y
a los lectores de los “pueblos fraternos de América”, agrega esos
mismos apuntes y el Vocabulario; pero deja constancia de que “las
formas de expresión de nuestras gentes no son siquiera dialectales,
reduciéndose exclusivamente a deformaciones fonéticas del lenguaje,
a escasos neologismos y a algunos modismos, vicios regionales, si
no disculpables, explicables”. Reconoce, empero, que con la extirpa­
ción de formas particulares (precisamente: dialectales) “restamos sa­
bor y color, especialmente a los diálogos”. Y finalmente nota que
“muchos de los vocablos que tomamos como típicos de nuestro medio
son simplemente palabras castizas en España, o a las cuales damos
diversa acepción —ejemplo: rebenque, alarife, roncear, bocado, gua­
po, torear, flete, changa, priesa, retortero, etc., etc.”
“Como, pese a nuestros propósitos nos ha sido inevitable ser
vimos de americanismos, regionalismos y frases que, en general, sig­
nifican imágenes gráficas, sentencias y definiciones de actitudes —tra­
ducidas con singular acierto, eficacia, graficidad y humorismo por el
vivaz ingenio popular—, nos hemos visto precisados a explicar al
pie de cada página el sentido o la intención de lo que estimamos
dudoso o difícil de interpretar”.
No acabo de explicarme esas que antójanseme contradicciones
de un espíritu lúcido como el de Montiel Ballesteros...; sobre todo
si se tiene en cuenta unas precisas y cálidas palabras del Prólogo,
que implantan la obra en el medio natural de nuestra tierra: "Lo

en el Drac, o no con el sentido que entre nosotros puedan tener esas voces, sin
tales comillas); y acaso, viceversa, aplicadas a frases o proverbios como señalando
su particularidad rioplatense o uruguaya, cuando a menudo pertenecen al más
rancio refranero español...
demás no es sino ambición. Pero aunque tal, limpia, diáfana, hu­
milde: la de realizar algo entrañablemente nuestro, como si fuese
posible transustanciar la prístina gracia inédita de las almas y de
las cosas indígenas a las formas del Arte.
“Todo lo que no se aproxime a ese desmesurado intento lo esti­
mamos ganga, retórica, relleno y nadería.
“Para nosotros es ese el humano fin del Arte. Por eso algo nos
devolvió al límite lugareño, a la pureza primitiva del campo, a la
soledad tremenda y tierna de la tierra y el cielo.
“Y sin dejar de ser lo otro, nos descubrimos naturales de un
reducido espacio del mundo, estaqueado entre unos cerros, con pra­
deras y colinas verdes, con un monte eufónico y un arroyo de frío
cristal oscuro y un cielo suntuoso, asegurado por unas estrellas
dueñas de toda la Poesía”.
Y digo: si esa obra de arte, “Gaucho Tierra”, se nutre de
elementos naturales, ¿puede realizarse sin el lenguaje terrígeno, que
es forzosamente dialectal?
Otra laya de “observadores” la constituyen aquellos escritores
que en obras literarias o no, señalan o atisban el fenómeno dialec-
tológico. Así, en varias páginas de “Maneco Chico” Carbajal señala
el aspecto cultural del problema: “Era un intento de portugués o
de español plagados de barbarismos riograndenses. No llegaba, e:i
general, a completar una frase con vocablos o giros de un solo
idioma” (p. 97); así en Bouton, en cuyas heteróclitas páginas se
encuentra desde el escarceo lexicológico hasta el paso como sobre
ascuas por la expresión gauchesca más cargada de connotaciones.
Lo más arduo de esos rastreos estriba en que esos aportes están
desperdigados, y su computación es engorrosa (7), y obliga a aplicarse
a una búsqueda minuciosa. Pero este trabajo es inevitable; hasta me
atrevo a decir que por no haberlo realizado metódicamente, los es­
tudiosos concicntcs se ven forzados a declarar que es imposible esta­
blecer 'la verdadera condición aun del habla fronteriza (De Marsilio,
Agar Simóes).
Entran asimismo en categoría de “observadores”, aunque tras­
cendiendo el marco dialectológico estricto, escritores al estilo del Prof.
Adolfo Rodríguez Mallarini, con una profusa labor de estudio y divul­
gación tanto en el plano lingüístico gramatical y literario, como en el
periodístico. 0 bien periodistas que incidentalniente han especulado so­
bre la materia —especialmente en torno al habla fronteriza; tengo a
mano, como probatorios, un Ramón I. Alvarez (Supl. dominical de.
“El Día”, principios de 1961); un Fernando Aínsa — “El Diario”
de varias fechas de la segunda quincena de agosto de 1968, a propósito
de un episodio gubernativo a que en su punto me referiré.

(7) V. g., la scñalación que Carmelo M. Bonet liare, a raíz de Herrera,


sobre la preferencia del lenguaje campero por los aumentativos en -aso, o el
empleo del giro ‘de no’ (vé. LES); o el abastardillado de ‘óigale!’ por Magariños
Cervantes —exclamación que se ha trasferido en la totalidad de sus valores
liugüisticos a los campos sul-riograndcnscs, con tal naturalidad que ni aun sus
lexicógrafos (vé. “Vocabulario...") mcnlan su oriundez...

274
III

La carta dialectológica del Uruguay

El fenómeno dialectal es normal y evidente, congcnito del len­


guaje: se produce con naturalidad, como fruto de la condición hu­
mana. Podrá divagarse sobre su dimensión, profundidad o trascenden­
cia; pero no negarse su producción, su fuerza y verdad.
Tengo al alcance de la mano dos casos: en el bable —insisto:
idioma de los asturianos; aproximadamente un millón de individuos,
en un área de 11.000 kilómetros cuadrados— se distinguen tres o
cuatro zonas: oriental (5 %), central (80 %) y occidental (15 %), con
más una zona de contacto con Galicia, no incluida (“Mundo”,
Barcelona, 31/1/76). El idioma catalán es hablado en el Viejo Mundo
por unos cinco millones de individuos (vé. Molí, “Gramática...”; y
Corominas, “El que s’ha de saber...”) esparcidos sobre un área de
unos 60.000 kilómetros cuadrados (Cataluña estrictamente dicha, C.
aragonesa, Valencia, las Baleares, Andorra, C. norte, y aun un enclave
sardo: Sásser, Alguer); agregan Molí y Corominas mapas dialectales
que comprenden desde Pcrpinyá a Alacant, en que se distinguen no
menos de siete zonas (y eso que no separan, como hacen algunos
autores, entre el menorquín y el mallorquín; ni distinguen, como
otros, c. oriental y occidental, “apitxat” valenciano, ni “salat” gerun-
dense y balear).
Menciono esos casos foráneos como demostración de que en tér­
minos de Lingüística y Dialectología las cantidades geográficas y
demográficas cuentan relativamente; puede, pues, aplicarse un padrón
semejante a los 180.000 kilómetros cuadrados y los tres millones de
habitantes nuestros, aunque no dispongamos de “ningún material
sistemático que pueda constituir la base de (su) [un] estudio [dia-
lectológico, lingüístico]” (De Marsilio). Por mi parte, y con tanto
mayor motivo que el autor de “El lenguaje de los uruguayos”, no
conozco siquiera una carta isoglótica de la franja fronteriza con el
Brasil.
El dialecto uruguayo —como todos los americanos— se asienta
en el castellano de la época de la conquista y la colonización; en
nuestro caso el aporte indígena es prácticamente nulo; los indige­
nismos autenticados Bon insignificantes; de algún volumen ya son
los afronegrismos (llegados muchos por vía brasileña; vé. Laguarda
Trias y Pereda Valdés). Zamora Vicente expresa, al comienzo del
capítulo que dedica al “Españdl de América”: “El fondo patrimonial
idiomático aparece vivamente coloreado por el arcaísmo y por la
tendencia a la acentuación de los rasgos populares, [o sea: una]
fuerte inclinación hacia el léxico y los fenómenos fonéticos de aire
popular o vulgar”.
Lógicamente, en el Uruguay algunos trabajos dialectales, aunque
exclusivamente lexicográficos, se habían realizado, de mayor o menor
extensión y con método más o menos rigurosamente científico. Así,
hay que mencionar la “Lexicografía róchense”, publicada en el BFIES
de enero-marzo de 1937. Allá por los primeros años de la década
del 50, el Prof. Juan Carlos Sábat Pebet describía en el suplemento

275
dominical de “El Día” un mapa dialectológico uruguayo compue?to
con datos de diverso origen, principalmente de los medios docentes
secundarios. Dividía el territorio nacional en cuatro zonas subdia­
lectales: 1t Litoral ( parte): Salto, Paysandú. Río Negro. Soriano.
Colonia: 2) Sur: Colonia. San José, Montevideo Canelones. Mil-
donado. Flores. Durazno, Florida. Lavalleja: 3i Norte (del río Ne­
gro): Artigas, Salto. Rivera, Tacuarembó. Cerro Largo. Treint.: v
Tres. Rocha: y 4) el mismo departamento de Rocha, que constituía
“una isla lingüística”. El Prof. Sábat Pebet declaraba estar realizando
estudios dialectológicos. aunque no sé que hayan sido publicados.
Horacio de Marsilio es el autor que ofrece (19691 el más com­
pleto y orgánico atisbo sobre el panorama lingüístico uruguayo. De­
clara nobstante. su “provisionalidad”. y en esa condición presenta
’n. 211 un mapa —“basado en test'monios fragmentarios e insu­
ficientes”— en que se distinguen cuatro grandes zonas:
1) la fronteriza, de mavor o menor interferencia de portugués-
brasileño (Artigas. Rivera. Cerro Largo. Salto. Tacuarembó,
buena parte de Treinta y Tres), zona desmenuzada, en otro
mapa de la p. 40, en seis variedades:
2) la litoral (Paysandú Río Negro. Soriano. parte de Tacua­
rembó. Durazno, Flores, y parte de Florida), con abundan­
cia de portuguesismos:
3) la esteña (Florida, parte de San José. Canelones, Lavalleja.
Maldonado. Rocha), con abundancia de arcaísmos —se en­
tiende: castellanos—; y
4> Montevideo y su zona de influencia, que toma una faja cos­
tera de Canelones. San José y Colonia (aunque de este
Departamento declara el autor que carree de datos), que
“han formado su parla con particularismos de origen ur­
bano [montevideano], rico en italianismos”.
Como se advertirá, de las demarcaciones zonales hechas por esos
dos autores, apenas coinciden la tercera de Sábat Pebet con la pri­
mera de De Marsilio. Éste, además, caracteriza y circunscribe la
influencia de la capital, que aquél diluía en un área más vasta: v.
en cambio, amplia la zona arcaizante —que Sábat reducía a una "isla
lingüistica”: cu realidad, dialectal—. como se aceptaba desdo los
trabajos de Berro García en 1937. No cuesta admitir que las diferen­
cias respondan a mayores y más profundos estudios y relev amientes
efectuados en los tres lustros largos que median entre la realización
de ana y otra.
Desde luego que liemos de tener presentes los aspectos históricos
del fenómeno: el origen o influencia —no creo que pueda propia­
mente hablarse de substratum— de las formas particulares de zonas
españolas: Asturias. Maragatería y Canarias, que conforman el pri­
mer momento ¿el habla usada aquí, y subsiste en los arcaísmos
inimitablemente señalahles en la zona esteña o serrana —Fernández
y Medina precisa: los “asturianos pobladores de Minas” (in “Monte
cerrado"i; y liona (“Aspectos...”): “Era muy frecuente que todos
los colonos de una región americana de estas zonas procedieran de
la misma aldea española o d? unas pocas aldeas vecinas, o, al menos.

276
(le la misma provincia. Así, la ciudad de Montevideo fue fundada
en 1726 con veinte familias canarias, a las cuales se reunieron en
1728 otras treinta familias, también canarias. En cambio, la¡ zona
ultraserrana (Rocha, Maldonado, Minas) fue colonizada por galle­
gos, y, sobre todo, asturianos. Y hasta hoy se conserva una neta dis­
tinción lingüística entre las dos zonas, que puede deberse o no a
la diferencia regional de sus primeros colonos [...]”—; bien pronto
los portuguesismos —que sobreviven en la franja fronteriza, y con­
figuran el cuadro dialectológico más rico y estudiado del Uruguay—;
y finalmente, en tiempos más próximos, y naturalmente con menos
fuerza, los contingentes italianos y suizos —sobre todo ítalo-germanos—
esparcidos por una considerable área de Colonia.
Como, según ha sido repetido, no se conoce, aun de la zona fronte­
riza, mapa alguno de isoglosas, forzoso nos es, a los aficionados, deter­
minar las áreas a ojo de buen cubero; y en este plan los ■‘monumentos”
pueden ser —con interés atento, como he dicho, sobre datos biográficos
de los respectivos autores— una primera cantera de materiales dia'lec-
tológicos. Empero hay que distinguir fuerzas: el uso de dialectalismos
como elemento retórico (artístico) coadyuvante en los relatos (un Ace-
vedo Díaz o un Moncgal), como expresión de los personajes imaginados
(un Lussich, un Juan Ma. Oliver), o aun como estilo personal del
habla dél narrador (un Da Rosa).
Corresponde también valorar la intención extensiva; me explico:
que el empleo del dialectalismo pretenda dar por entendido su uso para
toda el área nacional (“Caramurú”), aun limitado a los factores episó­
dicos y a una configuración de los personajes; o bien, sin declararlo,
dar como circunscritos'los dialectalismos (Fernández y Medina).
Finalmente, recuérdese los factores de técnica literaria o de estilo:
que, ajustando la obra a los moldes académicos, la lengua discurra
por dos planos: el general, propio del narrador, y el dialectal, del
mundo y las personas de la obra de arte; o que toda la obra se pro­
duzca según una expresión auténtica unitaria —con lo que estamos
colocándonos en nuestros días—, propia de aquellos tres factores.
Según esos cernidos, a tenor de la división que hace De Marsilio
(p. 21) —a la que desde ahora, salvo declaración en contrario, me refe­
riré— menciono algún autor de cada zona; como simple muestra, ob­
viamente, desde que no conozco ni manipulo toda la producción de
nuestros nativistas y costumbristas; omito, además, las zonas fronteriza
y montevideana, a las que dedicaré subcapítulos particulares.
Curiosamente, en la segunda zona —litoral-central— sólo he se­
ñalado el nombre de Oliver (Juan Solito); y desde luego ello implica,
no qne no haya producido creadores o literatos, sino mi ignorancia
o falta de afinamiento en el estudio...
La tercera zona —sudoesteña— presenta un Garba jal (“Crónica
de ‘El Sitio’”), y un Abel Soria en San José, y aun a Paco Espinóla
—aunque a éste De Marsilio lo ve, igual que a Acevedo Díaz y a
De Viana, como realizador total de nuestro lenguaje campesino—;
en Canelones, Trelles —óptima cantera de canarismos, pese a su
oriundez gallega—, Custodio y Bonavita; en Lavalleja, un Cuadri y
un Morosoli, autores de obras bien sustanciosas y características tatu-
bién en el aspecto que nos interesa (uobstante, eu Cuadri no se

277
singulariza la nota dialectal verbal y su correlato pronominal canó­
nico, propia de aquel Departamento y de los de Rocha y Maldonado).
En la cuarta zona, desglosado Montevideo, debemos referirnos
a Colonia —en que tenemos anotado a Oroná— y el borde sur de
San José y Canelones, poblado iniciabnente por gentes de la Maraga-
tería peninsular (8) y de la Canaria insular — y no se olvide, por
lo que a este ‘dialecto’ se refiere, que Zamora Vicente lo considera
“lengua de tránsito”.

Los realizadores

En los anteriores capítulos quedan referidos al pasar los procesos


y factores dialectales. Precisemos, aún, sectores: a) el pueblo; h)
los documentos; c) los artistas; d) los ordenadores. Considerémolos.
El pueblo. — Brinda los más positivos y absolutos mate­
riales —y esto dicho sin despreciar el concepto de Francisco López
de Villalobos (1473-1569?), de que en todas las naciones del mundo
el habla del arte es la mejor; ni olvidar 'la advertencia de Pushkin,
de que tener en cuenta únicamente el lenguaje hablado es ignorar
el lenguaje. Lamentablemente, y digámoslo por última vez, pese a
la primordialidad de los estudios sobre el nivel popular, poco se
ha trabajado entre nosotros ese campo, al extremo de que no se
conoce ni una carta de isoglosas —o algún mapa, más o menos com­
plementado con ilustraciones, al estilo de Rohlfs—. El mejor y más
detallado paradigma de nuestro territorio que conozco es, como queda
dicho, el que presenta De Marsilio para e'l habla fronteriza (p. 41);
no dudo de que existan ensayos primarios para otras zonas; pero
sobre que cabe la sospecha de que no hayan sido realizados meto
dicamente, con un mínimo de criterio e instrumental científico, que
yo sepa no han adquirido estado público. La Dialectología uruguaya
está en pañales.
Los documentos. — Sobre todo en un enfoque diacró-
nico, la “literatura” oficial, conservada en archivos y bibliotecas,
puede brindar elementos interesantes. Del Dr. Martínez Vigil hay
algunos trabajos desperdigados por revistas, y aunque abarcan un
ámbito americano no poseen rigor metódico ni son de efectiva apli­
cación práctica. Elementos positivos se hallan en algunas de las
eruditas monografías del Prof. Laguarda Trias; pero declara que
no son trabajos de rebusca sistemática en documentos oficiales. Un
trabajo serio fue iniciado por la profa. Bianqui sobre la documen­
tación de la Colonia, más no ha tenido culminación, y no sé que
haya trascendido.
Los artistas. — En capítulo anterior queda apuntado el
valor que atribuimos al empleo de dialectalismos en la obra literaria;
agregúese ahora, para ajustar la mira, el consejo de Fomer: “Es­

(8) Carbajal precisa (“Crónica...”): “A mediados de 1783 vinieron a fundar


la villa de San José de Mayo. Habían partido de aquel rincón hispánico cuyo
centro es la ciudad de Astorga. Conjunción de Asturias, de León y de Galicia..."

278
tudiad las frases de la lengua, no la de los autores”. Ahí he men­
cionado los atisbos lingüísticos de algunos autores (Acevedo Díaz,
Fernández y Medina, Montiel Ballesteros, Carbajal, Bisio); además,
he adjudicado algunos nombres a áreas subdialecta'les, aunque no
a tenor de un plan crítico sistemático; ni desde luego, agotando la
materia. Pero he de exhortar a que no se pierda de vista la distan­
cia que pueda haber entre la forma estética (creada, tal vez artifi­
cial) y la vulgar (espontánea, natural). Sea como sea, y a mayor
abundamiento, si el artista (caso de Sánchez, ayer; de Da Rosa, hoy)
es capaz de captar y producir la forma coloquial verdadera, en la
obra literaria puede hallarse magníficos materiales; lo que, si acaso,
hay que hacer, es utilizar otros factores en la determinación de sus
valores dialectales.
Los ordenadores. — Asiaín Márquez dice que en 1850
Hilario) Ascusubi publicó aquí un “Vocabulario”, que lógicamente
había de contener voces de ambas Bandas; y que Magariños Cer­
vantes, seis años después de publicado “Caramurú”, hacía lo propio.
Con Granada (1889) se formaliza la lexicografía dialectal rio-
platense, pero sin extremarse en distinguir formas particulares de
una u otra margen.
Sobre la segunda edición de Granada (1890) Doroteo Márquez
Valdez fue haciendo unas “Acotaciones marginales”, de las que recién
ahora se tiene un atisbo público (RBN, N? 15, de abr/76), que según
su noticiador, Asiaín Márquez, venía haciendo desde 1875 hasta su
muerte, acaecida el año 1922. Según él exegeta, poseedor de dicho
ejemplar anotado, esas acotaciones “duplican largamente el original”
(es decir: Granada). Claro está que para juzgar la utilidad que
puedan prestar tales “acotaciones”, es imprescindible conocerlas en
su totalidad.
Apenas en estos días he tenido noticia del “Diccionario” que
los Bermúdez (padre e hijo: Washington y Sergio) tesoneramente
redactaron, y empeñosamente (e infructuosa) trataron de publicar
durante medio siglo largo. Según lo conocido (seis “entregas”; se
ignora el paradero de los restantes originales inéditos f1]), se trata
de un trabajo sistemático, minucioso, bien realizado, tanto más va­
lioso porque abarca toda la cuenca rioplatense (Argentina, Paraguay,
Uruguay).
Juan Carlos Guarnieri —nuestro trabajador más empeñoso en
materia lexicográfica, con seis títulos en un período de catorce años—
inicia sus vocabularios en 1957; pero en ellos, como ocurre con
Granada, muy escasamente se demarca lo uruguayo (9). Así también

[1] Posteriormente a la redacción de estas páginas se ha dado con los


originales en la Bibl. Nacional, mas apenas he podido verlos.
(9) Este apagamiento de lo uruguayo en lo rioplatense es lo característico
de los grandes trabajos lexicográficos de nuestros autores, desde Granada a Ber­
múdez. Inclusive, cuando se ha aplicado técnicas modernas, se ha relegado a
segundo o enésimo término lo uruguayo; caso más flagrante es el de Roña, que
tras haber trabajado intensamente sobre uno de los dialectos uruguayos (el habla
fronteriza) pronto abandonó el perímetro nacional para diseminarse en lo ame­
ricano (vé. “Aspectos...”).

279
en el “Glosario de voces lunfardas y populares” que en 1964 Daniel
Vidart agrega a su “Teoría del tango”.
Del mismo modo son parcialmente útiles —no abarcan todo el
perímetro uruguayo— los repertorios ordenados por el grupo de
profesoras encabezado por Celia Mieres (1966); o el “Vocabulario
de San Carlos” del l’rof. Pérez Ubici (10); asimismo existe material
beneficiable en Bouton; otro tanto dígase del “Refranero” de Escobar;
y ya he aludido a los glosarios o “noticias” de Acevedo Díaz, de Fer­
nández y Medina y de Montiel Ballesteros, que por la condición de
sus autores y el motivo de su redacción contienen elementos muy
positivos. Carbaja] ofrece bastante material fronterizo, y aun pro­
fundiza en el fenómeno socio-cultural, pero no lo ordena sistemáti­
camente. Finalmente, aunque no es uruguayo esencial, Belgeri señala
varias notas nuestras; lo mismo ocurre, aunque más raramente, con
Saubidet. Por último, tanto de Morínigo, que señala particularismos
uruguayos en el panorama americano, como de Gobello en el porteño,
pueden extraerse materiales para nuestra Dialectología.

(10) De esta obra destaco los siguientes párrafos de la introducción: “Con


la simple enumeración de las diferentes procedencias de los habitantes de San
Carlos y su jurisdicción territorial (partidos), podemos inferir que nuestro len­
guaje debió ser distinto, y, acaso, único, en el territorio de la Banda Oriental.
“Las familias portuguesas fundadoras, no peninsulares (azorianas [es decir,
insulares]) traídas aquí por Ccvallos, que tenían una radicación desde hacia
veinte o más años en el Rio Grande [do Sul, Brasil!, y vinieron junto a ellas,
africanos (que poco incidieron con sus lenguas de origen), se encontraron aquí
en San Carlos con funcionarios españoles [con losj que necesariamente debían
entenderse (dialogar).
“También habían llegado (y radicado[se]) por aquí algunos indios proce­
dentes de las misiones jesuíticas [... ] Además, estaban los gauderios y algunos
indios charrúas que, a pesar de su actitud hostil, debieron haber dejado algo de
su vocabulario.
“En la segunda mitad del siglo XVIII arribaron familias procedentes de Ga­
licia y Asturias, que luego de complejos “expedienteos” quedaron definitivamente
en San Carlos.
“En el siglo siguiente 6e tiene la presencia de argentinos, durante la domi­
nación porteña, y de brasileños en la época de sus invasiones. Luego llegan inmi­
grantes de las Islas Canarias, de Castilla, de Italia y de las Provincias Vascas
(de Francia). Los canarios y sus descendientes son los que más han influido
en el habla Carolina; como aquellos azorianos de la fundación, eran también
isleños, y en consecuencia su lenguaje no podía ser exactamente peninsular.
Traen consigo algunos vocablos originales, sintaxis particular y una entonación o
modulación característica en 6U dicción. Las invasiones inglesas habían dejado
como única secuela el recuerdo doloroso de sus depredaciones, crímenes, robos
y pillajes en su breve como bárbara actuación.
“Para la semántica es importante tener en cuenta que, frente a todas las
corrientes idiomáticas de la época de la fundación, el primer maestro de escuela
hablaba castellano (Capdevila la juzgar por este apellido, con acento catalán!),
como el primer párroco (Villaverde) y los primeros comandantes (Mcndinuela
y Feo. de Cotudo), que ejercían funciones en el orden ntunicipul y de adminis­
tración general”.
-

Las hablas definidas


La fronteriza
En todo tiempo preocupó a gobernantes y estudiosos.
Así, don Bernardo Berro en 1860 denunciaba el problema. Unos
lustros más tarde (1878) José Pedro Varela señalaba que “la pobla­
ción” [ •.. ] que vive en los Departamentos del norte del río Negro
se ve casi obligada [...] a valerse [...] del brasilero”.
En 1902, don Saviniano Pérez, en una información histérico-
geográfica y estadística sobre el Departamento de Cerro Largo, se­
ñalaba que “en la frontera [... ] deben converger todos los esfuerzos
de las autoridades para combatir la invasión del idioma [...]”; y
cerraba el capítulo declarando: “Cerro Largo cuenta hoy [con] 46
escuelas y buen número de educandos; pero sus fronteras, abiertas
a la invasión de la lengua extranjera, piden más, más escuelas fron­
terizas”. No había sido tan radical Granada en 1889 cuando decía
—aunque no refiriéndose particularmente al Uruguay—: “La cantidad
de comunicaciones constantes en que se halla el Brasil con algunos
[... ] países por medio de sus fronteras trae consigo un cambio y
trasmisión recíprocos de palabras usuales de las lenguas portuguesa
y española, que el uno y los otros hablan. Pero en particular donde
con máB eficacia se efectúa, y más claramente se manifiesta esta
mutua asimilación de lenguajes es en el Río de la Plata [...] tanto
por su mayor comercio y trato con el Brasil, como por causas his­
tóricas de origen muy antiguo”.
En primer lugar, nótese la reiterada referencia de Granada a
“cambio y trasmisión recíprocos”, o a la “mutua asimilación de len­
guajes”, que implica establecer que tanto como en el ámbito caste­
llano penetra el portugués, en el Brasil penetra el castellano —cri­
terio en qne andando el tiempo abundarán otros autores; así, p.e.,
Buenaventura Caviglia (h.), en el BFIES (mar-jun/40; p. 63")
sienta: “En el sur del Brasil se mezclaron el español con el portu­
gués [se entiende que los respectivos idiomas], champurriados”—;
luego, una precisa referencia a factores económicos derivados del
mayor comercio y trato con el Brasil” de la zona fronteriza.
En idéntica posición que Granada se declaraba Víctor Arreguine
en 1913: “Se ha exagerado la influencia del Brasil, del lado de acá
de sus fronteras, argumentándose que por esa parte el idioma del
país ha sido casi enteramente suplantado por el portugués. Lo mismo
pueden argüir los brasileños en cuanto a lo que en sus lindes ocurre,
siendo lo positivo que en esa larga línea divisoria una y otra lengua
son comunes a ambos países. Circulan los vocablos como las mone­
das; y si nadie rechaza en Santa Ana moneda oriental, nadie en
San Eugenio rechaza oro o plata de cuño del Brasil. Todo el mundo
entiende, a uno y otro lado, el habla vecina como la propia. Hay,
pues, dos idiomas, en vez de uno; ambos más o menos impuros,
fenómeno que se repite en toda frontera imaginaria y con pobla­
ciones antiguas”.
Es de suponer que oportunamente el problema fue estudiado
por educadores y autoridades; nobstante, casi medio siglo después

281
que Arreguine, el Inspector de Enseñanza Primaria, Prof. Homero
Varsi, volvía a denunciar el “avance lento pero firme que en nuestro
idioma hace el portugués” (vé. “El País” de Mont",| 24/XII/55).
En 1958 José Pedro Roña, que desde años atrás había efectuado
trabajos de campo, elevó al I Congreso Brasileño de Dialectología
y etnografía (Porto Alegre, setiembre) un estudio sobre “La exten­
sión de las isoglosas portuguesas en territorio uruguayo, y el pro­
blema de la frontera entre el portugués y el español en el Norte
del Uruguay”; y en 1965, con su incompleto “Dialecto fronterizo...”
echó los cimientos del estudio científico del tema; pero sus trabajos
no tuvieron continuidad.
Tres años después la cuestión adquirió estado público a raíz
de una inconsulta decisión del Consejo N. de E. Primaria, que al
fin no se cumplimentó; de ese episodio quedan, empero, varias notas
de prensa (en “El Diario”., p.e., de Fernando Aínsa), e informes
de autoridades en la materia: tengo conocimiento de un escrito de
la Profa. Zamora de García, y conservo una nota de prensa de la
Profa. Bianqui; no conozco, en cambio, el dictamen que la Academia
Nacional de Letras encomendó ese año a su Presidente, Emilio
Oribe (vé. BANL/II-l, p. 102).
Prima jacie, la posición de los compatriotas que se ocupan del
problema es, lógicamente, de denuncia —caso similar se da en la
Argentina: recuérdese una serie de artículos de Arturo Capdevi'la
en los Suplementos de la “La Prensa” de Buenos Aires (1960); así
como notas de la revista “Gente” de la capital porteña, de 16/VIII/73
y ll/XI/76— y de protesta por la ineficacia o apatía en resolverlo.
Digna de señalación es, por el Bentido inverso del planteo, la referida
nota de Alvarez, en la que, confirmando a Arreguine, se marcan los
castellanismos en el habla sulriograndense (n).

(11) Como ocurre en todas partes donde dos Estados de signo lingüístico
distinto tienen fronteras comunes (vé. Martinet), a lo largo de la linca divisoria
con el Brasil se producen recíprocas intrusiones; a ellas alude Arreguine; y en
nuestros dias el Prof. Ganzález Pénelas documenta, con profundo sentido prag­
mático: “Con ellos (los contrabandistas], y con la gente del pueblo, en las calles,
caminos y montes de la frontera, nos entendimos en ese lenguaje interpolado,
que para un montevideano suena a portugués, y a español [castellano] a un habi­
tante de Porto Alegre”.
No sé que los nativos de Rio Grande do Sul echen a mala parte ese proceso
en su territorio; sobre todo desde P. Alegre hacia el sur —donde tienen a gala
denominarse “gaúchos”— no dejan de designar risueñamente su propia habla,
especialmente en determinados niveles culturales, cuando tratan de expresarse
en castellano, como “portuñol” —esto es: sincopa de ‘portu(gués + espa)ñol’—,
que también ha sido designado como “hispagués” ‘hispa(no + portu)gués’—, o
aun “espagués” —o sea ‘espalñol 4- portu)gués’.
De mayor significación científica es el hecho de que en el “Vocabulario...”
son muchas las voces en que se precisa su origen castellano; y aún en el “Voca­
bulario pampeano” de Caetano Braun se autorizan muchas de ellas con amplias
trascripciones de textos castellanos de autores platenscs —y aun de más de
un autor gaucho que escribe en ese idioma. Por lo demás, las eminentes figuras
de las letras sulriograndcnBes —un Ramiro Barccllos, con su “Antonio Ghimango”
hombreándose con el “Martín Fierro” y “Los tres gauchos orientales”; un Lopes
Neto (traductor de Florencio Sánchez), un Azambuja— emplean sin la menor
violencia, y acaso con fruición estética —sea otra vez caso eminente el ‘óigale!,
en otros lugares comentado— voces y aun sintagmas de pura prosapia castellana.

282
La nómina de técnicos que han estudiado el problema en enfo­
ques que van desde lo socio-cultural (v.g.: Carbajal, González Pé­
nelas) hasta lo ceñidamente lingüístico, es reducida. Según mis no­
ticias, el informe del Prof. Varsi (1955), los trabajos fundacionales
de Roña (1965), los roles lexicográficos de la profa. Varzi de López;
el capítulo y referencias en el tomito de De Marsilio; similarmente,
el capítulo de la Profa. Simóes en el tomo dedicado al Departamento
de Rivera; y una ponencia presentada por el Prof. Adolfo Elizaincin
a un Congreso de Salta en 1973, con “Observaciones sobre la socio-
lingüística del dialecto fronterizo” (vé. “Marcha”, 2/II/73), que
desconozco. Además, en un reportaje que se publica en “El Día” de
18/IX/76, el mismo Elizaincin —Director del Departamento de Lin­
güística de la Facultad de Humanidades— concluye casi la entrevista
con estas palabras: “Hace muchos años que estoy investigando el
problema del portugués hablado en la frontera. Es una investigación
muy costosa, pero las implicancias educativas y sociales de1! bilin­
güismo son enormes” —que sientan dos afirmaciones: el habla de
nuestro territorio fronterizo es el portugués, lo cual implica que sus
pobladores son bilingües. Y el Prof Elizaincin concluye: “Estoy
estudiando algunas particularidades del español hablado en Mon­
tevideo [con lo que sus trabajos atienden también la fenoménica
dialectal montevidcana]. Aquí también creo que la lingüística puede
hacer su contribución a la sociología” — plan y sentido de esos es­
tudios que involucran lo dialectológico.

¿En qué consiste?

Como categoría o índole lingüística ¿es un dialecto, un patuá,


una jerga, un habla de tránsito, un habla lateral? Martinet, en el
capítulo que dedica al sabir —afín a la lingua franca—, observa:
“No hay que excluir el que un deseo de comunicación se manifieste
por ambas partes, y que cada uno de los dos grupos haga un es­
fuerzo para comprender lo que otro dice [recuérdese las palabras
del Prof. González PénelasJ e imitarlo lo mejor que le es posible. El re­
sultado será una lengua mixta, a la que cada uno de los grupos en con­
tacto intentará indentificar más o menos con la lengua del otro grupo
[recuérdese otra vez a González Pénelas: “...lenguaje interpolado,
que para un montevideano suena a portugués, y a español a un
habitante de Porto Alegre”], pero que de hecho se encontrará a
mitad de camino de ambas. Este idioma es para todos los que lo
usan una lengua auxiliar, de estructura mal caracterizada, con un
léxico limitado a las necesidades que la han hecho nacer, y que
la permiten sobrevivir”; y termina Martinet el párrafo ejemplifi­
cando con el russenorsk de las costas del Artico, “idioma mixto a
cuya génesis han contribuido casi en la misma medida dos lenguas per­
fectamente conocidas”.
Zum Felde, a propósito de la obra de Bisio (vé.) habla de una
“especie de dialecto gaucho-brasileño”. Pi Hugarte-Vidart ven el
fenómeno como bilingüismo, o hablan también de Ínter lengua.
Ninguno de esos conceptos parecen aceptables, salvo que se produjera
efectivamente —como estiman algunos— el caso de “influir favora­
blemente en 'la extensión de una lengua a costa de otra” (Swadesh,
p. 309). De ser así, ¿el idoma avasallante es el portugués?, ¿en qué
grado y medida? Pero algunos estudiosos y observadores creen que
el movimiento se produce inversamente: es el castellano el que in­
fluye sobre el brasileño sulriograndense; y ya se ha vistjo que
Arreguine señala el efecto recíproco de 'los idiomas nacionales, pro­
vocando un híbrido impuro, más que un bilingüismo (sobre este
concepto, vé. Martinet, p. 206).
Aínsa hablaba de una tercera lengua, lo cual pasa de castaño
oscuro... aun reducida la expresión a la medida de ‘dialecto’. Por
lo demás, según la Profa. Bianqui, ese valor, ‘dialecto’, no lo apa­
drinaba muy entusiasmado el propio Roña, quien designó esa habla
como ‘forma dialectal’; y la Profa. Bianqui cerraba su glosa con
estos términos: ‘El tiempo dirá si esta forma idiomática C3 fija,
adquiere caracteres propios; en una palabra: si llega a ser un ver­
dadero dialecto, o si, por el contrario, es una fuente de empobre­
cimiento, tanto léxico como sintáctico”.
Por mi parte, no vería despropósito en designar el habla fron­
teriza como patuá, si esta voz no tuviera, como he dicho, en opinión
de Martinet, exclusivo uso para Francia. ¿Podría ser una jerga? Fran­
camente, cuando logra formas populares como los cantares y danzas
recogidos por Bouton (pp. 390 a 392 y 500 a 504, entre otras),
o creaciones artísticas de la calidad de las ofrecidas por Bisio y
Olinto Simóes, tampoco lo veo justo...
¿Serían ‘hablas de tránsito’ o ‘laterales’? Son categorizaciones
denominaciones técnicas muy especializadas; pero tengámoslas en
cuenta según los términos de Zamora Vicente: “Hablas que partici­
pan en mayor o menor cantidad de los rasgos de los dialectos vecinos,
o del que derivan históricamente, y de los más extendidos rasgos
del (castellano) vulgar y rural”. Estaríamos bordeando, así, el ‘dia­
lecto’, y a su respecto aquellas palabras de Cervantes (“DQ”, 11-19),
de que “no hay por qué obligar al sayagués a que hable como el
toledano”, tendrían en nuestro caso una aplicación singular...
Roña habla en la introducción a la “Fonética” —única parte
publicada de su estudio del habla fronteriza—- de “ ‘dialecto fron­
terizo’ mixto (castellano y portugués)”, expresión (“dialecto mixto”)
sobre la que insiste pocas líneas más abajo. Según este calificativo
(“mixto”) a que recurre Roña, Vendryés daría una categorización
de nuestra habla fronteriza: “...Lenguas mixtas resultantes de la
fusión de dos o más idiomas, y que, estando desprovistas de morfolo­
gía característica, no pueden ser reivindicadas exactamente por nin­
guno de los idiomas que las componen. Es un verdadero!, caso de
hibridación lingüística” (307).
Catorce años después que Roña, De Marsilio intitula el capítulo
que dedica al tema en su obra, de “lenguaje fronterizo”, pero luego
se refiere a “dialectos fronterizos” y aun a “variedades dialectales de
escasa extensión”. Discute De Marsilio diversos juicios sobre calidades
y procesos del fenómeno lingüístico, y concluye, muy sensatamente:
“Es imprescindible un estudio profundo de este tema, sin el cual
resultarán vanos todos los intentos educacionales que allí se realicen.

284
Para c.~ta tarea es menester un serio trabajo de equipo, pues excede,
desde todo punto de vista, las posibilidades individuales”.
Medio año más tarde la Profa. Simóes Larbanois, tras declarar
que el “lenguaje fronterizo es la lengua materna de la mayor parte
de la población del Departamento [de Rivera]”, hace un somero
repaso de las características dialectales, señalando —como en su
momento Aínsa— que muchas de ellas “son ajenas al español y al
portugués” — ¿podríamos pensar, entonces, que estamos ante fe­
nómenos lingüísticos extra dialectales?
¿Cuáles son las áreas y las dimensiones del tal “dialecto”, y
de sus “sub-dialectos”? (,2) Tanto Roña como De Marsilio ofrecen
mapas y divisiones bien expresivos. El segundo discierne (p. 40) seis
zonas: portugués artiguense —que comprende casi todo e'l Departa­
mento—, castellano artiguense —una pequeña porción de Artigas
y la mayor parte de Salto—•, portugués riverense —todo Rivera y
pequeñas porciones de Artigas, Salto, Paysandú, Tacuarembó y Cerro
Largo—, castellano riverense —la mayor parte (norte) de Tacua­
rembó (donde se señala a 'los oriundos de la frontera por su habla
“abayanada”), y porciones de Salto, Paysandú y Cerro Largo—, por­
tugués melense —una franja de Cerro Largo sobre la línea fronte­
riza—, y castellano melense —que abarca la mayor parte de Cerro
Largo y de Treinta y Tres, con pequeñas entradas en Durazno y
Rocha—. Aceptando la tesis de que el portugués abrasileñado de
Rio Grande do Sul —a su vez influido por castellanismos— prepon­
dera en una parte de nuestro territorio, el fenómeno se produce en
casi todo Artigas y Rivera, y en la franja fronteriza de Cerro Largo;
el resto del territorio “dialectal” fronterizo es de sustrato castellano
con más o menos inserciones portuguesas —que, por lo demás, algunos
autores reconocen también en casi todo el territorio uruguayo.
Los grados y valores de ese dialectalismo —en cierto modo de
penetración portugucsista— no son bien conocidos; lo declaran de
consuno Agar Simóes y De Marsilio. Éste explica con cierta extensión
los detalles más notables de ese panorama, pero concluye: “La carencia
de materiales que informen 6obre el lenguaje de nuestra frontera es
casi total”; y tras recordar el trabajo de Roña, señala que “la lexi­
cografía, la morfología y la sintaxis tampoco han sido estudiadas”.
Los artistas. — Hay que reconocer que por su producción
artística la zona fronteriza —desde Artigas a Treinta y Tres— ha
sido ampliamente favorecida —no se pierda de vista, empero, la

(12) Anoto, simplemente: en primer término, que muy pocos autores (ar­
tistas) emplean como único y pleno instrumento de su creación la tal habla
fronteriza (sobre el particular me extenderé más adelante). En segundo lugar,
que el interés de los estudiosos se ha centrado, como conglomerado humano,
en el Departamento de Rivera, y aún más concretamente su ciudad capital. Múl­
tiples factores explican ese enfoque, y acaso no sea de menor importancia el
hecho de la unidad urbana de las dos poblaciones Santa Amia do Livramento y
Rivera, con un sinnúmero de coincidencias c intercambios, de penetraciones y
contrapenetraciones.
Es evidente, empero, que para determinar la significación social de las
formas y zonas sub-dialcctales hay que partir indefectiblemente de un mapa de
isoglosas, y de un estudio profundo de la cuestión desde el punto de vista
sociolingüístico (estadísticas, fenómenos económicos, y aun sicológicos...)
dimensión de su área, y aun otros factores subsidiarios concurrentes—;
no precisamente en el empleo sistemático y pleno del “dialecto” de
esa zona —del cual pueden computarse apenas algunas composiciones
de Bisio y Simóes—, sino en la utilización de elementos de ese len­
guaje, ya para dar “un toque de color local o ( ) un rasgo de
carácter a escenas y actores” (Carbajal), ya como expresión propia
y natural del narrador, consustanciado con su decir —caso más no­
table: Da Rosa.
De esos empleos “dialectales” e'1 más común —y en cierto modo
menos valioso desde un estricto punto de vista científico— es el de
esas inserciones pintoresquistas de que habla Carbajal; otros pueden
obedecer simplemente a oriundez del autor o de los personajes, al
ambiente o episodio descritos.
Ordenando una lista de autores que emplean tales dialectalismos
fronterizos, nativos de esa zona, y espigando en sus obras las voces o
rasgos más característicos, ya se tendría un buen punto de partida para
compilar, principalmente en lo léxico, el vocabulario de la zona fronte­
riza. Luego habría que agregar los autores no oriundos de esa tierra,
que por una razón u otra, recurren a esas voces o morfemas. Consigno
a continuación unos primeros nombres para tal lista.
Desde luego, hay que encabezarla nada menos que con Maga-
riños Cervantes y Acevedo Díaz, hasta llegar a De Viana en el inme­
diato ayer, y Carbajal poco después (éste ofrece materiales y enfoques
que por sí solos darían un buen tratado (?) de fronterizo), hasta
un Rodríguez Castillos hoy.
Artigas ofrecería en primer término el nombre de Elíseo Sal­
vador Porta; Rivera, los reiteradamente citados de Simóes y Bisio
—éste proporcionando abundante material para la determinación
completa del dialecto riverense—; Cerro Largo, Justino Zavala
Muniz y José Monegal, ambos con magníficas obras de hondo sabor
terrígeno; Salto, Enrique Amorim; y Treinta y Tres nombres tan
consagrados en las letras nacionales como Montiel Ballesteros, Serafín
J. García, Julio C. Da Rosa y José Ma. Obaldía.
Finalmente. — ¿El ‘fronterizo’ se consolidará, adquirirá mo­
dalidades propias que lo definan como dialecto?; ¿o tendrá una
existencia efímera, como el russenorsk (v. u. s.)? Con algunos ob­
servadores, me inclino a prever un proceso regresivo. No precisamente
en base a que esa habla es f'luctuante y diversa, consistente princi­
palmente en préstamos o calcos, sino al hecho de que el grupo
humano que la conforma no es homogéneo; la liibridez del habla
es fruto de la hibridez sociocultural, y aun económica. En realidad,
tal estado de cosas ya lo denunciaba en 1892 Benjamín Fernández
y Medina, en “Alma, vida y corazón”; véase su primera página:
“Los ecos del grito de guerra lanzado en 1886 contra el tirano Santos,
llegaron como un presagio fatídico a los pagos de la frontera nordeste.
“En aquella sociedad apartada del trato civilizado, donde los
brasileños, que son los ricos, dominan todo, pocos corazones se
alegraron al recibir la noticia de la revolución.
“Los estancieros criollos lamentaban de antemano el ganado que
perderían, los caballos que arrearía la policía, y la interrupción en
los trabajos que causaría la leva llevándose los peones.

286
“Los brasileños esperaban más tranquilos y confiados los su­
cesos: como extranjeros, tenían derecho a reclamar ventajosa in­
demnización por cuantos perjuicios les ocasionaran.
“Sólo los pobres, los puesteros y los peones, que bajo su ruda
corteza tenían corazón de patriotas, miraban con la alegría de las
aves que saludan la aurora, aquel anuncio de guerra.
“Muchos de ellos tenían todavía en un rincón del rancho la
vieja lanza de moharra enmohecida por el tiempo...”
El día que se aplique a una y otra parte de la línea una polí­
tica económico-cultural y educativa irán cerniéndose los caracteres
idiomáticos —sin que, empero, dejen de aplicarse particularismos
lingüísticos en la fonética, el léxico o la sintaxis, que permitirán
siempre señalar a los oriundos de esa zona por sus modalidades
hablantes.
Lo que podría definir la estructuración del ‘fronterizo’ como
dialecto o como idioma es su vitalidad a través de la producción
de monumentos literarios. Pues bien: según esta pauta, el hecho de
que desde 1935 —fecha en que se publicó la primera edición de
“Brindis agreste”; 3/1966— no se baya anotado otros títulos, ni
aparecido otro autor —y no olvido a Olinto Simóes (1950)— está
demostrado que por lo menos el habla fronteriza no se enriquece,
no adquiere temple. ¿Cabe presumir, entonces, que se produzca el
mismo proceso que según Vendryés se dio en la Picardía francesa?:
“El dialecto picardo se extinguió cuando los sujetos que lo hablaban
perdieron el sentimiento de independencia y de dignidad del dialecto”.

El montevideano

¿Las capitales políticas pueden ser focos dialectológicos? Me


inclino a responder por la afirmativa. Así también lo establece Gan-
dolfi Herrero desde el título de su obrita —pequeña en dimensión,
pero profunda en crítica y conceptos—, “La poesía dialectal por­
teña”; reafirmándolo, además, al rechazar la pretensión de Borges
de erigir el habla porteña a condición de “idioma de los argentinos”,
pues “no pertenece a todo el país. Es un dialecto de Buenos Aires
y de otros pueblos y ciudades con él en contacto. La gente del inte­
rior, muy del norte, está ajena a la creación de ese dialecto; hasta
su pronunciación y su tono son distintos. Un porteño, un catamar-
queño o un riojano pareciera que no pertenecen al mismo país”.
De las anteriores palabras del autor de “Nocau lírico” un con­
cepto vale para el Uruguay: cualquier ciudad capital puede tener
su peculiar forma de hablar. Pero la determinación de un dialecto
ciudadano, capitalino, en países de aluvión inmigratorio y en metró­
polis modernas, es materia ardua, sobre todo porque gravitan en
su habla factores desfigurantes —endógenos: jergas de maleantes
(caso flagrante: el lunfardescoi bonaerense, contaminado al montevi­
deano, sobre todo a dimensión popular) y neologismos; exógenos:
extranjerismos (cf. las “entregas” del “Vocabulario...” de Mezzera;
para no remontarnos al repertorio ecuatoriano de Cornejo, o a la
“Semántica española” de Vilches Acuña) y tecnicismos—, y porque

287
es difícil discernir la» líneas y direcciones del fenómeno lingüístico.
Si bien las hablas capitalinas, por múltiples circunstancias —desde
las político-administrativas, hasta las de simple oropel—, actúan
sobre todo el territorio de la nación como pautas modélicas, no
es despreciable el movimiento inverso: del flujo campesino quedan
rastros en el habla ciudadana (13), según resulta de la señalación
que hace De Marsilio: “Desde el punto de vista fonético el lenguaje
montevideano tendrá fuertes reminiscencias campesinas”.
Ya, pues, en este aspecto tenemos una masa de elementos positivos;
pero ¿basta eso, junto con la innegable influencia metropolitana,
para pensar en algo así como una ‘koiné’ uruguaya? Parece exage­
rado, aunque ni en las zonas fronterizas donde el castellano
está más deformado aun la expresión ecuménica deja de ser en­
tendida.
Como factores coadyuvantes en la conformación de un dialecto
montevideano (uruguayo?) debe tomarse en cuenta los histérico-
geográficos, que explican los portuguesismos y afronegrismos (vé.
Vicente Rossi, Pereda Valdés y Laguarda Trias), los lunfardismos
y los cocolichismos, de modo que “la significación lingüística de
Montevideo es la de una zona de confluencia donde se han amalga­
mado todos lcji modos del país más los traídos por los ‘gringos’
(De Marsilio). No estoy en condiciones de apuntar siquiera en qué
proporción esos factores han contribuido a la configuración dialectal
montevideana: pero ésta es evidente —lo6 críticos de Sánchez ya
lo denunciaban; y hoy desde Gandolfi Herrero a Belgeri es recono­
cido—, y, en determinada forma y medida, diversa de la porteña (14 l.
Si para la determinación de dialectos campesinos la rebusca
ha de hacerse poco menos que a un solo nivel, para las hablas
ciudadanas hay que efectuarla en varios —desde la jerga delincuen-
cial hasta el estilo académico—, y fijar su condición. Agréguese las
peripecias históricas, que en las capitales acumulan y acaso perpetúan
singularidades; o aun, en países de aluvión como el nuestro, la
intrusión de elementos de diverso origen, para convenir en que en
las ciudades I03 rasgos dialectales se desvirtúan o complican.
Según el origen de los primeros pobladores de Montevideo (1726),
el castellano que se oyó por primera vez en el territorio que luego
Bería ‘uruguayo’ tenía acento canario. Sobre ese indudable pedal
histórico Guarnieri sustenta que, sobre todo en el Departamento de
Canelones, nuestra disposición dialectal es canaria; y se supone que
más allá del mero léxico. Al respecto, y en cuanto lo dialectal involucra
la entonación, la canturía de la frase, fue esto lo que, por ejemplo, se
fijó en el recuerdo de Ángel Guimerá: aun pocos meses antes de morir
evocaba, a 71 años de haber abandonado su tierra natal: “¡Todavía pa-

(13) Sobre el proceso dialectológico de las capitales platenses he consig­


nado algunas observaciones en LFS; a cllaa me remito, aunque allí lo refiera
a lo teatral de Sánchez.
(14) No me parece aceptable, en cambio la asimilación que de las dos parlas
capitalinas hace De Marsilio, cuando afirma que “el lenguaje del tango es sin
duda la expresión poética del lenguaje popular hablado en las dos grandes ciudades
del Rio de la Piala”, porque sin extremarnos acabaríamos postulando un común
dialecto... tanguistico!

288
rece que estoy oyendo a mi madre! Se expresaba con ese dejo dulce,
amoroso, inconfundible, de 'las mujeres isleñas. ¡Ah, no sabe usted
lo que me gusta oírlas hablar; oír su cadencia suave, armoniosa!...
Hace poco estuvo en Barcelona una pariente, y me deleitaba oyén­
dola conversar. Qué acento tan dulce, tan grato, tan espiritual,
¿verdad? Y por su parte el biógrafo, Miracle, trae la cuestión de
nuestros días y campos, destacando (nota 16, en la p. 94) el “dol?,
i gronxolant castellá que us fa adonar que us trobeu entre Anda-
lusia i Sud-América”, referencia en que apunta —cosa natural en
un filológo de la talla del alumno de Fabra— la calidad dialectal
de las hablas americanas.
No se ha hecho, que yo sepa, una indagación meticulosa y
crítica del habla montevideana —y esto, pese al título del breve
subcapítulo que le dedica De Marsilio, “El lenguje de los montevi­
deanos”, y su conato de estudio léxico-etimológico de algunas voces,
morfemas o rasgos particulares.
A este fin —y en general para toda especulación dialectal—
una actitud previa es la de abrir el Drae, y con él y los vocabularios
gauchescos y lunfardescos confrontar las piezas singulares del habla
montevideana; este trabajo conducirá además, aun sin proponérselo,
y asimismo por contrastación, a establecer las demás modalidades
que se dan en el área uruguaya.
Salvo caso que se proceda a una rebusca y encuestamiento sin­
crónicos del presente dialectal montevideano —en los cuales hubiera
de entrar la exploración del campo periodístico, tarea compleja que
sólo un Instituto con sus equipos de trabajo estaría en condiciones
de acometer—, el recurso a los monumentos —como hemos indicado
para otras zonas uruguayas— es un procedimiento válido. Un primer
documento de ese lenguaje estaría ya en algunos cuentos de Fer­
nández y Medina, que, al estilo del “Rinconete y Cortadillo” cer­
vantino, serviría para descubrir algunas piezas del lunfardesco, y por
lo menos aunque fuese por reflejo, de la parla de los negros post­
16), y aun del habla fronteriza. Después —por dar
coloniales (15
algunos nombres— se me ocurre Florencio Sánchez, aunque el len­
guaje ciudadano de la mayor parte de sus obras es porteño —por
lo demás, en sus escritos no teatrales puede hallarse algunos dialec­
talismos uruguayos; vé. RBN, N? 11—. También podría traerse a
cuenta a Romildo Risso; y aun no dejan de ser clarificadoras algunas
páginas de Vicente Rossi / e instalados en Córdoba, tenemos también
al alcance de la mano un. Lirio Fernández.
No pediremos dialectalismos a Zorrilla de San Martín, pero sí
a Fernández y Medina —en quien Visca señala inclusive lunfardis-
tnos—■, y a Emilio Frugoni, pues aunque éste se atenga en lo “lite­
rario” a la norma castiza, algunos temas y planteos de su poesía
impónenle formas dialectales.

(15) Varias veces —y acoto el detalle para redondear el estudio de la


cuestión por Rossi, y contribuyendo, si cabe, a la historia del tango—. habla
Feniández y Medina de “tango de negros”, y más concretamente (pp. 254-55):
“Tomaron calle arriba haciendo sonar los instrumentos con un golpe seguido
de una pausa, y de cinco o seis golpes más, señalando el paso o tango de los
negros".

289
Montiel Ballesteros aprovecha, naturalmente, desde “Montevideo
y su cerro” (1928) a “Barrio” (1937), los montevideanismos para am­
bientar su obra (sin que se eluda acaso alguna forma extranjera:
el protagonista de “Barrio” es catalán).
Mas de Ayala asimismo en “Montevideo y su cerro” (1956) es
pródigo en tales dialectalismos. Tal vez Felisberto Hernández recurre
a ellos; Paulina Medeiros señala: “Su propio estilo, de aparente
simplicidad”, y “sus desaires por cierta sintaxis, giros o vocablos
gramaticales demasiado castizos, que no congeniaran con su forma
coloquial”, que presumen el empleo de alguna expresión dialectal.
Manuel de Castro, tanto en lo sico-sociológico como en lo lin­
güístico brinda materiales positivos para la configuración de lo
montevideano.
Mario Benedetti, en cuentos, crónicas o ensayos (particular­
mente su “País de la cola de paja”) utiliza nuestro lenguaje en una
aleación noble con las mejores tradiciones clásicas del idioma. Fi­
nalmente, Martínez Moreno en su última novela presenta con sufi­
ciente veracidad el lenguaje de los bajos fondos montevideanos.
Un nivel popular antiescolástico ofrecía Julio E. Suárez (“Pelo-
duro”) desde sus historietas gráficas hasta sus locuciones radiales;
pero en esas páginas talvez se encuentre la verdadera jerga monte-
videana callejera.
En la misma línea que Suárez —más por lo radiotelefónico
que por lo popular estricto —está “Wimpi” (16); pero en algunos
de sus títulos hace alarde de erudición histórica, científica, lite­
raria...; igualmente hay que hacer la reserva de que muchas páginas
se amoldan al dialecto porteño, y otras al gauchesco —éste, en “Los
cuentos de don Claudio Machín”.

¿QUÉ HABRIA QUE HACER...

...para colmar la laguna dialectológica de nuestro acervo cul­


tural?
Antes ¿habrá que preguntar si importa a nuestra dignidad lin­
güística determinar los aportes positivos que hemos hecho al caste­
llano general? Y descontada la respuesta afirmativa, cabe, entonces,
ver, con una idea conglomerante, cuáles son las característica^ sub­
dialectales del habla uruguaya, sus variaciones interdialectales que
merecen ser tenidas en cuenta y traídas a cuento en el panorama
dialectal castellano.
A este punto llegados, podría ocurrir que se observara que el
desmenuzamiento que presupone el análisis dialectológico —aunque

(16) Un pequeño punto de historia es la determinación del verdadero


nombre y apellido de este humorista. Se les adjudica diversamente: desde Nunes
García hasta García Núñez. Esta es la forma y el orden en que se los anota
en la “solapa” de la 2* ed. de “Ventana a la calle” (Freedland, B3. As., 1972);
y se precisa: “Había nacido en Montevideo. Su verdadero nombre era Arthur
García Núñez”.

290
sea por vía de estudio— y su valoración, redunda en desfiguración
de la fisonomía dialectal (extremadas las cosas: idiomática) uruguaya.
Para satisfacer la inquietud recurramos a la experiencia recogida
en otros campos idiomáticos; y entonces encontramos en López del
Castillo estas palabras precisas: la práctica “ha demostrat que el fet
de mantenir els treta diferenciáis fins i tot a nivell literari, no sois
no margina(va), sino que encara potencia(va) mes la integració cul­
tural”; esto es: crea una conciencia de la personalidad idiomática.
Y esto permitirá determinar cuáles de nuestras deformaciones debe­
mos desechar como impropias del genio del idioma; y, en suma,
colaborar más eficazmente —como sostenían los Bermúdez— al enri­
quecimiento de la lengua castellana.
Se comprende, entonces, inclusive en presencia de la masa de
materiales a manipular, que hay una sola manera de cumplir nuestro
deber: trabajar inteligente, silenciosa, abnegadamente. Se tomará el
buen camino el día que un grupo de muchachos se largue por los
campos de la patria a fijar los puntos de isoglosas, y otro grupo de
estudiosos adquiera una verdadera y profunda noción de conjunto
del panorama lingüístico uruguayo.
Sin perder de vista, claro está —e insisto—, que tal tarea se proyec­
tará en alguna forma sobre la porción de humanidad que habla el caste­
llano si prevenimos errores de parcialización, comunes por lo fáciles,
evitando la reproducción de hechos como los que menciona Casares:
“Si el investigador del léxico en Honduras, por ejemplo, tropieza
con una palabra o acepción más o menos corriente en ese país, y
comprueba que no figura en el Diccionario académico, la anota
como hondureñismo; e inversamente el lexicógrafo español —pongamos
por caso, D. Vicente Salvá—, sentado aquí en la mesa de trabajo
para incorporar a su Diccionario varios miles de americanismos re­
coge ese hondureñismo sin ulterior comprobación” (1T). Y como ese
defecto no 8e evitará si se procede a una simple recopilación cuanti­
tativa, hemos de habituarnos a manipular críticamente todo material
lingüístico; sólo así nuestro esfuerzo logrará frutos positivos, y serán
aportes efectivos a la obra del Diccionario general a que aspiran
cuantos estudian estas materias en el ecumeno castellanoparlante.
Cierto que trabajos de este tipo “demandaría[n] muchos años
de labqr” (Varsi de López); pero “es preciso, de una vez por todas,
realizar un serio trabajo de equipo que nos permita avaluar nuestra
geografía lingüística, que es, a pesar de lo pequeño del territorio,
riquísima en matices” (De Marsilio).
Dispuestos a la tarea, vale repetir aquellas palabras con que
nuestro Bermúdez ponderaba los esfuerzos invertidos en su “Diccio­
nario”: “Mucho es llevar a cabo una tarea tan monótona y pesada
tan abundosa en contrariedades diversas, y de tan escaso lucimiento

(17) Este error de técnica lexicográfica explica, a mi modo de ver, innu­


merables defectos señalados en el Lexicón.
En algún momento me dispuse a colaborar desde la barra en los trabajos
de la Comisión Permanente de Academias de la Lengua Castellana, y ciñéndome
al hábito de tener abierto el Drae al registrar en ficha las particularidades de
nuestros escritores, en pocos dias noté no menos de 350 casos en que desde el
punto de vista uruguayo cabia hacer alguna salvedad a los textos académicos.

291
para los autores, cuyos ímprobos afanes únicamente saben apreciar
los que a tal género de trabajos se dedican”. Palabras de las que
son como eco las de exhortación de Casares a sus colaboradores del
Seminario de Lexicografía de 1947: “Os aguarda una labor ardua
y paciente, que es imposible dominar sin poner a su servicio una
vocación decidida, un espíritu juvenil y una singular aptitud, con
la que de antemano no es posible contar; labor tan delicada, difícil
y agotadora, que quien no encuentre en ella misma complacencia y
deleite sentirá pronto el deseo de abandonarla”.
¡Ojalá pudiéramos decir pronto en el Uruguay lo que Marta Mata
dice en la Cataluña de 1976: “Més hores tingués el dia i més dies la
setmana, per a tots aquella treballadors obsessionats de la llengua que
han picat pedra a tots els aires, i ara comencen a produir claus de
volta”; para poder también terminar diciendo: “Sortosa la llengua
nostra, de posseir tant de trcball deis filis en el seu patrimoni!”

A. Rosell
Montevideo, noviembre de 1976.

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295
INDICE

Cartas inéditas de Horacio Quiroga. Presentación, por Arturo


Sergio Visca ....................................................................................

Artículos sobre la Guerra de 1904 por Arturo P. Visca. Presen­


tación, por José Pedro Barran ............................................... 41

José Lui/Dimasy^ntuña. Vida y obra de un autor poco conocido.


Por Horacio Bojorge .................................................................. 159

Viaje de Montevideo a Londres por Eduardo Acevedo. Presen­


tación de Alicia Casas de Barran y Sergio Pittaluga........... 177
/
253 j/
Erich Kleiber en Montevideo, por Erico Stern ...........................
/
Sobre Dialectología Uruguaya, por A. Rosell ............................. 263 \Z
TERMINADO DE IMPRIMIR EN El
MES DE MAYO DE 1978
EN IMPRESORA REX S. A.
GA8OTO 1525 - MONTEVIDEO

COMISION DEL PAPEL


EDICION AMPARADA EN EL
ART. 79 DE LA LEY 13349
DEPOSITO LEGAL 123SS8 77

IMPRESORA REX S. A.

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