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Corintios 13:12
-¿El bosquejo?
En su libro Teoría de la imagen (1994) Mitchell propone que así como la filosofía
atraviesa a comienzos del siglo XX un giro lingüístico -es decir, abandona el sesgo
epistemológico y gnoseológico que la definía para comenzar a preocuparse por el
lenguaje- la segunda mitad del mismo siglo será testigo de un “giro pictorial”, es decir,
de una creciente y multifacética preocupación por las imágenes y la representación
visual. Se manifiesta en el centro de este giro una cierta perplejidad sobre el modo de
ser de las imágenes: todavía no sabemos qué son, pese a vivir rodeados, saturados de
ellas, todavía no sabemos cómo representan, no hemos sondeado sus poderes y lejos
estamos de vincularnos con ellas sin la mezcla de fascinación y terror que su talante
mágico inspiraba a nuestro antepasados. Señala Mitchell que:
Si nos preguntamos por qué este giro pictorial parece estar sucediendo ahora,
en lo que a menudo se tilda de era «posmoderna», en la segunda mitad del
siglo veinte, nos encontramos con una paradoja. Por un lado, parece ser obvio
que la era del vídeo y la tecnología cibernética, la era de la reproducción
electrónica, ha producido nuevas formas de simulación e ilusionismo visual
con un poder sin precedentes. Por otro lado, la ansiedad respecto a la imagen,
el miedo a que el «poder de las imágenes» pueda destruir finalmente incluso a
sus creadores y manipuladores, es tan antiguo como la producción de
imágenes misma. (MITCHELL, 2009: 22).
Existe una suerte de paradoja por la cual lo más moderno suele remitirnos a su vez a lo
más arcaico. Percibir la “actualidad” de la temática de la representación visual es
también reconocer que sus problemas son ancestrales. La idolatría y la iconofilia, la
iconofobia y la iconoclastia, las iconomaquias que entretejen la historia del
monoteísmo occidental, reaparecen. Como decía Walter Benjamin: “la prehistoria sale a
la escena vestida con las más modernas galas” (BENJAMIN, 2016: 141).
Si el giro pictorial “no es la respuesta a nada (…) sólo una manera de comenzar la
pregunta” (Mitchell, 2009: 30) esta pregunta nos lleva inevitablemente al vínculo entre
las imágenes y lo textual. En Teoría de la imagen, Mitchell toma como punto de partida
la noción general de representación para sondear el terreno pantanoso donde se unen y
separan la representación lingüística y visual, la imagen y el texto. Pa esto resultan de
particular interés cierto tipo de imágenes que vendrían a representar el funcionamiento
mismo de las imágenes, imágenes recursivas que representan qué es una imagen. A este
género particular Mitchell las llama meta-imágenes e hiperíconos. Estas imágenes de
imágenes se entrecruzan profundamente con el otro tema fundamental de ambos libros:
aquello que “se dice” sobre las imágenes. Pareciera en cierto sentido que aproximarnos
a la comprensión de qué puede una imagen es en parte poder definir su relación con el
texto.
Pinturas, fotografías, metáforas, recuerdos, fantasmas, todos ellos pueden ser
considerados imágenes. Hay imágenes gráficas, pictóricas, verbales, poéticas. Su
pluralidad es irreductible. Pese a todo, no dejan de ser, cada uno a su manera, imágenes.
Tampoco podemos afirmar que no tienen rasgos comunes, pero estos nunca pertenecen
a todos por igual. Iconología: imagen, texto, ideología (1986) comienza caracterizado lo
que llama “la familia de las imágenes”. Si lograr una síntesis de la plurivocidad con la
que el término “imagen” puede ser empleado es casi imposible, bien podemos -
retomando una célebre fórmula de Wittgenstein sobre el lenguaje- establecer la serie de
los “parecidos de familia” entre las distintas clases de imágenes: rasgos comunes se
hacen presentes salteando generaciones, los hermanos, pese a su común origen, pueden
manifestar diferencias significativas, no hay un rasgo definitorio del conjunto, sino
parecidos diseminados acá y allá, semejanzas trasversales que no totalizan ni
determinan límites fijos entre un adentro y un afuera. Pero siempre que intentamos
pensar esta familia de las imágenes aparece en una relación de guerra o alianza
justamente con esta otra, la de los lenguajes, con la cual parece estar vinculada por
múltiples redes de parentesco, como si de una “aldea vecina” se tratase.
Estas relaciones entre lo visual y lo textual son estudiadas por el autor dentro de la
tradición del paragone entre la pintura y la poesía. En sus distintos momentos, desde el
ut pictura poesis de Da Vinci (quien, retomando una sentencia de Horacio, reivindica la
mayor fuerza expresiva de la pintura) hasta el Lacoonte de Lessing (el panegírico de la
superioridad “masculina” de la poesía sobre el afeminamiento pictórico), este paragone
pone en escena la urdimbre de complejos vínculos que forman el campo de estudio de la
icono-logía mitcheliana. La frontera que une y separa a estas dos formas de
representación es, según Mitchell, siempre histórica, depende de la diversidad de los
contextos en los que se la piensa y, por tanto, responde a todo tipo de motivaciones más
o menos veladas y a estrategias de poder. Así es que detrás del escenario icono-lógico
donde se vinculan imagen y texto existe una tramoya ideológica que proyecta dicho
vínculo en una serie de subordinaciones jerárquicas: la imagen sensible femenina frente
al logos inteligible masculino (Lessing), la idolatría salvaje frente a la razón civilizada
(Burke), la visión animal frente a la palabra humana (Aristóteles). Como dice el autor en
Teoría de la imagen, recuperando el argumento de Iconología:
“existe una antigua tradición que defiende que el lenguaje es el atributo humano
esencial: «El hombre» es el «animal que habla». La imagen es el medio de lo
infrahumano, del salvaje, del animal «mudo», del niño, de la mujer, de las masas.”
Este carácter bastardo, embarrado de historia, es el estigma que le impide adoptar a la
iconología una visión “objetiva” o “científica” y la lleva a internarse en el espeso
bosque de la ideología, donde finalmente no puede sino encontrarse con aquel
pensamiento montaraz que ha hecho de ventilar los tejemanejes de detrás de escena su
profesión de fe: el marxismo. Y sea quizás por haber aprendido demasiado bien sus
enseñanzas que la iconología no puede sino aplicar sus armas de la crítica contra él.
II. catóptrica de la falsa conciencia, la camera oscura
1.
“Imagen e ideología”, tercer capítulo del libro de Mitchell de 1986, realiza una revisión
del pensamiento de Marx, buscando en él un pensamiento de las imágenes. El filósofo
de Tréveris, en La ideología alemana, propone que los conceptos abstractos deben ser
rastreados a sus orígenes concretos. Aquello que el idealismo considera que surge del
parnaso de la razón pura, el filósofo materialista seguirá hasta sus cimientos materiales,
hasta las experiencias concretas de los “hombres de carne y hueso”. Aplicando este
mismo método a los conceptos marxistas, Mitchell se propone mostrar cómo dos ideas
claves del mismo, las nociones de ideología y de fetichismo de la mercancía, pueden ser
rastreadas hasta dos imágenes históricamente particulares: la cámara oscura y la figura
del fetiche. Ambas imágenes actúan para Mitchell como hiperíconos que, como dijimos,
son imágenes que figuran la figuración. Pero justamente parece que gran parte de la
teoría marxista ha olvidado estas fuentes concretas y han pensado la teoría de la
ideología (que en Marx siempre aparece necesariamente determinada por algún adjetivo
como “alemana”, “burguesa”, etc) y del fetichismo como conceptos universales que
pueden ser aplicados abstractamente a cualquier contexto. Así es que:
2.
Si en toda ideología los hombres y sus relaciones aparecen dados vuelta
como en una camera obscura, este fenómeno surge tanto de su proceso vital
histórico como la inversión de los objetos en la retina surge de su proceso
vital físico. (Marx, 1974: 26)
Mitchell nos mostrará en su análisis que no pocos problemas y hasta paradojas se
desprenden de esta imagen de las imágenes invertidas de la historia (la ideología). Sin
entrar en ellos, que orbitan en torno a la tensión entre la naturalidad (del ojo) y la
artificialidad (de la camera), entre el carácter objetivo (la imagen fotográfica como
representación científica de la naturaleza tal cual es) y subjetivo (el mismo tipo de
imagen como juego de ilusiones y divertimentos engañosos) del dispositivo, notemos
que la inversión de “los hombres y sus relaciones” es, para Marx, una representación
falsificada. La caracterización marxista de la ideología se enmarca, de esta manera, en
las tradiciones de denuncia a la idolatría, que dentro del ámbito monoteísta primero y
luego en la ilustración, llamaron a destruir los ídolos de los falsos dioses y luego a las
supersticiones, que son los “ídolos de la mente”. El marxismo tomaría sus motivos y
formas argumentales en lo relativo a la ideología de “la retórica de la iconoclasia”, la
cual tendría una larga trayectoria en la historia de la filosofía.
3.
Una segunda estrategia iconoclasta podría consistir en aceptar que no existe un acceso
privilegiado a la realidad tal cual es, que esta está siempre ya tergiversada ante la
conciencia. En consecuencia la única forma de superar los ídolos sería una
“hermenéutica de la sospecha” (según la expresión que ha popularizado Paul Ricoeur)
que intentara desentrañar en lo ilusorio y tergiversado aquella realidad de la cual es
imagen falsa. Desmontar, con el contra-mecanismo de la interpretación (como si se
tratara del proceso neuronal que corrige la imagen invertida en la retina) los ídolos de la
ideología para acceder a su significado oculto. Pero, según Mitchell, esta alternativa
también resulta problemática, pues se acerca peligrosamente al idealismo de los jóvenes
hegelianos que Marx había satirizado en la ideología alemana. Somete, como el
idealismo, la realidad al concepto, y antes de ir a “los hombres de carne y hueso”, los
piensa ya siempre desde “las formaciones nebulosas que se condensan en el cerebro” (Marx,
1974: 27).
4.
Tan pronto como se expone este proceso activo de vida, la historia deja de ser una
colección de hechos muertos, como lo es para los empiristas, todavía abstractos, o una
acción imaginaria de sujetos imaginarios, como para los idealistas (Marx, 1974: 27).
Continuando este razonamiento podemos insistir, como ha hecho Slajov Zizek, en que
la ideología no es tanto una representación falsificada de la realidad sino una
característica de una realidad en sí falsa: no es un lente distorsionado que no permite ver
la realidad tal cual es, sino más bien una propiedad de la realidad histórica que vemos.
Así, según Zizek, es como Marx inventa el síntoma. Zizek nos dice:
La ideología no es simplemente una “falsa conciencia”, una representación ilusoria de la
realidad, es más bien esta realidad a la que ya se ha de concebir como “ideológica” –
“ideológica” es una realidad social cuya existencia implica el no-conocimiento de sus
participantes en lo que se refiere a su esencia-, es decir, la efectividad social cuya
misma reproducción implica que los individuos “no sepan lo que están haciendo”.
“ideológica” no es la “falsa conciencia” de un ser (social) sino este ser en la medida en
que está soportado por la “falsa conciencia” (ZIZEK, 1994:338-339).
En este mismo sentido Mitchell ha planteado que la iconoclasia es algo así como el
reverso estructural de la idolatría. Las imágenes idólatras siempre son las de otro, un
movimiento rival contra el que se está en pugna: la de los falsos dioses en
contraposición a YHVH, la de los iconódulos que hacen recaer al cristianismo en la
adoración pagana, la de los católicos que practican la simonía y en sus liturgias cargadas
de símbolos e imágenes pierden la pureza de la sola scriptura. Pero difícilmente
encontremos en la religión los judía, en los ortodoxos bizantinos o en los protestantes
una total ausencia de imágenes, más bien, encontramos la idea de que sus imágenes son
más puras, más verdaderas, más adecuadas -en su austeridad- a la naturaleza de lo
irrepresentable. Y quizás algo similar suceda con la concepción marxista de la
ideología.
Sin embargo, puede que sea tendencioso afirmar que los judíos, los iconoclastas
bizantinos, los protestantes o los marxistas no sean en gran parte conscientes de esta
condición paradójica de su asunción radical del mandamiento mosaico. Pues se trata en
definitiva no tanto de evaluar las imágenes en general sino cierto uso preciso de ellas.
En el caso de la iconoclasia teológica, su potencial para representar lo irrepresentable, el
orden de la divinidad. Pero ¿qué ocupa el lugar de lo irrepresentable dentro de la
secularización marxista de la prohibición mosaica? Según Adorno se trata del
sufrimiento. El hecho de que la sociedad capitalista encubra, mistifique el sufrimiento
humano que dicho modo de producción supone. Ante el dolor del mundo, la iconoclasia
propone un momento de silencio visual. Pues la ideología, mediante su uso de las
imágenes, apunta a una representación conciliada, no dolorosa, del mundo organizado
en base a la productividad el dolor físico, que se ha vuelto invisible bajo las imágenes
de su conciliación. A las imágenes que las sociedades se hacen de sí mismas las
desmiente el dolor: “Mientras haya un solo mendigo, seguirá existiendo el mito”
(ADORNO, :)Mitológico es, tanto para Adorno como para Benjamin, el mundo que,
para sostenerse a sí mismo en su organización criminal, debe necesariamente encubrirse
en las imágenes de su conciliación.
Y más aún, como se vio en el fragmento citado en el apartado anterior, porque aquello
que podría ser una sociedad humana organizada en base a la cancelación del dolor, la
sociedad sin clases, no puede ser comprendido en el presente, sumido como está en la
catástrofe de la historia. Aquello que podría ser el placer de un cuerpo liberado del
sufrimiento, al cual Adorno no duda en llamar (continuando el paragone entre
materialismo y teología) resurrección de la carne; aquel cuerpo bienaventurado, solo
puede pensarse de manera puramente negativa. El mandato mosaico en clave
materialista reza finalmente: no te harás imagen de la utopía, pues no puedes acaso ni
sospechar que rostro tendrá la sociedad sin clases, la organización social de la vida
basada en la cancelación del dolor. Hacer imagen de ella, es traicionar al cuerpo
sufriente, hacerlo ingresar en el orden del mito. Bloquear así también las posibilidades
de irrupción de lo no-idéntico.
En una línea similar Einsestein, reflexionando sobre su práctica de cineasta y del sentido
comunista que para él posee nos dice:
BIBLIOGRAFÍA
ADORNO
BENJAMIN W. (2006) Materiales preparatorios sobre el escrito «Sobre el concepto de
la historia». En REYES MATE R. (2006) Comentarios a las tesis de Walter Benjamin
«Sobre el concepto de historia». Madrid: Trotta.
MARX
ZIZEK
STRAUB y HULLIET
COMEY, R.