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En nuestra vida como seres sociales, lo público es inevitable. Tal como la condena del
ser humano a la libertad propuesta por Sartre, en nuestra condición de seres sociales,
la naturaleza de la política pública es ineludible y se caracteriza por afectarnos a
todos. Las decisiones tomadas en política pública entran en una dualidad que
magnifica la importancia de la discusión ética: por un lado, el rol público del líder en
el ejercicio de una deontología colectiva, para ejecutar la visión para la que fue
electo, mientras se preservan mínimos para el funcionamiento del sistema
democrático.
Hay dos tipos de razonamiento moral. El consecuencialista, que evalúa las acciones
morales con base en el resultado de las mismas, y el categórico, que propone
requerimientos morales absolutos que no es justificable trasgredir. El punto de vista
del utilitarismo implica que el liderazgo de política pública debe buscar únicamente
las consecuencias positivas de la mayoría. Sin embargo esto genera una discusión
ética significativa sobre el rol de las minorías en la democracia. Es decir, ¿el liderazgo
ético en dicho sistema político debe únicamente ejecutar su visión de gobierno sin
tomar en cuenta a minorías con visiones distintas al régimen? Esto constituiría su
mandato, claro está. Pero, ¿qué pasa con quienes deciden o no pueden votar en
dicho sistema? ¿Y aquellos cuyo voto no es igual al de la mayoría?
A pesar de esto, para mantener la posibilidad del líder de ejecutar cualquier tipo de
visión, es fundamental que el sistema de instituciones funcione. Por lo tanto, quienes
no son representados, sea por decisión propia o por una imposibilidad institucional,
también deben considerarse como parte integral del sistema democrático. Esta es la
única forma de mantener realmente una democracia representativa. Sobre este
punto, la responsabilidad ética primaria en las decisiones de vida pública y por lo
tanto, el deber del líder en este ámbito, están en ejecutar la visión para la que se
eligió, manteniendo la representación en condiciones de igualdad a través de las
instituciones democráticas.
Walzer por otro lado, considera que el deber del líder es actuar como agente del bien
común que representa, anteponiendo los principios y acciones necesarios para
lograrlo a los valores personales. Al mismo tiempo, su deber es asumir la
responsabilidad de dichas acciones y la culpa de conocerse como un agente con las
manos sucias. Desde este punto de vista, la dualidad entre los principios morales
individuales y el ejercicio público es una constante, pero al asegurar el bien común y
proveer al líder de responsabilidad este héroe trágico weberiano es capaz de
sobreponerse a la incertidumbre de sus decisiones sin dejar de comprender la
magnitud del sacrificio realizado.
Otra de las discusiones sobre estas dos perspectivas son los límites de la actuación
basada en la evaluación de las consecuencias. Ambos autores proponen diferentes
formas de control para establecer dicho límite. Para Walzer, es el reconocimiento y la
responsabilidad por las manos sucias, mientras que Shepsle, establece que la
pérdida del capital político es la mayor limitación, estableciendo un proceso iterativo
de construcción de dicho capital. Esto nos lleva a pensar en los niveles óptimos sobre
el balance de poder, puesto que por un lado permitir la ejecución de la voluntad
popular requiere de un despojo sobre la autonomía del líder para dar cumplimiento a
ese deber al tiempo que existe la posibilidad de romper los principios para generar la
colaboración e implementación de políticas, por ejemplo, mediante los castigos e
incentivos propuestos por Shepsle.
Los límites del poder para Shepsle serían externos completamente en una especie de
balance de poder con las capacidades de otros agentes de impulsar sus agendas y
con la posibilidad latente de que otros tomen su lugar. Walzer, a pesar de reconocer
la tentación del líder para utilizar ese poder para beneficio personal, establece el
deber ético en reconocer su responsabilidad sobre sus manos sucias. Sin embargo,
en los múltiples casos de corrupción en el ámbito político, esto probaría que en la
práctica resulta insuficiente asumir la responsabilidad, y en gran medida, se
requerirían herramientas de control externas que den certeza al cumplimiento del
bien común, y hagan de la culpa del líder un elemento de transparencia sobre su
gestión.
Concluyo así que aunque la discusión de Walzer y Shepsle nos permite dilucidar y
problematizar la complejidad de la dualidad al momento de ejercer el liderazgo, es
importante entender que el análisis ético de este tipo de decisiones se debe realizar
en estrecha vinculación con la práctica. En este sentido, trascender los paradigmas
personales del líder se vuelve fundamental para el ejercicio del poder público,
mientras que los controles sobre los límites de dicho poder y la capacidad del
principal de manifestar su voluntad en un proceso iterativo siguen constituyendo
problemas centrales para la democracia representativa contemporánea.
Bibliografía