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Cultura, política y modernidad

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Hans Ulrich Gumbrecht
Nelly Richard
Carlos Monsiváis
Margarita Garrido
Ute Seydel
Gabriel Restrepo
Santiago Restrepo
Zandra Pedraza Gómez
Arcadia Díaz Quiñones
Gilberto Loaiza Cano
María Cristina Rojas de Ferro
Myriam fimeno
forge Iván Bonilla
María Eugenia García

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Cultura, política y modernidad

LUZ GABRIELA ARANGO

GABRIEL RESTREPO

JAIME EDUARDO JARAMILLO

(Editores)

UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA


Facultad de Ciencias Humanas • Centro de Estudios Sociales
P R O G R A M A I N T E R N A C I O N A L INTERDISCIPLINARIO
D E E S T U D I O S C U L T U R A L E S SOBRE A M É R I C A L A T I N A

Este libro se hizo gracias al apoyo de las siguientes instituciones:

Instituto Colombiano de Cultura (hoy Ministerio de Cultura)


Ministerio de Educación
Secretaría Ejecutiva del Convenio Andrés Bello
Alcaldía Mayor de Bogotá
Instituto Distrital de Cultura y Turismo
Biblioteca Luis Ángel Arango
Universidad Libre de Berlín

© de los artículos:
L o s respectivos autores

© de esta edición:
Universidad Nacional de Colombia
Facultad de Ciencias H u m a n a s
Centro de Estudios Sociales

Primera edición:
septiembre de 1998

ISBN 958-8052-19-x

Todos los derechos reservados.


Prohibida su reproducción total o parcial
por cualquier medio sin permiso del editor.

Diseño de portada:
H u g o Avila Leal
Edición, diseño y armada electrónica:
D e Narváez &? Jursich
Impresión y encuademación:
Panamericana Formas e Impresos S. A.
Impreso y hecho en Colombia
PRESENTACIONES
Memorias de un encuentro

L u z Gabriela Arango

Je,s muy grato para el Centro de Estudios Sociales de la Universi-


dad Nacional ofrecer a los lectores, observadores escépticos o en-
cantados de las importantes transformaciones culturales que viven
nuestras sociedades, los libros Cultura, política y modernidad y Cultu-
ra, medios y sociedad. Ellos son el resultado del coloquio Teorías de la
cultura y estudios de comunicación en América Latina, realizado en San-
tafé de Bogotá en julio de 1997, en el marco del Programa Inter-
nacional Interdisciplinario de Estudios Culturales sobre América
Latina. Este programa, ideado por el profesor Carlos Rincón, de la
Universidad Libre de Berlín, y acogido con entusiasmo por la Uni-
versidad Nacional, ha tenido como propósito principal apoyar la di-
fusión en Colombia de las innovaciones teóricas y metodológicas en
el campo de los estudios literarios y culturales a nivel internacional.
Con ello, se propone incidir en el mejoramiento de la calidad de los
docentes colombianos, de su capacidad científica y su inserción den-
tro de la comunidad académica internacional. Apoyado desde sus
inicios por instituciones como Colcultura —hoy Ministerio de Cul-
tura—, el Instituto Distrital de Cultura y Turismo de la Alcaldía de
Bogotá, la Secretaría Ejecutiva del Convenio Andrés Bello y la Bi-
blioteca Tuis Ángel Arango, ha contado también con el respaldo del
Ministerio de Educación, la Fundación Social y la Consejería Eco-
nómica de la Presidencia de la República. E n 1996, el Programa
despegó con el coloquio La situación de los estudios literarios y cultu-
LUZ GABRIELA ARANGO
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rales sobre América Latina, que convocó en la Biblioteca Tuis Ángel


Arango a especialistas internacionales como Jean Franco, William
Rowe, Doris Sommer, Arcadio Díaz Quiñones, Josefina Tudmer,
Julio Ramos.
Ante la favorable acogida del evento, para 1997 el programa am-
plió sus perspectivas. Además de invitar a un grupo muy selecto de
especialistas internacionales —entre ellos Beatriz Sarlo, Nelly Ri-
chard, Carlos Monsiváis, Arcadio Díaz Quiñones, Osear Tandi,
William Rowe, Hans Ulrich Gumbrecht— se amplió la participa-
ción de especialistas colombianos y se hizo una convocatoria abier-
ta a los investigadores para que presentaran sus trabajos en el campo
de los estudios culturales y de comunicación. El resultado de este
segundo coloquio superó nuestras expectativas. Con cuarenta y un
ponencias y más de trescientos cincuenta asistentes, provenientes de
numerosas universidades del país, la presencia de un público de dis-
tintas edades y generaciones, la participación significativa de estu-
diantes y jóvenes investigadores de muy diferentes regiones del país
puso en evidencia el creciente interés por la problemática cultural.
La importante asistencia de funcionarios, periodistas y gestores cul-
turales enriqueció el encuentro y permitió romper algunas barreras
entre la universidad y otros sectores sociales. Para 1998, el progra-
ma busca asegurar su permanencia, liderando una dinámica que le
dé continuidad y profundidad a la experiencia adelantada hasta el
momento. El Encuentro Internacional de Estudios Culturales en
América Latina, centrado en el tema de "Cultura y globalización",
convoca este año a diecisiete destacados conferencistas nacionales
e internacionales —entre ellos Martin Hopenhayn, George Yúdice,
Renato Ortiz, H u g o Achugar, Beatriz González Stephan, Juan
Luis Mejía, Armando Silva, Erna von der Walde—. Para el futuro,
la consolidación de una red de investigadores culturales en el país,
Memorias de un encuentro
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la ampliación del proyecto editorial, la continuidad de los coloquios


internacionales de muy alto nivel, la organización de simposios re-
gionales que nos permitan conocer y estimular los procesos de in-
vestigación cultural en las regiones, son algunos de los propósitos
del grupo de estudiosos e instituciones que se ha congregado alre-
dedor de este programa, coordinado por el Centro de Estudios
Sociales.
Son numerosas las personas que han contribuido a la consoli-
dación de estos esfuerzos. A nombre de la Universidad Nacional,
la Facultad de Ciencias Humanas y el CES quiero expresar nuestra
gratitud a Carlos Rincón, por haber dado inicio a este programa en
asocio con la Universidad Nacional con perspectivas de muy alta
calidad investigativa; a Elba Cánfora, por sus decisivas gestiones
al inicio del programa; a los rectores Guillermo Páramo y Víctor
Manuel Moncayo, así como al entonces decano de Ciencias H u -
manas y actual vicerrector de sede, Gustavo Montañez, por la im-
portancia acordada a este programa en la Universidad Nacional; a
Isadora de Norden, Jorge Orlando Meló, Ramiro Osorio, Paul
Bromberg, Norma Constanza Muñoz, Pedro Henríquez y Germán
Rey por su generoso apoyo institucional y personal, y a los funcio-
narios de las instituciones convocantes que, como Hernando Ber-
nal, Fernando Vicario, Carmen Perini, Luz Teresa Gómez, Rosita
Jaramillo, Armando Soto, Julián Serna, María Cristina Andrade,
Luz Stella Sierra y Eduardo Gutiérrez, brindaron su entusiasmo a
este proyecto.
Particulares expresiones de gratitud tengo para el profesor Je-
sús Martín Barbero, actual director académico del programa, al
cual le ha reservado generosamente un lugar especial dentro de sus
múltiples actividades; y para el comité académico y editorial, in-
tegrado por Fabio López de la Roche, Ivonne Pini, Gabriel Res-
LUZ GABRIELA ARANGO
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trepo y Jaime Eduardo Jaramillo, cuya labor crítica y comprome-


tida logró darle nuevas dimensiones a este programa y asegurarle
raíces en el medio académico colombiano. A los profesores Carlos
Patino y Angela María Pérez les debemos la excelencia de la coor-
dinación académica y logística del primer coloquio. Nuestros reco-
nocimientos y gratitud a los ponentes nacionales e internacionales
que aceptaron nuestra invitación y nos ofrecieron trabajos origina-
les de excelente calidad.
Finalmente, mis afectuosos agradecimientos a Sonia Alvarez,
nuestra "coordinadora logística", alma y nervio del segundo y del
tercer coloquios, infatigable salvadora de obstáculos, sin cuya de-
dicación estos eventos no habrían sido posibles, y al equipo delCES
que la respaldó con trabajo perseverante y entusiasta: Fernando Vis-
bal, Ángela Díaz, Rosalba Meló, Margarita Villada, Miller Mora.

Luz Gabriela Arango


Directora
CENTRO DE ESTUDIOS SOCIALES
Exordio a modo de planisferio sobre el libro

Gabriel Restrepo y Jaime Eduardo Jaramillo

Aperturas: atlas culturales

A b r e n este libro sendos y densos ensayos, los cuales ofrecen una


especie de mapa sobre el estado de las ciencias de la cultura o cien-
cias del espíritu, por una parte, y sobre los estudios culturales, por
otra. La variante que señala la disyunción es ya sugestiva. Pues la
primera pareja señala el lugar desde el cual interpela Hans Gum-
brecht; la segunda es la tradición más reciente desde la cual se ma-
nifiesta Nelly Richard.
Expliquemos esta variante un poco más en detalle. Hans Gum-
brecht escribe desde una tradición alemana ya centenaria y, por tan-
to clásica, como fue la iniciada en el siglo XIX con las distinciones
de Rickert, cultura, y Dilthey, espíritu, una y otra acuñadas como
apelaciones excluyentes de una identidad de las ciencias sociales
frente a las naturales, entonces orgullosas por los descubrimientos
darwinistas, los progresos en la termodinámica y su incidencia en
la tecnología.
Hans Gumbrecht, alemán de nacimiento, se formó en el estu-
dio de las lenguas romances. Pese a que su inicial vocación filoló-
gica pudiera marcar una orientación por el pasado, incluyendo la
hermenéutica y la crítica literaria (ambas tratan sobre textos dados),
sus siguientes afinidades intelectuales lo llevaron a la sociología y a
la filosofía -entre otras disciplinas-, a tiempo que sus vinculado-
GABRIEL RESTREPO Y J A I M E EDUARDO J A R A M I L L O

nes laborales, como también sus afinidades, lo situaron en institu-


ciones universitarias recién abiertas, dedicadas a un presente funda-
cional abierto hacia el futuro.
Ya en este doble movimiento vital de recapitulación y prospecti-
va, se muestra un rasgo del estilo de Hans Gumbrecht: una aguda
ironía, consonante con su exigencia de forjar un pensamiento con-
traintuitivo. Co-organizador de cinco conferencias internacionales
en Dubrovnik, Yugoslavia, entre 1981 y 1989, escenario privilegia-
do para el pensamiento transnacional emergente, el postmodernis-
mo (una expresión típicamente eludida por él en su escrito), supera
en este lúcido ensayo la ya clásica formulación de Snow (1965) so-
bre el abismo que, desde la termodinámica y la relatividad, separa
a las dos culturas, la científica natural y la propia de las ciencias so-
ciales, las artes y las humanidades. Y la supera porque, más allá de
registrar aquí con notable ironía la diferencia de perspectivas, va-
liéndose de dos anécdotas muy graciosas, propone, al final de un
diagnóstico más denso que el de Snow, una madeja de hilos que
conducirían a un pensamiento más convergente con las ciencias na-
turales y a la vez más pertinente para el análisis de la vida contem-
poránea, cuya producción de sentido se apoya en "materialidades
de comunicación" (Gumbrecht y Pfeiffer, 1994).
E n efecto, si bien H a n s Gumbrecht parte de la tradicional dis-
tinción entre ciencias naturales y ciencias del espíritu, lo hace para
subvertir dicha distinción, en particular en todo aquello que signi-
fica un sobredimensionamiento de la hermenéutica o del construc-
cionismo, posiciones éstas que exageradas cavarían un abismo tan
infranqueable ante las ciencias naturales que impediría una emula-
ción y un diálogo creativos.
Por ello, aunque el deseo de ontología sea un ideal inalcanza-
ble —como lo señala a propósito de un comentario magistral sobre
Exordio a modo de planisferio sobre el libro
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la significación de Heidegger-, Hans Gumbrecht parece abogar


en favor de una teoría más guiada por tal perspectiva y, en conse-
cuencia, de tender puentes entre ambas tradiciones, la que ausculta
la naturaleza y la que reduce los hechos sociales a sentido e interpre-
tación. El concepto de "emergencia", relacionado con la noción de
presencia efímera, liminar, fractal, constituye en ese contexto un ex-
perimento crucial para señalar afinidades posibles. Y, como se su-
gerirá adelante, tales conceptos serán muy relevantes en América
Latina y el Caribe, región en la cual el génesis no se repite dos ve-
ces, como en la Biblia, sino a cada momento, lo mismo que, por des-
gracia, los apocalipsis. Por lo cual se diría que la región vive en un
estado de permanente emergencia. Del mismo modo, el concepto
de presencia es fundamental para una región que todavía no ha sido
calada por la era de Gutenberg y que, por ende, oscila entre la ora-
lidad y la visualidad primarias, propias de comunidades indígenas
o campesinas, o la oralidad y la visualidad telemáticas, auténticos
hechizos.
Periplo vital y pensamiento nómades, Hans Gumbrecht es des-
de el inicio de esta década profesor en la Universidad de Stanford,
en cuyo departamento de francés e italiano comparte actividades con
Rene Girard y Michel Serres, entre otros. Al cabo de su reciente
visita a Santafé de Bogotá (abril de 1988) habrá adoptado la nacio-
nalidad estadounidense, preparándose para el gran ciclo de confe-
rencias que anuncia la Universidad de Stanford, bajo su iniciativa,
para redefinir el estatuto académico de las ciencias sociales, las ar-
tes y las humanidades, cuya raíz decimonónica, a su entender, ya
es anacrónica al cabo del milenio.
Por su parte, Nelly Richard, chilena, dirige la Revista de Críti-
ca Cultural, en cuyos quince números (hasta noviembre de 1997) se
ha manifestado lo mejor del pensamiento de América Latina y del
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Caribe, al tiempo que se brinda allí acogida a autores contemporá-


neos de frontera. Ensayista y crítica, ha publicado libros sobre géne-
ro, democracia y transformaciones culturales. Bajo la dirección de
Richard, la revista ha optado por la relativamente reciente tradición
de los estudios culturales, a cuyas génesis y evolución ha dedicado
no pocos excelentes ensayos.
En uno de ellos, John Beverly, uno de los patriarcas del movi-
miento, apunta lo siguiente:

Lo paradójico de la historia temprana de los estudios cul-


turales en el mundo anglosajón es cómo pudo llegar a un nivel
casi hegemónico dentro de la academia un programa vinculado
más o menos directamente con la militancia política de los sesenta
-la Nueva Izquierda, el marxismo althusseriano o neogramscia-
no, la teoría feminista y el movimiento de mujeres, el movimien-
to de derechos civiles, la resistencia contra las guerras coloniales
o imperialistas, la deconstrucción— en medio de una época polí-
ticamente muy reaccionaria, como fue la de Reagan y Teatcher
(1997:47).

A renglón seguido, el autor observa la asimetría entre el domi-


nio político y económico del neoliberalismo y la persistencia de los
estudios culturales como paradigma casi dominante en las ciencias
sociales, las artes y las humanidades. El pensamiento conservador
no ha podido, empero —añade—, restaurar el orden del discurso y
de las disciplinas tradicionales, pese a varios intentos, porque los
fundamentos decimonónicos finiseculares de las ciencias sociales,
las artes y las humanidades se han erosionado frente a fenómenos
como la globalización, la comunicación y el multiculturalismo, los
cuales demandan una aproximación multidisciplinaria, interdisci-
Exordio a modo de planisferio sobre el libro
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plinaria o transdisciplinaria, justamente la que ha surgido con la


nueva perspectiva de los estudios culturales. Ello explica la para-
doja propuesta por Beverly, a saber, por qué los estudios culturales
han convenido más al neoliberalismo, en su dimensión de cambio
efectivo en el orden tecnoeconómico, que a un pensamiento neo-
conservador en el orden académico o político.
Como muchos otros intelectuales de América Latina y el Cari-
be, Nelly Richard se reclama heredera de la tradición que inicia-
ron en los cincuenta, con centro en la Escuela de Birmingham, los
pioneros Raymond Williams, E. P Thompson y otros, los cuales,
en ese peculiar oxímoron de materialismo cultural (Beverly: 46), fue-
ron más sensibles a la moderna cultura de masas que la escuela de
Frankfurt, con la cual, empero, coincidían en el intento de ir más
allá de las relaciones mecánicas entre infraestructura y supraestruc-
tura, lo mismo que Gramsci, y, más aún, de Benjamin, en una apro-
piación creativa del marxismo. Pero no es una heredera a secas, pues
disputa, como se colige de su ensayo, algunos de los cánones de los
estudios culturales.
Digamos que la polifacética y no unánime tradición de los es-
tudios culturales ha mostrado ser fecunda, en la medida en que ha
permanecido abierta a corrientes nuevas y heterogéneas (estructu-
ralismo y postestructuralismo, deconstrucción, postmodernismo),
recreándose en América Latina y el Caribe con aportaciones nue-
vas y originales, como las de José Joaquín Brunner, Néstor García
Canclini, Jesús Martín Barbero, Beatriz Sarlo, la propia Nelly Ri-
chard y otros.
Siguiendo la tradición de los estudios culturales (su vocación
por los márgenes, su raigambre en los grupos subordinados, su afi-
nidad con los movimientos sociales, su crítica a las disciplinas esta-
blecidas, su simpatía por la cultura de masas), pero al mismo tiempo
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recelando de su conversión en otro "establecimiento" 1 o de su le-


gitimación y su reducción por parte del neoliberalismo, el citado
John Beverly vuelve, si se quiere, a la energía originaria de los es-
tudios culturales con una invocación ontológica hacia lo que lisa y
llanamente se puede denominar "pueblo" (en sus términos, "cul-
turas subordinadas"), como la materia prima de la cual se ha de
extraer un proyecto de democracia, dado que el supuesto del cual
parte la necesaria crítica o distanciamiento del intelectual en Amé-
rica Latina y el Caribe frente al poder o a los poderes es la imper-
fección del proyecto o ideario emancipador al trasluz de casi dos
centurias de su enunciado.
Por supuesto, dicha aspiración ontológica está matizada con
todos los cuidados posibles para no pecar de ingenua. Al fin y al ca-
bo, así lo señala Beverly en el ensayo ya citado, casos críticos como
la derrota del sandinismo señalan inequívocamente la insuficiencia
de un saber que no ha sabido proyectarse como poder. Pero, para
admitir de una vez por todas la diversidad de enfoques de los estu-
dios culturales, Nelly Richard subraya sus propias salvedades, al
tiempo que admite algunos fundamentos: los estudios culturales
deben resistir tanto la tendencia a la clasificación (ésta es siempre
la señal de un orden), como a su establecimiento como poder domi-
nante (si quiere seguir siendo una opción de lo reprimido, de lo no
expresado aún o de lo subalterno o subyugado). Entre las salveda-
des, por ejemplo, una crítica a la indiferencia de las diferencias a

1
El análisis de las comunicaciones y de la globalización dentro de los estu-
dios culturales, que ha significado su aceptación por parte del poder neoliberal
—dado su pragmatismo-, "corre el peligro de constituirse en una especie dtcos-
tumbrismo postmodernista, mientras se había propugnado en primera instancia a
la cultura popular como —en potencia al menos— un espacio contra-hegemónico"
(Beverly: 50). El subrayado es nuestro.
Exordio a modo de planisferio sobre el libro
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que ha llevado la reducción de todo discurso (tácito o explícito) a


texto equivalente como portador de saber, la cual ha devaluado la
representación literaria, según fue pensada por Ángel Rama cnLa
ciudad letrada. N o es que se menosprecie el significado de tal deva-
luación como subversión del poder del gramático (según se podría
decir desde Colombia), sino que, acaso, un espíritu de fineza se re-
queriría para entrever, en la trama de los discursos, el potencial de
cambio efectivo y, en la diversidad de texturas, aquellos textos cuya
fuerza prepositiva o representativa sea particularmente sugestiva
porque contenga una palabra nueva o un sentido no enunciado.
Otra salvedad consiste en afirmar la función creadora de la críti-
ca cultural, la cual, a diferencia de la crítica académica (siempre, no
obstante, comprometida frente a sus formas de clasificación), pue-
de ser más hábil y, por ende, más perspicaz, incluso en su "libertad"
(empero, adviértase, se trata de una "libertad" obligada por la aún
escasa división del trabajo intelectual que fuerza a la combinación
de papeles sociales); tal ubicuidad podría llevar a una crítica de la
crítica cultural, es decir, a una metacrítica. Ninguna defensa podría
superar a ésta en la fundamentación del papel de ciertos órganos o
ciertas revistas de cultura, las cuales, bien pensadas, como laRevista
de Crítica Cultural, pueden ejercer un impacto subcontinental.
¿Qué convergencias podrían extraerse de los dos autores (tres,
si se incluye al tácito John Beverly, quienes desde antípodas cultu-
rales nos sirven como exordio no sólo para pensar, sino además para
organizar los nuevos estudios culturales en Colombia o en Améri-
ca Latina?
Convergencias: su certeza sobre la necesidad de re fundar las
disciplinas, tarea en verdad urgente en Colombia, aletargada no sólo
por la condición semimediterránea (por el peso claustral de su capi-
tal), sino por el propio enquistamiento un tanto endogámico de sus
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disciplinas sociales. Una segunda, la necesidad transdisciplinaria.


Una tercera, la necesidad de forjar un pensamiento contraintuitivo
y contraclasificatorio. Una cuarta, el imperativo de superar la auto-
reproducción estéril de un discurso o una jerga, y ello mediante vo-
caciones ontológicas, sea por la naturaleza, de modo que permita un
diálogo (más, una sana confrontación) con las ciencias naturales; sea
por el pueblo, lo cual exige repensar las formas y materialidades de
los discursos; sea, en fin, con los intelectuales, como conciencia de
la tan mentada, pero aún fantasmal, sociedad civil.
A ese respecto, inspirados en estos textos, quizá podríamos re-
clamar como oriente de los estudios culturales un pensamiento eco
/ tecno / demo / multicultural. Lo ecológico, para inscribir el pensa-
miento cultural en un fundamento común (la naturaleza) y a la vez
diverso (los ecosistemas tan variados de América Latina), al igual
que para tender un puente de diálogo con los científicos naturales
e incluso, si se quiere, con el saber popular referido a la naturaleza
(en particular el indígena). L o tecnológico se refiere aquí a una es-
timación no regresiva del saber hacer en todas sus formas (académi-
cas, por ejemplo, encarnadas en ingenieros, médicos o artistas, pero
también populares). La siguiente expresión, lo "demo", sería una
síntesis de lo demosófico (amor al pueblo) y lo demológico (ciencia
del pueblo, algo que está más allá del folklore, pero lo contiene),
ambos como soporte de un proyecto democrático en verdad muy
simple, que no es otro que realizar la predestinación enunciada en
el discurso de la emancipación: fundar la soberanía política en la
educación y el saber. L o multicultural expresaría, en tal fórmula,
tanto la apertura transdisciplinaria como una escucha estereofóni-
ca y una visión estereoscópica a todo lo que significa el proyecto de
América Latina y del Caribe como un conjunto de valor ecuménico
en una sociedad globalizada.
Exordio a modo de planisferio sobre el libro
2 I

Historia cultural y modernidad

Quizás nos hayamos apresurado a extraer una conclusión que aún


aguarda, por parte del lector, la atención sostenida a los ensayos que
siguen, tanto los contenidos en la tercera parte como los que inte-
gran la cuarta. Bajo la denominación común de "Historia cultural
y modernidad" se inscriben siete textos. Los dos primeros presen-
tan un fresco y una mirada veloz y perspicaz sobre dos naciones de
América Latina, México y Colombia, a partir de ciertos conceptos
claves y comunes, pese a las diferencias, como los de la fragilidad
de todo orden (los fundados en el honor, incluso) y la producción
continua de un permanente "caos" o, mejor, de un "relajo" que de-
signa la precariedad de aquél.
Desde la curiosa "emergencia" (para emplear el fecundo con-
cepto de Hans Ulrich Gumbrecht) de la Virgen de Guadalupe has-
ta el "diseño por computadora del inconsciente colectivo", el afilado
escritor Carlos Monsiváis nos revela y desvela en cuanto tenemos
de grandioso y de minucia en América Latina y el Caribe. Y lo hace
con un albur y un humor inigualables, recordándonos que no hay
mejor deconstrucción que aquella que se produce con la sencilla he-
rramienta de la risa.
Con una visión no menos panorámica (y debería abonársele la
virtud de las grandes síntesis), Margarita Garrido examina el con-
cepto de honor como significante por excelencia en la jerarquía del
siglo XVIII, cuando ya la relación de castas empezaba a desmoro-
narse con esa figura "emergente" de "los libres de todos los colores"
(semejante a esa otra categoría mexicana del "no te conozco", la cual
denunciaba ya la fragilidad de la anterior clasificación colonial). El
desmoronamiento constituiría en los vecindarios barriales la noción
de pueblo revestida con el carisma de un orgullo propio, luego su-
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blimada por las adherencias propias de las milicias, en una identi-


dad menos local, la de patria. Y quedaría, según su perspicaz rela-
to, un sustrato imaginario del honor que aún se halla presente en
muchas manifestaciones de la vida colombiana, como en el caso del
narcotráfico.
Por su parte, el ojo subliminal de Ute Seydel enfoca enseguida
el momento auroral de la constitución equívoca de una patria eman-
cipada —México— como imperio, conforme a la visión recreada por
la literatura (y en ello radica la pertinencia de la distinción de Nelly
Richard) y, para el caso, por una mujer, la novelista Rosa Beltrán,
quien, con esa magia propia del travestimiento literario, nos mues-
tra en la figura de una costurera el descosido de semejante engen-
dro imperio-tropical.
N o por azar, los tres ensayos anteriores concuerdan con ironías
sobre los sistemas de clasificación y encuentran en el baile, o en los
ritos amatorios, una subversión o relajo de todos los órdenes, una
risa entronizada sobre el pretextos de lo sublime. Es éste el punto
de partida del ensayo, más bien proyecto, de Santiago Restrepo y
Gabriel Restrepo, centrado en la deconstrucción de las urbanida-
des y, en particular, en esa máquina dehabitus que ha sido en Amé-
rica Latina y el Caribe el Manual de urbanidad y buenas maneras del
venezolano Manuel Antonio Carreño.
Prosigue una de las más originales muestras de investigación
cultural en Colombia, la sintetizada en el ensayo de Zandra Pedra-
za sobre cuerpo y modernidad. Su mirada revela no sólo una serie-
dad teórica ejemplar (la noción de cuerpo ha irrumpido con mucha
fuerza, desde Foucault, en las dos últimas décadas), sino además
una, digamos,fruición ogozo en la consulta detallada de fuentes em-
píricas: urbanidades, revistas de variedades, discursos, iconogra-
fías, propagandas.
Exordio a fnodo de planisferio sobre el libro
2
5

E l siguiente texto, de Arcadio Díaz (puertorriqueño, profesor


de la Universidad de Princeton) nos introduce en la dimensión del
pensamiento caribeño del primer tercio de este siglo, cifrado en las
(en apariencia) sorprendentes equivalencias de antropología y eso-
terismo en la obra del célebre cubano Fernando Ortiz. Ya con el
mismo título, que auna transmigración (Alan Kardek) y transcultu-
ración (el grandioso aporte del cubano a la antropología mundial),
nos revela la singularidad de lo que para algunos constituiría un
oximoron, si no fuera por el hecho de que las claves religiosas son (y
cuánto se olvida) parte esencial del ser latinoamericano y caribeño.
Cierra esta parte un lúcido ensayo de Gilberto Loaiza sobre el
papel público de los prohombres en el segundo tercio del siglo pa-
sado. "Seres tentaculares", conforme a la calificación del autor, esos
demiurgos, mediadores sociales, tejedores de "alta cultura", tuvie-
ron a su cargo la delicada función de reelaborar el proyecto demo-
crático justificando las diferencias sociales (al contrario de Car reno,
elaboradas filosóficamente). El caso se ilustra muy bien con la figu-
ra proteica y cinestésica de Manuel Ancízar. El caso elegido no po-
día ser mejor, pues Ancízar fue hombre de dimensión continental,
comoquiera que reunió en su periplo a Cuba, Venezuela y Colom-
bia, países cosidos entre sí en la obra de creación cultural por un
espíritu masónico ya distante de las aspiraciones libertarias de la
logia Lautaro.

Poder, representación y violencia

Valdría la pena formular una pregunta ahora que, con estas publi-
caciones, nos encontramos en los comienzos de los llamados "es-
tudios culturales" en estas coordenadas: ¿de dónde proceden ellos
en esta mediterraneidad que ha sido hasta ahora Colombia, pese al
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mote con inflación de "Atenas Sudamericana"? La respuesta es no


poco elocuente y, a la vez, irónica. Todo apunta a cifrar en el ejem-
plar historiador Jaime Jaramillo Uribe la matriz de los estudios so-
bre cultura, a secas. L o singular del caso es que, formado en Francia
en la incipiente escuela de las mentalidades, se había propuesto ras-
trear en el siglo XIX los cauces del (precario) orden que se consa-
gró con la Constitución de 1886.
Con todo, el agotamiento de esa centenaria arquitectura cons-
titucional, evidente en toda la entropía (o relajo, diría Monsiváis)
manifiesta en los años setenta y, con más veras, en los ochenta, en
particular por esa muestra de ausencia de Estado moderno signifi-
cada en las muertes violentas, condujo a los periodistas (no ilustra-
dos, diría Nelly Richard, por una metacrítica) a acuñar, de manera
peregrina, conceptos como los de cultura de la violencia o de la
muerte. Contra esa simplificación reaccionaron intelectuales de dis-
tintas vertientes, las cuales conforman el locus desde el cual se ha
erigido el embrión de los estudios culturales:
1) quienes desde 1987 se reunieran bajo la orientación de Or-
lando Fals Borda en el cauce de la investigación-acción participati-
va, como Alfredo Molano y otros;
2) quienes por entonces creaban nuevas áreas disciplinarias de
comunicación y semiología, como Jesús Martín Barbero, Arman-
do Silva o Germán Muñoz (por ejemplo, en la maestría de la Uni-
versidad Javeriana o en la línea de investigación de la Universidad
Central);
3) quienes desde una matriz amplia de la sociología o la antro-
pología de la cultura (incluyendo allí la historia de la ciencia, como
parte de la cultura) indagaban por el significado de las mentalida-
des en la etiología de la fatalidad colombiana, entre ellos Jaime Aro-
cha, Carlos Pinzón, Gabriel Restrepo y muchos otros;
Exordio a modo de planisferio sobre el libro
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5

4) quienes desde las disciplinas sociales y, en especial, desde la


politología y su hija predilecta, la llamada "violentología", adver-
tían sobre la complejidad de las violencias, como todos los integran-
tes de la Comisión para la Superación de la Violencia (1987);
5) quienes con una perspectiva de género y desde disciplinas co-
mo el "relegado" trabajo social insistían en la correlación entre vio-
lencias macrosociales y microsociales.
Será tarea de los historiadores de los estudios culturales desme-
nuzar con más detalle esta provisional genealogía. Con todo, en esta
parte se revelan tres ensayos que, con diversas perspectivas, discri-
minan formas de violencia, entretejidos de paz, semillas de lo que
sería el anverso muy complementario de la "violentología".
María Cristina Rojas de Ferro aborda la causación de las vio-
lencias contemporáneas según los modos de enunciación y clasifi-
cación del siglo pasado. No le falta razón. Y en su texto muestra una
continuidad textual (e intertextual, aunque no deliberada) con los en-
sayos agrupados en la primera parte, los cuales en su entramado se
esclarecen para ofrecer un atisbo de lucidez tanto sobre la fatalidad
como sobre la esperanza colombianas, si caben esos términos. En
cuanto a la esperanza, porque la mera comprensión debería llevar,
siempre, a la enmienda o, por lo menos, a hacer más pasable la obra
de la crítica.
La antropóloga Myriam Jimeno ofrece un ensayo que, como el
libro en el cual se inspira, ya pasará a ser clásico de los estudios so-
ciales en Colombia. Frente a la reducción de las violencias a lo que
desde 1962, cuando el término se acuñó en un estudio clásico, se ha
denominado con mayúsculas "La Violencia", halla, con fundamen-
to en sólida evidencia empírica, lo que podría llamarse la labilidad
de distintas formas de violencia, familiares, vecinales y ciudadanas.
Pero más allá de esta constatación -ya iluminante de suyo, dada la
GABRIEL RESTREPO Y J A I M E EDUARDO J A R A M I L L O
26

tendencia reductora a pensar una sola violencia, la organizada, ella


indaga en los imaginarios populares sobre la causalidad e, incluso,
sobre la causalidad de distintas formas de violencia. Sorprendente,
pero no sorpresivo: las violencias de abajo, ancilares, raizales, pro-
pias y ajenas, se conciben como cierta forma de "corrección", lo cual
remite, una vez más, a los imaginarios tradicionales de las urbani-
dades y de las escuelas.
Jorge Iván Bonilla y María Eugenia García, comunicadores so-
ciales y periodistas egresados de la maestría en investigación de la
Universidad Javeriana y profesores de la misma, cierran el libro con
un ensayo enfocado en el análisis crítico de las representaciones edi-
toriales de E l Tiempo sobre los paros cívicos en un período relativa-
mente reciente. Si de tal examen pudiera derivarse una conclusión,
sería la de que pese a la Constitución de 1991 y a sus enunciados
progresistas, la mentalidad filtrada por la "gran prensa", como se
decía, sigue aún anclada en imaginarios del pasado. L o cual, una
vez más, ratifica la necesidad de una crítica cultural o de unos estu-
dios culturales serios o de unas ciencias sociales con mayor sensibi-
lidad para la crítica democrática.

A modo de sumario: de dónde, para dónde

La prehistoria de los estudios culturales, si así puede denominarse


lo que ha sucedido de dos décadas a esta parte, no es monumental,
por cierto, pero tampoco desdeñable. Gracias al empuje de los pio-
neros se han producido modificaciones institucionales. Cabe recor-
dar un hecho que podría pasar en el olvido: cuando Colcultura, bajo
la dirección de Liliana Bonilla, se decidió por fin a atreverse a un
aggiornamiento en la concepción de la política cultural, dos asesores
extranjeros tuvieron la bondad de servir de criba para lo que fue el
Exordio a modo de planisferio sobre el libro
2
7

primer documento oficial en recoger un concepto moderno de cul-


tura. E n 1987, al acto colectivo de revisión del documento, que co-
mo suele suceder en Colombia halló por escenario nada menos que
la Academia de la Lengua (símbolo de la tradición), asistieron Nés-
tor García Canclini y Juan José Brunner. Evento liminar, también
fue por ello fundacional. Luego, la Constitución de 1991 retomaría
aquella senda trazada por los intelectuales de la cultura.
A ello siguió un interés cada vez más creciente por los estudios
culturales, si bien sólo hasta el momento presente ellos se debaten
con la suficiente referencia internacional. La Universidad Nacional
abrió una maestría en sociología de la cultura hacia 1989. Investi-
gadores de diversas disciplinas crearon simultáneamente un grupo
informal de discusión, lamentablemente sin continuidad orgánica,
aunque con notable éxito como investigadores individuales. La Uni-
versidad del Rosario inició hacia 1992 unas especializaciones en
gestión cultural, que hoy se han replicado en varias universidades,
incluida la de Los Andes.
Pero el interés no se ha limitado a la capital del país, que ade-
más, bajo la administración de Antanas Mockus, fue escenario de
una preocupación específica por la transformación de la cultura ciu-
dadana. Distintos profesionales de la Universidad Nacional en M a -
nizales han formulado un proyecto de pregrado en comunicación y
gestión cultural. La Universidad del Atlántico anunció la creación
de un Instituto de Estudios Culturales. La convocatoria de 1997 por
parte de Colcultura a becas de investigación en estudios culturales
fue respondida por sesenta y nueve proyectos, de muy distintas re-
giones del país, cuatro de ellos excelentes, diez muy buenos y otros
diez pasables. El interés por los estudios culturales no se deduce
tan sólo de la elevación del Instituto Colombiano de Cultura a la ca-
tegoría de ministerio.
GABRIEL RESTREPO Y J A I M E EDUARDO J A R A M I L L O
28

En cualquier caso, habría que señalar la trascendencia de los


dos eventos internacionales que ha liderado la Universidad Nacio-
nal, con el Centro de Estudios Sociales a la cabeza y con el apoyo
de Carlos Rincón y no pocos amigos internacionales. Ellos sirvie-
ron como catalizadores de los embriones de redes nacionales exis-
tentes y como medios para salir de la clausura nacional. El tercer
evento, previsto para septiembre, tejerá sin duda una red nacional
con mayor proyección internacional.
En vista de todo ello, ¿no sería ya hora de pensar, con una es-
cala mayor, en el inicio de un doctorado en estudios culturales, que
sirviera para coordinar y consolidar lo hecho y pasar así de la pre-
historia a la historia?
Como siempre, será necesario salir de la inmediatez y tocar polo
a tierra con horizontes abiertos; propondríamos, a tono con lo ex-
puesto, que de antemano se mire la efemérides del bicentenario de
la declaración de independencia como una perspectiva no sólo ine-
vitable, sino incitante. Y ello menos por el prurito, ya inveterado en
las manías patrióticas, de las fiestas de reminiscencia, sino por ha-
cer un corte de cuentas y un balance sobre hasta dónde se ha cum-
plido la promesa libertaria. Pues ella signa el derrotero del cuño
propio de la cultura en América Latina y el Caribe, su enigma, la
enseña que podría transformar un destino latente y laberíntico en
un destino sereno y cierto.

ia

Beverly, John. "Estudios culturales". En: Revista de Crítica Cultu-


ral, N° 12 (Santiago de Chile: s. d., julio de 1996), pp. 46-53.
Exordio a modo de planisferio sobre el libro
2
9

Gumbrecht, H a n s Ulrich, y Pfeiffer, Ludwig (editores). Mate-


rialities ofCommunications (Stanford: Stanford University Press,
1994).
Snow, C. P The Two Cultures: and a Second Look. An Expanded Ver-
sión ofthe Two Cultures and the Scientific Revolution (Cambridge:
Cambridge University Press, 1965).
PRIMERA PARTE

Atlas culturales
De la legibilidad del mundo a su emergencia1
Una historia sobre el dualismo de las ciencias naturales
y las ciencias del espíritu, con dos finales más bien abruptos 2

H a n s Ulrich Gumbrecht

-Crn la primavera de 1996, la revista norteamericana Social Text, muy


respetada entre los académicos políticamente bien intencionados,
publicó el ensayo titulado "Traspasando las fronteras. Hacia una her-
menéutica transformativa de la mecánica cuántica". El autor del en-
sayo, Alan Sokal, enseña física en la Universidad de Nueva York y
se encuentra entre los más destacados representantes nacionales de
su profesión en la generación que tiene en la actualidad entre cua-
renta y cincuenta años. El contenido de su publicación cnSocial Text
debió parecer a los editores comprensible, en general, y a la vez po-
líticamente edificante y respetable.

1
Traducción directa del alemán de Gabriel Restrepo F , profesor de la Uni-
versidad Nacional de Colombia, y Santiago Restrepo E, estudiante de antropo-
logía y de filosofía en la Universidad de los Andes. [Nota del editor].
2
Puesto que, según las disposiciones del organizador de las conferencias
de Magdeburgo, el texto originario de este escrito no estaba destinado prima-
riamente a un público científico especializado, por fortuna para mí (y espero que
también para mi suerte), renuncié a las notas de pie de página y a parecidos ri-
tuales (o necesidades académicas). Las siguientes páginas —escritas para la con-
ferencia de Bogotá— se atienen tanto como fue posible a las notas preparadas para
la conferencia que dicté en Magdeburgo, el 22 de abril de 1997, bajo el tema
"¿Superación del dualismo?".
HANS U L R I C H G U M B R E C H T

34

Sokal argüía que podrían producirse emancipaciones políticas


a partir de la investigación en ciencias naturales, sin requisito dis-
tinto a que los investigadores admitieran por fin que sus resultados
dependen más de construcciones intelectuales que los usuales enun-
ciados inductivos sobre la "realidad real". Social Text mostraba en
consecuencia un visible orgullo por haber publicado un texto clave
del renombrado Sokal, hasta que este prominente científico natu-
ral reveló, pocos meses después, enLingua Franca (uno de los más
autocríticos y competentes órganos de publicación de las ciencias
del espíritu, no poco irónico), que el ensayo "Traspasando las fron-
teras" no era sino una maliciosa parodia sobre el constructivismo
epistemológico, tan popular fuera de su propio mundo. El avieso y
tornadizo Sokal pasó a ser por unas pocas semanas uno de mis hé-
roes intelectuales, hasta que el debate progresó y la situación se tor-
nó por desgracia muy ambivalente. Primero, la revista Social Text
intentó escapar al fracaso con la doble indicación —a mi parecer, muy
penosa— de que no recibía subvenciones públicas y de que, fuera de
eso, perseguía fines políticos loables (como si la pobreza y la buena
voluntad pudieran disculpar la incompetencia y la torpeza). Lamen-
tablemente, Sokal, por su parte, respondió también en tono de llo-
riqueo. Para salir del apuro se apresuró a decir que compartía los
objetivos políticos progresistas de Social Text, pero creía que a par-
tir de la investigación inductiva clásica se podrían extraer los me-
jores argumentos para fundamentar la emancipación humana.
Puedo añadir otra anécdota sobre el tema de las ciencias natu-
rales y las ciencias del espíritu. Transcurre sobre todo en Alemania
y quizás resulte por ello menos divertida. E n su centro está Niklas
Luhmann, quien desde hace veinticinco años ha sido siempre para
mí —a diferencia de Sokal y sin perjuicio de la siguiente historia—
un héroe intelectual brillante y provocativo (éste es también un mo-
De la legibilidad del mundo a su emergencia
35

tivo por el cual llamo a Luhmann filósofo, un poco tercamente y


contra su terca autorreferencia como sociólogo). Desde la década
de los ochenta, Luhmann ha reorientado epistemológicamente su
teoría de sistemas (concebida en el decenio precedente), y por cierto
en conexión con el constructivismo biológico de los científicos chi-
lenos Humberto Maturana y Francisco Várela. Las investigaciones
sobre la biología de la visión habían llevado a éstos a la convicción
de que los sistemas (incluidos todos los organismos y comprendida
allí también la vida humana) eran ciegos (cualquier cosa que pueda
significar "ciego" en este contexto) y, por ende, lo que siempre de-
nominamos una visión del mundo no es sino una construcción de
los sentidos y del cerebro, allí donde éste se presente. Luhmann ha
perfeccionado esta posición epistemológica sobre la dependencia del
observador, posición que es hoy en Alemania muy citada y utiliza-
da en todo saber. Pero cuando Luhmann, luego de diez años de de-
sarrollo de las ideas de Maturana y Várela, se volvió a mirar dónde
estaban entonces sus autores de referencia (que, mientras tanto, se
habían hecho prominentes gracias a la lectura de Luhmann; al res-
pecto recuerdo vivamente y no sin regocijo cierta discusión entre
Luhmann y Várela en la Universidad de Stanford en la primavera
de 1994), cuando —repito— Luhmann quiso asegurarse mirando en
retrospectiva cuál era ahora la posición de sus garantes, descubrió
que habían cambiado. Sobre todo a Francisco Várela no le tomó nin-
gún esfuerzo distanciarse de sus inicios constructivistas. Con nue-
vos conceptos y franca gravedad heideggeriana, había abrazado
entretanto la causa de la ontología, la del realismo epistemológico.
Ningún autor, al menos en el mundo de la ciencia, debería en-
tretenerse en la fruición de las anécdotas, según el canon corriente,
a menos que pueda concederles de inmediato una interpretación co-
rrespondiente a una ponderación de su valor como síntoma. íCuál
HANS U L R I C H G U M B R E C H T

sería entonces la moraleja convergente de las historias de Sokal y


de Luhmann? Ella radica sobre todo, creo yo, en la cada vez más
profunda impresión actual de que tanto las ciencias del espíritu
como las ciencias naturales han perdido sus certidumbres epistemo-
lógicas tradicionales. Ambos lados experimentan nuevos supuestos
sobre sus fundamentos y, por cierto, sobre sus funciones. La mayo-
ría de los científicos naturales parece saber que su realismo, here-
dado de la temprana modernidad, no es ahora justificable sin más,
mientras que entre los científicos del espíritu se percibe un deseo de
mayor dureza y compromiso epistemológico. Sólo en momentos de
provocación y de confrontación recíprocas sostienen ambos lados
activamente la pretensión de que pueden seguir remitiéndose a sus
certidumbres tradicionales, lo que impide posibles convergencias
o simplemente las imaginables redefiniciones de sus relaciones, que
podrían ser exitosas a la larga.
Aquí debo tomar distancia por un momento frente a mis pro-
pias palabras y (antes de que alguien lo haga) destacar que, natural-
mente, no tengo ni el derecho ni la competencia o, para decirlo de
esta forma, no puedo encarnar una posición equidistante o acaso una
"metaposición" frente a las ciencias naturales o a las ciencias del es-
píritu. No soy otra cosa que un investigador proveniente de las cien-
cias del espíritu, y con alguna probabilidad mi formación en ciencias
naturales puede ser inferior al promedio y lo poco que puedo re-
clamar a mi favor es una simpatía que linda con la admiración por
las ciencias naturales, lo mismo que un escepticismo fortalecido con
los años ante ciertas pretensiones corrientes de las ciencias del espí-
ritu. Posiblemente no estoy destinado para una valoración de las re-
laciones entre las ciencias naturales y las ciencias del espíritu. Por lo
tanto, voy a comenzar por donde lo hace siempre alguien que pro-
viene de las ciencias del espíritu en situaciones de perplejidad (y aun
De la legibilidad del mundo a su emergencia
37

sin ella): contando una historia y, por cierto, la bastante larga prehis-
toria de la separación entre las ciencias del espíritu y las ciencias natu-
rales, la cual finalmente ocurrió, si se precisa una fecha, en los años
noventa del siglo XIX en la Universidad de Berlín (secciones I-V).
Fortalecido con tanta historia, se me permitirá formular una deci-
siva pregunta sistemática, a saber: ¿qué podrían tener en común las
ciencias naturales y las ciencias del espíritu, si llegado el momento
de roce o de irritación mutua deponen sus certidumbres ya deveni-
das, en verdad, obsoletas (secciones VI-VIII)? Para ilustrar mi pre-
gunta sistemática y mi respuesta, volveré una vez más a la anécdota
Luhmann/Várela luego de la parte histórica.

Mi historia es historia-epistemología, es decir, historia de la produc-


ción de las estructuras y de la circulación de nuestro saber. La his-
toria-epistemología no puede pretender ser historia de la "realidad
real". Ella es siempre historia de aquellas figuras autor referentes
con las cuales los hombres aluden a sí mismos en relación con lo que
presuponen como "realidad" o como "mundo". M i historia, episte-
mología en miniatura, comienza allí donde tales historias se inician
siempre en nuestra cultura, a saber, en la transición de la edad media
a la temprana modernidad, allí donde también clásicamente se loca-
liza la emergencia del sujeto moderno como inicio del pensamiento
moderno. La emergencia del sujeto fue una condición central para
lo que más tarde habría de ser canonizado como mentalidad "cien-
tífica", pero esto se hallaba todavía a siglos del primer síntoma de
un desdoblamiento entre las ciencias naturales y las ciencias del
espíritu. Ubico entonces la emergencia del sujeto moderno a la par
HANS U L R I C H G U M B R E C H T
38

con la emergencia de aquel paradigma que denomino "campo her-


menéutico" (en otra versión de la misma historia y en igual contexto
se habla de "legibilidad del mundo"). En el campo hermenéutico
se cruzan dos nuevas estructuras epistemológicas básicas. Una de
ellas es el paradigma sujeto-objeto, el convencimiento autorreferen-
cial de que el hombre —en cierto modo excéntrico— está situado fren-
te al "mundo" (en la edad media "el hombre" y "el mundo" habían
sido tomados juntos como partes de la creación divina). Nada dis-
tinto a esta excentricidad queremos significar hoy cuando hablamos
de "subjetividad". Ei sujeto excéntrico se considera competente en
la observación del mundo y se cree carente de cuerpo en este papel
de observador (y, por tanto, neutro). Los cuerpos del sujeto perte-
necen "al otro lado", pertenecen a las cosas del mundo. Este mun-
do observable, interpretable o legible, como un libro, lo ve el sujeto
moderno como producto de conocimiento, mientras que los medie-
vales creían limitada su responsabilidad y competencia a la función
de sabios preservadores del mismo. Pues en la representación me-
dieval el conocimiento se tornó accesible sólo a través de las diver-
sas formas de la manifestación divina.
El antes buen (así de escéptico se debe permanecer frente a ta-
les geometrizaciones) eje "horizontal" de la relación sujeto/objeto
implicaba un eje epistemológico y se encontraba a la vez con él. Este
eje vertical era la premisa para que el mundo fuera pensado como
una "mera superficie material", bajo la cual se ocultaba una "pro-
fundidad espiritual". Desde los siglos XIV y XV, la exploración de
esta profundidad espiritual alimentó la ambición de todas las prác-
ticas intelectuales, y eso se subrayaba con tanto énfasis que se creía
poder olvidar aquella "mera superficie", allí cuando apareciera des-
cubierta la "en verdad única profundidad significativa". En otros
términos: el mundo es, por ende, experimentado como libro (o co-
De la legibilidad del mundo a su emergencia
39

mo representación) por los hombres de la modernidad, ya que lo ven


como una estructura de significantes que conduce a la dimensión del
significado. Para el hombre medieval —y a ello alude el concepto de
"realismo simbólico" acuñado por la historia del arte—, estaban
inseparablemente unidas las materialidades de las cosas constitu-
yentes de la revelación y el significado de ellas dado por Dios.
Uno de los momentos cruciales de la transición histórica, que
trato de describir con una brevedad irresponsable (naturalmente,
para un científico), lo constituyen los debates teológicos de la Re-
forma, más exactamente los debates sobre la comprensión del sa-
cramento de la eucaristía. E n sentido medieval, la relación entre el
pan y el vino, por un lado, y entre la sangre y el cuerpo de Cristo,
por otro, no era por cierto un problema de representación. Antes
bien se trataba de que, con el acto de la transformación —el acto de
"transubstanciación"—, el cuerpo y la sangre de Cristo (como sus-
tancias) se tornaran "realmente presentes", y de que el pan y el vino
(como formas) hicieran perceptible la presencia del cuerpo y de la
sangre de Cristo. A partir de la perspectiva antropológica moder-
na podría añadirse que las formas pan y vino ofrecían los indispen-
sables puntos de referencia materiales para el (¡por supuesto que sí!)
mágico acto de la transubstanciación. Pero la así extraída presen-
cia real mágica significaba también que la celebración de la misa no
era tanto un dispositivo para el recuerdo de Cristo y de la última
cena, como un ritual de producción de la sempiterna presencia. Una
explicación del acontecimiento de la eucaristía, fundada entonces
en la pareja de conceptos aristotélicos "forma /sustancia", fue trans-
formada por los primeros modernos, y ello con no pocas dificulta-
des, en una remisión a signos, una representación o un recuerdo.
Decisivos fueron para ello algunos episodios, como la traducción
de Lutero del latín hoc est enim corpus meum ("porque éste es mi
HANS U L R I C H G U M B R E C H T
4 0

cuerpo") en "porque esto significa mi cuerpo" o el llamado de aten-


ción de Calvino sobre el carácter conmemorativo de la celebración
de la Ultima Cena —y, por tanto, sobre una diferencia histórica—.
El pan y el vino comenzaron a ser pensados como signos para el
cuerpo y la sangre de Cristo, con una obvia consecuencia: un Dios
al cual, en ausencia, deben remitirse signos, no es ya más un Dios a
quien uno pueda incorporar y en cuya presencia real se pueda creer.

II

Por cierto, la transición de la edad media a la modernidad tempra-


na fue uno de aquellos "umbrales de época" (como sólo se dice en
Alemania) a los cuales pertenecía una fuerte conciencia programá-
tica —algo así como una ambición de superación del pasado—. Sin
embargo, tomó una centuria producir aquella conceptualidad di-
ferenciada, en la cual se articula hasta hoy nuestra comprensión de
la subjetividad y del campo hermenéutico abierto por ella. En este
contexto es obligado referirse a los elementos fundamentales de la
emergente filosofía de Rene Descartes, considerados hoy, por lo
general, como pertenecientes al saber propio de la formación inte-
lectual. La distinción establecida por Descartes entre la res cogitans
("aquello que piensa") y la res extensa ("aquello que ocupa el espa-
cio") expresa en sentido exacto la diferencia entre el sujeto (puro
espíritu) y el mundo yacente frente a él (la cosa). El mundo del su-
jeto y/o del espíritu, o, en otros términos, el mundo situado al otro
lado de la res extensa, es una esfera en la cual la dimensión del espa-
cio cumple un papel subordinado, si es que, en general, tiene algún
papel. Su ontología —la garantía de su ser— reposa en un pensamien-
to que excluye toda materia, como lo demuestra la conocida expre-
De la legibilidad del mundo a su emergencia
41

sión de Descartes cogito ergo sum ("pienso, luego existo"). Luego,


en las postrimerías del sigloXVII, empezó a manifestarse otra impli-
cación subsiguiente del campo hermenéutico, afín a la formulada
por los teólogos protestantes sobre la conmemoración de la Ultima
Cena: la que se produjo en lo que sería estimado como un famoso
debate en la Academia Francesa.
M e refiero a la premisa general de la "historicidad", con la cual
la dimensión del tiempo se hizo dominante, frente a la del espacio,
como institución de la mentalidad moderna. Este debate —la que-
rella entre los antiguos y los modernos— entrañó dos resultados di-
ferentes, los cuales problematizaron la superioridad de la cultura de
los clásicos antiguos, hasta entonces tenida por ley o supuesto in-
disputable. Por primera vez la historia se podía pensar o bien como
progreso (infinito o relativo a un fin finito), en el cual el hombre se
reserva un papel activo y efectivo, o bien como movimiento estable
de cambio —cuando no también continuo y dirigido—. E n ambas mo-
dalidades del pensamiento histórico hay algo incomprensible, a sa-
ber, la resistencia que presentan los fenómenos a su transformación
en el tiempo. Ambas modalidades convergen, sin embargo, en una
premisa positiva: la distancia que interpone el tiempo entre el pa-
sado y cada actualidad. Por primera vez esta distancia cerraba para
la modernidad el eterno retorno del pasado.

III

Los intelectuales —y sobre todo los pertenecientes a las ciencias del


espíritu (que son los que reclaman tal nombre)— no cuentan con
agrado historias, sin que éstas lleguen pronto al momento de la cri-
sis, así que mi relato se encamina volando a una crisis central, una
HANS U L R I C H G U M B R E C H T

42

vez eme ya he remitido a la consolidación del campo hermenéutico


en el sigloXVII. En la última centuria no hay versión digna de men-
ción en la historia espiritual europea (o en la "historia intelectual",
como se dice en el mundo angloamericano) que no haya tematizado
aquella "crisis" que, por lo común, se cifra cerca de 1800, a la cual
quiero referirme ahora. Michel Foucault fue quien analizó aquella
crisis como "crisis de la representación", en un libro, en verdad ge-
nial, aparecido en 1966, Las palabras y las cosas. Lo hizo de una ma-
nera que se aviene sin problemas a mi propia formulación del asunto
o a mi propia historia del tema. Mientras que en ello sigo a Foucault,
no en la pregunta por los fundamentos de tal crisis (pues se podría
mencionar todo o nada como fundamento de tal cambio decisivo),
quisiera variar su descripción de la crisis como "crisis de la repre-
sentación", utilizando un concepto central de Niklas Luhmann,
para referirme a la "emergencia del observador de segundo grado".
A diferencia del observador del mundo en la temprana moderni-
dad (piénsese en Galileo), lo que llegará a ser instituido en el siglo
XIX como "observador de segundo grado" implica a alguien que
está condenado (y por ello no es un privilegio) a observarse cuan-
do observa. Tal aparición entraña dos inevitables consecuencias.
Primero, no se le puede escapar a dicho observador que, al mismo
tiempo que se observa a sí mismo, todo aquel saber que ha sido
producido depende de la posición del observador, lo cual significa
que para cada fenómeno hay una infinita serie potencial de elemen-
tos de conocimiento "correspondientes" (o "representaciones"),
hasta el punto en el cual, frente a las siempre infinitas posibilida-
des de representación, se disuelve la identidad de referencia de los
fenómenos. En segundo término, le será imposible al observador
que al mismo tiempo se observa a sí mismo prescindir de su pro-
pio cuerpo y de la complicidad de sus cuerpos ("los sentidos") en
De la legibilidad del mundo a su emergencia
43

la producción de conocimiento, como lo era de modo "natural" para


el observador en la temprana modernidad. Esto esclarece por qué
desde principios del siglo XIX en la cultura occidental se produce
un desdoblamiento, incluso inconmensurable, entre la percepción
(apropiación del mundo por los sentidos) y la experiencia (apropia-
ción por medio de los conceptos). Creo ahora que para la primera
serie de problemas del observador de segundo grado -el proble-
ma de la infinitud de posibles representaciones para los fenómenos
considerados como idénticos— se halló una solución estable ya en la
primera mitad del siglo XIX. Ella reposa, según mi tesis, en un cam-
bio de la representación de los fenómenos, anteriormente hecha con
elementos de conocimiento estables (correspondencia biunívoca de
uno a uno, para expresarlo en esos términos) hacia una nueva repre-
sentación por medio de historias. Los futuros científicos naturales
contarán en el siglo decimonónico la evolución darwinista (y proto-
darwinista), mientras que los futuros científicos de las ciencias del
espíritu contarán historias hegelianas (y protohegelianas). E n am-
bos casos la forma de la narración permite "disponer" una multipli-
cidad de representaciones y "arreglarla" como historia.
Pero, en lo que respecta a la interferencia entre percepción y ex-
periencia, creo que hasta hoy, por lo menos en las ciencias del espí-
ritu, no se ha hallado ninguna solución aceptable. No tanto porque
los filósofos, historiadores, fisiólogos o químicos del siglo XIX no
hubieran intentado hallar una respuesta a estas exigencias. H u b o
muchas, al cabo fallidas, como para que ante la presencia de todas
ellas pueda negarse una respetable historia epistemológica decimo-
nónica. Pero justo porque aquí cabría expresar muchas cosas inte-
resantes, saltaré del comienzo a los finales de aquel siglo, esto es, al
tiempo en el cual ocurrió la separación de las ciencias naturales y
las ciencias del espíritu, consagrada en la institución académica.
HANS U L R I C H G U M B R E C H T
44

IV

Es un signo dramático de la presión del problema, escenificado en


la última década decimonónica, el hecho de que entonces no sólo se
produjera el divorcio de las ciencias naturales y las ciencias del espí-
ritu, sino que, al mismo tiempo, emergiera una serie de propuestas
muy apreciables (aún hoy, a un siglo) para la mediación entre la expe-
riencia y la percepción (el germanista Friedrich Kittler ha hablado
en tal contexto de un movimiento de "psico-física"). Sin embargo,
aquellas propuestas fueron estimadas convencionales por un largo
lapso y, casi sin excepción, reputadas como epistemológicamente ile-
gítimas en el medio académico -donde pronto se estableció la sepa-
ración del grupo de disciplinas—. A ellas pertenecía la fenomenología
del filósofo francés Henri Bergson, quien en su libro Materia y pensa-
miento buscaba ofrecer una nueva respuesta al viejo interrogante de
cómo las funciones cerebrales dan lugar a contenidos de conciencia.
Casi al mismo tiempo, el filósofo norteamericano George Herbert
Mead propuso una hipótesis sobre la emergencia de la imaginación
humana remitiéndola al origen de la familia como consecuencia de
la percepción de determinadas señales del medio ambiente ("imagi-
naciones") interpretadas como amenaza o agresión, las cuales, a su
turno, según Mead, desataban directas inervaciones y movimien-
tos musculares (de huida o ataque). No en último término, el joven
Freud, el anterior a.La interpretación de los sueños (1900), había pro-
pendido de modo intenso a mediaciones entre el soma (percepción)
y la psique (experiencia). Empero, más decisivo y pleno de conse-
cuencias institucionales (aunque a mi manera de ver, la cual no
puede servir de norma, fuera menos significativo intelectualmen-
te) resultó el movimiento del filósofo berlinés Wilhelm Dilthey en
torno de la nueva fundamentación de las ciencias del espíritu, mo-
De la legibilidad del mundo a su emergencia
45

vimiento unilateral y a todo lo ancho y largo proclamado como un


programa. La secesión, zanjada por Wilhelm Dilthey, fue promul-
gada con la doble propuesta de fundar la unidad de las ciencias del
espíritu en la centralidad de los actos de interpretación y en sus
excluyentes referencias a la esfera de la experiencia y de la expre-
sión. En este punto de mi relato cabe añadir que, en la perspectiva
de largo plazo, dicha fundamentación significaba salvar al campo
hermenéutico, pues, justo en tal momento, y debido a las nuevas
relaciones entre percepción y experiencia, tal campo estaba llama-
do al colapso fuera del mundo académico.
¿Qué ganaron exactamente las ciencias del espíritu con esta
unilateral declaración de independencia? Por lo pronto, una libe-
ración de la competencia con las ciencias naturales, cuya autocon-
ciencia triunfal quizás nunca fuera más insoportable que entonces,
hacia 1900. Naturalmente, también, la solución aparente del proble-
ma de la mediación entre percepción y experiencia, que es a la larga
un problema frustrante, porque es en apariencia insoluble. Perdie-
ron, por su parte, las ciencias del espíritu —y esto es obvio—, todas
aquellas oportunidades intelectuales, hasta entonces abiertas por la
competencia y por la provocación provenientes de las ciencias na-
turales (piénsese sólo en lo fructífero de esa tensión en literatos co-
mo Goethe o Zola). Y lo que más pesó, a la postre, fue la pérdida
de una central compatibilidad entre el pensamiento de las ciencias
del espíritu y el mundo no académico, en el cual pronto serían cons-
truidas "soluciones prácticas" (es decir, no reflexionadas epistemo-
lógicamente) para el problema epistemológico de la relación entre
percepción y experiencia.
L o que desde 1895 se presentó como una mediación simultánea
entre percepción y experiencia, el "cine", constituye un ejemplo, en-
tre muchos, que ha demostrado ser una exitosa vía para tal media-
HANS U L R I C H G U M B R E C H T
46

ción práctica. A lo que habría que añadir —de modo autocrítico en


la perspectiva de las ciencias del espíritu- que ha resultado de muy
escaso valor cierto discurso de su arrogancia epistemológica (sólo
creíble desde adentro) contra las ciencias naturales ("los científicos
naturales no son interesantes filosóficamente y son ingenuos en la
teoría del conocimiento"). Pues fueron las ciencias naturales las que,
por su parte, desarrollaron con la teoría de la relatividad una serie
de supuestos por medio de los cuales es posible comprender cierta
mediación existente entre la producción de saber de un observador
(experiencia) y la ubicación de un cuerpo (posiciones de la percep-
ción). Todas éstas fueron oportunidades que con éxito pusieron
entre paréntesis (cuando no las reprimieron) los intérpretes de las
ciencias del espíritu y el sujeto resultante de la hermenéutica aca-
démica.

Si ha habido una época en los primeros años del siglo XX hacia la


cual experimentamos hoy una particular afinidad epistemológica (y
en sentido amplio, cultural), ésta es —y la afirmación no es arries-
gada— la de los años veinte. Más complicado es hallar una explica-
ción a este sentimiento. Para mí, tal afinidad radica en un paralelo
latente entre dos situaciones complejas. De un lado (la orilla de los
años veinte), hubo una simultaneidad entre el dualismo epistemo-
lógico y las corrientes hasta entonces no subyugadas a él. Del otro lado
(nuestra propia orilla), hay una simultaneidad entre el dualismo
epistemológico y las corrientes que ya no obedecen a su dictado. A las
tendencias no acomodadas todavía en los años veinte al territorio
del dualismo (y, con ello, al campo de las estrategias de la superación
De la legibilidad del mundo a su emergencia
47

epistemológica de la crisis) pertenece todo aquello que los historia-


dores culturales angloamericanos llaman "alto modernismo" (el ro-
mancista Peter Bürger ha hablado de "vanguardias históricas").
Todos aquellos pasos, entonces vividos como "radicales", hacia la
pérdida del objeto, la no aceptación del sentido, el automatismo de
la escritura, la atonalidad, podemos comprenderlos nosotros como
reacciones de frustración al problema en apariencia insoluole de la
representación y la mediación entre la percepción y la experiencia.
Para decirlo al modo del "voto de minorías" propio de la academia,
quiero añadir que mientras tanto, y no sin admiración, revivimos
estos gestos crecientes de frustración como callejones sin salida de
la producción artística (por lo cual las vanguardias de los años veinte
han llegado a ser para nosotros "históricas").
Adaptado epistemológicamente al principio, y luego revolucio-
nario, el desarrollo de la fenomenología apareció bajo el influjo de
Edmund Husserl, durante los años veinte, junto a las vanguardias
históricas. La fenomenología se concentró con creciente exclusivi-
dad en las consecuencias de aquella premisa según la cual todo ob-
jeto de referencia potencial del espíritu humano situado fuera de él
vale para éste como inaccesible ("transcendental"), de lo cual se de-
rivaba un corolario: la filosofía debía concentrarse en la descripción
y el análisis de las formas ("construcciones") de los estados inter-
nos de conciencia de la realidad. Aquí está contenida la prehistoria
del sobremanera popular (ante todo en Alemania) "constructivis-
mo" (más o menos "radical"), el cual ha revestido con el manto de
un fuerte tabú la pregunta, e incluso el deseo, por referencias más
duras a la realidad. El constructivismo convergía aquí con la her-
menéutica —y funge con ella como un alternativo "órgano de las
ciencias del espíritu"— en la concentración excluyente en los pro-
ductos del espíritu humano.
HANS U L R I C H G U M B R E C H T
48

Martin Heidegger ha experimentado, con todo, el más espec-


tacular renacimiento entre los filósofos de su generación en los últi-
mos años, y yo sospecho que esta revaluación debe no poco al hecho
de que dicha filosofía haya sido capaz de traspasar resistencias fun-
dadas, derivadas ellas de su real y probado enredo con el nazismo.
Heidegger se alejó intelectualmente de su maestro Husserl, justo
allí donde se aproxima su afinidad hacia nuestra orilla epistemoló-
gica. Empiezo por señalar la voluntad de Heidegger, es más, in-
cluso su proyecto filosófico, de no concentrarse de modo exclusivo
en la descripción y análisis de los procesos internos de los estados
de conciencia. Pero, al mismo tiempo, debe ser subrayado el hecho
de que Heidegger prosiguió este proyecto, el proyecto de una (su)
ontología, con permanente conciencia alerta sobre la imposibilidad
epistemológica de fundar una ontología, a tenor de nuestro contex-
to. Pero, precisamente en el sentido de esta paradoja, Heidegger
aparece como el gran autor de referencia de la hermenéutica filo-
sófica y de las ciencias del espíritu, en general, pero también, al
mismo tiempo, como el pensador que, acaso más influyente que
ningún otro, ha apuntado hacia afuera de ese doble ámbito de la
hermenéutica y de las ciencias del espíritu. KnSery tiempo, la obra
fundamental de Heidegger, aparecida en 1927, donde por prime-
ra vez se asegura la compleja singularidad de su filosofía, hay, por
ende, de una parte, claros paralelismos con el campo hermenéuti-
co, con la filosofía hermenéutica y con la posición de Dilthey. La
distinción que Heidegger establece entre el (mero) "ente" y el (más
esencial y propio) "Ser" 3 recuerda en algo, y no por azar, la doble

Según la traducción canónica de José Gaos, aunque los traductores pre-


ferirían emplear un rodeo con el gerundio, "lo que es siendo", expresión que, si
De la legibilidad del mundo a su emergencia
49

referencia de la (mera) "superficie" del mundo y su verdad que yace


en "lo profundo". Hacia arriba y hacia afuera Heidegger privilegia
el explicar e interpretar como uno de los actos constitutivos de la
existencia (Dasein) humana (como un "existencial"). Pero muchos
de estos motivos propios de las ciencias de la cultura y de la herme-
néutica muestran ser de otra manera en el particular extrañamiento
de Heidegger. Interpretar es un existencial —sin embargo, no se ve
cómo los individuos pudieran ser siempre los sujetos hacedores de
la interpretación, puesto que el mundo, según Heidegger, siempre
se experimenta como ya interpretado (como "a la mano"). Sin duda,
se presenta el mundo como doblemente vivo (como el mundo del
campo hermenéutico), pero no es tarea del hombre como sujeto de
conocimiento abrir el "Ser" a la "Verdad". Todo cuanto le compete
es esperar con serenidad la propia desocultación del "Ser". El "Ser"
bien puede reaparecer en Heidegger como un tema de la profun-
didad, pero ya no es más una mera dimensión espiritual para pen-
sar, como lo era la verdad en el campo hermenéutico. El "ser-ahí"
{Dasein es la palabra clave de Heidegger para la existencia huma-
na, en tanto que el término "sujeto" nunca es tematizado en Ser y
tiempo), el Dasein, por último, no está principalmente ante el mun-
do como un ser excéntrico enfrentado a él, tal como ocurría con el
"sujeto" de la modernidad, sino que está definido siempre como
siendo-en-el-mundo, con lo cual la dimensión del espacio retorna
en prominente lugar a la filosofía occidental (Heidegger criticó en
este contexto de modo explícito a Descartes).

bien resulta más larga y menos elegante, puede ser más precisa que la acepción
"ente", la cual entraña fuertes connotaciones escolásticas que, pese a lo que indi-
ca enseguida Hans Gumbrecht, sólo evocarían en sentido equívoco la analogía
medieval. [Nota de los traductores].
HANS U L R I C H G U M B R E C H T

Aquí interrumpo abruptamente, en cierto modo, por primera


vez el flujo de mi historia (si es que debe haber una historia), pues
siempre que oigo la casi trivial locución académico-filosófica según
la cual "hasta hoy Heidegger no ha sido nunca comprendido en
realidad", entiendo yo más bien por ello que el problema central y
los retos de Heidegger en los años veinte todavía hoy, y casi sin
mediación, siguen siendo los nuestros. Si queremos en verdad de-
jar en el pasado los radicalismos hermenéuticos y constructivistas
(y de otra manera no sería posible pensar un acercamiento recípro-
co con las ciencias naturales), entonces desearemos vivamente la
ontología, como Heidegger, de modo casi inevitable, a sabiendas
de que, como sucedía también en Heidegger, poseamos la certi-
dumbre sobre su imposibilidad epistemológica.

VI

El hecho de que tendamos a sentirnos culpables a causa de este


deseo por la ontología (no hay peor reproche en las ciencias del es-
píritu que el de "sustancialismo") aclara por qué nosotros, perte-
necientes a las ciencias del espíritu, siempre que experimentamos
el deseo por la ontología (ante todo por la posible convergencia con
las ciencias naturales), nos inclinamos a retrotraernos a posiciones
hermenéuticas ortodoxas, con lo cual evitamos la posibilidad de una
convergencia epistemológica. A tal modelo se acomoda con exacti-
tud la anécdota introductoria que narré sobre Niklas Luhmann,
Humberto Maturana y Francisco Várela. Luhmann había perfec-
cionado poco a poco hipótesis de los dos biólogos chilenos (y del
matemático británico George Spencer Brown), hasta tal punto que
había llegado a acuñar un concepto de "forma", el cual, frente a la
De la legibilidad del mundo a su emergencia
51

tradición aristotélica, se había librado del modo más perfecto del


inaceptable concepto de sustancia, inaceptable en la perspectiva
constructivista. "Forma" es, pues, así, nada menos que la simulta-
neidad de la referencia a sí mismo y de la referencia a lo otro. Luh-
mann ha empleado este concepto de "forma" de modo exuberante
en los últimos años, a tiempo que ha buscado fundamentarlo de
muy diferentes maneras. Allí resulta notable que uno de los argu-
mentos de Luhmann en favor del constructivismo haya sido la mala
fama de la ontología y del realismo epistemológico, aunque él mis-
mo no pocas veces apele a posiciones realistas -sobre todo en la in-
troducción a los Sistemas sociales, su libro más conocido, en que se
refiere a conceptos, entre otros términos semejantes, como "sondas
para la exploración de la realidad"—. Para Luhmann, una segunda
ventaja del concepto constructivista de "forma" —una vez separa-
do del concepto de sustancia— residía en su alta flexibilidad, la cual
ha llegado a ser en sus manos un instrumento particularmente apro-
piado para la descripción de las sociedades altamente complejas de
nuestra actualidad. Y, en fin, el hecho de que, según la versión de
Luhmann, Jacques Derrida hubiera probado la insostenibilidad del
concepto de "presencia" en nuestra situación epistemológica deter-
minaría que, para Luhmann, no fuera ya en adelante viable el con-
cepto de forma, en tanto vaya unido al concepto de sustancia, puesto
que el concepto de presencia presupone el de sustancia.
No necesitamos discutir con más detalle el típico argumento de
Luhmann a favor del constructivismo, enfilado contra la mala fama
de la ontología. La "buena" o la "mala fama" no han podido reem-
plazar nunca a los argumentos sistemáticos. Por lo demás, en otros
contextos —bastante alejados de las ciencias naturales— Luhmann
usa con toda calma un aparato conceptual que deja ver mucha pro-
ximidad con la tradición aristotélica. Por ejemplo, define la relación
HANS U L R I C H GUMBRECHT
52

de "médium" y "forma" como relación entre sistemas cuyos elemen-


tos están laxamente acoplados ("médium") y otros cuyos elemen-
tos están estrechamente acoplados ("forma"), de modo que pueda
ocurrir una "impregnación" de formas en medios, lo cual hace que
ei concepto de medio llegue a ser sinónimo del concepto aristotéli-
co de sustancia. El segundo argumento de Luhmann en favor del
constructivismo, a saber, el supuesto de una adecuación específica
de la complejidad de la sociedad moderna a un concepto de forma
desubstancializado, no es ya aceptable, justo porque presupone la
posibilidad de referencia al mundo como algo dado, de cuya pér-
dida, empero, proceden tanto el constructivismo como también el
anhelo ontológico experimentado por el ser contemporáneo.
Más complicada de discernir será naturalmente la discrepan-
cia con la alusión de Luhmann al concepto de presencia en Jacques
Derrida (ante todo en su libro temprano La voix et le phénoméne).
Aquí se puede probar, creo, que la polémica de Derrida no se diri-
ge contra la asociación del concepto de presencia al concepto de
sustancia, de raigambre aristotélica, sino sólo contra el concepto de
plena presencia de sí, trabajado en el idealismo y en especial el de
corte alemán (y, aun en él, el específico de Husserl). El presupues-
to de la posibilidad de una plena presencia de sí, según Derrida,
debió ser sugerido por la generalización del modelo de la comuni-
cación oral a la condición de un modelo único de toda interacción
humana. A este modelo le es inherente la posibilidad de oírse a sí
mismo (estructura de la autorreflexividad) y debió trasponerse la
aparente inmaterialidad de la voz (carácter espiritual de la autorre-
flexión) en moneda corriente y como dada desde siempre y, por otra
parte, debió pasarse por alto el decrecer de tal presencia de sí (con
la expiración de la voz) y su inevitable carácter fragmentario (se oye
en cada momento sólo una mínima parte de las expresiones). Si, por
De la legibilidad del mundo a su emergencia
53

el contrario, nos concentramos en las más descuidadas exteriori-


dades de los signos en el "logocentrismo", como dice Derrida, o en
la materialidad de la voz, entonces se destaca la imposibilidad de
asumir la plena presencia de sí como experiencia. E n otras palabras:
la crítica de Derrida al concepto de presencia (de sí) no es, tal como
presupone Luhmann, una crítica del concepto de presencia en cuan-
to asociado al de sustancia. Ella alude más bien a una nueva consi-
deración de ciertos aspectos de los textos que entrañan una dudosa
ontología, como la exterioridad, la materialidad o la sustancia.
Por lo demás, este motivo de la "exterioridad" en la obra del
joven Derrida ha desaparecido ya hace mucho tiempo de su vista y
yo supongo que esta pérdida se debe sobre todo al hecho de que su
filosofía se ha volcado del todo a la esfera de la ciencia e interpreta-
ción literarias (por tanto, con los efectos hermeneutizantes de las
ciencias del espíritu). Pero, aun si se diera el caso de que Derrida
hubiera dedicado toda su vida a las dimensiones de la "exterio-
ridad", no se seguiría de allí el por qué se debiera contraponer una
autoridad a otra. L o que en verdad me interesa de este tema es rei-
terar la observación de que en determinados contextos construc-
tivistas o hermenéuticos irrumpen de súbito temas de exterioridad,
presencia o sustancia. Son temas con los cuales vuelve el espectro
de la percepción, y con él el problema no resuelto de la percepción
y la experiencia, con lo cual se abriría una oportunidad para repen-
sar las relaciones entre ciencias naturales y ciencias del espíritu.

VII

La ya sugerida meta de las discusiones epistemológicas actuales po-


dría ser, pienso, una tercera posición, la cual no fuera ni construc-
HANS U L R I C H G U M B R E C H T
54

tivista, ni ontológica, sin figurarse tampoco como "conciliación"


entre constructivismo y ontología. A este respecto cabe aludir a un
interesante experimento mental que ha propuesto el germanista
norteamericano David Wellbery a propósito de la temprana obra
de Derrida. Wellbery se pregunta qué experimentamos ante una
página escrita o impresa, cuando no nos es dado descifrar los sig-
nos dispersos sobre ella, sino limitarnos a la contemplación de su
exterioridad. El resultado que deduce Wellbery es la acuñación de
un concepto de presencia muy específico. Al experimentar la exte-
rioridad de la página, Wellbery pone primero el acento en el as-
pecto de la singularidad (mientras que las páginas que leemos nos
parecen ser siempre "las mismas", en tanto no las altere el signifi-
cado manifiesto o encerrado). E n segundo lugar, Wellbery repara
en la contingencia (desde la perspectiva de la exterioridad, la dis-
tribución de los graferaas escritos o impresos de la página aparece
como arbitraria o impredecible). E n tercer lugar, descubre la ac-
cidentalidad (con lo cual Wellbery pone de presente un determi-
nado componente de la "acontecibilidad" en la percepción de la
página o, en otras palabras, descubre la imposibilidad de anticipar
aquella específica singularidad en la exterioridad de la página y, por
tanto, afirma la posibilidad de ser sorprendido, interpelado o per-
turbado por la percepción).
Lo que más me interesa de las reflexiones de Wellbery es el nexo
entre los conceptos de "forma" y "sustancia" con las dimensiones
de aquello que es propio del acontecimiento. Confirmo esta cons-
telación —si bien aquí más fuertemente diferenciada— en la obra del
filósofo francés Jean-Luc Nancy, uno de los representantes de la
"segunda generación" del estilo de pensamiento deconstructivista
iniciado por Derrida. Nancy, quien de nuevo trae a discusión los
aspectos más soterrados en la temprana obra de Derrida, subraya
De la legibilidad del mundo a su emergencia
55

a propósito que nuestra situación cultural y epistemológica contem-


poránea podría tipificarse por un anhelo de presencia. Empero,
siendo imposible su satisfacción (sea ello más o menos sabido), y
en contra de los teólogos medievales que creían en la "presencia
real" de Dios, este anhelo de presencia sólo se puede experimentar
siempre como "nacimiento de la presencia" o "alejamiento de la
presencia" o, en otros términos, como oscilación entre estos dos
polos y direcciones de la vivencia, como asintótica aproximación o
como momentáneo centelleo de la presencia. Como dice Nancy, las
diferentes modalidades del "nacimiento de la presencia" pueden des-
doblarse en el concepto de un compromiso, aunque naturalmente
no sean resultado de un compromiso. Forma-con-sustancia-como-
acontecimiento tiene presencia, toma en cuenta el espacio, es fun-
dacional y corresponde al deseo por la ontología. Pero forma-con-
sustancia-como-presencia dura al mismo tiempo tan poco que por
ello apenas puede experimentarse como mera aproximación a la
presencia, y ello significa sólo un grado de realidad tal que hasta los
constructivistas verosímilmente apenas puedan aceptarlo. Con pro-
babilidad cercana a la certeza se puede decir que en todas las cul-
turas ha habido dispositivos para la producción de presencia y lo
que ellos producen —sea música o cualquier otro arte de ejecución-
no se deja en ningún modo traducir en su sentido pleno y, por prin-
cipio, rehusa la interpretación.
Empero, me parece plausible pensar que en las sociedades ca-
racterizadas por una industria abierta de entretenimiento (y uso el
término sin juicios de valor), los rituales de producción, de naci-
miento y de extinción de presencia ocupan un espacio particular-
mente más amplio comparado con las culturas del pasado. L o que
experimentan los espectadores en el deporte es la epifanía de formas
corporales en movimiento, las cuales, como formas-en-movimien-
HANS U L R I C H G U M B R E C H T
56

to, no tienen una presencia estable. Se podría especular señalando


que la creciente afición por el género de cine de acción correspon-
de al mismo paradigma, pues tales películas experimentan con lo que
podría formularse como un apilamiento de situaciones accidenta-
les. La trama no es más que una estructura muy rudimentaria, cuyo
sentido sólo se explica por el amontonamiento de formas y tonos
siempre renovados de acontecimientos. Ninguna improbabilidad
aparatosa de la trama debilitaría el efecto de estas formas y tonos
de los acontecimientos, de lo cual se deduce que éstos ya no repre-
sentan una realidad, cualquiera que sea, sino que se encargan de
producir su propia aparición y su propia actualidad.
"Emergencia", una palabra que de modo reciente ha hecho
carrera ascendente pero discreta en los discursos científicos, puede
ser un término genérico pasable para lo que hasta ahora he denomi-
nado "producción de presencia" y "forma como acontecimiento".
"Emergencia" es diferente de "desarrollo" porque cuanto atañe a
ella no corresponde a una alteración de un fenómeno, sino a su sur-
gimiento, a su aparición, a su epifanía. El concepto de "emergen-
cia" apunta a preguntas respecto a la procedencia y la meta de tal
surgimiento. La "emergencia" no es efecto de un sujeto actor. L o
que siempre emerge es sustancia, será por ello presente y, al mismo
tiempo, tiene en cada instante una forma (aunque se halle en de-
terminado cambio). Lo que emerge es de modo inevitable algo que,
como se dice en medicina, es un proceso que demanda espacio.
Por desgracia, sé muy poco del pasado y del presente de la in-
vestigación en ciencias naturales como para afirmar que el paradig-
ma de la emergencia cumple hoy un extraordinario y prominente
papel. Aun así, estoy en condiciones de afirmar que uno de los ins-
trumentos de investigación de las ciencias naturales más grande en
el mundo (grande en estricto sentido cuantitativo), el acelerador de
De la legibilidad del mundo a su emergencia
57

partículas del campus de la Universidad de Stanford, es emplea-


do, en un contexto muy distinto, para la producción y la reconstruc-
ción de emergencias. Meta central de los físicos que trabajan allí es
la permanente producción de nuevos elementos (con más altos ín-
dices de cifras en el sistema periódico), y resulta que estos elemen-
tos, si llegan a crearse, son tan efímeros que, de hecho, se los podría
usar como metáfora del concepto de Nancy relativo al nacimiento
y a la extinción de presencia. Las subsiguientes investigaciones de
partículas elementales se podrían subsumir bajo la meta suprema
de producir un saber y un discurso que podrían constituir el equi-
valente en nuestra cultura de lo que significó para la tradición occi-
dental el libro del Génesis en el Antiguo Testamento.
Ello promete ser un discurso de la emergencia del ser, no de su
verdad, un discurso sobre la emergencia del ser como presencia, un
discurso sobre la emergencia del ser como una presencia que en
ningún momento fue o está llamada a ser "plena presencia". Por-
que de un tiempo a ahora se ha abandonado abiertamente la hipó-
tesis de un mundo originado en un solo big bang, para reemplazarla
por especulaciones sobre un entramado (o reacción en cadena) de
big bangs. Y, al mismo tiempo, parece imponerse la idea de una ex-
pansión permanente del universo existente, sin inicio y sin fin. Esta
idea permite pensar que en lugar de hacerse presente el mundo por
medio de procesos de emergencia, es él mismo emergencia.

VIII

El ejemplo del trabajo en aceleradores de partículas elementales


puede ofrecer a los científicos de las ciencias del espíritu la, por lo
común, bienvenida oportunidad de entrar en tratos con los intelec-
HANS U L R I C H G U M B R E C H T
58

tuales de las ciencias naturales, o sea, como algunas veces digo, con
los que ayer no más eran considerados como nuestros parientes
pobres. Por ejemplo, con algo de petulancia se podría recordar que
los científicos naturales son de algún modo los equivalentes moder-
nos de la teología. Pero eso lo saben ellos naturalmente desde hace
mucho tiempo —y no pocas veces lo celebran como su principal ta-
rea, incluso con algún penoso entusiasmo—. Como alternativa po-
drían brindarse a los científicos naturales cursos introductorios de
teoría literaria (acaso incluso sobre "fundamentos constructivistas")
para que dediquen sus impulsos emancipatorios a la libre variación
de su discurso. Con todo, también esto sería una meta subordina-
da en el grado de prioridades, pues en la actualidad no es muy se-
guro que los pertenecientes a las ciencias del espíritu sean por lo
general mejores autores que los científicos naturales (la anécdota de
Alan Sokal y la revista Social Text más bien sugeriría lo opuesto).
En lugar de solazarse con una complementariedad narcisista,
quisiera centrarme más bien en un paralelo (a mi ver jamás obser-
vado y menos analizado) entre las ciencias naturales y las ciencias
del espíritu, bien relevante para el mundo contemporáneo. Quisiera
insistir en que el paradigma de la "emergencia" cumple hoy en las
ciencias del espíritu un papel importante creciente y, en verdad, en
el contexto de una reorientación de raíz de la identificación de sen-
tido (interpretación, hermenéutica) merece ser interrogado, porque
tiene que ver con la emergencia del sentido —en contextos trascen-
dentales, tanto como en contextos históricos específicos—. Para po-
der describir esta observación hasta donde pueda, debo tomar
aliento de nuevo, lo cual significa que comenzaré con otra obser-
vación, a saber, la observación de un desarrollo independiente de
distintos investigadores y en diferentes ámbitos de las ciencias del
espíritu. Este "desarrollo independiente" (intento, también por úl-
De la legibilidad del mundo a su emergencia
59

tima vez, utilizar de modo no peyorativo un concepto que por lo ge-


neral se emplea peyorativamente) se deja, pienso, comprender muy
bien cuando se recurre a la independiente propuesta terminológica
del lingüista danés Leo Hjelmslev. Hjelmslev trocó (sin más cam-
bio de sentido) la distinción entre "significado" y "significante", la
cual llegó a ser corriente desde Ferdinand de Saussure, por la de
"contenido" y "expresión" y luego, además, combinó la distinción
"contenido/expresión" —lo que para mi argumentación resulta bas-
tante sugestivo— con el binomio aristotélico de "forma" y "sustan-
cia". Ello arroja cuatro conceptos: contenido/sustancia y contenido/
forma, expresión/sustancia y expresión/forma. Contenido/sustan-
cia son contenidos de conciencia en forma originaria, por decirlo
así, "no elaborada" (los sueños, antes de ser contados, o algo o todo
aquello que llamamos "imaginaciones"). Contenido/forma es todo
aquello estructurado en la conciencia y por medio de la conciencia,
pero que, sin embargo, no se ha plasmado aún en un acto de mani-
festación de contenidos de conciencia materializados (los conteni-
dos de los sueños que "se traducen" para un protocolo de sueños o
las imaginaciones que se han "traspuesto" para la trama de una posi-
ble novela). Expresión/sustancia son todas aquellas cosas que se han
de disponer para que los contenidos de conciencia puedan ser arti-
culados en signos, sin que esas cosas sean ellas mismas significantes
(voz, colores, lapiceros, máquinas de escribir, hardware). Expre-
sión/forma es el repertorio de formas perceptibles en las cuales pue-
den articularse las formas de contenidos (el alfabeto y los diversos
tipos que ofrece un programa de computador, registros de voz, la
compleja jerarquía de diferencias en las formas de la música). Ahora
podemos pasar a cubrir el esquema cuadrangular resultante, y la te-
sis implícita a él, relativa al desarrollo independiente, con una casi
interminable lista de ejemplos. Derrida, con su (no-) concepto de
HANS U L R I C H G U M B R E C H T
60

"difference", y los teóricos contemporáneos de la imaginación se


centran en el análisis de contenido/sustancia. De Man, Foucault y
aquellos que se encuentran en el ámbito del concepto del discurso
se ocupan de contenido/forma. En el ámbito de la expresión/sus-
tancia se destacan Paul Zumthor, quien investiga la voz humana, y
Friedrich Kittler o Flora Süssekind, quienes han trabajado sobre to-
das las clases de máquinas de escribir. En fin, la filología, en el (más)
clásico sentido de la palabra, se ocupa de expresión/forma, y ello
vale también para las nuevas reencarnaciones de esta disciplina, la
New Philology, basada en manuscritos y liderada por medievalistas
norteamericanos, lo mismo que la "critique génétique", igualmen-
te centrada en análisis de manuscritos, privilegiada en Francia.
Empero, lo que más me concierne no es tanto el desarrollo in-
dependiente de los campos de investigación ni la atribución de
nombres de investigadores a ellos. L o que me interesa es el hecho
de que este desarrollo independiente de campos (y su número es
naturalmente casual) hace posible formular tres interrogantes, los
cuales, tomados en conjunto, permiten enriquecer la pregunta por
la emergencia del sentido: ¿cómo es posible que contenidos/formas
surjan ("emerjan") de contenidos/sustancias?, ¿cómo es posible que
se entrelacen contenidos/formas y expresiones/formas en signos (en
los cuales están recíprocamente vinculados)? y, aunque ello ocurra
diariamente y hora tras hora, pienso yo que tratándose por lo me-
nos de contenidos/sustancia o de expresiones/sustancia, ¿no se de-
bería hablar sin pedir consejo a los científicos naturales? Pues todo
lo relativo a contenido/sustancia alude a funciones y capacidades del
cerebro, en tanto que las expresiones/sustancia (en lo principal) re-
miten a tecnologías más o menos complejas.
Pero quizás la nueva concentración relativa a preguntas sobre
la emergencia de sentido se centre aún de modo muy exclusivo en
De la legibilidad del mundo a su emergencia
61

el concepto de sentido. Acaso en el futuro deberíamos poner en pri-


mer plano los análisis de la producción y las coreografías de aque-
llos fenómenos a los cuales me he referido hasta el momento como
"forma como acontecimiento" o "producción de presencia". Pero
en este punto me interrumpo por segunda vez, y de nuevo de modo
abrupto (si es posible interrumpirse a sí mismo de modo abrupto).
Aquellos elementos de la epistemología de nuestro presente que me
interesan en relación con mi principal argumento han sido ya men-
cionados en la breve descripción de los años veinte4. Al mismo tiem-
po, nadie sabe hoy, en verdad, adonde conducirá el siguiente salto
en el desarrollo (¿emergencia?) de las ciencias del espíritu. Salvo lo
que reiteradamente he dicho, no me queda nada más por decir.

4
Se refiere al libro de su autoría In 1926. Livingat the edge oftime (Cam-
bridge: Harvard University Press, 1997). Según mención del autor, el libro ori-
ginalmente se subtitulaba "Un ensayo de simultaneidad histórica". Deliberada-
mente, el autor escogió un año que no fuera, en apariencia, célebre, quizás porque
ello le permitiría concentrarse en los fenómenos menos estudiados a los que alu-
de en esta discusión, fenómenos que, como lo demuestra en esta exposición, pa-
san a ser vertebrales del orden contemporáneo. [Nota de los traductores].
Políticas de la memoria
y técnicas del olvido

Nelly Richard

Jei modelo consensual de la "democracia de los acuerdos" que for-


muló el gobierno chileno de la Transición (1989) señaló el paso de
la política como antagonismo —la dramatización del conflicto regido
por una mecánica de enfrentamientos— a la política como transac-
ción: la fórmula del pacto y su tecnicismo de la negociación. La "de-
mocracia de los acuerdos" hizo del consenso su garantía normativa,
su clave operacional, su ideología desideologizante, su rito institu-
cional, su trofeo discursivo.
¿Qué desbordes buscó limitar el consenso, al pretender forzar
la unanimidad de voces y conductas en torno a la racionalización
formal y tecnificada del acuerdo? Desbordes de nombres (la peli-
grosa revuelta de las palabras que diseminan sus significaciones he-
terodoxas para nombrar lo oculto-reprimido fuera de las redes de
designación oficiales); desbordes de cuerpos y experiencias (los mo-
dos discordantes en que las subjetividades sociales rompen las filas
de la identidad normada por el libreto político o el spot publicitario
con zigzagueantes fugas de imaginarios); desbordes de memorias
(las tumultuosas reinterpretaciones del pasado que mantienen el
recuerdo de la historia abierto a una incesante pugna de lecturas y
sentidos).
Políticas de la memoria y técnicas del olvido
63

Memoria y desafecto

La consigna chilena de recuperación y normalización del orden de-


mocrático buscó conjurar el fantasma de las múltiples roturas y dis-
locaciones de signos producidas durante la dictadura encargándole
a la fórmula del consenso que neutralizara los contrapuntos diferen-
ciadores, los antagonismos de posturas, las demarcaciones polémi-
cas de sentidos contrarios, mediante un pluralismo institucional que
obligó a la diversidad a ser "no-contradicción"': cadena pasiva de di-
ferencias que se yuxtaponen de modo indiferente unas a otras, sin
confrontar sus valores para no desapaciguar el eje de reconciliación
neutral de la suma. Pluralismo y consenso fueron los temas llama-
dos a interpretar una nueva multiplicidad social cuyos flujos de opi-
nión debían —como era lo supuesto— expresar lo diverso, pero cuya
diversidad tenía que ser, a la vez, regulada por necesarios pactos de
entendimiento y negociación que contuvieran sus excesos a fin de
no reeditar los choques de fuerzas ideológicas que habían dividido
el pasado.
El consenso fijó un paradigma de normalidad y legitimidad po-
líticas que demandaba disciplinar antagonismos y confrontaciones
para controlar la pluralidad heterogénea de lo social y proteger el
acuerdo de todo aquello susceptible de desbordar la formalidad de
su acto de constitución2. Por eso, el consenso excluyó del protocolo

1
Esta reflexión sobre los efectos de indiferenciación de las diferencias que
produce el "relativismo valorativo" del pluralismo de mercado recorre distintos
capítulos del libro de Beatriz Sarlo Escenas de la vida postmoderna (Buenos Ai-
res: Ariel, 1994).
2
Véase Carlos Ruiz, "Concepciones de la democracia en la transición chi-
lena" , en Seis ensayos sobre teoría de la democracia (Santiago: Editorial Andrés Be-
llo, 1993).
NELLY RICHARD
64

de su firma la memoria de la disputa entre las razones y las pasio-


nes que lucharon en el curso del proceso de elaboración de su pac-
to discursivo. L o Uno del consenso oficializado por la Transición
se resiste ahora a aceptar no sólo que toda objetividad social "pre-
supone necesariamente la represión de aquello que su instauración
excluye" 3 , sino que, además, las fuerzas negativas de lo sustraído y
de lo excluido deben seguir inquietando los límites de normaliza-
ción de lo político para impedir que el trazado de la identidad ofi-
cial sacrifique la memoria de sus "otros" y borre de su definición
normativa última el rastro plural de las pugnas de validez y de le-
gitimidad que dividen las categorías de identidad, diferencia y al-
teridad.
El consenso oficial de la Transición desechó aquella memoria
privada de los des-acuerdos previos a la formalización del acuerdo
que habría dado cuenta de la vitalidad polémica —controversial— de
sus mecanismos de constitución interna. Pero también, sobre todo,
eliminó de su repertorio de significados convenidos la memoria his-
tórica del antes del consenso político-social: es decir, la memoria de
un pasado juzgado inconveniente por las guerras de interpretación
que sigue desatando entre verdades y posiciones todavía sin ajus-
far, en conflicto.
La memoria es un proceso abierto de reinterpretación del pa-
sado que deshace y rehace sus nudos para que se ensayen de nuevo

Ernesto Laclau, Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo (Bue-


nos Aires: Nueva Visión, 1993), p. 48. Dice Laclau; "Loda objetividad es una
objetividad amenazada. Si a pesar de esto ella logra afirmarse parcialmente co-
mo objetividad, esto sólo puede darse sobre la base de reprimir aquello que la
amenaza. Estudiar las condiciones de existencia de una cierta identidad social es
equivalente, por lo tanto, a estudiar los mecanismos de poder que la hacen posi-
ble" (p. 48).
Políticas de la memoria y técnicas del olvido
65

sucesos y comprensiones. La memoria remece el dato estático del


pasado con nuevas significaciones sin clausurar, que ponen su re-
cuerdo a trabajar, llevando comienzos y finales a reescribir nuevas
hipótesis y conjeturas para desmontar con ellas el cierre explicati-
vo de las totalidades demasiado seguras de sí mismas. Y es la labo-
riosidad de esta memoria insatisfecha que nunca se da por vencida
la que perturba la voluntad de sepultura oficial del recuerdo mira-
do simplemente como depósito fijo de significaciones inactivas.
"El consenso es la etapa superior del olvido" 4 , afirma Tomás
Moulian, aludiendo al mecanismo de "blanqueo" que, en la esce-
na chilena de la Transición, fue despejando las contradicciones en
torno al valor histórico del pasado y también los desacuerdos sobre
las finalidades de un presente en que "la política ya no existe más
como lucha de alternativas, como historicidad", sino como "histo-
ria de las pequeñas variaciones, ajustes, cambios en aspectos que no
comprometen la dinámica global" 5 . Estas pequeñas variaciones,
ajustes y cambios apenas anuncian un futuro prerreconciliado: un
futuro descargado de toda expectativa, aligerado del peso de la in-
certidumbre cuyo mérito radicaba en dejar abierto el campo de de-
cisiones y apuestas que rodea lo aún no determinado y lo mantiene
políticamente tenso y vibrante.
La Transición encargó a los administradores oficiales del con-
senso la tarea de atenuar las marcas de la violencia que permanece
adherida al contorno de las palabras que nombran la conflictuali-
dad del recuerdo, para reducir —eufemísticamente— la gravedad de
sentido contenida en la dramática de los hechos y hacer que ya nada

4
Tomás Moulian, Chile actual: anatomía de un mito (Santiago: Arcis/Lom,
1997), p. 37.
5
Ibid., p. 39.
NELLY RICHARD
66

intolerable, nada insufrible, eche a perder las celebraciones oficia-


les de lo llevadero. La inofensividad de los nombres, su permisi-
vidad banal, se vale hoy de palabras sin emoción ni temblor para
transmitir significados políticos que han sido rutinizados por la mo-
notonía locutoria de los informativos noticiosos. Parece, entonces,
que el consenso político es sólo capaz de "referirse a" la memoria
(de evocarla como tema, de procesarla como información), pero no
de practicarla ni tampoco de expresar sus tormentos. "Practicar" la
memoria implica disponer de los instrumentos conceptuales e in-
terpretativos necesarios para investigar la densidad simbólica de los
relatos; "expresar sus tormentos" supone recurrir a figuras de len-
guaje (símbolos, metáforas, alegorías) lo bastante conmovedoras pa-
ra que entren en relación solidaria con la desatadura emocional del
recuerdo. El consenso —que reprime esta desatadura emocional—
sólo nombra la memoria con palabras exentas de toda convulsión
de sentido para que no vayan a alterar el formulismo minuciosa-
mente calculado del intercambio político-mediático.
El libreto oficial del gobierno de la Concertación ha converti-
do la memoria en una doble cita, respetuosa y casi indolora. Tribu-
nales, comisiones y monumentos a los derechos humanos citan con
regularidad la memoria (hacen mención de ella, la notifican), pero
dejando fuera de sus hablas diligentes toda la materia herida del re-
cuerdo: densidad psíquica, volumen experiencial, huella afectiva,
trasfondos cicatriciales de algo inolvidable que se resiste a plegarse
con tamaña sumisión a la forma meramente cumplidora del trámi-
te judicial o de la placa institucional 6 . Además, la Concertación nos

6
Según S. Villalobos: "En Chile el problema no es tanto la memoria, sino
su performativa construcción en la retórica institucional que la conforma... Frente
a las manidas ofertas reconstructivas, es necesario dejarse asistir abruptamente
Políticas de la memoria y técnicas del olvido
67

cita de modo indistinto a todos, nos convoca y nos reúne en torno


de la memoria citada para invitarnos a compartir el simple valor de
anotación —expurgado de todo recuento personal—, con el cual el
discurso público salda formalmente su deuda con el pasado sin de-
masiado pesar, sin pasar casi nunca por las aversiones, suplicios, hos-
tilidades y resentimientos que desgarran a los sujetos biográficos.
Como muchas de las palabras puestas a circular anodinamente, sin
peso ni gravedad, por las vías comunicativas de la política mediática
de la televisión, la palabra "memoria" ha borrado de su verbaliza-
ción pública el recuerdo intratable, insociable, de la pesadilla que
torturó y suplicio a sus sujetos en el pasado. La memoria desaloja-
da incluso de las palabras que la nombran 7 sufre ahora el vacío de
una falta de contexto que cancela diariamente su pasado de horror,
separando y alejando cada vez más el recuerdo histórico de la red

por eso que sigue pasando, antes que conformarse con las operatorias jurídicas que
tienden a exorcizar a los fantasmas que asedian el presente. Una de esas operacio-
nes es el informe Rettig, verdadero reticulado de la memoria que, como redac-
ción confmatoria, como prolijo artefacto de la justicia de los tiempos, devuelve
el presente a un eje de relativa tranquilidad. A la vez violación de los derechos
humanos, reza el ánimo convencional y masivo; pero no basta con el informe des-
plegado en la espectacularidad de lo público (forma sinuosa de repartir responsa-
bilidades, ahí donde todos seríamos culpables). Desde antes es necesario disponer
de las lenguas encargadas de nombrar 'lo que pasó' ". Sergio Villalobos-Ruminott,
"Crítica de la operación efectiva del derecho", documento (sin publicar) del Semi-
nario de Crítica Cultural de la Universidad Arcis (diciembre de 1997).
' "Estas operatorias indoloras de la palabra" son la zona donde hoy se con-
sumaría precisamente lo catastrófico: "Ya no en el drama, en la empiria funesta
de lo que sucedió políticamente, sino en los escombros de las palabras, que hoy
sólo habitan rituales simbólicos de reivindicación, de arrepentimiento, de demo-
nización o de rutinas de lo ya dicho". Nicolás Casullo, "Una temporada en las
palabras", en revista Confines, N" 3 (Buenos Aires: La Marca, 1996), p. 17.
NELLY RICHARD
68

de emocionalidad que antes lo hacía vibrar colectivamente 8 . Pare-


ce que la palabra "memoria", así recitada por el habla mecanizada
del consenso, somete el recuerdo de las víctimas a una nueva ofen-
sa: la de volver ese recuerdo insignificante al dejar que lo hablen pa-
labras debilitadas por las rutinas oficiales que trabajan en poner los
nombres cuidadosamente a salvo de cualquier investigación biográ-
fica sobre lo convulso y fracturado de su materia vivencial. Pala-
bras reducidas a la lengua insensible de la certificación objetiva -la
del informe político, la del análisis sociológico—, que nos dicen algo,
en el mejor de los casos, de lo que el pasado "fue", pero sin que ese
"haber sido" de la indignidad vea sus convenciones expresivas tras-
tocadas por lo inaguantable de la sustancia vivida que compone el
recuerdo: es decir, sin que el trazado demasiado bien asegurado de
la fórmula consensualista sea remecido por algún trastorno de con-
ducta o sobresalto en la voz que delate los paroxismos de la furia o
de la desesperación.

Roturas biográficas, desarticulaciones narrativas

La experiencia de la postdictadura anuda la memoria individual y


colectiva a las figuras de la ausencia, de la pérdida, de la supresión,

8
El documental La memoria obstinada (1996) del cineasta futrido Guzmán
desata esa red de emocionalidad: el video muestra el trabajo rememorante de una
memoria dialógica (hecha de intercambios y transferencias comunicativas) que
lleva los personajes a vivir —performativamente- los choques de memoria que
producen sus asociaciones vividas con un recuerdo lleno de partículas biográfi-
cas. Para un comentario sobre el video de Guzmán, véase: Nelly Richard, "Con
motivo del 11 de septiembre: notas de lectura sobre La memoria obstinada de Pa-
tricio Guzmán", tnRevistade Crítica Cultural, N° 15 (Santiago: s. d., noviembre
de 1997).
Políticas de la memoria y técnicas del olvido
69

del desaparecimiento. Figuras rodeadas todas ellas por las sombras


de un duelo en suspenso, inacabado, tensional, que deja sujeto y ob-
jeto en estado de pesadumbre y de incertidumbre, vagando sin tre-
guas alrededor de lo inhallable del cuerpo y de la verdad que faltan
y hacen falta.
La ausencia, la pérdida, la supresión, el desaparecimiento, evo-
can el cuerpo de los detenidos-desaparecidos en la dimensión más
brutalmente sacrificial de la violencia, pero connotan también la
muerte simbólica de la fuerza movilizadora de una historicidad so-
cial que ya no es recuperable en su dimensión utópica. Esa fuerza
de historicidad fue vivida por la cultura durante el régimen militar
como lucha de sentidos, como lucha por defender un sentido urgi-
do y urgente. Sin duda, la epopéyica tarea de reinventar lenguajes
y sintaxis para sobrevivir a la catástrofe de la dictadura que sumer-
gió cuerpos y experiencias en la violencia desintegrativa de múlti-
ples choques y estallidos de identidad, el enfrentrarse a los códigos
como si la batalla del sentido fuera asunto de vida o muerte debido
a la peligrosidad del nombrar, sometieron las prácticas culturales y
las biografías sociales a sobreexigencias de rigor y certeza que ter-
minaron agobiándolas. Muchas subjetividades cansadas del disci-
plinamiento heroico de ese maximalismo combatiente que ayer las
gobernaba prefieren hoy complacerse en las pequeñas satisfaccio-
nes neoindividualistas de lo personal y lo cotidiano, de lo subjetivo,
como tácticas parciales de retraimiento y distraimiento que crean la
ilusión de ciertas "autonomías relativas respecto de las estructuras
del sistema" cuando ya no es posible creer razonablemente en su pró-
ximo derribamiento 9 .

9
Por ejemplo, M. Hopenhayn dice: "Desprovistos del Gran Proyecto, lo
cotidiano se convierte en lo que es: la vida de cada día y de todos los días. ¿Sano
NELLY RICHARD
7 0

Además, la transición democrática y sus redes de normalización


del orden desactivaron el carácter de excepcionalidad que revestía la
aventura del sentido cuando se trataba de combatir el horror y el te-
rror desde zonas del pensar en constante estado de emergencia. Ese
valor de lo extremo, antes convocado por la pasión rebelde de de-
fender verdades insustituibles (absolutas), pasó a formar parte del
régimen de plana sustitutividad de los signos, que hoy desenfatiza
voluntades y pasiones de cambio en nombre del relativismo va-
lórico 10 .
Cualquiera que sea el motivo dolido de la renuncia, la condición
postdictatorial se expresa como "pérdida de objeto" en una marca-
da situación de "duelo": bloqueos psíquicos, repliegues libidinales,
paralizaciones afectivas, inhibiciones de la voluntad y del deseo an-
te la sensación de pérdida de algo irreconstituible: cuerpo, verdad,
ideología, representación 1 '. El pensamiento de la postdictadura es,

minimalismo? Tal vez: todos tienen sus pequeños proyectos capaces de colmar y
justificar el día, la semana, el mes o a lo sumo el año... La Misión se disemina en
programas, iniciativas que nacen y mueren, propuestas locales. El minimalismo
se ha convertido en un valor bien visto para la acción de todos los días. Todo gran
proyecto es tildado de pretencioso o irrealista y resurge la valoración del matiz,
el detalle, la coyuntura. Este minimalismo encarna en la lógica del software, que
cada cual crea o intercambia según preferencias, situaciones u objetivos, y don-
de no hay otro horizonte que la operación requerida en el momento". Martin
flopenhayn, Ni apocalípticos ni integrados (Santiago: Fondo de Cultura Econó-
mica, 1994), pp. 22-26.
"' "Es triste y de una mediocridad terrible", declara la Agrupación de Fa-
miliares de Detenidos-Desaparecidos, "renunciar a estos valores absolutos por
otros relativos": Recuento de Actividades Año 1992, Agrupación de Familiares de
Detenidos-Desaparecidos, p. 148.
1
' Para un riguroso y sutil análisis del clima postdictatorial, véase Alberto
Moreiras, "Postdictadura y reforma del pensamiento", tnRevista de Crítica Cul-
tural, N° 7 (Santiago, s. d., 1993).
NELLY RICHARD
78

cir, hacia el infinito —el sinfín— del capitalismo de fin de siglo como
telón de fondo de una poderosa máquina de ingenios, trueques y hu-
millaciones. Entre las varias técnicas del olvido, está el consenso con
sus postulados de orden y reintegración social que aconsejan dejar
fuera del vigilante límite de similaridad de su tranquilizador "noso-
tros" la disimilitud molesta del "ellos": los que en-carnan el pasa-
do, los que llevan sus estigmas en carne viva sin querer maquillarlos
con las cosméticas del bienestar y sus modas de la entretención.
Están las políticas de obliteración institucional de la culpa que, por
las leyes de no castigo (indulto y amnistía), separan a la verdad de
la justicia, desvinculando a ambas - p o r decreto- del reclamo ético
de que los culpables identificados no salgan (de nuevo) ganando
con un mismo operativo perverso de la desidentificación. Y, tejien-
do asociaciones secretas entre ambas redes de conveniencia y tran-
sacción, están las disipativas formas de olvido que los medios de
comunicación elaboran diariamente para que niel recuerdo msu su-
presión se hagan notar en medio de tantas finas censuras invisibles
que restringen y anestesian el campo de la visión: "se goza en la te-
lenovela, en el partido de fútbol y, en esa narración flasheo, se pier-
de sin avatares el sentido de lo digno... Mientras tanto lo represivo
se acrecienta novedosa e inmisericordemente" 23 ,
Los familiares de las víctimas saben de la dificultad de mante-
ner a la memoria del pasado viva y aplicada, cuando todos los ri-
tuales consumistas se proponen distraerla, restarle sentido y fuerza

conservadora que permanece sin que nada vaya a sucederle", Willy Thayer, La
crisis no moderna de la universidad moderna. Santiago, Editorial Cuarto Propio,
1996, p. 169.
-^ "De imagen y verdad", revista Contagio, N" 3 (Bogotá: Comisión Inter-
congregacional de Justicia y Paz, 1996), p. 3.
Políticas de la memoria y técnicas del olvido
77

familiares de las víctimas. Por eso la inagotable recordación del su-


ceso traumático que reitera la pérdida, que la vuelve a marcar, con-
tradiciendo así la ausencia de huellas con que el mecanismo social y
político de la desaparición ejecutó la supresión material de los cuer-
pos. Por eso la multiplicación de los actos simbólicos del acordarse
que re-definen el recuerdo contra la indefinición de la muerte sin cer-
teza. Por eso la actualización de la memoria contra la desmemoria de
la actualidad mediante una letanía, "reiterada al infinito como un
canto monocorde", que, en su repetición, pretende "exorcizar del
olvido al nombre invocado" 20 .
Pero ¿en qué lenguaje hacer oír la desesperación del recuerdo
y su insuprimible demanda de actualidad en un contexto donde
tanto el recuerdo como la actualidad son banalizados por las técni-
cas deshistorizadoras de un presente mediático que ha roto toda
ligadura entre "política y sensibilidad" 21 ?
Son varias las técnicas del olvido que llaman hoy a desenten-
derse del pasado, a dar vuelta a la página de lo sucedido para per-
der la cabeza en la transitoriedad de los efectos en que se envuelve
paródicamente la Transición para disimular mejor su "realidad es-
tacionaria e intransitiva" 22 o bien para mirar hacia el futuro, es de-

Germán Bravo, 4 ensayos y un poema (Santiago; Intemperie Ediciones,


1996), p. 25.
-' Sergio Rojas, "Escritura, texto y política", ponencia leída en Voces críticas
II (Santiago: Universidad Arcis, noviembre de 1997).
Dice W. Thayer: "Es probable que el recelo con el vocablo 'transición'
provenga de que lo usamos -no inocentemente— para referir un estado de cosas
respecto del cual, sabemos, no transita ni está en vías de ello; estado de cosas del
que presentimos no sufrirá traslación alguna, o que ya transitó definitivamente,
y que a partir de éste, su último tránsito, nunca más transitará, amenazándonos
con su estadía definitiva... La actual transición es lo que no se va, una estación
NELLY RICHARD
76

entonces, de volver la mirada hacia el pasado de la dictadura para


grabar la imagen contemplativa de lo padecido y lo resistido en un
presente donde se incruste míticamente como recuerdo, sino de
abrir fisuras en los bloques de sentido que la historia recita como
pasados y finitos, para quebrar sus verdades unilaterales con los
pliegues y dobleces de la interrogación crítica.
Donde se conjuga más dramáticamente la memoria del pasado
es en la doble narración cruzada de los detenidos-desaparecidos y de
sus familiares que luchan contra ladesaparición del cuerpo, debiendo
producir incesantemente la aparición social del recuerdo de su de-
saparición. "El compromiso con el recuerdo es la clave central de las
elaboraciones simbólicas de los familiares de las víctimas" 18 , que,
frente a la ausencia del cuerpo, deben prolongar la memoria de su
imagen para mantener wuo el recuerdo del ausente y no hacerlo de-
saparecer una segunda vez con el olvido. "El sufrimiento del recuer-
do es usado para dar vida a la muerte" 19 : la obsesión fija del recuerdo
no puede dejar de repetirse porque su esfumación duplicaría la vio-
lencia de la primera tachadura de identidad ejecutada por la desapa-
rición, haciéndolas definitivamente cómplices de una supresión total
(en el espacio y en el tiempo) de los rastros del sujeto. Es entonces
"de vida o muerte" que perdure el recuerdo en la memoria de los

critores y artistas, instituciones y espacios colectivos de producción) sean capa-


ces de sostener una compleja construcción permanente. La 'actualización' del pa-
sado depende de cierta elección, de cierta libertad, en el presente, de modo que el
pasado no impone su peso sino que es recuperado por un horizonte que se abre al
porvenir". Hugo Vezetti, "Variaciones sobre la memoria social", en revistaP««/o
de Vista, N° S6 (Buenos Aires: s. d., diciembre de 1996), p. 2.
18
Hernán Vidal, Dar la vida por la vida (Santiago: Mosquito Editores,
1996), p. 90.
19
Ibid.
Políticas de la memoria y técnicas del olvido
75

formas económico-militares de continuación del pasado; ocultan-


do la perversión de los tiempos, que mezcla continuidad y ruptura
bajo el disfraz del autoafirmarse incesantemente como actualidad
gracias a la pose exhibicionista de un presente trucado.

Ea presencia del recuerdo de la ausencia

Rastrear, socavar, desenterrar las huellas del pasado son las accio-
nes que han realizado sin cesar las Agrupaciones de Derechos H u -
manos, desafiando la siniestra astucia de un poder que borró las
pruebas —los restos— de su criminalidad para poner sus actos defi-
nitivamente a salvo de cualquier verificación material. Rastrear,
socavar, desenterrar, marcan la voluntad de hacer aparecer los tro-
zos de cuerpos y de verdad que faltan para juntar así una prueba y
completar lo incompletado por la justicia.
Los restos de los desaparecidos —los restos del pasado desapa-
recido- deben ser primero descubiertos (des-encubiertos) y luego
asimilados, es decir, reinsertados en una narración biográfica e his-
tórica que admita su prueba y teja alrededor de ella coexistencias de
sentidos. Para desbloquear el recuerdo del pasado que el dolor o la
culpa encriptaron en una temporalidad sellada, deben liberarse di-
versas interpretaciones de la historia y de la memoria capaces de
asumir la conflictividad de los relatos y de ensayar, a partir de las
múltiples fracciones disconexas de una temporalidad contradicto-
ria, nuevas versiones y reescrituras de lo sucedido que trasladen el
suceso a redes inéditas de inteligibilidad histórica' 7 . No se trata,

'' Dice H. Vezetti: "Si la memoria es una dimensión activa de la experien-


cia, si la memoria es menos una facultad que una práctica [...], el trabajo de la
rememoración requiere de quienes (políticos, pero, sobre todo, intelectuales, es-
NELLY RICHARD
74

historia a devolverse sobre sí misma en cada intersección de hechos


y palabras, y hacer saltar así la imagen mentirosa de un "hoy" des-
ligado de todo antecedente y cálculo .
El presente de la Transición se aprovecha de esta incomodidad
social del recuerdo y de la autocensura con la que sus protagonis-
tas cortan los hilos entre el "antes" y el "después" para proteger su
"hoy" de comparaciones y divorciarlo de cualquier anterioridad a
partir de la cual reclamar fidelidades o sancionar incoherencias. La
actualidad chilena de la Transición se vale de ese "hoy" brevemen-
te recortado —sin lazos históricos— para saturar el presente con el
descompromiso de fugacidades y transitoriedades que sólo cargan
de ritmo y virtudes lo momentáneo a fin de que la historia se vuel-
va definitivamente olvidadiza. Instantaneidad y momentaneidad
son además los recursos frivolos con los que la novedad de la Tran-
sición disfraza la ambivalencia de su juego de máscaras entre pre-
sente (la reapertura democrática) y pasado (la dictadura). En efecto,
el gobierno del consenso partió exhibiendo su marca de distancia-
miento y ruptura con el mundo de antagonismos de la dictadura a
la vez que la democracia neoliberal necesitó reforzar la cómplice
hegemonía del mercado para garantizar la " reproductibilidad" de
las políticas modernizadoras del régimen militar16. Es decir, el pre-
sente del consenso tuvo que defender su "novedad" político-demo-
crática —su "discurso del cambio"— silenciando lo no nuevo de sus


Me parece que el éxito masivo del libro de T. Moulian se debe, en parte,
a su condición de libro que cuenta una historia, que relata una memoria de la
historia, que va y viene con la memoria en la historia gracias a lo que él llama
"cuestiones narrativas; el salto y el racconto" desde un sujeto del "recordar"
posicionalmente marcado.
Esta línea de argumentación aparece ampliamente desplegada en el li-
bro de T. Moulian antes citado.
Políticas de la memoria y técnicas del olvido
73

dades difusas y márgenes corridos cuyos mecanismos de control se


han vuelto ubicuos en sus razones y poderes, segmentados por es-
calas de valores oscilantes que ya no son éticamente confrontables
entre sí. U n mapa de conversiones oportunistas donde ya no hace
falta ser consecuente con nada porque las biografías y las identida-
des mutan según el mismo ritmo veloz de permutación de los ser-
vicios y de las mercancías, en superficial armonía con una lógica del
cambio que sólo obedece los estímulos del gusto.
Pero, además, el horizonte utópico de la lucha contestataria de
antes —un horizonte que se ve diariamente traicionado por el con-
formismo adaptativo de los nuevos enrolamientos sociales en las
filas del poder político y del éxito económico— acusa fracturas trau-
máticas que inhiben las recordaciones de la memoria; que censu-
ran las conexiones entre pasado y presente volviendo inenarrable la
brecha moral o psíquica que escinde el proyecto de vida de los ac-
tores convertidos de la historia 14 . Frente a las múltiples desvincu-
laciones entre pasado y presente fabricadas por tecnologías del
olvido expertas en suprimir las articulaciones biográficas e históri-
cas de las secuencias cronológicas y en borrar la problematicidad
de sus enlaces, quizás debamos activar la proliferación de relatos ca-
paces de multiplicar tramas de narratividad que pongan en marcha
adelantamientos y retrospecciones para llevar la temporalidad de la

14
T. Moulian dice: "ftra muchos de los convertidos que hoy hacen carre-
ra por algunas de las pistas del sistema, el olvido representa el síntoma oscuro
del remordimiento de una vida negada. Ese olvido es un recurso de protección
ante recuerdos lacerantes, percibidos por instantes como pesadillas, reminiscen-
cias fantasmales de lo vivido. Es un olvido que se entrecruza con la culpa de ol-
vidar. Una vergüenza, no nombrada e indecible , por la infidelidad hacia otros y
hacia la propia vida, la vergüenza de la connivencia y de la convivencia". Moulian,
op. cit., p. 32,
NELLY RICHARD
72

logización del pasado histórico como emblema de pureza e inconta-


minación de los ideales políticos condujo a una santificación de las
víctimas destinada a remediar así la falta de ejemplaridad heroica
de un presente rendido a la mera pragmática de actuaciones ya ca-
rentes de toda rebeldía moral y fantasía de desacato. El radical tras-
torno de aquel universo de sentido nítidamente marcado, bajo la
dictadura, por oposiciones tajantes entre oficialismo y disidencia,
que iban acompañadas dtl pathos de una batalla heroica, produjo
desastrosos efectos de vaciamiento utópico. De ahí el síntoma me-
lancólico-depresivo que afecta al sujeto de la postdictadura, deján-
dolo tristemente sumergido en el decaimiento, en el repliegue del
silencio o de la inacción porque es "incapaz de garantizar la autoes-
timulación suficiente para iniciar ciertas respuestas" 13 ante un mun-
do reordenado por tantas conversiones de lugares y referencias.
La pérdida referencial de una directividad de sentido ayer po-
larizada por una lucha frontal entre opuestos y la fragmentación
relativista de los valores en el horizonte "post" fueron, quizás, expe-
rimentadas por algunos como algo liberador por ser capaz de rom-
per la jerarquía opresiva del sentido único que obligaba a verdades
totales en los tiempos doctrinarios del credo ideológico. Pero esos
quiebres de horizontes y perspectivas fueron sobre todo vividos por
las biografías militantes como desorientación pánica frente al esta-
llido de las coordenadas de interpretación que, antes, ordenaban sus
visiones de mundo según el trazado unívoco de centralidades defi-
nidas y de totalidades homogéneas y que, ahora, los priva de toda
certeza de pertenencia e identificación. El paisaje de la Transición
se volvió irreconocible, para ellas, con su mapa lleno de centrali-

13
Julia Kristeva, Soled Noir: Dépression et mélancolie (Paris: Gallimard,
1987), p. 19. (La traducción es mía).
Políticas de la memoria y técnicas del olvido
71

como lo señala Alberto Moreiras, "más sufriente que celebratorio":


"como el duelo que debe fundamentalmente al mismo tiempo asi-
milar y expulsar, el pensamiento trata de asimilar lo pasado buscan-
do reconstituirse, reformarse, siguiendo líneas de identidad con su
propio pasado; pero trata también de expulsar su cuerpo muerto,
de extroyectar su corrupción torturada" 12 . Ese dilema melancóli-
co entre "asimilar" (recordar) y "expulsar" (olvidar) atraviesa el ho-
rizonte postdictatorial produciendo narraciones divididas entre el
enmudecimiento -la falta de habla ligada al estupor de una serie de
cambios inasimilables por su velocidad y magnitud a la continui-
dad de experiencia del sujeto— y la sobre-excitación: gestualidades
compulsivas que exageran artificialmente ritmo y señales para com-
batir la tendencia depresiva con su movilidad postiza. Por un lado,
biografías cautivas de la tristeza de un recuerdo inamovible en su
fijeza mórbida. Por otro lado, relatos livianos que se precipitan his-
téricamente en la sobreacumulación de lo pasajero festejando con
ella el guiño trivial de la novedad publicitaria. Del enmudecimiento
a la sobreexcitación, del padecimiento atónito a la simulación ha-
blantina, las respuestas -conscientes e inconscientes- al recuerdo
de la tragedia hablan de la problematicidad de la memoria histórica
en tiempos de postdictadura: una memoria tironeada entre la petri-
ficación nostálgica del ayer en la repetición de lo mismo y la coreo-
grafía publicitaria de lo nuevo que se agota en variaciones fútiles.
El reemplazo de la historia como volumen y acontecimiento por
la plana superficie del consenso administrado y sus mecanismos de
desapasionamiento del sentido generó, en ciertos actores sociales,
el efecto retrospectivo de una intensificación nostálgica del recuer-
do de la Antidictadura con su épica del metasignificado. La mito-

12
íbid.,p. 27.
Políticas de la memoria y técnicas del olvido
79

de concentración. Por eso la interminable lista de declaraciones, he-


chos y noticias que publica regularmente la Asociación de Deteni-
dos-Desaparecidos en su "Resumen de actividades" de cada año.
Por eso la hiperdocumentación de los quehaceres neuróticamente
multiplicados en torno al dolor de la pérdida que reconstruyen el
verosímil de una normalidad cotidiana ansiosa de producir señales
y mensajes cuya contabilidad objetiva rellene sustitutivamente el
vacío subjetivo dejado por la ausencia. La voluntad de rememora-
ción y de conmemoración de la pérdida, que tratan de mantener vi-
va los familiares de las víctimas, choca con ese universo pasivo de
sedimentada indiferencia que conjuga maquinaciones y espontanei-
dades, voluntades de cálculo y automatismos, imposiciones y dispo-
siciones, todas aliadas entre sí a la hora de producir en conjunto el
desgaste significante de los actos y de las palabras antes cargados
de rigor y de emotividad. La memoria del "¿dónde están?" no en-
cuentra dónde alojarse en este paisaje de hoy sin narraciones inten-
sivas, sin dramatizaciones de la voz. Sobre esta inactualización del
drama reflexionaba Germán Bravo, a propósito de los testimonios
de la Agrupación de Familiares de Detenidos-Desaparecidos y de
la dificultad de inscribir su problemática de la memoria en un Chile
de la Transición que sólo parece oír su lamento como si se tratara
de "un canto aburrido, de un canto que ya perdió todo son, todo
cambio de tono, un nombre (...) enfrentado a la estatura del tiem-
po con la sola fuerza de su repetición. La repetición al infinito de
un nombre insoportable. De un nombre devenido inexpresable e
inaudible" 24 .
"La justicia no es transable", dice la Agrupación de Familiares
de Detenidos-Desaparecidos, es decir, "el dolor de cada uno y de

24
Bravo, op. cit., p. 25.
NELLY RICHARD
80

todos no se puede cuantificar" 25 . La experiencia del dolor sería, en-


tonces, lo incuantificable: lo que se quiere irreductible a la ley cam-
biaría del mercado experta en nivelar cualidades y propiedades para
su más fácil conversión al régimen de equivalencia neutral bien de
la "forma-mercancía" o bien de la "forma-signo" 26 . Pero ¿cómo ma-
nifestar el valor de la experiencia (es decir, la materia vivida de lo
singular y de lo contingente, de lo testimoniable 27 ), si las líneas de
fuerza del consenso y del mercado estandarizaron las subjetivida-
des y tecnologizaron las hablas volviendo su expresión monocorde
para que le cueste cada vez más a lo irreductiblemente singular del
acontecimiento personal dislocar la uniformación pasiva de la serie?
¿Dónde grabar lo más tembloroso del recuerdo si ya casi no que-
dan superficies de reinscripción sensible de la memoria a las cuales
trasladar ese recuerdo para salvarlo de la rudeza, la mezquindad y
la indolencia de la comunicación ordinaria?

15
Asociación de Familiares de Detenidos-Desaparecidos, Recuento de Acti-
vidades Año 1991, p. 45.
26
I. Avelar dice: "El objeto del duelo es siempre inutilizable -no hay nin-
gún 'uso' para la reminiscencia de un enlutado, su objeto reside más allá de toda
utilidad— y, a la vez, incambiable, intransferible -ya que el luto, por definición,
rechaza cualquier transacción o negocio, cualquier sustitución: el duelo, al con-
trario del mercado, no admitiría la metáfora—. El duelo transitaría entonces fue-
ra de la célebre dicotomía marxiana entre valor uso y valor cambio e instauraría
la esfera de un tercer valor no vislumbrado por Marx: el valor de memoria, valor
de puro afecto —un antivalor, sin duda, puesto que lo propio suyo sería sustraer-
se a cualquier intercambio". Idelber Avelar, "Alegoría y postdictadura: notas sobre
la memoria del mercado", en Revista de Crítica Cultural, N° 14 (Santiago; s. d.,
junio de 1997), p. 25.
' En su prólogo a La dialéctica en suspenso; fragmentos sobre historia, de W.
Benjamín (Santiago: Arcis/Lom, 1996), p. 15, Pablo Oyarzún dice: "Singulari-
dad, inanticipabilidad y testimonialidad, tal sería un posible catálogo de los ras-
gos determinantes del concepto heredado de experiencia".
Políticas de la memoria y técnicas del olvido
81

Temblores de la representación

Hablar de superficies de reinscripción sensible de la memoria es ha-


blar de una escena deproducción de lenguajes: de los medios expresi-
vos para restaurar la facultad de pronunciar el sentido enunciando
la violencia y sus operatorias de signos, poniendo el horror a dis-
tancia por una mediación conceptual y figurativa capaz de desbru-
talizar en algo la vivencia inmediata de los hechos. Sólo una escena
de producción de lenguajes permite tanto quebrar el silencio trau-
mático de una no palabra cómplice del olvido, como salvarse de la
repetición maniaco-obsesiva del recuerdo, dotando a ese recuerdo
de los instrumentos reflexivos del desciframiento y de la interpre-
tación que sabrán modificar la textura vivencial y la consistencia
psíquica del drama. Imágenes y palabras, formas y conceptos, ayu-
dan a trasladar la experiencia resignificada a planos de legibilidad
donde la materia de lo vivido se hará parte de una comprensión de
los hechos capaz de desenceguecer los nudos de la violencia que
antes figuraba sin rostro ni expresión.
¿Pero a qué lengua recurrir para que el reclamo del pasado sea
moralmente atendido como parte —interpeladora— de una narrati-
va social vigente, si casi todos los idiomas que sobrevivieron a la cri-
sis han ido reciclando sus léxicos en pasiva conformidad con el tono
insensible —desafectivizado— de los medios de masas y si estos me-
dios de masas sólo administran la "pobreza de experiencia" (Ben-
jamín) de una actualidad tecnológica sin piedad ni compasión hacia
la fragilidad y la precariedad de los restos de la memoria herida28?

28
La obra Retratos (Santiago: Museo Nacional de Bellas Artes, diciembre
de 1996), del artista Carlos Altamirano, escenifica esta tensión crítica entrememo-
ria sensible e insensibilización de los medios: una franja mural de recortes fotográfi-
NELLY RICHARD
82

¿A qué lengua recurrir, en qué idioma confiar? YXdilema de la len-


gua surge en Chile de la necesidad de recobrar la palabra después
de los estallidos de una dictadura que casi privó a la experiencia de
los nombres disponibles para comunicar la violencia de su mutila-
ción. Y ese dilema es lo que inquietó y todavía inquieta a ciertos es-
critores de la postdictadura, lo bastante honestos y delicados para
confesar su malestar en relación con tradiciones de conocimiento
que prefirieron ocultar defensivamente la profundidad de la fractu-
ra que amenazaba con desintegrar sus moldes disciplinarios y arma-
duras de saber, para seguir discurseando como si nada: como si los
instrumentos verbales que confeccionaron estos saberes no fueran
también parte de lo que la crisis de la significación obligaba a revi-
sar. El discurso de la sociología, por ejemplo, habría debido estar
dispuesto a "re-pensar lo social después de la ruina de lo social"29.
La experiencia límite vivida en el curso de ciertas investigaciones
sociológicas sobre derechos humanos, encargadas de procesar los
testimonios de las víctimas mediante técnicas meramente recolec-
taras y ordenadoras de datos (técnicas cuyo saber objetivo debía
juntar la información contable que perseguía la estadística de la
violencia), mostró que esas técnicas no eran capaces de "compartir

eos de imágenes privadas y públicas -trabajada con la visualidad computariza-


da del diseño profesional— incorpora una fila de retratos de detenidos-desapare-
cidos (en el "marco dorado" de la solemnidad del museo) cuya huella erosionada
trata de mantenerse a flote en medio de la corriente mediática que busca alinear-
los —en equivalencia de significantes— con el resto de las imágenes caídas bajo la
luz de la extroversión publicitaria. Para una lectura crítica de la exposición de C.
Altamirano, véase Retratos de Carlos Altamirano, con textos de Fernando Balcells,
Rita Ferrer, Justo P Mellado, Roberto Merino y Matías Rivas (Santiago: Ocho
Libros Editores Ltda., 1995).
29
Bravo, op. cit., p. 33.
Políticas de la memoria y técnicas del olvido

una misma situación de desgarro ético e intelectual con quien apa-


recía como su objeto de investigación" 30 . Frente a identidades que
habían perdido toda firmeza de contornos y unidad de significa-
ción, el relato profesional de la investigación sociológica seguía abu-
sando de su racionalidad técnica y de su eficacia metodológica como
muestras de unndistancia del conocimiento que bloqueaba la pregunta
hoy formulada por Tomás Moulian: "¿cómo describir esos infier-
nos, transmitiendo emociones que permitan la comprensión, con el
lenguaje circunspecto, congelado, grave, falsamente objetivo de las
'ciencias humanas' "31?
Enfrentadas a una misma situación de desarticulación del sen-
tido, fueron principalmente dos las respuestas chilenas que inten-
taron sobreponerse a su violencia reejercitando, por un lado,el discurso
científico y, por otro lado, la textualidadpoética: la primera respuesta
se organizó en la sociología para comprender las transformaciones
de la sociedad ocurridas bajo el paradigma dictatorial —"represión"
y "modernización"—, refuncionalizando lo social y lo político me-
diante análisis ajustados a los cambios. Mientras tanto, la segunda
respuesta estalló —desajustada— en la escena del arte y de la literatu-
ra, con prácticas de emergencia que juntaron fragmentos trizados
de lenguajes hasta el abandono para narrar —alegóricamente— las
ruinas del sentido 32 . El discurso de las ciencias sociales alternati-

30
Bravo, op. cit., p. 28.
" Moulian, op. cit., p. 7.
Para un análisis crítico de estas tensiones de discursos, véase el capítulo
"En torno a las ciencias sociales: líneas de fuerza y puntos de fuga", en Nelly Ri-
chard, La insubordinación de los signos: cambio político, transformaciones culturales y
poéticas de la crisis (Santiago; Editorial Cuarto Propio, 1994), y la respuesta de
José Joaquín Brunner, "Las tribus rebeldes y los modernos", en J. J. Brunner,
Bienvenidos a la modernidad (Santiago: Planeta, 1994).
NELLY RICHARD
84

vas analizó la crisis de sentido del Chile dictatorial, pero lo hizo re-
curriendo al molde disciplinario de un saber institucional que se
cuidó mucho de no tener que experimentar —en cuerpo propio, en
verbo propio— la dislocación de la razón objetiva que esa monumen-
tal crisis de verdad y sistema podría haber desatado en el interior
de sus redes profesionales del conocimiento 33 . El saber de las cien-
cias sociales ordenó los síntomas de la crisis mediante una lengua
reconstituyente de procesos y sujetos: una lengua, por lo tanto, in-
compatible —en su voluntad de recomposición normativa— con lo
roto, lo disgregado, lo escindido, de subjetividades sociales y cul-
turales en trance de pertenencia e identidad. Mientras tanto, los
textos críticos del arte y de la literatura —contemporáneos de los aná-
lisis técnicos que realizaba la sociología alternativa— buscaban con-
feccionar equivalencias sensibles que pusieran en correlación de
signos el desastre categorial de los sistemas de representación so-
ciales con una experiencia del lenguaje hecha de oraciones inconclu-
sas, de vocabularios extraviados, de sintaxis en desarme. En lugar
de querer suturar las brechas dejadas por tantos vacíos de represen-
tación con una discursividad reunificadora de sentido (como la dis-
cursividad técnica y operativa de las ciencias sociales), esas poéticas
de la crisis tramadas por el arte y la literatura de los ochenta en Chile
prefirieron reestilizar cortes y fisuras, discontinuidades y estallidos.
Al reinvestigar, hoy, la particularidad histórica de cada una de es-
tas dos formas de rearmar significaciones, queda a la vista que cada

33
Dice S. Villalobos, al referirse a la tensión áelpensar como desajuste crí-
tico, no-cierre del presente a través de la consolatoria "política de los nombres"
que ejercen "las discursividades transitológicas" y sus "mecanismos reconstruc-
tivos": "La sociología no habría pensado la transición en tanto tal, sino que ha-
bría ofertado la lengua correcta para nombrarla". S. Villalobos-Ruminott, op. cit.
Políticas de la memoria y técnicas del olvido
85

una -la sociológica y la estético-crítica: la rearticuladora y la desar-


ticulada, la explicativa y la metaforizante, la densa y la tenue— pre-
figuraba dos modos opuestos de relacionarse con la memoria y el
recuerdo. Mientras la sociología trabajaba, profesionalmente, a fa-
vor de una versión tecnificada del consenso que debía eliminar de
su máquina administrativa de planificación del orden toda opaci-
dad superflua o recalcitrante, el arte y la literatura exploraban las
zonas de conflicto a través de las cuales "figuras postergadas, imá-
genes indispuestas y desechos de la memoria reemprenden cami-
no hacia las teorías" 34 , mediante un "saber de la precariedad que
habla una lengua suficientemente quebrada para no volver a mor-
tificar lo herido con sus nuevas totalizaciones categoriales. Y son,
creo, estas zonas de conflicto, negatividad y refracción —donde se
condensaba lo más oscurecido de una contraescena aún llena de la-
tencias y virtualidades interrumpidas—, las que guardan, en el se-
creto de su tensa filigrana, un saber crítico de la emergencia y del
rescate a tono con lo más frágil y conmovedor de la memoria del de-
sastre.

4
Casullo, op. cit., p. 13.
35
De este saber de la precariedad y de la discontinuidad históricas se po-
dría decir que era un saber "constructivo más que nada en sentido benjaminia-
no": un saber que "compone como en un mosaico los fragmentos [...] que la crisis
nos ha puesto delante rompiendo los grandes nombres de la lengua de la ver-
dad", buscando en "el resto" aquello que "pone enjuego nuestras certezas. Su
condición de incompleto es la estructura misma del saber crítico". Franco Relia,
Fd silencio y las palabras; el pensamiento en tiempo de crisis (Barcelona: Paidós, 1992),
p. 70.
SEGUNDA PARTE

Historia cultural y modernidad


La virgen de Guadalupe
y la formación del canon popular

Carlos Monsiváis

i ^ a Guadalupana es la primera imagen femenina de enorme pode-


río. La preceden filiaciones devotas; creo que así me lo enseñaron
mis padres: dogmas, percepciones transfiguradas, creencias, con-
suelos, iluminaciones, orgullos nacionalistas, chauvinismos. A un
pueblo sumergido en el aprendizaje lingüístico, una imagen vene-
rada y étnica le traduce en el acto las complejidades de la ideología.
Cristo tuvo madre para tener quien lo llorara, afirma un indito en el
siglo XVII. Luego de la Morenita, el desbordamiento del barroco y
el churrigueresco, la miríada de santos, ritos y vírgenes, dan como
resultado la alfabetización devocional.

La Guadalupana y la cultura popular

La primera idea de Nación se nutre del lema de la Guadalupana.


N o se hizo igual con ninguna otra nación. Y desde el sigloXVII con-
duce a la primera vivencia estética de los mexicanos mucho más fuer-
te que la imagen del mundo. Sí, la señora, la patroncita no es sólo
la madre de Dios, paridora de Dios, también es hermosa y a causa
de su belleza se expande a lugares nada propicios a la sacralidad,
como prostíbulos, tabernas, mesones, cuarteles. La imagen organi-
za los rudimentos estéticos de una población que, lo sepa o no, al
verla revalora hasta donde se puede los rasgos indígenas y también
CARLOS MONSIVAIS
9 0

vislumbra la potencia de la desolación. La virgen se vuelve el pri-


mer elemento del hogar, lleva bendiciones y uno de los atributos del
semblante pleno, del semblante plenamente agraciado, el poder de
beneficiar sus alrededores. De haber conocido a los místicos espa-
ñoles, esto habría musitado a aquellos fieles:

no quieran despreciarme que su color


moreno en mí hallaste
ya bien puedes mirarme después que miraste
que gracia y hermosura en mí dejaste.

Por decirlo estrictamente, cultura popular es la selección comuni-


taria de actos y temas, de hábitos internos y satisfactorios. En el vi-
rreinato, esta cultura se va desprendiendo de fuentes obligadas: la
religión, de dónde venimos y hacia dónde vamos, el trabajo, qué co-
memos mientras llegamos a la patria celestial, el relajo o relajamien-
to, cómo participamos en algo, de las recompensas ultraterrenas y
las religiones indígenas ligadas a las cosmogonías, a formas de vida
comunitaria, asociaciones de los ritmos de la cosecha, a los hallaz-
gos de la creatividad, a los ritos del cambio alucinógeno o de la fer-
tilidad: a eso, la Corona Española y la Iglesia, de común acuerdo,
agregan un elemento a la formación del campo de cultura popular,
así sea a contracorriente: la censura.
Si bien las prohibiciones severísimas suprimen hasta donde es
posible actitudes, costumbres y modas, nunca logran suprimir las
tendencias profundas. Así, la Inquisición en el siglo XVIII prohibe
un baile, "el cuchumbé", por requerir el frotamiento del cuerpo y
prestarse a meneos y desvarios; así se cancela durante un tiempo el
teatro por convocar a las plebes libidinosas, así, un tanto inútilmente
se convoca al comportamiento decente durante el carnaval. E n afán
La virgen de Guadalupe y la formación del canon popular
91

semejante, el Manual de buenas costumbres del siglo XIX, que dicta-


mina sobre posturas decorosas durante el sueño. De esta manera se
combate al paganismo y se destruyen ídolos, mientras se alienta el
reemplazo de la diosa Tonantzin, nuestra madre, por la Guadalu-
pana y, de manera previsible, con su furia persecutoria la censura
arguye lo perdurable: el frotamiento de cuerpos en el baile como ca-
listenia amatoria, coreografía del animal de dos espaldas, el uso del
teatro como el espacio del desahogo, la visión de lo carnavelesco
como el travestismo de la dicha.
N o obstante el cúmulo de ordenanzas y el gran instrumento de
control, esa falta de conocimiento que obscurece la historia, ni en el
virreinato ni en el sigloXIX, casi hasta nuestros días, los gustos y las
pasiones del pueblo obtienen el interés de la cultura oficial, ámbi-
tos donde el pueblo se considera un desprendimiento del pasado y
el antecedente imprescindible del porvenir de las naciones. Sin la
creencia en la intemporalidad de sus acciones, no existe el pueblo,
la división tajante de la vida en décadas es fetichismo de la sociedad
en que se vive. Según la élite, sólo la inclusión en su seno concede
forma prestigiosa y, por eso, dar el trato de cultura a lo generado
por la gleba, esa entidad informe, equivale a reconocerle cualquier
otro derecho, y lo segundo es más inconcebible que lo primero.

Batallas por la secularización

E n el siglo XIX, aunque no se explica con precisión, el canon de lo


cultural, en el sentido más amplio, depende de la batalla en torno a
la secularización. Para los liberales no hay duda: ¿cómo enfrentar
los retos de la nación independiente si no se eliminan las ataduras
de un tradicionalismo feroz, enemigo a muerte del progreso? Secu-
larizar es, entre otras cosas, permitir la convivencia de visiones de
CARLOS MONSIVAIS

mundo, y eso da lugar a enfrentamientos y saltos de la mentalidad.


Doy un ejemplo mínimo entre miles: en 1856, en la ciudad de M é -
xico, la circulación urbana requiere de la desaparición de edificios
que interrumpen la fluidez, entre ellos templos y conventos. El al-
calde liberal decide echar abajo un convento que corta el desenvol-
vimiento lógico para una gran avenida. Envía para la demolición a
una cuadrilla de trabajadores; desde las azoteas un grupo de cléri-
gos, cruces en mano, amenaza con la excomunión a quien use sus
piquetes; los trabajadores retroceden aterrados; el gobernador man-
da llamar a un orquestista para que hasta el amanecer toque "Los
cangrejos", una canción de sátira liberal, en medio de los conser-
vadores; animados, los trabajadores emprenden la obra destructora.
Por supuesto, la secularización arrastra inicuamente con obras
de arte y edificios valiosísimos; pero lo que está en juego es el cri-
terio que define la ubicación social de creencias y costumbres, y en
México, como en todas las partes, gana el proceso secular por su
jerarquía no muy distinta a la anterior, pero ya imbuida de diversi-
dad. E n uno y otro caso, se le niega el valor a la historia de la crea-
ción anónima o comunitaria, que va desde prodigiosas muestras de
arte indígena hasta la arquitectura sin prestigio ni autor reconoci-
do de pueblos y ciudades de las que tanto se nutrirán los arquitec-
tos de prestigio. Todo eso se le atribuye a la tradición, obligación
social de cuyos logros específicos nadie debe vanagloriarse. Es im-
pensable entonces el calificativo de artístico y, aún más, el carácter
de consideración aplicado al pueblo, a lo que con intención clásica
también se produce en el país.
E n la segunda mitad del siglo XIX, y esto quizá sucede en toda
América Latina, de algún modo los coleccionistas son obispos, ha-
cendados, conservadores de dinero, quienes aclaran a través de sus
adquisiciones el campo de lo que se llamará arte popular. Se crista-
La virgen de Guadalupe y la formación del canon popular
93

liza un avalúo social de lo valioso ante sus orígenes y, por lo común,


no se intenta reconocer a los artistas individuales talentos o técnicas
refinadas. ¿Para qué? Sus virtudes son de la nación o de la región,
según el criterio criollo que con lentitud y solidez establece sus res-
pectivas técnicas; para que se asiente lo creado por manos popula-
res se necesitan demasiadas analogías.
En el siglo XIX y en las primeras décadas del siglo XX, a los
productos del pueblo, así sean en verdad excepcionales, sólo se los
reconoce por su humildad y su falta de pretensiones. Cito un ejem-
plo paradigmático: la obra de José Guadalupe Posada, quien apare-
ce casi por su cuenta en la cultura popular urbana de México. A la
capital, Posada llega en 1880. E n tres décadas produce diez mil o
quince mil grabados; la cifra es incierta, pero se conocen apenas dos
mil. Su obra es un registro de las vertientes esenciales de la cultura
popular de la época; ha parido ceremonias religiosas, hechos crimi-
nales, acontecimientos políticos, escándalos sociales (es el primero
en aceptar burlona y públicamente la existencia de homosexuales),
faunas campesinas y urbanas, hechos históricos, tipos sociales. E n
un rasgo de euforia, casi se lo podría llamar retratista de toda la cul-
tura popular. E n sus grabados hay movimiento, humor, técnica, des-
lumbramiento. Mientras vive nadie se percata de ello. A su muerte,
en 1913, sólo tres o cuatro personas acuden a su entierro.
E n 1920, a la luz del terror nacionalista impulsado por la re-
volución mexicana, dos pintores, entre ellos Diego Rivera, descu-
bren a Posada; editan una selección de su obra y lanzan el mito a la
circulación. El primer resultado es la llamada de atención sobre un
aspecto de la obra de Posada: su obsesión por las calaveras que pro-
ducen un mundo fúnebre donde todos los vivos son su propio es-
queleto y todos los muertos reviven para no perderse la fiesta. Sin
duda, esa nostalgia de la muerte está muy presente en el arte pre-
CARLOS MONSIVAIS

94

hispánico, especialmente entre aztecas, mayas y zapotecas. Y la pie-


za teatral más conocida en México durante un siglo, y aún hoy, es
Don Juan Tenorio, de José Zorrilla, y en los periódicos es usual el 2
de noviembre publicar calaveras, registros que acompañan a dibu-
jos donde se muestra a los poderosos y a los famosos. Pero el des-
cubrimiento de Posada trae consigo un cambio canónico e incluso
algo de mayor consideración: trae consigo un cambio en lo que se
consideraba la identidad del mexicano, y el gusto por la muerte pasa
de constante artística a esencia nacional. Escribe el poeta Carlos Pe-
llicer: "El pueblo mexicano tiene dos obsesiones: el gusto por la
muerte y el amor por las flores". Al amparo de esta creencia el tu-
rismo localiza en los panteones, cada 2 de noviembre, la prueba de
esta peculiaridad anímica del país, y una tradición se ve obligada al
despliegue con tal de no hacer quedar mal la leyenda.
Durante el siglo XIX no había tal creencia en el amor del mexi-
cano por la muerte: se inicia en 1920 como una creencia de la alta
cultura aplicada a la cultura popular.

Revolución y canon de cultura popular

El mexicano no tiene el mínimo gusto a la muerte, pero es una idea


canónica de la cultura popular. En sí misma, la revolución mexica-
na es un formidable acto canónico de la cultura popular: engendra
los corridos, modestos cantares de gesta, y produce un repertorio de
tipos populares; conduce a la flexibilidad simbólica de las claves
populares, lo que un conservador llamaría la aparición del subsuelo;
genera el surgimiento de las figuras formidables de Pancho Villa y
de Emiliano Zapata, en un ambiente de nacionalismo cultural que
se prodiga en los murales y en la narrativa; origina el mito de un so-
lo movimiento revolucionario. También la revolución —si queremos
La virgen de Guadalupe y la formación del canon popular
95

darle nombre al conjunto de instituciones que surgen, intuiciones


y acciones de los caudillos y al pacto entre clases sociales— crea el
espacio para el desarrollo del arte popular. Esto se obtiene mediante
un método casi infalible: las exposiciones patrocinadas por el Es-
tado, el libro donde se da cuenta de lo que vale la pena y de lo que
no. Por cuenta del gobierno se elige lo que será tradicional: cancio-
nes, bailes, artesanías, incluso predilecciones gastronómicas. El na-
cionalismo cultural selecciona lo que sienten los mexicanos y tiene
éxito en la empresa, conviviendo el suyo con el aporte de la Iglesia
católica, que se inicia inevitablemente con la Guadalupana.
L o más perdurable resultan ser las imágenes. La exposición de
fotos que se llama archivo Casasola es todo un catálogo de propues-
tas —algunas veces convincentes— de lo que se produce en el ima-
ginario colectivo. Las fotos de la Casasola integran la evidencia
posible de una lectura: la soldadera le prepara comida al soldado,
los zapatistas desayunan en un restaurante exclusivo, los soldados
desde los bosques y los árboles pregonan la institución de la vio-
lencia, Pancho Villa al galope acentúa la épica y soslaya la matanza,
y así sucesivamente... Esas fotos testimoniales fundamentan la nue-
va etapa del canon cultural. En un contexto sin ningún punto en
común con la revolución, las palabras de Virginia Woolf, en 1925,
podrían aplicarse a ese momento:

Todas las relaciones humanas han cambiado; las que se dan


entre amos y siervos, maridos y mujeres, padres e hijos, y cuando
las relaciones humanas cambian, hay al mismo tiempo un cambio
en la religión, la política, la literatura.

Pongámonos de acuerdo y aceptemos que uno de esos cambios


ocurrió en 1910.
CARLOS MONSIVAIS
96

Contemporaneidad e industria del espectáculo

Si la Revolución, las instituciones y la memoria colectiva deciden


parte del canon en materia popular cultural y urbana, lo que sigue
es dictaminado por la industria del espectáculo, por el cambio de
mentalidades en la gran ciudad y por el público que sustituye al pue-
blo y va al cine, oye radio, goza el teatro frivolo, adora el chisme y
se le hace bonita la autodestrucción.
Desde los años treinta y hasta fines de los cincuenta, lo popu-
lar es aquella interacción cultural posible ligada a los gastos, place-
res y acuerdos que integran las identidades personales y colectivas.
E n tiempos menos problematizados, que no menos problemáticos,
lo popular urbano es la apoteosis doble del relajo y la solemnidad,
de las juergas en el cabaret y los bailes de quince años, del área pro-
letaria y la oratoria lírica, del tequila y de los rezos, del humor y del
melodrama de la flor de la maldad y la inocencia.
Este período de la cultura popular en el México urbano es el
más fértil y creativo del siglo, y es todavía hoy el espacio sacralizado
por excelencia en la perspectiva académica y en lo que toca a la me-
moria colectiva, como lo prueban los incesantes ciclos de televisión
de Pedro Infante, Jorge Negrete, María Félix, Dolores del Río y
Cantinflas, ese gran productor de sinsentidos; como lo demuestra
la euforia por ese vínculo de la nacionalidad, la canción ranchera, y
el éxito sin tregua del bolero; como lo prueba también la asimila-
ción del cine de Hollywood, la mexicanidad como la máscara que
hay detrás del rostro. De las versiones de Daniel Santos, en el caso
del bolero, a la destrucción de cualquier intimidad en las versiones
de Luis Miguel, visible y comprobable desde la mercantilización,
ya en sí mismo un componente básico de esta cultura. Las varian-
tes de los comportamientos juveniles nunca se apartan de ese mol-
La virgen de Guadalupe y la formación del canon popular
97

de original, incluso en el arte de las subcuituras juveniles. Entre las


canciones urbanas de los años treinta y cincuenta, las más creativas
son las de Agustín Lara y José Alfredo Jiménez, en las que se mani-
fiesta un delirio chovinista, con su invención de atmósferas que fa-
cilitan el tránsito del rancho a la capital. Entiendo que las culturas
populares son aquellas que las comunidades generan o perfeccio-
nan o bien, por una propuesta ajena, asumen, seleccionan y vuel-
ven suyas radicalmente. Dijo el pueblo: "Esta canción me gusta".
Y concluyó el pueblo: "Esta canción de seguro ya la cantaban mis
antepasados".
Un recuento para concluir: a principios de los años sesenta la
cultura popular es por antonomasia lo rural, las danzas, las ceremo-
nias, las costumbres, los usos gastronómicos, las artes y las artesa-
nías del llamado México profundo. U n nuevo énfasis se introduce en
el área de estudio de la cultura popular en Estados Unidos: la ma-
sificación de la oferta cultural y la urbanización salvaje y acelera-
da; se redescubre el tejido desde los años treinta hasta los cincuenta
y se lanzan guías interpretativas como pirotecnias en fiestas patrias;
las metáforas también se contaminan del objeto de estudio.
La confusión terminológica es tan aguda que para muchos, en
identificación automática, cultura popular es aquella que se des-
prende de la televisión. Según creo, no es posible confundir al ex-
tremo la industria cultural y la cultura popular: la primera es una
oferta; la segunda es el método colectivo que asimila, elige, recrea,
inventa.
Como sea, en los noventa, pese a todo, la cultura popular no está
en su mejor momento y sufre el asedio de los lugares comunes y de
la masificación. Reconocida por el gobierno que la erige museo y
rescatada por la academia, se la menciona a profundidad entre elo-
gios y denuestos, entre idas al pasado rural y viajes al ciberespacio;
CARLOS MONSIVAIS
98

ubicua y casi imposible de definir, sujeta a lo demagógico y la pers-


pectiva sentimental, la cultura popular es objeto delpaternalismo más
solícito. De acuerdo con la burocracia estatal, es preciso defenderla
de la modernización, es decir, de los gustos verdaderos de la mayo-
ría de funcionarios. Por eso, promueven concursos de nacimientos,
de altares de muertos, y ya se habla de concursos de peregrinación,
para ver cuál es la más piadosa. L o que fue costumbre y deslum-
bramiento de lo bello se va transformando con rapidez en práctica
estética, mientras el repertorio de símbolos, objetos musicales, le-
yendas y mitos casi sigue idéntico, y los agregados suelen venir de
voces poco recomendables: el corrido de gran aceptación es home-
naje escasamente disimulado del narcotráfico y la única figura nue-
va en el repertorio del humor popular es la del expresidente Salinas.
De otro lado, los mecanismos de los medios electrónicos tienen
un marcado tinte de caducidad: si algún ejercicio de la memoria re-
sulta difícil es el relativo a los éxitos televisivos de hace cinco años.
En el siglo XVII, la herejía era perseguida con saña; en el XX, fina-
mente presentada, a la herejía se la aplaude.
E n 1942, una canción de título ominoso, "Como México no hay
dos", asegura el rastro de piedad blasfema y ahí la virgen María ju-
ró que estaría mucho mejor y el compositor no se quedó contento
y añadió: "Mejor que con Dios dijo que estaría y no lo diría nomás
por hablar". Por lo demás, esta canción es propia de mariachis en
la basílica. También antes era evidente el campo de estudio de lo
popular; hoy tal parece como si lo popular resultase, en su costum-
brismo singularizado y en las manías pretecnológicas, un capítulo
a punto de concluir en la era del internet y el diseño por computa-
dora del inconsciente colectivo.
Honor, reconocimiento, libertad y desacato:
sociedad e individuo desde un pasado cercano1

Margarita Garrido

J—«os abogados de las Audiencias coloniales se preguntaban cómo


era posible que vecinos "libres de todos los colores" de un pueblo
muy pobre gastaran sus pocos reales en pleitos por injurias y agra-
vios entre ellos. O cómo explicar que los casos de desacato a las au-
toridades locales abrumaran los juzgados coloniales.
La inversión para defender su honor que hacía un hombre libre
que fuera injuriado o agraviado en el siglo XVIII, y los desacatos de
ayer y de hoy, parecen apuntar a una reafirmación incierta de su
dignidad humana. Son actos orientados a buscar el reconocimien-
to que determina la entrada del individuo en una existencia espe-
cíficamente humana". Pero de aquellos gestos nos separan más de
doscientos años.
Conocemos las inconveniencias de hacer extrapolaciones sim-
ples cuando no sólo razones y creencias, sino formas y contextos,
separan las prácticas de ayer y de hoy, pero también sabemos de la
necesidad del diálogo del presente con el pasado, entre otras cosas
para "tomar plena conciencia de lo que otrora fue vivido espontá-

1
Las reflexiones expuestas en esta ponencia se apoyan en una investigación
en curso sobre discursos y prácticas de los "libres de todos los colores" en la so-
ciedad colonial de Nueva Granada.
- Tzvetan Lodorov, La vida en común (Madrid: Laurus, 1995), p. 117.
MARGARITA GARRIDO
100

nea y sobre todo inconscientemente" 3 . El entusiasmo liberal del si-


glo XIX, la identificación con acepciones políticas del progreso, de la
libertad y de la ciudadanía ligadas a la aserción de no indianidad ni
estatus servil, nos hicieron pensar la sociedad colonial y sus repre-
sentaciones como liquidadas. Hoy, paradójicamente, la aceleración
y las alteraciones ocurridas en el tejido social dejan cobrar visibili-
dad a tradiciones resistentes y señas pertinaces de identidad.
Esta ponencia se propone poner en primer plano las formas de
búsqueda de reconocimiento en la sociedad colonial, en este terri-
torio que hoy se ve como nacional. Sólo de paso, sugiere su gravi-
tación en el presente.
E n todas las sociedades, algunos individuos buscan reconoci-
miento asimilándose, mostrando conformidad con el orden, pare-
ciéndose a los demás. Otros lo buscan diferenciándose. El individuo
no sólo lo obtiene cuando recibe la aprobación de los demás, sino
también cuando es combatido o rechazado, con lo cual, al menos,
no es negado como persona. El reconocimiento toma distintas for-
mas en las sociedades. E n general, las sociedades tradicionales y je-
rarquizadas fomentan el que los individuos aspiren a ocupar el lugar
que les ha sido asignado de antemano, y en ellas predomina el re-
conocimiento por conformidad con el orden. En la sociedad de hoy,
en cambio, predomina el reconocimiento por el éxito, sea éste adqui-
rido por conformidad con el orden o medrando por sus fisuras.
E n la sociedad colonial neogranadina, no obstante ser una so-
ciedad tradicional, encontramos rastros de procesos de búsqueda
de reconocimiento por trayectorias individuales exitosas que impli-
caron o no marginamientos, desvíos o desafíos temporales al orden.

Entrevista a Philippe Aries por Michel Vivier, publicada en P Aries, El


tiempo de la historia (Buenos Aires: Paidós, 1988), p. 280.
Honor, reconocimiento, libertad y desacato
101

Queremos enfocar el hecho de que en esa sociedad, hombres


libres de todos los colores, muchos de ellos destituidos de pertenencias
étnicas claras por ser hijos de mezclas espurias, prohibidas y desca-
lificadas, empeñaron sus vidas en una lucha por un honor y un re-
conocimiento esquivos como libres y respetables. Sus trayectorias
vitales ofrecen momentos en que se representaron a sí mismos como
individuos autónomos, con dignidad como personas, con opinión
sobre lo que se considera bueno y sobre las autoridades. Buscaron
el reconocimiento por varias vías: la de conformidad con los otros,
que les valió aprobación; la de diferenciarse del orden, que les cos-
tó el rechazo, o bien la de la violencia, para lograrlo por la fuerza.
Algunas de las características de esos procesos —desvinculación
de los ancestros y de los lugares sociales heredados, lucha por una
relativa autonomía— nos permiten decir que por algunos caminos
no centrales se estaba dando a fines del sigloXVIII una entrada pre-
coz, muy riesgosa, periférica y quizás equívoca en la modernidad.
Aparentemente, las sociedades coloniales favorecieron la incuba-
ción de estos procesos en virtud de una relativa relajación de las for-
mas rígidas de las sociedades colonizadoras.
N o obstante, los gestos a los que nos referiremos, ambiguos y
vacilantes, representaron para los individuos, en cierto sentido, in-
tentos de ruptura con la alienación y, en otro, un cerramiento idio-
ta a los otros. Y, en todos los casos, búsquedas de reconocimiento a
sí mismos por los otros. Muchas veces, esas búsquedas estuvieron
motivadas por sensaciones de ser rechazados, de no tener el lugar
que se cree merecer.
El valor que en forma general articulaba y daba sentido a las
formas de vivir y de relacionarse en la sociedad colonial era el honor.
Era un valor predominante en la red de significados construida y re-
forzada en la convivencia, el intercambio y la competencia coüdia-
MARGARITA GARRIDO
I02

nos. El honor era el valor que articulaba la forma de educar a los


hijos, saludar en la calle, tomar decisiones en grupo e intercambiar
en el mercado. El honor era la clave del reconocimiento.
La pertinencia de ponerlo hoy en primer plano se basa, como
dijimos, en la convicción de que los valores que han articulado una
determinada configuración social pueden sobrevivir a ella cobran-
do formas, sentidos y usos independientes de la sociedad en que rei-
naron, convirtiéndose, no obstando rupturas, en señas pertinaces
de la identidad.
Hombres y mujeres del período colonial compartíanel ideal del
honor. La noción dominante era la aportada por los conquistadores
originarios de una cultura donde el honor, definido en el siglo XIII
por el código castellano de las Partidas, era "la reputación que el
hombre ha adquirido por el rango que ocupa, por sus hazañas o por
el valor que él manifiesta". Y para el siglo XV ya era, como ha mos-
trado Bennassar, la pasión de muchos españoles. Debe ser entendi-
do como un valor socializado, de carácter público, que trasciende
al individuo 4 .
Aunque de origen caballeresco y aristocrático, el honor fue
apropiado por todos y llegó a entenderse como defensa de la vir-
tud, tanto de los individuos como de los grupos. No obstante las
transformaciones sucesivas de la noción de honor en España, en los
distintos usos que de ella se hace a lo largo de los siglosXVII al XIX,
se ve cómo su sentido se fue independizando de cualquier moral y

4
Bartolomé Bennassar, Los españoles. Actitudes y mentalidad, desde elsigloXVl
hasta el siglo XIX ( M a d r i d : Editorial Swam, 1985), pp. 193-194. Entre la am-
plia literatura antropológica sobre el honor sobresalen las obras de Julián Pitt-
Rivers, Antropología del honor (Barcelona: Crítica, 1979) y E l concepto de honor en
la sociedad mediterránea (1968), junto con el estudio de J. WvKÚzny, Ilonour and
Shame (196S).
Honor, reconocimiento, libertad y desacato
I0
3

sus claves fueron más la vanidad, el prejuicio social y el orgullo. Al


honor se le asoció la limpieza de sangre de toda mala raza y la falta
de contacto con el trabajo manual ("mecánico o vil"). Y, si no se
puede poner como causa de toda la violencia, sí fue uno de los ge-
neradores de ésta.
La apropiación más conocida en la sociedad colonial fue el
honor barroco por parte de las élites. Era un honor para los espa-
ñoles y sus descendientes notables, generalmente entendido como
precedencia, prevalencia y superioridad, y estaba basado en ser lim-
pios de sangre (ya no tanto de moro y judío como de indio y ne-
gro); éste se expresaba en el distanciamiento del trabajo manual y,
aunque no siempre, en la lealtad al rey. Era muy común que se pen-
sara que a la superioridad social en la que se basaba su honor co-
rrespondía "naturalmente" una superioridad moral, es decir, que
la virtud -la bondad- venía en el mismo paquete. El reconocimien-
to obtenido se manifestaba en palabras, gestos corteses, preceden-
cias y privilegios.
Sobre esta acepción, los historiadores han señalado la existen-
cia de voluminosos expedientes sobre precedencia en actos de go-
bierno o religiosos, sobre juicios seguidos a quien no se quitó el
sombrero o no llamó don a quien así se titulaba. Frank Safford se-
ñaló la manera en que, ya en el siglo XIX, esta acepción del honor
heredado o conferido, unida al desprecio del trabajo manual, cons-
tituyó un obstáculo ideológico contra el cual luchó un sector de la
élite que había adoptado el ideal de lo práctico 5 .
Pero el hecho de que la noción de honor fuera un valor central
del discurso dominante, no significa que fuera exclusivo de los

' Frank Safford, Fl ideal de lo práctico (Bogotá: Universidad Nacional y El


Áncora Editores, 1989).
MARGARITA GARRIDO
IO4

notables, ni ésos los únicos sentidos posibles. Al contrario, sobre los


sentidos del honor se dieron apropiaciones, negociaciones, distor-
siones y creaciones diversas. En la sociedad colonial esas apropia-
ciones privilegiaron acepciones diferentes por etnias, por regiones
y aun por género. Nos interesan aquí las apropiaciones de loslibres
de todos los colores, que eran más de la mitad de la población de la
Audiencia de Santa Fe a fines del siglo XVIII y, fácil es creerlo,
ancestros de la mayoría de la población colombiana de hoy.
El honor llegó a ser un valor articulador de prácticas casi con-
tradictorias o al menos lindantes. Honor-precedencia y honor-ser-
vicio en casa honrada; honor-limpieza de sangre y honor de "pasar
por blanco"; honor-virginidad y honor-hombría; honor-no traba-
jo manual y honor de "pobre pero honrado"; honor-vasallaje y ho-
nor de "a mí no me manda nadie".
Algunos libres de todos los colores apostaron a copiar, a asimilar-
se, blanquearse y lograr por esa vía un reconocimiento social, el
reconocimiento por el otro, pareciéndose a él. También se dio el re-
chazo a los modelos propuestos. O la producción de modelos híbridos
y de usos alternativos. Hay una tensión entre afirmarse uno mismo
para cambiar la visión que el otro tiene de uno (convertirse en el otro)
o resistir y aun afirmarse como el otro de su otro. Se trata de pro-
cesos de alienación y de esfuerzos de ruptura con la alienación.
Vamos a señalar algunos aspectos significativos. E n los regis-
tros de procesos judiciales de la sociedad colonial es posible encon-
trar un sinnúmero de casos en los que hombres libres de diversos
colores defienden un honor que no tiene que ver con posiciones
jerárquicas y blancuras heredadas, de las que carecen, sino con dos
elementos claves: uno, la manera de vivir —la virtud y la decencia—
y la consideración que por ello merece de la comunidad; dos, y de
manera particular, la libertad.
Honor, reconocimiento, libertad y desacato
105

La virtud en general coincidía con un código de buen vecino y pa-


rroquiano: honrado, trabajador, de buen trato con todos, respetuoso
y acatador de las autoridades, buen padre, buen esposo, buen hijo
y buen hermano, cumplidor con deudas y diezmos, y del precepto
anual de confesarse y comulgar. A los libres de todos los colores, llevar
una vida honrada y meritoria les daba cierto honor, les granjeaba
cierto reconocimiento por conformidad con el orden. Pero su logro
estaba muy expuesto a la descalificación de los demás. Las tachas de
mestizaje y de ilegitimidad lo exponían a injurias y a desconocimien-
tos de su ser como persona, al frecuente ajamiento de su honra. El
extrañamiento se sufría en especial por razones étnicas, a menudo
unidas a la tacha de ilegitimidad 6 . Podemos decir que el mestizo,
por serlo, podía experimentar las dos formas de desconocimiento,
la indiferencia y el rechazo. Al llevar una vida adecuada al lugar
social que se le había asignado y conforme al orden, buscaba no sólo
la aprobación sino también, y ante todo, el reconocimiento mismo de
su existencia . Cabe afirmar que muchas de sus prácticas estaban re-
gidas por aquello que la psicología política actual denomimmeeanis-
mo deformación de creencias y gustos como resultado del deseo de concordar
con las creencias y los gustos de los demás .
Era muy posible que la madre o el padre quisiera que sus hijos
no se parecieran a ellos sino a su otro, al blanco, el que los denigra-

6
Jaime Jaramillo Uribe, "Mestizaje y diferenciación social en el Nuevo
Reino de Granada en la segunda mitad del siglo XVIII", tn Ensayos sobre historia
social colombiana (Bogotá: Universidad Nacional, 1972). Pablo Rodríguez, Sen-
timientos y vida familiar en el Nuevo Reino de Granada (Bogotá: Ariel, 1997).
1
Lzvetan Lodorov, op. cit.,p. 123.
' Jon Elster, Psicología política (Barcelona: Gedisa, 1995), p. 15.
MARGARITA GARRIDO
106

ba. El camino de la imitación era el más directo, pero aún muy poco
seguro. Se buscaba afirmación en la negación de su ser más íntimo.
Así, la construcción de la imagen propia se hacía en la imitación del
otro. E n la copia. La imitación de quienes tenían reconocimiento era
el camino más común de obtenerlo para sí. Tal camino en algunos
casos culminaba con una cédula de blancura o con un más frecuente
"pasar por blanco" entre sus vecinos. Pero no era fácil. A poco, el
que buscaba su reconocimiento se veía afrentado por injurias, como
"perro" o "chorizo", que aludían a su baja calidad o a ser de carnes
mezcladas y que con ello lo descalificaban como persona.
En el otro extremo estaba el rechazo total al discurso de buen
vasallo y buen parroquiano. Se trataba de aquellos que decidían —o
llegaban a - convertirse en desvinculados, arrochelados o picaros (es
decir, medradores, en el sentido muy hispánico del teatro barroco
del siglo de oro). Los casos más ostensibles son los de aquellos que
migraban solos hacia los montes, a abrir labranzas, a vivir sin los
controles simbolizados por el tañido de las campanas: se identifi-
caban con el otro de su otro: el mezclado taimador, astuto y descon-
fiable. Ellos preferían el rechazo de los otros y no su indiferencia.
Es más difícil ver los gestos que no son de imitación ni franca
rebeldía, es decir, aquellos orientados a la producción de formas cul-
turales de asimilación-resistencia. Ejemplos de ello son formas de
desvinculación y de revinculación diversas, como el empeño de sa-
car un pueblo adelante, por parte de pobladores residentes o de los
recién llegados en una migración rural-rural, de un sitio a una pa-
rroquia. E n menos casos, la desvinculación estaba marcada por su
migración rural-urbana, hacia villas y ciudades donde una crecien-
te confusión demográfica permitía una mayor libertad y abría la po-
sibilidad de establecer revinculaciones en barrios, en mercados y en
variados oficios.
Honor, reconocimiento, libertad y desacato
i 07

Una de las grandes diferencias (rupturas) entre el honor de los


notables y el de los plebeyos es que éstos lo defendían en muchos
casos como patrimonio individual, acaso sólo hasta su familia más
cercana, en especial la mujer. Ello se debe, en parte, a que sus tra-
yectorias hacia el reconocimiento implicaban una diferenciación de
sus ancestros. N o encontramos casos de defensa del honor al esta-
mento, puesto que éste era indefinido para los libres de todos los
colores. Los notables, en cambio, sí alegaban las injurias o desaca-
tos como ofensas, no sólo al público, por lo que se clamaba por su
vindicta, sino también al estamento, al grupo social del que se sen-
tían miembros y representantes. En lugar de defender el honor a su
estamento, entre los mestizos, mulatos y libres de diversos colores
encontramos la defensa del honor del vecindario en general, del si-
tio al que se pertenece, es decir, adonde se han revinculado. La/wr-
tenencia local, el sentido de ser vecino de tal parte, se convirtió en un
elemento clave de la identidad. Podía ser el elemento definidor de
la identidad para tantos cuyas condiciones étnicas de no blancos,
no indios o no esclavos les ofrecían diferenciaciones pero no perte-
nencias. El principio de la jerarquización de las poblaciones en un
orden, más allá de determinar jurisdicción y gobierno, tenía que ver
con la calidad de los vecinos, con lo que se llamaba su decencia. Los
habitantes de cada población derivaban su posición y su estatus, al
menos parcialmente, de su pertenencia a ella. Para blancos pobres,
mestizos y castas residentes de un lugar su pertenencia a éste fue
paulatinamente tomada como base de su identidad. Y a la inversa,
la decencia y decoro de sus gentes mejoraba la imagen del lugar 9 .

9
Margarita Garrido, Reclamos y representaciones. Variaciones sobre la política
en el Nuevo Remo de Granada, 1770-1815 (Bogotá: Banco de la República, 199.3),
pp. 190-228.
MARGARITA GARRIDO
I 08

En virtud del sentimiento de pertenencia local, el individuo se


ve como parte de un grupo con quien comparte precisamente eso,
su origen poco claro y sus experiencias comunes; el grupo le per-
mite identificarse con sus paisanos y diferenciarse de los de otros
vecindarios. Pueblos vecinos rivalizaban por su decencia y lustre
como hoy lo hacen los barrios.
Otra forma de gozar de honor y cierto reconocimiento era la
vinculación a una unidadpatriarcal. Aunque se estuviera en los más
bajos peldaños de esa unidad jerárquica encabezada por un hom-
bre mayor y poderoso, se compartía la creencia de que lo bueno para
uno de sus miembros lo era para el grupo. La experiencia de estos
hombres era la de que su acceso a la vida social se había dado por
el favor de ese hombre mayor y poderoso. Había allí un reconoci-
miento logrado por el sentirse necesario a otro, necesario para dar
reconocimiento a otro 1 ". Una identificación con el que manda, que
llegaba a constituirse en una identidad vicaria, en una forma de ser
en el otro.
N o podemos decir que la mayoría de personas libres de todos los
colores, los que en su conjunto formaban más de la mitad de la po-
blación a fines del siglo XVIII, asumían con conciencia la tarea de
hacerse un nombre, una identidad, un patrimonio simbólico. Pue-
de tratarse más bien de deseos inconscientes que en algunos casos
dejaron huellas en los registros documentales. Aunque hoy podrían
ser vistos como self made men, no podemos olvidar que se hacían a
sí mismos en un mundo donde el ascenso social no era bien visto.
El solo nombre de "libres de todos los colores", como fueron agru-
pados en los enlistamientos militares, además de denotar la creciente
dificultad de clasificar a los individuos entre las distintas definicio-

10
Lzvetan Todorov, op. cit.,p. 126.
Honor, reconocimiento, libertad y desacato
109

nes de castas, señala una exclusión-inclusión. Se suponía que quie-


nes eran "de colores" no deberían ser libres, si al menos alguno de
sus ancestros no lo había sido.
En algunos lugares, la frontera entre resistencia a los modelos
culturales hispánicos y producción de adaptaciones a ellos es difí-
cil de trazar. El obispo de Cartagena, tras un periplo de visitas a los
pueblos de su diócesis durante un año, escribió largamente sobre
la "universal relajación de las costumbres" 11 . Sus críticas apunta-
ban a la falta de catequización y cumplimiento de preceptos ecle-
siásticos y a la general práctica de bailes impúdicos.
N o obstante, las personas que vivían así no se sentían fuera de
la economía del honor. Por ejemplo, a fines del siglo XVIII, Benito
Blanco, negro liberto que vivía en las montañas de Quiliten, cerca
de Tolú, se quejó del "agravio de la pricion y descrédito en mis arre-
glados procedimientos" de que había sido víctima por lo que él lla-
mo su "ynfelis constitución de Negro Bozal Libertino", y pidió que
se le restituyera su honor. El expresó vehementemente su noción
de persona con derecho a la libertad, al libre desplazamiento, a la
propiedad y a hacer transacciones y a que no se le violentara física-
mente ni se le hiciera chantaje por ser negro libre 12 .
Podemos decir que, en algunos casos significativos, hombres y
mujeres libres de todos los colores decidieron invocar el honor y deja-
ron huellas del uso que hicieron de ese lenguaje, de susregistros per-
sonales. N o hay que perder de vista que el honor era el elemento

1
' Véase el "Informe del obispo de Cartagena sobre el estado de la religión
y la iglesia en los pueblos de la Costa, 1781", editado por Gustavo Bell Lemus
en Cartagena de Indias: de la Colonia a la República (Bogotá: Fundación Simón y
LolaGuberek, 1991), pp. 152-161.
Archivo General de la Nación, sección Colonia, título Juicios Crimina-
les, tomo 107, folios 853-854.
MARGARITA GARRIDO
I 10

clave del trasfondo moral públicamente disponible, del cual, en


principio, se los excluía.
Hay aquí una característica genuina de la sociedad colonial.
Charles Taylor muestra cómo en el siglo XVII el pensamiento filo-
sófico había puesto de cabeza la valoración según la cual las preocu-
paciones del honor jerárquico y del cultivo del espíritu y la política
eran superiores a las preocupaciones de la vida corriente -trabajo
y familia—. O, dicho de otro modo, la afirmación de la vida corriente
fue la base para la crítica de la ética del honor y la gloria1 . Pero en
las colonias, según lo que venimos rastreando, este proceso fue dis-
tinto: consistió en la invocación del honor por parte de quienes no
contaban con él como privilegio, y se le dio el significado de las vir-
tudes de la vida corriente —la honestidad y la decencia ante todo—,
alcanzables por todos. De este modo, una noción que la corriente
principal de pensamiento europeo estaba dejando de lado fue adop-
tada en la sociedad colonial, con un significado y una eficacia que
la sobrepasaban 14 .
El honor practicado como una manera de vivir con virtud y
decencia fue, pues, uno de los caminos para afirmarse y lograr re-
conocimiento. Encerraba mucho de copiar al otro y de negar en uno
lo que constituía tacha étnica. N o se puede mirar sólo como tratar

13
Charles Taylor, Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna (Bar-
celona: Paidós, 1996), pp. 227-234.
14
Sobre el papel central de la idea de favor en las relaciones de la sociedad
brasileña del siglo XIX, véase Roberto Schwarz,Ao Vencedoras Batatas (Sao Paulo:
Dos Cidades, 1981), pp. 13-23. Schwarz dedica un excelente capítulo a las "ideas
fuera de lugar", impuestas o adaptadas de Europa, las cuales, una vez sometidas
a la influencia del lugar, tomaban un rumbo particular, generalmente marcado
por ambigüedades, ilusiones e impropiedades, y suscitaban también resistencias
a ellas.
Honor, reconocimiento, libertad y desacato
111

de ser lo que no se era, pues se trataba de ganar un reconocimiento


como persona, que de hecho se era, el cual le era negado. Se trata-
ba, de alguna manera, de combatir la descalificación existencial de que
eran objeto'5 y lograr confirmación de su valor.

II

La otra dimensión del honor de la que nos ocupamos, quizás la me-


nos considerada hasta ahora, es su entendimiento en función de la
libertad. El ideal de la propia honra adquiría una dimensión más en
el terreno de la relación autoridad-obediencia. La relación de la per-
sona con la autoridad era definitiva en su reconocimiento. La hon-
ra de alguien no sólo se exhibía en el trato recibido de los demás,
sino, y especialmente, por el trato recibido de las autoridades.
E n la sociedad colonial, como sabemos, los discursos del orden
proclamaban dos majestades: dios y el rey. América fue incluida des-
de la conquista en la cristiandad y en los dominios de la corona de
Castilla. Los requerimientos obligaron a los indios a asumir ese or-
den doble en el que eran rebaño de almas y vasallos tributarios de
una monarquía. Mejor por la razón que por la fuerza, pero sin alter-
nativa.
Paradójicamente, la misma aventura que trajo a los indios la
tristeza y la desolación de que hablaron sus cantos, fue, para suce-
sivas oleadas de castellanos, andaluces, leoneses y extremeños, para
judíos y moros conversos y para gentes de muchos reinos, momento
inaugural de su ser libre. La utopía de ser alguien estaba absoluta-

' Roland Lamg, Fl yo dividido (México: Fondo de Cultura Económica,


1964).
MARGARITA GARRIDO
112

mente intrincada con la de ser libre. No ser hombre de otro hombre.


Ser uno. Ser libre. Ser.
Una de las constantes del esquema de conquista fueron las su-
cesivas rebeldías. Cortés se separó de Diego de Velásquez; Pedro
de Alvarado, de Cortés. Belalcázar y Aguirre se rebelaron contra
Pizarro. Y en cada pequeña historia de conquista se encuentran su-
cesivas rebeliones que fueron subdividiendo territorios o, en algu-
nos casos, suplantando autoridades. El reconocimiento al rey y a
dios desde América era más fácil porque estaban más lejos. Podía
dárseles reconocimiento sin que ello implicara algo más que actos
formales y devotos. M u y pronto apareció la famosa fórmula de "se
obedece pero no se cumple", la cual fue legalizada sobre la convic-
ción de que en América existían condiciones diferentes. Se trataba
de un gesto tan respetuoso y socorrido como aquel que hacemos al
escribir "no aplica" ante algo que se nos requiere en un formulario
y no tiene que ver con nosotros. E n cambio, la obediencia a las au-
toridades cercanas era menos fácil de escamotear. Los archivos de
la Audiencia de Santa Fe están llenos de casos de desacato indivi-
dual, y no son pocos los casos de impugnación colectiva.
En el imaginario colonial se produjo una asociación entre ho-
nor y libertad. N o olvidemos que se trata de una sociedad donde la
libertad y la honra son bienes escasos, esquivos, amenazados, y por
ello muy preciados. Desde el sigloXVI encontramos una valoración
especial del ser libre. Las huestes de Rodrigo de Bastidas lo desa-
catan después de la fundación de Santa Marta, al grito de: "Viva el
emperador y la libertad; que no hemos de morir aquí como escla-
vos en poder de ese mal viejo".
Para los libres de todos los colores, siendo la mayoría de la pobla-
ción en el siglo XVIII en Nueva Granada, su diferenciación básica
de los de abajo era la de ser reconocidos por los demás como hom-
Honor, reconocimiento, libertad y desacato
"3

bres libres, es decir, como no indios y no esclavos. Ello se traducía


eventualmente como no tener que obedecer incondicionalmente.
Por eso, para muchos, obedecer algunas órdenes era sinónimo de
ser indio, de no ser libre. Y desacatarlas era propio de libres.
U n sentido de obediencia no incondicional parece ser una marca
persistente. Aun en el sigloXIX se encuentran numerosas quejas de
hacendados que no consiguen peones para sus labranzas. La gen-
te, decían, prefería vivir mal y ser libre 16 . Algunos casos de desacato
se resolvían en su jurisdicción provincial y otros llegaban a la Real
Audiencia. Los procesos judiciales pueden ser leídos como una
abigarrada construcción de identidades y alteridades por parte de
las distintas personas, en una dialéctica de desafío y réplica.
En la mayoría de los casos, tanto individuales como colectivos,
los desacatadores alegaron que la autoridad que desacataban o im-
pugnaban no tenía legítimamente el poder o había cometido abu-
sos de diversa índole. N o se trataba de desobediencia porque la
orden "no aplicaba", sino de desobediencia justificada por las fa-
llas en quien mandaba o en lo que mandaba.
Así, con la misma frecuencia que las autoridades desacatadas
se quejaron del no reconocimiento a su cargo e investidura, los desa-
catadores, por su parte, alegaron que las autoridades no les habían

16
Malcolm Deas, Aspectos polémicos de la historia colombiana del siglo XIX.
Memoria de un seminario (Bogotá.: Fondo Cultural Cafetero, 1983), p. 149. Edgar
Vásquez, economista e investigador de la Universidad del Valle, ha señalado que
muchos individuos dedicados a pequeños negocios informales, o a lo que hoy se
denomina "rebusque", han expresado que prefieren defender su libertad y vivir
los avalares de su gestión individual antes que aceptar la sujeción a un patrón o
a una empresa. No por ello podemos decir que el rechazo a ser mandado con-
duzca directamente a un espíritu de tipo empresarial, cuya difícil entrada en nues-
tras prácticas ha sido señalada por historiadores.
MARGARITA GARRIDO
II 4

dado el trato que se merecían. El lenguaje usado, tanto por los de-
sacatadores como por ias autoridades desacatadas en defensa de sus
respectivas prácticas, era el delbonor. El sentido del honor regía, en
buena parte, las relaciones con las autoridades. Había pues un cir-
cuito que podríamos llamar economía del honor y la obediencia, cuyo
fluido era altamente explosivo.
De acuerdo con Pierre Bourdieu, el sentido del honor es enten-
dido en las sociedades tradicionales como capital simbólico, acumu-
lado por años, salvaguardado e invertible, y constituye el motor de
"la dialéctica del desafío y la réplica, del don y del contra-don" 17 .
N o sólo lo que se dice o se hace sino, y sobre todo, la manera como
se dice o se hace, los gestos que lo acompañan y las nociones del or-
den a las que responden, tienen que ver con el sentido del honor de
cada individuo. Estos son signos que pueden ser reconocidos y va-
lorados por los demás.
Era en el intercambio cotidiano de desafío y réplica que se ob-
tenía el reconocimiento al honor, se recibía la mirada del otro con su
valoración implícita. Cuando las palabras y los gestos de uno al tra-
tar al otro dejaban ver que no tenía la adecuada visión del indivi-
duo al que se dirigía y de su posición relativa, había una ofensa al
honor. En la sociedad colonial la operación simbólica más impor-
tante de lo público cotidiano era la del reconocimiento que se daban
unos vecinos a otros 18 . Cualquier elemento que significara que el
gobernado no tenía clara la visión de su propia posición ni la de su
gobernante o —al contrario- que el gobernante desconociera estas

Pierre Bourdieu, El sentido práctico (Madrid: Taurus, 1991), p. 175.


18
Margarita Garrido, "La vida cotidiana y pública en las ciudades colo-
niales", en Beatriz Castro (ed.), Historia de la vida cotidiana en Colombia (Bogo-
tá: Norma, 1996), pp. 131-158.
Honor, reconocimiento, libertad y desacato

visiones de sí y del otro, podía significar un desafío inadecuado y


dar la ocasión para un desconocimiento de su autoridad. Esta dia-
léctica en la sociedad colonial de la que nos ocupamos estaba cons-
tituida por movimientos milimétricos y sus participantes se hallaban
imbuidos de una alta sensibilidad. Por parte del gobernado, desde
una tenue falta de deferencia hasta una injuria a la persona o al car-
go; por parte del gobernante, desde un tono de mando inapropiado
hasta abusos y maltratos o castigos sin los procedimientos preesta-
blecidos, pasando por la reconvención inoportuna y pública a un su-
jeto que pasaba por ser de distinción. Las ofensas más dolorosas
eran aquellas en las que de alguna manera se cuestionaba al inter-
locutor su condición de hombre o mujer libre.
El liberto, mestizo, mulato o zambo, era un sujeto colonial que
tenía la particularidad de haber accedido a la condición de libre en
la misma sociedad en que algunos de sus antecesores no lo habían
sido. Ser libre era su necesidad más apremiante. Cuando lo conse-
guía, le urgía lograr continuamente reconocimiento como tal.
N o obstante, el ser libre en términos de no tributar, de no ser
esclavo, no le garantizaba la autonomía en términos de ser autor de
su destino. La necesidad de ser reconocido podía inspirarle tanto
conductas muy sumisas (simuladas o asumidas) o conductas de
desafío. N o había claridad para él ni para el conjunto sobre cuáles
eran las reglas o normas por las que se debía regir. La imagen que
tenía de sí mismo y el reconocimiento que recibía (o no) de ella
parecía ser la clave de su obediencia o desobediencia.
El libre se veía abocado hasta cierto punto a definir su propia
normatividad en muchos campos de la vida (formas de vida mate-
rial y actitudes hacia los demás) y ello podía implicarle una discon-
tinuidad con lo acostumbrado por algunos de sus ancestros. Podía
significar una ruptura en la continuidad de su trayectoria vital, con
MARGARITA GARRIDO
lió

una parte de su herencia, e implicar una compleja construcción de


modos alternos, un tanto inciertos, ya que tampoco se le daban po-
sibilidades amplias para asumir los de los de arriba. Lo suyo podía
ser visto como copia, como simulación, y encontrar por ello más ba-
rreras. Sus creencias podían entrar en conflicto con sus actos. Aca-
so, sin sentirse culpable, sintiera vergüenza.
Los libres tenían ante el rey y los gobernantes una posición in-
dividual, menos mediada que la de los indios, quienes eran miem-
bros de una comunidad y mandados por su cacique (y eventualmente
por un encomendero). Los libres contaban con un campo para la in-
dividualidad del que carecían los esclavos, para quienes muchos
aspectos de su vida, y ésta misma, dependían de su amo. Aun más,
los libres estaban menos atados que los notables a obligaciones es-
tamentales. El libre estaba sujeto a los gobernantes locales y pro-
vinciales y al rey, pero podía llegar a definir y pensar de forma más
individual su obediencia o su inobediencia, pensar más individual-
mente sobre su señor y sobre él mismo. No obstante, luchaba con-
tra una imagen negativa que pesaba sobre los de su condición.
Quizás valga, para aclarar, citar a Paul Veyne:

En el sentido que aquí se conviene, pues, un individuo no


es una bestia de rebaño; es, por el contrario, un ser que confiere
valor a la imagen que tiene sobre sí mismo. El interés por esta ima-
gen puede incitarlo a desobedecer, a rebelarse, pero también, e
incluso con más frecuencia, a obedecer todavía más; entendida
en este sentido, la noción de individuo no se opone en absoluto a
la de sociedad o de Estado. Se puede decir entonces que este indivi-
duo es herido en el corazón por el poder público cuando se desvirtúa su
imagen de sien la relación que tiene consigo mismo al obedecer al Esta-
do o ala sociedad. [...] Cuando un individuo es alcanzado en la idea
Honor, reconocimiento, libertad y desacato
117

que tiene de sí mismo, se puede afirmar que su relación con el poder


público es la misma que tendría con otro individuo que lo hubiese hu-
millado o, por el contrario, afirmado en su orgullo19'.

En el corazón y en el imaginario de aquellos sujetos coloniales


que no eran indios de comunidades ni esclavos, sino libres de todos
los crúores, estaban inseparablemente unidos el honor y la libertad.
Eran las claves de su identidad. El uno aludía a la utopía de mil
cabezas de ser alguien, el otro a la de no tener señor, o no ser de un
encomendero, ni de cacique, ni de un cura. Algunas réplicas a las
autoridades frecuentemente registradas por los documentos sugie-
ren esta relación de identidad-libertad-desobediencia. El dicho tan
común en aquella época de "Cura mande indio" aludía a la identi-
ficación de no indio con libre y, por tanto, desobligado. Otra forma
de replicar a un trato indebido por parte de la autoridad era "yo no
soy cimarrón", que nos sugiere el rechazo a que se le atribuya al
individuo un pasado de esclavitud. Fue también común la queja por
ser tratado como "hombre vil".
Al formarse las milicias en el siglo XVIII, algunos pardos y
mulatos, "salidos de la oscuridad de lo negro", como quedó escrito
en ios registros, fueron nombrados capitanes. Esta inclusión en las
milicias y el consiguiente fuero les dio a muchos un refuerzo en su
seguridad como personas. Sin embargo, la autoridad de los capita-
nes pardos fue difícilmente reconocida por los blancos. Similares
dificultades afrontaron un sinnúmero de alcaldes plebeyos. Ellos
fueron vistos como si hubieran subvertido la economía formal del

19
Paul Veyne, "El individuo herido en el corazón por el poder público", en
Paul Veyne et al., Sobre el individuo. Contribuciones al Coloquio de Royaumont, 1985
(Barcelona: Paidós, 1990), pp. 9-10. El subrayado es mío.
MARGARITA GARRIDO
118

honor con una economía informal del honor apócrifa, falsa. En la eco-
nomía formal del honor, a la prevalencia correspondían la virtud y
el mérito y, por tanto, no sólo el monopolio de la disposición sobre
recursos y sobre gran número de gente, sino también la superiori-
dad moral. En la economía informal del honor, la sola virtud, a pe-
sar de ser mezclado, podía llevar al reconocimiento de la comunidad
y a un cargo. E n términos de psicología política, se puede ver como
un mecanismo por el cual los deseos se adaptan a los medios con que se
cuenta para satisfacerlos . Llegar a un cargo era un reconocimiento
mayor, más amplio, y otorgaba una relativa participación en la ca-
pacidad de disposición sobre personas y unos recursos escasos aun-
que relativamente significativos. Pero entonces solía ocurrir que el
funcionario hacía de su oficina un reino, más o menos pasajero, en
que cobraba a sus semejantes sus propias carencias. Era entonces
cuando su intento de ruptura con la alienación se transformaba en
un cerramiento al otro, en una enfermedad de querer ser por enci-
ma de los otros, en un caso particular de inseguridad.
Estos fueron recorridos tempranos. Búsquedas retorcidas y tor-
mentosas de identidad, nociones muy irritables de honor y libertad
que dependían de la mirada del otro, la temían y la espiaban, inse-
guridades profundas del ser, rasgos que se convirtieron en una pa-
tología de la identidad y gravitan de diversas maneras en nuestra
memoria. Pero también invención creativa de solidaridades —como
la del vecindario, o la de la pertenencia a una unidad patriarcal-,
que permitían definir el estatus en términos que, si bien no carecían
de connotaciones sociales y étnicas, las relativizaban. Y formas de
revancha que no dejaban de tener una aspecto positivo de control
de los excesos de los notables.

20
Jon Flster, op. cit.,p. 15.
Honor, reconocimiento, libertad y desacato
119

E n el siglo XIX se dieron grandes cambios en lo psicosocial. La


visiones de sí mismos como independientes, nacionales de una na-
ción, ciudadanos de estados confederados, miembros de un parti-
do, se articularon a las pertenencias locales, familiares y patriarcales.
Los mapas de lealtades tuvieron que reorganizarse. La Indepen-
dencia y las guerras unieron el ideal del honor al de la gloria obte-
nida en batalla. A mediados de siglo arribó el ideal del progreso con
su versión pública de convertir a todos en ciudadanos y su versión
privada de "estudie mijo para que sea alguien". Éstos fueron nue-
vos caminos para el reconocimiento... Para ser alguien... Para el
honor... Pero las diferencias entre ricos y pobres, entre élite y pue-
blo, entre lo rural y lo urbano se ahondaron. Los consumos cultu-
rales los diferenciaron notablemente.

III

E n el siglo XX, el éxito es la clave del reconocimiento entre los indi-


viduos. El ideal del éxito se vuelve el valor articulador de prácticas
diversas. La capacidad adquisitiva se convierte en una medida del
valor del individuo. La afirmación de la dignidad humana pasa aho-
ra por lo que se tiene; el consumo es el indicador del éxito y por ende
del lugar de la persona. Pero el honor sigue apareciendo como una
idea fuera de tiempo, circula de diversas formas, y su sentido varía
de acuerdo con clases, regiones y entornos culturales.
La red de significados en la que el honor en varias acepciones
y usos circula, aunque ya no en un lugar central, está marcada por
una colonización cultural de doble vía. Si bien, como se ha dicho
por los comunicadores, lo popular urbano ha colonizado el campo
a través de los medios, no debemos olvidar que la gran inmigración
MARGARITA GARRIDO
120

del campo a la ciudad trasladó pautas culturales que cobraron nue-


vos sentidos al articularse al pueblo, al barrio, a la comuna. Coloni-
zación y migración mezclaron tiempos y sentidos.
Sentidos y usos del honor parecen gravitar en algunas prácti-
cas y discursos. Los compromisos con el logro de condiciones de
dignidad para la vida de parte de líderes populares y movimientos
sociales nos hablan de sentidos profundos de virtud y bien público,
de solidaridades para reafirmar la dignidad humana. Nuevas devo-
ciones religiosas y nacionalistas nos hacen pensar en las acendradas
pertenencias de personas sin motivos personales de orgullo a enti-
dades y fuerzas que las trasciendan y vayan más allá de sus vidas.
Sentidos del honor como virtud y decencia pueden dar lugar a fun-
damentalismos intolerantes o a declaraciones que encierran contra-
dicciones tan fuertes como: "Soy narco pero decente" 21 .
U n sentido peculiar del honor de grupo acompaña las lealtades
a unidades patriarcales con diversos usos políticos y económicos,
incluso en la esfera de la economía ilegal. La unidad de organiza-
ción patriarcal podría explicar el funcionamiento de algunas asocia-
ciones basadas en las lealtades personales incondicionales, donde las
personas están no solamente endeudadas por favores, sino tan inte-
gradas que viven virtualmente la posición de su jefe. Testaferratos
que ni en la cárcel declinan sus lealtades a quien parecería que les
dio el ser o declaraciones públicas de lealtad sin cálculo alguno.
Por otra parte, sentidos del honor-libertad que inspiran valero-
sas resistencias al abuso o al maltrato. El honor-libertad entendido
como inobediencia, expresado tanto en la común respuesta domés-
tica de "a mí no me manda nadie", como en la tendencia demasia-

21
Citado por Alvaro Tirado Mejía, "La violencia en Colombia", en revis-
ta Historia y Sociedad, N" 2 (Bogotá: Universidad Nacional, 1995), pp. 115-128.
Honor, reconocimiento, libertad y desacato
i 2 i

do dicha a no seguir las reglas, pensar que son para otros, preten-
der siempre la excepción. Al extremo, ese sentido honor-gloria y li-
bertad tan asociable a la insurgencia crónica. Y el honor dicho como
respeto que trae el poder logrado por la violencia: el honor de los
grupos fuera de la ley. Y todas las violencias que en alguna forma
son respuestas, sobre todo juveniles, a la descalificación existencial
o al rechazo. El desconocimiento abierto o soslayado de las autori-
dades locales por su calidad étnica no ha dejado de presentarse,
aunque comúnmente se acepte que en nuestra sociedad la política
no ha sido esfera exclusiva de los notables.
La idea del honor tiene ahora, fuera de su tiempo, aún más usos
contradictorios en discursos y en prácticas. El honor de no ser in-
dio o no ser negro según las regiones, el honor de serlo en otras, el
honor de ser bueno o de los buenos, el de no serlo, el de estudiar
para ser alguien y el de medrar por fuera de las instituciones, el de
cumplir compromisos como un caballero y el de burlar la autori-
dad. E n algunas culturas regionales ser pobre es deshonra. E n casi
todas, ciertos consumos se hacen para obtener reconocimiento. Y
por supuesto, el honor sigue ocupando, como lo ha mostrado Vir-
ginia Gutiérrez de Pineda, un lugar central en discursos y prácti-
cas de la familia patriarcal 22 .
En nuestra sociedad conviven, desde hace mucho tiempo, for-
mas de reconocimiento propias de una sociedad tradicional, basa-
das en la conformidad con el orden, con formas de reconocimiento
propias de sociedades modernas, que premian la trayectoria indi-
vidual. Por supuesto, las formas no son las mismas.

Virginia Gutiérrez de Pineda y Patricia Vila de Pineda, Honor,


sociedad. El caso de Santander (Bogotá: Universidad Nacional, 1992).
¿La corona hace al emperador?
La corte de los ilusos, de Rosa Beltrán

Ute Seydel

Iturbide y la independencia...
¡Mexicanos! Habéis ganado ya padres y padrastros, yo os
doy Independencia, pero os dejo sin madre... ¡patria!
Magu, "La nación y sus símbolos"1

Introducción

L>a novela de Rosa Beltrán se presta a numerosas lecturas; por ejem-


plo, una lectura centrada en el uso de la ironía, de la parodia y del
pastiche, o bien una lectura enfocada en la mirada femenina desde
la cual se crea un metarrelato historiográfico con especial interés en
el papel del sujeto femenino en los acontecimientos históricos. Para
el marco del presente congreso, cuyo objeto son las teorías cultura-
les y comunicacionales latinoamericanas, opté por una lectura que
aprecia la inserción de la novela en los discursos de la nación y de la
identidad. Por ello son pertinentes algunas consideraciones previas
con respecto a la legitimación del poder, aludida en la novela. Asi-
mismo, es oportuno analizar la aportación de la novela fundacional

' Magu, "La nación y sus símbolos", en Enrique Florescano (coová.),Mitos


mexicanos (México: Santillana, 1996), pp. 99-108.
iLa corona hace al emperador?
123

decimonónica a la imaginación de la nación para revelar posterior-


mente la actitud contestataria del texto de Rosa Beltrán frente a este
subgénero novelístico y a la historiografía oficial.

E l discurso de la nación y la identidad

Antes de abarcar el discurso de la nación y la identidad en el con-


texto latinoamericano y especialmente en el mexicano, resumiré al-
gunos aspectos explorados por Benedict Anderson con respecto al
nacionalismo como fenómeno universal. Según él, cada nación se
imagina de una manera particular. El sistema simbólico y la articu-
lación de significados difiere entre una y otra nación. Cada una de
ellas tiene la necesidad de inventar narraciones ejemplares y de ima-
ginarse como entidad limitada, soberana y libre, basándose en re-
cuerdos y olvidos comunes". Supone la fidelidad y disposición de
sus ciudadanos de sacrificarse para la comunidad, lo que a su vez
exige ciudadanos libres. Señala asimismo que el nacionalismo se
asemeja más a las categorías de religión y parentesco que a las ideo-
logías políticas como el fascismo, el socialismo o el liberalismo. Por
un lado, esto se hace patente cuando los individuos que luchaban
por el bien de la nación se convierten en héroes y objetos de vene-
ración; por el otro, se plasma en la analogía propuesta entre familia
y nación, así como entre padre y jefe de gobierno. La fe en la na-
ción sustituye, en cierto modo, a nivel mundial la fe religiosa, como
consecuencia del proceso de secularización de las sociedades. Por

- Benedict Anderson, Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y


la difusión del nacionalismo (México: Fondo de Cultura Económica, 1997), pp.
23-25.
' Ibid., p. 23.
UTE SEYDEL
I24

consiguiente, Jean Franco afirma que la nación es el lugar de una


inmortalidad secular 4 . Así, son comparables la inmortalidad de los
héroes, lograda por medio del culto a ellos, así como mediante las
fiestas cívicas conmemorativas, las rotondas de los soldados anó-
nimos, los monumentos, etc., y la inmortalidad religiosa alcanzada
por creyentes y santos por medio de ritos religiosos y hagiografías5.
El afán por crear las distintas naciones en el continente ameri-
cano surgió cuando las antes colonias se independizaron, es decir,
en el momento en que las antiguas unidades administrativas traza-
das por las potencias coloniales respectivas se convirtieron en uni-
dades independientes 6 . Con el fin de deslindarse de ellas y acceder
al poder político y económico, e impidiendo que otros sectores de
la población se adelantaran, los criollos determinaron el territorio,
la lengua hegemónica, la forma de gobierno, así como la religión
oficial de los estados independientes. De tal modo definieron las ba-
ses de las naciones nacientes y lograron crear estados-naciones an-
tes que varios de los estados europeos'.
La diferencia entre los movimientos nacionalistas europeos y los
latinoamericanos consiste en que en Europa fueron impulsados por
sectores amplios de la población que demandaron al mismo tiem-
po la libertad de prensa, la libre expresión y el derecho de reunión,
es decir, se desarrollaban simultáneamente con los movimientos

4
Jean Franco, "Lhe Nation as Imagined Community", en Aram Veeser
(ed.), The New Historicism (New York/London; Routledge, 1989), pp. 204-212.
5
B. Anderson, ibid,p. 27.
6
B. Anderson, ibid.,p. 84.
' Ejemplos de estados nacionales tardíos son Italia y Alemania. Fue ape-
nas en 1866 cuando este último logra configurarse como tal, al no incluir final-
mente el territorio de la actual Austria en el proyecto de la nación alemana: B.
Anderson, ibid., p. 80.
¿La corona hace al emperador?
125

democráticos; en cambio, en América Latina fueron los miembros


de la clase criolla quienes articulaban el interés por crear naciones,
con el fin de conservar sus privilegios.
Los mestizos y los indígenas mexicanos que iniciaron las luchas
en favor de la independencia (en alianza con el clero bajo), al con-
sumarse ésta, se vieron obligados a adaptarse al proyecto nacional
diseñado por los criollos y a experimentar el desprecio de aquéllos
por razones raciales. Se convirtieron, de cierto modo, en el objeto
de la política civilizadora y educadora de la nueva clase gobernan-
te que pretendía el blanqueamiento simbólico, la modernización y
la homogeneización de la sociedad a través de la educación 8 , ya que
sentía la necesidad de fomentar un sentimiento de unión entre los
miembros de las diversas etnias. Jean Franco hace hincapié en el vín-
culo entre el proyecto pedagógico de los criollos y la necesidad de
legitimar la creación del estado nacional mexicano en el territorio
que fuera anteriormente la Nueva España: "La majestad de la na-
ción se legitima por medio del discurso pedagógico" 9 .
Tanto para México como para las demás naciones latinoame-
ricanas parece acertada la afirmación de Ernest Gellner respecto a
que las naciones se inventaban donde no existían10. El estado-na-
ción mexicano independiente reunía en su territorio diversas etnias
y comunidades lingüísticas. Con el fin de afirmarse como nación se
diseñó la bandera mexicana, se creó el himno nacional y surgieron

Jean Franco, Las conspiradoras (México: El Colegio de México, 1994),


p. 113.
9
J. Franco, "Lhe Nation as Imagined Community", ibid, p. 207. La tra-
ducción es de Guillermo Diez.
10
Ernest Gellner, Thought and Change (London: Weidenfels & Nicholson,
1964), p. 169.
UTE SEYDEL
I 20

los mitos fundacionales, tales como el de Quetzalcóatl, el de la Vir-


gen de Guadalupe y el de la Malinche.
En el México independiente los criollos asumieron los cargos
políticos claves que durante el virreinato fueron ocupados por los
españoles. El virreinato basaba su sistema centralista en un control
de los habitantes a través del poder militar y religioso. Este se ejer-
cía por medio de mecanismos que incluían no sólo la confesión sino
también la inquisición. Las milicias criollas originadas en las gue-
rras de Independencia se convirtieron en el nuevo control militar.
La educación secular centralizada empezó a sustituir a la religiosa
y, así, al control de la iglesia sobre los individuos. Los criollos afir-
maban la legitimidad de su reivindicación del poder definiéndose
como herederos de los españoles. Por consiguiente, denominaron
entre ellos a Agustín de Iturbide como primer jefe de gobierno, sin
consultar a la mayor parte de la población. Además, para continuar
con un sistema monárquico, optaron por un Imperio, suponiendo
que éste, por su "aprobación divina", representaba una legitima-
ción mayor que otra forma de gobierno.

Ea novela decimonónica comoficciónfundacional y nacional

E n la empresa de imaginar la nación estuvieron implicados los


medios impresos y, de modo especial, la novela 1 ', género literario

" Doris Sommers, "Irresistible Romance; Lhe Foundational Fictions of


Latin America", en Homi K. Bhabha (ed.), Nation and Narration (London:
Rout-ledge, 1990), pp. 71-98, en especial p. 75.
Jean Franco afirma al respecto lo siguiente: "El vínculo entre la formación
nacional y la novela no fue fortuito. De manera conveniente, \2.intelligentsia se apro-
piaría de la novela durante el siglo XX y obtendría soluciones imaginarias de los
problemas inmanejables de la heterogeneidad social, la desigualdad social, la so-
¿La corona hace al emperador?
127

cuyo surgimiento coincidió con el inicio de los movimientos inde-


pendentistas. En el caso mexicano, se publicó la novela E l periquillo
Sarniento, de José Joaquín Fernández de Lizardi 12 , en 1816, seis años
después de iniciarse las guerras de independencia y cinco años an-
tes de que se consumara ésta. Las novelas publicadas tras esta fecha
proyectan, según Doris Sommers, historias ideales para así contri-
buir a la formación del estado moderno: "Se pueden presentar —y
se presentarán— aquí demostraciones acerca de la coincidencia en-
tre la fundación de las naciones modernas y la proyección de sus his-
torias idealizadas por medio de la novela"''.
A continuación, resumiré cómo la novela decimonónica cum-
plía con el propósito de imaginar la comunidad nacional.
En primer lugar, realiza una delimitación entre España y el fu-
turo México en el nivel ideológico: critica el oscurantismo español
y desarrolla modelos de un México moderno, civilizado e ilustrado,
afirmando, de este modo, lo propio ante lo ajeno. En segundo lu-
gar, explora la analogía establecida por la clase gobernante entre na-
ción y familia, así como entre jefe de gobierno y padre de familia,
contrastando matrimonios ideales, castos y virtuosos, con parejas
frivolas, dionisíacas y desordenadas, llevadas por sentimientos ne-
gativos. Se aventura a mostrar la convivencia armónica entre las dis-

ciedad urbana versus la sociedad rural". J. Franco, "Lhe Nation as Imagined


Community", ibid., p. 204. La traducción es de Guillermo Diez,
Véase también Leslie Fiedler, Love and Death in the American Novel (New
York: Stein & Day, 1966); Simón During, "Literature-Nationalism's other? A
Case for Revisión", en Homi K. Bhabha (ed.),ibid., pp. 138-153; Benedict An-
derson, ibid.
12
José Joaquín Fernández de Lizardi, El periquillo Sarniento (México; Ale-
xandro Valdés, 1816).
D. Sommers, ibid., p. 73.
UTE SEYDEL
128

tintas razas y los grupos sociales, así como a dar ejemplos de rela-
ciones amorosas entre los diferentes sectores de la sociedad que an-
teriormente se encontraban en conflictos bélicos. Además, la novela
del siglo XIX trata de colaborar en la empresa de echar un puente
entre la población rural y la urbana, entre los diversos grupos so-
ciales y étnicos, a través de discursos pedagógicos y éticos. Estos
se dirigen en especial a las mujeres, como educadoras de los futu-
ros ciudadanos y patriotas. La novela del siglo pasado presenta asi-
mismo un cuadro de las costumbres, condiciones de vida y formas
de vestir de los dispares sectores de la sociedad. Por último, los per-
sonajes ficticios proponen y discuten a lo largo de la novela los di-
ferentes modelos de formación del estado-nación.

La corte de los ilusos como contradiscurso fundacional y nacional

Con la perspectiva de los años noventa del siglo XX, la novela de


Rosa Beltrán replantea de manera lúdica el problema de la cons-
trucción y la invención de un estado-nación en el territorio de la an-
tigua Nueva España. Se acerca con un tono irónico a un momento
clave en la historia de México: la transición de la colonia a Estado
independiente. Fue entonces cuando se decidió la forma de gobier-
no y cuáles sectores de la población tendrían acceso al poder eco-
nómico y político del país; al mismo tiempo se determinó el idioma
hegemónico. Lo difícil de la empresa de fundar una nación, sin que
fuera resultado ni de un desarrollo paulatino impulsado por gran-
des sectores de la población ni de las condiciones socioeconómicas
del país, se pone de relieve desde el comienzo de la novela.
El texto de la escritora mexicana principia con un cuadro de la
ciudad de México bajo la mirada de madame Henriette, la costu-
rera imperial: una ciudad enlodada, llena de charcos y con calles an-
¿La corona hace al emperador?
129

gostas "que se tuercen" 14 . E n opinión de la francesa, es la capital


poco confiable de un país de caníbales. Luego de esta caracteriza-
ción poco favorable del país anfitrión, se describen los preparati-
vos para la ceremonia de coronación.
La élite política, por falta de formación y entrenamiento para la
tarea de gobernar al país, recurre a la imitación de modelos ajenos.
Para legitimarse, procede a copiar el imperio de Napoleón, un "ver-
dadero imperio" (p. 14), como lo llamaría madame Henriette. La
élite busca afirmar su poder a través de la yuxtaposición y la acu-
mulación de símbolos: la corona "con tres diademas y un remate
que emulaba el mundo y la cruz" (p. 46), el anillo, el águila impe-
rial, el cetro y el manto imperial de terciopelo.
Irónicamente, a pesar de la minuciosa preparación de cada uno
de estos detalles que deberían de lucir en la ceremonia de corona-
ción, tanto en la prueba del uniforme imperial como en el transcurso
y al final del evento solemne se acumulan los presagios del fracaso
que sufriría el imperio iturbidista. A continuación enumeraré algu-
nos de estos presagios.
Al probar el uniforme confeccionado por Henriette, éste ame-
naza con reventar si Iturbide no mantiene el vientre sumido, y la
costurera le advierte que no debería de inflar tanto el pecho (p. 15),
haciendo alusión a la soberbia del Dragón de Fierro, que al fin le
cuesta la vida 15 .

14
Rosa Beltrán, La corte de los ilusos (México: Planeta/Joaquín Mortiz,
1995), p. 9. A continuación, las citas tomadas de la novela de Rosa Beltrán se in-
dicarán únicamente por medio de los números de las respectivas páginas.
15
Al confeccionar la mortaja, Henriette sentencia que la muerte de Iturbide
se debe úfoisgras (p. 257), metáfora de la soberbia y la ambición desmesurada
del emperador.
OTE SEYDEL
I30

La ceremonia misma está colmada de incongruencias y de in-


terpretaciones falsas de ciertas señas, de manera que la unción y la
bendición de la emperatriz se da casi accidentalmente. Los solda-
dos interrumpen las canciones en alabanza al emperador, pidiendo
su sueldo, hecho que anticipa la futura desobediencia de los mili-
tares ante las órdenes de Iturbide y la posterior conspiración en su
contra. Otro indicio de la fragilidad del imperio se da al terminar la
ceremonia. E n ese momento advierte el obispo que la corona queda
ladeada en la cabeza del emperador y corre el riesgo de caerse (p.
55). Al salir de la iglesia, Ana María regresa a pie rumbo a pala-
cio, mientras que su esposo cambia la ruta prevista del regreso para
pasar cabalgando por debajo del balcón de La Güera Rodríguez,
su amante. La pareja imperial, que según la concepción moral de
entonces debería comportarse de manera ejemplar, no actúa confor-
me a las expectativas. Paradójicamente, el pueblo comenta con sor-
na sólo "los malos pasos" (p. 56) de la emperatriz, refiriéndose al
traspié que dio, mientras que los malos pasos en lo moral, efectua-
dos por su esposo infiel, apenas estrenado en su papel de padre de
la patria, no se critican.
Por todos los incidentes arriba mencionados, la ceremonia de
coronación no cumple con las exigencias mínimas de protocolo. Se
parece más bien a una obra de teatro que se estrena antes de haber-
se ensayado lo suficiente, a una mascarada o bien a una "fiesta de
disfraces" (p. 16), donde Nicolasa, la hermana demente del empe-
rador, desempeña el papel de "reina de carnaval" (p. 46). Los de-
sajustes en el transcurso de la coronación indican a la vez que tanto
Iturbide como el Congreso carecen de experiencia para resolver los
problemas políticos, económicos y sociales del país. Su proyecto
imperial es un simulacro que maneja insignias y símbolos carentes
de significado. Rosa Beltrán revela por medio de la novela que es
¿La corona hace al emperador?
131

imposible inventar una nación basándose en la copia o imitación de


formas y modelos ajenos. Muestra, al mismo tiempo, la soberbia
de los gobernantes que pensaban que basta con manejar insignias
imperiales, con vestirse de acuerdo con los modelos monárquicos
europeos, para implantar un imperio. El resultado es un imperio
de "pacotilla" y de "huehuenche", que no tiene nada en común con
la fundación seria de un estado mexicano independiente.
Otra caracterización del imperio iturbidista la sugiere la con-
traportada de la novela. Allí aparece la tabla de un juego llamado
"lotería imperial". Si la lotería es un juego de suerte y azar, pode-
mos deducir que el imperio era un juego del mismo tipo. La corte
de Iturbide jugaba a que México era un país poderoso y lleno de ri-
quezas, mientras que trescientos años de colonia habían sustraído
la mayor parte de las riquezas nacionales. Los miembros de la cor-
te jugaban a ser soberanos, a llevar una vida de familia imperial en
el palacio, a sentirse responsables por el bien de la nación, mien-
tras que se revela que cada uno de ellos estaba atrapado en su pro-
pia verdad y realidad, impedido para ver la realidad del país. Esta
falta de seriedad se aprecia sobre todo en el comportamiento de
Iturbide. Su manera de actuar contrasta con los títulos "Altísimo"
y "Serenísimo" que utilizan sus seguidores para dirigirse a él. Ade-
más, de acuerdo con el comentario de la costurera francesa frente
al cadáver de Iturbide, cuando éste se cansó de jugar, simplemente
abandonó el juego (p. 257), sin preocuparse más por sus hijos ni
por su pueblo. Con esta sentencia se alude al hecho de que el em-
perador regresa del exilio a su patria sólo para ser ejecutado pocos
días después.
Si Iturbide engañó al pueblo con la implantación de un impe-
rio que sólo aparentaba serlo, y si de esta manera daba "al pueblo
atole con el dedo" (p. 17), él mismo caerá víctima de otro engaño.
UTE SEYDEL
132

Estando en Inglaterra, recibe cartas que le prometen salvoconducto


al regresar a México, mientras que en realidad los militares ya te-
nían ideado un plan para capturarlo y ejecutarlo en el momento en
que regresara a su país.
La costurera Henriette, por su función de empleada de la fami-
lia Iturbide, es un personaje descentrado. Pese a ello, por el hecho
de provenir de una cultura de centro, se siente lo bastante legitima-
da para recriminar al futuro emperador y comentar los aconteci-
mientos. En apariencia sí está en favor de que el imperio mexicano
posterior a la Independencia se vea en la tradición autóctona y az-
teca, proponiendo para la coronación unas túnicas con aplicacio-
nes plumarias. En el fondo, sin embargo, su propuesta no se debe a
una admiración por lo autóctono sino al deseo de definir la cultura
mexicana como algo que no puede emparejarse con las grandes cul-
turas europeas y mucho menos con la francesa, que, a sus ojos, es la
más grande, por haber vivido la Revolución Francesa:

Cuando se anunció que el Imperio era un hecho, Ana Ma-


ría, la mujer del Dragón, dijo que había llegado el momento de
improvisar los trajes que iban a usarse en la coronación. La idea
parecía un escándalo a quien había seguido muy de cerca la his-
toria de Bonaparte, su compatriota, pero una modista francesa no
se contrata para oírla externar sus opiniones de políticas. Por tan-
to, puso manos a la obra y comenzó diseños de unas túnicas azte-
cas con aplicaciones plumarias que habrían de usarse sobre batas
de algodón teñido con cochinilla [p. 11].

La novela ironiza tanto la soberbia de los europeos frente a una


cultura periférica como la actitud de la clase gobernante en las cul-
turas periféricas, que en lugar de mostrarse orgullosa de su pasado
¿La corona hace al emperador?
133

se orienta por copias de culturas europeas. Tiene los ojos puestos en


lo ajeno y anhela ser lo otro, ya que lo considera superior a lo pro-
pio, sintiéndose exiliada de las culturas del centro. Se critica de esta
manera la actitud sumisa de los integrantes de este grupo social ante
los europeos:

La insolencia del tono bastó para que la modista francesa


fuera contratada de inmediato. La mujer de don Joaquín aceptó
al instante, convencida de que la altanería y el acento francés eran
síntoma inequívoco de superioridad y experiencia [p. 9].

Conclusión

La novela de la narradora mexicana se inscribe en un discurso ini-


ciado por las novelas del boom, el cual se caracteriza por su actitud
contestataria respecto al discurso nacional anterior y posterior a la
Revolución Mexicana. Las narraciones mexicanas delboom colabo-
ran en la tarea de destejer la construcción de la nación y de mostrar
sus errores. E n textos como E l luto humano, de José Revueltas, Los
recuerdos del porvenir, de Elena Garro, y'Pedro Páramo, de Juan Rul-
fo, se tematiza la desaparición y la muerte de comunidades imagi-
narias, tomando pueblos aislados como metáforas de los sucesos a
nivel nacional. Ponen en ridículo los supuestos positivistas que par-
tían de la idea de que el mundo se podía hacer y cambiar de acuer-
do con ciertas reglas y de que los hombres, por sus conocimientos,
podían remediar todos los males y desperfectos. Al respecto, afir-
ma Doris Sommers:

Aunque eran eclécticos, los positivistas tendían a favorecer la


analogía como discurso hegemónico para predecir y dirigir el ere-
UTE SEYDEL

•34

cimiento social. Ellos se convirtieron en los médicos que diagnos-


ticaban las enfermedades sociales y prescribían los remedios. Con
esta autoridad, ellos escribieron o proyectaron lo que Foucault lla-
maría "macrohistoria". Uno de los resultados fue que la historia
nacional se leía a menudo en Latinoamérica como si fuese la ine-
vitable trama del desarrollo orgánico16.

Los narradores del boom revelaron el riesgo de la aplicación de


leyes naturales al contexto social, donde la política basada en el po-
sitivismo produjo sólo simulacros. Relacionando el comentario de
Sommers con la trama de La corte de los ilusos, podemos concluir que
es imposible construir un imperio de la misma forma que se elabo-
ra un guiso. Para esto último es suficiente mezclar los ingredientes
sugeridos en el recetario; en la construcción de una nación, por el
contrario, no basta con poner "manos a la obra" 17 : hace falta un pro-
grama político coherente.
Es patente señalar que Rosa Beltrán parodia en La corte de los
ilusos el discurso pedagógico decimonónico mostrando que los mis-
mos criollos no se atenían a las reglas de los manuales de conducta,
de los cuales aparecen fragmentos en algunos de los paratextos que
anteceden los distintos capítulos de la novela. El matrimonio impe-
rial no representa una pareja ideal. Por el contrario, el emperador,
el "varón de Dios", falla como padre de familia, siempre ausente,

16
D. Sommers, ibid., p. 72. La traducción es mía.
1
' Las oraciones que introducen el primer y el último capítulo de la novela
de Rosa Beltrán retoman el discurso positivista con las palabras: "Para hacer las
cosas no hay más que hacerlas" (p. 9) y "Para hacer las cosas no hay más que
poner manos a la obra" (p. 255). A la vez, se parodia el discurso positivista ya
que en la novela forma parte de la idiosincrasia de una costurera y no de un filó-
sofo o gobernante.
¿La corona hace al emperador?
r
35

así como en su papel de padre de la nación. Solamente deja al país


una numerosa prole, sin tener interés en la educación de sus hijos.
También Ana María falla como educadora, ya que asume una acti-
tud de víctima y niña indefensa. Se muestra nerviosa, desamparada
y quejumbrosa ante todo lo que se le exige. Incapaz de resolver los
problemas de la vida diaria, su único refugio es la fe. Ninguno de
los otros integrantes de la corte es ejemplar, ya que Rafaela conspi-
ra contra su primo y Nicolasa, loca y cleptómana, anhela un matri-
monio con Santa Anna, a pesar de su traición a Iturbide, el hermano
de ella.
La novela se caracteriza por cierta arbitrariedad. Los dichos y
refranes que figuran como paratextos se contradicen con el conte-
nido del capítulo siguiente, así que el lector no obtiene un mensaje
claro del narrador/narradora. N o se pretende representar una au-
toridad moral o narrativa, ya que ninguno de los sueños, ilusio-
nes, verdades y realidades de los personajes parece superior a los
de los demás. Todos corren el peligro de ser engañados. Se cuestio-
na de tal forma el concepto de héroe nacional, así como el deseo de
los hombres por el poder. Contrario a los supuestos del siglo XIX,
el texto de Rosa Beltrán revela que no existen los héroes. Ta novela
propone otra relación con el pasado. Le interesa el lado humano y
privado de los políticos y de sus familiares, arrojando luz también
sobre el papel de las mujeres, excluidas de la historiografía oficial.
Por último, es importante señalar que la escritora mexicana no
está interesada en la reconstrucción del pasado como fin en sí, sino

lf<
La falta de autoridad y la resistencia a externar una verdad histórica se
halla presente en numerosas novelas contemporáneas, comoLúmperica, de Día-
mela Eltit; Maldito amor, de Rosario Ferré; Cien años de soledad, de Gabriel García
Márquez, etc.
UTE SEYDEL
I36

en ofrecer una lectura del pasado en términos del presente, ya que


siguen existiendo los problemas del pasado, como el desvío de los
caudales, los problemas de autonomía nacional, la diversidad racial
y las masas no representadas en los gobiernos, la identificación de
los intereses de la nación con aquellos de los grupos políticos en el
poder 19 . N o se ha logrado incluir a gran parte de la población en los
programas educativos. El proyecto de homogeneización nacional
falló. La resistencia de los distintos grupos indígenas obliga hoy en
día al gobierno central a cuestionar ese proyecto y empezar a nego-
ciar conceptos de autonomía que respeten la dignidad de los pue-
blos indígenas, lo cual deja en entredicho los conceptos de nación
y nacionalismo existentes.

De esta manera, la novela se inscribe en la tradición de la narrativa de Au-


gusto Roa Bastos (Yo, el Supremo) y Gabriel García Márquez (El otoño del patriar-
ca). Cf. Jean Franco, "Lhe Nation as Imaginad Community",/tó/, p. 208.
La urbanidad de Carreño
o la cuadratura del bien'

Gabriel Restrepo y Santiago Restrepo

El ilusorio encanto de la discreción

La nostalgia de los horizontes cerrados, amenazantes y, a la


vez, aseguradores, sigue todavía arraigada en nosotros como in-
dividuos y como sociedad.
Gianni Vattimo, En torno a la postmodernidad

-La tarea que se abre ante el diagnóstico de Vattimo es clara: hay


que desenraizar tales nociones a lo largo del proceso histórico para
comprender sus motivaciones, manifestaciones específicas y efec-
tos presentes.
Los manuales de urbanidad, en cuanto codificaciones del com-
portamiento, constituyen parte esencial de lo que Elias (1994) lla-
ma el proceso de civilización, y, en cualquier caso, de la genealogía de
Occidente. Fruto de dos tradiciones, una que predica universali-
dad y transparencia, la de Erasmo, y otra elitista, con Della Casa y
Castiglioni (Elias, 1994: 121; Revel, 1989), los manuales adquirie-

1
Los autores agradecen en especial a Carlos Rincón, Jesús Martín Barbe-
ro, Fabio López de la Roche y Luz Gabriela Arango, organizadores del Semina-
rio, y a la Universidad Nacional por el patrocinio de la investigación que se han
propuesto realizar en un término de tres años.
GABRIEL RESTREPO Y SANTIAGO RESTREPO
138

ron desde entonces las más diversas formas, hasta conciliar en al-
gunos casos dicha divulgación universal con el reconocimiento de
la distinción social (Revel, 1989).
Sin embargo, la sola predicación de una urbanidad, así sea con
pretensión universalista, supone la supresión de ciertas conductas.
El mismo Erasmo ya decía en su libro de 1530 De civilitate morum
puerilum: "Aunque el comportamiento externo procede de un ánimo
bien compuesto, suele suceder que a causa de la falta de instrucción
lamentemos la ausencia completa de esta gracia en hombres cultos
y honrados" (Elias, 1994: 101). Con esto se nos dice que hombres
poseedores de virtud moral pueden carecer de modales que sean
merecedores de aprecio. Erasmo supone así que la moral es previa
a las apariencias. Error común que olvida que la inculcación de los
valores se da gracias a las formas de comportamiento (Sponville,
1993), que también son el primer paso, bien sea vacío, de acuerdo
humano de intercambio de signos (Lucchesi-Belzane, 1993). Igual-
mente, nos dice que, a pesar de ser cultos y honrados; debemos aco-
gernos a unas normas diferentes de las que tenemos, que nos serán
dictadas por una autoridad superior.
El estudio del Manual de urbanidad de Carreño, de gran éxito
en Latinoamérica por mucho tiempo, pretende dar indicios del mo-
do en que se manejan tales tendencias y descubrir, además, los tra-
tos un tanto más sutiles que se proponen del individuo y la cultura.
Por ejemplo, dicho Manual, injerto de las dos tradiciones mencio-
nadas, anuncia que la "urbanidad es una emanación de los deberes
morales" (Carreño, 1966: 33) y, a su vez, del orden divino (Carre-
ño, 1966: 5, 11). La urbanidad se convierte en el referente univer-
sal, pero terreno, de lo que es correcto. El hombre busca a toda costa
amoldarse a ella (Carreño, 1966: 42), pero luego, en sociedad, debe
tenerse "especial cuidado en estudiar siempre el carácter, los senti-
La urbanidad de Carreño o la cuadratura del bien
l
39

mientes, las inclinaciones y aun las debilidades y caprichos de los


círculos que frecuentamos, a fin de que podamos conocer de un mo-
do inequívoco los medios que tenemos que emplear para que los de-
más estén siempre satisfechos de nosotros" (Carreño, 1966: 42). De
igual forma, deben aplicarse rigurosamente modales preestableci-
dos a espacios o situaciones donde la persona se encuentre, sean la
mesa, el baile, etc.
Así, el individuo debe, en primer lugar, luchar en su interior por
conciliar las normas absolutas con relación a espacios particulares.
Es el individuo quien sufre las modificaciones, abandonándose a sí
mismo, para adecuar la moral divina a los círculos sociales. También,
según Elias (1994), el sujeto termina en una lucha interna entre los
placenteros llamados del instinto y las prohibiciones que socialmen-
te se le han inculcado, la cual es más desconcertante en cuanto que,
gracias a la autocoacción, no se la aprehende conscientemente. El
lenguaje de gestos, cuyas unidades, como en todo lenguaje, se tor-
nan significativas en un contexto, se ve una y otra vez forzado a lo
que le impone la urbanidad, limitándose así la expresividad simbó-
lica del individuo. Además, la exclusión o el rechazo de alguien por
sus modales, como refiere Revel de Dandin, personaje de Moliere,
"implica una destrucción del hombre íntimo (...) que termina no cre-
yendo ya lo que ve, no sabiendo ya lo que dice, ni quién es" (Revel,
1989:200).
E n cuanto a la cultura, como se ha dicho, se la considera como
única y, por lo tanto, con el derecho de discriminar, si no de elimi-
nar, a las demás. Pero, además, la urbanidad entraña una noción de
cultura que impone su significado totalitario en su propio ámbito.
Se concibe como una emanación unidireccional de sentido.
El reconocimiento, en la práctica, de nuevas nociones de indivi-
dualidad y cultura, que la teoría postmoderna ha elaborado, se abre
GABRIEL RESTREPO Y SANTIAGO RESTREPO
I40

paso para comprender y sobre todo alentar una distensión de los


modelos de convivencia. Siguiendo a Nietzsche, cuando el orden
moral superior se viene abajo, el individuo debe abandonar lo que
éste le mandaba, reconociendo su identidad plural, flexible (Welsch,
1997: 43-47), pero asumiéndola responsablemente, de manera que
aleje las contradicciones a que estaba sujeto previamente. De igual
modo, al hablar de cultura debe hacerse énfasis no sólo en la plura-
lidad, sino en su cualidad de ser ella misma diversa, en la medida
en que su sentido se construye continuamente desde los distintos es-
pacios de interacción, sin dictarlo solamente ella.
Una alegre continuidad quiere remplazar aquellas discreciones.
Por ello, volviendo a Vattimo, "vivir en este mundo múltiple signifi-
ca hacer experiencia de la libertad entendida como oscilación conti-
nua entre pertenencia y desasimiento" (Vattimo, 1994).

De una urbanidad monofónica a una polifónica

Sólo la educación impone obligaciones a la voluntad. Estas


obligaciones son las que llamamos hábitos.
Simón Rodríguez

Hasta hace poco, el estudio de las urbanidades, y en general el de


la vida privada o semipública, pertenecía a lo que Umberto Eco
llamó géneros menores (1973), para significar un descuido de la crí-
tica frente a temas de importancia social. Tal diferencia es en este
caso bien aguda, pues los tropos de las urbanidades han sido una
especie de lugar común en América Latina.
No sería de extrañar que la nueva sensibilidad frente a géneros
menores se haya debido a una nueva valoración del "género" o de la
' de la especie, es decir, a una nueva visión sobre los otros,
La urbanidad de Carreño o la cuadratura del bien
141

los antes excluidos del discurso: las mujeres, los niños y los pobres,
aquellos quienes desde la Política de Aristóteles eran ponderados
como mera naturaleza susceptible de la doma por quienes eran de-
positarios del saber miliciano y armado de lapolis.
Como sea, baste indicar que después del Catecismo de Astete,
que data de 1599 y que es acaso el mayor éxito editorial de Améri-
ca Latina, con más de 600 ediciones (Ocampo, 1988), seguiría
quizás en orden de importancia editorial el Manual de urbanidad y
buenas maneras, de Manuel Antonio Carreño, publicado por prime-
ra vez en 1853 por entregas. E n Colombia hay más de 40 edicio-
nes. En México otras tantas, amén de que su influencia fue notoria:
"Así, la estricta codificación de maneras y de pensamientos, elMa-
nual de Carreño, que se consulta crédulamente por cerca de seten-
ta años: 1860-1930 aproximadamente" (Monsiváis, 1991, p. IX) .
Y queda por saber qué tanto se publicó el Manual en otros países.
Pero que era y es conocido en toda América Latina se deduce
por algunos datos. En Perú hay un grupo punk que se denomina
No Queremos a Carreño. En Chile, cuando alguien ha cometido
una falta de urbanidad, por benigna metonimia se dice que "se le
cayó el Carreño". Se trata de dos países en los cuales la aristocracia
tuvo notable peso histórico, pero otro tanto debió ocurrir en Boli-
via o en Argentina, en Uruguay o en Paraguay.
La influencia del Manual de urbanidad'no es sólo decimonónica.
Aún sigue operando como una especie de control remoto en Co-
lombia, no obstante lo caduco y risible de muchas normas. Basten
dos ejemplos. Primero, la discusión sobre la convivencia urbana,
liderada por un alcalde inspirado en teorías habermasianas y cons-
tructivistas de la educación, partió en muchos aspectos delManual
de Carreño. Segundo, no hace mucho, cuando una sala de la Corte
Constitucional quiso cerrar el debate sobre la inviolabilidad de la
GABRIEL RESTREPO Y SANTIAGO RESTREPO
I 42

correspondencia, en un juicio provocado por la intrusión de una cá-


mara voyeurista que descifró un mensaje del abogado del presiden-
te en el debate que ocurría en el Congreso, no halló mejor fórmula
que citar el canon de la urbanidad.
Pese a toda la nostalgia que mucha gente siente por dicho texto
(o témpora, o mores), incluso pese a la aversión por él, pocos saben
cuándo y quién lo escribió. Es el caso de auténticos fantasmas.
Para descifrar y conjurar tales esfinges, los investigadores de-
ben partir de un análisis de su propia ambigüedad frente al autor y
al tema objeto de su indagación: un auténtico vértigo en el que, por
ende, hay tanto de atracción como de repulsión. ¿Por qué?
Entre las muchas funciones que cumple un tratado de urbani-
dad, dos son para el caso relevantes y explican los motivos de sim-
patía y de antipatía: la primera, morigerar la violencia, cobra sentido
cuando la escritura del Manual se sitúa en la perspectiva histórica
de América Latina: suavizar las costumbres debió ser heroico, dada
la remora más miliciana que militar, propia de la fundación de es-
tados aún aleatorios.
Allí hay una dimensión cuasi religiosa de Carreño. N o sólo por-
que se trataba de religar lo disyunto por la guerra, sino porque ade-
más era necesario oponer a lo negligente algo religente, si se permite
la expresión^: el sumo escrúpulo en la vida diaria constituye una es-
fera de liturgia civil, que por lo demás se entiende bien cuando se

" El investigador colombiano Fernando Urbina ha indicado en comunica-


ción personal que la acepción común de religión, religare, volver a unir, acaso no
sea tan apropiada como otra, cuya fuente cree ver en Cicerón, que oponereligens,
cuidado, a negligens, negligencia. Quizá se pueda conciliar lo anterior diciendo
que la primera dimensión alude al mito y la segunda al rito, con lo cual sería
permisible indicar que la religión es aquello que intenta en su mito logos volver a
unir lo distinto, lo cual hace con el especial cuidado del rito.
La urbanidad de Carreño o la cuadratura del bien
143

toma en cuenta que Carreño pertenecía a la generación romántica,


desilusionada ya del proyecto bolivariano y escéptica respecto a una
existencia social asaltada por caudillos.
La convergencia en mentalidades con Domingo Faustino Sar-
miento, Andrés Bello, José María Samper y otros es clara: aspira-
ban a crear un orden civil fundamentado en la lengua, el derecho,
la religión, las bellas artes y el estudio de ciertos rasgos propios de
las nacionalidades. Querían una vida en calma y burguesa, no ase-
diada por los sables, en que el amor romántico y la conversación de
sala y de sobremesa pudiesen discurrir apacibles. Quizás deba con-
cederse que esta función discriminadora, latente en la urbanidad
(trato civil delicado contra barbaridad propia de milicias), fuese la
causa de que en Colombia se hayan apropiado tanto dicho modelo.
Allí cobran valor excepcional los datos de la genealogía de los
Carreño. El padre de Manuel Antonio fue teniente organista de la
catedral durante casi medio siglo y luego maestro de capilla, una ca-
pilla especial, puesto que albergó en tertulias a don Simón Rodrí-
guez, a Bello y al niño Bolívar, y allí fue donde se compuso con letra
del segundo la primera canción patriótica: "Caraqueños, otra épo-
ca comienza".
Esta fascinante alianza de música, religión y patriotismo, se re-
frenda cuando se sabe que Manuel Antonio compuso piezas para
piano y llevó a Nueva York a su hija, la luego célebre y cosmopoli-
ta Teresita Carreño, para formarla como virtuosa de su Urbanidad
y como... virtuosa del piano (Pérez, 1988).
La sorpresa por esta doble urdimbre alcanza notas máximas
cuando una lectura de la célebre Paideia de Jaeger (1992: 163) re-
vela que el concepto de armonía, de tan cardinal importancia en la
medicina, la astronomía y la política, fue una metáfora acarreada a
estos ámbitos por la música de los ritos órficos y pitagóricos.
GABRIEL RESTREPO Y SANTIAGO RESTREPO
I 4 4

Borges hizo suya una célebre expresión en la. Historia del tango:
"Si me dejan escribir las canciones de un pueblo, no importa quién
haga las leyes" (1974: 164). Una urbanidad tramada en una clave
musical explicaría por qué el tratado de Carreño se impuso sobre
muchísimos otros, y demostraría el peso de lo estético en las men-
talidades o los imaginarios de América Latina, algo que el histo-
riador Rafael María Baralt había advertido ya hacia 1841 cuando
afirmaba que la música "es afición y embeleso irresistible del vene-
zolano" (1939: 453).
La segunda función delManual suscita antipatía: propone un sis-
tema de clasificación, por tanto, de discriminación, que sustituía la
limpieza de sangre y los signos epidérmicos de discriminación ét-
nica de la pirámide de castas, ya muy parda, por un comportamiento
que se pensaba universal, pero que era, por supuesto, eurocentrista.
Este giro taxonómico tiene por supuesto dimensiones progre-
sistas, que la misma genealogía de los Carreño ilustra, puesto que
el iniciante de ella, el padre de Manuel Antonio, fue hijo expósito,
es decir, lo que de modo eufemístico se llamaba hijo natural.
También habrá que insistir en que, aunque escrita, la urbani-
dad diseña un escenario que es ante todo guía para el ojo (la pose,
el traje, el modo), casi un guión cinematográfico, lo cual se aviene a
formas de socialización orales y visuales, puesto que las escrituras
(en su acepción notarial y bíblica) fueron un instrumento de expro-
piación y de mando eclesiástico y civil, pero no medio privilegiado
de informar al pueblo sobre elsocius, algo que era enseñado o, me-
jor, mostrado por la semántica de la arquitectura, los paramentos,
los caballos, los ritos, las fiestas, las comidas, los trajes y los modos.
E n el fondo, la urbanidad trasluce una mirada estrábica, es
decir, bizca (versada o vuelta, según la etimología). El que puede
ser considerado como síndrome del estrabismo ha sido captado en Co-
La urbanidad de Carreño o la cuadratura del bien
M5

lombia por un excelente pintor, Camargo, quien quizás lo haya to-


mado del célebre pasaje de la "Carta de Jamaica", de Bolívar: "No
somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legíti-
mos propietarios del país y los usurpadores españoles". U n ojo mira
con envidia al europeo y otro con celo y recelo al de abajo, en una
reedición de la dialéctica del amo y del esclavo.
La clasificación forma una cuadratura del círculo de perfección,
el círculo escatológico y salvífico de los incluidos, mediante una
perfecta metáfora polisémica delbien, que aún hoy se rastrea en su
socioetimología cuando en retóricas de lugar común, expresadas en
momentos de riesgo, aparece la inevitable mención de... ¡los hom-
bres de bien! En una democracia censataria, como la decimonónica,
sólo podían ser hombres públicos quienes poseyeran bien econó-
mico... o pudieran adquirirlo por la educación. Al bien económico
y al bien político se añadían el bien social... buenos amigos, bien
casados... y los bienes culturales: bien hablar, bien vestir, bien apa-
recer o lucir, es decir, todo aquello que corresponde al estilo de vida.
Si por la primera función la violencia había sido domesticada,
por la segunda reaparece bajo la forma de unzmirada cruel (Muñoz,
1994: 28), aquella que distingue entre cultos e incultos, civilizados
y bárbaros, educados y no educados. Tal mirada desde la altura...
acaso palacio, balcón, caballo u hombro... no es menos mágica que
la magia que el logos implícito condena, pues trasmuta una selección
social en una natural y empobrece cuando niega lo plausible de otra
cultura.
Este sustrato de la Urbanidad se ha proyectado, pese a todo men-
tar democrático, como una sombra en el inconsciente colectivo o
en los imaginarios de larga duración, con mengua de la virtualidad
del proyecto democrático, y deja ver que las sociedades patricias o
señoriales no han finiquitado, pese a todo.
GABRIEL RESTREPO Y SANTIAGO RESTREPO
146

Aquí la investigación tiende con picardía el ojo a los reversos de


las urbanidades, para indagar en las inimaginables formas de resis-
tencia, las insuficiencias de todo orden fundado en un mando arbi-
trario. Gratísimo festín intelectual puede esperarse de entrever tras
el cosmos, el caos; tras el orden normativo, la anomia; tras la regla,
su excepción; tras la solemnidad, la risa.
Apenas tenues celosías mentales separarán, por ejemplo, la con-
tradanza y el fandango; el baile suelto y el baile amarrado; la so-
lemnidad de las fiestas patrias y el carnaval; el ritual burocrático y
el relajo; la dicción académica y el lenguaje de Cantinflas; la for-
malidad del niño y las travesuras del Chavo del Ocho.
¿Habría que decir que el pueblo hahibridado con inimaginable
sazón la mimesis de la mimesis de sus distintos amos con su propia
inventiva? ¿Acaso cabría pensar que el mayor demiurgo de su relati-
va emancipación ha sido la revolución telemática? ¿Que el pueblo ha
sido sabio en su paciencia porque ha ejercido una contraseducción
más efectiva que la seducción un tanto oficiosa y no pocas veces sá-
dica que se ofrece desde aquella pirámide dentro de la pirámide que
compone la cuadratura del bien?
En cualquier caso, una secreta astucia del ser latinoamericano in-
dicaría que su salvación, si es que hay algún mesianismo sin Mesías,
se cifraría en una clave estética: acaso una nueva urbanidad deba am-
pliar los tonos y reconciliar la clave bien temperada con no pocas di-
sonancias y hallar en éstas la escala a la polifonía que se intuye. Así
lo señala también otra dimensión esencial de los latinoamericanos,
a veces tan menospreciada: la religiosa. Con gran sentido ecuméni-
co, se ha inventado aquí una teología libertaria que podrá aliarse a
otras de distintas vertientes: piénsese en Levinas, por ejemplo, con
su "hallar la teofanía en el rostro del otro" (1987), o en la misma
teología negativa que produce tanta fascinación a la teoría decons-
La urbanidad de Carreño o la cuadratura del bien
•47

tructiva, o en las religiosidades orientales o, por fin, en las mismas


religiosidades de las comunidades indígenas que en su eclosión re-
velan sendas posibles hacia una hospitalidad cosmopolita y, quizás,
simpática y parasimpática. Acaso para ello se requiera más que un
ascenso, un descenso a los infiernos, como el que cumplió Orfeo.

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La cultura somática de la modernidad:
historia y antropología del cuerpo en Colombia

Zandra Pedraza Gómez

El saber del cuerpo

¿ v j u é provecho se saca al habilitar el sustrato material de la vida


humana como recurso para los estudios culturales? Haciendo a un
lado el hecho de que cualquier tema puede ser provisto de los atri-
butos necesarios para ser fuente de elucubraciones, cabe cuestionar
las ventajas de sustraerse a los marcos disciplinarios tradicionales
para problematizar el cuerpo, tema que se precia de ser terreno privi-
legiado para la transdisciplinariedad. El asunto amerita alguna aten-
ción, dado el camino que suele tomar la apropiación y canonización
por parte de los saberes y las academias de asuntos más o menos no-
vedosos que ofrecen perspectivas remozadas para las disciplinas hu-
manas y sociales. Así, hay ya un esfuerzo notable por sistematizar
y producir una sociología del cuerpo (Falk, 1994; Turner, 1992; Fea-
therstonetía/., 1991; Frank, 1991; Lash, 1990; Berthelot, 1986),
encaminada a elaborar una teoría fundada en la proliferación de sín-
tomas corporales que han trastocado el paisaje postindustrial en las
últimas cuatro décadas. Cimentada ante todo en las diversos estu-
dios y propuestas de Foucault, la sociología anglosajona propugna
por un ordenamiento de los estudios somáticos siguiendo las hue-
llas que los saberes trazan en el cuerpo. E n esa taxonomía sobresa-
len la sociología médica, con exponentes ya clásicos como Illich
ZANDRA PEDRAZA GÓMEZ
I50

(1976), O'Neille (1985) y B. S. Turner (1992), y la sociología del


consumo, que sigue en buena parte la visión de Baudrillard (1970),
según la cual la condición de objeto de consumo del cuerpo surge
de su reducción a valor de uso y de cambio, y a la pérdida de todo
valor simbólico que lo convierte en mero signo intercambiable. Los
enfoques sobre sexualidad y reproducción insisten, al igual que la
sociología médica, en la acción represiva que el saber y el poder de
las ciencias médicas y la sexología ejercen sobre el cuerpo y, como
señala una rama especializada en esta área, sobre la definición de
géneros, más concretamente, sobre el ejercicio de constricción del
cuerpo femenino (Laqueur, 1986; O'Neille, 1985; Shorter, 1982).
Junto a las perspectivas médica, sexológica y económica, prospera
la tendencia comunicativa: allí repunta el cuerpo sensitivo, hablan-
te y expresivo (Frank, 1991; Feher, 1989; Gay, 1984; Starobinski,
1983), y se pasa a considerar el cuerpo en el acto de sentir, expre-
sarse y formular contenidos semánticos que trascienden el ejerci-
cio del poder.
E n principio nada hay que objetar a estas divisiones, siempre y
cuando se recuerde que sus propuestas e inquietudes más sobresa-
lientes son en sí mismas producto de la historicidad del fenómeno
corporal en Occidente y, muy particularmente, en el mundo post-
industrial. La incipiente sociología del cuerpo constata que la re-
levancia temática del cuerpo proviene de ser éste o, para ser más
precisos, lo que se ha dado en llamar corporalidad o corporeidad, un
aspecto antropológico universal sustentado tanto en el carácter ex-
céntrico de la condición humana (Plessner, 1981) como en su esta-
do inacabado (Gehlen, 1940). Este fundamento resulta ventajoso
por cuanto alienta los esfuerzos por superar a través de estudios so-
bre el cuerpo la clásica oposición epistemológica entre naturaleza y
cultura.
La cultura somática de la modernidad
'51

La aceptación de que se trata de un fenómeno histórico ha es-


timulado otros esfuerzos en los estudios sobre el cuerpo, cuya de-
clinación de los metarrelatos ha sido enfatizada mediante estudios
minimalistas e interpretativos (Falk, 1994) que destacan el carác-
ter empírico e histórico-antropológico de las concepciones sobre el
cuerpo. Se reconoce de ese modo que el actual interés por las expre-
siones y los enfoques corporales proviene en buena medida de la agu-
zada sensibilidad somática occidental, pero también que, fuera de
los fenómenos epicéntricos contemporáneos, las representaciones
del cuerpo se distancian de los afanes médicos, sexuales, disciplina-
rios y consumentes. Así lo ilustran los estudios etnológicos, de histo-
ria de las mentalidades y de la antropología histórica, en donde se
hace evidente que no toda condición corporal puede ni debe ser in-
terpretada a la luz de los aparatos de poder y disciplinamiento, sino
también, tal la propuesta de Bourdieu (1977), bajo la perspectiva
de la práctica social en la que cabe escudriñar trayectorias, confor-
mación de hábitos y órdenes sociales o, siguiendo a Mary Douglas
(1973), medios de expresión, categorías de experiencia social y for-
mas de representación de diversa índole, o también desarrollos es-
pecíficos de las aptitudes corporales, sean éstas físicas o sensoriales,
disponiendo de manera diferencial las experiencias y los recursos
interpretativos.
Así, pues, parece conveniente guardarse del prurito de formu-
lar un saber del cuerpo, y dejar que sean las propias representacio-
nes somáticas y las formas de construir el cuerpo las que brinden los
principios para la comprensión, el análisis y la conceptualización de
fenómenos somáticos allí donde no todas las dinámicas coinciden
con las epicéntricas. Resulta quizás más saludable referirse a pos-
tulados bastante generales que puedan orientar múltiples procedi-
mientos metodológicos.
ZANDRA PEDRAZA GÓMEZ
152

La comprensión antropológica del cuerpo varía según se lo per-


ciba socialmente, lo que hace de él una construcción cultural que re-
suelve de manera particular la paradoja de la excentricidad de la
condición humana. Dos formulaciones son básicas a este respecto:
—En tanto construcción social, el cuerpo guía la percepción que
se tiene de él como entidad física. La otra cara de la misma mone-
da recuerda que la percepción física del cuerpo —sustentada en ca-
tegorías sociales— manifiesta una concepción determinada de la
sociedad.
—Por su condición perceptible, es decir, porque posee lo que
Douglas denomina entidad física, el cuerpo produce una impresión
compuesta por el cuerpo físico y la forma que adquieren sus diver-
sas manifestaciones. Se tiende a pensar que es un aspecto práctica-
mente inmodificable de la persona que revela su ser profundo, su
"verdadera naturaleza", esencia que se contrasta de modo perma-
nente con la percepción social tenida por la más adecuada. No obs-
tante, esta naturalidad se consigue tras múltiples inversiones (recibe
una investidura y se invierte en él: Bourdieu, 1977) y a ellas nos re-
feriremos a continuación, esbozando las pautas metodológicas que
han surgido al indagar sobre las imágenes corporales de la moder-
nidad colombiana.

Representaciones somáticas: discursos e ideales

Precisamente, de la incuestionable excentricidad de la condición


humana que denuncia el cuerpo proviene la pregunta acerca de la
condición de éste y la forma de aprehenderla. Exceptuando los es-
tudios etnológicos basados en la observación de prácticas somáti-
cas, la casi totalidad de las investigaciones en este terreno se apoya
en representaciones del cuerpo, en su mayoría en textos y, en me-
La cultura somática de la modernidad
1
53

ñor número, en imágenes icónicas. Puesto que al recurrir a éstas no


se renuncia al uso de textos para ampliar y enriquecer el marco in-
terpretativo, nos encontramos con que el análisis de discursos es la
forma privilegiada de acercamiento al cuerpo. Y ello no obstante el
hecho de que su entidad física y su carácter vivencial sean sus ras-
gos apodícticos.
El estar abocados al uso y análisis de discursos supone que una
vez traspasado el límite de la experiencia individual sólo es posible
hablar del cuerpo. La vivencia del mismo no trasciende la intimi-
dad individual, que algunas artes, como la danza, pueden transmi-
tir pero que, a su turno, sólo pueden ser recompuestas, más allá del
plano individual, en el lenguaje. Incluso, el esfuerzo por transmi-
tir las experiencias corporales y captarlas también como vivencias
está constreñido por códigos históricos y culturales que se nos re-
velan infranqueables ante espectáculos cuyo sentido se nos escapa.
Tal es el caso de los bailes propios de culturas distantes, y de los que
sólo nos queda rescatar su carácter ritual, festivo o estético, por
ejemplo, pero que no podemos recrear corporalmente por falta de
los códigos cinéticos y la sensibilidad apropiados, los cuales, even-
tualmente, tendríamos que proceder a aprender.
Acercarse al cuerpo observando y registrando prácticas somáti-
cas o técnicas corporales remite a su vez a formas de representación,
es decir, al intento de reconstruir mediante la mirada y el texto et-
nográficos el sentido que las interprete con justicia. El recurso de
indagar por la percepción corporal de un individuo nos conduce re-
novadamente al discurso compuesto por las representaciones que
dotan de sentido la noción y percepción que él mismo elabora de su
cuerpo y expresa verbalmente, como ocurre en el vasto terreno de las
terapias corporales, la psicología y el psicoanálisis, ante todo pro-
ductoras de discursos.
ZANDRA PEDRAZA GÓMEZ

•54

Es probable que sea ésta la principal paradoja que interpone el


estudio del cuerpo, originada por la imposibilidad de hacerlo algo
menos propenso a la subjetividad e historicidad. Lo que se diga,
piense y sienta respecto del cuerpo parece irremediablemente ata-
do a la representación elaborada sobre él, y de la cual él mismo es
producto. Desde este punto de vista, acercarse al cuerpo con ayu-
da de representaciones ofrece la única perspectiva viable, pues los
acercamientos interesados en captar prácticas y hábitos en sus cua-
lidades puramente físicas y sensibles, sin apelar a los componentes
discursivos que los constituyen, nos desvían con mayor fuerza ha-
cia elucubraciones propias de las ciencias y disciplinas interpreta-
tivas. Es igualmente sabido que plantear la posibilidad de conocer
el cuerpo como hecho biológico o físico es una pretensión infruc-
tuosa y en sí misma un hecho histórico junto con todo cuanto las
ciencias somáticas nos relatan. Así, pues, formamos, percibimos,
entendemos y expresamos el cuerpo a través de discursos, la forma
de organización semántica más socorrida, a mitad de camino entre
las construcciones de la lógica y las de la ficción.
El acercamiento por el que optamos atiende con una mirada
histórico-antropológica a las particularidades del fenómeno de las
figuraciones corporales en los discursos de la modernidad colom-
biana, que pueden distinguirse con alguna claridad desde la segun-
da mitad del siglo XIX. Nuestro propósito es dilucidar cómo ha sido
entendido e imaginado el cuerpo, qué alcances y necesidades se le
han atribuido y cómo se concibe la posibilidad de crearlo o trans-
formarlo, y con él al ser humano. En lo que sigue, abordaremos los
aspectos metodológicos de esta tarea señalando los diversos géne-
ros analíticos intercalados en los discursos sobre el cuerpo, con al-
gunos temas que definen la visión antropológica de la modernidad.
Sólo como esfuerzo incipiente cabe designar el propósito de men-
La cultura somática de la modernidad
i 55

cionar aquí la forma general de este conjunto de discursos sobre el


cuerpo imaginado, a saber, la relación entre el cuerpo físico y aquel
construido discursivamente, de cuyo entramado brotan los órde-
nes simbólicos y sociales, y que parece ajustarse a la forma alegórica.
L o que hemos encontrado al examinar la historia del cuerpo en
el último siglo es la coexistencia y el surgimiento de diversos dis-
cursos somáticos. Unos caben bajo las designaciones de los saberes
científicos, como ocurre con la higiene, la nutrición, la medicina y
el deporte; otros corresponden a disciplinas que reclaman cierto gra-
do de formalización, como la pedagogía y, dentro de ella, la educa-
ción física. Otros discursos, finalmente, no reclaman ningún estatus
académico ni científico y han proliferado a la par con los anteriores,
a veces en simbiosis con ellos: así ocurre con los de la urbanidad, la
estética corporal, la caligenia y la sensibilidad.
El denominador común de dichos discursos, más allá de su in-
terés por el cuerpo, es la pretensión de formar por su intermedio al
ser humano dentro de ideales concretos que vienen a dar contorno
a la concepción local de la modernidad y a la manera de realizarla.
Esta acotación es importante porque es precisamente este rasgo el
que los incita a traspasar los límites de su especialidad y ser muy
propensos a divagar sobre asuntos ajenos a su fuero, constituyen-
do, más que saberes, discursos. De los discursos locales que se han
ocupado del cuerpo cabe destacar varios aspectos.
Como quedó dicho, se trata, en principio, de incluir el cuerpo
de modo directo y activo en la formación del individuo. Esto sig-
nifica no solamente recurrir a su educación mediante prácticas bas-
tante precisas, sino, sobre todo, confiar en conseguir a través de tales
ejercicios una transformación personal y nacional. Este poder atri-
buido al cuerpo es uno de los componentes destacados de la ima-
ginación moderna.
ZANDRA PEDRAZA GÓMEZ

La urbanidad marca con la mayor claridad los intentos por cons-


truir un orden señorial republicano, su desvanecimiento y el paso
hacia una imaginación burguesa moderna en un ámbito discursivo
más vasto incluso que el de la salud. La civilidad contiene una vi-
sión total del ser humano concebido en detalle, tanto en su consti-
tución moral como en su apariencia física, en sus movimientos y su
comportamiento social, e intenta, a partir de éste, una valoración del
ser humano, las sociedades y la historia. El discurso de la civilidad
amalgama la vida individual y la social y preconiza una ética de su
funcionamiento cimentada en el poder de los hábitos que incorpo-
ra en el individuo. La urbanidad es, sin duda, la primera gran ela-
boración simbólica occidental en torno al comportamiento y al
lenguaje corporal, y su recepción en Latinoamérica fue prolija por
parte de letrados que, atentos a su minuciosa gramática corporal,
destacaron las aptitudes retóricas de la urbanidad hasta hacer de ella
una expresión virtuosa. A través de los recursos de que dispone la
urbanidad, se trató de rescatar y reforzar los vínculos con la tradi-
ción hispánica y elaborar una visión histórica conjunta que garan-
tizara la comunicación del mundo hispanohablante y favoreciera el
connubio de principios estéticos y morales (luchar contra lo vulgar,
lo extranjerizante, la amenaza de una burguesía naciente y el ascen-
so social), al tiempo que se contrariaban los principios de una ver-
dadera vida ciudadana. Siempre atenta a diseñar mecanismos de
distinción que conjuren las intenciones democratizantes, se desti-
ñen con el nuevo siglo sus acciones sobre la intimidad y la subjeti-
vidad como pilares morales que reposan en el control individual
sobre las pasiones, para dar vida a la forma exterior, el signo, la
conveniencia, la estilización de la vida. La cortesía moderna reco-
noce una brecha infranqueable entre el cuerpo y el alma, y renuncia
a doblegar moralmente al primero para confiar en el discernimien-
La cultura somática de la modernidad
'57

to como principal instrumento de autoformación. De ello resulta


que cada individuo se hace por su comportamiento, no por su con-
dición social, digno de un trato que denuncia el grado en que él
mismo se cultiva. Mientras que la urbanidad señorial se fundó en
virtudes cristianas para darle apariencia democrática a un sistema
de distinciones basado antaño en posesiones y títulos nobiliarios, en
su versión moderna perdió dicho fundamento moral y debilitó su fe
en la formación de hábitos para fortalecer componentes pragmáti-
cos y utilitaristas enfilados más bien a metas cívico-comunicativas.
La higiene y la salud apuntan a las posibilidades del cuerpo como
ente biológico, en su superficie y en su fisiología. A medida que se
afianzan las ciencias médicas, la sociedad pierde su competencia co-
lectiva para la producción de discursos somáticos coherentes y, jun-
to al control, la traspasa a los especialistas. El énfasis de tal visión
recae sobre el habitus individual, las prácticas y los beneficios que
ellos reportan, abstracción hecha del entorno social: la sociedad que
imagina el discurso salubre es resultado de la suma de las conduc-
tas individuales. El legado fundamental del discurso higiénico es
haber incorporado el cuerpo al desarrollo de una subjetividad mo-
derna en que toda forma de progreso pasa necesariamente por la
crítica y transformación corporal. Su preocupación central es dis-
minuir y neutralizar los riesgos, y la energía es su objetivo: liberarla,
multiplicarla, ordenarla e incorporarla a la producción y, al hacer-
lo, crear el placer de la salud y el bienestar, sensaciones ambas que
las disciplinas aliadas enseñan a percibir y disfrutar. La visión an-
tropológica de la higiene supone un individuo necesitado de culti-
vo somático, cultivo que se lleva a cabo en un cuerpo liberado por el
discurso científico de toda carga representativa, y transformado en
pura materia biológica obediente a leyes fisiológicas para ser imbui-
do del imperativo individual de la salud. A pesar de ser definitivo
ZANDRA PEDRAZA GÓMEZ
158

para la concreción de un cuerpo moderno, el discurso nacional de la


salud ha hecho el menor aporte para que se constituya y afirme una
semántica somática que refuerce y enriquezca la tradición cultural
del cuerpo.
Mientras que la higiene se ocupó de organizar la actividad del
organismo, la cultura física se propuso la coordinación del movi-
miento externo. Aun siendo vastago de la higiene, presenta un es-
cenario rico en sentidos acumulados por el cuerpo moderno. De un
interés inicial por el fortalecimiento de los músculos —los cuales de-
bían actuar a guisa de coraza contra las enfermedades, la debilidad
y la actitud melancólica, a la vez que adaptarse a la vida urbana—,
se pasó a desentrañar técnicas para generar, canalizar y emplear la
energía. Declinaron, pues, los deportes señoriales —equitación, pa-
seos y baile— para dar aliento a la precisión, la velocidad y la segu-
ridad de la calistenia, la gimnasia rítmica, los deportes y el atletismo,
nuevas modalidades que incidirían en el perfeccionamiento del ser
humano estimulando su energía vital, educando la inteligencia, con-
trolando el tiempo y los nervios. La gimnasia, más apropiada para
trabajadores, mujeres y niños, debía ejercitar en los principios del
ritmo, la regularidad, la rutina y la precisión. A su turno, los depor-
tes actúan sobre una energía móvil, la cual emana de las élites y de-
be ser el motor del progreso. Su rendimiento también se traduce en
tiempo, pero no en la repetición ni en la unidimensionalidad, sino
en la eficacia, la agilidad, la osadía y la capacidad de acción.
A partir de los años cuarenta se suma la tensión, una forma re-
concentrada de energía, patente en los movimientos intensos que
despilfarran vigor y conmueven el cuerpo. Así se afecta la percep-
ción sensorial y se desemboca en el fortalecimiento de las sensacio-
nes, tenidas por necesarias para alcanzar un verdadero equilibrio y
un estado integral. Los beneficios de la actividad corporal ya no se
La cultura somática de la modernidad
'59

traducen en orden y carácter; ahora son el placer, el uso del tiempo


libre y la salud, siempre en primer plano. La doma de las energías
físicas recalcó siempre el desarrollo integral orientado a la plenitud,
con lo que se pasa del cuidado higiénico a la atención pedagógica y,
finalmente, a la estética. El cuerpo pierde su esencia rebelde, con-
denada a ser doblegada por el castigo y la soberanía espiritual, y se
convierte en un componente urgido de educación para el desempe-
ño de su papel ontológico de complemento totalizador. Por último,
en lucha contra los elementos agonales y propiciando una redistri-
bución de la energía dentro del cuerpo con miras a orientarla hacia
la mente y producir un efecto intenso en el interior de la persona,
se desarrollaron técnicas corporales que sensibilizan frente a la ver-
dad que porta el cuerpo. Sólo así, restaurándole su sensibilidad y
su sabiduría innatas, y dándole posibilidades de expresión, puede
el cuerpo contemporáneo brindar equilibrio y sentido total a la exis-
tencia humana.
Las discursos hiperestésicos reúnen variedades engañosamente
inconexas, como la pedagogía, las prácticas caligénicas y las sensi-
tivas. Su parentesco proviene del hecho de ocupar una dimensión
distinta de la naturaleza sólida y física del cuerpo con prácticas que
trascienden lo material y administran y dotan de sentido las propie-
dades emocionales que se originan en el cuerpo. Su objetivo es es-
tablecer contacto inmediato entre las acciones corporales externas
y sus representaciones, sean éstas emociones, inteligencia, senti-
mientos, ideas o pasiones, por medio de interpretaciones sensibles
de las percepciones sensoriales. Estas estesias son representaciones
organizadas a partir de sensaciones fisiológicas, pero su verdadero
alcance está contenido en sus dimensiones histórico-antropológi-
cas. Los discursos que se ocupan de ellas no buscan acallar pasio-
nes; al contrario, se afanan por inflamarlas y perfilarlas, valorarlas
ZANDRA PEDRAZA GÓMEZ
I OO

y darles un sentido y, por cuanto el resultado han sido complejas


construcciones semánticas y sensibles, devienen hiperestesias.
El delirio por el saber a través de la educación de los sentidos,
que en la práctica dio al traste con la querella en contra del sensua-
lismo, no perseguía en sus albores una intensidad exacerbada de las
sensaciones. E n primera instancia, se quería controlar lo que obs-
truyera el ascenso de la razón. E n este empeño se le reconoció un
inmenso poder al cuerpo, y los esfuerzos se centraron en diseñar
estrategias para emplearlo y atajar sus inclinaciones, en vez de con-
fiar en la soberanía moral. Fue así como, tal vez a pesar de las in-
tenciones de los promotores de novedosos sistemas pedagógicos,
se coló la tendencia a ahondar en todas las posibilidades de explo-
ración sensorial y a sustituir los juicios morales por aquellos de na-
turaleza sinestésica. A la pedagogía le cabe entonces el interés por
determinar las capacidades de los sentidos externos y por asignar-
les unos rasgos y posibilidades de percepción. Su campo de acción
se sitúa dentro del conocimiento; su cosecha se destina a alimentar
la razón y a dotar el pensamiento lógico de claridad y distinción, y
puesto que la depuración de los sentidos también serviría para apre-
hender la verdad del entorno, sobrevino el furor por el conocimien-
to objetivo.
El regodeo de los sentidos consintió otras avenencias: la infla-
ción simbólica del cuerpo por parte de la higiene y la cultura física
alentó, acaso también a su pesar, el cultivo de la belleza física. Sin
ser una inclinación novedosa, mostró perfiles originales, conside-
rando el desplazamiento de las cualidades estrictamente físicas al
primer plano y que se impuso una concertación distinta de los ras-
gos propios de la belleza, su origen, su cuidado, sus atribuciones y
su ascendiente. La definición de la belleza se empapó de sensoria-
lidad, le dio otro sentido a las virtudes del alma, sumó a la percep-
La cultura somática de la modernidad
161

ción visual el tacto y el olfato, y evocó el gusto y el deleite que des-


pierta la estética amasada sobre la superficie de la piel con el placer
causado por la armonía de colores y texturas, sonidos y aromas,
formas y consistencias.
Por último, la incesante agitación de los sentidos introdujo otra
forma de hiperestesia, más íntima y profunda, la sensitividad, que
sugiere la capacidad de sentir y el refinamiento de las percepciones
sensoriales. Esta inclinación se alimenta de sutilezas: una atmósfe-
ra determinada, matices olfativos, caprichos del gusto, anhelo de
sensaciones intensas, instantes extáticos, minúsculas y casi imper-
ceptibles conmociones, arrebatos y espasmos sensoriales a partir de
los cuales se elaboran estilos de vida que estetizan y estesian al indi-
viduo y su entorno. Esta sensitividad se regocija exponiéndose a lo
que conmueve los sentidos internos y externos; en ella convergen
lo corporal y el mundo corporalmente perceptible con las interpre-
taciones estésicas, la experiencia de sentir corporalmente la vida y la
certeza de que el bienestar consiste en buena parte en preparar y
perfeccionar la capacidad sensorial —en educar los sentidos— a fin
de captar mayor cantidad de estímulos, diferenciarlos en sus más
detalladas minucias, hacerlo con la mayor intensidad que nos sea
dado experimentar, la autocomplacencia en la sensitividad, la en-
trega total a ese mundo interno... el cuerpo moderno se explaya a
gusto en estas dimensiones.
Al buscar correspondencias entre discursos e intenciones, po-
dría afirmarse de los motivos de la urbanidad señorial, por ejem-
plo, que conforman un discurso predominantemente represivo,
cuya finalidad sería inscribir en el cuerpo mecanismos de control
como los entiende Foucault en su visión panóptica, y sería también
propia del siglo XIX en Colombia, al menos en lo que hace a los in-
tentos de la civilidad, tal como se los conoce desde iniciado el pro-
ZANDRA PEDRAZA GÓMEZ
IÓ2

ceso de civilización occidental. Pero tanto éste como el discurso mé-


dico, tan acusado de represión, cuando debería ser enjuiciado por
falta de imaginación y pobreza semántica, han sido grandes promo-
tores de las hiperestesias y la aguda subjetividad modernas. Y lo
mismo vale decir de todas las modalidades de la cultura física, que
si bien han promovido el rendimiento, el cuerpo-máquina, la ciné-
tica fabril, etc., hasta alcanzar la deshumanización de los deportes
de alto rendimiento, propician el autoconocimiento, el perfecciona-
miento y la agudización sensoriales, al igual que el placer de sentir
el cuerpo y expresarse con él sin más normas que el propio deseo y
las capacidades particulares. Tal vez podría verse aquí, de manera
paradójica, un componente contestatario de primera línea en nues-
tra sociedad: negarse a la pobreza sensorial y al desgreño estético
de nuestro entorno —al reducido estímulo sensitivo que hay en las
ciudades, a la imposibilidad práctica de vivir la individualidad en
medio del caos a que se someten los sentidos— puede hacer que la
acentuada hiperestesia a que nos han conducido los discursos so-
máticos sirva para restaurar el lazo con las condiciones sociales que
desgastan nuestra refinada sensitividad, lazo roto por el intento de
hacer del cuerpo un mecanismo fisiológico capaz de comportamien-
tos éticos.
Ahora bien, ¿cómo se relaciona el papel destacado que se asig-
na al cuerpo con los ideales propios de la modernidad? Sobresale a
lo largo del siglo XIX y en las primeras décadas del siglo XX la for-
mación del ciudadano, objeto de las prácticas impulsadas por los dis-
cursos somáticos. Ser ciudadano entraña un comportamiento ético
cuya práctica revela el ejercicio de virtudes católicas y señoriales, es
decir, cumplir un código gramatical que la urbanidad refleja a ca-
balidad y la higiene y la cultura física complementan con ejercicios
que satisfacen el deber de un cuerpo sano, y de velar por su capaci-
La cultura somática de la modernidad
163

dad productiva y sensitiva. M á s adelante, el burgués desarrolla su


cuerpo conforme a una combinación de fórmulas estéticas, discipli-
narias y de generación y flujo energético.
El ciudadano es el verdadero gestor de la nación y la nación
equivale a la civilización, esto es, a una historia anclada en la hispa-
nidad y el catolicismo. La civilización imaginada durante el primer
período de la modernidad es la lucha por conjurar la barbarie: de-
generación racial, abotagamiento de los sentidos, falta de claridad
en el entorno, cuerpos ineficaces, torpes, antiestéticos e inmunes a
la belleza. Los cuerpos mismos han de ser garantes de una forma-
ción social respetuosa de las diferencias construidas y conservadas
gracias a órdenes que disponen usos del cuerpo y formas estéticas.
La gran visión de orden que invoca nuestra noción de moder-
nidad es la de una disposición confiable de jerarquías, distribución
del tiempo y uso del espacio. Su fundamento está en el control ejer-
cido sobre el cuerpo: orden de las pasiones, de la dieta, del dormir
y trabajar, de los objetos, del vestir y ejercitarse y de las relaciones,
hábitos todos inalterables y sólidos que impidan el trastorno en el
uso del tiempo, de los ámbitos, de las funciones y deberes de hom-
bres y mujeres, niños y adultos, sirvientes y señores, subalternos y
superiores, gobernantes y gobernados.
Con orden, hay progreso, verdadero indicador del éxito en la
formación del ciudadano. El progreso es una dinámica, un movi-
miento ordenado, racional y constante, cuyo móvil es lo inalcanza-
ble: la perfección. Como categoría cuantificable, el progreso es más
salud, más longevidad, más trabajo, más rendimiento, más veloci-
dad, mayores intensidad, luz, claridad, armonía cromática, ligere-
za, amplitud y riqueza. Eso es, en pocas palabras, lo que llamamos
bienestar, "la actividad humana dirigida a la civilización" {Cromos,
218:4, 1920).
ZANDRA PEDRAZA GÓMEZ
I 64

Hay también los idealesestésieos. YXdeseo es sin duda un aliciente


muy caro a la imaginación moderna: encauzarlo sin sofocarlo es una
meta perseguida por el anhelo de ordenar la experiencia del cuerpo.
Controlar la sensualidad asegura la producción; definir la femini-
dad asegura la masculinidad; constreñir a los jóvenes asegura la ju-
ventud. El erotismo, las mujeres y los jóvenes son tema recurrente
de los discursos modernos: caligenia, pedagogía, medicina, psico-
análisis o sexología.
La inmanencia que acusa el cuerpo moderno, la pérdida de tras-
cendencia del alma, se ven recompensadas por la felicidad, motivo
último del cuerpo moderno. E n forma de placer y autorrealización,
la felicidad a la que aspira la educación somática es de índole hiper-
estésica, y en buena medida reemplaza el objetivo del progreso. La
felicidad es la sensación de explorar la sensibilidad, vencer el tiem-
po y encontrar la verdad. E n esta empresa las experiencias hiperes-
tésicas resultan vitales: rompiendo las imposiciones de principios
formales sobre la experiencia del cuerpo para hacer que ésta gene-
re el orden social, se hace del capital estésico una categoría antropo-
lógica central.

E l cuerpo en los discursos: recursos retóricos y semánticos

Así como estos discursos comparten los ideales de la modernidad,


lo hacen con los recursos a los que apelan; por ello se hace repetitivo
buscar una correspondencia entre discursos y recursos semánticos.
Por éstos entendemos los valores concretos, bien sea de tipo moral,
estético o estésico, que adquieren los significados incorporados me-
diante prácticas somáticas y que actúan como principios de acción
y de interpretación. Sin buscar inventariar aquí sus nombres y con-
tenidos, se pueden reconocer los más reiterativos, sin olvidar que
La cultura somática de la modernidad
165

están por explorar los valores semánticos de casi todo lo que atañe
a nuestro arsenal de recursos corporales.
El conjunto de recursos éticos gira alrededor de los principios
de hispanidad, catolicismo e higiene. Sencillez, rigor, franqueza, aus-
teridad y dignidad son valores del comportamiento del caballero y
la dama españoles, que se combinan con las virtudes católicas mo-
rales —prudencia, justicia, fortaleza y templanza— y las de los cuer-
pos gloriosos: claridad, impasibilidad y sutileza. Finalmente, los
atributos de la higiene provienen del aseo y la disciplina, así como
de la aplicación de otras virtudes, como la contención y la tempe-
rancia, o son reformulaciones de las virtudes retóricas y católicas.
Las virtudes de la estética, bien sea que se empleen para juzgar
el comportamiento, las maneras, el vestir o la conversación, proce-
den de la retórica -decoro (decorum), claridad (perspicuitas), pureza
(puritas), adorno iprnatus)—, y nótese que al menos la pureza y la
claridad podrían alinearse igualmente al lado de la higiene. Sobre
el valor preciso que reciben estas cualidades, es imposible dar la úl-
tima palabra: son, por excelencia, objeto de redefinición constante
y, con ello, herramientas predilectas para construir y sostener siste-
mas de distinción que, en la práctica, se refieren a elegancia, buen
tono, discreción, armonía, sensibilidad, etc.
Tanto los ideales de progreso y de la nación como los de la fe-
licidad o del orden estésico recurren a una serie de propiedades físi-
cas y económicas que utilizan a menudo los discursos de la higiene,
la cultura física, la pedagogía y la sensitividad: fuerza, resistencia,
movimiento, producción, rendimiento, eficiencia, circulación, cons-
tancia, velocidad, tenacidad, vigor e intensidad son designaciones
que miden el buen desempeño del ciudadano y el de la nación o la
ciudad, y permiten calificar y clasificar los matices hiperestésicos en
el cuerpo y las propiedades del carácter y de la racionalidad.
ZANDRA PEDRAZA GÓMEZ
I 66

Desde otra perspectiva, también cabe considerar los recursos


empleados para imaginar el cuerpo en sus cualidades representati-
vas. Pese a la aceptación generalizada de la naturaleza simbólica del
cuerpo, el intento de determinar la esencia de su simbología pare-
ce infructuoso. El poder sintético de la figura del cuerpo es prácti-
camente nulo. Sin la información pertinente se hace imposible
interpretar adecuadamente su imagen porque carece de valor sim-
bólico. N o bastan las apariencias del deportista, del dandy, de la
mujer elegante o de la prostituta si no tenemos a mano el soporte
de un discurso que enuncie su significado. Con todo y su concre-
ción y materialidad, y su incontrovertible presencia, el sentido del
cuerpo no es evidente.
El trecho entre la existencia material del cuerpo y sus innúmeras
representaciones no puede salvarse más que discursivamente. Cada
faceta de la imagen que se nos presenta es trasunto de algo que está
por revelarse: más que una metáfora, es una alegoría. El discurso
que lo acompaña perennemente es imprescindible para descifrar el
sentido de lo que el cuerpo encarna: la alegoría tiene que ser ex-
plicitada de modo consciente. Como imagen, el cuerpo es sólo acer-
tijo; el discurso que lo interpreta acumula significados reteniendo,
sin embargo, su imperfección y fragmentariedad; su superficie es
un palimpsesto infinito.
Por su calidad alegórica, el cuerpo acopia significaciones, to-
das las cuales requieren actitudes y traducciones diferentes. Por otro
lado —y es éste uno de sus aspectos tanto seductores como descon-
certantes—, permite la coexistencia de autoridades que rivalizan: es
un lugar privilegiado para la convivencia del conflicto. Quizás sea
ésta la única manera de acercarse a un discurso tan polivalente como
el del cuerpo moderno, sin guardar, dicho sea de antemano, ningu-
na esperanza de conciliación. Su misma capacidad para ostentar con
La cultura somática de la modernidad
167

ironía la contradicción, la disyunción, la convalidación, la incon-


gruencia y la superposición del acervo de discursos que lo jalonan
es de por sí bastante irritante. Allende cualquier designio de la ra-
zón, el cuerpo acoge todas las disputas y los conflictos, las reafir-
maciones, los deseos y las negaciones. Puede, en cada una de sus
expresiones —figura, piel, conducta, funcionamiento, vestido, ren-
dimiento, sensaciones, movimientos—, comunicar principios que se
contrarían o se validan mutuamente. El trabajo de representación
que se hace sobre el cuerpo sobrepone uno y otro significado a su
imagen, y su alegoría hace posible formular la quimera moderna de
la plenitud.

Eos órdenes que instaura el cuerpo

El resultado final de la labor de formar el cuerpo es de índole so-


cial y se traduce en la configuración de órdenes que dan un perfil y
determinadas posibilidades de acción a la sociedad. Como corola-
rio, transformar sus estructuras y dinámica es un cometido que pasa
necesariamente por la modificación tanto de hábitos corporales
como de su interpretación.
La concepción y el uso del tiempo están estrechamente norma-
dos por los hábitos corporales. Ello no se limita a la división del día
o de la semana y a las actividades que corresponde adelantar, sino
también a la concepción de las edades, de las etapas que constitu-
yen la vida y las características de la forma de vivirlas. El caso de la
evolución de la niñez y la juventud resulta bastante ilustrativo. La
niñez, de ser una etapa prácticamente vegetativa y dominada por
un espíritu casi salvaje, pasó a ser la más importante de la vida por
cuanto demanda el mayor número de atenciones y es la garantía de
una juventud y una madurez apropiadas. La juventud, por su par-
ZANDRA PEDRAZA GOMF.Z
168

te, de ser casi inexistente, ha ido prolongándose, postergando el


ingreso a la madurez y trastornando los valores y propósitos de la
vida adulta.
Por lo que se refiere al espacio, la concepción del cuerpo sirve
para demarcar ámbitos sociales que delinean los espacios de acción.
La noción de lo que es público o privado, familiar, íntimo o social,
político o laboral, formal o informal, está comprometida con com-
portamientos, actitudes, modales y formas del arreglo personal,
cuyos códigos están contenidos en la semántica del cuerpo. L o
mismo ocurre con la definición de géneros, que se aferra a cualida-
des fisiológicas, anatómicas, caracteriológicas, hormonales o sen-
sibles para fijar el comportamiento y las capacidades de hombres y
mujeres.
El último campo en el que las representaciones somáticas jue-
gan un papel importante es en la definición de grupos. Podría es-
tar uno tentado a designarlos como clases, pero es sabido que al paso
que avanza la modernidad se traslapan los grupos y su configura-
ción está determinada por factores como la forma de consumo, la
subjetividad, el estilo de vida, el capital simbólico o las expectati-
vas, más que por cuestiones estrictamente económicas. Y, aunque
no puede ignorarse la existencia de clases marcadamente distintas,
tampoco puede negarse que el acceso de gran parte de la población
a múltiples recursos desfigura la correspondencia entre clases y gru-
pos. En las primeras décadas del siglo se reconoce un esfuerzo para
que la vida señorial cumpla con requisitos que la distinguen de una
vida burguesa y de otra propia de las clases medias u obreras, todas
en su conjunto claramente diferenciables de la vida rural y campe-
sina, y cada una signada por rasgos éticos, estéticos yestésicos. Más
tarde, la ampliación del consumo y diversas prácticas corporales for-
talecieron sensibilidades y formas de vida que obedecen más bien
La cultura somática de la modernidad
169

a percepciones estéticas yestésieas que dan contorno a formas de es-


tilización.
Esta propuesta respecto a la conformación de sistemas de re-
presentación social y organización simbólica, recuperados a través
de imágenes del cuerpo, no cabe en una visión económica, médica
o lingüística, no puede catalogarse simplemente como represiva, ni
es posible reconocer en cada faceta la acción del saber y del poder.
Por ello parece más apropiado ahondar en los recursos por medio
de los cuales se ha construido y se construye la experiencia del cuer-
po en América Latina y la manera como de ella se derivan formas
de estructurar la sociedad, así como los alcances de su acción prác-
tica y simbólica, antes de formular un andamiaje teórico capaz de
dar cuenta de esta multiplicidad discursiva.

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Fernando Ortiz y Alian Kardec:
transmigración y transculturación

Arcadio Díaz Quiñones

En cada momento presente de la vida hay un paso de enve-


jecimiento y de renovación [...]. Renovarse que es morir y rena-
cer para tornar a fallecer y a revivir. Cada instante vital es una
creación, una recreación. Es una cópula del pasado, de las poten-
ciales supervivencias que el individuo trac encarnadas consigo,
y del presente, de las posibles circunstancias que el ambiente
aporta; de cuya contingente conjunción con la individualidad
nace el porvenir, que es la variación renovadora.
Fernando Ortiz, E l engaño de las razas

Las dos modas, la del psicoanálisis y la de las ciencias ocul-


tas, tienen en común su oposición a la ideología y a la forma de
vida transmitida por "la sociedad burguesa de consumo", en otras
palabras, por el establishment [...]. Ellas expresan, cada una a su
manera, el anhelo del hombre moderno y su esperanza de una re-
novación espiritual que, finalmente, le brindará una justificación
y un significado a su propia existencia.
Mircea Eliade,Lournal III: 1970-1978

r e r n a n d o O r t i z ( 1 8 8 1 - 1 9 6 9 ) es hoy principalmente conocido por


el concepto de transculturación que se difundió a partir de la publi-
F'ernando Ortiz y Alian Kardec: transmigración y transculturación
!?3

cación de su libro fundacional Contrapunteo cubano del tabaco y del


azúcar (1940; 1963)1. Uztransculturaciém ha llegado a constituirse en
un centro conceptual de los debates culturales y literarios contem-
poráneos . Sin embargo, los comienzos intelectuales de Ortiz, tra-
dicionalmente tratados como una etapa positivista y lombrosiana
previa al Contrapunteo, merecen un estudio aparte para comprender
el desarrollo extraordinariamente rico de la categoría. Representan
una etapa formativa en la cual Ortiz explora categorías de análisis
que proceden de saberes diversos (criminología, derecho, etnogra-
fía, ciencia y espiritismo) y de campos de acción muy variados.
Ortiz llegó a ser muy pronto una figura pública e intelectual de
gran influencia en Cuba, lugar que conservó hasta su muerte 3 .
Entre 1902 y 1906 hizo carrera consular en Italia y Francia; en 1906
fue nombrado abogado fiscal de la Audiencia de Ta Habana; de
1908 a 1916 fue catedrático de Derecho Público en la Universidad
de La Habana; y en 1915 ingresó al Partido Liberal, llegando a ser
parlamentario (1916-1926). Fue director de la prestigiosa Revista
Bimestre Cubana, desde 1907 hasta 1916. En todas esas prácticas, que
se dieron en el marco de la nueva República, fue el iniciador de un
modo de pensar la nación y las razas, la religiosidad y la política; y
por otro lado, de la aplicación de la criminología y la dactiloscopia

1
Agradezco al Instituto de Literatura y Lingüística de La Habana que me
permitió consultar su archivo sobre Fernando Ortiz. Mi honda gratitud a Cris-
tian Roa de la Carrera y a Carlos Rincón por el diálogo sostenido sobre este tema
y por sus muchas sugerencias críticas.
2
Para una discusión detallada y documentada de la recepción de Ortiz y
de la genealogía de la transculturación, véase el reciente prólogo de Fernando Co~
ronil a la reimpresión de la traducción inglesa del Contrapunteo.
~ Para mayores datos, véase la Cronología de Fernando Ortiz, elaborada por
Araceli García Carranza, Norma Suárez Suárez y Alberto Quesada Morales.
ARCADIO DÍAZ Q U I Ñ O N E S
'74

en la reforma penal y el estudio de la delincuencia. En 1926 Ortiz


publicó su Código criminal cubano, proyecto que incluía un prólogo
de Enrico Fern (1856-1929).
Ortiz creció en Menorca, donde estudió su bachillerato (1892-
1895); regresó a Cuba y durante la guerra de Independencia (1895-
1898) comenzó la carrera de Derecho en La Habana y, una vez
concluida la guerra, regresó a Barcelona, donde obtuvo el grado de
Licenciado en Derecho (1 899-1900). Luego se trasladó a Madrid,
donde se doctoró en Derecho (1901), y de ahí a La Habana, don-
de obtuvo el título de doctor en Derecho Civil en la Universidad de
La Habana (1902). Aparte de su carrera institucional, fue de gran
importancia para su consolidación en el espacio público su matri-
monio con Esther Cabrera (1908), la hija del influyente intelectual
cubano Raimundo Cabrera (1852-1923) 4 . Ortiz había vuelto con
gran entusiasmo y energía a desarrollar nuevos saberes "científicos"
y a construirse un lugar de autoridad como intelectual público, en
el que se destacó por su mirada crítica sobre la cultura y la política
cubanas. (Cabe recordar que Ortiz sabía muy poco de Cuba como
vivencia personal y directa, pues se había formado en el exilio me-
tropolitano). Esos ambiciosos propósitos pueden comprobarse des-
de sus inicios, en Eos negros brujos (1906), uno de sus primeros
libros; en La reconquista de América: reflexiones sobre elpanhispanismo
(191 0) y en su colección de ensayos Entre cubanos: psicología tropical
(1913). En esos textos, Ortiz elaboró un discurso cultural y políti-

4
Cabrera, uno de los fundadores del Partido Liberal Autonomista de Cuba,
es autor del libro Cuba y sus jueces (1887). Fundó en Nueva "ibrk la revista polí-
tica, literaria y cultural Cuba y América (1897-1898; La Habana, 1899-1917), en
la que Ortiz llegó a colaborar. Cabrera fue, además, miembro fundador de la
Academia de la Historia de Cuba (1910).
Fernando Ortiz y Alian Kardec: transmigración y transculturación
'75

co que ofrecía un proyecto moderno de república en los años en que


Cuba emergía de la guerra contra España y de la ocupación norte-
americana. Esa línea de inquietudes se refleja en su discurso progra-
mático "La decadencia cubana" (1924), que leyó ante la Sociedad
Económica de Amigos del País.
E n la biografía intelectual que ha quedado más o menos fijada
por los historiadores y la crítica, se suele presentar a Ortiz como pro-
tagonista de una trayectoria unidimensional. Según esta interpre-
tación, Ortiz, influido por Cesare Lombroso (1835-1909), habría
comenzado en la antropología criminal y los estudios de los sistemas
penales^. E n el curso de sus investigaciones posteriores habría des-

5
Mientras ocupaba su puesto consular en Genova, entre 1902 y 1905, Ortiz
fue discípulo de los criminalistas Cesare Lombroso y Enrico Ferri. Ortiz se ins-
cribió con orgullo en la línea de herencia intelectual de Lombroso, como ya ha
sido señalado por la crítica. Su primer gran tema fue precisamente la marginali-
dad, la "mala vida" y los fenómenos religiosos. Procuró delimitar un objeto cien-
tífico, el "hampa afrocubana" o los "negros brujos", que contribuyó también al
desarrollo de los estudios etnográficos y criminológicos en Cuba. Además, re-
sulta muy significativo que fue en la revista de Lombroso, úArchivio di Psichia-
tría, Neuropatologia, Antropología Crimínale e Medicina Légale, donde Ortiz publicó
primero, en italiano, los artículos que forman el libro: "La criminalitá dei negri
in Cuba", "Superstizione criminóse in Cuba" e "11 suicidio fra i negri". Después,
su libro fue prologado por Lombroso. Lodo ello es parte de las relaciones inte-
lectuales con los centros metropolitanos. Durante las últimas décadas del siglo
XIX se dio una extraordinaria actividad en Europa dirigida a reformar los siste-
mas penales. El debate involucró a médicos,filósofos,juristas y abogados progre-
sistas, quienes crearon las bases para una reforma penal sustentada en el saber
criminológico. En ello tuvo una gran importancia el libro de Lombroso, Euomo
delinquente (1876; 1878), fundamentado en el estudio de reclusos en las cárceles
italianas, en el cual explicaba la criminalidad por la "regresión" hereditaria y tam-
bién por ciertas enfermedades, como la epilepsia. Este libro generó un extenso
debate en torno a las nociones de "atavismo", las determinaciones genéticas de la
ARCADIO DÍAZ Q U I Ñ O N E S
I 76

cubierto la "transculturación" que le permitió construir un meta-


rrelato de la cultura nacional basado en la hibridación y la mezcla.
Este cambio de paradigma de la criminología a la transculturación
culminaría en Contrapunteo, cuya trama discursiva se acepta como
su modo de leer la historia y la cubanidad 6 .
El inconveniente de esta interpretación lineal es que ignora el
interés de Ortiz por las corrientes espiritualistas del siglo XIX.
Habría que explicar la continuidad de las perspectivas evolucionis-
tas en Ortiz, su persistente afán por conciliar religión y ciencia y su
interés por las discontinuidades de espacio y tiempo en la formación
de la sociedad cubana. Los orígenes intelectuales de Ortiz inclu-
yen tanto su compleja reformulación de las tradiciones nacionales
(Várela, Saco, Martí y otros), su apropiación de la criminología
"científica" y su interés en las nuevas formas periodísticas de rela-
tos policiales, como su persistente atención al espiritismo. La com-
pleja etnología racista del brasileño Raymundo Nina Rodríguez
(1862-1906) fue el modelo de análisis al que Ortiz pudo acceder
para interpretar el problema de la relación entre raza, nación y ciu-
dadanía en América 7 . Sin embargo, ese modelo no era suficiente.
El espiritismo cientificista de Alian Kardec (Hippolyte León Deni-
zard Rivail; 1804-1869) le proporcionó herramientas interpreta-
tivas para comprender la cuestión racial desde una teoría evolutiva

criminalidad y la "degeneración". Véase, entre otros, el libro de Robert Nye,Cn-


me, Madness, 6í Politics.
6
Véase, por ejemplo, el trabajo de Jorge Ibarra, "La herencia científica de
Fernando Ortiz", donde lee la transculturación como una superación dialéctica
de sus concepciones anteriores. Lambién es relevante el trabajo del historiador
Thomas Bremer, "The Constitution of Alterity".
Para el estudio de Raymundo Nina Rodríguez, véase el trabajo de Roberto
Ventura, Estilo tropical.
Fernando Ortiz y Alian Kardec: transmigración y transculturación
•77

que articula el marco más amplio de la espiritualidad nacional, el


derecho y la religión. Esta teoría espiritualista es un aspecto funda-
mental en los orígenes del concepto de transculturación. Por tanto,
reducir la trayectoria de Ortiz al paso de la criminología a latrans-
culturación impide ver las múltiples filiaciones, resonancias y entre-
cruzamientos que encontramos en sus textos.
E n este ensayo me interesa replantear los comienzos de Ortiz,
con el propósito de abrir una perspectiva en la que las categorías
lombrosianas —positivistas y racionalistas— entren en diálogo con las
corrientes espiritualistas representadas por Kardec 8 . De hecho,
como veremos, hay una relación muy sutil entre la "transmigración"
de las almas y la categoría de "transculturación". Aunque la obra
de Kardec casi ha desaparecido de la discusión intelectual y de los
estudios sobre el autor del Contrapunteo, Ortiz, como otros intelec-
tuales en Europa y América, se sintió muy atraído por la religión
letrada representada por E l libro de los espíritus de Kardec y por la
mediación posible entre la ciencia y la "religión popular".

8
En otro trabajo habría que estudiar los problemas más amplios de la re-
cepción de Kardec en el campo intelectual de lengua española. Kardec fue profu-
samente traducido y publicado en España y América durante el sigloXIX, en gran
medida gracias a la labor de la Sociedad Barcelonesa Propagadora del Espiri-
tismo. Aunque se trataba de lecturas populares, el espiritismo se extendió pode-
rosamente en los círculos intelectuales de América. (Véase, por ejemplo, el libro
de David Hess sobre el caso brasileño, Spirits and Scientists; para el caso cubano,
véase, de Aníbal Arguelles e Ileana Hodge, Los llamados cultos sincréticos y el espiri-
tismo). Del mismo modo, sería importante situar a Ortiz en el contexto de la gue-
rra racial de 1912 en Cuba contra el Partido Independiente de Color, cuando los
veteranos negros de la guerra de Independencia reclamaron su propio espacio
político y fueron duramente reprimidos (el libro de Aliñe Helg, Our Rightful
Share, incluye un estudio de las "fuentes" periodísticas de Los negros brujos en la
etapa previa a esta guerra).
ARCADIO DÍAZ Q U I Ñ O N E S
I78

Ortiz no sólo fue lector de Kardec, sino que además dedicó par-
te de su actividad intelectual al espiritismo. La filosofía penal de los es-
piritistas, un trabajo que se originó a partir del discurso inaugural que
Ortiz presentó en la Facultad de Derecho de la Universidad de La
Habana en 1912, se publicó primero en la Revista Bimestre Cubana,
en 1914. Hay una edición de 1915 de La Habana (el mismo año
en que publica Eos negros esclavos y La identificación dactiloscópica: es-
tudio de policiología y derecho público). El libro tuvo una difusión nota-
ble. Hay otra edición española de 1924, en la Biblioteca Jurídica de
Autores Españoles y Extranjeros. Y luego hay una edición en Bue-
nos Aires de la Editorial Víctor H u g o , en la serie Filosofía y Doc-
trina. En 1919, Ortiz dio, a petición de la Sociedad Espiritista de
Cuba, una conferencia titulada "Las fases de la evolución religiosa".
En el Teatro Payret de La Habana, Ortiz expresaba su simpatía por
el espiritismo:

¡Espiritistas! Quien no participa de vuestra mística, serena-


mente os dice: ¡sois fieles de una sublime fe!, ¡acaso seáis los que
con mayor pureza os aproximáis al ideal de marchar hacia Dios por
el amor y la ciencia! ["Las fases de la evolución religiosa", p. 16].

Ortiz nunca cesó de retomar lo que había escrito enEafilosofía


penal, de retrabajarlo, de modificarlo y de continuarlo. Es interesan-
te constatar que todavía en los años cincuenta seguía escribiendo so-
bre los espiritistas: "Una moderna secta espiritista de Cuba" y "Los
espirituales cordoneros del orilé" fueron trabajos publicados enBo-
hemia, y muy pertinentes para un estudio más detallado del tema.
Sin duda, Ortiz se definía a sí mismo a partir de la doble institu-
ción de la ciencia moderna y de la nacionalidad republicana. Ya en
1903, el escritor Miguel de Carrión (1875-1929) afirmaba en la re-
Fernando Ortiz y Alian Kardec: transmigración y transculturación
'79

vista Azul y Rojo que el joven O r t i z era "el único de nuestros h o m -


bres de ciencia d o t a d o de facultad creadora" y un "positivista con-
vencido". A la vez, elogiaba la m e m o r i a doctoral que O r t i z publicó
en M a d r i d , titulada Base p a r a un estudio sobre la llamada reparación
civil ( 1 9 0 1 ) . Carrión también c o m e n t ó el "valioso estudio sobre el
ñañiguismo en C u b a " que O r t i z luego hizo publicar en M a d r i d en
la Librería F e r n a n d o Fe, con el título Eos negros brujos:

Ningún trabajo más arduo que el de coleccionar los datos ne-


cesarios para este libro, durante el cual le hemos seguido paso a
paso. El investigador tropezaba día tras día con la eterna dificul-
tad que hace en nuestro país infructuoso el esfuerzo de los hom-
bres de ciencia: nada existía hecho con anterioridad; era preciso
crearlo todo, ordenando los pocos datos incompletos y aislados que
llegaban á su noticia, y para colmo de males la fe del autor estre-
llábase contra la apatía del mundo científico local y de las esferas
del gobierno, que se preocupaban poco con que un desocupado
escribiese monografías de ñañigos, cosa bien trivial por cierto al
lado de los grandes intereses de la política. [Miguel de Carrión,
"El doctor Ortiz Fernández", pp. 5-6].

E n Los negros brujos, O r t i z proclamaba que la vida "salvaje" no


podía ser silenciada, sino q u e debía ser c u i d a d o s a m e n t e atendida
—y reprimida—, precisamente p o r q u e el país tenía que ser discipli-
n a d o , e d u c a d o m o r a l m e n t e y afinado en su sensibilidad para las
n o r m a s éticas y políticas m o d e r n a s . Por una parte, Ortiz se armaba
con las doctrinas de la escuela italiana de criminología y derecho
penal positivo; p o r otra, ya se puede percibir q u e el marco concep-
tual del positivismo le resultaba insuficiente para interpretar la re-
ligiosidad en la cultura cubana.
ARCADIO DÍAZ Q U I Ñ O N E S
180

El subtítulo de Eos negros brujos, "Estudio de etnología crimi-


nal", anunciaba ya su condena de la brujería. Ortiz escribía enfáti-
camente:

El culto brujo es, en fin, socialmente negativo con relación


al mejoramiento de nuestra sociedad, porque dada la primitividad
que le es característica, totalmente amoral, contribuye a retener las
conciencias de los negros incultos en los bajos fondos de la bar-
barie africana [p. 227].

Concluía que era "un obstáculo a la civilización, principalmente


de la población de color [...], por ser la expresión más bárbara del
sentimiento religioso desprovisto del elemento moral" (p. 229). Y,
en su conferencia "Las fases de la evolución religiosa" (1919), in-
terpretó la brujería en el contexto de una "lucha religiosa" cubana
para llegar al estadio superior del espiritismo:

En Cuba tres corrientes religiosas luchan por la vida, cuan-


do no por el predominio: el fetichismo africano, especialmente
lucumí; el cristianismo en sus varias derivaciones más o menos
puras, especialmente el catolicismo, y elfilosofismoreligioso con-
temporáneo, especialmente el espiritismo. ["Las fases de la evo-
lución religiosa", p. 68].

Ante la Sociedad Espiritista de Cuba reunida en el Teatro Pay-


ret de La Habana, Ortiz presentaba el espiritismo como una supe-
ración del catolicismo y de la brujería: "El fetichismo es la religión
amoral, el catolicismo es Irreligión moral, el espiritismo es la moral
arreligiosa sin dogmas, ni ritos, ni ídolos ni sacerdotes" (p. 79). Así,
el espiritismo resultaría "un vigoroso estímulo en pro del mejora-
Fernando Ortiz y Alian Kardec: transmigración y transculturación
181

miento moral de la humanidad" (p. 65). Al mirar de manera retros-


pectiva sus publicaciones, Ortiz estimaba que el honor que los es-
piritistas le habían concedido se debía a su "obra acerca del hampa
afro-cubana" {Los negros brujos) y aLafilosofíapenal (p. 66). Con esto
Ortiz sugería que su labor intelectual tenía una coherencia como
servicio público para la evolución religiosa cubana. Es importante
notar que Ortiz concibió su conferencia como un acto de servicio
a la "existencia republicana", acusando a "muchos de nuestros hom-
bres públicos" de ^cobardía cívica" (p. 65).
E n el pensamiento de Ortiz, la etnología racista del brasileño
Raymundo Nina Rodríguez, a quien cita frecuentemente, le per-
mitía desarrollar una teoría racial de la nación: las razas se encon-
traban en estados desiguales en la escala de la evolución cultural y,
por lo tanto, no podía esperarse que se adaptaran a los cánones eu-
ropeos de ciudadanía. La "mala vida" era el resultado de la "pri-
mitividad psíquica" 9 . Pero a Ortiz no le bastaba con determinar la
desigualdad racial cubana; más bien le preocupaban las posibilida-
des de "progreso" o "retroceso" espiritual de la República. Para ello,
como veremos más adelante, recurrió a las categorías kardesianas
de la teoría evolucionista del alma.

9
Fa formación de Ortiz, por una parte, coincidió con el contexto del "des-
cubrimiento" imperialista de África, el darwinismo social, la modernización de
los sistemas de control y vigilancia, el desarrollo de la criminología como cien-
cia, y con la mezcla de esteticismo y violencia que caracterizó la apropiación del
mundo "primitivo" en la modernidad. Para Lombroso, en el marco general del
darwinismo, el concepto de atavismo postulaba una regresión a una condición
primitiva. El término viene del latín: atavus, ancestro. Era un salto atrás. En el
crimínale nato Lombroso hallaba ciertas cualidades físicas y sobre todo una falta
de moral. Lombroso postulaba como solución, por un lado, la pena de muerte;
por otro, la reforma que transformaría los factores ambientales en el criminal.
ARCADIO DÍAZ Q U I Ñ O N E S
182

Había en Ortiz un temor a la "regresión" cultural e intelectual,


temor a los efectos que pudiera tener en la sociedad, temor al "con-
tagio". La brujería y los brujos eran considerados por él adversa-
rios políticos: "Pero la inferioridad del negro, la que le sujetaba al
mal vivir era debida a falta de civilización integral, pues tan primi-
tiva era su moralidad como su intelectualidad". Por otra parte, Ortiz
hablaba desde el progreso: "Natural es que el progreso intelectual
traiga a Cuba, como al resto del mundo, la progresiva debilitación
de las supersticiones, infunda más fe en nosotros mismos y vaya bo-
rrando la que se tiene en lo sobrenatural, pues, como ha dicho Bain,
el gran remedio contra el miedo es la ciencia" (p. 221). El saber "ci-
vilizado" debe exterminar esas prácticas, penetrar en su jerga secre-
ta para que no quede ningún espacio fuera del control del intelecto
blanco. La brujería puede liquidarse por medios tanto penales como
científicos, y los materiales deben ser confiscados en un museo: "La
campaña contra la brujería debe tener dos objetivos: uno inmedia-
to, la destrucción de los focos infectivos; mediato el otro, la desin-
fección del ambiente, para impedir que se mantenga y se reproduzca
el mal" (p. 235).
El "progreso" de los espíritus y la escala evolutiva de Kardec
se encontraban implícitos en la revisión que Ortiz hizo del concepto
de atavismo lombrosiano aplicado al caso cubano. Aunque no cite a
Kardec, su interpretación histórico-espiritualista del desplazamien-
to del africano en el medio cubano incluye más que categorías sim-
plemente criminológicas:

El brujo afro-cubano, desde el punto de vista criminológico,


es lo que Lombroso llamaría un delincuente nato, y este carácter
de congénito puede aplicarse a todos sus atrasos morales, además
de a su delincuencia. Pero el brujo nato no lo es por atavismo, en
Fernando Ortiz y Alian Kardec: transmigración y transculturación
183

el sentido riguroso de esta palabra, es decir, como un salto atrás


del individuo con relación al estado de progreso de la especie que
forma el medio social al cual aquél debe adaptarse; más bien pue-
de decirse que al ser transportado de África a Cuba fue el medio
social el que para él saltó improvisadamente hacia adelante, de-
jándolo con sus compatriotas en las profundidades de su salva-
jismo, en los primeros escalones de la evolución de su psiquis. Por
esto, con mayor propiedad que por el atavismo, pueden definirse
los caracteres del brujo por la primitividadpsíquica; es un delin-
cuente primitivo, como diría Penta. El brujo y sus adeptos son en
Cuba inmorales y delincuentes porque no han progresado; son sal-
vajes traídos a un país civilizado. [Los negros brujos, pp. 230-231] .

Para Ortiz, el africano es esencialmente un delincuente, no tan-


to en el sentido pentiano del delincuente primitivo que cita el pro-
pio Ortiz, sino porque su espíritu se encontraba en otro lugar de la
escala evolutiva. Cuando afirma que el brujo y sus adeptos son "in-
morales y delincuentes", no queda duda de que Ortiz está pensan-
do el problema en los términos espiritualistas que luego desarrollará
en "Las fases de la evolución religiosa", y no únicamente crimino-
lógicos.
Kardec garantizaba a Ortiz una jerarquía espiritual que supe-
raba el marco del "criminal nato" para incluir la nación, la raza y el
"progreso". De hecho, su lectura de Kardec, a quien significativa-
mente llamó "aquel interesante filósofo francés", fue muy tempra-
na y coincidió con sus estudios de criminología. Resulta obvio que
los textos de Alian Kardec tuvieron un valor formativo para su pen-
samiento, aunque se trataba de "lecturas religiosas" no legitimadas
en el medio universitario:
ARCADIO DÍAZ Q U I Ñ O N E S
184

Hace ya unos cuatro lustros, cuando en las aulas de mi muy


querida universidad de La Habana cursaba los estudios de De-
recho Penal y el programa del Prof. González Lanuza —enton-
ces el más científico en los dominios españoles- me iniciaba en
las ideas del positivismo criminológico, simultaneaba esas lectu-
ras escolares con obras muy ajenas a la universidad, que el acaso
ponía a mi alcance o que mi curiosidad investigadora buscaba con
fervor.
Entre estas últimas estaban las lecturas religiosas, que antes
como ahora me producen especial deleite y despiertan en mi áni-
mo singular interés. Por aquel entonces conocí los libros fun-
damentales del espiritismo, escritos por León Hipólito Denizart
Rivail, o sea Alian Kardec, como él gustó de llamarse, revivien-
do el nombre con que, según él, fue conocido en el mundo cuan-
do una encarnación anterior, en los tiempos druídicos.
Y quiso la simultaneidad de los estudios universitarios sobre
criminología con los accidentales estudios filosóficos sobre la doc-
trina espiritista, que el entusiasmo que en mí despertaran las teo-
rías lombrosianas y ferrianas sobre la criminalidad me llevase a
investigar especialmente cómo pensaba acerca de los mismos pro-
blemas penales aquel interesante filósofo francés, que osaba pre-
sentarse como un druida redivivo. ["La filosofía penal de los es-
piritistas", en RBC, 9.1, p. 30] .

í'Se debe entender su interés como un entusiasmo facilitado por


los rasgos científicos del espiritismo? ¿Acaso es metodológicamente
aceptable su afirmación de que los "problemas penales" de la cri-
minología y los dei espiritismo son "los mismos"? En la introduc-
ción de La filosofía penal, Ortiz declaró enfáticamente: "Yo no soy
espiritista". Al mismo tiempo insistía en que el espiritismo compar-
Fernando Ortiz y Alian Kardec: transmigración y transculturación
185

tía con el "materialismo lombrosiano" premisas importantes. Es po-


sible que Ortiz, al igual que otros intelectuales, sintiera la necesidad
de distanciarse de otros espiritistas quizá no tan letrados. E n su co-
rrespondencia a José M . Chacón, Ortiz aludía a "las sociedades
llamadas espiritistas de Cuba, más entretenidas con mediumnidades
más o menos serias o grotescas y con prácticas de curanderismo su-
persticioso y parasitario" (Zenaida Gutiérrez, compiladora,Fernan-
do Ortiz, pp. 35-36). Por otra parte, hay cierta ambigüedad en Ortiz
con respecto a Kardec. N o se compromete públicamente del todo
con sus ideas, pero les da un lugar en el mundo intelectual y de la
ciencia:

Y a poco que mi mente tomó esa dirección hube de perca-


tarme, no sin cierta sorpresa, que el materialismo lombrosiano y
el espiritualismo de Alian Kardec coincidían notablemente en no
pocos extremos, y que a unas mismas teorías criminológicas se po-
dría ir partiendo de premisas materialistas y conducido por el po-
sitivismo más franco, que arrancando de juicios espiritualistas y
llevado por el idealismo más sutil. ["La filosofía penal de los es-
piritistas", en RBC, 9.1, pp. 30-31].

cQuería Ortiz legitimar el espiritismo por el positivismo? Ortiz


presenta a Kardec mediante el topos de la coincidentia oppositorum.
Como hará más tarde en el Contrapunteo con el tabaco y el azúcar,
su poética intenta armonizar formas de pensamiento opuestas: "Los
extremos se tocan, pudiera decirse, y ciertamente es así en nuestro
estudio" ("La filosofía penal", en RBC, 9.1, p. 33). Según indicaba
el propio Kardec, el espiritualismo y el materialismo tienen una veta
evolucionista en común, y la posibilidad de encontrar un comple-
mento en el pasaje de una a otra permite a Ortiz estructurar su li-
ARCADIO DÍAZ Q U I Ñ O N E S
l86

bro. La filosofía penal es, pues, un libro de traducción, de pasaje


entre doctrinas y de transmigración de la materia al espíritu.
Lafilosofíapenal es también una obra didáctica: ofrece instruc-
ción en la doctrina kardesiana. Ortiz asume el conocimiento del
positivismo en el lector, pero se siente obligado a ofrecer extensas
citas de Kardec. En sucesivos capítulos, analiza los siguientes aspec-
tos del kardesismo; las bases ideológicas del espiritismo, las leyes
de la evolución de las almas, el delito, el determinismo y el libre al-
bedrío, los factores de la delincuencia y el atavismo de los crimina-
les. E n todos esos capítulos establece y celebra las analogías entre
Kardec y Lombroso.
Un aspecto central de la traducción que Ortiz hace de Kardec
es el capítulo dedicado a la "La escala de los espíritus", donde Ortiz
deriva una teoría de la élite. El evolucionismo espiritista, con su es-
cala basada en el grado de progreso de los espíritus, hacía hincapié
en el paulatino despojo de las imperfecciones. Los espíritus "imper-
fectos" - e n los que la materia domina sobre el espíritu- son los pro-
pensos al mal. Son dados a todos los vicios que engendran pasiones
viles y degradantes, tales como el sensualismo, la crueldad, la codi-
cia y la sórdida avaricia. Cualquiera que sea el rango social que ocu-
pan, son el azote de la humanidad. Para Ortiz, son el equivalente
de los delincuentes natos. Los espíritus superiores —en que el espíri-
tu domina sobre la materia- se distinguen por su deseo de hacer el
bien. Esos espíritus puros reúnen la ciencia, la prudencia y la bon-
dad. Su lenguaje es siempre elevado y sublime: son los más aptos
para la vida intelectual. Si por excepción se encarnan en la tierra es
para realizar una "misión de progreso", y nos ofrecen un modelo del
tipo de perfección a que puede aspirar la humanidad en este mun-
do. La posibilidad del progreso por la purificación espiritual debe
haber resultado muy atractiva para Ortiz quien, en obras como su
Fernando Ortiz y Alian Kardec: transmigración y transculturación
187

Proyecto de Código Criminal Cubano, estaba ocupado en la formula-


ción de campañas de "saneamiento nacional" (p. XII).
E n el capítulo titulado "Fundamento de la responsabilidad",
Ortiz afirmaba que el criminal es un individuo en el cual ha encar-
nado un espíritu "atrasado". Esto lo lleva a desarrollar de modo pa-
ralelo las nociones de penalidad espiritual y social: al tiempo que hay
una responsabilidad espiritual, subjetiva, basada en la ley del pro-
greso de los espíritus, también hay una responsabilidad humana,
objetiva, basada en la ley social. Ortiz agregaba que "La ley de con-
servación impone a la sociedad -dentro y fuera de la filosofía espi-
ritista— la necesidad de luchar por sí y por su integridad, y de esta
necesidad los espiritistas como los positivistas hacen derivar la ra-
zón del castigo" (RBC, 9.4, p. 288). De este modo, Ortiz pudo apli-
car un fundamento absoluto a la noción de penalidad: "El progreso
del hombre, es decir, el progreso del espíritu, he aquí la finalidad psi-
cológica y subjetiva de la pena así en este mundo como en el univer-
so infinito del progreso de los seres" (RBC, 9.4, p. 289). Sin duda,
Ortiz tenía en mente la necesidad de operar sobre un terreno sóli-
do en la organización social de la nación.
E n Eos negros brujos, el propio Ortiz reconocía que algunas de
sus proposiciones represivas podrían ser consideradas inquisitoria-
les. Su posición frente al brujo y al africano, extremadamente pro-
blemática, exigía los fundamentos teológicos de una filosofía penal.
Esa teología evolutiva le permitió vislumbrar un sentido humani-
tario en la represión de las prácticas culturales dañinas para la Re-
pública. Ortiz se sentía atraído por la fuerza moral de los principios
de Kardec: hay progreso, pero se encuentra amenazado por los mo-
vimientos regresivos de la historia. La posibilidad de aplicar concep-
tualizaciones científicas al orden moral aseguraba larenovatio de la
sociedad cubana. E n La reconquista de América, escribe: "No hay
ARCADIO DÍAZ Q U I Ñ O N E S
188

pueblos ni civilizaciones fatalmente superiores ó inferiores; hay sólo


adelantos ó atrasos, diferencias en la marcha integral de la humani-
dad" (p. 26).
Volvamos a Lafilosofíapenal. En los capítulos sobre la escala de
los espíritus y el libre albedrío, Ortiz se interesa en particular por
el papel de los espíritus "prudentes", quienes vienen a la tierra para
realizar una "misión de progreso". En ella coinciden dos proyectos
opuestos: construir un espacio para la élite ilustrada, con privilegios
de ciudadanía plena, y abrir la puerta del progreso a otros espíritus
"atrasados" que no tenían la capacidad de formular sus propios pro-
yectos. La producción de ciudadanos para la República era posible,
aunque compleja, y tenía que estar basada en la ciencia de la crimi-
nología, la vigilancia, la disciplina, y en la jerarquía de una espiritua-
lidad evolucionista. La reconquista de América ofrece un comentario
particularmente iluminador: "Seamos los cubanos blancos, los que
constituimos el nervio de la nacionalidad, más cultos todavía para
poder mantener la vida republicana independiente de retrocesos his-
panizantes o africanizantes" (p. 47).
¿Cómo se lograba larenovatio que permitía el ascenso de los es-
píritus inferiores? Desde el punto de vista teológico, la noción del
libre albedrío contenía la posibilidad de superación espiritual. Pues-
to que el espíritu no es esencialmente malo ni bueno, Ortiz encon-
tró en la reencarnación postulada por Kardec una alternativa para
el determinismo biológico del atavismo:

Así como tenemos hombres buenos y malos desde la infan-


cia, así también hay Espíritus buenos y malos desde el principio,
con la diferencia capital de que el niño tiene instintos completa-
mente formados, al paso que el Espíritu, al ser formado, no es ni
bueno ni malo, sino que tiene todas las tendencias, y en virtud de
Fernando Ortiz y Alian Kardec: transmigración y transculturación
189

su libre albedrío toma una u otra dirección. ["La filosofía penal


de los espiritistas", en RBC, 9.2, p. 131].

De modo que la versión espiritista del atavismo consiste fun-


damentalmente en un estancamiento del progreso espiritual en el
paso de una vida a otra. Mientras los espíritus superiores han con-
tinuado progresando, los atávicos sólo representan una regresión en
relación con el estado de avance de los demás.
N o caben los retrocesos en la construcción de la nación. El
pensamiento político de Ortiz no puede entenderse sin referencia
a Kardec y a la posibilidad de que todos se integren al progreso
espiritual. Esta noción de "progreso" se concibe de modo orgáni-
co con la evolución biológica:

La filosofía espiritista arranca de la existencia de un Ser su-


premo, Dios, creador de todas las cosas y de la existencia inmor-
tal de los espíritus.
Pero el espiritismo se distingue de otros credos religiosos, por-
que viene a ser una teoría evolucionista del alma, teoría ciertamen-
te antigua, pero cuya revivencia moderna se debe al espiritismo
y a la teosofía. En efecto, los espíritus son creados imperfectos, y
su existencia se desenvuelve a lo largo de una serie infinita de
pruebas dolorosas que lo despiertan, le fortalecen sus facultades
y lo elevan hacia los estados superiores de la evolución psíquica,
de la misma manera que, según los biólogos materialistas —Sergi,
por ejemplo—, los seres que entran dentro del campo de su visua-
lidad, desde la ameba a los grandes mamíferos, progresan y se
transforman y se hacen inteligentes por el dolor en la serie infi-
nita de pruebas que supone el contacto constante con el medio
ambiente.
ARCADIO DÍAZ Q U I Ñ O N E S
I 90

El fin del espíritu es progresar, ascender, elevarse siempre y


acercarse a Dios. En la historia natural de los espíritus no hay re-
gresiones; puede haber estancamientos, situaciones de quietud
pero nunca de retroceso. ["La filosofía penal de los espiritistas",
en RBC, 9.1, p. 34].

Por otra parte, la armonización de lo material y lo espiritual se


traduce en la "teoría de la belleza" que Ortiz toma de Kardec. Este
explicaba las diferencias raciales estableciendo una correlación en-
tre la belleza corporal y la escala evolutiva de los espíritus. Su esté-
tica racial situaba al negro en un lugar próximo al de los animales.
Ortiz cita:

El negro puede ser bello para el negro, como lo es un gato


para otro, pero no es bello en el sentido absoluto; porque sus ras-
gos bastos y sus labios gruesos acusan la materialidad de los ins-
tintos; pueden muy bien expresar pasiones violentas; pero no
podrían acomodarse a los matices delicados del sentimiento y a
las modulaciones de un Espíritu distinguido. ["La filosofía pe-
nal de los espiritistas", en RBC, 9.4, p. 261].

En la evolución del alma, el negro iría paulatinamente despren-


diéndose de los rasgos físicos que lo caracterizan para aproximarse
al blanco. Así, en la apropiación que Ortiz hace del "credo reencar-
nacionista" se observa el germen del concepto de latransculturación.
En su ensayo "La cubanidad y los negros" (1939), en el cual ela-
bora la teoría delajiaco como emblema de la nacionalidad, Ortiz in-
terpreta "los abrazos amorosos" del mestizaje como "augúrales de
una paz universal de las sangres [...], de una posible, deseable y fu-
tura desracialización de la humanidad" (p. 6).
Fernando Ortiz y Alian Kardec: transmigración y transculturación
191

Ya en la década de los años treinta, Ortiz negaba las jerarquías


raciales. Pero no había abandonado las nociones fundamentales kar-
desianas acerca del progreso espiritual, presentado aquí coraodesra-
cialización. Asimismo, reemplazaba la categoría de mestizaje con el
concepto de transmigración, enriqueciendo sus posibilidades inter-
pretativas:

No creemos que haya habido factores humanos más trascen-


dentes para la cubanidad que esas continuas, radicales y con-
trastantes transmigraciones geográficas, económicas y sociales de
los pobladores; que esa perenne transitoriedad de los propósitos
y que esa vida siempre en desarraigo de la tierra habitada, siem-
pre en desajuste con la sociedad sustentadora... [Las cursivas son
mías, p. 11]'".

L a noción de transmigración como un desajuste espacial y tem-


poral ya se encontraba perfilada en Los negros brujos y en La filosofía
penal, libros en los cuales Ortiz aplicaba la teoría espiritista de la
evolución de las almas. El artículo "La cubanidad", fundamental
en la formulación del concepto de transculturación, desarrollaba nue-
vos modos de interpretar la cultura nacional aprovechando las
conceptualizaciones kardesianas del orden espiritual. En consonan-
cia con la "regresión" espiritual enEafilosofíapenal o el adelanto del
medio al africano en Los negros brujos, "La cubanidad" retiene la ca-
tegoría de desplazamiento para explicar el lugar del negro en la cul-
tura cubana. Vale la pena detenerse en el siguiente pasaje, donde

'" Este mismo párrafo aparece reutilizado en Contrapunteo como parte de


la conceptualización del concepto de transculturación (p. 102).
ARCADIO DÍAZ Q U I Ñ O N E S
I92

Ortiz deja ver claramente el aspecto espiritualista de su formulación


de la transculturación:

Los negros trajeron con sus cuerpos sus espíritus [...] pero no sus
instituciones, ni su instrumentarlo [...]. No hubo otro elemento
humano en más profunda y continua transmigración de ambien-
te, de cultura de clases y de conciencias. Pasaron de una cultura
a otra más potente, como los indios; pero éstos sufrieron en su tie-
rra nativa, creyendo que al morir pasaban al lado invisible de su pro-
pio mundo cubano; y los negros, con suerte más cruel, cruzaron el
mar en agonía y pensando que aún después de muertos tenían que re-
pasarlo para revivir allá en África con sus padres perdidos... ["La cu-
banidad", pp. 11-12).

La transculturación tiene un aspecto espiritualista que es inne-


gable. A pesar de la ausencia de referencias explícitas en los últi-
mos textos de Ortiz, el aporte filosófico de Kardec a su pensamiento
no puede continuar siendo ignorado. E n Ortiz encontramos la
nacionalización, la historización y la antropologización de la teoría
kardesiana sobre la transmigración de las almas. Es larenovatio que
continuaba fascinando a Ortiz. Catransculturación se construyó fun-
damentalmente con base en las categorías de transmigración, despla-
zamiento, progreso espiritual y evolución. N o puedo comentar aquí
el Contrapunteo, pero no será difícil para el lector descubrir el espe-
sor del concepto de transculturación enriquecido por el referente
de Kardec. Para Ortiz, la historia de la humanidad es también una
historia de las almas en transmigración. La lección que Ortiz tomó
de Kardec resuena silenciosamente en sus textos fundadores de la
nacionalidad cubana: el espíritu es irreductible al cuerpo.
Fernando Ortiz y Alian Kardec: transmigración y transculturación
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La formación de la cultura política de la exclusión
en América Latina durante el siglo XIX

Gilberto Loaiza Cano

Introducción

"L/a América Latina está hecha a la vez de ciudadanos y de exclui-


dos" b con esas palabras resumió el sociólogo francés Alain Tourai-
ne uno de los conflictos que se han vuelto inherentes a la historia
política de nuestra región. Es casi connatural que el hombre común
de América Latina viva sistemáticamente separado de los asuntos de
organización y dirección del Estado; por eso cualquier intento de
cuestionamiento práctico de esa situación suele entenderse, entre las
castas de la dirigencia política, como una puesta en peligro de ese
eufemismo llamado "orden democrático".
M e limitaré a escudriñar en algunos sucesos ideológicos y al-
gunas conductas de las élites intelectuales del siglo pasado que hi-
cieron parte del repertorio justificador de la preeminencia de unos
individuos sobre otros en las nacientes repúblicas liberadas del do-
minio español. El intelectual que recibió la inmediata herencia de
la liberación de España fue uno de los agentes fundamentales, si no
el protagonista, de la administración y la legitimación de los privile-
gios obtenidos por un grupo social específico. Muchos de los ejem-
plos que ilustrarán esta preeminencia de una élite intelectual en la

1
Alain Toumnt, América Latina, política y sociedad (Madrid: Espasa-Calpe,
1989), p. 89.
La formación de la cultura política de la exclusión
197

propagación de unos hábitos que se volverán virtudes en las inci-


pientes y frágiles democracias republicanas los tomé del itinerario
del intelectual liberal neogranadino Manuel Ancízar (1811-1882),
quien durante su etapa de formación vivió en Cuba y Venezuela an-
tes de retornar a su país de origen, en 1846".

El intelectual decimonónico

Pedro Henríquez Ureña dejó estas frases definitorias y a la vez enal-


tecedoras del papel cumplido por los intelectuales hispanoamerica-
nos del sigloXIX: "De 1810a 1880 cada criollo distinguido es triple:
hombre de Estado, hombre de profesión, hombre de letras. Y a esos
hombre múltiples les debemos la mayor parte de nuestras cosas
mejores". Aunque la historia detallada de ese siglo nos suministre
variados matices, esta definición sintetiza la condición prominente
de los intelectuales en la mayoría de los países del continente. El pa-
pel relevante de la intelectualidad civil chilena en la limitación de los
poderes temporales de la Iglesia católica y del ejército contrasta con
la subordinación o las concesiones de la débil y escasa élite intelec-
tual venezolana a las ambiciones de los militares; por alguna razón
Andrés Bello prefirió la estable perspectiva de Chile a la convulsa
vida republicana de su país natal. Pero haciendo abstracción de las
particularidades, es posible aventurar una caracterización genérica
de ese hombre letrado criollo que detentó buena parte del poder es-
piritual en el transcurso del siglo pasado.
La definición de Henríquez Ureña alude a la condición ambi-
valente del intelectual decimonónico: individuos que oscilaron en-

2
Esta ponencia se basa en mi ensayo inédito titulado "La formación inte-
lectual de Manuel Ancízar (1811-1851)".
GILBERTO LOAIZA CANO
198

tre lo cultural y lo político en una época de indiferenciación en esas


dos esferas. Sintiéndose predestinados para cumplir tareas dirigen-
tes en sociedades incipientes, los intelectuales hispanoamericanos
desplegaron un activismo en múltiples sentidos; desconocieron las
fronteras entre la vida privada y la vida pública, de tal manera que
se entregaron al cumplimiento de una "honrosa carrera" de servicios
a la patria. Esa alta autoestima contribuyó a orientarlos en un papel
pionero, fundacional, en muchos aspectos de la organización social;
de ahí que sea tan común en la documentación histórica de ese siglo
la abundancia relativa de archivos privados que conservan con es-
crúpulo los nombramientos, reconocimientos y méritos acumula-
dos en sus vidas públicas. Poseedores del privilegio demarcatorio
de la educación, se dedicaron a validarse ante el hombre ilustrado
europeo: pertenecer a una sociedad científica, literaria o artística de
Europa era una de las conquistas más apetecidas por los polígrafos
hispanoamericanos. Fueron también cosmopolitas, transnacionales,
con una difusa noción de patria; muchos sirvieron con más fideli-
dad a los intereses supranacionales de la masonería que a sus comu-
nidades de origen. Más que chilenos, venezolanos o neogranadinos
se sintieron ciudadanos americanos y así describieron parábolas de
hombres de mundo que contaron con la circunstancial amistad en
Europa de Michelet o Quinet o Lamartine. El éxodo, el destierro,
la diáspora, el retorno hicieron parte del intenso periplo del vene-
zolano Bello radicado en Chile, del neogranadino Ancízar educado
en Cuba, del desterrado Francisco Bilbao interviniendo en la vida
política peruana, del argentino Sarmiento refugiado en Valparaíso.
El intelectual decimonónico fue el formador de los aparatos re-
presentativos del poder estatal y el creador de determinadas ideas
de nación; se encargó de preparar las nuevas élites gobernantes y
crear instituciones para la instrucción básica de las masas; relativizó
La formación de la cultura política de la exclusión
201

E n el mito fundador de la vida republicana encontraron buena


parte de la justificación del papel político preponderante que debería
corresponderle a una minoría blanca. Uno de los más conspicuos
exponentes de la justificación racial del papel dominante de un gru-
po específico de individuos, consideraba al criollo como la "inteli-
gencia de la revolución"; mientras que el indio, el negro, el mulato
y el mestizo habían sido simplemente "instrumentos militares". El
europeo americano, el español nacido en América, el hombre blanco
reunía los atributos de "legislador, administrador, tribuno popular
y caudillo al mismo tiempo" 4 . De tal modo que se apelaba a la di-
ferenciación racial, se confería al europeo enraizado en América unos
rasgos sobresalientes y a los demás entes raciales se les adjudicaban
rasgos que servían para determinar su situación subordinada: "Es
él —refiriéndose al hombre criollo— quien guía la revolución y tiene
el depósito de la filosofía. Las demás razas o castas, en los primeros
tiempos, no hacen más que obedecer a la impulsión de los que tie-
nen el prestigio de la inteligencia, de la audacia y aun de la superio-
ridad de la raza blanca" 5 . De esa manera, un sector minoritario de
las sociedades hispanoamericanas tenía garantizado un porvenir di-
rigente y a otros se les preparaba la exclusión política.
Ahora, ¿cómo a esta argumentación en favor de una supuesta
predestinación racial se le agregaba una predestinación estamental,
es decir, cómo se reivindicó para los intelectuales una situación de
privilegio? En algunos casos, como el venezolano, el influjo de los

4
José María Samper, Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición so-
cialde las repúblicas colombianas (París: Imprenta de E. Thunot, 1861), pp. 186-187.
Sobre el pensamiento político excluyente de Samper, véase: Alfredo Gómez Mu-
llen, "Las formas de la exclusión", en revista Gaceta (Bogotá: Colcultura, agosto
de 1991).
GILBERTO LOAIZA CANO
202

jóvenes intelectuales en la organización de la república fue conse-


cuencia inmediata del dramático descenso de población provoca-
do por las muertes en la guerra de Independencia. En la primera
mitad del siglo XIX, fue notable en Venezuela la carencia de hom-
bres preparados para las tareas civilizadoras que urgían en esos
años. Los pocos hombres ilustrados disponibles debían cumplir
faenas en todos los órdenes; un mismo grupo de personas dotadas
de las luces de la educación debía entregarse a cumplir funciones
económicas, políticas e intelectuales. Eran hombres jóvenes y refi-
nados sin ningún nexo protagonice con las contiendas libertadoras,
provenían del excluyente y precario sistema educativo que preva-
lecía hasta entonces; tan excluyente y precario, que se ha podido
afirmar que el hecho de ser intelectual en Venezuela, entre 1820 y
1850, significó pertenecer a un sector muy privilegiado "por lo es-
caso de los recursos e instituciones educativas del país". La aspira-
ción a un título universitario durante el siglo XIX en ese país no sólo
implicaba satisfacer las comprobaciones de legitimidad y pureza de
sangre; también había que pertenecer a una clase social suficiente-
mente elevada que pudiese cumplir con la escrupulosa y puntual
entrega de 200 a 500 pesos. Esta situación dejó cifras reveladoras:
el 66% de los estudiantes universitarios de Caracas procedía de fa-
milias de hacendados y altos funcionarios; el 23% provenía de la
clase media compuesta por profesionales y funcionarios municipa-
les; apenas el 1,5% estaba compuesto por hijos de artesanos y em-
pleados públicos menores .
El exclusivismo de la intelectualidad de Venezuela en la prime-
ra mitad del siglo pasado se medía, entonces, por su escasez numé-

6
Elke Nieschulz de Stockhausen, "Los periodistas en el siglo XIX, una
élite", en Anuario, N° 1 (Táchira: Universidad Católica, 1982), p. 239.
La formación de la cultura política de la exclusión
203

rica, por su refinamiento, por el cumplimiento de múltiples funcio-


nes y por el carácter imprescindible en el juego de poder. Para el ré-
gimen de José Antonio Páez fue vital contar con el vínculo de estos
jóvenes talentosos que suplían la ineficiencia dirigente de muchos
militares. Ante la carencia de un número adecuado de intelectuales,
eran muy bienvenidos los intelectuales inmigrantes y los casos ex-
cepcionales de individuos que lograron encumbrarse culturalmente
con una formación autodidacta. Por eso fue muy frecuente durante
el predominio político del general Páez el retorno de aquellas fami-
lias que habían huido de las luchas cruentas de la Independencia.
Así llegaron jóvenes brillantes educados en Europa, Estados Uni-
dos o Cuba, como Santos Michelena o José María Vargas, activos
promotores de la reorganización económica, política y educativa de
Venezuela. Aunque su retorno inicialmente estuvo acompañado de
hostilidades y reproches, terminaron convertidos en seres indispen-
sables para el manejo de delicados asuntos de Estado 7 .
Provistos de la convicción de los atributos acumulados y por el
carácter imprescindible y pionero en sociedades incipientes, estos
intelectuales se encargaban de reivindicar para sí un papel promi-
nente. Fue el caso del neogranadino Manuel Ancízar (1811-1882),
educado y finalmente perseguido en Cuba por sus vínculos con la
masonería que conspiraba contra el régimen colonial de la isla. Los
jóvenes intelectuales que, como Ancízar, llegaban para contribuir
en los procesos de organización de las nacientes repúblicas tenían
clara su misión histórica; su gloria no era de la misma índole de los

' José María Vargas tuvo gran influencia en el régimen de Páez y fue du-
rante el lapso de 1837 a 1839 presidente de Venezuela, en un agitado paréntesis
civil del caudillismo militar. Santos Michelena fue, entre tanto, un hábil diplo-
mático y por mucho tiempo ministro de Hacienda.
GILBERTO LOAIZA CANO
204

guerreros de la Independencia, sus batallas eran más silenciosas y


sus victorias menos visibles, pero quizás más perdurables. Estaban
basadas en la creación de un nuevo tipo de sociedad, según las con-
vicciones de su liberalismo genérico, su voluntad racionalizadora,
su relativo escrúpulo científico. Los portadores de los mensajes ilus-
trados eran el remplazo histórico de los hombres de espada, las nue-
vas sociedades exigían hombres dotados de las luces de la educación
que desde el libro, el gabinete, la tribuna, el periódico, adelantarían
su misión civilizadora. Así solían enunciar las virtudes de un esta-
mento imprescindible en la organización de las nuevas repúblicas:

La mano del tiempo nos ha traído otras necesidades tan im-


periosas como las pasadas y otras labores de igual importancia
relativa, si bien de índole diversa por cuanto ellas no pueden ser
consumadas por esfuerzos físicos, sino intelectuales: a la pujan-
za del brazo es menester sustituirla por la pujanza de la inteligen-
cia, para corresponder al clamor de las exigencias actuales [...].
Si nuestros mayores hubieron de educarse para los campos de ba-
talla, la nueva generación tiene que atesorar luces para los traba-
jos de gabinete, so pena de encontrarse fuera del puesto que el
transcurso de los años le ha señalado inútil para sí misma y para
la patria8.

Durante su estadía en Venezuela, de 1840 a 1846, Ancízar con-


tribuyó a la fundación de la Biblioteca Nacional y de la asociación
intelectual denominada Liceo Venezolano, regentó el Colegio Na-
cional de Carabobo, fundó el periódico El Siglo, fundó y dirigió en

8
Manuel Ancízar, "El Liceo Venezolano", en El Siglo (Valencia: s. d., ene-
ro 28 de 1842).
La formación de la cultura política de la exclusión
205

Valencia un ateneo literario, fundó y dirigió una caja social de aho-


rros. Es decir, fue un activo creador de institucionalidad cultural,
un organizador en diversos frentes de las élites dirigentes venezo-
lanas. Estuvo a punto de fijar residencia definitiva en ese país has-
ta que la Nueva Granada le encomendó una labor diplomática como
antesala de su llegada a colaborar en el gobierno del general Tomás
Cipriano de Mosquera.

La soberanía de la razón

La filosofía sensualista de Condillac y su continuación en Destutt


de Tracy conformaron, hasta el inicio de la década de 1830, el pen-
samiento filosófico por antonomasia de los liberales hispanoameri-
canos, el más nítido nexo con los ideales ilustrados de la Revolución
Francesa. Pero en la confusión ideológica de la primera mitad del si-
glo XIX, florecieron otras opciones que entrañaron una ruptura con
la tradición filosófica de la Ilustración. Así se verificaron adhesio-
nes hacia un representante del liberalismo moderado, coadjutor de
la Restauración en Francia y hegeliano bastante superficial, como fue
Víctor Cousin.
¿Qué implicaba adherirse a las tesis del filósofo francés? El año
1815 había marcado en Europa no sólo una reacción política viru-
lenta contra los legados de la Revolución Francesa. En lo filosófi-
co y en lo literario indicaba una ruptura con el materialismo de los
ilustrados y un retorno al misticismo que ambientó el nacimiento del
movimiento romántico. Los llamados ideólogos, como Destutt de Tra-
cy y Pierre Cabanis, quedaron revaluados como los últimos repre-
sentantes de la gloriosa tradición filosófica del siglo XVIII. Mientras
tanto, regresaba a Francia, procedente de Alemania, Víctor Cousin
(1792-1867). Al iniciar sus lecciones de 1818, en la Escuela Ñor-
GILBERTO LOAIZA CANO
20Ó

mal primero y luego en la Universidad de París, Cousin expuso los


fundamentos de un sistema de filosofía moral basado, dicen que
mediocremente, en las enseñanzas que había recibido de su amigo
Hegel y de Tenneman, un discípulo de Kant que era autor de una
Historia de lafilosofíacuya traducción al francés fue confiada al pro-
pio Cousin. Junto con Rover Collard, el introductor en Francia de
la escuela escocesa del sentido común, Víctor Cousin dominó el es-
cenario académico del país durante la primera mitad del siglo. Más
claramente que aquél, se convirtió en el representante filosófico de
la monarquía constitucional de Luis Felipe, impartiendo su filoso-
fía ecléctica y dirigiendo la instrucción pública francesa. Estuvo ín-
timamente vinculado con sociedades secretas y, al lado de Guizot,
Thiers, Constant —los doctrinarios—, se encargó de justificar ideoló-
gicamente la autoridad religiosa y política que se impuso durante
la Restauración. Además, era una generación de pensadores y polí-
ticos, en Francia, muy cercana en actitudes y propósitos a los jóve-
nes intelectuales hispanoamericanos, compartían el sentimiento de
cumplir una labor trascendente atribuida a la nueva aristocracia de
la inteligencia. Eran, según palabras del hábil ministro Frangois
Guizot, los hombres encargados de construir la nueva nación des-
pués de la actividad demoledora de la Revolución 9 .
Seguir las tesis de Cousin, por tanto, podía implicar algo más
que adherirse a una doctrina filosófica; era tal vez acoger una teo-
ría de la sociedad que sirvió de soporte a la Restauración en Fran-
cia. Para 1830, ya se conocía en el nuevo continente su traducción
del Curso de historia de la filosofía moderna, cuya introducción anun-

9
Sobre esta generación de intelectuales en Francia, véase el estudio del so-
ciólogo Pierre Rosanvallon tituladoLí moment Guizot (Rrís: Editions Gallimard,
1985).
La formación de la cultura política de la exclusión
207

ciaba el nacimiento de una nueva corriente filosófica, la del eclecti-


cismo; más tarde se leyó su escrito De lo verdadero, de lo bello y del
bien, que, aunque publicado en 1838, contenía sus lecciones de 1818.
Y también se conocía y discutía con ardor su Examen crítico de la
filosofía de Loche, publicado en 1830, definitivo ajuste de cuentas con
las teorías sensualistas.
La querella antisensualista adquirió en Cuba relieve importan-
te a fines de la década de 1830. Los hermanos Manuel y José Zaca-
rías González del Valle, más el primero que el segundo, se habían
dedicado a la aclimatación de esa nueva corriente. E n 1840 publica-
ron, el primero, unos Rasgos históricos de la filosofía y, el otro, un con-
junto de artículos sobre Psicolojía según la doctrina de Cousin. Entre
tanto, revistas como la Cartera cubana contenían los artículos de un
agudo Filolezes, seudónimo del influyente escritor cubano José de
la Luz y Caballero, quien se convirtió en el más tenaz contradictor
de las novedades del eclecticismo. Ésta fue la época de debates ideo-
lógicos mejor conocida como lapolémica cubana, en la que se discu-
tió intensamente acerca de los métodos de enseñanza de la filosofía
en la isla; se evaluó la filosofía de Condillac y se expuso abiertamente
la corriente de Cousin. La importancia de esta polémica en Cuba
reside en que diseminó el tema por el resto de América. Por aquella
misma época, 1840, Andrés Bello, en Chile, ya concebía suFilosofia
del entendimiento y traducía laRefutation de Teclectisme, escrita por Pie-
rre Leroux, un discípulo inconforme de Cousin. Mientras tanto, en
Venezuela, se enfrentaban los profesores de filosofía Rafael Acevedo
y Fermín Toro, quien más tarde sería apoyado en su reivindicación
de las tesis de Cousin por el joven Manuel Ancízar.
Más allá de un debate sobre el sensualismo y sobre la imposi-
ción de textos de enseñanza de la filosofía para las élites latinoame-
ricanas, estaba en disputa una concepción de la sociedad que venía
GILBERTO LOAIZA CANO
208

filtrada en la obra del filósofo francés. H u b o en el siglo XIX una


eximia tradición de buscar en la lógica y en la psicología justifica-
ciones para la actividad política. Por eso abundaron en América La-
tina los libros de filosofía del entendimiento que protocolariamente
eran redactados con el fin de recrear una interpretación de un orden
social ideal; eran adaptación o traducciones de obras originalmente
inglesas o francesas, y el aporte intelectual del letrado criollo se re-
ducía a un prólogo justificatorio de la intención y a reordenar el ma-
terial original según énfasis deseados.
Examinando las Lecciones de psicolojía de Manuel Ancízar, pu-
blicadas inicialmente en Caracas, en 1845, podemos comprender los
alcances de una corriente filosófica que argumentaba a favor de la
exclusión de la mayoría de los hombres de la actividad política y les
asignaba un papel destacado a aquellos iluminados por los benefi-
cios de la razón. N o sin antes advertir explícitamente en el prólogo
que su libro era una búsqueda de sustento filosófico a la actividad
política:

Ruego que no se juzgue este compendio de las teorías ecléc-


ticas ciñéndose a lo que en él literalmente aparece, sino exami-
nando la índole de los jérmenes que tienden a sembrar en la in-
telijencia de los jóvenes, i teniendo en cuenta la feliz aplicación
que de ellas puede hacerse a nuestro réjimen social10.

Después de exponer los atributos y las facultades del alma con-


siderada en sí misma, Ancízar pasa a la parte más interesante, que

Manuel Ancízar, Lecciones de psicolojía (Bogotá: Imprenta del Neogra-


nadino, 1851), pp. I-1I. De la edición caraqueña de 1845 se conservan algunos
manuscritos en el archivo familiar.
La formación de la cultura política de la exclusión
209

es el estudio del alma en relación con el concepto de libertad, con


el hombre y la sociedad, con la naturaleza y, por último, con Dios.
Sin duda, cuando arriba al momento de analizar las relaciones del
alma con la sociedad, sus Lecciones expresan más claramente la po-
sición que asume el autor acerca de las condiciones ideales de una
sociedad. Acepta que, por naturaleza, "todos los hombres traen un
mismo origen; todos se hallan dotados de alma inteligente, amante
y libre, servida por órganos semejantes de sensación, expresión y
locomoción"; pero, constituida la sociedad, esa natural igualdad se
desvanece y se imponen, como elementos diferenciadores entre los
hombres,

sus disposiciones individuales para la industria y las ciencias


estableciéndose un sistema ordenado, en el cual si bien todos los
asociados tienen deberes que llenar y derechos de que gozar, no
son iguales para todos ni enteramente comunes a la generalidad,
sino que muchos son peculiares al lugar social que los individuos
van ocupando según su capacidad y su mérito".

Así aparece formulado el principio de la "desigualdad perso-


nal" que suplanta al de la igualdad absoluta tan caro en la tradición
rousseauniana. Para Ancízar, el ya lejano principio de la igualdad
absoluta destruía "el principio altamente social de las recompensas
señaladas para las grandes virtudes, negándose al propio tiempo la
capacidad que tienen los individuos de levantarse por esfuerzos de
su espíritu" 12 .

11
M. Ancízar,op. cit,pp. 302-303.
12
M. Ancízar, "Lecciones de moral", manuscritos conservados en el Ar-
chivo Ancízar.
GILBERTO LOAIZA CANO
2 10

Reclamaba, en consecuencia, la selección de los mejor capaci-


tados para ingresar en el ejercicio activo de la política. Debía haber,
según él, una "división natural de los asociados" basada en "dife-
rencias accidentales pero importantes de organización, grados di-
versos de ilustración o de riquezas, i otras muchas circunstancias
individuales que tienden a diferenciar a los hombres".
Aquí tenemos un pensamiento altamente selectivo en que la ra-
zón, la ciencia y la riqueza se conjugaban como factores primordia-
les para definir quiénes podían desempeñar el papel de ciudadanos
activos. La teoría de la soberanía de la razón, la "teoría del siglo"
como la denomina el sociólogo Pierre Rosanvallon, desplazaba la
teoría de la soberanía del pueblo; de ese modo se imponía una idea
restringida y excluyente de la representatividad política.

La masonería y la asociación de voluntades

N o se apeló sólo a la adaptación y difusión de ideologías para darle


legitimidad a la selección de los más ilustrados, capaces y ricos como
exclusivos ciudadanos activos. También se acudió a la creación y la
expansión de hábitos que devendrían, con la frecuencia y el tiempo,
"virtudes" señaladoras de las debidas distancias entre dominantes
y subordinados, entre aristocracia y plebe, entre hombres refinados
y los guaches de sombrero y ruana.
La masonería había sido antes y durante la gesta emancipadora
un núcleo inspirador de la subversión intelectual contra la opresión
hispánica. Luego de la independencia, fue adquiriendo los rasgos
de un tipo de sociabilidad de las élites altamente selectivo, cuyos es-
trictos y simbólicos ritos de acceso, de iniciación y de ascenso fija-
ban las fronteras de separación y de distinción con respecto al resto
de los individuos.
La formación de la cultura política de la exclusión
21 i

Es bueno hacer precisiones para el singular caso de Cuba, don-


de la masonería tuvo que debatirse entre organizar eventos conspi-
rativos contra la Corona o reunir y seleccionar la minoritaria élite
blanca de la isla. E n Cuba, la masonería no tuvo una figuración uni-
forme, puesto que hubo divisiones según los influjos externos: la
masonería de influencia francesa proveniente de los blancos que
huyeron de Haití; la masonería de raigambre española; la masone-
ría de influencia norteamericana y más exactamente vinculada con
la Gran Logia Yorquina, a la que se deben los vehementes proyec-
tos anexionistas que proliferaron en la isla. Desde la masonería se
alentó la formación de la Real Sociedad Patriótica de La Habana,
nicho del pensamiento liberal criollo que estuvo en constante polé-
mica con los miembros de la Capitanía general. Temerosa de inci-
tar una sublevación que produjera una rebelión de la mayoritaria
población negra, los criollos cubanos prefirieron conformarse con
buscar un papel dirigente en el desarrollo de actividades de educa-
ción en ese país. Por eso no fue extraño que, con tal de fijar distan-
cias con los negros, prohibieran el acceso de los pocos individuos
letrados de esa raza a la Real Sociedad Patriótica. Más evidente-
mente racista fue la reglamentación de la Gran Logia Yorquina Cu-
bana, la cual exigía no admitir ni negros, ni mujeres, ni pobres ni
minusválidos; apenas tenían cabida los blancos peninsulares y los
criollos ricos:

Para ser recibido masón no sólo son necesarios los requisitos


que se expresan en artículo primero (creer en el Gran Arquitec-
to del Universo y no haber delinquido) sino que el individuo que
aspire a ello no debe ser pobre de solemnidad: ha de gozar de pú-
blica buena reputación: debe tener veintiún años cumplidos por
lo menos: de nacimiento libre: sin falta de miembro alguno: sin
GILBERTO LOAIZA CANO
212

deformidad de su figura; de organización perfecta en sus senti-


dos: que no sea eunuco; ni se admitirán mujeres13.

Mientras tanto, en Venezuela, desde la masonería se prepara-


ron sutiles y efectivas redes hegemónicas mediante ia fundación de
instituciones que reunían a la capa selecta de los escasos intelectuales
activos en ese país. La Logia América de Caracas, a partir de la
mitad del decenio de 1830, se encargó, parafraseando a Lerminier,
de derramar el saber sobre la cabeza del pueblo al preparar ambi-
ciosos proyectos culturales. En asocio de intelectuales nacidos en
Venezuela y otros provenientes de Cuba, la Logia América creó la
publicación Liceo Venezolano, una versión quizás más modesta de la
influyente revista Bimestre Cubana, presidida por Manuel Ancízar.
Desde la instalación de la revista, el presidente se propuso la forma-
ción de la biblioteca pública nacional 14 . Y fue a través de los víncu-
los con la masonería caraqueña que Ancízar recibió del general Páez
la misión de "civilizar" la abandonada región de Valencia: inicial-
mente fue nombrado director del Colegio Nacional de Carabobo
y del Colegio Nacional de Abogados; luego fundó y dirigió el pe-
riódico E l Siglo, la Caja de Ahorros, el Ateneo Literario Carabobo
y la Sociedad Patriótica a la cual se afilió más tarde su amigo Agus-
tín Codazzi.
En la Nueva Granada, con la presencia del mismo Ancízar, un
grupo connotado de intelectuales civiles se encargó de crear una

13
Biblioteca Nacional de Cuba José Martí, Sala Cubana, Manuscritos Vi-
dal Morales, T.V., N° 43.
14
Sobre el nacimiento del Liceo Venezolano y la consiguiente campaña en
favor de la biblioteca nacional, véase tlCorreo de Caracas, desde octubre de 1840
hasta febrero de 1841.
La formación de la cultura política de la exclusión
21
3

sociabilidad que distinguiera y diferenciara a aquellos hombres que


se autoconsideraban iguales entre los superiores. La Sociedad Pro-
tectora del Teatro y la Sociedad Filarmónica surgieron de los miem-
bros de la recién fundada Logia Estrella del Tequendama, en 1849.
Una revisión de sus reglamentos deja entrever el deseo de halagar
las "conductas intachables" y sancionar cuanto se consideraba se-
ñales de mal gusto. Desde esas sociedades artísticas, sus directivos
—miembros a la vez de la logia mencionada— imponían a los artis-
tas y al público las reglas del que cabía definir, en su momento, co-
mo el buen gusto burgués. Se seleccionaban las piezas que podían
ejecutarse y eran vigilados los ensayos. Desde los precios de las en-
tradas hasta la exigencia del por entonces novedosq/rac, había una
sutil o explícita exclusión de los demás. Así quedaban señalados de-
terminados lugares e instituciones como los nichos de convivencia
exclusiva de aquellos que, según palabras del cronista Cordovez
Moure, detentaban una "honrosa posición social". Este grupo de
intelectuales civiles de raigambre liberal, que tuvo protagonismo a
mediados del siglo pasado en la Nueva Granada, tenía previsto im-
poner modos de vida, convenciones, reglas, requisitos de ingreso,
estatutos, vigilancia de comportamientos, cuanto podía insinuar
distancia, exclusivismo, honra específica de ciertos individuos.
E n definitiva, crear desde la masonería estas extensiones en la
orientación de la vida mundana producía una conveniente ilusión
de ubicuidad, lo que implicaba hacer a un lado a esos demás infe-
riores, fatalmente condenados a ser la masa subordinada de la his-
toria política de nuestros países.
ÍNDICE
PRESENTACIONES

•9-
Luz Gabriela Arango
Memorias de un encuentro

•13 •
Gabriel Restrepo
Jaime Eduardo Jaramillo
Exordio a modo de planisferio sobre el libro

PRIMERA PARTE
Atlas culturales

•33 •

Hans Ulrich Gumbrecht


De la legibilidad del mundo a su emergencia.
Una historia sobre el dualismo de las ciencias naturales
y las ciencias del espíritu, con dos finales más bien abruptos

•62 •

Nelly Richard
Políticas de la memoria y técnicas del olvido
SEGUNDA PARTE
Historia cultural y modernidad

•89 •
Carlos Monsiváis
La Virgen de Guadalupe
y la formación del canon popular

•99 •
Margarita Garrido
Honor, reconocimiento, libertad y desacato:
sociedad e individuo desde un pasado cercano

•122 •
Ute Seydel
¿La corona hace al emperador?
La corte de los ilusos, de Rosa Beltrán

•137 •
Gabriel Restrepo
Santiago Restrepo
La urbanidad de Carreña
o la cuadratura del bien

• 149 •
Zandra Pedraza Gómez
La cultura somática de la modernidad.
Historia y antropología del cuerpo en Colombia

• 172 •
Arcadio Díaz Quiñones
Fernando Ortiz y Alian Kardec:
transmigración y transculturación
•196 •
Gilberto Loaiza Cano
La formación de la cultura política de la exclusión
en América Latina durante el siglo XIX

TERCERA PARTE
Poder, representación y violencia

•217 •
María Cristina Rojas de Ferro
Civilización y violencia:
la lucha por la representación
durante el siglo XIX en Colombia

•247 •
Myriam Jimeno
Identidad y experiencias cotidianas de violencia

•276 •
Jorge Iván Bonilla
María Eugenia García
Espacio público y conflicto en Colombia.
E l discurso de prensa sobre la protesta social:
E l T i e m p q 1987-1995

COLABORADORES
•311 •
¿2
Este libro, primero que recoge
las ponencias presentadas en el coloquio
TEORÍAS DE LA CULTURA Y ESTUDIOS DE COMUNICACIÓN

EN AMÉRICA LATINA,

realizado en Santafé de Bogotá en julio de 1997,


en el marco del Programa Internacional Interdisciplinario
de Estudios Culturales sobre América Latina,
se terminó de imprimir en el mes de septiembre de 1998,
compuesto en caracteres Caslon Oíd Face
de doce sobre quince puntos para el cuerpo del texto.
-;• •"\••%• -~v. '*w- i ' \*SSi

Quizás a este propósito, e inspirados en estos tex-


tos, pudiéramos reclamar como oriente de los estu-
dios culturales un pensamiento eco / tecno / demo /
multicultural. Lo ecológico, para inscribir el pen-
samiento cultural sobre un fundamento común
(la naturaleza) y a la vez diverso (los ecosis-
temas tan variados de América Latina), lo mis-
mo que para tender un puente de diálogo con los
científicos naturales e incluso, si se quiere, con el sa-
ber popular referido a la naturaleza (en particular
jk • j \ el indígena). Lo tecnológico se refiere aquí a una
*¡V: ' " ; / \ estimación no regresiva del saber hacer en to-
' ' $ i s X \ ^ a s s u s f ° r m a s (académicas, por ejemplo, en-
í; \i'cv \ carnadas en ingenieros, médicos o artistas,
A \ I pero también populares). La siguiente ex-
\ \ presión, lo "demo", sería una síntesis de
, , . lo demosófico (amor al pueblo) y lo demo-
I fe—-^•*"|. lógico (ciencia del pueblo, algo que está más
tT allá del folklore, pero lo contiene), ambos como
soporte de un proyecto democrático que en verdad es
muy simple: realizar la predestinación enunciada en el dis-
curso de la emancipación: fundar la soberanía política en la educa-
-S'>^S;- ^""i-^xN. c * ° n y e n e^ sa ber- Lo multicultural expresaría, en tal fórmula, tanto
la apertura transdisciplinaria, como una escucha estereofónica y una
visión estereoscópica a todo lo que significa el proyecto de América Latina y el Caribe
como un conjunto de valor ecuménico en una sociedad globalizada.

ESTUDIOS
SOCIALES
MkW&m BE CIENCIAS

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