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Responsabilidad y retos de las instituciones educativas frente a la intolerancia

En las dos entregas anteriores de esta columna, hemos hablado sobre el tema de la
tolerancia. Desgraciadamente, en el texto previo a éste, logramos sin esfuerzo alguno
extraer un ejemplo real, reciente y doloroso del grado al que han llegado las
radicalizaciones e intolerancia en México: el ataque físico y verbal a integrantes de la
Marcha por la Paz. Para dar continuidad a lo que hemos venido comentado, falta hablar,
aunque sea brevemente, de uno de los esfuerzos estructurales que -más allá de las
reflexiones individuales- deben llevarse a cabo en el país para contener y erradicar las
innegables actitudes violentas que ha adoptado nuestra sociedad, así como la
polarización cuando se abordan diversos temas políticos y sociales de sensibilidad
considerable.

Cuando hablamos de “esfuerzos estructurales”, nos referimos a una suerte de


reingeniería social impulsada y consolidada desde las instituciones (baluartes
fundamentales de las sociedades contemporáneas). ¿Y qué instituciones más idóneas
para ser punta de lanza en estas tareas que las encargadas de la educación? Un consenso
general para definir esta palabra nos permite aceptar que la educación no es sólo la
transmisión de conocimientos de una persona a otra; sino también (y tal vez sobre
todo) “la formación destinada a desarrollar la capacidad intelectual, moral y afectiva de
las personas, de acuerdo con la cultura y las normas de convivencia de la sociedad a la
que pertenecen”.

Parece tan obvia la afirmación, que podemos dejarla pasar sin identificar la idea de
trasfondo: la cultura y las normas de convivencia se transmiten a través de la educación;
no son intrínsecas a cada ser humano. Si extendemos un poco más el razonamiento,
caeremos en cuenta también de que esa cultura y esas normas no sólo son transmitidas,
sino generadas en la educación misma (ya sea en ambientes informales y semiformales,
o en formales e institucionalizados). Con lo aquí dicho, no negamos en absoluto el papel
fundamental que tiene la herencia genética en diversas predisposiciones que manifiesta
cada persona; decimos en cambio que la formación en valores y cultura tiene mucho
más que ver con una construcción discursiva interpersonal. Aclaremos esto:

Aunque contar con ciertas aptitudes o una personalidad determinada tiene siempre una
relación (mayo o menor, pero la tiene) con factores hormonales y genéticos, los juicios
sobre las preferencias de los demás, o sobre las personas mismas por su etnia, sexo,
creencias o afiliaciones políticas, no son fruto de ninguna predisposición natural; son
en cambio la repetición de discursos aprendidos, que escuchamos de otras personas a
lo largo de nuestra etapa de formación.

Estos discursos, repetidos una y otra vez para que la sociedad se empape de ellos,
siempre tienen bases y justificaciones teóricas y argumentativas (que no por vestirse
de intelectualidad escapan de la posibilidad de caer en falacias o absurdos: como decir
que una “raza” es superior a las demás). Entonces: los prejuicios, estereotipos e ideas
semejantes que tenemos -y que a veces cuesta tanto trabajo desterrar de nuestro
pensamiento- por lo general provienen del periodo formativo (desde la infancia hasta
nuestra etapa de juventud y preparación universitaria), y pudimos escucharlos tanto
en casa como en la escuela.

En el mismo sentido, no pocos discursos de intolerancia contemporáneos -en temas


políticos y sociales- son versiones adaptadas, ampliadas o radicalizadas de hipótesis y
teorías que surgieron, se difundieron y se siguen propagando en y desde ámbitos
académicos. La sola existencia de posicionamientos radicalizados, fobias y odios mal
disfrazados hacia “la otredad” -presente en un cada vez mayor número de jóvenes con
educación media y superior, e incluso con estudios de posgrado- debe ser una llamada
de atención importante para las instituciones educativas. Éstas deben preguntarse
urgentemente qué mensajes no están dando, o están dando mal y se prestan a la
tergiversación, de tal forma que, lejos de conseguir acercar a las personas a la paz y la
cohesión social, parecen colaborar en el ensanchamiento de las barreras comunicativas.

Aunado a lo anterior, deben preguntarse si tienen problemáticas en la transmisión de


metodologías de estudio e interpretación de la realidad, generando como consecuencia
que sus estudiantes estén confundiendo términos: postura crítica con necedad, verdad
con ideología y posverdad, hechos con sentimientos y sensaciones personales,
conciencia social con intolerancia, argumentación con ataques personales y actitud
propositiva con superioridad moral y esnobismo…

No podemos darnos el lujo de formar profesionistas que desprecien, opriman y linchen


mediática y socialmente a quienes tienen otra formación, viven en contextos y
realidades diferentes, o disienten en su interpretación de los acontecimientos sociales.
En lugar de eso, necesitamos formar personas que no se vean como enemigos, sino
como constructores de ciudadanía, a través del diálogo argumentativo, el trabajo
conjunto, la intercomprensión y la concordia; que entiendan además que el mundo no
se divide en buenos contra malos, ni puede interpretarse a partir de prejuicios,
ideologías y falacias, a despecho de estadísticas, datos científicos y argumentaciones
lógicas.

Una de las tareas principales de los institutos educativos consiste en lograr una
formación transversal en pensamiento crítico y argumentación, que no deje de lado el
civismo, la ética y el humanismo. Nos corresponde a los docentes de hoy reflexionar
nuevamente sobre el enorme poder de influencia de nuestra vocación y la no menos
grande responsabilidad que este poder implica. Independientemente de nuestras
creencias personales y nuestro deseo de que los demás piensen como nosotros, nuestra
labor es formar personas críticas, cívicas y plurales; no gente violenta, alienada e
intolerante.
¡Nos vemos la próxima semana!

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