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Estamos este año, de nuevo, celebrando la Semana por la Paz. Es una iniciativa que, por décadas,
ha apoyado la Iglesia Católica en Colombia, con el fin de invitar a toda la sociedad a un mayor
empeño para construir una convivencia armoniosa y fecunda entre todos los hijos de una misma
patria. Infortunadamente, las noticias de estos días oscurecen este propósito: un grupo
disidente de guerrilleros reanuda la lucha armada; crece el número de bandas y grupos que
generan violencia en las ciudades; al parecer, existe el riesgo de una internacionalización del
conflicto colombiano.
La paz no se construye en el aire. Ella brota naturalmente cuando, en primer lugar, se valora y
se defiende la familia y las demás instituciones que contribuyen a la recta y pacífica organización
de la sociedad. Es en el hogar donde se aprende a vivir en paz, valorando la dignidad de cada
persona humana, formando una conciencia recta que distingue entre el bien y el mal,
procediendo en todo con un comportamiento justo, actuando con profundo respeto a los
demás. La familia, aun siendo una sociedad tan pequeña, es el primer lugar donde se gana o se
pierde la paz.
Si queremos vivir en paz, más que muchos discursos y tratados teóricos, nos sirve defender la
vida humana desde su concepción hasta su término natural. Cada vida humana es única y tiene
un inmenso valor; pero la violencia en las diversas instituciones, en el ambiente social, en los
medios de comunicación y en el corazón de cada uno de nosotros, nos ha llevado a no apreciar
este gran don. Es preciso saber que si yo puedo hacerme dueño de la vida de otros, cualquiera
también puede ser dueño de la vida mía. Si se legalizan el aborto y la eutanasia, finalmente todo
asesinato puede ser justificado.
La paz llega, no por hablar de ella y desearla, sino educándonos para actuar con la verdad, para
trabajar con honestidad, para practicar la justicia, para respetar los derechos de otros, para vivir
en solidaridad con los demás. La paz es fruto de una educación que lleve a acoger esos principios
que están inscritos en la naturaleza humana, que son reconocibles con la razón y que son
comunes a toda la humanidad. Sólo con una buena formación ética, que haga posible en todo
momento un comportamiento recto de la persona y una actitud fraterna frente a los demás, se
logra la paz interior y exterior.
La paz verdadera, que no es mera ausencia de guerra sino la realización plena de la persona y
de la sociedad, brota de acoger y vivir el Evangelio de Cristo, quien es nuestra paz y reconciliación
(Ef 2,14) y quien tiene la clave para promover el desarrollo integral de los pueblos. Es con una
evangelización a fondo y una sólida espiritualidad como la Iglesia puede dar el mejor aporte para
que cada ser humano tenga la paz que el mundo no sabe dar y se haga obrero de la paz (cf Jn
14,27; Mt 5,9). Los conflictos más hondos de la persona y las confrontaciones violentas entre
grupos humanos tienen su raíz, en último término, en no estar dentro del proyecto salvífico de
Dios.
Arzobispo de Medellín