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TEMA 18.

TEMA 18: LA ACTUAL ORDENACIÓN TERRITORIAL


DEL ESTADO ESPAÑOL. RAÍCES HISTÓRICAS.

1- INTRODUCCIÓN: LA CONSTITUCIÓN DE 1978 Y EL ESTADO DE


LA AUTONOMÍAS.
2- FEDERALISMO O RÉGIMEN AUTONÓMICO.
3- ANTECEDENTES HISTÓRICOS DE LA ACTUAL ORDENACIÓN
TERRITORIAL.
4- LA CONCEPCIÓN TERRITORIAL DE LA CONSTITUCIÓN DE 1978.
5- LOS ESTATUTOS DE AUTONOMÍA
6- LA ORGANIZACIÓN DE LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS.
7- EL PROCESO HISTÓRICO DE RESTRUCTURACIÓN DEL ESTADO.
8- BIBLIOGRAFÍA

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1- Introducción: la Constitución de 1978 y el Estado de la Autonomías.


La Constitución de 1978 supone el inicio de un vasto proceso de descentralización
política que alcanza tanto a las nacionalidades y regiones como a las colectividades
locales. Pero es evidente que el instrumental político y las fórmulas y técnicas jurídicas
empleadas para lograr tan ambicioso objetivo no están exentas de abundantes
dificultades de interpretación y aplicación.
La organización de las Autonomías, en especial por lo que se refiere a las
comunidades con nacionalidades históricas de amplio arraigo, constituía tal vez el
problema político más grave legado por el centralizado régimen anterior, de profundas y
complejas raíces históricas. A la altura de 1975, así como en otros aspectos existía un
consenso suficientemente extendido sobre el modelo de sociedad y organización política
que se pretendía (monarquía constitucional y parlamentaria, etc.), estaba por definir
nada menos que el modelo de organización territorial, el modelo de Estado que se
quería adoptar, existiendo al respecto un amplísimo abanico de opciones (desde las
peticiones independentistas del nacionalismo más extremista vasco, catalán y de otras
regiones, hasta posiciones federalistas, pasando por opciones centralistas que ven en
cualquier atisbo descentralizador una amenaza a la integración nacional -y de los que el
sector conservador de la cúpula del ejército sería uno de sus principales baluartes-)
La definición de este modelo de ordenación territorial condicionaba a todos los
demás problemas políticos, se habría de constituir en un continuo casus bellii (como en
el período constituyente anterior, en 1931, la religión había sido el arma arrojadiza
entre partidos políticos), en el aspecto que marcaba mayor disimetría en el panorama
político español. Estaba pendiente uno de los problemas históricos fundamentales del
pasado más reciente: la tarea de otorgar protagonismo político y administrativo a los
distintos pueblos y comunidades que componían el Estado español. No se trataba de
definir sólo el papel que cumplía corresponder a las comunidades autónomas (en caso de
que fuera éste el sistema a adoptar: durante algunos momentos de la transición esta
cuestión no estuvo confirmada), sino también la integración que habría de tener la
provincia y el municipio en el organigrama del nuevo Estado.
Existían profundas dificultades de orden técnico, de aplicación del modelo por el
que se optara, pues suponía casi una nueva creación del Estado, una alteración rofunda
del esquema legal vigente, de los vínculos de autoridad, una redefinición del papel de las
instituciones territoriales (pues el cambio afectaría a diputaciones, ayuntamientos, etc.).
Pero el panorama se complicaba con las profundas divergencias en cuanto a cómo
debían de incardinarse los distintos pueblos y comunidades, incluyendo el problema de
la diversa penetración histórica de la identidad de cada una de las nacionalidades y
regiones españolas. Se partía, como tendremos ocasión de decir, de unos precedentes
históricos basados fundamentalmente en la definición (incompleta) de un modelo estatal
en la Constitución de 1931, y fundamentalmente en el desarrollo de la autonomía que en
el transcurso irregular de los acontecimientos de 1936 había tenido lugar.
Posteriormente, el régimen franquista adoptó como una de sus señas de identidad el
talante de "salvación de la patria", de anulación de las tendencias centrífugas
manifestadas en el decurso de la guerra, por lo que el concepto de centralismo y
uniformidad territorial se convierte en uno de los principios intangibles del régimen. El
intento de transformar las profundas señas de identidad de vascos, catalanes, gallegos,
etc. en algo más "controlable" y no reivindicativo consistió en difundir una visión
absolutamente tópica de la identidad cultural peculiar: se trata de ese folclorismo

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deleznable que cultivó la ideología franquista como sustituto del derecho a la


manifestación de las diferencias culturales.

2- Federalismo o régimen autonómico.


En 1975 había que dar una respuesta a las aspiraciones, tantos años frustradas, del
nacionalismo histórico, definir la relaciones que en la organización general del Estado
español habrían de jugar las regiones en las que no existía esta identidad histórica
peculiar (y todavía más: definirlas, estipular sus límites geográficos, más allá del tópico
concepto de regiones y comarcas al que había recurrido la topografía hasta el momento -
"Castilla la Vieja", "Castilla la Nueva", etc.-, e incluso encontrar una denominación
adecuada a las mismas y concordante con su identidad y pasado). Pero, junto con la
posibilidad de aceptar la legalización del PCE -finalmente tomada por Suárez a
contrapié de lo que pensaban los militares y parte de los partidos conservadores en abril
de 1976-, constituía el aspecto más polémico de la transición: por sí misma, la definición
de uno u otro modelo de Estado podía poner en peligro seriamente una transición
consensuada por la mayoría de los partidos políticos, podía implicar la implícita ruptura
de "las reglas del juego" de la transición (que podríamos definir como un juego de
cesiones mutuas, de compensaciones entre las renuncias que debe asumir cada uno de
los partidos en liza).
Inicialmente, el debate preconstitucional fue inclinándose hacia fórmulas
federales, contentando así las aspiraciones nacionalistas y las peticiones iniciales de
buena parte de los partidos de izquierdas. UCD y AP (partido que mayor oposición
planteaba a dicho cauce en el plano de la discusión política, como ABC en el de la
prensa de gran difusión) parecieron incluso resignarse a aceptar esta fórmula,
presionando en cambio para que existieran como compensación fórmulas de integración
territorial, de homogeneización del Estado, y no una renuncia excesiva a las potestades
prácticas del Estado central.
Sin embargo, en el curso de la discusión teórica que se desencadenó respecto al
hipotético modelo concreto de federalismo, surgió justamente una posición contraria al
punto de partida: una amplia ofensiva favorable a la tesis del estado unitario regional,
que ofreciera las ventajas de las fórmulas federales y ninguno de sus inconvenientes; y,
si bien pueda parecer desde la perspectiva de nuestros días, una cuestión secundaria, sin
la denominación específica de "federalismo", condición para que amplios sectores
conservadores pudiesen inscribirse en el proyecto constitucional.
Uno de los problemas fundamentales a la hora de definir ese hipotético estado
federal era que no todas las regiones geográficas y nacionalidades del Estado español
tenían el mismo grado de identidad cultural específica, el mismo pasado, las mismas
aspiraciones políticas... Por eso, un estado federal tal como se concibe en Alemania o en
otros países similares podría dar lugar a un mismo grado de autogobierno y
descentralización entre entidades autónomas (estados federales, según el proyecto) muy
distintas. Por tanto, el modelo elegido, fuera el que fuera, debería ser capaz de definir las
diferencias entre Cataluña, País Vasco, Galicia, Andalucía y el resto de las regiones-
nacionalidades.
La cuestión regional y el problema nacional (existencia de distintas culturas y
ámbitos nacionales) son los dos grandes aspectos a tener en cuenta en una nueva
ordenación descentralizada del Estado. Pero ello no significa que las regiones deban
recibir forzosamente un tratamiento político y constitucional uniforme: lo impide su
distinta naturaleza política, por el muy diferente impacto que en la conciencia colectiva
de los diversos pueblos de España provoca la aspiración a un protagonismo político que
reequilibre las relaciones entre la comunidad nacional mayoritaria y los grupos

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nacionales minoritarios. Es preciso tener en cuenta, en el caso español, la gran


singularidad de los problemas planteados por las comunidades regionales históricas.
La fórmula finalmente adoptada es la de un ESTADO UNITARIO
REGIONALIZABLE. Mantiene la Constitución de 1978 una estructura unitaria del
Estado, pero al tiempo reconoce el derecho de las entidades territoriales regionales o
nacionales a constituirse en Comunidades Autónomas con facultades de autogobierno
dispares, según la naturaleza de la penetración histórica de dichas aspiraciones.
Entre las opciones en liza se elige finalmente el modelo de Estado unitario
regionalizable, siguiéndose el precedente introducido por la Constitución de la II
República. En la misma, de 1931, frente al estado centralista y la fórmula federal
(cantonalismo) de la primera república, se inaugura una nueva fórmula: el Estado
integral, que reconoce la autonomía de aquellas regiones que así lo soliciten. El artículo
8 de dicha Constitución establecía que España estaba integrada por municipios
mancomunados, que formaban provincias, y por regiones con autonomía. En el período
constituyente de 1931 fue el segundo tema más debatido (tras el de la religión), lo que
no deja de ser señal de que se trata de uno de los conflictos políticos de mayor magnitud
en la historia constituyente de nuestro país: la aprobación de esta fórmula no estuvo
exenta de amplias reticencias, en medio de un juego de concesiones políticas a Maciá
(temprana aprobación del Estatuto catalán) para asegurarse el gobierno un apoyo
imprescindible por entonces del nacionalismo progresista catalán. Al mismo tiempo, y
para evitar la formación de un área dominante, se prohíbe la federación de dos regiones
autónomas.
Con la disposición organizativa adoptada finalmente por la Constitución de 1978,
al Estado le corresponde la legislación y ejecución directa en las materias fundamentales
del ordenamiento jurídico, como son: nacionalidad, derechos y deberes de todos los
ciudadanos, relaciones Iglesia-Estado, política internacional, ejército y defensa,
seguridad pública y conflictos suprarregionales.
De esta manera, la Constitución de 1978 recoge que la soberanía pertenece a un
único titular, "el pueblo español", considerado como una totalidad, como un colectivo
con un rango superior en cuanto a la ordenación jurídica, y "del que emanan los poderes
del Estado". De la indisoluble unidad del "pueblo español" trata el artículo 2, en el que
se dice: "La nación española, patria común e indivisible de todos los españoles [...]".
El acceso a la autonomía política queda regido por el principio de voluntariedad,
frente al de regionalización imperativa que en parte lleva implícito el concepto
federalista. En la ordenación constitucional destaca la introducción del término
"nacionalidades". Si bien (y hay que achaca a esta circunstancia un error profundo) de
modo indeterminado, pues la Constitución de 1978 no dice qué territorios o
comunidades son regiones y cuáles deben reputarse como "nacionalidades". En realidad,
junto a la prerredacción del texto constitucional se estaba configurando la creación de un
mapa de las regiones y nacionalidades históricas, por lo que anticipar la concreción de
éstas a la elaboración de aquél hubiera sido igualmente incoherente.
De esta forma, por primera vez se reconoce en un texto constitucional que España
está formada no sólo por entidades regionales, sino también por comunidades nacionales
diferenciadas, lo que constituye un reconocimiento explícito a la pluralidad nacional.
Pero no todos los grupos políticos compartieron estos criterios finalmente
adoptados: los conservadores, incluidos Alianza Popular, piensan que se abre la
destrucción del Estado unitario más antiguo de Europa; mientras que otros partidos
nacionalistas continuaban reclamando la existencia de vías federalistas capaces de dotar
al país de una articulación más descentralizada.
Al mismo tiempo que la ordenación territorial se debía abordar el no menos
espinoso tema de la pluralidad lingüística. Hasta cierto punto, ambos aspectos formaban

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parte de una misma respuesta a una demanda histórica. Frente a la posición de


intransigencia ciega del franquismo (no consentir en órganos oficiales el catalán,
euskera o gallego, pero sabiendo que su uso es habitual en la calle), el Título Preliminar
en su artículo 3 afirma la oficialidad del castellano y la cooficialidad en sus respectivos
territorios de las restantes lenguas, que adquieren la consideración de "patrimonio
cultural que será objeto de especial respeto y protección." Algo similar puede decirse de
las banderas y enseñas de cada autonomía.
Por su parte, el artículo 40.1 consagra como uno de sus principios rectores la
promoción por los poderes públicos de las condiciones favorables para lograr una
distribución más equitativa de la renta regional. Es decir, junto al reconocimiento de
derecho a la diferencia cultural y descentralización política (cooficialidad de las lenguas
y demás emblemas de la idiosincrasia cultural, cesión de importantes parcelas de
autogestión), la Constitución de 1978 reconoce la necesidad de articular el territorio
español acabando con la "deuda histórica" de las regiones más ricas respecto a las más
pobres. Básicamente esta consideración tiene en cuenta la muy distinta riqueza de las
respectivas regiones, y su génesis histórica: algunas regiones se han visto favorecidas
por el drenaje de recursos de las regiones más pobres hacia las mismas, por lo que es
preciso proceder a una recomposición y homogeneización en la distribución del
desarrollo. El devenir histórico muestra esta realidad, que podríamos sintetizar así:
- Durante parte de la Edad Media, en el momento de apogeo de Al Andalus, el Sur es
centro de atracción (recepción de emigrantes) y foco de riqueza (de lo que da cuenta la
existencia de ciudades tan prósperas como Córdoba), produciéndose un drenaje de
recursos desde las Mesetas hacia el Sur.
- Desde la caída de Al Andalus hasta la Edad Contemporánea, el centro actúa como
centro de gravedad de las regiones norteñas, más empobrecidas (emigración de
jornaleros gallegos, un país vasco atrasado y empobrecido, etc.). Sólo Cataluña
comienza un proceso de desarrollo, pero siempre supeditado a unos intereses imperiales
que no son los suyos, como prueban los sangrientos sucesos de 1640.
- Durante la Edad Contemporánea, pero especialmente durante la Restauración,
prevalecen los intereses de las tres grandes burguesías: textil catalana, siderúrgica vasca
y "harinera" castellana. El proteccionismo del Estado español tiende a refrendar los
privilegios e intereses económicos de estos grupos de presión. Sin embargo, la Meseta
Norte se ve depauperizada: los beneficios obtenidos en el sector agrario no son
reinvertidos en la región, sino canalizados hacia reinversiones exteriores o periféricas.
De esta forma, se consuma el mapa de densidad de población actual, en sus rasgos
esenciales: un centro empobrecido y sujeto a migración selectiva permanente (excepción
hecha de Madrid) y un litoral que recibe el aporte de población y recursos necesarios
para un mayor desarrollo (que, en los años 60, completaría el turismo, especialmente en
Levante, Cataluña y ambos archipiélagos)
Por lo tanto, se intenta que la descentralización administrativa no implique
condenar a su suerte a cada una de las regiones, sino garantizar una política de
compensación territorial. El artículo 131 habla de "equilibrar y armonizar el desarrollo
regional" de acuerdo con las previsiones que le sean suministradas al gobierno por las
Comunidades Autónomas, las cuales también pueden exigir tributos propios.
Un aspecto a resolver dentro de la nueva recomposición de la ordenación
territorial era el sentido que debía otorgarse al Senado, cámara de representación y
armonización de los distintos entes autónomos que se habrían de crear. Sin embargo la
fórmula adoptada por la Constitución de 1978 fue de las disposiciones más
desafortunadas que se aprobaron: en vez de constituirse como la cámara de reunión de
los representantes de las Comunidades Autónomas, se opta por una anacrónica fórmula
de senadores provinciales, a la que sólo se añade la existencia de otro senador por cada

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Comunidad Autónoma, y otro por cada millón de habitantes de cada respectivo


territorio. El Senado, de esta forma, difícilmente representa una entidad apta para el
desarrollo de aspectos ligados a la ordenación territorial: su propia composición le
condena a actuar como un "segundo Congreso", lo que ha llevado desde 1978 a reclamar
a varios políticos una reforma profunda de su composición y competencias.
También se estipula en la Constitución de 1978 que el Tribunal Constitucional
será el encargado de regular los conflictos de competencias entre el Estado y las
Comunidades Autónomas, o de éstas entre sí. De esta forma, las Asambleas de las
Comunidades Autónomas pueden interponer recursos de inconstitucionalidad contra
leyes y disposiciones de vigencia nacional emanadas del poder legislativo y ejecutivo
central, mientras que el Gobierno puede impugnar ante el Tribunal Constitucional las
disposiciones adoptadas por los órganos de las Comunidades Autónomas. Se trató así de
crear un marco neutral e independiente capaz de armonizar los intereses dispares que
puedan existir entre Comunidades y Estado central, apoyándose en el carácter
independiente del máximo órgano judicial, lo que puede despejar dudas sobre su
neutralidad.

3- Antecedentes históricos de la actual ordenación territorial.


Los antecedentes históricos de la actual ordenación territorial podrían remontarse
hasta tiempos de la primera configuración de un modelo territorial definido, a cargo de
la definición de provincias en tiempos del Imperio Romano, la posterior división
medieval en reinos y condados y la generación de identidades nacionales distintas), la
división administrativa de Al-Andalus, y un largo etcétera de disposiciones y
acontecimientos que directa o indirectamente influyen en la creación de conciencias y
aspiraciones nacionales.
Durante la época romana las poblaciones españolas estaban divididas en
municipios y colonias. Las colonias eran ciudades de nueva planta fundadas por
ciudadanos romanos y en las que se establecían dichos ciudadanos. El régimen
municipal se reconocía a las ciudades ya existentes. A dichas ciudades se les daba un
régimen parecido al de Roma. El "municipium constituere" era la concesión por el
pueblo y el Senado romano de una constitución administrativa similar a la de la capital
del Imperio. con estas concesiones entró el concepto de municipio en la vida pública.
Cuando Caracalla concedió a todos los habitantes del Imperio la ciudadanía romana,
desaparecieron las diferencias entre municipios y colonias. Las unidades provinciales
definidas fueron las provincias de la Tarraconensis (dividida en los "conventus" de
Cartago Nova, Tarraco, Caesar Augusta, Clunia, Asturica, Lucus Augusti y Bracara),
Luisitania (Emérita Augusta, Scallbis y Pax Augusta), y Baética (Corduba, Astigi,
Hispalis y Gades).
Durante la última etapa del dominio árabe peninsular, se procedió a la formación
de entidades más o menos autónomas en forma de reinos taifas.
La centralización que se inicia con el matrimonio de los Reyes Católicos no será
total: las pervivencias medievales están en la base del movimiento carlista, que además
de una componente de vuelta al antiguo régimen, implican un rechazo al modelo de
centralización y homogeneización que tiene lugar durante la segunda mitad del siglo
XIX: algunos habitantes de Navarra y País Vasco se oponen a la pérdida de los últimos
privilegios foralistas (exención de contribución al servicio de armas, impositiva,
mantenimiento de órganos de autogestión, etc.). Además de su importancia intrínseca, es
un hecho que nos revela la indefinición de un modelo cerrado de organización territorial
hasta fecha tan tardía como 1875, en que la Restauración supone la consagración del
modelo unitario y centralista.

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Modelo prevaleciente en la configuración territorial, pero en absoluto exento de


oposición: desde los levantamientos catalanes de 1640 al federalismo y cantonalismo de
la I República, y la concesión de un régimen de autonomía amplio en la II República,
pasando por la gestación de movimientos nacionalistas vascos y catalanes.
En 1833 Javier de Burgos propició la actual división de España en provincias, que
comportaba la supresión de la anterior división de las regiones estructuradas en torno a
los antiguos reinos. Javier de Burgos, Ministro de Fomento bajo la regencia de María
Cristina, actuaba con un criterio centralista, al tiempo que intentaba una modernización
(también en la nomenclatura) de la vieja distinción territorial, en contra de lo que
proponían los carlistas. Como criterio general tuvo en cuenta la disposición geográfica
(relieve, ríos...: la provincia debe contar con una comunicación interior adecuada), la
disposición alrededor de una ciudad-capital (criterio de homogeneización espacial),
además de rasgos de identidad cultural e histórica.
Un rasgo característico de la España del final del siglo XIX y comienzos del siglo
XX es, sin duda, la aparición de movimientos políticos nacionalistas en la periferia. En
esto España resulta la antítesis de otros países europeos, como Alemania e Italia, en lo
que la evolución de la sociedad llevó a la unidad política precisamente en el último
tercio del siglo XIX. Todos estos movimientos nacionalistas tienen algunos rasgos
comunes. En primer lugar, a su vertebración como movimientos políticos le precedió un
renacimiento cultural, principalmente en la lengua y la literatura autóctonas. La
vertebración política fue posterior y en ella jugó un papel importante el desastre
colonial, de tal manera que se puede decir que fueron también un testimonio de
regeneracionismo tan característico de la época. Ese regeneracionismo pretendió
movilizar la "masa neutra" en un programa de identidad nacionalista. También puede
decirse que ese nacionalismo tuvo una doble procedencia: por un lado surge en la
derecha carlista y por otro entre los antiguos federalistas.
La Constitución de 1812 y los períodos progresistas como el Trienio Liberal
(1820-23) están presididas por un espíritu centralista, a imitación de la organización
territorial francesa. Es preciso tener en cuenta que las aspiraciones no centralistas son
esgrimidas por los partidarios de un tradicionalismo opuesto a la revolución liberal, lo
que equivale a identificar las aspiraciones de reconocimiento de las diferencias
regionales con el tradicionalismo, como en el caso del carlismo. La Constitución de
1812 creó las diputaciones provinciales, en sustitución de las juntas territoriales que
habían surgido a raíz de la invasión napoleónica. A pesar de su nombre, no se
corresponden con el concepto de provincial. Tenían un carácter electivo, y se encargaban
de la administración del territorio como órgano jerárquico superior de los
ayuntamientos. Fueron suprimidas por Fernando VII en 1814, y reimplantadas en 1835,
adaptándose a la creación de provincias de 1833.
A la altura de 1869 esta identificación se ha roto: existen aspiraciones
descentralizadoras, que pronto se plasmarán en una república federalista. La
Constitución de 1869 otorga de entrada cierto carácter de representación de las
aspiraciones territoriales al Senado.
La Constitución de 1869 contiene dos principios fundamentales: la democracia y
la descentralización. Sin embargo, no será suficiente para evitar el estallido de una
revolución cantonalista en Valencia, Murcia, Cartagena, Córdoba, Jerez, Sevilla, Cádiz,
Granada y Alcoy, que se proclaman soberanas sin esperar siquiera al debate
constitucional. Durante la I República se llegó a preparar un proyecto de Constitución
que las cortes no tuvieron tiempo de aprobar, y apenas de discutir, pero cuyo principal
interés estriba en la estructura federal que propone. La República federal estaría
compuesta por 17 Estados y varios territorios, que correspondían con las colonias, con
excepción de Cuba y Puerto Rico, que se consideraban Estados. Estos correspondían a

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las regiones históricas españolas, con la extraña ausencia de León. Cada Estado podría
elaborar su propia Constitución, tenía sus órganos legislativos, ejecutivos y judiciales, y
podía organizarse con libertad a condición de respetar los preceptos de la Constitución
federal. No obstante, la división de competencia era claramente favorable a la
federación, como muestra el título V de la Constitución y los límites que ésta señala a
cada poder (art. 102).
Al enjuiciar el proyecto federal es necesario tener en cuenta las condiciones
políticas excepcionales en que se desarrolló la vida de la I República. En realidad, el
mismo texto apenas sufrió una discusión parlamentaria consistente, y su mayor valor se
encuentra no tanto en la articulación de los poderes como en la idea en sí de que la
consolidación de la democracia exigía romper con la costra centralista que habían
creado los moderados.
En 1913, por real decreto, se articuló el régimen de Mancomunidades. Las
provincias limítrofes y de parecidas características podían asociarse para asumir
competencias atribuidas en principio a las Diputaciones. Tenían una finalidad
estrictamente administrativa y no política. En marzo de 1914 se constituyó la
Mancomunidad Catalana, única que llegó a aprobarse.
Recuperando la idea territorial de la I República, pero con un marco institucional
y de organización más estable, la Constitución de 1931 recogerá las reivindicaciones
autonómicas de Cataluña y en menor medida del País Vasco y Galicia, que en cierto
modo habían contribuido a minar el régimen de la Restauración. Era pues
imprescindible que la república se planteara la reforma de la estructura del Estado.
El artículo 8 de la Constitución establece que España está integrada por
municipios mancomunados en provincias y por regiones con autonomía. Aquéllos son
elegidos democráticamente, dice el artículo 9. Y el resto del título I está dedicado a las
regiones autónomas. El tema de las autonomías fue, después del religioso, el más
debatido. Y las Cortes constituyentes lo abordaron con mucha prudencia, sin duda
porque la mayoría de sus componentes, incluyendo a los partidos más democráticos y
populares, eran reticentes a las autonomías. Sin embargo el problema estuvo siempre
presente desde el día en que Maciá proclamó la república catalana en Barcelona.
Cuando la Constitución fue aprobada se había elaborado y aprobado por
referéndum masivo el Estatuto catalán, que preveía una autonomía superior a la que
permitió finalmente la Constitución. También se habían iniciado los procesos -muy
diferentes entre sí- para la aprobación de los Estatutos de Euzkadi y Galicia, que no
tendrían vigencia, y aún muy relativa, hasta iniciada la guerra civil.
La Constitución preveía la posibilidad de que varias provincias se organizaran en
región autónoma, presentando su Estatuto a las Cortes; una vez aprobado, el Estatuto se
convertía en la ley básica para la organización política y administrativa de la región. Su
aprobación última correspondía a las Cortes, y debía ser propuesto por la mayoría de los
ayuntamientos de la región o cuando menos por aquellos que representasen a dos
terceras partes de la población. Debía ser después aceptado por las dos terceras parte de
los electores; si era rechazado, no podía someterse un nuevo proyecto hasta después de
cinco años.
El artículo 13 representa una prueba más del temor de las Constituyentes hacia
cualquier tendencia federalista, prohibiendo tajantemente la federación de dos regiones
autónomas.
La distribución de competencias entre el Estado y las regiones autónomas sigue
criterios favorables a la supremacía del primero, porque se le atribuyen las materias no
reguladas expresamente por los Estatutos, por la facultad que se reserva para fijar por
ley las bases que deben seguir las disposiciones legislativas de las regiones autónomas y
por el sistema que sigue para el reparto de competencias entre el Estado y la región

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autónoma. El Estado tiene exclusividad sobre nacionalidad, derechos y deberes de todos


los ciudadanos, relaciones Iglesia-Estado, política internacional, ejército y defensa,
aranceles, aduanas y tratados de comercio, jurisdicción del Tribunal Supremo y
extradición, seguridad pública en los conflictos suprarregioanles, etc.

4- La concepción territorial de la Constitución de 1978.


El concepto territorial de España queda definido en el título octavo de la
Constitución de 1978. En él se especifica que "el Estado se organiza territorialmente en
municipios, provincias y en las Comunidades Autónomas que se constituyan". En
realidad se repite el esquema de organización vigente hasta entonces (municipios y
provincias, según el modelo definido en el siglo XIX por Javier de Burgos, a imitación
del centralismo administrativo francés, como veremos), al que se superponen las
Comunidades Autónomas, entidades que sin embargo están por definirse aún. Más
adelante se especifica sobre el mecanismo de constitución de las mismas. Según los
artículos 143-144 las Comunidades Autónomas dotadas de su correspondiente Estatuto
pueden formarse entre las provincias limítrofes que presenten características históricas,
culturales y económicas comunes; o bien los territorios insulares; o las provincias
aisladas dotada de una con entidad regional histórica o regiones uniprovinciales; los
territorios cuyo ámbito no supere el de una provincia y carezcan de entidad regional
histórica (compleja definición que sin embargo se refiere de forma muy específica a
Ceuta y Melilla). En último lugar se habla de los territorios que no estén integrados en la
organización provincial, en lo que constituye una clara alusión al caso de Gibraltar:
coletilla que se hace para que la futura integración de dicho territorio en España no
precise una doble articulación provincial y autonómica.
Los principios que propone de cara a la definición de las Comunidades
Autónomas son la voluntariedad, la singularidad y la igualdad. El primero de ellos se
entiende como una no imposición de la condición de Comunidad Autónoma a cada uno
de los ámbitos territoriales españoles. La Constitución de 1978 no obliga, sino permite
la formación de dichas entidades (artículo 143). Pero la misma voluntariedad está
condicionada desde la base por el previo otorgamiento de regímenes de preautonomía,
otorgados mediante Decretos-leyes, a la casi totalidad de las comunidades regionales y
nacionales antes de la entrada en vigor de la Constitución (Castilla y León algo más
tarde, pero aún en 1978), con lo que en la práctica había quedado ya casi perfilado el
mapa de España, irreversible en cuanto a la regionalización propuesta.
Además, otro elemento mediatiza el carácter de voluntariedad de las
Comunidades Autónomas: las Cortes Generales pueden sustituir la iniciativa de las
Corporaciones Locales en la iniciación del proceso autónomico, mediante la
formulación de una correspondiente Ley Orgánica.
La singularidad del proceso de constitución de comunidades autónomas se
entiende como la imposibilidad de establecer fórmulas que relacionen a las mismas
entre sí en forma de federación de varias (artículo 145). Esta medida, ya prevista en el
ordenamiento constitucional de la II República, trata de evitar situaciones como la
hipotética cuestión que pudiera plantear la formación de un gran pacto entre las
comunidades de habla catalana, Catalunya, País Valenciano e Islas Baleares, lo que de
ello significaría crear un grupo de presión significativamente más poderoso que el resto
de las comunidades. Se pretende así cerrar el paso a federaciones encubiertas que
rompan el equilibrio político regional que busca la Constitución de 1978.
Según afirma Josep Benet, esta ordenación territorial impide la creación de una
fórmula de cooperación permanente que algunas de estas entidades autónomas puedan
querer establecer entre sí. Pero de hecho, el artículo 145.2 permite la formulación de

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acuerdos estables, si bien delimitando el campo de su proyección a convenios para la


prestación de servicios propios de las comunidades, y otros acuerdos de cooperación
(siempre autorizados por las Cortes Generales)
El principio de igualdad entre las regiones queda ya consagrado en el artículo 1º
de la Constitución de 1978, en el que se afirma como "valores superiores de su
ordenamiento jurídico" la "libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político";
mientras que en el artículo 14 se afirma que "los españoles son iguales ante la Ley".
Dicho en otros términos: el ejercicio de autogobierno es incompatible con el
establecimiento de desigualdades jurídicas. Por su parte, el artículo 138.2 anota que "las
diferencias entre los Estatutos de las distintas Comunidades Autónomas no podrán
implicar, en ningún caso, privilegios económicos o sociales".
Para garantizar dicho principio de igualdad, el Parlamento puede aprobar leyes de
armonización de unas situaciones regionales que resulten a su juicio discriminatorias.
Por otra parte la Constitución garantiza que no se adoptarán medidas que impidan la
libre circulación y establecimiento de las personas y la libre circulación de bienes entre
las distintas Comunidades Autónomas (artículo 139.1). El carácter enfático y reiterativo
de estas declaraciones constitucionales en pro de la igualdad pone tácitamente de relieve
los graves obstáculos que habrá de encarar ésta en sus aplicaciones concretas,
singularmente en aquellas Comunidades nacionales que intenten acelerar al máximo el
proceso de recuperación de su identidad autóctona.
Además, la Constitución de 1978 introduce diferencias entre las Comunidades
Autónomas en la iniciativa para acceder al régimen de autonomía, y alcance de las
competencias que en una primera fase pueden asumir (Comunidades históricas de vía
rápida, y Comunidades de vía lenta).
El derecho a la autonomía se completa con el deber de solidaridad entre todas
ellas (artículo 2): se pretende configurar un sistema de producción y distribución de la
riqueza más justo y equilibrado, que no sólo frene el drenaje de fuerza de trabajo,
recursos naturales y capital desde las comunidades de economía agraria a las zonas
industrializadas, sino que exija de éstas un esfuerzo adicional que ayude a compensar la
deuda contraída con aquéllas. Lo que en el artículo 2º es sólo una formulación general,
en el artículo 138.1 es concretado: al Estado corresponden la realización efectiva del
principio de solidaridad, velando por el establecimiento de un equilibrio económico. A
su vez, se prevé la creación de un Fondo de Compensación Interterritorial (artículo
158.2) para hacerla efectiva, y que en 1994 dedicó los siguientes porcentajes regionales
(sobre un total de 125 mil millones de ptas.): Andalucía, 39,72%; Galicia, 19,63%;
Castilla y León, 10,02%; Castilla-La Mancha, 8,66%; Extremadura, 9,09%; Comunidad
Valenciana, 4,59%; Canarias, 4,08%; Principado de Asturias, 3,22%; Cantabria, 0,98%.
La Administración local española está articulada a partir de los municipios y las
provincias o islas. El gobierno y administración de los municipios corresponde a los
ayuntamientos, el de las provincias a las Diputaciones Provinciales y el de las islas a los
Cabildos (Canarias) o Consejos (Baleares)
Si bien existe una gran definición sobre el régimen autonómico, la Constitución de
1978 apenas habla de la administración local: sólo tres artículos (140 a 142) definen
este importante aspecto de la organización territorial, que en lo fundamental no varía
respecto a las disposiciones adoptadas en el siglo XIX. El artículo 140 garantiza la
autonomía de los municipios, que gozan de personalidad jurídica plena, y cuyo gobierno
y administración corresponden a sus respectivos ayuntamientos, integrados por el
Alcalde y Concejales. Los Concejales serán elegidos por los vecinos del municipio
mediante sufragio universal, libre, directo y secreto, en la forma en que establece la ley.
Los Alcaldes serán elegidos por los Concejales. Por último, dicho artículo 140 dice que

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"la ley regulará las condiciones en que proceda el régimen de concejo abierto",
recogiendo una práctica propia de la tradición medieval.
Respecto a la provincial, se define también como una entidad local con
personalidad jurídica propia, determinada por la agrupación de municipios y división
territorial para el cumplimiento de las actividades del Estado. Toda alteración a los
límites provinciales debe ser aprobada por las Cortes Generales mediante ley orgánica.
Se permite crear agrupaciones de municipios diferentes de la provincia. La
Administración del Estado en la provincia está representada por el gobernador civil, y
por los delegados provinciales de cada ministerio. La provincia es además la
circunscripción para la elección de diputados y senadores. La Constitución ha
consagrado la existencia de la división provincial en las tres vertientes. Por eso, a pesar
del carácter artificial de la creación de las provincias, éstas no pueden ser suprimidas ni
tampoco los órganos que las encarnan. Un conflicto en tal sentido promovido por el
Gobierno contra una ley del Parlament de Catalunya por el que se suprimirían las
Diputaciones Provinciales fue resuelto por el Tribunal Constitucional proclamando el
carácter constitucional de las provincias y diputaciones.
En España existen 50 provincias. La Constitución de 1978 no alude a su
denominación. El cambio se nombre se realiza por ley ordinaria de las Cortes Generales
(como así fue efectivo en el caso de Logroño-La Rioja, Oviedo-Asturias, Santander-
Cantabria.)
La Constitución de 1978 admite que en lugar de las diputaciones puedan existir
otras Corporaciones de carácter representativo. Los diputados provinciales son elegidos
por los concejales, si bien la Constitución de 1978 no estipula los mecanismos para su
elección, y el actual sistema beneficia a los pequeños ayuntamientos.
En las Canarias existe además de un Cabildo en cada isla, una Mancomunidad de
Cabildos, y en Baleares y Consejo General Interinsular.

5- Los Estatutos de Autonomía


La Constitución de 1978 define los Estatutos de Autonomía como una "norma
institucional básica de cada Comunidad Autónoma", y legisla que "el Estado los
reconocerá y amparará como parte integrante de su ordenamiento jurídico" (artículo
147.1).
Pero los Estatutos de Autonomía tienen una doble naturaleza: de ordenamiento
regional (a sus preceptos deben subordinarse todas las demás normas emanadas del
ejercicio de su capacidad de autogestión), y de ordenamiento del Estado (una vez
aprobado por las Cortes Generales, sólo están subordinados a la Constitución y al
Tribunal Constitucional).
Para asegurar el talante de estabilidad, una vez aprobados no pueden ser
modificados sin los procedimientos previstos en los propios Estatutos (en ocasiones,
aprobación por mayoría de dos tercios de entre los representantes legales...), lo que
cierra el paso a su reforma por voluntad unilateral de las Cortes Generales, que si
embargo (como dijimos) sí tienen potestad de iniciativa en la petición de condición de
Comunidad Autónoma.
El contenido (según el artículo 147.2) debe especificar algunos puntos generales y
comunes: la denominación de la Comunidad que mejor corresponda a su identidad
histórica; la delimitación del territorio sobre el que se aplica; la denominación,
organización y sede de las instituciones propias; las competencias asumidas y las bases
para el traspaso de los servicios correspondientes a las mismas.
Respecto a la iniciativa autonómica, existen dos procedimientos de elaboración y
aprobación de los Estatutos, según las circunstancias que la propia Constitución de 1978

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señala. Procedimientos que no sólo son importantes en cuanto a la aceleración del


acceso al régimen de autonomía (puede hablarse de una "vía rápida" y una "vía lenta"),
sino que la forma de elaboración y aprobación también conlleva importantes diferencias
de orden material, tanto en lo que concierne al grado de participación de la propia
comunidad en la delimitación de los contenidos del Estatuto como en lo que se refiere a
las competencias. Dichos procedimientos son:
a- Iniciación ordinaria del proceso autonómica: pueden proceder a elaborar Estatutos las
Corporaciones locales (artículo 143.2): todas las Diputaciones interesadas, y el órgano
interinsular, correspondientes a las dos terceras partes de los municipios cuya población
represente, al menos, la mayoría del censo electoral de cada provincia o isla; los órganos
colegiados preautonómicos (regímenes provisionales)
b- Iniciativa extraordinaria: para los territorios que en el pasado hubiesen plebiscitado
afirmativamente proyectos de Estatutos de autonomía y cuenten, al tiempo de
promulgarse la Constitución, con regímenes provisionales de autonomía. Sin
nombrarlas, se refiere a las nacionalidades históricas de Catalunya, Euskadi y Galicia,
sobre las que se prevé iniciar sin demora el procedimiento autonómico cuando así lo
acordasen por mayoría absoluta sus órganos preautonómicos colegiados superiores: el
Consejo Ejecutivo de la Generalitat, el Consejo General del País Vasco y Xunta de
Galicia: órganos que no necesitan, pues, del concurso adicional de las Corporaciones
locales afectadas.
Para poder equipararse con las comunidades anteriormente citadas, las que opten
por una vía de trámite extraordinario habrán de poner seriamente a prueba su voluntad
autonómica mediante el cumplimiento sucesivo dentro del plazo de 6 meses de un
acuerdo de las Diputaciones provinciales; un acuerdo de tres cuartas partes de los
Municipios de cada una de las provincias afectadas que representen, al menos, la
mayoría del censo electoral de cada una de ellas; la ratificación mediante referéndum
por el voto afirmativo de la mayoría absoluta de los electores de cada provincia en los
términos que establezca una ley orgánica del Parlamento, a quien así corresponde la
última palabra. Por estos obstáculos, la mayoría de las Comunidades Autónomas
renuncian a esta compleja vía para optar por el camino más sencillo del artículo 143-2.
El Estatuto elaborado por la vía común es elaborado por los miembros de la
Diputaciones y parlamentarios elegidos en ellas; luego es elevado a las Cortes Generales
para su tramitación como ley, pudiendo ser objeto de modificaciones. El Estatuto
correspondiente al procedimiento especial es aprobado por la Asamblea de todos los
Diputados y Senadores del territorio, asamblea que será convocada por el órgano
colegiado preautonómico en el caso de Catalunya, Galicia y Euskadi o por el Gobierno
en los demás casos. Posteriormente a su aprobación, sólo puede ser modificado en el
Congreso con acuerdo de una Delegación de la Asamblea de parlamentarios de la
Comunidades Autónomas. Posteriormente un referéndum debe aprobar en cada
provincia el Estatuto por la mayoría simple de los votos válidos.
Si se accede al Estatuto por el procedimiento ordinario, deben esperarse 5 años
para poder ampliar las competencias asumidas, con lo que se cierra el paso a dichas
comunidades a la asunción de un régimen competencial pleno, relegándolas
provisionalmente a un nivel inferior.
Por último, es preciso recordar la nula participación del Senado en cuanto atañe a
las Comunidades Autónomas, a merced del Congreso. En ese sentido, numerosos
partidos han postulado la necesidad de cambiar su esencia y atribuciones,
transformándolo en una cámara con atribuciones territoriales reales. En el año 2001
podría ser que se articulara tal reforma.

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6- La organización de las Comunidades Autónomas.


Para las que hayan optado por la vía ordinaria del artículo 146, la Constitución de
1978 no establece ningún modelo concreto de organización, siendo ésta una materia que
queda enteramente reservada a los Estatutos: pueden asumir el esquema organizativo
que sea más adecuado al nivel de competencias concretas asumidas por cada
comunidad, pudiendo ser alterado en el futuro dicho esquema mediante reforma
estatutaria, al compás de las alteraciones que se produzcan en la distribución de poderes
entre el Estado y la propia Comunidades Autónomas.
Para las de acceso por el procedimiento especial del artículo 151, el modelo
prefijado viene a reproducir en el escalón regional el sistema de división tripartita de
poderes característico del propio Estado: Asamblea legislativa elegida por sufragio
universal con arreglo a un sistema de representación proporcional que asegure, además,
la representación de las diversas zonas del territorio; Consejo de Gobierno con funciones
ejecutivas y administrativas, cuyo Presidente será elegido por la Asamblea y nombrado
por el Rey, correspondiéndole la dirección del Consejo de Gobierno; un Tribunal
Superior de Justicia, en el ámbito territorial de la Comunidad Autónoma, sin perjuicio de
la jurisdicción del Tribunal Supremo del Estado.
Durante todo el proceso de discusión del Título VIII, la preocupación dominante
de los partidos políticos mayoritarios y de la minorías nacionalistas ha consistido en
propiciar fórmulas de autonomía satisfactorias que permitieran a las comunidades
nacionales históricas acceder lo más rápidamente posible al mayor nivel de
autogobierno compatible tanto con al naturaleza unitaria del Estado como con el
derecho de todas las demás a acceder también a ese mismo nivel máximo de autonomía.
Se trataba, pues, de regionalizar el país de una manera gradual.
La distribución de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas,
marca la diferencia entre una autonomía real y una mera descentralización
administrativa: las Comunidades asumen facultades y poderes distintos e independientes
de los que corresponden al Estado, poderes que en todo caso habrán de alcanzar el nivel
legislativo. La delimitación competencial será el banco de pruebas que confirme o
desmienta las solemnes declaraciones sobre la forma del Estado o, si se prefiere, el
criterio más eficaz para medir el grado en que el modelo teórico de organización
territorial del Estado podrá ser objeto de aplicación práctica.
El sistema de distribución de competencias es deliberadamente ambiguo, y en
buena medida confuso e impreciso: responde a una voluntad política de no dejar "atado"
el tema competencial, apostar por la inconcreción y ausencia de rigidez.
Son competencias exclusivas del Estado los 32 apartados declarados por el
artículo 149.1. Desde el punto de vista técnico, no puede ser más desafortunada, pues el
propio precepto indica que la enumeración practicada no se refiere sólo a materias
reservadas al poder central, sino a una combinación de materias y facultades jurídicas, ni
tampoco reconoce sobre tales materias un poder de disposición exclusivo en favor del
Estado, poder que en muchos supuestos habrá de ser compartido con los que el citado
precepto permite ejercer a las Comunidades Autónomas. Cita como competencias
estatales la nacionalidad, inmigración, emigración, extranjería, derecho de asilo,
relaciones internacionales, defensa y fuerzas armadas, administración de justicia,
régimen aduanero y arancelario, comercio exterior, sistema monetario, cambio y
convertibilidad, determinación de la hora oficial, hacienda general y deuda del Estado,
sanidad exterior, marina mercante y abanderamiento de buques, señales marítimas...
Como competencias propias de las Comunidades Autónomas el artículo 147.1
señala que los Estatutos de autonomía deberán contener "las competencias asumidas
dentro del marco establecido en la Constitución"; el artículo 148.1 indica que "podrán

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asumir competencias", el apartado 2 que "mediante la reforma de sus Estatutos, las


Comunidades Autónomas podrán ampliar sucesivamente sus competencias"; el 149 que
"las materias no atribuidas expresamente al Estado por esta Constitución podrán
corresponder a las Comunidades Autónomas en virtud de sus respectivos Estatutos".
Existen diferencias de asunciones de competencias según la vía de acceso al
Estatuto (en su momento, acordadas por pura oportunidad política); pero sólo en el
impás de espera de los 5 años, pues luego las diferencias se deberán a las distintas
decisiones de autodisposición expresadas en los respectivos Estatutos.
Por otro lado, se señalan competencias que pueden asumir las Comunidades
Autónomas, pero eso no significa que sean exclusivas todas: unas pueden ser asumidas
exclusivamente por las Comunidades Autónomas, desde el grado menor de simple
ejecución hasta el nivel máximo de normativización legislativa, mientras que otras
materias quedan abiertas a la concurrencia normativa o gestión de los órganos estatales:
"las funciones que correspondan a la Administración del estado sobre las Corporaciones
Locales y cuya transferencia autorice la legislación sobre Régimen Local"; la agricultura
y ganadería, de acuerdo con la ordenación general de la economía; la gestión en materia
de medio ambiente; el fomento del desarrollo económico de la Comunidades
Autónomas dentro de los objetivos marcados por la política económica nacional; la
coordinación y demás facultades en relación con las policías locales.
La Constitución no contiene ninguna declaración que reconozca expresamente la
potestad de dictar normas con valor de ley forma por parte de todas las Comunidades
Autónomas, y tampoco recoge ninguna prohibición que discrimine de la competencia
legislativa a alguna de ellas o que reserve explícitamente tal poder de legislar a las
nacionalidades históricas y demás comunidades asimiladas a ellas. Todas las
Comunidades Autónomas sin excepción pueden ser titulares de competencias exclusivas
sobre determinados materias.
Las competencias delegadas de las Comunidades Autónomas son:
- las normas legislativas de las Comunidades Autónomas dictadas por autorización de
Leyes-marco o por delegación de las leyes de bases del Estado: en el marco de los
principios de la ley estatal, pueden delegárselas la facultad de dictar normas legislativas.
- las leyes regionales que complementan, integran o desarrollan principios y directrices
de aplicación directa de las leyes-marco estatales
- las facultades transferidas por el Estado a las Comunidades Autónomas. El artículo
150.2 dice: "El Estado puede transferir o delegar en las Comunidades Autónomas,
mediante ley orgánica, facultades correspondientes a materia de titularidad estatal que
por su propia naturaleza sean susceptibles de transferencia o delegación". Esta facultad,
sumamente abierta y ambigua, fue aprobada por la presión de los nacionalistas y
socialistas catalanes, como una posible vía al federalismo y redistribución del poder
político en el futuro. Para sus detractores, este precepto contradice la reserva
constitucional de competencias exclusivas del Estado contenida en el precedente artículo
149, y puede ser una fuente inacabable de presiones, conflictos e insatisfacciones. En
todo caso, sería el Tribunal Constitucional el que habría de determinar qué materias y
competencias son o no transferibles.
La Constitución de 1978 prevé que la figura del Delegado del Gobierno en las
Comunidades Autónomas se encargue de la coordinación de la administración estatal
con la autonómica. Cuando lo exija el interés general, el Estado podrá dictar leyes que
establezcan los principios necesarios para armonizar las disposiciones normativas de las
Comunidades Autónomas.
Los controles sobre la actuación de las Comunidades Autónomas corren a cargo
del Tribunal Constitucional en lo relativo a la constitucionalidad de sus disposiciones
normativas con fuerza de ley; al Gobierno, previo dictamen del Consejo de Estado, el

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del ejercicio de funciones delegadas; la jurisdicción contencioso-administrativa el de la


Administración autónoma y sus normas reglamentarias; el Tribunal de Cuentas, el
económico y presupuestario.
Los controles extraordinarios, según el artículo 155, prevén tomar medidas
coercitivas de carácter extraordinario sobre las Comunidades Autónomas cuando por
acción u omisión éstas atenten gravemente a los intereses generales o incumplan sus
obligaciones constitucionales o las que les sean impuestas por otras leyes.
El título VIII de la Constitución de 1978 resulta a decir de los expertos un capítulo
oscuro, ambiguo, incluso técnicamente incorrecto. Ni contenta a las comunidades con
reivindicaciones nacionalistas, que lo conciben solo como un paso intermedio hacia el
desarrollo pleno de su autogestión, ni tampoco a las otras, situadas en clara inferioridad,
suponiendo un agravio comparativo, según Jesús Leguina Villa.

7- El proceso histórico de estructuración del Estado.


Hasta 1977 no existe un proyecto definido de reordenación territorial del Estado.
En 1977 es nombrado Ministro para las Regiones el Profesor Clavero, quien dimitirá en
1979 por desacuerdo con los criterios de UCD. Durante dicho período se aprobarán los
regímenes provisionales de autonomía en Galicia, Valencia, Aragón, Canarias, Asturias,
Murcia, Extremadura, Andalucía, Baleares, Castilla León y Castilla La Mancha.
También se produce la devolución de las Instituciones de Gobierno al País Vasco y
Cataluña.
A partir de 1980 existe un "frenazo" autonómico: UCD recomienda la abstención
en el referéndum de Andalucía (que no saca votos suficientes); se paralizan los procesos
en Valencia, reconduciéndose a la vía del 143; se reconsideró el primer Proyecto de
estatuto de Galicia, etc.: sólo se avanzó en el proceso de Euzkadi y Cataluña,
ralentizándose las otras 10 regiones.
A partir de 1981, existe un proceso de armonización, encauzado por el Pr.
Enterría: un intento de armonizar los procesos en curso, corregir el rumbo evitando
disgregación de las Comunidades Autónomas. Se propuso una ley LOAPA (Ley
Orgánica del Proceso Autonómico), de desarrollo del proceso de devolución a las
nacionalidades históricas, en la que se subrayó la prevalencia del principio de unidad de
la Nación junto al derecho de autonomía de sus colectividades; y se adecuan los
procesos autonómicos al espíritu y criterios que inspiraron los Pactos de la Moncloa.
A partir de 1982 tiene lugar una reaceleración del proceso: Andalucía es la única
Comunidad que logró tramitarlo por el complejo procedimiento del 151, viendo
aprobado su Estatuto, así como Asturias y Cantabria, La Rioja y Murcia, País
Valenciano y Canarias, Comunidad de la Mancha, Aragón y Navarra, por la vía lenta.
En 1983 existe una culminación: se logra completar el mapa autonómico, con la
incorporación de Extremadura, Castilla y León (2 de marzo de 1983. Entre 1984 y 1986
existe una consolidación del Estado autonómico: regulación del Fondo de
Compensación Interterritorial, Ley reguladora de las Bases del Régimen Local, etc.
Por último, el Pacto Autonómico alcanzado por el PSOE y el Partido Popular en
1992 propone igualar el nivel de competencias entre todas las comunidades del Estado,
mientras que en el período 1992-2001 se ha experimentado un notable avance respecto
al modelo de financiación autonómica, que sin embargo está por perfilarse
definitivamente. Los posteriores intentos de reforma del Senado (para convertir a la
cámara en un órgano de representación territorial) defendidos por nacionalistas y
partidos de izquierdas, la propuesta del PNV de septiembre de 2003 de creación de un
“Estado vasco asociado”, o las propuestas de creación de acuerdos económicos
transnacionales entre regiones fronterizas, o la idea de Estado federal disimétrico, son

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algunas muestras de cómo el modelo de Estado propuesto en la Constitución y su título


octavo no concita un consenso absoluto entre las fuerzas políticas.

8- BIBLIOGRAFÍA
Constitución de 1978. Madrid, Edicusa, 1979.
JORDI SOLÉ TURA y ELISEO AJA: Constituciones y períodos constituyentes en
España (1808-1936). Siglo XXI, Madrid, 1985.
RAIMOND CARR: España, 1808-1939. Madrid, Alianza, 1986.
R. SAINZ DE VARANDA: Colección de leyes fundamentales. Zaragoza, 1977.
MANUEL TUÑÓN DE LARA: Historia y realidad del poder. Madrid, 1975.
VV.AA.: La Constitución española de 1978. Anaya, Madrid, 1982.

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