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26/10/2017 El cuento hispanoamericano : de las culturas precolombinas al siglo XX / Giuseppe Bellini | Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes

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El cuento hispanoamericano: de las


culturas precolombinas al siglo XX
Giuseppe Bellini

Università di Milano

—185→
Si las raíces de la narrativa europea ahondan en el cuento, las de la narrativa
hispanoamericana arrancan desde la crónica del descubrimiento y la conquista. Voces
autorizadas, como las de Miguel Ángel Asturias, Mario Vargas Llosa, Gabriel García
Márquez lo han confirmado en época todavía reciente1 (e77043a6-f125-4a23-9839-
203f4fd2823a_1.html#N_1_). Escribe el novelista guatemalteco que en la Historia
verdadera de la conquista de México, de Bernal Díaz del Castillo, y en los Comentarios
Reales del Inca Garcilaso, reside el fundamento de la novela hispanoamericana2
(e77043a6-f125-4a23-9839-203f4fd2823a_1.html#N_2_). Pero, ¡cuánta materia novelesca
existe en todas las numerosas crónicas que, obra de españoles o de mestizos y criollos, se
escriben en América en los siglos primeros de su nacimiento al mundo occidental y a su
cultura! En las crónicas está la matriz también del cuento hispanoamericano.

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A parte las infinitas páginas donde parece que el cronista nos está contando una novela
heroica, de aventuras, que nos adentra en un mundo por más de un motivo fabuloso,
además de terrible por desconocido, el relato histórico aparece amenizado por narraciones
breves, verdaderos cuentos, que revelan, fundamentalmente, su raíz occidental, no cabe
duda, pero que se refieren ya a una realidad distinta, a ese «nuevo mundo» descubierto o en
vías de descubrirse, recién conquistado o por conquistar, donde un tipo original de vida se
está afirmando, la de la nueva sociedad colonial. Luis Leal pone de relieve en su Historia
del cuento hispanoamericano3 (e77043a6-f125-4a23-9839-203f4fd2823a_1.html#N_3_),
tratando de los origines del género en América, la existencia de un cuento popular entre los
indígenas americanos, la riqueza en cuentos de las crónicas y la falta, —186→ por otra
parte, en el mundo colonial, del cuento artístico, a pesar de su extraordinario auge en
España, y recuerda, a este propósito, los motivos que la crítica ha aducido para ello, como
la prohibición oficial de la circulación, en las tierras conquistadas, de obras de ficción -
ampliamente burlada-4 (e77043a6-f125-4a23-9839-203f4fd2823a_1.html#N_4_), el
predominio de la vida religiosa, la supuesta incapacidad de los pueblos jóvenes para el
cultivo de este tipo de narración, la falta de tradición literaria5 (e77043a6-f125-4a23-9839-
203f4fd2823a_1.html#N_5_).

En un libro fundamental, La vocación literaria del pensamiento histórico en América6


(e77043a6-f125-4a23-9839-203f4fd2823a_1.html#N_6_), Enrique Pupo-Walker pone el
acento, a su vez, sobre el fenómeno singular, subrayando la difusión en América del cuadro
costumbrista y lo que este tipo de narración -en gran boga- significó para la sociedad
fruidora. En lo descriptivo, siguiendo a Mark Schorer7 (e77043a6-f125-4a23-9839-
203f4fd2823a_1.html#N_7_), el crítico ve su límite, puesto que no mira a una «valoración
significativa de la existencia»8 (e77043a6-f125-4a23-9839-203f4fd2823a_1.html#N_8_).
Concluye Pupo-Walker afirmando la fundamental diversidad entre el «cuento literario» y el
«cuadro de costumbres», «dos creaciones que apuntan hacia niveles desiguales de la
experiencia literaria»9 (e77043a6-f125-4a23-9839-203f4fd2823a_1.html#N_9_).

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Se ha discutido y escrito abundantemente sobre la naturaleza del cuento y qué se


necesita para que lo sea. Gabriela Mora ha realizado un atento trabajo examinando, en su
libro, En torno al cuento: de la teoría general y de su práctica en Hispanoamérica10
(e77043a6-f125-4a23-9839-203f4fd2823a_1.html#N_10_), las más variadas definiciones y
teorías, incluyendo, por supuesto, a Propp11 (e77043a6-f125-4a23-9839-
203f4fd2823a_2.html#N_11_) y a Todorov12 (e77043a6-f125-4a23-9839-
203f4fd2823a_2.html#N_12_), partiendo de la formulación de Poe13 (e77043a6-f125-4a23-
9839-203f4fd2823a_2.html#N_13_), desde la cual se origina toda discusión posterior
relacionada con el cuento. La autora acaba, finalmente, por aceptar, como punto de partida
para «otras exploraciones»14 (e77043a6-f125-4a23-9839-203f4fd2823a_2.html#N_14_), la
definición de Enrique Anderson Imbert en su Teoría y técnica del cuento:

«El cuento vendría a ser una narración breve en prosa que, por mucho que se apoye
en un suceder real, revela siempre la imaginación de un narrador individual. —187→
La acción -cuyos agentes son hombres, animales humanizados o cosas animadas-
consta de una serie de acontecimientos entretejidos en una trama donde las tensiones y
distensiones, graduadas para mantener en suspenso el ánimo del lector, terminan por
resolverse en un desenlace estéticamente satisfactorio»15 (e77043a6-f125-4a23-9839-
203f4fd2823a_2.html#N_15_).

Mucho habría que aclarar todavía, pero, en el ámbito de la extraordinaria inseguridad


de llegar a un resultado universalmente reconocido por valedero y satisfactorio, la
definición de Anderson Imbert nos parece aceptable16 (e77043a6-f125-4a23-9839-
203f4fd2823a_2.html#N_16_). Confluyen, es cierto, en el cuento, la brevedad -relativa a
veces-, la tensión, la rapidez del desarrollo, el elemento sorpresa, la eficacia de un estilo
sólitamente tenso, la conclusión inesperada. Sobre todo, a diferencia de la novela, el cuento
no aguanta demoradas digresiones y debe mantener en cualquier momento despierta la
atención del lector, estimular constantemente su participación y su curiosidad. Se ha dicho

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que un buen cuento debe leerse de una sentada. Lo dijo Poe17 (e77043a6-f125-4a23-9839-
203f4fd2823a_2.html#N_17_), y estimo que, a pesar del tiempo transcurrido, esta
afirmación -inevitablemente exagerada-, queda fundamentalmente valedera. Una novela
puede leerse en varios tiempos, hasta puede el lector detenerse a meditar páginas aisladas.
El cuento no: por su naturaleza intrínseca, por su constitutiva concisión y tensión, debe
leerse hasta el final, todo seguido, página tras página18 (e77043a6-f125-4a23-9839-
203f4fd2823a_2.html#N_18_).

Estas digresiones nos han alejado, aparentemente, de nuestro asunto específico, por
tratar cuestiones más generales. Volviendo al tema, nos atrevemos a considerar los orígenes
del cuento en la América hispana más allá de la crónica.

El europeo, en este caso el español, llegando a América entraba en contacto con un


mundo antes desconocido por él, diverso por mentalidad y cultura. Su curiosidad era
constantemente solicitada por lo material y visible, pero también por lo cultural y tanto que
aun a distancia de siglos las antiguas culturas indígenas siguen activas en escritores
contemporáneos de reconocido relieve, y no solamente en autores mestizos o «aindiados»
espiritualmente, como José María Arguedas o Miguel Ángel Asturias, sino en otros
numerosos, de Pablo Neruda a Pablo Antonio Cuadra, de Octavio Paz a Ernesto Cardenal...
—188→
Si entendemos así las cosas, es evidente que una historia del cuento hispanoamericano
debe empezar de lo que significa exhumación de lo indígena en su aspecto mítico y
fabuloso y luego lo que implica como aventura la empresa del descubrimiento y la
conquista, lo anecdótico de la vida colonial y su interpretación más profunda al mismo
tiempo.

El Popol-Vuh es la fuente primaria donde se elabora una visión occidental del mundo
indígena. Un extraordinario halo mítico acompaña la creación del mundo y el hombre
americanos. Cuento, o mejor narración sagrada, que nos participa el instante misterioso, el
clima tenso de cuando «todo estaba en suspenso», en espera del primer acto creativo de los

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progenitores, Tepeu y Gucumaz. A distancia de siglos, Asturias reflejará, en «Los brujos de


la tormenta primaveral», de Leyendas de Guatemala, con habilidad sin par, nuevamente el
momento irrepetible del primer día, cuando

«Los ríos navegables, los hijos de las lluvias, los del comercio carnal con el mar,
andaban en la superficie de la tierra en lucha con las montañas, los volcanes y los llanos
engañadores que se paseaban por el suelo comido de abismos, como balsas móviles.
Encuentros estelares en el tacto del barro, en el fondo del cielo, que fijaba la mirada
cegatona de los crisopacios, en el sosegado desorden de las aguas errantes sobre lechos
invisibles de arenas esponjosas, y en el berrinche de los pedernales enfurecidos por el
rayo»19 (e77043a6-f125-4a23-9839-203f4fd2823a_2.html#N_19_).

Y hasta influirá, siempre a distancia de siglos, en otros géneros literarios, como la


poesía. En el Canto general Neruda repite, en «Amor América», al contrario de Asturias,
en cuya recreación todo es movimiento ambiguo y pugna, la calma del paraíso original:

Antes de la peluca y la casaca


fueron los ríos, ríos arteriales:
fueron las cordilleras, en cuya onda raída
el cóndor o la nieve parecían inmóviles:
fue la humedad y la espesura, el trueno
sin nombre todavía, las pampas planetarias20 (e77043a6-f125-4a23-9839-203f4fd2823a_

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Narración, fábula, leyenda, cuento siempre de un momento mágico, sobre el cual se


funda toda la magia del mundo americano, hasta nuestros días, a pesar de su dura realidad
de dolor humano.

Así descubren, el conquistador y el colono, a través del intermedio del fraile sabio, que
atesora y reconstruye los restos de las antiguas culturas derribadas, —189→ o detenidas
en su desarrollo por la llegada de los europeos, un mundo lleno de misterio y de encanto,
que va del norte del continente hasta las «pampas planetarias» que Neruda canta21
(e77043a6-f125-4a23-9839-203f4fd2823a_3.html#N_21_). Leyendas de origen sagrado le
introducen en otras culturas. Donde existe escritura -glifos y pictografía-, la traducción al
castellano es el trámite, y donde no existe, será el vehículo oral, la transmisión de un caudal
abundante, del que el mismo Garcilaso sacará datos y noticias en torno al origen fabuloso
del pueblo al que, por parte de madre, pertenece y de sus reyes. En el caso de muchas
culturas que carecen de signos escritos el descubrimiento a través de la fuente oral es
continuo.

La dura penetración en el «mundo nuevo» nos la cuenta, entre otros cronistas,


empezando por Cortés y sus Cartas de relación, un viejo soldado como Bernal Díaz del
Castillo, en una narración sencilla, concisa en su expresión y sin embargo eficazmente
dramática. Su Historia verdadera de la conquista de México, que origina, hacia el final de
su vida, un empeño de reivindicación y de protagonismo personal frente al silencio
cortesiano, no deja de atraer al lector, que participa del clima de «fábula-realidad», como
dirá en Maladrón un personaje de Asturias22 (e77043a6-f125-4a23-9839-
203f4fd2823a_3.html#N_22_), porque esto son para los conquistadores, por encima del
peligro y de la fatiga, estas Indias. Y como en Bernal Díaz, la eficacia narrativa resplandece
en muchas páginas de la Historia del Perú, de Pedro Cieza de León, rica en relatos que son
prácticamente cuentos.

Para penetrar el misterio del mundo sur de América, nada más atractivo y
narrativamente valedero como ciertas páginas de la Historia general del Perú, del Inca,
donde se cuentan las peripecias de Gonzalo Pizarro en busca de realidades fabulosas. Hay
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que convenir con Asturias que en este escritor, especialmente, reside la fuente de la gran
narrativa «mágica» del siglo XX hispanoamericano, ciertamente la del propio escritor
guatemalteco. Una naturaleza impervia, imprevista y suntuosa, una humanidad que
consume su vida en someterla, peligros y contiendas siempre al acecho, dan carácter
dramático, belleza extraordinaria a las páginas del habilísimo narrador.

Pero Garcilaso es también cuentista. Ya José Juan Arrom señaló23 (e77043a6-f125-


4a23-9839-203f4fd2823a_3.html#N_23_), certeramente, la existencia de cuentos en los
Comentarios Reales, y más tarde Pupo Walker ha vuelto sobre el tema, ampliando las
referencias con relación a la «ficción intercalada» en la narración histórica24 (e77043a6-
f125-4a23-9839-203f4fd2823a_3.html#N_24_). No cabe duda de que el Inca es un —
190→ cuentista hábil. Narraciones de este tipo solían incluir, por otra parte, en sus obras
históricas, otros cronistas americanos. Nota Luis Leal que si en la época colonial el cuento
artístico no se cultiva, en las crónicas e historias encontramos «innumerables narraciones
novelescas intercaladas aquí y allá con el objeto de amenizar el largo y a veces seco relato
histórico»25 (e77043a6-f125-4a23-9839-203f4fd2823a_3.html#N_25_).

Terminada la conquista, realizado en sus líneas generales el descubrimiento, la


exploración, mejor dicho, del continente en sus zonas más extensas, la vida colonial entra
de pleno en la narrativa y en la crónica, a su vez novela interesante. Serán, en el primer
caso, los Infortunios de Alonso Ramírez (1690), que padeció en poder de los ingleses, del
novohispano Carlos de Sigüenza y Góngora, en el segundo el Cautiverio feliz, que escribe
hacia 1650 el «chileno» Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán; será sobre todo una
extraña crónica, gran libro de la vida colonial, El Carnero, escrito hacia 1630 por el
«colombiano» Juan Rodríguez Freyle, y la Nueva Corónica y Buen Gobierno, del
«peruano» Felipe Guaman Poma de Ayala, escrita entre 1584 y 1612.

Estamos ya frente a una narrativa americana, por temas e intereses, además que por
lengua y estilo, a pesar de incumbentes modelos e influencias, sobre todo de la novela
picaresca. Los frutos más valiosos se dan en dos obras desiguales, y diferentes, el Lazarillo
de ciegos caminantes -libro «de los misterios», según acertadamente lo definió Emilio

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Carilla26 (e77043a6-f125-4a23-9839-203f4fd2823a_3.html#N_26_), por su ocultada


paternidad, al fin individuada en el inspector y organizador de correos, de Buenos Aires a
Lima, Alonso Carrió de la Vandera-, publicado en 1773, y El Periquillo Sarniento, del
mexicano José Joaquín Fernández de Lizardi, indiscutiblemente la mejor de sus obras de
ficción, rica en episodios que legítimamente pueden entrar, por su eficaz y tenso desarrollo,
en el ámbito del «cuento».

En la no abundante -que sepamos hasta el momento27 (e77043a6-f125-4a23-9839-


203f4fd2823a_3.html#N_27_)- narrativa de la época colonial, aún si incluimos obras
influidas por la Diana de Montemayor, como El Siglo de Oro en las selvas de Erífile
(l608), de Bernardo de Balbuena, y Los sirgueros de la Virgen sin original pecado
concebida (1620), del «mexicano» Francisco Bramón, o El Pastor de Nochebuena (1644)
de Juan de Palafox y Mendoza, o aún las influidas por los Sueños de Quevedo, como La
portentosa vida de la Muerte, del «mexicano» fray Joaquín Bolaños, y El Sueño de Sueños
de su compatriota José Mariano Acosta Enríquez, ambas de fines del siglo XVIII, la —
191→ narrativa colonial está representada en su aspecto más valioso por las obras citadas
Por encima de las inevitables influencias peninsulares de género y estilo, ellas se
caracterizan, autónomamente ya, como intérpretes de una bien determinada realidad y
expresión de una sensibilidad nueva.

Entre mito y leyenda, cuento popular y examen a veces descarnado, impiadoso otras
humorístico, de la aventura humana, del vivir cotidiano, la narrativa colonial -porque así
hay que llamarla- sienta las bases para la narrativa romántica, que será la del cuadro de
costumbre, de la estampa. Escribe Luis Leal28 (e77043a6-f125-4a23-9839-
203f4fd2823a_3.html#N_28_) que en la crónica «la historia verdadera y la historia fingida
llegan a confundirse hasta el punto de que a veces es difícil deslindar la una de la otra» y
que los relatos «incrustados en las crónicas» -Pupo Walker hablará, mejor, como hemos
dicho, de «ficción intercalada»29 (e77043a6-f125-4a23-9839-
203f4fd2823a_3.html#N_29_)- pueden clasificarse «como fantásticos, sobrenaturales,
humorísticos, históricos y populares», debido a que la credulidad es general en el período,
«evidente por el gran número de milagros, supersticiones, visiones, profecías, hechicerías,
encantamientos y alucinaciones que encontramos en los escritores de la época»30
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(e77043a6-f125-4a23-9839-203f4fd2823a_3.html#N_30_). Un extenso material lo


proporcionaba para ello la realidad con la que el escritor vivía en contacto. De aquí que su
inspiración fuera inmediata. Prosigue Luis Leal:

«Los cronistas, que asumen en esa época la función de cuentistas, toman su material
no precisamente de la temática española sino de la realidad circunstante, lo que le da a
este tipo de relato novelesco una originalidad sorprendente»31 (e77043a6-f125-4a23-
9839-203f4fd2823a_4.html#N_31_).

Es el caso, por citar un solo ejemplo, de la narración, verdadero cuento, intercalada en


el capítulo VIII, primer libro de los Comentarios Reales, donde se trata de la «Historia de
Pedro Serrano», verdadero precursor de Robinson.

Con la obra de José Joaquín Fernández de Lizardi se realiza la soldadura entre el siglo
XVII y las expresiones de la Independencia americana. Un siglo entero, el XVIII,
transcurre sin mayor importancia en la narrativa de la América hispana. El afán de la
Ilustración y la preparación ideológica de la guerra por la independencia dejan a un lado la
ficción. La crisis de la Colonia se hace más aguda, entre asaltos de piratas y rebeliones
internas. Un natural desorden lo favorece la gran distancia de la madrepatria, y
encarnizadas rivalidades determina el predominio de los peninsulares en los cargos
públicos y oficiales. Francia, Holanda, Inglaterra acaban por romper el monopolio español
sobre América e instalan colonias propias. Rivalidades entre poder político y poder
religioso —192→ inquietan grandemente la vida de los virreynatos32 (e77043a6-f125-
4a23-9839-203f4fd2823a_4.html#N_32_). En 1780 José Gabriel Túpac Amaru se levanta
en armas en el Perú, con sesentamil indios, mestizos y criollos. Esta unión de razas es
significativa. La captura y muerte del «rebelde» no resuelve el conflicto. De Francia
empezaban a entrar ya las ideas de Voltaire y de Rousseau, de modo que la crisis colonial
se hace más aguda entre final del siglo XVIII y comienzos del nuevo. En 1776 el ejemplo

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de la rebelión de las colonias inglesas en el norte de América había sido un gran aliciente.
La lucha por la libertad ocupa todo el período indicado y a ella aporta su contribución
indirecta, además de la Revolución francesa, el período napoleónico, la entronización en
España de José Bonaparte y la resistencia, que organiza no sólo la Junta de Cádiz sino el
pueblo directamente, contra los franceses.

Más que a la ficción la literatura hispanoamericana atiende a la proclama, imbuida por


la lectura de la Declaración de los derechos del hombre, que traduce en 1794 el
colombiano Antonio Nariño, y el Contrato social de Rousseau.

En un México inquieto, al ocaso ya del poder virreynal, escribe Lizardi su obra


maestra, El Periquillo Sarniento (1816), a la que siguen Don Catrín de la Fachenda y La
Quijotita y su prima. Anacrónicamente, el siglo XX se inaugura, en el ámbito de la ficción,
con un género, el picaresco, ya bien muerto en España, donde la Vida, de Diego Torres
Villarroel, y el Fray Gerundio de Campazas, del jesuita Francisco de Isla, cierran
definitivamente el ciclo, que siglos después, es verdad, remozará Pío Baroja33 (e77043a6-
f125-4a23-9839-203f4fd2823a_4.html#N_33_). Un Periquillo había aparecido siglo y
medio antes del de Lizardi en la península, El Periquillo, el de las gallineras (1668), de
Francisco Santos. Pero el Periquillo mexicano nada tiene que ver con el Periquillo español:
novela de escaso valor la de Santos, gran novela la de Lizardi, que rescata por invención y
por observación atenta de la realidad mexicana todo un siglo de silencio de la narrativa
hispanoamericana, en un estilo nervioso, nuevo, extraordinariamente expresivo, con un
anhelo entusiasta hacia la libertad, ya propagandada por el escritor, en años anteriores,
desde las páginas de «El Pensador Mexicano», y nuevamente, después, en múltiples hojas y
folletos, contra el absolutismo de Fernando VII, hasta la lograda independencia.

Con El Periquillo Sarniento la narrativa de América da un gran paso adelante. Pronto


se difunde el costumbrismo: Serafín Estébanez Calderón, Ramón de Mesonero Romanos y
Mariano José de Larra son los autores favoritos, con especial inclinación hacia el tono
crítico y reflexivamente partícipe de Larra, anticipando mucho de la postura crítica
moderna34 (e77043a6-f125-4a23-9839-203f4fd2823a_4.html#N_34_). Escribe Luis Leal:

http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/el-cuento-hispanoamericano-de-las-culturas-precolombinas-al-siglo-xx--0/html/e77043a6-f125-4a23-983… 10/15
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—193→

«De la simple pintura se pasa a la crítica acerba de los malos gobiernos, del atraso
social, del estado de miseria en que se deja vivir al pueblo. Desde el punto de vista
literario el cuadro de costumbres es de importancia debido a que con frecuencia se
convierte en cuento. El autor, de momento, se olvida de que está pintando un cuadro
real y da énfasis a lo ficticio. El desplazamiento del propósito, que pasa de la pintura de
un simple cuadro de costumbre al desarrollo del argumento y al interés en el elemento
dramático, convierte al simple cuadro en verdadero cuento»35 (e77043a6-f125-4a23-
9839-203f4fd2823a_4.html#N_35_).

Desechar al cuento costumbrista por su apego a una visión superficial de la realidad no


es posible, en muchos casos, por lo que se refiere a Hispanoamérica. Distinta es la situación
con respecto a España; la libertad recién alcanzada, una sociedad en bulliciosa y rápida
transformación, la aparición de los primeros caudillos, las luchas entre bandos políticos
opuestos, hace del cuento hispanoamericano algo fundamental en la historia viva del
continente. Es el caso de El matadero (1838), del argentino Esteban Echeverría. Con este
cuento largo, durísima acusación contra Rosas, se afirma un Romanticismo de participación
y combate; desordenado en su organización como ficción y truculento, pero vivo por
generosa participación humana, bien interpreta el clima político.

Diferente es el costumbrismo de un Ricardo Palma o de un Ignacio Manuel Altamirano.


El primero evocador de escenas y personajes de un pasado más o menos lejano, más o
menos verdadero o legendario, con sorna e ironía, con cierto humor apacible y hasta, a
veces, con fina fruición sensual o descubiertamente erótica. En cada una de las Tradiciones
peruanas se trata de un «cuadro» donde la ficción es prevalente; una narración siempre
interesante, viva, realizada con artificios técnicos novedosos y un estilo personalísimo,
constantemente atractivo, de gran maestro, modelo para muchos otros escritores.

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Gran intensidad dramática da a sus creaciones el mexicano José María Roa Barcena,
explorador sabio de leyendas. Se ha hablado, con relación a este escritor, de un Poe
mexicano y la verdad es que con Roa Barcena el cuento hispanoamericano alcanza
madurez y modernidad. La segunda etapa del Romanticismo, a la que pertenecen Palma y
Roa Barcena, se revela más segura de sí, de los medios técnicos que se necesitan para la
construcción de un cuento verdadero y se inclina hacia una investigación psicológica.

Un sinnúmero de autores escribe ya cuentos en todos los rincones del continente


americano. Entre ellos el cubano Cirilo Villaverde, más conocido por su novela Cecilia
Valdés (1839), los mexicanos Justo Sierra, Ignacio Rodríguez Galván y Manuel Payno, el
ecuatoriano Juan León de Mera, autor de la novela Cumandá (1871), el boliviano Eduardo
Wilde, otros muchos36 (e77043a6-f125-4a23-9839-203f4fd2823a_4.html#N_36_).
Destacaré al —194→ mexicano Vicente Riva Palacio, autor dinámico en los Cuentos del
General (1896), y al ya citado Ignacio Manuel Altamirano, narrador mexicano de fama,
especialmente por sus novelas Clemencia (1869) y El Zarco (1886), pero autor también de
cuentos y de una finísima narración, La Navidad en las montañas (1871). Por su refinada
sensibilidad Altamirano ejerció notable influencia sobre los narradores de su país, entre
ellos el mismo Manuel Gutiérrez Nájera. Una técnica segura se une a la viva sensibilidad y
al don de captación de matices, sea por lo que se refiere al paisaje, sea a los personajes, que
viven en sus páginas por sus conflictos.

A la tendencia romántica costumbrista sucede, entre fines del siglo XIX y comienzos
del XX una serie de tendencias nuevas, en primer lugar la realista y la naturalista. El mismo
Altamirano, liberado del romanticismo sentimental -recordemos la obra maestra del
momento, María (1868), del colombiano Jorge Isaac-, es ya un escritor realista. Al
movimiento presta su ayuda, ciertamente, en un primer momento, la tendencia indigenista,
que se desarrolla especialmente con Juan León de Mera en el Ecuador, Eligio Ancona en
México, Alejandro Magariños Cervantes en el Uruguay, Manuel de Jesús Galván en Santo
Domingo y sobre todo con Clorinda Matto de Türner, autora famosa de Aves sin nido

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(1889), en el Perú. El primitivo «indianismo» vive entre folklore y participación generosa.


Significa, de cualquier modo, un paso importante hacia el realismo, reacción al
pintoresquismo en la Türner, para la tratación de agobiantes problemas del vivir americano.

Balzac y Maupassant, Alarcón, Pereda y Pérez Galdós son los autores que influyen
decididamente sobre el realismo en América. La sociedad hispanoamericana se ha
transformado con bastante rapidez. La economía, de rural se ha vuelto, en parte, industrial.
Las capitales hispanoamericanas se transforman en grandes hormigueros, donde vive una
humanidad cada vez más marginada por las diferencias de clase y la miseria. El chileno
Alberto Blest Gana es el escritor que más relieve da al realismo en la novela, inspirándose
en la balzaciana Comedie Humaine, con obras como Martín Rivas (1862), Durante la
Reconquista (1897) y Los trasplantados (1904). En el ámbito del cuento destacan autores
como los mexicanos José López Portillo, Rafael Delgado y sobre todo el colombiano
Tomás Carrasquilla, autor de novelas notables, entre ellas Grandeza (1910) y
especialmente La marquesa de Yolombó (1928), además de logrados cuentos, donde la
evocación del paisaje y las costumbres de su país se alía a la fina sensibilidad con que capta
situaciones de honda humanidad, a las que contribuye, en el ámbito expresivo, el recurso
sapiente al habla popular.

La novela y el cuento se cultivan ya en toda la América de habla castellana, con éxito si


no siempre extraordinario muchas veces notable. Entre los muchos autores realistas
recordaremos aún al puertorriqueño Manuel Zeno Gandía, fundador de la novela en su país.
—195→
Realismo y naturalismo acaban por confundirse en una suerte de «realismo,
naturalista», como lo llama Alegría37 (e77043a6-f125-4a23-9839-
203f4fd2823a_4.html#N_37_). Con el chileno Baldomero Lillo el realismo e inclina
decididamente hacia el naturalismo. A Balzac se sustituye pronto, cual numen inspirador,
Zola y, en medida menor, Dostoewsky. Los zolianos hispanoamericanos ahondan en el
examen de la psique humana y de las condiciones más negativas de la sociedad. Una
acentuada finalidad redentora, de rescate, anima al escritor, no inspirada, como bien nota
Alberto Zum Felde38 (e77043a6-f125-4a23-9839-203f4fd2823a_4.html#N_38_), por

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sentimiento religioso alguno, pues la jerarquía es, como en el ámbito realista, blanco
frecuente de crítica y condena. Entre las novelas del naturalismo ha quedado famosa Santa
(1903), del mexicano Federico Gamboa, inspirada en Nana, pero, a mi parecer,
fundamentalmente falsa y ambigua, más bien motivada por un prurito erótico, disfrazado
bajo una capa de falso moralismo39 (e77043a6-f125-4a23-9839-
203f4fd2823a_4.html#N_39_).

Baldomero Lillo es más sincero, más vigoroso como escritor, partícipe humanamente,
en narraciones de notable relieve, como las reunidas en Sub terra (1904) y en los Relatos
populares, recogidos póstumamente, en 1942. Su gran novela fue Casa grande (1908).

Entre realismo y naturalismo se desarrolla también el tema gauchesco, afirmado en la


poesía sobre todo por el éxito del poema de José Hernández, Martín Fierro. En la narrativa
inaugura el género el argentino Eduardo Gutiérrez, pero es el uruguayo Eduardo Acevedo
Díaz quien, en su trilogía, Ismael (1888), Nativa (1890) y Grito de gloria (1893), da al
tema el aporte mayor. Su influencia se hará sentir todavía en la obra de Enrique Larreta y
de Carlos Reyles.

En el cuento de tema gauchesco descuellan el uruguayo Javier de Viana, escritor


abundante, y el argentino Roberto J. Payró, autor de numerosa obra también. Ambos
narradores ahondan en el examen de la sociedad con afán crítico exitoso, como lo hace
Payró en los Cuentos de Pago Chico (1908) y una serie extensa de títulos. Javier de Viana
es autor particularmente dueño de su oficio de narrador, a lo menos en una primera época,
anterior a su quiebra económica, y representada por la novela Gaucha (1899), los libros de
cuentos Campo (1896) y Gurí (1901). Más apresurada es la producción recogida en
Macachines (1910) Leña seca (1911) y Yuyos (1912), debido al afán de reunir medios
económicos para salir de apuros. De Viana se veía obligado a escribir cuentos sin parar, que
publicaba en revistas y periódicos. Su primera etapa revela a un narrador maduro,
«analítico y moroso -según escribe exactamente un crítico-40 (e77043a6-f125-4a23-9839-
203f4fd2823a_4.html#N_40_), que elabora —196→ cuidadosamente su materia y se

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toma todo el tiempo y el espacio que un pausado narrar requiere». Su equilibrio destaca, si
lo comparamos con la irruencia y la pasionalidad de Payró, discípulo entusiasta de Zola en
la tendencia a tratar fuertes pasiones, de amor y celos, odio y muerte.

Al naturalismo se adscriben varios narradores en todos, o casi, los países


hispanoamericanos, entre ellos Luis Orrego Luco, chileno, Carlos Reyles, uruguayo, y el
costarricense Manuel González Zeledón.

Un gran cambio significa para la narrativa hispanoamericana el Modernismo, aunque,


cronológicamente, el realismo naturalista y la nueva tendencia estética conviven. Con el
Modernismo una sensibilidad nueva se impone y con ella un nuevo estilo. Como en el
ámbito poético, el cuento manifiesta atención acentuada por los matices, sea en lo anímico
que en la representación de la realidad. Abierto a nuevas experiencias, que proceden de la
lectura de escritores franceses contemporáneos, especialmente de prosistas como los
Gautier y Loti, de los italianos como D'Annunzio, pero también de autores germánicos, a
sugestiones musicales que proceden sobre todo de Wagner, la expresión de la narrativa
hispanoamericana se afina sensiblemente, se enriquece con cromatismos refinados,
adquiere musicalidad y valor plástico. La observación del mundo ahonda en el detalle; las
pasiones se tiñen de erotismo sutil, de abierta sensualidad, maestros, además de Loti, Pierre
Louis y D'Annunzio. Los personajes son estudiados con atención. Cierto, exotismo, de
inspiración y direcciones varias, matiza los distintos escritos. La mujer es considerada con
fruición golosa, como una fruta codiciada, hecha más apetecible por el artificio.

Finalidad de la prosa modernista es la realización de un momento artístico


perfectamente logrado, al cual contribuye hasta lo sagrado, proyectado en una dimensión
profana. Representa, el movimiento, una suerte de evasión del mundo real hacia atmósferas
de refinamiento y hermosura, reinos de una belleza divinamente sensual y artificiosa, a
veces perversa, o bien hacia regiones míticas medievales, donde reina el misterio, sagas
inspiradas en la música wagneriana, escalofriantes ámbitos donde dominan lo desconocido
y la muerte.

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