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ACTUALIDAD DE LA ENCÍCLICA FIDES ET RATIO

GEORGES COTTIER, O.P.

1. La encíclica Fides et ratio tiene un alcance muy grande. Impresiona por su amplio desarrollo de
temas que invitan a la meditación. Brinda una nueva síntesis, muy articulada, de las cuestiones
tratadas por Juan Pablo II desde el inicio de su pontificado, comenzando por la Redemptor hominis;
y pone de relieve la perspectiva cristológica del número 22 de la Gaudium et spes; el misterio del
hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Permite captar la lógica interna y la
continuidad vital de una enseñanza.

Una razón de ser de la Iglesia consiste en su compromiso urgente de ejercer la diaconía de la


verdad.

A sus hermanos en el episcopado, “testigos de la verdad divina y católica” (Lumen gentium, 25), el
Sucesor de Pedro les recuerda la urgencia actual de su ejercicio: “Testimoniar la verdad es, pues,
una tarea confiada a nosotros, los obispos; no podemos renunciar a la misma sin descuidar el
misterio que hemos recibido. Reafirmando la verdad de la fe podemos devolver al hombre
contemporáneo la auténtica confianza en sus capacidades cognoscitivas y ofrecer a la filosofía un
estímulo para que pueda recuperar y desarrollar su plena dignidad” (Fides et ratio, 6).

Juan Pablo II enuncia una segunda razón. En la encíclica veritatis splendor el Papa había llamado
la atención sobre “algunas verdades fundamentales de la doctrina católica, que en el contexto
actual corren el riesgo de ser deformadas o negadas” (n. 4). “Con la presente encíclica deseo
continuar aquella reflexión centrando la atención sobre el tema de la verdad y de su fundamento en
relación con la fe” (Fides et ratio, 6).

Un propósito de unidad vincula ambas encíclicas.

Recordemos que la Veritatis splendor, al ofrecer un diagnóstico de la crisis actual, había


reconocido el origen de la separación producida entre la libertad del hombre, la libertad creada, y la
verdad: en cierto sentido, la reflexión sobre la verdad, propuesta hoy por el Magisterio, fue
anticipada por la encíclica anterior.

Pero la encíclica no se limita a hacer el análisis de la crisis, sufrida como un destino. Al contrario,
reconoce el desafío y aprovecha la ocasión para invitar al pensamiento de descubrir su identidad y
su exaltante responsabilidad. Las líneas sucesivas nos ayudan a comprender el ethos del
documento en su conjunto: “La filosofía, que tiene la gran responsabilidad de formar el
pensamiento y la cultura por medio de la llamada continua a la búsqueda de lo verdadero, debe
recuperar con fuerza su vocación originaria. Por eso he sentido no sólo la exigencia, sino incluso el
deber de intervenir en este tema, para que la humanidad, en el umbral del tercer milenio de la era
cristiana, tome conciencia cada vez más clara de los grandes recursos que le sido dados y se
comprometa con renovado ardor a llevar a cabo el plan de salvación en el cual está inmersa su
historia” (ib.).

2. ¿Actualidad de la encíclica? La pregunta nos lleva a interrogarnos cuál es su contribución y a


qué necesidad responde. Captar su urgencia permite percibir su novedad.

Con respecto a los principios, la encíclica se sitúa como continuación de la constitución dogmática
Dei Filius del concilio Vaticano I, explicitada por la constitución Dei Verbum del concilio Vaticano II
que, como se sabe, puso de relieve el carácter histórico de la Revelación.

“La verdad que Dios ha comunicado al hombre sobre sí mismo y sobre su vida se inserta, pues, en
el tiempo y en la historia. Es verdad que ha sido pronunciada de una vez para siempre en el
misterio de Jesús de Nazaret” (Fides et ratio, 11). A la luz de Cristo, que completa y realiza la
Revelación, resulta fundamental la importancia de la historia, camino que el pueblo de Dios está
llamado a recorrer enteramente, “de forma que la verdad revelada exprese en plenitud sus
contenidos gracias a la acción incesante del Espíritu Santo (cf. Jn 16, 13)” (ib.).

La palabra definitiva, expresada en la revelación de Cristo, da sentido a la existencia, sentido que


el entendimiento humano no hubiera podido descubrir con sus propias fuerzas. Se dirige s todos
los hombres y a todas las generaciones.

La misión de la Iglesia, que prosigue y se subordina a la misión del Verbo encarnado, está al
servicio de este encuentro, al que todos están llamados. En esta perspectiva, el Magisterio debe
valorar las verdaderas condiciones de una época y responder a sus expectativas. Juan Pablo II
está convencido de que la situación de nuestro tiempo exige este mensaje sobre la fe y la razón.

El concilio Vaticano I había distinguido el conocimiento natural de Dios y la Revelación, la razón y


la fe. Por razón se entiende aquí la facultad de conocer utilizando los propios recursos. La
cognoscibilidad natural de la existencia de Dios es presupuesta por la Revelación misma. Entre
estos dos órdenes de conocimiento no puede haber disensión, porque es el mismo Dios quien
revela los misterios y comunica la fe, y quien pone la luz de la razón en el alma humana: no puede
negarse a sí mismo y la verdad jamás puede contradecir a la verdad (cf. n. 53).

La encíclica Aeterni Patris del Papa León XIII, en la misma línea de la constitución dogmática Dei
Filius del concilio Vaticano I, dirá que santo Tomás, “distinguiendo muy bien la razón de la fe, como
es justo, pero asociándolas amigablemente, conservó los derechos de una y otra, y proveyó a su
dignidad” (citado en el número 57).

Estas afirmaciones se hicieron en un contexto cultural en el que dominaba el racionalismo. La


razón, segura de sí misma, reivindicaba con soberbia su autosuficiencia; al ser la instancia
suprema, no toleraba una autoridad doctrinal superior.

Aquí percibimos la actualidad de la nueva encíclica. En efecto, el panorama intelectual ha


cambiado profundamente. El orgullo demiúrgico de la razón ya no se afirma en los grandes
sistemas filosóficos, sino más bien en una concepción o, mejor dicho, en una ideología de la
ciencia polarizada por las conquistas técnicas. Pero este impulso prometeico va acompañado por
una solapada inquietud. La razón duda de sí misma. La pérdida de la confianza en las capacidades
naturales de la razón es el elemento determinante de la crisis, crisis de sentido, hasta el punto que
podemos preguntarnos si tiene aún sentido plantear la pregunta sobre el sentido. Sin negar las
aportaciones positivas del pensamiento moderno, la encíclica achaca a esas corrientes actuales la
derivación y el perdurar de la crisis de la razón. Esas corrientes de pensamiento desembocan en
una lectura nihilista, “que rechaza todo fundamento a la vez que niega toda verdad objetiva” (n. 90).
Ése parece constituir actualmente “el horizonte común para muchas filosofías que se han alejado
del sentido del ser” (ib.). “El nihilismo, aun antes de estar en contraste con las exigencias y los
contenidos de la palabra de Dios, niega la humanidad del hombre y su misma identidad” (ib.). Ese
es el mayor desafío que Juan Pablo II quiere destacar: devolver a la razón, y especialmente a la
razón filosófica, la confianza en sí misma. A este propósito, conviene subrayar en particular algunos
puntos.

En virtud de su misma naturaleza, la Revelación, de la que la Iglesia es depositaria, interpela a la


razón filosófica. Una fórmula lapidaria expresa su motivo: “La palabra de Dios se dirige a cada
hombre, en todos los tiempos y lugares de la tierra; y el hombre es naturalmente filósofo” (n. 64; cf.
n. 30). La universalidad de la Revelación explica por qué no puede prescindir de la filosofía; de este
modo, se dirige al hombre mismo, porque en la filosofía se expresa la naturaleza misma del
hombre. El mensaje es universal: responde a lo que constituye al hombre en su humanidad. La
filosofía plenamente elaborada, recurriendo frecuentemente a una alta tecnicidad conceptual,
supone un nivel anterior: tiene por objeto las preguntas fundamentales que cada hombre un día, de
un modo o de otro, no puede por menos de plantearse. La autenticidad de una filosofía se mide por
la capacidad de acoger, explicitar y profundizar estas preguntas. Por tanto, ese principio ilumina los
números dedicados a la inculturación y al encuentro de las culturas (nn. 70-72): “Las culturas,
cuando están profundamente enraizadas en lo humano, llevan consigo el testimonio de la apertura
típica del hombre a lo universal y a la trascendencia” (n. 70).

3. El mensaje de salvación, comunicado a través de la Revelación, es un mensaje de verdad. Por


su misma naturaleza, se dirige a la razón e implica, como consecuencia, el reconocimiento de sus
prerrogativas. Por eso, la encíclica afirma en varias ocasiones que la razón es capaz de alcanzar la
verdad universal y absoluta, de conquistar la certeza de la verdad y de su valor absoluto; el hombre
es un ser que busca la verdad. La fe confía en la razón (cf. n. 43). Sabe que “está por naturaleza
orientada a la verdad y cuenta en sí misma con los medios necesarios para alcanzarla” (n. 49). La
encíclica añade: “Una filosofía consciente de este ‘estatuto constitutivo’ suyo respeta
necesariamente también las exigencias y las evidencias propias de la verdad revelada” (ib.). Cabe
la posibilidad de desviaciones como el racionalismo y el fideísmo. Si la fe afirmara como condición
de posibilidad el rebajamiento y la humillación de la razón, se volvería contra sí misma. Al contrario,
“la fe se hace abogada convencida y convincente de la razón” (n. 56): “Es preciso no perder la
pasión por la verdad última y el anhelo por su búsqueda, junto con la audacia de descubrir nuevos
rumbos. La fe mueve a la razón a salir de todo aislamiento y a apostar de buen grado por lo que es
bello, bueno y verdadero” (ib.).

4. La inteligencia, aún herida por el pecado, no ha perdido su capacidad innata de conocer la


verdad. Por eso la exigencia de una filosofía “de alcance auténticamente metafísico, capaz de
trascender los datos empíricos para llegar, en su búsqueda de la verdad, a algo absoluto, último y
fundamental” (n. 83).

La Sagrada Escritura reconoce esta capacidad innata. Leemos: “Un gran reto que tenemos al final
de este milenio es el de saber realizar el paso, tan necesario como urgente, del fenómeno al
fundamento” (ib. ). Los números 82-84 son muy importantes para la arquitectura de la encíclica.
Por otra parte, Juan Pablo II lo subraya cuando escribe: “Si insisto tanto en el elemento metafísico
es porque estoy convencido de que constituye el camino obligado para superar la situación de
crisis que afecta hoy a grandes sectores de la filosofía y para corregir así algunos comportamientos
erróneos difundidos en nuestra sociedad” (ib.).

5. Al recorrer toda la encíclica, desde los hermosos capítulos dedicados a los Libros sapienciales y
a la “sabiduría de la cruz”, de la que san Pablo es el doctor insuperable, el tema de la sabiduría
constituye un elemento esencial del mensaje de la encíclica.

Los Padres de la Iglesia habían acogido la herencia de la filosofía griega, purificándola. Santo
Tomás de Aquino, a su vez, no dudó en reconocer al pensamiento griego la prerrogativa de la
sabiduría, por su fuerza unificadora partiendo de los principios más elevados de la razón. Pero, en
la economía cristiana, ya no puede ocupar el rango supremo. Se inscribe armoniosamente en un
orden sapiencial jerárquico, cuya primacía pertenece a la sabiduría que es don del Espíritu Santo.
Esta misma primacía valora dos formas complementarias de sabiduría: “la filosófica, basada en la
capacidad del intelecto para indagar la realidad dentro de sus límites connaturales, y la teológica,
fundamentada en la Revelación y que examina los contenidos de la fe, llegando al misterio mismo
de Dios” (n. 44).

Esta verdad tiene como objetivo iluminar la realidad actual. La separación, realizada en los tiempos
modernos, de la razón y de la fe, que ha llevado a la crisis actual, ha tenido como consecuencia
una marginación de la filosofía y por lo general una fragmentación del saber. La crisis de sentido es
un efecto directo de esta fragmentación. De ahí la urgencia de redescubrir la dimensión sapiencial
de la filosofía como búsqueda del “sentido último y global de la vida”. Cuando la filosofía emprende
este camino, no hace más que “adecuarse a su misma naturaleza”. Por tanto, indicará a a los
diferentes saberes científicos, al igual que al actuar humano, la convergencia hacia un objetivo y un
sentido definitivos. El crecimiento inmenso del poder técnico hace más necesaria que nunca esta
dimensión sapiencial. Las palabras finales del número 81 manifiestan la intención profunda de la
encíclica y de su inspiración espiritual: “La palabra de Dios revela el fin último del hombre y da un
sentido global a su obrar en el mundo. Por esto invita a la filosofía a esforzarse en buscar el
fundamento natural de este sentido, que es la religiosidad constitutiva de toda persona. Una
filosofía que quisiera negar la posibilidad de un sentido último y global no sólo sería inadecuada,
sino errónea”.

“Fe y razón”, en síntesis

He aquí algunos de los puntos clave de la Encíclica Fides et Ratio

- Fe y razón son como las dos alas del espíritu hacia la verdad.
- El deseo de la verdad pertenece a la naturaleza misma del hombre.
- El núcleo de conocimientos constante en el pensamiento humano es patrimonio espiritual de la
Humanidad.
- Sin la referencia a lo trascendente, el hombre queda a merced del arbitrio.
- Agnosticismo y relativismo: arenas movedizas de un escepticismo general.
- El pluralismo indiferenciado, síntoma de desconfianza en la verdad.
- Si la verdad no es una, única y exclusiva, todo se reduce a opinión.
- Propuestas actuales elevan lo efímero al rango de valor.
- Existe un conocimiento peculiar de la fe, además del propio de la razón.
- En el cristianismo el tiempo tiene una importancia fundamental: en él tiene lugar la salvación del
hombre.
- La verdad expresada en la revelación de Cristo no puede restringirse a un ámbito territorial o
cultural, está abierta a todo como palabra definitivamente válida para dar sentido a la existencia.
Fuera de esta perspectiva, el misterio de la existencia personal resulta un enigma insoluble.
- En la fe, la libertad no sólo está presente sino que es necesaria.

La Verdadera Estrella

- La Revelación cristiana es la verdadera estrella que orienta al hombre que avanza entre los
condicionamientos de la mentalidad inmanentista y las estrecheses de una lógica tecnocrática.
- Hay una profunda e inseparable unidad entre el conocimiento de la razón y el de la fe.
- El Hijo de Dios crucificado es el acontecimiento histórico contra el cual se estrella todo intento de
la mente de construir, sobre argumentaciones solamente humanas, una justificación suficiente del
sentido de la existencia.
- La razón no puede vaciar el misterio de amor que la cruz representa, mientras que ésta puede dar
a la razón la respuesta última que busca.
- En lo más profundo del corazón del hombre está el deseo y la nostalgia de Dios.
- Toda verdad, incluso parcial, si es realmente verdad, debe serlo siempre y para todos.
- El hombre, a veces, evita la verdad, porque teme sus exigencias.
- El testimonio de los mártires evidencia un amor que no necesita argumentos para convencer.
- La razón puede salir del callejón ciego de los mitos y abrirse a la trascendencia.
- La prioridad de la fe no es incompatible con la búsqueda propia de la razón.
- Santo Tomás de Aquino es modelo de pensamiento y modelo del modo correcto de hacer
teología.
- El racionalismo excesivo llevó a un recelo hacia la razón misma y a una desconfianza general,
escéptica y agnóstica.
- Algunos científicos, carentes de toda referencia ética, incurren en el peligro de no poner ya a la
persona en el centro de su interés.
- El hombre vive cada vez más en el miedo.
La fe, ante una razón débil, cae en el grave peligro de ser reducida a mito o superstición.
- A la confianza de la fe debe corresponder la audacia de la razón.
- La Iglesia no propone una filosofía propia ni canoniza una filosofía particular con menoscabo de
otras.
- No es competencia del Magisterio intervenir para colmar las lagunas de un razonamiento
filosófico incompleto; sí, reaccionar cuando tesis filosóficas discutibles amenazan la comprensión
correcta del dato revelado y cuando se difunden teorías falsas y parciales que siembran graves
errores.
- Ninguna forma histórica de filosofía puede legítimamente pretender abarcar toda la verdad.
- Expresión de la nueva tendencia fideísta difundida hoy en el biblicismo que tiende a hacer de la
lectura de la Sagrada Escritura, o de su exégesis, el único punto de referencia para la verdad.
- La Tradición y la Escritura constituyen el depósito sagrado de la Palabra de Dios, confiado a la
Iglesia.
- La verdad no es resultado del consenso, sino de la adecuación del intelecto a la realidad objetiva.

A la luz de la fe

- A la luz de la fe, debo animar a los filósofos, cristianos o no, a confiar en la capacidad de la razón
humana y a no fijarse metas demasiado modestas en su filosofar.
- Es preciso no perder la pasión por la verdad última y el anhelo por su búsqueda, junto con la
audacia de descubrir nuevos rumbos.
- Con sorpresa y pena debo constatar que no pocos teólogos comparten el desinterés por el
estudio de la Filosofía.
- Sólo la verdad y no las diferentes opiniones humanas pueden ayudar a la teología.
- Ante la riqueza de la salvación realizada por Cristo, caen las barreras que separan las diversas
culturas.
- Toda cultura lleva impresa y deja entrever la tensión hacia una plenitud.
- El Evangelio no es contrario a una u otra cultura.
- Se abren nuevos cometidos a la inculturación. Se presentan a nuestra generación problemas
análogos a los que la Iglesia tuvo que afrontar en los primeros siglos.
- La fe, como tal, no es una filosofía, pero hay un modo cristiano de filosofar.
- La fe libera la razón de la presunción, tentación típica a la que los filósofos están fácilmente
sometidos.
- De las verdades de fe derivan determinadas exigencias que la filosofía debe respetar.
- La razón nunca debe dejar de interrogarse, consciente de que no puede erigirse en valor absoluto
y exclusivo.
- El mal no se puede reducir a una cierta deficiencia debida a la materia, sino que es una herida
causada por una manifestación desordenada de la libertad humana.
- El misterio de la Encarnación será siempre el punto de referencia para comprender el enigma de
la existencia humana, del mundo creado y de Dios mismo.
- Preguntarse si todavía tiene sentido plantearse la cuestión del sentido de la vida no hace más que
agudizar esa duda radical, que fácilmente desemboca en escepticismo, indiferencia y nihilismo.
- El fundamento natural de este sentido es la religiosidad constitutiva de toda persona.
- Una filosofía que quisiera negar la posibilidad de un sentido último sería errónea.
- El hombre, aunque culpable de doblez y engaño, es capaz de amores y de comprender la verdad
límpida y pura.
- Un gran reto que tenemos al final de este milenio es el de saber dar el paso, tan necesario como
urgente, del fenómeno al fundamento. No es posible detenerse en la sola experiencia.
- La interpretación de la Palabra de Dios no puede llevarnos de interpretación en interpretación.
- Para una forma correcta de conocimiento es determinante el papel de la tradición.
- Nosotros pertenecemos a la tradición y no podemos disponer de ella como queramos.
- El historicismo niega la validez perenne de la verdad.
- Lo técnicamente realizable no siempre es moralmente admisible.
- Se ha ido afirmando un concepto de democracia que no contempla la referencia a fundamentos
de orden axiológico, y, por tanto, inmutables.
- Las grandes decisiones morales del hombre no pueden subordinarse al voto de mayorías
parlamentarias.
- Una vez que se ha quitado la verdad al hombre (nihilismo), es pura ilusión pretender hacerlo libre.
Verdad y libertad, o van juntos, o juntas perecen.
- Una de las mayores amenazas, en este fin de siglo, es la tentación de la desesperación.
- Creer en la posibilidad de conocer una verdad universalmente válida no es, en modo alguno,
fuente de intolerancia; al contrario, es una condición necesaria para un diálogo auténtico y sincero.
- La verdad se conoce en la Historia, pero supera la Historia misma. La Palabra de Dios no se
dirige sólo a un pueblo y a una época.
- Hacen falta filósofos creyentes, capaces de asumir las esperanzas, nuevas perspectivas y
problemáticas de este momento histórico.
- Deseo agradecer a los teólogos su servicio eclesial y exhortarles a recuperar y subrayar más la
Verdad.

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