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VALORACIÓN CIENTÍFICA Y DOCTRINAL CRISTOLOGIA DE DUQCUOC

El mismo título del libro “ensayo” responde perfectamente al contenido. En general se hacen
afirmaciones y apreciaciones sin aportar, de ordinario, ninguna prueba rigurosa. Nos vamos a fijar
primeramente en el prólogo (escrito posteriormente), pues puede ser un buen reflejo de lo que el
autor ha intentado.

La primera afirmación que sorprende figura en las págs. 13-14: “nos negamos a aceptar como
hipótesis de base las definiciones conciliares, ya que entonces no podríamos construir más que una
teología clásica”. Un poco más arriba se ha afirmado que la doctrina de Santo Tomás no es válida
para el creyente contemporáneo, aunque reconoce que “muchas intuiciones de Santo Tomás en
Cristología siguen siendo una instancia crítica posible”.

Bastarían estas afirmaciones para darnos cuenta de que nos encontramos con una nueva
concepción de la teología, por razón del método que adopta. El autor nunca dice qué entiende por
“Teología”, aunque es constante la crítica a lo que llama unas veces “cristologías clásicas” (pág. 12)
y otras “dogmáticas antiguas” (pág. 11). Acusa “a ciertas teologías de que están muy lejos de tener
una función progresiva” (págs. 11-12), y describe el espíritu de su ensayo como el intento de “abrir
nuevas posibilidades al pensamiento teológico” (pág. 12).

Duquoc pretende hacer teología con lo que él llama un método ascendente; previamente ha
calificado a las teologías clásicas como aquellas que utilizan un método descendente. La diferencia
de ambos métodos radica —según él— en las diferentes circunstancias históricas: fue legítimo —
asegura— el método descendente “en una época que ignoraba la exégesis científica y declaraba
evidente cierta idea de Dios” (pág. 12). “Actualmente —añade— la exégesis obliga a respetar el
testimonio neotestamentario y descubrir en dicho testimonio los indicios de trascendencia que
confesamos a propósito de Jesús” (pág. 125).

Sin afirmarlo expresamente y, por supuesto, sin demostrarlo, da por averiguado que lo que
sea la teología varía con los tiempos. Sin embargo, esto no es más que un intento de sustituir la
teología como ciencia sagrada (que parte de las verdades contenidas en el Depósito de la Revelación
—Escritura y Tradición— custodiado e interpretado de modo autorizado por el Magisterio vivo y
homogéneo de la Iglesia) por las instancias del protestantismo liberal (que parte de la sola
Scriptura interpretada de acuerdo con los resultados —muchas veces hipotéticos— de algunas
ciencias humanas: historia, sociología, psicología, lingüística, etc.). Con semejante “método
teológico” no puede ya extrañar que se obtengan resultados aberrantes en relación con la fe.

Se omite aquí el análisis crítico de las dos primeras partes (I. Los misterios de la vida de Cristo.
II. Los títulos de Cristo), pues ya han sido tratadas convenientemente en la Recensión anterior: nada
nuevo de interés se puede añadir. Nos vamos a fijar en las tres partes restantes del esquema.

1. En el cap.7, La Pasión, se habla —en el primer apartado— de la condena a muerte que recae
sobre Cristo. Duquoc lo encuadra dentro de una mentalidad racionalista, que excluye la decisión
divina como factor determinante. Ni siquiera considera la declaración del Señor en el Huerto de
Getsemaní antes del prendimiento (cfr. Matth. XXVI, 53), cuando afirma que puede rogar al Padre y
vendrán para ayudarle más de doce legiones de ángeles. También son constantes las afirmaciones
(cfr. págs. 284-295, passim) sobre el carácter inexorable de la condena de Cristo, sin que se hable
nunca de la libertad y voluntariedad con que Jesucristo aceptó los sufrimientos de su Pasión y
Muerte. Duquoc interpreta todos estos pasajes del evangelio recurriendo a causas puramente
humanas —psicológicas y sociológicas sobre todo— y nunca habla ni de la Voluntad de Dios que
determina redimir al mundo por la Pasión y Muerte del Verbo Encarnado, ni de la voluntad humana
del alma de Cristo que libremente acepta esa Voluntad divina.

Dentro de este mismo cap. 7, en el apartado segundo (que comienza con una cita de K. Barth),
se habla en parecidos términos, haciendo una exégesis que va desde la insistencia excesiva en el
simbolismo de la Cruz (privándola casi de su realidad histórica) hasta incurrir en los defectos de
la Redaktiongeschichte: “La escena de los ultrajes —se lee en la pág. 300—, reconstruida
evidentemente en virtud de la fe postpascual y de la necesidad de manifestar la realización de las
profecías de la Escritura, tiene su origen ciertamente en un dato histórico”. Como se ve, la
historicidad de los Evangelios queda malparada y los relatos evangélicos se atribuyen a la fe y a las
necesidades de la comunidad primitiva. Planteamientos semejantes fueron ya condenados por S.
Pío X, en la Encíclica Pascendi (DB 2089 y 2090).

El apartado siguiente (págs. 303-314) se dedica íntegramente a las palabras del Salmo XXI que
Cristo dijo en la Cruz. Los intérpretes católicos —siguiendo a los Santos Padres— han tratado de
explicar este misterio del abandono de Cristo partiendo siempre de dos verdades de fe: la unión
hipostática y la visión beatífica inamisible que el alma de Cristo tuvo desde el primer instante de su
existencia. Duquoc, al no partir de esta enseñanza, incurre en imprecisiones y ambigüedades
doctrinales y ha de recurrir a la teología mística (lo cual parece una escapatoria) o incluso a
interpretaciones sociológicas insuficientes e inaceptables. Como muestra de esto último basten
estas palabras: “La agonía de Jesús es la percepción de la injusticia que se comete contra los pobres
y los débiles, contra los que esperan el reino” (pág. 304).

El último apartado de este capítulo lo dedica a una de las verdades que constituyen uno de los
artículos de fe: el descendimiento a los infiernos. Duquoc priva al contenido de este artículo de fe
de su valor real, para reducirlo a un mero valor práctico. Con muchos distingos y subterfugios que
apenas encubren su intención, considera todo este artículo de fe como un “mito”. Desde luego, es
evidente que, si no se quiere aceptar la realidad del alma separada del cuerpo, tampoco se puede
admitir que el alma de Cristo haya bajado —unida a la Divinidad— a los infiernos. Y Duquoc evita
cuidadosamente hablar del alma de Cristo a lo largo de todo el libro.

2. Todo el capítulo ,8 (pág. 333 a 409), titulado Exaltación, está dedicado a estudiar la
Resurrección de Cristo. Interroga el autor, en primer lugar, a las fuentes escriturísticas. Después
recoge una serie de interpretaciones de autores protestantes (Bultmann, Barth, Marxen,
Pannenberg, Moltmann) y por fin emite su opinión. Destaca en todo este capítulo la negativa de
Duquoc a aceptar la Resurrección de Cristo como un milagro o como un misterio, así como la notable
ambigüedad respecto a la realidad histórica del hecho de la Resurrección del Señor. Adolece, en
conjunto, de enfocar el hecho de la Resurrección desde las conocidas hipótesis del protestantismo
liberal y del Modernismo. Desde el momento en que Duquoc no admite la muerte como separación
del alma y del cuerpo, ya no sabe cómo explicar la resurrección de Cristo, que ciertamente fue
gloriosa (en esto insiste con gusto el autor), pero también fue verdadera (unirse de nuevo la misma
alma y el mismo cuerpo). Con actitud acrítica se aceptan como norma todas y cada una de las
hipótesis de la Formgeschichte y de la Redaktiongeschichte: “la crítica de las representaciones —
dice Duquoc— a partir de nuestro saber científico, coincide con los resultados de una sana exégesis.
Los teólogos, sobre todo en el catolicismo, se han detenido en los relatos evangélicos. Se han
olvidado de que Lucas y Juan, al escribir para un ambiente griego, tuvieron que subrayar con energía
el carácter total de la vida del resucitado y oponerse al dualismo inherente a la mentalidad helenista.
La insistencia en la corporeidad del resucitado, por consiguiente, se explicará por el carácter
polémico de estos escritos” (págs. 340-341). Este párrafo es un modelo de afirmaciones no
compatibles con lo que siempre ha enseñado la Iglesia. 1º Se pone el saber científico como norma
de lo que hay que creer. 2º Se llama sana exégesis a lo que, en realidad, proviene del protestantismo
liberal. 3º Dice que son los teólogos quienes lo afirman, cuando en realidad es la doctrina de la
Iglesia en su interpretación infalible de la Escritura. 4º Presenta a los evangelistas como si hubieran
traicionado —eso sí, con buena voluntad— los hechos en función de unas finalidades polémicas,
etc.

3. En el capítulo,9 se enfrenta Duquoc con el misterio de la Redención, y comienza ya


desconfiando de lo que nos dicen los evangelios: “La relectura que los evangelios nos ofrecen de los
acontecimientos de la pasión, encierra un cierto peligro: hace evidente lo que no se vio por ningún
lado. De ese modo caemos en la trampa de una lectura que prescinde del acontecimiento singular
y que rinde tributo a ciertas necesidades metafísicas” (pág. 419). Leídas estas palabras, ya no puede
extrañar que tanto la doctrina sobre el sacrificio, como las de la satisfacción y el mérito le parezcan
a Duquoc puras expresiones metafóricas de las que se debe prescindir y sustituirlas por otras. La
noción de redención que late en estas páginas se acerca, al no hablar nunca del pecado original, al
moralismo de los protestantes liberales (“El profeta que muere dando testimonio”, pág. 421) e
incluso a las conclusiones más extremadas de la llamada teología de la liberación: “La Escritura habla
de 'pecado'. Nosotros preferimos hablar de liberación, sin precisar cuál es el objeto de esa
liberación” (pág. 413).

4. En el capítulo,10, bajo el epígrafe Mesianismo, el autor aborda el estudio sobre el carácter


del mesianismo de Cristo. Dedica, en primer lugar, un breve apartado (págs. 453-462) a la Ascensión
y Pentecostés en el cual reduce a mero género literario la realidad de ambos acontecimientos “En
realidad, el misterio pascual, presentado por el Nuevo Testamento, se despliega de diversas
maneras: victoria sobre la muerte atestiguada en las apariciones, ausencia del resucitado
simbolizada en la ascensión, don del Espíritu, arras de la promesa, significado en Pentecostés” (pág.
459). En el resto del capítulo, presenta un mesianismo de Cristo despojado de su dimensión
trascendente y religiosa y reducido a un ámbito puramente humano, compatible ya con una
liberación preponderantemente terrena y con la doctrina marxista. Duquoc opina que el sentido de
la vida de Cristo es la “lucha por la justicia”. Lo explica así: “Hemos escogido este apelativo (se refiere
al de “lucha por la justicia”), en vez del de reino de Dios, porque, a pesar de su amplitud de sentido,
que no carece de ambigüedad, tiene la ventaja de unificar un deseo que ha brotado del mundo
profano con la promesa profética. El apelativo de “reino de Dios” exige una referencia a la “justicia”
de la tradición profética, y ésta guarda una relación con el deseo que se manifiesta en las luchas
históricas por una sociedad menos inhumana” (pág. 462, nota 10).
5. Habla Duquoc en el capítulo 11 de la Segunda Venida de Cristo bajo el título Parusía. Tal y
como se expresa, el autor no parece creer en la realidad de la Segunda Venida del Señor. Así escribe
en la página 526: “El carácter de acontecimiento que le atribuyen a la parusía las teologías
tradicionales es el resultado de una confusión. Se ha leído cronológicamente lo que tiene que
entenderse, o antropológicamente o existencialmente”. Se comprende que —a la luz de esta
afirmación— reinterprete todos los textos de la Sagrada Escritura referentes a este artículo de Fe
de tal manera que excluye incluso la posibilidad de una profecía.

6. En el último capítulo, el 12, nos ofrece un resumen de la crítica freudiana de la religión, a la


que reconoce elementos válidos para interpretar en qué sentido Cristo dice de sí mismo que es Hijo
de Dios (cfr. págs. 551 y ss., passim). Pasa después a presentarnos las reflexiones de Ricoeur.
Inspirándose en ellas, señala Duquoc que la finalidad del cristianismo es revelar la identidad práctica
entre el hombre y Dios, por medio de la institución de la fraternidad entre el Hijo de Dios y la
humanidad (pág. 551). En las páginas siguientes, se dedica a repetir ideas expuestas anteriormente.
En este capítulo es donde las afirmaciones más peregrinas son sostenidas sin ninguna vacilación.
Nos parece suficiente una muestra: “Jesús no es Hijo a pesar de su condición terrena, sino que es
auténticamente Hijo por no haber rechazado la finitud de nuestra existencia” (pág. 564). Esto
equivale a afirmar que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Hijo, se ha constituido como
tal gracias a la Encarnación.

Como resumen, podemos decir que, para Duquoc, la cristología no es un capítulo de la Teología
(que presupone, por tanto, el tratado De Deo Uno et Trino), sino la continuación de una cierta
antropología en la que no aparece el alma humana como distinta del cuerpo, ni queda clara tampoco
su espiritualidad e inmortalidad. Esto le lleva a que, en Cristología, postule implícitamente una sola
naturaleza divino-humana en Cristo y dos personas (el hombre Jesús y el Verbo). Todo eso es
contrario a la enseñanza del Magisterio de la Iglesia homogéneo, unitario e infaliblemente asistido
por el Espíritu Santo.

Queremos hacer notar finalmente que no se hace ninguna referencia en todo el libro (siendo
la edición española de 1974) a la Declaratio ad fidem tuendam in mysteria Incarnationis et
Sanctissimae Trinitatis a quibusdam recentibus erroribus, de la Sagrada Congregación para la
Doctrina de la Fe, que Pablo VI confirmó el día 21 de febrero de 1972.

L.A.

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