Como acertadamente afirma LASARTE, es evidente que la autonomía privada (también
llamada autonomía contractual) no puede ser contemplada al margen del ordenamiento jurídico –que la reconoce y la protege-, como si fuera una “salvaje libertad” del particular que le permitiese atentar contra las normas establecidas. El principio de la autonomía privada, típico de la época liberal, se ha ido moderando y, en algunos casos reduciendo, como consecuencia de la falta de igualdad al contratar y de la intervención estatal, ya que el contrato no ha de servir para satisfacer simplemente intereses individuales, sino que ha de ser utilizado en beneficio de la comunidad. La libertad contractual, en una situación de desigualdad económica o de poder de decisión puede existir para una de las partes, sometiendo a los dictados de su voluntad a la parte más débil. El impacto de estos fenómenos sociales y político en el ordenamiento jurídico ha dado lugar a que se considere la crisis del principio de la autonomía de la voluntad, con importante presencia de la intervención estatal, en sectores como el contrato de trabajo, los arrendamientos (tanto rústicos como urbanos), la fijación y control del precio de determinados bienes y servicios, sector de seguros, etc. En consecuencia, han aparecido nuevas modalidades contractuales tales como: Los contratos forzosos y los contratos normados (dictados o reglamentados). Los primeros se dan en los supuestos en los que el ordenamiento impone al sujeto la obligación de contratar (son excepcionales). Los segundos, normados, tienen lugar en aquellos casos en que la fijación del contrato queda sustraída a libre configuración que hagan las partes, por lo que es la Ley la que lo determina, o bien es una sola de las partes contratantes quien lo hace, quedando reducida la libertad de contratar (o de no hacerlo) de la contraria. Es por ello por lo que, según LASARTE, la distinción teórica entre contrato forzoso y contrato normado es relativamente clara. En ocasiones, es la Ley la que impone a determinados contratos un contenido típico, inderogable por la voluntad de las partes. De igual modo, se habla de contratos de adhesión cuando una de las partes determina el contenido del contrato; estas relaciones jurídicas son propias de las grandes empresas en sus relaciones con los consumidores (v.g.: contratación de seguros, bancaria, de transportes, etc.), expresión del tráfico mercantil “en serie” o “en masa”, realizado a diario por estas sociedades que, para una mayor agilidad y economía, utilizan cláusulas estandarizadas y tipificadas, que son denominadas condiciones generales de la contratación. La limitación de la autonomía privada (de los particulares), constituye una situación general ante la que los diversos ordenamientos jurídicos reaccionan dispensando una especial protección a la parte económicamente más débil, a través de una pormenorizada reglamentación de las condiciones generales preestablecidas, y puntualizando cuáles han de ser consideradas nulas por suponer un grave quebranto de los principios de buena fe y justo equilibrio entre las contraprestaciones. La Ley de Condiciones Generales de la Contratación (LCGC) de 1998 regula esta materia (con cierta confusión, en opinión de LACRUZ), tratando de evitar los abusos más palmarios. Esta norma es consecuencia del cumplimiento tardío de la transposición de la Directiva 93/13/CEE, del Consejo de 5 de abril, sobre cláusulas abusivas en los contratos celebrados con consumidores. Esta ley viene a representar como una suerte de parte general para los contratos en masa, con la particularidad de que no sólo se refiere a los requisitos de celebración de los contratos, sino también al contenido de los mismos. La Ley ha pretendido diferenciar lo que son cláusulas abusivas de lo que son condiciones generales de la contratación, estableciéndose que es cláusula abusiva la que, en contra de las exigencias de la buena fe, causa en detrimento del consumidor un desequilibrio importante e injustificado en las obligaciones contractuales. En el ámbito subjetivo, la LCGC tiene un alcance general al no proteger tan sólo los intereses de los consumidores y usuarios, sino también los de cualquiera que contrate con una persona que utilice condiciones generales en su actividad contractual. Su régimen jurídico se compone de tres tipos de normas: a) Control de incorporación: Se trata de garantizar que realmente exista consentimiento contractual respecto de las condiciones generales, de tal manera que, si falta el consentimiento (porque no se ha proporcionado su texto, o se ha hecho de manera ilegible, o con una letra tan pequeña que no se han podido conocer), la condición no pasará a forma parte del contenido contractual. b) Reglas de interpretación : Contenidas en el art. 6.1 por el que “cuando exista contradicción entre las condiciones generales y las condiciones particulares específicamente previstas para ese contrato, prevalecerán éstas sobre aquéllas, salvo que las condiciones generales resulten más beneficiosas para el adherente que las condiciones particulares”. c) Control del contenido: Cuando se trata de contratos celebrados con consumidores, las cláusulas que hayan quedado válidamente incorporadas al contrato son válidas si no son consideradas abusivas.