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EL PODER CONSTITUYENTE
El concepto del poder constituyente es incomprensible sin conectarlo con otras ideas
fuerza liberales, como las del pacto social, la soberanía popular o nacional, la
democracia representativa y la de la necesidad de limitar jurídicamente el poder
político.
Los colonos redactaron los célebres convenants, que fijaban las normas con
arreglo a las cuales la Colonia se regía. Se partió de dos criterios relevantes:
Hay numerosos puntos básicos comunes entre estas dos raíces históricas de la
doctrina del Poder constituyente por los siguientes:
1) las ideas de Rousseau sobre el contrato social y sus tesis, de que siendo el
pueblo soberano sólo debe obedecerse a sí mismo.
2) la concepción norteamericana del poder constituyente influyó en la
Revolución francesa.
A la tradición europea hay que reconocerle aportación algunas sombras por la forma
en que las Asambleas constituyentes han operado con frecuencia, como Asambleas
parlamentarias ordinarias, dificultando percibir la distinción entre Poder constituyente y
poder legislativo constituido, porque durante el largo período de tiempo siglo XIX,
diversas naciones europeas las monarquías constitucionales juegan con la idea de un
poder constituyente compartido por el Rey y los representantes de la Nación, la
Constitución no acaba de ser un instrumento jurídico efectivo de limitación del poder.
Esta problema desapareció.
b) Por ser el poder constituyente idea de soberanía del pueblo y previo a cualquier
otro poder constituido, es un poder originario y autónomo de cualquier poder
constituido.
La ciencia del Derecho sólo parcialmente nos puede dar respuesta a los
interrogantes que se suscitan en torno al Poder constituyente.
2.- Una segunda paradoja aporta, la teoría del Poder constituyente y es que éste
es por esencia un poder creador de un orden, si parte de una ruptura plena con el
sistema anterior, es un poder huérfano, ausente de organización propia y aun de
reglas de funcionamiento.
Ello era explicable en los siglos XVIII y XIX, pero hoy en día en las democracias
auténticas, los fenómenos revolucionarios deben contemplarse como fenómenos
abiertamente antijurídicos y no legitimables desde nuestra cultura cívica en un Estado
de Derecho democrático no cabe el derecho a la rebelión.
Las monarquías absolutas, las guerras de religión, los modernos Estaos totalitarios
de derechas o de izquierdas, nos han mostrado cómo la inclinación a alcanzar la
“justicia” o la “verdad” por la fuerza ha sido una constante en la Historia de la
humanidad, que ha arrojado un saldo francamente negativo.
Hay razones que desaconsejan al jurista ser neutral ante la posibilidad de que
emerja, en una democracia el Poder constituyente en forma de insurrección violenta.
En los modernos Estados de Derecho, como el que nos proporciona a los españoles
la Constitución de 1978, los excesos de los poderes constituidos están en unos casos
evitados y, en otros, previstos como una posibilidad real, frente a la que se instauran los
mecanismos de sanción y reposición, bien del pleno disfrute por las personas y grupos
de los derechos y libertades de que fuesen titulares y se les hubieran violado, bien de la
plena vigencia del orden constitucional y de sus valores, con cuanto ello comporta.
Hay autores que afirman como De Otto si hay un poder constituyente del que el
pueblos es titular, éste puede actuar al margen de lo dispuesto en la Constitución,
reformándola también al margen del procedimiento de reforma que la Constitución
prevea, si una situación de profunda crisis condujera a la alteración del
ordenamiento constitucional por vías democráticas pero anticonstitucionales nadie
negaría la validez de la nueva Constitución. En la época constitucional hoy son muy
discutibles, pues permiten legitimar la actuación por vías revolucionaria,
impacientes políticos partidarios de tomar el atajo inconstitucional.
En España esta etapa política, las tres constituciones que presiden el período,
las de 1837,1845 y 1876 no prevén la existencia de un poder constituyente
derivativo. La concepción de la soberanía por los doctrinarios, como
compartida por las Cortes y por la Corona, dejaba en la práctica en manos
del entendimiento entre ambas instituciones el poder de reforma de la Lex
normarum. Desde la perspectiva actual es claro que la no previsión explícita
de un poder constituyente derivativo dificultó el tránsito inevitable desde una
Monarquía constitucional a una parlamentaria, con el consiguiente
mantenimiento del Rey a la cabeza del Ejecutivo y, al tiempo, como árbitro
de la alternancia política en un sistema de sufragio adulterado, lo que
desencadenó el desprestigio de las instituciones y el golpe de 1923, con las
secuelas por todos conocidas.
Aunque sabemos que la teoría de la revolución puede justificar en casos límite el que el
poder constituyente originario haga tabla rasa de la Constitución precedente y
establezca un nuevo régimen político sobre otras premisas jurídico fundamentales, tal
sistema de progreso en la Historia constitucional de un pueblo no deja de ser tanto
bárbaro. Hoy la legitimidad democrática del pueblo no se confronta con otras fuentes
de legitimidad porque la única comúnmente asumida en las sociedades democráticas de
nuestro tiempo es precisamente la que cuenta con el consentimiento de la población.