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LA ALQUIMIA DEMOCRÁTICA.

CIUDADANOS Y PROCEDIMIENTOS REPRESENTATIVOS EN BOLIVIA,


1825-1879. UNA REFLEXIÓN CONCEPTUAL SOBRE LA DEMOCRACIA1

Autora: MARTA IRUROZQUI (GEA, IH-CSIC).

INDICE

Introducción 3

Conceptualización contextual de la democracia. 5

Sujetos: ¿quiénes deciden? 23

Procedimientos: ¿cómo se decide? 35

Conclusiones 48

Bibliografía secundaria citada 51

1
Este texto se inscribe en el proyecto de investigación I+D HAR2010-17850. Se trata de una
versión ampliada del artículo “La alquimia democrática. Ciudadanos y procedimientos
representativos en Bolivia, 1825-1879”, publicado en la Revista Histórica XXXII/2, (Lima), 2008, pp.
34-71. Sobre anteriores trabajos sobre el tema que completan la etapa cronológica trabajada
véase Irurozqui, Marta, "Democracia" en el siglo XIX. Ideales y experimentaciones políticas: el caso
boliviano (1880-1899)". Revista de Indias 219, (Madrid), 2000, pp. 395-419.
2
Introducción

Al contrario de lo sucedido en Europa, donde la democracia como único principio


de gobierno quedó fuera de un desarrollo técnico definitivo hasta después de la II Guerra
Mundial2, en la América hispana sí apareció consagrada como tal en los primeros textos
constitucionales3, siendo constante objeto de debate público su caracterización y
desarrollo. Sin embargo ello ha sido minusvalorado o negado en virtud de argumentos
evolucionistas, anglocentristas y ahistóricos que comenzaron a ser desmontados en la
década de 1990 gracias a la renovación historiográfica de lo político4. Acorde a ese sentir,
este texto versa sobre los procesos de democratización del poder y de democratización
de la sociedad desarrollados con la fundación republicana de Bolivia en 1825, haciendo
hincapié en la influencia que tuvo en ellos el constitucionalismo gaditano y la experiencia
independentista. Se remite a esta experiencia democrática decimonónica debido a que su
desarrollo –al igual que el de mayoría de países latinoamericanos5- contiene un conjunto
de precoces experimentaciones representativas y participativas fundamentales en el
proceso de modernidad política6, cuyo conocimiento puede ayudar a revelar y

2
García de Enterría, Eduardo, La lengua de los derechos. La formación del Derecho Público
europeo tras la Revolución Francesa. Madrid: Alianza Universidad, 1995, pp. 135.
3
En el caso boliviano desde la primera constitución se suceden las denominaciones de gobierno:
“popular representativo” (1826, 1831, 1839, 1843, 1851), “republicano popular representativo”
(1834), “forma representativa” (1861), “popular, representativo y democrático” (1868), “república
democrático representativa” (1871, 1878, 1880, 1938, 1945, 1947 (Trigo, Ciro Félix, Las
Constituciones de Bolivia, Madrid: Instituto de Estudios Políticos, 1958).
4
Ejemplo de ello son los volúmenes colectivos: Annino, Antonio, Luis Castro Leiva y François-
Xavier Guerra, De los Imperios a las naciones: Iberoamérica. Zaragoza: Ibercaja, 1994; Annino,
Antonio (coord.): Historia de las elecciones en Iberoamérica. Siglo XIX: Buenos Aires, FCE, 1995;
Malamud, Carlos, Marisa González y Marta. Irurozqui: Partidos políticos y elecciones en América
Latina y la Península Ibérica, 1830-1930. Madrid: IUOYG, 1995, 2 vols.; Sábato, Hilda (ed.):
Ciudadanía política y formación de las naciones. Perspectivas históricas en América Latina,
México: FCE, 1998; Posada-Carbó, Eduardo (ed.): Elections before Democracy. The History of
Elections in Europe and Latin America. Londres: ILAS, 1996; Malamud, Carlos (ed.), Legitimidad,
representación y alternancia en España y América Latina. Reformas electorales 1880-1930,
México: CM-FCE, 2000; Sábato, Hilda y Alberto Lettieri (comps.), La vida política en la Argentina
del siglo XIX. Armas, votos y voces. Buenos Aires: FCE, 2003; Colom, Francisco (ed.), Relatos de
nación. La construcción de las identidades nacionales en el mundo hispánico, Madrid-Frankfurt:
Iberoamericana-Vervuert, 2005; Malamud, Carlos y Carlos Dardé (eds.), Violencia y legitimidad.
Política y revoluciones en España y América Latina, 1840-1910, Santander: Universidad de
Cantabria, 2004; Irurozqui, Marta (ed.), La mirada esquiva. Reflexiones sobre las interacciones
entre el Estado y la ciudadanía en los Andes, siglo XIX, Madrid: CSIC, 2005.
5
Textos pioneros sobre el tema: Valenzuela, Samuel, Democratización vía reforma: la expansión del
sufragio en Chile. Buenos Aires: Ed. del Ides, 1985; Forment, Carlos, Democracy in Latin America,
1760-1900. Civic Selfhood and Public Life in Mexico and Peru. Chicago: Chicago University Press,
2003.
6
Sábato, Hilda, “La reacción de América: la construcción de las repúblicas en el siglo XIX”, en
3
problematizar a nivel general por qué la democracia se entiende actualmente más como el
imperio del Estado de derecho –en su sentido más formal7- que como el triunfo de la
soberanía popular. Repensar esa transformación no sólo implica revalorar la importancia
de los movimientos sociales en la resignificación de lo público, sino también discutir los
actuales procesos de atrofia de la democracia y de deflación de la ciudadanía, resultado
de reducir a la primera a un procedimiento electoral en el que sólo importa votar, en vez
de debatir lo que se vota, de asimilar a la segunda a la nacionalidad y de transformarla en
un mero conjunto de sufragantes8.
Con la intención de discutir la afirmación de que el voto ocasional legitima un
sistema político democrático y, por tanto, abordar la experiencia democrática boliviana y
su proceso de experimentación democrática, en este texto se va a analizar su desarrollo
histórico teniendo en cuenta dos componentes del mismo: sujetos y procedimientos9. Se
defenderá que, aunque durante las primeras décadas del siglo XIX actuaron los
mecanismos institucionalizados –elecciones y partidos- que canalizan la participación
popular en un régimen representativo, el carácter revolucionario e inestable de la situación
postindependencia y la pervivencia de una matriz republicana en la definición nacional
favorecieron que cobrasen mayor relevancia tanto los fenómenos de la movilización
popular, como un tipo de metas, procedimientos y prácticas que inciden en la dimensión
participativa de la democracia. Para facilitar la exposición de estos temas, este texto se
divide en tres partes. En la primera se desarrolla una conceptualización contextual y

Roger Chartier y Antonio Feros (dirs.), Europa, América y el mundo: tiempos históricos. Madrid:
Fundación Carolina-Fundación Rafael del Pino-Marcial Pons, 2006, pp. 264-265 y 279; Annino,
Antonio, “Imperio, Constitución y diversidad en la América hispana”. Ayer, 70/2 (2008), pp. 26-29..
7
Una aproximación en español a la discusión sobre la consideración formal o sustantiva del
Estado de derecho, así como algunas posturas de los representantes de las mismas en Carbonell,
Miguel, Wistano Orozco y Rodolfo Vázquez (coords.): Estado de derecho. Concepto, fundamentos
y democratización en América Latina. México: ITAM-CM-UNAM, 2002.
8
Interesantes críticas al respecto en: Touraine, Alain, ¿Qué es la democracia? Madrid: Temas de
Hoy, 1994; Rosanvallon, Pierre, Por una historia conceptual de lo político. México: FCE, 2002, pp.
21; Arteta, Aurelio, “Tópicos contra la ciudadanía”, en Arteta, Aurelio (ed.), El saber del ciudadano.
Las nociones capitales de la democracia. Madrid: Alianza Editorial, 2008, pp. 23-28; Peña, Javier,
“La democracia en su historia”, en Arteta (ed.), El saber, pp. 59-60; Held, David, Modelos de
democracia. Madrid: Alianza Editorial, 1996, pp. 219-225; Villaverde Rico, María José, La ilusión
republicana. Ideales y mitos. Madrid: Tecnos, 2008; de Francisco, A., Ciudadanía y democracia.
Un enfoque republicano: Madrid: Ed. Catarata, 2007; Fuentes, Juan Francisco y Javier Fernández
Sebastián, “El lenguaje de la democracia. ¿Crisis conceptual o crisis del sistema?”. Revista de
Occidente, 322 (Madrid), 2008, pp. 5-56.
9
Otros dos componentes serían: las instituciones y las políticas gubernamentales. Las primeras
organizaron los procesos de creación de normas y decisiones, influyeron sobre las creencias,
acciones y expectativas de los ciudadanos o condicionaron la distribución del poder. Las
segundas estuvieron homogeneizadas a partir de tres principios: el logro de la concordia interna, la
formulación de una economía política y la resolución de los conflictos internacionales. Sobre ello
consúltese Peralta, Víctor y Marta Irurozqui, Por la concordia, la fusión y el unitarismo. Estado y
caudillismo en Bolivia, 1826-1880. Madrid: CSIC, 2000, pp. 33-138.
4
propositiva de la democracia que, además de implicar precisiones acerca de las nociones
de democracia clásica y sistema representativo, democracia pacífica y democracia
armada, ciudadanía cívica y ciudadanía civil, ciudadano armado, patriota o revolución,
conlleva una relectura de la categoría de modernidad. Mientras en la segunda parte se
identifica a los sujetos del proceso político, en la tercera se desarrollan los procedimientos
que emplearon para ejercer como pueblo soberano.
Si bien el protagonista de este trabajo es el devenir políticosocial boliviano desde
1825 a 1879, el objetivo general es más amplio. Se trata de presentar el ejemplo boliviano
como un caso a partir del que reflexionar de un modo global sobre el discurrir democrático
en Occidente, dejando de lado tanto las interpretaciones jerárquicas en virtud del peso
internacional, pasado y actual, de una región o un país, como los prejuicios culturales que
presuponen superioridades culturales en el desarrollo político nacional. Dada la
naturaleza conceptual y reflexiva de la propuesta, gran parte de las notas no hacen
referencia a documentación concreta, sino a textos, propios o ajenos, en donde ésta se ha
trabajado en extenso, pudiéndose comprobar en ellos cómo los conceptos políticos
utilizados han sido historizados10.

2. Conceptualización contextual de la democracia.

El abordaje de las condiciones materiales e institucionales del proceso democrático


10
Se entiende por historizar la reconstrucción temporal de un concepto teniendo en cuenta cómo éste
fue entendido, asumido, interpretado o aplicado y cómo varió ese proceso en virtud de las
circunstancias sociales, económicas y culturales en las que estaban inmersos los sujetos objeto del
mismo. Solo así pueden dejarse de lado los anacronismos y proyecciones ideológicas desde el
presente y, en consecuencia, conocer en qué consistía y qué significaba una noción en un
determinado estadio temporal. Como nuestra propia construcción y afirmación identitarias
desvaloriza, resta sentido, torna en incomprensibles e, incluso, invalida acciones del pasado, el
esfuerzo de historizar por parte del observador científico que contempla el aprendizaje democrático
está referido a la acción de recrear, explicar y hacer inteligible en categorías presentes la multiforme
percepción de la sociedad pasada acerca del sistema político con el que se estructuraba. El resultado
de esta actuación son relatos verosímiles, nunca verdaderos, a través de los que el historiador, en
tanto sujeto cognoscente implicado en su propio decorado de representaciones y distanciado del
objeto de estudio, sólo puede ofrecer “conocimiento interpretativo de las significaciones colectivas
pretérritas”. Con esta perspectiva analítica se refuerza el potencial de la Historia, en tanto mirada
capaz de examinar un fenómeno en términos de los significados que los participantes le adherían,
para recuperar desde el presente a éstos como sujetos de la misma no como objetos de ésta,
quedando así subrayado el valor de la experiencia del sujeto en la construcción del conocimiento
histórico (La frase entre comillas pertenece a Izquierdo, Jesús, El rostro de la comunidad. La
identidad del campesino en la Castilla del Antiguo Régimen. Madrid: CAM, 2001, p. 750. Sobre el
debate del oficio del historiador véase: Pablo Sánchez León y Jesús Izquierdo (comp.), Clásicos
de historia social de España. Una selección crítica. Valencia, 2000, pp. 7-53).
5
boliviano requiere tres precisiones conceptuales. Primera, se asume el término
democracia –gobierno del demos- como una noción gradual, procesual y contextual,
historizada e historizable, con significados y contenidos inestables, variados y complejos.
Al no existir una definición que sea indiferente al tiempo, aunque haya un núcleo común
de significado que justifique la aplicación del mismo término en momentos históricos
distintos, éste está cargado de valoraciones ideológicas que hacen inevitable que se
produzcan discrepancias acerca de cuál es la verdadera democracia o la democracia
ideal. Su situación de “historia activa” impide que sea un régimen que pueda establecerse
del todo y una vez por todas simplemente con voluntarismos nominales y con la entrada
en vigor de una Constitución. La dimensión de “tarea inacabable” hace que la democracia
sólo puede comprenderse adecuadamente atendiéndose al contexto histórico de su
aparición y transformación, a cómo fue entendida a través del tiempo, a los consiguientes
intentos de ponerla en práctica y a los desarrollos resultantes de dicha acción11.
Segunda, un concepto como la democracia no puede resolverse imponiéndole una
única normatividad y solución a las que todo el mundo tendría que adecuarse, ya que el
resultado de esa operación sólo conduce a la formalización de un fenómeno y no a una
comprensión de la complejidad y de la versatilidad del mismo. De ahí que se le asuma
como resultado de un proceso de retroalimentación siempre en marcha e inconcluso entre
la dimensión prescriptiva o ideal, el deber ser, y la descriptiva o práctica, ser12. Por la
primera se entiende no sólo la formalidad discursiva o saber teórico atemporal, sino también
el contenido y márgenes de acción que le daban los contemporáneos para garantizar una
aplicación idónea de la misma en virtud del entendimiento y uso que hacían desde las
fuentes de autoridad. En la segunda se incluyen las reacciones y aportaciones públicas de
los individuos que ejercitaban, padecían o les era negaba la democracia y de los poderes
que la potenciaban, usufructuaban o limitaban. Tal interacción nos muestra un escenario
político complejo en el que los ingredientes formales y prácticos de la democracia se
debatían, transformaban y consensuaban mediante un juego de intercambios entre la
población en el que mediaban sus experiencias, expectativas y exigencias con las premisas
institucionales, grupales y personales de los órganos de poder.
Tercera, si bien la catalogación de un régimen democrático como tal está sujeta al
tiempo y a las exigencias contextuales, se pueden distinguir dos sistemas que respetando
el principio del “gobierno del pueblo” implican maneras diferentes de materializar su

11
Held, Modelos, pp. 340-347.; Arteta, “Tópicos”, pp. 26-27; Peña, “La democracia”, pp. 59-63.
12
Giovanni Sartori, Teoría de la Democracia. 1. El Debate Contemporáneo. Tomo I. Madrid:
Alianza Universidad, 1995; Held, Modelos; Maurice Duverger, Instituciones políticas y derecho
constitucional. Barcelona: Ed. Ariel, 1970.

6
soberanía: la democracia clásica y la democracia representativa. El primero hace
referencia a una forma de vida en la que los ciudadanos participan en el autogobierno y la
autorregulación del mismo y no renuncian a la totalidad del poder, sino sólo a aquella
porción necesaria para mantener el buen orden. El segundo es una forma de gobierno en
la que el pueblo deja de ejercer el poder, aunque sea su fundamento, siendo funcionarios
electos a través de comicios periódicos los que asumen la representación de sus
intereses y/u opiniones en el marco del imperio de la ley13. De ambos sistemas, el que fue
establecido constitucionalmente tras la fundación nacional boliviana fue el segundo. Sin
embargo, en esta aseveración hay que introducir dos precisiones.
En primer lugar solo debe de entenderse en términos nominales, ya que a lo largo
del siglo XIX existió una interacción constante y conflictiva entre ambos sistemas que hizo
que la forma representativa contuviese mayores grados de autonomía y fiscalización de
los gobernados respecto a los gobernantes de lo que se asume hoy día14. Esto sucedía
porque se mantuvo una concepción de la soberanía no abstracta, sino físicamente
distribuida entre los cuerpos territoriales y/o sujetos nacionales que conllevó un retraso en la
interiorización de la distinción básica del sistema representativo entre titularidad y ejercicio
de la soberanía15. El no acatamiento de tal distinción en ese momento. Implicaba que los
pueblos se sentían titulares originarios de la soberanía y por lo tanto autorizados en todo
momento a reapropiársela. Consecuencia de ello fue una modalidad democrática no limitada
al voto, que no cedía a los partidos la total intermediación en la sociedad y el Estado y que
reconocía el recurso del pueblo a la revolución en caso de violación del texto constitucional.
En este último caso los sublevados se asumían la mayoría del país y como tal apelaban al
derecho de resistencia del pueblo frente al despotismo para restaurar por la fuerza un
orden legal pervertido por el abuso de autoridad. Como la soberanía residía en la nación
inalienable e imprescriptible y su ejercicio era delegado a los poderes públicos, ésta, en

13
Manin, Bernard, Los principios del gobierno representativo. Madrid: Alianza Editorial, 1997, pp. 15-
16, 118, 201, 214-15, 236 y 242; Pizzorno, Antonio, “I sistemi rappresentativi: crisi y corruzioni”. En
Parolechiave, 5 (1994), p. 69; Vargas-Machuca, Ramón, “Representación”. En Arteta (ed), El
saber, pp. 145-177; Peña, “La democracia”, pp. 72-75; Pitkin, Hanna, El concepto de
representación. Madrid: CEPC, 1985. Una última e interesante aportación al tema Sierra, María,
María Antonia Peña y Rafael Zurita, Elegidos y elegibles. La representación parlamentaria en la
cultura del liberalismo. Madrid: Marcial Pons, 2010.
14
De hecho el actual movimiento español del 15M del 2011 o de Los Indignados aboga, entre otras
demandas, por una resignificación de la democracia que otorgue a la sociedad mayor control en
las decisiones políticas y que a través de ello favorezca que las instituciones públicas desarrollen
mayor acción de control y de autonomía frente a la presión de los mercados.
15
Para el caso peruano véase la precisión que hace al respecto Gabriela Chiaramonti: “La
redefinición de los actores y de la geografía política en el Perú a finales del siglo XIX”. Historia 42,
(Santiago de Chile), 2006, pp. 329-370; “De marchas y contramarchas: apuntes sobre la
institución municipal en el Perú (1812-1861). Araucaria 9/18, (Sevilla), 2007, pp. 150-179).
7
tanto pueblo, podía volverlos a asumir extraordinariamente y constituirlos de nuevo a
través del derecho de revolución y de la formación de asambleas constituyentes,
inmediatamente reunidas después del triunfo. De esa manera, la mayoría electoral podía
deslindarse de su voto a través de un hecho revolucionario legítimo y abrir un nuevo
proceso electivo, esta vez mediante un ejercicio de la ciudadanía armada destinado a
impedir la supeditación de la voluntad popular a los dictados de un caudillo y la
confiscación de sus derechos. Sobre este tema se insistirá más adelante.
En segundo lugar si bien domina el tópico referente a que la representación se
eligió por entenderse como una forma política nueva capaz de evitar el “gobierno
despótico de masas” cuya irracionalidad ponía en peligro el orden social y económico, en
este texto se defiende un argumento ajeno a “discriminaciones de clase”. El sistema
representativo fue un instrumento técnico cuya finalidad fue asegurar la gobernabilidad de
una república fundada tras un proceso bélico de revolución en el mundo hispánico. Éste
no sólo había convertido a la Audiencia de Charcas por quince años en un campo de
batalla entre distintas fuerzas –autoridades virreinales/poderes locales, realistas
peruanos/independentistas bonarenses, constitucionalistas españoles/ absolutistas
criollos, guerrillas locales/ejército de línea virreinal-, sino que también había originado una
fragmentación de la soberanía y dado lugar a experiencias constitucionales que
posibilitaron una ciudadanía universal masculina y una municipalización del poder16.
Acabado el conflicto, se imponía desmilitarizar a la sociedad y reconducir el proceso de
atomización territorial. Un régimen de democracia directa no hubiera sido el más
conveniente debido a que su desarrollo habría ahondado la dinámica de fragmentación
del poder y de localización de la autoridad a causa de los autogobiernos municipales. De
ahí que en la republica boliviana la soberanía popular se regulara a través de dos
fórmulas: por una parte, la delegación del gobierno en un grupo escogido de ciudadanos
atentos al interés general que tamizasen la opinión pública; y, de otra, la limitación o

16
Guerra, François-Xavier, Modernidad e independencias. Ensayos sobre las revoluciones
hispánicas, México: FCE-MAPFRE, 1992; Rodríguez O., Jaime E., La independencia de la América
española. México: FCE, 1996, p. 14; Rodríguez O., Jaime E., (coord.), Revolución, Independencia y
las nuevas naciones de América. Madrid: Fundación Mapfre Tavera, 2005; Annino, Antonio,
“Soberanías en lucha”. En Annino, Leiva y Guerra (comps.), De los imperios a las naciones, pp.
229-257; Annino, Antonio, “Cádiz y la revolución territorial de los pueblos mexicanos 1812-1821”.
En Annino (coord.), Historia, pp. 177-226; Chust, Manuel, La cuestión nacional americana en las
Cortes de Cádiz. Valencia y México: FIHS-UNAM, 1999; Marchena, Juan, “La Constitución de
Cádiz y el ocaso del sistema español en América”. En Constitución de la Monarquía Española, v.
II, Sevilla: 2000; Clavero, Bartolomé, “Cádiz como constitución”. En Constitución, v. II; Marta
Irurozqui y Víctor Peralta Ruiz, "Los países andinos. La conformación política y social de las nuevas
repúblicas (1810-1834)". En López-Cordón, M. Victoria (coord.), La España de Fernando VII. La
posición europea y la emancipación americana. Historia de España de Menéndez Pidal, tomo
XXXII-II. Madrid: Espasa Calpe, 2001, pp. 463-520.
8
moderación del poder político por un conjunto de mecanismos que establecieran los
frenos y contrapesos necesarios y recogidos en la Constitución. El régimen representativo
implicaba una “delegación activa” de la soberanía que buscaba un futuro equilibrio entre la
igualdad de consentimiento y la igualdad de poder. Éste resultaba posible en la medida
que actuaba una concepción de la ciudadanía regida por el principio de autodesarrollo
moral propio del republicanismo, cuyo repertorio participativo no se agotaba en la
actividad electoral y partidaria. Abarcaba también tanto actividades de acción directa
sobre el gobierno -el asociacionismo, campañas de opinión pública, manifestaciones de
protesta y otras formas de movilización-, como figuras de acción estatal -soldado de
milicias, trabajador productivo, contribuyente. ¿Qué concepción de la ciudadanía permitía
esto y a qué concepción de la ciudadanía daba ello lugar?
En términos generales, la ciudadanía posee una naturaleza multidimensional, ya que
simultáneamente puede actuar como un concepto y una relación legales entre Estados e
individuos, un estatuto de pertenencia de las personas y los grupos a un Estado-nación, un
ideal político igualitario o una referencia normativa para lealtades colectivas. En términos
más concretos, tal multiplicidad puede sintetizarse en la comprensión de la ciudadanía como
una práctica y como un estatus. Es decir, por un lado, denota una forma de participación
activa en los asuntos públicos; por otro, implica una relación de pertenencia individual con
una determinada comunidad política, convirtiéndose, así, en un principio constitutivo propio
de cada comunidad política que determina quién constituye ésta, quién pertenece a la
misma y quién no. La ciudadanía es, por tanto, mucho más que un estatus formal
jurídicamente establecido: es la cualidad de un miembro de la comunidad política, pero
también es un vínculo de identidad y sobre todo, un título de poder que genera existencia
social. De lo anterior se desprende que la ciudadanía no es un principio universalista, sino
diferenciador. Funciona como un factor discriminatorio de inclusión/exclusión y, a su vez,
como un dispositivo corporativista, combinación de los “privilegios que un individuo posee”
y de su dependencia comunitaria. Y esto no significa que la ciudadanía se forjase para
sostener, desde lo jurídico, formas variadas de desigualdad de clase y de etnia, sino que
su carácter integrador es cuestionable dada su naturaleza comunitaria. Recoge principios y
exigencias universales que, sin embargo, se aplican en un ámbito y en condiciones
particulares. Es decir, la ciudadanía es también un instrumento de exclusión. Al estar
definida como pertenencia a una comunidad, tal condición conlleva excluir hacia fuera y
proteger con privilegios hacia dentro, siendo más fuerte esa tendencia cuanto mayor y
más exigente sea el componente identitario.
La compatibilidad de la ciudadanía con prácticas excluyentes, con un ideal de

9
igualdad formal y con actividades más amplias que el voto conduce a tres afirmaciones.
Primera, fue esa naturaleza excluyente la que históricamente dio valor social a la
ciudadanía y la que la convirtió en un objeto de deseo social. Segunda, la obtención de la
ciudadanía exigió acciones públicas y políticas por parte de quienes la deseaban, siendo el
ejercicio de la ciudadanía el creador de ciudadanos. Y, tercera, la ciudadanía no pudo
crecer y adquirir prestancia pública y política sin su constante demanda. Tal actitud estuvo
favorecida por el hecho de que el ocasional incumplimiento de lo normativo por parte del
Estado o la sociedad no impidió su permanencia como referente fundamental para iniciar
desde él cualquier proceso de reconquista legal. Las tres afirmaciones muestran que la
ciudadanía posee un triple movimiento: exclusión-acción-inclusión. La exclusión no puede
eliminarse como tendencia porque está implícita en el principio de comunidad, pero puede
combatirse, corregirse y transformarse mediante la acción individual y colectiva dando lugar
a un proceso inclusivo nunca inconcluso que provoca una revisión constante de la
naturaleza de la igualdad entre más de dos sujetos. Ello obliga a recordar el carácter
contingente de la ciudadanía y a interpretarla como un producto histórico de luchas
políticas y públicas, en vez de asumirla como algo graciosamente otorgado producto de
un progreso lineal y teleológico. En consecuencia, la noción de ciudadanía remite a un
estado social de aceptación y reconocimiento públicos y de integración territorial que en
tanto práctica implicaba una constante iniciativa particular de intervención, participación y
gestión de lo público. Tales actos se ejercitaban tanto bajo el amparo de las leyes, como
mediante la vulneración de las mismas, ya que el quiebre de la exclusión mediante la acción
provenía de una combinación de las medidas institucionales con las iniciativas sociales de
carácter subversivo17.
La doble condición de estatus y de práctica política de la ciudadanía en un contexto
de sufragio restringido18 incidió en el modo en que históricamente fueron interactuando los
dos componentes jurídico-formales de esta institución: los deberes y derechos legalmente
reconocidos de la población de un Estado nacional. La primacía de uno u otro elemento a la
hora de definir la consistencia de la figura del ciudadano remite a una tipología: ciudadanía
cívica y ciudadanía civil. Si bien ésta puede resultar artificiosa ya que no se dio en la época
una formalización legal de la misma, su elaboración, al definir una suerte de espíritu de

17
Un amplio desarrollo de lo aquí expuesto en: Irurozqui, Marta, A bala, piedra y palo, La construcción
de la ciudadanía política en Bolivia, 1825-1952. Sevilla: Diputación de Sevilla, 2000; Irurozqui, Marta,
La ciudadanía en debate en América Latina. Discusiones historiográficas y una propuesta teórica
sobre el valor público de la infracción electoral, Lima: IEP, 2005, pp. 33-75; Irurozqui, Marta, “El
espejismo de la exclusión. Reflexiones conceptuales acerca de la ciudadanía y el sufragio
censitario a partir del caso boliviano”. Ayer 70/2 (Madrid), 2008, pp. 62 y 68.
18
El sufragio restringido estuvo vigente legalmente hasta la Constitución de 1953.
10
ciudadanía en términos de lógicas de inclusión-exclusión, ayuda a replantear la naturaleza y
sentido del sufragio capacitado y con ello a reevaluar la incidencia social de sus requisitos.
Como hasta la revolución de 1952 en Bolivia estuvo vigente con escasas modificaciones
coyunturales este tipo de sufragio, la hegemonía de una y otra tipología o espíritu
ciudadanos marcó la interpretación práctica y local de la normativa legal y, por tanto, definió
el diseño ideal del ciudadano y justificó lo que podía ser y hacer el gobierno, la ley y la
sociedad en general. De ahí que, con el fin de distinguir y caracterizar los valores y
valoraciones que conformaron el ámbito en el que la población podía ser reconocida y
autorreconocerse como ciudadana, a continuación se expongan escuetamente las
características que rigieron cada tipología.
El dominio de los deberes dio lugar a la ciudadanía cívica, caracterizada por el
lenguaje republicano del bien común, la acción pública, el autogobierno y la deliberación
permanente. Tal modalidad ciudadana estaba constituida por sujetos colectivamente
comprometidos con su medio, cuyos derechos procedían del libre e individual ejercicio de las
obligaciones comunitarias. Durante la hegemonía de la ciudadanía cívica la conversión de
los miembros del pueblo soberano en ciudadanos dependió de criterios como los de
patriotismo, cooperación, servicio o utilidad a la nación. Mientras éstos estuvieron asociados
a los valores comunitarios del bien común, la conversión del sujeto en ciudadano se articuló
en torno al principio de vecindad. Al ser ésta una pauta de catalogación local y adscripción
socioterritorial, sujetos de ciudadanía fueron todos aquellos individuos que sirviesen a la
comunidad de manera reconocida por ésta y que al hacerlo expresasen virtudes cívicas en
favor de la patria, siendo buen ejemplo de ello las figuras del trabajador productivo, el
contribuyente (o tributario) y el vecino armado. En contrapartida, la primacía de derechos
individuales –en concreto de los derechos civiles- conformó a la ciudadanía civil, mucho más
cercana al pensamiento liberal conservador. Esta segunda modalidad de ciudadanía estaba
integrada por consumidores o detentadores exclusivos de derechos, quienes para su disfrute
no estaban obligados al cumplimiento de “cargas” colectivas o a la demostración de méritos
comunitarios, sino sólo al respeto de la ley. En torno a la década de 1870 y de 1880, en un
contexto internacional de jerarquización racial legitimada por la ciencia positivista, comenzó
a darse la sustitución de la primacía del reconocimiento local y del refrendo comunitario
característica de la ciudadanía cívica por la supremacía de derechos de la ciudadanía civil,
siendo este proceso públicamente traducido en un mayor esfuerzo gubernamental en exigir
y garantizar un estricto cumplimiento de los requisitos ciudadanos. Ahora, el control en la
determinación de si un sujeto era o no ciudadano ya no se situaba en la demostración local
por parte del aspirante de utilidad, cooperación y compromiso patrióticos, sino que dependía

11
de su grado de civilización en términos de homogeneidad cultural, siendo individuos ajenos a
los que se querían ciudadanizar quienes debían estimarlo19.
El peso del proceso independentista y las referencias políticoculturales de la época
favorecieron un universo político y constitucional anclado en una comprensión de la
ciudadanía ligada a parámetros sociales estructurados bajo las nociones de localidad,
cooperación y prestigio. Resultado de ello fue la tipificación de la democracia en la época
en dos modalidades: democracia pacífica y la democracia armada20. La primera estaba
referida a las transformaciones del orden político por parte de la sociedad a través de los
comicios populares, las asociaciones, la prensa o los escritos de petición. La segunda
hacía mención al poder marcial desplegado por el pueblo cuando la ley en tanto expresión
de su voluntad soberana era vulnerada. El recurso a la fuerza por parte de la población
era, por tanto, un derecho y un deber constitucionales a ejercerse únicamente como
remedio extremo: cuando los mecanismos asociados a la democracia pacífica no
impedían o neutralizaban los abusos de poder ni tampoco aseguraban la responsabilidad
de los gobernantes respecto a sus representados. Este empleo cívico de la violencia se
diferenciaba, así, de otros usos de la misma en el hecho de que respondía a las vías
legítimas que establecía el Derecho para combatir las infracciones a la Constitución y la
tiranía de parte de ese gobierno21. De ahí que las revoluciones, rebeliones, asonadas o
golpes de Estado fueran lideradas y protagonizadas tanto por civiles como por militares en
connivencia; de manera que, por un lado, hubo presidencias civiles gracias al apoyo de los
jefes militares, y, por otro, motines de cuartel liderados o capitalizados por civiles para
lograr un cambio de gobierno. En todo caso, lo más sobresaliente era que fuesen quienes

19
Irurozqui, Marta, "De cómo el vecino hizo al ciudadano en Charcas y de cómo el ciudadano
conservó al vecino en Bolivia, 1808-1830”. En Jaime Rodríguez (ed.), Revoluciones,
Independencia y las nuevas naciones de América. Madrid: Fundación Maphre-Tavera, 2005, pp,
451-484; Irurozqui, La ciudadanía en debate.
20
Causa Nacional. Número extraordinario. Artículos que contienen algunos datos para nuestra
historia contemporánea. Sucre: Tip. Pedro España, 1863, pp. 5 y 7; “Elecciones”. La Concordia.
19 de marzo de 1861; Ladislao Cabrera, Juicio crítico para las próximas elecciones, La Paz: Imp.
Del Vapor, 1862.
21
Textos colectivos sobre violencia política: Posada-Carbó, Eduardo (ed), Wars, Parties and
Nationalism. Essays on the Politics and Society of Nineteenth-Century Latin America. London:
ILAS, 1995; Earle, Rebecca (ed), Rumors of Wars. Civil Conflicts in nineteenth-Century Latin
America. London: ILAS, 2000; Dunkerley, James (ed.), Studies in the Formation of the Nation
State in Latin America. London: ILAS, 2002; Escobar, Antonio y Romana Falcón (coords.), Los
ejes de la disputa. Movimientos sociales y actores colectivos en América Latina, siglo XIX.
Frankfurt: Cuadernos de AHILA, 2002; Sánchez, Gonzalo y Eric Lair (eds.), “De la necesidad de
pensar la violencia colectiva: el caso de los países andinos”. Bulletin de l’Institut Francais d’Etudes
Andinos, 29/3 (Lima), 2003; Sábato y Lettieri (comps.), La vida política; Malamud y Dardé (eds.),
Violencia; Méndez, Cecilia, Dossier Populismo militar y etnicidad en los Andes, Iconos. Revista de
Ciencias Sociales, 26, (Quito) 2006; Irurozqui, Marta (coord.), Violencia política en América Latina,
siglo XIX. Dossier Revista de Indias 246 (Madrid), 2009.
12
fuesen los jefes y participantes de una revolución, éstos solían someterse a las reglas del
sistema representativo recogidas en la Constitución. Tras el triunfo, el gobierno provisional
estaba obligado a organizar una asamblea constituyente que convocase elecciones para
el nuevo periodo presidencial, lográndose con ello una convivencia armónica y
retroalimentada entre la democracia pacífica y la democracia armada.
La historiografía bolivianista, en particular, y americanista, en general, ha ignorado
o desatendido esa concepción compleja y dual de la democracia22, entendiendo el
empleo cívico de la violencia como resultado solo de luchas personalistas entre facciones
de caudillos23. Esta lectura no solo ha implicado hacer presa a Bolivia del caudillismo, sino
también considerar a éste un fenómeno desestabilizador de la vida pública y ajeno a una
plataforma política institucionalizada24. Consecuencia de ello ha sido la reducción de la
vida política boliviana a un espacio dominado por militares sediciosos y codiciosos, en el
que los pocos gobiernos civiles que existieron, como el de Linares o Frías pertenecientes
al Partido Rojo, fueron débiles frente a las maniobras castrenses porque las elites mineras
no participaron del gobierno, pese a que éste apoyaba “ideas librecambistas y una
moneda fuerte”. Solo después del desastre de la Guerra del Pacífico (1879-1883) tuvo
lugar “el fin de la era de los caudillos y el comienzo de una estructura parlamentaria
moderna, con una participación política limitada y dominada por civiles”25. Esa imagen
tópica ha sido desmentida por otros estudios. Por un lado, éstos lo han hecho mediante
argumentaciones que subrayaban que una de las principales funciones de los militares
fue la de “mediar en las relaciones internas del bloque civil dominante”, viniendo el desafío
al poder no tanto del ejército como de un populismo belcista reformulado por personajes
como Casimiro Corral, Belisario Antezana o Julio Méndez26. Aunque éste conllevó una
alianza civil-militar, estuvo liderado por el primer sector a fin de lograr una nueva política
partidaria. Por otro, han argumentado que los primeros gobiernos bolivianos desarrollaron
un programa institucional a través de una triple fórmula: la formulación de una economía

22
Esa tendencia comenzó a revertirse en la década de 1990, siendo los textos recogidos en
diferentes notas como la anterior ejemplos notables de ello. De todos modos sigue pendiente
incorporar de modo más amplio a los estudios de naturaleza social el componente político, público
o cívico.
23
Aranzaes, Nicanor, Las revoluciones en Bolivia. La Paz: Ed. Juventud, 1992, pp. 245-267;
Alcázar, Moisés, Páginas de sangre, La Paz: Ed. Juventud, 1988, pp. 119-149; Gutiérrez, Alberto,
El Melgarejismo antes y después de Melgarejo, La Paz, Ediciones Camarlinghi, 1975.
24
Recuérdese la conocida tipología de Alcides Arguedas sobre caudillos letrados y bárbaros
(Historia general de Bolivia. El proceso de la nacionalidad, 1809-1921, La Paz: Arnó. Hermanos,
1922, pp. 84-136 y 251-329.
25
Klein, Herbert, Historia general de Bolivia, La Paz: Ed. Juventud, 1988, pp. 182-188.
26
Dunkerley, James, Orígenes del poder militar en Bolivia. Historia del ejército 1879-1935, La Paz:
Ed. Quipus, 1987, pp. 23 y 26.
13
política proteccionista; la activación y resolución de conflictos internacionales, en especial
con el Perú; y la pacificación del cuerpo político de la nación a través de los principios de
“concordia, fusión y unitarismo”27. A ello se ha sumado una lectura de las dos últimas
décadas del XIX que muestra el mantenimiento de las alianzas civiles-militares en clave
constitucional, estribando la diferencia con el periodo anterior en el asentamiento de un
discurso antimilitarista y anticaudillista que, además de apuntalar los esfuerzos
antipretorianos ya desarrollados por las presidencias precedentes, habría sido acuñado
por éstas, sobre todo a partir de la década de 186028. Pese a estas investigaciones, el
peso del discurso del caudillismo, como un principio de desgobierno asociado a una
naturalizada tradición militarista, se mantiene todavía en el relato histórico y, sobre todo,
en la percepción popular y cotidiana del devenir nacional.
Dicho lo anterior, este texto busca reformular el significado de la militarización de la
sociedad y de la vida política a partir de establecer la importancia/necesidad del ejercicio
de la violencia política en el desarrollo de la democracia y en la salvaguarda
constitucional. Se quiere alertar de, primero, la falacia de asociar desarrollo político con
desarrollo económico, de la vinculación causal entre democracia y este último y de la
tendencia a hacer invisible para la Historia todo lo que resulta invisible para la
Economía29; segundo, lo ahistórico de establecer paralelismos entre el militarismo
decimonónico y los regímenes militares golpistas del siglo XX y naturalizar, en
consecuencia, la violencia en la vida política boliviana como rasgo idiosincrásico asociado
a una herencia autoritaria española y la imposibilidad del liberalismo en la región; y,
tercero, lo erróneo de juzgar las primeras décadas de vida republicana como la época del
triunfo del poder marcial solo porque los militares actuasen en la vida pública30. Para
ofrecer una alternativa interpretativa se recurre al principio de ciudadanía armada: el
ejercicio de la violencia por parte de la población para participar, gestionar y transformar el
ámbito público siempre y cuando la ley constitucional hubiese sido vulnerada o corriera
peligro de serlo.
Existen dos concepciones básicas del ciudadano armado. Por un lado, la militarista
o pretoriana, unida a la acción profesional de los ejércitos de línea, que remitía al
cesarismo militar. Sólo podían ser considerados ciudadanos armados los militares

27
Peralta, Víctor y Marta Irurozqui, Por la Concordia, la Fusión y el Unitarismo. Estado y caudillismo
en Bolivia, 1825-1880. Madrid: CSIC, 2000.
28
Irurozqui, Marta, La armonía de las desigualdades. Elites y conflictos de poder en Bolivia. Cuzco:
CBC-CSIC, 1994.
29
Lipset, L.M., “Some Social Requisites of Democracy: Economic Develpment and Political
Legitimacy”, en American Political Science Review. 53, 1992, pp. 597-611.
30
Sobre una amplia reflexión historiográfica consúltese Irurozqui, La ciudadanía en debate.
14
sublevados que gracias a defender un orden originario vulnerado se convertían en los
depositarios de las garantías del pueblo. Si bien en un inicio, bajo la concepción de que la
salvación de la patria era una responsabilidad colectiva, todos los individuos debían
convertirse en ciudadanos armados, de acuerdo con el principio de libertad sólo fueron
reconocidos así los jefes militares responsables de una asonada y no los soldados
reclutados en el ejército mediante levas. Por otro, la popular, asociada a la acción de la
población civil. Eran ciudadanos armados todos los pobladores prestos a tomar las armas
en defensa de la libertad, estableciéndose una diferencia entre aquellos que estaban
encuadrados en unas instituciones determinadas, firmemente jerarquizadas -las guardias
nacionales, las milicias o las sociedades secretas- que dirigían sus movimientos y
contenían el desorden y los desbordes violentos, y aquellos otros que de manera
espontánea se armaban para la defensa accidental y coyuntural de sus derechos.
Con el uso de la categoría de ciudadano armado se pretende evitar la asimilación
de la violencia política con el caos, el desorden, la irracionalidad y la ausencia de normas
o de formas sociales, su vinculación a una sociedad corrupta o imperfecta o su reducción
a un mero instrumento de la construcción del monopolio estatal de la fuerza. A partir de la
premisa de que la violencia está presente en toda sociedad, que es un modo de acción
social y que actúa como un instrumento de la política, se quiere insistir en su carácter
fundador de órdenes sociales y de nuevas identidades públicas, acelerador o modificador
de la dinámica social y de los sistemas sociales y favorecedor de la cohesión social. Esto
sucede debido a que genera acciones relacionales que, al forzar la modificación de un
comportamiento público, provocan una constante interacción social ligada
inexorablemente al problema del poder31. En tal sentido, no se olvide que este texto se
basa en un entendimiento de la política y de su naturaleza en términos de distribución y
ejercicio colectivo del poder, asumiéndola como un espacio para el ejercicio, la conservación
o la contestación de/a éste.
A través de la figura del ciudadano armado la separación entre espacio militar y
civil deja de ser nítida en términos políticos. Dos son las razones aquí esgrimidas
relacionadas ambas con el pasado y la experiencia independentista y con la tradición
republicana de bien común y de servicio a la patria. En primer lugar, el origen de la
República de Bolivia en un hecho violento como fue una guerra de independencia -

31
Nieburg, H.L., Political Violence. The Behavioral Process. New York: St. Martin’s Press, 1969, p.
13; Maffesoli, Michel, La violence fondatrice. París: Ed. Champ Urbain, 1978, Braud, Phillip,
Violencias políticas, Madrid: Alianza Editorial, 2004; Irurozqui, “Presentación “.Violencia política,
pp. 9-16.
15
primero de los virreinatos del Perú y del Río de La Plata, y más tarde de España32-
entrañó el entronizamiento de la fuerza armada como solución política. Desde la represión
de las Juntas de La Plata y La Paz en 1810 por el ejército de Goyeneche y a causa del
enfrentamiento entre las fuerzas del virreinato del Perú y de la Junta de Buenos Aires se
impuso un régimen marcial en la Audiencia de Charcas que implicó una reducción de las
potestades gobernadoras de los oidores y una militarización de los puestos de la
Administración. Terminada la contienda con el triunfo armado del general Antonio de
Sucre, los militares responsables de los ejércitos regulares y montoneras ocuparon
legítimamente puestos de gobierno no solo porque habían ejercido cargos semejantes
durante la fase bélica, sino también porque su actuación en la misma les autorizaba a
continuar al frente de la nueva nación. Pero que su trayectoria armada favoreciese que
desempeñasen cargos de autoridad no significaba que lo hicieran en calidad de militares.
Al igual que el resto de la población, estaban sometidos a las reglas de un sistema
representativo33, y obligados a la defensa del mismo, por lo que la ocupación de un cargo
público no implicaba un gobierno militar34. Tampoco debe olvidarse que las dificultades
para establecer un ejército profesional y los frecuentes conflictos que se fueron dando
desde el nacimiento de la República tornaron en oficiales a muchos vecinos notables, por
lo que en la biografía de la mayoría de diputados o altos cargos públicos constaba algún
grado y actuación militares35, no haciendo ello que su gestión política se interpretase
como la realizada por un soldado. Todo lo mencionado no era contrario a que dichos
personajes recurriesen al capital armado del que disponían –compañeros de armas,
batallones militares, fuerzas auxiliares, etc.- para alcanzar preeminencia política o para
favorecer a miembros de su red política.

32
Roca, José Luis, 1809. La revolución de la Audiencia de Charcas en Chuquisaca y en La Paz, La
Paz: Plural, 1998, pp. 192-226; Irurozqui, Marta, "Del “Acta de los Doctores” al “Plan de Gobierno”.
Las Juntas en la Audiencia de Charcas (1808-1810)”, en Manuel Chust (ed.), 1808: la eclosión
juntera en el mundo hispano. México: FCE, 2007, pp. 192-226; Soux, Maria Luisa, “El proceso de
independencia en El Alto Perú y la crisis institucional: el caso de Oruro”. En Calderón, Mª Teresa y
Clement Thibaud (coords.), Las revoluciones en el mundo atlántico. Madrid: Taurus, 2007, pp.
189-212.
33
Desde 1839 los soldados y militares de baja graduación no podían sufragar, aunque sí podían
hacerlo y también presentarse a representantes los de alta graduación (Ley de Reforma Electoral
1840. Sucre, Imp. del Congreso, 1839, arts. 1-10 y 20-22.) algo que tampoco fue prohibido por la
Lay Electoral de 1883. Desarrollado en Irurozqui, A bala, piedra y palo, pp. 202-204.
34
Cuando Sucre expuso a la asamblea su plan provisional de gobierno, dijo que mientras ésta no
acordara lo pertinente continuaría el gobierno militar ejercido por la “primera autoridad del ejército
Libertador”, el cual “respetará la resolución de esta asamblea con tal de que ella conserve el
orden, la unión y la concentración de poder” declarándose por otra parte nulos los actos en que se
mezcle el poder militar (Trigo, Las constituciones, pp. XX).
35
Revísese la trayectoria de los implicados en las rebeliones tratadas en el Diccionario Histórico de
Bolivia (coordinado por Joseph Barnadas). Sucre: Los Amigos del Libro, 2002, 2 vols.
16
En segundo lugar, la naturaleza bélica de la fundación de la República hacía que
ésta se asentase en dos nociones: patriota y revolución. Ello remitía a una autoconciencia
racional y normativa de la guerra asociada al amor a la patria y, por tanto, a la defensa de
la nación y de la soberanía mediante el uso de la fuerza. De un lado, el término patriota
aludía al ciudadano-soldado de la tradición republicana clásica. Designaba a aquel sujeto
capaz de sacrificar su interés particular en aras del bien común. Ello se expresaba en una
vigilancia permanente de los asuntos públicos, ya que la mejor manera de proteger las
libertades de la comunidad consistía en la defensa de la patria y de la constitución. Era
deseable que esa tarea fuera ejercida por todos, ya que una ciudadanía alerta y
militarizada -“buenas armas”- hacía más fácil la materialización de un orden legal –
“buenas leyes”36. De otro, el concepto de revolución no informaba únicamente de un
cambio de régimen a partir de un hecho violento y, por tanto, no se entendía solo como el
logro de un orden político novedoso creado sobre fundamentos enteramente nuevos a
través de una voluntad política resuelta o como un “fenómeno imparable e inevitable,
determinado por las leyes de la naturaleza y de la historia y por el constante avance de la
humanidad hacia la perfección”. Significaba ante todo el regreso al orden instaurado con
el proceso independentista, constituyendo esa operación un acto político que no implicaba
un cambio social, aunque pudiera producirse a consecuencia de lo primero37. De manera

36
Sobre el patriota armado véase Macías, Flavia, “Ciudadanía armada, identidad nacional y estado
provincial Tucumán, 1854-1870”, en Hilda Sábato y Alberto Lettieri (comps.), La vida política en la
Argentina del siglo XIX. Armas, votos y voces. Buenos Aires: FCE, 2003, 153-172; Bravo, Maria
Celia,”La política armada en el norte argentino. El proceso de renovación de la elite política
tucumana (1852-1862)”, en Sábato y Lettieri, La vida política, pp. 248-259; Mallon, Florencia, “De
ciudadano a otro. Resistencia nacional, formación del Estado y visiones campesinas sobre la nación
en Junín”, Revista Andina 23, (Cuzco), 1994, pp. 7-78; Chust, Manuel, “Armed Citizens. The Civic
Militia in the Origins of the Mexican National State”, en Rodríguez O., Jaime E. (ed.), The Divine
Charter. Constitucionalism and Liberalism in Nineteenth-Centur. México: Oxford, Rowman and
Littlefield Publishers, 2005, pp. 235-254; Méndez, Cecilia, The Plebeian Republic. The Huanta
Rebellion and the Making of the Peruvian State, 1820-1850. Durham y Londres: Duke University
Press, 2005; Sábato, Hilda, Buenos Aires en armas. La revolución de 1880. Buenos Aires: Siglo
XXI, 2008, pp. 94-114; Thibaud, Clément, “Definiendo el sujeto de la soberanía: repúblicas y
guerra en la Nueva Granada y Venezuela 1808-1820”, en Manuel Chust y Juan Marchena (eds.),
Las armas de la nación. Independencia y ciudadanía en Hispanoamérica (1750-1850. Madrid-
Franckfurt: Iberoamericana-Vervuert, 2008, pp. 185-224.
37
Mc Evoy, Carmen, “Forjando la nación: usos y abusos del paradigma republicano”, en Carmen
Mc Evoy, Forjando la nación. Ensayos de Historia republicana. Lima: PUCP-The University of the
South, 1999, pp. 189-247; Thibaud, Clement, Repúblicas en armas. Los ejércitos bolivarianos en
la Guerra de Independencia en Colombia y Venezuela. Bogotá: Planeta-IFEA, 2003; Alda, Sonia,
“El derecho de elección y de insurrección en Centroamérica. Las revoluciones como medio de
garantizar elecciones libres, 1838-1872”, en Malamud y Dardé (eds.), Violencia y legitimidad. pp.
115-142; Sábato, Hilda, “Resistir la imposición”: revolución, ciudadanía y República en la
Argentina de 1880”. Revista de Indias 246, (Madrid), 2009, p. 160; Annino, Antonio, Conferencia
“Reflexiones sobre la caída del imperio español”, Madrid, CSIC, 25 de febrero, 2011; García de
Enterría, La lengua de los derechos, pp. 18-24; Peyrou, Florencia, “¿Voto o barricada? Ciudadanía
17
que, ante el abuso del poder que amenazara lo logrado, el pueblo tenía el derecho y la
obligación cívicos de hacer uso de la fuerza. Solo así podría restaurar las libertades
perdidas y el orden impuesto con la emancipación que presumiblemente habían sido
violados por un déspota. Como la “ruptura absoluta de una situación dada y aurora de una
soñada humanidad“ se había producido a través de las armas con la independencia de
Charcas de España, la vuelta a un orden primigenio y fundacional se concebía de dos
maneras no siempre compatibles: como una restauración y como una regeneración.
Aunque las dos aludían al restablecimiento del espíritu independentista, en la primera
primaba el principio de conservación y en la segunda el de corrección. Esto último
implicaba la introducción o la eliminación de elementos y medidas que, aunque no se
consideraban contrarios al orden independiente, sí podían obrar en su contra tanto por
contener un exceso de modernidad política como por su defecto38.
Asimismo tales variaciones de contenido iban acompañadas de la pregunta a cerca
de quiénes eran los actores del hecho revolucionario. Como la emancipación había sido
resultado de la acción colectiva del pueblo americano contra el opresor español, eran
esos patriotas americanos, con independencia de que formaran o no parte del ejército
nacional, quienes estaban obligados a la conservación de sus logros. De ahí que el
artículo 12 y la adenda final de la Constitución de 1826, relativa a que “las autoridades
civiles y militares de la República, los tribunales, las corporaciones y todos los bolivianos
de cualquier clase y dignidad guardarán y harán guardar, observar y cumplir en todas sus
partes la Constitución inserta como ley fundamental de la República de Bolivia”39, pudiera
leerse en la época como un llamado a las armas. Bajo el derecho a la resistencia del
pueblo frente al despotismo, éste podía reimplantar por la fuerza un orden originario que
había sido pervertido por los gobernantes. Ello suponía que el empleo público de la fuerza
armada, además de recaer en un ejército permanente, también lo hacía en la población,
de ahí que se previera constitucionalmente su organización en milicias civiles40. Este
sistema había funcionado durante la etapa española, contribuyendo a un compromiso con
el espacio local41 que más tarde se tradujo en nacional. A partir de la Constitución de

y revolución en el movimiento demo-republicano del periodo de Isabel II”, en Ayer 70/2, (Madrid),
2008, pp, 186 y 194.
38
El episodio violento que mejor refleja la contraposición de ambos términos fue el fin de la
Confederación Perú-Boliviana en 1839 y la batalla de Ingavi en 1841.
39
Trigo, Las constituciones. Constitución de 1826, p. 199.
40
Sobre otros contextos nacionales se remite como ejemplos a los artículos contenidos en el libro
Chust, y Marchena (eds.), Las armas de la nación o a los textos citados en las nota 27 y 28.
41
Barragán, Rossana, “Españoles patricios y españoles europeos. Conflictos intraelites e
identidades en la ciudad de La Paz en vísperas de la independencia 1770-1809”, en: Walter,
Charles (comp.): Entre la retórica y la insurgencia: las ideas y los movimientos en los Andes, Siglo
18
1831 se estableció la formación de guardias nacionales42, cuyas especificidades
organizativas debían desarrollarse en reglamentos independientes. Sujetas a autoridades
civiles o autoridades políticas43, estaban formadas por artesanos, comerciantes y
empleados de la Administración. Su misión residía en conservar el orden público local y,
aunque en casos extremos actuaban como una reserva de contendientes para el ejército
de línea, eran un cuerpo “vinculado al funcionamiento burocrático del Estado y de los
municipios, así como a las actividades productivas y comerciales de las ciudades y
pueblos de la provincia”.
Hubo guardias nacionales activas y pasivas. Las primeras estaban constituidas
solo por aquellos que cumpliesen los requisitos de ciudadanía y se organizaban en
“cuerpos de caballería, infantería y artillería de las capitales de departamentos y de
provincias”. Dependían del prefecto y, además de poder usar banderas y estandartes,
estaban sujetas a un tolerante régimen disciplinario que iba acompañado de un salario
que el Estado pagaba de acuerdo al tiempo de asistencia y de instrucción recibidos por
los milicianos, quienes debían acudir a sus formaciones a determinadas horas del día, los
fines de semana o los feriados. A las segundas pertenecían aquellos que no ostentaban la
condición plena de ciudadano. Bajo la autoridad de los gobernadores, constituían
“compañías sueltas de infantería y caballería organizadas en cantones”44. .No podían
llevar estandarte y por la participación en ellas de la población india podrían considerarse
como un antecedente de los ejércitos auxiliares indígenas45 que desplegaron su fuerza en
la segunda mitad del siglo XIX46. Aunque las guardias nacionales constituían un referente
organizativo para la población civil, su existencia no era contraria a que ésta pudiera
armarse con independencia a ellas. La precautelación de la libertad de la nación por parte
de todos los bolivianos aparecía en artículos constitucionales como el 11º perteneciente a
la Constitución de 1831, en el que se establecía la obligación de todo boliviano de

XVIII. Cuzco: CBC, 1996, pp.113-172; Choque, Roberto, Situación social y económica de los
revolucionarios del 16 de julio de 1809. Tesis de Licenciatura.Universidad Mayor de San Andrés,
La Paz, 1979.
42
Antes de 1831 junto al ejército de línea solo se preveía un resguardo militar cuya principal
función debía ser impedir el comercio clandestino, cuya organización y constitución debía
detallarse en un reglamento especial. Trigo, Las constituciones. Arts. 141-144., pp. 196-197.
Constitución de 1831, art. 142, p. 221; Constitución de 1834, art. 144, p. 245.
43
La autoridad civil o política queda claramente y por primera vez consignada en al art. 140 de la
Constitución de 1839, reapareciendo en los mismos términos en el art. 324 de la Constitución de
1861 y en el art. 89 de la Constitución de. 1868 (Trigo, Las constituciones, pp. 270, 324 y 340).
44
Quintana Taborga, Juan R., Soldados y ciudadanos. Un estudio crítico sobre el servicio militar
obligatorio en Bolivia. La Paz: PIEB, 1998, pp. 18-23.
45
Sobre la reticencia a que los indios organizasen sus propios ejércitos véase para el periodo
independentista Demélas, Marie Danielle, Nacimiento de la guerra de guerrilla. El diario de José
santos Vargas (1814-1825). Lima, IFEA-Plural, 2007.
46
Irurozqui, La ciudadanía, pp. 285-320.
19
“sacrificar sus bienes y su vida misma cuando lo exija la salud de la República”47, siendo
en la Constituciones de 1861 y 1871 donde más claramente figuraba la obligación armada
de la población: si el artículo 17 de la Constitución de 1861 señalaba que “todo boliviano
está obligado a armarse en defensa de la patria y la Constitución”, en el artículo 29 de la
de 1871 se afirmaba que “todo ciudadano tiene el derecho de tener un arma para
defender el orden público y las instituciones”48.
Estas declaraciones constitucionales, además de cuestionar el monopolio estatal
de la violencia al dar a la sociedad un papel fundamental en su ejercicio, revelaban
también una dicotomía entre el ejército y el pueblo que quedó materializada en la práctica
en los dos tipos básicos de ciudadanía armada ya mencionados. Si bien el recurso de la
fuerza por parte de la sociedad era un deber y un derecho constitucionales, no todo acto
de fuerza gozaba del refrendo legal. Mientras el artículo 167 de la Constitución de 1834
indicaba que “cualquiera que atentare por vías de hecho contra la Constitución o contra el
Jefe de la Administración de la República es traidor, infame y muerto civilmente”49, el
artículo 20 de la Constitución de 1861 mantenía que “el pueblo no delibera ni gobierna,
sino por medio de sus representantes y de las autoridades creadas por la Constitución.
Toda fuerza armada o reunión de personas que se atribuya los derechos del pueblo,
comete delito de sedición”50. En lo relativo al proceso de institucionalización del Estado,
ambos artículos informaban del difícil equilibrio entre libertad y orden público y de la
necesidad de separar los ámbitos de actuación de los militares y de los civiles y de
delimitar sus funciones respecto a la defensa de la patria. En este proceso, que requería
el disciplinamiento gubernamental de aquellos que podían ejercer la violencia, el ejército y
el pueblo, se pueden distinguir dos fases de configuración de la ciudadanía armada que
corresponden con los dos artículos constitucionales citados.
La primera fase informaba de la deslegitimación de la ciudadanía armada
militarista. Tras la batalla de Ingavi (1841) decreció el riesgo de guerras territoriales, con
lo que se impusieron dos acciones complementarias: primera, profesionalizar al ejército y
convertirlo constitucionalmente en una fuerza “obediente” y “no deliberante” a través del
Código Militar de 1843 y la Ley de 1844 de José de Ballivián y la Ley Militar de 1875 de
Tomas Frías51; y, segunda, eliminar la amenaza de los pronunciamientos facciosos y los

47
Trigo, Las constituciones, p. 203.
48
Trigo, Las constituciones, p. 347.
49
Trigo, Las constituciones, p. 247.
50
Trigo, Las constituciones, p. 312. El artículo citado se convierte en el 27 en la Constitución de
1868, p. 330; en el 35 en la Constitución de 1871, p. 348; y en el 38 en la Constitución de 1880,
p. 397.
51
Quintana Taborga, Soldados y ciudadanos, pp. 19-26.
20
gobiernos erigidos a partir del monopolio particular de las armas. En esa acción “por vías
de hecho contra la Constitución o contra el Jefe de la Administración de la República”
resultaría imprescindible la participación armada de la población, quedando gracias a su
actuación confirmada como la única ciudadanía armada posible la ciudadanía armada
popular. Con su intervención no se invalidaba a lo militar, sino a lo militar que desde una
posición de gobierno abusaba del texto constitucional52. La segunda fase consistió en el
desarme de los civiles. No se trataba de eliminar la figura del ciudadano armado como
referente de patriotismo, sino de restar al pueblo espacio de gestión política, ya que ante
todo éste gobernaba “por medio de sus representantes y de las autoridades creadas por
la Constitución”. El recurso al que se recurrió para desmantelar su potencial armado fue la
ley. A través del delito de sedición se quiso reducir la autonomía popular presente en el
ciudadano armado, siendo el ejército constitucional el que se debía encargar de impedir
que cualquier “reunión de personas” se atribuyera “los derechos del pueblo”. En este caso
el problema residió en el grado de sumisión del ejército al Estado, ya que esta “fuerza
armada” con la excusa de evitar sediciones instauró en ocasiones un pretorianismo
encubierto que dejó abierto el camino a nuevas sediciones.
Las conceptualizaciones mencionadas permiten adentrarse en un universo público en
el que el ejercicio de la violencia generó una conexión entre el pueblo y la ciudadanía y entre
éstos y la política, quedando superpuestas las figuras del “pueblo en armas” y del
“ciudadano en armas” y establecido un vínculo directo entre ambos actores y el texto
constitucional. Ello abrió a lo largo del siglo XIX un amplio debate acerca de cómo se
articulaba la conducta violenta con la construcción nacional y quiénes controlaban,
regulaban o materializaban su ejercicio. Tal discusión también implicó la progresiva
hegemonía de la democracia pacífica sobre la democracia armada. Consecuencia directa de
ello fue la tendencia de reducir las capacidades soberanas de la población. Si bien ya estaba
vigente el sistema representativo, se buscó limitar todavía más las posibilidades populares
de autogobierno y de autorregulación de éste mediante su renuncia a la totalidad del poder
a favor del sistema partidario, actuando éste de sustituto unilateral de la guerra. Todo este
complejo e irregular proceso de desarrollo nacional y de remodelación del aparato estatal,
que comenzó tras la crisis de 1808 con la sustitución de la providencia divina por el pueblo
soberano y con el cambio de titularidad en el poder, ha dado como resultado en América
Latina, en general, y en Bolivia, en particular: a una ciudadanía definida desde
presupuestos fuertemente inclusivos, a una sociedad civil altamente politizada y a un
52
Este caso lo ilustra el episodio de la Matanza de Yáñez (1862). Véase Irurozqui, Marta, "Muerte
en el Loreto. Violencia política y ciudadanía armada en Bolivia (1861-1862)", en Revista de Indias
246, 2009, pp. 137-158.
21
exceso de experimentación democrática a partir del debate sobre el modelo de Estado y
las competencias institucionales de los sujetos políticos.
Sin embargo, para algunos investigadores lo anterior habría derivado en un serio
obstáculo para la gobernabilidad de las repúblicas nacientes. Argumentan que la
supervivencia de la fragmentación y diversidad de los órdenes existentes y la consiguiente
falta de uniformidad étnica, normativa e institucional habría hecho que los países recién
emancipados no satisficieran los requisitos de “modernidad”, impidiéndose en gran
medida la construcción de Estados modernos y estables en América Latina. Esta
aseveración se basa en un modelo sobre la modernidad que parte de una presunción
acerca de cómo debería producirse la inserción del individuo en la sociedad y del tipo de
gobierno que debería erigirse sobre dicha relación53. Establece tres presupuestos
interrelacionados: primero, la centralidad del “individualismo” -entendiendo al sujeto como
átomo independiente y sin valorar los vínculos sociales- en la conformación de las
sociedades modernas y sus sistemas políticos; segundo, una relación entre el individuo y
la sociedad que desestima las mediaciones identitarias al presentarlas como
incompatibles con una identidad más abarcadora, de tipo nacional, y que no atiende a la
coexistencia no excluyente/no incompatible de la confluencia de identidades y lealtades
en un mismo sujeto; y, tercero, la construcción de un entramado institucional, basado en
el principio del imperio de la ley y en la igualdad jurídica de todos los miembros de la
comunidad, que sea homogéneo, que tienda a convertir al Estado en la única instancia
centralizadora de los poderes y que disuelva a los cuerpos intermedios como instancias
de conexión o mediación entre los individuos y sus semejantes o entre ellos y el Estado.
Esto último se reflejaría en la asunción de que una construcción estatal moderna debería
basarse, por un lado, en el reconocimiento formal de los derechos individuales y, por otro,
en el establecimiento de una estructura institucional basada en el principio de legalidad y
en la erección de un aparato administrativo uniforme para toda la entidad política y cuyo
poder se difundiese del centro hacia la periferia (independientemente de que éste se
gestionara central o federalmente).
Tal naturalización de un modelo sobre la modernidad ha simplificado la complejidad
de la realidad social y ha tendido a calificar sus procesos más que a analizarlos. En
respuesta, este texto cuestiona esa naturalización de la modernidad, porque comporta
una visión monolítica, teleológica y unívoca acerca de las nociones de individuo, sociedad
y gobierno y acerca de las relaciones establecidas entre ellos. Se aboga, así, por

53
Esta perspectiva se está desarrollando prioritariamente por estudios que plantean la
uniformización legal y jurisdiccional como pautas imprescindible para la modernización nacional.
22
repensar los procesos políticos decimonónicos en América Latina desde una triple óptica
ligada al debate entre individuo y comunidad: primero, una comprensión compleja del
liberalismo debido a que si bien éste remite a derechos ello no implica necesariamente
individualismo; segundo, la recuperación de los cuerpos intermedios como ámbitos de
adscripción identitaria que no tenían que entrar obligatoriamente en conflicto con la lealtad
y fidelidad nacionales; y, tercero, el cuestionamiento de la cadena liberalismo-democracia-
gobernabilidad54.

Sujetos: ¿quiénes deciden?

El sujeto de la democracia es el pueblo soberano. De ahí que en este apartado se


discuta a cerca de quién lo conformaba, qué tipo de representaciones aproximativas y
sucesivas se desarrollaron del mismo y cuál era la naturaleza de su participación política.
La respuesta a estas preguntas cuestiona la afirmación tradicional referente a que la
ciudadanía y la democracia sólo pudieron ser viables con la implantación del voto universal.
Ello conlleva, por un lado, ofrecer una interpretación del sufragio censitario ligada al principio
de responsabilidad, utilidad y lealtad públicas y no a argumentos elitistas o defensores del
principio de influencia o deferencia sociaL55; y, por otro, explicar por qué, al contrario de lo
que pudiese esperarse desde una posición presentista, los bolivianos excluidos del voto no
pidieran su conversión en ciudadanos a través de la derogación del sufragio capacitado.
¿Qué respuestas dio la sociedad boliviana ante el sufragio censitario y cuál fue su
naturaleza institucional?56 Aunque todos los miembros de la nación boliviana integraban el

54
Este argumento sobre la compleja interacción entre individuo, Estado y sociedad está
desarrollado de forma conceptualmente propositiva en las introducciones y capítulos de Irurozqui,
Marta y Mirian Galante (coords.), Sangre de Ley. Violencia y justicia en la institucionalización del
Estado. América Latina, siglo XIX. Madrid, Ed. Polifemo-GEA, 2011; Galante, Mirian, Marta
Irurozqui y María Argeri, La razón de la fuerza y el fomento del derecho. Conflictos
jurisdiccionales, ciudadanía armada y mediación estatal. Tlaxcala, Bolivia y Norpatagonia, siglo
XIX. Madrid: CSIC, 2011; Irurozqui, Marta, Dossier Institucionalización del Estado en América
Latina: justicia y violencia política, primera mitad del siglo XIX. Revista Complutense de Historia de
América 37, (Madrid), 2011.
55
Flaquer, R., “Ciudadanía civil y ciudadanía política en el siglo XIX. El sufragio”, en Pérez
Ledesma, Manuel (dir.), De súbditos a ciudadanos. Una historia de la ciudadanía en España.
Madrid: CEPC, 2007, pp. 59-101; Romanelli, Rafael, "Sistemas electorales y estructuras sociales.
El siglo XIX europeo”, en Forner, Salvador (coord.): Democracia, elecciones y modernización en
Europa, siglos XIX y XX, Madrid: Ed. Cátedra, 1997, pp. 30-41; Annino (coord.), Las elecciones, p.
15; François-Xavier Guerra, “El soberano y su reino. Reflexiones sobre la génesis del ciudadano
en América Latina”, en Sábato (ed.), Ciudadanía, pp. 33-61.
56
Este argumento en extenso: Irurozqui, “El espejismo de la exclusión”, pp.57-92; Irurozqui, Marta
"Sobre el tributo y otros atributos ciudadanos. Sufragio censitario, fiscalidad y comunidades
23
pueblo soberano, no todos podían ejercer por igual tal potestad por no ser todos
ciudadanos. Mientras la Audiencia de Charcas perteneció a la Corona española la
identificación de un individuo como ciudadano dependió de lo establecido por la
Constitución de 1812. Ésta había considerado como tal a “aquellos españoles que por
ambas líneas traen su origen de los dominios españoles de ambos hemisferios y están
avecindados en cualquier pueblo de los mismos dominios”57. Esta aseveración implicaba
que la ciudadanía española no se basaba en criterios de propiedad o fiscalidad, sino en los
de vecindad, un concepto asociado a los valores locales que presuponía una identidad
social notoria vinculada a la imagen pública que cada miembro tenía frente a su comunidad
de pertenencia. Consecuencia de ello fue que la noción premoderna de la vecindad actuó
como un concepto representativo capaz de dotar de sentido contextual a la soberanía
popular y al pueblo soberano, posibilitando de esta forma el tránsito identitario del
individuo de súbdito a ciudadano. La vecindad en tanto noción poseedora de propiedades
que a los contemporáneos les resultaban compatibles con un nuevo universo normativo fue
una noción extrapolable de un orden a otro gracias a tres atributos: primero, su significado
de reconocimiento y movilidad sociales; segundo, su refrendo en el ámbito local; y, tercero,
su capacidad dúctil e inclusiva tanto para favorecer reconocimientos sociales en un clima
bélico, como para hacer compatibles la heterogeneidad de los cuerpos sociales del Antiguo
Régimen y la homogeneidad implícita como ideal en la comunidad de ciudadanos. En virtud
de ellos, en las primeras décadas del siglo XIX, la categoría de vecindad ayudó a la
asunción y difusión públicas de la ciudadanía como un bien deseable y ejercible. Ahora
bien, la impronta de la vecindad en la ciudadanía no sólo contribuyó a popularizar a ésta
como condición de valor durante la última etapa colonial, sino que también ayudó a
modelar su percepción pública en la etapa republicana. Y esto último favoreció que la
ciudadanía, aunque fuera preceptivamente un concepto representativo único, no fuese
uniforme en su comprensión social y su práctica política. Ello se constata a través de la
lectura social del sufragio censitario. Pese a que su implantación normativa en la
Constitución de 1826 implicaba una reducción de la población que podía ser considerada
ciudadana, la impronta de la vecindad ayudó a relativizar y ralentizar tal hecho58. ¿Cómo fue

indígenas en Bolivia, 1825-1839”. Bicentenario. Revista de Historia y de Ciencias Sociales, 6,


(Santiago de Chile), 2006, pp. 35-66.
57
Art. 18. "Constitución política de la monarquía española (19 de marzo de 1812)". En Tierno
Galván, Enrique (recop.), Leyes españolas fundamentales (1808-1978., Madrid: Tecnos, 1984, p. 29
y también arts. 21 y 35.
58
La argumentación sobre vecindad en: Irurozqui, "De cómo el vecino hizo al ciudadano”. Otros
textos sobre el tema: Dym, Jordana: “La soberanía de los pueblos: ciudad e independencia en
Centroamérica, 1808-1823”, en Rodríguez (ed), Revoluciones, pp. 309-338; Herzog, Tamar, "La
vecindad: entre condición formal y negociación continua. Reflexiones en torno a las categorías
24
posible?
La interpretación de los argumentos restrictivos estuvo mediada por el reconocimiento
local del que eran objeto los individuos aspirantes a ciudadanos, de manera que el
enraizamiento socioterritorial no fue necesariamente prueba de propiedad inmobiliaria sino
de compromiso y cooperación con la comunidad. Por supuesto, eso no evitaba la influencia
política de los notables de la sociedad, pero la caracterizaba y matizaba, a la vez que los
definía a éstos de manera más compleja. No se olvide que el criterio de notoriedad heredado
de la tradición hispánica y expresado en el requisito gaditano del voto de “tener un modo
honesto de vivir” estaba referido a las personas socialmente responsables y éstas podían
ser tanto los propietarios de un solar como aquellos catalogados como mayores de edad y
cabeza de familia. Además, el principio redistributivo de la vecindad hacía que fuesen
muchos y variados los que podían ser asumidos socialmente como ciudadanos. La renta, la
independencia profesional y saber leer y escribir sólo existían si había refrendo comunitario,
no importando el rango social en términos absolutos, sino en relación al cumplimiento de
deberes y al reconocimiento local que se desligase del mismo. En este sentido, el trabajo
ejercido y reconocido en un entorno comunitario al representar una forma de vida respetable
y respetada por la comunidad garantizaba la vida política de un individuo. La vinculación
entre trabajo y vecindad daba lugar, así, a la combinación trabajo útil, propiedad y
ciudadanía, convirtiéndose la nación de súbditos en una asociación de ciudadanos
productivos. Asimismo, en la medida en que el trabajo no sólo era un principio ilustrado de
dignidad y un factor de producción, sino también una expresión identitaria definida por la
adscripción y el prestigio locales, su exigencia para el ejercicio de la ciudadanía hacía
vigentes en ésta los atributos de la vecindad. Ello tuvo tres consecuencias: primera,
favoreció que el domicilio constituyera un factor más poderoso que la nacionalidad o el
parentesco en la definición de una identidad grupal; segunda, permitió que el
trabajo/propiedad/renta y la residencia se erigieran como las dos calidades básicas que
identificaban al ciudadano; y, tercera, hizo que la restricción electoral estuviese basada en el
principio de que los derechos estuviesen en relación a las cargas.
Al peso de la impronta de la vecindad se sumaba la ideología del Estado

sociales y las redes personales". Anuario del IEHS, 15 (Tandil), 2000, pp. 1231-131; Morelli,
Federica, “Entre el antiguo y el nuevo régimen: el triunfo de los cuerpos intermedios. El caso de la
Audiencia de Quito, 1765-1830”. Historia política. Ideas, procesos y movimientos sociales, 10
(Madrid), 2003, pp. 163-190. Un estado de la cuestión general en Paolo Solano, Sergio,
"Liberalismo, ciudadanía y vecindad en la Nueva Granada (Colombia) durante la primera mitad del
siglo XIX", en Sergio Paolo Solano D. y Roicer Flórez Bolívar, Infancia de la nación. Colombia
durante el primer siglo de la República. Bogotá: Eds. Pluma de Mompox-Colección Voces del
Fuego del Bicentenario, 2011, pp. 69-94.
25
educador/benefactor. En un contexto de transformación de experiencias y lenguajes
políticos, a nivel constitucional tan importante era la renta como los otros dos argumentos
censitarios: la independencia de juicio o de capacitación intelectual –no ser analfabeto- y la
autonomía de acción –no ser doméstico. Si en términos republicanos la independencia
económica ofrecía una de las mejores garantías contra la corrupción y la propiedad
aseguraba coincidencia de intereses entre el individuo y la nación, las otras dos condiciones
se asumían como garantes del libre sufragio. El objetivo fundamental de los regímenes
representativos constitucionales era el de reducir a normas comunes la lucha política en una
sociedad heterogénea, atravesada por profundos desequilibrios sociales. Si bien este acto
implicaba ignorar y negar legitimidad a las antiguas formas de representación -de tipo
municipal, corporativo o de orden-, dado que el Estado debía llevar a cabo un proceso
radical de institucionalización de lo social, la atribución de la ciudadanía era uno de sus
cometidos. Pero aunque éste era su sostén y garante, ésta no debía ser sólo resultado de
una concesión estatal, sino también de las exigencias cívicas, ya que los individuos y los
grupos debían ejercer un papel activo en su reclamación, tornándose en corresponsables
con el Estado de su desarrollo. A inicios del siglo XIX la obligación de mejorarse y civilizarse
no sólo se consideraba un deber personal, sino también social. Esto sucedía porque se
pensaba que la salud de una sociedad dependía del grado de desarrollo de sus miembros,
de manera que sólo cuando una comunidad subrayaba esa obligación entre sus integrantes
podía definir su cultura como una unidad orgánica y entenderla como una herencia nacional.
Esta tarea de transformación institucional se concebía fácil en un contexto en el que
aún predominaban las nociones tradicionales de armonía y unanimidad. Aunque ambas
hacían referencia a un cuerpo político antiguo en el que era inconcebible la división de
opiniones porque atentaba contra la unión moral del mismo, su vigencia permitía
presuponer coincidencias básicas entre los individuos en lo concerniente a la “voluntad
general”. Por ello, en las primeras décadas del siglo XIX dominaba la idea que, con
independencia del nuevo concepto de libertad, existían idénticas opiniones acerca de que
el objetivo supremo de todo nacional era el bienestar y el engrandecimiento de la nueva
república. Y más aún en una sociedad en la que las divisiones jerárquicas ya no debían
basarse “en el principio antisocial de la casta, la familia y el privilegio”, sino en el principio de
“la unidad civil”. Éste hacía referencia a una unidad comprensiva que admitía para cada
individuo funciones diferentes y que, por tanto, consideraba aceptables las desigualdades de
rango, de fortuna y de condición social ya que ellas remitían a una sociedad basada en el
mérito. En consecuencia, no sólo se esperaba que las instituciones actuaran en un
contexto de consentimiento general, sino que todos los habitantes estarían dispuestos a

26
dejarse redimir por ellas en aras de la nación y a cumplir con sus deberes-derechos en
virtud de sus posibilidades públicas personales, haciéndose con ello por fin posible el ideal
republicano que cifraba la defensa del orden constitucional en la acción política de sus
ciudadanos. Por supuesto las instituciones ligadas al régimen representativo no eliminaron
el espíritu faccioso. Al contrario, lo exacerbaron y mostraron como un elemento
imprescindible e inevitable de la nueva representación hasta el punto que el presupuesto
acerca de que la democracia como sistema de gobierno estable requeriría una igualdad y
uniformidad totales fue sustituido progresivamente por el contrario. Pero en lo que se
refiere únicamente a la transmutación de la naturaleza de la sociedad, los principios de
“armonía, unanimidad y unidad civil” garantizaban que las instituciones poseyesen la
capacidad de unificarla y uniformizarla59.
En suma, el binomio vecindad y Estado educador/benefactor ofrece una relectura del
sufragio capacitado que rescata el peso de los principios republicanos de virtud pública –
evitar los vicios públicos- y de educación cívico-política –alentar la capacidad reflexiva y
crítica- y que, por tanto, hace hincapié en las nociones de responsabilidad, de
utilidad/servicio y de lealtad al Estado en un contexto de fundación nacional. Si la
ciudadanía requería un sentimiento directo de pertenencia a la comunidad basado en la
lealtad a unos valores que se percibían como patrimonio común, el único modo de lograr el
desarrollo de las repúblicas recién fundadas era asegurarse que sus miembros cumplían un
mínimo de requisitos tendentes a garantizar el bienestar de la comunidad nacional. Dado
que el voto se asumía como el elemento central para lograr buenos gobiernos, era
imprescindible que éste lo ejerciesen personas útiles, autónomas y capaces, siendo el
sufragio censitario garantía de ello. Por tanto, éste actuaba de recordatorio de las
características cívicas a las que debía tender la población para lograr una construcción
nacional óptima. No se asumía como una forma perenne, sino como una exigencia formal
que iría haciéndose innecesaria a medida que las instituciones cumplieran con su obligación
de dignificar públicamente a los bolivianos y éstos aprendieran a exigir individualmente tal
labor por considerarla garantía del bienestar común. La impronta de la vecindad contribuiría
a que el proyecto nacional se realizase en términos de responsabilidad cooperativa. El
sufragio censitario se entendía, así, como un mecanismo disciplinador tanto de las
características cívicas de los futuros ciudadanos, como de las acciones que debía ejercer el
Estado para insuflar espíritu público60.

59
Peralta e Irurozqui, Por la Concordia, pp-1-30.
60
Tras la Guerra del Pacífico (1879-1883) la refundación nacional iniciada por el general Narciso
Campero implicó una variación del papel del Estado en el proceso de expansión de la ciudadanía,
27
¿Por qué la población no exigió la derogación del sufragio censitario?61 Como ya se
ha indicado en el primer acápite, hasta la revolución de 1952 en Bolivia estuvo vigente este
tipo de sufragio, estado relacionada su vigencia con la ya mencionada tipología ciudadana
cívica y ciudadanía civil. Durante la hegemonía de la ciudadanía cívica la conversión de los
miembros del pueblo soberano en ciudadanos dependió de criterios como los de patriotismo,
cooperación, servicio o utilidad a la nación. Mientras éstos estuvieron asociados a los
valores comunitarios del bien común, la conversión del sujeto en ciudadano se articuló en
torno al principio de vecindad. Al ser ésta una pauta de catalogación local y adscripción
socioterritorial, sujetos de ciudadanía fueron todos aquellos individuos que sirviesen a la
comunidad de manera reconocida por ésta y que al hacerlo expresasen virtudes cívicas en
favor de la patria, siendo buen ejemplo de ello las figuras del trabajador productivo, el
contribuyente o el miembro de milicias. Por ejemplo, en las primeras décadas de vida
republicana, el problema de cómo sanear la hacienda pública y lograr la estabilidad
financiera convirtió al tributo indígena en un elemento central tanto del proceso de
institucionalización del Estado como de definición del indio como ciudadano. Además de
expresar su adscripción a tal categoría mediante sus actividades -agrícola, minera,
comerciante y de arriería-, la conservación autogestionada de sus tierras de comunidad a
cambio de tributo les tornaba en contribuyentes, siendo precisamente ese estado el que
enfatizaba la virtud del autogobierno.
Sin embargo, a finales de la década de 1850 la situación comenzó a variar. Como
Bolivia no había alcanzado las cotas de progreso esperadas tras la independencia,
aquellos colectivos a los que el Estado, en su papel de motor transformador de la
sociedad, había otorgado mayores atenciones y mantenido privilegios coloniales -
comunidades indígenas, gremios artesanos o monopolios estatales- fueron culpados de
entorpecer la mejora nacional. Mientras a los artesanos se les acusó de retardar la
industrialización del país, a los indígenas comunitarios se les imputó no realizar la revolución
agraria esperada. Como consecuencia, ambos colectivos laborales dejaron de percibirse
como conformados por trabajadores productivos, generadores de impuestos y de bienes.
El dinero procedente del tributo no se asoció a crédito industrial y las estructuras
comunitaria y gremial se asumieron como rémoras arcaicas que impedían la riqueza
nacional al no facilitar un libre mercado de tierras y desfavorecer la competencia laboral,
el comercio libre y la especialización del trabajo. En respuesta, los artesanos optaron por
constituir asociaciones y uniones profesionales, a veces incentivadas por el gobierno, y

transformándose el espíritu del sufragio censitario institucional y socialmente de disciplinador a


diferenciador.
61
Este argumento en extenso en Irurozqui, A bala, piedra y palo.
28
las comunidades indígenas se reforzaron como entidades legales, haciéndose más
estructurada la participación partidaria de ambos colectivos en las disputas políticas
nacionales62.
En un contexto en el que se discutía sobre las formas, mecanismos y estrategias
más eficaces para lograr la desaparición de las comunidades, se contraía el mercado interno
y se sacrificaban las actividades industriales en beneficio de las extractivas, la figura del
ciudadano armado cobró importancia como categoría de revitalización pública. Como ya se
ha indicado en el primer apartado, esta figura estuvo vinculada en tiempos coloniales a la
vecindad, fue propiciada por las Juntas durante el periodo independentista y era la
síntesis del “ciudadano en armas” defensor de la libertad de la República. Su desempeño
no sólo permitía gozar de los derechos electorales a quienes la ejerciesen aunque
estuviesen de servicio –algo que no ocurría por ley con los soldados de enganche o
asalariados-, sino que les confirmaba como detentadores de un deber que se concebía
también como un privilegio que honraba a su titular. Fue durante el gobierno del general
Belzu (1848-1855) cuando las milicias urbanas formadas por artesanos y comerciantes
ocuparon con mayor fuerza la escena política y protagonizaron experiencias de autogestión
popular63 que conllevó en la práctica una revitalización política de las municipalidades64.
También los artesanos, en concreto los artesanos agremiados, fueron los principales
protagonistas de los movimientos sociales vinculados a las Matanzas de Yáñez y la Semana

62
Pérez, Carlos, “Cascarilleros y comerciantes en cascarilla durante las insurrecciones populistas
de Belzu, 1847-1848”. Historia y Cultura, 24 (La Paz), 1997, pp. 197-214; Platt, Tristan, “The
Andean Experience of Bolivian Liberalism: Roots of Rebellion in 19th Century Chayanta (Potosí)”,
en Steve Stern (ed.), Resistance, Rebellion, and Consciousness in the Andean Peasant World:
18th to 20th Centuries. Madison: University of Wisconsin Press, 1987, pp. 280-323; Peralta, Víctor,
“Amordazar a la plebe. El lenguaje politico del caudillismo en Bolivia 1848-1874”, en Barragán,
Rossana, Dora Cajías y Semin Qayum (coords.), El siglo XIX, Bolivia y América Latina. La Paz: IFEA-
CH, 1997, pp. 635-650; Irurozqui, Marta, "The Sound of the Pututos. Politicization and Indigenous
Rebellions in Bolivia, 1825-1921". Journal of Latin American Studies, 32/1 (London), 2000, pp. 85-
114.
63
Sobre este tema en extenso consúltesne: Richard, Frédéric, “Política, religión y modernidad en
Bolivia en la época de Belzu”. En Rossana Barragán, Dora Cajías y Seemin Qayum (comp.), El
Siglo XIX. Bolivia y América Latina. La Paz: IFEA-Embajada de Francia-Coordinadora de Historia,
1997, pp. 619-634; Schelchkov, Andrey, La utopía social conservadora en Bolivia: el gobierno de
Manuel Isidoro Belzu, 1848-1855. Moscú: Academia de Ciencias de Rusia, 2007 pp. 160-196.
64
Sobre el tema de la autonomía municipal consúltese sugerente la reflexión de Galante, Mirian
“Conflictos de jurisdicción, reorganización del territorio y delimitación de los poderes, Tlaxcala,
1821-1833” en Mirian Galante, Marta Irurozqui y María Argeri, La razón de la fuerza y el fomento
del derecho. Conflictos jurisdiccionales, ciudadanía armada y mediación estatal. México, Bolivia y
Argentina, siglo XIX. Madrid: CSIC, 2011, pp. 27-85; Galante, Mirian, “La historiografía de la
justicia en México, siglo XIX: perspectivas, temas y aportes”, en a Irurozqui, Dossier
Institucionalización del Estado en América Latina: justicia y violencia política, primera mitad del
siglo XIX. Revista Complutense de Historia de América, 2011, pp..
29
Magna de Cochabamba. El primer episodio65 tuvo lugar en 1861. La respuesta dada por los
vecinos de La Paz a la muerte de más de cincuenta presos políticos belcistas y a la
sublevación militar de Narciso Balza sintetizó el entendimiento de la ciudadanía como un
compromiso público basado en un conjunto de normas y valores construidos en la
deliberación permanente, en este caso la ejercida en “las calles” y en las asambleas. La
conversión del vecindario paceño en el pueblo en armas y su consecuente ejercicio de la
violencia contrarrestó y deslegitimó tanto el abuso partidista del poder realizado por Yáñez
en nombre del orden público, como la ruptura de la legalidad constitucional ejercida por la
revolución de Balza. El pueblo armado en la calle y el pueblo posteriormente congregado
en el cabildo y organizado en una junta constituyeron la réplica popular al militarismo
responsable de los golpes de Estado y revoluciones que afectaban la gobernabilidad de la
República. Con ello ayudaron a asentar la política de fusión propuesta por el presidente
José María Achá (1861-1864) y a desacreditar el constante recurso de la guerra como
modo de regular la competencia partidaria y la sucesión en el poder. Como resultado se
produjo un reforzamiento en la relación pueblo y ley.
En contraste, los posteriores sucesos revolucionarios agrupados en torno al
episodio de La Semana Magna de Cochabamba reflejaron las respuestas, asociativa,
constituyente y violenta, dadas por la población a la dinámica de despolitización y
desmovilización social que buscaba el gobierno de Tomas Frías (1874-1876) por entender
que el uso de la fuerza de los ciudadanos en armas también podía atentar contra el orden
y estabilidad del país, poniendo en peligro su crecimiento y consolidación Dos fueron las
preguntas básicas a las que se debía hacer frente: ¿de qué manera podían conciliarse el
orden gubernamental con el derecho y el deber populares a la subversión si la nación se
veía amenazada por la tiranía? y ¿cómo obtener un nuevo orden social basado en la
soberanía inalienable del pueblo sin que los movimientos sociales deslegitimaran
continuamente a las autoridades y sin que éstas se desentendieran de sus demandas una
vez conseguido el consentimiento popular? Aunque tanto los sublevados como el
gobierno construyeron y justificaron sus acciones en los mismos principios -la defensa de
la constitución y el fin del militarismo- la diferencia en su respuesta estribó en una distinta
comprensión de la soberanía popular y del orden público y en su interpretación del texto
constitucional al respecto. Ello llevó a los sublevados a apelar al derecho constitucional de
usar la fuerza para restaurar un orden legal pervertido por el abuso de autoridad de una
dictadura encubierta y a ver en el consecuente derecho de revolución un medio para
65
René-Moreno, Gabriel, Anales de la Prensa boliviana. Matanzas de Yánez. Potosí: Casa
Nacional de la Moneda, 1954; René-Moreno, Gabriel, Anales de la prensa boliviana. El golpe de
estado de 1861. La Paz: Librería Juventud, 1985.
30
desdecirse de un acto electoral y asumir extraordinariamente los poderes públicos. En
respuesta y una vez lograda la derrota militar de los rebeldes, el gobierno, sin cuestionar
en ningún momento el valor de la ciudadanía armada como un recurso para garantizar el
imperio de la ley, buscó imponer el principio de autoridad a través de reducir el uso
legítimo de la violencia mediante un proceso judicial. Con él se trató, primero, de no
equiparar cualquier conato sedicioso realizado en nombre del pueblo con guerra civil; y,
segundo, de sustituir la aplicación del derecho de gentes por el derecho penal. Este
proceso de la criminalización legal de la violencia política encarnada en las revoluciones
se asentó en dos narrativas: la conversión del pueblo soberano en populacho ignorante e
influenciable; y el abandono del legado independentista en cuanto a la potestad del
pueblo de ejercer la violencia66.
En general, la movilización artesana no obedeció a causas espontáneas de justicia
política descontextualizadas de su situación social. La necesidad de que sus demandas -
relativas a la descomposición gremial ante la competencia capitalista y a la consecuente
desestabilización y devaluación sociales- fueran atendidas hizo que su conversión en el
pueblo en armas actuara de instrumento de negociación de su situación con las
autoridades. Más allá de su compromiso con las leyes y las instituciones republicanas, su
preocupación por las mismas estaba mediada por el hecho de que su defensa debía
proporcionarles ventajas laborales y de estatus en un medio en el que los principios de “la
libertad de industria, de comercio, de tráfico” amenazaban su supervivencia grupal e
individual. Por tanto, la participación política de la población ajena al nocivo “espíritu de
partido” requería un compromiso gubernamental de conservación y generación de empleo
mediante dos vías: una, a través de una dinamización proteccionista y asociacionista de la
industria que generara autonomías profesionales; y, otra, por medio de la ampliación de
espacios laborales –guardias cívicas, administración pública- que actuaran tanto de fuente
de prestigio y honor, como de instancias de protección y pertenencia.
La participación de los indígenas como ejército auxiliar contra los enemigos del
presidente Belzu67 o en las guerras civiles de 1870 y 1899 incide también en que lo militar
fue crucial en la visibilización pública de este colectivo. Ello ocurrió en un contexto en el

66
Irurozqui, "Muerte en el Loreto”, pp. 137-158; Irurozqui, Marta, “Procesión revolucionaria en
Semana Santa. Ciudadanía armada y represión penal en Bolivia, 1872-1875”, en Galante,
Irurozqui y Argeri, La razón de la fuerza, pp. 86-151; Irurozqui, Marta, “La justicia del pueblo.
Ciudadanía armada y movilización social en Bolivia, 1861-1864”, en Irurozqui y Galante (coords.),
Sangre de Ley, pp. 235-276.
67
Calderón, Raúl, “Cuando la población aymara dejó de apoyar a Belzu”. Estudios Bolivianos, 8
(La Paz), 1999, pp. 77-88; Calderón, Raúl, “En defensa de la dignidad: el apoyo de los ayllus de
Umasuyu al proyecto belcista durante su consolidación (1848-1849)”. Estudios Bolivianos, 2 (La
Paz), 1996, pp. 99-110.
31
que el compromiso de la población con el desarrollo de la nación se concebía sinónimo de
estar involucrado activamente en acciones políticas tendentes a defender la legalidad,
aunque éstas en ocasiones implicasen conductas violentas. La alianza entre los indios y
los estamentos armados revolucionarios y gubernamentales a partir de la figura del
“ciudadano armado” ha evidenciado que los primeros no vivieron de espaldas al proceso
de construcción nacional ni fueron ajenos a las concepciones, proyectos o empresas
políticas decimonónicas. Se constituyeron en sujetos sustanciales en la
institucionalización/rearticulación territorial del Estado gracias a asumir como propia la
narrativa ciudadana de cooperación y utilidad nacionales en su defensa grupal y a
interpretar, en consecuencia, su conversión en soldados de milicias como otra función de
servicio político a la sociedad y de lealtad nacional. Las acciones públicas indias sintetizaban
su esfuerzo por preservar privilegios jurisdiccionales y de monopolio y por luchar contra la
proletarización mediante un cálculo de intereses ligado a las coordenadas aprendidas y
aprehendidas del sistema representativo liberal español en tiempos de guerra, las divisas
vecinales de cooperación local y el cumplimiento de la máxima ciudadana de participar
activamente por el bien de la comunidad. Sin embargo, la participación aymara en los
acontecimientos bélicos de 1870 y 1899 no tuvo las mismas consecuencias para ellos, ya
que si en un caso el uso de la violencia les permitió autorreconocerse y ser socialmente
reconocidos como ciudadanos bolivianos, en el otro caso fueron objeto de un proceso de
reindianización. En ambos casos la población indígena luchó en una guerra civil bajo la
creencia de que no sólo la defensa de intereses nacionales le posibilitaría la restitución de
recursos grupales y el fortalecimiento de espacios jurisdiccionales, sino que tal acción era
compatible con lo nacional y lo liberal bajo la lógica representativa municipalista. Pero si
en la revolución de 1870 la conversión del indio en soldado/nacional armado actuaba como
un mecanismo de regeneración patriótica y consolidación ciudadana, expresando ello el
triunfo de los condicionantes de utilidad, solidaridad y servicio a la sociedad contenidos en la
ciudadanía cívica, la violencia india ejercida en 1899 condenó a esta población a la exclusión
a causa de su degeneración racial, animalidad y sectarismo e ilustró el asentamiento de la
ciudadanía civil al quedar vinculados los controles de reconocimiento público al criterio de
civilización en términos de homogeneidad cultural68.

68
Sobre esa función: Irurozqui, Marta, "El bautismo de la violencia. Indios patriotas en la revolución
de 1870”, en Salmón, Josefa, y Guillermo Delgado (eds.): Identidad, ciudadanía y participación
popular desde la colonia hasta el siglo XX. La Paz: Plural, 2003, pp. 115-150; Irurozqui, Marta,
“Los hombres chacales en armas. Militarización y criminalización indígenas en la Revolución Federal
de 1899”, en Irurozqui (ed.), La mirada esquiva, pp. 285-320; Irurozqui, Marta, “Conversos a la
patria boliviana. Identidad y participación política indígenas en las revoluciones de 1870 y 1899”, en
Pilar García Jordán, Gabriela Dalla Corte y otros (coords.), Relaciones Sociales e indentidades en
32
Como ya se ha adelantado, a partir de la década de 1880, tras la derrota en la Guerra
del Pacífico (1879-1881) y en un contexto internacional de jerarquización racial legitimada
por la ciencia positivista, comenzó a darse la sustitución de la primacía del reconocimiento
local y del refrendo comunitario característica de la ciudadanía cívica por la supremacía de
derechos de la ciudadanía civil, siendo este proceso públicamente traducido en un mayor
esfuerzo gubernamental en exigir y garantizar un estricto cumplimiento de los requisitos
ciudadanos. El hecho de que para ostentar la ciudadanía un sujeto no tuviera que hacer
nada, salvo cumplir las exigencias constitucionales, conllevó una severa aplicación de la
norma destinada a que ningún “boliviano incivilizado” ejerciese como tal. El relegamiento de
los controles informales o tradicionales en el reconocimiento ciudadano se tradujo en una
pérdida de armas simbólicas individuales y colectivas de conquista ciudadana vinculadas a
lo local. Ahora, el control en la determinación de si un sujeto era o no ciudadano ya no se
situaba en la demostración por parte del aspirante de utilidad, cooperación y compromiso
patrióticos, sino que dependía de su grado de civilización en términos de homogeneidad
cultural, siendo individuos ajenos a los que se querían ciudadanizar quienes debían
estimarlo. Dado que quienes conformaban la sociedad no tenían igual peso social, estando,
incluso, muchos de sus supuestos integrantes “en cuarentena” por pertenecer a universos
corporativos, quienes decidían sobre la ciudadanía de los habitantes de Bolivia eran aquellos
ligados a un nuevo proyecto de nación en el que cualquier resabio del antiguo orden era
condenado por incivilizado y cualquier subversión a ese criterio se tildaba de atentatoria al
bienestar, desarrollo y prosperidad nacionales.
Aunque hay notables diferencias entre ambas etapas de desarrollo ciudadano, las
dos comparten la ausencia de peticiones públicas de derogación del sufragio universal. Esto
sucedió porque la población afectada percibía que podía superar las barreras legales
mediante acciones públicas, siendo tal acto la prueba de su capacidad ciudadana. Pero que
estuviera de acuerdo con los requisitos censitarios y asumiese su existencia como
legítima e incluso necesaria para el desarrollo óptimo de la nación, no significó que
admitiera su exclusión personal. Para evitarlo su conducta política desarrolló múltiples
registros. Bajo el dominio de la ciudadanía cívica primó el ejercicio de demostraciones
públicas: estricto cumplimiento de funciones ciudadanas –trabajador productivo,
contribuyente o miliciano-; exigencia a las autoridades competentes de instrucción pública
que les permitiera no sólo ser alfabetos, sino también tramitar sin intermediarios su

América. IX Encuentro-debate América Latina ayer y hoy. Barcelona: Universidad de Barcelona,


2004, pp. 385-400; Irurozqui, Marta, “¿Ciudadanos armados o traidores a la patria? Participación
indígena en las revoluciones bolivianas de 1870 y 1899”. Iconos. Revista de Ciencias Sociales 26.
Monográfico sobre violencia armada. (Quito), 2006, pp. 35-46.
33
estatus jurídico y jurisdiccional ante las instituciones; participación armada en contiendas
civiles que reafirmara su patriotismo, su imprescindibilidad política y su pertenencia a la
nación como sujetos gestores de la misma; o inserción en las maquinarias de los partidos
políticas bajo identidades múltiples y realizando tareas de naturaleza diversa. Durante la
hegemonía de la ciudadanía civil esa última actividad fue sublimada. Como ser ciudadano
ya no dependía de lo ejecutado por un individuo, sino de lo que la sociedad juzgase que éste
había hecho en términos de progreso, la población perjudicada estrechó sus vinculaciones
con personas y colectivos que no estuviesen “bajo sospecha” y que les garantizaran
mecanismos de acceso ciudadano, revitalizándose y rediseñándose el fenómeno clientelar
ligado a los partidos políticos69. Asimismo, en un contexto de refundación nacional en el que
éstos se asentaban como los mediadores de las instituciones democráticas y la
representación se consolidaba indirecta, el voto y la competencia partidaria asociada al
mismo se tornaron fundamentales como expresión del ejercicio ciudadano. Ello no
significaba que en las décadas anteriores la dinámica electoral no hubiera sido básica, sino
que ahora los comicios adquirían mayor centralidad como espacio de aprendizaje y de
ejercicio de la ciudadanía. El deseo de obtener la presidencia generó la progresiva
constitución de costosas y cada vez más complejas maquinarias electorales destinadas
tanto a movilizar al electorado oficial, como también a aquellos otros sectores de la
población cuya capacidad ciudadana estaba puesta en duda, pero que podían intervenir con
eficacia en el triunfo de un candidato.
Este esfuerzo de movilización, además de reducir la escena política a un conflicto
donde la elite defendía sus intereses materiales, supuso una ininterrumpida presencia en
la vida pública de artesanos, pequeños comerciantes, arrieros, aparceros, colonos de
hacienda e indígenas comuneros, de ambos sexos, interesados en recobrar u obtener
dignidad pública. En este sentido, el desarrollo de estrategias para aumentar el caudal de
votos y la movilización electoral de los bolivianos en calidad de matones, manifestantes,
curiosos y votantes hicieron de las elecciones un momento crucial en el aprendizaje y la
reivindicación colectivos de lo público. No se trataba únicamente de que los que votaran
libremente o de que los que hubieran accedido a dejarse comprar el voto iban adquiriendo
conciencia de la importancia nacional de los comicios, sino también de que todos aquellos
que eran inducidos, movilizados para armar ruido, hostigar o simplemente intervenir en los
desfiles cívicos y manifestaciones participaban en una acción pública que tenía
repercusiones nacionales. Como resultado de esa doble operación las elecciones se fueron
69
Una lectura del clientelismo asociada a proveer de existencia social en Irurozqui, Marta, "La
conquista de la ciudadanía. Artesanos y clientelismo político en Bolivia, 1880-1930". Tiempos de
América 3, (Castellón), 1998, pp. 99-117.
34
constituyendo en un escenario de conocimiento social de lo que podía esperarse de la vida
política y de las oportunidades a que podía dar lugar su presencia en ella, de adquisición y
valoración de los nuevos hábitos públicos, de toma de conciencia de las nuevas posibili-
dades de acción colectiva e individual que se desligaban de controlar los criterios de
selección y, por último, de integración y reconocimiento nacionales. De ahí que, al contrario
de lo sostenido por la historiografía tradicional, se defienda que la infracción no impidió o
desvirtuó la democracia ni entorpeció la aparición de ciudadanos, sino que, paradójicamente,
lo posibilitó, ya que en un contexto de sufragio restringido, los sectores excluidos de la
ciudadanía tuvieron acceso a lo público a través de lo "ilegal" y lo "corporativo"70.

Procedimientos: ¿cómo se decide?

Con tal noción se designa al conjunto de mecanismos que regulan las acciones
políticas de decisión, autorización, delegación y control del pueblo soberano bajo la
consigna de garantizar el equilibrio entre fuerza y derecho, autoridad y libertad. Dado que
en un régimen representativo las elecciones constituyen la expresión fundamental de la
voluntad popular y, por tanto, la forma legal y constitucional de la relación entre electores y
elegidos, este apartado se centra en su implantación y desarrollo. Los comicios son
procedimientos institucionalizados a través de los que se realiza la designación de los
representantes por parte de la población. Entre sus cometidos figuran: por un lado,
expresar los deseos políticos de ésta respecto a quiénes deben gobernarla de manera
que exista una igual repercusión del voto de cada ciudadano y se fije la responsabilidad
de los representantes ante los representados; y, por otro, asegurar la legitimidad de un
gobierno a fin de garantizar su estabilidad. La materialización de tales objetivos se
abordará a partir de la relación existente entre las elecciones y tres de sus agentes
fundamentales: los reglamentos electorales, los partidos políticos y las cámaras de
representantes. Los comicios fueron acompañados de otros mecanismos de opinión y
fiscalización gubernamentales, ya mencionados, como el derecho de petición, corporativo
o individual71, las asambleas y juntas, y las manifestaciones colectivas consecuentes. Por
un lado, impedían que la capacidad soberana del pueblo no quedase plenamente

70
Irurozqui, "A bala, piedra y palo"; Irurozqui, La ciudadanía.
71
Aunque todavía son muy escasos los trabajos que recogen los escritos de petición, véase un
ejemplo de ello en Irurozqui, “Procesión revolucionaria en Semana Santa”, pp. 86-151; Irurozqui,
“La justicia del pueblo”, pp. 235-276.
35
delegada en las autoridades electas; por otro, en un contexto de representación limitado
por un sufragio censitario comprometían al pueblo en su conjunto, y no sólo al pueblo
elector, a ejercer y sentir “toda su representación soberana”, con lo que éste asumía
corporativamente su poder social y quedaba responsabilizado de la acción política.
En la Audiencia de Charcas, durante el periodo 1808-1825 y como respuesta a la
acefalía de la Corona española a causa de la invasión francesa de la Península se
sucedieron las juntas, se enfrentaron los ejércitos argentinos y peruanos por el control del
territorio, se desarrollaron siete focos guerrilleros y finalmente se optó por una Bolivia
independiente. La naturaleza de tales fenómenos estuvo permeada por la tradición
representativa hispánica72, las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812, desarrollándose
bajo su influencia un conjunto de prácticas públicas y políticas que fragmentaron la
soberanía del rey, transformaron el sentido de la representación y posibilitaron el
protagonismo de un nuevo sujeto político. Por un lado, el juntismo, las rogativas públicas, el
pasquinismo, los catecismos políticos o los sermones facilitaron la transmutación de las
identidades públicas y políticas y generaron nuevas formas de relación, ocupación y uso de
los espacios comunitarios. En tanto instrumentos de expresión, defensa y difusión entre la
población de opiniones, valores y conductas políticas y en tanto escenarios de aplicación de
las nuevas doctrinas favorecieron la materialización de la ciudadanía. Por otro lado, la
centralidad de los cabildos y el desarrollo de elecciones dieron lugar a una nueva
comprensión del territorio y del depósito de la soberanía popular. Aunque todavía se
desconocen muchos de los procesos electorales celebrados a instancias de la Carta
gaditana73, los localizados -1811, 1812, 1813, 1814, 1822- permiten hacer cuatro
afirmaciones. Primera, sus resultados representaban los intereses locales. Los elegidos,
aunque encarnaban a la nación en su conjunto, se debían a su comunidad de referencia y,
pese a la amplitud de sus “poderes”, estaban subjetivamente limitados a través de fórmulas
del antiguo orden como el mandato imperativo. Segundo, su funcionamiento mostraba un
régimen de competencia entre notables. Este confirmaba el papel que jugaban aún las
autoridades tradicionales y los vínculos comunitarios de creencia y lugar en la organización y
regulación de la vida pública. Pero ello no impidió que hubiera un recambio de poderes

72
Quijada, Mónica, “Las dos tradiciones. Soberanía popular e imaginarios compartidos en el
mundo hispánico en la época de las grandes revoluciones atlánticas”, en Rodríguez (coord.),
Revolución, pp. 61-86.
73
La referencia es sólo para los comicios realistas y no para los relativos a la Asamblea Constituyente
del Río de la Plata de 1813, los Congresos que de manera intermitente se celebraron en Tucumán y
Buenos Aires entre 1816 y 1820, la Asamblea de Representantes de la provincia de Buenos Aires en
1824 y el Congreso General Constituyente de 1826, ya que en estos casos los candidatos no fueron
electos mediante elecciones populares, sino mediante designación
36
basado en las secesiones territoriales ligadas a: el municipalismo, la pérdida de legitimidad
de las autoridades tradicionales o las alianzas con los poderes virreinales. Tercero, en virtud
del principio de “avecindado” el cuerpo electoral fue muy amplio, siendo muy activa la
participación india que vio confirmados a través del vínculo elecciones/municipios sus
propósitos de autogobierno local, autogestión territorial y conservación de privilegios. Y,
cuarto, los candidatos elegidos no tuvieron una adscripción étnico-social dominante, ya que
ello dependió del segmento dominante en cada localidad74.
Al igual que los comicios celebrados entre 1812 y 1824, los posteriores tampoco
pueden describirse siempre como el momento en el que los ciudadanos delegaban
individual, libre y pacíficamente su soberanía en quienes iban a ser representantes suyos
y del conjunto de la nación, debido a las pervivencias corporativas y a las irregularidades
que contuvieron. Pero ello no los convirtió en una farsa. Fenómenos como el fraude, la
violencia y el corporativismo electorales no siempre atentaron contra la legalidad ya que
ésta, además de ser un discurso de descrédito partidario y regulación social, se fue
definiendo en el tiempo, con la práctica y a partir de referentes representativos
contrapuestos75. Asimismo, fueron consustanciales al desarrollo democrático en la medida
en que aseguraban la competencia partidaria y la participación de la población. Es más,
en un contexto de sufragio censitario permitieron a los excluidos del voto su acceso a las
urnas. Si bien ello no respondió de manera inmediata al “deber ser” democrático, sí
favoreció su aprendizaje colectivo en la medida en que convirtió a las elecciones en un
escenario de acción, comprensión y negociación políticas. Bajo esta perspectiva analítica,
si en el segundo apartado se ha insistido en que ser ciudadano no se reducía a ser
74
Demélas, Marie Danielle, "Modalidades y significación de las elecciones generales en los
pueblos andinos, 1813-1814", en Annino (coord.), Historia, pp. 291-214; Barragán, Rossana,
”Españoles patricios y españoles europeos. Conflictos intra-elites e identidades en la ciudad de La
Paz en vísperas de la independencia 1770-1809”, en Walker, Charles (comp.), Entre la retórica y
la insurgencia: las ideas y los movimientos en los Andes, Siglo XVIII. Cuzco: CBC, 1996, pp. 113-
172; Irurozqui, Marta, "El sueño del ciudadano. Sermones y catecismos políticos en Charcas
tardocolonial", en Quijada, Mónica y Jesús Bustamante (eds.), Elites intelectuales y modelos
colectivos. Mundo Ibérico (siglos XVI-XIX). Madrid: CSIC, 2003, pp. 215-245; Irurozqui, Marta, "La
evangelización política. Ciudadanía, catecismos políticos y elecciones en Charcas, 1809-1814".
Debates y perspectivas. Cuadernos de Historia y Ciencias Sociales, 3 (Madrid), 2003, pp. 15-28;
Irurozqui, Marta, "Del “Acta de los Doctores” al “Plan de Gobierno”. Las Juntas en la Audiencia de
Charcas (1808-1810)”, en Chust, Manuel (ed.), 1808: la eclosión juntera en el mundo hispano.
México: FCE, 2007; Soux, Maria Luisa, “Autoridades comunales, coloniales y republicanas.
Apuntes para el estudio del poder local en el altiplano paceño. Laja, 1810-1850”. Estudios
Bolivianos, 6 (La Paz), 1998, pp. 93-124; Soux, Maria Luisa, “El proceso de independencia en El
Alto Perú y la crisis institucional: el caso de Oruro”, en Calderón, Mª Teresa y Clement Thibaud
(coords.), Las revoluciones en el mundo atlántico. Madrid: Taurus, 2007, pp. 189-212; Garavaglia,
Juan Carlos, “Manifestaciones iniciales de la representación en el Río de La Plata: la revolución
en la laboriosa búsqueda de la “autonomía del individuo” (1810-1812)”. Revista de Indias, 231
(Madrid), 2004, pp. 349-382.
75
Irurozqui, La ciudadanía, pp. 50-54.
37
votante y que se podía ejercer tal estatus mediante otro tipo de acciones, ahora se trata
de insistir en dos nuevas cuestiones: primero, el voto tuvo una función reguladora
encaminada a dirimir competencias y evitar conflictos; y, segundo, un cuerpo electoral
reducido no fue impedimento para el desarrollo de la competencia partidaria, ya que la
participación política ligada a las elecciones tenía otras posibilidades de acción que
precisamente favorecieron la democratización política.
Por el Decreto del 9 de febrero de 182576 José Antonio de Sucre (1826-1828)
convocó la Asamblea de Representantes del Alto Perú para definir la naturaleza territorial
y nacional de la Audiencia de Charcas e instalar un gobierno provisorio, iniciándose la
reunión el 10 de julio en La Plata. Bajo el influjo de la Constitución de 1812, para la
elección de los diputados se aplicó el sufragio indirecto en tres niveles siendo este mismo
el que rigió los comicios bolivianos ininterrumpidamente hasta la reforma de 1839; aunque
fue en 1855 cuando se impuso de manera definitiva el sufragio directo ya que el indirecto
se aplicó en las elecciones para representantes de 1844, 1846 y 1850. Bajo el sistema
indirecto los habitantes de las parroquias/cantones debían elegir a electores parroquiales
quienes cumplirían los requisitos de “ser ciudadano en ejercicio, de 25 años y con
residencia de un año al menos”. Tal acto de responsabilidad ciudadana debía
protagonizarlo “todo boliviano desde la edad de 18 años…vecino o residente” sin que
mediaran los requisitos de alfabetización. Los elegidos en la parroquia se encargaban de
escoger a los electores de partido/provincias, quienes, en última instancia, elegían en la
capital del departamento a los diputados. Ésta elección se hacía a varias vueltas, lo que
implicaba un juego de alianzas, negociaciones y consensos entre los electores77.
Asimismo, en ambas asambleas se conjugó el principio de representación poblacional con
el de representación territorial a juzgar por el número de diputados correspondientes a
cada departamento y a cada partido/provincia78.
Tras ser suscrita por la asamblea el Acta de Declaración de la Independencia el 6
de agosto de 1825, su primer acto legislativo fue la Ley del 11 de agosto de 1825 o Ley de
Glorificación que dispuso la denominación del nuevo estado como República Bolívar,

76
Aunque Bolívar lo rechazó por considerar que Sucre solo debía ocupar militarmente el territorio
hasta que él llegase, su negativa fue conocida después de ser promulgado, achacándose a
Casimiro Corral la urgencia del decreto.
77
Colección Oficial de Leyes, decretos, órdenes de la República boliviana, años 1825-1826, La
Paz: Imp. Artística, 1926; Redactor de la Asamblea Constituyente del año 1826, La Paz: Imp. y Lit.
Boliviana Hugo Hartman y Cia., 1917; El Cóndor de Bolivia. Chuquisaca, 3 de enero de 1828; 10
de enero de 1828, 17 de abril de 1828; Vaca Diez, Hormando (comp.), Derecho electoral
boliviano, 1825-1997. La Paz: Fondo Editorial de los Diputados, 1998, pp. 14-20.
78
Barragán, Rossana, “Los elegidos: en torno a la representación territorial y la re-unión de los
poderes en Bolivia entre 1825 y 1840”, en Irurozqui (ed.), La mirada, pp. 95-109.
38
pasando más tarde a denominarse República Boliviana. De cara al gobierno de ésta se
proyectó la Ley Constitucional del 6 de agosto de 1825 por José María Mendizábal,
Eusebio Gutiérrez y Manuel María Urcullu. Concebida en siete artículos, la asamblea solo
aprobó los tres relativos a la forma de gobierno representativa republicana, a un gobierno
concentrado o unitario y a la existencia de tres poderes. La asamblea clausuró sus
sesiones el 6 de octubre de ese año y dispuso que el 25 de mayo de 1826 se reuniera un
Congreso General Constituyente que elaborase una constitución definitiva. Mientras el 15
de diciembre de 1825 se decretó la creación de una Corte Superior de Justicia en La Paz
con las mismas atribuciones de las antiguas audiencias, el 21 de diciembre se legisló
observar la Ley del 9 de octubre de 1812 y demás decretos de las cortes españolas sobre
administración de justicia. El artículo 10 del Decreto de 23 de enero de 1826 negaba, en
consecuencia, la intervención de prefectos y gobernadores en la administración judicial79
Para la elaboración de la constitución se solicitó a Simón Bolívar un proyecto sobre
la misma80, que fue remitido desde Lima el 6 de junio. Después de ser analizado por la
Comisión de Negocios Constitucionales, se sancionó el de 6 de noviembre de 1826 y se
promulgó por Sucre el 19 de noviembre de 1826, siendo jurada el 2 de diciembre. Aunque
el proyecto constitucional de Bolívar había sido aprobado con leves enmiendas de detalle
y la adición del artículo 6 que sentaba el principio de unidad religiosa, no lo hizo sin
generar una ardua discusión que dejó patente futuros problemas de potestad y control
entre el Ejecutivo y el Legislativo, como ejemplificaba la crítica a que en una presidencia
vitalicia siempre había el riesgo de la dictadura, no pudiéndose resolver las crisis políticas
salvo con un golpe de Estado. Su vigencia como Ley Fundamental fue de dos años. Dejó
de funcionar tras el motín del 18 de abril de 1828, no siendo refrendadas las principales
propuestas de Bolívar en la Constitución de 1831 y siguientes.
En contraste con las anteriores experiencias constitucionales, la Carta de 1826
negaba la autonomía municipal y disponía de una serie de medidas entre las que
destacaban la implantación del sufragio calificado, la presidencia vitalicia, un
vicepresidente como sucesor del presidente, la división del poder público en cuatro
secciones –Electoral, Legislativa, Ejecutiva y Judicial- y la estructuración del poder
legislativo en tres cuerpos –tribunos, senadores y censores. En la correspondencia del 26
de mayo de 1827 Bolívar dijo de ella que reunía “la monarquía más liberal con la república

79
Sala i Vila, Nuria, “Ayuntamientos constitucionales y justicia conciliatoria durante el Trienio
Liberal en Perú (1820-1824): el caso de Huamanga”. Revista de Indias 253, (Madrid), 2011.
80
En su proclama del 1 de enero de 1826 dijo a los charqueños que “seréis reconocidos por una
nación independiente” y “recibiréis la Constitución más liberal del mundo”. Con su proyecto
constitucional tenía la esperanza de crear una homogeneización legal para lograr la gran
federación de los Andes (Trigo, Las constituciones, XXI-XXII).
39
más libre”, ya que conllevaba un régimen mixto capaz de asentar un gobierno fuerte
basado en los principios de orden y equilibrio. Para garantizar la libertad, la seguridad y la
estabilidad políticas debían mantenerse los rasgos oligárquicos implícitos en una
presidencia vitalicia, porque éstos evitarían los bruscos movimientos institucionales del
paso del sistema colonial al republicano. Detrás de la anulación de la autonomía municipal
y del nombramiento de un vicepresidente al frente de la administración y con derecho de
sucesión presidencial, estaba el objetivo de evitar la anarquía producto de la atomización
del poder y de las luchas por la sucesión. En contraste el principio de soberanía popular
quedaba realzado a través del poder electoral o poder constituyente y mediante una
estructura tricameral con capacidad de arbitrar entre los cuerpos con funciones de control
de diversos sectores de la actividad estatal81. Toda esta actividad política tuvo una
sanción ceremonial. Las juras al rey fueron sustituidas por las juras a las constituciones y
las rogativas por la victoria bélica del rey por aclamaciones a los vencedores
independentistas, siendo recibidos los ejércitos libertadores como antes se hacía con las
autoridades reales. Ello fue acompañado de una sacralización de la vida política y las
imágenes providencialistas dominaron los sermones y las homilías en honor a los
presidentes, las constituciones y los códigos civil y penal y las asambleas nacionales
durante las primeras décadas republicanas82. Del proyecto bolivariano solo pervivió en las
siguientes constituciones la implantación del sufragio calificado.
La Reforma Electoral de 1839 y las elecciones de 1840 supusieron la sustitución
del sistema electoral indirecto por el directo, la activación del sufragio censitario
(preformada en la Constitución de 1826) y la momentánea revitalización política de los
municipios. La modalidad indirecta de sufragio fue acusada de generar el despotismo de
los notables, ya que entre 1825 y 1840 los representantes habían sido las principales
autoridades locales –gobernadores, alcaldes, funcionarios de la Corte Suprema de
Justicia, cojueces, abogados, juez de letras- y religiosas –obispos, curas y canónigos-,
con la consiguiente consolidación de una red de poder local. El fin de la representación de
los intermediarios -“apoderados, tutores y curadores”- restituiría, por tanto, el libre sufragio

81
Trigo, Las Constituciones, 32-46 y 68-82.
82
Barragán, Rossana, Indios, mujeres y ciudadanos. Legislación y ejercicio de la ciudadanía en
Bolivia (siglo XIX). La Paz: Fundación Diálogo-Embajada del reino de Dinamarca en Bolivia, 1999;
Platt, Tristan (1993): “Simón Bolívar, the Sun of Justice and the Amerindian Virgen: Andean
Conceptions of the Patria in Nineteenth-Century Potosí”. Journal of Latin American Studies 25-1,
(London), 1999, pp. 159-185; Richard, Fréderic, “La Bolivia del siglo XIX y la herencia borbónica.
Mitos y realidades”, en Revista de Coordinadora de Historia. Historias 1, (La Paz), 1997, p. 171;
Martinez, Françoise, “Usos y desusos de las fiestas cívicas en el proceso boliviano de
construcción nacional, siglo XIX”, en Irurozqui (ed), La mirada, pp. 179-216; Bridikhina, Eugenia,
“La propaganda política y creación del nuevo lenguaje festivo en los primeros años de la República
de Bolivia: rupturas y continuidades”. Historia Contemporánea 1/22, 2009, pp. 249-255.
40
y la identificación entre el pueblo y sus representantes. Frente a ello los partidarios del
sufragio indirecto denunciaron que su eliminación provocaría una contracción del mercado
electoral a nivel territorial y poblacional, porque se impedirá la representación de los
pueblos83. A través del estudio de las asambleas de representantes del poder legislativo
realizadas cada dos años, Rossana Barragán muestra que la distribución de los cargos
entre los departamentos se mantuvo relativamente estandarizada y que su incremento o
descenso no estuvo relacionado con la población. Es decir, la modalidad directa no
rompió la lógica territorial presente con anterioridad y la ampliación de la participación
política se produjo a través de la creación de nuevas unidades político-administrativas -
entre 1826 y 1900 las provincias pasaron de 28 a 57 los cantones de 272 a 370. Además
de que ello incidió en la importancia de las elecciones para las Cámaras de Diputados y
Senadores como instancias de la organización de la representación, mostraba el tránsito
que experimentaron los representantes y los representados. Mientras los primeros
pasaron de concebirse como “portavoces de lo local”, mediados por relaciones
contractuales y el mandato imperativo, a entenderse como “representantes de la nación
entera”, los segundos abandonaron su posición de partícipes tutoreados para alcanzar la
dimensión de partícipes activos y decisores84.
Pese a que en términos cualitativos el sufragio indirecto favoreció un índice alto de
participación a nivel parroquial que alentó el interés popular y local por las contiendas
políticas, en términos cuantitativos los resultados finales no se diferenciaron en exceso de
los obtenidos bajo el sufragio directo. A partir de una comparación entre los censos de
población practicados en los años 1835, 1843 y 1854 con el número de sufragantes de esas
épocas, puede afirmarse que los requisitos censitarios y las sucesivas reformas de las leyes
electorales permitieron que en los comicios presidenciales el porcentaje de electores sobre
el total de la población existente en el país oscilase entre 1840 y 1870 entre el 1% y el 4%.
Asimismo, si se analiza la evolución del mercado electoral acudiendo a los distritos
electorales, coincidentes con la extensión departamental, se puede apreciar que no siempre
el porcentaje departamental de los que sufragaban coincidía con la tendencia general. Ese
desequilibrio se advierte en la década de 1850 debido a que mientras los apoyos electorales

83
Reglamento de elección sancionado por el Soberano Congreso General Constituyente de 1839.
Chuquisaca, Imp. Del Congreso administrada por Manuel Venancio Castillo, 1839; República de
Bolivia, Redactor del Congreso de 1839, t. I, p. 380-396, 402-405, 410-455; 465-492; República
de Bolivia, Redactor de la Cámara de representantes del año 1840, p. 61-66, 103-104; Redactor
del Congreso Constituyente de 1840, pp. 54-71; Irurozqui, A bala, piedra y palo, pp. 147-152.
84
Este tema está desarrollado en: Barragán, “Los elegidos”, pp. 93-123; Barragán, Rossana, El
Estado pactante. Gouvernement et Peuples. La configuration de l’Etat et ses frontieres, Bolivie
(1825-1880). París : EHESS, 2002; Barragán, Rossana, Asambleas Constituyentes. Ciudadanía y
elecciones, convenciones y debates (1825-1971). La Paz : Muela del Diablo, 2006, pp. 38-53
41
de los generales José Miguel de Velasco (1839-1841) y José Ballivián (1841-1847), no se
mantuvieron en una región específica, no ocurrió lo mismo bajo el gobierno de Isidoro Belzu
(1848-1854). Frente a un electorado constante en La Paz y Potosí entre 1839 y 1855, en
circunscripciones como Cochabamba, Oruro y Chuquisaca se produjeron importantes
fluctuaciones. Éstas quedaron asentadas al alza a partir de una reforma electoral que igualó
legalmente renta, propiedad y trabajo, con el consiguiente incremento en más de ocho mil el
número de ciudadanos que votaron en 1855 con respecto a la elección presidencial anterior.
Si el peso nacional de Cochabamba, expresado a través del protagonismo de sus milicias
urbanas/artesanas en marzo de 1849 en defensa del régimen belcista ante los movimientos
insurreccionales proBallivián, había comenzado a ser determinante a partir de la elección de
1850, fue en la de 1855 cuando alcanzó diez puntos porcentuales más que Potosí, siendo
también fundamental en el gobierno de José María de Achá (1861-1865). Años más tarde,
en 1872, en pleno fervor federalista la participación electoral de Cochabamba fue superior
por primera vez a la de La Paz, iniciándose una fase en la que ambos departamentos
mantuvieron una relación ambivalente de rivalidad y alianza, como se advierte en la
formación en 1875 de una alianza entre los partidarios de Casimiro Corral y el general
Quintín Quevedo que dio lugar al Ejército Popular del Centro en el episodio revolucionario de
la Semana Santa de Cochabamba. El fenómeno cochabambino de participación política
artesana favorecida desde las instancias políticas también se dio en Oruro y La Paz con un
notable incremento de inscritos en el registro en 1855. Si Oruro y Santa Cruz contaron con
porcentajes de sufragantes sobre la población total por encima de la media proporcional, la
tendencia contraria estuvo representada por Chuquisaca. Esta descendió del 1,6% de 1839
al 0,6% de 1844, para mantenerse en esa constante hasta 187885.

En general se puede apreciar que, salvo alguna que otra excepción, la tendencia
del mercado fue la de aumento del número de ciudadanos dentro de las condiciones
restringidas. Ello, lejos de ofrecer una imagen de inmovilidad, nos muestra un escenario
85
Ley de reforma electoral de 1840. Sucre, Imp. del Congreso, 1840; Ley de reforma electoral de
1843. Sucre, Imp. del Congreso, 1843; Reglamento de elecciones de 1851. Chuquisaca, Imp.
Sucre, 1852; Ley de reforma electoral de 1852. Chuquisaca, Imp. Sucre, 1852; Reglamento
electoral de 1861. La Paz, 1861; Reglamento electoral de 1868. La Paz, 1868; Reglamento de
elecciones de Bolivia 1877. La Paz, Imp. de la Unión Americana de César Sevilla de 1877;
Reglamento electoral de Bolivia de 1878. La Paz, Imp. El Progreso, 1878; Redactor de la
Convención Nacional del año 1843. La Paz, Litografía e Imprentas Unidas, 1843; Redactor de la
Convención Nacional de 1851 y de sus sesiones extraordinarias del mismo año. La Paz, Litografía
e Imprentas Unidas, 1921; Ramón Sotomayor, Estudio histórico de Bolivia bajo la administración
del jeneral D. José María Achá. Santiago: Imp. Andrés Bello, 1874. pp. 90-91; Jose María Linares,
Memoria del ministro de Gobierno. Sucre: s.p.i., 1840; Mesa, Carlos, Presidentes de Bolivia: entre
urnas y fusiles. La Paz: Ed. Gisbert y Cia., 1983, p. 171; Irurozqui, Marta y Víctor Peralta, "Ni
letrados ni bárbaros. Caudillos militares y elecciones en Bolivia, 1826-1880", en Secuencia. Revista
de Historia y Ciencias Sociales 42, (México D.F.), 1998, pp. 147-176.
42
político de asentamiento del sistema representativo en cuya dinámica se conjugaron
medidas institucionales de reforma política, militarización cívica de la vida política y
desarrollo del asociacionismo civil. Si bien ello no modificó de manera sustancial las
restricciones electorales, éstas se vieron compensadas en términos de ciudadanía por
dos hechos. Primero, los votantes no eran los únicos participantes en los comicios gracias
a una movilización popular destinada a llenar las calles de manifestantes, mirones,
matones, amedrentadores o simpatizantes y al funcionamiento de espacios de reunión, de
discusión y organización políticas –salones, chicherías, plazas- que aglutinaban a mujeres
y hombres con diversas funciones destinadas al triunfo de sus candidatos. Y, segundo, las
asociaciones laborales y las milicias civiles generaron espacios de competencia y disputa
partidarias paralelos al electoral que influyeron en el triunfo de un determinado candidato
como ejemplifican las campañas indígenas belcistas y corralistas, la respuesta popular a
las matanzas de Yáñez en 1861, la secuencia revolucionaria de 1874-1875 o la rebelión
de Ibáñez en 187086.

Hasta ahora se ha insistido en que la participación de la población en la escena


electoral estuvo estructurada a partir de un doble proceso de ampliación: divisiones
territoriales y acción pública. Éste se vio acompañado por una democratización del acceso
al poder y, con ello, del sistema político a través del asentamiento de la competencia entre
los candidatos. La historiografía tradicional da por hecho la existencia de sistemáticos
"pucherazos" electorales y la ausencia de competencia entre las facciones rivales.
Resulta fácil esta afirmación en elecciones que se ganaban con casi la totalidad de los
votos. Pero descartando la elección presidencial de Mariano Melgarejo (1866-1870) en
1870, los comicios ganados casi por mayoría absoluta de sufragios sólo ocurrieron en tres
de las ocho ocasiones en que se realizaron. Cuatro de las cinco elecciones restantes
dieron a las candidaturas oficiales poco más de dos tercios del electorado. Si bien esta
cifra fue suficiente para obtener la elección por el procedimiento directo sin intervención
del Congreso, ello no descarta que hubiera habido movilización de electores por parte de
los candidatos derrotados. De hecho, una de las elecciones más peleadas fue la de 1873,
en la que entre varias candidaturas oficiales venció la de Adolfo Ballivián con apenas el
39% de los votos. Sin embargo, para llegar a este tipo de elección con varias candidatu-
ras oficiales hubo que asistir al abandono o cuestionamiento de muchos procedimientos

86
Romero, Salvador, “Copetudos y sin chaqueta: la revolución federal de Andrés Ibáñez”. Historia
y Cultura, 5 (La Paz), 1984, pp. 163-180; Durán Ribera, Emilio y Guillermo Pinckert, La revolución
igualitaria de Andrés Ibáñez. Santa Cruz de la Sierra: Ed. Universitaria, 1988; Calderón, “En
defensa”, pp. 99-110; Barragán, Indios; Irurozqui, “Las Matanzas del Loreto”; Schelchkov, Andrey,
Andrés Ibáñez. La revolución de la igualdad en Santa Cruz. La Paz: Archipiélago ediciones, 2008.
43
electorales favorables a la candidatura única y que reducían la elección a un referéndum.
Ello, a su vez, implicó la sustitución del mencionado ideal de “unanimidad, armonía o
unidad civil” por el principio fusionista. El primero no contemplaba la conciliación o
negociación entre contrarios, sino la absorción de todos ellos en una síntesis superior que
encarnaría lo exigido por el bien nacional Buscaba para ello la contención de la lucha a
muerte entre facciones a través de la reunión de todas las opciones políticas en un partido
único, esperándose que el voto ofreciera una sociedad sin conflictos, en vez de expresar
diversidad de intereses sociales. Como resultaba impensable que, con independencia del
nuevo concepto de libertad, pudieran no existir idénticas opiniones acerca de que el
objetivo supremo de todo nacional fuese el bienestar de la nueva república, el partido
único se asumió como la sustancia misma del pueblo. Sin embargo, ello no limitó los
enfrentamientos partidarios quedando en evidencia que esa fórmula no satisfacía la
función de la representación. Por tanto, la pluralidad de intereses que albergaba toda
sociedad hizo estallar las visiones unanimistas de la nación y cobró vigencia la
heterogeneidad política. Conscientes de que el espíritu faccioso era un elemento
imprescindible e inevitable en el sistema representativo democrático y conforme al ideal
republicano que cifraba la defensa del orden constitucional en la acción política de sus
ciudadanos, adquirió importancia el principio de la fusión o de “fraternidad y tolerancia
recíproca de partidos”. Éste abogaba por la gestión de las disidencias políticas a partir del
reconocimiento por parte de las autoridades gubernamentales del derecho de los
opositores a expresar públicamente puntos de vista divergentes e incluso un desacuerdo
total, siempre y cuando no recurrieran a la fuerza o a alianzas con países extranjeros para
imponer su punto de vista político87.
A nivel procedimental, la conversión del acto electoral en un referéndum fue
favorecida por la concesión a cada sufragante de la posibilidad de votar por dos candidatos.
Este sistema, introducido en la ley de 1839, a pesar de permitir un amplio abanico de
contendientes, facilitó que el voto tendiera a concentrarse en el candidato oficial. Es
probable que la finalidad original de este mecanismo fuese generar un puente entre la
elección indirecta y la directa. Por un lado, su ejercicio permitía respetar la tendencia de un
electorado acostumbrado a votar por el representante local, en el que se delegaban todo tipo
de responsabilidades y con el que posiblemente se tenían vínculos personales. Por otro, se

87
Ternavasio, Marcela, “La visibilidad del consenso. Representaciones en torno al sufragio en la
primera mitad del siglo XIX”, en Sábato y Lettieri (comps.), La vida política, pp. 57-59; Thibaud,
Clément, “Definiendo el sujeto de la soberanía: repúblicas y guerra en la Nueva Granada y
Venezuela 1808-1820”, en Chust y Marchena (eds.), Las armas de la nación, p. 219; Irurozqui, “El
espejismo”, pp. 69-83.
44
orientaba a la población a asumir una decisión concreta y contractual por un candidato de
interés general. El problema surgió cuando la obligación de votar al candidato no local
supuso la entrega inevitable del voto al candidato convocante de los comicios como sucedió
en 1840 y 1855: los generales Velasco y Belzu obtuvieron resultados óptimos al dispersar el
sufragio de sus más cercanos rivales, ya que el primer triunfó sobre más de doscientos
nombres que también obtuvieron votos, mientras el segundo lo hizo frente a sesenta
candidatos. Otra medida que favoreció la candidatura única fue la suspensión o pérdida de
ciudadanía. Las irregularidades solían darse en la fase inicial del procedimiento electoral, es
decir, cuando las mesas calificaban a los ciudadanos. La ley electoral solía facultar a los
concejos municipales a suspender la ciudadanía a aquellos sujetos que fueran sospechosos
de demencia, mendicidad, embriaguez declarada, deudas o crímenes, por considerarlos
incapaces de asumir la responsabilidad del sufragio al estar en entredicho su independencia
de juicio y de voluntad. Sin embargo, esa exclusión se amplió con la inclusión en las
Constituciones de 1834 y de 1839 del agravante adicional de "traidor a la causa pública".
Ésta fue una de las principales razones por las que ningún sufragio en 1840 se expresó a
favor de los crucistas, pese a ser el voto secreto. Belzu incorporó esa cláusula en el
Reglamento Electoral de 1851, siendo los principales perjudicados los simpatizantes
ballivianistas y velasquistas. En 1870 y 1877, Melgarejo e Hilarión Daza (1876-1879),
respectivamente, también se valieron de ese precepto para deshacerse de los exiliados
políticos que conspiraban en las fronteras.
Para refrenar la exclusión política de los ciudadanos se ideó el mecanismo de la
amnistía en vísperas de una contienda electoral. Esta política de indulto a los enemigos fue
una práctica iniciada por el general Belzu en 1855. La medida permitió que José María
Linares (1857-1860) participara en la elección como candidato de oposición, pero
proporcionó al candidato oficial, el general Jorge Córdova (1855-57), la ventaja de
neutralizar a los emigrados políticos más intransigentes con el régimen belcista mediante el
logro de su apoyo en contra de Linares por ser un enemigo común. Situaciones semejantes
se dieron en las elecciones de Agustín Morales (1871-1872), Tomás Frías (1872-1873,
1874-1876) y Adolfo Ballivián (1873-1874) en 1872, 1873 y 1874, respectivamente. De ello
se desprende que la política de la amnistía sirvió como un medio de reforzar a una
candidatura oficial mediante la explotación de las rivalidades entre los opositores. Pero, pese
a las ventajas que esa medida deparó para algunos gobernantes, no todos estuvieron
dispuestos a ejercitarla. La falta de seguridad en el juego de sacar ventaja de los conflictos
entre los miembros de la oposición hizo que ni Melgarejo ni Daza fuesen partidarios de usar
la amnistía política por miedo a perder las elecciones. Asimismo, hubo también gobernantes,

45
como fue el caso de Achá en 1861 y 1862, que emplearon la amnistía para generar
gabinetes de gobierno multipartidistas que contuviesen posibles insurrecciones y ayudasen
a pacificar políticamente el país. Pero si durante su presidencia el ejercicio de las armas por
parte de la población los confirmaba como ciudadanos que gracias a la violencia
preservaban la constitucionalidad en el país, bajo el segundo mandato de Frías el uso
popular de la fuerza no se interpretó como un acto revolucionario de salvaguarda
constitucional, sino como una sedición que ponía en riesgo la gobernabilidad de la
República al exponerla a los desmanes de la guerra. A fin de no malograr el proceso de
institucionalización estatal se imponía el disciplinamiento gubernamental de aquellos que
podían ejercer la violencia: el pueblo en armas y el ejército. El recurso empleado para
desmantelar su potencial armado fue la ley. A través de su capacidad de regular las
instituciones políticas del Estado se trató de tipificar toda insurrección como un delito
ordinario y no político y de juzgar a los sediciosos por el derecho penal y no por el
derecho de gentes. Esa medida se juzgó inconstitucional por parte de los sublevados
porque contradecía el espíritu de la Constitución de 186188 que había abolido la pena de
muerte en los delitos políticos para lograr la fusión o el hermanamiento de facciones.
Además, no solo quedaban marginados de futuras amnistías, sino también convertidos en
criminales por expresar su protesta ante una violación de la constitución y del régimen
político que amparaba.
Si bien los candidatos gubernamentales tuvieron a su favor los recursos oficiales para
reducir las posibilidades de triunfo de la oposición y para arbitrar rivalidades partidarias, ello
en ningún caso significó que las contiendas electorales careciesen de competencia. De
hecho, el conflicto sobre la autonomía política municipal, la aparición de clubes políticos y las
reyertas entre éstos y las autoridades administrativas lo impidieron en la medida en que
ofrecieron a la oposición oportunidades de crecimiento. Tras la guerra, la capacidad política
de los municipios había sufrido en aras de la gobernabilidad nacional un contradictorio
proceso de desmantelamiento y desarrollo, ejemplificado en el tema del control institucional
de la confección de los padrones electorales89. Si bien los gobiernos de Sucre, Ballivián,
Belzu, Melgarejo y Daza buscaron reducir sus funciones y los de Andrés de Santa Cruz
(1829-1839), Linares, Achá y Morales pretendieron acrecentar su potestad política, tales
acciones dejaron en evidencia que se trataba de un espacio de gran atractivo político en la
medida que podía convertirse en la primera instancia en el relevo del poder. Por un lado, los
municipios eran espacios acostumbrados a la autogestión política por la tradición española,
88
Trigo, Las constituciones, pp. 308-326.
89
Rodríguez, Gustavo, Estado y municipio en Bolivia. La Ley de Participación Popular en una
pesrpectiva histórica. La Paz: MDSMA, 1995.
46
la herencia gaditana y las condiciones de la guerra independentista. Por otro, poseían una
domesticidad que favorecía su conversión en espacios de capitalización de las ambiciones y
descontentos locales. Ambas características los hicieron sede de clubes políticos. En un
inicio éstos no acreditaban pertenencias partidarias y se autocalificaban como ámbitos
democráticos de expresión popular. Sin embargo, como las relaciones entre sus dirigentes,
sus seguidores y los distintos poderes locales posibilitaban un contacto directo generador de
identidades y lealtades encuadradas políticamente, en su mayoría terminaron actuando
como cédulas políticas de vinculación y movilización del electorado para el triunfo de una
determinada candidatura. Un ejemplo de cómo un club político generó a partir de unas
elecciones municipales un espacio de convergencia y competencia políticas entre las
autoridades -jefe político, fiscales, munícipes- y las nuevas fuerzas sociales lo representó el
Club Constitucional de Potosí en 1861; sobre todo cuando, derrotado su candidato,
encaminó su futuro quehacer a asumir una acción fiscalizadora del gobierno local mediante
el derecho de petición. Ello le condujo a un enfrentamiento con el municipio que, en la
medida en que supuso un cuestionamiento del poder jurisdiccional de una instancia
gubernativa, evidencio la tensión entre los principios de soberanía popular y de autoridad y
conllevó un debate sobre el poder político de la sociedad que un año más tarde se traduciría
en un esfuerzo de reforma constitucional sintetizado en el documento La Apelación del
Pueblo de Lucas Mendoza de La Tapia90.
En suma, pese a que muchos gobernantes obtuvieron el poder mediante golpes de
Estado o sublevaciones opositoras, todos necesitaron celebrar comicios para legitimizar su
proceder y sancionar constituciones y leyes electorales de acuerdo con la legalidad
representativa. De hecho, el imperativo de garantizar el libre sufragio hizo que tras cada
elección, los reglamentos correspondientes a la siguiente viesen modificados y ampliados
aquellos mecanismos y acciones que habían generado controversia, quedando en perpetua
revisión la inscripción de padrones, la formación y origen social de los jurados, la
composición de las mesas calificadoras, receptoras y escrutadoras, el desarrollo del

90
Redactor del Congreso 1837-1839, 1851. La Paz, 1919; Redactor del Congreso Extraordinario
de Bolivia 1854-1855. La Paz, 1925; Redactor de la Asamblea Constituyente del año 1861. La
Paz, 1926; Irurozqui, A bala, piedra y palo, pp. 223-234; El Club, Potosí, 2 de diciembre de 1861;
10 de febrero de 1862; 22 de febrero de 1862; Sotomayor, Estudio, p. 250-254; Archivo del
Ministerio de Asuntos Exteriores (en adelante AMAE) H1881 "Legación de España en Chuquisaca al
Primer Secretario de Estado”, Chuquisaca 5 de mayo de 1862 y 13 de mayo de 1862; Sotomayor,
Estudio, pp. 249-250; René-Moreno, Anales, pp. 340-357; Mendoza de La Tapia, Lucas, La
apelación al pueblo o sea el Decreto del 18 de noviembre de 1862. Cochabamba: Tip. de
Gutiérrez, 1863; "Un Aldeano ilustrado". En Lema, Ana María (coord.), Bosquejo del estado en que
se halla la riqueza nacional de Bolivia con sus resultados, presentado al examen de la Nación por un
Aldeano hijo de ella. Año de 1830. La Paz: Ed. Plural-UMSA-Historias, 1994, p. 216; Irurozqui,
"Muerte en el Loreto”, pp. 137-158.
47
escrutinio o el control del orden en las plazas. Ello vino acompañado de dos fenómenos que
de modo progresivo actuaron a la vez de “responsable” y de “resultado”. Por un lado, las
candidaturas únicas comenzaron a tener dificultades para triunfar holgadamente, siéndoles
cada vez más difícil a las autoridades políticas y/o concejos municipales hacer propaganda
en favor de una candidatura oficial sin oposición. El rechazo social a que el partido y el
candidato únicos ocupasen la función de la representación y se entendiesen como la
sustancia misma del pueblo sintetizó el quiebre del principio de unanimidad y con ello el
fin del entendimiento de la facción como agente nocivo para la canalización institucional
de la opinión pública. Por otro, aparecieron y crecieron en número de clubes y también las
reyertas entre éstos, las municipalidades y las autoridades administrativas. Ello significó que
la facción, trasmutada en partido político, actuaba de dinamizadora primordial de la
movilización política a través de los principios de competencia y alternancia, figurando
entre sus objetivos la formación de identidades y el procesamiento político de intereses
diversos a fin de integrarlos en el proceso político. La conjugación de ambos fenómenos
permitió que la contienda electoral se fuese asentando como una experiencia contraria a la
farsa política, sin que ello significara que cesasen los esfuerzos unilaterales de controlar su
funcionamiento. Con esto no sólo se materializaba una progresiva democratización del
poder, sino también de la sociedad. Tal experiencia se produjo en la medida en que ésta
para proteger sus intereses se vio involucrada en el proceso político no sólo por las vías
institucionales, sino también a través de la violencia –sublevaciones, golpes de Estado,
guerras civiles- o de la ilegalidad electoral. Si bien tal situación daría lugar desde el poder a
nuevas estrategias de contención y disciplinamiento de la participación pública de la
sociedad, el armazón legal construido a partir de los principios democráticos generó
recursos políticos a partir de los que dinamizar el cambio social91.

Conclusiones

El propósito central de este texto ha sido mostrar la experiencia –suceso- y la


experimentación –acto- democráticas bolivianas a través de cuestionar las afirmaciones
referentes a que el voto ocasional legitima este sistema político y a que el papel del
ciudadano se circunscribe a un mero “productor de gobiernos”. Con la intención de
mostrar cómo históricamente la democracia ha sido y es mucho más que la celebración
de elecciones periódicas de representantes en condiciones no fraudulentas se han

91
Irurozqui, A bala, piedra y palo, pp. 223-234.
48
trabajado dos de los componentes de la democracia: los sujetos y los procedimientos
representativos. Como el primero hace referencia al pueblo soberano se ha discutido
acerca de quién lo conformaba, qué tipo de representaciones aproximativas y sucesivas
se desarrollaron del mismo y cuál era la naturaleza de su participación política. Al ser las
elecciones la expresión fundamental de la voluntad popular en un régimen representativo,
debido a que a través de ellas se realiza la designación de los representantes por parte de
la población, también se ha incidido en su implantación y desarrollo. A partir de esa doble
selección no sólo se ha subrayado que ser ciudadano no se reducía a ser votante y que
podía ejercerse tal estatus mediante otro tipo de acciones vinculadas al trabajo, la
contribución, las peticiones públicas o las actividades armadas, sino también se han
remarcado dos valores de los comicios. Primero, el voto tuvo una función reguladora
encaminada a dirimir competencias y evitar conflictos; y, segundo, el cuerpo electoral a
pesar de ser reducido no fue impedimento para el desarrollo de la competencia partidaria,
ya que la participación política ligada a las elecciones tenía otras posibilidades de acción
ligadas a la violencia y a la ilegalidad que precisamente favorecieron la democratización
política boliviana.
A través del estudio de estos dos componentes se han abordado los procesos de
expresión y de institucionalización de la soberanía popular. En su análisis se ha tenido en
cuenta, primero, la tensión gubernamental existente entre la estabilidad/orden políticos y
la participación popular y, segundo, el ordenamiento de la acción autónoma de múltiples
instancias estatales. Ello, además de subrayar la interacción entre los sistemas
representativos y las prácticas sociales, también incide en la dimensión de construcción
permanente que subyace en la democracia. Su puesta en escena revela dos dinámicas: la
democratización del poder y la democratización de la sociedad. Ambas discurren en
interacción, siendo imprescindible que la formalidad democrática vaya acompañada de su
interiorización social a través de prácticas ciudadanas. La trayectoria de democratización
boliviana muestra que en dicho proceso durante las primeras décadas del siglo XIX el
principio republicano prefiguró lo nacional permitiendo que el liberalismo no fuera un
cuerpo de doctrinas puramente individualistas, incompatible con las soluciones
corporativas92. Éstas, lejos de regodearse en formulaciones representativas estamentales,

92
Aunque obedece a otra discusión historiográfica se remite al debate sobre proteccionismo y
librecambismo, siendo para el caso de Bolivia fundamentales los textos de Tristan Platt: Estado
Boliviano, Ayllu Andino: Tierra y Tributo en el Norte de Potosí. Lima: IEP, 1982; El estado tributario
y librecambio en Potosí (siglo XIX): Mercado indígena, proyecto proteccionista y lucha de
ideologías monetarias. La Paz: HISBOL, 1986; “The Andean Experience of Bolivian Liberalism:
Roots of Rebellion in 19th Century Chayanta (Potosí)”. En Steve Stern (ed.), Resistance, Rebellion,
and Consciousness in the Andean Peasant World: 18th to 20th Centuries. Madison: University of
49
sufrieron resignificaciones ideológicas y generaron oportunidades de cambio social y de
renovación política, de manera que la supervivencia de la heterogeneidad del cuerpo
social y político del período procedente, con la consiguiente falta de uniformidad étnica,
normativa e institucional, no se tornó en un serio obstáculo para la existencia nacional.
El fenómeno anterior ha sido historiográficamente opacado tanto por no
reconocerse que muchos referentes del Antiguo Régimen actuaron de valores
constitutivos de la modernidad, como por asumirse de una manera unívoca y determinsta
tanto las nociones de individuo, sociedad y gobierno, como las relaciones establecidas
entre ellos. En contrapartida se han sostenido tres supuestos acerca de ello desde los que
repensar los procesos políticos decimonónicos en América Latina. Primero, la
deconstrucción de la tradición individualista del liberalismo permite abordar su estudio
como un proceso contingente de definición según el cual en cada contexto histórico
pudieron coexistir diversas comprensiones del liberalismo. Segundo, la problematización
de la relación entre individuo y comunidad desde otros parámetros que no impliquen la
idea de “disolución del individuo en la colectividad” o la conformación de ésta como su
mera agregación por apelar el lenguaje del liberalismo a la razón como argumento de
autoridad, pronosticando el triunfo del “hombre como sujeto de derechos inalienables en
virtud de su innata capacidad de raciocinio”, posibilita la recuperación de los cuerpos
intermedios como ámbitos de adscripción identitaria que no necesariamente entraban en
conflicto con la lealtad y fidelidad nacionales. Y tercero, el cuestionamiento de la cadena
liberalismo-democracia-gobernabilidad crea un nuevo campo a partir del que resignificar a
cada uno de estos actores y la relación mantenida entre ellos93.

Wisconsin Press, 1987, pp. 280-323.


93
Visiones críticas sobre el tema en: Walzer Michael, “The Communitarian Critique of Liberalism”,
Political Theory, 1990, pp. 6-23; Taylor, Charles, “Equívocos: el debate liberalismo-comunitarismo”,
en Taylor, Charles (ed.), Argumentos Filosóficos. Barcelona: Paidós, 1997, pp. 239-267; Bird,
Colin, The Myth of Liberal Individualism. Cambridge: Cambridge University Press, 1999;
Macpherson, C.B., La teoría política del individualismo posesivo. Madrid: ed. Trotta, 2005;
Izquierdo, El rostro.
50
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medio de garantizar elecciones libres, 1838-1872”, en Carlos Malamud y Carlos Dardé
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1930, Santander, Universidad de Cantabria, 2004, pp. 115-142.

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