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EL COMBATE CRISTIANO

Traductor: Lope Cilleruelo, OSA

Revisión: Domingo Natal, OSA

CAPÍTULO I

La gracia de Cristo vence al diablo

1. La corona de la victoria no se promete sino a los que luchan. En la divinas

Escrituras vemos que, con frecuencia, se nos promete la corona si vencemos.

Pero para no ampliar demasiado las citas, bastará recordar lo que claramente

se lee en el apóstol San Pablo: terminé la obra, consumé la carrera, conservé

la fe, ya me pertenece la corona de justicia  1. Debemos, pues, conocer quién

es el enemigo, al que si vencemos seremos coronados. Ciertamente es aquel a

quien Cristo venció primero, para que también nosotros, permaneciendo en Él,

le venzamos. Cristo es realmente la Virtud y la Sabiduría de Dios, el Verbo por

quien fueron creadas todas las cosas, el Hijo Unigénito de Dios, que

permanece inmutable siempre sobre toda criatura. Y si bajo Él está la criatura,

incluso la que no pecó 2, ¿cuánto más lo estará toda criatura pecadora? Si bajo

Él están los santos ángeles, mucho más los estarán los ángeles prevaricadores

cuyo príncipe es el diablo. Pero como el diablo defraudó nuestra naturaleza, el

Hijo único de Dios se dignó tomar esa misma naturaleza, para que, por ella

misma, el diablo fuera vencido. Así, Él, que tuvo siempre sometido al diablo, le

sometió también a nosotros. A él se refiere cuando dice: el príncipe de este

mundo ha sido arrojado fuera  3. No porque fuera expulsado del mundo, como

dicen algunos herejes, sino que fue arrojado del alma de los que viven unidos
al Verbo de Dios y no aman al mundo del que él es el príncipe porque domina a

los que aman los bienes temporales que se poseen en este mundo visible. No

quiero decir que él sea el dueño de este mundo, sino que es el príncipe de las

concupiscencias con las que se codicia todo lo pasajero. Así, somete a los que

aman los bienes caducos y mudables y se olvidan del Dios eterno. Pues: raíz

de todos los males es la codicia, a la que algunos amaron y se desviaron de la

fe, y, así, se acarrearon muchos sufrimientos  4. Por esta concupiscencia reina

el diablo en el hombre y posee su corazón. Esos son los que aman este

mundo. Pero se renuncia al diablo, que es el príncipe de este mundo, cuando

se renuncia a las corruptelas, a las pompas y a los ángeles malos. Por eso, el

Señor, al llevar en triunfo la naturaleza humana, dice: Sabed que yo he vencido

al mundo  5.

CAPÍTULO II

Modo de vencer al diablo

2. Pero muchos dicen: ¿Cómo podemos vencer al diablo si no le vemos?

Tenemos ya un Maestro que se ha dignado mostrarnos cómo se vencen los

enemigos invisibles. Pues de Él dice el Apóstol: se desnudó de la carne y sirvió

de modelo a principados y potestades, al triunfar confiadamente de ellos en sí

mismo  6. Vencemos las potestades hostiles invisibles cuando vencemos las

apetencias invisibles. Y por eso, cuando vencemos en nosotros la codicia de

los bienes temporales, necesariamente vencemos en nosotros al que reina en

el hombre por esa codicia. Pues, cuando se le dijo al diablo: comerás tierra, se

le dijo al pecador: eres tierra y tierra te volverás  7. Así, el pecador fue dado

como alimento al diablo. No seamos tierra si no queremos ser devorados por la


serpiente. Pues, así como lo que comemos se convierte en nuestro cuerpo, y el

mismo alimento se hace aquello mismo que somos por el cuerpo, así también,

por las malas costumbres, por la malicia, la soberbia y la impiedad, se hace

uno, como el diablo, esto es, igual a él, y se somete a él, como nuestro cuerpo

nos está sometido. Y esto es lo que significa ser devorados por la serpiente.

Así pues, todo el que tema aquel fuego que está preparado para el diablo y sus

ángeles 8, trabaje para triunfar de aquél en sí mismo. Pues a los que nos

combaten desde fuera, los vencemos desde dentro cuando vencemos las

concupiscencias por las que ellos nos dominan. Porque únicamente a los que

encuentran iguales que ellos, los llevan consigo al suplicio.

CAPÍTULO III

¿Cómo viven los demonios en el cielo,

si son príncipes de las tinieblas?

3. El Apóstol recuerda que combate, dentro de sí, contra los poderes

exteriores. Dice así: No peleamos contra la carne y la sangre, sino contra los

príncipes y potestades de este mundo y los gobernadores de estas tinieblas,

contra los malvados espíritus que habitan en el cielo  9. Con el término "cielo" se

designa el aire, en el que se forman los vientos y las nubes, las borrascas y

torbellinos, como atestigua la Escritura en muchos pasajes: y tronó desde el

cielo el Señor  10, y las aves del cielo  11, y los pájaros del cielo  12, pues es

manifiesto que la aves vuelan en el aire. Nosotros mismos tenemos la

costumbre de llamar cielo al aire, y, así, cuando preguntamos si hace sereno o

nuboso, unas veces decimos: ¿Cómo está el aire?, y otras: ¿Cómo está el

cielo? Digo esto para que nadie piense que los demonios habitan donde Dios
colocó el sol, la luna y las estrellas. A estos demonios malos el Apóstol los

llamó espirituales porque en las divinas Escrituras se llama también espíritus a

los ángeles malos. Y se dice que son gobernadores de estas tinieblas, porque

llama tinieblas a los pecadores, a quienes los demonios dominan. Por eso, en

otro lugar dice: en otro tiempo fuisteis tinieblas, mas ahora sois luz en el

Señor  13, pues los que eran pecadores ya habían sido justificados. No

pensemos, pues, que el diablo y sus ángeles habitan en el sumo cielo, de

donde creemos que cayeron.

CAPÍTULO IV

Teoría de los maniqueos

4. Erraron, pues, los maniqueos cuando dijeron que antes de la creación del

mundo había un linaje de las tinieblas que se rebeló contra Dios. Creen los

infelices que en esta guerra no pudo el Dios omnipotente defenderse contra

ellos de otro modo que arrojando una parte de su sustancia divina. Los

príncipes de aquel linaje, según ellos, devoraron parte de la sustancia divina y

así quedaron sosegados de modo que pudo fabricarse el mundo a partir de

ellos. Explican así que Dios logró la victoria con grandes calamidades,

tormentos y desventuras de sus miembros. Pues, según añaden, los miembros

divinos tuvieron que ser asimilados por las entrañas tenebrosas de aquellos

príncipes para calmarlos y mitigar su furor. No entienden que su secta es tan

sacrílega que presenta al Dios omnipotente luchando con las tinieblas, no por

medio de las criaturas que Él creó, sino con su propia sustancia, lo que es

realmente sacrílego. Y no solo esto, sino que añaden que los vencidos se

hicieron así mejores, pues quedó mitigado su furor, aunque la sustancia divina,
que venció, se envileció. Más aún, dicen que, al mezclarse con las entrañas

tenebrosas, la sustancia divina perdió el entendimiento, la bienaventuranza y

quedó sumida en grandes errores y desventuras. Y aunque expliquen que, al

fin, toda la sustancia divina quedará purificada, afirman una gran impiedad

contra el Dios omnipotente, cuya sustancia creen que ha sufrido errores y

castigos sin culpa alguna. Incluso, los infelices se atreven a decir que no toda

la sustancia se podrá purificar, y que esa parte no purificada contribuirá al bien

de su portador al quedar envuelta y sepultada en el mal. Así siempre habrá una

parte desventurada de Dios, porque aunque en nada delinquió quedará sujeta,

para siempre, a la cárcel de las tinieblas.

Esto dicen los maniqueos para seducir a las almas sencillas. Pero ¿quién será

tan ingenuo que no vea que todo esto es un sacrilegio, pues se afirma que el

Dios omnipotente, vencido por la fatalidad, tuvo que entregar una parte propia,

buena e inocente, para verse envuelta en tantas desventuras y mancillada con

tanta inmundicia, de modo que no pueda libertarse del todo y, así, sin poder

liberarse quede sujeta a cadena perpetua? ¿Quién no execrará todo esto?

¿Quién no comprenderá que es algo impío y nefando? Pero ellos, cuando

captan a alguien, no comienzan por decirle esto, puesto que, si así lo hicieran,

todos se burlarían de ellos y les abandonarían, sino que comienzan por

seleccionar los pasajes de la Escritura que los sencillos no entienden, y así les

engañan, como a almas inexpertas, preguntándoles que de dónde viene el mal.

Así lo hacen, por ejemplo, con este pasaje en el que dice el Apóstol: Los

gobernadores de estas tinieblas y los espíritus malos que habitan en el cielo  14.

Vienen, pues, estos seductores y preguntan a un hombre que no entiende las

divinas Escrituras cómo pueden estar en el cielo los gobernadores de las


tinieblas, para que, al no saber responder, sea arrastrado por ellos al engaño,

pues toda alma ignorante es curiosa. Mas quien conoce bien la fe católica y

vive protegido por las buenas costumbres y la verdadera piedad, aunque no

conozca su herejía, sabe cómo responderles. Pues nadie puede engañar al

que conoce lo que atañe a la fe católica, difundida por el orbe de la tierra, ya

que ella vive segura, bajo el gobierno de Dios, frente a los impíos y pecadores

y frente a los mismos católicos negligentes.

CAPÍTULO V

De cómo los espíritus malos habitan en el cielo

5. Decíamos que el apóstol San Pablo afirma que estamos en combate contra

los gobernadores de las tinieblas y los espíritus malos que habitan en el cielo.

Y ya hemos probado que se llama cielo incluso al aire próximo a la tierra.

Ahora, es preciso creer que nosotros luchamos contra el diablo y sus ángeles

que se gozan en nuestra perturbación. En efecto, el mismo Apóstol, en otro

lugar, llama al diablo príncipe del poder del aire 15. Aunque este pasaje, en que

dice: los espíritus malos del cielo, pueda entenderse de otro modo, para que no

ponga en el cielo a los mismos ángeles prevaricadores, sino más bien a

nosotros de quienes en otro lugar dice: nuestra conversación está en el cielo  16.

Y para que aferrados a las cosas celestiales, es decir, caminando en los

preceptos espirituales de Dios, luchemos contra los espíritus malos que tratan

de arrojarnos de allí. Mucho nos hemos de preguntar cómo podemos luchar y

vencer a los enemigos que no vemos, para que no piensen los necios que

peleamos con el aire.

CAPÍTULO VI
Para vencer al diablo y al mundo hay que someter el cuerpo

6. El mismo Apóstol nos enseña cuando dice: No peleo como quien azota el

aire, sino que castigo mi cuerpo y lo reduzco a servidumbre, no sea que,

mientras predico a otros, yo sea encontrado réprobo  17. Y también dice: Sed

imitadores míos, como yo lo soy de Cristo  18. Por lo que hemos de entender

que el Apóstol triunfó, en sí mismo, de los poderes de este mundo, como lo

había dicho el Señor 19, cuyo imitador se declara. Imitémosle, pues, nosotros,

como él nos exhorta, y castiguemos nuestro cuerpo y reduzcámoslo a

servidumbre si queremos vencer al mundo. Pues el mundo puede dominarnos

con sus placeres ilícitos, con sus pompas y curiosidad malsana. Puesto que los

placeres perniciosos de este mundo esclavizan a los amantes de las cosas

temporales, y les obligan a servir al diablo y a sus ángeles. Pero si hemos

renunciado a todas esas cosas, reduzcamos a servidumbre a nuestro propio

cuerpo.

CAPÍTULO VII

Para someter nuestro cuerpo debemos someternos a Dios,

a quien todo sirve quiera o no

7. Pero quizá alguien pregunte cómo hacer para reducir nuestro cuerpo a

servidumbre. Esto puede fácilmente entenderse y realizarse si primero nosotros

nos sometemos a Dios con buena voluntad y sincera caridad. Verdad es que

toda criatura, quiera o no, está sometida a su único Dios y Señor. Pero se nos

amonesta que sirvamos al Señor nuestro Dios con plena voluntad. Porque el

justo sirve libremente, el injusto forzosamente, pero todos sirven a la divina

Providencia. Unos obedecen como hijos y hacen así lo que es bueno, otros
trabajan encadenados, como esclavos, y se hace con ellos lo que es justo. Así,

el Dios omnipotente, Señor de la creación entera, que, como está escrito, hizo

todas las cosas muy buenas  20, las ordenó de tal modo que hacen el bien por

las buenas o por las malas. En efecto, lo que se hace con justicia, bien se

hace. Con justicia son bienaventurados los buenos y justamente padecen

suplicio los malos. Dios hace el bien a los buenos y a los malos porque todo lo

hace con justicia. Buenos son los que con toda su voluntad sirven a Dios, y

malos los que sirven por necesidad, pero nadie se sustrae a la ley del

Omnipotente. Con todo, una cosa es hacer lo que la ley ordena y otra padecer

lo que la ley impone. Por eso, los buenos actúan según las leyes, y los malos

padecen según las leyes.

8. No nos impresione el que los justos toleren muchos sufrimientos graves y

ásperos en esta vida que llevan en su carne mortal. Pues ningún mal padecen

los que pueden decir lo que pregona y alaba aquel varón espiritual que fue el

Apóstol, cuando dice: Nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la

tribulación produce la paciencia, la paciencia la prueba, la prueba la esperanza,

y la esperanza no queda defraudada, porque la caridad de Dios se ha difundido

en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado  21. Luego, en

esta vida, donde hay tantas tormentas, los hombres justos y buenos no solo

pueden tolerarlas con ánimo tranquilo cuando las sufren, sino que también

pueden gloriarse en la caridad de Dios. Pues ¿qué hemos de pensar de aquella

vida que se nos promete, en la que no hemos de sentir molestia alguna en el

cuerpo? Para diferente destino resucitará el cuerpo de los justos y el cuerpo de

los impíos, como está escrito: todos resucitaremos, pero no todos seremos

transformados  22. Y para que nadie piense que esta transformación no se


promete a los justos, sino, más bien, a los injustos estimando que ese cambio

es para castigo, continúa diciendo: y los muertos resucitarán incorruptos y

seremos transformados  23. Todos los malos que hay han sido ordenados así:

cada uno es dañino para sí, y todos son dañinos para todos. Apetecen lo que

no puede amarse sin la propia ruina y lo que fácilmente se les puede quitar, y

así se lo quitan unos a otros cuando se persiguen mutuamente. Y, porque

aman los bienes temporales, sufren aquellos a los que se les quitan, pero los

que se los arrebatan se regocijan. Esa alegría es ceguera y suma miseria, ya

que esclaviza al alma y la arrastra a mayores tormentos. Pues también se

regocija el pez cuando, sin ver el anzuelo, se lanza a la carnaza, pero cuando

el pescador comienza a tirar de él, primero siente el tormento en sus entrañas,

y, luego, pasa del regocijo a la muerte con el mismo cebo que le entusiasmó.

Así, todos los que se sienten felices con los bienes temporales, se han tragado

el anzuelo y con él viven la zozobra, pero vendrá un tiempo en que sentirán los

graves tormentos que, con tanta avidez, han devorado. Y, por eso, en nada se

daña a los buenos cuando les quitan lo que no aman, ya que aquello que aman

y por lo que son felices, nadie se lo puede quitar. Pues los dolores corporales

afligen míseramente a las almas malas, mientras purifican con reciedumbre a

las buenas. Así acontece que el hombre malo y el ángel malo luchan a favor de

la Providencia divina, aunque no saben el bien que Dios realiza por medio de

ellos. Por tanto, no se les pagará con el mérito del servicio, sino con el salario

de la malicia.

CAPÍTULO VIII

Todo lo gobierna la divina Providencia


9. Pero, así como estas almas, con voluntad capaz de dañar y entendimiento

para pensar, están ordenadas por la ley divina, para que nadie padezca

injustamente, del mismo modo, todas las cosas, animales y corporales, cada

una según su género y orden, están sometidas a la ley de la divina Providencia

y son gobernadas por ella. Por eso dice el Señor: ¿No se venden dos pájaros

por un as, y no cae en tierra uno de ellos sin la voluntad de vuestro

Padre?  24 Pues esto lo dijo para mostrar que la omnipotencia divina gobierna

incluso lo que los hombres consideran muy vil. Así, atestigua la Verdad que

Dios alimenta las aves del cielo, viste a los lirios del campo y tiene incluso

contados los cabellos de nuestra cabeza 25. Pero como Dios cuida, por sí

mismo, de las puras almas racionales, ya se trate de los grandes y óptimos

ángeles, ya de los hombres, que le sirven con toda su voluntad, y lo demás lo

gobierna por medio de ellos, con toda verdad se pudo decir también lo del

Apóstol: ¿acaso se cuida Dios de los bueyes?  26 En las santas Escrituras, Dios

enseña a los hombres cómo han de comportarse con los otros hombres y servir

al mismo Dios. Ya saben ellos, por sí mismos, cómo tratar a sus animales, esto

es, cómo cuidar su salud, dada la experiencia, la pericia y la razón natural,

unas dotes que han recibido de los grandes tesoros de su Creador. Así pues, el

que pueda, entienda cómo Dios su Creador gobierna a todas sus criaturas por

medio de las almas santas, que son sus ministros en el cielo y en la tierra. Esas

almas santas fueron hechas por Él y mantienen el primado de todas sus

criaturas. El que pueda, pues, entender, entienda y entre en el gozo de su

Señor 27.

CAPÍTULO IX

Gustar la dulzura divina


10. Pero si no podemos entenderlo mientras vivimos en este cuerpo y

peregrinamos alejados del Señor 28, gustemos al menos cuán suave es el

Señor 29, que nos dio las arras del Espíritu 30, con el que podamos experimentar

su dulzura, y codiciemos la fuente misma de la vida, en la que, con sobria

embriaguez, seamos regados e inundados, como el árbol plantado al borde de

la corriente de agua 31, que da fruto a su tiempo y sus hojas nunca caen. Pues

dice el Espíritu Santo: Los hijos de los hombres esperarán a la sombra de tus

alas, se embriagarán de las riquezas de tu casa y los abrevarás en el torrente

de tus delicias. Porque en ti está la fuente de la vida  32. Esa embriaguez no

quita el sentido, sino que lo arrebata hacia lo alto y produce el olvido de las

cosas terrenas, de modo que podamos decir, de todo corazón: como desea el

ciervo las fuentes de agua, así te desea a ti mi alma, ¡oh Dios!  33

CAPÍTULO X

El Hijo de Dios se hizo hombre por nosotros.

El libre albedrío

11. Pero si acaso no somos capaces de gustar la dulzura del Señor, a causa de

las enfermedades que el alma contrajo por el amor de este mundo, creamos a

la autoridad divina que en las Escrituras santas habló acerca de su Hijo, que

como dice el Apóstol: vino a ser del linaje de David según la carne  34. Como

está escrito en el Evangelio: todo fue creado por Él y sin Él nada se hizo  35. Él

se compadeció de nuestra flaqueza, flaqueza que no es obra suya, sino que

hemos merecido por nuestra voluntad. Pues Dios hizo al hombre inmortal y le

dotó de libre albedrío 36, ya que no sería perfecto si hubiese tenido que cumplir

los mandamientos de Dios por la fuerza y no de grado. Todo esto, a mi juicio,


es muy fácil de entender, pero no quieren entenderlo los que abandonaron la fe

católica y quieren llamarse cristianos. Pues si con nosotros confiesan que la

naturaleza humana no se cura sino haciendo el bien, confiesen que no se

debilita sino pecando. Por lo tanto, no podemos creer que nuestra alma sea

sustancia divina, porque, si lo fuese, no se podría deteriorar ni por su propia

voluntad ni por ninguna necesidad imperiosa. Pues es bien sabido que Dios es

inmutable para todos aquellos que no se empeñan en disputas, celos y deseos

de vanagloria y en hablar de lo que no saben, sino que, con humildad cristiana,

perciben la bondad de Dios y le buscan con un corazón sencillo 37. El Hijo de

Dios se dignó asumir esta nuestra flaqueza: y el Verbo se hizo carne y habitó

entre nosotros  38. No porque su eternidad fuera suplantada, sino porque mostró

a la mirada mudable humana la criatura mudable que asumió con inmutable

majestad.

CAPÍTULO XI

Conveniencia de la encarnación de Dios para liberar al hombre

12. Realmente son unos necios los que dicen: ¿No podía la Sabiduría divina

liberar al hombre de otro modo sino asumiendo al hombre, naciendo de mujer y

padeciendo tanto de parte de los pecadores? A éstos les decimos: Podía

perfectamente. Pero, si lo hubiese hecho de otro modo, también hubiese

disgustado a vuestra necedad. Si no hubiese aparecido a los ojos de los

pecadores, no hubiesen podido contemplar su esplendor eterno, visible a la

mirada interior pero invisible a las mentes corruptibles. Pero ahora, al dignarse

instruirnos con su apariencia visible para disponernos a lo invisible, disgusta a

los avaros porque no tuvo un cuerpo de oro, disgusta a los impuros porque
nació de mujer, y los impuros odian muchísimo el que las mujeres conciban y

den a luz, disgusta a los altivos porque sufrió con paciencia las injurias,

disgusta a los sibaritas porque fue atormentado, y disgusta a los medrosos

porque padeció la muerte. Y para que no parezca que defienden sus vicios,

dicen que eso no les disgusta en los hombres, sino en el Hijo de Dios. Pues no

entienden en qué consiste la eternidad de Dios que asumió al hombre, ni en

qué consiste esa misma criatura humana, que con esas mutaciones fue

reconducida a su antigua firmeza, para que aprendiéramos, por la enseñanza

divina, que la enfermedad contraída por el pecado se cura con la virtud. Así,

también se nos mostraba a qué grado de caducidad había llegado el hombre,

por su pecado, y de qué fragilidad fue liberado con el auxilio divino.

Para eso el Hijo de Dios asumió al hombre y en él padeció los achaques

humanos. Esta medicina del género humano es tan alta que no podemos ni

imaginarla. Porque ¿qué soberbia podrá curarse si no se cura con la humildad

del Hijo de Dios? ¿Qué avaricia podrá curarse si no se cura con la pobreza del

Hijo de Dios? ¿Qué ira podrá curarse si no se cura con la paciencia del Hijo de

Dios? ¿Qué impiedad podrá curarse si no se cura con la caridad del Hijo de

Dios? Finalmente, ¿qué miedo podrá curarse si no se cura con la resurrección

del cuerpo de Cristo el Señor? Levante el género humano su esperanza y

reconozca su naturaleza y vea qué alto lugar ocupa entre las obras de Dios. No

os menospreciéis, ¡oh varones!, pues el Hijo de Dios se hizo varón. No os

menospreciéis, ¡oh mujeres!, pues el Hijo de Dios nació de mujer.

Pero tampoco améis lo carnal, pues, en el Hijo de Dios, no somos ni varón ni

mujer. No améis las cosas temporales, porque si pudieran amarse rectamente,

las hubiese amado el hombre asumido por el Hijo de Dios. No temáis las
afrentas ni la cruz ni la muerte, porque si dañasen al hombre no las hubiera

padecido el hombre que asumió el Hijo de Dios. Toda esta exhortación que,

ahora, por doquier se pregona y venera, que cura a toda alma obediente, no

entraría en las vidas humanas si no se hubiesen realizado todas esas cosas

que tanto disgustan a los necios. ¿A quién se dignará imitar la ambiciosa

altivez, para llegar a gustar la virtud, si se avergüenza de imitar a aquel de

quien se dijo, antes de nacer, que será llamado Hijo del Altísimo, y que de

hecho así es ya llamado por todo los pueblos, cosa que nadie puede negar?

Si tan alta estima tenemos de nosotros mismos, dignémonos imitar a aquel que

se llama Hijo del Altísimo. Si nos tenemos en poco, osemos imitar a los

publicanos y pecadores que le imitaron a Él. ¡Oh medicina que a todos

aprovecha: reduce todos los tumores, purifica todas las podredumbres, suprime

todo lo superfluo, conserva todo lo necesario, repara todo lo perdido, corrige

todo lo depravado! ¿Quién se enorgullecerá contra el Hijo de Dios? ¿Quién

desesperará de sí, cuando el Hijo de Dios quiso ser tan débil por él? ¿Quién

pondrá la vida feliz en aquellas cosas que el Hijo de Dios enseñó a despreciar?

¿A qué adversidades cederá, quien cree que la naturaleza humana fue

preservada, por el Hijo de Dios, entre tantas persecuciones? ¿Quién pensará

que tiene cerrado el reino de los cielos, cuando sabe que los publicanos y las

meretrices imitaron al Hijo de Dios? 39 ¿Y de qué maldad no se librará quien

contempla, ama e imita los hechos y dichos de aquel hombre en el que el Hijo

de Dios se nos ofreció como ejemplo de vida?

CAPÍTULO XII

La fe cristiana reina y vence por doquier


13. Así pues, varones y mujeres, y toda edad y dignidad de este mundo, se nos

exhorta a la esperanza de la vida eterna. Unos, abandonando los bienes

temporales, vuelan a los divinos. Otros se humillan ante las virtudes de los que

eso hacen, y alaban lo que no se atreven a imitar. Unos pocos aún murmuran y

se retuercen de vana envidia, son los que buscan sus cosas en la Iglesia

aunque parezcan católicos, son los herejes que pretenden gloriarse con el

nombre de Cristo, o los judíos que desean defender el pecado de su impiedad

o los paganos que temen perder la curiosidad de su vana licencia. Pero la

Iglesia católica, difundida a lo largo y lo ancho de todo el orbe, que quebrantó el

ímpetu de todos ellos en tiempos pasados, se robustece más y más, no con la

resistencia, sino con la tolerancia. Apoyada en su fe, se ríe de los problemas

insidiosos que ellos presentan, con diligencia los discute, con inteligencia los

resuelve. No se cuida de la paja de sus acusadores, ya que distingue con

cautela y diligencia el tiempo de la cosecha, el de la era y el del granero.

Corrige a los que denuncian su grano y a los que yerran, o cuenta entre las

espinas y la cizaña a los envidiosos.

CAPÍTULO XIII

La fe recta y la acción buena

14. Así pues, sometamos nuestra alma a Dios si queremos reducir a

servidumbre nuestro cuerpo y triunfar del diablo. La fe es la primera que

somete el alma a Dios. Después, los preceptos para vivir bien, cuya

observancia afirma la esperanza, nutre la caridad y comienza a iluminar lo que

antes, solo, se creía. Dado que el conocimiento y la acción hacen al hombre

feliz, así como hemos de evitar el error en el conocimiento, hemos de evitar la


maldad en la conducta. Pues yerra quien piensa que puede conocer la verdad

cuando vive inicuamente. Porque iniquidad es amar este mundo y estimar en

mucho lo que nace y pasa, así como desearlo y trabajar para conseguirlo,

regocijarse cuando abunda, temer que perezca y entristecerse cuando perece.

Una vida tal no puede contemplar aquella verdad pura, auténtica e inalterable,

ni adherirse a ella ni permanecer con ella para siempre. Por tanto, antes de que

se purifique nuestra mente, hemos de creer lo que aún no podemos entender,

pues con razón dijo el profeta: si no creyereis, no entenderéis  40.

15. La Iglesia nos transmite, en pocas palabras, la fe con la que se nos confían

las cosas eternas, que los carnales no pueden todavía entender, y también las

cosas temporales, pasadas y futuras, que la eternidad de la divina Providencia

realizó o realizará por la salvación de los hombres. Creamos, pues, en el

Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo, personas eternas e inmutables, esto

es, un solo Dios, Trinidad eterna en una única sustancia, Dios del que todo, por

quien todo y en quien todo existe 41.

CAPÍTULO XIV

Afirmemos la Trinidad

16. Hagamos oídos sordos a los que dicen que solo existe el Padre, que no

tiene Hijo, ni tiene consigo al Espíritu Santo, sino que el mismo Padre, a veces,

se llama Hijo y, a veces, Espíritu Santo. Porque esos no conocen el Principio,

del que todo procede, ni a su Imagen, por quien todo se forma, ni su Santidad,

que todo lo ordena.

CAPÍTULO XV
Trinidad no significa tres dioses

17. No oigamos tampoco a los que se indignan y se estomagan porque no

decimos que hay que adorar a tres dioses. Pues ignoran lo que es una y la

misma sustancia, y les engañan sus fantasías porque suelen ver corporalmente

tres animales o tres cuerpos cualesquiera, que se hallan separados en sus

propios lugares, y piensan que así hemos de entender la sustancia divina. Y

yerran mucho porque son soberbios y no pueden aprender porque se niegan a

creer.

CAPÍTULO XVI

Las tres divinas personas son iguales y eternas

18. Ni escuchemos a los que dicen que solo el Padre es Dios verdadero y

eterno, que el Hijo no fue engendrado por Él, sino hecho por Él de la nada; que

hubo un tiempo en el que el Hijo no existía, aunque ocupa el primer lugar entre

todas las criaturas, y que el Espíritu Santo es de menor majestad que el Hijo y

que fue hecho después del Hijo y que la sustancia de los tres es diferente como

el oro, la plata y el bronce. No saben lo que dicen, y, acostumbrados a ver las

cosas con los ojos corporales, se empeñan en transferir sus vanas imágenes a

estas sus discusiones. Ciertamente es algo grande contemplar con la mente

una generación que no se realiza en el tiempo, sino que es eterna, y

contemplar la misma Caridad y Santidad por la que el Engendrador y el

Engendrado se unen de modo inefable. Es grande y difícil contemplar esto con

la mente, aunque esté sosegada y tranquila. Pero no es posible que vean esto

los que, demasiado apegados a la generación terrena, añaden a sus tinieblas

también el humo, que no cesan de levantar con sus contiendas y disputas


diarias, mientras rebosa su alma de afectos carnales. Son como leños que

rezuman humedad, de los que el fuego no logra sacar sino humo y no pueden

producir llama limpia. Y esto se puede decir, con razón, de todos los herejes.

CAPÍTULO XVII

La fe en la encarnación de Cristo

19. Creamos, pues, en la Trinidad inmutable al mismo tiempo que en su

economía temporal por la salud del género humano. Y no escuchemos a los

que dicen que el Hijo de Dios, Jesucristo, no es más que un simple hombre,

aunque tan justo que mereció ser llamado Hijo de Dios. A éstos también la

disciplina católica los arrojó de su seno, porque, engañados con el apetito de la

vanagloria, se empeñaron, con obstinación, en discutir, antes de entenderlo,

qué es la Verdad y la Sabiduría de Dios 42, y qué significa: en el principio era el

Verbo, por quien fueron hechas todos las cosas, y cómo el Verbo se hizo carne

y habitó entre nosotros  43.

CAPÍTULO XVIII

Cristo tuvo verdadero cuerpo

20. Ni oigamos tampoco a los que dicen que el Hijo de Dios no se hizo

verdadero hombre, ni nació de mujer, sino que mostró a los que lo vieron una

carne falsa y una figura simulada de cuerpo humano. Ignoran que la sustancia

divina, al gobernar todas las criaturas, no puede recibir mancha alguna en

absoluto, y, en cambio, ellos mismos confiesan que este sol visible esparce sus

rayos sobre todas las inmundicias y las manchas corporales, y se mantiene

puro e íntegro en todas partes. Si, pues, las cosas visibles y limpias pueden ser
tocadas por cosas visibles y sucias sin mancharse, ¿cuánto más la Verdad,

invisible e inmutable, al tomar el alma por el espíritu y el cuerpo por el alma,

pudo asumir al hombre entero y liberarlo de todas sus enfermedades sin

padecer contaminación alguna? Así, éstos padecen grandes angustias cuando

temen lo imposible, a saber, que la Verdad se mancille con la propia carne

humana. Entonces dicen que mintió la Verdad. Y como Cristo mandase: Poned

en vuestros labios: Sí, sí, No, no  44, y el Apóstol clame: No había en Él Sí y No,

tan sólo había Sí  45, estos pretenden que su cuerpo fue una carne falsa, de

modo que les parece que no imitan a Cristo si no mienten a su audiencia.

CAPÍTULO XIX

Cristo tuvo mente humana

21. Tampoco escuchemos a los que confiesan a la Trinidad, en una solo

sustancia eterna, pero se atreven a decir que el mismo hombre que fue

asumido en la economía temporal no tuvo mente humana, sino solo alma y

cuerpo. Esto es como decir: no fue hombre, aunque tenía miembros humanos.

Pues alma y cuerpo tienen también los animales, pero carecen de

entendimiento, que es lo propio del espíritu. Pero si hay que anatematizar a los

que niegan que Cristo tuviera cuerpo humano, que es lo ínfimo en el hombre,

me maravilla que éstos no se sonrojen al negarle que tuviera lo mejor que tiene

el hombre. Mucho se ha de deplorar que la mente humana sea vencida por el

cuerpo si ni siquiera fue reformada en aquel hombre en el cual el cuerpo

humano recibió la dignidad de una forma celestial. Pero Dios nos libre de creer

tal cosa, inventada por una ceguera temeraria y una locuacidad soberbia.

CAPÍTULO XX
El Verbo asumió al hombre en Cristo de otro modo que en los santos

22. Hagamos oídos sordos también a los que dicen que la Sabiduría divina

asumió al hombre, nacido de la Virgen, igual que cuando hace sabios a unos

hombres que así son sabios perfectos. Desconocen el misterio propio de ese

hombre asumido y piensan que solo tuvo de especial, respecto a los demás

bienaventurados, el haber nacido de una Virgen. Si reparasen bien en ello,

quizá creyeran que, si tuvo una dignidad sobre todos los demás, fue porque tal

encarnación fue algo muy especial que no lo ha sido en los otros. En efecto,

una cosa es hacerse sabio por la Sabiduría de Dios y otra asumir la persona

misma de la Sabiduría de Dios. Pues ¿quién hay que no entienda que, aunque

la naturaleza del cuerpo de la Iglesia es única, existe una gran diferencia entre

el cuerpo y la cabeza? Si la cabeza de la Iglesia es aquel hombre por cuya

unión el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros  46, sus miembros son

todos los santos con los que se completa y perfecciona la Iglesia. Pues, así

como el alma anima y vivifica todo nuestro cuerpo, pero en la cabeza siente

con la vista, el oído, el gusto, el olfato y el tacto, y, en los otros miembros, solo

siente con el tacto, y, por eso, todos los sentidos están sujetos a la cabeza para

obrar, pues ella fue colocada arriba para dirigir. Y, así, en cierto modo, la

cabeza hace la veces del alma que dirige el cuerpo, y la cabeza es como la

sede de la persona y, por eso, están en ella todos los sentidos, del mismo

modo el Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, es para

todo el pueblo de los santos como la cabeza para el cuerpo. Y, por tanto, la

Sabiduría de Dios, el Verbo, que estaba en el principio y por quien fueron

hechas todas las cosas, no asumió, así, a aquel hombre como a los demás

santos, sino de modo mucho más excelente y sublime como a él solo convino
asumirlo para que la Sabiduría apareciese en él como convenía que se

manifestase visiblemente a los hombres. Por lo que, de un modo son sabios

todos los hombres que lo son, o lo fueron o lo serán, y de otro modo lo es el

único Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús 47, que no

solo se beneficia de la Sabiduría, por la que se hacen sabios todos los

hombres, sino que él mismo lo es en persona. Pues de las demás almas sabias

o espirituales, con razón, puede decirse que tienen en sí al Verbo de Dios, por

quien fueron hechas todas las cosas, pero de nadie puede decirse, con razón,

que el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, pues eso solo se puede

decir, con plena razón, de nuestro Señor Jesucristo.

CAPÍTULO XXI

El Verbo no tomó solo el cuerpo

23. Ni escuchemos a los que dicen que el Verbo de Dios tomó solamente el

cuerpo, y así interpretan lo que se dijo: el Verbo se hizo carne, negando que

asumiese al hombre, el alma o cosa humana alguna, a no ser la carne sola.

Pues yerran mucho, y no entienden que solo se nombró la carne en aquello

que se dijo: el Verbo se hizo carne, porque a los ojos de los hombres, por los

que aquélla se asumió, solo la carne aparece. Pues si es absurdo y muy

indigno que aquel hombre no tuviera espíritu humano, como ya hemos dicho

antes, más absurdo aún será que no tenga espíritu ni alma, y sólo tenga lo que,

incluso en los animales, es lo más ínfimo y vil, esto es, el cuerpo. Excluyamos,

pues, también de nuestra fe esta impiedad y creamos que el Verbo de Dios

asumió el hombre entero y perfecto.

CAPÍTULO XXII
Cristo nació de mujer

24. No escuchemos tampoco a los que dicen que nuestro Señor tuvo un cuerpo

semejante a la paloma que vio Juan Bautista descender del cielo y posarse

sobre Jesús como símbolo del Espíritu Santo. Así, pretenden hacer creer que

el Hijo de Dios no nació de mujer, porque dicen que, si convenía mostrarlo a los

ojos de la carne, pudo asumir un cuerpo como el Espíritu Santo, pues aquella

paloma, aseguran, no había nacido de un huevo y, sin embargo, pudo aparecer

ante los ojos humanos. A éstos hay que contestarles, en primer lugar, que

donde leemos que el Espíritu Santo se apareció a Juan en figura de paloma 48,

allí también leemos que Cristo nació de mujer 49, y no podemos creer una parte

del Evangelio y rechazar la otra. ¿Por qué crees que el Espíritu Santo apareció

en figura de paloma sino porque lo leíste en el Evangelio? Pues, por eso

mismo, creo yo que Cristo nació de una virgen, porque lo he leído en el

Evangelio. ¿Por qué el Espíritu Santo no nació de una paloma como Cristo

nació de una mujer? La razón es que el Espíritu Santo no vino a libertar a los

palomos, sino a dar a entender a los hombres la inocencia y el amor espiritual

cuyo símbolo visible es la figura de paloma. En cambio, nuestro Señor

Jesucristo que vino a liberar a los hombres, tanto varones como mujeres,

porque ambos habían de salvarse, no despreció a los varones, pues se hizo

varón, ni tampoco a las mujeres, pues nació de mujer. A esto se añade un gran

misterio: ya que por la mujer nos vino la muerte, por la mujer se nos dio la vida,

para que el diablo fuera vencido y atormentado por ambos géneros, femenino y

masculino, ya que cantaba victoria por la ruina de los dos. Pequeño hubiera

sido el rescate, de libertar ambos géneros, si no hubiera sido menester valerse

de ambos para obtener la libertad. Y esto no lo decimos como si afirmásemos


que solo el Señor Jesucristo tuviera verdadero cuerpo y que el Espíritu Santo

hubiese aparecido, falazmente, a los ojos de los hombres, sino que a esos dos

cuerpos creemos verdaderos cuerpos. Pues, como no convenía que el Hijo de

Dios engañase a los hombres, tampoco era apropiado que los engañase el

Espíritu Santo. Pero al Dios omnipotente que hizo todas las criaturas de la

nada, no le era difícil fabricar un verdadero cuerpo de paloma, sin necesidad de

padres, como no le fue difícil, aun sin el semen viril, hacer un verdadero cuerpo

en el seno de María, pues la naturaleza corporal está sometida al imperio y a la

voluntad de Dios, tanto en las entrañas de la mujer, para hacer un nuevo

hombre, como en el mismo mundo para hacer una paloma. Pero los hombres

necios y miserables no creen que el Dios omnipotente pudiese hacerlo porque

ellos no lo pueden hacer o porque nunca en su vida lo vieron.

CAPÍTULO XXIII

El Hijo de Dios padeció sin perder su divinidad

25. Hagamos oídos sordos, también, a los que quieren obligarnos a contar

entre la criaturas al Hijo de Dios porque padeció. Pues dicen: Si padeció es

mudable, y si es mudable es criatura, porque la sustancia divina no admite

alteración. Con éstos, también nosotros decimos que la sustancia divina no

admite mutación y que la criatura es mudable. Pero una cosa es ser criatura y

otra asumir la criatura. El Hijo unigénito de Dios, que es Virtud y Sabiduría de

Dios, y Verbo, por el que se hicieron todas la cosas, aunque no admite

alteración alguna, tomó la criatura humana, que Él se dignó levantar cuando

aún estaba caída y renovarla cuando estaba decrépita. Y no se deterioró Él por

lo que padeció, sino que la mejoró y la trasformó por su resurrección. Por eso,
no hemos de negar que el Verbo del Padre, el Hijo único de Dios por el que se

hizo todo, nació y padeció por nosotros. Pues también decimos que los

mártires padecieron y murieron por el reino de los cielos, y, sin embargo, en

esa pasión y muerte no perecieron sus almas. Por esto dice el Señor: No

temáis a los que matan el cuerpo, pero nada pueden hacer al alma  50. Pues así

como decimos que los mártires padecieron y murieron en el cuerpo que tenían,

sin destrucción ni muerte del alma, así el Hijo de Dios decimos que padeció y

murió, en el hombre asumido por Él, sin mutación o muerte alguna de su

Divinidad.

CAPÍTULO XXIV

Cristo resucitó con el mismo cuerpo que fue sepultado

26. No escuchemos tampoco a los que niegan que el Señor resucitase con el

mismo cuerpo que fue depositado en el sepulcro. Si no hubiera sido el mismo,

no hubiera dicho a sus discípulos después de la resurrección: Palpad y ved,

porque el espíritu no tiene huesos y carne, como veis que tengo yo  51. Es un

sacrilegio creer que nuestro Señor, que es la misma Verdad, haya mentido en

algo. Ni nos impresione, que, estando las puertas cerradas, de pronto, se

apareciese a los discípulos, como está escrito 52, y por eso neguemos que tenía

un cuerpo humano, porque, contra la naturaleza de este cuerpo, le vemos

entrar con las puertas cerradas. Todo es posible para Dios 53. Así, caminar

sobre las aguas es notoriamente contra la naturaleza de ese cuerpo, y, sin

embargo, no solamente el mismo Señor caminó, antes de su pasión, sino que

además hizo caminar a Pedro 54. Del mismo modo, también, después de su

resurrección hizo lo que quiso de su cuerpo. Si, pues, pudo glorificarlo, antes
de su pasión, con un esplendor como el del sol 55, ¿por qué no pudo, también,

después de su pasión, reducirlo al nivel de sutilidad que haya querido, de modo

que pudiera entrar con las puertas cerradas?

CAPÍTULO XXV

El cuerpo de Cristo fue elevado al cielo

27. Ni oigamos a los que niegan que nuestro Señor llevase al cielo su cuerpo, y

citan, a ese propósito, lo que está escrito en el Evangelio: Nadie subió al cielo

sino quien descendió del cielo  56. Y dicen: dado que el cuerpo no descendió del

cielo, no podía subir al cielo. No entienden que el cuerpo no subió al cielo, pues

el Señor ascendió, pero el cuerpo no ascendió, sino que fue llevado al cielo al

llevarlo el que ascendió. Es como si, por ejemplo, alguien desciende desnudo

de un cerro, y cuando ha descendido se viste y, vestido, sube de nuevo. Con

razón, ciertamente, decimos: Nadie ascendió sino el que descendió, y no

tenemos en cuenta el vestido que consigo se llevó, sino que decimos tan solo

que subió quien ya se vistió.

CAPÍTULO XXVI

Cristo está sentado a la derecha del Padre.

¿Qué es la derecha y la izquierda?

28. Ni escuchemos a los que niegan que el Hijo esté sentado a la derecha del

Padre. Y dicen: ¿Es que acaso el Padre tiene costado derecho e izquierdo

como los cuerpos humanos? Nosotros tampoco tenemos este pensamiento

acerca del Padre, ya que Dios no se define ni encierra en forma alguna de

cuerpo. La diestra del Padre es la bienaventuranza eterna que se promete a los


santos, como, con razón, se llama siniestra la miseria perpetua que se otorga a

los impíos, de modo que, como dijimos, se entienda que la derecha y la

izquierda no se encuentra en Dios mismo, sino en las criaturas. El cuerpo de

Cristo, que es la Iglesia, ha de estar a la derecha, esto es, en la misma

bienaventuranza, como lo dice el Apóstol, pues: juntos nos resucitó y juntos

nos hizo sentar en los cielos  57. Y aunque nuestro cuerpo aún no esté allí,

nuestra esperanza ya está allí. Por eso, el mismo Señor, después de la

resurrección, mandó a los discípulos, que estaban pescando, que echaran la

red a la derecha. Y cuando lo hicieron, cogieron unos peces que eran todos

grandes 58, porque éstos simbolizaban a los justos a los que se promete la

derecha. Esto mismo quiso dar a entender cuando dijo que en el juicio iba a

poner a los corderos a la derecha y a los cabritos a la izquierda 59.

CAPÍTULO XXVII

El juicio final es cierto

29. Ni oigamos a los que niegan el día del juicio futuro, y recuerdan que en el

Evangelio está escrito que el que cree en Cristo no será juzgado y que el que

no cree en Él ya está juzgado 60. Dicen pues: Si el que cree no vendrá a juicio y

el que no cree ya está juzgado, ¿dónde están los que han de ser juzgados el

día del juicio? No entienden que las Escrituras hablan así para presentar el

tiempo pasado como futuro, según arriba dijimos que el Apóstol dice, de

nosotros, que juntos nos ha hecho sentar en los cielos, aunque todavía no se

ha realizado. Como el mismo Señor dijo a sus discípulos: Todo lo que he oído

a mi Padre os lo he dado a conocer  61. Y poco después dice: muchas cosas

tengo aún que deciros, pero no podéis llevarlas ahora  62. ¿Cómo ha dicho,
pues: todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer, sino al dar por

realizado lo que sin duda, un día, había de realizar por el Espíritu Santo? Del

mismo modo, cuando oímos: el que cree en Cristo no vendrá a juicio,

entendemos que no sufrirá la condenación. Pues se dice juicio por

condenación, como cuando dice el Apóstol: el que no come no juzgue al que

come  63, es decir, no piense mal de él. Y el Señor dice: no juzguéis y no seréis

juzgados  64. Pero no nos quita la inteligencia para juzgar, pues el profeta

dice: hijos de los hombres, si amáis de verdad la justicia, juzgad lo recto  65. Y el

mismo Señor nos dice: no juzguéis según las personas, sino haced un juicio

justo  66. En esto, en que nos prohíbe juzgar, nos advierte que no condenemos

a nadie, porque no conocemos sus pensamientos o no sabemos cómo ha de

ser más tarde. Del mismo modo, al decir que no vendrá a juicio, quiso decir que

no sufrirá condena. Y, con: el que no cree ya ha sido juzgado  67, quiso decir

que en la presciencia divina ya está condenado, pues Dios sabe lo que

amenaza a los incrédulos.

CAPÍTULO XXVIII

El Espíritu prometido no vino con Pablo y Montano

30. No escuchemos tampoco a los que dicen que el Espíritu Santo que

prometió el Señor en el Evangelio ha venido con Pablo, el apóstol; o con

Montano y Priscila, como dicen los catafrigas; o con no sé qué Manés o

Maniqueo, como dicen los maniqueos. Éstos están tan ciegos que no entienden

las Escrituras más claras o viven tan olvidados de su salvación que no las leen

en absoluto. Pues ¿quién, si lee el Evangelio, no entenderá lo que escribe,

para después de la resurrección del Señor, cuando éste dice: yo envío el


prometido de mi Padre sobre vosotros; quedaos, pues, aquí, en la ciudad,

hasta que seáis revestidos de la virtud de lo alto?  68 Y no prestan atención a

que, en los Hechos de los Apóstoles, después de desaparecer el Señor, al

subir al cielo, de la vista de sus discípulos, pasados diez días, el día de

Pentecostés, con toda claridad, vino el Espíritu Santo, y como estaban en la

ciudad, como les había aconsejado, los llenó a todos de modo que hablaron

lenguas 69. Pues de las diversas naciones que entonces estaban presentes,

cada uno de los oyentes les entendía en su propia lengua. Pero estos hombres

engañan a los que, sin atender a la fe católica, no quieren aprender de su fe,

que en las Escrituras es universal, y, lo que es más grave y lamentable, son

negligentes para entregarse a la fe católica y diligentes para acomodarse a los

herejes.

CAPÍTULO XXIX

La unidad de la Iglesia y los donatistas

31. Ni escuchemos a los que niegan que la santa Iglesia, que es la única

católica, esté difundida por todo el mundo, sino que piensan que solo es válida

en África, esto es, en el partido de Donato. Éstos hacen oídos sordos al profeta

que dice: tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy, pídeme y te daré todas las

gentes como herencia tuya y como posesión tuya hasta los confines de la

tierra  70. Y otros muchos pasajes, que están escritos tanto en el Antiguo como

en el Nuevo Testamento, que muy claramente declaran que la Iglesia de Cristo

está difundida por todo el orbe de la tierra. Cuando les objetamos esto, dicen

que eso se realizó ya antes de surgir el partido de Donato, pero que después

pereció toda la Iglesia, y pretenden que solo quedaron sus restos en la parte de
Donato. ¡Oh, lengua orgullosa y abominable!, ¡ojalá al menos viviesen de modo

que entre ellos se mantuviese la paz! Pero ahora no se dan cuenta que ya ha

ocurrido en el donatismo lo que está escrito: con la medida que midiereis seréis

medidos  71.

Pues como Donato intentó dividir a Cristo, así él es dividido por los suyos con

divisiones diarias. A esto también pertenece aquello que el Señor dice: el que a

espada hiere, a espada morirá  72. En este pasaje, la espada, que tiene un

sentido peyorativo, significa la lengua que siembra la discordia, con la que el

infeliz Donato hirió a la Iglesia aunque no la asesinó. Porque no dijo el Señor: el

que mate con la espada, a espada morirá, sino: quien usare de la espada, a

espada morirá. Como él hirió a la Iglesia con la lengua contenciosa, también él

es hoy dividido, por ella, hasta que se disgregue y muera definitivamente. Pues,

aunque el apóstol Pedro, que no había obrado por propio orgullo sino por amor,

aunque fuera carnal, al Señor, cuando fue amonestado guardó la espada, pero

este Donato no la envainó ni aun vencido. Llevó al obispo Ceciliano ante el

tribunal, ante los obispos de Roma que él había pedido; no pudo probar nada

de lo que había intentado, pero se cerró en su cisma hasta morir con su

espada. Su partido no escucha ni a los Profetas ni al Evangelio, en los que muy

claramente está escrito que la Iglesia de Cristo está difundida entre todas las

gentes. Y escucha a los cismáticos, no buscando la gloria de Dios sino la suya,

y así manifiesta con claridad que es un esclavo, no un hombre libre, que tiene

cortada la oreja derecha. Pues Pedro, equivocado por amor al Señor, cortó la

oreja derecha a un siervo, no a un hombre libre, y eso significa que los que son

heridos por la espada del cisma, son siervos de los deseos carnales y aún no

han sido conducidos a la libertad del Espíritu Santo, de modo que ya no


pongan la confianza en el hombre. Significa también que no oyen lo que es

recto, esto es, la gloria del Señor muy ampliamente proclamada por la Iglesia

católica, sino que solo oyen el error siniestro de la vanagloria humana.

Y si el Señor dice en el Evangelio que, cuando éste fuere predicado, en todos

los países, vendrá el fin 73, ¿cómo dicen éstos que todas las demás gentes

perdieron la fe, y que la Iglesia permaneció solo en la parte de Donato? Pues

es notorio que, después de separarse su partido de la unidad, han creído

nuevas gentes, y todavía quedan algunas sin recibir la fe, por lo que se les

predica cada día, sin cesar, el Evangelio. ¿Y quién no se admiraría de alguien

que quisiera llamarse cristiano y le arrastrase tan gran impiedad, contra la

gloria de Cristo, que osare decir que todos aquellos pueblos que actualmente

acceden a la Iglesia de Dios y se apresuran a creer en el Hijo de Dios, en vano

lo hacen porque no los bautiza un donatista? Sin duda los hombres

abominarían de todo esto y los abandonarían sin dilación, si buscasen a Cristo,

si amasen a la Iglesia, si fuesen libres, y si tuviesen sana la oreja derecha.

CAPÍTULO XXX

Contra los luciferinos

32. Ni oigamos a los que, aunque no rebauticen a nadie, se separaron de la

unidad y prefirieron llamarse luciferinos y no católicos. Hacen bien, en cuanto

entienden que el bautismo de Cristo no se debe repetir. Sienten que el

sacramento de la santa purificación no se da en parte alguna sino por la Iglesia

católica, pues los sarmientos cortados mantienen en sí aquella forma que

habían recibido de la vid antes que fueran cortados. Estos son, pues, de

quienes dijo el Apóstol: tienen la apariencia de piedad, pero niegan su virtud  74.


La gran virtud de la piedad es la paz y la unidad, porque Dios es uno. Pero

ellos no la tienen porque fueron separados de la unidad. Y, por tanto, si alguno

de ellos viene a la Católica, no renuevan la apariencia de piedad que tienen,

sino que reciben la virtud de la piedad que no tienen. Pues claramente enseña

el Apóstol que los ramos amputados pueden injertarse de nuevo si no

permanecen en la incredulidad 75. Cuando los luciferinos lo entienden y no

rebautizan no se lo condenamos, mas ¿quién no reconocerá que es detestable

el que hayan preferido ser desarraigados? Máxime, porque lo que más les

desagradó en la Iglesia católica fue el que su piedad fuese católica. Porque

nunca en ninguna parte deben reinar las entrañas de misericordia, como en la

Iglesia católica, para que, como auténtica madre, no insulte con orgullo a los

hijos pecadores, y perdone, sin dificultad, a los arrepentidos. Pues, no sin

causa, Pedro hace las veces de esta Iglesia católica entre todos los apóstoles.

A esta Iglesia se le dieron las llaves del reino de los cielos cuando se las dieron

a Pedro 76. Y cuando a él se le dijo, a todos se les dijo: ¿Me amas? Apacienta

mis ovejas  77. Debe, pues, la Iglesia católica, por la firmeza de su piedad,

perdonar con liberalidad a sus hijos, pues vemos que se le concedió perdón a

Pedro, que hacía sus veces, cuando titubeó en el mar 78, cuando quería apartar

al Señor de su pasión con la prudencia de la carne 79, cuando cortó la oreja de

un siervo con la espada, cuando negó al Señor por tres veces 80 y,

posteriormente, cuando cayó en una simulación supersticiosa 81. Pero una vez

arrepentido y reformado, llegó hasta la gloria de la pasión del Señor.

Del mismo modo, después de la persecución que promovieron los herejes

arrianos, y después que los príncipes seculares dieron a la Iglesia católica la

paz, que ella tiene siempre en el Señor, muchos obispos, que habían
consentido en la perfidia de los arrianos durante aquella persecución,

arrepentidos, solicitaron entrar en la Católica y anatematizaron lo que habían

creído o lo que habían simulado creer. A éstos, la Iglesia católica los recibió en

su seno maternal como se recibió a Pedro, amonestado por el canto del gallo,

después de llorar su negación y como a él mismo cuando, después de la

simulación perversa, se corrigió, avisado por la voz de Pablo. Pero los

luciferinos recibieron con soberbia la caridad de la madre y con impiedad la

rechazaron. Por no haberse alegrado con Pedro cuando se levantó con el

canto del gallo 82, merecieron caer con Lucifer que se rebelaba a la aurora 83.

CAPÍTULO XXXI

La iglesia puede perdonar todos los pecados.

Las viudas pueden casarse

33. No escuchemos tampoco a los que niegan que la Iglesia de Dios pueda

perdonar todos los pecados. Así, estos miserables como no vieron en Pedro la

piedra, y por negarse a creer que a la Iglesia le han sido dadas las llaves del

reino de los cielos, ellos las han perdido entre sus manos. Estos son los que

condenan a las viudas como adúlteras, cuando vuelven a casarse, y proclaman

que son más puros que la doctrina apostólica. Estos cátaros, si quisieran

reconocer su verdadero nombre tendrían que llamarse mundanos más bien

que mundos  84. Y, puesto que cuando pecan no quieren corregirse, no han

elegido otra cosa que ser condenados con el mundo. Porque a los pecadores

les niegan el perdón, pero no es para curarlos en salud, sino que le quitan la

medicina al enfermo, y obligan a las viudas a quemarse sin permitirles casarse.


No hemos de tenerles por más prudentes que el apóstol Pablo, que prefirió que

se casasen antes de que se abrasasen 85.

CAPÍTULO XXXII

Hay que admitir la resurrección de la carne

34. Ni escuchemos a los que niegan la futura resurrección de la carne, y

recuerdan lo que dice el apóstol Pablo: la carne y la sangre no poseerán el

reino de Dios  86. No entienden lo que dice el mismo Apóstol: es preciso que

esto corruptible se revista de incorrupción y que esto mortal se revista de

inmortalidad  87. Cuando esto se realice ya no habrá carne ni sangre, sino un

cuerpo celestial. Es lo que promete el Señor cuando dice: no se casarán ni

tomarán esposa, sino que serán como los ángeles de Dios  88. Pues ya no

vivirán para los hombres, sino para Dios, cuando sean hechos iguales a los

ángeles. La carne y la sangre se transformarán y se harán un cuerpo celeste y

angelical. Y los muertos resucitarán incorruptos y nosotros seremos

transformados  89. Y así será verdad que resucitará la carne, aun siendo verdad

que la carne y la sangre no poseerán el reino de Dios.

CAPÍTULO XXXIII

Conclusión

35. Nutrámonos, pues, en Cristo, amamantados por esta simplicidad y

sinceridad de la fe. Y mientras seamos párvulos no apetezcamos el alimento de

los adultos, sino que crezcamos en Cristo, con estos alimentos salubérrimos,

entregados a las buenas costumbres y a la justicia cristiana, en la que se

perfecciona y confirma la caridad de Dios y del prójimo, para que cada uno de
nosotros triunfe en sí mismo y por Cristo, de quien ya se ha revestido, del

diablo enemigo y sus ángeles. Porque la caridad perfecta excluye el amor y el

temor del mundo, esto es, la codicia de adquirir bienes temporales y el temor a

perderlos. Por esas dos puertas entra y reina el enemigo, que debe ser

arrojado primero con el temor de Dios y después por la caridad. Pues tanto

más debemos apetecer el conocimiento manifiesto y sincero de la verdad

cuanto más vemos que progresamos en la caridad y cuanto más purificado

tengamos el corazón con su simplicidad, porque con esa mirada interior se

hace visible la verdad, según se dice: Bienaventurados los limpios de corazón,

porque ellos verán a Dios  90. Para que, arraigados y apoyados en la caridad,

alcancemos a comprender, con todos los santos, cuál sea la anchura y la

longitud, la altura y profundidad, y conozcamos también la supereminente

ciencia de la caridad de Cristo, para que nos llenemos de toda la plenitud de

Dios  91. Y así, después de este combate contra el enemigo invisible,

merezcamos la corona de la victoria, ya que, para los que lo quieren y lo aman,

el yugo de Cristo es suave y su carga ligera 92.

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