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Premisas y realidades en materia de participación protagónica.

Esteban Emilio Mosonyi


Foro Social Temático Venezuela
Balance de la democracia participativa y protagónica en Venezuela
Caracas, sábado 16 de julio de 2011

Es ampliamente sabido que, a partir de la Constitución Bolivariana de 1999 y durante


todo este primer decenio largo del flamante nuevo milenio, Venezuela se proclama
Democracia Participativa y Protagónica, y ese lema aparece como símbolo distintivo del
régimen bolivariano, al menos en cuanto vocación tendencial más allá de los logros
alcanzados y los errores cometidos. Hasta por mera intuición y algo de honestidad,
sería insensato negar que tanto las grandes mayorías oprimidas como algunas minorías
otrora invisibilizadas –me refiero con este término poco feliz a los indígenas y
afrodescendientes, en especial– han entrado en un importante proceso de participación,
tal vez no muy protagónica, pero sí real y observable en múltiples aspectos. Como
estudioso de la lingüística puedo señalar que en los años noventa la mayoría de
nuestros sociolingüistas –y otros que no lo eran– opinaban al unísono que la
generalidad de los venezolanos y venezolanas de cualquier estrato social manejaban el
lenguaje con cierta torpeza y dificultad, especialmente ante las cámaras, y no andaban
tan lejos de la verdad. Hoy, en cambio, basta con ver cualquier noticiero para
percatarnos de la fluidez y soltura con que se expresa la gente de los barrios, los
indígenas, los campesinos, los sindicalistas, los empresarios, por supuesto los
académicos y sin olvidar a los estudiantes, cuya elocución también ha mejorado
significativamente: ya podemos competir con nuestros homólogos colombianos y
argentinos.

Pero no se trata solamente de “hablar”. Abundan las organizaciones populares, todos o


casi todos estamos politizados de una u otra manera, manifestamos y nos
manifestamos por un sin fin de razones que esta vez no entro a evaluar; los Consejos
Comunales, el Parlamentarismo de Calle, las asambleas de diversas orientaciones –con
las múltiples limitaciones que soy el primero en atribuirles– han venido haciendo su
trabajo cuyo resultado es irreversible: ya el pueblo venezolano no es el conglomerado
opaco y algo pacato de los tiempos puntofijistas o anteriores; y este es un buen signo
independientemente de la orientación ideológica o pragmática que se le quiere asignar
al fenómeno. Sin participación –dicha así en forma genérica– no hay país posible y
muchísimo menos un proceso revolucionario. También es una forma de salir de la
“masificación”, de esa funesta concepción de las llamadas “masas” para referirse a la
ciudadanía de a pie en su conjunto, todavía tan del gusto de derechas, centros e
izquierdas, quienes sobre este punto no divergen. Es aquí, sin embargo, donde surge
una hilera de interrogantes que a su vez encubren una duda más pesada que la piedra
de Sísifo: ¿Cómo definir medianamente bien el concepto de participación?; ¿nuestra
Constitución actual hasta qué punto es verdaderamente participativa?; ¿el proceso
mismo que estamos viviendo ha llevado la llamada participación protagónica más allá
del asambleísmo histriónico y el aclamacionismo retórico y ruidoso, tal vez algo vacuo?;
¿cuál es el futuro previsible de todo este amago de participación, si las circunstancias
no cambian en aras de propiciarla y perfeccionarla?. Estas son tan sólo unas pocas de
las preguntas que en este momento se me ocurren, ante el compromiso auto-asumido
de buscarles una respuesta, inicial en el mejor de los casos.

Comencemos con la Constitución, indiscutiblemente muy superior a las anteriores en el


sentido en que estamos hablando. Para resumir, el Artículo 70 establece en su primer
párrafo:
Son medios de participación y protagonismo del pueblo en ejercicio de su
soberanía, en lo político: la elección de cargos públicos, el referendo, la
consulta popular, la revocación del mandato, las iniciativas legislativas,
constitucional y constituyente, el cabildo abierto y la asamblea de ciudadanos y
ciudadanas cuyas decisiones serán de carácter vinculante, entre otros; y en lo
social y económico: las instancias de atención ciudadana, la autogestión, la
cogestión, las cooperativas en todas sus formas incluyendo las de carácter
financiero, las cajas de ahorro, la empresa comunitaria y demás formas
asociativas guiadas por los valores de la mutua cooperación y la solidaridad.
La ley establecerá las condiciones para el efectivo funcionamiento de los
medios de participación previstos en este artículo.

Aun siendo el más importante y mejor formulado, este es tan solo uno de los artículos
que se refieren a la participación popular. Si estudiamos la Constitución en su totalidad,
notamos en seguida que la fórmula más relevante y de mayor peso la constituye el
mentadísimo referendo, y en la propia praxis social y política se comprueba durante el
decenio transcurrido su aplicación sucesiva en diversas ocasiones. Añadamos aquí que
en Suiza, una de las democracias más participativas del mundo, el referendo también
ocupa el sitio estelar. Pero no nos engañemos tan fácilmente. A nuestro entender y sin
desconocer su importancia, el referendo es sólo una participación a medias y en grado
muy restrigido. Las altas autoridades se limitan a llevarte la pregunta previamente
cocinada, introducida por quién sabe quién, y te la ofrecen toda hecha para que
contestes con un brutazo sí o no, como si no existieran más opciones o dimensiones, ni
siquiera los consabidos matices del gris omnipresente en nuestras vidas. Además, es
imposible dejar de advertir que muchas de las preguntas formuladas o por formular no
son apropiadas para ese tipo de consulta. Por ejemplo, ¿está usted de acuerdo con la
pena de muerte?: sí o no. Huelgan los añadidos. De todos modos, cabrá decir en
descargo de la Constitución, que la misma menciona o cuando menos insinúa otras
formas variadas; sin descartar futuras enmiendas sería injusto atribuirle a nuestra Carta
Magna las repetidas y crecientes fallas que en este sentido presenta el
desenvolvimiento del Proceso Bolivariano.

Creemos pertinente insistir en dos motivos fundamentales. El primero, diagnosticado en


múltiples oportunidades, es la ya consabida verticalización del régimen, el personalismo
extremo en la toma de decisiones, la renuencia del Ejecutivo a delegar hasta mínimos
espacios de poder, y otros atributos que tal vez no haga falta rememorar como si fuese
una letanía. Incluso nuestro Presidente, hoy enfermo y a quien le deseamos de todo
corazón una pronta mejoría, se refiere a esto con un sano afán de autocrítica que ojalá
se generalice en el país de forma permanente; y lo que es importantísimo, sin
desplantes ni insultos. Con el mayor respeto, un proceso transformador de vastas
proporciones como pretende ser el nuestro no podrá jamás reducirse a un delirante
culto a la personalidad, el cual en el fondo no es más que una profunda falta de respeto
al propio personaje aludido en términos reverenciales. Nadie con dos dedos de frente
puede dudar que tales manifestaciones son insinceras, a menos que se originen en el
más puro fanatismo, el cual tampoco suele ser duradero. Considero mi propia postura
crítica mas hondamente respetuosa hacia el jefe del Estado, de mayor alcance y valor
más duradero, que las lisonjas pasajeras de los adulantes de turno quienes se llenan la
boca de la robótica frase “Comandante-Presidente” y otras semejantes. Un ser humano
normal tampoco vive glorificando a Jesucristo y al Dios de los Ejércitos todos los
instantes de su vida. Nunca han sido de mi agrado los términos “chavista” y “chavismo”
porque –al menos en mi caso– resisto subordinarme a otra persona ontológicamente
idéntica a mí mismo, así como encubrir bajo rótulos personalistas realidades, problemas
y asuntos de enorme contenido ideológico, cognitivo y práctico de interés para toda una
nación, y aun más allá. Recuerdo que hace bastantes años, en respuesta a las ideas
que fui elaborando sobre la identidad nacional, los pueblos indígenas, las culturas
populares, entre otros tópicos, algunos interlocutores –medio en serio y medio en
broma, como suele decirse– comenzaron a hablar de “mosonyismo”. Yo los corté en
seco: un momento, párenme eso aquí, yo tomo demasiado en serio estos
planteamientos y preocupaciones como para envolverlos en el halo subjetivo y la
idiosincrasia de un compromiso personal, por muy sinceras que sean mis intenciones.
Modestamente, creo que el transcurrir del tiempo me otorgó toda la razón.

Ahora bien, tal como rehúyo el culto a la personalidad trato de difundir, por otro lado, la
absoluta necesidad de respetar y promover a los diferentes actores sociales
individuales y colectivos, capaces de hacer algo por su comunidad, su país y –¿por qué
no?– también por el resto del mundo. Como a mi me gusta ejemplificar, me pareció
horroroso –deberá enmendarse lo antes posible– acabar a punta de decreto con un
componente de nuestra política en materia de ciencia y tecnología que de una manera u
otra premiaba a los investigadores más destacados, para sustituirlo por otro que nos
reduce a simples recursos humanos, que valemos en la medida en que produzcamos
algún resultado evaluado como idóneo por los organismos del Estado. Por el contrario,
lo que más urge para reorientar y fortalecer este proceso de grandes transformaciones
tan caro para nosotros, para cualquier persona progresista y –a fortiori– revolucionaria,
es volver a la senda que transitamos en los primeros 5 años de este milenio. Durante
ese quinquenio, los actores interesados en adelantar el Cambio –asimismo, con
mayúscula– nos reuníamos, debatíamos, deliberábamos, recomendábamos, hacíamos
de todo desde nuestras comunidades, gremios, asociaciones, planteles e instituciones.
Nos inspiraban las mejores ganas de protagonizar el parto de un país distinto, con la
esperanza de enrumbarlo hacia un destino repleto de satisfacciones y orgullo legítimo
por la labor realizada junto a un abanico diversificado de soluciones viables. Aparte de
que el presidencialismo extremo no es nada revolucionario –constituye el pan diario de
nuestra roída historia– resulta igualmente injusto encargarle a un Presidente, por más
talentoso y honesto que sea, que él lleve a cabo con sus solas fuerzas una revolución
total y completa: algo de esto insinúa la manida frase de “déjenlo trabajar”. A veces
tiende a olvidarse que allí se conjugan aspectos tan disímiles como política interna,
política externa, economía, salud, educación, ambiente, defensa, pluralismo cultural y
lingüístico, y tantas otras cosas que contempla la Constitución.

El presidente Chávez ha hecho más por Venezuela que cualquier otro mandatario de la
República, al sacarla de su condición de país satélite de los Estados Unidos, conferirle
un protagonismo internacional antes nunca visto, reapropiarse de sus recursos
renovables y no renovables, convertir en protagonistas a los más pobres y desvalidos,
devolver la identidad colectiva a indígenas y afrodescendientes, entre otros logros que
faltarían por mencionar. Si yo fuese su asesor personal le pediría con mucho respeto,
humildad y sinceridad, que corone su obra fomentando en grado máximo esa gran
participación colectiva ya estatuida –parcialmente iniciada e inexplicablemente
detenida– haciendo realidad el poder popular protagónico enunciado en la célebre frase
del poeta Aquiles Nazoa “creo en los poderes creadores del pueblo”. Solamente entre
todos podremos construir una patria grande, perfectible y sustentable en el tiempo,
donde seamos líderes en cada ámbito de acción; aprovechemos y hagamos valer
nuestros conocimientos, saberes y capacidades en grado superlativo. Construyamos
mecanismos eficaces de decisión colectiva para enfrentar con éxito los problemas y
retos de un país y una nación que aún no ha podido arrancar por el largo camino hacia
el buen vivir de los indígenas o el ubuntu de los afrodescendientes; sin despreciar para
nada el importante legado de una eurodescendencia sin eurocentrismo. Todavía
estamos a tiempo pero debemos cuidarnos: las grandes oportunidades no son eternas y
de no aprovecharlas dilapidaríamos tal vez un siglo entero de nuestra historia.

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