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Aun siendo el más importante y mejor formulado, este es tan solo uno de los artículos
que se refieren a la participación popular. Si estudiamos la Constitución en su totalidad,
notamos en seguida que la fórmula más relevante y de mayor peso la constituye el
mentadísimo referendo, y en la propia praxis social y política se comprueba durante el
decenio transcurrido su aplicación sucesiva en diversas ocasiones. Añadamos aquí que
en Suiza, una de las democracias más participativas del mundo, el referendo también
ocupa el sitio estelar. Pero no nos engañemos tan fácilmente. A nuestro entender y sin
desconocer su importancia, el referendo es sólo una participación a medias y en grado
muy restrigido. Las altas autoridades se limitan a llevarte la pregunta previamente
cocinada, introducida por quién sabe quién, y te la ofrecen toda hecha para que
contestes con un brutazo sí o no, como si no existieran más opciones o dimensiones, ni
siquiera los consabidos matices del gris omnipresente en nuestras vidas. Además, es
imposible dejar de advertir que muchas de las preguntas formuladas o por formular no
son apropiadas para ese tipo de consulta. Por ejemplo, ¿está usted de acuerdo con la
pena de muerte?: sí o no. Huelgan los añadidos. De todos modos, cabrá decir en
descargo de la Constitución, que la misma menciona o cuando menos insinúa otras
formas variadas; sin descartar futuras enmiendas sería injusto atribuirle a nuestra Carta
Magna las repetidas y crecientes fallas que en este sentido presenta el
desenvolvimiento del Proceso Bolivariano.
Ahora bien, tal como rehúyo el culto a la personalidad trato de difundir, por otro lado, la
absoluta necesidad de respetar y promover a los diferentes actores sociales
individuales y colectivos, capaces de hacer algo por su comunidad, su país y –¿por qué
no?– también por el resto del mundo. Como a mi me gusta ejemplificar, me pareció
horroroso –deberá enmendarse lo antes posible– acabar a punta de decreto con un
componente de nuestra política en materia de ciencia y tecnología que de una manera u
otra premiaba a los investigadores más destacados, para sustituirlo por otro que nos
reduce a simples recursos humanos, que valemos en la medida en que produzcamos
algún resultado evaluado como idóneo por los organismos del Estado. Por el contrario,
lo que más urge para reorientar y fortalecer este proceso de grandes transformaciones
tan caro para nosotros, para cualquier persona progresista y –a fortiori– revolucionaria,
es volver a la senda que transitamos en los primeros 5 años de este milenio. Durante
ese quinquenio, los actores interesados en adelantar el Cambio –asimismo, con
mayúscula– nos reuníamos, debatíamos, deliberábamos, recomendábamos, hacíamos
de todo desde nuestras comunidades, gremios, asociaciones, planteles e instituciones.
Nos inspiraban las mejores ganas de protagonizar el parto de un país distinto, con la
esperanza de enrumbarlo hacia un destino repleto de satisfacciones y orgullo legítimo
por la labor realizada junto a un abanico diversificado de soluciones viables. Aparte de
que el presidencialismo extremo no es nada revolucionario –constituye el pan diario de
nuestra roída historia– resulta igualmente injusto encargarle a un Presidente, por más
talentoso y honesto que sea, que él lleve a cabo con sus solas fuerzas una revolución
total y completa: algo de esto insinúa la manida frase de “déjenlo trabajar”. A veces
tiende a olvidarse que allí se conjugan aspectos tan disímiles como política interna,
política externa, economía, salud, educación, ambiente, defensa, pluralismo cultural y
lingüístico, y tantas otras cosas que contempla la Constitución.
El presidente Chávez ha hecho más por Venezuela que cualquier otro mandatario de la
República, al sacarla de su condición de país satélite de los Estados Unidos, conferirle
un protagonismo internacional antes nunca visto, reapropiarse de sus recursos
renovables y no renovables, convertir en protagonistas a los más pobres y desvalidos,
devolver la identidad colectiva a indígenas y afrodescendientes, entre otros logros que
faltarían por mencionar. Si yo fuese su asesor personal le pediría con mucho respeto,
humildad y sinceridad, que corone su obra fomentando en grado máximo esa gran
participación colectiva ya estatuida –parcialmente iniciada e inexplicablemente
detenida– haciendo realidad el poder popular protagónico enunciado en la célebre frase
del poeta Aquiles Nazoa “creo en los poderes creadores del pueblo”. Solamente entre
todos podremos construir una patria grande, perfectible y sustentable en el tiempo,
donde seamos líderes en cada ámbito de acción; aprovechemos y hagamos valer
nuestros conocimientos, saberes y capacidades en grado superlativo. Construyamos
mecanismos eficaces de decisión colectiva para enfrentar con éxito los problemas y
retos de un país y una nación que aún no ha podido arrancar por el largo camino hacia
el buen vivir de los indígenas o el ubuntu de los afrodescendientes; sin despreciar para
nada el importante legado de una eurodescendencia sin eurocentrismo. Todavía
estamos a tiempo pero debemos cuidarnos: las grandes oportunidades no son eternas y
de no aprovecharlas dilapidaríamos tal vez un siglo entero de nuestra historia.