Documente Academic
Documente Profesional
Documente Cultură
O
LOS NIÑOS AL PODER
Roger Vitrac
Personajes:
Víctor o los niños al poder, fue presentada por primera vez el lunes 24 de
diciembre de 1928 en Paris, sobre el scenario de la Comédie de los Campos
Eliseos, por el Teatro Alred Jarry. La dirección de escena fue de M. Antonin
Artaud.
ACTO I.
CUADRO PRIMERO.
Escena I.
VICTOR: “…bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu bajo
vientre… Jesús”
LILI: .Se dice “el fruto de tu vientre, Jesús”.
VICTOR: Y yo digo que es muy buena. ¡Buenísima! ¡Muy, muy, muy buena!
(Continúa riéndose.)
LILI: ¡Víctor!
VICTOR: ¡Lili!
LILI: Víctor, hoy cumples nueve años. Ya casi dejas de ser un niño.
VICTOR: Entonces… ¿el año que viene ya seré todo un hombre? ¿Este pequeño?
VICTOR: Entonces, muy sensatamente, y como buen adulto, podré tratarte como
a una “zorrita”. (Lili le da una bofetada.) …a menos que no accedas… (Le da otra
bofetada.)…a hacer conmigo… lo que haces con los demás (Le da otra bofetada.)
LILI: ¡Mocoso!
VICTOR: ¡Te atreves a decir que nunca te has ido a la cama con mi padre!
LILI: ¡Oh!
VICTOR: …como suele hacer mi amiguito Lucio Paraiso. Cuando cumpla nueve
años, si es valiente, lo confesará. Pero yo quiero decirte, hoy, 12 de septiembre,
día de San Léonce, que no esperaré ni un año más para convertirme en un
hombre, porque tal cosa no significa nada. Simplemente he decidido ser, algo…
Así de sencillo.
VICTOR: Todavía tengo en mi manita este vaso de Baccarat, tan frágil. ¿Qué será
más frágil, el vaso o mi mano?
VICTOR: ¡Un huevo! Querrás decir un huevo… ¡un huevo tan bonito! No era un
jarrón, sino un huevo… Eso me ha dicho toda la vida mi papá. Y en el interior del
huevo se supone que también había un caballo, un caballito chiquitín. Pero era
falso: no he visto el caballo por ningún sitio. ¿Tú has visto algún caballo? (Imitando
la voz de un padre que imita la voz de un hijo.) “¿Qué es eso, papá?” (Imitando la
respuesta del padre.) “Es un huevo de caballo, un huevo de caballo… ¡gordo, muy
gordo!” ¡Anda ya!
LILI: ¡Este niño no respeta nada! Y sin remordimientos. ¡Cómo es posible que
hayas hecho todo este destrozo a propósito!
VICTOR: Tú, querida Lili: tú acabas de cargarte este gran jarrón de porcelana de
Sèvres…
VICTOR: Sí.
VICTOR: No te creerán.
VICTOR: No.
VICTOR: Ya lo verás…
VICTOR: Ya lo verás…
VICTOR: ¿Que qué tengo? Tengo nueve años. Tengo un padre, una madre, una
criada. Tengo un barco de guerra de juguete, con grandes velitas blancas, que
cuando dispara dos cañonazos, siempre dos, regresa victoriosamente al puerto de
partida. Tengo para mi uso particular un cepillo de dientes con el mango rojo. El de
mi padre tiene el mango azul y el de mi madre blanco. Tengo un casco de
bombero con todos los accesorios. Tengo hambre. Tengo la nariz intermedia: ni
grande ni pequeña. Tengo unos ojos tristones, las manos sin oficio ni beneficio
porque todavía soy muy pequeño. ¡Ah! Tengo una libreta de ahorros en la que mi
tío Octavio ingresó cinco francos el día en que me bautizaron. Entre el precio de la
libreta y la póliza oficial la cosa les salió por unos siete francos. Tuve el sarampión
a los cuatro años. No he tenido ninguna otra enfermedad en toda mi vida. Tengo la
vista muy fina y la mente muy despejada. Y gracias a todas estas buenas
cualidades he visto cómo perpetrabas un acto reprobable y sin ningún motivo
aparente. Mi familia te juzgará por ello.
VICTOR: ¿Me amenazas, eh? Pues atenta, Lili, que voy a romper el otro….
LILI: (Llorando.) ¡Oh, Dios mío, qué desgracia! ¡Un niño tan dulce, tan serio!
¿Quién le puede haber estropeado de esta forma?
VICTOR: Enseguida lo entenderás. Mira Lili, aunque hubiera sido yo, y decidiera
declararme culpable, cosa que seguramente haría de buen grado…, no me
creerían. Sencillamente.
VICTOR: Justamente. Lo has roto tú. (Pausa.) Claro que también podría decirles
que ha sido el caballo…
VICTOR: Sí, el famoso caballito que estaba supuestamente dentro de las tripas
del jarrón, digo del huevo. Si tuviera tres años eso es lo que diría y me serviría de
excusa. ¡Pero tengo nueve y soy terriblemente inteligente.
VICTOR: “Se lo ruego, Lili, no llore. La señora quiere ponerle de patitas en la calle,
pero en esta casa el que manda soy yo. Y ya sabe, Lili, lo mucho que la estimo…
Intercederé por usted y obtendré el perdón de mi esposa… Palabra de honor”. (La
abraza.) “La salvaré. Tenga fe en mí y espéreme en su habitación al amanecer: le
llevaré la buena noticia y todo quedará olvidado. ¿Eh, pollito luminoso? ¡Pastora
de las estrellas! ¡Rosa de David! (Se separa de un salto y comienza a gritar con
todas sus fuerzas agitando los brazos.) ¡Ruega por nosotros! ¡Ruega por
nosotros!”! ¡Ruega por nosotros! (Víctor ríe estruendosamente. Lili habla para sí
misma completamente enrabietada.)
LILI: ¡Ah, no! ¡No, y no! ¡Me iré yo, me iré yo! Me voy ahora mismo… Este niño se
ha vuelto loco… ya no es un niño.
LILI: ¡Qué asco de casa! ¡Qué indecencia! Por eso, me voy. Ahora soy yo la que
se quiere marchar. Me quiero ir y me voy. ¡Y eso que sólo tiene nueve años!
VICTOR: Tranquilízate, bobita. (Conciliador.) Sabes que siempre cumplo todo lo
que prometo, y ahora prometo no molestarte más. Palabra. Quédate.
LILI: No.
LILI: ¡Está bien, me quedaré! ¡Pero te vas a acordar de mí, niño mimado!
Escena II
(Víctor se sienta con la cabeza entre las manos y durante un rato se queda
pensativo.)
Escena III.
Víctor, Esther.
ESTHER: De nada.
VICTOR: Mira, Esther, no te preocupes por mí. Déjame tranquilo. Cuida de tus
muñecas. Doméstica y acaricia a tus gatitos, ama a tu prójimo como a ti misma y
sé una niña obediente y dócil mientras esperas el momento de ser una buena
esposa y una buena madre.
VICTOR: Déjalo. Tengo una historia todavía más bonita que contarte.
VICTOR: ¿Conoces a Pedro Peinado? Sí, chica, aquel que va siempre corriendo
de un lado para otro, que lleva una fusta de domador en la mano y que tiene una
colección de serpientes… ¿Sabes quién digo? Pues anoche nos escapamos
juntos.
VICTOR: Lili también vino, pero nos la quitamos de encima a pedradas. No dirá
nada, por lo que acaba de hacer. Estuvo esperándonos en casa de su hermana,
mientras nosotros nos colamos en la función del circo.
VICTOR: Sí, señorita Magneau, muy bonito. Pero esto todavía no es nada.
Después de la función, Pepe y yo nos fuimos por detrás del barracón y…
levantamos la lona.
VICTOR: ¡Vaya, vaya! Fíjate. La señora Magneau. ¡Santa Teresa! ¡Ji, ji, ji!
ESTHER: ¿Insinuar?
ESTHER: Claro que no. Mira, tengo la mejilla roja todavía. Pero no importa; abre
la puerta y… ¿Quién crees que era?
VICTOR: Mi padre.
ESTHER: Justo.
ESTHER: “No tengo sueño”, le contesto. Oye, es que siempre que viene alguien:
¡a la cama!
ESTHER: ¿De buen ver? ¡Bah! (Le imita.) ¡Siempre tan rasurado…!
ESTHER: Como siempre, me dan un libro para que me entretenga. “Hola Carlos”
“Hola Teresa. ¿Dónde está nuestro Antonio?” Papa estaba durmiendo. Se sientan
en el sofá, y fíjate las cosas que oigo. Tu padre: “reza, reza, reza”… Mi madre:
“Carlo, yo me adoro”, o “te adoro”, o algo por el estilo. Tu padre: “hay un bañista
mudo, reza, mudo”. Mi madre: “¿Y si despierta? Bueno, más. Más, más, dame
más…” Tu padre: “He perdido la cabeza, y el corazón…” Mi madre: “Colorines en
el horizonte…” Tu padre: “Deja caer tu pulpo, tu gran pulpo rosa…” En esto del
pulpo no estoy muy segura…, y de lo demás, regular…
VICTOR: ¿Y?
Un brazo de la noche entra por mi ventana. Un gran brazo moreno con pulseras
de agua. Sobre un cristal azul jugaba al río mi alma. Los instantes heridos por el
reloj… pasaban. (Nocturno II Lorca).
(Cambia de tono cuando repara en Esther, que desde hace un rato sigue la
escena con la boca abierta y los ojos como naranjas.) ¡Viva Antonio!
ESTHER: (Gritando.) ¡Me das miedo, Víctor! (Se echa a llorar de una forma
rotunda. Entran Carlos y Emilia Paumelle y Teresa Rosales.)
Escena IV.
Víctor, Esther, Carlos, Emilia, Teresa.
CARLOS: ¡Presente!
Escena V.
Los mismos y Lili.
VICTOR: (A Lili.) Creen que tú has roto el jarrón. Di la verdad. ¿Has sido tú?
LILI: No.
EMILIA: ¿Crees que a su edad puede entender tus ocurrencias? (Lili sale.)
Escena VI
Los mismos menos Lili.
TERESA: Ven aquí, Esther. (Esther no se mueve.) ¿No me has oído, Esther? ¡He
dicho que vengas aquí! ¿Quieres que vaya yo? ¡Toma! (Le pega con las dos
manos.)
VICTOR: Perdón, señora Magneau ¿Antes de pegarle se ha quitado esta vez los
anillos?
EMILIA: (A Teresa.) El pobrecillo teme que le haya hecho usted daño a la nena
con sus brillantes.
TERESA: (Sofocada.) Y tiene razón. Pero es que esta criatura a veces se pone
tan insoportable que merece un buen castigo. El jarrón era un modelo único y
seguro valía una fortuna, ¿verdad, querida?
VICTOR: Créame, señora, Esther está ya está bastante castigada por hoy. Y
puesto que es mi cumpleaños, creo que tengo el derecho de pedirle que la
perdone por esta vez.
CARLOS: ¡Bravo, Víctor! Muy bien dicho. Teresa, dale un beso a tu hija y no se
hable más.
EMILIA: Ven, hijo mío. Ven, Víctor. Te acabas de ganar diez francos.
TERESA: (En voz baja a Esther.) Y ahora, ¿me dirás por qué has hecho eso?
ESTHER: (Que no llora más). Porque Víctor cumple hoy nueve años.
TODOS: ¡Oh!
EMILIA: No diga eso, Teresa. Nos hubiera sabido muy mal. Y Víctor se habría
llevado una gran desilusión. Ya sabe que lo adora.
TERESA: De remate.
CARLOS: Como bien sabes, Antonio ha padecido ciertas crisis nerviosas. Hasta
ahora eran esporádicas, pero han terminado siendo cada vez más frecuentes.
Teresa ya no puede más.
EMILIA: ¡Víctor! ¡Nunca te había visto así! ¿No te encuentras bien? Contéstame.
¿Quieres algo? Toma: un terrón de azúcar con una gota de limón. Te sentará bien.
CARLOS: ¡Basta! ¡Me vas a explicar ahora mismo lo que acabas de decir.
VICTOR: No hay nada que explicar, papi. Me hacía el loco. ¡No es para tanto!
TERESA: Está bien. De acuerdo. Víctor no se disculpará. Pero por lo menos nos
podría explicar qué ha querido decir con ese delirante discurso del que ninguno
hemos entendido ni una palabra.
CARLOS: ¡Ah, criatura del demonio! ¡Eres todo un hombrecito, eh! En fin, de vez
en cuando hay que pasarle por alto alguno que otra. Nos da tantas satisfacciones.
Ya lo decía su maestro: “Este chico, si nadie lo para, llegará lejos, créanme,
llegará muy lejos. Es… terriblemente inteligente” ¿Lo oye, Teresa? ¡Terriblemente!
Escena VII.
Los mismos y Antonio.
Escuchadme ahora. Estoy muy contento de veros a todos con tan buen aspecto.
Especialmente a Carlos. Carlos, amigo mío, se nota que está usted… enamorado.
¡Qué broma! ¡Sí Emilia, qué broma! Si no cuida a este galán, se le va. ¡No son
cumplidos! Y mi Teresa, mi teresa es de lo que no hay… Querida, muéstrales
cómo me enciendes la hoguera… Enséñales el juego que haces con las manos,
luego con los tobillos, cómo pones los ojos en blanco, cómo balanceas ese
cuerpazo y al final, ¡la gloria divina! Al final siempre, la Paz de Dios… “Agrúpense,
honradas mujeres, y no dejen los laureles y las palmas del triunfo sólo a los
hombres…”
CARLOS: Ejem… Antonio, estimado amigo, seguro que le iría bien… una copita
de champagne.
TERESA: (Muy molesta.) Te ruego que te calles y que te sientes. Te están oyendo
los niños. (Se deja caer en un asiento.)
CARLOS: ¡Basta, Víctor! ¡Lo has hecho a propósito! (Lo coge aparte.) El señor
Magneau está enfermo. Deberías compadecerte de su mujer y de su hija.
TERESA: (Que lo ha oído todo.) ¡Ven aquí, Esther! (Le pega. Acercándose a
Emilia.) Le pido perdón, Emilia. Debería de haberlo previsto.
EMILIA: Qué le vamos a hacer, querida Teresa. Todas las familias tienen sus
penas y nosotros estamos contentos de que compartan la suya con nosotros.
(Entra el Obispo.)
Escena VIII.
Los mismos y el Señor Obispo.
CARLOS: ¡Aquí está el Señor Obispo!
OBISPO: (Cortándole.) ¡Ah, la nena guapa! Buenas noches, Esther. ¿Así que tú
no quieres que yo sea un vaca? Bien, ¿qué quieres entonces que sea?
TODOS: (Excepto Antonio, que no ha oído las palabras de Víctor.) ¡Oh, oh, oh!
VICTOR: Brindo por mi querida madre, por mi adorado padre, brindo por usted,
señora Magneau, brindo por el Señor Obispo Étienne y por Don Antonio. Brindo
por su hija Esther, y brindo por Lili, que es la fiel y cumplidora sirvienta que
tenemos en esta casa.
EMILIA: Venga, no te hagas de rogar. No seas tan tímido… Supongo que el señor
y la señora Rosales no te imponen tanto respeto como para…
OBISPO: ¡Cómo puedes decir eso, Víctor! Venga, recítanos una poesía. Alguna te
sabrás, ¡qué diantre! Todos nos sabemos una por lo menos.
EMILIA: ¡Venga Víctor! No saben ustedes lo bien qué recita este niño.
VICTOR: (Acercándose.) Está bien. Lo hago por usted, Señor Obispo. Por usted,
por Antonio y… ¡por Francia!
¡Viva Francia!, mi patria esclarecida, Madre sin igual, compendio del honor. ¡Viva
España!, solar de noble vida, regio pedestal de Cristo Redentor. Fuiste de glorias
florido pensil: hoy reverdecen a un impulso juvenil. Veinte naciones coronan tu
sien: ¡Arriba España! Raza invicta es tu sostén.
TERESA: Ya se los había advertido. (Llora.) Desde hace unas cuantas semanas
tiene esta misma manía. Es horrible.
(Silencio angustioso. Nadie mueve ni un dedo. Teresa y Carlos se miran
atemorizados. Lili se ha quedado petrificada en el umbral de la puerta, y Esther se
suena los mocos en un rincón. Víctor se acerca a Antonio.)
VICTOR: De Víctor Ruiz del Manzano. La he recitado porque se llama Víctor como
yo.
ESTHER: Como quieras, papá. Si guardan silencio empiezo. (Mientras canta, toca
palmas rítmicamente.)
En la calle, lle, lle, veinticuatro, tro, tro una vieja, ja, ja mata un gato, to, to, con la
punta, ta, ta, del zapato, to, to. Pobre vieja, ja, ja, pobre gato, to, to, pobre punta,
ta, ta del zapato, to, to.
OBISPO: ¡Caramba! ¡Qué bien lo ha hecho la nena! (Canta.) ¡En la calle, lle, lle…
veinticuatro, tro, tro…!
EMILIA: ¿Y por qué no, Teresa? ¡Nuestro Víctor y su Esther! No es mala idea.
Tenemos mucho tiempo para pensarlo, es verdad, pero… mírenlos tan juntitos…
¡Nuestras familias unidas! Estoy segura de que Antonio también opina como yo…
OBISPO: ¡Genial idea! Víctor, tú eres el papá. Esther, tú la mamá… No hace falta
decir que la mujer es siempre la que empieza… ¡Animo, niños!
(Largo silencio durante el que Víctor y Esther hablan en voz baja. Ambos se
disponen a representar la escena amorosa que la niña presenció anteriormente
entre Carlos y Teresa.)
(Esther hace como que llora. Víctor se marcha dando un enorme portazo e
inmediatamente vuelve a entrar gritando:)
ANTONIO:
Pobre vieja, ja, ja, pobre gato, to, to, pobre punta, ta, ta…
(Finalmente se calla y se deja caer en una butaca cubriéndose el rostro con las
manos.)
EMILIA: Oh Antonio.
OBISPO: ¿Está todo bien Emilia? ¿Por qué tiembla? ¿Tiene frío?
EMILIA: No, disculpe obispo, estoy bien. (A Antonio) Por favor, Antonio, suficiente.
VÍCTOR: No.
Esther: No.
(Antonio deja a Emilia, y se sienta con las manos en la cabeza, mientras recita
aún, mirando a su esposa. Emilia con brazos cruzados, observa a su marido.
Teresa y Carlos se dan empujones. Los niños se abrazan ocasionalmente, el
obispo se suena la nariz. Escena muda).
Escena IX.
Los mismos, menos Antonio.
OBISPO: ¡Estábamos tan contentos y miren ahora qué panorama!.¡Al final, todos
llorando! ¡Y tan lindas que son estas criaturitas! ¡Que no decaiga la fiesta!
VICTOR: Bueno, pues… ¡me gustaría jugar a los caballitos con usted!
VICTOR: Sí, como Felipe II… Usted se pone a cuatro patas, yo me subo y
¡venga!, comenzamos a dar vueltas alrededor de la mesa por ejemplo. Vueltas y
más vueltas… Y no puede pararse hasta que yo se lo mande. Y nadie puede
interrumpirnos tampoco. ¡Los embajadores del Rey de Francia pueden esperar!
OBISPO: Pero si es muy bonito eso que me pide. No te negaré este favor, querido
Víctor. ¡A cabalgar!
(Canturrea feliz.)
¡Cantad valientes, hijos de Artajona, cantad a la Virgen de Jerusalén…! ¡Y en el
pecho, una medalla, y en el corazón…, La Fe, La Fe, La Fe!
VICTOR: (Gritando al Obispo que se ha puesto a cuatro patas.) ¡Arre, arre, arre!
(El Obispo se acerca a Víctor. Este le agarra por el cinturón como si fuesen las
bridas. El Obispo encantado con el juego, imita un caballo. Relincha, cocea, se
encabrita, etc. Asistimos a una especie de doma ecuestre.)
VICTOR: ¡Atrás, atrás! ¡Aquí, aquí! (Le pone un terrón de azúcar en la palma de la
mano. El caballo se calma.) ¡Arre, arre! (Todos están turbados, excepto Esther
que ríe como una boba.) Poco a poco, poco a poco. ¡Ya! ¡Al trote!
(Espolea al caballo con la mano.) ¡Al galope, al galope, al galope!
(Le clava la espuela. El Señor Obispo relincha entusiasmado. Salen Víctor, El
obispo, Esther y Emilia.)
CUADRO SEGUNDO
Escena I.
Teresa y Carlos.
CARLOS: ¿Qué nos va a pasar, Teresa? ¿Hasta dónde puede llegar todo esto?
¿Y Antonio?
TERESA: ¡Oh, sí! Hay una razón para justificar todo este sufrimiento. Esta… (Le
besa prolongadamente en la boca).
TERESA: ¡Tienes unas palabras! Incómodo. ¡Sería un incesto como una catedral,
hablando en plata! Cada vez que me acuerdo de… (Se echa a reír.) …esa manera
de imitarnos al hablar: “Déjame ir, tu pulpo rosa”
CARLOS: Por última vez, Teresa, cálmate. Estás muy excitada con todo este lío.
Estas imitaciones, estas escenitas, por muy ingenuas que sean, nos ponen en
evidencia y pueden llegar a destruirnos.
CARLOS: ¡Oh, Dios mío! ¡Tienes razón, lagartona! Dime al oído todas las
marranadas que quieras. Pero te advierto que Si lo haces no respondo. (Se lanza
sobre ella.)
CARLOS: ¡Otra vez su puñetera redacción para clase de Literatura! ¡Es increíble!
¡Todo esto no tiene ni pies ni cabeza! ¿Se puede saber qué están haciendo el
Obispo y tu madre? ¿Por qué no estás con Esther?
VICTOR: Acabo de encerrar al Obispo en el establo, mi madre está guardando la
ropa, que es lo que le corresponde ¿o no?, y en cuanto a Esther, acabó de reírse
hace un rato.
VICTOR: ¡Que nunca tenga que aprender más! (Recibe otra bofetada.)
VICTOR: ¡Gracias por su ayuda, señora! Aunque presiento que esta noche Esther
será la que pague los platos rotos…
(Entra Esther.)
Escena III.
Los mismos y Esther.
Escena IV.
Los mismos, el Obispo y Emilia.
OBISPO: ¡Qué cosas tan curiosas! Antonio, que es el hombre más pacífico del
mundo, se comporta con la brutalidad de un puñal en las manos de un mameluco.
En cambio yo, que he nacido para la guerra y que en tiempos fui militar, soy más
blandengue y estoy más fláccido que una bandera en una tarde primaveral sin la
menor brizna de viento…
OBISPO: ¡Va, no es para tanto! Una vez más he dicho lo contrario de lo que
pienso. Siempre digo lo contrario de lo que pienso… Supongo que usted es
suficientemente inteligente como para darse cuenta, querido Carlos.
CARLOS: (Para sí.) Pues no me está llamando imbécil ahora éste cura.
OBISPO: ¡Ja, Ja, Ja! Así las cosas, Víctor, tú eres el más perfecto de los cretinos.
VICTOR: ¡Después de usted, Señor Obispo!
CARLOS: (Exasperado.) ¿Cómo que con quién? ¿Con quién? ¡Qué sé yo! ¡Con
Esther, con tu madre, si quieres! ¡Es el colmo!
TODOS: ¡Oh!
CARLOS: ¡En verdad, mierda! ¡Esto ya es insoportable! ¡El uno dice lo contrario
de lo que piensa y el otro no para de hacer el mico! Y Víctor, que sólo tiene nueve
años, me pregunta que con quién se va a ir a la cama… Le contesto que con
Esther, o con su madre, como le podría haber dicho que con el Papa de Roma…
¡Es inaudito! ¡Nos estamos volviendo locos! ¡Votación popular y democrática!
¿Con quién quieren ustedes que se meta en la cama mi hijo de nueve años?
(Entra la criada.)
CARLOS: ¡La que faltaba! Y usted, Señor Obispo, ¿también se quiere acostar con
alguien?
OBISPO: Si digo que sí, me creerían; y si digo que no, creerían que pienso lo
contrario. ¡Ja, Ja, Ja!
VICTOR: No, nada. Hablaba conmigo mismo… Me decía, sencillamente, que soy
un cerdo. Sencillamente. Estamos celebrando que he cumplido nueve años; todos
nos reunimos aquí, desbordantes de alegría para festejar un acontecimiento tan
gozoso, y hago llorar a mi madre…, saco de quicio al mejor de los padres,
martirizo a la señora Magneau, provoco el delirium tremens de su desdichado
marido, me río en sus narices del glorioso ejército español y de la Santa Madre
Iglesia y le enculó a la criada no sé qué vergonzosos favores de alcoba. Y por si
esto fuera poco, mezclo a la pobrecita Esther en toda esta mierda. ¡Ah, qué soy,
yo al fin y al cabo! ¿Qué transformación se ha producido en mí? ¿Mi nombre sigue
siendo Víctor? ¿Estoy irremisiblemente condenado a la insoportable y vergonzosa
existencia de un hijo pródigo? Decidme si es que soy acaso la viva encarnación
del vicio y los remordimientos… Y si fuera así, os digo solemnemente: ¡antes la
muerte que la ignominia! ¡Cúmplase el trágico destino de un hijo pródigo! (Se coge
la cabeza con las manos.) ¡Abran todas las puertas! ¡Déjenme partir! ¡Y no olviden
sacrificar un ternero cuando llegue mi veinticinco aniversario!
OBISPO: ¡Ah, Carlos!, esto ha sido casi una confesión… Yo diría que esta criatura
está poseída por el demonio. ¿Qué piensa hacer usted de él cuando sea mayor?
CARLOS: ¡No le hagan caso que nos quiere montar otro numerito de los suyos!
Que se vaya a la cama…
ESTHER: No, no se irá a la cama. Hoy cumple nueve años y debe quedarse hasta
que se acabe la fiesta. Quédate, Víctor.
CARLOS: No conseguiremos nunca nada de este granuja. Lo he visto bien claro
esta tarde; no haremos nada con él. O tal vez sí. Haremos un delincuente, un
asesino, un vicioso… Terminará sus días en el patíbulo.
TERESA: ¡Oh! Por favor, Carlos… Mi marido no se merece este tipo de burlas.
(De pronto aparece una dama bellísima con un vestido de noche. Estupefacción
general.)
VICTOR: (Gritando.) ¡El milagro que querías, papá! (Salta del regazo de su madre)
Escena V.
Los mismos e Ida.
EMILIA: No…
EMILIA: Yo tenía…
IDA: … Tú tenías trece.
EMILIA: ¡Ha pasado tanto tiempo! Pero…. ¡Oh, perdona! Te presentaré a nuestros
invitados. El Obispo Étienne de nuestra diócesis, la señora Teresa Magneau, su
hija Esther, mi marido, Carlos y mi hijo Víctor. Siéntate, por favor.
(Ida se sienta. Gran silencio.)
IDA: Tal vez sí puesto que me lo dices. Pero no venía a verte a ti. (Todos se miran
intrigados.)
IDA: No, no lo sabía. Ya te digo que no era a ti a quien venía a ver. La señora
Paumelle es amiga mía desde hace sólo diez años. Hace un tiempo se casó con el
señor Paumelle y se fueron a vivir a la Gran Vía, pero recientemente se mudaron a
la calle del Alférez Provisional.
IDA: Sí. Y que entre ellas no se conocen. Hasta puede que vivan la una frente a la
otra.
CARLOS: Ya lo ve, señora. Si un autor dramático hubiera utilizado todo este lío
como argumento de una de sus piezas teatrales le habríamos acusado
inmediatamente de inverosímil y de absurdo.
IDA: Y tal vez tendríamos razón. Sin embargo, no se trata de ninguna ficción, sino
de la pura realidad.
EMILIA: ¡Habrase visto! ¡Esto ya es demasiado! No hace ni tres días que estuve
comprando en esa tienda un par de melones.
IDA: Sí que lo es… (Un silencio.) (Se le escapa un pedo. Estupefacción y angustia
general. Todos creen haber oído mal. Ida enrojece hasta la punta de los cabellos.
Esther no puede reprimir una carcajada. Su madre la atrae hacía sí y le obliga a
callarse. Víctor decide mantenerse en un segundo plano.)
OBISPO: (Rompiendo el hielo.) Señora, este… este… ruidito… ¿ha sido una
broma, verdad?
IDA: No, señor. Se trata de una enfermedad… (Ida, avergonzada, se oculta la cara
con las manos.) ¡Qué trastorno! ¡Qué vergüenza!
EMILIA: Querida amiga…, Ida, querida, ¿qué te pasa? ¿Qué tienes? ¿No eres
feliz? Casi no te reconozco… ¡hemos estado separadas tanto tiempo!
IDA: ¡No puedo! ¡No puedo más! (Se echa otro pedo. Se repite la situación
anterior.) ¡Perdón, perdón, disculpen, señores! Es cruel, no puedo contenerme de
ninguna manera. Padezco una terrible enfermedad. No sé cómo podría
explicarles… Cualquier cosa, una emoción, un susto y… ¡pum! A cualquier hora
del día o de la noche. De la misma forma que me era imposible pensar que iba
encontrarte, tampoco puedo hacer nada contra esta maldición… Ya puedo
esforzarme al máximo que cuando menos lo espero… ¡pum! (Un pedo
prolongadísimo.) He decidido matarme si esto se prolonga más tiempo. Sí, me
mataré. (Otro pedo.)
OBISPO: (Aparte.) ¡Qué historia! (Estallan carcajadas generales.)
.
(Continúan bailando hasta que extenuados dejan de hacerlo.)
IDA: A pesar de esto… soy guapa, me siento querida y tengo una inmensa
fortuna. Poseo quince casas en Madrid, un castillo en la ría de Vigo, una gran finca
en Talavera de la Reina. Tengo cuatro automóviles, un yate, brillantes, perlas,
hijos… Y el famoso banquero Teodoro Muertemarte es mi marido… (Se echa un
nuevo pedo. Las risas son cada vez más espaciadas. Ida esconde la cara entre
sus manos. Largo silencio.) (Levantándose.) Una vez más les pido mil excusas. Y
ahora, si no les importa, preferiría marcharme…
EMILIA: No te vayas aún, querida. Quédate un ratito más con nosotros. Estamos
celebrando que mi hijo Víctor cumple nueve años. Todas las tiendas y todos los
portales están cerrados a estas horas y no vas a poder seguir buscando esa
dirección. Así que no te vayas todavía…
(Ida vuelve a sentarse.)
IDA: Sé que soy un estorbo. Ustedes estaban aquí tan felices y de pronto he
aparecido como una intrusa. ¡Qué irrupción más triste y lastimosa la mía!
CARLOS: Todo lo contrario, señora. Justo antes de que usted entrara por la
puerta nos invadía a todos una especie de trastorno mental…. Compruébelo usted
misma: jarrones rotos, muebles volcados por aquí y por allá, desorden…
Estábamos a punto de asesinarnos unos a otros.
IDA: Sí que pueden. No recordármela por lo menos. (Silencio.) Sería lógico que
les contara mi vida, de la A a la Z. Tú conoces la A, ustedes conocen la Z…
VICTOR: ¿Me permite decirle, Señor Obispo, que su aliento apesta por las
mañanas a café con leche mezclado con ajos y cebollas?
IDA: Víctor, ven y siéntate en mis rodillas. Ven tú también, Esther. (Víctor se sienta
en la falda de Ida.)
ESTHER: No, yo no voy, tengo miedo de esta señora. Me da miedo esta marrana
que no hace más que tirarse pedos todo el rato. Yo me voy.
(Sale corriendo hacia el jardín.)
TERESA: ¡Me las pagará, espanta niños! (Sale. Se la oye gritar en el jardín.)
¡Esther!, ¡Esther!
EMILIA: Dios del cielo, la niña en peligro de muerte! (Sale corriendo. El Obispo la
sigue riendo sonoramente y golpeándose los muslos con las manos.)
Escena VI.
Víctor, Ida.
IDA: ¡Ah!
(Pausa.)
VICTOR: He dicho en las rodillas, pero en realidad estoy sentado sobre sus
muslos…
VICTOR: No estoy seguro. Nadie me inició en la noción de edad hasta los cuatro.
Han sido precisos cuatro años más para darme cuenta de que el día veintidós de
Abril retorna periódicamente. También es posible que todo esto sea falso y que
tenga ahora ciento cinco años…
IDA: Los humanos no viven tanto. Tendrías que haberte muerto ya.
VICTOR: Mi muerte tampoco probaría nada. Se muere a todas las edades. Por
otra parte sé que voy a morir enseguida… por distraer las dudas, o para darme a
mí mismo la razón, o por simple cortesía… Quién sabe.
VICTOR: No, no puedo hacer el amor. Por eso, antes de separarse de mí, dígame
qué es, cómo es. Lo sé todo… menos eso. Y no querría morirme sin saberlo.
(Ida vacila. Finalmente se inclina y le habla al oído durante un buen rato. Mientras
habla se escucha una música bellísima que impide al público oír sus palabras y el
ruido del jardín.)
VICTOR: (Sin poder contener la risa.) Querría que me dedicara… ¡un pedo!
(Ida da un grito y se marcha velozmente. Aparece de nuevo y, desde la puerta,
grita:)
(Desaparece. Entran el Obispo, Carlos llevando a Esther cogida por los hombros,
Teresa, que llora amargamente, y Emilia. Colocan en silencio a la niña en el sofá.
Lleva el vestido rasgado y los brazos llenos de pequeñas heridas y arañazos.
Babea.)
Escena VII.
Víctor, el Obispo, Carlos, Esther, Teresa, Emilia.
Escena VIII.
Los mismos y Lili.
ESTHER: ¡Muy bien! ¡Muy bien, Víctor! ¡Qué pena haber estado dormida! ¡Cómo
me habría gustado verlo! Sobre todo, eso que le has hecho en las orejas… ¿Estás
seguro de que está bien muerta?
VICTOR: Te lo juro. Ha lanzado una especie de grito y ha liberado por fin su alma.
Escena IX.
Víctor, el Obispo, Carlos, Esther, Teresa, Emilia y Antonio que lleva una escopeta.
ANTONIO: ¡Vaya! ¡Aún estáis aquí! Tomen lo que traigan y vámonos al campo…
CARLOS: ¡Antonio!
ANTONIO: ¡No hay Antonio que valga! ¡Si vuelves a decir una palabra te meto dos
tiros! ¿Me oyes? ¡Dos tiros!
ANTONIO: Sí, deliro. Estoy loco. ¿Y qué? (A Teresa.) Tú y la niña, a casa. Adiós a
todos. Tienen suerte de que no los masacre a todos.
(Arrastra a su mujer y a su hija hasta la puerta. Todos están horrorizados. Se
produce una pausa tensísima. Antonio vuelve a entrar súbitamente pegándole un
gran susto a Carlos que se había acercado a la puerta, seguido de Teresa y
Esther.)
CARLOS: ¿Ah, era… era… una…broma…? Vaya, vaya, amigo mío. Vaya con tus
bromas. Siempre serás el mismo.
ANTONIO: ¡Soy un actor extraordinario! ¡Confiesen que se cagaron las patas! ¡En
la calle, lle, lle, veinticuatro, tro, tro…! (Ríe).
ESTHER: (Saliendo la última.) ¡Lo que te perdiste, papá! Vino una señora que se
tiraba pedos y más pedos… Víctor la mató y se comió sus orejas…
(El Obispo, Teresa, Antonio y Esther acaban de salir.)
Escena X.
Víctor, Emilia, Carlos.
VICTOR: ¡Ah, no! ¡Basta! Por esta noche ya es suficiente. Mañana, mañana…
Escena XI.
Emilia, Carlos.
CARLOS: Mañana, mañana. Ya lo dijo Víctor. Mañana será otro día. (Toma un
periódico viejo y pretende leer).
EMILIA: ¿Leerás?
(Oscuro)
ACTO II.
CUADRO PRIMERO.
Dormitorio de los señores de Paumelle.
Escena I.
Al levantarse el telón, estamos en el dormitorio del matrimonio Paumelle. Carlos
con el diario en la mano. Emilia. Más tarde Lili.
EMILIA: (Entra con un pañuelo entre manos, y los ojos rojos). ¿Qué?
CARLOS: ¿Qué?
EMILIA: Nada.
CARLOS: Nada.
CARLOS: (Se levanta) Tengo que trabajar. (Va y busca un martillo y comienza a
golpear la cama, como si clavara). Trabajos de carpintería, pendientes.
EMILIA: ¡Te has vuelto loco!
(Carlos canta mientras sigue clavando enérgicamente, ella explota en lágrimas y
de pronto se le lanza sobre la espalda como un gato. Él se la quita de encima, y se
descubre amenazándola con el martillo levantado, luego de que ella cayera en el
piso. Tras esto, guarda la herramienta).
CARLOS: Suficiente trabajo por esta noche. No puedo creer que intentaras
matarme, o eso me pareció.
EMILIA: ¡Víctor! No me hables de Víctor por favor. Hasta mañana, lo dijiste. Hoy
ya no sé dónde estamos tú y yo.
CARLOS: ¿Qué?
CARLOS: Sí.
CARLOS: Vamos, váyase a dormir… ¡Qué puerta va a ser! ¡Es usted imbécil!
LILI: Digo que la puerta está cerrada, pero no sé cuál de las puertas. (Sale.)
Escena II.
Carlos, Emilia.
EMILIA: ¡Vaya!
EMILIA: ¿Ah, sí? Pues entonces yo haré lo mismo. (Se pone a gritar con todas sus
fuerzas.) ¡Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo,
etcétera…!
(De golpe y porrazo interrumpe sus oraciones y se abraza a la almohada llorando
estrepitosamente.)
CARLOS: Llora, Emilia, eso te calmará. Llora, llora. (Se acerca y le acaricia los
cabellos. Cuando Emilia se ha calmado repentinamente le dice:) ¡Pues sí! ¡Teresa
es mi amante!
EMILIA: Y yo también.
CARLOS: (Desconcertado.) ¿Es que no me crees? ¿No quieres creer que Teresa
y yo somos amantes?
EMILIA: Claro que sí.
EMILIA: Para distraerme un rato por lo menos… ¡Me siento tan triste esta noche!
¡Tan triste!
(Llaman a la puerta.)
VICTOR: ¡Víctor!
VICTOR: Entrar.
Escena III.
Carlos, Emilia, Víctor.
CARLOS: ¿Qué?
Escena IV.
Carlos, Emilia y después Lili.
CARLOS: ¿Pero qué dice? Eso fue una provocación al asesinato. Eso fue… ¿qué
es lo que quería?
EMILIA: ¿Y bien?
(Llaman a la puerta.)
CARLOS: ¡Le he pegado hasta hacerle sangre!.¡Se merecía una buena paliza! ¡Es
el culpable de todo! (Silencio.)
CARLOS: ¿Qué más? ¿Qué… más? (Se deshace en sollozos.) ¡Le he pegado a
mi propio hijo!
EMILIA: ¡No, Carlos! ¡No llores, Carlos, chiquitín mío…! Soy yo, Emilia, tu mujer.
Venga, ea, ea, cálmate… Hace nada que me querías matar, y que yo te quería
matar, y que tú te querías matar… ¿Qué nos está pasando? ¿Qué aire respiramos
que nos convertimos en esto?
CARLOS: (Fuera de sí.) ¡Un aire fétido! ¡Como el aliento del Obispo, como el culo
de Ida Muertemarte, como el humo de los cañones de Palafox! ¡Es un aire de
locura… aaa!
EMILIA: De ninguna manera. Teresa debió ser muy feliz aquel otoño. Me lo puedo
imaginar…
EMILIA: ¿Y Teresa?
EMILIA: ¿Y yo?
(Entra Víctor)
Escena V.
Emilia, Carlos, Víctor.
CARLOS: Tienes razón Emilia, tú eres mi mujer, y Víctor es mi hijo. (Va en busca
del lugar donde cayó el revólver).
Escena VI.
Emilia, Carlos, Lilí.
CARLOS: ¡Pues claro que sí! ¡Abra! (A Emilia.) ¿Quién podrá ser a estas horas?
CARLOS: Teresa…
Escena VII.
Carlos, Emilia, Teresa.
CARLOS: ¿Esther?
TERESA: Sí, se ha escapado de casa diciendo: “Me voy a casa de Víctor. Víctor
será mi papá, mi papá pequeñito”.
TERESA: En efecto, es una barbaridad. ¡Qué noche, Dios mío, qué fiestecita!
¿Dónde está Esther?
EMILIA: Amiga mía, nosotros no la hemos visto. Si la hubiéramos visto se lo
diríamos. La niña no está aquí.
EMILIA: ¿Matar a su hija? ¡Dios mío! ¿Por qué habríamos de hacer una cosa así?
Ya tenemos suficiente con matarnos entre nosotros.
TERESA: ¡Mi hija está aquí! ¿Me oyen? Estoy tan segura como de que me llamo
Teresa.
TERESA: (A Emilia.) ¡Seguro la esconden en algún sitio! Hace un rato has querido
ahogarla para vengarte de que te he quitado a su marido… ¡Pues sí, te lo he
quitado!
TERESA: ¡Ah, ja, ja, ja! (Ríe histéricamente.) ¡Antonio! ¡El loco de Antonio! En
este momento está en camisón de dormir asomado al balcón y dando a gritos
órdenes a las tropas sitiadas: ¡Defiendan el flanco de la derecha! ¡Ahora por el
flanco izquierdo! ¡Adelante, muerte a los franceses! Esther ha huido como si
hubiera visto al mismísimo demonio, llamando a Víctor. Lo ha estado buscando
por todo el vecindario. ¿De verdad no está aquí? ¿Carlos, no irás a degollar a mi
hija, verdad? (Se pone a gritar.) ¡Al asesino! ¡Al asesino!
Escena VIII.
Los mismos, Lili.
LILI: ¿Para qué quieren que cierre las puertas si todos los vecinos están
asomados a las ventanas? ¿Les parece bonito? Pasen y vean: ¡El mejor
espectáculo de las ferias: La casa del crimen! ¡O se callan ustedes de una vez o
yo me largo ahora mismo! (Lili sale. Se escuchan risas que entran por las
ventanas, y que van desapareciendo poco a poco. Casi simultáneamente se abre
la puerta de la derecha. Entra Víctor llevando a Esther cogida de la mano. La niña
se tapa los ojos.)
Escena VII.
Los mismos, Víctor y Esther.
CARLOS: ¿Y después?
EMILIA: (En éxtasis.) ¡Oh! ¡Loado sea Dios! Ahora lo veo claro: es el Cielo quien
nos la ha devuelto. ¡Esto ha sido obra de Dios! ¡Bajo esta apariencia de fuga no es
difícil descubrir la milagrosa intervención de la Divina Providencia! ¡Arrodillaos,
hijos míos! ¡Arrodíllate, Carlos! ¡Arrodíllese, Teresa! ¡Los designios del Señor son
inescrutables! Henos aquí reunidos gracias al más conmovedor de los prodigios.
Usted, la mujer adúltera… ¡no, no proteste! ¡Tú, el padre indigno! ¡Yo, la madre
infortunada! ¡Vosotros, hijos de mi corazón, inocentes testimonios de redención!
TERESA: Juro sobre tu cabeza, Esther, que renuncio desde este instante a la
funesta pasión que siento por Carlos y que ayudaré a Antonio hasta la muerte.
VICTOR: ¿Ya acabaron? ¡Uuuiii! ¡Qué dolooorrr de tripas! ¡Qué dolor de vientre!
Escena IX.
Los mismos, Lili y después María.
LILI: Es María.
Escena X.
Carlos, Emilia, Teresa, Víctor, Esther.
TERESA: (Lee la carta en silencio. Poco a poco se va hundiendo en sí misma. Al
terminar lanza una especie de grito ahogado y se echa a llorar amargamente.)
¡Ah!
CARLOS: (Apresurándose.) ¿Teresa, qué le ocurre?
TERESA: Antonio… El bobito de Antonio… (Expectación general.) ¡Se ha
ahorcado!
TODOS: ¡Oh! ¿Qué? ¿Eh?
TERESA: Se ha colgado del balcón…, en camisón de dormir…
CARLOS: No puede ser…
TERESA: Léalo usted mismo.
(Durante la lectura Teresa se agita convulsivamente en una mezcla de sollozos y
risas. De pronto todos quedan inmóviles. Aparece el cadáver de Antonio.)
Escena X.
Los mismos y el cadáver de Antonio.
(El cadáver de Antonio pronuncia sus propias palabras escritas en la carta)
ANTONIO.-
“Adiós, Teté. Me he ahorcado. He preparado el mástil del balcón, he atado a su
extremo los cordones verdes de las cortinas del salón, me he subido en la tabla de
madera sobre la que tú hacías aquellas rosquillas tan ricas y he metido la cabeza
por el nudo corredizo del extremo. En fin, que me he ahorcado… Seguro que en
este momento mi cuerpo se balancea al viento como si fuera la bandera de la
ciudad sitiada por el enemigo. Antes coloqué un último disco en el plato de la
gramola para morir al son de “Los sitios de Zaragoza”. Mi última voluntad es que,
cuando regreses a casa y antes de descolgarme, quites el disco y lo estrelles
contra el suelo. Que busquen para Víctor en el empedrado de la plaza de la
Lealtad la mandrágora de mi última felicidad. Adiós, Teté. Adiós, Teresa. Antonio.
P.S. Muy importante: no se te olvide pedirle a Carlos que consuele a su hija. A
padre cornudo, hija adulterina. Vale más así; estas cosas contribuyen a hacer que
las razas estallen en mil pedazos. ¡Viva España!
(Un inmenso y pesado silencio. Se marcha el cadáver de Antonio.)
Escena XI.
Los mismos, que recobran la movilidad, menos el cadáver de Antonio.
ESTHER: Mamá, ¿qué quiere decir cornudo? (Como nadie le contesta la niña
insiste.) ¿Qué quiere decir cornudo?
TERESA: Un cornudo es un… demoniete…
EMILIA: (Llorando.) ¡Oh, basta, basta, basta!
TERESA: ¡Es demasiado! ¡Esto sobrepasa todas las medidas! ¡Hemos llegado al
límite de lo tolerable!
VICTOR: No se puede añadir nada más. El patio está saturado.
(Sale con la mano en el vientre.)
Escena XII.
Los mismos menos Víctor.
ESTHER: (Recitando.)
El diablito de los cuernos se ha muerto esta mañana. Su mamá le quería tanto, su
mamá le quería tanto que lloró hasta el anochecer.
EMILIA: (A Carlos.) Deberías acompañar a Teresa y Esther a su casa y ayudarles
a cumplir todas las formalidades.
TERESA: Ya me apañaré yo sola. No hace falta que vengas.
CARLOS: Teresa, necesitarás ayuda cuando te encuentres delante de… delante
de la muerte… ¡Ah, eres una santa, Emilia! ¡Eres la más santa de las mujeres!
EMILIA: Marchaos, yo espero aquí. Espero que no tengáis la osadía de
engañarme también esta noche.
TERESA: ¡Oh, Emilia! ¿Cómo puede decir eso? ¡Esta noche! Hemos jurado no
volver a engañarla nunca más. Y usted nos ha perdonado.
EMILIA: Sí, pero no hay situaciones inapropiadas para según qué cosas…
CARLOS: Puedes estar tranquila… (Se oye un gran grito.) ¿Qué ha sido eso?
EMILIA: (Sale gritando.) ¡Víctor! ¡Víctor!
(Silencio. Emilia vuelve a entrar con Víctor desmayado entre los brazos)
Escena XIII.
Los mismos y Víctor
EMILIA: ¡Oh, esto es el final! Me lo he encontrado desmayado en el pasillo. ¡Corre
Carlos! ¡Deprisa! ¡Acompaña a Teresa y Esther y vuelve con un médico!
(Carlos, Teresa y Esther salen atropelladamente después de haber ayudado a
colocar al enfermo sobre la cama. Emilia se queda sollozando.)
Escena XIV.
Emilia, Víctor
EMILIA: ¡Víctor! ¡Víctor! ¡Mi querido Titín! ¡Pequeño mío, hijo mío! Porque tú, al
menos, tu sí que eres mi hijo… ¡Jesús, María y José y toda la corte celestial,
permitid que mi hijo recobre el habla y pueda responder a todas las preguntas de
su angustiada madre! ¡Víctor! ¡Víctor mío! ¿No dices nada? ¡Está muerto! ¿Estás
muerto, Víctor? ¡No podría vivir sin mi hijo! ¡Hijo de mis entrañas!
(Víctor se mueve ligeramente y lanza un pequeño gemido.)
¡Ah!, ¡ah! Te mueves. No estás muerto… ¿Entonces, ¿por qué no me contestas?
¿Dime? Lo haces a propósito, como siempre… Quieres que retuerza los brazos,
que me tire de los pelos… ¿Es eso lo que quieres? ¡Ya que puedes mover tu
cuerpo inmenso no te costaría nada mover la lengua, tan pequeñita! No te costaría
nada… ¿No puedes hablar? A la una, a las dos… ¡Víctor! A la una, a las dos y ¡a
las tres! ¡Toma un cachete, por tozudo!
(Le pega.)
VICTOR: Hace falta ser desgraciada para pegarle a un niño que está sufriendo…
¿Qué nombre merece una madre que le pega a su hijo moribundo?
EMILIA: ¡Perdón! ¡Perdóname, Víctor! No sabía lo que estaba haciendo. ¡Pero es
que tú también a veces…! ¿Por qué no me contestabas?
VICTOR: ¿Qué nombre tiene una madre que maltrata a su hijo moribundo?
EMILIA: Deberías haber respondido, Titín; deberías haberlo hecho, hijito mío…
VICTOR: Muy bien, si no me quieres contestar ya te lo digo yo… ¡Una madre que
hace eso es un monstruo!
EMILIA: ¡Perdóname, Víctor! ¡Cuántas veces te he perdonado yo a ti! Después de
esta nochecita del demonio que nos has dado bien podrías perdonarme. Hijo mío,
si tú me faltases yo también me moriría.
VICTOR: ¿Crees que me voy a morir?
EMILIA: ¡Oh, no! Seguro que no. No sé lo que te pasa, pero no te preocupes, ya
verás cómo no será nada… ¡Morirte! Criatura mía, eso es imposible. Todavía eres
demasiado joven.
VICTOR: Se muere a todas las edades. Sencillamente…
EMILIA: Pero tú no te vas a morir. Yo no quiero que te mueras. Ahora sólo quiero
que me perdones…
VICTOR: Va, va, madrecita, sigo implacablemente el hilo lógico de tu
razonamiento… “Primo”, no me puedo morir; “secondo”, si me muriera…; y “tertio”,
si me muero es preciso, entonces, que te perdone… Estás perdonada, no te
preocupes. ¡Que descanse tu conciencia!
(La bendice. Emilia solloza y besa temblorosamente la mano del niño.)
Hay niños precoces, de una precocidad que se aproxima a la genialidad. ¡Hay
niños geniales!
EMILIA: ¿Qué?
VICTOR: ¡Escucha! Hércules desde la cuna estrangulaba serpientes. Pascal,
ayudado de palos y círculos reencontraba las propuestas esenciales de la
geometría de Euclides. Mozart de niño, con el arco de su violín, maravillaba a los
asistentes de la galería de esculturas de Luxemburgo. El pequeño Federico jugaba
simultáneamente veinte partidas de ajedrez y las ganaba todas. Todo esto no es
nada si lo comparamos con el caso de Jesucristo, quien, nada más nacer, fue
proclamado Hijo de Dios… Estos gloriosos precedentes abruman al hijo de Carlos
y Emilia Paumelle, que va a morir exactamente el día que cumple los nueve
años…
EMILIA: ¡Hijito mío!
VICTOR: Es preciso que sea así. ¿Qué me queda por vivir, por conocer en este
pequeño mundo familiar, este mundo claustrofóbico y asfixiante?
EMILIA: Pues… te queda el trabajo, la estimación y el cariño de los tuyos… Eres
nuestro hijo único.
VICTOR: Ahora lo has dicho. Solamente me queda ser hijo único. ¡Único!. Con la
ayuda de la naturaleza tengo nueve años y mido dos metros. Desde los cinco
años -entonces medía un metro sesenta- he comprendido que debería dedicarme
exclusivamente a la Unicidad.
EMILIA: ¿A qué?
VICTOR: A la Unicidad. La he buscado en silencio, secretamente. Y, por fin, la he
encontrado…
EMILIA: ¿La has encontrado? Desvarías…
EMILIA: ¡Eureka! ¡He encontrado los resortes de la Unicidad!
EMILIA: ¡Pobrecito mío! ¿Y qué resortes son esos?
VICTOR: Los resortes de la Unicidad… ¡Oh! ¡Te lo explicaría fácilmente si
tuviéramos aquí una hoja de papel y un lápiz!
EMILIA: ¿Quieres que vaya a buscarlos?
VICTOR: No, no, es inútil. No tendría fuerza para escribir.
EMILIA: ¿Entonces qué?
VICTOR: No importa. Trataré de explicártelo como pueda. Los resortes de la
Unicidad…
(Entra el padre seguido del doctor y del Obispo.)
Escena XV.
Emilia, Víctor, Carlos, el doctor, el Obispo y más tarde Lili
VICTOR: ¡Ah! …. ¡Uuuuuiiii! ¡La ciencia y la religión se unen para despedirme!
DOCTOR: ¡Bien, aquí está nuestro enfermo! ¿Qué es lo que no te funciona bien,
chaval? ¿Tienes pupa en la tripita?
VICTOR: Sí, señor médico. Tengo pupa aquí. En la tripita…
DOCTOR: No tiene aspecto de ser nada grave. Señora, deme una servilleta y una
cuchara. Túmbate boca abajo. ¿Tiene fiebre?
CARLOS: No lo sé. (Molesto.) Compruébelo usted mismo. (Sale.)
DOCTOR: Veámoslo entonces.
(Le toma la temperatura rectal. Largo silencio. Vuelve a entrar Carlos, nervioso
como siempre, seguido de Lili que también parece muy excitada.)
LILI: (En voz baja.) ¡Señora! ¡Señora!
EMILIA: ¡Chisst! ¿Qué pasa?
LILI: Escúcheme por favor…
(Lleva a Emilia aparte y le murmura unas palabras en el oído. Emilia escucha
horrorizada.)
EMILIA: ¡No es posible! (Carlos da unos pasos hacia la puerta. Emilia corre a su
lado.) ¡Carlos!
CARLOS: ¿Qué pasa?
EMILIA: ¿Qué vas a hacer? Ven aquí ahora mismo. (Carlos vacila. Emilia le coge
del brazo.) ¡Dame eso inmediatamente! ¡Dámelo!
VICTOR: (Sin haber podido ver nada de esta escena entre Carlos y Emilia.) Papá,
hazle caso a mamá y no fumes ahora. El humo me molesta. Dale la pipa y así no
caerás en la tentación… (Carlos le entrega a Emilia un revólver.)
Conviene no apoyarse demasiado en los resortes de la Unicidad.
DOCTOR: ¿Qué dices?
EMILIA: No le haga caso, doctor. Desvaría, doctor, desvaría…
CARLOS: Sí, sí, se le va la cabeza…
(Lili, que no se ha movido en toda la escena, desaparece.)
Escena XVI.
Los mismos menos Lili.
DOCTOR: (Consultando el termómetro.) No es extraño que se le vaya la cabeza.
Tiene… tiene mucha fiebre.
EMILIA: ¿Qué cree usted, doctor?
DOCTOR: Voy a auscultarle. (Lo hace.) Treinta y cinco, treinta y seis, treinta y
siete…
VICTOR: …treinta y ocho, treinta y nueve, cuarenta…
(El doctor continúa auscultando.)
CARLOS: ¿Qué le ocurre?
DOCTOR: Un momento…
VICTOR: (Chillando.) ¡Ooohuuuiii! ¡Ooouuuiii! ¡Ooouuuhhiiii!
OBISPO: ¡Ave María Purísima!
(Carlos y Emilia corren a arrodillarse al lado de la cama. Finalmente Víctor se
calma y pregunta:)
VICTOR: ¿A qué hora nací, mamá?
EMILIA: A las once y media de la noche.
VICTOR: ¿Y qué hora es ahora?
CARLOS: Faltan dos minutos para las once y media.
VICTOR: Es ya la hora para decirte, mamá, cuáles son los resortes de la Unicidad.
Los resortes de la Unicidad son…
CARLOS: ¿Pero se puede saber de qué se está muriendo, doctor?
DOCTOR: Se muere de…
VICTOR: Me muero de la Muerte. La muerte es el último resorte de la Unicidad…
DOCTOR: ¿Qué quiere decir?
CARLOS: A mí no me pregunte. ¡Yo nunca he entendido a este niño!
EMILIA: ¿Y los otros, Víctor, los otros resortes? ¡Deprisa, falta un minuto para las
once y media…!
VICTOR: Los otros… (Pausa.) Los he olvidado…
(Muere.)
DOCTOR: Los niños obstinados tienen este destino cruel…
(El doctor y el Obispo salen. Mientras se van marchando baja una cortina negra.
Oscuro. Se escuchan dos fuertes detonaciones. La cortina vuelve a subir. Emilia y
Carlos yacen tendidos a los pies de la cama donde se encuentra Víctor. Entre
ellos hay un revólver del que todavía sale humo. Se abre una puerta y aparece la
criada.)
LILI: (Dirigiéndose al público.) ¡Lo que yo me temía: esto era una tragedia!