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Los dinamitazos

Óscar Soria Gamarra*


Ayer me llamaron del local del sindicato donde están los presos que tomamos en los días
de la revolución: dos gringos (el gerente general y el superintendente del ingenio), el
superintendente de negocios, dos jefes de maestranza y el secretario del sindicato
amarillo (así llamamos al remedo de sindicato organizado por la empresa con seudo
dirigentes comprados), es decir, todos los rosqueros que no pudieron escapar.
Me recibió el secretario general del sindicato. Me cogió por el brazo y, llevándome por el
largo corredor, me habló:
—Oye, Hueso –así me llaman a mí en Catavi a causa de mi extrema flacura–, tienes pues
que cooperar. Quisiera que te lo agarres al Saldo (el Saldo es un minero lisiado de
Andavilque) y lo convenzas de que no arruine tanto con sus dinamitazos.
Yo, sin querer, estaba sonriendo. El secretario, pasando por alto mi sonrisa, prosiguió:
—Sabes, este Saldo viene a hacer reventar sus dinamitas aquí, al pie de la ventana de los
presos, tres y cuatro veces por semana. Y los domingos y fiestas, sin falta.
Mi sonrisa era ya franca y el Secretario, mirándome fijo, me explicó muy serio:
—No es que me importen estos rosqueros cochinos, compañero, pero
de La Paz han avisado que cualquier asunto feo puede perjudicar al reconocimiento
de nuestro gobierno por parte de otros países. Y esto es serio,
compañero. Estos tipos andan mal: el gerente tiene ataques nerviosos, el
otro gringo está con úlceras, uno de los jefes de maestranza no come y
el dirigente amarillo ni come ni habla ni nada.
En ese momento, un médico y una enfermera salían por una de las
puertas al corredor. Saludamos y el secretario detuvo al médico:
—Con permiso, doctor, quisiéramos saber cómo los habrá encontrado.
—Bueno –dijo el doctor–, el de las úlceras necesita un análisis; la señorita
enfermera va a venir esta tarde. La colitis del señor superintendente
del ingenio ha cedido. Los estados depresivos del gerente, el dirigente y los
otros, siguen igual; el de mayor cuidado es el gerente. Ya se lo dije; todo lo
que necesitan es tranquilidad…
—Has oído, Hueso –me anotó el secretario cuando el médico se alejó–.
Depende de que lo trabajes bien a ese fregado del Saldo.
hg
El Saldo vive en Andavilque, me parece que ya lo indiqué.
Andavilque son tres callecitas –una de ellas cortando las otras dos– en
que cada casa es una chichería. Está en las afueras de Catavi, por el lado
de los desmontes –por supuesto, ustedes saben que los desmontes son
los cerritos de desperdicios de minerales.
El Saldo vive en una u otra de esas chicherías: haciendo la chicha o
ayudando a cocinar durante el día, y ayudando a servir durante la noche.
El Saldo –¿no lo dije ya?– es lo que ya está diciendo su nombre: una
especie de resto, uno de esos sobrantes de hombre que deja una masacre
de obreros. Lo que tal vez impresiona más en él –sobre todo cuando uno
recién lo conoce– es una horrible mancha de carne martirizada en la mejilla
derecha, y dos hondos y negros agujeros en el cuello. Pero, además,
no tiene pies: sus piernas terminan en unas planchas de madera forradas
con cuero y, para moverse, se vale de dos gruesas muletas.
Yo pregunté por el Saldo en la chichería de la Pericha y me informaron
que, o estaría en lo de María Kuchera o, con más seguridad, donde la
Muchakunita. A la tienda de esta última me dirigí y me expresaron que
hacía dos días había pasado a lo de la Komerpunku. Es decir, que este
Saldo bandido daba vueltas por todas las chicherías. Hablé, finalmente,
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con la Komerpunku y ella me comunicó que lo había mandado a comprar
huiñapu y que podía verlo esa noche a las nueve.
Cuando volví, el Saldo ya estaba junto al mostrador, charlaba con dos
compañeros. En cuanto me vio se dirigió a mí con aire prevenido:
—¿Dices que me estabas buscando, Hueso?
—Sí, hermano –admití. Yo quería ganar tiempo, así que le argumenté,
bromeando–: pero no seas tan apurado. Dejá primero que pruebe la chicha
de la casa. ¡Señoray! –pedí enseguida–, una jarra, una cuartilla, le ruego.
Y la Komerpunku, en persona, trajo y nos sirvió la chicha.
La primera cuartilla la bebimos charlando del accidente de la semana
pasada en Llallagua, de los estudios que se han comenzado para nacionalizar
las minas, y de unas notas recibidas por nuestra federación del
exterior, de sindicatos y centrales obreras.
Ese momento, y a modo de comenzar a cumplir mi misión, creí conveniente adelantar
algunos planteamientos y empecé a hablar, con toda cautela, de la opinión extranjera
sobre nuestro país y de cómo todos estaban observando nuestra revolución… cuando, de
repente, el Saldo me interrumpió de mal talante para decirme que dónde quería yo llegar,
y que la semana anterior ya le habían mandado otro con la misma cantaleta de que el
Saldo no friegue más con sus dinamitazos y que tiene que comprender y olvidar…

Acabó exaltándose y preguntando:


—¿Y esto?… ¿Y esto?… Se cogía la mejilla derecha y mostraba su
carne martirizada, apretujándola entre los dedos; se estiraba los negros
agujeros del cuello; y extendía los negros muñones de las piernas, señalándomelos.
Y terminaba advirtiendo, ceñudo:
—Yo no olvido esto.
Nos quedamos callados. Doña Rosalía, de mal nombre la Komerpunku,
nos trajo un chillami con papas cocidas, huevos duros y ají, que nos lanzamos
a comer; y se calmó la tensión.
Pero yo pensaba, mientras comía, cómo haría para convencer al Saldo.
Todos decían en Catavi que yo tenía buena labia, que era convencedor.
¡Si era por eso que me habían mandado, pues! Bueno, había nomás que
darle empeño.
Doña Rosalía nos había llenado nuevamente los vasos. Yo brindé y
retomé la palabra:
—Mira, Saldo, hermanoy, yo toda la vida te voy a dar la razón, pero,
yo quiero decirte una cosa…
Yo no sé si el Saldo se dio cuenta del plan que pensaba seguir, pero
me interrumpió:
—Oye, Hueso, te propongo…
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Yo traté de continuar:
—Dejame que te explique…
Pero el Saldo fue más bandido:
—Hueso, hermanito, me vas a explicar lo que quieras. Aquí, delante
de doña Rosalía y los compañeros, te juro que te voy a escuchar lo que
quieras, sin chistar, pero dejame hablar primero. ¿Listo?
La Komerpunku se trajo una silla y se sentó entre nosotros. Y yo
acepté:
—Listo, hermano, hablá.
El Saldo se bebió su vaso de golpe y comenzó su relato:
—Les voy a contar de la masacre de Catavi:
“Habíamos pedido aumento de salarios a la compañía. Las negociaciones
se alargaron. A nuestra declaración del pie de huelga, el gobierno respondió
que tres delegados mineros debían viajar a La Paz para tratar el asunto.
Nuestros delegados viajaron y fueron engañados. La asamblea sindical
fijó un plazo de cinco días para que el gobierno arreglara el conflicto y el
gobierno nos envió un regimiento como respuesta. Decretamos la huelga
y nos mandaron un regimiento más.
”La situación se puso tirante. Todos andábamos ceñudos y sobre todo
hambrientos, porque la empresa cerró la pulpería y suspendió el pago
de salarios. Los soplones del sindicato amarillo nos seguían. Los soldados
vigilaban. Todo estaba vacío, quietito. Los motores, los carros, parados.
Cerradas las maestranzas, los almacenes. El único que andaba por las
canchaminas y las calles era el viento.
”De repente, una mañana, Catavi amanece cercado. Los soldados les
dan de culatazos a dos señoras que quieren pasar al mercado de Llallagua.
Las mujeres y los chicos se aglomeran, les tiran piedras, gritan. Los
soldados los rechazan…
”Ahí comenzó todo. Las cholas cargando guaguas y canastas, los
muchachos y los chicos se reunieron en la plaza a gritar por el cierre de
pulperías y a reclamar el paso a los mercados. Los soldados los ametrallaron
desde las ventanas de la gerencia y los techos de la escuela y el teatro.
Dicen que, en medio de la matanza y al ver tanto horror, las viejas rezaban
hincadas en las esquinas: Tatito, Diosito, ten pues compasión…”.
El Saldo observó al auditorio y se quedó mirándome con aire de reproche.
La Komerpunku, en silencio, vació la jarra de chicha en nuestros
vasos. Bebimos y el Saldo reanudó su relato, con voz lenta y ronca:
—…nosotros arriba, en Llallagua, no nos podíamos aguantar: ¡carajo,
los están matando! La gente se reunió con palos, con fierros, con herramientas,
los que podían con dinamitas. La palliri Barzola sacó la bandera
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boliviana y organizó su grupo de cholas. De tienda en tienda iba, de puerta
en puerta arengaba: ¡compañeras, han oído cómo los están matando a
nuestros hermanos cataveños! ¡No podemos permitir! ¡Son nuestra misma
sangre, estamos peleando contra el hambre de nuestros hijos!
”Nos consultamos: ¿hay que avisar a los de Miraflores, a los de Uncía, a
los de Cancañiri? Alguien opinó: desde el cerro habría que hacerles señas…
Pedimos: ¡un voluntario… A ver, un voluntario!… Se presentaron varios y
se escogió al más joven porque había que ser fuerte y ágil para trepar al
cerro Espíritu Santo. Le dieron un banderín rojo y se perdió corriendo.
”Llegaron más grupos y comenzamos a concentrarnos sobre el
camino.
”¡Miren, miren: el avisador, con el banderín, ya está subiendo!
”El del banderín estaba trepando el cerro. Como un guanaco saltaba
de roca en roca, se ayudaba con las manos, volvía a saltar. Habría subido
hasta más de la mitad, cuando comenzaron a dispararle: ¡Kjj… jiu!… ¡Kjj…
jiu!… Nadie respiraba. Se oía claramente el chirrido, como retorcido,
de las balas al chocar contra las rocas y desviarse violentamente. El del
banderín, incansable, saltaba, se agachaba, saltaba otra vez. ¡Kjj… jiu!…
¡Kjj… jiu!…
”Desapareció un largo rato. Creímos que lo habían despachado, pero
nuevamente lo vimos trepando. Las balas silbaban. ¡Kjj… jiu!… Las mujeres
rezaban. Ya no faltaba sino un poquito. Dos, tres saltos más. Ahora llega.
Lo vimos gatear sobre la roca de la cumbre y levantarse. Hizo flamear su
banderín rojo, mientras un gran clamor saludaba su hazaña. Arreciaron
los disparos: ¡Kjj… jiu!… ¡Kjj… jiu!… Y, en ese mismo momento, ¡carajo!,
lo tiraron. Cayó hincado, retorciéndose. Una vez más hizo flamear el
banderín. Después, arqueó la espalda y rodó cerro abajo. ¡Ay, Jesús!”.
La Komerpunku lloraba a lágrima viva. Llorando y secándose las lágrimas,
fue y trajo una nueva jarra de chicha, llenó nuestros vasos y nos
servimos. Después de un rato de silencio, fue ella misma, doña Rosalía,
la que pidió al relator que continuara:
—A ver, seguilo, Saldo…
Y el Saldo siguió contando:
—¡Qué linda muerte! Yo hubiera querido ser el muerto: que la gente
llore por mí, que por mi muerte se enfurezca la gente, que sobre mi cadáver
se levante… ¡Caraspas!
”…Con esa impresión comenzamos a bajar por el camino. ¡Qué formidable!
Como una gran fila, como una víbora de gentes, nos movíamos
sobre el cerro. La palliri Barzola, por delante, gritando y haciendo gritar,
al lado de la bandera que flameaba con el viento. Los sombreros blancos
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de las cholas brillaban por el sol. Otros grupos llegaban y aumentaban
la gente y la bulla. Seríamos dos mil, dos mil quinientos, pero a mí me
parecían un millón. Y me parecía que éramos capaces de cualquier cosa,
que éramos invencibles.
”…La Barzola iba y venía entre los grupos haciendo chistes y entusiasmando
a la gente: ¡a ver, a ver, vamos a gritar para que nos oigan los
qhapaq kuna, los privilegiados! ¡Van a contestar, pues!… Y los gritos se
elevaban formidables.
”…Así pasamos donde se cruzan los caminos de Llallagua-Uncía
y dejamos atrás y a un lado, la línea del ferrocarril. No sé por qué nos
callamos un poco antes de llegar al río de Catavi, por kilómetro 4.
”De repente se escuchó un silbido y, en seguida, una explosión medio
apagada: ¡Jiu… buk! El morterazo cayó en mitad del río de gente. Quince,
veinte cuerpos volaron en pedazos, dejando un hueco en medio de la
muchedumbre; y el tableteo de las ametralladoras y nuevos morterazos
se mezclaron y sobrepusieron al terrible griterío que siguió: ¡ta-ta-ta-ta!…
¡Jiu… buk!…
”…Vi a la María Barzola envuelta en la bandera, destrozada por la
metralla y vi caer gentes con horribles heridas, desangrándose, dando
alaridos, llamando, insultando, maldiciendo. Arrastrándonos entre los
charcos de sangre, agarrándonos las tripas, o la pierna, o el brazo, las
cholas apretando a sus guagüitas heridas o muertas, ayudándonos unos
a otros, escapábamos… Yo, enloquecido, grité no sé qué cosas, llamé a
mi mujer y a mis hijos, y corría no sé dónde, cuando sentí algo caliente
en las piernas y una cosa que me degollaba y me quemaba la cara. Y no
sé más…
”Desperté en una sala llenita de quejidos y llantos. Yo estaba totalmente
vendado: tenía heridas en los brazos, en el pecho, en la garganta y
en la cara. Y me había quedado sin piernas… y sin mujer y sin hijos”.
Con un sollozo terminó el Saldo su relato. Quedó un momento en
silencio y, luego, en otro tono y mirándome con rabia, prosiguió:
—Ahora, díganme, ¿está bien que alguien venga y me diga: Saldo,
Saldito, no seas pues fregado…? ¿Está bien que unos niñitos lindos se
vuelvan locos o se enfermen porque revientan unos cohetillos en su
ventana? A ver, pregunten en Catavi, pregunten en Llallagua o en Siglo xx,
o en Cancañiri o en Miraflores, quién no tiene un muerto en la masacre,
siquiera un muerto, o siquiera un herido… cuando no dos, o tres, o cuatro.
Yo no soy el único Saldo: hay cien madres sin hijos, hay cien hijos sin
madres. Todos hemos perdido algo… o todo. Todos somos saldos…
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Cuando terminamos el último resto de chicha, la Komerpunku abrió
su alacena, sacó unos cartuchos de dinamita, nos los repartió y nos dio
también fósforos. Y, a esa hora del amanecer, salimos los cuatro que éramos
con el Saldo, traspusimos los cerritos de los desmontes y nos fuimos
al local del sindicato. Y allí, al pie de la ventana de los presos, hicimos
reventar, una por una, las dinamitas: bum… bum… bum… ¡Abajo la
rosca!… bum… bum…
hg
Dice que esta mañana me estaba buscando, furioso, el secretario
general.
No hay nada que hacer: yo le doy toda la razón al secre. Porque dice
que la colitis del súper está más fuerte que nunca, y que los dos gringos
han empeorado.

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