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El documento narra la historia de un minero llamado Saldo que perdió sus pies y sufrió otras heridas graves en una masacre minera. Ahora, Saldo hace estallar dinamita cerca de la ventana donde están detenidos los ejecutivos de la mina, lo que causa problemas. Se le pide a "Hueso" que convenza a Saldo de que deje de usar la dinamita. Hueso visita a Saldo y escucha su historia sobre la masacre, en la que soldados ametrallaron a mineros y sus familias que protestaban por
El documento narra la historia de un minero llamado Saldo que perdió sus pies y sufrió otras heridas graves en una masacre minera. Ahora, Saldo hace estallar dinamita cerca de la ventana donde están detenidos los ejecutivos de la mina, lo que causa problemas. Se le pide a "Hueso" que convenza a Saldo de que deje de usar la dinamita. Hueso visita a Saldo y escucha su historia sobre la masacre, en la que soldados ametrallaron a mineros y sus familias que protestaban por
El documento narra la historia de un minero llamado Saldo que perdió sus pies y sufrió otras heridas graves en una masacre minera. Ahora, Saldo hace estallar dinamita cerca de la ventana donde están detenidos los ejecutivos de la mina, lo que causa problemas. Se le pide a "Hueso" que convenza a Saldo de que deje de usar la dinamita. Hueso visita a Saldo y escucha su historia sobre la masacre, en la que soldados ametrallaron a mineros y sus familias que protestaban por
Ayer me llamaron del local del sindicato donde están los presos que tomamos en los días de la revolución: dos gringos (el gerente general y el superintendente del ingenio), el superintendente de negocios, dos jefes de maestranza y el secretario del sindicato amarillo (así llamamos al remedo de sindicato organizado por la empresa con seudo dirigentes comprados), es decir, todos los rosqueros que no pudieron escapar. Me recibió el secretario general del sindicato. Me cogió por el brazo y, llevándome por el largo corredor, me habló: —Oye, Hueso –así me llaman a mí en Catavi a causa de mi extrema flacura–, tienes pues que cooperar. Quisiera que te lo agarres al Saldo (el Saldo es un minero lisiado de Andavilque) y lo convenzas de que no arruine tanto con sus dinamitazos. Yo, sin querer, estaba sonriendo. El secretario, pasando por alto mi sonrisa, prosiguió: —Sabes, este Saldo viene a hacer reventar sus dinamitas aquí, al pie de la ventana de los presos, tres y cuatro veces por semana. Y los domingos y fiestas, sin falta. Mi sonrisa era ya franca y el Secretario, mirándome fijo, me explicó muy serio: —No es que me importen estos rosqueros cochinos, compañero, pero de La Paz han avisado que cualquier asunto feo puede perjudicar al reconocimiento de nuestro gobierno por parte de otros países. Y esto es serio, compañero. Estos tipos andan mal: el gerente tiene ataques nerviosos, el otro gringo está con úlceras, uno de los jefes de maestranza no come y el dirigente amarillo ni come ni habla ni nada. En ese momento, un médico y una enfermera salían por una de las puertas al corredor. Saludamos y el secretario detuvo al médico: —Con permiso, doctor, quisiéramos saber cómo los habrá encontrado. —Bueno –dijo el doctor–, el de las úlceras necesita un análisis; la señorita enfermera va a venir esta tarde. La colitis del señor superintendente del ingenio ha cedido. Los estados depresivos del gerente, el dirigente y los otros, siguen igual; el de mayor cuidado es el gerente. Ya se lo dije; todo lo que necesitan es tranquilidad… —Has oído, Hueso –me anotó el secretario cuando el médico se alejó–. Depende de que lo trabajes bien a ese fregado del Saldo. hg El Saldo vive en Andavilque, me parece que ya lo indiqué. Andavilque son tres callecitas –una de ellas cortando las otras dos– en que cada casa es una chichería. Está en las afueras de Catavi, por el lado de los desmontes –por supuesto, ustedes saben que los desmontes son los cerritos de desperdicios de minerales. El Saldo vive en una u otra de esas chicherías: haciendo la chicha o ayudando a cocinar durante el día, y ayudando a servir durante la noche. El Saldo –¿no lo dije ya?– es lo que ya está diciendo su nombre: una especie de resto, uno de esos sobrantes de hombre que deja una masacre de obreros. Lo que tal vez impresiona más en él –sobre todo cuando uno recién lo conoce– es una horrible mancha de carne martirizada en la mejilla derecha, y dos hondos y negros agujeros en el cuello. Pero, además, no tiene pies: sus piernas terminan en unas planchas de madera forradas con cuero y, para moverse, se vale de dos gruesas muletas. Yo pregunté por el Saldo en la chichería de la Pericha y me informaron que, o estaría en lo de María Kuchera o, con más seguridad, donde la Muchakunita. A la tienda de esta última me dirigí y me expresaron que hacía dos días había pasado a lo de la Komerpunku. Es decir, que este Saldo bandido daba vueltas por todas las chicherías. Hablé, finalmente, Los dinamitazos | Óscar Soria Gamarra 313 con la Komerpunku y ella me comunicó que lo había mandado a comprar huiñapu y que podía verlo esa noche a las nueve. Cuando volví, el Saldo ya estaba junto al mostrador, charlaba con dos compañeros. En cuanto me vio se dirigió a mí con aire prevenido: —¿Dices que me estabas buscando, Hueso? —Sí, hermano –admití. Yo quería ganar tiempo, así que le argumenté, bromeando–: pero no seas tan apurado. Dejá primero que pruebe la chicha de la casa. ¡Señoray! –pedí enseguida–, una jarra, una cuartilla, le ruego. Y la Komerpunku, en persona, trajo y nos sirvió la chicha. La primera cuartilla la bebimos charlando del accidente de la semana pasada en Llallagua, de los estudios que se han comenzado para nacionalizar las minas, y de unas notas recibidas por nuestra federación del exterior, de sindicatos y centrales obreras. Ese momento, y a modo de comenzar a cumplir mi misión, creí conveniente adelantar algunos planteamientos y empecé a hablar, con toda cautela, de la opinión extranjera sobre nuestro país y de cómo todos estaban observando nuestra revolución… cuando, de repente, el Saldo me interrumpió de mal talante para decirme que dónde quería yo llegar, y que la semana anterior ya le habían mandado otro con la misma cantaleta de que el Saldo no friegue más con sus dinamitazos y que tiene que comprender y olvidar…
Acabó exaltándose y preguntando:
—¿Y esto?… ¿Y esto?… Se cogía la mejilla derecha y mostraba su carne martirizada, apretujándola entre los dedos; se estiraba los negros agujeros del cuello; y extendía los negros muñones de las piernas, señalándomelos. Y terminaba advirtiendo, ceñudo: —Yo no olvido esto. Nos quedamos callados. Doña Rosalía, de mal nombre la Komerpunku, nos trajo un chillami con papas cocidas, huevos duros y ají, que nos lanzamos a comer; y se calmó la tensión. Pero yo pensaba, mientras comía, cómo haría para convencer al Saldo. Todos decían en Catavi que yo tenía buena labia, que era convencedor. ¡Si era por eso que me habían mandado, pues! Bueno, había nomás que darle empeño. Doña Rosalía nos había llenado nuevamente los vasos. Yo brindé y retomé la palabra: —Mira, Saldo, hermanoy, yo toda la vida te voy a dar la razón, pero, yo quiero decirte una cosa… Yo no sé si el Saldo se dio cuenta del plan que pensaba seguir, pero me interrumpió: —Oye, Hueso, te propongo… 314 Antología del cuento boliviano Yo traté de continuar: —Dejame que te explique… Pero el Saldo fue más bandido: —Hueso, hermanito, me vas a explicar lo que quieras. Aquí, delante de doña Rosalía y los compañeros, te juro que te voy a escuchar lo que quieras, sin chistar, pero dejame hablar primero. ¿Listo? La Komerpunku se trajo una silla y se sentó entre nosotros. Y yo acepté: —Listo, hermano, hablá. El Saldo se bebió su vaso de golpe y comenzó su relato: —Les voy a contar de la masacre de Catavi: “Habíamos pedido aumento de salarios a la compañía. Las negociaciones se alargaron. A nuestra declaración del pie de huelga, el gobierno respondió que tres delegados mineros debían viajar a La Paz para tratar el asunto. Nuestros delegados viajaron y fueron engañados. La asamblea sindical fijó un plazo de cinco días para que el gobierno arreglara el conflicto y el gobierno nos envió un regimiento como respuesta. Decretamos la huelga y nos mandaron un regimiento más. ”La situación se puso tirante. Todos andábamos ceñudos y sobre todo hambrientos, porque la empresa cerró la pulpería y suspendió el pago de salarios. Los soplones del sindicato amarillo nos seguían. Los soldados vigilaban. Todo estaba vacío, quietito. Los motores, los carros, parados. Cerradas las maestranzas, los almacenes. El único que andaba por las canchaminas y las calles era el viento. ”De repente, una mañana, Catavi amanece cercado. Los soldados les dan de culatazos a dos señoras que quieren pasar al mercado de Llallagua. Las mujeres y los chicos se aglomeran, les tiran piedras, gritan. Los soldados los rechazan… ”Ahí comenzó todo. Las cholas cargando guaguas y canastas, los muchachos y los chicos se reunieron en la plaza a gritar por el cierre de pulperías y a reclamar el paso a los mercados. Los soldados los ametrallaron desde las ventanas de la gerencia y los techos de la escuela y el teatro. Dicen que, en medio de la matanza y al ver tanto horror, las viejas rezaban hincadas en las esquinas: Tatito, Diosito, ten pues compasión…”. El Saldo observó al auditorio y se quedó mirándome con aire de reproche. La Komerpunku, en silencio, vació la jarra de chicha en nuestros vasos. Bebimos y el Saldo reanudó su relato, con voz lenta y ronca: —…nosotros arriba, en Llallagua, no nos podíamos aguantar: ¡carajo, los están matando! La gente se reunió con palos, con fierros, con herramientas, los que podían con dinamitas. La palliri Barzola sacó la bandera Los dinamitazos | Óscar Soria Gamarra 315 boliviana y organizó su grupo de cholas. De tienda en tienda iba, de puerta en puerta arengaba: ¡compañeras, han oído cómo los están matando a nuestros hermanos cataveños! ¡No podemos permitir! ¡Son nuestra misma sangre, estamos peleando contra el hambre de nuestros hijos! ”Nos consultamos: ¿hay que avisar a los de Miraflores, a los de Uncía, a los de Cancañiri? Alguien opinó: desde el cerro habría que hacerles señas… Pedimos: ¡un voluntario… A ver, un voluntario!… Se presentaron varios y se escogió al más joven porque había que ser fuerte y ágil para trepar al cerro Espíritu Santo. Le dieron un banderín rojo y se perdió corriendo. ”Llegaron más grupos y comenzamos a concentrarnos sobre el camino. ”¡Miren, miren: el avisador, con el banderín, ya está subiendo! ”El del banderín estaba trepando el cerro. Como un guanaco saltaba de roca en roca, se ayudaba con las manos, volvía a saltar. Habría subido hasta más de la mitad, cuando comenzaron a dispararle: ¡Kjj… jiu!… ¡Kjj… jiu!… Nadie respiraba. Se oía claramente el chirrido, como retorcido, de las balas al chocar contra las rocas y desviarse violentamente. El del banderín, incansable, saltaba, se agachaba, saltaba otra vez. ¡Kjj… jiu!… ¡Kjj… jiu!… ”Desapareció un largo rato. Creímos que lo habían despachado, pero nuevamente lo vimos trepando. Las balas silbaban. ¡Kjj… jiu!… Las mujeres rezaban. Ya no faltaba sino un poquito. Dos, tres saltos más. Ahora llega. Lo vimos gatear sobre la roca de la cumbre y levantarse. Hizo flamear su banderín rojo, mientras un gran clamor saludaba su hazaña. Arreciaron los disparos: ¡Kjj… jiu!… ¡Kjj… jiu!… Y, en ese mismo momento, ¡carajo!, lo tiraron. Cayó hincado, retorciéndose. Una vez más hizo flamear el banderín. Después, arqueó la espalda y rodó cerro abajo. ¡Ay, Jesús!”. La Komerpunku lloraba a lágrima viva. Llorando y secándose las lágrimas, fue y trajo una nueva jarra de chicha, llenó nuestros vasos y nos servimos. Después de un rato de silencio, fue ella misma, doña Rosalía, la que pidió al relator que continuara: —A ver, seguilo, Saldo… Y el Saldo siguió contando: —¡Qué linda muerte! Yo hubiera querido ser el muerto: que la gente llore por mí, que por mi muerte se enfurezca la gente, que sobre mi cadáver se levante… ¡Caraspas! ”…Con esa impresión comenzamos a bajar por el camino. ¡Qué formidable! Como una gran fila, como una víbora de gentes, nos movíamos sobre el cerro. La palliri Barzola, por delante, gritando y haciendo gritar, al lado de la bandera que flameaba con el viento. Los sombreros blancos 316 Antología del cuento boliviano de las cholas brillaban por el sol. Otros grupos llegaban y aumentaban la gente y la bulla. Seríamos dos mil, dos mil quinientos, pero a mí me parecían un millón. Y me parecía que éramos capaces de cualquier cosa, que éramos invencibles. ”…La Barzola iba y venía entre los grupos haciendo chistes y entusiasmando a la gente: ¡a ver, a ver, vamos a gritar para que nos oigan los qhapaq kuna, los privilegiados! ¡Van a contestar, pues!… Y los gritos se elevaban formidables. ”…Así pasamos donde se cruzan los caminos de Llallagua-Uncía y dejamos atrás y a un lado, la línea del ferrocarril. No sé por qué nos callamos un poco antes de llegar al río de Catavi, por kilómetro 4. ”De repente se escuchó un silbido y, en seguida, una explosión medio apagada: ¡Jiu… buk! El morterazo cayó en mitad del río de gente. Quince, veinte cuerpos volaron en pedazos, dejando un hueco en medio de la muchedumbre; y el tableteo de las ametralladoras y nuevos morterazos se mezclaron y sobrepusieron al terrible griterío que siguió: ¡ta-ta-ta-ta!… ¡Jiu… buk!… ”…Vi a la María Barzola envuelta en la bandera, destrozada por la metralla y vi caer gentes con horribles heridas, desangrándose, dando alaridos, llamando, insultando, maldiciendo. Arrastrándonos entre los charcos de sangre, agarrándonos las tripas, o la pierna, o el brazo, las cholas apretando a sus guagüitas heridas o muertas, ayudándonos unos a otros, escapábamos… Yo, enloquecido, grité no sé qué cosas, llamé a mi mujer y a mis hijos, y corría no sé dónde, cuando sentí algo caliente en las piernas y una cosa que me degollaba y me quemaba la cara. Y no sé más… ”Desperté en una sala llenita de quejidos y llantos. Yo estaba totalmente vendado: tenía heridas en los brazos, en el pecho, en la garganta y en la cara. Y me había quedado sin piernas… y sin mujer y sin hijos”. Con un sollozo terminó el Saldo su relato. Quedó un momento en silencio y, luego, en otro tono y mirándome con rabia, prosiguió: —Ahora, díganme, ¿está bien que alguien venga y me diga: Saldo, Saldito, no seas pues fregado…? ¿Está bien que unos niñitos lindos se vuelvan locos o se enfermen porque revientan unos cohetillos en su ventana? A ver, pregunten en Catavi, pregunten en Llallagua o en Siglo xx, o en Cancañiri o en Miraflores, quién no tiene un muerto en la masacre, siquiera un muerto, o siquiera un herido… cuando no dos, o tres, o cuatro. Yo no soy el único Saldo: hay cien madres sin hijos, hay cien hijos sin madres. Todos hemos perdido algo… o todo. Todos somos saldos… Los dinamitazos | Óscar Soria Gamarra 317 Cuando terminamos el último resto de chicha, la Komerpunku abrió su alacena, sacó unos cartuchos de dinamita, nos los repartió y nos dio también fósforos. Y, a esa hora del amanecer, salimos los cuatro que éramos con el Saldo, traspusimos los cerritos de los desmontes y nos fuimos al local del sindicato. Y allí, al pie de la ventana de los presos, hicimos reventar, una por una, las dinamitas: bum… bum… bum… ¡Abajo la rosca!… bum… bum… hg Dice que esta mañana me estaba buscando, furioso, el secretario general. No hay nada que hacer: yo le doy toda la razón al secre. Porque dice que la colitis del súper está más fuerte que nunca, y que los dos gringos han empeorado.