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Escuela Té cnica Las Nieves

Puente Alto
Departamento de Historia Y Ciencias Sociales

Taller de lectura y problematización histórica:


La Matanza de Santa María de Iquique

Los sucesos que culminaron en la trágica masacre de la Escuela Santa María de Iquique, el 21 de
diciembre de 1907, constituyeron unos de los hitos más emblemáticos del movimiento obrero chileno.
La mediación del gobierno durante la huelga, su masividad y su fatal desenlace, le dieron una especial
connotación al conflicto, además de afectar profundamente la actividad salitrera y de provocar un fuerte
impacto en la época, reflejado en la extraordinaria difusión de los acontecimientos en la prensa.

Aunque el movimiento obrero ya se había visto afectado por otros conflictos que culminaron en
sangrientos incidentes como la huelga portuaria de Valparaíso en 1903 y la huelga de la carne en 1905,
la singularidad que revistieron los hechos de 1907 le otorgó una relevancia que no tiene equivalencia.
Este suceso se convirtió en un símbolo de la lucha social y del "martirio" que caracterizó a la historia
popular del siglo XX, además ser un referente para muchos intelectuales y artistas que lo transformaron
en tema de estudio y de expresión estética que contribuyeron a preservar la cultura obrera en la memoria
colectiva del país.

Expresiones artísticas

 Cantata Santa María de Iquique. Luis Advis. 1970.

Relato:
Si contemplan la pampa y sus rincones, verán las sequedades del silencio, el suelo sin milagro y
oficinas vacías, como el último desierto. Y si observan la pampa y la imaginan en tiempos de la
industria del salitre, verán a la mujer y al fogón mustio, al obrero sin cara, al niño triste. También
verán la choza mortecina, la vela que alumbraba su carencia, algunas calaminas por paredes y por
lecho, los sacos y la tierra. También verán castigos humillantes, un cepo en que fijaban al obrero por
días y por días contra el sol, ni importa si al final se iba muriendo. La culpa del obrero, muchas veces,
era el dolor altivo que mostraba; rebelión impotente ¡una insolencia! la ley del patrón rico es ley
sagrada. También verán el pago que les daban, dinero no veían, sólo fichas: una por cada día
trabajado y aquella era cambiada por comida. ¡Cuidado con comprar en otras partes! De ninguna
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manera se podía 5 aunque las cosas fuesen más baratas. Lo había prohibido la Oficina. El poder
comprador de aquella ficha había ido bajando con el tiempo, pero el mismo jornal seguían pagando. Ni
por nada del mundo un aumento. Si contemplan la pampa y sus rincones verán las sequedades del
silencio. Y si observan la pampa como fuera, sentirán, destrozados, los lamentos.

Del quince al veintiuno, mes de Diciembre, se hizo el largo viaje por las pendientes. Veintiséis mil
bajaron, o tal vez más, con silencios gastados en el Salar. Iban bajando ansiosos, iban llegando, los
miles de la pampa, los postergados. No mendigaban nada, sólo querían respuesta a lo pedido,
respuesta limpia. Algunos en Iquique los comprendieron y se unieron a ellos, eran los Gremios. Y
solidarizaron los carpinteros, los de la Maestranza, los carreteros, los pintores y sastres, 8 los
jornaleros, lancheros y albañiles, los panaderos, gasfiteres y abasto, los cargadores. Gremios de apoyo
justo, de gente pobre. Los Señores de Iquique tenían miedo; era mucho pedir ver tanto obrero. El
pampino no era hombre cabal, podía ser ladrón o asesinar. Mientras tanto las casas eran cerradas,
miraban solamente tras las ventanas. El comercio cerró también sus puertas: había que cuidarse de
tanta bestia. Mejor que los juntaran en algún sitio, si andaban por las calles era un peligro.

El sitio al que los llevaban era una escuela vacía y la escuela se llamaba Santa María. Dejaron a los
obreros, los dejaron con sonrisas. Que esperaran les dijeron sólo unos días. Los hombres se confiaron.
No les faltaba paciencia ya que habían esperado la vida entera. Siete días esperaron. Pero que infierno
se vuelven cuando el pan se está jugando con la muerte. Obrero siempre es peligro. Precaverse es
necesario. Así, el Estado de Sitio fue declarado. El aire trajo un anuncio, se oía tambor ausente. Era el
día veintiuno de Diciembre.

Nadie diga palabra que llegará un noble militar, un General. El sabrá cómo hablarles, con el cuidado
que trata el caballero a sus lacayos. El General ya llega con mucho boato y muy bien precavido con sus
soldados. Las ametralladoras están dispuestas y estratégicamente rodean la escuela. Desde un balcón
les habla con dignidad. Esto es lo que les dice el General: Que no sirve de nada tanta comedia. Que
dejen de inventar tanta miseria. Que no entienden deberes, son ignorantes. Que perturban el orden, que
son maleantes. Que están contra el país, que son traidores. Que roban a la patria, que son ladrones.
Que han violado a mujeres, que son indignos. 11 Que han matado a soldados, son asesinos. Que es
mejor que se vayan sin protestar, que aunque pidan y pidan nada obtendrán. Vayan saliendo entonces
de ese lugar, que si no acatan órdenes lo sentirán. Desde la escuela, El Rucio, obrero ardiente,
responde sin vacilar, con voz valiente: Usted, señor General, no nos entiende. Seguiremos esperando,
así nos cueste. Ya no somos animales, ya no rebaños, levantaremos la mano, el puño en alto. Vamos a
dar nuevas fuerzas con nuestro ejemplo y el futuro lo sabrá, se lo prometo. Y si quiere amenazar aquí
estoy yo. Dispárele a este obrero al corazón. El General que lo escucha no ha vacilado. Con rabia y
gesto altanero le ha disparado. Y el primer disparo es orden para matanza y así comienza el infierno
con las descargas.
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 La Pampa. Francisco Pezoa Véliz. 1908.

I IV
Canto la Pampa, la tierra triste, "Vamos al Puerto, dijeron, vamos,
réproba tierra de maldición, con su resuelto, noble ademán,
que de verdores jamás se viste para pedirles a nuestros amos
ni en lo más bello de la estación; otro pedazo, no más de pan"
donde las aves nunca gorjean, Y en la misérrima caravana
donde no crece la flor jamás, al par del hombre marchar se ven,
donde riendo nunca serpea, la amante esposa, la madre anciana,
el arroyuelo libre y fugaz, y el inocente niño también

II
Año tras año por los salares V
del desolado Tamarugal, ¡Benditas víctimas que bajaron
lentos cruzando van por millares desde la pampa, llenos de fe,
los tristes parias del capital; y a su llegada lo que escucharon,
sudor amargo su sien brotando, voz de metralla tan sólo fue!
llanto sus ojos, sangre sus pies, ¡Baldón eterno para las fieras
los infelices van acopiando masacradoras sin compasión!
montones de oro para el burgués ¡Queden manchados con sangre obrera
como un estigma de maldición!
III
Hasta que un día, como un lamento
de lo más hondo del corazón, VI
por las callejas del campamento Pido venganza para el valiente
vibró un acento de rebelión; que la metralla pulverizó;
eran los ayes de muchos pechos, pido venganza para el doliente
de muchas iras era el clamor, huérfano triste que allí quedó;
la clarinada de los derechos pido venganza por la que vino
del pobre pueblo trabajador. tras del amado su pecho a abrir:
pido venganza para el Pampino
que como bueno supo morir.

 Hijo del salitre. Volodia Teitelboim. 1952.

Capítulo XXXIX:

Elías llegó sin resuello a la plaza frente a la Escuela, la fachada ondulante de banderas y gente
encaramada en las ventanas, hasta en el campanario de la azotea. No tenía dónde poner pie.
Los veinte metros de baranda negreaban de gentío. En el jardín delantero, que separaba la reja
exterior del cuerpo del edificio, tampoco se divisaba una pulgada de suelo libre.
Oyó detrás los cascos de los caballos, casi pisándole los talones. Un dolor de cabeza le martilleaba las
sienes. Encima un cielo caliente, lechoso y agobiador.
No divisaba a Jerónimo.
Todo, la fábrica de bebidas gaseosas, el almacén "La Pila" y el del chino Chiang, la tienda de
organillos, la puerta de casa de la rica señora Juana viuda de Butler, todo estaba cerrado.
Todo el mundo convergía hacia la casona de carcomida madera, donde los estandartes, las banderas
querían retocar la cara de la escuela con una sonrisa de bienvenida magnífica. Sin embargo, a Elías le
impresionaron como una mueca sombría e inútil. Ondeaban sin ruido. Subió el hálito de boñigas de la
caballería. Volvió los ojos, con un pliegue de suspenso en el rostro.

Allí venían avanzando, el cuerpo ligeramente inclinado, las lanzas decoradas con un gallardete
tricolor. Las bocacalles habían quedado totalmente bloqueadas por soldados de tropa.
Se hizo a un lado. Vio entonces desprenderse a un oficial solitario, montado en alto caballo overo, en
dirección a la Escuela. Vestía uniforme brillante, con charreteras rojas. Marchaba al paso, henchido de
dignidad, la gorra ligeramente inclinada sobre el ojo derecho; el sable, colgando de la vaina, casi
perpendicular al ijar mojado de la bestia.
— El General...!
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Elías se pegó a los muros. Estupefacto, lo vio avanzar sobre la escuela. No parecía mirar a nadie.
Un oficial de elevada graduación galopó hacia él.
—¡Mi General, no debía avanzar solo...! —dijo, quejumbroso, con voz insignificante, de la cual no se
excluía una inflexión ceremoniosa.
—¡Me sé cuidar, Coronel Ledesma...! —repuso con acento ofendido y alto, como para que el mundo lo
supiera.

Ahora los escoltaban tres ayudantes montados, uno con la corneta de diana colgando del hombro.
Elías miró entonces hacia la Escuela, que ocupaba la manzana sur frente a la Plaza. La percibió
arcaica, terriblemente sola e indefensa. Espectral como una jaula o una cárcel, bajo el tinte celeste del
aire. Tal vez un cementerio sin reposo. Podría derrumbarse en algunos minutos más. Estaba agrietada
ya, marchita, como si los procesos de la vida se hubieran paralizado en ella hacía tiempo.
De súbito la baraúnda, dentro y fuera, cesó.
¿Qué pasa?, se preguntó Elías.
La gente aglomerada en las ventanas agitaba las banderas, gritando trabajosamente:
—¡Viva Chile...!

Así querían comprar su derecho a vivir... Sí, Elías comprendía perfectamente la significación de ese
gesto. ¿En aquel momento el tremolar de la bandera, podría decir otra cosa que "déjennos vivir..."?
Calculó que habría unas diez mil personas en el interior de la Escuela, por lo menos. Las banderas
seguían flameando en la azotea. Oía arengas lejanas, hurras y aclamaciones más próximas.
—¡Viva Chile, nuestra patria...!
—i Viva Argentina! ¡Viva el Perú!
—¡Viva Bolivia, si, nuestra patria! ¡Vivan Chile y Bolivia!
—Agitaban las banderas.
—¡Viva el ejército y el pueblo... !
—¡Viva Chile...! —sonó como un trueno.

El general miraba y escuchaba sin pronunciar palabra. Ahora se apretujaban en silencio.


Los uniformes paralelos bajo el sol, siempre. A la distancia, las roncas sirenas penetraban crueles el
aire y comunicaban a la gente en, la plaza y en el antepecho de las ventanas un mensaje desvaído, como
embrujándola.
Buscó a su hermano con la mirada, sin moverse. Su hermano Luis era la aguja invisible clavada en el
pajar de las cabezas. Si; lo buscaba sobre todo entre las cabezas asomadas en la ventanas abiertas de
la Escuela, arrojando nuevos cantos, vítores y música de armónica a la Plaza. Jerónimo podría
ayudarlo a buscar a Luis, pero ese era otro, perdido.
Por el costado norte fulgían las bayonetas caladas.
Voló un papel de periódico.
Un grupo de huelguistas oficiaba de centinela en la puerta despintada. Se le antojó que su hermano se
encontraba entre ellos. Trató de acercarse.
El papel de diario cesó su desordenada carrera.
Vio entonces la cabalgadura del Coronel Ledesma caracolear bruscamente y luego partir en demanda
de la Escuela.
Estallaron gritos. El Coronel, sin apearse, hablaba ahora en la puerta con el cuerpo de guardia.
Vio bajar al Comando. Distinguió la figura enteca de Briggs.
Conferenciaban ante los ojos de todos.
El General observaba al grupo conversando. Golpeó mecánicamente la funda de su pistola automática.
Contemplando a Briggs en perspectiva, Elías vino a descubrir la cara que tenía: cara turbia de suicida.
Los techos estaban atestados de cabezas curiosas y de vestidos de percal; haciendo juego con las
banderas. Arriba, el cielo tranquilo, austero, casi vacío y, sin embargo, sofocante.

El Coronel Ledesma volvió al trote. Se paró a tres metros de distancia del General e informó:
—Comuniqué al Comité la orden de evacuarla Escuela y la Plaza y que se dirigieran al Club Hípico,
con toda la gente, Mi General.
—¿Y qué dijeron?
—Mi General, el Comité se niega a acatar la orden.
En la escuela se cerraron abruptamente las ventanas, como la losa de un sepulcro que cae antes de
terminar el entierro.

Elías pensó: ¿Están presos? ¿Van a tomar la escuela por asalto? Imposible. No había dónde colocar un
alfiler. Además, el Intendente dio instrucciones de seguro para evacuar la gente a la pampa.
¿Prenderían fuego a la Escuela? En ese momento estaba visto que sólo pensaba en absurdos.
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Un teniente golpeó en una casa vecina, de don Gervasio Alarcón, y solicitó autorización para entrar.
Elías vio entreabrirse de nuevo, tímidamente; los postigos. Se produjo una semioscuridad en la escuela.
Luego las ventanas, sin vidrios en su mayoría, se poblaron de cabezas. Parecían cortadas y expuestas
en una vitrina.

Los edificios alrededor de la plaza estaban cerrados a machamartillo. El tiempo se arrastraba rancio,
con lentitud por el cielo y estaba inmóvil, borroso, hipnotizado dentro del corazón de los hombres.
Se impuso un silencio tórrido, semejante al miedo ahogado de morir.
Luego estalló el estruendo intermitente. Resurgieron los gritos de "Viva Chile", "Viva Bolivia", si,
nuestra patria". Las banderas del primer piso y de la azotea se extendieron hacia la plaza. Parecían
manos de criaturas rojiazules que imploraban clemencia al general.
En ese preciso momento el General —parecía pronto a dictar sentencia— ordenó al Coronel Ledesma:
—Avance tres ametralladoras del Crucero Esmeralda. Colóquelas frente a la escuela con puntería fija
a la puerta por Latorre una, otra en Barros Arana y la tercera en Amunátegui.
—¡A sus órdenes, Mi General!
—¡Coronel, un momento!— agregó reflexivo como pesando cada palabra. —¡Coloque un piquete del
Regimiento O'Higgins a la izquierda de las ametralladoras para hacer fuego oblicuo a la turba
amontonada al lado afuera! Además, dígale a los capitanes de navío —era una ocasión solemne y debía
designar a cada uno por sus grados y sus nombres completos—Arturo Wilson y Miguel Aguirre, que los
necesito.
El Coronel Sinforoso Ledesma se llevó la mano derecha a la visera, formando triángulo con el brazo y
partió. El primer tranco de su cabalgadura resonó como una explosión en el silencio. Los demás,
apenas como balazos regulares e isócronos. Sentía que la ansiedad amenazaba derribarlo del caballo.
Iba por medio del baldío, rodeando la carpa del Circo con una actitud lenta. Ahora los cascos
golpeaban como ladridos. Podría aullar la orden pero era su deber impartirla con cara de indiferente
fatalismo. "¿Qué va a hacer uno?", murmuró para sí."

Transmitió a los marinos la orden del General. Descubrió que en su voz había un leve sufrimiento, tan
sólo un poco de lástima por sí mismo.
Se sintió aliviado cuando los marinos lo dejaron para ir al encuentro del General. Permaneció un rato
en el vértice opuesto de la manzana. Luego pareció recordar algo de súbito y galopo anhelante. Dio en
voz baja la orden de apostar las tres ametralladoras. A continuación, conversó en forma breve con el
Comandante del O'Higgins, transmitiéndole las instrucciones del General. Se sentía intolerablemente
torturado. Como era u n cerebro matemático, quiso calcular cuantas posibilidades habría de que
aquello no terminara en carnicería. ¿Diez, veinte por ciento? A lo sumo, se respondió. 0 sea, existía
una probabilidad entre cinco de que él se librara aquella tarde de transformarse en asesino. Deseó
entonces que uno fuera más que cuatro. Lo oprimió la angustia de la impotencia para decidir nada. No
podía obrar sino conforme a la disciplina, a las órdenes del General, aunque él se sabía superior. ¡Por
otra parte, la autoridad primero que todo!
Tenía miedo. Había que proceder. Cuanto antes, mejor, ya que era necesario.
Habló con su ordenanza para probar la voz. La advirtió débil.
Prefirió callar. Descubrió que su respiración producía un silbido. Se palpó el corazón por encima de la
casaca.
Tenía la ropa pegada al cuerpo. "El calor""—murmuró.
Espió la azotea de la escuela, donde las banderas recortaban sus siluetas y flameaban en un día de
poco viento. Si: flameaban.
Morirían los hombres, pero no morirían las banderas. Apartó los ojos y luego volvió a clavar allí la
vista. Sintió que le deslizaban un cuchillo por las tripas.
Elías sufría sed. Una sed pegajosa que le quemaba el pecho. No podría llegar hasta la puerta de la
escuela. Tendría que salvar a su hermano de inmediato, pues en ese momento el General y los dos
oficiales, con escolta, se desplazaban hacia allá. ¿Iba a llegar el fin? Contempló atontado ese avance
del General. Entendió que las cosas podían mejorar en el último minuto y su hermano Luis se salvaría.
"Si parlamentan con ellos, quiere decir que el General no es un hombre terco ni los considera bandidos
o insurrectos". ¡Necesitaba oír lo que dijera! Sería un momento decisivo. Se sentía débil y estaba lejos.
Tembló porque su curiosidad no declinaba ni siquiera en tal trance. Pero no era curiosidad necia y
vulgar, sino curiosidad para la salvación de su hermano, de todos sus hermanos.

La gente hacia gestos desde arriba, aplaudía. Aclamaba, trémula, al General y sus ojos estaban
prendidos a cada paso de su caballo overo. Luego subían para seguir el movimiento apenas ondulante
del cuerpo del General.
Elías comenzó a acercarse difícilmente, la espalda aprensada contra el muro, por la presión de la
multitud. No podía, no alcanzaba a escuchar.
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Arriba se hizo más fuerte la idea de que tendrían el apoyo del jinete que avanzaba...
El General sintió el peso de las diez mil o veinte mil miradas clavadas en sus ojos, con todas sus
conjeturas, tratando de leer lo que estaba pensando, lo que iba a decir en un instante más, lo que
ordenaría en seguida. Ponían en él toda su acongojada esperanza. Precisa y determinadamente les
interesaba descifrar si llevaba la sentencia de muerte escrita en la cara, si los abatiría de un golpe.
Pero él no veía a nadie en particular, sino a sí mismo, es decir, veía por el alza del fusil sólo una gran
turba y pensaba en su deber. Avanzaba arrogante... Si cada mirada fuera un revolver o un tiro, estaría
arreglado todo a favor de los huelguistas..., de la revuelta. Pero eran miradas y los militares tenían las
armas... Apenas eran miradas y para él todos ellos componían una inmensa sombra populosa y extraña,
atronadora, dotada de movimiento visible sólo en las fisonomías que ahora gritaban frenéticas:
-¡Viva el general Silva Renard...! ¡Viva el general...!
Se frenó el caballo en seco. Vaciló un momento al llegar. Alzó la mano derecha pidiendo silencio. Y
dijo:
—¡Necesito habar con el Comité….!
Percibió ruidos. Casi topando su caballo, una mujer avejentada sangraba de las narices a causa del
calor y musitaba: ¡Jesús, María y José! "Está con el credo en la boca" se dijo. No le gustó ver la sangre
con todo su significado de vida profunda que se derrama. El aire pendía inmóvil. La mujer buscaba un
pañuelo. Revoloteó a su alrededor con expresión suplicante. Él se lo prestaría si no tuviera que romper
toda su actitud de General en batalla. Alguien le extendió uno por encima de las cabezas. El pañuelo
tenía una franja de luto. La anciana se apretó las narices y trató de echar la cabeza hacia atrás; pero
sentía el cuello acalambrado.
—¡Ya vienen por el pasadizo, mi general! —anunció un vozarrón desde adentro.
Elías, adosado a la muralla, trató de seguir abriéndose paso hasta la puerta. Sentía la garganta
cerrada. Habían pasado el rellano. ¿qué estará pensando?, se preguntó, mientras observaba desde
unos veinte metros las espaldas del jinete.
El clamor se tornó cárdeno. Bajaba por las bocinas de los pasadizos y los balcones, traspasaba las
paredes exteriores, como la erupción de un sistema volcánico de innumerables cráteres sonoros. A
ratos coreaba el rugido de los hombres la sirena de los barcos. El rumor del mar solía escucharse
nítido por un segundo.
Elías vio que nadie se movía, salvo la comisión que descendía las gradas entre dos cordones desde su
Cuartel General en la azotea.
Ahora estaba más cerca. Los divisó perfilarse en el vano del umbral. Los mismos de siempre. Olea,
Aguirre, Ruiz, Briggs, con su mirar y la melena rubia de apóstol, cuyos bigotes estaban más gruesos e
hirsutos que nunca. En sus ojos bailaba el brillo de la fiebre. Saludaron con una venia ligera,
orgullosa, recalcitrante.
El general se irguió sobre el caballo, se distendió como la flecha de un arco, dentro de su uniforme.
Examinó el rostro de Briggs, terco y estragado, y dijo, cortante:
—Los notifico por última vez. Por eso vengo en persona. Ordeno que en el acto todos se vayan al Club
Hípico. Doy un cuarto de hora de plazo para que me despejen la Escuela y la Plaza—. Los miró
rodeado por un silencio atroz. ¿Acaso no oían? ¿Se habían vuelto sordos?
Se agachó sobre el cuello crinudo de la cabalgadura. Parecía que la gente de las ventanas se iba a
precipitar al vacío. Todos imitaron inconscientemente la inclinación del General. Nunca escuchó Elías
un silencio tan grande. La respiración de la multitud quedó suspendida; era apenas un aullido sordo, la
pulsación de la vida, coreando al oleaje lejano. Trató de aproximarse.

El general llevó la mano derecha a la oreja. Oía a Briggs: -General, nos iremos cuando los patrones
cumplan con el convenio ¡Sólo entonces! ¡Usted nos exige la rendición incondicional! ¡General, eso no
puede ser! ¡No es justo! No capitularemos. —Luego cruzó las manos sobre el pecho.
—Fíjese bien en lo que dice -dijo el general. Luego se irguió en el caballo y, en lugar de volver grupas,
comenzó a retroceder, mirando siempre de frente hacia la escuela.

 Santa María de las flores negras. Hernán Rivera Letelier. 2002.

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