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GUÍA DE CONTENIDO

TEXTOS DE FILOSOFÍA

Nombre: Curso: 4° MEDIO Fecha:


Objetivo de aprendizaje: Leen textos de diversos autores, comprendiendo y analizando el proceso de
reflexión e interpretación como elemento característico del pensar filosófico.

Los siguientes textos complementan los contenidos y reflexiones hechas en clases. Además de contribuir
a tu formación filosófica, sirven para que ejercites los hábitos lectores. Parte de ellos son un material que
utilizaremos en las clases, así que te invito a leerlos en estos días que estarás en tu hogar.

Filosofar es pensar por uno mismo; pero nadie puede


TEXTO 1: INVITACIÓN A LA FILOSOFÍA. lograrlo verdaderamente sin apoyarse en el pensamiento
AUTOR: ANDRÉ COMTE – SPONVILLE. de otros, especialmente en el de los grandes filósofos del
LIBRO: INVITACIÓN A LA FILOSOFÍA pasado. La filosofía no es solamente una aventura; es
EDITORIAL: PAIDÓS también un trabajo que no puede llevarse a cabo sin
AÑO: 2002 esfuerzo, sin lecturas, sin herramientas. Los primeros
pasos suelen ser arduos y desaniman a más de uno.
No hay una edad determinada para
filosofar. Sin embargo, los adolescentes,
más que los adultos, necesitan ser guiados
en esta tarea.

¿Qué es la filosofía? La filosofía no es una


ciencia, ni siquiera un conocimiento; no es
un saber entre otros: es una reflexión
sobre los saberes disponibles. Por eso
la filosofía no se aprende, decía Kant: sólo
podemos aprender a filosofar. ¿Cómo?
Filosofando por nosotros mismos:
preguntándonos por nuestro propio
pensamiento, por el pensamiento de los
demás, por el mundo, por la sociedad, por
lo que la experiencia nos enseña, por lo
que ésta nos oculta. … Lo deseable es
que, durante este camino, demos con las
obras de tal o cual filósofo profesional. De
ser así pasaremos mejor, con más fuerza,
con mayor profundidad. Iremos más lejos y
más rápidamente. Cada lectura, cada
filósofo, cada autor, añadía Kant, “no
hemos de considerarlo como el modelo del
juicio, sino simplemente como una ocasión para realizar nosotros mismos un juicio sobre él, o incluso
contra él”. Nadie puede filosofar por nosotros. Obviamente la filosofía tiene sus especialistas, sus
profesionales, sus enseñantes. Pero la filosofía no es fundamentalmente una especialidad, ni un oficio, ni
una disciplina universitaria: es una dimensión constitutiva de la existencia humana.

Desde el momento en que somos seres dotados de vida y de razón, todos nosotros, inevitablemente nos
vemos confrontados con la tarea de articular entre sí estas dos facultades. Y ciertamente podemos
razonar sin filosofar (en las ciencias, por ejemplo), vivir sin filosofar (en la ignorancia o en la pasión, por
ejemplo). Pero, sin filosofar, no podemos en absoluto pensar nuestra vida y vivir nuestro pensamiento: la
filosofía es precisamente esto.

La biología jamás enseñará a un biólogo como tiene que vivir, ni si hay que hacerlo, ni siquiera si hay que
ser biólogo. Las ciencias humanas jamás nos enseñarán el valor de la humanidad, ni su propio valor. Por
eso hay que filosofar: porque hay que reflexionar sobre lo que sabemos, sobre lo que vivimos, sobre lo
que queremos y porque, para ello, ningún saber nos es suficiente ni nos dispensa de hacerlo. ¿El arte?
¿La religión? ¿La política? Son materias muy importantes, pero también ellas han de ser objeto de
reflexión, es algo que ningún filósofo pondrá en duda. Pero reflexionar sobre la filosofía no es salir de ella
sino entrar en ella.

¿Por qué vía? Yo he seguido aquí la única que conocía verdaderamente, la de la filosofía occidental. Esto
no significa que no haya otras, Filosofar es vivir con la razón, que es universal. ¿Cómo podría ser la
filosofía exclusividad de alguien? Nadie ignora que existen otras tradiciones especulativas y espirituales,
sobre todo en Oriente. Pero no es posible abarcarlo todo, y sería un tanto ridículo por mi parte aspirar a
presentar pensamientos orientales que, en su mayoría sólo conozco indirectamente. No creo en absoluto
que la filosofía sea exclusivamente griega y occidental. Pero de lo que estoy totalmente convencido, es

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de que, en Occidente y desde los griegos, existe una inmensa tradición filosófica, que es la nuestra, y es
hacia ella, y en ella, adonde quisiera guiar a mi lector.

Vivir con la razón, decía anteriormente. Esto indica una dirección, que es la de la filosofía, pero no puede
agotar su contenido. La filosofía es un preguntar radical, la búsqueda total o última (y no, como en las
ciencias, de tal o cual verdad particular); creación y utilización de conceptos (aunque esta práctica
también exista en otras disciplinas) reflexividad (un volver del espíritu o de la razón sobre sí mismos:
pensamiento del pensamiento), reflexión sobre la propia historia y sobre la de la humanidad; búsqueda de
la mayor coherencia posible, de la mayor racionalidad posible (es el arte de la razón, si se quiere, pero
que desemboca en un arte de vivir); es en ocasiones, construcción de sistemas; es, siempre elaboración
de tesis, argumentos, teorías … Pero la filosofía es también, y quizás fundamentalmente, critica de las
ilusiones, de los prejuicios, de las ideologías. Toda filosofía es una lucha. ¿Sus armas? La Razón. ¿Sus
enemigos? La ignorancia, el fanatismo, el oscurantismo, - o la filosofía de los demás -. ¿Sus aliados? Las
ciencias ¿Su objeto? La totalidad, con el hombre en su seno. O el hombre, pero en el seno de la
totalidad. ¿Su meta? La sabiduría, la felicidad, pero en el seno de la verdad. Hay trabajo para rato, como
suele decirse; tanto mejor: ¡los filósofos son gente muy dispuesta!

En la práctica, los temas de la filosofía son innumerables: nada humano o real le es ajeno. Esto no
significa que todos ellos tengan la misma importancia. Kant, en un célebre pasaje de su “Lógica”, resumía
el ámbito de la filosofía en cuatro preguntas: ¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me está
permitido esperar? ¿Qué es el hombre? “Las tres primeras preguntas de resumen en la última”,
subrayaba. Pero todas ellas desembocan, añadiría yo, en una quinta pregunta, que es sin duda, filosófica
y humanamente, la cuestión principal: ¿cómo he de vivir? En cuanto se intenta dar una respuesta
inteligente a esta pregunta se está haciendo filosofía. Y como es imposible evitar planteársela, hemos de
concluir que la única forma de sustraerse a la filosofía es la ignorancia o el oscurantismo.

¿Hemos de filosofar? Desde el momento que nos planteamos esta pregunta – en cualquier caso desde
que intentamos responder a ella con seriedad - ya estamos filosofando. Esto no significa que la filosofía
se reduzca a su propia interrogación, y todavía menos a su autojustificación. Pues también filosofamos,
más o menos, bien o mal, cuando nos preguntamos (de forma a la vez racional y radical) por el mundo,
por la humanidad, por la felicidad, por la justicia, por la libertad, por la muerte, por Dios, por el
conocimiento… ¿Y quién podría renunciar a hacerlo? El ser humano es un animal filosofante: sólo puede
renunciar a la filosofía renunciando a una parte de su humanidad.

Así pues, hemos de filosofar: hemos de pensar tanto como podamos, y mejor de lo que sepamos. ¿Con
qué fin? Para lograr una vida más humana, más lúcida, más serena, más razonable, más feliz, más
libre… es lo que tradicionalmente denominamos sabiduría, que sería una felicidad sin ilusiones y sin
mentira. ¿Podemos alcanzarla? Jamás por completo, sin duda. Pero esto no impide que la busquemos, ni
que nos aproximemos a ella. “La filosofía – escribe Kant – es para el hombre un esfuerzo por alcanzar la
sabiduría, esfuerzo que nunca acaba”. Razón de más para ponernos a trabajar. Se trata de pensar mejor
para vivir mejor. La filosofía es este trabajo; la sabiduría, este reposo.

¿Qué es la filosofía? Hay tantas respuestas, o casi tantas como filósofos. Pero esto no impide
que dichas respuestas coincidan o confluyan en lo esencial. Por mi parte, desde mis años de estudiante,
siento debilidad por la respuesta de Epicuro: “la filosofía es una actividad que mediante discursos y
razonamientos, nos procura la vida feliz”. Esto es definir la filosofía por su mayor logro (la sabiduría, la
beatitud), y, aunque ese logro nunca sea completo, es mejor que encerrarla en sus fracasos. La felicidad
es la meta; la filosofía, el camino. ¡Buen viaje a todos!

TEXTO 2: ¿POR QUÉ FILOSOFAR? Esperamos de la filosofía que plantee preguntas


AUTOR: OTFRIED HOFFE fundamentales para darles respuestas igualmente
LIBRO: BREVE HISTORIA ILUSTRADA fundamentales. En efecto, La filosofía se ocupa de
DE LA FILOSOFÍA cuestiones de principio que urgen, incluso, a toda la
AÑO: 2000 humanidad y pueden concentrarse en tres interrogantes
decisivos: 1) XA estas preguntas se suman otras que
preocupan a épocas concretas, como la relación entre
razón y revelación o la relativa a si existe un progreso en la historia.

Algunos tienen a los filósofos por personas ajenas a la vida real. Sin embargo, quién examine más en
detalle esas preguntas que ellos plantean y que afectan a la humanidad en general, descubrirá enseguida
cuestiones parciales o subordinadas que nada tienen de ajeno a la realidad: 1a) ¿Hay una materia
originaria o básica constitutiva de la totalidad de la naturaleza?; ¿existe eso que significa la palabra
“átomo” en sentido literal: un componente único e indivisible de la naturaleza? 1b) ¿Es la naturaleza
espacial y temporalmente infinita, o, por el contrario, finita, y por lo tanto, obra de un creador, de una
divinidad? Es posible que estas preguntas no tengan relevancia existencial, pero no cabe duda de que las
siguientes si la tienen: la cuestión referente a 2a) al bien y al mal 2b) a la libertad, sobre todo la libertad
de la voluntad, y 2c) la que inquiere por la justicia del derecho y el Estado. Para terminar también
queremos saber 3a) si nuestro bienestar, la felicidad, depende de nuestro buen comportamiento, de una

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vida moralmente buena: ¿es rentable la honradez moral o, por el contrario, la persona honrada es, en
definitiva, un tonto? 3b)Y, en el caso de que la compensación no se dé “en esta vida” ¿hay esperanza de
un alma inmortal, una vida eterna y una recompensa en el más allá? Aunque es posible eludir estas
preguntas resulta difícil negarlas. Así pues tenemos derecho a decir que es necesario filosofar. La
filosofía no quiere hechizar el mundo en que vivimos ni darle hondura mística. Tampoco crea ilusiones,
sino que busca, más bien, respuestas convincentes a ciertas preguntas básicas que apenas podemos
evitar. Es cierto que en esa búsqueda puede verse obligada a alterar el horizonte de expectativas de las
respuestas y, en más de una ocasión, incluso las propias preguntas.

En sentido estricto y riguroso, la filosofía es relativamente joven, y según los datos de las fuentes
transmitidas, no tiene mucho más de dos milenos y medio. Sin embargo, las preguntas inevitables se
plantearon hace mucho antes y se siguieron tratando posteriormente fuera de la filosofía. Por
consiguiente, es necesario disponer al menos de una segunda razón para filosofar: la filosofía comienza
a desarrollarse allí donde la gente se siente insatisfecha por la manera en que se han planteado
esas preguntas o cómo se les ha dado respuesta hasta entonces. A partir de un descontento
fundamental, de una crítica radical, se establece un nuevo estilo de preguntas y respuestas, un nuevo
modo de abordar la realidad y hablar de ella.

Los filósofos no suelen narrar, en general, aquello que los griegos llamaban “mitos”: historias
sobre dioses y héroes o sobre el principio y
el orden tanto de la naturaleza como de la
sociedad. Tampoco apelan a una revelación
religiosa, a una palabra de Dios o a una
transmisión, a una tradición. Aunque se
ocupen de todo ello, trabajan
exclusivamente con los medios de la razón
humana: con conceptos (idóneos), con
razonamientos y argumentos (explicativos y
no contradictorios) y con experiencias
elementales, como por ejemplo, la de que
existe un mundo poblado por seres diversos
y que entre ellos hay ciertos seres capaces
de hablar y pensar. Los filósofos buscan en
esos tres “medios” – el concepto, el
argumento y la experiencia – una validez amplia, a menudo incluso universal. Pero aunque no la
consiguen, se espera que obtengan al menos la “hermana menor” de esa validez: una “posibilidad de
comprobación general”.

Dado que cada uno de esos tres medios filosóficos existe en múltiples formas, la filosofía amplía
pronto su campo de acción para buscar una relación ordenada. Los griegos llamaban logos tanto a los
conceptos como a los argumentos y, muy en especial, a su orden y su forma verbal. El elixir de la vida de
la filosofía es el logos, con sus cuatro facetas: el concepto, la argumentación, el orden lógico y el
lenguaje. El lenguaje convierte el filosofar en dialogo e, incluso, en polémica, en discusión tanto con los
contemporáneos como con los grandes filósofos de la historia. En efecto, la filosofía no está compuesta
por un tesoro de verdades eternas, sino que consiste en una búsqueda realizada con otros y contra otros,
sin que en ese proceso podamos dar por supuesto un progreso lineal.

Pero los conceptos y los argumentos surgen ya en la vida cotidiana; y lo mismo podemos decir de las
ciencias. Así pues para que la filosofía sea algo peculiar, se requerirá un tercer motivo: se llega a filosofar
en aquellos casos en que alguien reúne el valor suficiente y, al mismo tiempo, desarrolla la capacidad
debida para llevar al límite ciertas preguntas fundamentales planteadas en la existencia diaria y en las
ciencias – “¿qué es lo correcto?”, “¿qué es algo en concreto?”; y, tanto para una como para la otra
cuestión “¿por qué?” -. En tales casos, nada se sustrae a sus penetrantes preguntas sobre el qué y el
porqué, pues cuestionan hasta lo más obvio, incluida la propia tradición. La autocrítica es un componente
esencial de la filosofía.

Pero ¿por qué hay que llevar al límite las preguntas sobre el qué y el porqué?; ¿por qué debemos calar
cada vez con más hondura? Las respuestas son diferentes en cada caso concreto --. Así lo muestra la
historia; sin embargo, hay una fuerza común que las impulsa: el ansia de saber. Una de las principales
obras filosóficas de Aristóteles, la Metafísica, comienza acertadamente con esta frase “Todos los seres
humanos aspiran por naturaleza al conocimiento”. La filosofía no pretende más – pero tampoco menos –
que desplegar plenamente un impulso natural, la curiosidad intelectual.

El resultado no es una ventaja en el sentido corriente del término, una utilidad, más allá del pleno del
saber. La filosofía no busca desarrollar un conocimiento especial paralelo al de otros ámbitos del saber,
sino llevar a su plenitud la vocación de conocimiento inherente al ser humano. Por lo demás, un saber no
utilitario no constituye ninguna novedad. Al contrario, todos conocemos qué es un saber como un fin en sí
mismo: y así lo percibimos en los placeres sensoriales: en el goce de la vista, el oído, el gusto y el tacto.

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No es casual que un elemento de la filosofía, el concepto, derive etimológicamente de la actividad con
que los lactantes exploran el mundo, es decir, de la palabra latina que significa “tomar”, “asir”, “agarrar”.
A quien domina plenamente un saber o una destreza lo llamamos “maestro”; los griegos le daban el
nombre de sophos: “sabio”. Mientras que otros son maestros en un oficio, en asuntos legales (“juristas”)
en la curación de enfermedades (“médicos”) o en cuestiones políticas (“políticos”), los filósofos buscan la
maestría en el saber. Y dado que se trata de algo muy difícil de lograr, los filósofos, siguiendo a Platón,
no reivindican a la sophia misma, sino sólo la philosophía: el amor a la sabiduría. El prefijo philo –
expresa también, no obstante, la familiarización con lo presente y no el afán de conseguir algo
inalcanzable. Para Platón el philosophos es un philomathés, alguien que encuentra en aprender un placer
que nunca le sacia. A ello se añade un segundo factor: por lo común, nuestros conocimientos son sólo
competentes en un ámbito restringido, mientras que la filosofía busca una comprensión competente de
todo y en general: un saber sobre la totalidad de la naturaleza, un saber sobre lo que es bueno y justo de
manera universal y absoluta; y, en particular un saber sobre el propio saber. La filosofía intenta explicar
qué es un concepto apropiado y una argumentación bien fundada, y cómo se organizan conceptos y
argumentos en una relación ordenada.

TEXTO 3: LA FILOSOFÍA ES APRENDER A La pregunta evidente “¿qué es la filosofía?” es una


MORIR. de las más controvertidas que conozco. La mayoría
AUTOR: LUC FERRY. de los filósofos actuales siguen dándole vueltas sin
LIBRO: “APRENDER A VIVIR. FILOSOFÍA lograr ponerse de acuerdo en cuál es la respuesta.
PARA MENTES JÓVENES.
AÑO: 2007 Cuando cursaba mis últimos años de bachillerato,
mi profesor me aseguraba que se trataba
“simplemente” de “formar nuestro espíritu crítico
con vistas a la autonomía”, de un “método de pensamiento riguroso”, de un “arte de la reflexión” que
hundía sus raíces en una actitud basada en el “asombro” y el “planteamiento de preguntas”. Éste es el
tipo de definiciones que aún hoy seguirás encontrando diseminadas por los manuales de iniciación.

A pesar de todo el respeto que me inspiran personalmente las definiciones de este tipo, debo decir que
no tienen mucho que ver con el fondo de la cuestión.

Es cierto que es deseable que en filosofía se reflexione. Que, a ser posible, se piense con rigor, en
ocasiones incluso siguiendo un método crítico o planteando preguntas. Pero todo eso no es nada,
absolutamente nada específico. Estoy seguro de que a ti mismo se te ocurren muchísimas otras
actividades humanas que requieren del planteamiento de preguntas, o en las que uno debe esforzarse
por argumentar lo mejor que sabe sin que ello implique que uno tenga que ser filósofo.

Los biólogos y los artistas, los médicos y los novelistas, los matemáticos y los teólogos, los periodistas e
incluso los políticos reflexionan y se plantean preguntas. Sin embargo, no son, que yo sepa, filósofos.

Voy a proponerte que nos alejemos de esos lugares comunes y aceptes provisionalmente, hasta que lo
veas con más claridad por ti mismo, otro enfoque.

Partiremos de una consideración muy simple, pero que contiene el germen de la pregunta central de toda
filosofía: el ser humano, a diferencia de Dios – si es que Dios existe – es mortal o, por decirlo como los
filósofos, es un ser “finito”, limitado en el espacio y en el tiempo. Pero a diferencia de los animales, es el
único ser que tiene conciencia de sus límites. Sabe que va a morir y que también morirán sus seres
queridos. No puede evitar hacerse preguntas ante una situación que, a priori, resulta inquietante, por no
decir absurda o insoportable. Y, evidentemente, ésta es la razón por la que en primer lugar se acerca a
las religiones que le prometen la salvación.

Quiero que comprendas bien esta palabra – salvación – y también que entiendas como las religiones
intentan hacerse cargo de las cuestiones que suscita. De hecho, lo más sencillo para empezar a definir la
filosofía es, como tendrás ocasión de comprobar, ponerla en relación con el proyecto religioso.

Abre un diccionario y verás que el término “salvación” designa ante todo “el hecho de ser salvado, de
escapar de un peligro o de una gran desgracia”. Muy bien, pero ¿de qué catástrofe, de qué peligro
pretenden ayudarnos a escapar las religiones? Ya conoces la respuesta: evidentemente, se trata de la
muerte. Ésta es la razón por la que todas se esfuerzan, de modos diversos, por prometernos la vida
eterna, por asegurarnos que un día volveremos a reencontrarnos con aquellos que amamos, familiares, o
amigos, hermanos o hermanas, maridos o esposas, niños o bebes, de los que la existencia terrena,
ineludiblemente nos va a separar.

Hay que reconocer que esta idea tranquiliza bastante. En efecto, después de todo, ¿qué es lo que
deseamos? No estar solos, ser comprendidos y amados, que no nos separen de nuestros seres queridos;
resumiendo, no morir y que ellos tampoco mueran. Ahora bien, la vida real acaba frustrando un día u otro,
todas esas esperanzas. Por eso, hay quien busca la salvación poniendo su confianza en un Dios y unas
religiones que le aseguran que la alcanzará.

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Pero para aquellos que no están convencidos, para los que dudan de
verdad de estas promesas, el problema sigue ahí. Y es justamente donde
la filosofía, por así decirlo, toma el relevo. La muerte en sí – este aspecto
es crucial si quieres entender lo que es el campo de la filosofía – no es
una realidad tan sencilla como por lo general se suele creer. La muerte es
lo que atormenta a ese desgraciado ser finito que es el hombre, porque
sólo él es consciente de que su tiempo es limitado, de que lo irreparable
no es una ilusión, y puede que le haga bien reflexionar sobre lo que debe
hacer en su corta vida. Edgar Allan Poe, en uno de sus poemas más
famosos, encarnó esta idea de la irreversibilidad del curso de la
existencia en un animal siniestro, un cuervo encaramado en el alféizar
de una ventana, que sólo sabía decir y repetir una única fórmula: Never
more (“nunca más”),

Lo que Poe quería decir con esta imagen es que la muerte pertenece al
ámbito del “nunca más”. Es, en el seno mismo de la vida, lo que nunca
volverá, lo que irreversiblemente sustituye a un pasado que uno no tiene
oportunidad alguna de recuperar algún día. Puede tratarse de unas vacaciones de nuestra infancia, de
Para Luc Ferry es la muerte la lugares o amigos de los que uno se aleja para no volver, del divorcio de
fuente última del impulso filosófico. nuestros padres, de las casas o escuelas que una mudanza nos obliga a
Aquí vemos a la muerte retratada en abandonar, o miles de otras cosas. Aunque se trate de la desaparición de
la película de Ingmar Bergman “El un ser querido, todo aquello que pertenece al ámbito del “nunca más”
séptimo sello”. forma parte del registro de la muerte.

Si lo consideras desde este punto de vista, verás qué lejos está la muerte de poder definirse
exclusivamente como el final de la vida biológica. Para vivir bien, para vivir en libertad, para ser capaces
de amar debemos, en primer lugar y ante todo, vencer el temor, o, mejor dicho, los temores, ya que las
manifestaciones de lo irreversible son diversas. Es en este preciso punto donde existe entre religión y
filosofía una discrepancia fundamental.

Al no lograr creer en un Dios salvador, el filósofo es, ante todo, aquel que cree que, conociendo el
mundo, comprendiéndose a sí mismo y a los demás, en la medida de que nos lo permite nuestra
inteligencia, se puede llegar a superar los miedos, pero más que desde una fe ciega, desde la lucidez.
En otras palabras, si las religiones se definen como la salvación a través de Otro (Dios), por la gracia de
Dios, podríamos definir los grandes sistemas filosóficos como doctrinas de salvación por uno mismo, sin
la ayuda de Dios.

En opinión de muchos filósofos el miedo a la muerte nos impide vivir bien. No es sólo que genere
angustia. A decir verdad, la mayor parte del tiempo ni siquiera pensamos en ella, y estoy seguro de que
no te pasas días meditando sobre el hecho de que los hombres son mortales. Pero si dotamos el
problema de mayor profundidad, parece que la irreversibilidad del curso de las cosas, que es una forma
de muerte en el corazón mismo de la vida, amenaza todos los días con arrastrarnos hacia una dimensión
del tiempo que corrompe la existencia: la del pasado donde se alojan los grandes destructores de la
felicidad que son la nostalgia y la culpabilidad, el arrepentimiento y los remordimientos.

La filosofía – todas las filosofías, por muy distintas que sean las respuestas que intentan aportar –
también prometen ayudarnos a escapar de estos miedos primitivos. Comparte con las religiones, al
menos en origen, la convicción de que la angustia nos impide vivir bien: no es ya que nos impida ser
felices, es que tampoco nos deja ser libres. Éste es un tema omnipresente entre los primeros filósofos
griegos: uno no puede ni pensar en actuar libremente cuando está paralizado por esa inquietud sorda que
genera, por muy inconsciente que sea, el miedo a lo irreversible. Se trata, por tanto, de invitar a los seres
humanos a “salvarse”.

Pero, como ya habrás comprendido a éstas alturas, esa salvación no puede proceder de Otro, de un ser
trascendente (lo que significa “exterior y superior” a nosotros), debe provenir de nosotros mismos. La
filosofía quiere que nos aclaremos recurriendo a nuestras propias fuerzas, con la simple ayuda de
la razón o que, al menos aprendamos a utilizarla como es debido. Con audacia y con firmeza.

Filosofar en lugar de creer supone en el fondo – al menos desde el punto de vista de los filósofos, que no
es el de los creyentes – preferir la lucidez al confort, la libertad a la fe. En verdad se trata, en cierto
sentido, de “salvar el pellejo” pero no a cualquier precio.
Aunque la búsqueda de una salvación al margen de Dios esté en el corazón de todo gran sistema
filosófico, aunque éste sea su objetivo final y último, no se podría alcanzar sin pasar por una reflexión
profunda en torno a la inteligencia de lo que es – lo que, por lo general, solemos denominar teoría – y por
lo que habitualmente llamamos ética.

La razón es fácil de entender.

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Si la filosofía, al igual que las religiones,
hace de la reflexión sobre la finitud
humana su fuente más originaria - del
hecho de que nosotros, simples mortales,
tenemos los días contados y que somos
los únicos seres en el mundo plenamente
conscientes de ello - se desprende que no
podamos eludir la cuestión de qué
debemos hace en ese tiempo limitado. A
diferencia de los árboles, las ostras o los
conejos, no dejamos de hacernos
preguntas sobre nuestra relación con el
tiempo, sobre cómo debemos emplearlo o
en que debemos ocuparlo, tanto si es por
un lapso breve, la hora o la mañana que
viene, como si se trata de un periodo más largo, el mes o el año en curso. Inevitablemente, quizá con
ocasión de una ruptura, de un suceso brutal, acabamos preguntándonos qué hacemos, que podríamos o
deberíamos hacer con nuestra vida.

En otras palabras, la ecuación “mortalidad + conciencia de ser mortal” es un cóctel que contiene el
germen de todos los interrogantes filosóficos. Filósofo es aquel que, ante todo, piensa que no estamos
aquí “de turismo”, para divertirnos. O mejor dicho, aunque en contra de todo lo que acabo de afirmar,
acabará llegando a la conclusión de que lo único que merece la pena ser vivido es la diversión, esta
certeza será el resultado de un pensar, de una reflexión y no de un reflejo condicionado. Lo que implica
que ha tenido que recorrer tres etapas la de la teoría, la de la moral o la ética y finalmente, la
correspondiente a la conquista de la salvación o la sabiduría.

Simplificando, se podría formular así el proceso: lo primero que hace la filosofía por medio de la teoría es
hacerse una idea del “terreno de juego”, adquirir un conocimiento mínimo del mundo en el que se va
a desarrollar nuestra existencia. ¿Qué parece ser hostil o amistoso, peligroso o inútil, armonioso o
caótico, misterioso o comprensible, bello o feo? Si la filosofía consiste en la búsqueda de salvación, en la
reflexión en torno al tiempo que va trascurriendo y que es limitado, no puede por menos que comenzar
por hacerse preguntas sobre la naturaleza del mundo que nos rodea. Toda filosofía digna de tal
nombre parte, por tanto, de las ciencias naturales que nos develan la estructura del universo: la
física, las matemáticas, la biología, etcétera, pero asimismo de las ciencias históricas que arrojan luz
sobre la historia de los hombres. “Aquí no entra nadie que no sea un geómetra” decía Platón a sus
discípulos refiriéndose a su escuela, la Academia, y después de él ninguna filosofía ha pretendido jamás
economizar medios a la hora de obtener conocimientos científicos. Pero debemos ir más lejos y
preguntarnos también por los medios a nuestro alcance para conocer. Por lo tanto, la filosofía
intenta, más allá de las consideraciones que forman parte de las ciencias positivas, comprender la
naturaleza del conocimiento mismo, entender los métodos de los que se sirve. Por ejemplo: ¿cómo
descubrir las causas de un fenómeno? Pero también se fija en los límites de la disciplina. Otro ejemplo:
¿Se puede demostrar la existencia de Dios?.

Estas dos preguntas, la de la naturaleza del mundo y la referente a los instrumentos que dispone la
humanidad para llegar a conocer, también constituyen una parte esencial de la vertiente teórica de la
filosofía.

Pero, evidentemente, además de por el terreno de juego, por el mundo y la historia en los que transcurrirá
nuestra vida, debemos preguntarnos por el resto de los seres humanos, por aquellos con los que nos ha
tocado jugar. Y no es ya por el hecho de que no estemos solos, sino porque, como demuestra algo tan
simple como la educación, no podemos subsistir tras nacer sin la ayuda de otros humanos, para empezar
de nuestros padres. ¿Cómo vivir con los demás, qué reglas de juego adoptar, cómo comportarnos de
forma “vivible”, útil, digna, de forma simplemente justa en nuestras relaciones con los demás? De ésta
cuestión se ocupa la segunda parte de la filosofía, una parte ya no teórica sino práctica que deriva, en un
sentido amplio, de la esfera de la ética.

Pero ¿para qué conocer el mundo y su historia, para qué esforzarse en vivir en armonía con los demás?
¿Qué finalidad o qué sentido tienen todos esos esfuerzos? Además, ¿hay que buscarle un sentido?
Todas esas preguntas, junto a otras del mismo tenor, nos remiten a la tercera esfera de la filosofía, la que
se ocupa, como ya habrás podido deducir, de la salvación o de la sabiduría. Si la filosofía
etimológicamente es “amor” (“philo”) a la “sabiduría” (“sophia”), debería autoanularse para dejar sitio, en
la medida de lo posible, a la sabiduría misma, que es, sin duda, el fundamento de todo filosofar. Pues el
ser sabio no consiste, por definición, en amar o buscar el ser. Ser sabio supone simplemente vivir
sabiamente, feliz y libre en la medida de lo posible, tras vencer, finalmente, los miedos que la
finitud despierta en nosotros.

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TEXTO 4: LA SABIDURÍA DE LOS MITOS. Centenares, incluso millares de obras y artículos se
AUTOR: LUC FERRY. han consagrado a la única cuestión del estatus de los
LIBRO: “APRENDER A VIVIR II”. mitos griegos: ¿Hay que clasificarlos bajo el epígrafe
AÑO: 2009 “cuentos y leyendas”? ¿O en la sección religiones? ¿Al
lado de la literatura y la poesía? ¿O mejor en las
esferas de la política y la sociología? La respuesta que aporto en este libro es muy clara: en primer lugar
y ante todo, la mitología, tradición común a toda una civilización y religión politeísta, no es por ello menos
una filosofía hecha relato, un intento grandioso con intención de responder de manera laica a la
cuestión de la buena vida por medio de lecciones de sabiduría vivas y carnales, vestidas de literatura,
poesía y epopeyas, y no enunciadas dentro de argumentaciones abstractas. En mi opinión, es esta
dimensión indisolublemente tradicional, poética y filosófica de la mitología la que hace que todavía tenga
para nosotros interés y encanto.

La mitología nos suministra mensajes de una profundidad sorprendente, perspectivas que abren a los
humanos las sendas de una vida buena sin recurrir a las ilusiones del más allá, una manera de enfrentar
la “finitud humana”, de plantar cara al destino sin sostenerse en los consuelos que las grandes
religiones monoteístas pretenden aportar a los hombres apoyándose en la fe. La mitología esboza, tal vez
por primera vez en la historia de la humanidad, los lineamientos de lo que he denominado una “doctrina
de la salvación sin Dios”, una “espiritualidad laica”, o si se quiere todavía con más simplicidad, una
“sabiduría para los mortales”. Representa de este modo un intento admirable con vistas a ayudar a los
hombres a “salvarse” de los miedos que les impiden acceder a una buena vida.

Para comprender bien esta articulación


entre mitología y filosofía, para medir el
significado y la importancia de las
lecciones de vida que van a aportar las
dos, cada una a su manera pero
ligadas entre ellas, hay que partir de la
idea de que a los ojos de los griegos el
mundo de los seres conscientes, de las
personas, se divide antes que nada
entre mortales e inmortales, entre
hombres y dioses.

La principal característica de los dioses


es que escapan a la muerte: en cuanto nacen (pues no han existido siempre), viven eternamente y lo
saben, por lo que según los griegos son “bienaventurados”. Por supuesto, de vez en cuando pueden
tener problemas, como Hefestos (o Vulcano) cuando descubre que su mujer, la sublime Afrodita, diosa de
la belleza y el amor, le engaña con su compañero de guerra, el terrible Ares (Marte). A veces los
bienaventurados son desgraciados. Sufren como mortales, experimentan pasiones como ellos: amor,
celos, odio, ira,…suelen mentir y ser castigados por el dueño de todos, Zeus. Pero al menos hay un
sufrimiento que desconocen y es sin duda el más funesto de todos: aquél que está ligado al miedo a la
muerte, pues para ellos el tiempo no cuenta, nada es definitivo, irreversible, irremediablemente perdido, lo
que les permite afrontar las pasiones humanas con una altura de miras y una distancia a las que nosotros
no podríamos aspirar. En su esfera todo puede acabar por arreglarse un día u otro.

Nuestra principal característica, simples humanos que somos, es a la inversa. Al contrario que los
dioses y los animales, somos los únicos seres de este mundo que tienen plena conciencia de lo
Irremediable, por el hecho de que vamos a morir. No solamente nosotros, sino además también los
que amamos: nuestros padres, nuestros hermanos y hermanas, nuestras mujeres y nuestros maridos,
nuestros hijos, nuestros amigos… Constantemente sentimos que el tiempo pasa y que, sin duda, a veces
nos aporta mucho – la prueba: amamos la vida -, pero inevitablemente también nos quita lo que más
queremos. Y aunque parezca mentira, somos los únicos que notamos con una intensidad sin igual que en
nuestras existencias hay, incluso antes del término último que es la muerte propiamente dicha, lo
irreversible, lo irreparable, lo “nunca más”.

Los dioses no padecen nada de esto y con razón, ya que son inmortales. En cuanto a los animales, en la
medida en que podamos valorarlos, apenas piensan en esos asuntos, y si a veces son conscientes un
instante fugaz, es sin duda de forma muy confusa y sólo cuando el fin es inminente. Por el contrario, los
humanos son como Prometeo, uno de los personajes más importantes de la mitología: piensan “por
anticipado”, son “seres de lejanías”. Siempre tratan más o menos de anticipar el futuro, reflexionan sobre
ello, y como saben que la vida es corta, y escaso el tiempo, no pueden evitar preguntarse qué hay que
hacer…

Hay dos formas de enfrentar nuestra “finitud”. Se puede en primer lugar intentar tener hijos o como se
dice con mucha propiedad, una “descendencia”. ¿Cuál es la relación de esa descendencia con el deseo
de eternidad que alumbra en nosotros la contradicción entre la certeza de la muerte y el placer de la
vida? En realidad es muy directa, pues sabemos muy bien que a través de nuestros hijos, algo de
nosotros continúa sobreviviendo más allá de nuestra desaparición. En lo físico y en lo moral: los rasgos

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del cuerpo y del rostro, así como los del carácter, se encuentran siempre más o menos en aquellos que
hemos criado y amado. La educación siempre es una transmisión y toda transmisión es en cierto modo
una prolongación de uno mismo que nos rebasa y no muere con nosotros. Dicho esto, sean cuales sean
la grandeza y las alegrías de la vida de los padres – las preocupaciones también…- sería absurdo
pretender que basta con tener hijos para acceder a la vida buena. Menos aún para superar el miedo a la
muerte. Todo lo contrario. Pues esta angustia no nace principalmente de uno mismo sino que atañe a los
que amamos, empezando por los hijos.

Así pues, es necesaria otra estrategia: la del heroísmo y la gloria que proporciona. He aquí la idea que
se esconde detrás de esta convicción singular: el héroe que lleva a cabo acciones impensables para los
simples mortales – como Aquiles, Ulises, Heracles, Jasón – escapa al olvido que normalmente engulle a
los hombres. Se aleja del mundo de lo efímero, de lo que no tiene más que un tiempo, para entrar en una
especie, si no de eternidad, a menos de perennidad que lo asemeja en cierto modo a los dioses. No hay
equivoco: esta gloria, en la cultura de los griegos no es equivalente de lo que hoy podríamos llamar
“notoriedad mediática”. Se trata de otra cosa, más profunda, que procede de esa convicción que
atraviesa toda la antigüedad según la cual los humanos están en competencia permanente no sólo con la
inmortalidad de los dioses, sino también con la de la naturaleza. Intentemos resumir en unas palabras el
razonamiento que sirve de base a este pensamiento crucial.

En primer lugar hay que recordar que, en la mitología, al principio, la naturaleza y los dioses son una sola
cosa. Gea por ejemplo, no es sólo la diosa de la tierra ni Urano el dios del cielo o Poseidón el del mar:
son la tierra, el cielo y el mar, y a los ojos de los griegos está claro que estos grandes elementos son
eternos al igual que los dioses que los personifican. Tratándose de la naturaleza, esta perennidad está,
además, prácticamente demostrada y se puede verificar experimentalmente. ¿Cómo se sabe? Al menos,
en un primera aproximación, mediante la simple observación. En efecto, todo en la naturaleza es cíclico.
Invariablemente, el día sucede a la noche, y la noche al día; el buen tiempo acaba siempre por llegar
después de la tormenta, como el verano después de la primavera y el otoño después del verano. Los
principales acontecimientos que marcan la vida del mundo natural evocan, por así decirlo, nuestros
recuerdos. Siempre van a volver a ocurrir, no los podemos olvidar. Por el contrario, en el mundo humano,
todo pasa, todo es perecedero, la muerte y el olvido terminan por llevárselo todo: las palabras que se
pronuncian así como las acciones que se llevan a cabo. Nada es duradero… ¡salvo la escritura! Así es,
los libros se conservan mejor que las palabras, mejor que los hechos y que los gestos y si, por sus
acciones heroicas, por la gloria que proporcionan, uno de los héroes – Aquiles, Heracles, Ulises u otro –
logra convertirse en el protagonista de una historia u de un relato literario, entonces sobrevivirá en cierto
modo a su desaparición, aun cuando no fuera más que por el recuerdo que permanece en nuestras
mentes.

Sin embargo, a pesar de la fuerza de convicción subyacente a esta apología de la gloria hecha perenne
mediante la escritura, la cuestión de la salvación – lo que nos puede salvar de la muerte o, al menos, de
los miedos que ella suscita – no está todavía zanjada.

De ahí el interrogante fundamental, el interrogante al cual es


preciso responder si queremos comprender al mismo tiempo el
sentido filosófico y el hilo conductor más profundo de los
mitos griegos: si la descendencia y el heroísmo, la filiación y
la gloria, no permiten afrontar la muerte con más serenidad,
si no proporcionan un acceso verdadero a la vida buena,
¿Hacia qué sabiduría dirigirse? Ésta es la cuestión más
importante, cuestión que la mitología va a legar, por así
decirlo, a la filosofía. En muchos de sus conceptos más
antiguos, y en el principio de su historia, la filosofía no
será más que una continuación de las ideas de la
mitología por otras vías: las de la razón. Unirá de manera indisoluble las nociones de “vida buena” y
sabiduría a la de una existencia reconciliada con el universo, con lo que los griegos denominan “el
cosmos”. La vida en armonía con el orden cósmico, he aquí la verdadera sabiduría, la vía autentica
de salvación en el sentido de lo que nos salva de los miedos y nos hace así ser más libres y
abiertos a los demás.

En la mayor parte de la tradición filosófica griega hay que imaginar el mundo antes que nada como un
orden magnífico a la vez que armonioso, justo, bello y bueno. Eso es exactamente lo que designa la
palabra cosmos. En opinión de los estoicos, por ejemplo, a los que con mucha razón se refiere el poeta
latino Ovidio en sus Metamorfosis (obra en la que reinterpreta los mitos que tratan del nacimiento de
mundo) el universo se asemeja a un organismo vivo magnífico. Para hacerse de una idea de ello,
puede comparársele casi enteramente con lo que un médico, fisiólogo o biólogo descubre cuando diseca
un conejo o un ratón. ¿Qué es lo que ve? En primer lugar, que cada órgano esta maravillosamente
adaptado a su función: ¿hay algo mejor que un ojo para ver, que los pulmones para oxigenar los
músculos, que el corazón para irrigarlos de sangre? Todos estos órganos son mil veces más ingeniosos,
más armoniosos y también más complejos que todas las maquinas concebidas por los hombres. Pero,
además, nuestro biólogo llega a otra conclusión: ve que el conjunto de esos órganos, que ya

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considerados por separado son asombrosos, forma un todo coherente, “lógico” – en el sentido de lo que
los filósofos estoicos denominaban el logos: el ordenamiento coherente del mundo y el discurso sobre él-
infinitamente superior a todas las invenciones humanas. Desde ese punto de vista, hay que reconocer
que la creación de un animal, siquiera el más humilde, una hormiga, un ratón o una rana, está todavía en
nuestros días fuera del alcance de nuestros laboratorios científicos más sofisticados.

La idea fundamental aquí es que en ese orden cósmico, que más adelante desvelará la teoría
filosófica– veremos cómo, según los grandes relatos mitológicos, Zeus acabará por imponer ese
orden en el transcurso de las guerras que deberá dirigir contra las fuerzas del caos – cada uno de
nosotros posee su sitio, su “lugar natural”. Desde ese punto de vista, la justicia y la sabiduría
consisten fundamentalmente en el esfuerzo que hacemos para acoplarnos en él. Debemos encontrar
nuestro lugar en la vida y retornar a él so pena de no estar en condiciones de cumplir nuestra misión en el
seno del universo y de ser entonces desgraciados: he aquí un mensaje que la filosofía griega, al menos
en su mayor parte, va a poder extraer de la mitología.

Detrás de esta voluntad de adaptarse al mundo, de encontrar su justo lugar en el seno de todo orden
cósmico, se esconde en realidad una idea más oculta que se acerca a nuestro interrogante sobre el
sentido de la vida de los mortales, de los que saben que van a morir: el mensaje consiste en pensar
que el cosmos es eterno. Una vez incorporado al cosmos, una vez que su vida entra en armonía con el
orden cósmico, el sabio comprende que nosotros, hombrecillos mortales, no somos en el fondo más que
un fragmento suyo, un átomo de eternidad, por así decirlo, un elemento de una totalidad que no podría
desaparecer, de modo que, en última instancia, la muerte deja de ser un problema para el sabio auténtico
porque ya no tiene nada verdaderamente real. O mejor dicho, no es más que el paso de un estado a otro,
un paso que como tal, no debe asustarnos más.

De ahí el hecho de que los filósofos griegos recomienden a sus discípulos que no se contenten con
palabras, que no se limiten a meros discursos abstractos, sino que practiquen concretamente ejercicios
que tiendan a ayudar a los mortales a liberarse de los miedos absurdos ligados a la muerte a fin de vivir
en “armonía con la armonía”, es decir, en consonancia con el cosmos.

Está claro que eso no es más que una formulación completamente abstracta y, por así decirlo, reducida
de esta sabiduría antigua. En la realidad de la vida humana, el trabajo que consiste en adaptarse al
mundo consta de múltiples facetas. Es un trabajo singular en todos los sentidos del término, una tarea
fuera de lo común: sólo los que aspiran a la sabiduría van a comprometerse, y ésta tarea al “común de
los mortales”, precisamente le es ajena. Pero también es una empresa singular en el sentido de que cada
uno de nosotros debe comprometerse por su propia cuenta y a su manera. Ninguno puede, en nuestro
lugar, recorrer el itinerario que conduce a vencer sus miedos para adaptarse al mundo y encontrar en él
su lugar. El objetivo último, formulado de manera general es la armonía, pero cada individuo debe buscar
su forma de conseguirla. Encontrar su senda, que no es la de los otros, puede por lo tanto constituir la
tarea de toda una vida.

La filosofía como pensamiento genérico

La filosofía, a un nivel muy básico, nos es algo


TEXTO 5: LOS ORÍGENES DEL
natural. Todo ser humano reflexiona sobre sus
PENSAMIENTO FILOSÓFICO.
experiencias, sobre su práctica, sobre lo que le
AUTOR: Rafael Echeverría
sucede en la vida. Pero puede hacerlo de dos
LIBRO: Por la senda del pensar ontológico.
maneras diferentes.

En una primera manera, puede reflexionar, por ejemplo, sobre el amor que siente por una determinada
persona o por el amor que en pasado sintió por otra. Puede reflexionar también sobre el amor que
percibe en una tercera persona. Todos estos ejemplos poseen un rasgo en común. Se trata de
reflexiones sobre situaciones particulares concretas. Pero a partir de ellas, puede entrar también en una
modalidad de pensar diferente y reflexionar sobre lo que es el amor en general.

Esta vez se despega del nivel particular concreto, se separa de las experiencias específicas anteriores y,
aunque ellas estarán posiblemente en el trasfondo de su reflexión, hace un salto y se concentra en el
amor como fenómeno general. En ese momento, aunque en forma embrionaria, se ha situado en el
umbral del quehacer filosófico.

Cuando en ese primer nivel hablo, por ejemplo, del amor, veo aparecer mi amor por Cristina, por Ana, por
Rosa, por Cecilia, etc. Cada uno de estos amores está definido por sus propias particularidades. Sin
embargo, cuando paso al segundo nivel de reflexión, todas estas particularidades parecieran replegarse,
todas ellas parecieran ahora converger al interior de un mismo y sólo fenómeno: el amor. De la
multiplicidad de esas experiencias he transitado ahora al amor concebido como unidad.

Este es el rasgo fundamental del pensar filosófico. El


pensamiento filosófico es un tipo de pensamiento que
acomete esa operación reductiva, a través de la cual

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podemos ahora pensar la diversidad, la multiplicidad, como unidad. A través de la filosofía evitamos
quedar atrapados en la particularidad de las experiencias concretas. Situados en ese camino es frecuente
que primero pensemos esas experiencias como generalidad. Sin embargo, la generalidad no nos
garantiza todavía el acceso a la unidad. Se trata tan sólo de un primer paso hacia ella. Al nivel de lo
general la unidad sólo se expresa parcialmente. Se manifiesta como aquellos rasgos que las
instancias diversas poseen en común y, por lo tanto, todavía predomina en este nivel la
diversidad. Para acceder a la unidad es necesario dar un salto y despegarnos de la diversidad. La
unidad instituye un principio diferente de organización del fenómeno al que éste, en su diversidad, ahora
pareciera subordinarse.

Recapitulando, sostenemos que lo central del pensamiento filosófico es el hecho de que se trata de un
pensar «genérico». Cada vez que pensamos genéricamente estamos en la senda que nos conduce al
quehacer filosófico. Y este camino se basa en una operación de recurrencia ordinaria, que hacemos
prácticamente todos los días. Reiteramos lo que dijimos al inicio: la filosofía se basa en una operación
ordinaria que todos los seres humanos realizamos frecuentemente. Todo ser humano, por lo tanto,
participa del trasfondo del que nace el quehacer filosófico. Lo que se propone este libro es permitirnos
desarrollar en mayor plenitud una capacidad que poseemos y practicamos.

Los orígenes de la filosofía

Es habitual escuchar decir que la filosofía nació en la antigua Grecia. En un determinado momento, en las
colonias griegas de Asia Menor, surgieron algunos hombres que se hicieron una pregunta que obligaba a
efectuar ese tránsito de la multiplicidad a la unidad. Fue la pregunta por lo que ellos llamaron el arché, el
principio conductor de todas las cosas. Se trataba de encontrar aquel elemento al que todas las
cosas podían ser reducidas, aquel elemento que se encontraba en el origen de todas ellas, aquel
elemento que también conducía su desarrollo.

A partir de esta pregunta nace la filosofía por cuanto con ella nace esta operación que inaugura el
pensamiento genérico. El pensamiento mitológico anterior, era un pensamiento por naturaleza
concreto, que remitía siempre a situaciones particulares. Los griegos logran elevarse por sobre el
carácter particular y concreto del pensamiento mitológico y comienzan a hablar en términos genéricos de
una manera que no tenía precedentes.

De la apertura del continente filosófico, como veremos más adelante,


nacerá casi simultáneamente un hijo ilustre: el pensamiento
científico. El pensamiento científico es hijo del pensamiento filosófico.
Se trata de un tipo de pensamiento genérico que produce la propia
filosofía y que terminará por someterse a ciertos criterios particulares
que terminarán por diferenciarlo del resto del pensamiento filosófico.
Ello conducirá a algunos a separar filosofía y ciencia. Desde nuestra
perspectiva esa separación no es radical. La ciencia ocupa un espacio
en el amplio ámbito del pensamiento genérico y, como tal, es una
forma particular del quehacer filosófico, aunque sus diferencias y
antagonismos con otras modalidades de hacer filosofía devengan muy
marcadas.

La encrucijada ontológica

Una vez que hemos entendido que la operación filosófica se caracteriza por el tránsito de la multiplicidad
a la unidad, nos enfrentamos a un problema. Éste se refiere a la dirección que debe seguir ese
tránsito o, dicho en otras palabras, en definir dónde cabe encontrar la buscada unidad. Se trata,
de alguna forma, de determinar el criterio último de realidad que sostiene la multiplicidad de las
cosas. Este problema lo llamamos la “encrucijada ontológica”.

El camino que adoptemos define nuestra opción ontológica. No es posible hacer filosofía sin seleccionar,
de manera implícita o explícita, una determinada opción ontológica. Sostenemos que hay sólo tres
posturas ontológicas básicas, tres alternativas de dirección. Curiosamente, las tres opciones fueron
exploradas por los antiguos filósofos griegos. Desde entonces, no hemos encontrado que existan otras.
Esto es lo que le permite sostener a Nietzsche el carácter arquetípico del pensamiento filosófico griego.
De alguna manera, ellos marcaron a grandes trazos el conjunto del territorio filosófico y todo el desarrollo
posterior de la filosofía se realizará al interior de este territorio ya demarcado.

Estos tres caminos son el camino físico o de la naturaleza, el camino que se dirige a un espacio que
está más allá (meta, en griego) del mundo físico o natural y que llamamos el camino de la metafísica y,
por último, el camino que le asigna a los seres humanos el ser ellos los que confieren la unidad y que
llamaremos el camino antropológico. Las tres posturas ontológicas básicas son, por lo tanto, la física, la
metafísica y la antropológica.

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Los primeros filósofos que siguen la opción ontológica física son los llamados filósofos presocráticos
que buscaban dentro de la naturaleza el arché, o principio de todas las cosas. Ellos son los que dan
nacimiento a la filosofía y, al hacerlo, colocan también la semilla de lo que será posteriormente el
pensamiento científico. Lo característico de éste último tipo de pensamiento, el científico, es la sujeción a
la norma de que las explicaciones genéricas de los fenómenos naturales debe realizarse acudiendo sólo
a los propios fenómenos naturales.

En la medida que las explicaciones acudan a algo que


trascienda los fenómenos de la naturaleza, tal pensamiento
pudiendo seguir siendo filosófico, deja de ser científico. Dentro
de los filósofos presocráticos, se iniciará un particular
desarrollo que, apoyándose en lo que planteara Parménides,
conducirá, pasando por Sócrates, al desarrollo de una opción
ontológica diferente: la opción metafísica. Ésta opción, sin
embargo, sólo se consolida con Platón y Aristóteles. Con
ellos dos se sostiene, con toda claridad, que la unidad de la
multiplicidad de los fenómenos remite a un dominio que
trasciende la naturaleza, dominio al que sólo el pensamiento
filosófico nos puede conducir y donde nos encontramos con el
ser de las cosas y sus esencias últimas. Ésta es la realidad
última de todas las cosas. Ellas, en su apariencia diversa y cambiable, no son sino expresiones de este
nivel de realidad trascendente. Esta es la postura básica de la ontología metafísica.

Uno de los rasgos destacados de la opción metafísica es el cuestionamiento del estatuto de realidad
del mundo sensorial. Este, pasa a ser concebido como ilusión, sombra o mera apariencia. Con ello se
inicia inevitablemente un proceso de creciente divorcio entre el sentido común y este tipo de pensamiento
filosófico, el cual comienza a convertirse en un dominio restrictivo para iniciados en la práctica intelectual
de la filosofía. A partir de ese momento, la vida cotidiana toma un camino y la filosofía toma otro.

Pero se desarrollará también en Grecia una tercera opción, la opción ontológica antropológica. Ella
será defendida por un movimiento filosófico que se desarrolla en el siglo V a.C., conocido como el
movimiento sofista. Los sofistas diferían tanto de los filósofos físicos como de los metafísicos que se
desarrollan con cierta posterioridad. Su principal objetivo no era descubrir el arché, ni acceder al ser
de las cosas, sino enseñarle a la juventud las virtudes que les permitirían llegar a ser buenos y
efectivos ciudadanos, lo que los griegos caracterizaban con el nombre de areté. De alguna forma, ellos
fueron los primeros maestros profesionales, al interior de la modalidad que hoy asumen los maestros;
seres que practicaban libremente la enseñanza, para lo cual solían viajar de una ciudad a otra.

La opción antropológica será articulada con gran claridad por uno de los más destacados sofistas:
Protágoras. Éste sostiene que «el hombre es la medida de todas las cosas». Es interesante tomar en
cuenta que la discusión del arché, que desplegaran los filósofos naturales o físicos, se identificaba
muchas veces con el afán de determinar la medida de las cosas. Esa connotación la vemos presente, por
ejemplo, en Heráclito que, reivindicando el papel del logos, lo concebía no sólo como principio rector de
todas las cosas, sino también como razón, ley o medida.

Para los sofistas, la unidad no debemos buscarla en la naturaleza, ni fuera de ella. La unidad es algo que
los seres humanos le confieren a las cosas. Será a partir del legado de los primeros filósofos físicos que
se desarrollará la opción antropológica, de la misma manera como dentro de ellos, a través de
Parménides, se desarrollaría más adelante la opción metafísica. Tal como Parménides representará
dentro de los filósofos naturales un antecedente importante para la opción ontológica metafísica,
Heráclito representará un antecedente importante para la opción ontológica antropológica. No en vano
Heráclito nos señala que no se ha limitado a indagar en torno a los fenómenos de la naturaleza, sino que
nos advierte que lo ha hecho también al interior de su propia naturaleza. Para Heráclito, la naturaleza
incluye a los seres humanos. Al concebirlo así, postula un estrecho vínculo entre las opciones física y
antropológica, que será determinante siglos más tarde.

El contexto del nacimiento de la filosofía

El carácter de la filosofía en la Grecia clásica Resulta interesante


examinar el papel que asumía la filosofía en la Grecia antigua.
Éste difiere muy radicalmente del papel que ella asume
posteriormente. Algunos rasgos importantes merecen ser
destacados. El primero, y quizás más notable, es el hecho de
que la filosofía no fue concebida inicialmente como una actividad
propiamente académica, en el sentido que hoy le conferimos a
este término. La filosofía era considerada como una reflexión
al servicio de una vocación que nos conducía a vivir mejor.

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La filosofía era entendida como una forma de vida. El principal sentido para hacer filosofía era el
de aprender a vivir mejor.

Lo anterior está ligado al hecho de que la filosofía es una actividad de la calle. Ella se realiza en la
plaza, donde los ciudadanos se congregan para conversar y debatir sobre distintos temas que les
inquietan. En algunas ocasiones la filosofía es llevada a las casas, donde se reúnen aquellos que están
interesados en discutir sobre una temática particular. Pero se trata, por lo general, de una actividad
pública, abierta a todos los ciudadanos.

Será a partir de la emergencia de la opción metafísica, con Platón y Aristóteles, que la filosofía inicia su
enclaustramiento y se comienza a academizar. Había un antecedente para ello. Antes de los metafísicos,
Pitágoras había creado con sus seguidores una suerte de secta secreta. El carácter público del quehacer
filosófico es puesto en cuestión por los pitagóricos, que se concentran el Sur de Italia, lejos de Atenas.
Esta experiencia tiene una importante influencia en Platón, quien, invocando a Pitágoras, crea la
Academia y advierte en su puerta que sólo pueden entrar en ella los que sepan geometría. Con ello se
excluye del quehacer filosófico a buena parte de los ciudadanos. Más adelante, Aristóteles creará el
Liceo, otra modalidad de filosofía enclaustrada.

Pero el enclaustramiento del quehacer filosófico será por mucho tiempo un fenómeno aislado. Los
estoicos, por ejemplo, cuya influencia filosófica se extiende en el tiempo, más allá de Platón y
Aristóteles, se instalaban en un lugar del ágora (la plaza) ateniense, donde había un corredor
conformado por columnas (stoa) bordeando una muralla con frescos de la batalla de Maratón. Epicuro
optaba por algo diferente e invitaba a filosofar en un jardín. Con excepción de los claustros metafísicos,
gran parte del quehacer filosófico se seguía realizando en espacios públicos o semipúblicos abiertos.

Otro aspecto importante de la filosofía clásica era su estrecho vínculo con el ciudadano de la polis.
Ello se expresa de múltiples maneras. Una de ellas es la frecuente invitación que la ciudad le hace a los
filósofos para que sean éstos quienes redacten sus leyes. Esto sucedió desde los tiempos de los más
antiguos filósofos presocráticos. En el caso de los sofistas el vínculo era todavía más estrecho. Su
filosofía estaba explícitamente dirigida a formar a los ciudadanos en la excelencia (areté). Lo mismo
sucedía con Sócrates, cuya filosofía gira alrededor de importantes virtudes ciudadanas. La relación de
éste con su ciudad es muy estrecha. No olvidemos que Sócrates, rechaza el consejo de sus discípulos de
que se fugara para eludir la condena a muerte que se le había impuesto, por considerar que ello
contravenía las leyes de la ciudad bajo las cuales él se había formado y que en todo momento había
procurado servir.

Esta misma relación entre la filosofía y la polis podemos reconocerla en Platón, quién concibe la
culminación de su filosofía con una reflexión sobre la República y sus leyes. En el caso de Aristóteles,
este vínculo de la filosofía con la ciudad se manifiesta en su concepción de ser humano como «ser
político» (zoonpolitikon). De allí que no resulte extraño que Aristóteles dedicara importantes años de su
vida a formar a Alejandro, futuro soberano de Macedonia.

La crisis de las ciudades – estado griega y las nuevas filosofías helenísticas

La crisis de la polis griega Bajo el gran


imperio de Alejandro, la polis griega pierde
su papel integrador y ordenador que la había
caracterizado en el pasado. Se crea un nuevo
orden político que cubre un amplio territorio
geográfico, abarcando no sólo todo el
Mediterráneo, sino que integrando a egipcios,
a persas, a todo el Medio Oriente y llegando
incluso hasta la India. Una gran parte del
mundo se heleniza. Pero así como la
influencia de la cultura griega llega a casi
todos los rincones de ese mundo, ésta recibe
a su vez la influencia de muy diversas
culturas. Ello produce una polinización cultural cruzada que resultará particularmente fértil.

La crisis de la polis produce varios fenómenos interesantes. La ciudad deja de servir de referente, capaz
de conferirle sentido a la vida de los individuos, como acontecía en el pasado. Ello impulsa a los
individuos a volcarse al interior de ellos mismos. Por otro lado, faltando el referente que era la polis,
surge, a nivel político, un fuerte sentido de cosmopolitismo. Los individuos se conciben ahora como
ciudadanos del mundo. A un nivel intelectual, se produce un gran impulso para pensar genéricamente
al ser humano. Las distinciones, tan importantes en el pasado, entre griegos y bárbaros, entre hombres
libres y esclavos (de las que el propio Aristóteles no pudiera sustraerse), pierden la fuerza de antaño. Se
produce, por lo tanto, un interesante proceso generalizador desde la propia práctica.

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En ese contexto, la opción metafísica
encuentra dificultades para desarrollarse. Las
corrientes filosóficas que adquieren mayor
fuerza durante este período serán bastante
más afines a la opción ontológica
antropológica. Las grandes corrientes
filosóficas del mundo helenístico serán las de
los estoicos, los epicúreos, los cínicos y los
escépticos. La reflexión filosófica sobre la vida
adquiere en todos ellos un papel central. Propio
de estas corrientes será su anti-dogmatismo.
Todo dogmatismo se suele estructurar
alrededor de la noción de orden y el mundo de ese período es, por sobretodo, diverso y muy poco
ordenado desde una perspectiva de unidad cultural.

La influencia de las corrientes filosóficas del mundo helenístico se extenderá al mundo romano posterior,
el que será también muy poco afín a la sensibilidad metafísica. Roma privilegia los problemas más
concretos relacionados con la preservación de orden social complejo, tanto en el período de la República
como en la primera fase del Imperio. El caso de Roma posee algunos rasgos curiosos. El sistema romano
afirma con mucha fuerza la importancia de un determinado orden político. Sin embargo, ese orden
político logra convivir con una gran diversidad cultural. No existirá de parte de los romanos un intento de
homogenizar culturalmente los diversos territorios que se encuentran bajo su dominio. El pensamiento
metafísico queda recluido a los claustros metafísicos y de manera muy especial a la Academia
originalmente fundada por Platón en Atenas. La filosofía metafísica, sin desaparecer, tiende a asumir una
orientación cada vez más mística, llegando incluso a acercarse a un tipo de sensibilidad que provenía de
los diversos cultos de misterio que entonces prevalecían, como eran los de Eleusis (que giran alrededor
del culto de la diosa Démeter), la Cibele, Isis y Mitra, entre otros. La figura filosófica de Plotino es
expresiva del desarrollo que entonces manifiesta el pensamiento metafísico.

La hegemonía metafísica a partir del desarrollo del cristianismo eclesial en la Edad Media

Desde el punto de vista de la historia de la cultura, el año 529 será el que mejor expresa el paso de la
Antigüedad a la Edad Media. En ese año el emperador cristiano Justiniano decreta el cierre de la
Academia platónica en Atenas. Ese mismo año, curiosamente, San Benedicto funda el primer convento
benedictino de Monte Cassino, en el camino de Roma a Nápoles. Con ello, se sustituye un claustro
pagano por un claustro cristiano. Atenas deja de ser la capital de la filosofía. Roma, sede principal
del cristianismo, se convierte ahora progresivamente en el centro de la reflexión medieval.

Desde hacía ya más de cien años, el cristianismo buscaba apoyarse en la metafísica griega para
conferirle un mayor sustento conceptual a su doctrina. Ello se había acentuado luego del triunfo, que en
el siglo IV, habían logrado al interior del cristianismo las corrientes dogmáticas y eclesiales, permitiéndole
a éste convertirse en la religión oficial del Imperio.

Como podemos reconocerlo a posteriori, la opción filosófica metafísica y el cristianismo eclesial


tenían importantes afinidades.

Ambos ponían en cuestión este mundo, el mundo sensorial en el que desarrollamos la vida, y
proclamaban la existencia de un mundo trascendente, reivindicándolo como el mundo real y verdadero.
Ambos mostraban un desprecio equivalente hacia aspectos inherentes de la existencia humana como lo
eran las pasiones humanas (el mundo emocional) y el propio cuerpo humano.

Ambos proclamaban que la verdad era una, como era uno el Dios que se adoraba.

Ambos partían un marcado desprecio por la vida concreta de los seres humanos, vida que, sostenían,
debía someterse a los criterios de otra vida que nos esperaba en el más allá, en una meta-vida.

Ambos trazan una clara línea de demarcación entre dos tipos muy diferente de individuos. Para los
metafísicos, entre los filósofos iniciados en la verdad y el resto de los seres humanos. Para los
cristianos eclesiales, entre los sacerdotes y sus fieles, entre el pastor y su rebaño.

La obra de Agustín había sido una de las primeras que había buscado integrar, ya desde fines del siglo
IV, la metafísica de Platón con la doctrina cristiana. Platón había culminado su labor filosófica escribiendo
La República, obra donde nos entrega una reflexión sobre cómo organizar y perfeccionar el ordenamiento
de la ciudad. Para el espíritu griego, la polis, como hemos visto, representaba el referente fundamental de
la existencia humana. Llegar a ser un ser humano ejemplar era equivalente para los griegos clásicos con
devenir un ciudadano ejemplar. Establecer los criterios que aseguraran la mejor forma de organización de
la vida ciudadana representaba por lo tanto un objetivo de la mayor importancia para Platón.

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Agustín vive en una época diferente en la que la polis había entrado
en crisis. Su orientación recogía, de la misma forma, la profunda
influencia humanista que se desarrollara durante el helenismo. El
mundo de las formas que Platón postulaba, oponiéndolo al
mundo de las apariencias concretas, encontraba en Agustín una
simetría con su visión cristiana que separaba, de igual manera,
la vida histórica, concreta, de los seres humanos de la vida
celestial más allá de la muerte. Agustín acepta que la polis
histórica y el ideal de la república de Platón están en crisis y no son
capaces de proveer el sentido de orientación que previamente
proporcionaban. Sin embargo, en el otro mundo, sostiene Agustín,
se levanta otra ciudad que sí provee las condiciones para hacer de
referente en nuestras vidas: la ciudad de Dios, una polis metafísica,
en el reino trascendente del más allá. Su visión representa el primer
intento de importancia por fusionar la perspectiva metafísica con el
cristianismo.

El segundo gran intento es


aquel que, en el siglo XIII,
realiza Tomás de Aquino. Éste se había formado precisamente en
el convento benedictino de Monte Cassino, fundado en 529, año en
el que Justiniano había decretado el cierre de la Academia en
Atenas, en un esfuerzo por acabar con la influencia filosófica
pagana de los griegos. Paradojalmente será en ese mismo
convento donde, siete siglos más tarde, renacerá con gran vigor el
espíritu metafísico que el emperador había buscado entonces
exterminar. La metafísica pagana lograba sin embargo sobrevivir,
transmutándose en metafísica cristiana.

La obra de Tomás de Aquino será muy diferente de la de Agustín.


El espíritu humanista de éste último, heredado del helenismo, ya no
está presente de la misma manera en Tomás. Esto facilita una
integración más profunda entre el espíritu metafísico y el
cristianismo. Sin embargo, a diferencia de lo que aconteciera con
Agustín, que buscara apoyo en Platón, Tomás se apoya en
Aristóteles. Su propuesta se articula en la doctrina escolástica, la
que se apoderará muy pronto del corazón teológico de la Iglesia.
Con ello se sella una alianza entre metafísica y cristianismo que, sin estar ajena a importantes
variaciones posteriores, se mantiene hasta nuestros días.

Esta alianza no fue trivial. La Iglesia representaba entonces el centro intelectual del mundo occidental
cristiano. Más allá de la Iglesia, no había en el Medioevo otras instituciones realmente significativas en
las que se desarrollara pensamiento. Lo fundamental del pensamiento occidental, dentro del mundo
cristiano, provenía de la Iglesia. Si bien estaban comenzando a nacer las primeras universidades
europeas, ellas lo hacían fuertemente vinculadas a la propia Iglesia. En la Edad Media, por lo tanto,
primero a través de Agustín y luego a través de Tomás, se integran el cristianismo y la perspectiva
metafísica, constituyendo un eje hegemónico que dominará por siglos el espacio cultural del mundo
occidental al punto de convertirse en el sustrato más profundo de nuestro sentido común. La mirada
metafísica deja de ser privativa de los filósofos o teólogos. Todos, de una u otra forma, devinimos
metafísicos. Los presupuestos de la metafísica se convirtieron en una suerte de «segunda
naturaleza» de los hombres y mujeres del mundo occidental, aunque no seamos claramente
conscientes de ello.

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