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JAVIER CERCAS. PALOS DE CIEGO.

JAVIER CERCAS. 28/11/2010. Diario “El País”.

Puede que yo esté equivocado, pero me da la impresión de que a veces los


argentinos no saben qué hacer con Borges. Si bien se mira, es natural: al fin y
al cabo Borges es, según todos los indicios, el mayor escritor en español desde
Cervantes (o desde Quevedo), y durante siglos los españoles no supimos qué
hacer con Cervantes, ignorancia que aprovecharon los ingleses para fundar,
siguiendo a Cervantes, la novela moderna, y de paso la más sólida tradición de
la narrativa occidental. Dirán ustedes que Borges no pertenece en rigor a la
literatura argentina, ni siquiera a la literatura escrita en español, sino a la
literatura universal; es verdad, pero me temo que un escritor argentino
respondería que eso es muy fácil decirlo cuando uno no es argentino y no
padece el hecho de que Borges sea, como dice Damián Tabarovsky en
Literatura de izquierda –uno de los más interesantes ensayos literarios escritos
en español que he leído en los últimos tiempos–, “el gran fantasma de la
literatura nacional”. O dicho de otro modo: Borges es a la literatura argentina
lo que el padre de Hamlet a Hamlet. La anécdota es celebérrima; en 1963,
cuando regresaba a Europa tras un exilio de 25 años en Buenos Aires, Witold
Gombrowicz dio un único consejo a sus colegas argentinos: “Maten a
Borges”. El consejo de Gombrowicz fue escuchado, porque a eso, a tratar de
matar al padre o al fantasma del padre, parecieron consagrarse en los años
siguientes muchos de los mejores escritores argentinos, desde Sábato y
Cortázar –que tuvo que marcharse a París para librarse de Borges–, hasta
Manuel Puig, Osvaldo Lamborghini, Fogwill y, en parte, César Aira,
convertidos todos ellos, como dice asimismo Tabarovsky, en “máquinas de
guerra antiborgeanas”. El fruto de esa guerra fue alguna vez estridente y
efectista, casi siempre considerable y en ocasiones glorioso, pero solo como es
glorioso un fracaso glorioso. Porque lo cierto es que ahora mismo, en la
Argentina y fuera de la Argentina, en el español y fuera del español, Borges o
el fantasma de Borges está más vivo que nunca.
Pero en la Argentina –un país quizá demasiado pequeño para un escritor quizá
demasiado grande– los escritores continúan intentando matar a Borges. El
penúltimo que parece intentarlo es Pablo Kachadjian en El Aleph engordado
(IAP, 2009). La operación que propone Kachadjian es ingeniosa; se trata de
tomar el texto de El Aleph –ese cuento en que Borges cuenta la historia
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prodigiosa de un punto que contiene el universo– y de injertarle, mediante una


delicadísima cirugía, frases del propio Kachadjian, de tal manera que, si el
texto de Borges tiene aproximadamente 4.000 palabras, el texto de Kachadjian
tiene más de 9.600. El resultado del experimento es a la vez brillante e
inevitable: brillante porque el cuento de Kachadjian es y no es el de Borges, y
porque hay momentos en que Kachadjian consigue el milagro de que, incluso
quienes conocemos de memoria el cuento de Borges, lleguemos a dudar de
qué es de quién; inevitable porque en definitiva el juego que propone
Kachadjian es un juego borgeano, en el que Kachadjian se disfraza de un
avatar de Pierre Menard, ese escritor francés inventado por Borges que en la
primera mitad del siglo XX, copiando palabra por palabra un fragmento del
Quijote, escribió un Quijote que es y no es el Quijote. En suma: lo que en
principio parecía un intento de matar a Borges es en realidad un homenaje a
Borges.
No es fácil matar a Borges. Ahora bien, ¿es necesario? Por supuesto que sí. El
problema es que no basta con eso. “I maestri si mangiano in salsa piccante”,
dice un personaje de Passolini en Ucellaci e ucellini. Y esa es la cuestión; no
basta con matar a los maestros: hay que desplumarlos, quitarles la piel,
abrirlos en canal, descuartizarlos, salpimentarlos, guisarlos a fuego lento y
servirlos en salsa picante. Es un trabajo cruel y complejísimo, pero respetuoso:
la gratitud con el maestro devorado es esencial; también es un trabajo discreto:
solo los memos carentes por completo de ambición entienden el combate
como un vocinglero “Quítate-tú-paque-me-ponga-yo”. Y hay que saborear
bien. Y hay que digerir bien. Eso es lo que a mi juicio hay que hacer con los
maestros: asimilarlos para que, tanto al menos como en ellos mismos,
sobrevivan en nosotros, convertidos en carne de nuestra carne. Eso es lo que
hizo Cervantes con sus maestros y eso es lo que los novelistas ingleses
hicieron con Cervantes; eso es lo que hizo Borges con sus maestros y eso es lo
que, seamos o no argentinos, hay que hacer con Borges. No digo que sea fácil,
insisto: digo que es indispensable. Algunos, incluso en nuestra lengua –de
García Márquez a Bolaño–, ya lo han hecho. Algunos, incluso en la Argentina,
ya lo hicieron: el primero, Adolfo Bioy Casares. Borges no es un fantasma; es
solo un banquete: no hay que dejar ni los huesos.

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