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En cualquier momento de nuestra vida puede ocurrir un suceso inesperado que interpretamos
como peligroso, amenazador o perjudicial y provocar un ataque de ansiedad: taquicardia,
palpitaciones, opresión en el pecho, falta de aire, sensación de mareo e inestabilidad,
temblores, sudoración, “nudo” en el estómago, náuseas, sequedad de boca, etc. En la mayoría
de los casos esta reacción psicosomática está justificada, es la respuesta natural y adaptativa
de nuestro organismo ante un peligro.
Pero, en ocasiones, nos encontramos ante un suceso que tiene lugar dentro de la normalidad
de la vida cotidiana y que, de forma repentina y sin razón aparente (no presenta peligro o
amenaza), produce un fuerte impacto emocional y un ataque desmedido de ansiedad que no
puede achacarse a ninguna causa específica (a diferencia de las fobias en las que el ataque de
ansiedad surge al presentarse el estímulo que la activa, o en el estrés postraumático cuando
algún hecho del entorno le hace recordar a la persona el suceso traumático sufrido). Instantes
después reaccionamos y nos preguntamos el porqué de este impacto y nos damos cuenta que,
aunque el suceso podía tener alguna connotación perturbadora, no encontramos una razón que
justifique la respuesta fisiológica tan intensa que se ha desencadenado y llegamos al
convencimiento de que no debía haberse activado la alarma emocional, o al menos, no tan
intensamente.
¿Por qué se da este fenómeno? ¿Por qué un suceso aparentemente intrascendente genera
una reacción fisiológica con la intensidad que lo haría uno con mayor carga emocional?
Un ejemplo típico de este fenómeno se observa cuando nuestra intervención en algún suceso
no ha sido muy acertada, o bien cuando nos relacionamos con una persona, ya sea durante una
conversación o en una relación espontánea y accidental, y ésta emite un comentario negativo,
un reproche, una llamada de atención sobre la conducta realizada, una crítica negativa, etc.
hacia nosotros y, en esos momentos, percibimos un ataque de ansiedad provocado por la
activación de alguna emoción negativa.
En estos supuestos, aunque pueden activarse diversas emociones, las más significativas son
las llamadas emociones autoconscientes o autoevaluativas: la vergüenza, la culpa y el
orgullo, que suelen ir asociadas a otras como el miedo, la ira o el asco. Aunque el orgullo es
normalmente una emoción positiva (satisfacción por haber conseguido algo importante), a
veces puede aparecer como negativa (soberbia, altanería, endiosamiento, altivez,
engreimiento, egolatría, narcisismo, etc.). Estas emociones surgen cuando se produce una
valoración positiva o negativa de la persona en relación con una serie de criterios acerca de lo
que constituye una actuación adecuada en diversos ámbitos, y tienen en común que la
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intensidad que presentan no es congruente con las características negativas que podían
atribuirse al suceso mismo.
La causa de la reacción ansiógena que subyace en estos supuestos es la que los vincula a la
autopercepción y valoración del Yo psicológico de la persona que se ha visto amenazado o
perjudicado por el suceso ocurrido: pérdida de autoestima, sentimiento de culpa, sentido de la
responsabilidad, ataque a las creencias y valores vitales como la libertad, la confianza, la
justicia, el respeto, etc. Tiene que ver por tanto con la vulnerabilidad de la persona ante un
determinado estímulo del entorno que afecta negativamente a algunas creencias muy
arraigadas: “tengo que hacerlo todo bien”, “la opinión de los demás es importante para mí”,
“es injusto lo que me está pasando”, “debo asumir mis responsabilidades”, “no pueden
tratarme así”, etc.
El origen de esta vulnerabilidad específica que “se despierta” de forma súbita e injustificada
ante el suceso ocurrido puede estar relacionado con la asociación del suceso actual con uno
pasado, esto es, la causa del ataque de ansiedad no sería el suceso actual en sí, sino su relación
con alguna experiencia negativa del pasado con el que éste se relaciona. Por tanto, debe existir
en el suceso producido “algo” (una especie de señal o marcador) relacionado con el Yo y
guardado en la memoria autobiográfica que ha desencadenado la alteración emocional sufrida.
Las experiencias se almacenan y contienen etiquetas que las identifican y sirven para
recordarlas (activan la red neuronal que la representa), por lo que puede que este suceso actual
haya presentado alguna de estas etiquetas provocando la activación del sistema emocional. En
este sentido, hay que tener en cuenta que las emociones autoevaluativas tienen como
antecedente algún tipo de juicio de la persona sobre sus propias acciones, esto es, hacemos
una valoración negativa sobre algún aspecto personal o propio, alguna acción que hemos
realizado. Y esta autoevaluación no tiene por qué ser ni consciente ni explicita, no tenemos
necesariamente que darnos cuenta de que está ocurriendo.
En este caso podría hablarse de un proceso de aprendizaje en el que la persona “aprende” esta
respuesta emocional asociando ambos sucesos a través de la etiqueta o marcador común, y
reaccionará así de forma automática en otras situaciones similares. Se trataría de una especie
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de aprendizaje condicionado (el condicionamiento pavloviano es una forma básica de
aprendizaje que se basa en la asociación de respuestas emocionales a situaciones nuevas). Una
de las características más importantes de este tipo de aprendizaje es que implica respuestas
automáticas o reflejas, no conductas voluntarias (la ansiedad asociada a un estimulo natural
que generó temor, por ejemplo un accidente, es transferida a otro estimulo por
condicionamiento. Además, existe evidencia a favor de las experiencias directas de
condicionamiento, especialmente para la agorafobia y la claustrofobia, que se originan
frecuentemente por experiencias traumáticas pasadas).
Según lo anterior, puede decirse que la vergüenza, la culpa o el orgullo herido experimentados
ahora, estarían condicionados por un suceso preexistente. Está demostrado que las
experiencias vitales que generan fenómenos mentales (percepciones, pensamientos,
emociones, sentimientos, intenciones, etc.) dejan una huella en nuestro sistema de redes
neuronales, es decir, existe un correlato fisiológico de la vivencia y, además, que las
experiencias similares se interconectan, de forma que estas huellas pueden reactivarse cuando
la experiencia actual se parece a la original, aunque la similitud no sea completa (motivo por
el cual parte de la preocupación actual es el recuerdo de momentos previos).
Un rasgo que acompaña a este fenómeno es que, a pesar de estar convencidos de la poca
importancia del suceso, no podemos detener voluntariamente la intensa activación emocional
producida. Seguimos sintiéndonos mal, los síntomas físicos desagradables no desaparecen y el
recuerdo del suceso se convierte en un pensamiento perturbador que se inmiscuye en la
realidad del momento presente interfiriendo en nuestra atención sobre lo que hacemos, vemos
u oímos (afecta al contenido de la memoria operativa o de trabajo y no nos deja concentrarnos
en lo que estamos haciendo: estudiando, trabajando, conversando, observando un paisaje, una
película, etc.) debido a que se produce en nuestro estado de consciencia una superposición
entre la representación de la realidad externa que percibimos en cada momento con nuestros
sentidos y la del pensamiento perturbador sobre el hecho ocurrido (realidad interna que pugna
por dominar a la externa) provocando así el estado mental de confusión y nebulosidad mental
que tanto nos molesta. Hay que tener en cuenta que el sistema emocional está diseñado para
procesar la información, evaluarla y formular una respuesta de forma rápida dada la situación
amenazante, dando preferencia a hacerle frente a la situación sobre otras tareas menos
urgentes, por eso se inmiscuye en los pensamientos y acciones normales como un
pensamiento recurrente y dominante para evitar que nos distraigamos y nos centremos en lo
que nos amenaza.
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experimentadas, lo que puede interpretarse como una evidencia de que existe un
procesamiento emocional precognitivo. La memoria emocional primigenia se almacena en la
amígdala y posee un enorme valor adaptativo. La función de este complejo amigdalino en
relación a este fenómeno es:
La actuación debe dirigirse en primer lugar a reducir la ansiedad mediante alguna de las
técnicas de relajación. Hay que comprender y aceptar que el primer impacto emocional no lo
podemos evitar ya que se origina en la rama simpática del sistema nervioso autónomo y no
podemos actuar sobre ella mediante la voluntad (la mayor parte de la actividad emocional del
cerebro se produce de manera no volitiva). En condiciones normales, si evitamos pensar en el
suceso, la alteración emocional irá disminuyendo con el paso del tiempo (salvo que pensemos
en ello constantemente y se convierta en un pensamiento recurrente que mantendrá activado el
sistema emocional). Para ello es aconsejable centrar el foco de nuestra atención en otras
cosas, así evitaremos el pensamiento perturbador (siguiendo el método del psicólogo W.
Mischel de “asignación estratégica de la atención” como técnica de autocontrol). Cuanto
menos tiempo permanezca el pensamiento en la memoria, menos interferirá en nuestra
cotidianidad y poco a poco se irán diluyendo los efectos psicosomáticos desagradables.
Una cuestión a tener en cuenta es que en personas con un temperamento fácilmente excitable
la emoción activada por el suceso suele ir acompañada de la ira, hostilidad o indignación y
generar una respuesta automática de “contraataque” hacia la persona que “aparentemente” ha
atacado a su Yo Psicológico, dando lugar a situaciones conflictivas que empeoran la situación.
En estos casos la persona debería aprender a reprimir el impulso de reacción violenta hacia el
otro mediante técnicas de autocontrol.
No obstante, apartar el pensamiento puede ser una solución rápida y eficaz para el momento,
pero la hipersensibilidad adquirida del sistema emocional ante estos estímulos perturbadores
persistirá para situaciones futuras. Por eso sería interesante identificar qué emoción sentimos
y descubrir cuál es el factor del Yo psicológico que se ha vulnerado en el suceso (autoestima,
sentimiento de culpa o responsabilidad, creencias personales, etc.). Después habrá que
averiguar qué suceso de nuestra vida supuso en aquel momento un impacto emocional muy
grande y estableció las conexiones neuronales que se activan ahora en sucesos parecidos. En
el momento en que conocemos el porqué de la activación del sistema emocional e
identificamos la emoción que sentimos, empezamos a afrontar el problema. Guardamos
distancia entre el Yo y el recuerdo perturbador (es interesante aquí poder distinguir, como
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sugiere William James, entre el “Yo” como observador y el “Mí” como objeto de la
experiencia, esto es, entre el Yo que está sufriendo el ataque de ansiedad y el Yo consciente
que observa este estado ansioso y no se deja dominar por él). Por último, sería conveniente
introducir alguna técnica de terapia cognitiva que disminuya esta hipersensibilidad y la
vulnerabilidad a este tipo de situaciones.
REFERENCIAS
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