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LA CIENCIA ANTE EL PÚBLICO

Dimensiones epistémicas y culturales de la

comprensión pública de la ciencia

Carina Cortassa
Para mi familia
ÍNDICE

RECONOCIMIENTOS
INTRODUCCIÓN
CAPÍTULO 1. Del déficit al diálogo
1.Medio siglo de modelo de déficit: los clásicos nunca mueren
2. La tranquilidad y el malestar que provoca el déficit
3. Las deficiencias del déficit
4. El enfoque etnográfico-contextual
5. Consolidación e impacto de las nuevas perspectivas
6. Del monólogo alfabetizador al diálogo y sus condicionantes
CAPÍTULO 2. El reparto del saber en el marco de la epistemología social
1. El malestar del déficit radicalizado
2. Deferencia a la autoridad epistémica
3. Deferencia epistémica y adquisición de conceptos
4. La interacción testimonial
5. La interfaz en la interacción epistémica
CAPÍTULO 3. La articulación de los condicionantes epistémicos y culturales
1. Prejuicios y confianza epistémica
2. El fenómeno de las Representaciones Sociales
3. Representaciones sociales y comprensión pública de la ciencia
4. El papel de las representaciones en la interacción epistémica
CAPÍTULO 4. En el principio fue la brecha
1. Hacia un lado de la brecha
2. Hacia el otro lado de la brecha
3. En medio de la brecha
4. La heterogeneidad de las imágenes de la brecha
CAPÍTULO 5. ¿Qué es la ciencia?
1. Conocimiento, método (y algunas cosas más)
2. Luces y sombras de la imagen pública de la ciencia
3. La ciencia para quien la hace
4. La ciencia para quien la cuenta
5. La heterogeneidad de las representaciones sociales de la ciencia
CAPÍTULO 6. Las representaciones sociales como sistemas de expectativas
1. Lo que espera el público
2. Lo que esperan los científicos
3. Lo que esperan los mediadores
4. La heterogeneidad de las expectativas de los agentes
CAPÍTULO 7. Representaciones, actitudes y recepción del conocimiento
1. Alfabetización científica y deferencia epistémica
2. Deferencia en acción
3. Del principio de confianza al principio de la duda
4. Representaciones, actitudes y reparto del saber
ANEXO. Metodología
BIBLIOGRAFÍA
ÍNDICE DE TABLAS Y FIGURAS

TABLA Nº 1. Operacionalización del concepto de Alfabetización Científica en


la Encuesta EE. UU. - UK de 1988 …………………………………………….
FIGURA Nº 1. ¿Qué es [para usted] la ciencia?
TABLA Nº 2. ¿Qué ves cuando me ves?
TABLA Nº 3. Fiabilidad y actitudes
TABLA Nº 4. Mecanismos de control y presunción de fiabilidad
TABLA Nº 6. Razones, motivaciones y actitudes
RECONOCIMIENTOS

Este libro tuvo un largo período de gestación y muchos escenarios,


maestros, colegas y amigos que contribuyeron en diversos sentidos a darle
forma y color. Llegado el momento de plasmar tantas etapas y
circunstancias es probable que el resultado no sea fiel a lo que cada una de
ellas fue aportando, explícita o implícitamente, a las ideas que se desarrollan
en sus páginas. Como sea, no es el caso de rearmar aquí el puzzle completo
de la memoria sino destacar algunas de las piezas y momentos que,
encastrándose poco a poco, fueron sustanciales para la imagen final.
Durante cuatro años tuve la suerte de poder dedicarme sin prisas a
reflexionar sobre un conjunto de inquietudes que me rondaban desde mucho
tiempo atrás. El período que pasé en la Universidad Autónoma de Madrid
me permitió compartirlas y discutirlas en un ámbito de pluralidad y
camaradería, y en ese entorno acogedor comencé y concluí la elaboración de
la tesis doctoral que constituye el núcleo de este libro. Si no fuera por mi
director, Jesús Vega Encabo, por la generosidad y la responsabilidad con
que se involucró con mi trabajo, quizás aún estaría a las vueltas con ella. Mi
deuda de gratitud con él y con algunas de sus múltiples obsesiones
filosóficas es díficil de saldar. Mi perspectiva sobre la relación entre ciencia,
tecnología, sociedad y cultura se enriqueció notablemente durante esos años
debido a la constante inspiración de Javier Ordóñez y Fernando Broncano.
No puedo decir menos de Miguel Ángel Quintanilla, que espero encuentre
en lo que sigue algo del interés vehemente por estos temas que ha intentado
sembrar y transmitirnos de manera infatigable.
Debo agradecer a la Fundación Carolina, el Ministerio de Educación de
la República Argentina y la Universidad Nacional de Entre Ríos la beca que
hizo posible ese lapso de investigación. En la actualidad, al Consejo
Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas que financia mi estancia
posdoctoral en el Centro Redes, en cuyo marco culmina la redacción final
de este trabajo. También a los colegas y estudiantes que en diferentes
instancias escucharon mis propuestas y las discutieron con interés y respeto,
ayudándome a mejorarlas; y a los editores de las publicaciones Ciencia,
Tecnología y Sociedad, Ciencia, Docencia y Tecnología y Artefactos, que
han acogido artículos en los cuales se desarrollan parcialmente algunas de
las ideas aquí sistematizadas. Un reconocimiento especial merecen quienes
accedieron a mi invitación para hablar de ciencia y dieron sustancia al
estudio: a los participantes de los grupos de discusión focal, a los científicos
que aceptaron de buen grado cambiar su rol de observadores a observados y
a los periodistas de ciencia que, por una vez, fueron ellos los entrevistados.
Quedan para el final los agradecimientos escritos desde siempre y que
ocasiones como ésta nos permiten hacer públicos. Este libro está dedicado,
sin dudas, a mi familia, que me sostiene e impulsa con su amor y paciencia
inclaudicables.
INTRODUCCIÓN

Una persona científicamente alfabetizada


es aquella que puede comunicarse
inteligentemente con quienes hacen avanzar el
conocimiento y sus aplicaciones
(James B. Conant, 1952)

La forma de hacer y pensar la ciencia se modificó de manera radical


durante el siglo XX. Gran ciencia, macrociencia, tecnociencia, son algunos
de los apelativos acuñados durante los últimos años para caracterizar el
resultado del proceso que transformó la escala de producción de
conocimientos, su estructura institucional, su vinculación con la tecnología
y su imbricación -cada vez más estrecha y notoria- con los numerosos
intereses implicados en su desarrollo. De manera paralela, la profundización
de los interrogantes morales y éticos asociados con distintos aspectos del
complejo científico-tecnológico, ya casi indiscernible, no han hecho sino
acrecentar progresivamente su carácter polémico y controversial. La
segunda mitad del siglo pasado fue testigo del declive de una tradición de
investigación académica acotada y de la confianza en sus aportes siempre
positivos para la humanidad. El fin de la edad de la inocencia dio lugar, en
ocasiones, a la versión opuesta, según la cual sobre la imagen pública de la
práctica científica campea algo inquietante y atemorizador.
Esas alteraciones suscitaron una proyección pública impensable en etapas
previas, tanto por la espectacularidad de ciertos resultados y aplicaciones
como por las sombras de aprensión e incertidumbre que otros traen
aparejados. La expansión en la capacidad de descubrimiento, explicación y
predicción de fenómenos en todas las escalas condujo a algunas disciplinas
hacia fronteras cada vez menos intuitivas y más alejadas del común de la
gente. Pero esa capacidad también es limitada, y reconocer que la ciencia no
es omnipotente puede ser muy doloroso. Desastres naturales imprevisibles,
catástrofes tecnológicas, hambrunas, enfermedades sin cura, nos ponen de
cara a la fragilidad de un conocimiento imperfecto, que no se compadece
con las demandas y expectativas de certidumbre absoluta que despierta. Por
caso, mientras escribo estas líneas, en Italia prosigue el proceso judicial por
homicidio involuntario contra un grupo de expertos -geólogos, sismólogos-
que habrían sido incapaces de prever con exactitud el terremoto que en 2009
devastó la región de L’Aquila. Su culpa fue haber concluido, del análisis de
una serie de temblores previos de baja escala, que la evidencia disponible no
indicaba un incremento en el riesgo de que se produjera un terremoto de
mayor magnitud en un lapso inminente. Esa afirmación llegó a la opinión
pública a través de un funcionario del gobierno, quien destacó que la
comunidad científica aseguraba que no existía riesgo alguno y desestimó la
necesidad de evacuar el área. ¿Somos capaces de advertir la diferencia entre
una versión y otra de los hechos?
En un escenario de esas características, la temprana observación de
Conant renueva su vigencia: ¿es factible que científicos y públicos logren
comunicarse de manera inteligente? ¿Por qué es necesario que la gente, las
autoridades políticas, los jueces, los medios de comunicación, puedan
advertir la distancia que media entre sostener que “a la luz de la evidencia
disponible el riesgo de un terremoto no se ha incrementado” y manifestar
que “no existe riesgo alguno”? ¿Qué responsabilidad le cabe a la comunidad
de expertos en ese proceso? -porque en el proceso judicial ya sabemos de
qué se la acusa-. Ese es el tipo de pregunta que abordaré en este libro, en el
que me propongo examinar cuáles son las condiciones de posibilidad de un
diálogo razonable entre ciencia y sociedad, que tienda a favorecer la
circulación y apropiación social del conocimiento. Mi objetivo es contribuir
a cimentar un ámbito de interacción que promueva la reflexión y el debate
colectivos sobre el saber científico y técnico, pero también sobre las
características de los agentes que participan de ella y las constricciones a las
que se enfrenta el intercambio; un espacio en el que las personas interroguen
con inteligencia a los expertos y la ciencia sostenga su proyecto epistémico
frente al escrutinio público. En definitiva, quisiera que este libro se
incorpore entre los aportes para la construcción de una esfera de discusión
poblada “de agentes heterogéneos en lo que respecta a su conocimiento y
capacidades” -según Fernando Broncano- pero sin que eso sea un obstáculo
para que en ese escenario todos, científicos y legos, “hablen con la voz y la
cabeza alta, en el que todos hablen como ciudadanos.”
Las diferentes corrientes en los estudios de percepción y comprensión de
la ciencia se han acercado desde extremos opuestos a la cuestión de quiénes
serían esos sujetos habilitados para hablar con la voz en alto, destacando
alternativamente ciertas dimensiones del problema y opacando otras. Para el
modelo clásico, obsesionado por el bajo nivel de cultura científica del
público, la posibilidad de que se establezca una interacción significativa
estaría supeditada al éxito previo de las estrategias alfabetizadoras. Hasta
tanto, el déficit cognitivo trae aparejado un déficit de legitimidad de los
ciudadanos, pues conlleva una seria debilidad en el tipo de juicio que
sustenta sus actitudes y opiniones. Por su parte, las aproximaciones más
recientes de carácter etnográfico y contextualista desechan la existencia de
un obstáculo epistémico: el contacto entre ciencia y sociedad es una
cuestión de índole eminentemente cultural, pues lo que en realidad se dirime
en las disputas públicas sobre temas científicos son las disputas por el poder
simbólico entre diferentes sistemas de significados, valores y prácticas de
los agentes que participan de ella. En ese marco, al contrario de lo que es
habitual, lo mejor que pueden hacer los expertos es hablar menos y escuchar
más, agachar la cabeza -deponer la arrogancia que los caracteriza, en
términos de Brian Wynne- y admitir que las actitudes y argumentos de los
legos tienen suficiente sustento en sus propias formas de representar y dar
sentido a la realidad para ser integrados de pleno derecho en la discusión.
En uno u otro caso, como afirmaré en reiteradas oportunidades durante
este trabajo, ambos enfoques se limitan en su capacidad para comprender un
panorama complejo que articula de manera indisoluble diversas facetas. La
apropiación social de la ciencia es un problema de dimensiones políticas,
porque está unido al ejercicio de los derechos y responsabilidades de los
ciudadanos en un sistema democrático de participar en los debates y
decisiones sobre temas que les afectan. Tiene una dimensión epistémica,
naturalmente, porque implica compartir cierto tipo de conocimiento; pero
además es un problema epistémico en un sentido no trivial, pues el proceso
se desarrolla bajo una serie de constricciones producto de la desigualdad en
las posiciones que ocupan los interlocutores. Y es una cuestión cultural,
porque la relación se inscribe en un marco de prácticas significativas que
incide sobre su curso y resultados. La investigación debe profundizar en el
modo en que convergen todos esos factores, tanto epistémicos como extra-
epistémicos, si pretende dar cuenta de las condiciones reales que enmarcan
la interacción entre expertos y ciudadanos y, sobre esa base, orientar la
elaboración de estrategias viables y productivas para mejorarla.
Mi propuesta parte de la premisa de que los participantes de la relación
son heterogéneos no sólo en cuanto a sus capacidades, como señala
correctamente Broncano, sino también en lo que concierne a sus modos de
representarse y dar sentido a la ciencia, y que esa diversidad incide sobre un
núcleo de percepciones, identidades, expectativas y actitudes que se ponen
en juego en el curso de sus vínculos. La primera parte del libro está
destinada a esbozar el marco epistemológico y conceptual necesario para
entender de qué manera impacta esa doble asimetría, cognitiva y simbólica,
en las prácticas orientadas a compartir conceptos e intercambiar opiniones.
La confluencia de aportes originados en ciertas corrientes de epistemología
social y en el marco de la teoría de las representaciones sociales nos
permitirá caracterizar el contexto socioepistémico particular en que se
inscriben las relaciones entre científicos y públicos mediadas por una
interfaz comunicacional, a la vez que asomarnos a una serie de interrogantes
que ocupan actualmente el centro de la agenda de investigación: cuestiones
relativas a las formas de legitimación pública de la autoridad cognitiva y
social de la institución científica, los mecanismos mediante los cuales se
construye -y se cuestiona- la credibilidad de los expertos, las circunstancias
en las cuales la confianza que se deposita en ellos tiende a consolidarse,
debilitarse o desaparecer. A partir del capítulo cuatro se reflejan los
principales resultados obtenidos en un estudio empírico guiado por esas
asunciones e inquietudes, cediendo la palabra a los propios protagonistas y
procurando que todos ellos, por lo menos en esta oportunidad, puedan
expresarse de manera horizontal y sin restricciones. Como quien diría, con
la voz y la cabeza bien altas.
CAPÍTULO 1

DEL DÉFICIT AL DIÁLOGO

A comienzos de 2007, la revista Public Understanding of Science


celebraba la evolución de los estudios de comprensión pública de la ciencia,
al fin despojados del “lastre opresivo” que por años los habría caracterizado.
“Claramente hemos abandonado los viejos días del enfoque del déficit”
expresaba entonces un editorial contundente, en alusión al modelo
consolidado durante décadas dedicadas a detectar e intentar solventar el
analfabetismo científico de las sociedades contemporáneas.
La confianza con que se afirma la caducidad del programa original
resulta en la actualidad una actitud extendida en la comunidad disciplinar,
abocada de un tiempo a esta parte a explorar otros derroteros, menos
lineales, del proceso de apropiación social de las ideas científicas. El interés
por determinar en qué medida la gente sabe si la Tierra gira alrededor del
Sol o viceversa habría sido reemplazado por el interés acerca de los
contextos en que ese conocimiento reviste o no algún valor para los
individuos, en qué circunstancias se hallarían dispuestos a cuestionarlo a
partir de sus propias competencias o de qué manera la sociedad contribuiría
a la producción y justificación de una afirmación semejante. Mediante esas
mudanzas, el campo habría enterrado sin lutos al modelo deficitario,
dejando atrás las rémoras del enfoque tantos años hegemónico y hoy tabú.
Aunque extendida, esa opinión no es unánime1. Y para muestra basta un
botón: pocas páginas adelante, en el mismo ejemplar de Public
Understanding of Science, Nick Bauer insiste en la necesidad de reconocer
la plena vigencia -que no la sustitución progresiva- de diferentes
perspectivas sobre la cultura científica, cada una con su forma particular de
definir los problemas y las soluciones ofrecidas. En su opinión, el
paradigma más reciente -“ciencia y sociedad”- en modo alguno habría
relevado a los precedentes sino que tanto el enfoque original de la
“alfabetización científica” como el de “comprensión pública” siguen siendo
refererencias ineludibles de la investigación (Bauer et al., 2007: 80).
Este planteo resulta bastante más cauto y también más adecuado para
caracterizar un presente disciplinar donde, de manera perceptible o
solapada, la mirada fundante se cuela con persistencia. Por una parte, el
modelo deficitario es objeto habitual de todo tipo de análisis
epistemológicos, teóricos y metodológicos, aunque no sea más que para
señalar sus falencias y diferenciar el propio enfoque. Entre los estudios
empíricos, su influencia es visible en numerosos trabajos que continúan

1
Sin ir más lejos, es contradictoria con lo que afirmaba poco antes la propia autora de ese
editorial, Edna Einsiedel, cuando reconocía que “ambos modelos [el de déficit cognitivo y
el de interacción] tienen mucho que aportar a las discusiones sobre público y ciencia.”
(Einsiedel, 2000: 209).
abordando el problema de la percepción de la ciencia en relación con el
nivel de conocimiento del que disponen los sujetos. Finalmente, las
estrategias de intervención destinadas a superar la brecha con la sociedad se
perciben plenamente orientadas por la voluntad alfabetizadora que sustenta:
la importancia -y los recursos- que las políticas públicas asignan a la
divulgación, a la creación y fomento de agencias y actividades de interfaz,
es un buen indicador del valor que se le confiere. Visto de ese modo,
entonar el réquiem por el programa fundacional del campo de CPC podría
resultar, como mínimo, un tanto apresurado.
¿En qué consiste, pues, ese modelo que algunos consideran un lastre
superado mientras otros persisten en debatir con más ardor que originalidad,
y para muchos -voluntaria o involuntariamente- informa aún sus modos de
abordar la relación entre ciencia y públicos? La primera parte de este
capítulo expone un breve repaso por la evolución del programa del déficit
desde sus orígenes a mediados del siglo XX y la consolidación de las
encuestas de percepción social hasta el declive de su influencia a partir de
los años ‘90. El objetivo es mostrar que el enfoque deficitario constituye un
modo tranquilizador, terapéutico, de caracterizar la naturaleza de las
relaciones entre ciencia y sociedad; y por esa razón -a despecho de las
críticas que afronta- resulta funcional como sustento de las prácticas
destinadas a promoverlas y mejorarlas. A continuación nos centraremos en
los principales aportes de los estudios etnográfico-contextuales,
considerados habitualmente un punto de inflexión en el panorama
disciplinar. No obstante destacar su valor, veremos que la perspectiva no ha
logrado hasta el momento articular una alternativa teórica sólida y
abarcativa para la investigación. Finalizando, argumentaré que las
principales limitaciones que enfrentan en la actualidad los estudios de
comprensión pública provienen, en un sentido amplio, de continuar
asignando al déficit entidad de problema -práctico o teórico-, prolongando
improductivamente los debates alrededor de la idea.

1. Medio siglo de modelo de déficit: los clásicos nunca mueren

Los siguientes interrogantes aparecen respectivamente en 1957, 1988 y


2005 en sendos estudios de percepción pública de la ciencia. Su semejanza
permitiría pensar que, para cierto modo de encarar la investigación en el
campo, lo único que habría transcurrido es el tiempo:

“Algunas cosas son estudiadas científicamente, otras son estudiadas de otras maneras.
Desde su punto de vista, ¿qué significa estudiar algo científicamente?” (Encuesta
dirigida por Robert Davis para National Association of Science Writers, 1958)

“Algunas cosas son estudiadas científicamente, otras son estudiadas de otras maneras.
¿Usted diría que entiende claramente lo que significa estudiar algo científicamente, que
tiene una idea general al respecto, o que no entiende lo que eso significa? Desde su
punto de vista, ¿qué significa estudiar algo científicamente? (en sus propias palabras)”
(Encuesta conjunta en EE.UU. y el Reino Unido, 1988)

“QA8. Por favor dígame, en sus propias palabras, ¿qué significa estudiar algo
científicamente?” (Special Eurobarometer 63.1 Europeans, Science & Technology,
2005)

Durante la década de los ‘80, en EE. UU. y el Reino Unido se afianzó la


realización de estudios cuantitativos sistemáticos y a gran escala acerca de
la relación de sus ciudadanos con la ciencia, que desde entonces se
reproducirían en diferentes contextos con escasas modificaciones. Sin
embargo, los fundamentos de esta empresa deben remontarse hasta la
encuesta conducida por Robert Davis en 1957 para NASW, pionera en el
planteamiento de las dimensiones que constituyen el núcleo duro de los
estudios de percepción: a) grado de interés; b) grado de información; c)
fuentes de información; d) comprensión de nociones científicas; e)
comprensión del proceso y métodos; f) actitudes hacia los efectos y límites
de la ciencia; g) imágenes y predisposición hacia la profesión científica.
Interés, conocimientos y actitudes conforman a partir de entonces un
triángulo de referencia que se trasladaría en la evolución de las encuestas
con escasos matices; de hecho -como se advierte al comienzo- algunas de
las variables de Davis mantienen en los cuestionarios actuales en su
formulación original. Pero su herencia no se reduce a fijar cuáles serían los
aspectos relevantes para la investigación. Además de constatar el escaso
nivel de conocimiento científico de la población norteamericana, de los
resultados obtenidos en 1957 se infirió por primera vez una correlación
entre las dimensiones cognoscitiva y actitudinal de la percepción social:
entre los encuestados, un bajo nivel de interés (a) e información (b), de
conocimiento de contenidos (d) y métodos (e) científicos, aparecía asociado
con actitudes de temor y escasa valoración de la ciencia (f) y sus
profesionales (g), y viceversa.
Al parecer, así fue como empezó todo. La premisa fuerte del programa
estaba planteada: la ignorancia científica de la sociedad no sólo es notoria
sino que está asociada con actitudes negativas y de desinterés hacia la
ciencia. Sobre esa base, el movimiento posterior avanzó un paso más y, de
constatar la existencia de una relación entre conocimientos y actitudes, pasó
a afirmar la dependencia lineal entre unos y otras. Esto es, que las actitudes
de mayor o menor respaldo de los ciudadanos hacia la ciencia2 son resultado
2
Si bien la referencia a las “actitudes” aparece habitualmente en plural, queda claro que el
interés estuvo centrado desde el principio en un conjunto particular de ellas, las de
aprobación, apoyo o respaldo hacia la ciencia -aunque sin aclarar demasiado qué es en
concreto aquello que los ciudadanos deberían aprobar o desaprobar: sus prácticas, los
principios sobre los que se funda, el contenido de los enunciados científicos o la fijación de
objetivos y prioridades de investigación, entre otros aspectos (Thomas y Durant, 1987).
de la cantidad y calidad de conocimiento del que dispusieran. Como
consecuencia, elevar el nivel de alfabetización de la población conduciría a
promover actitudes de mayor aprecio y valoración y, por ende, a aumentar
su apoyo social.
Hacia finales de la década de 1980, la convergencia entre las líneas de
investigación encabezadas por John Durant en el Reino Unido y Jon Miller
en EE.UU. dio lugar al primer estudio comparativo internacional de
comprensión pública de la ciencia, fuertemente marcado por el trabajo de
Davis. Las encuestas paralelas de 1988 constituyen un hito fundamental en
la disciplina incipiente que será determinante para el futuro de la
investigación. En primer lugar, por fuerza del objetivo, condujeron a
homogeneizar la definición del concepto “alfabetización científica” y las
herramientas operativas para su observación y medición. Para Miller, ésta
comporta el nivel de conocimientos y competencias requerido por un
ciudadano para comprender los argumentos vertidos en la sección Ciencia
de un periódico y participar de las discusiones públicas que los involucren.
Por su parte, para el grupo inglés, los sujetos alfabetizados manejan ciertos
conceptos básicos de ciencias naturales, medicina y tecnología, pueden
interpretar el sentido de nuevos desarrollos en esas áreas, y responder
activamente frente a ellos cuando es preciso.
De ambas caracterizaciones surgirá un modo perdurable -y restrictivo- de
entender y medir el nivel de alfabetización científica centrado en dos
dimensiones: pasar la prueba requiere, por una parte, demostrar cierto grado
de conocimiento respecto de términos y conceptos básicos y, por otra parte,
tener una idea general acerca del proceso y métodos de la investigación
científica. En función de ellas se construyó un conjunto de indicadores y
procedimientos de observación: la batería de preguntas conocida como
Escala Oxford de Conocimiento Científico destinada a medir la dimensión
cognoscitiva, y una combinación del interrogante abierto de Davis -¿qué
significa estudiar algo científicamente?- con una serie de preguntas de
control para abordar el conocimiento del método. En la próxima tabla se
consignan, a modo de ejemplo, algunas de las cuestiones planteadas en los
formularios de las encuestas de percepción pública de la ciencia elaboradas
bajo esos supuestos.
Tabla Nº 1. Operacionalización del concepto Alfabetización Científica en la
Encuesta EE. UU. - UK de 1988

Dimensión Indicadores Observación

Términos y conceptos Preguntas Quiz


Ejemplos: Ejemplos de preguntas (v/f)
- Física: Molécula. Atomo. - El centro de la Tierra es muy
Calor. Luz. Radiación. caliente.
Sonido - Los continentes se mueven
Conocimiento - Biología: Gen. ADN. sobre la superficie terrestre.
de términos - Geología: Deriva - El Sol gira alrededor de la
y conceptos continental. Tierra.
científicos - Paleontología: - Los antibióticos combaten
Identificación de las edades tanto a los virus como a las
históricas. bacterias.
- Astronomía: Universo y - Los electrones son más
sistema solar. pequeños que los átomos.
- Medicina: Antibióticos.

Proceso y métodos Pregunta abierta


Respuestas codificadas como - ¿Qué significa estudiar algo
“correctas” en la pregunta ‘científicamente’?
abierta, en orden decreciente Preguntas de control
Conocimiento según se mencionen: Ejemplo: Cuando los
del proceso 1º. Construcción de teorías y científicos hablan de la teoría
y métodos prueba de hipótesis. de la relatividad, se refieren a:
de la ciencia 2º. Experimentación. (i) Una intuición o idea.
3º. Observación de hechos. (ii) Una explicación
4º. Algún procedimiento o establecida.
instrumento de observación o (iii) Un hecho probado.
medición. (iv) No sabe.

Esos acuerdos pronto se convirtieron en el ejemplar a seguir. Dado que la


estandarización de técnicas e instrumentos de investigación es indispensable
para comparar resultados entre contextos y tendencias en el tiempo, no es de
extrañar que el modelo de medición -una vez probado y evaluado como
válido y confiable- tendiera a replicarse con escasas modificaciones en
encuestas sucesivas a diferentes escalas3. Visto en perspectiva, tanto el

3
Según Meinholf Dierkes y Claudia von Grote (2000), la encuesta de 1988 influyó de
manera decisiva en la medición y análisis de la cultura científica en el contexto europeo, a
partir de la edición de 1991 de los Eurobarómetros Especiales “Europeans, Science and
Technology”. Por su parte, Jon Miller (1988) refiere estudios realizados sobre sus premisas
en Canadá, China, Japón, Corea, Nueva Zelanda, España, entre otros.
deseo de Miller de generar una serie perdurable de indicadores que
permitiera la comparación de datos en el tiempo como el de sus colegas
europeos, de que futuras encuestas incorporaran esta forma de medición,
podrían considerarse ampliamente satisfechos.

2. La tranquilidad y el malestar que provoca el déficit

La tranquilidad

Al tiempo que la encuesta de 1957 resultaba poco alentadora respecto de


la posición de la ciencia en la sociedad norteamericana, la política científica
y tecnológica de EE.UU. sufría un revés escandaloso cuando la ex URSS -
contra todas las previsiones- ponía exitosamente en órbita el primer satélite
artificial de la historia, el Sputnik 1, y tomaba la delantera en la carrera
espacial. En plena Guerra Fría es muy probable que este hecho afectara al
poder político con más profundidad que lo anterior, pero no se encontraban
del todo desvinculadas entre sí.
Ambos acontecimientos fueron percibidos como facetas concurrentes de
un problema más amplio. Una población escasamente preparada mal podría
aportar los recursos humanos de alto nivel que requería el liderazgo en la
competencia científica y tecnológica con el bloque soviético, que se
vislumbraba decisoria para confirmar el liderazgo político mundial. A la
vez, sería difícil que una opinión pública desinteresada y poco favorable
estuviera dispuesta a legitimar una política de gran envergadura y sostener
sus costos. Poco después del episodio del Sputnik, el físico Edwar Teller
sintetizaba esa percepción estableciendo un parangón con la creación
artística: del mismo modo que el buen teatro sólo florece allí adonde existe
un buen público, es imposible que la ciencia prospere en un contexto en el
cual el pueblo no se interese por ella. Sin embargo, si la asociación lineal
entre conocimientos y actitudes que se infería del estudio de Davis era
correcta, entonces la solución sería onerosa pero simple: la máxima ilustrada
de educar al soberano conduciría indefectiblemente a mejorar su
apreciación y disminuir sus reticencias. Así cabría esperar de los ciudadanos
una participación entusiasta en el despliegue científico y tecnológico
nacional o, por lo menos, su apoyo tácito a las políticas que lo secundaran.
Promover la alfabetización científica se percibió, por tanto, como la
condición necesaria para cimentar el compromiso de la sociedad civil, y a
ese objetivo se destinaron fondos y esfuerzos de agencias del Estado y otras
instituciones. Las iniciativas se orientaron básicamente hacia el plano
educativo: no en vano la idea de “alfabetizar” remite directamente a una
praxis pedagógica, y esa fue la impronta que marcó las acciones
norteamericanas desde las últimas décadas del siglo pasado. La labor
encarada por la American Association for the Advancement of Science
(AAAS) sintetiza esa preocupación por la reforma de la enseñanza de las
ciencias en los distintos niveles que aparece plasmada en dos documentos
paradigmáticos: Science for All Americans (Rutherford y Ahlgren, 1991) y
Benchmarks for Scientific Literacy (AAAS, 1993). En ambos se identifican
los principales saberes teóricos y prácticos sobre ciencias, matemáticas y
tecnología que un estudiante debería acreditar en los sucesivos cursos para
ser considerado un alfabeto científico; el segundo contiene, asimismo, un
conjunto de orientaciones curriculares y pedagógicas tendentes a lograrlos.
Mientras los norteamericanos apuntaban a mejorar la educación formal
de sus ciudadanos, al otro lado del Atlántico la Royal Society of London
asumía su propio compromiso con la expansión de la cultura científica. A
diferencia de los EE. UU., donde la preocupación inicial partió de los
organismos de la administración e involucró seguidamente a las
corporaciones de la ciencia, en el contexto inglés la inquietud surgió de la
propia comunidad de expertos ante la pérdida de influencia y prestigio en
los círculos oficiales, materializada en el declive de recursos públicos
destinados a la investigación por el Partido Conservador. Frente a ello,
rápidamente se advirtió que una sociedad civil desprovista de conocimientos
e interés por las cuestiones científicas no podría contarse como aliada en la
lucha por recuperar posiciones sino más bien todo lo contrario.
El documento publicado en 1985 con el título Public Understanding of
Science -el ya célebre Informe Bodmer- subrayaba un conjunto de
recomendaciones urgentes para intentar revertir esa situación. Entre ellas, la
necesidad de elevar el nivel de cultura científica de la población, fomentar la
popularización través de los medios de comunicación, ampliar los
mecanismos parlamentarios de discusión de políticas científicas y promover
la vinculación entre el conocimiento y los sectores productivos. Para
implementar esas medidas se impulsó la creación del Comittee on the Public
Understanding of Science (CoPUS), una agencia destinada a poner en
marcha una serie de proyectos y movilizar recursos para iniciativas prácticas
y de investigación. Entre las primeras, el énfasis depositado en una
instrumentación cuidadosa de la divulgación masiva contribuyó a que las
prácticas de comunicación consolidaran el rol de interfaz privilegiada entre
ciencia y sociedad que mantienen desde entonces. En otro plano, las
acciones orientadas a crear conciencia entre los propios expertos sobre la
necesidad de entablar una relación más cercana y fluida con los ciudadanos
también marcaron una tendencia aún vigente. El mensaje era transparente: si
la comunidad científica quería ampliar su base de legitimación social debía
salir del ghetto en un doble sentido. Por una parte, era preciso trascender el
circuito de las publicaciones especializadas y las jergas esotéricas para
alcanzar al público masivo y popularizar sus conceptos y prácticas. Por otra
parte, los investigadores debían salir, literalmente, de los recintos cerrados
de laboratorios y centros de experimentación para encontrarse cara a cara
con el resto del mundo.
Tiempo después, documentos como el Libro Blanco Realising our
Potential. A strategy for science, engineering and technology (1993) o el
Wolfendale’s Report (1995) marcaron nuevos hitos en la evolución del
movimiento por la comprensión pública de la ciencia. En sintonía sustantiva
con los planteamientos previos, lo novedoso es su carácter oficial. Los
cambios ideológicos en el gobierno inglés acaecidos durante los ‘90
realineaban los intereses de las políticas públicas y de la comunidad de
expertos: no sólo se asignaba a la investigación un papel central en el
desarrollo nacional sino que, asimismo, se comprometía activamente a los
organismos públicos en la circulación social de la ciencia. Se trataba de
lograr un profundo cambio cultural -afirma el primer documento- que
permitiera una interacción más profunda y productiva entre expertos,
ciudadanos, industria, y gobierno.
Con independencia de donde partiera originalmente la inquietud -si del
Estado o de la comunidad científica-; de cuáles fueran las estrategias
preferidas -con énfasis en la educación o en los medios de divulgación-; o la
forma de describir su objetivo -promover la alfabetización científica o la
comprensión pública de la ciencia-; en ambos contextos es posible
identificar un conjunto común de supuestos:

a. Ciencia y tecnología son dimensiones constitutivas de las sociedades


modernas, atraviesan todos los procesos que garantizan su despliegue y
continuidad. Este fenómeno a escala macrosocial tiene su correlato en el
más plano más concreto y cotidiano de los individuos: son escasos los
resquicios de la vida pública o privada que no estén atravesados por
saberes, prácticas y productos de una y otra.
b. Por ende, el desinterés o la ignorancia científica de los legos -como
empiezan a ser denominados en la jerga disciplinar- representa un
problema social y político de magnitud, ya que obstaculiza tanto su
desenvolvimiento diario en ese entorno cuanto su desempeño como
ciudadanos. De ahí que fomentar una mejor comprensión pública de la
ciencia se advierte como una doble necesidad: tanto por lo que comporta
para los individuos en tanto sujetos privados -la posibilidad de interpretar
el mundo y manejarse adecuadamente en él-, como en su carácter de
sujetos públicos en un sistema democrático -la posibilidad de intervenir
de manera informada y responsable en las discusiones y decisiones sobre
temas que la involucran-.
c. Si alguien ignora o no comprende, simplemente debe lograrse que sepa y
comprenda, acercando el conocimiento a quienes no disponen de él. Si el
acercamiento no se produce naturalmente debe facilitarse, por ejemplo
mediante la intervención de un tercer agente -educador o divulgador-, y
ser promovido por quienes tienen los medios necesarios -el Estado y
otras instituciones-. Ese esfuerzo resulta ventajoso para todos: los legos
acceden al conocimiento y, con él, a una mayor autonomía en su vida
pública y privada; los expertos se benefician de una mejor imagen y
valoración de su actividad -y se aseguran la provisión de recursos para
sostenerla-; y el Estado gana en ciudadanos involucrados y dispuestos a
sostener las políticas públicas. Lo que se dice, una ecuación perfecta.

Identificar el problema de la brecha entre ciencia y sociedad en términos de


un déficit cognitivo resulta, a la postre, un modo tranquilizador y optimista
de concebir la situación. De la misma forma que un déficit presupuestario se
resuelve mediante las políticas adecuadas, circunscribir los obstáculos de la
relación entre público y ciencia a las dificultades de uno para conocer y
entender a la otra permite suponer que la situación tiene arreglo: los vacíos
se llenan, los huecos se colman y las distancias se acortan empleando los
mecanismos apropiados. Una vez constatada la magnitud del problema -el
nivel inicial de incomprensión- se trata de aplicar los correctivos necesarios,
de inyectar recursos -económicos, cognitivos- evaluando periódicamente la
progresión que generan hasta alcanzar los niveles deseados.
Desde ese punto de vista, es claro que el modelo teórico del déficit
resulta altamente funcional a los intereses prácticos de las políticas públicas
en ciencia y tecnología y en ello radica su fortaleza, el sustento de su
persistencia frente a los cuestionamientos de toda índole que se describen en
los apartados siguientes. Esta visión terapéutica supone que para zanjar la
brecha entre ciencia y sociedad basta con resolver las carencias de
conocimiento que padecen los individuos y, de ese modo, curarlos de su
ignorancia y apatía. Sin embargo, algo tan sencillo de afirmar es sólo en
apariencia sencillo de lograr. Décadas después de su formulación original,
tanto el diagnóstico como la prescripción aún generan más frustración que
satisfacciones, y la meta de un diálogo sensato y productivo entre sociedad e
institución científica se mantiene, precisamente, como una meta a alcanzar.

… Y el malestar

La visión esquemática sobre la cual se asienta el modelo deficitario


tampoco es estrictamente original. De hecho, el contexto en que se plantaron
sus cimientos -la encuesta norteamericana de 1957-, permite trazar un
paralelismo bastante ajustado con el origen contemporáneo de los primeros
análisis sistemáticos de los efectos de la comunicación de masas y los
enfoques teóricos elaborados para explicarlos. Modelos de la época como
los de Harold Lasswell o Claude Shannon4 son representativos de un modo

4
En 1948, Lasswell produjo el primer modelo para el estudio de la propaganda política
sintetizado en sus célebres preguntas de “¿Quién dice qué, a quién, a través de qué canal, y
con qué efecto?”, el cual fue considerado por años el ejemplar para el análisis de los efectos
de la comunicación de masas. Al mismo tiempo, desde la electrónica, Shannon y Weaver
representaban en términos similares el pasaje de información de un artefacto emisor de
particular de entender a la comunicación como un proceso instrumental, en
el cual se distingue, por un lado, un emisor que concentra el poder de
decisión acerca del tipo y modalidad de aplicación de un estímulo-mensaje;
por el otro, un receptor concebido como un sujeto pasivo, que reacciona de
la manera esperada y actúa en consecuencia. En ese marco, la determinación
empírica del efecto de los mensajes mediante las encuestas de audiencia se
constituye en el núcleo de la investigación comunicacional, con el interés
práctico de mejorar su capacidad de persuasión o influencia. Visto desde ese
ángulo no es aventurado afirmar que, en sus orígenes y evolución temprana,
el estudio de la percepción pública de la ciencia participó de los supuestos
epistémicos del análisis más amplio de las opiniones, comportamientos y
actitudes de los públicos desde la perspectiva empirista por entonces
dominante en la sociología norteamericana
El modelo de déficit cognitivo reproduce grosso modo el esquema
unidireccional o vertical5 del proceso de comunicación entendido como la
transmisión de información desde alguien que dispone de determinado
conocimiento -el científico- hacia otro que carece de él -el lego-. Al mismo
tiempo supone que, minimizadas las interferencias para una transmisión
efectiva, es posible modificar las percepciones y actitudes de los receptores
sobre ciertos temas. Esto es, que instrumentalizar de manera adecuada los
mensajes y canales conducirá a mejorar la imagen y valoración de la ciencia
en el público. No en vano los debates en torno de la comunicación pública
de la ciencia -estrechamente ligadas con los estudios de comprensión- llevan
años enfocados sobre la mejor manera de superar el problema de la
inconmensurabilidad de los códigos entre científicos y legos, o el rol del
mediador como un traductor que elimina los obstáculos para la
comunicación entre ambos. Finalmente, subyace a ambas perspectivas la
concepción de que es posible observar y evaluar los efectos del proceso,
medir en la población la evolución de ciertas variables -por caso, el nivel de
conocimientos, interés y actitudes hacia la ciencia- para determinar la
eficacia e impacto de las estrategias alfabetizadoras.
Se trata por cierto de una interpretación optimista y alentadora, si no
fuera porque los resultados de sucesivas encuestas se empeñaron tenazmente
en refutarla, sembrando una sensación creciente de malestar y frustración.
“El nivel de comprensión del sistema solar entre los adultos muestra escasos
cambios en la última década”, se lamentaba Jon Miller hacia 2004. A pesar
de las inversiones millonarias realizadas para mejorar la cultura científica de

señales a otro receptor a través de un canal material o inmaterial; el esquema, propuesto a


fin de detectar los obstáculos del medio telefónico para la efectividad de la transmisión de
datos, también se extrapoló rápidamente y sin alteraciones significativas a la concepción del
proceso de comunicación mediada en sentido amplio.
5
De hecho, el modelo de déficit también es conocido como top-down model, en el cual -
según Brian Wynne (1995)- el sujeto es percibido como un “repositorio de conocimiento” o
un “contenedor cognitivo” que las prácticas alfabetizadoras intentan rellenar.
los ciudadanos, una tras otra las surveys reflejaban que, lejos de disminuir,
la brecha entre ciencia y sociedad era refractaria a las acciones encaradas
para superarla. Muchos, demasiados, seguían dudando si la Tierra gira
alrededor del Sol o viceversa, otros tantos no lograban determinar si los
electrones eran más grandes o más pequeños que los átomos ni tampoco si
los antibióticos combaten a los virus o a las bacterias. Las respuestas al quiz
propuesto por la Escala Oxford eran un verdadero fiasco.
Tras años de esfuerzos intensos en el doble plano de la investigación y
las iniciativas prácticas lo que la primera constataba es que las segundas no
funcionaban o, como mínimo, que sus resultados no eran todo lo positivos
que se esperaba. Al parecer, intentar educar al público no era una solución
tan simple como se había previsto, pues los estudios de la comprensión
pública de la ciencia parecían destinados a continuar midiendo su opuesta.
Por una parte, el problema se mantenía incólume frente a las soluciones
construidas en base a la hipótesis lineal y, como tal, bastante más complejo
que lo previsto en la explicación tranquilizadora. Por otra, la acumulación
de evidencia empírica en diversos contextos contradecía sistemáticamente el
propio supuesto de una relación directa entre el nivel de alfabetización de
los individuos y su valoración de la ciencia, poniendo en tela de juicio los
fundamentos más sólidos del campo. Desde mediados de la década de los
‘90 el malestar con el déficit cognitivo pasará a ocupar el centro de la
escena, dando lugar a un debate vigoroso y persistente que cuestionará tanto
su condición de modelo conceptual para el análisis de la cultura científica
como de sustento de las prácticas destinadas a mejorarla, sus presupuestos
normativos y la metodología empleada por las encuestas de percepción.

3. Las deficiencias del déficit

La refutación de la hipótesis lineal

Entre las líneas de crítica más resonantes a la tradición deficitaria destaca


la refutación empírica de la presunción de que actitudes y conocimientos
van ligados indefectiblemente. Al parecer no siempre “cuanto más amas,
más conoces y cuanto más conoces, más amas”, como diría Santa Catalina
de Siena sino que, por el contrario, sucesivas investigaciones fueron
demostrando la debilidad de la hipótesis sobre la existencia de una
correlación lineal positiva entre ambas variables. Lejos de eso, en la
mayoría de los casos los análisis estadísticos comprueban que esa relación
es heterogénea, no monótona o muy poco significativa. Poco a poco va
quedando claro que comprender por qué la gente piensa, siente y actúa en
relación con la ciencia exige una mirada menos simplista, más adecuada
para captar la densidad de creencias, saberes y valores en juego durante esos
procesos, que en modo alguna puede limitarse a la cantidad y calidad de
conocimientos de los que disponga.
La necesidad de refinar el modelo fue acrecentándose a medida que
nuevas investigaciones se enfrentaban con las limitaciones de la hipótesis
lineal. De un estudio realizado en el contexto británico, por ejemplo,
Geoffrey Evans y John Durant (1995) concluyen que un mayor o menor
nivel de conocimientos sí puede ser relevante para explicar diferentes
actitudes hacia disciplinas específicas -genética, medicina, energía nuclear o
informática, entre otras- pero no en lo que refiere a un posicionamiento
hacia la ciencia como totalidad, en sentido genérico, en cuyo caso
intervienen dimensiones adicionales como las creencias morales, políticas y
religiosas de los sujetos. A nivel macrosocial, el mismo grupo propondrá
introducir la variable nivel de industrialización para interpretar la
heterogeneidad de los vínculos entre interés, conocimientos y actitudes en
distintos países europeos; y ahondar, en lo que refiere a los patrones no
uniformes registrados en las economías post-industriales, en dimensiones
como la influencia de la confianza en las instituciones de sus habitantes en
su valoración más o menos positiva de la ciencia y la tecnología (Durant, J.
et al., 2000). Trabajos sobre la percepción ciudadana en contextos de riesgo
tecnológico apuntan, en la misma línea, a casos en los cuales el peso del
nivel de información es insignificante en relación con los aspectos éticos y
emocionales, los intereses y compromisos individuales que determinan la
adopción de una postura. Durante un debate sobre el desarrollo de la energía
nuclear en Alemania, los ciudadanos mejor predispuestos eran los más
informados sobre sus características, manejo, riesgos y beneficios; pero, a la
vez, los más reacios ocupaban el segundo lugar en nivel de conocimientos.
Es decir, que un volumen muy similar de información podía sustentar
actitudes opuestas sobre el mismo problema (Peters Peters, 2000).
Tanto sea en estudios acotados o de alcance más general, los datos
apuntan con mayor o menor determinación en un sentido uniforme:
precisamente, que no habría algo así como un sentido uniforme en la
relación entre las dimensiones cognitiva y actitudinal de la percepción de la
ciencia6. A veces son positivas; la mayoría de las veces, no. Los ciudadanos
que más saben sobre energía nuclear pueden ser los más dispuestos a
consentir una política basada en ella; y quienes saben significativamente
sólo un poco menos, sus más fervientes opositores. Pensemos por un
momento qué ocurriría con un sondeo sobre el mismo tema en el escenario
de una opinión pública azorada por el impacto de la crisis reciente en las
centrales japonesas. ¿Hasta qué punto alguien se aventuraría a afirmar, en
ese contexto, que la información sobre detalles técnicos del funcionamiento
de un reactor tendría más incidencia sobre la postura de los individuos que
6
Además de las referencias mencionadas en este apartado, una buena exposición de la
refutación empírica de la hipótesis de asociación lineal y exploraciones alternativas puede
encontrarse en los trabajos de Rafael Pardo y Félix Calvo (2002, 2004 y 2006).
los miedos, la incertidumbre, el renacer de los fantasmas de Chernobyl, o la
asociación auditiva y emocional inmediata entre Fukushima e Hiroshima?

Las críticas teóricas y metodológicas a los conceptos e indicadores

¿Qué tipo de conocimientos requieren los ciudadanos al momento de


adoptar una posición frente a la ciencia? Esta es otra de las objeciones
reiteradas a un aspecto crucial del programa deficitario: el modo en que
cierto juicio normativo acerca de lo que es una persona científicamente
alfabetizada determinó en un comienzo la elección de los indicadores y las
escalas empleados en las encuestas de percepción. Si bien el señalamiento
persiste, no es novedoso: apenas comenzaba a despuntar el programa
cuantitativo cuando ya se advertía sobre los sesgos al establecer qué debe
considerarse un conocimiento relevante cuando esa operación se realiza
exclusivamente desde el punto de vista de los expertos y no de los interes y
necesidades cotidianas de los propios individuos (Layton, 1986).
Como ya hemos visto, a partir de la encuesta anglonorteamericana los
parámetros de alfabetidad quedaron reducidos al manejo de una serie
restringida de términos y conceptos considerados básicos y de algunas
características sobre el método de investigación. Tanto la validez de ambas
dimensiones como la de sus indicadores resulta bastante discutible. La
Escala Oxford no es ingenua, sino que involucra un conjunto de asunciones
epistemológicas fuertes respecto de qué es y qué no es ciencia, y también de
lo que implica comprender o conocer. De lo contrario no se explica, por
ejemplo, por qué incluye exclusivamente contenidos de ciencias naturales y
nada de ciencias sociales ni matemáticas. Para valorar la percepción del
método, ¿respecto de qué supuestos se juzgan las respuestas como correctas
o incorrectas? Esta cuestión se aclara al observar en la Tabla 1 los criterios
de codificación para la pregunta abierta “¿Qué significa estudiar algo
científicamente?”, mediante los cuales los individuos son clasificados en
orden decreciente de comprensión, según refieran a la ciencia como: a)
construcción de teorías y prueba de hipótesis; b) experimentación o pruebas
controladas; c) recopilación y observación de hechos, o la mención de algún
procedimiento o instrumento específico. En este sentido, la crítica de Martin
Bauer e Ingrid Schoon (1993) es lapidaria: el modelo establecido por la
encuesta de 1988 ofrece un código prescriptivo e inadecuado, que se limita a
detectar la penetración de cierta imagen de ciencia en la sociedad, la
reconstrucción popperiana en términos de teoría, deducción y falsación
experimental que constituyen las respuestas mejor valoradas. Trazar la
heterogeneidad de las imágenes acerca de lo que es hacer ciencia exige un
abordaje más sensible a la riqueza inherente a esas representaciones, sin
considerarlas incorrectas o deficientes por referencia a una idea normativa
asumida a priori como parámetro. Como se verá en capítulos sucesivos, ese
es uno de los objetivos fundamentales de este libro.
Finalmente, vinculadas con las críticas a la legitimidad teórica del
concepto de alfabetismo y sus indicadores se encuentran las que apuntan a
la validez y fiabilidad metodológicas de los instrumentos diseñados para su
observación empírica. La cuestión es simple: las preguntas de encuesta
sobre métodos y contenidos de la ciencia, ¿miden estrictamente lo que se
proponen -conocimientos- o miden otra cosa? Algo, por ejemplo, como la
capacidad de rememorar contenidos escolares o, simplemente, la suerte de
cada uno para resolver un acertijo. Otra observación interesante es que en la
batería de preguntas de las encuestas se yuxtaponen conocimientos cuya
complejidad es difícilmente equiparable -si la Tierra gira alrededor del Sol
con la toría de la deriva continental o la física de los rayos láser-, y sin
embargo todas las respuestas correctas e incorrectas puntúan igual (1 y 0
respectivamente) en la elaboración del índice final. En síntesis, por debajo
de la aparente solidez de los conceptos e instrumentos destinados por años a
observar la cultura científica, sus falencias de toda índole comenzaron a
tornarse cada vez más notorias y a exigir una discusión profunda y sostenida
sobre los supuestos fundamentales del modelo7.

La crítica holística

Con todo lo incisivas que pueden resultar, la refutación empírica de su


hipótesis central o las observaciones dirigidas a sus dificultades teóricas y
metodológicas no son las únicas ni las más serias objeciones al programa
clásico de investigación de la comprensión pública de la ciencia. De hecho,
muchas provienen de los propios agentes que sentaron las bases de la
tradición disciplinar y participan de ella en la actualidad. En este sentido, lo
que reflejarían esas revisiones y propuestas críticas es la dinámica habitual
de un campo de producción de conocimientos a medida que se acrecienta su
base empírica, se hace más compleja la construcción de su objeto, surgen

7
Además de las referencias mencionadas, Montaña Cámara y José López Cerezo (2007)
reproducen veinte años después la crítica de Layton al objetar la inclusión de un quiz
basado en la Escala Oxford en la Tercera Encuesta Española de Percepción Social de la
Ciencia. Por su parte, analizando el tipo de conocimientos que los ciudadanos europeos
valoran al momento de decidir sobre la continuidad de la investigación en células madre
embrionarias, los responsables del Eurobarómetro Europeans and Biotechnology in 2005
concluyen que éstos demandan menos detalles científicos, “esoterismos de la ciencia” y
más información sobre sus riesgos y beneficios, regulaciones y controles éticos (European
Commision, 2006). El artículo ya citado de Bauer y Schoon desarrolla una crítica penetrante
a los supuestos epistemológicos que subyacen al concepto de alfabetización. Las fallas en
los procedimientos y escalas de medición de conocimientos empleados en los
Eurobarómetros son discutidas en profundidad en Pardo y Calvo (2004).
nuevos problemas y se refinan sus estrategias metodológicas. Nada, sin
embargo, que haga tambalear la lógica más profunda que lo sostiene.
Un embate radical, por el contrario, es el que se inicia a partir de la
década de 1990. La perspectiva conocida como “giro etnográfico”, “enfoque
contextual” o “constructivista” introduce aportes propios de las corrientes de
estudios sociales de la ciencia y la tecnología8 y, con su irrupción,
inauguraría una etapa de renovación que impacta sobre todos los planos de
la estructura y agenda de la CPC. La investigación marcada por fines
prácticos se verá progresivamente matizada con la superposición de
intereses epistémicos y reflexivos propios de tradiciones académicas, en
beneficio de un ámbito hasta entonces más preocupado por el tenor de los
sucesivos resultados empíricos que por ampliar su base conceptual. Por otra
parte, la apertura hacia nuevos interrogantes generó un intercambio fluido
con otras miradas teóricas, que contribuyó a confirmar el valor de una
mirada multidisciplinar para los estudios de cultura científica.
El enfoque, que llamaré etnográfico-contextual, pone en tela de juicio al
programa deficitario como un todo: cuestiona a la vez sus supuestos
epistemológicos, sus conceptos básicos y el método de investigación. Desde
su óptica, el modelo no permite describir ni interpretar adecuadamente el
modo en que se vinculan ciencia y ciudadanos; de hecho, postular la
existencia de una brecha cognitiva ha sido la gran falacia sobre la cual se
construyó el campo. La demarcación entre los conocimientos científico y
popular es lábil, por tanto las mismas categorías de experto y lego deben ser
reexaminadas, como así también la tensión comprensión / incomprensión
cognitivamente orientada y las propias concepciones de ciencia -su método,
prácticas y valores- tomadas hasta entonces como unívocas y exentas de
problemas. Por otra parte, dado que todo saber se produce, circula y es
apropiado en contextos particulares mediante procesos complejos de
negociación entre los agentes, se requiere un abordaje metodológico que
permita dar cuenta de esas interacciones, del modo en que los sujetos
construyen sentidos para la ciencia por referencia a cuestiones específicas en
escenarios concretos. Aquello que los estudios de generalización omiten, los
análisis cualitativos, situados y en profundidad permiten poner de relieve: la
historicidad de las formas de circulación y recepción social del
conocimiento y de lo que significa para los individuos en cada oportunidad.
Esta línea crítica ha logrado conformar una poderosa mirada alternativa
frente a las notorias deficiencias del déficit. A tal punto que, para algunos,
los días del programa clásico habrían quedado definitivamente atrás.

8
Brian Wynne menciona a la Teoría del Actor-Red y al Programa Empírico del
Relativismo como sustentos del giro constructivista en CPC. Steven Shapin (1992) amplía
el abanico de referencias a la obra de Barry Barnes y David Bloor, John Law, Donald
MacKenzie, Andrew Pickering, Thomas Pinch y Leigh Star.
4. El enfoque etnográfico-contextual

La convergencia de las vertientes europea y norteamericana en la


encuesta de Miller y Durant de 1988 representó la estabilización del
programa cuantitativo de la comprensión pública de la ciencia. Pero,
paradójicamente, ese momento culminante de los estudios de percepción
coincidió con el surgimiento de una alternativa teórica que en poco tiempo
generaría una profunda divisoria de aguas en la disciplina.
Para la perspectiva etnográfica-contextual, la alfabetización científica es
irrelevante para entender el modo en que los sujetos interactúan con el
conocimiento experto desde que éste no es el único en juego ni el más
valioso de por sí en esa relación. Por el contrario, los legos cuentan con su
propia dotación de saberes, habilidades, valores y criterios que les permite
asumir un papel activo en la relación. El público no sólo es concebido como
un agente competente sino también capaz de reflexionar sobre lo que
conoce. En función de esa epistemología popular puede explicarse por qué
en ocasiones prefiere ciertas fuentes de conocimiento a otras -por ejemplo,
la propia experiencia antes que las afirmaciones o procedimientos
científicos-, o mediante qué criterios juzga a los especialistas y decide
confiar en unos y deslegitimar a otros. El contextualismo introduce, en
primer lugar, un modo diferente de analizar la racionalidad de las actitudes
del público hacia la ciencia, que no se agota en la dimensión cognitiva sino
que se extiende hacia motivaciones de muy diversa índole. En segundo
lugar, dado que todo proceso de comprensión está determinado por el
contexto en que se sitúa, la idea del público como una entidad homogénea
es sustituida por la de una pluralidad de públicos; tantos como
circunstancias en las cuales se enmarcan los encuentros de los grupos
sociales con la ciencia. Finalmente, un tercer aspecto que atraviesa al
enfoque etnográfico es precisamente la discusión acerca de qué tipo de
ciencia es la que el público debe conocer y comprender: la entidad real -
vulnerable, contingente, errática e impregnada de conflictos- con la que va a
interactuar y no, como afirma Shapin (ob.cit.) con la “fábula de los libros
escolares”, la representación ortodoxa y aséptica ofrecida por la educación y
la divulgación cuya aprehensión medirían las encuestas de percepción.

El comienzo de un largo debate

Si la encuesta de 1957 puede considerarse el relato originario del


programa cuantitativo y la de J. Miller y J. Durant su hito refundacional, el
giro etnográfico no va a la zaga en la identificación de un logro inaugural
tan citado por propios y ajenos como aquellas, si bien hasta el momento
bastante menos discutido. Se trata del estudio de Brian Wynne sobre la
controversia por la lluvia con desechos radioactivos que afectó a la región
de Cumbria (en el noroeste de Inglaterra) después de la explosión de la
central nuclear de Chernobyl. Los mayores perjudicados durante la crisis
fueron los criadores de ovejas de la región, quienes vieron restringidas las
posibilidades de movilidad, alimentación y comercialización de sus rebaños
debido a los riesgos de contaminación de pastos y fuentes de agua. Dichas
limitaciones fueron establecidas por los organismos públicos en base a los
informes de especialistas sobre los niveles de radiación en la zona, y se
extendieron mucho más allá del tiempo previsto y comunicado
oportunamente a los involucrados. El análisis de Wynne apunta al modo en
que los técnicos desecharon los conocimientos prácticos de los habitantes de
la región, la experticia local acerca de las peculiaridades del terreno, los
espacios más relevantes para realizar los controles de radiación y cómo los
exámenes derivaron, por consiguiente, en evaluaciones inconsistentes y
contradictorias sobre la persistencia de los materiales contaminantes. La
incertidumbre determinó una serie de marchas y contramarchas en las
restricciones al movimiento de ovejas, generando serias pérdidas
económicas. Todo ello contribuyó a extender entre los ganaderos una
sensación de malestar y descrédito hacia los asesores técnicos -y suscitar
sospechas de manipulación de datos9-, que fueron percibidos como una
amenaza para la forma de vida e identidad colectiva.
En el marco del modelo deficitario, la situación resultaría un ejemplo
típico de enfrentamiento entre un grupo -los peritos-, cuya intervención se
limitó a la aplicación de procedimientos e instrumentos estandarizados y
válidos; y otro -los granjeros- carente de conocimientos y competencias
científicos para comprender sus métodos y resultados y, desde esa
ignorancia, proclives a desarrollar actitudes de temor y desconfianza. La
conclusión de Wynne invierte de plano esa explicación. Lo que el estudio
dejaría claro es que la experticia científica no sólo demostró ser insuficiente
frente al conocimiento de la comunidad -con el que hubiera podido
complementarse para una mejor gestión del problema- sino ella misma
ignorante e irreflexiva, incapaz de admitir el aportes de evidencias
generadas y justificadas en un marco epistémico diferente al propio. Desde
su punto de vista, eso refleja la sensación de peligro que genera en los
expertos el cuestionamiento social de sus argumentos y los fundamentos de
sus prácticas, la “profunda inseguridad institucional cuando se trata de
encontrarse cara a cara con el público en sus términos y negociar la validez
del conocimiento con sus miembros” (Wynne, 1995: 385)10.

9
La percepción de los granjeros fue que podía tratarse de una maniobra político-científica
tendente a encubrir el verdadero origen de la radiación en la zona, que no provendría de
Chernobyl sino de la planta nuclear de Sellafield ubicada en las inmediaciones.
10
La posición de Wynne se endurece en un artículo posterior, adonde afirma que lo que el
estudio permite comprobar no es sino la “neurosis de la ciencia sobre su pérdida de
autoridad y legitimación pública” que ha estructurado la investigación en CPC y su
articulación con lo político (1992a: 42).
Sucesivas investigaciones fueron articulando el enfoque etnográfico en
torno al estudio de casos centrados en las interacciones, en algún punto
conflictivas, entre públicos y expertos. Entre otros, estudios como los de
Steven Epstein (1996) o Mike Michael (1992) son representativos de la
aproximación gestada a partir del giro constructivista pues permiten
observar cómo se ponen en juego los nuevos intereses epistémicos,
conceptos y metodologías, trasladando al plano de la investigación empírica
las redefiniciones en el plano conceptual. Ambos muestran cómo se aborda
desde los nuevos marcos el problema de la vinculación con el conocimiento
científico que establecen diferentes públicos marcados por preocupaciones,
motivaciones y necesidades particulares, propios del contexto objetivo y de
su situación subjetiva; y de qué modo, en ese movimiento, construyen su
identidad como agentes y negocian su posición frente a la ciencia.
El estudio de Epstein explora la influencia de un movimiento de
activistas afectados por el virus HIV -pacientes y familiares- en el desarrollo
temprano de la investigación terapéutica sobre la enfermedad. Su objetivo es
demostrar que, en circunstancias de implicación extrema, el público es
capaz de alcanzar cierto dominio sobre disciplinas complejas -virología e
inmunología- que lo acerca a los expertos, como así también en lo que
respecta a métodos y procedimientos clínicos de prueba de nuevos
tratamientos y medicamentos. A despecho de lo que se considerarían
dificultades inherentes a los legos para intervenir en las discusiones
especializadas, éstas no serían tales desde el momento en que se superan
cuando existe una motivación suficientemente fuerte para hacerlo. Por el
contrario, los miembros del grupo se procuraron acceso a la información y a
una serie de competencias científicas no para convertirse en espectadores
informados de los avances que les involucraban sino para influir
activamente en ellos; por ejemplo en la modificación de los protocolos de
investigación clínica, en los criterios para la selección de los sujetos
experimentales, en el tipo de controles y pruebas a realizar, o hasta qué
punto extender las fases de ensayo. Asimismo, el estudio muestra cómo se
desenvuelven alianzas, enfrentamientos y cooptaciones en el debate entre
numerosos agentes -activistas, especialistas de distinta extracción disciplinar
e institucional, organismos públicos-, cómo mutan sus intereses y posiciones
y se modifican e intercambian las identidades de en la evolución de la
situación. En suma, Epstein aborda la complejidad de dimensiones y
procesos que constituyen para el enfoque etnográfico el interés más genuino
de las relaciones entre ciencia y sociedad.
Las competencias adquiridas por los sujetos, en ese caso, les permitieron
no sólo constituirse como interlocutores legítimos de la comunidad de
especialistas sino también intervenir sobre ella, controlarla, justamente
porque el conocimiento en disputa tenía un valor superior para su propia
vida. Pero esa actitud no es uniforme en otros contextos y circunstancias,
como se desprende de las entrevistas mantenidas por Michael con operarios
de una planta nuclear inglesa. Éstos no sólo demostraba un bajo nivel de
información acerca de los procesos radioactivos con los cuales convivían
cotidianamente -las propiedades de los distintos tipos de radiación, sus
efectos sobre la salud o el entorno-, sino que tampoco manifestaban interés
alguno por conocerlos. Eso no representaba un motivo de intranquilidad o
malestar, pues el grupo descansaba en la confianza en los especialistas y en
la institución, a los cuales hacían depositarios del saber requerido para
garantizar su seguridad: los obreros justificaban la ausencia de
conocimientos en un esquema de división del trabajo según el cual el saber
específico no forma parte de sus funciones y responsabilidades -técnicas-
sino de las competencias de los físicos e ingenieros de la planta, sin que ello
implicara la exaltación de unos y la minusvaloración de otros.
La actitud refleja una percepción de complementariedad, según la cual es
la conjunción de conocimientos y capacidades de ambos grupos -expertos y
trabajadores- lo que hace que la planta funcione de manera eficiente y
segura; la misma que no existió entre el saber de peritos y granjeros en la
controversia de Cumbria. El resultado se repitió de manera similar en un
estudio sobre el nivel de gas radón presente en una comunidad. Junto con el
dispositivo medidor para sus hogares, los voluntarios recibían dos folletos
informativos: uno contenía las instrucciones para una participación segura;
el otro, especificaciones sobre el gas y detalles técnicos sobre el sondeo del
que formaban parte. Si bien todos los entrevistados manifestaban haber
leído el primero con atención, lo recordaban perfectamente y ponían en
práctica las sugerencias, casi ninguno había leído el segundo ni demostraba
mayor curiosidad por saber más acerca del radón. No obstante, la falta de
conocimientos y el desinterés por adquirirlos no generaban temores o
reticencias frente al estudio sino que las actitudes dejan traslucir la misma
percepción de división del trabajo e integración complementaria de roles
con los expertos que en el caso de la planta nuclear (Michael, ob. cit.: 322).
A diferencia de los activista del SIDA, los voluntarios de la medición del
radón y los técnicos de la planta nuclear no percibían necesidad alguna de
disponer de conceptos básicos de Física para desenvolverse en un entorno
que los suponía en alto grado. En contextos estructurados por la percepción
de una división colaborativa del trabajo, asignar funciones específicas y
depositar confianza en la idoneidad y responsabilidad de quien las cumple
supone que no hay necesidad de ejercer control ni intervenir en el espacio de
los otros. Más que conocimientos, “es probable que otras consideraciones
sean más significativas -particularmente aquellas sobre qué instituciones son
a la vez confiables y competentes. (…) Los trabajadores simplemente
aprendieron los procedimientos organizacionales, no la ciencia (lo que
podría haber hecho más difícil su vida) y depositaron su confianza en la
institución.” (Wynne, 1991: 116).
5. Consolidación e impacto de las nuevas perspectivas

La corriente etnográfico-contextual contribuyó de manera significativa a


ampliar los horizontes de la CPC en diversas direcciones. En primer lugar,
sin dudas, por su aporte al fortalecimiento conceptual de la disciplina. Los
estudios mencionados son un buen ejemplo de que la comprensión de la
relación entre ciencia y públicos se enriquece de manera sustancial cuando
no se limita a determinar cuánto o cuán poco de una saben los otros. Esto es,
cuando se asume que la alfabetización de las personas es sólo una entre las
múltiples dimensiones que modelan su convivencia con la ciencia y que, por
tanto, cualquier análisis restrictivo se verá constreñido en sus posibilidades
de aprehender el fenómeno complejo de interacción entre ambos.
En segundo lugar, la apertura hacia nuevos intereses promovió la
confluencia de perspectivas diferentes en el análisis. Es así como a la
sociología del conocimiento científico y los estudios sociales fueron
añadiéndose progresivamente la historia de la ciencia, la antropología
cultural, la sociología y comunicación del riesgo, la psicología o la
lingüística. Cada una de ellas construye el problema y la discusión desde
miradas diversas, orientando la investigación en dirección de sus propios
acentos. Eso puede considerarse, por un lado, un avance positivo para un
campo que, marcado por el énfasis en los estudios empíricos, nunca había
sido particularmente afecto a la sofisticación conceptual sino más bien débil
en ese sentido. No obstante también es preciso reconocer que, cuanto más se
afirma el carácter interdisciplinar del análisis de la cultura científica, más
lejana se percibe la posibilidad de alcanzar algunos acuerdos básicos sobre
cuáles son o deberían ser, precisamente, los problemas y conceptos centrales
para el análisis de la cultura científica11.
Finalmente, la valorización de la metodología cualitativa e interpretativa
constituye una de las contribuciones más significativas del giro etnográfico,
pues permite alcanzar pliegues en los procesos de apropiación social de la
ciencia que la aproximación cuantitativa por sí sola no puede captar. Las

11
Este interés por lograr cierto grado de unificación no es compartido. Para Simon Locke
(1999), por ejemplo, los conflictos sólo representan una preocupación para una visión
idealizada de la investigación como armónica y autoconsistente. No obstante, lo que señalo
es previo a cualquier conflicto: supone algunos acuerdos mínimos respecto de aquello sobre
lo cual tiene interés entablarlo. En otras palabras: mientras Locke aborde el problema de la
comprensión pública de la ciencia en términos de la retórica de Billig y Michael (2002)
como el proceso de prehension rizomática que realizan los híbridos post-humanos, cada
cual seguirá su camino con su particular definición del objeto. El problema no es el
conflicto sino, precisamente, que en esas condiciones es imposible que el conflicto exista.
De hecho, no es casual que Locke introduzca en su artículo la pregunta retórica “¿Qué tiene
que ver todo esto con la comprensión pública de la ciencia?” (ob.cit.: 82) para que el lector
recuerde a cuento de qué venía todo el asunto. O que, de igual modo, Michael acaba por
reconocer en determinado momento que “En este punto, ya no estamos tratando en absoluto
de CPC.” (ob.cit.: 363). Lo que se dice, a confesión de partes…
generalizaciones sólidas y de gran validez externa que ésta aporta tienen
como contrapartida necesaria del procedimiento la profundidad de sus datos:
el nivel de las percepciones o actitudes rápidamente verbalizables, de nivel
superficial, pero no el plano más hondo en que éstas se construyen y se
articulan en una totalidad con sentido. La perspectiva situada que
proporcionan los estudios de caso, la observación participante, las
entrevistas en profundidad o los grupos de discusión, aporta al investigador
una clase de comprensión del fenómeno que difícilmente puede lograrse
mediante las encuestas de percepción. No obstante, también es menester
admitir que esa mirada -restringida a circunstancias puntuales y, por ende,
dependiente de ellas- limita la posibilidad de extender estadísticamente sus
hallazgos más allá de los escenarios analizados. De ahí que el reclamo
explícito y persistente de promover la complementación entre ambas
metodologías es reconocido actualmente como uno de los retos perentorios
que debe afrontar la investigación.
Entre deficiencias ajenas y fortalezas propias, el enfoque etnográfico-
contextual se extendió velozmente en el campo de CPC de manera paralela
al desplazamiento -que no reemplazo- de la influencia del programa clásico
o, más precisamente, como una de sus causas visibles. Sin necesidad de
afirmar una hegemonía sin fisuras, es innegable el afianzamiento de lo que
Steve Miller (2001) denomina el “Triángulo de las Tres D” –de diálogo,
discusión y debate- como la base que sostiene en la actualidad buena parte
de la producción disciplinar. La atención sobre las condiciones y formas en
que se entabla la comunicación entre científicos y públicos ha superado con
creces a la que concitara durante décadas la tríada interés, conocimientos y
actitudes, no sólo en el ámbito de la investigación académica sino también
en el marco de las políticas públicas sobre cultura científica. El informe
Science and Society (House of Lords, 2000) es un buen ejemplo de ello:

“(…) desde numerosos ámbitos se afirma que la expresión ‘comprensión pública de la


ciencia’ quizás no sea la categoría más apropiada. (…) Se argumenta que los términos
implican la asunción condescendiente de que las dificultades en la relación entre ciencia
y sociedad se deben enteramente a la ignorancia y la falta de comprensión de parte del
público; y que con suficientes actividades en esa dirección el público obtendría mayor
conocimiento, con lo cual todo iría mejor. Ese enfoque se percibe inadecuado por
muchos de nuestros asesores: el Consejo Británico ha llegado a llamarlo ‘anticuado y
potencialmente desastroso.”

“(…) la ciencia no puede ignorar su contexto social. En el capítulo 2 hemos referido


evidencias acerca de una declinación en la confianza; reconstruir la confianza requiere
una mejora en la comunicación en ambas direcciones: una nueva disposición hacia el
diálogo. (…) [Diferentes instituciones] están realizando un excelente trabajo para
mejorar la comprensión pública de la ciencia. Sin embargo, todas ellas deben responder
también en términos de la disposición al diálogo. (…) Un cambio cultural a favor de un
diálogo directo, abierto y oportuno [con el público] debe tener implicaciones para los
asesores científicos, para los Consejos de Investigación, y para los propios científicos.”
Los fragmentos constituyen una muestra del reclamo reiterado de propiciar
instancias de diálogo, discusión y debate entre ciencia y públicos; del
énfasis en atender al contexto cultural en que se entablan, y también de la
crítica persistente al modelo tradicional. En quince años transcurridos desde
el Informe Bodmer, para comienzos de este siglo la expresión “comprensión
pública de la ciencia” había pasado de título y estandarte disciplinar a ser
considerada una categoría “poco apropiada”, o algo peor. Ese nivel de
consenso alcanzado por el enfoque etnográfico-contextual resulta lo
suficientemente sólido como para evitar que sus inconvenientes adquieran
mayor trascendencia. Parafraseando al refrán podría decirse que si del
modelo caído todos hacen leña, más dificultades se encuentran al momento
de detectar objeciones hacia la corriente de mayor predicamento en la
actualidad. De todos modos, tampoco faltan las voces discrepantes.
Para algunos, la reivindicación del conocimiento contextual de las
comunidades y agentes, de sus saberes históricos y prácticos -movida por el
compromiso de fortalecerles frente al potencial “avasallador” de la ciencia-
ha revertido en que el enfoque tienda por principio a valorar y privilegiar la
experticia popular y a acentuar el rechazo y desprecio por el conocimiento
científico. Según Bruce Lewenstein (2003), eso sería consecuencia directa
de las posiciones anticientíficas de varios de sus partidarios, involucradas en
las llamadas “guerras de la ciencia” durante la década de los ‘90. No es
posible entrar aquí de lleno en esa imputación que, en realidad, encierra el
cuestionamiento más abarcativo dirigido a las corrientes constructivistas que
dan sustento al modelo contextual, partícipes de la controversia académica
referida. Hacerlo requeriría juzgar un campo vasto en orientaciones y
niveles de radicalización, entre las cuales algunas recaerían perfectamente
dentro de esa afirmación, otras serían dudosas y otras no la merecen en
absoluto. Sin embargo, aún sin adentrarnos en la discusión, sí tiene valor en
este punto recordar la advertencia formulada por Steve Miller:

“No deseamos una versión de la comprensión pública de la ciencia políticamente


correcta, en la cual la idea de que los científicos entienden más que el público es tabú.
Científicos y legos no están en pie de igualdad cuando se trata de información científica,
y el conocimiento, arduamente logrado a través de horas de investigación, probado y
experimentado durante años y décadas, merece respeto.” (Miller, S., ob.cit.: 118)

Esa corrección política representa actualmente un obstáculo no menor


cuando dificulta sostener ciertos argumentos o, incluso, asumir decisiones;
por ejemplo, acerca del valor diferencial de los distintos tipos de
conocimiento en controversias científicas o tecnológicas proyectadas a la
esfera pública. O, pongamos por caso, cuando entran en colisión sistemas de
saberes y prácticas heterogéneos entre los cuales no sería apropiado afirmar
la mayor validez de unos respecto de los otros y, por ende, darles prioridad
en el tema en cuestión. Sin llegar al nivel de virulencia del planteamiento de
Lewenstein, la negación de la especificidad del conocimiento científico
representa una debilidad en el enfoque etnográfico-contextual, que afecta
tanto a su dimensión epistémica como a las prácticas de interacción que
promueve. En el primer caso, negar la existencia de una asimetría cognitiva
objetiva entre científicos y ciudadanos impide captar una de las notas más
salientes de sus relaciones y, por tanto, limita la capacidad del enfoque para
comprender adecuadamente los condicionamientos bajo los cuales éstas se
desarrollan. En el plano de las prácticas, no se entiende cómo es posible
implementar instancias de diálogo, discusión y debate entre científicos y
públicos sin tener en cuenta las particularidades del conocimiento que
constituye su objeto. Sobre ambos argumentos volveré de manera reiterada
en capítulos subsiguientes.
Una segunda línea crítica se dirige a cierta tendencia de la corriente
etnográfico-contextual a reemplazar la visión estigmatizadora del público
del modelo de déficit por otra idealizada o “romantizada” de sus miembros,
en cuanto a sus competencias, entendimiento, capacidad de resistencia y
respuesta frente al discurso de los expertos. La objeción se dirigiría, por
ejemplo, a caracterizaciones como la de Sheila Jasanoff (2005) según la cual
los sujetos son agentes cognitivos robustos que, de manera uniforme y por
principio, examinan y valoran las afirmaciones del conocimiento experto en
función de competencias, virtudes y razonamiento culturalmente formados y
asentados. Esto es, que se encuentran en una disposición de interés y
permanente compromiso con el ejercicio de una actividad crítica. Desde esa
forma de concebir a los públicos, no es novedad que el uso del término lego
es un motivo de anatema pues reflejaría el modo en que el conocimiento
popular, per se valioso, es menospreciado en virtud de una epistemología
restrictiva que no admite sus mecanismos de producción y validación; y
que, sobre todo, se siente amenazada -como sostiene Wynne- por sus
cuestionamientos. Por el contrario, se trata de reconocer que, más que
pasividad o desinterés, los sujetos demuestran indefectiblemente un alto
grado de proactividad e involucramiento con la ciencia; el cual, sin
embargo, no es tenido en cuenta ni desde el punto de vista práctico -en la
propia interacción- ni desde el modelo de análisis centrado en su ignorancia.
Por otra parte, en caso de producirse reacciones negativas éstas no serían
irreflexivas o infundadas sino motivadas siempre por la simétrica falta de
comprensión de parte de los expertos.
En este punto hay un problema serio porque, de profundizar en esa
dirección, el giro etnográfico se expone al riesgo de un maniqueísmo que
termina recayendo en el mismo error que intenta remediar, sólo que en el
sentido opuesto. Como resultado de eso, una nueva hipótesis lineal vendría a
reemplazar a la anterior. Los problemas de la relación entre científicos y
público seguirían limitados a una interpretación unidimensional en términos
de fallas en la comprensión por falta de conocimientos y cerrazón, con la
diferencia de que en este caso se modificaría el sujeto que las detenta: el
déficit endilgado al público se traslada ahora a los expertos. Estar alertas
frente a ese tipo de simplificación es primordial, porque no sólo permite
evitar ese riesgo sino también una inconsistencia interna: reconocer que los
públicos son diversos en cuanto a sus competencias, motivaciones, intereses
e implicación con la ciencia y la búsqueda de información, que sus actitudes
están ancladas en distintas circunstancias objetivas y subjetivas, implica
reconocer que en esa diversidad natural “los públicos también pueden ser
desatentos, inmotivados e ignorantes.” (Einsiedel, 2000: 211)

6. Del monólogo alfabetizador al diálogo y sus condicionantes

El interés por la comprensión pública de la ciencia surgió en un contexto


en el que comenzaban a despuntar preocupaciones que en breve serían
esenciales para las sociedades contemporáneas, modeladas en los avatares
de “el siglo de la ciencia” como lo caracterizó el historiador José Manuel
Sánchez Ron. Esa prominencia es precisamente lo que exige mejorar su
imbricación en el proceso cultural, reiterada una y otra vez en
investigaciones, documentos y protocolos de acción. La demanda fue
acentuándose a medida que las sucesivas aproximaciones al problema
constataban la existencia de un distanciamiento entre ciencia y sociedad,
dando forma progresivamente a la imagen de la brecha que es preciso
superar. En esa tensión por entonces apenas entrevista entre presencia y
ausencia, incorporación y extrañamiento, asimilación e irreflexión, se
afirmó el interés fundante de los estudios en CPC.
Esas condiciones iniciales no hicieron sino profundizarse durante las
últimas décadas del siglo pasado, abonando el escenario para que el interés
por las relaciones entre ciencia, tecnología, sociedad y cultura se expandiera
de manera sostenida. Una preocupación que se encuentra afincada, por una
parte, en rasgos del propio devenir epistémico e institucional de la ciencia,
que habrían acentuado la ruptura entre el conocimiento y la visión científica
del mundo y su aprehensión fuera de las comunidades especializadas. Por
otra parte, en el modo en que ciertos desarrollos tecnológicos se proyectaron
conflictivamente a la esfera pública a partir de sus consecuencias nefastas
para el ser humano y el entorno natural. Todo ello trajo aparejada la
expansión académica de una retórica crítica entendida por algunos en
términos de una verdadera “reacción anticientífica”, como la referida por
Lewenstein, cuyos efectos -de trascender a la sociedad en su conjunto- se
temía que acabaran sustentando una condena social en masa para la
institución científica, sus profesionales, prácticas, productos y valores.
La conjugación de esos elementos explica por qué la interacción entre
ciencia y públicos adquirió de manera progresiva su visibilidad y relevancia
actuales, afianzándose simultáneamente como problema teórico y como
espacio sobre el cual ejercer una acción metódica. La investigación se hizo
sistemática y la intervención, en cierto modo, planificada y controlada. Al
interés práctico por contar con información útil para el diseño de políticas
públicas se añadió -sin sustituirlo- el interés por producir un conocimiento
más penetrante y reflexivo, situando el fenómeno en la intersección de
diversos marcos interpretativos. En su breve historia, el análisis del proceso
de circulación y apropiación social de la ciencia tuvo una evolución
fructífera en diversos aspectos; entre ellos, quizás el más destacable sea
precisamente el haber superado la limitación de sus intereses empíricos
originales para dirigirse hacia la construcción de un ámbito teórico más
amplio de miras y cada vez más sólido en sus discusiones fundamentales.
En este momento, como se desprende de la revisión desarrollada en este
capítulo, en él coexisten dos modos alternativos de concebir el problema de
las relaciones entre ciencia y sociedad. En un sentido lakatosiano, el
programa fundacional se encontraría en una etapa de declive, severamente
rebatidos los conceptos e hipótesis que conforman su núcleo central y, para
los críticos más severos, agotado en su capacidad de explicar la complejidad
y variabilidad del proceso de comprensión pública de la ciencia. Sin
embargo, la caducidad definitiva de un programa sólo puede afirmarse
taxativamente a posteriori, ya que puede recuperar su carácter progresivo: la
revisión conceptual y metodológica emprendida al interior del abordaje
cuantitativo a partir de las objeciones afrontadas bien puede significar la
transición hacia una nueva etapa. Agotado o en recomposición, es claro que
los cuestionamientos epistémicos no han logrado mellar el valor
instrumental que se le reconoce: las encuestas de percepción gozan de
excelente salud -es decir, de financiamiento público y respeto a sus
resultados, alentadores o negativos- a lo largo y ancho del mundo
desarrollado. Al mismo tiempo, en el plano de las prácticas de intervención,
si comunicar la ciencia al público puede considerarse un imperativo
derivado de la interpretación en términos de un déficit cognitivo, el énfasis
contemporáneo que se le confiere no muestra otra cosa que la persistencia
también en este nivel del modelo en que fue originado.
El enfoque etnográfico-contextual, por su parte, se encuentra en una
etapa de desarrollo y expansión de su heurística positiva: su aproximación al
objeto ya no destaca sólo por la novedad u originalidad que representó en su
momento, sino por la calidad de sus aportes sustantivos a la comprensión de
las peculiaridades y matices involucrados en la interacción entre ciencia y
sociedad. Sin embargo, en mi opinión no logra despegar del todo de una
instancia de autoafirmación que se refleja en cierto empecinamiento por
poner de manifiesto las debilidades de su antecesor: a la par de exponer y
discutir los propios resultados, nunca falta en un estudio contextualista un
párrafo destinado a diferenciarse de la investigación clásica. Asimismo, por
lo pronto aún no se percibe con nitidez cómo podría integrarse la variedad
de sus aportaciones en un marco teórico sólido y articulado, algo que
efectivamente la diferenciaría de los escasos logros previos en ese sentido12.
No obstante, aún cuando resta advertir cuáles serán sus desarrollos futuros,
en todo caso la propuesta representa de por sí un avance sobre las notorias
carencias conceptuales de las primeras etapas disciplinares.
Desde una mirada amplia, una lectura del panorama desarrollado en este
capítulo es que la investigación en CPC permanece en un dilatado momento
de inflexión, de debate acerca de sus fundamentos, de revisiones
metodológicas y propuestas tendentes a encarar nuevos o persistentes
problemas. Si la proliferación de versiones y aproximaciones a un tema es
un indicador de vitalidad, del presente de los estudios de cultura científica
bien podría inferirse que se trata de un período de plena efervescencia
productiva. Sin embargo esa imagen requiere ciertos matices pues, para ser
completa, es menester reconocer la otra cara de la moneda: cuando una
discusión se reitera sobre la base de los mismos argumentos, entonces no se
la puede considerar per se un signo de progreso sino que, por el contrario,
estaría dando cuenta más bien de una forma de estancamiento. En ese
sentido, mi impresión es que, transcurridas casi dos décadas de controversia,
la dinámica de la investigación se ha afincado en la discusión permanente
alrededor de un modo particular de entender la cultura científica y sus
implicaciones para la relación entre ciencia y sociedad. Ya sea
minuciosamente revisado desde dentro o agudamente cuestionado desde
fuera, la reflexión se encuentra en buena medida entrampada dentro de los
límites de problemas y categorías que ese modo impone.
Los estudios de percepción reconocen la necesidad de sofisticar
conceptual y metodológicamente el modelo tradicional, pero mantienen
inamovible el sentido último del analfabetismo científico como el obstáculo
a superar mediante mejoras en los niveles de educación e información de los
ciudadanos. Las aproximaciones contextualistas relativizan la demarcación
entre lo que consideran formas en pie de igualdad -el saber científico y el
saber popular-, rechazan la existencia de una brecha cognitiva entre expertos
y no expertos y sus análisis se orientan básicamente a demostrarlo. De este
modo, por reacción, continúan enfocando el problema en términos de la
teoría negada. A poco de examinar las enfáticas discusiones de superficie, la
sensación que persiste es más bien la de una estabilización en la fase de
controversia provocada por el lastre, para nada resuelto, que implica seguir
asignando al déficit entidad como categoría problemática.
La dificultad en que incurre el modelo clásico es pretender que la
distancia entre ciencia y sociedad es superable informando adecuadamente a
los ciudadanos. Y suponer, por ende, que el barniz de conceptos accesibles
de esa forma -en general triviales y débilmente aprehendidos- tendría el

12
Algunos autores constructivistas como Alan Irwin y Mike Michael (2003) reconocen esa
limitación como una falencia persistente, y avanzan explícitamente en dirección de insertar
a los estudios de comprensión en el marco de una teoría amplia sobre la relación entre
ciencia, sociedad y gobernanza.
mágico efecto de promover entre ellos no sólo actitudes más positivas sino,
asimismo, el interés y la capacidad reflexiva para integrarse activamente en
las discusiones públicas. Por su parte, el principal obstáculo al que se
expone el enfoque alternativo es aquel que con perspicacia señala Miller:
negar la evidente desigualdad entre expertos y públicos por lo que respecta a
la disposición de cierto tipo de conocimiento; y considerar, al mismo
tiempo, que es posible implementar el “Modelo de las Tres D” cuando los
agentes no cuentan con un caudal de conceptos y experiencias mínimamente
compartidos acerca del objeto sobre el cual se procura dialogar, discutir y
debatir. Al excluir del análisis el condicionamiento básico que la asimetría
epistémica impone al diálogo entre los agentes, la perspectiva se limita en su
capacidad de comprender cabalmente la naturaleza de esos vínculos. Dicho
de otro modo, coarta su potencial renovador por omisión de un aspecto
clave que subyace y, en buena medida, determina el intercambio que puede
establecerse entre expertos y ciudadanos. Bajo los supuestos contextualistas
tampoco es posible pensar una interacción efectiva entre ambas partes.
Despojada de la connotación minusvalorativa, en ocasiones inculpadora,
que implica la referencia a un déficit qua carencia de los legos, asumir la
asimetría de los agentes como un supuesto del intercambio - y no como
entidad problemática- permite empezar pensar de un modo diferente cómo
circula y se comparte el conocimiento por fuera de las comunidades
especializadas. Reconocer la existencia de una desigualdad de base por lo
que respecta a cierto tipo de conocimiento es una actitud realista, tan exenta
de prejuicios descalificadores como de pretensiones reivindicativas, a partir
de la cual explorar nuevas formas de aproximarnos al problema e intentar
superar el inmovilismo. Entre ellas, algunas propuestas vigentes de
renovación de la agenda disciplinar plantean interrogantes clave para
comprender cómo se entablan esas relaciones entre agentes en condiciones
heterogéneas, en las cuales las dimensiones de credibilidad y confianza
mutuas adquieren un papel central. De hecho, diversas aproximaciones
conceptuales y metodológicas coinciden, no obstante sus diferencias, en que
esta línea debe considerarse una de las más significativas para el futuro de la
investigación (Dierkes y von Grote, ob.cit.). Eso no es de extrañar si se
percibe en qué medida ambas dimensiones permean en muy distintos planos
la interacción entre científicos y legos.
Para Wynne, por ejemplo, el interés pasa por las instancias de
negociación mediante las cuales se legitima o revoca la autoridad de la
experticia en su vinculación con la experiencia y el conocimiento cotidiano
de los sujetos, y en la confianza que éstos depositan en las instituciones que
la desarrollan y controlan -cabe recordar, en este sentido, los resultados
obtenidos con los trabajadores de la planta nuclear de Sellafield-. Desde esa
perspectiva, su conclusión es que “el fundamento social de la confianza y
credibilidad es la cuestión crucial (y largamente negada) que influye en la
respuesta del público frente a la ciencia” (Wynne, 1991: 120) y, por ende, el
análisis que de manera más genuina puede dar cuenta del modo en que se
relacionan ciencia y sociedad. También para Jane Gregory y Steve Miller
(1998) la clave de la relación entre ciencia y públicos se cifra en el plano de
la confianza ya que es su ausencia -y no la de conocimiento- la que abre la
brecha entre ambos. Los sujetos, afirman, han desarrollado un mecanismo
de “desatención civil” respecto de la ciencia: debido a su opacidad
intrínseca, en circunstancias normales los ciudadanos tienden a confiar y
dejar hacer a los expertos; sólo cuando esas circunstancias se alteran y la
confianza se quiebra, el público demanda publicidad, acceso al
conocimiento, y hace el esfuerzo necesario para comprender y no
meramente aceptar aquello que se les presenta.
Este libro se inserta precisamente en ese marco de inquietudes renovadas
que atraviesa a los estudios de cultura científica, e intenta aportar una
mirada singular sobre ellas. En el transcurso de los próximos capítulos
abordaremos un núcleo de cuestiones vinculadas directamente con las
dimensiones de credibilidad y confianza públicas en la ciencia, en particular
de qué manera éstas condicionan la interacción entre expertos, públicos e
interfaces y cuál es su impacto y consecuencias para la circulación y
apropiación social del conocimiento científico. Eso nos permitirá
adentrarnos en una extensa serie de nuevos interrogantes que se abre apenas
superados los límites de la discusión sobre si déficit sí o déficit no. La
propuesta en lo que sigue es avanzar en esa dirección.
CAPÍTULO 2

EL REPARTO DEL SABER EN EL MARCO DE LA EPISTEMOLOGÍA SOCIAL

El desplazamiento de la influencia del modelo deficitario hacia el


enfoque etnográfico-contextual representó un marcado viraje en los estudios
de comprensión pública de la ciencia. En la primera etapa, la disciplina
aparece encuadrada bajo el interés epistémico por establecer el nivel de
conocimientos del público a fin de evaluar y explicar sus actitudes hacia a la
ciencia, y obsesionada por identificar las mejores estrategias dirigidas a
ampliar unos para mejorar las otras. Por su parte, el énfasis constructivista
en la variabilidad contextual de las relaciones entre expertos y legos
permitió dar cuenta de los múltiples factores que intervienen para darles
forma, que son irreductibles a su distanciamiento cognitivo. En la dimensión
práctica, por lo tanto, ya no se trata de alfabetizar unilateralmente a una de
las partes -que no lo necesita, pues está dotada de sus propias competencias,
motivaciones y valores, no científicos pero no por ello menos relevantes-
sino de promover un acercamiento basado en instancias más horizontales de
diálogo e intercambio, que atienda a las circunstancias concretas en que
éstos se producen.
En el capítulo anterior quedó de relieve el aporte del enfoque etnográfico
para captar la naturaleza compleja de la vinculación entre expertos y
públicos, pero también una limitación que hace tambalear su objetivo de
comprender plenamente el contexto en que se enmarcan sus relaciones. Por
reacción frente a la preeminencia atribuida por años al saber de una de las
partes, se erigió la necesidad de revalorizar la cultura y competencias de los
legos como mediaciones sustantivas e innegables de su relación con el
conocimiento científico. Pero también es innegable que existe una
desigualdad objetiva en el tipo de conocimiento del que disponen unos y
otros, precisamente aquel en torno del cual se entabla el diálogo y se
pretende confrontar distintas posturas. El enfoque etnográfico acierta al
afirmar que el déficit cognitivo del público no es el único determinante del
vínculo con la ciencia, pero se engaña al suponer que la asimetría no existe
o que no juega ningún papel en la interacción.
Mi objetivo en este libro es presentar una aproximación a la comprensión
pública de la ciencia que recupera algunas de las inquietudes vigentes pero,
sobre todo, propone explorar nuevos itinerarios. Por una parte, la propuesta
retoma el interés contextualista por las instancias de diálogo, discusión y
debate entre científicos y públicos, aunque afirmando que éstas se
establecen bajo una serie de constricciones producto de la desigualdad de
sus respectivas posiciones epistémicas. A su vez, esa heterogeneidad es
concebida de una manera más radical que la prevista por la noción del
déficit, pues no concierne al grado de disposición de conocimiento sino a la
naturaleza de su obtención y justificación. En ese marco, la asimetría
cognitiva entre los agentes no se reduce a la dimensión cuantitativa de lo
que saben unos e ignoran otros sino que responde, como se verá, a las
diferencias cualitativas entre dos formas de acceso a los contenidos de la
ciencia: autónomo en un caso, vicario en el otro. Más adelante se podrá
notar que el escenario es bastante más complejo, pues suma protagonistas y
superpone, a la heterogeneidad epistémica, una diversidad de valores,
representaciones socioculturales e imágenes mutuas que constituyen otra
fuente importante de condicionantes del vínculo.
Pero vayamos por partes. En este capítulo argumentaré que la circulación
y apropiación social del conocimiento pueden comprenderse a partir de la
asimetría cognitiva entre los agentes y no contra ella, tomándola como un
presupuesto y no como el problema a resolver. Eso trae aparejados nuevos
interrogantes para los estudios de cultura científica y requiere, al mismo
tiempo, concretar una serie de cambios epistemológicos y conceptuales que
se irán introduciendo a medida que avancemos en el trayecto.

1. El malestar del déficit radicalizado

La obra de Philipe Roqueplo figura entre los clásicos de la divulgación


científica y su rol político y cultural en las sociedades contemporáneas. Eso
no deja de ser paradójico, dado que la inquietante conclusión a la que arriba
en El reparto del saber (1983) es, precisamente, que el saber objetivo es
intransferible más allá de la comunidad de especialista que lo produce; que,
por tanto, es dudoso que la ciencia pueda ser de algún modo comprendida
por el público e imposible que eso pueda lograrse a través de la divulgación
masiva. Todo lo cual equivale a afirmar que la brecha cognitiva no sólo
existe sino que, para más, sería irresoluble1.
Roqueplo parte de la premisa de que todo conocimiento fáctico tiene una
doble densidad operativa: la práctica teórica y la práctica experimental. En
la primera, los científicos manipulan conceptos que adquieren significado y
funciones en el contexto de modelos y teorías. En la segunda, manipulan a
la vez instrumentos y conceptos y, como resultado, éstos se vinculan con sus
referentes objetivos. Precisamente, la brecha entre expertos y públicos
radicaría en la incomunicabilidad intrínseca de esa doble práctica fundante
del discurso científico. Existe una distancia irreductible entre la experiencia
efectiva mediante la cual se construye el conocimiento y la experiencia
relatada mediante la cual se lo distribuye socialmente y eso hace que, en
definitiva, uno y otro no sean lo mismo. La dimensión del hacer,

1
Esa conclusión explicaría por qué su obra no ha tenido un eco más destacado entre las
principales corrientes del campo de CPC: para el enfoque contextualista, el énfasis en la
existencia del déficit cognitivo es inaceptable; para el programa tradicional, lo inadmisible
es que no pueda ser solventado mediante las prácticas alfabetizadoras adecuadas.
constitutiva del saber especializado, es en modo alguno transmisible bajo la
forma necesariamente discursiva con que éste circula más allá de su
contexto de producción, el ámbito en el cual se desenvuelven los agentes
que tienen incorporada la significación concreta que implica ese hacer.
El público, por su parte, carece de esa vivencia articuladora de la práctica
teórica y experimental mediante la cual se produce conocimiento. Fuera de
la comunidad científica sólo es posible el acceso limitado al producto
contenido en una representación -relato, diagrama, imagen- desnaturalizada,
de la que se han borrado las condiciones de producción que la vinculan con
sus referentes, y que los sujetos no están en condiciones de reconstruir.
Como consecuencia, no se trata ya de que se les pueda explicar con mayor o
menor profundidad el contenido proposicional necesario para que logren
interpretar esa representación: la distancia que no se puede colmar no se
restringe al orden de la información no compartida -como supone el modelo
de déficit- sino que se extiende en una dirección mucho más profunda, hacia
el orden de las prácticas no compartidas. La ruptura radical planteada en El
reparto del saber consiste en mostrar que la imposibilidad de su distribución
no es un problema metodológico y contingente sino epistemológico y
estructural: la forma de la práctica, constitutiva de la generación de
conocimiento científico, no resiste sin pérdida el paso a la forma del
discurso, que es constitutiva de su circulación2.
En la versión roquepliana, la brecha cognitiva es un determinante a priori
de la relación entre expertos y públicos. Esa conclusión da en el corazón del
optimismo intervencionista del modelo clásico, pues toda acción orientada a
la circulación y apropiación social del saber estaría condenada de antemano
al fracaso. Las prácticas alfabetizadoras no tienen más efecto que el de
ofrecer un sucedáneo pobre y trivial de entidades y procesos cuya densidad
rebasa de manera insuperable los límites de lo que efectivamente puede ser
comunicado; más aún, la imagen misma de ciencia que trasciende a la
sociedad sería una completa entelequia. En palabras de Roqueplo, “si esa es
la forma en que, por fuerza, el profano ve la ciencia, entonces podemos
preguntarnos si no hay, en el seno de nuestra cultura, un equívoco
fundamental sobre lo que significa el propio término de ciencia.” (ob.cit.:
82, la cursiva es del autor)
Este planteo conduce aparentemente a un callejón sin salida a cualquier
esfuerzo por promover la cultura científica, pues presenta a la asimetría
epistémica como un hecho en cierto punto insalvable: no se trata de un
déficit subjetivo en la información y la capacidad de asimilación del público

2
En este sentido, Roqueplo se distancia de otras visiones críticas como, por ejemplo, la que
sostiene Morris Shamos en El mito de la alfabetización científica. Si bien éste también
afirma que se trata de poco más que una idea romántica, “un sueño sin ninguna relación con
la realidad” (Shamos, 1995: 215), atribuye esa condición al carácter impracticable de las
soluciones -las fallas en las estrategias de alfabetización- y, sobre todo, al desinterés natural
del público por la ciencia -lo que he llamado una visión inculpadora del déficit cognitivo-.
sino de una condición objetiva. Pero si la ciencia no puede ser compartida
fuera de los ámbitos en que se la produce, eso también impacta en la
viabilidad de las propuestas orientadas a fomentar una discusión más amplia
y plural sobre ella. ¿Sobre qué bases podría entablarse un diálogo entre
expertos y ciudadanos cuando no existe un umbral de comunicabilidad
mínimo entre ambos?
En el marco contextualista, la respuesta apuntaría que la discusión es
posible cuando se admite que el conocimiento científico no es lo único ni lo
más importante que allí se juega; y que, por tanto, el fundamento para la
comunicación entre los agentes debe buscarse en otro lado, en la inclusión
de los códigos, saberes y valores no científicos que toman parte en ella.
Todo eso es indudable, pero insuficiente. La solución satisface la exigencia
de que los expertos se esfuercen en comprender y evaluar los argumentos y
valores que aportan los legos, pero sigue quedando pendiente la contraparte
de cómo los legos pueden comprender y evaluar los argumentos y valores
que aportan los expertos. En el propio caso paradigmático de Cumbria hay
un núcleo de conceptos, prácticas y valores científicos involucrados en la
controversia entre técnicos y lugareños: lluvia ácida, radioactividad,
toxicidad, contaminación, instrumentos de medición, precisión, fiabilidad.
Para que exista una disputa acerca de cuáles son los mejores sitios para
medir los efectos de la radiación, si los dispositivos son adecuados o no, si
proviene de Chernobyl o de la planta nuclear cercana, el público debe tener
algún tipo de acceso a qué significa que los elementos naturales tienen
propiedades radioactivas, que cuando se superan determinados niveles
pueden ser perjudiciales para el entorno, y que existe un modo de generar
datos confiables sobre ellos empleando un tipo apropiado de instrumentos.
Discutir razonablemente acerca de algo requiere que las partes acuerden
previamente sobre qué se discute para, en función de eso, examinar los
argumentos y perspectivas que aportan una y otra. De otro modo, por una
parte, nada asegura que estén hablando de la misma cosa y disputando el
mismo objeto. Si cada uno de los participantes encara el tema en sus propios
términos, entonces difícilmente pueda existir entre ellos un diálogo
productivo o siquiera un diálogo: lo que resulta es más bien un monólogo a
dos voces, cercano a “un mero modus vivendi, en el que tanto los grupos
sociales como las comunidades científicas simplemente se aguanten unos a
otros.” (Broncano, 2006: 223). O peor aún, a juzgar por las conclusiones de
Wynne sobre la controversia de Cumbria, que no se aguanten en absoluto.
La segunda consecuencia de la incomprensión mutua resulta todavía más
grave. Cuando el umbral de comunicabilidad mínimo que he mencionado no
existe, quien no está al tanto de los términos en que se plantea el debate
queda por completo excluido de la posibilidad de participar de él3. Eso torna
3
Una analogía puede resultar útil para comprender esta idea. Cuestionar el juicio de un
árbitro de fútbol que invalidó un gol por posición adelantada requiere necesariamente
conocer el significado de “posición adelantada” para, a partir de eso, formular y sustentar
más severa la objeción al programa etnográfico, pues su hincapié en que las
prácticas, conceptos y valores científicos no desempeñan un papel relevante
en los debates públicos sobre la ciencia -y que, por tanto, es irrelevante que
los legos dispongan de ellos en alguna forma- deja a la sociedad fuera del
juego. Simplemente porque la primera parte del argumento es un error, o
una falacia. Negociar con expertos la duración de la etapa de prueba clínica
de una droga supone saber qué comportan las distintas fases de un protocolo
y las consecuencias de acortarlas o alargarlas, del mismo modo que
intervenir en el debate sobre una ley que regule la investigación con células
madre embrionarias implica comprender qué son células madre y
embriones, entre otros. Y participar de una audiencia pública acerca de la
viabilidad o deseabilidad de una política energética basada en la promoción
de centrales nucleares demanda -además de superar pánicos atávicos o
recientes- compartir un mínimo de conocimientos acerca del proceso de
fusión nuclear, el modo de funcionamiento de un reactor y las medidas
técnicas de control y seguridad. No es verdad que en la relación entre
ciencia y sociedad el conocimiento de contenidos, valores y procedimientos
científicos no tenga importancia, del mismo modo que tampoco es verdad
que éstos sean los únicos argumentos relevantes para la discusión.
La sensación en este punto es que estaríamos ante un nuevo callejón sin
salida. Si el diálogo entre científicos y ciudadanos supone compartir un
núcleo básico de conceptos, pero esos conceptos -según la versión de
Roqueplo de la asimetría- son intransferibles stricto sensu, entonces lo único
que resta es resignarse a que el intercambio no sea posible y abandonar, por
consiguiente, el reclamo de una esfera pública de discusión de la ciencia que
integre a ambos grupos de actores. No obstante, otro fragmento de Broncano
aporta una serie de claves para superar la situación, entendiendo que la
comunicación entre agentes en esas condiciones supone:

“la necesidad de un uso explícito de conceptos deferenciales, conceptos cuya existencia


está distribuida en red, conceptos que solamente se pueden poseer en la medida en que
se concede al conocimiento de los otros una forma fuerte de autoridad y comprensión.
Las varias contrapartes de la discusión deberían conceder legítimamente que la
conversación debe hacer uso de tales conceptos, y que por consiguiente ha de llevarse a
cabo bajo las constricciones de una comprensión limitada, sin que por ello quede
afectado el núcleo principal de las intenciones comunicativas. Se trata de encontrar una

los argumentos acerca de la actuación del colegiado. Entre ellos intervendrán sin duda
intereses y motivaciones de muy diversa índole: quien sienta que su equipo fue perjudicado
difícilmente podrá desprenderse de esa carga al momento de fundar su aporte; si hay una
historia de mala predisposición del hombre de negro, más todavía; si el club beneficiado es
uno de los más fuertes de la liga se incluirán en el debate las relaciones de poder y las
implicaciones económicas de la decisión. Lo que no se puede es discutir la validez o no del
gol y del juicio del árbitro cuando no se dispone del concepto de “fuera de juego” pues eso
es lo que está en el origen de la disputa. Quien no sabe de qué se trata y qué consecuencias
tiene para el juego, queda fuera de los términos en los que se mantiene el debate.
forma de discusión que en su propio desarrollo entrecruce el conocimiento experto con
la discusión abierta de los valores compartidos por todos, de un lado, en tanto que
ciudadanos, de otro, en tanto que una comunidad epistémica que es capaz de asumir
colectivamente sus proyectos y compromisos.” (ibíd., 223)

Si la investigación pretende contribuir a desentrañar efectivamente la caja


negra del diálogo entre ciencia y sociedad -y a sostener en la práctica una
implementación efectiva y no meramente nominal del Modelo de las Tres
D-, la primera pregunta debe ser precisamente de qué manera circula y se
comparte el conocimiento en un contexto de esas características, signado
por la asimetría cognitiva de los interlocutores. ¿Qué papel cumple en el
proceso de adquisición deferencial de conceptos el reconocimiento de la
autoridad epistémica de los expertos? ¿Cómo intervienen en la interacción
la confianza depositada (o no) en su palabra, sobre qué bases se construye la
credibilidad que la sustenta? Instalar ese tipo de cuestiones en el núcleo de
los estudios de cultura científica exige revisar previamente algunos de sus
fundamentos epistemológicos y conceptuales, situando el análisis en un
marco más apropiado para pensar el papel de las relaciones sociales en las
prácticas epistémicas y la organización del trabajo cognitivo, que permita
profundizar en las particularidades de ese tipo de intercambios.

2. Deferencia a la autoridad epistémica

La conclusión de Roqueplo implica, en última instancia, que un sujeto no


puede conocer de manera genuina algo acerca del mundo si no es
convirtiéndose él mismo en un experto. De lo contrario lo que obtiene es un
remedo de conocimiento, desde el momento en que no comprende cómo es
construido y justificado en relación con otros y con referentes externos no
discursivos. Al no participar de esas prácticas, afirma Jesús Vega, los legos
no tienen acceso a aspectos tácitos que van más allá de la prueba esgrimible
públicamente, que sólo el contacto instrumental y experimental son capaces
de proporcionar.
Para una concepción subjetivista de la justificación del conocimiento, es
claro que la posición del público resulta mucho más desventajosa que la que
supone el modelo de déficit: no sólo carece de información sino que, cuando
la obtiene, tampoco puede afirmarse de ella que constituya estrictamente
conocimiento pues no puede justificarlo de manera independiente. No
obstante, cualquiera de nosotros afirmaría sin titubear que sabe muchas
cosas -por ejemplo, la estructura del sistema solar, que en 1492 Cristóbal
Colón llegó a una tierra ignota o que en los polos hace frío- aún cuando
jamás las hayamos comprobado individualmente ni tengamos intenciones o
necesidad de hacerlo. Si la única forma legítima de conocer es la que se basa
en el ejercicio de las propias facultades perceptivas y de razonamiento,
entonces deberíamos admitir, sugiere provocativamente John Hardwig
(1985), que la mayoría de las personas son irracionales, pues sostienen una
cantidad de creencias respecto de las cuales carecen de evidencias de
primera mano ni tienen perspectivas de obtenerla. Entre ellas, naturalmente,
las creencias acerca del mundo producidas por la ciencia.
Sin embargo, creo que es factible mantener parte del argumento de
Roqueplo y rechazar su corolario. A saber: que el conocimiento científico es
intransmisible si por ello se entiende la plena aprehensión de las prácticas
que lo generan y validan, pero que eso no implica que el público -que sólo
participa de ellas de manera vicaria- no pueda conocer algo en sentido
estricto. En todo caso, de lo que se trata es de discutir justamente qué
significa conocer y a qué tipo de agente epistémico remite. Si eso supone
contar con evidencia directa que éste puede juzgar de manera autónoma para
decidir acerca del valor de una proposición-, entonces todo el campo de
comprensión pública de la ciencia sería un enorme sinsentido; y su misma
denominación, un oxímoron. Pero si es posible considerar que existen
buenas razones para sostener una creencia cuando se admiten las evidencias
obtenidas y presentadas por otros, entonces no habría objeción para aducir
que los miembros del público son agentes cognitivos plenos, y que el
conocimiento adquirido mediante el diálogo con los expertos puede
constituir genuino conocimiento. Por lo tanto, indagar en las condiciones
bajo las cuales se entabla su interacción con la autoridad epistémica
constituye una vía fecunda para entender el origen de la cultura científica.
Es evidente que este sujeto no es el mismo que el del modelo de déficit,
aquel que puede ser alfabetizado para salir de su ignorancia y emerger de un
baño de información con pleno dominio de conceptos y métodos científicos;
un público que, mediante ese proceso, ha adquirido fundamentos reflexivos
para juzgar con minuciosidad el valor de las afirmaciones de la ciencia y
participar de las discusiones en torno de ellas. Buena parte de los tópicos de
la investigación se cifran en esas expresiones, pero la concepción de público
que surge en cuanto se reconoce la existencia de la asimetría se aparta
notablemente de ellos. Lejos de suponer una progresión gradual desde esa
situación hacia un estado superador de autonomía y equiparación cognitiva,
el análisis del intercambio de conocimiento entre expertos y legos debe
tener como premisa el hecho de que éstos se sitúan en una posición de
dependencia epistémica que deriva del hecho -semejante al señalado por
Roqueplo- de no participar de las prácticas de producción y validación de
ese conocimiento:

“[la inferioridad y dependencia epistémica de los legos puede considerarse aún más
radical pues] (1) no ha llevado adelante la investigación que provee de evidencia para su
creencia de que p, (2) no es competente, y posiblemente no llegue a serlo, para llevar
adelante esa investigación, (3) no está en condiciones de juzgar los méritos de la
evidencia aportada por la investigación de los expertos, (4) puede que no esté en
condiciones de comprender la evidencia y en qué medida sostiene la creencia de que p.”
(Hardwig, ob.cit.: 338)
Pero entonces, vista la debilidad de su situación, ¿qué habilita pensar que un
lego conoce o puede conocer, pongamos por caso, que la Tierra se encuentra
en un estado de movimiento permanente y combinado de rotación,
traslación, precesión y nutación? En primer lugar, no lo ha determinado por
sus propios medios -más aún, si se guiara por sus facultades perceptivas lo
racional sería, por el contrario, sostener que la Tierra está inmóvil-. En
segundo lugar, no es competente y probablemente nunca lo sea para hacerlo
-porque no es ni desea ser físico o astrónomo-. En tercer lugar, no puede
juzgar si las pruebas que ofrecen los expertos son buenas pruebas de los
movimientos terrestres4 -en otras palabras, no puede juzgar la calidad de la
relación entre las premisas y la conclusión de que el eje de la Tierra oscila
periódicamente-.
Aún en esas condiciones sería un despropósito, suponer que el único
conocimiento válido es el que se obtiene y justifica de manera
independiente. Cualquier individuo que carece de otras razones puede
conocer algo sobre los movimientos terrestres si adopta una actitud
deferente respecto de quien lo conoce por sus propias razones y comunica a
la vez una cosa y la otra. En otras palabras, si se admite que una buena
razón para afirmar que se conoce algo es confiar en la palabra de una
autoridad epistémica que lo afirma con buenas razones. Antes de avanzar
sobre las consecuencias de esta afirmación para la comprensión pública de
la ciencia, es preciso abordar las alternativas al individualismo
epistemológico que permiten sostener ese desplazamiento.

Epistemología social y comprensión pública de la ciencia

En la actualidad, el rótulo de “epistemología social” es reivindicado por


un extenso abanico de enfoques heterogéneos. En un sentido muy general,
se trata de un conjunto de programas de raigambre filosófica y sociológica
que comparten básicamente su distanciamiento de concepciones centradas
en la adquisición y justificación racional del conocimiento mediante el
ejercicio de facultades propias de unos sujetos cartesianos, ajenos en su
práctica cognitiva a cualquier influencia externa. Por contraste, las nuevas
corrientes enfatizan la necesidad de incorporar al análisis epistemológico los
aspectos sociales que impregnan tanto el conocimiento como el acto de
conocer, habitualmente excluidos por extrínsecos en las aproximaciones
individualistas. Sin embargo, más allá de esa coincidencia en un genérico

4
Por ejemplo, no tiene forma de evaluar si una serie de medidas de la oscilación errática de
ciertas estrellas, articuladas con la observación de la fuerza gravitacional que ejerce la Luna
sobre el abultamiento ecuatorial del planeta, resultan evidencia suficiente y necesaria para
aceptar que los polo terrestres se desplazan nueve segundos de arco cada 18,6 años.
punto de partida, las versiones difieren en lo que respecta a sus intereses -
descriptivos o normativos-; a lo que se entiende por conocimiento y lo
social en sus respectivos marcos; y, sobre todo, en que grado de injerencia
de factores extra-epistémicos en la actividad cognitiva estén dispuestos a
considerar. La ruptura con las vertientes tradicionales cubre un rango que
media entre los enfoques que mantienen la dicotomía entre ambos planos -
en cuyos casos la dimensión colectiva del conocimiento es complemento y
refuerzo de sus dimensiones epistémicas distintivas-, y otros que rechazan la
posibilidad de cualquier distinción ontológica entre unos y otros factores5.
Como mencioné en el capítulo anterior, una versión constructivista de la
epistemología social ha inspirado buena parte de los argumentos del
enfoque etnográfico-contextual. El interés por captar la complejidad de las
relaciones que se establecen entre expertos y legos -disputas de poder,
resistencia y negociación, cooptaciones y alianzas- refleja la extrapolación
al entorno social del interés por desentrañar los mismos tópicos en las
relaciones que se entablan al interior de la propia comunidad científica. Al
mismo tiempo, el énfasis en que el conocimiento no es sino producto de esa
trama de intereses, prácticas y valores extra-epistémicos impacta
directamente sobre el modo de concebir la relación entre expertos y
públicos. El reclamo del enfoque etnográfico de equiparar en las discusiones
públicas los saberes popular y especializado es un reflejo del movimiento
epistemológico que despoja al último de toda pretensión de un estatus
diferencial entre las distintas fuentes de saber.
Sin embargo, existen otras formas de entender las prácticas de
producción e intercambio de conocimiento científico que atribuyen a las
relaciones sociales un papel central entre sus fundamentos sin renegar de su
especificidad epistémica, Esas líneas ofrecen, asimismo, una perspectiva
para entender los mecanismos de su circulación y apropiación social. En ese
marco, las posibilidades del público para adquirir ciertos conocimientos
sobre el mundo descansan en delegar en los expertos las propias facultades
cognitivas, adoptando una actitud deferente sintetizada en el Principio
General del Testimonio: “Si A [el público] tiene buenas razones para creer

5
Por ejemplo, respectivamente, la concepción “veritística” de Alvin Goldman (1999, 2006)
y la postura radical de Steve Woolgar en Science, the very idea (1988). En ocasiones, las
discrepancias son tan notorias que los diversos proyectos se distancian más entre sí que de
los enfoques tradicionales, generando demarcaciones entre “clásicos” y “anti-clásicos” o
“preservacionistas-expansionistas” y “revisionistas” (Goldman, 2006 y 2010); modelos
“dialécticos” y “geométricos” (Fuller, 1988); “conservadores” y “radicales” (Kitcher,
1991). En esos pares el primer calificativo diferencia a la propia posición, la buena práctica
de la epistemología social, de las demás, o directamente niega a las otras la índole
“epistemológica” de su mirada. En Why Social Epistemology is Real Epistemology,
Goldman (2010) rechaza de manera furibunda la inclusión de las corrientes posmodernas,
deconstruccionistas, socio-constructivistas y de los estudios sociales de la ciencia -las que
conforman el polo “revisionista”- del campo de la epistemología social.
que B [el científico] tiene buenas razones para creer p [un hecho fáctico]
entonces A tiene buenas razones para creer p.” (Hardwig, 1991: 697) 6.
Es claro que entre dos agentes con desigualdad de recursos cognitivos, la
apelación a una autoridad que se juzga competente como fuente de
conocimientos aparece en su máxima expresión, como si el modelo hubiese
sido pensado estrictamente para explicar ese escenario. Sin embargo,
aunque dominante en la interacción entre expertos y legos, no es privativa
de ella sino que la deferencia epistémica también es constitutiva de la propia
empresa científica. Desde un modo no constructivista de concebir lo social
en la ciencia, otras corrientes epistemológicas han enfatizado la naturaleza
colectiva de sus prácticas y la interdependencia de sus agentes, generando
un marco en el que la confianza mutua y la aceptación de la palabra de otros
sujetos se consideran inherentes a la producción de saber7.
Esa afirmación supone una revisión de las nociones de conocimiento,
racionalidad o agencia cognitiva similar a la que fue descrita en apartados
anteriores. Sin embargo, es evidente que el arraigo de la imagen clásica del
individualismo epistémico hace más difícil admitir su pertinencia cuando se
lo sitúa en el ámbito de la propia ciencia. En otras palabras: la apelación a la
autoridad puede sonar sensata para describir de qué modo accede el público
al conocimiento fáctico; después de todo, confiar en los expertos podría ser
su única alternativa para saber algo sobre cuestiones que exceden la
experiencia inmediata. Pero, ¿no es eso exactamente lo opuesto al espíritu
científico, basado en la duda sistemática respecto de la evidencia indirecta,
la demanda de la propia comprobación, la replicación concienzuda de las
observaciones o experimentos como requisito previo a su aceptación?
Ciencia y deferencia ¿no serían, por definición, prácticas antitéticas de
obtención y fundamentación del conocimiento? Una, basada en el ejercicio
de las propias facultades y, por tanto, racional; la otra, en la concesión
deliberada a las facultades de otros y, consecuentemente, ¿irracional?
Al parecer no es el caso. Kitcher (1992) señala por lo menos tres modos
en que la deferencia a la autoridad es constitutiva de la actividad cognitiva
de una comunidad científica. Se observa, por ejemplo, en la dependencia
que cada uno de sus miembros mantiene respecto del conocimiento
adquirido en el pasado, que permea su ontogenia intelectual. En segundo
lugar, cuando el científico novel se incorpora a la comunidad y adhiere a
criterios, valores y modos de hacer establecidos por las voces autorizadas. Y
en tercer lugar, cuando se involucra en las prácticas de cooperación

6
La naturaleza del vínculo testimonial entre los agentes de la CPC, y en qué consisten esas
“buenas razones” será retomada en detalle más adelante.
7
A un punto tal que para algunos, si la “metáfora de los fundamentos” aún resulta válida
para la epistemología, la fiabilidad de los miembros de las comunidades científicas es el
fundamento último de buena parte del conocimiento que producen, en un nivel tan básico
como la evidencia empírica o los argumentos lógicos (Hardwig, 1991: 694).
interpares mediante las cuales circula el saber, se adoptan ciertas
proposiciones y se indaga o se rechaza sin más la plausibilidad de otras
dependiendo del crédito asignado a quien las expone. En ese escenario, la
deferencia al juicio de las autoridades reconocidas incide directamente en la
investigación de todos, sin que eso signifique minimizar el valor de la
racionalidad. En todo caso, lo que debe ponerse bajo la lupa es el criterio de
racionalidad propio de la tradición individualista, que resulta estéril para dar
cuenta del modo en que funciona la ciencia contemporánea estructurada en
torno de la división del trabajo cognitivo. El dilema es claro: o bien se revisa
una epistemología inapropiada, o bien se la mantiene a costa de renegar de
la legitimidad del conocimiento tal y como es producido en la actualidad.
En su práctica corriente los científicos no replican indefectiblemente los
ensayos de los colegas a menos que existan dudas intensas y fundadas
acerca de ellos, y emplean todo el tiempo instrumentos e hipótesis
adicionales en cuya calidad y validez establecidas por otros descansan sin
pruritos. No están en condiciones de generar evidencias exhaustivas para
juzgar por sí mismos cada una de las creencias admitidas en un campo pero
tampoco lo necesitan porque admiten como tal los resultados de sus pares a
quienes reconocen como informantes fiables -competentes y responsables
para producirlos y sinceros para comunicarlos. Afirmar en un sentido no
trivial que la ciencia es una construcción social supone aceptar que la
interdependencia de sus agentes la define a un nivel tan profundo que, en
todo caso, lo irracional sería mantener un modelo del proceso científico que
la omitiera de sus presupuestos. Desde este punto de vista, la deferencia a
una autoridad epistémica no está reñida con el espíritu científico; antes bien,
constituye una dimensión epistémica insoslayable, justificada en la red de
relaciones de confianza que vincula a los miembros de la comunidad.
La inquietud planteada al comienzo de esta sección aludía a si es posible
para el público conocer algo relevante acerca del mundo a pesar de la
debilidad de su condición epistémica. Llegado este punto puede advertirse
que la respuesta, afirmativa, involucra un mecanismo semejante al que
opera en las relaciones entre agentes horizontales -o, por lo menos, en
disposición más equilibrada de recursos cognitivos-. En ambos casos, bajo
ciertas circunstancias, un sujeto puede afirmar que conoce cuando acepta
como tal el conocimiento de otro a quien estima fiable, digno de crédito. Esa
interacción le permite acceder a un saber del que carecía, a costa de delegar
sus competencias en las competencias ajenas. Sin embargo, afirmar que el
mecanismo de deferencia interviene de manera semejante en los dos
contextos -el de los intercambios en la comunidad científica y los que se
entablan entre sus miembros y el público- no significa que el proceso tenga
exactamente las mismas características en cada uno de ellos.
El primer contraste es que las interacciones del primer tipo suponen un
grado de comprensión mutua que no existen en el contexto social. Salvo
cuando se trata de disciplinas por completo ajenas, en general el científico
que confía en sus pares maneja los términos y conceptos en juego y puede
juzgar de manera autónoma la calidad de razones y procedimientos. Por su
parte, es claro que la dependencia del público cala en una dirección mucho
más profunda: no sólo está obligado a asumir una actitud deferente debido a
su imposibilidad de acceder a la evidencia epistémica sino que, muchas
veces, tampoco entiende el lenguaje de los expertos ni domina los conceptos
aludidos. En esas ocasiones, veremos en la siguiente sección, es preciso
distinguir los procesos deferenciales de diversa naturaleza que operan
simultáneamente en la aceptación social de las creencias científicas.
El segundo aspecto que varía es la dirección del intercambio. Los
miembros de la comunidad científica alternan entre posiciones de autoridad
y delegación que reflejan la división cooperativa del trabajo cognitivo. Pero
en el escenario público la interdependencia entre los agentes resulta a simple
vista menos inter y más dependencia a secas, más unilateral que recíproca,
pues los legos no asumirían ninguna responsabilidad retributiva en la
interacción. Sin embargo, aún en esas condiciones sería posible afirmar que
la apropiación de la ciencia es producto de una práctica colaborativa: no ya
en el plano de los contenidos compartidos sino en el plano de las actitudes
con que los interlocutores se impliquen en el intercambio. El éxito del
proceso depende de que tanto legos como expertos comprometan su
contribución específica para entablar un diálogo genuino, apropiado para
examinar razones y argumentos a pesar de la heterogeneidad de posiciones.
Como mínimo, es preciso que cada uno pueda reconocerse a sí mismo y al
otro como un agente legítimo en una instancia de debate, que se acepten el
disenso y la crítica como aspectos consustanciales con el diálogo, y que el
público sea capaz de admitir que -en ocasiones- la deferencia a la autoridad
epistémica es su mejor alternativa, quizás la única, para adquirir
conocimiento. Mientras que los contenidos efectivamente circulan de modo
unidireccional, las actitudes imprescindibles para que la interacción culmine
con buenos resultados revisten un carácter recíproco y cooperativo8.
Con todo, los matices entre ambos contextos no invalidan el planteo
sustantivo. Esto es, que es factible interpretar lo que ocurre en el plano de la
circulación y apropiación social del conocimiento científico tomando como
base un modelo de lo que ocurre en el plano de su circulación y apropiación
inter-pares. Eso permite situar el problema del reparto del saber en nuevas
coordenadas, atendiendo al modo en que las interacciones sociales, la
confianza en los otros, y estructuras particulares como las de autoridad y
deferencia enmarcan el proceso de formación de la cultura científica. Como
puede advertirse, poco que recuerde a las dificultades intrínsecas o
extrínsecas para alfabetizar convenientemente al público.

8
Esta cuestión será profundizada en lo sucesivo en numerosas oportunidades. En particular,
en el capítulo seis se observará de qué manera ciertas actitudes conspiran contra ese
objetivo de co-implicación con el vínculo, obstaculizando la interacción epistémica.
3. Deferencia epistémica y adquisición de conceptos

En condiciones de asimetría radical, la deferencia a la autoridad cognitiva


está directamente asociada con la disponibilidad de evidencia epistémica: el
público no cuenta con evidencias para justificar p y, sin embargo puede
decir legítimamente que conoce p desde el momento en que decide depositar
confianza en alguien que lo sostiene con sus propias razones. Bien mirado,
eso aplica tanto a un lego que afirma que la Tierra gira alrededor del sol o
que nutación y precesión son movimientos superpuestos; que las placas
tectónicas se desplazan sobre el manto fluido; o que existen seis tipos de
quarks agrupados en hadrones que, conjuntamente con los leptones,
componen toda la materia visible. En ningún caso quienes lo afirman han
obtenido esos conocimientos de manera autónoma. Sin embargo, apenas eso
se admite hay algo disonante en considerarlas situaciones estrictamente
iguales. Sus matices se interpretan mejor si se advierte que corresponden a
fenómenos independientes entre sí, entre los cuales conviene establecer con
claridad sus diferencias9:
a. situaciones de deferencia lingüística, que los sujetos ejercen respecto de
una comunidad de lenguaje en lo que concierne al significado de palabras
que emplean aun desconociendo su significado;
b. situaciones de deferencia epistémica, que los sujetos ejercen respecto de
otro/s cuando adoptan sus razones o evidencias como justificación de sus
propios juicios y creencias; y
c. el caso, asociado con ambas, del uso corriente que hacen los individuos
de conceptos que no controlan o dominan completamente, respecto de los
cuales su comprensión es limitada o inexistente.

Debido al déficit de propias evidencias, la formación de las creencias del


público acerca del movimiento terrestre, el desplazamiento de las placas y
la estructura de los quarks supone invariablemente la puesta en práctica de
una actitud de deferencia epistémica respecto de los expertos (b). Pero en
ciertos casos también existe un déficit adicional en la comprensión del
significado de los términos empleados (a) o en el dominio de los conceptos
aludidos (c). La asociación entre distintos tipos de deferencia es frecuente
en el caso de la comprensión pública de la ciencia, pues en muchas
ocasiones el sujeto se expone a un conocimiento formulado en términos que
ignora -por ejemplo, quark, leptón o nutación- y que refieren a conceptos de
los cuales carece -o, en el mejor de los casos, tiene débil dominio-.
Entonces, frente a una afirmación como “la nutación hace que los polos de
la Tierra se desplacen nueve segundos de arco cada 18,6 años” ¿puede
9
Esta clasificación, propuesta por de Brabanter et al. (2007), resulta de gran utilidad para
diferenciar entre sí un conjunto de situaciones muchas veces concurrentes en el proceso de
comprensión pública de la ciencia.
aceptarla cuando es el caso que no la entiende del todo? ¿Qué concepto de
nutación obtiene un individuo de su interacción con la autoridad epistémica
que lo asevera? En términos de François Recanati, ¿se puede creer lo que no
se puede comprender? Aunque esta discusión excede en mucho el horizonte
de problemas de este libro10, es preciso detenernos brevemente en sus
alcances para la apropiación social de los conceptos científicos.
Algunas respuestas a esa inquietud serían poco entusiastas, un “sí, pero”
en voz baja y a regañadientes. Se trata de posturas como la de Dan Sperber
(1997), por ejemplo, que cuestionan el estatus de las creencias obtenidas por
esa vía. Su enfoque propone distinguir dos maneras de valorar una
afirmación: en el modo descriptivo, se determina la proposición contenida
en la frase y se la evalúa como verdadera o falsa; en el modo hermenéutico,
la asignación de verdad es previa a la interpretación de la proposición y, por
tanto, no se debe a su contenido sino a la confianza depositada en quien la
profiere. Ambos determinan sendas formas de incorporación de las
representaciones al sistema de creencias de un individuo. Las creencias del
primer tipo -a las que denomina “intuitivas”- se sostienen por sí mismas sin
más requisitos, e interactúan con otras que forman parte de ese sistema. En
el caso de las creencias “reflexivas”, su contenido está ligado de manera
indisoluble a la meta-representación que lo justifica, ingresa al sistema de
creencias a través de ésta y está aislado del resto de representaciones que lo
integran. Ambas creencias son, pues, diferentes: una afirma el contenido de
la representación mientras que la otra es una creencia sobre la
representación y quien la profiere y no implica entender la proposición.
En ciertos casos, un representación del segundo tipo puede emanciparse y
devenir creencia plena: si alguien cree que es verdad que la Tierra gira
alrededor del sol, el contenido de la afirmación se incorpora a su sistema de
creencias liberado del contexto de validación -la confianza en la autoridad
epistémica- que proporciona la meta-creencia. Sin embargo, según Sperber,
eso no es posible cuando alguno de los símbolos de la representación-objeto
no pueden ser interpretados por el individuo y, por ende, ésta no puede
separarse de la meta-representación que la sostiene. Tal sería el caso de un
lego que admite la nutación terrestre como un hecho fáctico pero ignora el
término y no puede interpretar el concepto aludido. Veamos cómo se sitúa
este caso entre otros tipos de “cuasi-creencias”, caracterizadas por un
dominio conceptual nulo o imperfecto de lo aseverado:
a. “Los híbridos post-humanos despliegan procesos rizomáticos de
prehensión de la ciencia” -dicho por un discípulo de Mike Michael11-.

10
El artículo homónimo de Recanati (1997) forma parte del intercambio entablado con
Sperber en las páginas de la revista Mind & Language acerca de la naturaleza de ciertas
creencias que sostienen los individuos aún cuando carecen de acceso pleno a los conceptos
que constituyen su contenido.
11
La afirmación original proviene de “Comprehension, Apprehension, Prehension:
Heterogeneity and the Public Understanding of Science” (Michael, 2002).
b. “André Breton es el fundador del surrealismo” -en boca de un estudiante
que lo escuchó de su profesor pero no sabe qué es el surrealismo-.
c. “La atracción gravitatoria ejercida por la Luna es la causa principal de la
nutación del polo de la Tierra” -reafirmado por alguien que lo leyó en
una entrevista a un científico-.

Las tres afirmaciones expresan conceptos cuyo significado es problemático,


aunque en diferente sentido. El discípulo cree que es verdad que “los
híbridos post-humanos despliegan procesos rizomáticos de prehensión de la
ciencia” aun cuando no existe una interpretación pública unificada acerca de
lo que quiere decir Michael con eso y es probable que él mismo12 no lo sepa
en absoluto. Por el contrario, en los ejemplos restantes sí hay un concepto
fijado y compartido públicamente del objeto de la proposición, la corriente
artística conocida como surrealismo y la oscilación periódica del polo de la
Tierra llamada nutación respectivamente. Sin embargo, para el alumno que
lo dice en un examen pero no sabe de qué se trata -del mismo modo que el
seguidor de Michael- eso es verdad porque acepta la autoridad del profesor
que lo afirma como tal. La situación del lego es semejante: existe un
fenómeno físico de movimiento terrestre comprobado por una comunidad de
especialistas que lo ha denominado nutación, que el sujeto adopta como
conocimiento pues considera cierta la afirmación del científico en el diario,
aunque no comprenda cabalmente en qué consiste el movimiento en
cuestión. Desde la perspectiva de Sperber, dado que ninguno de ellos posee
en sentido fuerte el concepto objeto de la representación, las creencias son
indiscernibles de las meta-representaciones que las sostienen: “Michael dice
/ el maestro dice / el científico dice…”. Lo que el discípulo, el estudiante y
el lego integran en su sistema cognitivo no serían los conceptos de procesos
rizomáticos de prehensión, surrealismo o nutación sino una representación
de segundo orden que expresa la confianza en la autoridad que los afirma
como verdaderos.
Por contraste, Recanati argumenta que a nivel del contenido no hay
diferencias entre las cuasi-creencias de Sperber y las creencias plenas. Aun
en circunstancias de dominio inexistente o imperfecto de un concepto, un
individuo puede emplearlo de manera significativa defiriendo al sentido que
le asignan los miembros de la comunidad lingüística que en efecto lo posee.
Desde ese punto de vista, el lector del periódico no carece de cierta
comprensión del fenómeno: puede faltarle el concepto de nutación -aquel
que el científico dispone en sentido estricto- pero sí posee un concepto,
deferencial, del movimiento de oscilación periódica del polo. La estructura
de su creencia incluye un “operador deferencial”:

12
El pronombre refiere a “el discípulo”; del autor no me atrevería a afirmar lo uno o lo otro.
“El operador deferencia Rx( ) se aplica a un símbolo σ y produce una expresión
compleja Rx (σ) cuyo carácter es diferente del de σ (si σ lo tiene). El carácter de Rx (σ)
nos conduce de un contexto en el cual el hablante tácitamente refiere a cierto agente
cognitivo x (un individuo o una comunidad de usuarios) un cierto contenido, el
contenido que tiene σ para x.” (Recanati, ob.cit.: 91-92)

En esos términos, la afirmación 3 puede reformularse del siguiente modo:


“La atracción gravitatoria ejercida por la Luna es la causa principal de la
Rcientífico (nutación) del polo de la Tierra”. En esa expresión, el contenido
bajo alcance del operador semántico es el contenido que en el contexto
original de proferencia le asigna el experto tácitamente aludido. A diferencia
de Sperber, Recanati entiende que la creencia adquirida de ese modo no es
una representación defectuosa -que no se comprende o no es comprensible-
sino una representación deferencial cuya estructura contiene el operador
descrito. Para el primero, éstas no podrían considerarse creencias en sentido
estricto desde que los agentes cognitivos no controlan su contenido. Pero
Recanati no encuentra obstáculos para asegurar que las representaciones
obtenidas mediante la comunicación con otros son plenas creencias; aun en
aquellos casos que involucren, además de deferencia epistémica, la
deferencia lingüística al significado asignado por la comunidad de expertos
y puesto en común durante la interacción. Esa doble delegación no
invalidaría, por tanto, el carácter genuino del conocimiento lego sobre la
nutación del polo terrestre, los genes o los quarks.

4. La interacción testimonial

Este panorama del proceso de apropiación pública de la ciencia no sólo


es sensiblemente diferente del que construyen los enfoques deficitario y
etnográfico-contextual sino que, además, permite eludir la conclusión
pesimista de Roqueplo. A pesar de la desigualdad entre las posiciones de los
agentes, y del carácter al parecer incomunicable de la práctica científica, en
este marco el saber especializado puede ser compartido mediante una forma
particular de interacción social -que involucra actitudes de reconocimiento y
deferencia a la autoridad epistémica-, y lo que resulta de eso no es ningún
sucedáneo trivial o defectuoso sino conocimiento comme il faut.
Naturalmente, eso no acaba con los problemas del campo de CPC sino
que, en todo caso, hace surgir otros diferentes. Entre ellos, un núcleo
prominente de cuestiones deriva del carácter de la relación mediante la cual
circula el conocimiento entre científicos y públicos, reflejado previamente
bajo la fórmula del Principio del Testimonio. ¿En qué circunstancias y bajo
qué condiciones, si se requiere alguna, es razonable aceptar la palabra de
otros? La debilidad manifiesta de la situación cognitiva de los legos, ¿los
confina, como sugiere Hardwig, a una dependencia radical de los expertos?
Frente a dos fuentes igualmente acreditadas, por lo menos en apariencia, que
disputan entre sí, ¿cómo decide el público en cuál creer y por qué?
Pongamos por caso el cambio climático, reflejado en muchas ocasiones
como una controversia no resuelta entre especialistas que lo atribuyen
fundamentalmente a la acción humana y otros para quienes ese motivo es
insignificante. ¿Cuál de ellas es la posición más aceptable?13 El resto de este
capítulo está dedicado a ese tipo de interrogantes. En función de la claridad
del argumento, en primer lugar me centraré en los detalles de la relación
testimonial entre científicos y públicos abstrayendo de ella la intervención
de los agentes de interfaz, cuya participación en el intercambio será
analizada finalizando este tramo.

La justificación del conocimiento basado en el testimonio

Una crítica frecuente al programa deficitario alude al papel de aceptación


pasiva de los contenidos alfabetizadores que reserva para el público. En este
punto bien cabe preguntarse si no existiría un sesgo semejante implícito en
la adquisición de conocimiento mediante la deferencia a una autoridad
epistémica. Al parecer, la asimetría reduciría las opciones de los legos a la
disyuntiva de creer o no creer, dado que implica admitir que no están en
condiciones para valorar la calidad epistémica de las afirmaciones expertas.
Pero si un tópico habitual en los estudios de cultura científica es que su meta
práctica es desarrollar el juicio crítico de las personas, ¿no es contradictorio
afirmar que su única posibilidad de obtener conocimiento descansa en
adoptar la palabra de otros, suspendiendo la exigencia del propio examen?
Llegado el caso, podría objetarse que el modelo deferencial no se distancia
significativamente del deficitario, promoviendo una pasividad ciudadana
ante la ciencia análoga a la del creyente en cualquier dogma; que la
confianza en la autoridad epistémica no es diferente de la fe depositada en
otras fuentes de autoridad -por ejemplo, políticas o religiosas-; y que las
creencias serían en ambos casos producto de mecanismos de persuasión o
imposición sin más requisitos ni alternativas.
Sin embargo, reconocer que las posiciones son asimétricas no supone
necesariamente reducir las opciones del público a la confianza ciega. En este

13
La percepción social del cambio climático y el modo en que es reflejado por los medios
masivos de comunicación constituye en la actualidad una línea de investigación en ascenso
entre los estudios de CPC. Entre los temas que más interés concitan se encuentra,
precisamente, el modo en que las interfaces reflejan la disputa entre quienes afirman y
quienes niegan el impacto de las causas antropogénicas, los encuadres discursivos que
enfatizan las certidumbres y consenso de la comunidad científica versus aquellos que ponen
el acento sobre las aparentes incertezas y el carácter controversial de las interpretaciones
(e.g. Olausson, 2009; Boykoff y Boykoff, 2004 y 2007; Zehr, 2009; McComas y Shanahan,
1999), y de qué manera esto se traduce en la percepción y las actitudes del público (e.g.
Antilla, 2010; Ryghaug, Sørensen y Næss, 2010; Kahan, Braman y Jenkins-Smith, 2011).
Sobre el tema volveremos en páginas subsiguientes
sentido, la pregunta que cabe formularse es, mejor, de qué modo se sostiene
razonablemente la adopción de una creencia formada a partir de la palabra
de otro agente al que se confiere autoridad epistémica. La cuestión está
estrechamente ligada a un debate central en este vertiente de la
epistemología social acerca de la legitimidad de las creencias adquiridas a
partir del relato de otros14.
Para los enfoques no reduccionistas, el testimonio en sí es una fuente
básica de justificación del conocimiento en el mismo nivel que otras como
la percepción, la memoria o la inferencia. Bajo condiciones mínimas -que
no existan razones poderosas para dudar-, los receptores están autorizados
para aceptar las afirmaciones ofrecidas sobre la base del testimonio del
informante, sin necesidad de un esfuerzo epistémico positivo de su parte.
Desde esa perspectiva, la creencia se justifica mediante una suerte de
principio a priori según el cual el oyente está, en términos de Thomas Reid,
constitutivamente dispuesto a creer en la palabra de otros quienes, a su vez,
están constitutivamente dispuestos a ser sinceros. La complementariedad de
los preceptos reidianos de credulidad y veracidad hace que el testimonio -
por lo menos el que es sincero- sea creíble prima facie. Si no hay indicios
para desconfiar -por ejemplo, que el contenido de la afirmación sea
notoriamente improbable, o que el receptor disponga de evidencias fundadas
sobre la escasa reputación de fiabilidad del emisor-, la aceptación sería la
actitud por defecto: “si el hablante S asevera p al oyente H, bajo condiciones
normales, entonces es correcto que H acepte la aseveración de S, a menos
que H tenga razones especiales que oponer.” (Adler, 2006).
Desde ese punto de vista, la actividad crítica del público aparece no
eliminada pero sí limitada a una mínima expresión; a lo sumo, lo que hace
es filtrar lo que recibe de los expertos de una manera automática y en
función de requerimientos bastante laxos. Sin embargo, aunque leve, esa
actividad aparece condicionada en dos sentidos: en primer lugar, está
atravesada por una serie de presupuestos, mediaciones simbólicas
inevitables que -como se verá en el siguiente capítulo- se activan de forma
espontánea al momento de adoptar una actitud. Asimismo, también estará
influida por la relevancia que adquiera para el receptor aceptar o no
determinadas afirmaciones. Por ejemplo: si un especialista asegura que los
radioisótopos liberados luego de un accidente nuclear representan un riesgo
inminente para las poblaciones aledañas, sus habitantes se exponen a un alto
costo si el informante está equivocado o no es sincero -porque podrían
abandonar sus hogares y ciudades innecesariamente-. Por lo tanto es de
esperar que en circunstancias como esas se extremen los recaudos en la
aceptación por defecto de la creencia -con independencia de que exista o no
algo tal como el principio a priori.
14
Dado que el debate reduccionismo/no reduccionismo ha sido objeto de diversas
formulaciones, esta revisión se basa en los argumentos desarrollados por Goldman (2011),
Adler (2006) y Jennifer Lackey (2006, 2011).
Por su parte, las corrientes reduccionistas demandan condiciones más
estrictas que la ausencia de motivos de sospecha: además de eso, el receptor
debe realizar un esfuerzo en orden a disponer de razones positivas que
justifiquen la adopción de la creencia. En este caso, la legitimidad del
conocimiento obtenido de otro agente no se basa en algún principio de
aceptación por defecto sino que es reductible a otras fuentes que aportan
razones para aceptarlo. Volviendo al ejemplo, para creer que sus vidas
efectivamente están en peligro los pobladores deberían tener otro tipo de
pruebas además de la palabra del experto. Si observan, por ejemplo, que
luego de la explosión las mascotas mueren rápidamente y los vegetales se
pudren en pocas horas, pueden concluir que existe alguna conexión entre
ambos tipos de sucesos; o quizás la situación por la que atraviesan les haga
evocar las consecuencias bien sabidas de la catástrofe de Chernobyl. La
concordancia entre los hechos percibidos y la advertencia del especialista,
sumada al ejercicio de la memoria, habilitarían a los receptores para pensar
que dice la verdad. Si, para más, se enteran de que esa persona ostenta una
experiencia reconocida a nivel mundial en intervención en emergencias
nucleares -es decir, que se trata de una autoridad epistémica acreditada-, los
vecinos ya pueden salir corriendo con todo derecho. Sus facultades de
percepción, memoria e inferencia permiten a los agentes disponer de
razones no basadas en el testimonio para juzgar en distintas circunstancias si
ciertos hablantes, contextos o tipos de reportes constituyen fuentes de
información fiables y, en función de eso, aceptar -o no- justificadamente las
afirmaciones en juego.
Tomados en sentido estricto, tanto los enfoques no reduccionistas como
reduccionistas son objetables. En el primer caso, la crítica básica es que esa
interpretación legitimaría una forma de credulidad ingenua rayana en la
irracionalidad. Si la única condición para adoptar una creencia testimonial
es no tener motivos sólidos para dudar de la fuente, dado el caso un oyente
estaría autorizado en depositar confianza en cualquier clase de relato al azar
sin preocuparse en absoluto por disponer de alguna garantía extra sobre su
veracidad. La versión no reduccionista del testimonio convalidaría una
actitud de irresponsabilidad epistémica normativamente inaceptable
(Fricker, M. 2006)-; por no hablar de los riesgos que la confianza por
defecto conlleva en la práctica. Por su parte, quienes cuestionan la posición
reduccionista aducen que, en ocasiones, las personas no cuentan con razones
adicionales para dar crédito al testimonio de un hablante -ni tienen forma de
obtenerlas-, y eso no es obstáculo para que puedan adquirir conocimiento
genuino de la relación.
Con matices, esas posturas no resultan completamente irreconciliables o
incompatibles; por el contrario, las apuestas más recientes tienden,
precisamente, a desarrollar una visión “híbrida” o “dualista” entre ambas,
según la cual la justificación del conocimiento testimonial requiere
aportaciones epistémicas específicas tanto de parte del hablante como del
oyente. En esas perspectivas “equidistantes” de la oposición entre
reduccionismo y no reduccionismo, como las califican Broncano y Vega
(2008), la contribución específica del testimonio al estatus de las creencias
adquiridas a partir de él aparece sopesada por la consideración de evidencias
y razones formadas a partir de otras fuentes, admitiendo que la palabra del
otro no es en todos los casos la única garantía de aceptabilidad. Para el caso
de la interacción entre expertos y legos se requeriría, como mínimo, que
éstos pudieran acceder a ciertos indicadores acerca de la fiabilidad de los
primeros, sobre sus competencias y sinceridad, en orden a disponer de
razones adicionales para decidir si se trata de informantes dignos de crédito
o no. De este modo, la meta de fortalecer el juicio crítico del público se
preserva, sólo que en un sentido ligeramente diferente: en este marco, se
trata de que los ciudadanos sean capaces de reconocer y discriminar
reflexivamente, en función de ciertos rasgos, en qué testimonios pueden
legítimamente confiar.

La evaluación de la fiabilidad de la autoridad cognitiva

De lo anterior se desprende que una actitud epistémica responsable del


público se sostiene en las premisas de las que dispone, o puede obtener, para
valorar la calidad de quien le ofrece información. Como señala Fricker
(ibíd.) frente a “X dice p”, sólo estará justificado en aceptar p si cuenta con
buenas razones para creer que “X es competente y confiable para afirmar p”.
La asimetría respecto de lo que se dice no implica que los legos estén por
completo inhabilitados para formular un juicio acerca de las cualidades de
quién lo dice. Como se argumentó previamente, no se trata sólo de la actitud
que el receptor puede adoptar en la práctica para no recaer en la mera
credulidad sino que, en un plano normativo, tiene la obligación de actuar de
ese modo. Es su responsabilidad intentar comprobar de alguna forma la
buena reputación intelectual y moral del informante y asegurarse de que no
existan pruebas en contrario; cuando aparecen, automáticamente debe
suspender la confianza.
Las razones que sustentan el examen no siempre son exhaustivas ni
requieren necesariamente un contacto previo entre los agentes. El oyente
puede obtenerlas de fuentes alternativas -por ejemplo, mediante referencias
de terceros-, o de un conocimiento general de las competencias y valores
que se presuponen para cierto sujeto en el ámbito o institución en que se
desempeña. Para el caso de la relación entre científicos y legos este matiz es
fundamental. En primer lugar, porque éstos no siempre disponen de
elementos relevante a los fines de evaluar la idoneidad intelectual de los
expertos; y aun, si fuera el caso, un juicio de esa naturaleza exigiría
competencias cercanas a las del propio examinado, en función de las cuales
discernir el valor de sus méritos. En segundo lugar, porque el vínculo entre
ambos rara vez es cercano o sostenido, lo que aportaría evidencias más
explícitas sobre las aptitudes y cualidades de un hablante en particular. Pero
sí es factible que una persona medianamente informada tenga acceso a otro
tipo de indicios, aunque sea indirectos, que le sirvan para valorar a su
interlocutor15. Por ejemplo, puede saber que forma parte de una institución
científica que goza de buena reputación o que es discípulo de una figura
prominente o popular en el imaginario colectivo, o que su actividad o
trayectoria ha sido reconocida con alguna distinción. Incluso una idea,
aunque sea muy básica, acerca de las credenciales exigidas para que alguien
sea considerado públicamente un científico puede ser útil para discriminar
entre quienes se presentan como tales. Y si el público carece de esa clase de
información, como se verá finalizando este capítulo, el agente de interfaz
puede encargarse de proporcionársela, mejorando sus posibilidades para el
ejercicio de una actitud receptiva razonada y crítica. Como se ve, la cuestión
es difícil pero no imposible.
Sin embargo, en el proceso de recepción social de la ciencia la realidad
es más compleja pues, con frecuencia, el público se enfrenta no a uno sino a
dos o a varios científicos cuyas afirmaciones sobre el mismo tema pueden
ser divergentes, y entre las cuales debe decidir. El caso ya mencionado del
cambio climático, por ejemplo, añade un nivel adicional de dificultad a la
situación lego-experto pues las personas se ven expuestas a versiones
contradictorias sobre sus causas, reproducidas y amplificadas por las
interfaces de comunicación. ¿A quién creer? A un lado, los especialistas que
sostienen la hipótesis de la influencia antropogénica sobre el fenómeno del
calentamiento global y recomiendan una serie de acciones consecuentes,
individuales y colectivas, destinadas a mitigarla. En esa línea, la Tercera
Conferencia de las Partes de la Convención sobre el Cambio Climático de
las Naciones Unidas (UNFCCC) celebrada en 1997 en Japón acordó una
serie de objetivos de reducción de gases de efecto invernadero para los
países suscriptores -el conocido Protocolo de Kyoto-; y en 2001, la
publicación del Tercer Informe de Evaluación del Panel Intergubernamental
sobre Cambio Climático (IPCC) aportó nuevas evidencias acerca de la
interferencia humana en el clima y elevó las previsiones de aumento de la
temperatura global. En la vereda de enfrente se sitúa un grupo fuertemente
escéptico -conocido como contrarians o “club del carbono”-, que impugna
los modelos de análisis y las pruebas acerca del impacto de las emisiones de
CO2, cuyo discurso ha venido ganando espacio en el debate público a pesar

15
Estos mecanismos de evaluación de la fiabilidad son semejantes a los que Kitcher (1992)
reconoce en el contexto de la comunidad científica. En ese ámbito, la confianza inter-pares
también puede ser producto de una “calibración” directa o indirecta -cuando se realiza
recurriendo a la opinión de terceros- de los méritos propios del experto en cuestión o de
otros indicadores de autoridad valiosos para el grupo -como la posición que ocupa el
informante en la comunidad o en la sociedad, su pertenencia a una institución prestigiosa o
los vínculos que mantiene con otros expertos acreditados.
del consenso generalizado en torno de las afirmaciones del IPCC. En medio
de todo, un público desorientado. ¿Cuál es la postura a adoptar como guía
de las propias creencias y acciones? ¿La de Al Gore en Una verdad
incómoda o la que recoge La gran estafa del calentamiento global, el
contradocumental que expone el testimonio de los auto-denominados
“verdaderos científicos del clima16?
Si la asignación de crédito no es tarea sencilla cuando se trata de valorar
a un único informante, queda claro que decidir entre dos relatos opuestos
agudiza sensiblemente las condiciones. El caso del lego / 2 expertos reviste
especial interés en el proceso de apropiación social de la ciencia, pues
remite a un escenario en el cual el público se enfrenta de lleno con la
vulnerabilidad de su posición epistémica. Por una parte, las personas
comprenden que no puede juzgar por sí mismo los méritos relativos de las
hipótesis y evidencias en pugna; por otra, se resisten a la actitud de
dependencia radical que, como vimos, Hardwig les asigna en tanto legos.
Con todo, el problema no es insalvable. Según Goldman (2001), distintas
fuentes pueden aportar información valiosa al momento de evaluar
afirmaciones rivales y decidir cuál de ellas resulta más aceptable. La
opinión de otros expertos acreditados en el tema, por ejemplo, permitiría
contrastar cuál de las versiones reúne más y/o mejores pruebas o tiene
mayor consenso en los círculos especializados. Su intervención también
resultaría útil para conocer detalles sobre la reputación de los antagonistas
entre los miembros de la comunidad; es decir, para saber cómo evalúan los
propios pares su respectiva experticia y honestidad intelectual, la trayectoria
y antecedentes de éxito cognitivo de cada uno en el tema en cuestión.
Apelar a esta suerte de arbitraje independiente mejoraría las condiciones del
público frente al dilema de los dos expertos, pues le aportaría una serie de
premisas a partir de las cuales reflexionar e inferir en cuál de ellos se
justifica depositar confianza. Otro argumento de peso a tener en cuenta sería
la ausencia de intereses o alguna clase de sesgo subyacente a las respectivas
afirmaciones. Si es posible comprobar de algún modo que una de las partes
tiene motivo para mentir, deformar u ocultar información -o, por lo menos,

16
La expresión pertenece a Fred Singer (2007), físico atmósferico de reconocida trayectoria
en las ciencias del ambiente que expone los argumentos de la posición escéptica en su libro
Hot Talk, Cold Science: Global Warming’s Unfinished Debate (Singer, 1998). Según
Singer, los “verdaderos científicos del clima” -entre los que se incluye- no son los que
asesoran al ex presidente norteamericano en An Inconvenient Truth (2006) sino los que
ofrecen su testimonio en The Great Global Warming Swindle (Channel 4, UK, 2007), cuya
tesis principal consiste en que “No existe absolutamente ninguna prueba de que el
calentamiento actual sea causado por el crecimiento de los gases de efecto invernadero de
las actividades humanas, tal como la generación de energía de la combustión de
carburantes. (…) La mejor evidencia que tenemos apoya a las causas naturales. Así, el
calentamiento actual es probablemente parte de un ciclo natural de calentamiento y
enfriamiento climático que se remonta a casi un millón de años.” (Singer, 2007, el
destacado es del autor)
existen indicios sólidos para suponerlo-, eso implica que su credibilidad
puede ser razonablemente disminuida o cuestionada.
Claro que la pregunta inmediata es de qué manera podría acceder el
público a este tipo de información dado que, normalmente, el ciudadano
medio no tiene a mano un elenco de expertos de cabecera para apoyar su
decisión en el juicio de otras autoridades epistémicas competentes, ni
tampoco tiene acceso a los entresijos de intereses y filiaciones -económicas,
políticas, o de cualquier índole- que pudieran inducir a alguna de las partes a
distorsionar intencionalmente sus afirmaciones. Como afirmé previamente,
entre los principales encargados de proporcionar esos datos se encuentran
los agentes de interfaz que intervienen en la relación con las fuentes
científicas. Más aún, el periodista de ciencia es, en algún punto, responsable
de obtener y poner a disposición del público los elementos necesarios para
sostener una elección razonable. Además de relatar los últimos avances o
descubrimientos, explicar adecuadamente qué son los gases de efecto
invernadero o reflejar las distintas posiciones frente a su impacto sobre el
cambio climático, una función básica de los mediadores en la interacción
epistémica es la de suministrar a los receptores información útil y relevante
para valorar la fiabilidad de los expertos. Por supuesto que eso no resuelve
definitivamente la cuestión pero puede fortalecer, llegado el caso, la
posición del público frente a dos hipótesis en disputa. Como se verá en el
siguiente apartado, el agente de interfaz es una pieza esencial en el proceso
de atribución de crédito y adopción crítica del conocimiento científico.

La contextualidad del examen de la autoridad cognitiva

Una última reflexión que interesa destacar alude al carácter situacional de


los modelos de evaluación y asignación de crédito, por contraste con la
abstracción de esos procesos presente tanto en los enfoques reduccionistas
como no reduccionistas del testimonio. Se trata de pensar que los modelos
son de aplicación local y no general, pues la interacción siempre tiene lugar
en el entorno de la vida social y las reglas se siguen o no en función de las
condiciones y exigencias propias de los diferentes escenarios. Por esa razón,
sería inútil intentar establecer cuál de esas normas son las que realmente se
siguen: en todo caso, “seguimos todas ellas -en sus respectivos contextos.”
(Kusch, 2002: 340, la cursiva es del autor). Son las circunstancias concretas
las que determinan que los receptores funcionen en un modo u otro en
relación con el examen más o menos crítico, más o menos exhaustivo, del
discurso de los expertos.
Si, como hemos visto, aceptar o no ciertas afirmaciones puede traer
aparejados diferentes costos, riesgos y utilidades dependiendo de la
situación en que se encuentren los sujetos, es probable que los mecanismos
de evaluación del crédito sean más laxos o exigentes en función de ella.
Desde esa perspectiva, que el público opere alternativamente en modo
default, crítico o en un híbrido entre ambos, guardaría estrecha relación con
que el conocimiento en juego lo afectara de manera más o menos directa o
cercana, o revistiera un interés especial -por ejemplo, por motivos
personales, grupales o comunitarios, de salud, seguridad o calidad de vida-.
Partiendo de esa base es posible pensar que la aceptación del público de las
creencias científicas resultaría de un amplio rango de actitudes: del examen
de sus contenidos -en la medida de sus posibilidades-, de la deferencia
razonable al testimonio de una autoridad epistémica, y en otros casos -por
qué no- de una confianza ciega. La posición que asuma dependerá de las
condiciones en las que se enmarquen su interacción con los expertos, y los
mecanismos que se activen y las opciones adoptadas pueden determinarse
empíricamente como parte del proyecto disciplinar de los estudios de
apropiación social de la ciencia.
En ese marco se integran, desde una nueva perspectiva, una serie de
interrogantes vinculados con el tópico tradicional de la formación del juicio
crítico. En todo caso, se trata de que la propia idea de lo que constituye un
público crítico debe ser reconsiderada -del mismo modo que hemos hecho
en este capítulo con las nociones de conocimiento, racionalidad, o
justificación, entre otras- y así poder plantear la cuestión en otros términos.
La asimetría excluye a los legos de la posibilidad de juzgar por sí mismos el
valor epistémico de las proposiciones científicas -y eso es algo que ningún
barniz alfabetizador puede proporcionarle-, pero sí están en condiciones de
juzgar si las fuentes de las que provienen pueden considerarse una garantía
suficiente o no para aceptarlas. Más aún, es su responsabilidad hacerlo.
Entonces, lo que cabe preguntarse es, más bien, en qué escenarios, mediante
qué estrategias y con qué limitaciones, las personas están dispuestas a
adoptar una actitud de esas características. ¿Cómo se manejan en cada
ocasión, en función de las premisas a su alcance, para evaluar la fiabilidad
de las fuentes expertas? ¿Qué esfuerzo están dispuestos a invertir en el
examen, y de qué depende que ese compromiso sea asumido con mayor o
menor grado de responsabilidad? Otra cuestión ya anticipada concierne al
papel de las interfaces de comunicación en esos procesos: ¿es posible
determinar qué tipo de prácticas o enfoques son más apropiados o efectivos
a los fines de promover y facilitar la formación del juicio reflexivo entre los
receptores? La siguiente sección está dedicada a analizar en profundidad el
rol de los mediadores en la interacción epistémica entre científicos y legos,
y las particularidades que su intervención imprime al vínculo.

5. La interfaz en la interacción epistémica

Hasta el momento nos hemos enfocado sobre el modo en que circula el


conocimiento mediante una forma particular de diálogo entre dos grupos de
agentes, protagonistas respectivamente del contexto de producción y del
contexto de apropiación social de la ciencia. Sin embargo, más allá de
ocasiones muy concretas y limitadas de contacto personal, la forma habitual
que adopta el vínculo involucra la intervención activa de un tercero cuyo
papel es imprescindible para su establecimiento y factor fundamental de su
continuidad y resultados. Como mínimo desde el Informe Bodmer la interfaz
adquiere relevancia propia en la interacción entre ciencia y sociedad, razón
por la cual es menester reconocer a los mediadores como agentes plenos en
el proceso y precisar el alcance e implicaciones de su participación.
En su planteamiento más elemental, la circulación social de la ciencia
puede caracterizarse de una manera muy simple: el científico dispone de un
conocimiento que comparte con el público a través de un mediador y, por
alguna razón, el receptor lo acepta o no. La formulación refleja a los agentes
que participan de la interacción, la forma que ésta adopta y los resultados
que puede alcanzar. Desde la perspectiva de Elizabeth Fricker (2002) se
trata de un caso particular de relación testimonial ampliada, que en parte se
asemeja y en parte diverge de lo que caracteriza como caso paradigmático:
aquel en el que A comparte con B una información de la cual éste carece, a
través de un acto de comunicación lingüística interpersonal. Entre estas
situaciones “marginales” se cuentan, entre otras, aquellas en las que el
vínculo no es directo sino que el hablante se dirige a una audiencia amplia o
ausente -o ambas cosas-, que puede ser indefinida o aún potencial. La
interacción epistémica testimonial mediada por otro agente agudiza los
problemas de aceptabilidad, confianza y deferencia que hemos circunscrito
hasta ahora a los que existen en una relación bidireccional.
En ese escenario, el mensaje circula a través de una cadena: el científico
es el agente que ha obtenido el conocimiento de manera independiente, que
posee la evidencia que lo justifica y que comparte con la interfaz; ésta, a su
vez, lo transmite a la audiencia amplia y potencial que constituye el público.
La interacción se sustancia en cada caso en que alguien se siente interpelado
por el conocimiento ofrecido, se detiene a examinarlo y adopta una actitud
frente a él -aceptarlo, rechazarlo o quizás, por algún motivo, suspender el
juicio-. La intervención del mediador desdobla la relación y provoca que las
identidades de informantes y receptores se alternen y solapen, lo cual torna
más compleja la trama de crédito y confianza que sustenta la aceptación o
no del mensaje. La interfaz es el depositario inicial del testimonio del
científico, quien primero debe evaluar la calidad de la autoridad epistémica
en base a ciertos criterios pues allí se juega la credibilidad de su propio
papel en el proceso; como ya hemos señalado, entre sus funciones y
responsabilidades se encuentra la de constatar la fiabilidad de los expertos, a
fin de evitar que el conocimiento que se comparta sea erróneo o falaz. Y, a
la vez, es quien reconstruye ese relato frente a la comunidad más amplia de
receptores. Eso significa que el público no percibe uno sino dos
informantes: la fuente original y el mediador. Eso complica aún más el
proceso de atribución de crédito descrito en la sección anterior, pues los
legos se ven ante la necesidad de formular un doble juicio: sobre las razones
para confiar o no en la palabra de el o los expertos -con todo lo que, hemos
visto, eso supone- y también, al mismo tiempo, sobre las razones para
confiar o no en la instancia de interfaz que la transmite.
En ese marco, es evidente que el problema central del testimonio se
enfatiza: ¿quién es, para el público, el responsable y garante de la veracidad
de las afirmaciones que circulan en el intercambio? ¿Es posible discernir la
confianza depositada en la autoridad epistémica que expresa y ofrece cierto
conocimiento de la que se atribuye a la instancia mediadora que lo traslada?
Dicho de otro modo, ¿a quién creen las personas cuando deciden aceptar las
creencias sobre el mundo que produce la ciencia, hacerlas suyas e
incorporarlas a su modo de ver y entender la realidad? Enfocar el interés
sobre la caja negra del vínculo entre los agentes ha hecho surgir, a lo largo
de todo este capítulo, una serie de cuestiones originales y de enorme interés
para replantear el curso de la investigación disciplinar. La investigación de
la comprensión pública de la ciencia debe empezar, pues, por precisar ese
caso particular de interacción epistémica que es su objeto. A partir de ahí es
posible determinar de qué manera se despliegan en su transcurso los actos
testimoniales y de deferencia cognitiva y social que tienen lugar bajo ciertas
condiciones propias de los contextos en que se comparte conocimiento.
Sobre varias de esas cuestiones volveremos con mayor profundidad en la
segunda parte de este trabajo, adonde se discutirán los principales resultados
obtenidos durante un estudio orientado bajo esas premisas. Antes es preciso
añadir un nivel más de complejidad al problema, porque todos esos procesos
y mecanismos, naturalmente, no se despliegan en el vacío sino en un
contexto de prejuicios arraigados, imágenes mutuas y representaciones
culturales previas que constituyen el marco significativo en el cual se
inscribe la interacción. En lo que sigue intentaremos desbrozar cómo se
conforma esa trama densa y heterogénea de contenidos simbólicos, de qué
manera incide sobre la percepción y actitudes de los participantes y
condiciona, de ese modo, el reparto del saber.
CAPÍTULO 3

LA ARTICULACIÓN DE LOS CONDICIONANTES EPISTÉMICOS Y CULTURALES

Los cambios epistemológicos y conceptuales introducidos en páginas


previas representan una parte sustancial del nuevo itinerario que planteo
para el análisis de la cultura científica. Desde esa perspectiva, en su origen
se encuentra un caso particular de las interacciones sociales que permiten
que un conocimiento se disemine entre los miembros de una comunidad,
que se caracteriza por ciertos rasgos que le otorgan un perfil propio. En
primer lugar, tiene por objeto un saber altamente especializado, lo que
implica que los interlocutores se encuentren per se en desigualdad de
condiciones de acceso a los contenidos compartidos durante el diálogo. En
segundo lugar, la comunicación entre los agentes no es directa sino mediada
por una instancia que la hace posible, cuya contribución e impacto sobre el
intercambio deben ser adecuadamente especificados. En ese contexto
socioepistémico, cuando el proceso culmina con éxito todos los
participantes disponen en cierta forma del conocimiento en juego; y si se
considera que hay en ello algo de por sí valioso -una premisa que para el
modelo etnográfico-contextual quizás sea irrelevante-, entonces esta
situación puede juzgarse como más ventajosa que la anterior1.
Este mapa permite diversificar los intereses e interrogantes del campo de
CPC -algo de por sí bastante alentador frente al inmovilismo referido al
comienzo- pero, al mismo tiempo, exige rearticular los problemas habituales
en nuevos marcos conceptuales. Por ejemplo, revisar el sentido de
cuestiones clave para la disciplina como la formación del juicio crítico del
público, inserta ahora en el proceso de valoración de la fiabilidad de
expertos e interfaces y sustento de una razonable -y saludable- deferencia
cognitiva. El tópico de la posición reflexiva y comprometida que es
menester promover entre los ciudadanos no se pierde en el trajín de la
mudanza sino que adquiere un sitio diferente y puede ser mirado bajo otra
luz. Las estrategias alfabetizadoras orientadas por la noción del déficit
presentaban la dicotomía entre ser confiado -implícitamente asociado con
ser crédulo- y ser crítico como dos actitudes opuestas del público frente a la
ciencia, de las cuales la primera obraría en desmedro de la segunda que debe
ser constantemente promovida. Enfocadas desde otro ángulo, ambas
posturas no sólo no son antagónicas sino que se integran en un único
movimiento: el ejercicio de un juicio crítico justo e informado es lo que

1
Naturalmente, no es norma que en todos los casos se alcance el objetivo pues también hay
procesos que por diferentes motivos quedan truncos. Como veremos en la segunda parte de
este trabajo, en ocasiones el conocimiento puede quedar atascado en algún punto de la
circulación, no ser compartido inicialmente con la interfaz, no superar su intervención
mediadora para llegar al público o no ser aceptado por éste.
permite a los legos discriminar entre autoridades más y menos fiables y, en
función de eso, decidir en cuál de ellas se justifica depositar la confianza.
Un argumento tradicionalmente vinculado con el tema es la demanda de
que el examen crítico del público logre sobreponerse a sus recelos respecto
de la ciencia y la tecnología, a la vez que se espera que una actitud cada vez
más reflexiva contribuya progresivamente a disminuir su incidencia. De
hecho, combatir prejuicios es otro cliché paralelo y complementario al del
espíritu crítico. Sin pretensiones belicosas, es posible expresar el problema
en otros términos: ¿cómo intervienen los prejuicios en el modo en que
científicos, interfaces y públicos se involucran en el diálogo epistémico?
Esta reformulación supone, para empezar, admitir que éstos no afectan
exclusivamente a los legos sino que todos los participantes de la interacción
los traen consigo, por el simple hecho de que no pueden desprenderse de
ellos y relacionarse a modo de tabulas rasas. Por lo tanto, determinar el
contenido de esas imágenes preconcebidas y establecer qué impacto tienen
en el vínculo es crucial para comprender el curso y los resultados del
proceso. ¿Cuál es la fuente en que se forman los prejuicios? ¿Es posible
controlar su influencia a fin de generar condiciones más apropiadas para la
comunicación de los agentes y, por consiguiente, para el reparto del saber?
Esas inquietudes constituyen el hilo de este capítulo y, como veremos, la
clave para anudar la dimensión epistémica de la comprensión pública de la
ciencia con su dimensión cultural. Lo que intentaré mostrar en primer lugar
es que las actitudes que los agentes despliegan durante su interacción -
confianza o desconfianza, recelo o apertura, compromiso o reticencia frente
al vínculo- enlazan directa o indirectamente con un conjunto de prejuicios,
ideas previas que las condicionan en diversos sentidos. Por la importancia
que adquiere en el proceso, el resto de este tramo está dedicado a examinar
en profundidad la fuente en la que se forman esos presupuestos de la
percepción mutua: la imaginación colectiva, la atmósfera significativa que
rodea a los interlocutores e informa sus juicios y actitudes. En este punto, el
aporte de la Teoría de las Representaciones Sociales nos permitirá acceder
al trasfondo de significados socioculturales que enmarca las relaciones entre
científicos, interfaces y públicos e incide sobre su desarrollo;
específicamente, porque guían la percepción de cuestiones clave como el
propio sentido de la ciencia o la cientificidad, las imágenes recíprocas que
construyen los agentes, las cualidades que se atribuyen y las mutuas
expectativas que ellas generan.

1. Prejuicios y confianza epistémica

Los dos enfoques referidos acerca de la justificación del conocimiento


obtenido del testimonio de una autoridad epistémica requieren del público
una actividad evaluativa: bien juzgando si las premisas adicionales de las
que dispone constituyen un fundamento razonable para la adopción de la
creencia que intenta compartir el científico; bien, aunque sea una evaluación
de mínima, cuando estima que no existen razones fundadas para no creer.
Como toda práctica valorativa, ese examen está atravesado por una serie de
presunciones que son inseparables del individuo -creencias, prejuicios,
estereotipos, representaciones previas-, cuyo impacto resulta especialmente
visible en el proceso de atribución de crédito a la autoridad cognitiva y, por
tanto, en la mayor o menor confianza depositada en sus afirmaciones. Por
esa vía, los prejuicios sociales ingresan de lleno en la relación que hace
posible la distribución pública del conocimiento.
La perspectiva que propone Miranda Fricker (2007) sobre la articulación
de factores epistémicos y extra-epistémicos en el intercambio testimonial es
un punto de partida valioso para entender aspectos clave de la interacción
entre expertos, públicos e interfaces. Su principal argumento es que en
ciertos casos el juicio sobre la credibilidad de determinados hablantes -y,
por consiguiente, la confianza o desconfianza en su palabra- es en realidad
un pre-juicio fundado en la posición que ocupan en el contexto social.
Posiciones que, por su parte, no son neutrales sino resultado de relaciones
de poder que producen sujetos2, asignándoles características identitarias
distintivas. De ese modo, el poder ligado a la identidad impregna los
intercambios testimoniales cuando la fiabilidad del hablante aparece fijada a
priori sobre la base de un estereotipo que define su condición de agente.
Cuando el estereotipo involucra un prejuicio negativo, el intercambio se ve
afectado tanto en el plano epistémico como en el plano moral. En primer
lugar, porque el receptor evalúa de manera indebida la credibilidad de la
fuente testimonial, sin tomar en cuenta el contenido de sus afirmaciones -
exponiéndose al riesgo de perder un conocimiento valioso-. En segundo
lugar, porque ejerce una acción reprobable que ocasiona al otro un daño
inmotivado en su calidad como agente cognitivo. El proyecto de Fricker es
profundizar en esa doble disfunción, epistémica y ética, producto de lo que
considera una injusticia testimonial.
Diversos prejuicios pueden causar el déficit de credibilidad inmotivado
que altera la asignación de confianza. Entre ellos, como hemos visto, los
principales son los estereotipos -“prejuicios negativos de identidad social”-,
que asocian a ciertos grupos con determinados atributos y categorizan a sus
miembros de acuerdo con ellos. Mediante esta clasificación, el prejuicio
identitario ingresa en la relación e incide directamente en la valoración de
los agentes epistémicos. Esto es: cuando la imagen de un grupo aparece
asociada con atributos inversos a los que caracterizan a un informante fiable
-competencia, imparcialidad, honestidad, sinceridad-, la percepción del
receptor del testimonio resulta condicionada; por consiguiente, también lo

2
La huella del pensamiento foucaultiano que trasluce esta expresión es persistente a lo
largo de la obra de Fricker.
están la actitud con que se involucra en la interacción cognitiva, la
evaluación de la fiabilidad de su interlocutor y -mediante ella- la actitud de
confianza o desconfianza con que se enfrenta al conocimiento en juego. El
prejuicio distorsiona en el oyente su imagen del emisor, disminuyendo o
negando su legitimidad como agente cognitivo. Por contraste, el oyente
actúa con justicia cuando adopta una actitud virtuosa, minimizando el nivel
de influencia de sus prejuicios en su valoración de la calidad del informante.
En ocasiones, cierto tipo de injusticia epistémica afecta a la comprensión
pública de la ciencia cuando la confianza depositada en los expertos aparece
distorsionada negativamente sobre la base de un prejuicio. Por ejemplo, esa
situación aparece claramente reflejada en el transcurso de polémicas
científicas y tecnológicas proyectadas a la esfera pública, sobre todo cuando
el conocimiento y sus agentes son percibidos en la vereda opuesta de los
intereses e inquietudes de los ciudadanos. En esos casos, el proceso de
confianza se encuentra claramente alterado por la coyuntura social y es
posible que los prejuicios negativos se manifiesten exacerbados -aún cuando
en condiciones normales resulten mucho menos notorios o determinantes de
la actitud del público-, afectando de antemano la credibilidad de los
expertos y la consecuente reacción frente a su palabra.
Sin embargo, con independencia de que el problema sea más visible en
escenarios conflictivos, el enfoque también abre paso a examinar el contexto
habitual en que se desenvuelven las relaciones entre científicos, legos e
interfaces; es decir, en condiciones normales, no alteradas por
acontecimientos externos. Pero para eso es preciso matizar el planteamiento
original y extender su alcance para abarcar la articulación entre prejuicios y
valoraciones mutuas entre todos los participantes, y no sólo en lo que
respecta a la actitud del público ante los expertos. De ese modo es posible
dar cuenta de los presupuestos sobre los cuales se construye, o no, la
confianza necesaria para que la interacción resulte éticamente justa y, sobre
esa base, cognitivamente eficaz -esto es, apropiada para que el conocimiento
circule con fluidez y pueda ser compartido como corolario del proceso-.
Para Fricker, el interés se circunscribe al modo en que una percepción
prejuiciada del informante repercute sobre su condición de agente en un
intercambio testimonial. Pero en el análisis de la comprensión pública de la
ciencia es igualmente relevante determinar si la situación inversa registra
algún efecto sobre la relación y sus resultados. Es decir: si un justo
reconocimiento de sus virtudes epistémicas y morales hacen del experto una
autoridad fiable respecto del conocimiento que afirma, y lo contrario
perjudica infundadamente esa condición, ¿qué papel cumpliría su propia
imagen de los legos en favorecer u obstaculizar el proceso? El científico,
¿percibe al público como un agente cognitivo pleno, con el cual tiene razón
y valor entablar un diálogo, hacer el esfuerzo de intentar compartir
conceptos y embarcarse en una discusión sobre ellos? Visto de ese modo,
los prejuicios no sólo influyen en la actitud del público hacia los expertos
sino que intervienen asimismo en dirección inversa; y, más aún, también se
extienden desde y hacia las instancias de interfaz que median en la
comunicación entre ambos. Lejos de ser un problema limitado a la imagen
de la fuente original, en el capítulo 5 se podrá advertir que lo que se pone en
funcionamiento durante la circulación y apropiación social del conocimiento
es una compleja red de presupuestos y expectativas que mantienen los
participantes sobre sí y sobre el resto, que inciden directamente sobre las
actitudes y valores con que se involucran en las prácticas de diálogo,
discusión y debate.

Un nuevo enfoque de los prejuicios en el reparto del saber

De lo anterior se desprende que los prejuicios propios de los agentes


desempeñan un papel ineludible en la circulación y apropiación social de la
ciencia. Esto no es ninguna novedad, despues de tantos años destinados a
detectarlos y combatirlos alfabetizando convenientemente a los legos -con
resultados infructuosos en la mayoría de los casos, hay que reconocerlo-.
Los estudios de percepción han tenido a los prejuicios en la mira desde sus
orígenes; el problema es que, quizás, la mira ha estado algo desenfocada.
El modelo del déficit cognitivo interpretó la influencia de los prejuicios a
la luz de la hipótesis de asociación lineal entre conocimientos y actitudes.
La ignorancia científica de la sociedad alimentaría una imagen ambivalente
de la ciencia que afecta la posibilidad de un examen reflexivo de parte de
los ciudadanos: en un extremo, la idealización que conduce a aceptar de
manera indiscriminada de todo cuanto ella afirma, produce y permite; en el
otro, prejuicios altamente negativos se traducen en actitudes de temor,
reticencia o rechazo que obstaculizan de antemano cualquier análisis.
Claramente las últimas situaciones son las que concitan la inquietud del
programa clásico, cuyos mayores esfuerzos se dirigen a corregirlas mediante
la alfabetización como vía para atenuar las influencias negativas y promover
actitudes de mayor aprobación y respaldo -establecidas en los orígenes del
campo como la meta a alcanzar. El interés del programa deficitario por la
relación entre distribución social del conocimiento, prejuicios y actitudes
hacia la ciencia puede sintetizarse de la siguiente manera:
a) Distribución de conocimiento Prejuicios del público Actitud de aprobación

La interpretación que propongo hace variar sensiblemente el sentido de


esa articulación. Si la deferencia epistemica involucra un componente de
confianza, y esa confianza puede estar teñida de prejuicios, entonces el
papel de las imágenes previas de los sujetos en el proceso se orienta en una
dirección diferente. Lo interesante no es ya analizar en qué medida el acceso
al conocimiento puede moderar la influencia de ciertos presupuestos sobre
las actitudes del público sino, a la inversa, cómo se proyecta la influencia de
esos presupuestos sobre la actitud de confianza epistémica que es condición
de posibilidad del acceso al conocimiento. En segundo lugar, dado que el
conocimiento circula a través de una red de confianza recíproca entre tres
tipos de agentes, entonces es preciso determinar cuál es el impacto de los
respectivos prejuicios -y no sólo los del público- en el proceso. Desde ese
ángulo, la relación queda expresada del siguiente modo:

b) Prejuicios de los agentes Actitud de confianza Distribución de conocimiento

Sin embargo, esta esquematización aún es provisoria y finalizando este


capítulo volveré sobre ella. Pero antes es necesario detenernos en otro
recodo de este itinerario. Desde allí podremos observar el paisaje de la
comprensión pública de la ciencia con una visión ahora sí panorámica e
integrar la imagen de su dimensión epistémica descrita hasta el momento
con la imagen de su dimensión simbólica, los condicionantes producto de la
asimetría cognitiva de los agentes recortados contra el telón de fondo de su
heterogeneidad cultural. En este punto, el interés por la influencia de los
prejuicios en la asignación de crédito y la construcción de la actitud de
confianza opera a modo de bisagra para incoporar una segunda fuente
conceptual en el recorrido. Eso nos permitirá sustituir el concepto de
“prejuicio negativo de identidad social” -que Fricker sitúa en la base del
proceso- por el de “representaciones sociales” (en adelante, RS),
proveniente de la psicología social. El reemplazo obedece, por decirlo de
algún modo, a una cuestión de economía conceptual: como se podrá
observar, la noción más abarcativa de RS no sólo es útil para conocer el
origen de los prejuicios identitarios sino también para dar cuenta de otros
procesos vinculados con la apropiación social de la ciencia.
Brevemente, en tanto sistema de convenciones significativas
colectivamente generado y compartido, las representaciones modelan la
percepción que los individuos tienen de su entorno, de los objetos y sujetos
con los que interactúa en su vida pública y privada; por ende, condicionan
sus actitudes, opiniones y el modo en que se desenvuelven en relación con
ellos. Entre esas interacciones se encuentran, evidentemente, las que reúnen
a expertos, mediadores y públicos, orientadas en una u otra dirección en
virtud de las representaciones que cada uno de ellos sostenga. Así, el
diálogo epistémico aparece como un caso particular de las relaciones
interpersonales generadas en el transcurso de la vida social, mediadas por
las representaciones de los individuos que las entablan. Cuestiones relativas
a la valoración más justa o prejuiciada de la fiabilidad de la autoridad
cognitiva o de las interfaces de comunicación, la opinión del experto acerca
de la legitimidad de sus interlocutores -público y mediadores-, las razones
esgrimidas para aceptar o no el conocimiento que se propone compartir,
todos esos aspectos que hacen a la apropiación del conocimiento estarán
influidos por las representaciones previas de los sujetos de la interacción. La
Teoría de las Representaciones Sociales (en adelante, TRS) nos franquea el
acceso a ellas.
Su interés reside, en primer lugar, en que permite dar cuenta de cuáles
son y cómo se forman los contenidos sustantivos del pensamiento social de
los cuales se nutren las percepciones individuales; esto es, detectar qué tipo
de imágenes y estereotipos vigentes en un determinado contexto -por
ejemplo, sobre la ciencia- conforman el repositorio de significados en el que
abrevan las imágenes de los agentes que en él se desenvuelven. Asimismo,
el enfoque hace posible examinar bajo qué mecanismos esos contenidos del
imaginario grupal impregnan los imaginarios subjetivos y, por esa vía,
orientan las actitudes de los sujetos respecto del entorno y de otros sujetos.
En tercer lugar, la TRS ofrece un marco para interpretar el resultado de la
interacción epistémica: cómo se insertan los conocimientos científicos
obtenidos mediante la deferencia a la autoridad en el conocimiento de
sentido común y qué alteraciones o modificaciones se producen en el pasaje
de un contexto cognitivo a otro. Esta contribución, veremos, ha sido la más
explotada en los estudios de comprensión pública de la ciencia, pero no es la
que voy a destacar en esta oportunidad. Más que en las RS como
culminación de la apropiación social del conocimiento, se trata de enfatizar
el rol -poco o nada explorado- que desempeñan en su punto de partida, en la
forma en que esas imágenes y supuestos gestados y compartidos en la vida
grupal condicionan ab initio la relación entre los agentes.

2. El fenómeno de las Representaciones Sociales

Los recursos de la “sociedad pensante”

A comienzos de la década de 1960, Serge Moscovici introdujo su propia


noción de las RS3 en un estudio ya clásico acerca de la penetración del
3
Entre los antecedentes de la teoría se señalan habitualmente un conjunto de aportaciones
procedentes de la sociología, la antropología y la psicología de fines del siglo XIX y
comienzos del XX. Entre ellos, la etnopsicología de Wilhelm Wundt, el interaccionismo
simbólico de Herbert Mead y Harold Blumer, el constructivismo mental de J. Piaget, la
antropología de Lucien Levy-Bruhl. Muy cercana a la temática de Moscovici se sitúa el
enfoque, contemporáneo, de Peter Berger y Thomas Luckmann sobre los orígenes del
sentido común y la estructuración social de la realidad. Sin embargo, los antecedentes más
directos -los que Moscovici se encarga de destacar y respecto de los cuales enfatiza sus
diferencias- deben rastrearse en los estudios de Emile Durkheim acerca de la conciencia y
las representaciones colectivas. Someramente, Durkheim distingue las representaciones
individuales de las colectivas, siendo éstas conceptos, categorías abstractas que se producen
grupalmente, son irreductibles a las primeras y forman la conciencia común que garantiza
la unidad social. Las representaciones colectivas constituyen una fuerza coactiva poderosa
que se manifiesta, entre otros, en los mitos, la religión, las creencias. Moscovici afirma que
la diferencia fundamental con el antecedente sociológico radica en que la psicología social
psicoanálisis en el pensamiento popular. En La psychanalyse, son image et
son public (Moscovici, 1961) las define como una forma de conocimiento
socialmente generado -el saber de sentido común- cuya función es la
elaboración de los comportamientos y la comunicación entre los miembros
de un grupo; mediante ellas, los sujetos hacen inteligible la realidad física y
social, y se integran entre sí y con su entorno. A partir de entonces, tanto
Moscovici como sus epígonos han avanzado en el análisis de los procesos
mediante los cuales se genera, transforma y proyecta el conocimiento
colectivo, y de qué manera éste impregna las actitudes y las prácticas de los
individuos. Antes de avanzar en la caracterización de las RS es menester
aclarar algunos aspectos de cómo se concibe desde este enfoque el proyecto
de la psicología social; en particular, cómo aborda la dicotomía entre lo
individual y lo social en la generación del saber de sentido común,
procurando, más que una opción taxativa, una síntesis entre ambos4.
Como constructos colectivamente elaborados y compartidos, las RS
tienen una doble dimensión: por un lado, son productos simbólicos del
pensamiento social, creencias estructurantes y conocimientos significativos
para un grupo dado; al mismo tiempo, son los procesos mediante los cuales
sus miembros construyen la realidad, mecanismos socio-psicológicos que
modelan las formas de pensar, hablar y actuar en ella. En otras palabras, las
RS son a la vez contenidos sustantivos generados en el transcurso de las
interacciones entre los sujetos y procesos de referenciación a través de los
cuales éstos conciben el mundo y se vinculan con él. Veamos en qué
consiste ese modo de existencia dual y cuáles son sus consecuencias para
una psicología social del conocimiento.
El principal cuestionamiento de la perspectiva se dirige a la suposición de
que los individuos conocen su entorno exclusivamente mediante la
aprehensión automática de una realidad externa que está allí para ser
observada y explicada, que precede e ignora el trabajo perceptivo; pintura en
la cual el sujeto es concebido en un vacío social y, consecuentemente, las
operaciones y el contenido del pensamiento se conciben propios de algo así
como un Robinson Crusoe cognoscente. Para la psicología social esa
imagen de un ser carente de cualquier marco previo en el cual inscribir e
interpretar sus impresiones resulta inaplicable a agentes inmersos en una
comunidad y, por ende, en un sistema de significaciones compartido que

atiende tanto a la estructura como a la dinámica de las representaciones, a sus mecanismos


de generación y transformación, frente al carácter fijo o estático que asumen en el modelo
durkheimiano. En este sentido, sostiene, las representaciones deben ser consideradas de
partida como un “fenómeno” a analizar y no como un “concepto” irreductible a otros
(Moscovici, 2000: 30).
4
Para Tomás Ibáñez García (1988) o Cristóbal Torres Albero (2005a), uno de los rasgos
más valiosos del concepto de RS es, precisamente, que mantiene las potencialidades
heurísticas de nociones de raíz psicológica -percepciones, actitudes- pero vinculadas a su
vez con categorías sociológicas de mayor alcance -cultura, normas y valores grupales.
indica cómo seleccionar, clasificar y evaluar la información que proviene
del entorno. Por contraste, un argumento central de la TRS es que los
estados psicológicos están socialmente producidos: ninguna mente escapa
de los condicionantes previos que impone la cultura, a través del lenguaje y
el sistema de representaciones, al pensamiento y la percepción.
Por otra parte, aun cuando la conformación del conocimiento social no
excluyera a la experiencia y la percepción individual, éstas resultan
comparativamente irrelevantes en relación con la magnitud de conocimiento
que los sujetos adquieren en su interacción con otros. En sintonía general
con argumentos vertidos en el capítulo anterior, la TRS parte de la base de
que prácticamente la totalidad de lo que una persona conoce y cree lo ha
obtenido de manera indirecta, mediante los relatos entre pares, la
adquisición de un lenguaje y sus convenciones, el saber contenido en los
objetos que emplea y en las prácticas aprehendidas durante la vida en
común. Adonde sea que la gente se relacione o se encuentre meramente sin
un propósito común, allí circula información: se cuenta cosas, intercambia
datos, opiniones, experiencias, escucha a otros y discute con ellos. A largo
plazo, en el transcurso de esos intercambios van creándose elementos
estables y recurrentes, un repositorio común de significaciones, imágenes e
ideas que se dan por supuestas y son recíprocamente aceptadas; sin ellas, sin
ese parloteo sostenido mediante el cual se construye el pensamiento
colectivo, no habría interacción posible ni, por ende, socialidad.
El sistema de representaciones originado en la comunicación entre los
sujetos se encuentra incrustado en las estructuras e instituciones en torno de
las cuales se organiza y despliega la vida social -familiares, educativas,
grupos de pertenencia- y es adoptado por sus integrantes, que lo incorporan
tanto a nivel de su comprensión de la realidad como para desenvolverse
apropiadamente en ella. Las formas colectivas no sólo tienen un efecto
prescriptivo en lo que refiere al pensamiento individual sino que, asimismo,
definen y limitan los modos consecuentes de actuar. Significados, actitudes
y prácticas subjetivas se encuentran, pues, constreñidos por aquello que las
representaciones indican que es posible y legítimo pensar, decir y hacer para
los grupos que las comparten.
La primacía de las representaciones sobre las percepciones individuales,
su origen en la comunicación interpersonal, y el rol causal que ejercen sobre
pensamiento y acción, constituyen el fundamento sobre el cual esta corriente
aborda el estudio de la “sociedad pensante”. Sus premisas son, por una
parte, la naturaleza social del pensamiento; por otra, la impronta del
pensamiento así configurado en la vida en comunidad. Y postula la
existencia de ciertas entidades, las representaciones compartidas por los
miembros de un grupo, que permiten dar cuenta de ambas dimensiones: en
tanto cumplen funciones cognitivas, explican cómo las formas colectivas de
construcción de la realidad modelan las formas individuales; en tanto
constituyen marcos comunes para la interacción entre los sujetos, explican
cómo lo simbólico modela la socialidad.
No es sencillo ofrecer una caracterización del fenómeno de las RS
comprehensiva de la variedad de aspectos, relaciones y funciones que
comportan5. Para Moscovici, como anticipamos, se trata de un sistema de
valores, ideas y prácticas con una doble función: en primer lugar, establecer
un orden que permite a los individuos ubicarse en su contexto material y
social y dominarlo; en segundo lugar, posibilitar la comunicación entre los
miembros de una comunidad, proporcionando un código común para el
intercambio social, para nombrar y clasificar sin ambigüedades los diversos
aspectos del mundo. Otras caracterizaciones coinciden en lo sustancial. Para
Jean-Claude Abric (2001), se trata de un conjunto de información,
creencias, opiniones y actitudes acerca de un objeto, que se organizan y
estructuran para constituir un tipo particular de sistema social cognitivo.
Son, simultáneamente, proceso y producto de la actividad mental a través de
la cual los individuos reconstruyen los objetos de la realidad y les atribuyen
significado. También Denise Jodelet (1986) enfatiza la doble faz de
contenidos y funciones mentales de las RS. En la huella de una analogía
entre la estructura del conocimiento científico y el de sentido común, Alain
Clémence (2001) las concibe como “teorías” de sentido común aplicadas a
tópicos generales, útiles para manejar cuestiones abstractas y complejas en
la vida cotidiana.

Las funciones cognitivas de las RS: los procesos de anclaje y objetivación

Las RS convencionalizan la percepción de los acontecimientos, objetos y


sujetos que integran la realidad. Les dan una forma definida, los ubican en
categorías y, progresivamente, van estableciendo modelos compartidos por
el grupo que organizan las percepciones individuales de sus miembros. Cada
nueva experiencia con la que se enfrenta el sujeto se subsume en alguna de
esas modelizaciones, es asimilada en el sistema de convenciones para ser
decodificada por referencia a ellas. Así, las representaciones proveen de
recursos para enfrentar lo desconocido, disminuyendo el recelo que
provoca: probablemente una de las afirmaciones más reiteradas en la
literatura sea la expresión que cifra su propósito en términos de hacer
5
Como señalé previamente, una vez que Moscovici sentara el marco general del programa
tanto él como sus colaboradores y continuadores se dedicaron a expandir los componentes
de la teoría, con lo cual tanto el concepto central como otros relativos tendieron a hacerse
más complejos y, en ocasiones, a difuminarse sus contornos según intereses diversos. La
expansión de la perspectiva durante las últimas décadas del siglo pasado trajo aparejada no
sólo una multiplicidad de investigaciones empíricas sino también de apropiaciones y
reelaboraciones ad hoc del concepto de RS; eso se refleja en que buena parte de los
ensayos, reportes o artículos que integran la bibliografía especializada comienzan por
redefinir su sentido en el contexto de esa reflexión o estudio en particular.
familiar lo no-familiar. La función cognitiva de reducción y articulación de
la información novedosa en esquemas previos que cumplen las RS se realiza
a través de los mecanismos concomitantes de anclaje y objetivación.
El anclaje procura reducir los nuevos elementos que interpelan a los
sujetos -ideas, fenómenos, otros sujetos- mediante su adscripción a
categorías o imágenes corrientes, hacerlos inteligibles en el contexto de lo
que se tiene por sabido. Por caso: a comienzos de la década de los ‘80
trascendió a la opinión pública una dolencia innominada y atemorizante, que
fue identificada y asimilada en términos de otras suficientemente conocidas
como el cáncer gay, la peste rosa o una enfermedad venérea más. Sólo
mucho tiempo después emergería una representación específica y distintiva
sobre el SIDA en el imaginario social; entretanto, aunque todavía no se
supiera con claridad qué era eso, el referente esquivo, todos entendían muy
bien de qué se estaba hablando (Marková y Wilkie, 1987). El anclaje, por
consiguiente, es el proceso por el cual algo o alguien puede ser clasificado y
nombrado -una representación es también un sistema de denotación-;
evaluado -por referencia a los elementos ya existentes dentro de esa
categoría-; y compartido por los sujetos en una interacción comunicativa
con un significado común.
Clasificar algo supone encasillarlo dentro de ciertos límites que estipulan
lo permisible y lo esperable de los elementos que se incluyen en esa clase.
Por ejemplo, nombrar a un individuo como prócer, psicópata o científico
implica remitirlo a un conjunto de conductas, hábitos, valores, que expresan
las expectativas -o prejuicios, si se quiere- acerca de lo que es o debe ser un
prócer, un psicópata o un científico, e indican el modo en que los casos
particulares deben desenvolverse para coincidir con los parámetros que
definen a la clase. La comparación no es neutral sino claramente valorativa:
al asignar un elemento a una categoría no se está meramente estableciendo
un hecho sino evaluando en qué medida se aproxima o se distancia de un
estereotipo o caso paradigmático. Eso supone examinar a los candidatos por
referencia a ciertos modelos; respectivamente, digamos, Manuel Belgrano o
José de San Martín, Hannibal Lecter y Albert Einstein. El sujeto u objeto
que pasa a formar parte de una clase, como se dijo, se torna a la vez
depositario de y respondente por los atributos positivos o negativos propios
de ella. Dado que se presume que participa de determinadas propiedades se
le exigirá cierto grado de ajuste a ellas, a riesgo de ser considerado un mal
político, psicópata o científico, o ser excluido de la clase si no lo logra6.

6
Debido a la disposición a la resistencia que caracteriza a las RS, es improbable que la
propia categoría se modifique frente a un ejemplar anómalo: justamente el hecho de buscar
lo familiar en lo extraño permite entrever el carácter conservador de las representaciones,
su tendencia a la confirmación más que al cambio de los contenidos significativos vigentes.
De más está decir que, cuando eso ocurre, jamás es producto de un caso no tipificable -o
aun de la acumulación de ellos-, sino de un proceso de transformación que afecta al núcleo
Pero la reducción de lo desconocido a lo conocido no se limita al
procedimiento clasificatorio y denotativo del anclaje sino que en ocasiones
requiere, asimismo, materializar una abstracción, hacerla tangible y cercana
a la experiencia cotidiana. La objetivación consiste en sustituir el objeto de
la representación por un icono, metáfora o tropo próximo a la imaginería del
grupo que es inmediatamente evocado cuando se alude al primero. Por
ejemplo, en un estudio sobre las representaciones de la enfermedad mental
entre habitantes rurales, Jodelet (1991) observó la referencia reiterada a
imágenes como marchitarse, cuajarse como manteca, agriarse o cortarse
como leche; mediante ellas, los sujetos asociaban la transformación
orgánica que conlleva caer enfermo con otros procesos de degradación
visibles en su entorno. La elección de los tropos no es arbitraria sino que
mantiene una fuerte relación con las circunstancias del grupo -históricas,
socioeconómicas, educativas, etáreas-, que delimitan el conjunto de
experiencias familiares para sus miembros y, por ende el repertorio de
imágenes para la sustitución -es claro que un urbanita difícilmente asociaría
la enfermedad mental con la descomposición de la leche. El mecanismo
permite advertir claramente cómo operan las condiciones contextuales de un
grupo en la construcción de una representación configurando el espacio de
posibilidades de la función objetivadora, proporcionando y limitando los
objetos concretos y conocidos mediante los cuales materializar los objetos
abstractos y desconocidos. Las representaciones grupales se diferencian
entre sí porque en virtud de las circunstancias del grupo cambian los
espacios de posibilidades que contienen las alternativas para la objetivación.
El carácter fuertemente contextual de la función objetivadora se advertirá
con claridad en el siguiente capítulo, cuando se describa la materialización
de la abstracción ciencia que el público realiza por recurso a los artefactos
tecnológicos que conforman su entorno más inmediato. Entonces se podrá
observar de qué modo la referencia a objetos que la presentifican está
supeditada a las experiencias alternativas que diferentes grupos mantienen
con diferentes tipos de tecnologías. Mientras que para los grupos de jóvenes
y adultos jóvenes la ciencia es o está en la informática o en las nuevas
tecnologías de la información y la comunicación con las que experimentan
continuamente, entre los adultos mayores la imagen más recurrente para la
objetivación del conocimiento científico se encuentra en todo tipo de
prótesis físicas -anteojos, muelas postizas, marcapasos cardíacos, audífonos-
con los cuales no sólo conviven sino que forman parte de su propio cuerpo.
Ahora bien, si la asociación entre imagen y objeto es arbitraria, una
construcción ligada al campo de experiencias del grupo, cabría aún
preguntarse: la leche cortada, ¿es una metáfora correcta o adecuada de la
locura?; un teléfono celular o un marcapasos, ¿son objetivaciones

duro de la representación, que sólo puede advertirse mediante un análisis diacrónico de su


evolución en el marco del grupo que la sustenta y del contexto social en que éste se inserta.
apropiadas de la abstracción ciencia? Por lo que se ha señalado hasta el
momento salta a la vista que, formulada en esos términos, la cuestión no
tiene mucho sentido. Como máximo lo que puede decirse es que, para ese
grupo, la imagen extraída de su acervo cotidiano es buena para pensar (good
to think) la locura o la ciencia, porque es simple, porque su significado está
bien asentado en el grupo, porque es coherente con otros parámetros o
valores grupales (Wagner y Kronberger, 2001).
La función normalizadora de los mecanismos de anclaje y objetivación
resulta muy sugestiva para la investigación de la comprensión pública de la
ciencia. Distante en muy diversos sentidos de los objetos y procesos que
integran para el público su experiencia de la realidad, ¿qué podría resultarle,
en principio, más ajeno y menos familiar que una teoría, un concepto o
descubrimiento científico? En ocasiones, una pura abstracción, un
esoterismo vinculado con entidades difícilmente comprensibles o ignotas;
en otras, una entidad portadora de consecuencias o incertidumbres
atemorizantes que es menester conjurar. El estudio fundante sobre la
inserción del psicoanálisis en el sentido común apuntaba a una situación del
primer tipo, a establecer de qué forma los sujetos procuraban hacerlo
inteligible ajustándolo a los márgenes de significados controlados,
disminuyendo las inquietudes que provoca lo extraño. De hecho bien podría
afirmarse que, en sus orígenes, la TRS fue construida como una teoría de la
comprensión pública de la ciencia o, por lo menos, de una teoría en especial.
En la actualidad, su aplicación en los estudios de percepción se orienta más
bien a dar cuenta del segundo tipo de interrogante: cómo se integra
socialmente el conocimiento proveniente de áreas científicas novedosas y
controversiales, de qué manera el sentido común enfrenta los fenómenos y
conceptos emergentes, qué imágenes prevalecen y con qué consecuencias.
En la sección tres retomaremos ambas cuestiones con mayor detalle.

La estructura de las RS: núcleo central y sistema periférico

Además de desempeñar funciones cognitivas, las RS también constituyen


un conjunto estructurado de conocimiento sustantivo. Por lo tanto, además
de comprender el tipo de mecanismos mentales que ponen en juego, es
preciso establecer cuáles son y cómo se articulan sus contenidos.
En su formulación original, Moscovici distingue tres dimensiones en los
contenidos de una representación. En primer lugar, el contenido
informacional expresa la suma de conocimiento disponible sobre el objeto
representado en cantidad y en calidad, trivial u original, más o menos
estereotipado, antiguo o actualizado, correcto o erróneo. El segundo aspecto
es la noción de campo de representación, que expresa la clasificación y
organización de esos contenidos significativos en una totalidad jerarquizada.
Los campos de representación pueden variar, del mismo modo que el tipo de
información de un sujeto o de un grupo a otros de acuerdo con el modo en
que se articulen y jerarquicen los contenidos informacionales o se los
relacione con otras representaciones. El tercer elemento del contenido es la
actitud, un conjunto de juicios de valor que expresa la orientación general,
positiva o negativa, que el grupo mantiene frente al objeto representado. Un
aspecto interesante de la actitud es su carácter en apariencia originario de la
RS pues, en general, existe aun en el caso de una información reducida y de
un campo de representación débilmente organizado. Esto significaría que el
componente valorativo precede al componente informacional en la génesis
de la representación; en otras palabras, que en la estructura de una RS la
conclusión tiene prioridad sobre las premisas, el veredicto sobre el juicio.
Ese rasgo puede ser interpretado en relación con una de las condiciones de
emergencia de la representación: la presión a la inferencia, la demanda
social sobre el sujeto para asumir una postura, tener una opinión acerca de
algo, que aumenta correlativamente con la notoriedad del objeto. En tales
ocasiones, por más que su conocimientos sobre la cuestión sea escaso, el
sujeto se siente compelido a adoptar una posición y ejercerla.
Cuanto más prominente es un aspecto de la realidad -como lo es
indudablemente la ciencia en la sociedad contemporánea- los individuos
cargan sobre sí una suerte de mandato social por el cual se ven
implícitamente forzados a manifestar una posición, aún cuando la misma no
implique un conocimiento sólido o exhaustivo sobre el tema. La presión a la
inferencia y la precedencia de las actitudes respecto del contenido
informacional puede ser una clave para explicar las sucesivas refutaciones
empíricas de la hipótesis de asociación lineal entre conocimientos y
actitudes sostenida por el programa deficitario. Al mismo tiempo, conduce a
desestimar por una nueva vía el valor práctico de las iniciativas
alfabetizadoras: no tendría mayor sentido procurar formar actitudes en el
público mediante la inyección de información cuando todo parece indicar
que actitudes e información discurren por caminos no siempre ni
necesariamente coincidentes.
La noción de campo de representación como un conjunto ordenado de
elementos es retomada por Abric (1993, 2001) para elaborar su propia
versión de la organización estructural de los contenidos de las RS7. En su
enfoque, éstos se articulan en dos planos: un núcleo central estructurante y
un sistema periférico. El núcleo está compuesto por unos pocos elementos
jerarquizados de manera particular que dotan a la representación de su
significado primordial y estable; las significaciones nucleares son resistentes
al cambio, no por convención sino por la persistencia y extensión grupal de
las imágenes producto del anclaje y la objetivación. En derredor se dispone
una serie de elementos que constituye la interfaz entre el contenido central y
7
La hipótesis de la doble estructuración de las RS fue propuesta inicialmente por Jean
Claude Abric y desarrollada experimentalmente por el grupo Midi (Universidades de Aix-
en-Provence y Montpellier, Francia).
la situación concreta en la que se elabora y opera la representación; los
componentes periféricos son sensibles a las modificaciones del contexto
pues deben permitirle adaptarse a él y comunicarse con otras imágenes
vigentes. La nueva información es integrada en ese espacio externo de la
representación: aquellos elementos que cuestionan sus fundamentos pueden
ser controlados bien relegándolos a esta zona, bien reinterpretándolos en el
sentido de la significación central o bien asignándoles carácter de excepción
a la regla. En este sentido, además de una función adaptativa, los contenidos
secundarios también cumplen un rol de defensa, pues el sistema periférico
podría considerarse un cinturón protector de los componentes innegociables
de la representación.
La estructuración en un doble sistema permite comprender la naturaleza
constante y rígida de las RS -la tendencia al inmovilismo de los contenidos
del núcleo central, bien incrustados en el grupo- y, al mismo tiempo, el
carácter dinámico de su evolución en función de las circunstancias del
entorno. La resistencia al cambio del núcleo implica que una modificación
en éste supone una transformación completa de la representación en otra, ya
sea en el tiempo o entre grupos: un elemento central no puede ser
cuestionado sin afectar la significación sustantiva de la representación. De
allí que la identificación del núcleo central y del sistema periférico permite
el estudio comparativo de las representaciones, ya que la organización de
los contenidos puede variar entre ellos. Dos representaciones definidas por
los mismos contenidos pueden ser heterogéneas si lo es su articulación, el
carácter central o lateral de sus elementos.

La función social de las RS: la comunicación entre los individuos

El tercer aspecto relevante para caracterizar a las RS es su función social


de sustento de las relaciones intra e intergrupales en el transcurso de la vida
en común. Si se admite que la apropiación social de la ciencia está ligada a
la calidad del diálogo que entablan expertos, mediadores y públicos,
entonces es fácil advertir por qué esta dimensión adquiere un papel central
para el análisis del proceso.
Las representaciones ofrecen el marco de convenciones compartidas que
hace viable la comunicación significativa entre los individuos. Esa función
puede expresarse, invirtiendo los términos, como la reducción de los
márgenes de lo “no-comunicable”: la ambigüedad de las ideas, la fluidez de
las significaciones, imágenes o creeencias; en suma, la disminución del
rango de mutua incomprensión. De allí que las RS, en tanto forma de
conocimiento colectivamente elaborado y común al grupo, faciliten las
interacciones entre quienes participan de ellas; y, por oposición, lo que torna
problemáticas las relaciones e intercambios entre individuos y grupos es,
justamente, la vigencia y circulación de diversas representaciones acerca de
un único objeto que coexisten en el mismo espacio público. Como señalé en
el apartado anterior, éstas pueden diferir tanto a nivel de sus contenidos
sustantivos como del modo en que éstos se organizan estructuralmente
como parte del núcleo central -estables y persistentes- o del cinturón
periférico -dinámicos y flexibles-.
El enfoque comparativo del contenido y estructura de las RS de
diferentes grupos de individuos acerca de un mismo objeto permite
interpretar cuál es su grado de cercanía o distancia; por tanto, conduce a
determinar cuáles son los márgenes divergentes que dificultan las
interacciones en torno de ese objeto en particular. Si la cercanía de las
representaciones reflejan los aspectos del mundo que los grupos tienen en
común, y sus diferencias aquello que los separa y hace peligrar el éxito de
sus vínculos, entonces es evidente que allí radica un aspecto clave de la
relación entre los agentes del proceso de comprensión pública de la ciencia.
Partiendo de esa premisa, cotejar cómo se conforman las RS de la ciencia
de expertos, legos e interfaces, franquea el acceso a otra clase de
heterogeneidad -simbólica en este caso- que condiciona sus interacciones
conjuntamente con la heterogeneidad epistémica que los distingue. Eso
requiere establecer cuáles son y cómo se jerarquizan los componentes de sus
representaciones -las imágenes de ciencia de unos y otros-, a fin de
determinar tanto las dimensiones comunes -que facilitan la comunicación
entre ellos- como aquellas que no se intersectan –las que la obstaculizan o
impiden. Desde este punto de vista se percibe un nuevo plano de influencia
de las representaciones de los agentes: el de las tensiones que atraviesan el
contexto del diálogo acerca de cómo significa cada uno el objeto en torno
del cual se relacionan. Al parecer, ese diálogo está mediado por bastante
más que una serie de prejuicios mutuos; o, mejor dicho, nos estaríamos
acercando a la fuente en que se originan esos prejuicios, las distintas formas
de dar sentido a la ciencia -y a los sujetos en su relación con ella- operativas
en un contexto social determinado. Esta idea será profundizada como
corolario de este capítulo.

3. Representaciones sociales y comprensión pública de la ciencia

“Common sense is science made common” 8

En páginas previas sostuve que la elaboración de Moscovici puede ser


entendida stricto sensu como una teoría de la comprensión pública de la

8
He optado por mantener en este caso la expresión en lengua inglesa para preservar el
juego de palabras que establece entre ciencia y sentido común, que se pierde en la
traducción al español. La afirmación completa es: Science was formerly based on common
sense and made common sense less common; but now common sense is science made
common (Moscovici, 2000: 41).
ciencia. El objetivo de este apartado es, pues, reinsertar la noción de RS en
su contexto teórico original antes de reflejar a continuación el modo en que
ha sido aplicada en estudios recientes del campo. La siguiente reflexión es
significativa de cómo se concibió en sus inicios el proyecto disciplinar9:

“[el objetivo era] conocer cómo la ciencia, mediante su diseminación en la sociedad en


su conjunto, se convierte en sentido común: en pocas palabras, cómo la ciencia consigue
formar parte de nuestro patrimonio cultural, pensamiento, lenguaje y prácticas
cotidianas (...) cómo y por qué innumerables nuevas ideas, imágenes extrañas, nombres
esotéricos, son aceptados al abandonar los laboratorios y publicaciones de una pequeña
comunidad científica para penetrar las conversaciones, relaciones o comportamientos de
la comunidad más amplia y difundirse en ella.” (Moscovici, 2001: 10)

Proponer una vinculación entre ciencia y sentido común requería, en primer


lugar, superar su histórica reputación antitética, de esferas sin posibilidad ni
perspectivas de contacto: a un lado, el pensamiento moderno, metódico,
racional, crítico, objetivo y verdadero; al otro, formas pervivientes del
pasado y las tradiciones, anárquicas, irracionales, dogmáticas, subjetivas y
erróneas. Una polarización sin puentes según la cual sobreponerse al
segundo implica su eliminación y reemplazo10, la aspiración ilustrada de una
racionalización total de las representaciones individuales y colectivas
mediante la educación y la divulgación científica.
Por contraste, en el origen de la reflexión sobre las RS se da por sentado
que ciencia y sentido común no son dominios aislados. Más aún que, en la
actualidad, lo imposible es precisamente suponer que no se influyen
mutuamente, que la ciencia es o puede ser de algún modo excluida o
marginada del conocimiento y la cultura popular. El argumento es de lo más
sensato: sostener que la fuente de creencias legítimas hegemónica en las
sociedades modernas no atraviesa el pensamiento colectivo sería un
despropósito similar a pretender que la religión y las tradiciones -sus
antecesoras en la función- no fueron en su momento elementos dominantes

9
En una entrevista con Marková (1998), Moscovici afirma que su intención original no fue
introducir un concepto derivado de los planteamientos de Durkheim y Lévy-Bruhl y
adaptarlo a la psicología social, sino que el problema de la transformación de la ciencia en
su difusión pública le condujo al concepto: ninguna otra perspectiva permitía abordar la
articulación de creencias, conocimiento y realidad social como esa. La psicología social
enfocada sobre las RS debía recorrer en sentido opuesto el camino de la psicología del
desarrollo: mientras ésta indaga cómo las representaciones infantiles espontáneas devienen
representaciones científicas y racionales, aquella debía atender al proceso inverso de cómo
las representaciones científicas se convierten en pensamiento ordinario, la metamorfosis
mediante la cual se integran al saber que se gesta y se usa en la vida diaria.
10
Esta posición aparece claramente en la obra de G. Bachelard, quien considera al saber
cotidiano como uno de los principales obstáculos epistemológicos a superar para acceder al
conocimiento de la realidad mediante el desarrollo del espíritu científico. En su
elaboración, recordemos, la doxa es precisamente lo opuesto a la epistêmê y no es
suficiente rectificarla o mantenerla como conocimiento vulgar sino que “ante todo es
necesario destruirla” (Bachelard, 1994: 16)
de las mentalidades y las prácticas individuales y sociales. La presunción de
que el conocimiento científico no consigue permear la capa de ignorancia
del sentido común parte de la premisa errónea de que la única vinculación
posible es la reducción de uno al otro, reflejada en la medida en que los
sujetos asimilen ciertos contenidos y formas de razonamiento y los pongan
de manifiesto en sus formas de entender el mundo y de conducirse en él.
Esta idea no en vano recuerda los presupuestos del modelo del déficit
cognitivo y alimenta la frustración generada por el fracaso sistemático de las
estrategias de alfabetización. Sobre la factibilidad de sustituir el saber
popular por el científico, Moscovici es taxativo: si ese es el objetivo de la
comunicación pública de la ciencia, entonces no es de extrañar que no se
haya logrado. El éxito de la diseminación debería medirse por el modo en
que la ciencia se inserta entre otras formas de creencias colectivas,
articulándose en su marco más que pretendiendo eliminarlas (2001: 12).
Vista de ese modo, la ciencia no se incorpora en estado puro al sentido
común, de allí que cuando se la busca como tal no se la encuentra: no
porque no esté sino porque no se es capaz de advertirla bajo otras formas
que no sean las que asume en su contexto original. Se pretende un reflejo en
una superficie sólida y pulida cuando lo que hay es más bien una refracción
a través de un medio líquido y viscoso. Aquí también, como sostuve en
reiteradas oportunidades a lo largo de estas páginas, el problema no es tanto
que el público no comprende a la ciencia como que la teoría no es capaz de
comprender el modo en que el público comprende. ¿Cuál sería, pues, un
enfoque que sí lo hiciera, más sensible a la apropiación del conocimiento
científico entre los sujetos que la imagen ofrecida por la batería de
interrogantes escolares de una encuesta, y menos facilista que la opción de
subsumir todo conocimiento en el mismo saco? A estas alturas mi respuesta
es evidente: en principio, debería ser una aproximación que permitiera
articular en un mismo marco conceptual los dos planos indiscernibles en los
que se juega la relación entre ciencia y sociedad, las dimensiones epistémica
y cultural del problema. Que pudiera abordar la incidencia de los factores
contextuales en la vinculación entre expertos y legos sin negar u omitir las
constricciones producto de su asimetría cognitiva; y que, a la vez, allanara el
camino para comprender de qué manera el conocimiento que circula en su
interacción se transforma, se re-presenta, al integrarse en el entorno de
recepción con otras fuentes de creencias -experiencias, prácticas, lenguaje,
tradiciones- en la construcción del saber cotidiano.
Es evidente que esa perspectiva no es la piedra filosofal del campo de
CPC ni proporciona la solución fácil a un fenómeno complejo -y mejor así,
después de todo, porque de sobra hemos visto que esas no han funcionado-;
pero, por lo menos, constituye una alternativa sólida para encarar algunos de
sus principales problemas. En el capítulo anterior propuse situar los estudios
de cultura científica en un marco de epistemología social, como un caso
particular de las relaciones interpersonales que permiten compartir
conocimiento, y profundizar el análisis en dirección de los numerosos
interrogantes que surgen a partir de enfocar cuestiones como la deferencia a
la autoridad o las razones para confiar o no en lo que afirman los expertos.
Pero eso no es suficiente: también es preciso interpretar la metamorfosis por
la que atraviesan esas afirmaciones en el contexto de su diseminación y
apropiación social. En este sentido, el aporte de la TRS es fundamental para
abordar ese tipo de cuestiones: ¿qué procesos se ponen en marcha cuando el
conocimiento así adquirido por el público se incorpora al sistema de
significaciones más amplio del grupo al que pertenece? ¿Qué resulta de eso?
Lo que resulta es que el conocimiento deferencial cambia, se refunde en
esquemas clasificatorios, denotativos e icónicos propios de la comunidad en
que se propaga; y no sólo eso, sino que cambia también en su movimiento
de un grupo social a otro, cuando penetra diferentes mundos de la vida,
horizontes, identidades y proyectos. Al mismo tiempo, incorporándose a
ellos, los transforma al ritmo de su propia dinámica: el sentido común se
renueva constantemente en esa batalla por la integración de lo nuevo y lo
extraño -términos, objetos, explicaciones, aplicaciones- con que el vértigo
del cambio científico enfrenta al sujeto contemporáneo. Tan operativas en el
momento en que se entabla la interacción que permite compartir el
conocimiento como en el momento en que su inserción efectiva en la cultura
marca la culminación del proceso, las representaciones atraviesan el
problema de la comprensión pública de la ciencia de comienzo a fin.
La TRS fue construida para dar respuesta a una cuestión muy puntual:
cómo se modifica el conocimiento experto al tomar contacto con otros
sistemas significativos vigentes en una cultura y de qué manera reaparece,
así modificado, en el sentido común. Ese interés epistémico inicial aparece
en la actualidad bastante diluido. El uso progresivamente instrumental del
concepto de RS para abordar fenómenos provenientes de los dominios
sociales más diversos separó la noción del marco general en que fue
propuesta, y su fecundidad heurística terminó por autonomizarla de la
teoría11. En ese proceso se produjo un vaciamiento del interés fundante que
interesa recuperar brevemente, repasando cuáles son en la actualidad sus
principales aplicaciones en la investigación de la cultura científica.

Las RS en los estudios de comprensión pública de la ciencia

11
Actualmente los estudios que emplean el concepto de RS abarcan objetos tan dispares
como la imagen empresarial, los vikingos, los derechos humanos, las identificaciones
raciales, la comida, el género, el acoso sexual laboral, la maternidad y la paternidad, la
donación de órganos, el envejecimiento humano, enfermedades varias, los recursos
hídricos, las profesiones, y así cabría seguir enumerando extensamente. Para no abundar en
referencias, el desarrollo de esas temáticas puede ser consultado en las compilaciones de
Deaux y Philogéne (2001); Breakwell y Canter (1993); Doise, Clémence y Lorenzi-Cioldi
(1993); Kornblit (2004); y Lago Martínez (2003).
Si la revista Public Understanding of Science hubiera existido en los ‘60,
el estudio sobre la inserción del psicoanálisis en el conocimiento popular
bien podría haber aparecido en sus páginas. Con esa afirmación Robert Farr
encabeza un artículo incluido en el segundo número de la publicación que
ha marcado desde sus orígenes el pulso del campo de CPC, y a continuación
lanza un desafío: “la teoría de las representaciones sociales es perfectamente
apropiada para la investigación empírica de la comprensión pública de la
ciencia.” (Farr, 1993: 189).
Algunos de sus argumentos ya han sido discutidos en estas páginas. Por
ejemplo, la necesidad de evitar la simplificación que comporta interpretar
los resultados de las encuestas de percepción exclusivamente en términos de
la ignorancia del público, sin reconocer valor a las respuestas que no se
adecuan a los parámetros de una imagen de ciencia asumida previamente
como correcta. Esto es, omitiendo que quizás algunas de ellas reflejarían no
ya desconocimiento sino representaciones que se apartan de las exigencias
normativas de esos criterios12. Asimismo, Farr destaca el valor interpretativo
de los procesos de anclaje y objetivación para dar cuenta de cómo y por qué
pueden generarse esas formas, anómalas desde un punto de vista pero
explicables en su génesis y su constitución desde la TRS. Por último,
enfatiza un aporte sustancial: para poder explicar y predecir las actitudes y
comportamientos de los sujetos hacia la ciencia es necesario conocer el
contenido sustantivo de sus representaciones, el “conocimiento para la
acción” sobre el cual se fundamentan. Si se comprenden las RS sobre
ciencia es posible comprender por qué la gente actúa -usa, opina, o toma
decisiones- como lo hace respecto de ella.
A pesar de lo convincente que pueda resultarnos a algunos, hay que
reconocer que el reclamo de Farr pasó desapercibido entre los programas
predominantes en la disciplina. Entre los numerosos estudios cuantitativos
de percepción en el contexto europeo se halla una única referencia al marco
conceptual de las RS, en la Introducción al Informe Final del Eurobarómetro
Europeans and Biotechnology in 2005 (ob.cit.); aunque en el subsiguiente
tratamiento y análisis de los datos no se refleje en absoluto esa asunción
inicial. Otro grupo de la vertiente de las surveys que ha recurrido
lateralmente a la TRS es el de Durant, Evans y Thomas (1992), quienes
concluyen que la medicina constituye la representación paradigmática del
objeto ciencia para el público inglés. Un panorama similar presenta la
investigación en el marco etnográfico-contextual: sólo una tibia alusión de
Wynne (1995) a que el planteo de Moscovici resulta “cercano” a los
intereses constructivistas. Por el énfasis que ambas perspectivas ponen en la
contextualidad del proceso de apropiación pública de la ciencia, las
12
Esta observación fue reflejada en el capítulo 1, cuando referimos la crítica de Bauer y
Schoon (ob.cit.) a los parámetros empleados por las encuestas de percepción para medir el
nivel de grado de alfabetización científica de los ciudadanos
negociaciones de sentido entre los agentes y la rehabilitación del
conocimiento cotidiano o de sentido común, podía preverse un mayor grado
de diálogo que, contrariamente, no ha sido posible constatar.
Sin embargo, aunque su influencia conceptual ha sido escasa, la TRS
tampoco es una “completa desconocida” para la investigación de la cultura
científica, como reflejan un puñado de aproximaciones teóricas y empíricas
que la cuentan entre sus fundamentos. Entre las primeras, distintos trabajos
de Torres Albero ponen de relieve de qué manera el concepto de RS permite
sustentar un modelo alternativo al del déficit cognitivo mediante el cual
explicar las relaciones no lineales entre conocimientos y actitudes y vincular
las representaciones del público con los contextos en los cuales se
despliegan. Especialmente interesante es su tratamiento del carácter
ambivalente de las imágenes públicas de la ciencia -otro de los problemas
clásicos del campo-, que concibe anclado en la propia naturaleza dual de la
actividad tecnocientífica.
En el plano de las investigaciones empíricas, como ya he mencionado,
los enfoques se concentran sobre áreas científicas y tecnológicas que
revisten un carácter de novedad, incertidumbre y aprensión, y que, por esta
razón, se han proyectado densamente a las discusiones en la esfera pública.
En ámbitos como la biología molecular, la ingeniería genética, las
biotecnologías o, más recientemente, las ciencias medioambientales
vinculadas con el cambio climático, el concepto de RS y sus mecanismos
generativos y funcionales han sido empleados con frecuencia para explicar
cómo los individuos procuran captar lo desconocido en términos familiares
y adoptar una postura frente a ellos. Es el caso de Benjamin Bates (2005),
quien explora el modo en que los ciudadanos norteamericanos construyen
sus representaciones sobre la genética a partir de la influencia de la industria
cultural. Su estudio abarcó a grupos de diversas etnias a fin de detectar
diferencias en las representaciones en función de dos factores: el uso
histórico dado en los EE.UU. a argumentos seudo-genéticos para promover
la discriminación racial, y la preocupación porque los avances en el área
contribuyeran a revitalizar la cuestión más que a sepultarla definitivamente.
La biotecnología, por su parte, constituye actualmente una de las áreas
más significativas de los debates sociales generados por el desarrollo
científico-tecnológico. Aplicaciones tan diversas como las técnicas de
clonación celular, las terapias y diagnósticos génicos, los xenotrasplantes o
la producción de alimentos modificados, originan una extensa lista de
interrogantes acerca de sus posibles riesgos para la salud, sus consecuencias
reales o potenciales, su alcance y límites morales. Los individuos no sólo se
enfrentan en esos casos a términos, entidades y situaciones desconocidos
sino que, simultáneamente, son confrontados por su carácter controversial.
En esas circunstancias, batallan a la vez por el acceso a un conocimiento
complejo, por la posibilidad de formarse una opinión al respecto, y por ser
tenidos en cuenta en el desarrollo de su discusión y regulación públicas. La
biotecnología se ha convertido en un fenómeno que supera ampliamente su
condición de desarrollo tecnológico para convertirse en un tema candente de
las sociedades contemporáneas, cuyas dimensiones científica, técnica,
económica, política, ética y cultural interpelan en conjunto a los individuos.
Eso permite explicar por qué constituye un tópico reiterado en las
investigaciones de la comprensión pública de la ciencia que abrevan en el
marco teórico de las RS. Entre ellas pueden distinguirse dos vertientes: por
una parte, las que se enfocan en las interfaces de la comunicación de masas
como mecanismos privilegiados en la generación y puesta en circulación de
las representaciones públicas; por otra, aquellas que indagan directamente
en las representaciones de los individuos.
Por mencionar sólo algunos, entre los más densamente documentados se
encuentra el análisis de Liakopoulos (2002) de la evolución de las
representaciones sobre biotecnología en la prensa gráfica británica durante
las últimas tres décadas del siglo XX. Entre sus hallazgos más significativos
destaca el visible desplazamiento de las imágenes fuertemente negativas
predominantes durante los años ‘70 -asociadas con atributos como miedo,
desnaturalización, deshumanización, y con la figura tan conocida del
científico fuera de quicio- hacia otras bien diferentes en el decenio posterior,
cuando la biotecnología pasa a ser reconstruida en términos de promesa de
un futuro mejor. Un procedimiento similar es aplicado a la prensa griega,
aunque con un objetivo ligeramente diferente, a fin de establecer el
contenido de las representaciones sobre un conjunto de disciplinas
científicas -entre ellas también la genética y biotecnologías- a través de las
metáforas empleadas en periódicos y revistas de divulgación populares
(Christidou, Dimopoulos y Koulaidis, 2004).
Un estudio que merece una mención algo más detallada es el ya citado de
Wagner y Kronberger sobre representaciones de alimentos genéticamente
modificados entre los ciudadanos austríacos a fines del siglo pasado. Se
trata de un período especial, pues corresponde al momento en que el
problema comenzaba a adquirir relevancia pública en ese contexto y, por
tanto, los sujetos se veían en la necesidad de generar recursos simbólicos
para hacerle frente. El trabajo tiene la gran ventaja que da la oportunidad de
captar la emergencia de una representación, de asistir en tiempo real al
proceso por el cual una idea en principio difusa y poco organizada cristalizó
rápidamente en la imagen mental de los tomates asesinos13, peligrosos por
la intervención a la que son sometidos y cuyo consumo representaría un
riesgo para la salud. La investigación muestra, asimismo, cómo se
consolidaba paralelamente un activo movimiento social anti-biotecnología
bajo lemas como Contra los tomates genéticos o Por una Austria libre de
genes, que amplificaban masivamente el tropo de algo extraño y

13
El artículo en el que se presentan los resultados del trabajo se titula, precisamente, Killer
tomatoes! Collective symbolic coping with biotechnology.
amenazador que es introducido de modo artificial en organismos, individuos
y, figuradamente, también en las naciones. Eso permite observar otra de las
características ya mencionadas de las RS: que su componente actitudinal -en
este caso, de rechazo tenaz- puede existir aun cuando la información acerca
del objeto sea errónea, escasa o ninguna -como si los tomates no
transgénicos no estuvieran constituidos por genes14, o fuera posible postular
un país libre de esos añadidos tan indeseables.
Los ejemplos mencionados abordan escenarios especialmente apropiados
para observar la génesis y el funcionamiento de las RS, pues se trata de
áreas del desarrollo científico y tecnológico que conllevan una sensación de
incertidumbre y cuestionamiento a la que debe hacerse frente. En este
mismo momento, los estudios sobre representaciones sociales del cambio
climático vienen ganando terreno en las principales publicaciones del campo
de CPC15; y no es casual que esto se produzca paralelamente al ascenso del
tema en la agenda de las preocupaciones colectivas y personales. En esas
circunstancias, el discurrir de la sociedad pensante se acrecienta, los
individuos necesitan reflexionar colectivamente, obtener información,
confrontar opiniones. En tiempos de cambio, el fenómeno de las
representaciones que dan forma al sentido común es más perceptible: su
carácter se revela particularmente en momentos de crisis y agitación, cuando
las personas están más dispuestas a la discusión y sus intercambios se hacen
más intensos y urgentes.
Es evidente que los problemas relativos al calentamiento global, la
clonación o los alimentos genéticamente modificados interpelan al público
desde un lugar diferente al de disciplinas menos apremiantes, por decirlo de
algún modo, como la radioastronomía o la geomorfología. Como ya se
indicó, la presión a la inferencia aumenta cuando se intuye que ciertas
cuestiones pueden afectar en algún sentido los valores, los intereses, la
calidad de vida o la propia existencia: los sujetos se sienten obligados a
obtener información más precisa, a esforzarse por entender las afirmaciones
de los expertos, a tomar posición y actuar en algún sentido. De ahí que sea
comprensible el recurso a una teoría explicativa diseñada, precisamente,
para dar cuenta de este tipo de procesos. Sin embargo, en lo que sigue
veremos que el aporte de la TRS al análisis de la apropiación social de la
ciencia puede ser más abarcativo, e integrarse productivamente en el marco
epistemológico y conceptual que comenzó a delinearse en el capítulo dos.
14
Esa situación no debería sorprendernos. En nuestro país, por ejemplo, en el contexto de la
Primera Encuesta Nacional de Percepción Pública de la Ciencia se solicitó a los
participantes que evaluaran como verdadera o falsa la siguiente afirmación: “Un cultivo
genéticamente modificado tiene genes, los otros no”. Sólo el 35% respondió,
correctamente, que es falsa; casi un cuarto de la población afirmó que es verdadera, en
consonancia con el público austríaco, y el restante 40% optó por abstenerse de responder
(SECyT, 2004).
15
Véanse, entre los más relevantes, los aportes de Höijer (2010) y O’Neill y Nicholson-
Cole (2009)
4. El papel de las representaciones en la interacción epistémica

Una nueva dimensión de la brecha entre ciencia y sociedad

Al iniciar este tramo planteé la necesidad de profundizar en la idea de los


prejuicios que influyen en la interacción epistémica; en particular, sobre el
modo en que pueden sesgar negativamente la valoración de la fiabilidad de
la autoridad cognitiva e incidir, por esa vía, en el crédito asignado a sus
afirmaciones. También mencioné que, dado que la relación involucra a tres
protagonistas, entonces el interés debe extenderse necesariamente hacia los
prejuicios que todos ellos traen consigo al momento de entablar una
comunicación. Esa relevancia merecía determinar con mayor precisión en
qué consisten esos presupuestos, cómo se originan y a través de qué
mecanismos se tornan operativos en el contexto del diálogo. Lo que procuré
mostrar en este capítulo es que la TRS no sólo permite afrontar esos
interrogantes sino que contribuye a ampliar el alcance del planteamiento, a
preguntarnos -en un sentido más profundo- qué mediaciones simbólicas
intervienen en la relación y cómo inciden sobre ella. Eso permite observar
bajo otra perspectiva cómo se articula el contexto social de los agentes -en
el cual se forman sus representaciones- en el contexto epistémico de sus
intercambios.
Haste el momento, el enfoque de las representaciones en el campo de la
percepción de la ciencia se ha limitado al momento en que el conocimiento
se sitúa ya plenamente en el ámbito de circulación social, sea analizando
cómo es reconstruido por los medios -interfaces privilegiadas- o de qué
manera los conceptos o teorías reaparecen integrados en el imaginario
cultural. No obstante, lo que no se ha explotado es el potencial de la teoría
para echar luz sobre el origen del proceso, para comprender las condiciones
iniciales del diálogo que está en la base del reparto del saber, marcado por
las RS como mínimo en dos sentidos. En primer lugar, porque conforman el
marco significativo en que se inscribe la comunicación entre los agentes,
que será más o menos favorable para su desarrollo según el modo en que
unos y otros perciban los objetos y sujetos, intereses, valores y prácticas que
constituyen el sentido de la cientificidad. Esto es, según esas imágenes
resulten cercanas o distantes, disminuyendo o acrecentando los márgenes de
no-comunicables entre los interlocutores. En segundo lugar, porque las
actitudes y expectativas recíprocas con que cada uno se involucre en la
interacción estarán ligadas a esa reconstrucción simbólica de lo que es la
ciencia para cada uno de ellos.
Como se afirmó oportunamente, una de las principales funciones de las
RS es hacer familiar lo no-familiar, la reducción de lo extraño a lo conocido
a fin de hacerlo inteligible y controlable. Esta afirmación conduce
inmediatamente a preguntarnos en qué medida y bajo qué aspectos la
ciencia y el conocimiento científico ocuparían para el público el lugar de lo
ajeno o desconocido. Es común describir a ciencia y sociedad separadas por
una brecha o un foso, una imagen que es en sí la objetivación de una
representación, la materialización visual de dos espacios divididos y sin
puntos de contacto. El modelo del déficit ha restringido la dimensión de la
brecha a un problema de índole estrictamente cognitiva (the knowledge
gap), atribuyéndola a la ignorancia científica de los legos que revierte, a su
vez, en actitudes de desinterés y escasa valoración. Por su parte, el enfoque
etnográfico-contextual desecha el argumento del obstáculo epistémico: la
separación entre ambas esferas es una cuestión eminentemente cultural,
pues lo que en realidad se dirime en las disputas públicas sobre temas
científicos son disputas por el poder simbólico entre los diferentes sistemas
de significados, valores y prácticas de los agentes que participan de ellas. A
estas alturas queda claro que, en uno u otro caso, ambos enfoques se limitan
en su capacidad para comprender que las dimensiones cognitiva y cultural
de la brecha no discurren por vías separadas sino indisolublemente unidas.
En el capítulo anterior argumenté que el foso efectivamente existe, que
hay una desigualdad objetiva entre expertos y públicos respecto del
conocimiento en juego y que ésta es un componente básico de cualquier
diálogo, discusión o debate entre ellos -mal que pese al contextualismo-.
Claro que reconocerlo es necesario pero insuficiente: también es preciso
advertir otra clase de distancia, cuyo origen no es tanto la información no
compartida sobre la ciencia sino la heterogeneidad de sentidos que los
interlocutores atribuyen al mismo objeto ciencia, y se relacionan con ella y
entre sí a partir de ese modo de representársela. En principio, por tanto,
conocer cuáles son los contenidos sustantivos y cómo se estructuran las
respectivas representaciones grupales permite establecer la magnitud de esa
diversidad y tener una imagen de las discrepancias, de los márgenes de
significados no compartidos que entorpecen las relaciones entre científicos,
mediadores y público. La hipótesis de la organización de las RS en
contenidos nucleares y periféricos abre la posibilidad de la comparación:
¿de qué está hablando cada uno cuando se encuentran para hablar de la
ciencia o el conocimiento científico? ¿A qué objeto, a qué conjunto de
imágenes y atributos aluden implícitamente cada vez que se refieren a ellos,
dando por sentado que el otro está refiriendo al mismo objeto y atributos?
Ese plano de separación simbólica entre los agentes, que será abordado en
profundidad en el siguiente capítulo, es tan fundante del proceso de
comprensión pública de la ciencia como su separación en el plano cognitivo.
Ambos, articulados, condicionan la forma y la calidad de la interacción
epistémica.

Las representaciones como sistemas de expectativas


Además de esa caracterización básica de la heterogeneidad de las
imágenes de ciencia, la TRS permite advertir de qué manera impactan las
respectivas representaciones sobre un núcleo de actitudes implicadas en la
interacción. Entre ellas, como anticipamos, la propia predisposición a
participar de una instancia de diálogo, la confianza o desconfianza
recíprocas, la deferencia razonada a la autoridad cognitiva, la percepción
mutua como agentes legítimos de debate, la reflexividad y admisión de la
crítica, la disponibilidad para examinar los respectivos argumentos y aun,
dado el caso, para modificar las propias creencias. Poner el foco en sus
representaciones previas permite comprender qué consecuencias tienen
sobre el modo en que los participantes construyen sus identidades y roles en
el diálogo, cómo se gesta la red de percepciones y expectativas mediante las
cuales se conciben a sí mismos y a los demás en tanto sujetos del
intercambio. En este punto queda claro el vínculo entre los aspectos
epistémico y extra-epistémico del proceso de comprensión pública de la
ciencia: las actitudes que hacen posible compartir el conocimiento y discutir
sobre él estarán ligadas indisolublemente a ese plano de representaciones
simbólicas generadas en el contexto social.
Para aclarar un poco la cuestión, adelantándonos al capítulo cinco,
pensemos por un momento en una situación cotidiana en la que coinciden
dos individuos: uno cree -sin muchas pruebas pero con gran convicción- que
el otro no es del todo confiable, y éste –con igual fundamento- piensa que el
anterior tiene pocas luces. Evidentemente, el primero tenderá a sospechar de
cuanto diga el segundo quien, a su vez, escaso empeño pondrá en mantener
la conversación; así las cosas, poco fluida o provechosa será la
comunicación entre ambos, limitada en el mejor de los casos a un
intercambio de palabras de ocasión. Imaginemos otro posible encuentro,
esta vez entre alguien que cree que su interlocutor lo ve como un ser extraño
y aun peligroso cuando, en realidad, aquel lo tiene catalogado como una de
las personas más respetables y dignas de aprobación que ha conocido jamás.
Está claro que esas tampoco resultan las mejores circunstancias para
entablar una relación ni para sostenerla, pues uno recelará sin motivos del
otro, el cual -por su parte- se entregará a la charla sin reparo alguno y sin
sospechar que enfrente tiene a alguien a la defensiva. Y, se sabe, cuando las
cosas empiezan con malentendidos es difícil que puedan alcanzarse “buenos
entendidos” sobre una base tan endeble. Ahora traslademos estas situaciones
al escenario, promovido por el Modelo de las Tres D, de un diálogo abierto
y plural entre científicos y ciudadanos. ¿Es posible que su conversación
trascienda el mero intercambio de palabras de ocasión, y sea propicia para
compartir y discutir conceptos y razones?
Por lo que respecta al público lego, ello depende en primer lugar de si se
auto-comprende o no como agente legítimo para participar de un diálogo
que involucre al conocimiento científico; en segundo lugar, del modo en que
perciba y valore al experto que lo expresa respecto de determinados
atributos que hacen a su honestidad, sinceridad, competencias, como alguien
en quien es posible –en principio– depositar confianza. Esto es, de acuerdo a
cómo lo clasifique por referencia al anclaje en su representación acerca de lo
que es ser un buen científico. Si alguien sostiene que “todos sabemos que la
ciencia se vende al mejor postor y que los estudios de impacto dependen
dequién los paga, pero no tienen ni idea de lo que puede pasar acá”16, y se
establece que esa imagen del científico a sueldo se encuentra integrada entre
las representaciones del grupo -que no es una apreciación individual-,
entonces difícilmente pueda pensarse en una evaluación justa de la figura de
un interlocutor experto cuando la clase a la que pertenece es percibida bajo
esos atributos -deshonestidad, servilismo, incompetencia-. Resulta claro que
lo que sea que afirme, cualquier información que pretenda aportar a la
discusión, chocará con una actitud de resistencia, de falta de confianza,
impuesta de antemano por el contenido de esa representación.
Al mismo tiempo, si el auto-estereotipo del público es que “el común de
la gente como nosotros, que no entendemos nada de ciencia, no tenemos
mucho qué decir: más vale reconocer tus limitaciones, quedarte callado y
escuchar”, no es difícil advertir que frente a esas limitaciones se estrella su
confianza en sí como agente epistémico. El grupo se asumirá incapacitado
para posicionarse de manera activa en una interacción con expertos,
reservándose la opción de abstenerse y escuchar -en el mejor de los casos- o
directamente desertar del espacio. Esa imagen pública de la ciencia como un
ámbito abstruso, vedado al acceso de los no iniciados, tampoco es una
presunción favorable para que ellos mismos se consideren integrantes
genuinos de una esfera de discusión en la cual, como mencionamos en la
introducción, todos los participantes se expresen en igualdad de
condiciones. Su consecuencia es, por oposición, una frecuente tendencia a la
auto-exclusión del diálogo.
A la inversa, las condiciones para un vínculo fluido estarán asimismo
mediadas por la percepción que el experto tiene del público y de los
mediadores y, en función de ello, por las expectativas depositadas en la
interacción. Esto es, si juzga a sus interlocutores como agentes cognitivos
legítimos (o no), dotados de capacidades y competencias que justifiquen
integrarse con ellos de un ámbito en que se compartan conocimientos y se
examinen las mutuas razones y argumentos. Si un químico está convencido
de que “a la mayoría de la sociedad la ciencia le importa un pito, porque ni

16
Las manifestaciones citadas en este párrafo y el siguiente fueron registradas durante
largas horas de charlas que serán reflejadas en detalle a partir del siguiente capítulo. Este
comentario fue recogido durante una serie de grupos focales de discusión con el público y
alude a la intervención de los expertos en la controversia por la instalación de la empresa
Botnia en las márgenes del Río Uruguay; el siguiente, en el mismo contexto, refleja la
reticencia del participante frente al tema planteado para la discusión grupal. Las
afirmaciones vertidas en los siguientes párrafos corresponden a las entrevistas mantenidas
con científicos y periodistas de ciencia.
entienden de qué se habla ni los periodistas comunican convenientemente”,
esa tampoco es una representación demasiado favorable de los otros
involucrados en la interacción ni mucho menos, como puede anticiparse,
alentadora de una actitud de implicación. Más bien sustenta la alternativa
opuesta: “Uno se cansa y ya no se toma el trabajo de dar detalles de lo que
hace. (…) Por eso yo ya no intento explicarle al vecino para qué sirve el
wolframio, porque no tiene sentido.”
Párrafos atrás se describió una situación casi idéntica, la de los
ciudadanos que optan por retraerse al constatar lo que, a su juicio,
constituyen dificultades personales insalvables para acceder a la
comprensión de lo que ese diálogo tendría por objeto. Sumada a la actitud
que se acaba de describir, ambas configuran un escenario bastante poco
alentador: a un lado, un experto que no encuentra sentido en procurar
compartir conocimiento con quien no reuniría las condiciones epistémicas
necesarias para comprenderlo, al otro, un ciudadano que coincide en la
pobre opinión sobre sus facultades y, por esa razón, tiende asimismo a restar
valor a su participación en el intercambio. Ninguno demuestra demasiado
interés o motivación para entablar contacto. Visto de ese modo, los
márgenes para un vínculo productivo se estrechan: lo más probable, como
puede notarse, es que ni siquiera llegue a concretarse.
Es ocasión, pues, de afinar y completar el planteamiento que quedó
pendiente en la primera sección de este capítulo respecto de los diferentes
modos de comprender la relación entre prejuicios, actitudes y distribución
del conocimiento, reflejados sintéticamente de la siguiente manera:
a) Distribución de conocimiento Prejuicios del público Actitud de aprobación

b) Prejuicios de los agentes Actitud de confianza Distribución de conocimiento

Para las corrientes deficitario-alfabetizadoras, decíamos, la distribución


del conocimiento tiene por objetivo atenuar los prejuicios del público y
promover las actitudes de aprobación y respaldo social hacia la ciencia. Lo
que sostuve entonces es que el papel que desempeñan las imágenes previas
de los agentes debía analizarse en otra dirección, a fin de captar de qué
manera esos presupuestos inciden sobre la construcción de una red de
confianza recíproca que es condición de posibilidad del acceso al
conocimiento. En el camino recorrido hasta aquí hemos reemplazado la
noción de prejuicio por la más amplia de representaciones sociales; y
también argumentamos que un diálogo genuino y productivo requiere del
compromiso de los agentes con un conjunto de actitudes favorables al
intercambio cognitivo y la discusión razonable, entre las cuales la confianza
es fundamental pero no la única. Desde ese punto de vista, la relación entre
representaciones, actitudes y distribución del conocimiento queda expresada
de este modo:
c) Representaciones sociales Actitudes epistémicas Distribución de conocimiento

Esta es, básicamente, la trama que propongo empezar a desanudar en los


siguientes capítulos, un reflejo acotado -y por esa razón, poco fiel- de
muchas horas compartidas con los intérpretes de esta historia Durante cierto
tiempo me dediqué a hablar de ciencia con distintas personas; o, mejor
dicho, intenté que las personas hablaran conmigo sobre la ciencia, que me
contaran lo que piensan y sienten respecto de ella, cómo creen que impacta
en su vida cotidiana, en nuestra sociedad y nuestro mundo. Tantas horas de
charla me sirvieron no sólo para dar formar a las ideas que articulan este
libro sino también, sobre todo, para entender mejor una cantidad de cosas
que lo rebasan. Matices, sensaciones, emociones que despierta la ciencia
tanto entre quienes la hacen como entre quienes la cuentan y entre quienes
la miran desde la butaca del público, a veces con curiosidad, otras veces con
reticencia o desinterés, pero casi siempre sintiéndose eso: espectadores y no
protagonistas. Hablando aprendí a entender por qué, más allá de las cifras de
una encuesta, el desconocimiento, los estereotipos y la incomunicación la
convierten con frecuencia en algo lejano y prácticamente inalcanzable, un
espacio reservado para mentes brillantes como las del cine, que se admira y
se respeta pero a la vez se teme y se desconfía casi con la misma intensidad.
Los científicos, por su parte, describieron largamente su pasión por la
búsqueda de conocimiento pero también el desconcierto frente el papel que
muchas veces se les adjudica, sin privarse de dejar bien claros sus propios
prejuicios y los recelos que les provoca la exposición pública. Escuchando a
los divulgadores comprendí que estar en el medio -literal y figuradamente-
no siempre es fácil, y que los jueces más severos de la divulgación, quienes
acostumbran señalar sus errores y falencias, seguramente moderarían sus
críticas de conocer mejor cómo se experimenta el peso de esa
responsabilidad.
Todos hablaban de ciencia, cada uno aludía a una cantidad de cosas en
cierto punto semejantes y a la vez, bastante diferentes. En lo que sigue
asistiremos a la vivencia concreta de la asimetría epistémica atravesada por
las representaciones sociales en acción, y al modo en que ambas
condicionan las actitudes, identidades y expectativas mutuas de científicos,
legos e interfaces de cara al diálogo que hace posible la circulación y
apropiación colectiva del conocimiento científico.
CAPÍTULO 4

EN EL PRINCIPIO FUE LA BRECHA

La separación entre ciencia y sociedad es la piedra de toque de los


estudios de cultura científica. Las investigaciones empíricas llevan años
abocadas a comprobar su magnitud y la reflexión conceptual, a teorizar
sobre sus causas y consecuencias; en el plano de las prácticas se ensayan -
con mejores o peores resultados- las recetas para superarlo. Un breve repaso
por la bibliografía especializada permite advertir que las imágenes de la
brecha o el foso han calado muy hondo como representación del problema
originario, y son sistemáticamente empleadas para aludir al cisma entre dos
partes que urge reunir, restaurar sus vínculos o aún establecerlos. No es
casual que crear puentes sea la metáfora que se asocia de inmediato con la
idea. Sin embargo, a pesar de lo extendida, son pocas las oportunidades en
que se analiza la propia noción pues, en general, se la da por sentada sin más
aclaraciones1. El objetivo de este capítulo, es precisamente, poner a ese
distanciamiento en el centro de la discusión; o, mejor dicho, reflejar de qué
manera es percibido por sus protagonistas cuando se lo plantea como tema
de discusión.
La elección no es arbitraria: si en el principio del campo de CPC está la
brecha, lo más lógico era que esta segunda parte comenzara poniendo el
acento sobre ella. Dado que se trata de reflexionar sobre las representaciones
que condicionan el diálogo entre los agentes, entonces lo más apropiado es
empezar por aquellas que presuntamente lo obstaculizan o impiden. En
capítulos previos argumenté que la asimetría cognitiva supone una
desigualdad objetiva entre los miembros de esta comunidad epistémica, sin
embargo, ¿qué lugar ocupa en el imaginario de sus integrantes? Los estudios

1
Desde diferentes perspectivas, sendos artículos de Lèvy-Leblond (1992) y Bensaude-
Vincent (2001) abordan la idea de la separación en sí misma, más allá del uso no
problemático que habitualmente se hace de ella. El primero consiste en una breve pero
penetrante crítica a dos aspectos de la noción de brecha que subyacen a las encuestas de
percepción: la restricción que supone limitarla a la carencia o pobreza de los conocimientos
del público, el presupuesto del modelo deficitario; y el modo en que, por consecuencia, eso
impide captar la pluralidad de “distancias” que existirían entre ciencia y sociedad. Entre sus
conclusiones destaca el hecho de que la brecha que separa a las personas de ciertos saberes
no es particular ni privativa de su relación con el conocimiento científico sino parte del
extrañamiento más profundo y amplio de la cultura en la que viven. Diez años más tarde,
Bernardette Bensaude propone historizar la idea a partir del proceso de alienación acaecido
durante el siglo pasado, que reemplazó la figura de un público aún participante de la
producción científica durante la modernidad incipiente y hasta entrado el siglo XIX, por la
de un consumidor pasivo de información y bienes científicos y tecnológicos. Esa evolución
fue acompañada por un descenso gradual en la estima del conocimiento dóxico -incierto,
prejuicioso, que debe ser evitado y corregido- y un desmedro de las posibilidades del
público de acceder al saber que acabaría por considerarse el único válido.
de comprensión pública se obsesionan con el problema de la separación
entre ciencia y sociedad pero ¿qué importancia tiene para sus protagonistas
y presuntos directos afectados? ¿En qué aspectos encuentran los ciudadanos
que la ciencia se acerca o aparta de ellos? ¿Cómo afronta el divulgador la
responsabilidad con que, desde fuera, se carga a su trabajo? Traspuesto el
umbral de la comunidad de pares expertos, ¿se considera el científico poco
más que un extraño entre el resto de pares ciudadanos?
Ese tipo de cuestiones fueron emergiendo de manera espontánea y bajo
diferentes formas en el curso de las charlas mantenidas con los tres grupos
de actores. A partir de sus relatos e intercambios es posible reconstruir una
instantánea bastante ajustada de la visión de cada uno sobre los aspectos que
hacen a la separación de todos: adónde radica el origen de la brecha, en qué
sienten que les afecta -si acaso en algo-, y a quién o quiénes se adjudica la
responsabilidad de su existencia y solución. Es especialmente interesante
atender al juego de alusiones cruzadas entre los agentes al momento de
expresar el significado que adquieren esas dimensiones para cada uno de
ellos: se refieren mutuamente como en un prisma triangular, donde lo que se
refleja en uno de los espejos rebota sobre el resto y reproduce nuevamente
las imágenes, de manera más o menos fiel o distorsionada. La fractura entre
ciencia y sociedad tiene un espesor simbólico diferente según el cristal con
que se mire, y con que se presuma que la ven los otros.

1. Hacia un lado de la brecha

En los encuentros con el público el problema era casi siempre el punto de


partida de la conversación, pues se imponía por su propio peso al recordar el
tema sobre el cual se enfocaría la discusión grupal. Eso conducía a que los
asistentes comenzaran aludiendo a sus motivaciones o reticencias frente a la
propuesta de sentarse a hablar sobre ciencia y refiriendo, con naturalidad en
la mayoría de casos, a las razones de su falta de interés o implicación.
Los relatos no generan sorpresas. Por el contrario, la existencia efectiva
de una distancia se percibe de manera uniforme y extendida en este grupo:
la ciencia en general se constituye como aquello de lo cual la gente está
excluida debido a sus propias limitaciones, aunque el grado de profundidad
de las reflexiones acerca de la separación varían sustancialmente. Una única
rara avis afirmó enfáticamente que “cuando el científico descubre algo no
es sólo para él: desde ese momento la ciencia es algo mío, es de la
humanidad, de todos...” 2, aunque reconociendo al mismo tiempo que su

2
Por cuestiones de espacio y fluidez del discurso, las intervenciones de los sujetos o
extractos de las charlas que se incluyen en esta segunda parte se reducen a alguna/s
seleccionadas como significativas a los fines del argumento en curso y representativas de
ideas compartidas al nivel más general del grupo. Las afirmaciones de los miembros del
público, de los científicos y periodistas -registradas respectivamente durante grupos de
opinión era presumiblemente distinta de la del resto; de hecho había sido
caracterizado por los demás integrantes del grupo como portador de “un
pensamiento más puro, menos contaminado”, y su postura como “ideal” por
contraposición a “una vulgar como la del común de la gente”. Un lego que
no se siente ajeno a la ciencia vendría a ser, para sí y para los demás, un
idealista, alguien fuera de lo común, casi un excéntrico. Salvo esa excepción
anecdótica, la sensación de ajenidad y extrañamiento fue una constante a lo
largo de las charlas.
Sin embargo, también es preciso atenuar algunas preocupaciones, pues el
hecho de que se la conciba como algo más distante o más cercano no reviste
en general una connotación intrínseca negativa y positiva respectivamente.
En otras palabras, reconocer que existe una separación no debe identificarse
sin más como indiferencia o motivo de rechazo. Expresiones del tipo “uno
ve a la ciencia como algo maravilloso, inalcanzable, por eso yo la admiro” o
“personas como los científicos deben ser puestas bien arriba, deben estar a
otro nivel, por todo lo que hacen por la humanidad”, mostrarían en todo
caso lo contrario: lo bueno, lo admirable, es lo que se aleja a un punto casi
insalvable. A la inversa, entre quienes afirman que “vivimos rodeados de
ciencia y tecnología” tampoco se las aprecia más ni, paradójicamente, se las
percibe más cercanas. Aun así no habría contradicción en sentir que “en
realidad, por más que estamos inmersos en ellas, hay una barrera que es
imposible cruzar.”
De ello se desprende que, si se trata de comprender mejor el modo en que
las personas interpretan la brecha con la ciencia, es menester previamente
despojar al par de opuestos distancia/cercanía de una carga valorativa
automática: ni lo extraño se corresponde por fuerza con lo negativo ni lo
familiar con lo estimado. Esta observación es de interés, por ejemplo, para
matizar la interpretación de ciertos datos provenientes de las encuestas de
percepción; en particular, cuando se requiere de los entrevistados determinar
qué atributos del tipo próximo/lejano, interesante/aburrido, cálido/frío
asocian con sus imágenes de la ciencia o de la tecnología, presumiendo que
el valor positivo se ubica de manera uniforme a la izquierda de la dicotomía.

discusión focal y entrevistas- serán incorporadas al texto de dos maneras. En ocasiones


aparecerán integradas en el contexto de un argumento, entrecomilladas y sin identificación
específica. Cuando merezcan ser destacadas de manera independiente serán referidas del
siguiente modo: a) Para el público, mediante el número asignado al grupo focal en primer
lugar y, a continuación, el número asignado al sujeto dentro de ese grupo; por ejemplo, la
notación (3-2) significa que la intervención fue extraída del grupo focal nº 3 y corresponde
al participante nº 2. El número de grupo permite obtener información acerca de la
composición de género, edad y nivel educativo del grupo detalladas en el Anexo
“Metodología”. b) Las intervenciones de los científicos y de los periodistas de ciencia irán
encabezadas respectivamente por la/s letra/s C y PC y el número que identificaba al
individuo. He procurado en lo posible no modificar sustancialmente los usos del lenguaje y
los aspectos sintácticos y gramaticales de las proferencias originales de los sujetos, salvo
cuando fue necesario por cuestiones de coherencia y legibilidad.
Una lectura un tanto ingenua podría detectar contradicciones que quizás no
sean tales: que la ciencia resulte algo próximo para un grupo no tiene por
qué ser inconsistente con que se la juzgue fría en la misma proporción, y
cálida -lo que era de esperar- bastante menos3.
A pesar de que la distancia se percibe de manera uniforme, el modo de
interpretarla exhibe niveles diferentes de elaboración:
a. Una percepción tautológica de la brecha se manifiesta mediante la
reiteración del argumento con otros términos, sin avanzar en general más
allá de alusiones superficiales a la idea de alejamiento o distancia física.
En estos casos es evidente que los sujetos no cuentan con demasiados
recursos al momento de explicar su separación del campo científico y,
por tanto, se refleja mediante expresiones del tipo “la ciencia es lejana
porque siento que está separada de nosotros”, entre las cuales abundan
referencias poco aclaratorias o imprecisas: es inalcanzable porque es
distante; está separada porque hay una barrera; entre otras cosas porque
se produce en el aislamiento físico “en un laboratorio así, cerrado”, un
lugar al que “yo nunca entré pero me imagino como un gabinete con
luces blancas”, adonde “el científico se encerró a hacer tablas y descubrir
cosas”. Los agentes reconocen una suerte de impenetrabilidad pero no
pueden verbalizarla más que de un modo insustancial.
b. Un modo más sutil de puntualizar el problema es lo que podríamos
llamar la percepción lingüística de la brecha. En esta versión, el
problema aparece cifrado en la propia incapacidad para hablar de ciencia
con propiedad. La magnitud de la distancia se manifiesta de modo
insistente en las dificultades, o aún en la imposibilidad, para decir algo
significativo; un impedimento que los sujetos relacionan de diferentes
maneras con su posición desigual en la interacción, con su falta de
conocimientos o de fundamentos para emitir opiniones, con las barreras
de acceso que impondría el hermetismo del lenguaje científico, o -en
términos más generales- con la ausencia de alguna forma de contacto. Se
trata de una percepción bastante frecuente, expuesta en apreciaciones
como “yo no estoy preparada, no tengo suficientes conocimientos ni
contacto con los científicos para decir algo más elaborado” o “para mí
esa distancia tiene que ver con que uno… no tiene muchos fundamentos
para hablar de ciencia con propiedad”. Como veremos en el capítulo seis,
esta forma de entender la asimetría epistémica tiene consecuencias serias
3
Una cuestión de este estilo figura en la Primera Encuesta de Percepción Social de Ciencia
y Tecnología en España, y en su análisis se afirma que “La relación entre el atributo
positivo y el negativo proporciona resultados algo más contradictorios cuando intentamos
medir las dimensiones de proximidad o lejanía: si bien un 50% de los españoles
encuestados consideran que la Ciencia es algo Próximo, un 41% la percibe como algo
Lejano. (...) La Ciencia aparece sin embargo como un ámbito Frío para el 48% de los
entrevistados, frente al 29% que la ven como algo Cálido.” (Fecyt, 2003: 81, el destacado
es personal). El interrogante ya no aparece en las encuestas subsiguientes.
para la interacción: difícilmente pueda entablarse un diálogo sobre el
conocimiento cuando uno de los interlocutores siente que sus propias
carencias lo excluyen de antemano de esa posibilidad.
c. Finalmente, la percepción reflexiva se apoya en un razonamiento de
mayor complejidad, que supera la constatación de la existencia de la
brecha o las alusiones inmediatas -como la espacial o lingüística- para
ensayar una inferencia más arriesgada acerca de su naturaleza o sus
causas. El foso que divide a la sociedad de la ciencia no es algo que esté
allí per se sino que debe ser explicado en base a ciertas premisas; por
ejemplo, por las falencias de la educación formal, el mito retroalimentado
de la incomprensión, la escasa presencia mediática de la ciencia o el
carácter abstracto del conocimiento:

- Aunque quizás no sea así, uno lo relaciona con cosas que estarían completamente
separadas de la realidad. Ese mito colabora para alejar a la ciencia de la masa (1-5).
- La educación básica limita la idea de la ciencia a lo genial o lo aburrido y eso es lo
que, de entrada, nos aparta de la ciencia. (1-7)
- Lo que pasa es que es un rama de la realidad que no está abordado en los medios,
como lo político o lo económico, por ejemplo. Uno no se entera de la ciencia con la
misma facilidad y eso hace que se sienta como algo extraño, muy lejos (4-4)
- Yo soy adicta a la tecnología, pero a la ciencia como tal, como un elemento
abstracto, no la asocio con todas esas cosas: para mí es el conocimiento abstracto, y
está separada de mí y de todos, creo. (5-3)

Una de esas afirmaciones involucra un argumento caro al campo de la


divulgación: la ciencia pasa desapercibida para los individuos porque no es
suficientemente tematizada en los medios y, por esa razón, sólo aumentando
y mejorando su difusión sería posible que se tornara efectivamente parte de
la realidad de los sujetos. De ese modo, claro está, se subsanaría la brecha.
Por su parte, la última intervención conlleva una premisa implícita que
habilita la transición de las lecturas sobre la distancia a las lecturas sobre la
proximidad. En el contexto de la discusión, la participante distingue ciencia
de tecnología en su modo de entender la brecha y, en función de eso,
diferencia la intensa vinculación que mantiene con una de la ajenidad que al
mismo tiempo percibe respecto de la otra. Su postura, no obstante, no es la
más frecuente. Por el contrario, una sensación paralela y simultánea a la de
separación con la ciencia es la de una intensa familiaridad, fincada en su
identificación inmediata con los artefactos tecnológicos inseparables en la
actualidad del escenario de la vida cotidiana. La interpretación lineal de la
tecnología como ciencia aplicada, como derivación directa del conocimiento
científico, mantiene un fuerte predicamento en la epistemología popular y
en las representaciones que se generan sobre esa base. Así es posible
explicar el salto sin solución de continuidad entre un reproductor de audio
en formato MP3 y la ciencia que le subyacería: “Esto es tecnología. Pero
¿de dónde salió? Hubo gente que estudió hasta que sacó esto, y ahora lo van
perfeccionando: eso, en definitiva, es la ciencia.
Ese pasaje de lo abstracto a lo concreto -“del mundo abstruso al mundo
real”, como expresa otro sujeto- hace comprensible la reiteración de
afirmaciones como “vivimos rodeados de ciencia y tecnología”, o el recurso
asimismo frecuente a la sensación de “estar inmersos” en ellas. Ambas
alusiones son coherentes con el contenido amplio de las representaciones de
la ciencia que se analizan en detalle en el siguiente capítulo, en particular
con el hecho de que su imagen pública es indiscernible de la tecnología,
conformando ambas una única entidad, algo “tan híbrido que no se puede
seeparar”. Por consiguiente, allí donde haya un artefacto tecnológico para
mucha gente habrá ciencia sin más. Así entendida, no es extraño que resulte
algo tan cercano y palpable en el entorno inmediato que no cabría pensar en
términos de separación porque, como dialogan dos participantes:

- Es lo que nos toca cada día: en las cosas que usamos, en todo lo que hacemos. Abrís
la heladera y te encontrás con comida científica. De hecho, si te ponés a pensar,
cuando usás preservativos estás usando ciencia... (1-7, el énfasis es propio)
- Sí, la verdad es que él tiene razón: todo lo que consumimos son productos hechos
científicamente, todo es artificial. (1-4)

A partir de la fusión en el plano de las representaciones, el conocimiento


científico bajo la forma de bienes y procesos tecnológicos recubre ámbitos
tan íntimos y restringidos de la vida privada como el hogar, la alimentación,
la planificación familiar, las relaciones afectivas y sociales, o aparece
integrado al propio cuerpo. Sobre esa base proliferan menciones a elementos
tan diversos como el agua potable, la luz eléctrica, una extensa lista de
artefactos electrodomésticos, computadoras, teléfonos e Internet, pañales
descartables, animales para consumo obtenidos por inseminación artificial y
vegetales “tratados”: todos constituyen formas palpables de la ciencia en el
imaginario social. El mecanismo de objetivación, recordemos, consiste en
sustituir el fenómeno o idea representada por un objeto o imagen propio de
la experiencia del grupo que es inmediatamente evocado cuando se trata de
referir al primero; en el movimiento, se lo dota de un carácter material, de
una sustancia. Si un ordenador personal hace tangible la abstracción, la
inferencia sobre su cercanía suena bastante razonable: “Todos tenemos
contacto con la ciencia porque -quien más, quien menos- todos usamos una
computadora en algún momento.”
Por su parte, para los adultos mayores el conocimiento así hipostasiado
se encuentra no ya próximo sino literalmente dentro de su organismo:
prótesis, gafas, muelas postizas, un marcapasos cardíaco o una válvula
coronaria, un audífono, todo permite advertir que “[a la ciencia] la llevamos
puesta”. La interpretación, sin embargo, contrasta con la imagen del grupo
sobre otro tipo de tecnologías, como la informática o de la comunicación
respecto de las cuales la separación se expresa nítidamente en imágenes de
barreras y desapego. Esa dicotomía conduce a la cuestión, tantas veces
señalada, de la incoherencia de las actitudes del público.
Una respuesta podría ser que sí, que efectivamente el sentido común, el
orden de las representaciones, puede ser contradictorio y albergar creencias
que no son necesariamente consistentes -los propios sujetos lo detectan
cuando repasan su postura en distintos tramos del diálogo4-, que se activan
de manera alternativa en distintas circunstancias. Según John Ziman (1999),
además de la influencia de las limitaciones cognitivas, las actitudes del
público deben interpretarse en función de cuatro principios: su incoherencia,
inadecuación, incredulidad e inconsistencia, que son centrales para entender
las condiciones de recepción y uso de la ciencia. Otra explicación plausible
remite a la tesis de la ambivalencia en las percepciones y reacciones de los
individuos, a su capacidad para orientar al mismo tiempo ideas y acciones
en direcciones psicológicamente opuestas; una dualidad que ha sido
ampliamente tematizada en las relaciones entre ciencia y sociedad5. Y una
tercera interpretación, que entronca con las anteriores, se desprende de las
características de la función de objetivación referidas en el capítulo anterior,
su vínculo estrecho con las condiciones particulares del grupo que comparte
la representación -socioeconómicas, culturales, educativas o etáreas-, que
delimitan el espacio de experiencias familiares para sus miembros mediante
las cuales aprehender lo no familiar. Por esa razón no es de extrañar que
para la gente de cierta edad la ciencia cercana se materialice en un tipo de
objetos tan ligados a su entorno más inmediato como para otros lo son las
técnicas de anticoncepción o el uso de un reproductor de audio; y que, a la
inversa, la separación sea evidente respecto de aquellos que no forman parte
de su experiencia vital.
En ese marco de sensaciones ambiguas, ¿en qué medida la gente se siente
afectada por la brecha científica? Dicho de otro, ¿la desvela tanto como a
algunos especialistas en CPC? Para Lévy-Leblond (ob.cit.), por ejemplo, no
habría de qué preocuparse: cierta experticia popular, hecha de saberes
operativos, permite al público desenvolverse con éxito en el entorno
tecnocientífico al margen de cualquier carencia cognitiva. Eso bastaría para
mostrar que los individuos son menos ignorantes de lo que supone el

4
Una asistente reflexionaba sobre la sesión en estos términos: “cuando escuches esta
conversación vas a decir ‘esta gente necesita un psiquiatra’. Porque fuimos diciendo tantas
cosas y nos contradecimos, y volvemos al principio...” (7-1). Y otra: “Yo me doy cuenta de
que las cosas que dije yo misma, y al escuchar a los demás, fueron contradictorias, pero no
me molesta, me genera apertura.” (2-1)
5
Además de los trabajos pioneros de Merton (1980) y Handlin (1980), enfoques más
recientes pueden encontrarse en Blanco e Iranzo, 2000; Blanco, 2003; Torres Albero, 2005a
y 2005b. En el siguiente capítulo se presenta un enfoque original sobre el problema a partir
de la hipótesis de la doble estructuración de las representaciones sociales -en componentes
centrales y periféricos-. Argumentaré entonces que la ambivalencia de las actitudes está
inscrita en la propia forma dual que adoptan las imágenes de la ciencia y que, por tanto, es
posible comprender el fenómeno sin necesidad de considerar que esas actitudes son
incoherentes, inconsistentes o irreflexivas.
enfoque clásico y, consecuentemente, para restar gravedad al asunto. No
obstante, el planteo es interesante pero limitado. Requeriría, al mismo
tiempo, dar cuenta de otro escenario que Lévy-Leblond no menciona: ¿qué
ocurre cuando ese conocimiento operativo tampoco existe, o es débil o
inadecuado para desempeñarse en determinados contextos? Porque es
precisamente entonces, cuando falta, cuando las personas se sienten
directamente afectadas por una brecha cognitiva: si ésta inquieta no es tanto
al nivel de la falta de un saber conceptual acerca del mundo natural -lo que
enerva al modelo deficitario- sino en las dificultades para acceder a los
saberes prácticos imprescindibles para manejarse en el mundo artificial -
algo que no todos adquieren ni desarrollan en igual medida-.
En ese punto estalla en toda su magnitud el problema de la separación.
Sin distinguir condiciones, entre los grupos se reiteran en términos similares
la sensación de exclusión, los temores y presiones que alimenta: cuando la
ciencia se identifica con una serie de artefactos y éstos son inaprehensibles
porque se carece de las competencias que exige su uso, entonces la potencial
segregación se percibe con crudeza. Como reflexiona una participante:
“hoy, si no estás al tanto de la ciencia y la tecnología perdés el control de las
cosas. O te subís al carro, o te quedás fuera”. Para algunos, el riesgo se cifra
en no poder satisfacer las demandas crecientes del mercado laboral:

- Hoy ves que chicos de 12 años saben mucho más de computadoras que una, y eso te
hace sentir que si no conocés los avances de la ciencia en poco tiempo quedás
obsoleta. Los chicos saben tanto que, cuando empiecen a trabajar, cualquiera puede
quedarse fuera (7-1).

A los padres, perturbados, les atemoriza no comprender ni participar de la


realidad en la que se desenvuelven sus hijos:

- La ciencia así... mediante la tecnología, pone presión en todos los los niveles. (...)
Yo escucho hablar a los chicos y no tengo la menor idea de lo que es el MP3, el
MP4 y el MP5 que ya apareció. A mí me asusta que esas cosas avancen mucho más
rápido de lo que yo puedo entender y acompañarlos. ¡Ya parezco mi mamá! (7-2).

Y los adultos mayores, más allá de sus afinidades forzosas con prótesis o
marcapasos, temen quedar definitivamente fuera de una realidad tecnificada
hasta en sus más mínimos detalles:

- Nosotros tenemos que entrar a este mundo, porque si no lo hacemos vamos a quedar
muy lejos de todo. En los años que tenemos por delante estaríamos aislados, muy
solos, porque ahora todo, hasta lo más simple, tiene que ver con la ciencia. (3-4).

Para Lévy-Leblond, concentrarse más en las habilidades funcionales del


público que en sus lagunas conceptuales conduciría a enfocar de otro modo
el problema de la escisión entre ciencia y sociedad y a disminuir la
inquietud que generan los magros resultados de las encuestas de percepción.
En virtud de lo que sugieren las charlas, quizás debería ampliarse el alcance
de la observación para incluir la actitud de los ciudadanos hacia ambos tipos
de conocimiento, conceptual y práctico. Si se tiene por un dato bien
establecido que carecen sustancialmente del primero, ¿hay razones para ser
optimistas respecto del segundo? Bien podría ocurrir que la brecha de
cognición práctica revelara al menos tantas dificultades como la conceptual
y que, por tanto, desde la misma perspectiva que propone Lévy-Leblond, el
problema no sólo no se diluyera sino que tendiera a agudizarse. La falta de
competencias operativas es un componente fundamental del modo en que
los sujetos reconstruyen el sentido de la distancia que los separa de la
ciencia, asignando al condicionante de la asimetría epistémica un
significado que excede ampliamente el de sus limitaciones para la
comprensión de los conceptos científicos.

2. Hacia el otro lado de la brecha

¿Cómo se percibe el problema desde la otra orilla? En principio, del


diálogo con los científicos emerge una imagen de la falta de vinculación con
la sociedad como una cuestión que les afecta profundamente -en lo
institucional y en lo individual, en lo profesional y lo personal-, y sobre la
cual están dispuestos a asumir la parte de responsabilidad que les cabe.
Dependiendo de los casos, algunos también son proclives a comprometerse
con las acciones tendentes a superarla y los menos entusiastas, por lo
menos, a interesarse por ellas.
Para comprender mejor las reflexiones de este grupo es preciso deslindar
previamente dos planos: por un lado, el de la mirada vuelta hacia la propia
comunidad, en el cual la interpretación de la brecha con el exterior se
estructura sobre la base de una diferenciación interna de carácter epistémico;
por otro lado, el que abre la percepción hacia la comunidad en sentido
amplio, adonde la representación más extendida exhibe buena parte de los
tópicos provenientes del modelo deficitario.
La primera distinción es bastante marcada: la separación con la sociedad
se percibe en mayor o menor medida -o ni siquiera se la considera tal- en
función del área de especialización y de cómo entienden los individuos que
sus temas e intereses disciplinares los sitúan en la distinción clásica entre
investigación básica, aplicada y tecnológica. Con independencia de las
discusiones epistemológicas acerca de la pertinencia de esa clasificación, los
científicos ubican explícitamente su práctica en un compartimento y, desde
esa identificación, analizan el problema de la integración social de la
ciencia. Desde esa perspectiva, la brecha es percibida de manera dispar
entre, por un lado, un ingeniero agropecuario habituado a las funciones
extensionistas o una bióloga especialista en parasitosis animales en medios
urbanos y, por otro, un químico dedicado al modelado molecular o una
geóloga de minerales:

- La situación en INTA6 es diferente, porque al ser investigación aplicada tenemos


contacto diario con los productores. Probablemente en ciencias básicas la cosa sea
distinta, quizás haya más desconocimiento de la sociedad sobre qué hacen... (C-2)
- Yo tengo muy presente, por lo que hago, que yo investigo para la gente, mis
resultados siempre volvieron a las agrupaciones de los lugares que investigué. (C-7)
- Nuestros temas son cada vez más específicos, entonces es difícil para el que no hace
ciencia entender en qué trabaja uno. Hoy en día la ciencia básica se ha vuelto muy
especialista, no es ciencia que pueda entender cualquiera. (C-9)
- Se ve una brecha muy grande entre lo que hacemos en la ciencia básica y las cosas
que pasan en el mundo, ¿no es cierto? (...) Pero, bueno, creo yo que eso es un tema
más bien filosófico. (C-11)

La percepción de un contraste en el grado de imbricación disciplinar con el


medio social -que en las dos intervenciones iniciales aparece como un
determinante de la implicación subjetiva- estructura entre los expertos un
primer sentido de la representación de la brecha, por el cual ésta sería
fundamentalmente un problema de y para la ciencia básica -tan serio que
hasta debiera ocuparse de él la filosofía. En esa imagen coinciden propios y
ajenos: no se trata de una interpretación incriminadora, que mantengan unos
y rechacen otros, sino que es plenamente compartida por el subgrupo que
cargaría con el peso de la responsabilidad por las dificultades en la relación
con la sociedad. En todo caso, si se trata de culpas no sólo se las reparte sino
que también, como se verá en breve, se las asume.
Superado el plano del auto-examen como comunidad, los científicos
hablan de la distancia con los legos en términos que reflejan casi
milimétricamente la representación producto del modelo del déficit
cognitivo. El problema se origina en la ignorancia o la falta de comprensión
del público y esto, a su vez, genera actitudes infundadas de desinterés, temor
o idealización, que podrían atenuarse mediante dos vías: mejorando la
enseñanza formal de las ciencias y los mecanismos para su comunicación
social. Las afirmaciones en este sentido conforman un repertorio bastante
homogéneo, en el que se advierten claras coincidencias entre el programa
clásico de la alfabetización científica y la percepción extendida en la
comunidad de especialistas sobre los motivos de la separación con la
sociedad. La ilación de una serie de intervenciones permite reconstruir cómo
expresan los expertos la hipótesis de asociación lineal entre conocimientos y
actitudes en el público, sus razones y sus consecuencias:

- Temor, puede ser indiferencia... todo viene por el desconocimiento, ¿no? (C-3).
Porque hay miedos basados en la desinformación, por eso la gente se aleja (C-5). El
problema es que la sociedad no entiende qué es lo que uno hace (...) Entonces a
veces piensan que lo que estamos haciendo es, en el fondo, divirtiéndonos con algo

6
Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria.
que no le sirve a nadie para nada (C-9). Uno de los motivos es la manera en que se
enseña la ciencia en las escuelas, ahí hay una falencia terrible. (C-8). Yo estoy
convencida de que hay que combatir la ignorancia, y nosotros tenemos que
contribuir un poco con eso: la gente merece una explicación, por lo menos [aquellos]
a quienes les interesa (C-1). El ciudadano no puede discernir, entonces lo más
importante es el nexo con el científico, y ahí entra la tarea de los medios (C-11).

Sin embargo, no todos confían en que esas falencias sean reversibles aun
con la implementación de mejoras en el sistema educativo y en las
estrategias de divulgación y comunicación. En este punto la percepción se
aparta del optimismo de las recetas previstas para el déficit por el enfoque
clásico, lo cual es bastante comprensible: estos sujetos conocen desde dentro
la complejidad de las prácticas de producción de conocimiento y desde esa
posición intuyen que el problema no admite soluciones esquemáticas como
las que supone la hipótesis lineal, ni a nivel de la transmisión de
conocimientos ni a nivel actitudinal. Se cuelan insistentemente en el
discurso los calificativos de “insuperable”, “insalvable” y la ya reiterativa
imagen de la barrera difícil de atravesar; actitudes personales de “no sé
cómo pelear contra eso”; o dudas profundas a nivel de “no sé si será posible
alguna vez lograr un acercamiento, no sé si podremos darle una solución”.
Hay asimismo matices gestuales, emocionales, difícilmente transmisibles en
este contexto que trasuntan un pesimismo irrefutable: el frío desencanto del
tono de voz de un químico, la vehemencia con que una paleontóloga se
pregunta si sería necesario ir a la plaza principal a contar y explicar sus
descubrimientos más recientes “todo para que la gente no nos desconozca,
no nos desvalorice...”. En otras intervenciones, sin embargo, la fuerza del
discurso es de por sí contundente:

- Más que separación, que parece algo intencionado, yo creo que es peor: es...
ignorancia. No sé cómo expresarlo, no es desinterés, tiene que haber una palabra
mejor... Yo siento que la ciencia no existe para la gente, no pasa de ser un
condimento más del espectáculo cotidiano. No tiene un rol social, nada. Es peor que
si pensaran que es algo malo: por lo menos ahí pensarían algo... Es que directamente
no existe la figura social de la ciencia. Qué pesimista, ¿no? (C-3)

La relación con la sociedad genera entre los expertos un grado de inquietud


que, como señalé al comienzo de este apartado, fue adquiriendo a lo largo
de las sucesivas charlas no sólo una visibilidad notoria sino, asimismo,
contornos menos previsibles. En principio, podía anticiparse que su interés
por la cultura científica se vinculara con la incidencia de la opinión pública
en el plano de las políticas científicas; un interés de carácter instrumental7,
acicateado por la necesidad de entablar alianzas con otros sectores sociales y
movilizar favorablemente la voz de los ciudadanos. No caben dudas de que

7
El mismo que fue descrito en el capítulo inicial como uno de los principales motivos del
interés de la comunidad científica británica por la comprensión pública de la ciencia.
ese afán institucional está presente entre los entrevistados, quienes expresan
con llaneza la relación que establecen entre el nivel de conocimiento del
público y la posibilidad de obtener su respaldo de cara a los ámbitos de
poder político, sobre todo en lo que concierne al financiamiento de la
investigación. Queda claro, en este sentido, que “si la gente no nos apoya va
a ser difícil poder revertir esa situación [de escasa valoración] en el Estado”.
Pero como “a la gran mayoría ni se le cruza por la cabeza la idea de que por
la ciencia pasa el futuro del país” eso conduce a que “obviamente los
gobernantes, que son hijos ¡de la opinión pública!, creen que siempre
pueden acortar un poco más el presupuesto para la ciencia.”
La impresión de que el distanciamiento repercute negativamente en la
ciencia vía la falta de comprensión y apoyo de los ciudadanos es una
interpretación claramente articulada y compartida entre los miembros de la
comunidad científica; sin embargo, no es su única preocupación ni la que
más impacta. Apenas la conversación avanza y la confianza empieza a
desvanecer las reservas iniciales, la cuestión va tiñéndose de subjetividad y
adopta una impronta de malestar personal que supera en mucho la demanda
de reconocimiento de la práctica profesional. Es el punto en el cual la
representación de la brecha abreva en esa lectura especular mencionado al
comienzo de este capítulo, según la cual la imagen del problema involucra
no sólo la propia percepción sino una anticipación de la percepción de los
otros. Desde esa perspectiva, los expertos sienten que son vistos por el resto
de la sociedad como “ratas de laboratorio”, “bichos raros que vivimos fuera
de la realidad”, “gente que hace cosas difíciles e incomprensibles” o “esos
locos que están con cosas raras, que trabajan cuando quieren… a veces creo
que nos ven como algo parecido a Indiana Jones”.
El problema no es sólo qué tan ajustadas sean esas proyecciones -es
decir, hasta qué punto se corresponden con el imaginario de los legos8- sino
que ellas, a su vez, acaban configurando otra imagen, la del público en la
percepción de los expertos. Si las representaciones modelan las actitudes
adoptadas por los agentes en el curso de sus relaciones, resulta evidente que
no es tarea sencilla mantener un diálogo con alguien que uno cree que cree
de uno que es una rata, un bicho raro o un loco que trabaja cuando quiere.
Allí radica para los científicos un aspecto central de la significación
subjetiva de la distancia: alguien que se concibe a sí mismo como “parte de
todo”, que tiene “los pies bien puestos sobre la tierra” y que "trabaja para el
beneficio de todos” y que, por tanto, se siente personalmente afectado por
una percepción que -está convencido- es bien diferente hacia el otro lado de
la línea. En ese juego de anticipaciones y expectativas cruzadas que empieza
a delinearse, y se profundizará a medida que avancen los capítulos, no es
casual que la separación con la sociedad se advierta como “algo que los
8
De hecho, en los siguientes capítulos se podrá notar que estos elementos constituyen un
aspecto secundario de la percepción del público y sus connotaciones, mucho menos
desvalorizadoras de lo que sus destinatarios suponen.
otros me hacen sentir, una distancia que me molesta y contra la que no sé
cómo pelear”, una situación refractaria a cualquier intento de acercamiento
y que “fastidia, fastidia mucho en lo personal, sobre todo cuando intentás
que alguien entienda lo que hacés”.
Las actitudes frente a ese panorama varían: mientras a algunos les genera
malestar e impotencia, no faltan quienes prefieren afrontarlo con cierto
humor. Y un químico, coherente con el lúcido pesimismo exhibido durante
todo el transcurso del diálogo, dará la batalla por perdida:

- Cuando digo que mi profesión es ser científica, las reacciones pueden causarte desde
depresión hasta hilaridad. Una vez, completando un formulario, puse como
profesión investigador y me preguntaron si era de la SIDE9 o detective. ¡Yo me
sentía una Chica Bond! Te quedás helada, te da bronca, o te reís. Esas reacciones
tienen que ver con lo que hablábamos antes, con que la gente a veces no sabe muy
bien qué es lo que hacemos. (C-10)
- Si voy a una reunión con amigos y me preguntan qué hago, yo digo una palabra y
cuando contesté dicen ah… y se van a otra cosa, porque sé que no me entienden y
creo que a la mayoría tampoco les interesa. Entonces últimamente opto por callarme,
porque sé que desde el vamos la palabra polisacáridos es para salir corriendo. (C-9)

Hasta el momento, del tenor de esos fragmentos podría inferirse que los
científicos hacen recaer todo el peso de la brecha en el público: en las
dificultades de comprensión que conducen al desinterés y la falta de
valoración, algo que afecta a la ciencia en general -a su posicionamiento
institucional- y a ellos en particular - menoscabados en su trabajo e
identidad profesional y, por esa vía, en su propia subjetividad. Sin embargo,
esa conclusión no hace justicia a la posición más amplia de la mayoría, que
involucra en paralelo una mirada reflexiva acerca de las responsabilidades
compartidas -o exclusivamente propias- por la situación. Esta interpretación
no se contradice con la anterior, más bien la complementa o complejiza: si
la gente tiene una representación de la ciencia y los científicos que disgusta
por distorsionada o negativa -una anticipación quizás excesiva-, esa imagen
tiene un origen y unas razones. Como afirma una entrevistada, no es lógico
suponer que esa representación es producto de una construcción unilateral
infundada, basada simplemente en cierta predisposición social oscurantista:
“el oscurantismo y la ignorancia la alimentan [a la imagen], y junto con eso
la brecha” pero no la han generado.
Más allá de la elusividad de ingenieros o científicos aplicados, el resto de
sus pares siente que el peso por la gestación de esa imagen es en buena
medida un asunto de la comunidad científica y, por ese motivo, una cuestión
que les cabe afrontar en lo personal. Hay un nosotros colectivo que asume
una responsabilidad por el apartamiento con la sociedad y algunos yo
individuales que se sienten compelidos a hacerse cargo de la situación; por
ejemplo, tomando iniciativas concretas de vinculación con el público o

9
Servicio de Inteligencia del Estado.
participando activamente de ellas. En este sentido, si bien hay acuerdo en
que los medios de comunicación tienen un papel prioritario en esa función,
también es cierto que aparecen reticencias respecto de la capacidad de los
agentes de interfaz para cumplirla. Ya sea fundada en experiencias
desafortunadas, o bien en una convicción personal menos corroborada que
argumentada, esta percepción mueve a algunos científicos a encarar las
funciones de divulgación por sí mismos; en otros casos, menos dispuestos
para la labor, a sostener que alguno de sus colegas debe hacerlo. Si bien
reconocen sus limitaciones para hacerse comprensibles, para ponerse a la
altura del ciudadano común -donde dar la talla implica “bajar de acá
[señalando el techo] hasta acá [el suelo]”-, también consideran que “la
difusión es una tarea tan importante que no la puede hacer otro, porque los
únicos que podemos explicar lo que hacemos somos nosotros”. O, por lo
menos, que se requiere que algún par se dedique a eso: si algo queda claro
es que “para no decir tonterías, mejor que lo diga quien sabe”.
A simple vista, esa actitud de implicación es coherente con el matiz
personal que adquiere para algunos el problema de la distancia con la
sociedad. Sin embargo, la motivación individual puede ser una explicación
plausible pero insuficiente. Hay todo un discurso oficial en boga cuya
influencia no puede ser ignorada, que enfatiza la necesidad de que la
comunidad científica desarrolle un sentido de compromiso más intenso con
las prácticas de vinculación, tal como reclamaba el Informe Bodmer hace
casi treinta años. En el marco de las políticas públicas se multiplican las
iniciativas destinadas a promover la apertura de las instituciones de
investigación hacia el medio e impulsar a sus integrantes a cruzar los
umbrales en dirección del espacio público: abundan en la actualidad las
llamadas Semanas de la Ciencia o Jornadas de Puertas Abiertas, las acciones
dirigidas a fortalecer las instancias de interacción con la comunidad -o a
crearlas- y los programas de capacitación para mejorar las destrezas
comunicativas de los teóricos de las supercuerdas. Cada vez en mayor
medida los científicos se ven interpelados no sólo en cuanto productores de
conocimiento sino también por la responsabilidad que les corresponde en el
proceso de su legitimación y apropiación social. Esa demanda creciente
ejerce una suerte de presión, explícita o sutil, que contribuye a explicar el
progresivo interés de los expertos por mejorar las vías de contacto con la
sociedad -además, naturalmente, de lo que sus propias inquietudes puedan
aportar al respecto.
Sin embargo, aún queda un largo trecho por recorrer. “Si no puedes
explicar a todo el mundo lo que has hecho, tu trabajo ha sido en vano”,
afirmaba Erwin Schrödinger y sus herederos todavía no han logrado
responder cabalmente al desafío. Por lo pronto, les resta recoger el guante
más allá del plano de las intenciones retóricas y detenerse por un momento a
reflexionar sobre sus concepciones y prácticas más arraigadas; preguntarse,
por ejemplo, qué hace o qué podría hacer concretamente cada uno para
evitar que el resto del mundo salga corriendo al escucharle hablar de
polisacáridos, wolframio o modelos cognitivos. Quizás lleguen a la
conclusión -un poco incómoda- de que es más fácil ser pesimistas y pensar
que al otro no le interesa ni les entendería, que hacer un esfuerzo añadido
por intentar modificar la situación.
En cualquier caso, ya sea producto de una motivación personal o
inducido por exigencias externas, los científicos tienen muy claro que el
interés por la práctica divulgativa no debe interferir en el desarrollo de sus
funciones básicas. Como afirma una de las entrevistadas más inquietas por
el tema, cualquiera “puede dedicarse sólo a la difusión, pero ya dejaría de
ser científico”. Cuando eso ocurre, cuando se percibe que la competitividad
profesional puede verse afectada por el tiempo destinado a las actividades
de vinculación, la elección cae de madura y éstas se interrumpen: “la
transferencia demanda mucho esfuerzo y no se tiene en cuenta, no se valora,
no puntúa… lamentablemente, para seguir en carrera llega un momento en
que tenés que parar y dejarla de lado”.
Como pudo observarse, la forma en que los científicos construyen el
sentido de la brecha con la sociedad está atravesada por representaciones y
expectativas acerca del resto de los agentes involucrados: por una parte, por
su imagen de los legos como aquellos que marcan y hacen sentir la
distancia; por otra parte, por su imagen dual de los agentes de interfaz, a
quienes consideran al mismo tiempo necesarios para facilitar la interacción
pero no del todo confiables en el cumplimiento de esa función. Esta
percepción provoca, a su vez, una alteración en la división del trabajo
implicada en el intercambio epistémico: quien produce conocimiento asume,
o es inducido a asumir, que su función ya no puede reducirse a ello sino que
también debe adquirir un grado de experticia para su transmisión social. No
es sencillo discernir hasta qué punto ese compromiso es consecuencia de
una predisposición personal al contacto con la sociedad, o producto del
mandato creciente sobre la comunidad científica de hacerse cargo en parte
de ello. En cualquier caso, como se mostrará en el siguiente apartado, ese
modo de concebir la separación entre un lado y otro del foso tiene
repercusión entre quienes se encuentran en medio de ambos.

3. En medio de la brecha

El agente de interfaz es el habitante por antonomasia del espacio


divisorio, moviéndose alternativamente entre sus márgenes y ostentando el
dudoso privilegio de ser el puente que facilite la comunicación entre ellas.
Desde que el problema de la cultura científica pública emergiera como tal,
de manera paralela fue aumentando el interés teórico y práctico por el
periodismo de divulgación -y, en la actualidad, por las distintas formas de
comunicación de la ciencia- y acentuándose los reclamos de
profesionalización y especialización de sus agentes, siempre en virtud de las
responsabilidades adjudicadas a las prácticas de mediación. Porque, se lo
mire por donde se lo mire, lo cierto es que los divulgadores enfrentan una
sobrecarga de obligaciones que corta la respiración: explicar de manera
comprensible y amena la radiación de fondo, contextualizar los últimos
avances en microbiología, promover el interés del público por la edafología,
proporcionarle elementos para una mejor interpretación de la causas del
cambio climático, disipar prejuicios acerca de la clonación no reproductiva
y fortalecer la formación del juicio crítico sobre los alimentos transgénicos;
sin olvidar su función en la interacción testimonial, señalada en el capítulo
anterior, de aportar indicios relevantes sobre la fiabilidad de los informantes
expertos y colaborar, de ese modo, en la adopción de una actitud de
deferencia epistémica razonable. Todos esos aspectos, algunos más que
otros, han sido y continúan siendo discutidos hasta el cansancio. Sin
embargo, poco se conoce sobre cómo perciben los propios comunicadores la
escisión que da sentido a su función o qué expectativas depositan en el papel
que les cabe en el reparto del saber.
Un primer nivel de reflexión coincide en lo sustancial con la versión
tautológica descrita para el caso del público. La imagen que emerge
inicialmente del diálogo con los periodistas de ciencia explica la separación
entre ciencia y sociedad en términos bastante escuetos: “la gente no tiene
una idea de qué es la ciencia porque tampoco tiene claro qué hacen los
científicos” y esto se debe, en buena medida, a que “la comunidad científica
es muy cerrada”, “un mundo lejano y remoto que está allá arriba” lo cual
reintroduce el recurso a distinciones como arriba/abajo o dentro/fuera con
que los legos caracterizan la situación. Sin embargo, mientras la charla
progresa, la interpretación va adquiriendo contornos más agudos y
definidos. Entre las causas que se refieren con mayor frecuencia, la
existencia de la brecha se remite al altísimo nivel de fragmentación y
especialización de la ciencia contemporánea que, sumado a la aceleración de
los procesos de producción de conocimiento y a su actual dispersión
geográfica, hacen que resulte prácticamente imposible abarcar la magnitud
de un desarrollo semejante y trasladarlo a la sociedad. Desde esa
perspectiva, la separación entre ambas esferas constituye algo “natural, por
las limitaciones de nuestras capacidades como seres humanos”; y, en tanto
“innata a la naturaleza del conocimiento científico”, intentar superarla
alfabetizando a los ciudadanos sería poco menos que una quimera. No se
trataría ya del obstáculo epistemológico que Roqueplo sitúa en la base del
carácter intransferible de la ciencia, sino más bien de un problema de índole
práctica vinculado con el ritmo frenético de crecimiento del conocimiento,
del que sólo una mínima fracción logra trascender públicamente.
Por otra parte, entre quienes sí consideran que se trata de una aspiración
legítima tampoco existe una imagen uniforme respecto de qué es lo
fundamental para resolver la brecha: para algunos se trata básicamente de
difundir saberes, específicos o generales; otros enfatizan la necesidad de
promover entre el público rasgos del estilo científico de razonamiento o de
incidir sobre los imaginarios sociales de la ciencia. Si en algo coinciden los
divulgadores al hablar del tema es en el recurso constante al término
entender -y, claro está, en el lado de la margen al que alude- pero, más allá
de eso, tampoco se percibe un acuerdo generalizado sobre qué es lo que
debería entender la gente para empezar a superar el alejamiento:

- La forma de romper la brecha es mostrar a la ciencia como algo cotidiano, como la


actividad de hacerse preguntas, del asombro. Cuando la gente entienda que cuando
se hace preguntas e intenta responderlas, o cuando hace un experimento sencillo (no
sé... cuando hace tostadas, por ejemplo) que ahí está haciendo ciencia, ahí se
empieza a romper la brecha científica. (PC-2, el énfasis es del informante)
- Más que en conocer hallazgos, descubrimientos, o la entretela de la política
científica, creo que tenemos que avanzar en que la gente entienda que hay una
manera de pensar, de poner a prueba determinado tipo de afirmación. Si la gente
entendiera eso sería un poco más racional en todas las esferas de la vida (PC-5)
- Lo que querés es instalar unas cosas generales en el entendimiento... entre las
inquietudes de la gente [para que tenga] por lo menos un mínimo de elementos para
formarse una opinión. (PC-6)

Además de su hincapié en la noción de hacer entender, las reconstrucciones


de los agentes de interfaz tampoco omiten las referencias a otros tópicos
ligados al modelo de déficit, aunque de manera bastante más matizada y
discutida que entre los científicos. Si bien no podría decirse que constituyen
el eje vertebrador de su imagen de la brecha, con frecuencia se cuelan en el
discurso, de manera subrepticia, cuestiones vinculadas con el papel
alfabetizador que se les asigna en ese marco, o la función de traductor que
asumirían en relación con el debatido problema de la incomensurabilidad de
lenguajes entre científicos y público. Reputado en los estudios de la
comunicación pública de la ciencia como una de las piedras angulares de la
brecha y, para algunas interpretaciones, razón de ser de los periodistas
especializados, las posiciones oscilan entre aquellos que cifran allí toda la
magnitud de la distancia hasta quienes entienden que esa lectura refleja “una
visión demasiado simplista del problema, y de la divulgación como lo que
haría posible superarlo”. Al igual que los expertos, los mediadores esgrimen
asimismo el argumento clásico de la desinformación como sustento de los
temores y reticencias que generan ciertos avances científicos y tecnológicos,
que ejemplifican mediante reiteradas alusiones al Mito de Frankenstein al
que consideran firmemente extendido en la audiencia. En otro orden,
también reaparece en este grupo la asociación lineal entre el nivel de cultura
científica y las actitudes de mayor valoración y compromiso de los
ciudadanos con las demandas de respaldo público a la investigación. Sin
embargo, hay posiciones que tienden a relativizar la relevancia del tema:
estar al tanto de cuestiones básicas sobre ciencia sería tan importante para la
participación en los asuntos públicos como disponer de un mínimo
conocimiento sobre otras áreas de la realidad, como política, educación o
economía por ejemplo. Una reflexión lleva hasta sus últimas consecuencias
el reclamo de que la ciencia debe insertarse como una dimensión más del
entorno sociocultural, una idea cara a los estudios de cultura científica, pero
extrayendo de ello un corolario bien diferente del usual:

- Si pensás que es un conocimiento más, si sos coherente con la idea de que la ciencia
es una parte más de la cultura, entonces saber de ciencia es tan imperativo como
saber de ópera, de los autores del neorrealismo italiano o de los novelistas franceses
del siglo XIX. (PC-3, el énfasis es propio)

Visto desde ese ángulo, el distanciamiento entre ciencia y sociedad se


enmarcaría en el proceso más profundo de alienación de los sujetos y la
cultura contemporánea; una posición que el periodista resume al completar
su intervención: “saber de ciencia no debe ser un imperativo diferente al de
que la gente se acerque a otras ramas de la cultura y la realidad de las que
está tan alejada como de ella”. Lo más interesante de la interpretación es que
introduce una cuña en un estereotipo tan reiterado como el de la propia
brecha y posiblemente tan poco examinado en sus implicaciones como este;
por esa razón, habilita una digresión detenida más sobre lo que entraña que
sobre lo que literalmente expresa.
¿Qué comportaría en toda su magnitud el hecho de situar a la ciencia
como una dimensión más del contexto sociocultural amplio, en paridad de
condiciones con el resto de prácticas que lo conforman? A nadie escapa que
ese planteo sintetiza como pocos la aspiración normativa de los estudios de
percepción y de los esfuerzos de promoción de la cultura científica; pero, de
admitírsela, también sería necesario preguntarse qué relevancia diferencial
cabría predicar de la ciencia en función del reclamo de un mayor nivel de
conocimientos, interés y valoración de parte del público. Paradójicamente,
desde esa perspectiva podría darse el caso de que alcanzar uno de los
objetivos fundamentales de la disciplina significara entrar en contradicción
con otro que es defendido con un énfasis similar. Esto hace colapsar en
algún punto el plano normativo así trazado: no es razonable afirmar que la
situación ideal sería aquella en la cual la ciencia lograra equipararse en la
percepción pública con el resto de prácticas propias del entorno cultural y
pretender al mismo tiempo que, por su prominencia intrínseca, la ciencia
requiere de los ciudadanos un grado superior de conocimientos e
implicación. El requisito de coherencia destacado en la última cita gira
precisamente en torno de esa situación.
La cuestión plantea una disyuntiva interesante. Por una parte, una opción
consistiría en mantener que la brecha se resolverá cuando la ciencia sea
considerada una práctica social entre otras, tan integrada a la cultura y la
cotidianeidad como pueden estarlo el cine o la gastronomía. Siendo
consecuentes, eso supone admitir que el ciudadano tiene la misma necesidad
-poca o mucha- de saber de una como de los otros para opinar o actuar
respecto de ellos; en cuyo caso pierde su razón de ser la preocupación y el
interés especial por promover la comprensión pública de la ciencia. Otra
alternativa sería sostener que la ciencia es parte de la cultura en sentido no
trivial -no analogable a lo que se vive cada día ni a las manifestaciones
culturales-, como el producto de determinadas condiciones contextuales que
la configuran de un modo singular. Que son precisamente las características
adquiridas por su profunda culturalidad, por su imbricación en la estructura
y dinámica de un momento histórico particular, las que confieren a todas sus
dimensiones -institucional, práctica y cognitiva- un grado de complejidad
que las aleja en buena medida de aquello que los ciudadanos experimentan
como parte de su entorno cultural inmediato. Dicho de otro modo, se trata
de reconocer que en la especificidad de la ciencia contemporánea hay un
punto no resoluble de opacidad, que implica por lo menos atenuar la
demanda normativa de lograr que el público la perciba integrada entre sus
vivencias diarias -más allá, claro, de lo que pueda advertir como su
objetivación tecnológica. A eso debe añadirse que la propia ciencia a su vez
reincide sobre el curso de la cultura y de la sociedad como pocas otras
prácticas lo hacen actualmente, e influye sobre la vida de las personas de
manera bastante más categórica y extendida que la gastronomía, o la ópera y
la literatura francesa del siglo XIX -por retomar los términos de nuestra
fuente-. Eso habilitaría continuar promoviendo la idea de que existen buenas
razones no sólo para adoptar una actitud de interés diferencial sino también
para realizar un esfuerzo por compartir un tipo de conocimiento que, aunque
opaco, no está vedado a nadie. No, por lo menos, desde la perspectiva del
diálogo epistémico desarrollada en capítulos previos.
Este problema conceptual y normativo de los estudios de comprensión
pública se traduce, a su vez, en conflictos prácticos para las instancias
mediadoras, tironeadas entre dos mandatos de difícil encaje entre sí. Si se
considera que el objetivo es instalar la idea de que la ciencia es un aspecto
ni más ni menos relevante que otros de la cultura contemporánea, entonces
la divulgación debería contribuir a despojarla de connotaciones singulares.
Pero si se trata de lograr del público una actitud de interés e implicación
especial respecto de ella, motivada por su trascendencia para la vida social e
individual, el cometido debería centrarse más bien en acentuar sus
particularidades y destacar por qué merece la atención diferenciada que se
reclama. Cómo se encara la función de interfaz y se evalúan sus resultados
aparece estrechamente relacionado con cuál de ambos valores prevalece en
la interpretación de los agentes. No obstante la variedad de representaciones
sobre la brecha, los divulgadores coinciden en una actitud de fuerte
autocrítica: la comunicación de la ciencia no sólo no logra aproximar a
expertos y públicos sino que, en ocasiones, contribuye a profundizar su
separación manteniendo o reforzando los estereotipos sociales. Y, al
parecer, lo que más frecuentemente se traiciona es el mandato de la no
diferenciación:
- A veces se tiende a magnificar las cosas, a poner al investigador en ‘ese’ lugar del
que está desentrañando misterios, porque nos parece atractivo. Y después te das
cuenta de que estamos apuntalando un imagen de las cosas, una idea que quizás no
es realmente así, ¿no? (…) Creo que es algo que los periodistas a veces no podemos
evitar de... de fascinación, la necesidad de transmitir lo que uno siente. (PC-4)
- Cuando uno describe a un científico trata de reforzar esa idea de la aventura, del tipo
idealista que va detrás de la verdad, que encontró esto trabajando por el bien de la
Humanidad. El periodismo de ciencia muchas veces es funcional a reforzar esa
imagen de la ciencia y de los científicos, al ponernos en el papel de defensores. Ahí
hay una distorsión, una brecha, en la imagen que se transmite a la sociedad. (PC-5)
- Yo lo cuento de ese modo porque así es como lo veo: interesante, importante para
todos, como personas y como sociedad. Justamente lo que quiero es que se entienda
que la ciencia es diferente al fútbol, aunque seguramente otros colegas piensen
distinto, que nuestro objetivo debería ser mostrar que no lo son... (PC-7)
- Si la gente asume una actitud pasiva frente a la ciencia en parte se debe a que
seguimos presentándola como una entidad... como una actividad... que funciona de
manera diferente a las demás actividades sociales. (PC-6)

Vendedores que exhiben su producto de la manera más atrayente posible:


con esta imagen, desprovista de cualquier insinuación negativa, Dorothy
Nelkin (1990) caracteriza a los comunicadores de la ciencia en una de sus
obras más difundidas y, al parecer, su percepción no estaba demasiado
desligada de la propia imagen de los aludidos. Mientras que la última
reflexión era introducida en la charla en tono crítico -como una falla
persistente de la profesión-, en general el resto de relatos no permite inferir
reparos tan claros. Si bien se reconocen rasgos de distorsión en las
representaciones construidas por los medios, se trataría de una consecuencia
en cierto modo disculpable en función de la intención superior de captar la
atención de los receptores y despertar su interés. Una actitud poco velada de
admiración y complacencia, la vocación por el relato apasionado aún a
riesgo del estereotipo, el compromiso con una actividad fuera de lo común,
que fascina, y que en ocasiones es necesario defender o destacar por sobre
otras: el modo en que los agentes de interfaz hablan sobre la ciencia refleja
una representación muy semejante a la expresada por sus pares hace más de
treinta años, tal como consigna la obra de Roqueplo. Está de más señalar
que las posiciones en esa línea difícilmente puedan conciliarse con el
mandato de naturalizar las prácticas y el conocimiento científico, o
contribuir a disipar el halo persistente de sacralidad que sigue empañando
las posibilidades de un diálogo más abierto con la sociedad.

4. La heterogeneidad de las imágenes de la brecha

En la primera parte de este trabajo argumenté extensamente sobre la


forma en que ciertos presupuestos condicionan la interacción mediante la
cual circula y se comparte socialmente el conocimiento científico. Entre
ellos se encuentra, naturalmente, la percepción de los protagonistas sobre la
existencia y modo de ser de la distancia que los separa: la famosa brecha, un
lugar común en los estudios de cultura científica, cuyo significado ha sido
alternativamente establecido por el enfoque clásico en términos del déficit
cognitivo del público y rebatido por el enfoque etnográfico-contextual pero
poco o nada explorado por lo que respecta al sentido que le asignan los
propios agentes. Si se trata de animar a alguien para que cruce un foso, antes
es preciso saber con qué cree que puede encontrarse en medio y al otro lado.
De las imágenes registradas se desprende un primer nivel de la
heterogeneidad simbólica que caracteriza a los agentes, no sólo en lo que
respecta a sus contenidos sustantivos sino, sobre todo, porque cada grupo
estructura su imagen en torno de ejes significativos bien diferentes. Entre el
público, la brecha se interpreta a partir de una sustitución, la que identifica
ciencia y objetos tecnológicos, y, como consecuencia, la imagen que resulta
de ello oscila alternativamente de una dimensión a otra, del extrañamiento a
la intimidad, de la ajenidad a la inmediatez, de lo que no se puede hablar a
aquello sin lo cual no sería posible vivir. Para la comunidad científica la
representación involucra un principio de distinción subjetiva nosotros / ellos
entre diversos tipos de agentes; según la posición desde la cual se observe el
problema varían los niveles de responsabilidad asumidos y adjudicados por
su origen y el compromiso con las alternativas de conciliación. Para los
agentes de interfaz, ahondar en el escenario de la brecha remite a un
conflicto normativo que atraviesa el sentido de las propias prácticas
destinadas a superarla.
Los estudios de cultura científica han mantenido a lo largo del tiempo
una marcada impronta publicocéntrica, centrada en los legos como el sujeto
principal -por no decir exclusivo- de la investigación. Sus percepciones y
actitudes han sido abordadas exhaustivamente durante décadas y, por esa
razón, las imágenes que hemos reflejado no resultaban del todo
imprevisibles. Las reticencias o dificultades iniciales para referir a algo que
efectivamente se percibe lejano y ajeno mudan sin solución de continuidad
en una sensación de familiaridad no sorprendente en cuanto se la objetiva en
una serie de artefactos de innegable materialidad e inmediatez. Éstos
confieren una apariencia perceptible al conocimiento que, según esa
representación, les subyace y aproximan la ciencia al punto tal que la misma
idea de separación se diluye. La contundencia de la experiencia tecnológica
disipa la sensación de alejamiento de aquello que la sustentaría; de ahí que
las personas, dispuestos originalmente a reflexionar sobre la brecha con la
ciencia terminen más bien haciéndolo sobre su relación con el entorno
artificial en que se desenvuelven. La fusión hace que las inquietudes
cambien de signo, porque si algo perturba no es la carencia de conceptos
sino de los conocimientos operativos imprescindibles para desenvolverse
apropiadamente en un contexto así configurado y poder, en cierta medida,
controlarlo. Lévy-Leblond acierta al señalar que para eso no se requieren
teorías sino disponer de ciertos saberes prácticos, pero no tiene en cuenta
qué ocurre cuando el uso de los artefactos exige unas competencias que se
revelan cada vez más arduas de adquirir y mantener actualizadas. Si la
brecha que preocupa a los ciudadanos es en algún punto cognitiva, no lo es
en el sentido que le asigna el modelo de déficit: el problema no radica en no
saber el cómo y el por qué de las cosas del mundo sino en no saber cómo
hacer funcionar las cosas que actualmente hacen funcionar al mundo.
Por su parte, los expertos conciben el problema de la [in]comprensión
pública de la ciencia de un modo semejante al del enfoque deficitario, a
partir de la pretendida conexión entre actitudes y nivel de conocimientos.
Sin embargo, superado el umbral de la interpretación lineal, el panorama se
torna bastante más intrincado. Detrás de los tópicos habituales aparece una
imagen de la brecha producto de una construcción altamente relacional en la
que confluyen diversas miradas: de los agentes entre sí en primer lugar, pero
también hacia afuera de los límites de la comunidad y de lo que creen que
desde allí se percibe de ellos. La referencia a un otro es imprescindible para
expresar distintos aspectos que configuran el problema: para el científico
aplicado el otro es su par de ciencias básicas, cuyas prácticas esotéricas
están en la base del distanciamiento. El otro es, asimismo, el público que les
hace sentir seres extraños e incomprendidos, percepción que fue revelando
en el transcurso de las charlas una dimensión emocional difícil de prever.
Finalmente, el otro puede ser también el mediador que no siempre está en
condiciones de cumplir con eficiencia su función de acercar a las partes. El
alejamiento impacta directamente sobre la subjetividad -individual y
colectiva- tanto en lo relativo a sus efectos como en lo que concierne a la
asunción de responsabilidades por su existencia y solución: salvo aquellos
previamente auto-excluidos del peso, los mismos científicos que se sienten
afectados por sus consecuencias se ven en la obligación de remediar sus
culpas. No obstante, más adelante veremos que la predisposición para
mejorar el diálogo con la sociedad no trasciende, en muchos casos, el plano
de las buenas intenciones.
Por último, las representaciones de la brecha de los agentes de interfaz
presentan algunos elementos comunes, respecto de los cuales el grupo
demostraría cierto grado de consenso, y zonas en las cuales predominan las
discrepancias, basadas en modos divergentes de hacer frente a un conflicto
de fondo. Entre los primeros reaparece, otra vez, el argumento tradicional
del déficit según el cual el público debe entender a la ciencia para superar
las distancias que los separan; aunque tampoco se perciben coincidencias
demasiado firmes cuando se trata de determinar qué es lo que deben
comprender de ella: conceptos, métodos, prácticas, estilos de razonamiento.
Más allá de ese acuerdo de mínima, lo más relevante surge precisamente
cuando se profundiza en el plano de las diferencias, cuando la reflexión
sobre sus prácticas pone a los divulgadores de cara a una inconsistencia
normativa inscrita en el corazón del modelo clásico cuyas consecuencias
impactan de lleno sobre la manera en que se concibe la función mediadora.
Los agentes de interfaz se ven interpelados por el mandato de desmitificar a
la ciencia a fin de naturalizar su inserción en el continuo de las prácticas
socioculturales y, al mismo tiempo, por la exigencia de promover -o aún
crear- un interés diferencial respecto de ella, de enfatizar antes que disolver
su trascendencia y particularidades. ¿Cuál es el mejor camino para salvar la
brecha? El conflicto atraviesa no sólo la forma de concebir el problema sino,
sobre todo, el sentido con que se proyecta el propio papel en el desarrollo de
la interacción y las opciones adoptadas en su transcurso.
Los diferentes modos de dar sentido al alejamiento entre ciencia y
sociedad no surgen de la nada. Por el contrario, se encuentran fuertemente
enraizados en el marco más amplio que estructura las respectivas imágenes
de ciencia que mantienen los agentes, un orden consistente de significados,
valores, identidades y expectativas que abordaremos en detalle en el
siguiente capítulo. Veremos entonces cuál es la fuente en la que se originan
las distancias simbólicas más profundas, hasta aquí apenas entrevistas, que
condicionan la participación de los interlocutores del diálogo epistémico.
CAPÍTULO 5

¿QUÉ ES LA CIENCIA?

Así planteada, la pregunta resulta como mínimo intimidatoria. Evoca


inmediatamente la intensidad de las discusiones que a través del tiempo han
procurado darle respuestas, ya sea aproximándose a la ciencia en busca de
una supuesta esencia diferencial, ya sea objetando la legitimidad de
cualquier pretensión demarcatoria. Admitida o impugnada, la inquietud por
determinar qué es esa cosa llamada ciencia ha trascendido fronteras
disciplinares y continúa generando controversias lejos aún de considerarse
clausuradas. Sin embargo, en el contexto de este trabajo la cuestión se
desprende de ribetes grandilocuentes sin perder su carácter de genuino
interrogante. Tal como comenzó a plasmarse en el capítulo anterior, el
objetivo de comprobar qué es la ciencia para los agentes de la interacción
epistémica, cuáles son los atributos constitutivos de la cientificidad que se
articulan en sus representaciones, no apunta a establecer su grado de ajuste
con algún tipo de referente normativo sino a abordar esas imágenes en su
propia especificidad. Dicho de otro modo, la pretensión en lo que sigue no
es juzgar en qué medida las distintas ideas se acercan o se distancian de
ciertas reconstrucciones canónicas, o en qué aspectos resultarían deficientes
o sesgadas -y, por ende, corregibles-1 sino reflejarlas en su variedad e
intrínseca complejidad.
El problema de la brecha nos condujo a observar algunas consecuencias
de la identificación social entre ciencia y tecnología, hasta el punto en que
ambas son percibidas como anverso y reverso de la misma moneda. De cara,
la ciencia es un saber que se produce no se sabe muy bien cómo ni dónde, y
se escurre en ideas y entidades inasibles. De ceca, en el imaginario colectivo
el conocimiento abstracto adquiere una materialidad irrevocable en la
experiencia tecnológica, allí donde se manifiesta bajo la forma de los más
diversos artefactos y procedimientos, desde teléfonos celulares y técnicas de
diagnóstico médico hasta armas de destrucción masiva. El punto es que si
todos ellos son ciencia, sin más, juzgar los méritos de ese modo extendido
de representación por referencia a un modelo normativo nos pone frente a
un problema bastante serio: el público, ¿es ignorante -desde tradiciones que
sostienen la diferenciación taxativa con el desarrollo tecnológico- o
esclarecido y de avanzada -desde aquellas corrientes que han sellado su
imbricación en el concepto de tecnociencia-? ¿Comprende muy mal o muy
bien la naturaleza de la ciencia?

1
En este sentido cabe recordar la crítica de Bauer a las encuestas de percepción, citada en
el capítulo 1, que valoran la concepción de ciencia del público como correcta o incorrecta
por referencia a cierta reconstrucción paradigmática -definida en función de términos tales
como teoría, deducción, falsación experimental, observación y similares-.
Al hilo del razonamiento la respuesta es previsible -bien o mal, la gente
comprende como comprende- pero no evasiva. Si el objetivo es acceder al
contexto significativo de la interacción entre científicos, públicos e
interfaces, y de qué manera sus presupuestos condicionan el diálogo
epistémico, entonces lo relevante es conocer esas representaciones tal cual
son, tal como los agentes las expresan, reflexionan acerca de ellas y orientan
sus actitudes y prácticas -colectivas o individuales- sobre su base.
Evaluarlas como correctas o incorrectas no aporta ni resta a la cuestión, ni
es el caso de detectar las percepciones erróneas para refutarlas y combatirlas
-como sostienen aguerridamente Bodmer y Wilkins (1992). La comparación
valiosa no es la que apunta a comprobar su grado de fidelidad o alteración
respecto de un escurridizo objeto externo, algo así como la ciencia real, sino
la que pone frente a frente a las propias imágenes que los sujetos traen a la
interacción. Ese cotejo, que se mantiene en el plano de las construcciones
simbólicas, es la clave para determinar en qué sentido éstas confluyen o se
desvían, promoviendo u obstaculizando la fluidez de la comunicación,
generando condiciones más o menos apropiadas para el reparto del saber.

1. Conocimiento, método (y algunas cosas más)

El análisis comparativo que iremos desplegando en lo que sigue parte de


la hipótesis de la doble estructuración de las RS desarrollada en el capítulo
tres. En ese marco, la figura que se incluye a continuación sintetiza las
imágenes de ciencia que fueron perfilándose en el transcurso de las charlas
con científicos, público y divulgadores, distinguiendo los distintos planos de
contenidos: el núcleo central, que entraña el sentido fuerte de la
representación, conformado por los elementos más estables y persistentes; el
cinturón periférico, contingente y sensible a las condiciones del entorno; y
un tercer nivel de aspectos significativos, fronterizo entre ambos, cuya
relevancia hizo preciso añadir2. Los términos incluidos en cada sector
reflejan tres planos constitutivos de las respectivas representaciones de los
agentes: un plano ontológico (qué es la ciencia, aquello que la define de
manera espontánea e inmediata); un plano axiológico (qué valores
consideran que la distinguen); y un plano emocional (qué sensaciones
evocan al pensar en ella).

2
En el Anexo “Metodología” se detalla el modo en que fue construida la figura a partir del
análisis de los testimonios de nuestras fuentes y otros registros recabados durante las
sesiones de discusión focal.
Figura 1. ¿Qué es [para usted] la ciencia?

A simple vista, la similitud de los respectivos sistemas centrales muestra


lo extendido de una representación sólida y bien establecida que trasciende
particularidades grupales. Público, expertos y divulgadores coinciden en una
imagen básica de la ciencia como un saber producto de un método
particular, que se distingue por una serie de valores inherentes a ese método
y que suscita entre los individuos un abanico de sensaciones de carácter
altamente positivo. Los componentes sustantivos convergen en dirección de
una forma de concebir a la ciencia que resiste cualquier embate iconoclasta,
culturalmente afianzada en el contexto de la sociedad contemporánea y
sedimentada en el sentido común mediante los procesos socializadores y
educativos que incorporan a los sujetos a los significados centrales del
código compartido. Se trata de una representación cuya verbalización
inmediata no difiere sustancialmente entre unos y otros:
- [La ciencia] es desarrollo de conocimientos sobre la realidad en distintos ámbitos.
Hay una situación problemática de interés sobre la cual alguien propone una idea,
busca datos, observa, hace experimentos. Mide, cuantifica, califica, y termina
sabiendo algo más sobre la realidad de lo que se sabía cuando empezó.
- Mi idea es que la ciencia busca comprender todo lo que no comprendemos sobre la
naturaleza. (…) La ciencia plantea hipótesis en base a un conocimiento previo, y
trata de corroborarlas para generar nuevo conocimiento.
- Para mí, la ciencia representa la aspiración por descubrir la verdad, la sensación de
que hay un método para avanzar hacia el conocimiento objetivo de la realidad.

Estas afirmaciones sintetizan la asociación intrínseca entre conocimiento y


método, producto y proceso de producción, con que sujetos provenientes de
los tres grupos refieren su representación primaria sobre la ciencia. Tan
intercambiables resultan que, omitida la referencia explícita, no es sencillo
discernir con precisión quién sostendría cada una -un estudiante en el primer
caso, una bióloga y un periodista de ciencia en los restantes. No obstante, es
claro que allí acaban las coincidencias y los contenidos que completan los
correspondientes sistemas periféricos se orientan en dirección dispar. En ese
plano los agentes aparecen netamente diferenciados y sus representaciones
se perfilan con nitidez como propias y distintivas de los colectivos
específicos. Es entonces cuando las imágenes culturalmente extendidas se
completan con el significado particular que la ciencia reviste para cada
grupo, y adquieren en ese movimiento su pleno sentido como
representaciones de algo para alguien. No es casual, por tanto, que la
distancia simbólica que separa a los agentes se revele justamente en ese
nivel: qua sujetos sociales, comparten un sistema común de significados del
que proviene el núcleo de su percepción de la ciencia; qua legos, científicos
y divulgadores, sus diferentes relaciones con ella aportan el plus de
connotaciones heterogéneas que proporciona a las respectivas imágenes
grupales su forma final.
La doble estructura de las RS reflejada en la Figura 1 permite avanzar en
dos niveles de análisis de las imágenes públicas de la ciencia, que aportan
sendas miradas sobre su influencia en la interacción epistémica. El primero
se enfoca sobre cuáles son y cómo se jerarquizan en cada caso los
contenidos representacionales; compararlos hace posible entender de qué
manera condicionan el diálogo entre los agentes, sobre todo cuando entran
en juego significados no compartidos, las divergencias que impregnan los
respectivos sistemas periféricos. Por otra parte, de la hipótesis dual se deriva
una segunda lectura de enorme interés conceptual, centrada en la tensión
existente entre los dos planos que conforman las representaciones. Antes de
continuar conviene detenernos brevemente en esta cuestión, porque habilita
una aproximación novedosa a otro problema disciplinar de larga data como
es el de la ambivalencia de las valoraciones y actitudes de los ciudadanos
hacia la ciencia, y extender sus alcances en dirección de las ambigüedades
que tampoco faltan en las representaciones de expertos y divulgadores.
Desde sus mismos orígenes, las encuestas de percepción han corroborado
de manera sistemática el abanico de sensaciones contrapuestas que evoca la
ciencia entre los sujetos. Que, por una parte, “ha mejorado la expectativa y
la calidad de vida” pero, al mismo tiempo, “es responsable del deterioro
ambiental y de catástrofes como la bomba atómica o Chernobyl”. Ni que
hablar de los científicos, que tanto “parece que juegan con nosotros a ser
Dios” como “son seres altruistas que trabajan en silencio para el bien de
todos”. ¿Será “retrógrado impedir cualquier tipo de investigación” o más
bien “hay poner límites a la ciencia ya mismo”? Admiración, temor, respeto,
incertidumbre, ansiedad, expectativas, frustración, desconfianza, son apenas
una muestra de la diversidad de connotaciones simultáneas y, las más de las
veces, contrapuestas; lo que se dice, un persistente dolor de cabeza para los
partidarios de la hipótesis de asociación lineal entre conocimientos y
actitudes. No es de extrañar que en el curso de una conversación, la misma
persona se deslice de una afirmación a otra, de un sentimiento a otro, con la
mayor naturalidad y sin solución de continuidad. Así, quien un momento
antes hubiera firmado un cheque en blanco al avance de la investigación y el
desarrollo al instante asumirá una posición defensiva desde la cual todas las
centrales nucleares acabarán en un desastre semejante al de Fukushima, los
alimentos transgénicos resultarán indefectiblemente perjudiciales y la
experimentación con células madre embrionarias -por más fines terapéuticos
que se invoquen- es el principio del fin de la humanidad.
El fenómeno de la ambigüedad de las actitudes del público hacia la
ciencia ha sido analizado en numerosas oportunidades, casi tantas como las
encuestas de percepción se han dedicado a ponerlo en evidencia en los más
diversos contextos. Desde un enfoque mertoniano, Cristóbal Torres Albero
afirma que la tesis de la ambivalencia debe considerarse un “eje
consustancial en la conformación de las representaciones sociales de la
ciencia y la tecnología” (2005b: 12), producto de la dualidad intrínseca a la
tecnociencia que se activa en el contexto de las sociedades contemporáneas
avanzadas y constituye una de las principales fuentes de la ambivalencia
psicológica. En un plano mucho más reducido, en este capítulo intentaré
mostrar de qué modo las actitudes, reacciones y expectativas fluctuantes de
los agentes se inscriben en la propia estructura dupla de sus representaciones
sobre la ciencia. Èstas, recordemos, se organizan en dos niveles
significativos -central y periférico- cuyos componentes son consistentes y
coherentes entre sí pero no necesariamente con los que integran el otro. A su
vez, cada uno de esos planos cumple diferentes funciones: respectivamente,
asegurar la estabilidad de ciertos elementos de la representación y permitir
su interacción con otras y con el contexto. Lo que se infiere de la Figura 1, y
se verá reforzado en el análisis siguiente, es que las actitudes e impresiones
positivas y negativas que los sujetos presentan simultáneamente también se
distribuyen entre ambas dimensiones. Algunas se integran entre los
componentes del núcleo y se mantienen más o menos firmes, mientras otras
se modifican al ritmo de las circunstancias cambiantes del contexto y acusan
su impacto. Desde esa perspectiva, la ambivalencia de las actitudes
populares puede interpretarse como un producto de la tensión estructural
entre los componentes centrales y periféricos de su representación social,
evitando el atajo de tacharlas como contradictorias, volubles o frágilmente
sustentadas.
En relación con este problema, como en otros ya señalados, el interés por
las oscilaciones de la percepción social ha omitido el hecho de que también
existen ambigüedades de ese tipo entre científicos e interfaces. Con matices,
dualidades de diversa índole atraviesan las imágenes y actitudes de todos los
agentes e intervienen por igual en el curso de sus relaciones. Las próximas
secciones están dedicadas a bucear en las profundidades de la Figura 1,
poniendo énfasis en dos direcciones: por una parte, en la descripción de los
aspectos más relevantes de cada representación en sí, y en la tensión entre
los distintos niveles de contenidos que las conforman; por otra parte, en la
comparación entre las imágenes correspondientes a los distintos grupos.
Sabremos entonces, por boca de los propios protagonistas, de qué está
hablando cada uno cuando todos están hablando de ciencia.

2. Luces y sombras de la imagen pública de la ciencia

La cara luminosa

Como la luna de las mejores noches, la ciencia campea sin mácula -y sin
sorpresas- en el núcleo del imaginario social. El perfil común a todos los
grupos que la asocia inmediatamente con el tándem conocimiento/método se
completa entre los legos con el atributo inequívoco de progreso. También
expresada en términos de avance y mejora, la idea engloba dos aspectos: el
de adelanto cognitivo en cantidad y calidad -la evolución del conocimiento
es percibida uniformemente como acumulativa y meliorativa3-, y el modo en
que ese incremento sostenido impacta positivamente tanto en la experiencia
subjetiva -con la consabida referencia a los adelantos en la calidad de vida-
como en los beneficios que ha traído aparejados para un escenario más
vagamente definido como la Humanidad.
La inclusión de la idea de progreso como uno de sus elementos
definitorios explica la presencia del valor de utilidad en el centro de la
representación popular. Las condiciones epistémicas de rigurosidad de los
procedimientos y verificabilidad de las afirmaciones son tan consustanciales
con la ciencia como el carácter instrumental que su producto reviste para el
público. El conocimiento científico es un saber al servicio o en beneficio de,

3
La impresión general, sintetizada en las citas del apartado anterior, es que siempre se
termina “sabiendo algo más sobre la realidad”.
cuya razón de ser se cifra en los aportes concretos, aprovechables, que
pueda deparar: tanto sea la penicilina “que salvó miles de millones de vidas”
como “la luz eléctrica, que es todo”, la astronomía “que nos permitió
conquistar el espacio”, “los satélites meteorológicos, que hoy son
fundamentales” y la electrónica “que inventó los lavarropas automáticos”
(para las amas de casa, tanto o más imprescindibles que los satélites).
Desde ese punto de vista es coherente que un valor pragmático ocupe un
lugar privilegiado entre aquellos que se consideran distintivos de los
objetivos y la práctica científica porque, para este grupo, la aplicabilidad
directa o indirecta es el norte de la ciencia. A nivel del sentido común, la
convicción es que prácticamente no existirían conocimientos que no fueran
tarde o temprano aprovechables. En este contexto se sitúan las discusiones
acerca de la habitual tensión entre el valor pragmático y la legitimidad de
ciertas áreas de investigación adonde éste resulta en principio menos visible.
Por ejemplo, el conjunto de disciplinas que los participantes denominan
ciencias espaciales: frente a los cuestionamientos de los que pudieran ser
objeto, se las reivindica no ya -o no sólo- por los beneficios cognitivos que
reportarían sino por las aplicaciones que habrían generado. Por esa razón
“es retrógado criticar la carrera espacial, porque revierte en cosas tangibles
destinadas a todos. Te digo una que no me olvido jamás: los pañales
descartables. Los astronautas tenían que hacerlo en algún lado, y a raíz de
eso se inventaron los pañales. Es decir: ahí ves que esas cosas tan alejadas,
que a simple vista parecen... inútiles, hacen al avance de cada día.”
Los rasgos nucleares de avance y utilidad asociados al conocimiento
conectan con el tipo de emociones que los sujetos incluyen en este plano.
Porque, queda claro, los que concitan la admiración, el respeto o la
expectativa raramente son los componentes cognitivos de la imagen por sí
mismos sino por lo que sus aplicaciones puedan reportar a los fines del
progreso. La cura o el alivio de enfermedades son las referencias obligadas
en este sentido, pero también la aceleración de procesos de trabajo, la
diversificación de alternativas de ocio y comunicación, la minimización de
riesgos en ciertas actividades o el facilitamiento de las más cotidianas o
habituales. Todos esos aspectos conforman un extenso listado de temas
recurrentes que contrastan con las escasas manifestaciones que enfatizan el
placer o la admiración suscitados por el hecho de conocer más o mejor una
faceta de la realidad, ni mucho menos por el modo en que se persigue o
alcanza ese objetivo. De hecho, la asociación de la ciencia con cierta
concepción del método dificulta a algunos individuos detectar un contenido
emocional en su relación con ella; en este sentido, como sintetiza una
participante, “es más fácil ponerle emociones si pensás en la faz
tecnológica, porque en sí lo científico, el método, es algo depurado,
racional, ¿no?”.
Anclaje y demarcación de disciplinas: ciencias y “ciencias hippies”

¿Qué consecuencias tiene el núcleo representacional de la cientificidad


así configurado sobre el modo en que los miembros del público catalogan
distintos tipos de conocimientos? En otros términos, ¿qué ejemplares se
incluyen en la cara amable de la ciencia?
En la primera parte de este trabajo se describieron los mecanismos de
objetivación y anclaje, mediante los cuales las RS permiten incorporar los
elementos novedosos o cuestionadores en esquemas cognitivos previos. La
objetivación ya apareció en el capítulo anterior, cuando referimos el modo
en los sujetos materializan el concepto de ciencia en los artefactos
tecnológicos y, con ello, borran la distancia que los separa de la entidad
abstracta devenida entidades concretas. En esa tarea de reducción de lo
desconocido a lo conocido opera asimismo el anclaje, la asimilación de un
objeto o idea en el marco de ciertas categorías predefinidas por una serie de
atributos. Esta operación clasificatoria permite explicar por qué ciertas
disciplinas son consideradas por el público como científicas o no, son
incluidas o excluidas de la clase, según se ajusten o no a su imagen
modélica de ciencia. De este modo es posible advertir cómo reaparece en el
marco de la epistemología popular un problema central de la epistemología
científica, la demarcación, y de qué manera se reproducen también en ese
ámbito discusiones históricas vinculadas con la cuestión. Por ejemplo, la
que ronda en torno del estatus de las ciencias sociales, un debate de larga
data respecto del cual el público mantiene en sus propios términos el tono de
acalorada polémica. La historia, la economía, la sociología, la psicología,
¿son ciencias? Lo interesante no es sólo cómo se resuelve el interrogante
sino, sobre todo, las reflexiones acerca del por qué sí o no, o más o menos:
en ese punto, el sistema de convenciones que orienta la práctica
clasificatoria, que proporciona los criterios para discernir qué es y qué no es
ciencia, muestra su carácter operativo de pensamiento para la acción.
Con frecuencia las encuestas de percepción incluyen en sus cuestionarios
una pregunta destinada a observar qué disciplinas -de un listado provisto a
los participantes- son reputadas como científicas. En el transcurso de los
grupos de discusión planteamos una cuestión semejante, sin ofrecer
alternativas sino solicitando a los participantes que mencionaran ejemplos
de ciencias y, sobre todo, que justificaran los motivos de su elección. De
acuerdo con sus respuestas, el top ten del ránking de cientificidad quedó
conformado de la siguiente manera: 1) Física. 2) Medicina. 3) Biología. 4)
Astronomía. 5) Matemática. 6) Química. 7) Sociología. 8) Psicología. 9)
Historia. 10) Filosofía4. Más allá del dato previsible acerca del estatus que

4
Estos resultados son consistentes con los obtenidos en el contexto europeo mediante la
técnica de encuesta empleada para el Eurobarómetro 63.1 (European Commision, 2005): 1)
Medicina. 2) Fisica. 3) Biología. 4) Astronomía. 5) Matemática. 6) Psicología. 7)
Economía. 8) Astrología. 9) Historia. Y también con muy cercanos a los que se registraron
se reconoce a cierto grupo de disciplinas -mientras otras quedan relegadas a
un segundo plano-, lo que destaca es el modo en que el mecanismo de
anclaje se hace patente en cuanto los sujetos justifican sus elecciones. Es
decir, cuando evalúan en qué medida ciertas áreas de conocimiento califican
plenamente para ser integradas en la categoría de ciencia -porque se ajustan
a la imagen de conocimiento metódico, útil, riguroso y verificable, que
evoluciona y hace progresar-, otras aparecen como dudosas o
controversiales y otras son descartadas sin más:

- La imagen de ciencia que uno tiene siempre está referida a las ciencias duras. Esas
[psicología, sociología] son ciencias... ¡hippies! (1-3)
- Digamos: hay que dividir entre las que usan el método científico y las que no.
Crudamente es así. La historia, ¿es ciencia? Y... ciencia ciencia… no es. (1-5, el
énfasis es del entrevistado)
- Lo que pasa es que la psicología, la sociología, no tienen un objeto de estudio
determinado. El estudio del hombre es más subjetivo, puede tener muchas más
variaciones, pero al estudiar las plantas o una roca no tenés muchas chances: las
cosas son o no son. Se puede ser muy preciso, y en las otras no. (1-3)
- Las ciencias exactas son más… eso: exactas, certeras. Si se resuelve bien una
ecuación, el resultado es verdadero. En la psicología pueden variar las respuestas,
pero en las ciencias naturales hay una teoría verificada y punto. (1-2)

La valoración de las disciplinas por referencia a un modo canónico de


entender el método es una actitud reiterada: estrechar el carácter científico a
lo riguroso, exacto, preciso y verificable tiene como correlato bastante
directo la circunscripción a lo científico-natural, el tipo de conocimiento en
el cual esos atributos adquieren para el imaginario popular un viso de
concreción irrefutable. Menos anticipable resultaba que la idea de progreso
operara asimismo como parte del criterio de demarcación, como mecanismo
de discriminación respecto de áreas del saber en las cuales no se lo percibe
con claridad. Si al quedar integrada a la clase ciencia una disciplina se hace
a la vez depositaria de y respondente por sus atributos, naturalmente se le
exigirá el ajuste a todos los rasgos que la definen; de lo contrario, bien será
considerada un caso fronterizo, bien será apartada de plano de la clase.
Como expresa gráficamente una participante, una ciencia que no descubre
nada -que no se ve que progrese- es “algo que no encaja, porque la ciencia
siempre genera conocimientos nuevos y yo jamás escuché que hicieran un
descubrimiento en psicología”. La inferencia es inmediata: “por eso, yo no

durante la Segunda Encuesta de Percepción Social de la Ciencia en España (FECyT, 2005):


1) Medicina. 2) Física. 3) Biología. 4) Matemática. 5) Astronomía. 6) Psicología. 7)
Economía. 8) Astrología. 9) Historia. Frente al desconcierto que pueda causar la inclusión
de la astrología entre las disciplinas “científicas”, cabe señalar que la técnica en ambos
casos fue la de elección mediante listado previo; es decir, que la opción figuraba
explícitamente entre las alternativas a disposición de los encuestados. La pregunta por el
reconocimiento de disciplinas científicas desapareció de las encuestas españolas a partir de
la tercera edición en 2006, y tampoco fue incluida en el Eurobarómetro 73.1. del año 2010.
estoy segura de que sean del todo ciencias, como las otras, en las que sí hay
avances todo el tiempo”.
La función de anclaje pone de manifiesto una propiedad básica de las RS
que Moscovici (1984) describe como la primacía del veredicto sobre el
juicio, la tendencia a ratificar lo conocido antes que a interpelarlo. La
disposición a la resistencia que caracteriza al núcleo representacional hace
improbable que sea cuestionado ante un caso que no se ajusta a sus límites.
No obstante, el anclaje no siempre transcurre sin dolor y, en ocasiones, el
dilema de cómo catalogar lo dudoso también puede conducir a un debate
acerca de las convenciones respecto de las cuales se lo examina. En los
diálogos no sólo se confrontan posiciones individuales -que aportan matices
subjetivos a las significaciones compartidas- sino que algunas discusiones
reflejan asimismo la tensión entre ajuste y crítica, aceptación y
cuestionamiento del esquema clasificatorio. En ese contexto reaparece, con
una impronta particular, la disputa epistemológica clásica acerca de la
unicidad o pluralidad del método científico y sus consecuencias para el
problema de la demarcación. Las ciencias sociales y la historia constituyen
una vez más el disparador de una polémica que involucra a las matemáticas
y, para desazón de algunos, también a la medicina:

- Es que para ser ciencia tiene que ser como la matemática, o la física…. Lo que
cuentan de la historia... no está comprobado, cada uno da su versión. (8-4)
- Es que ahí hay más incertidumbres. Es decir, a mí me encantaría que fuera verdad,
que determinaran científicamente que San Martín cruzó los Andes con - 20º... ¡Pero
nadie me da la certeza de que haya pasado! Es como… un cuento… (8-4)
- Pero volvemos a lo de antes: hay ciencias exactas y otras no. El método no es
siempre el mismo: las ciencias se plantean problemas y buscan la solución, aunque
los caminos pueden ser distintos. Ni de la medicina se puede decir que sea del todo
exacta.... y no por eso vamos a decir que no es ciencia. (8-3)
- ¿¡Cómo que la medicina no es exacta!? (8-1)

La fase de transición y el lado opaco

Hay un momento de la charla en que la cara luminosa comienza a


ensombrecerse. Las discusiones se tornan arduas, los acuerdos son menos
nítidos y la dinámiga grupal demanda conclusiones a las que no siempre
logra arribar. “Entonces, ¿en qué quedamos?” La situación se produce
cuando el tema deriva hacia la percepción de los beneficios y perjuicios que
la ciencia ha traído aparejados, tanto a nivel de la experiencia personal como
en relación con la sociedad y los procesos históricos más amplios. Si bien la
conclusión resulta en general positiva -consecuente con el atributo nuclear
de progreso-, el recuento de bienes y males conduce de inmediato a un
conjunto de problemas relativos a diferentes responsabilidades vinculadas
con el desarrollo científico y tecnológico. El primer tipo de cuestionamiento
tiene que ver con el acceso a los bienes: ¿quién o quiénes son culpables de
que los beneficios de la ciencia no sean distribuidos equitativamente? El
segundo alude a la responsabilidad por los perjuicios ocasionados por las
aplicaciones del ciertos conocimientos. El tópico de la responsabilidad y sus
derivaciones ocupa un espacio fronterizo entre los componentes nucleares y
periféricos de la representación, una zona de transición en la que se solapan
connotaciones positivas y negativas que ponen sobre el tapete las tensiones
producto de la ambivalencia de la imagen.
El malestar por las consecuencias de los usos del conocimiento atrae
como un imán; no en vano la inquietud se cuela de manera reiterada en las
conversaciones con total independencia de cuál sea el tema en ese momento.
En su tratamiento se torna difícil deslindar los diversos niveles de la
representación, y la imagen de ciencia como un híbrido inseparable de saber
y tecnología hace patentes sus contradicciones internas. La utilidad práctica,
consagrada en el núcleo como constitutiva y definitoria de la cientificidad,
contiene el germen del problema de la neutralidad respecto a fines que hace
irrumpir en escena elementos propios del espacio periférico. La expectativa
por los avances se solapa con la incertidumbre que muchos provocan; la
admiración por las puertas que se abren se mezcla, sin desaparecer, con una
poco disimulable ansiedad por lo que podría entrar por ellas. Es el punto en
que la satisfacción por la decodificación del genoma humano, “algo útil, y
bueno, porque puede salvarnos de muchas enfermedades”, se da de bruces
con el desasosiego que provocan las técnicas de manipulación genética y
“entonces se acaba todo, porque de ahí a clonar seres humanos hay un solo
paso”; un paso que, para peor, “ya lo dieron, para qué nos vamos a
engañar”. Las actitudes más reactivas, y menos elaboradas, responsabilizan
a una ciencia genérica y poco definida por una retahíla de catástrofes bien
conocidas: incidentes nucleares, armas de destrucción masiva y otras
aplicaciones militares, desastres ecológicos, manipulación genética de seres
vivos, producción de nuevas enfermedades, aceleración del consumismo
tecnológico, entre otras tantas. Pero, en general, además de exhibir el
muestrario de obsesiones colectivas, las intervenciones traslucen un mayor
grado de complejidad en la aprehensión y reconstrucción del conflicto:

- La ciencia no tiene por qué ser la oficina de reclamos del Universo. El conocimiento
no es culpable, es generoso: le da la posibilidad al hombre de usarlo para bien o para
mal. (1-1)
- Sí, está bien: depende de la intención del hombre, pero no de cualquier hombre sino
del científico. Una vez que el conocimiento está, quizás viene otro, menos ético que
el que lo descubrió, y hace con eso lo que quiere o lo que le piden. (1-2)
- Pero, además, el que hace ciencia aplicada sabe de antemano lo que está buscando,
cómo lo van a usar y para qué. No puede negar que lo sabe, lo planifica… (1-5)
- Pero entonces volvemos a lo que yo decía antes: el problema ¿es la ciencia, o es el
hombre con sus vicios? (1-1)

La imagen de la ciencia-martillo -el conocimiento que puede usarse para


clavar un clavo o para aplastar la cabeza de alguien- se basa en la
diferenciación entre los contextos epistémicos de producción y justificación
del saber y el contexto de aplicación. En este sentido permite separar, por
decirlo de algún modo, entre la buena ciencia y su mal uso, preservándola
de críticas por las consecuencias negativas de los usos de la investigación.
Pero una separación tal no se sostiene sin fricciones cuando justamente se
considera que la utilidad es uno de sus valores constitutivos; y directamente
colapsa cuando la idea de tecnociencia, la entidad híbrida, se impone como
representación preferencial. La tensión entre los atributos de la imagen hace
explícito en esta discusión todo el peso de sus intrínsecas contradicciones5.
Para más, se añade “el hombre con sus vicios”. La responsabilidad por
las consecuencias es reconocida, en última instancia, como un problema de
responsabilidad de los individuos, aunque circunscripto a los expertos. Esa
percepción no carece de fundamento pues, dado el nivel de especialización
de la ciencia contemporánea, es difícil pensar que alguien que no lo sea
pueda hacer algo con el conocimiento científico -generarlo, modificarlo o
instrumentalizarlo para usos diversos-. Dicho de otro modo: aún cuando se
admita que en ocasiones los fines son establecidos desde fuera de la
comunidad científica, es razonable presumir que éstos sólo pueden ser
alcanzados con la participación de algunos de sus miembros. No se trata,
por citar un tópico recurrente, de achacar a Albert Einstein la
responsabilidad por la construcción y utilización de las bombas atómicas
por haber establecido el presupuesto teórico de la liberación de energía
durante la fisión del núcleo. El razonamiento popular no siempre es tan
lineal como se cree: “nadie diría que él estuviera pensando en matar a
alguien cuando descubrió la fórmula… Hay que saber distinguir a los que la
aplicaron a la fabricación de una bomba”. Einstein sale bien parado en la
estima pública y exculpado del pecado original de la energía nuclear, como
lo denominó Robert Oppenheimer; el caso es que los expertos del Proyecto
Manhattan, incluido su director, no son absueltos: “Sí, hay que distinguir,
pero los que fabricaron la bomba ¿no eran científicos también? Si no,
explicáme cómo hicieron”. El sentido común entiende que la aplicación no
siempre es consecuencia directa y necesaria de las elaboraciones teóricas
básicas, y que el camino para llegar desde una ecuación a un arma horrorosa

5
Con todo, las dificultades para aclarar la naturaleza del nexo entre ciencia y técnica no son
privativas del sentido común. Años de debate filosófico no han logrado superar el problema
pertinaz de la coextensividad o no de la racionalidad del conocimiento a la racionalidad de
su aplicación, y los cuestionamientos a la dualidad razón teórica / razón práctica que lo
resguardaría de evaluaciones éticas. Frente a semejante controversia, ¿se puede enrostrar a
la gente que naufrague en diferenciarlas taxativamente, que transforme su estrecha
interdependencia en lisa y llana identificación? En otras palabras, ¿es ignorante quien
comprende que, muchas veces, la búsqueda del saber tiene el objetivo de un hacer concreto
y anticipado? No parece sufrir un déficit cognitivo quien reconoce que, en ocasiones, los
científicos determinan previamente consecuencias y aplicaciones como parte de su
búsqueda teórica y que, por ende, no están eximidos de responsabilidad moral sobre ellas.
requirió de una serie de decisiones, elecciones y acciones externas a su
dimensión cognoscitiva; pero también tiene muy claro que estas jamás
habrían prosperado de no contarse con la participación activa de científicos
en el proceso. De ahí la consecuente exigencia de valores morales en el
ejercicio de su profesión reflejada en los rasgos de responsabilidad y
honestidad que son aludidas en la periferia de la representación con una
fuerte connotación de deseo y demanda. Es decir, no se afirma que sean
características fácticas de la práctica científica sino que se las postula como
ideal normativo del comportamiento de sus agentes6.
La otra cara de la inquietud sobre las responsabilidades concierne a quién
debe hacerse cargo de la inequidad en el acceso a los bienes científicos y
tecnológicos, un debate que pone sobre tablas el problema de los intereses
no cognitivos involucrados en su producción y distribución. En ese marco,
la idea de progreso es confrontada con los factores que, se intuye, no
permiten que los beneficios se extiendan de manera equilibrada entre todos
los miembros de una comunidad, un país o a nivel de la población mundial.
“A la ciencia le debemos muchos avances y mejoras, pero ¿quién tiene la
culpa de que sean para unos pocos?”. El reparto de cargas e incumbencias
abarca desde las asimetrías de orden económico y político entre países
desarrollados y subdesarrollados hasta las disputas entre los sectores público
y privado de investigación y desarrollo o la incapacidad de los Estados para
controlar a ciertas corporaciones “como los laboratorios farmacéuticos, que
siempre van a terminar quedándose con todo”.
Es significativa la disociación que se establece entre la naturaleza a la
vez ética y política de ambos problemas: la responsabilidad por las
consecuencias del uso del conocimiento se identifica principalmente como
una cuestión ética que atañe a los científicos, mientras que la falta de
justicia en la distribución es considerada un problema político y, en tanto
tal, imputable a unos agentes identificados de manera algo más difusa como
los políticos, los gobernantes o el Estado. Como consecuencia de esa
distinción, la institución científica sale mucho mejor parada en el debate
sobre la desigualdad de su distribución social que, como hemos visto, en lo
que concierne a los efectos negativos de sus aplicaciones.
El progreso, un atributo central, choca en esta polémica con los límites
que la gente entiende que diversos intereses imponen al reparto equitativo
del saber y de los beneficios de las técnicas. La identificación nuclear en
términos de avances y mejoras no se altera sino que se matiza con el ingreso
de contenidos ubicados en el cinturón externo: la ciencia de por sí es un
sinónimo de progreso, cognitivo y técnico, pero restringido en cuanto a su

6
La imagen pública de los expertos es otra de las claves para comprender las actitudes y
expectativas con que los ciudadanos se involucran en la interacción epistémica. Aunque,
como puede advertirse, se encuentra ligada estrechamente a la propia representación de
ciencia, por su relevancia particular será abordada específicamente en el siguiente capítulo.
alcance por los intereses extra-científicos involucrados en su producción y
circulación. En este punto, el espacio periférico hace notar su papel
protector de los componentes innegociables de la representación,
absorbiendo el impacto de la información y cuestionamientos provenientes
del entorno. En otras palabras: si se afirma que el avance del conocimiento
científico es inherente a las mejoras registradas en las condiciones de vida
subjetivas y objetivas, pero al mismo tiempo es evidente que esto es así sólo
para una parte de individuos y sociedades, se puede explicar lo segundo sin
renunciar a lo primero derivando el problema hacia aspectos secundarios de
la representación. De este modo, es posible mantener la opinión más
favorable en el balance de beneficios y perjuicios que la ciencia ha
significado para la humanidad sin que eso sea incoherente con admitir que
los mismos se encuentran desigualmente distribuidos.
Con escasos matices, la opinión unánime es que “el progreso está, pero
es para el que lo puede pagar”, que “cada vez hay más ciencia y tecnología
pero no llegan a una grandísima mayoría que vive en la pobreza”, y también
hay acuerdos en que “no es un problema de la ciencia, sino de una política
antisocial” -tanto sea que la inequidad se constate entre clases sociales como
entre naciones con diferentes niveles de desarrollo. Si bien el conflicto se
proyecta sobre diversos escenarios, buena parte de los tópicos que articulan
la polémica se concentran en el área de las ciencias de la salud,
especialmente sensibles a la implicación ciudadana por su cercanía e
impacto. No es de extrañar, por tanto, que las discusiones en torno de la
medicina reproduzcan un muestrario condensado, a escala, de la dualidad de
la imagen pública de la ciencia y su incidencia en las actitudes de los
ciudadanos. En primer lugar, allí aparecen claramente reflejados tanto el
reconocimiento por los logros y las expectativas como la convicción de que
su distribución reproduce mecanismos de exclusión social, porque “las
vacunas, o el aumento de las perspectivas de vida, no son algo masivo sino
para quienes pueden acceder a esos beneficios.” Muestra también la
certidumbre de que las prioridades de investigación muchas veces no
contemplan las necesidades de los sectores más desfavorecidos, porque eso
no constituye una inversión rentable: “el Chagas7, por ejemplo: ahí se ve
que se investiga sólo lo que reditúa… Que las enfermedades de los pobres
no se curan porque a nadie le interesa. Entonces: un mejor estándar de vida
sólo para algunos, otros viven menos años y peor.” Finalmente, al igual que
en otras áreas científicas, en el imaginario social sobre la medicina también
campean teorías conspirativas, como la producción deliberada de agentes
patógenos -tanto para ser utilizados como armas biológicas como para
generar la demanda de nuevos medicamentos-, o la convicción de que los

7
Enfermedad de Chagas-Mazza, o tripanosomiasis americana.
descubrimientos relativos a la prevención o cura de ciertas enfermedades
son ocultados para evitar la pérdida de negocios millonarios8.
Cuando la discusión en abstracto se enfoca sobre temas tan concretos
como la salud y la enfermedad, la tensión entre los contenidos más y menos
favorables de la representación social de la ciencia se despliega en toda su
magnitud. En ese campo se perciben algunos de sus logros más concretos y
espectaculares y, al mismo tiempo, se palpan sus limitaciones -propias o
impuestas-; allí se cifran esperanzas, admiración y gratitud y se suscitan las
frustraciones e incertidumbres más acuciantes. Es el escenario arquetípico
en el cual se enfrentan a los ojos del público la cara luminosa del
conocimiento al servicio a la humanidad con la cara oscura de múltiples
intereses que lo atraviesan en todos sus niveles; intereses responsables,
justamente, de que esa naturaleza intrínsecamente positiva -sin perderse- no
siempre logre manifestarse.

3. La ciencia para quien la hace

“Buscas, todo el tiempo buscas…”

Completando la imagen compartida de ciencia = conocimiento + método,


la búsqueda ocupa entre los científicos un lugar semejante en el núcleo
representacional al que presentan la noción de progreso para el público y la
idea de descubrimiento para los divulgadores. Eso es razonable: si cada
quien comprende el juego según el papel que le toca, para unos el
conocimiento es lo que se persigue en el proceso; para otros, lo que genera
una serie de avances de los que se beneficia; y para los últimos, la novedad
en la que cuaja el proceso, la materia comunicable más relevante para su
función de interfaz.
Resulta inevitable que al hablar de ciencia los científicos lo hagan en
buena medida acerca de sí mismos, del mismo modo que probablemente un
maestro remita su imagen de la educación a su práctica cotidiana, o un
abogado acabe refiriendo sus propias obsesiones si se le pregunta por el
sentido de la justicia. A diferencia de los demás actores, su experiencia
inmediata con el objeto de la representación implica no sólo otra
disponibilidad de contenido informativo sino, asimismo, una tendencia
comprensible a autoidentificarse con él. La imagen de lo que la ciencia es se
acerca progresivamente a aquello que hacemos hasta el punto de fundirse
ambos aspectos en la periferia de la representación.
En la representación de los expertos, la búsqueda constituye la nota más
saliente y distintiva, el norte que resiste los embates del tiempo y las
8
El origen artificial del virus de HIV se encuentra entre esos mitos arraigados, como así
también la certeza del secretismo en torno de los avances que ya se habrían producido en la
cura de ciertas enfermedades -el cáncer a la cabeza-.
circunstancias producto de la profesionalización: “buscas, todo el tiempo
buscas entender la vida, los procesos, el por qué de las cosas: eso es lo que
yo llamo racionalidad, la búsqueda de la racionalidad.” Ese afán es
mencionado con insistencia como aquello que mantiene vigente el costado
más puro de la idea original, cuando aún no participaban de la dinámica
interna de la comunidad científica o apenas se asomaban a ella. Si bien no
faltan quienes califican a esa representación de “ingenua”, “idealista” o
“inocente”, las charlas dejan traslucir un dejo de satisfacción por mantener
bien alta la vocación de búsqueda en el centro de la imagen, aún cuando ésta
se haya modificado en el transcurso de las respectivas carreras -no siempre
en sentido positivo- y las funciones que desempeñan disten en muchos casos
de lo que esa imagen refleja9.
De ahí que el principal atributo que los científicos profesionales asocian
con “lo mejor de la ciencia”, en numerosas ocasiones corresponde menos a
su experiencia actual que a la que añoran, es decir “la vida diaria de los
becarios doctorales, que son quienes están con las manos en la masa en un
100% las 24 horas del día, que hacen la vida de científico que yo me
imaginaba cuando tenía 20 o 25 años”. Una rutina perfecta que se ha ido
matizando en el curso de la carrera con la superposición de actividades y
responsabilidades propias de “todo lo que yo no sabía que hace un
científico, pero que ahora sé: corregir tesis, escribir artículos, redactar
proyectos, pedir subsidios, gestionar recursos humanos, la docencia, ¡un
montón de cosas accesorias que ocupan casi todo el tiempo!”. Todo lo cual
trae como consecuencia que la práctica concreta pase dolorosamente a un
segundo plano, o a los días felices en que puede recuperársela: “a veces me
siento acorralado y quiero tomar vacaciones, porque en vacaciones me
desquito, me encierro acá [su laboratorio] y me pongo de lleno con las
cuestiones técnicas”. En cualquier caso, realzada en la nostalgia o vigente en
la experiencia diaria, la persistencia de la seducción original continúa
cifrada en el sentido de exploración descrito como un componente esencial:

- Hay cosas que no cambian: el desafío de un proyecto, la parte creativa, el buscar


respuestas, me siguen seduciendo como antes. Después está todo el otro halo que
cuando uno empieza no conoce, la parte política que envuelve a la ciencia, y eso
tiene su lado gris, ¿no? (C-10)
- Después fui descubriendo que el mundo de la ciencia no era un mundo de cosas
técnicas. Que tenía un contexto que en algunos aspectos es decepcionante, porque le
quitan esa mística, esa magia, de pensar que la ciencia estaba hecha por mentes, no
por personas. Pero lo que dura es esa voluntad de estar siempre buscando… (C-3)

9
Uno de los objetivos al momento de planificar las entrevistas con los expertos era
comparar la imagen de ciencia que recordaban tener al comienzo de sus carreras con
aquella que -presumiblemente- habrían reconstruido durante los años de desarrollo
profesional. La reiteración uniforme de la idea de búsqueda como el elemento invariable
entre ambos momentos permite suponer que se trata de un contenido simbólico constitutivo
de la representación de este grupo.
- Más allá de lo que aprendés, de lo que la ciencia es y no era… Cuando tenés premio
y encontrás algo que te sorprende, algo que justifica los meses de búsqueda, ahí te
reencontrás con lo mejor… con lo mejor de todo eso. (C-6)

Los rasgos de método y búsqueda, producto y proceso, conectan


respectivamente con el tipo de valores y emociones que completa el núcleo
de la imagen de ciencia de la comunidad de expertos: por una parte, los
valores epistémicos del producto -rigurosidad, originalidad, precisión-; por
otra, las sensaciones de desafío, creatividad y libertad involucradas en el
proceso de investigación.
Acerca de los valores, lo que dejan en claro las diferentes opiniones es,
precisamente, que algunas cuestiones no son opinables: rigurosidad y
precisión son condiciones sine qua non para poder hablar de conocimiento
científico en sentido estricto, obvias y fuera de toda posibilidad de elección
subjetiva. Una asociación intrínseca, casi un artículo de fe, que no merece
mayor discusión10. La originalidad, otro valor nuclear en la representación
de este grupo, es a su vez consistente con la dimensión emotiva que se
reconoce en el mismo plano, signada por la sensación del desafío renovado
y la libertad para crear como parte indisoluble de la autocomprensión de la
práctica científica. “La libertad de acción, la posibilidad de llevar adelante
cosas que salen de tu interior, de crear todo el tiempo… ¡eso es lo que me
atrapa de ser bióloga”, y a sus pares de ser física, químico, geóloga,
matemático, paleontóloga, y siguen las adhesiones. No en vano, al igual que
la idea de búsqueda, estos aspectos constituyen el fuerte de una imagen que
ha trascendido no sólo los avatares de la profesionalización sino también el
reconocimiento de los propios límites, que puede haber conducido a matizar
las pretensiones y expectativas de los comienzos. Aún cuando en un
momento de su carrera el científico llega a comprende que no está llamado a
dar ni el salto relativista ni el cuántico, revisar sus aspiraciones no implica
renunciar a la significación primaria. Porque si bien “en algún momento te
das cuenta de que no vas a ser Einstein, ni Premio Nobel, como soñás al
principio, eso no significa que no puedas hacer buena ciencia, seria,

10
Por fuera de los atributos de rigurosidad, precisión y originalidad, parecería que el resto
sí podría ser objeto de opinión individual. Pero lo interesante es lo cercanas que son esas
opiniones, aunque cada quien las considere propias y dude en hacerlas extensibles al resto
de sus colegas. Un caso muy evidente son las reflexiones acerca del valor estético de las
teorías, las técnicas y procedimientos. “Yo asocio a la ciencia con la belleza” sostiene un
bioingeniero, “porque me gusta la música, el arte en general y siento que la ciencia sigue un
patrón semejante, pero creo que la mayoría ni se lo plantea.” Pero resulta que en el
despacho contiguo hay alguien que, además de planteárselo, le asigna un rango privilegiado
en su campo: “La belleza… es muy de la física. De hecho ha llevado a desarrollar teorías
importantísimas”. Y también el químico especialista en polisacáridos, para quien “la belleza
es un valor intrínseco de la ciencia, aunque hoy día nadie se preocupe de eso”, y la geóloga
que afirma que la micro-termometría de inclusiones fluidas es una técnica “que encierra
gran belleza, aunque si lo digo se me reirían en la cara.”
creativa.” Mientras que “la gran masa trabajamos y contribuimos al
conocimiento en escaloncitos, cada tanto hay un salto cuántico en
originalidad, en contribución…” y aunque no siempre se lo logre “ para los
corredores de fondo, la originalidad es inseparable de la carrera, es la meta a
la que nunca dejás de aspirar.”
La creatividad, el desafío y la libertad de acción y producción articulados
en torno de la búsqueda como idea-fuerza condensan la propia cara amable
de la ciencia para sus protagonistas; una imagen que, como ya se afirmó,
resulta arduamente separable de la percepción de sí mismos, de sus
experiencias y rutinas. Sin embargo, tal como se observa en la Figura 1,
para que esa significación sea completa es preciso incorporar los contenidos
que pueblan la periferia de la representación. En este plano se opaca toda
distinción entre objeto y agente: la ciencia es la práctica científica y la
práctica científica es mi trabajo, identificación transitiva que hace aflorar
una serie de ambigüedades y conduce a matizar las connotaciones idílicas
descritas hasta el momento con atribuciones valorativas y emocionales
visiblemente diferentes de las registradas en el núcleo central.

“Franciscanos: monjes franciscanos…

“… que no es lo mismo que cualquier monje. Yo siempre digo que


nuestra vida debe ser así, muy rutinaria”. A pesar de que no faltan
franciscanos famosos en la prehistoria de la ciencia -Grosseteste, Bacon u
Ockham entre ellos-, no resulta fácil rastrear las huellas del desafío
estimulante y la libertad creativa en los frailes de cordón y sandalias11.
Tanto más si se trata de compatibilizar la caracterización rutinaria de la
práctica científica -y acaso, por extensión, de la propia vida- que sostiene
esta química teórica con “la idea de aventura, salir al campo, explorar
lugares desconocidos” con que otra de sus colegas define “lo mejor de esta
profesión”. Ambas posiciones traslucen sin embargo un aspecto en común y
es que, por defecto o por exceso, el trabajo que consiste en hacer ciencia no
es asimilable al de hacer cualquier otra cosa. La discusión implícita no sólo
se entabla con quienes se esfuerzan en afirmar lo contrario, sino que es
frecuente que el mismo sujeto oscile entre una y otra posición. La misma
persona que plantea el requisito de la vida monacal, en otro tramo del
diálogo enfatizará su convicción de que “no somos más que trabajadores,
que intentan ver las cosas, entenderlas, comunicarlas”; o que una bióloga
sostenga que “se trata de un trabajo como cualquier otro, en el cual sólo
hace falta una formación especializada” y al rato afirme que “esto no es

11
Esta no es la única oportunidad en que aparece el recurso a la autocomparación con un
religioso. Otro de los entrevistados lo expresaba en estos términos: “[para ser científico]
hay que tener una especie de entrega… la misma entrega del sacerdote, digamos. Para mí
tiene un valor superior, fundamental, es algo muy personal.”
estructurado: no es un trabajo en el que puedas hacer lo que ya está escrito,
todo el tiempo estás poniéndote a prueba”.
Mientras algunos científicos se empeñan en acompañar el afán
desmitificador con que los divulgadores procuran naturalizar su figura frente
al público, la tendencia hacia la diferenciación reaparece en la mayoría de
los casos en algún momento de la charla -de manera similar a lo que, a la
postre, vimos que acaba prevaleciendo también entre las interfaces-. Por
más que se intente despojar a la práctica científica de particularidades, éstas
terminan emergiendo indefectiblemente en los relatos. Así, cuestiones en
principio tan prosaicas como la duración de la jornada laboral o el descanso
escaso terminan enlazando con referencias a pasiones y obsesiones
inseparables de la producción de conocimiento; el profesional que encara su
día “como cualquier otro” es, en realidad, un artista; y las decepciones, que
las hay como en todo trabajo, en éste no son aptas para cualquier talante:

- Durante 20 años yo no tuve vacaciones como cualquier persona: daba clases durante
el año y en el verano iba a la cordillera a hacer mis recolecciones. ¡Una constancia a
prueba de balas! Pero estar ahí compensa todos los sacrificios. (C-6)
- Esto es mucho más que un trabajo de tiempo completo, es una pasión que va más
allá de las 10 o 12 horas diarias, es una obsesión: si uno no lo hace es difícil llegar a
algo en esta profesión. ¡Estamos más acá [el laboratorio] que en casa! (C-12)
- Hacer ciencia es levantarse a la mañana como todos los demás, pero en vez de
sentarte y hacer lo que te dicen, estás trabajando en tus propias ideas, con la libertad
de hacerlo como quieras. El científico es un pequeño artista: es el arte de diseñar un
experimento, de aprender de los errores… (C-15)
- Es un trabajo que te somete continuamente a la frustración, al fracaso: a veces no se
puede, o la hipótesis está errada, o qué se yo… Quiero decir, hay que tener una
fortaleza de carácter muy especial para sobrevivir. Cuando fracasás hay que ser
constante, no tener altibajos. Eso, caracterialmente, no lo tiene cualquiera. (C-1)

El desafío, la creatividad y la libertad que los agentes asocian


significativamente con la ciencia no son gratuitos, y la misma imagen se
completa con lo que eso conlleva: fortaleza frente a las frustraciones y
sacrificios, y una constancia pertinaz en la búsqueda que, no en vano, en
ocasiones deviene obsesión. De manera semejante a lo que ocurre con el
público, también en este grupo el cinturón periférico de la representación
preserva a los contenidos del núcleo central de las agresiones del contexto;
esto es, del impacto de las condiciones bajo las cuales se desarrolla la
práctica -al fin y al cabo, especial- que genera el conocimiento tan deseado.
Finalmente, los valores que se integran en este plano aluden de manera
consistente a la noción de ciencia-trabajo, sólo que en este caso despojada
de peculiaridades tan marcadas como las que veníamos señalando: la
responsabilidad y la honestidad de los profesionales científicos no es ni más
ni menos que “las que tenemos todos, hagamos lo que hagamos, el científico
como cualquier otro trabajador, ¿no?”. La cooperación, por su parte, alude
al trabajo en equipo desde un punto de vista muy concreto, tanto del
funcionamiento intra-grupal como de las colaboraciones con otros
individuos, laboratorios o disciplinas. El significado de la responsabilidad se
expresa en términos generales como “uno es responsable de lo que dice y
hace”, “te hacés cargo de tus procedimientos, de tus resultados” o, de
manera más precisa: “Uno es responsable públicamente de lo que firma en
un paper, y si dirigís un grupo ni te digo: tenés que controlar muchísimo el
trabajo del resto, a los becarios... Lo que otros hagan con eso, con lo
publicado, ahí ya no sé… es complicado el tema.” La afirmación delimita
muy concretamente el alcance de aquello por lo cual el científico se siente
en la obligación de responder, esto es, el producto de su propio trabajo y el
de su grupo inmediato. De ahí que, en general, los valores de capacidad y
honestidad -de fiabilidad epistémica y fiabilidad moral- se enfaticen
conjuntamente al momento de decidir con quién trabajar, o cómo integrar un
equipo de investigación. Honestidad, competencia y responsabilidad son
dimensiones que aparecen fuertemente imbricadas en el discurso de este
grupo: no es suficiente con que que una de ellas esté presente sino que la
ciencia bien hecha implica a las tres de manera inseparable. Esa
coincidencia la hace confiable:

- Cualquiera de esas cosas [rigurosidad, precisión] sin honestidad no existen, o no


valen, no funcionan. Cuando uno dice “riguroso”, en eso está implícita la
honestidad. No se puede ser honesto si no se es riguroso. (C-8)
- Es importante ser honesto, especialmente después de muchos casos de uso
deshonesto de datos científicos. Es decir, la ciencia bien hecha no es nomás tener el
mejor equipo, la gente más capacitada, sino la gente responsable y honesta. (C-5, el
énfasis es propio)
- Primero hay que ser sincero con uno mismo. Cuando los datos no cierran, cuando
los estás… forzando, sos el primero en darte cuenta porque tenés la capacidad para
hacerlo, porque fuiste meticuloso, cuidadoso… ¡Pero igual no cierran! Entonces,
también tenés que tener la honestidad de admitirlo. (C-6)

En el espacio periférico, el que absorbe el impacto del entorno y mediante el


cual la representación interactúa con otras vigentes en el contexto, el sentido
de la ciencia asume para el grupo un cariz plenamente asociado con el de su
propia identidad. Estos agentes, literalmente, le ponen el cuerpo a la ciencia.
La estructura de la representación hace comprensible la actitud a menudo
tematizada de los científicos a la defensiva (Wynne, 1992a, 1995), pues
cualquier cuestionamiento dirigido a la práctica o la institución científica es
percibido, de manera transitiva, como un cuestionamiento a la propia
subjetividad que la encarna. Esto resulta coherente con lo que pudo
observarse en el capítulo anterior, sobre el modo en que los expertos
refieren a la brecha con la sociedad como un fenómeno que les afecta en un
plano emocional, que trasciende las demandas de reconocimiento
profesional para situarse en el plano del reconocimiento como sujetos.
4. La ciencia para quien la cuenta

Descubrir cómo funciona el mundo

“No es que el concepto de ciencia me cambió con la práctica: recién


entonces me apareció”. Salvo entre aquellos que se han formado en alguna
disciplina científica, la impresión más extendida entre los periodistas es que
fue el propio ejercicio de su función mediadora lo que los condujo a
configurar de manera progresiva una representación hasta entonces no más
elaborada ni detallada que la del imaginario social compartido. No obstante,
también es una opinión generalizada que el acceso privilegiado a la
trastienda de la investigación y las dinámicas de la institución científica
tanto contribuyó a superar reticencias como a cimentar otras. Por otra parte,
las crecientes demandas instaladas sobre su posición penden como espadas
de Damocles sobre los agentes de interfaz, responsables de acercar la
ciencia a la sociedad sin alejarla de sí misma, de vincular dos ámbitos de
conocimientos y experiencias asimétricos, de fomentar la crítica pública sin
cargar las tintas, y de promover una actitud favorable sin recaer en la
adulación. Si una representación social es producto de un proceso complejo
de interacción entre múltiples fuentes significativas, prácticas sociales y
experiencias individuales vinculadas con el objeto representado, es
inevitable que la imagen de ciencia de este grupo refleje las huellas de ese
camino sinuoso. Una imagen cuyas tensiones internas comenzaron a
manifiestarse ya en páginas previas -en las contradicciones entre
naturalización y particularización- y tienden a reforzarse a medida que se
profundiza en el diálogo con estos agentes.
A la identificación nuclear compartida con público y expertos, la
percepción de lo que es la ciencia para los divulgadores incorpora el
componente de descubrimiento -novedad, hallazgo, adelanto, invención o
innovación-, completando el significado básico del conocimiento metódico.
Esta ciencia-descubrimiento adquiere diversos sentidos y niveles de
abstracción: lo que se devela puede consistir en cuestiones más ambiguas,
algunas casi metafísicas, como “la naturaleza de las cosas”, “los
mecanismos”, “las propiedades”, “cómo funciona el mundo”, “la verdad”; o
aludir a otras bastante más concretas como vacunas, enfermedades, planetas,
virus, genes o materiales superconductores. Una escala continua que va de
lo micro a lo macro, de lo intangible a lo material, y de los procesos a los
objetos: todo estaría allí, esperando a que la empresa científica culmine con
el hallazgo consecuente. No en vano en este punto las imágenes de expertos
y comunicadores, se acercan visiblemente: buscar y encontrar pueden verse
como etapas de un mismo recorrido, si bien el énfasis radica para unos en la
persecución de la pregunta y para otros en el objetivo cumplido. Tanto sea
“para descubrir una estructura de la naturaleza” o algo más puntual como
“una nueva cepa de un virus”, lo cierto es que “hacer ciencia es encontrar un
conocimiento nuevo sobre cualquiera de esas cosas, responder a una
incógnita en cualquier nivel a través de un proceso riguroso y estricto”. El
énfasis en el carácter innovador trasciende la magnitud del objeto de
estudio, porque “en realidad, todo descubrimiento novedoso es relevante,
por mínimo que sea… Aunque sea la decodificación de la partecita de un
gen es un hallazgo, es un aporte innovador”.
Sería redundante explayarnos acerca del consabido rigor asociado al
conocimiento metódico y el pleonasmo del descubrimiento original que se
reiteran en este plano de la representación. El sentido de la rigurosidad
conecta en diferentes planos con algunas de las observaciones registradas
entre sus interlocutores. A semejanza de los expertos, se lo entiende como
algo tan obvio, tan consustancial con la ciencia, que ni siquiera merecería
ser destacado ya que “hablar de una cosa es hablar de la otra, así que no vale
la pena decir mucho más”. Por ese motivo, al igual que el público, los
mediadores también emplean el rigor como un criterio de demarcación que
permitiría discernir entre la cientificidad de ciertas propuestas o disciplinas,
dado que “lo que define a la ciencia respecto de otras actividades más…
cualitativas, digamos, es el rigor en sentido estricto” ¿Y qué sería ese rigor
stricto sensu? “¡Qué pregunta! Que las palabras sean unívocas -es decir,
precisas-, que la metodología y los procedimientos para arribar a los
resultados sean rigurosos, el uso del análisis estadístico…”. Aunque sin
referencias en esta oportunidad a ciencias hippies, de esas afirmaciones bien
podría inferirse alguna que otra dificultad para que el conocimiento no
cuantificable sea considerado riguroso -¿ni, por ende, científico?-, al igual
que ocurriría con disciplinas que no reniegan de la polisemia, origen del
vicio de imprecisión12.
Aunque abundan menciones que vinculan al descubrimiento con la idea
de verdad, los divulgadores no omiten la naturaleza provisional del
conocimiento y destacan el uso entrecomillado del vocablo: ya sea para
acentuar su carácter regulativo -como aspiración o tendencia-, ya sea para
subrayar la intencionalidad enfática con que lo emplean. De ahí que si bien
se incluye a la verificabilidad entre los valores propios del conocimiento, el
sentido se acerca más al de contrastación empírica, método de prueba o
crítica, que a una connotación de certidumbre definitiva. Lo que importa es,
en definitiva, que aún cuando “hay que tener mucho cuidado, andar con
pinzas, al hablar de conocimientos ‘verdaderos’ porque una cosa que en
12
De todos modos, la diferenciación entre ciencias formales, físico-naturales o sociales no
es un tema que aparezca con fuerza en las reflexiones. Salvo un caso, que rememora sus
inicios en la profesión expresando que “de entrada tuve que plantarme en que divulgar no
era escribir sobre física, química y matemáticas sino sobre ciencia en sentido amplio,
psicología, biología, matemáticas, todo”, no existieron mayores referencias en el transcurso
de las charlas. Bien porque, podría pensarse, la cuestión no genera controversia alguna
entre los sujetos -esto es, que en el genérico ciencia engloban indistintamente unas y otras-;
bien porque, a la inversa, dan por sobreentendido a qué tipo de disciplinas -formales y
físico-naturales- aluden como el objeto de su representación y de su práctica.
determinado momento es cierta mañana puedo que ya no lo sea”, algo hay
en la idea subyacente que de algún modo “es necesario transmitir, porque al
fin y al cabo eso es el pensamiento crítico: no importa lo que digo porque yo
lo digo, sino porque hay hechos, hay evidencias, hay pruebas que de algún
modo pueden ser verificadas.”
Para finalizar, el núcleo de la representación grupal se completa con la
referencia a contenidos emocionales muy semejantes a los ya descritos para
el público. En este sentido, ambos grupos comparten el tipo de sensaciones
de quien mira un objeto brillante desde fuera y se fascina con sus destellos:
admiración, deslumbramiento, asombro, expectativas. Aun cuando su
función como interfaz permite al mediador un contacto más directo e
inmediato con la empresa científica y sus agentes, éste nunca pasa de ser
externo y limitado en los alcances de la mirada. Mientras el público fantasea
con lo que ocurre detrás de las puertas del laboratorio y se maravilla con lo
que sale de allí, el periodista entra y se marcha tras echar una rápida ojeada.
Y algunos se admiran con igual intensidad de lo que han podido vislumbrar.

Descubrir cómo funciona “ese” mundo

La misma incursión aporta, a la par, los matices que terminan de


configurar la imagen en el espacio de significados periféricos. No es oro
todo lo que reluce y, vista de cerca, la ciencia descubre sus facetas menos
resplandecientes. En general eso se reconoce como signo de una percepción
más realista, pero no faltan quienes lo refieren con un dejo de desencanto,
cercano al lado gris que los científicos mencionan como parte de su propio
aprendizaje:

- Al principio fue un deslumbramiento que después se fue relativizando. A medida


que uno va conociendo, va poniendo las cosas en su lugar, viendo esto como una
actividad de producción de conocimiento que tiene también su parte social, y demás,
con todo lo que eso implica. (PC-4)
- De a poco empezás a entender, a descubrir otras cosas, a observar las mecánicas de
la práctica científica. Tenés que dejar de lado el idealismo y agregar los condimentos
económicos, políticos, los celos, la envidia, como en cualquier otra actividad. (PC-5)
- Y te das cuenta de que [los científicos] tienen miserias y virtudes similares al resto
de los humanos, que no son todos buenos y trabajan juntos sino que también existen
intereses propios y externos en juego, internas, peleas, luchas por subsidios, mucho
ego... Y que todo eso es inseparable de la ciencia. PC-7)

El contacto sostenido con la ciencia en acción permite a los agentes de


interfaz incorporar información y desarrollar una capacidad para advertir y
evaluar situaciones de las cuales previamente carecían. Típicamente,
acceder a la “parte social” de la empresa científica conduce a los contenidos
periféricos de la representación que modalizan la significación nuclear
compartida con los restantes agentes. ¿Y qué es todo lo que implica, como
deja flotando la primera referencia, reconocer la dimensión social de la
producción de conocimiento? Al parecer, una cantidad de cosas: presenciar
las competencias de todo tipo -leales y de las otras- entre individuos o
grupos por el crédito de ciertos resultados, o las disputas alrededor de unos
recursos siempre más escasos que abundantes; observar la incidencia de los
intereses propios o corporativos, de las filiaciones políticas o de los
compromisos con las fuentes de financiamiento en la elección de los temas,
el enfoque adoptado, la publicación o reservas de los resultados; o asistir al
modo en que se definen las pujas por el ingreso y la permanencia en los
ámbitos que marcan el “quién es quién” en una disciplina. Aún cuando las
reflexiones en este sentido se orientan en direcciones diversas, acceder a la
socialidad de la institución y la práctica científicas conduce a identificar la
influencia de una serie de intereses que aportan los matices más negativos
de la imagen, como aquello que vendría a enturbiar con su injerencia el
proceso de descubrimiento. Es interesante advertir cómo los divulgadores
reconocen que esa intervención es tan propia de la ciencia como de
cualquier otra actividad humana y, sin embargo, en este caso para algunos
constituye un matiz que la empaña. Como afirma uno de nuestros
entrevistados, “[la ciencia] es como la justicia: uno esperaría que no hubiera
otros intereses de por medio, pero se sabe que están.” Desde un punto de
vista opuesto, otra colega establece un paralelismo crudo que naturaliza la
presencia de intereses en la ciencia, en cuyo ámbito son tan esperables como
en cualquier otro tipo de prácticas sociales:

- En cualquier otra actividad social eso [que ganar más dinero por un proyecto podía
torcer las investigaciones] hubiera sido una verdad de perogrullo: si uno puede ganar
económicamente más con algo, es obvio que lo va a hacer; porque además, por más
que pongan muchas barreras éticas, se va a ver inclinado hacia algún lado. En fútbol
se incentiva a los jugadores para que ganen o pierdan; en política es clásico hablar
de corrupción, endogamia, tráfico de favores. ¿Por qué un científico que puede
ganar con su descubrimiento, patentarlo, no va a tratar que esos resultados sean los
que espera? Eso es una obviedad en cualquier actividad social, pero en ciencia hubo
que demostrarlo, y se demostró: hay innumerables publicaciones que muestran cómo
los conflictos de interés afectan los resultados de investigación. (PC-6)

Los conflictos de intereses en el campo científico ponen a los divulgadores


de cara a una nueva versión de su propio conflicto, el mismo que comenzó a
manifestarse en el capítulo anterior. ¿Es o no oportuno presentar a los
receptores las facetas más pedestres de la ciencia, aquellas que la equiparan
al nivel de otras actividades, despojándola de barnices mitificadores? ¿En
qué medida la comprensión del público se beneficia o se complica al
transmitírsele una imagen que pone al descubierto el trasfondo de la
investigación, los diversos factores que la atraviesan y pueden incidir en su
curso? En este punto afloran nuevamente los desacuerdos, y el debate
implícito entre colegas se hace patente. Algunos entienden que se trata de un
aspecto ineludible a promover en el ámbito de la divulgación, desde que
contribuye a situar a la práctica científica en el contexto general de las
prácticas sociales y, por ende, a allanar la relación con los legos:

- Cuando uno muestra distintas perspectivas, y pone en evidencia las cosas que están
en juego, no creo que al público le complique el panorama. Al contrario, se lo
simplifica, porque le muestra que la ciencia no está recortada del resto de las
prácticas que observa en la sociedad. (PC-6).

Otros mantienen una posición matizada: por un lado, destacan el valor que
adquiere cierta información para el escrutinio examen público, pero al
mismo tiempo reconocen que el efecto puede ser inverso al que se procura.
Esto es, que hacer evidente la intervención de factores extraepistémicos en
la ciencia podría contribuir más a profundizar los resquemores que a
promover un juicio razonable:

- Yo quisiera que la gente sospechara mucho más. Por ejemplo, ahora se sabe cada
vez más el dineral que invierten los laboratorios que manejan la investigación, y
entonces la gente está aprendiendo a desconfiar. Eso es bueno, siempre que no se
transforme en… en la crítica porque sí. Ya de por sí la gente tiene suficiente miedo a
la ciencia en muchas cosas como para, encima, cargarle las tintas… (PC-3)

Y, finalmente, también se encuentran quienes, ante la tensión impuesta por


la ambivalencia de su propia imagen, prefieren enfatizar de cara al público
los componentes más positivos de la representación y filtrar lo que
acontecería en la cocina del descubrimiento. Esta posición es consecuente
con la que describimos en el capítulo anterior sobre preservar un matiz
distintivo de la práctica de producción de conocimientos, que en este caso
consistiría en exhibirla en lo esencial ajena a la clase de conflictos que
impregnan a otras actividades humanas. No ya porque el divulgador ignore
que existen los vicios privados sino porque, por diversos motivos, considera
preferible destacar sus virtudes públicas:

- El lector espera veredictos, no conflictos. La gente quiere que la ciencia le dé


certezas. Algunos colegas piensan que al periodismo científico le falta transformarse
en periodismo “a secas”, hablar de las internas de la comunidad científica, de sus
conflictos, de política, no tanto del hallazgo, el descubrimiento. Pero yo creo que lo
que el lector espera es justamente que le contemos hallazgos, descubrimientos, y no
tanto vericuetos, no la cocina, no las peleas por presupuesto. (PC-5)

5. La heterogeneidad de las representaciones sociales de la ciencia

Durante mucho tiempo, el déficit cognitivo ha sido el árbol que impide


ver el bosque: el interés concentrado en detectar y superar las lagunas de
conocimientos de la sociedad condujo a un enfoque empobrecido del
problema, que omite que hay obstáculos para la relación entre expertos y
públicos que exceden el plano de su asimetría epistémica, cuyas raíces en el
orden de lo simbólico rebasan ampliamente los alcances de las soluciones
propuestas. Esa es la razón por la cual las estrategias alfabetizadoras
naufragan en un doble plano: en primer lugar, fallan en captar el carácter
testimonial de la interacción mediante la cual circula el conocimiento; en
segundo lugar, limitadas a la transmisión de información, son insuficientes
para avanzar sobre la heterogeneidad de las representaciones de los agentes
que condiciona sus vínculos. Esta falencia es la que intentamos ayudar a
resolver en este capítulo.
Como señalé al comienzo, la reconstrucción del contenido y estructura de
las respectivas imágenes sobre la ciencia habilita dos vías de lectura, intra e
inter-grupal. La primera, enfocada al interior de cada colectivo, nos permitió
describir cómo se entraman una serie de creencias, valores, actitudes y
experiencias, dando origen a lo que constituye el objeto simbólico ciencia
para sus integrantes. Además de lo que expresan de por sí esos contenidos,
el análisis de la racionalidad interna de cada una de las representaciones
condujo a detectar una serie de continuidades y discordancias entre los
distintos planos que la conforman. De esa dinámica puede derivarse un
modo de comprender la ambivalencia de las actitudes de los sujetos frente a
la ciencia, como un producto de la tensión estructural entre los niveles
simbólicos que la conforman.
Entre el público, los atributos básicos de progreso y utilidad establecen
un puente significativo que vincula el sentido nuclear de la ciencia-
conocimiento metódico con el sentido periférico de ciencia-tecnología. En
lo sustancial, las mismas ideas que hacia un lado se valoran hacia el otro son
puestas en tela de juicio, dando pie a la alternancia de opiniones y actitudes
antagónicas. Entre los expertos, por su parte, la autoidentificación como
agentes de la práctica enlaza la percepción de la ciencia-búsqueda con la de
ciencia-trabajo: el sujeto asume que encarna al objeto en sus dos facetas, y
de allí deriva cierto sentido también dual de la representación. En este caso,
reflejado en la contraposición de los atributos ora distintivos, ora
naturalizadores asignados a la labor científica, una versión de la disyuntiva
más profunda acerca del carácter diferencial o no de la ciencia que atraviesa
a todos los agentes en diversas formas. La representación de los
divulgadores aparece como la que menos conexiones presenta entre sus
contenidos centrales y periféricos; se percibe una fisura entre ambos planos
significativos que hace difícil establecer con claridad cómo se articulan en
una misma entidad simbólica la ciencia-descubrimiento con la ciencia-
institución, la dimensión epistémica con la dimensión social de la
producción de conocimiento. La ambigüedad de la imagen es un reflejo de
la trama enmarañada de fuentes, prácticas, compromisos -reconocidos o no-
a partir de los cuales fue configurándose, consecuencia del espacio que los
agentes de interfaz ocupan en el campo y que a la vez revierte sobre él,
desde el momento en que la anfibología de la representación se proyecta en
el despliegue de la función mediadora.
Otro aspecto que emerge del análisis interno es el modo en que los
contenidos periféricos de las respectivas representaciones grupales
conforman un perceptible cinturón protector de los significados más
arraigados que conforman el núcleo. Con las peculiaridades propias de cada
caso, las connotaciones que adquiere la ciencia en ese espacio amortiguan la
incidencia de los cuestionamientos provenientes del contexto o de la
experiencia subjetiva, absorbiendo sus innegables matices controvertidos y
evitando, de esa manera, que sean puestos en jaque sus atributos más firmes.
Así, la imagen de ciencia en tanto conocimiento metódico, riguroso, preciso,
original, verificable, persiste asociada con elementos tan positivos como el
progreso humano o el afán de perseguir y obtener respuestas y con un
cúmulo de sensaciones y actitudes favorables consecuentes. Y eso sin
desmedro de que su objetivación tecnológica o las consecuencias de su
inserción en el entramado de prácticas sociales promuevan entre los agentes
todo tipo de incertidumbres y polémicas; sólo que éstas se mantienen
acotadas al ámbito de los significados periféricos, sin llegar a cuestionar los
fundamentos más sólidos y positivos de la imagen.
Si el enfoque interno de las representaciones permite atisbar la relación
de los distintos grupos con el objeto ciencia, su examen comparativo nos
proporciona algunas pautas para empezar a comprender cómo, a partir de
ellas, se modelan las interacciones entre sus miembros. Como observamos
oportunamente, las coincidencias básicas de los respectivos núcleos
representacionales dan cuenta de la pertenencia de los agentes a un proceso
cultural común, en cuya historia se han instituido y consolidado una serie de
significados y valores dominantes acerca de la ciencia; aquellos cuya
evocación inmediata, en cierto modo automatizada y extendida de manera
transversal entre los sub-grupos, remite al carácter normativo de esos
elementos para los individuos socializados en el código. Literalmente -no en
vano en la cultura contemporánea la escritura fija el código para su
transmisión- la definición de ciencia de manual, bien aprendida, ocupa el
centro persistente de una imagen en torno de la cual convergen científicos,
legos e interfaces, por el mero hecho de integrar el colectivo amplio que
comparte ese sistema simbólico. Los núcleos ni siquiera se distancian del
todo cuando las representaciones adquieren un tono particular, propio de la
experiencia subjetiva con el objeto representado: en un reflejo especular, la
ciencia-búsqueda del experto proyecta su resultado en la ciencia-
descubrimiento del periodista y ésta, a su vez, se recorta magnificada en la
ciencia-progreso del público. La dimensión epistémica actúa como
principio organizador de atributos tan propios de la imagen culturalmente
compartida que el énfasis en uno u otro no oculta su co-implicación.
Pero en el espacio exterior de las representaciones, justamente a través
del cual éstas se comunican entre sí, las imágenes adoptan un cariz
heterogéneo, y es entonces donde se observa con mayor nitidez su función
mediadora de las interacciones entre los agentes. En el sistema periférico,
cuyos elementos son sensibles a los procesos de influencia social y a las
exigencias del contexto, la imagen se impregna de los conflictos propios del
objeto situado en el entorno inmediato de los sujetos, y en el más amplio de
la sociedad, completando el sentido de la abstracción normativa del núcleo
con la historia que irrumpe desde fuera.
Es el plano que se altera en la percepción social cuando controversias
derivadas de ciertos temas o disciplinas -aquellas más sensibles para los
sujetos- se instalan en la esfera pública, movilizando las connotaciones
secundarias y proyectándolas en crisis más o menos localizadas o
abarcativas. Ocurre, por ejemplo, cuando la información acerca de un
experimento de dimensiones colosales que algunos llaman la Máquina de
Dios y la incertidumbre sobre sus efectos activan en la imagen pública de la
ciencia lo que ella involucra de temor, desconfianza y ansiedad. Es muy
poco probable que estas condiciones propicien un diálogo razonable con
quien viene, en nombre de esa misma ciencia, a exponer argumentos
tranquilizadores, y mucho menos aún que la gente esté dispuesta a confiar y
aceptarlos. Simétricamente, cuando los científicos advierten -o presumen-
actitudes reprobatorias o reticentes, acusan el impacto en la misma zona
periférica de su propia representación; aquella en la cual la producción de
conocimiento se asimila con su práctica cotidiana, parte fundamental de lo
que para cualquier individuo constituye su identidad como sujeto. No es de
extrañar que, por esa razón, interpreten las dudas o cuestionamientos
respecto de la ciencia como dirigidos a ellos mismos, a la honestidad de sus
palabras y acciones. Como veremos en el próximo capítulo, ese tampoco
constituye el mejor punto de partida para esforzarse en entablar un diálogo.
¿Qué decir del papel de los agentes de interfaz en esos escenarios?
Responsables de allanar la comunicación de representaciones en pugna
cuando las propias no terminan de resolver sus tensiones internas, gestores
de un diálogo marcado ora por los recelos, ora por el desinterés recíproco de
sus protagonistas, y facilitadores de un proceso de comprensión entre
quienes no demuestran demasiado interés ni voluntad de comprenderse
mutuamente. Para algunos, obligados por su posición a mostrar lo feo, lo
sucio y lo malo de la ciencia; para otros, encargados de preservar a
cualquier precio su faceta más luminosa de cara a la sociedad.
La heterogeneidad de sentidos que adquiere la ciencia determina, a la
vez, el modo en que cada uno de los grupos se concibe a sí y a los demás en
relación con su imagen. Fundamenta, sobre todo, las expectativas y
actitudes con que cada uno se dispone a implicarse en una instancia de
intercambio. En lo que sigue veremos de qué manera se completa, a partir
de esas percepciones cruzadas, la trama simbólica en que se inscriben las
interacciones entre científicos, públicos e interfaces
CAPÍTULO 6

LAS REPRESENTACIONES SOCIALES COMO SISTEMAS DE EXPECTATIVAS

¿Qué ves cuando me ves? La inquietud quedó esbozada al finalizar el


capítulo tres, cuando se planteó el modo en que una serie de presupuestos,
representaciones y expectativas mutuas condicionan las actitudes de los
agentes al momento de entablar un diálogo1, cualquiera sea, creando un
entorno favorable para la comunicación y el entendimiento recíprocos o, por
el contrario, obstaculizando desde el inicio el curso de sus relaciones. En lo
que sigue vamos a profundizar con mayor detalle en cómo se conforman
esas imágenes, a qué tipo de presunciones dan lugar y de qué manera
inciden sobre el éxito o el fracaso de la interacción orientada a compartir
conocimiento.
En su forma más habitual, la relación entre científicos, público y
mediadores no implica contacto ni conocimiento directo entre sí, razón por
la cual en general las expectativas no son individualizadas. En la mayoría de
los casos la información llega a la sociedad de manera impersonal:
científicos chinos descifran el genoma del oso panda, o expertos de la
NASA muestran anillos de polvo que apuntan a exo-Tierras, en cuyo caso
no existe siquiera la posibilidad de que el receptor la asimile con una figura
no digamos ya cercana sino, por lo menos, con una imagen pública
reconocida para bien o para mal por su prominencia. En otro sentido, los
divulgadores resultan asimismo unos perfectos extraños para la audiencia,
pues raramente comparten el estatus de periodistas estrella o formadores de
opinión propio de especialistas en otras áreas -sociedad, política, economía-,
cuyos dichos remiten a un sujeto muy concreto y, como consecuencia, a las
reacciones que despierta su reputación. Por su parte, es evidente que el
tercer grupo de agentes es el más desencarnado de todos ante los ojos de los
demás: salvo personalizaciones puntuales de carácter ejemplificador -
“cuando pienso en el lector, pienso en mi madre”, afirma un periodista para
referirse a su destinatario modelo-, sus integrantes constituyen un colectivo
que elude cualquier esfuerzo de determinación.
Por esa razón, las anticipaciones que interesa explorar no se dirigen hacia
un sujeto X en particular sino hacia aquellas que se derivan de los atributos
que las representaciones sociales asocian con las respectivas identidades
genéricas de los agentes en tanto miembros de los colectivos público lego,
científicos y los periodistas de ciencia. Como afirmamos oportunamente,
esas identidades simbólicas se construyen en base a ciertos atributos que
estipulan lo permisible y lo esperable de los casos que integran una clase:
una serie de conductas, hábitos, aptitudes y valores entre las características
generales, pero también rasgos más detallados que abarcan desde

1
Capítulo 3, apartado Las representaciones como sistemas de expectativas.
predisposiciones ideológicas hasta tipos físicos, registros lingüísticos, gustos
o aún condiciones socioeconómicas. Cada sujeto será evaluado en función
de su ajuste a la imagen previa que proporciona la categoría, y cuanto diga o
haga pasará por el tamiz que imponen esos presupuestos. Por ejemplo,
veremos que entre el público el paradigma del científico confiable es aquel
que -entre otras cualidades- es pobre, ya que eso demostraría la ausencia de
intereses o ambiciones económicas que pudieran sesgar el curso de su
investigación, inducirle a distorsionar resultados, a mentir u ocultar
información. Es evidente que esa imagen no contribuye a evaluar con
ecuanimidad el crédito que puede conferirse al tipo opuesto de informante -
un científico rico-, pues todo aquello que afirme será recibido con
suspicacia, tenga ésta un asidero razonable o sea simplemente producto del
prejuicio. Cuanto más elaborada la representación y socialmente afianzado
el estereotipo, más precisa se torna la definición y articulación de las
propiedades de la clase, y más complejas las relaciones entre ellas, las
anticipaciones que promueven y el juicio dedicado a los casos individuales.
Este es precisamente el nudo de cuestiones que es menester desentrañar.
Sobre todo teniendo en cuenta que la red de representaciones-expectativas
que sostiene el público no es la única que se pone en juego en este
escenario. Si, como propongo, todos los individuos se incorporan a la
interacción portando un conjunto de representaciones y presupuestos, nos
encontramos frente a una trama densa, plagada de intersecciones y
solapamientos entre lo que cada uno ve, lo que cree ver, lo que espera y lo
que desea de sí mismo y de los demás, tal como se refleja en la siguiente
tabla2.

2
Sin contar con que la red puede ser todavía mucho más intrincada si añadimos que alguno
de los agentes tendría asimismo una representación de la representación del otro sobre él. El
papel que cumple este tipo de anticipación ya fue introducido en el capítulo cuatro
(apartado Hacia el otro lado de la brecha)cuando se describió el modo en que los
científicos creen que son percibidos por los miembros del público, y cómo esa imagen se
expresa entre los fundamentos de su percepción general de la brecha con la sociedad.
Tabla Nº 2. ¿Qué ves cuando me ves?

Público Científico Interfaz

(a) Imagen de las (b) Imagen de los (c) Imagen de la


propias competencias atributos que credibilidad de las
como agente cognitivo caracterizan a un instancias que median
“El común de la gente experto fiable: “Es la circulación del
como nosotros, que no humilde, sincero, ¡es conocimiento. “Se
Público entendemos nada de pobre! Un científico cree por el soporte. Si
ciencia, no tenemos pobre genera más leo en un diario ‘serio’
mucho para opinar. confianza, porque eso que en un laboratorio
Mejor es callarse y da la pauta de que no se clonó a un ser
escuchar antes que se vende al mejor humano, lo voy a
decir tonterías.” postor.” creer.”

(d) Imagen de las (e) Imagen de sí y de (f) Imagen de las


competencias los pares como competencias
cognitivas e intereses “presuntos fiables” cognitivas y morales
del destinatario del debido al rigor de los requeridas para el
intercambio: “Es muy mecanismos de desempeño eficaz de
Científico difícil interactuar con control: “¿Por qué iba su función:
alguien cuando sabés yo a mentir? Somos “Lo que se publica no
de entrada que no va a evaluados todo el siempre es lo que uno
entender, y que tiempo, ¿por qué la dijo. Hay errores,
tampoco le importa gente va a desconfiar tergiversaciones, y eso
demasiado.” de nosotros?” puede ser fatal”

(g) Imagen de las (h) Imagen de la (i) Imagen de la


competencias fiabilidad individual e propia función y
cognitivas e intereses institucional de la atribuciones respecto
del destinatario del fuente experta: “Hay de sus interlocutores:
intercambio: “A la criterios objetivos: la “Uno aspira a mejorar
gente le cuesta calidad de las revistas la alfabetización
Interfaz
entender la en las que publica, el científica del público.
información de laboratorio en el que Para eso hay que
ciencia y se retrae. Por trabaja. Eso permite lograr que la gente
eso es difícil luchar juzgar si es confiable, entienda y se interese:
contra los prejuicios, aunque lo que diga sea esa es nuestra
la incomprensión.” o no sea ortodoxo.” función”

Naturalmente, no todos los sistemas de imágenes y expectativas presentan el


mismo nivel de elaboración ni su incidencia sobre la interacción tiene un
peso semejante. Por ejemplo, mientras en el imaginario social la
significación de lo que es o debe ser un científico se encuentra articulada
hasta en sus mínimos detalles -y, por tanto, conlleva un complejo de
anticipaciones detallado y exigente-, no ocurre lo mismo respecto de los
comunicadores de ciencia. Sin embargo, el público sí cuenta con una
representación social sólida de la figura del periodismo y de los medios de
comunicación de masas en general que, como veremos, cumplen la función
consignada en el apartado (c). La imagen inversa, de los divulgadores sobre
la audiencia (g), está en conexión estrecha con la que, a su vez, mantienen
sobre sí mismos (i), pues las carencias postuladas en el receptor contribuyen
a legitimar y dotar de autoridad de la función de interfaz. Por su parte, las
mutuas representaciones de científicos y periodistas -(f) y (h)- constituyen
un tópico habitual en los análisis acerca de sus conflictivas relaciones.
Entre todas esas alternativas, las presuposiciones acerca de la calidad del
informante que ofrece el conocimiento han sido las más abordadas entre los
estudios que exploran distintos aspectos de la relación testimonial3. En
particular, en el capítulo tres nos detuvimos en lo que ocurre cuando la lente
que evalúa la fiabilidad del informante está empañada por prejuicios,
producto del estereotipo social con que se lo asocia, señalando que allí
puede haber un riesgo para el juicio recíproco entre los agentes y, como
consecuencia, para el éxito del vínculo. Por caso, imágenes como las
sintetizadas en (a) y (d) podrían dar lugar a dos formas diferentes y
relacionadas de cierta forma de injusticia epistémica que es imprescindible
explorar. La primera, autoinfligida, consiste en la infravaloración de los
ciudadanos de sus propias competencias, de su capacidad para acceder a
ciertos conceptos e involucrarse en discusiones que los impliquen. La
segunda expresa las presunciones de los expertos respecto de las facultades
de sus interlocutores, que los califican o descalifican como agentes genuino
en el intercambio de conocimiento. Ambos casos conllevan un desmedro de
la calidad del receptor y, por consiguiente, un déficit de confianza en su
condición de sujeto de conocimiento; desde esa perspectiva ocasionarían un
daño epistémico cercano al que M. Fricker considera que se ejerce -en
dirección inversa- respecto de ciertos informantes. No es difícil anticipar
cuáles son las consecuencias que eso trae aparejado para la circulación y
apropiación social del conocimiento: “esto [la ciencia] no es para nosotros”,
enfatiza la auto-exclusión de toda posibilidad de comprensión e
intervención; “esto no es para cualquiera”, en boca de un químico, la
invalidación de cualquiera que no se perciba a la altura del tema.
Volvamos al caso más analizado en la epistemología del testimonio, el de
las cualidades que caracterizan a un informante fiable. Para Bernard
Williams (2002) esos rasgos se orientan por una parte, al conjunto de
aptitudes y actitudes implicadas en la obtención y justificación del
conocimiento que procura transmitir -habilidades cognitivas, uso de un

3
La mayoría de esas posiciones fueron reflejadas en los capítulos dos y tres: Hardwig
(1991), Adler (1994 y 2006), Goldman (1999). Véanse también, entre otros, Williams
(2002), Baier (1986) y Holton (1994).
método apropiado, resistencia al auto-engaño, persistencia y esfuerzo, entre
otras. Pero, además, se espera de él que sea sincero al comunicar la
información, sin retacearla ni mucho menos tergiversarla o falsarla.
Competencia intelectual y honestidad moral, por tanto, es lo que distingue a
una autoridad cognitiva en quien se justifica depositar confianza: las
garantías de que está en buenas condiciones para obtener el conocimiento
que ofrece y que no miente al expresarlo.
El objetivo en lo que sigue es mostrar cómo se traduce ese modelo
normativo en la práctica concreta de evaluar a un agente en particular, o a
una clase de agentes, con independencia de su rol en el intercambio. Es
decir, sin limitarnos al modo en que son juzgados los informantes sino
extendiendo el análisis para abarcar en su totalidad la red de atributos y
presupuestos que sostiene las autovaloraciones y valoraciones recíprocas de
todos los participantes. De ese modo podemos comprender lo que subyace a
las actitudes de confianza o desconfianza mutuas, de predisposición o
reticencia frente al diálogo, de legitimación de impugnación del otro como
agente habilitado para la discusión. Lo que interesa es determinar cuáles,
entre los diversos atributos que conforman la representación que cada quien
tiene del otro, son considerados indicadores valiosos para calibrar su
condición como interlocutor en el proceso. Para la gente, la pobreza del
científico es un indicio significativo que permite presumir su fiabilidad,
¿qué otras propiedades completan el estereotipo? Los divulgadores ¿juzgan
su calidad como informante con los mismos criterios que el público? ¿Por
qué, bajo la mirada de los expertos, no habría diferencias significativas en la
posición que ocupan el público y los periodistas en el plano de la relación?
En el capítulo tres nos asomamos a algunas situaciones cotidianas, en las
cuales un nudo de anticipaciones y expectativas recíprocas condicionaban
las perspectivas de diálogo entre entre los individuos, y nos preguntamos
qué ocurriría al situar esos contactos en el escenario promovido por el
Modelo de las Tres D. Retomemos ahora esa propuesta y supongamos que
en una situación no tan cotidiana coinciden muy cortésmente tres vecinos. A
considera que B y C tienen pocas luces. B coincide en su opinión sobre C, y
a la vez está convencido de que A es algo pedante y nunca está del todo
dispuesto a contar lo que sabe. C, por su parte, oscila entre creer que los
otros son personas intachables y pensar que habría motivos para recelar de
ellos. De lo que no le caben dudas es de que entiende bien poco de lo que
hablan. Supongamos que la conversación gira en torno del trabajo de A en
una empresa llamada Acelerador de Partículas… ¿Sería posible que, bajo
esas condiciones la conversación trascendiera el mero intercambio de
palabras de ocasión?

1. Lo que espera el público


(a) “El común de la gente como nosotros”

En el capítulo cuatro quedó reflejado el modo en que las personas relatan


su versión de la distancia que los separa de la ciencia: una representación no
imprevista de extrañeza y ajenidad, expresada con mayor o menor nivel de
elaboración pero invariablemente atravesada por la significación común de
que se trata de un dominio vedado a los profanos. Para el público, la imagen
de la brecha concentra su densidad simbólica en las dificultades para
aprehender lo que habría al otro lado y la consecuente imposibilidad para
hablar de ello con propiedad. Esa carencia autopercibida de legitimidad
como hablante supone la internalización de una de las facetas más negativas
del modelo de déficit cognitivo: no ya la que apunta a su ignorancia de una
serie de datos específicos, sino aquella que supone que acceder a la ciencia
implica cierto grado de dominio de términos y conceptos. Los “problemas”
de comprensión son atribuidos a restricciones impuestas por las propias
facultades intelectuales y esto, a su vez, constituye un factor limitante de la
pertinencia como agentes. No es difícil imaginar el impacto de esa imagen
para el rol que el público se reserva en un posible diálogo sobre el
conocimiento.
Puestos a reconstruir su lugar en la relación, los ciudadanos interpretan
la asimetría combinando dosis semejantes de fatalidad y resignación -y
también, como se verá en el siguiente capítulo, con cierto matiz de
sarcasmo. Eso no es contradictorio con la familiaridad manifiesta con los
artefactos tecnológicos. Cuando la cuestión trasciende el uso y se cifra en el
plano del conocimiento, la gran sorpresa es por qué se los convoca a ellos,
justamente a ellos, para hablar del tema. ¿Por qué, si sería evidente que “el
común de la gente como nosotros, que no entendemos nada de ciencia, no
tenemos mucho para opinar”? La inquietud no radica en la falta de interés o
en las dificultades para asimilar ciertos conceptos sino en un sustrato mucho
más profundo; en el hecho, reiterado con pocos matices a lo largo de las
discusiones, de que “para una postura vulgar como la nuestra es muy difícil;
por más esfuerzos que hagas, simplemente hay que admitir que la ciencia es
una cosa tan compleja que uno no llega… Sólo la entienden los científicos”
La imposibilidad se percibe como producto de una competencia cognitiva
inferior que, a pesar de los esfuerzos puestos en superarla, marca los límites
taxativos de aquello “a lo que uno llega” [a comprender]. De más está decir
que contra esa límitación se estrella la autoconfianza de los miembros del
público sobre su calidad como agentes epistémicos pues, presuponiéndola,
se asumirán como intelectualmente disminuidos e incapaces de atravesar la
brecha. Esa descalificación no solamente opera en situaciones concretas
sino que -en tanto sistema de expectativas- adopta un carácter extendido y
anticipatorio: no se trata de admitir dificultades para entender un concepto
biológico, una relación matemática o una propiedad física en especial, sino
de considerarse intrínsecamente incompetente frente a la ciencia in toto4.
¿Que cabe esperar de quienes sienten que no alcanzan el umbral
requerido para intervenir en un diálogo sobre el conocimiento? En el mejor
de los casos, la actitud de abstenerse y escuchar; en el peor, la opción de
desertar del espacio. Si la autorización para hablar radica en la comprensión
y la comprensión implica dominio conceptual, es evidente que aquella no se
sostiene en ausencia de éste. En esa dirección, el público ha generado su
propia paráfrasis e interpretación del más popular de los aforismos
wittgensteinianos: de lo que no se puede hablar… “mejor es callarse y
escuchar antes que decir tonterías: cuando sos conciente de tus limitaciones,
escuchás; y si no te interesa, das media vuelta y te vas”. A veces el
problema es más molesto porque “por más que te interese y quieras decir
algo, ninguno de nosotros puede hablar de los genes con propiedad;
entonces, optás por cerrar la boca.”
Al tiempo que el prejuicio sobre sus capacidades parece alejarlos del
acceso al conocimiento, los sujetos asignan valor a disponer de él y
reclaman cada vez con más énfasis su derecho a ser parte de las discusiones
públicas que lo implican y les conciernen. Los mismos que se sorprenden
frente a una invitación para hablar de ciencia reflexionan sobre sus razones
para integrarse a la charla: “siempre nos quejamos”, sintetiza uno de los
participantes, “de que no se nos consulta, de que nuestra opinión no es
tenida en cuenta; entonces, cuando tenemos la oportunidad de hablar,
aunque sea entre nosotros, hay que aprovecharla.” Hay una tensión visible
entre las aspiraciones de apropiación e intervención que se reivindican y el
modo en que los individuos se autoinvalidan para ejercerlas, y esa
ambigüedad entre lo que se valora y desea pero “no está a nuestro alcance,
eso es clarísimo” es otra más entre las muchas que atraviesan su conflictiva
relación con la ciencia. La reflexión grupal sobre el estereotipo y sus efectos
conduce a la conclusión del razonamiento: “uno se excluye por prejuicio,
porque piensa que no sabe nada, porque se compara con el parámetro de los
científicos, que sí sabe”. Estos serían los únicos agentes autorizados para
hablar de y sobre ciencia, sobre la base de un criterio que descansa en la
posesión del saber y el dominio conceptual. En este punto el público articula
la imagen de su dependencia epistémica con la perspectiva más restrictiva
de las normas que regularían el acceso a una esfera pública de discusión.
Los ciudadanos se niegan la posibilidad y el derecho de constituirse como
protagonistas en un ágora que los incluya en tanto tales; no se comprenden a

4
Eso es consistente con una interpretación detectada por Mike Michael (1992) en una serie
de entrevistas en profundidad, durante las cuales los sujetos expresaban la misma sensación
de no estar “mentalmente equipados para entender a la ciencia”, la percepción de que el
conocimiento científico es un espacio vedado al acceso de individuos “constitutivamente
carecientes” de las competencias necesarias.
sí mismos como integrantes genuinos de un espacio en el cual, retomando la
expresión de Broncano, todos los participantes “hablen la voz y la cabeza
alta”. Por el contrario, cuando se expresan lo hacen en voz baja, casi
disculpándose por intentar intervenir desde su limitado lugar de ciudadanos:

- Uno tendría que pensar que todos podemos opinar desde lo que somos. No como
científicos, pero sí como... no sé... como una persona cualquiera, de nuestros
problemas, con la capacidad que cada uno tenga. Ellos dirán lo suyo, pero nosotros
también tendríamos que poder decir algo... (4-2)

(b) Humilde como Leloir, genial como Einstein...

… y apenas cargar las tintas, como veremos, también mártir como René
Favaloro o físicamente impedido como Stephen Hawking. El estereotipo del
buen científico puede ser tan exigente que es difícil imaginar cómo haría
una persona normal para satisfacer el nivel de expectativas depositadas en
estos superhéroes del conocimiento que, reemplazando la capa por la bata,
poco tendrían que envidiarle a sus colegas del comic. Densa en contenidos y
relaciones, la imagen oscila entre las asociaciones más trilladas -los
consabidos clisés visuales del hombre entrado en años, poco agraciado,
vestido de blanco y manipulando jeringas y tubos de ensayo- hasta
presunciones más elaboradas acerca de un talante excéntrico, hábitos, gustos
y reacciones emocionales. Merced a esa representación, “nadie imagina a
Madame Curie perdiendo tiempo en un salón de baile”, y Alfred Nobel “es
el prototipo del científico que no puede con su conciencia: inventó la
pólvora y después, como se sintió culpable, creó el Premio Nobel para que
lo recuerden mejor”. Darwin o Einstein, por su parte, son los paradigmas del
“genio que no le tiene miedo a la transgresión, que entiende que todo lo que
creemos es un error y él solo puede crear algo completamente distinto”.
Las formas idealizadas -también ambivalentes- que asumen las imágenes
públicas de los científicos han sido analizadas en numerosas oportunidades5.

5
El tema aparece en clásicos de la sociología de la ciencia, como el de Derek de Solla Price
(1963), en Mahoney (1976) y en Mulkay (1979), con un afán de crítica del carácter cuasi
mítico de la representación. Investigaciones como la de Petková y Boyadjieva (1994) hacen
hincapié en las funciones que cumplirían esas idealizaciones tanto respecto de la propia
comunidad científica como en su relación con el resto de la sociedad. Otros estudios
enfocan la cuestion desde la perspectiva de las imágenes generadas por la comunicación
pública de la ciencia y la industria cultural. Entre ellos cabe mencionar los trabajos de
Weart (1988), acerca del estereotipo del científico loco en la literatura, el cine y los medios,
y de Schnabel (2003), sobre la ambigüedad de las imágenes periodísticas que los presentan
alternativamente como ángeles o demonios. Dorothy Nelkin (ob.cit) señala la paradoja de
los abordajes de divulgación con pretensiones naturalizadoras que excepcionalmente los
representan como seres humanos, elevando esa condición a nivel de rasgo destacable. Los
científicos/as también duermen, tienen familia, saben cocinar (ellas) y quizás juegan al
fútbol (ellos); pero el hecho de que exhiban secundariamente características humanas
Sin embargo, lo que nos interesa en este contexto es un aspecto muy preciso
de esas representaciones: los atributos que caracterizan en el imaginario
popular a un agente en quien es posible depositar confianza, aquellos que se
perciben como indicios de las aptitudes epistémicas y morales que certifican
su autoridad. Y lo primero que se advierte al enfocar ese plano es que no
escapa del carácter hiperbólico que define a sus contenidos en general. Para
empezar, un experto creíble no es meramente competente sino genial, un
rasgo de excelencia que en muchas oportunidades se liga de manera casi
inmediata con el Primer Mundo. Porque, al parecer, “si es realmente tan
bueno no se va a quedar trabajando acá, por nada y para nada ¿no?”. Eso
conduce a que, independientemente de su origen, los informantes que
inspiran un alto nivel de confianza sean aquellos que se desempeñan en una
institución norteamericana o europea, cuyo crédito se transfiere a los
descubrimientos de un físico latinoamericano, africano, o asiático, que
difícilmente hubieran pasado la prueba de ser obtenidos en otro sitio que no
fuera el MIT o similares. Por otra parte, a la par del genio superlativo, para
ser completamente creíble no bastaría con ser además honesto y sincero sino
demostrar unas virtudes morales cercanas a la beatitud y, en la medida de lo
posible, una modestia y despojamiento semejantes a las de un asceta. Desde
ese punto de vista, no es de extrañar que una estampa de la histórica
precariedad presupuestaria de la ciencia argentina -la que ofrece un Premio
Nobel sentado en una silla desvencijada6- devenga símbolo extendido de la
humildad inherente al genio “que realmente no tiene un interés personal”
sino que lo deja todo por la ciencia”; una virtud que, por consiguiente,
“debería ser lo primero que se le inculque a alguien con vocación de
científico que quiere ser respetable”.
A la par de la pobreza como signo del carácter incorruptible y la
honradez exacerbada, otro valor que al parecer cotiza alto en el examen de
credibilidad es algún tipo de fatalidad imbricada en la relación del sujeto
con la ciencia, un rasgo que eleva el estereotipo a su máxima potencia y
expresión. Ejemplo de ello en toda regla es la percepción uniforme del
suicidio del médico René Favaloro como una inmolación en aras del ideal
frustrado del conocimiento al servicio del bien común, por la cual pasa de

añadidas a su condición primordial de científicos tiene el efecto de reforzar su naturaleza


extraordinaria. De ese modo, el interés deconstructivo se torna un bumerang que acaba
fortaleciendo la mitificación.
6
La imagen corresponde a Luis F. Leloir y fue popularizada por los medios de
comunicación locales en ocasión de serle conferido en 1970 el Premio Nobel de Química.
Donó la dotación económica del Premio para el Instituto de Investigaciones Bioquímicas
Fundación Campomar -actualmente Instituto Leloir- pues, según sus palabras, estaba tan
plagado de cucarachas que “deberíamos usarlas para la investigación con tal de no
desaprovechar la materia prima.” Lejos sin embargo de cualquier apología de la
precariedad, conciente del impacto público de la fotografía en cuestión y los comentarios
subsiguientes, frente a las preguntas periodísticas de si las dificultades económicas
aguzaban el ingenio Leloir se ocupó de dejar muy claro que “Eso es una tonta novela.”
inmediato a ser reputado unánimemente como “el paradigma de lo que es un
científico valioso para la sociedad: confiable, responsable y solidario hasta
el fin.” Con todo, resta un caso aún más extremo de asociación entre sino
trágico y atribución de integridad moral y facultades cognitivas, el ejemplo
que sintetiza para uno de los participantes algo así como la quintaesencia de
la cientificidad en su más elevada expresión:

- [Stephen] Hawking es el modelo de científico emblemático. ¡Es un cerebro! Es lo


único que tiene y con eso hace veinte años que sobrevive, investiga y descubre cosas
nuevas. No puede mover un dedo, tiene el cuerpo anulado, es la imagen del sabio en
su máximo esplendor: es sólo mente, sólo pensamiento, está más allá de lo
mundano. Ya nada le puede interesar, únicamente pensar en el Universo. A alguien
así podés creerle de pe a pa porque a él ¿con qué lo van a comprar? (1-5)

La última frase conlleva la certidumbre implícita de que, salvo en casos muy


excepcionales, la experticia científica puede ser comprada, del mismo modo
que cualquier otra, pagando su precio. El temor de que ciertas afirmaciones
sean dirigidas intencionalmente por alguna clase de interés al que estarían
supeditadas constituye, sin lugar a dudas, uno de los recelos públicos más
acendrados y extendidos. Es la suspicacia que genera, por ejemplo, un perito
contratado por una industria al sostener que “los niveles de concentración,
intensidad, frecuencia y persistencia ambiental de los gases emitidos se
encuentran por debajo de las cotas máximas permitidas”, o la ingeniera
nuclear que explica por qué las centrales argentinas de Atucha y Embalse de
Río Tercero son mucho más seguras que las de Fukushima. Bien puede que
ambos sean competentes y veraces, pero difícilmente sean percibidos de ese
modo; más bien es probable que sus palabras queden cubiertas por un manto
de firme sospecha.
Situaciones como esas son características de polémicas o controversias
de alto impacto social, que involucran en algún punto al conocimiento
científico y tecnológico. En escenarios conflictivos o por alguna razón
sensibles para la opinión pública, la credibilidad de los expertos dependerá
en buena medida de que se los note lo suficientemente desligados de
cualquier interés específico o parcial que pudiera influir sobre los datos u
opiniones que aporten a la cuestión. Sin embargo, al hilo del razonamiento
que involucró a Stephen Hawking queda claro que no son necesarias unas
circunstancias externas excepcionales -cuando las exigencias para confiar se
agudizan en virtud de condiciones exógenas- para que el público ponga en
juego un mecanismo de evaluación en términos de desinterés-crédito -o su
opuesto interés-suspicacia- frente a las afirmaciones de la ciencia. En todo
caso, la actitud de extremar los recaudos antes de confiar durante una
ocasión crítica no sería más que la actualización -exacerbada- de una actitud
implícita ab initio en el modo en que el público concibe el diálogo con los
científicos, con independencia de la magnitud de lo que vaya en ello. Es
difícil imaginar un área de conocimiento que implique menos consecuencias
o riesgos para la vida de las personas que la cosmología y sin embargo aún
así, de frente a sus proposiciones, es importante tener la certeza de que a
Hawking no se le puede comprar.
Esa garantía no siempre existe. En el imaginario social, las competencias
epistémicas de un científico se dan por sentadas, pero las virtudes morales
que expresan el deber ser de un científico confiable no se presuponen sino
que son reclamadas con insistencia7. Las aptitudes intelectuales descritas
previamente -inteligencia privilegiada, capacidad de razonamiento superior
al común de los mortales, creatividad, disciplina y autocrítica férreas- son el
umbral que se supone que alguien ha traspuesto para hablar en calidad de
experto. Pero la suerte que corran sus palabras depende de que logre
demostrar su ajuste a una serie de atributos que se valoran como indicios de
su honestidad y sinceridad: la ya mencionada pobreza, pero también
voluntad para el sacrificio, falta de ambiciones y una ética inclaudicable
entre los principales. Al parecer, como reflejan las opiniones que se enlazan
en el siguiente relato, la autoridad epistémica sólo es plenamente confiable
cuando destaca contra el fondo de una vida de renunciamiento personal. Un
científico digno de crédito sería algo así como una combinación del
superhéroe del conocimiento con la vocación y la entrega de un santo laico:

- Lo más importante para que [un científico] sea confiable son las limitaciones éticas.
Inteligencia, constancia y disciplina tendrá sí o sí, porque si no no puede ser
investigador, el mismo trabajo lo requiere, pero la ética hay que exigírsela. Y ser
sincero es básico, porque uno no tiene forma de saber si lo que dice es cierto más
que confiar en que no miente. (…) Uno lo identifica con alguien entregado casi
monacalmente, humilde, renegando encerrado en el laboratorio, ciego de estudiar,
pobre. Un científico que es humilde da más confianza que uno lleno de plata, porque
eso da la pauta de que no transa. El que no es ambicioso no lo hace por una cuestión
económica, sino porque es un sentimiento, una necesidad y la gran retribución la
encuentra en el placer de hacer lo que le gusta. De los que trabajan por la
rentabilidad o por el beneficio, de esos es de los que hay que desconfiar. (…)
Resumiendo, para mí lo fundamental es el altruismo, la honestidad, la
responsabilidad, manejar utopías, buscar el beneficio de todos antes que el propio…

(c) En la revista de los ovnis, no.

El crédito asignado a las interfaces es una variable de suma importancia


al momento de entender el proceso de circulación y apropiación social del
conocimiento. En primer lugar, porque contribuyen a crear una imagen
pública más o menos fiable de los expertos y, por lo tanto, intervienen
activamente en el proceso descrito en la sección anterior. Más aún, hemos

7
Una situación idéntica fue descrita en el capítulo anterior respecto de la representación del
híbrido tecnociencia, donde los valores nucleares de utilidad, rigurosidad y verificabilidad
del conocimiento se presumen pero los de responsabilidad y honestidad en sus aplicaciones
tecnológicas se exigen.
dicho que las fuentes de información son responsables de proporcionar al
público elementos de juicio para que éste pueda decidir de manera razonable
a quién se justifica creer o no; o, dicho de otra manera, para evaluar qué
creencias o afirmaciones son más aceptables en virtud de donde provienen.
Pero, además, también señalamos que el desdoblamiento de la relación
testimonial supone que los propios mediadores asuman el papel de
informantes frente al público. Eso hace que ellos mismos sean percibidos
también como portavoces de la ciencia y que, como resultado, en muchos
casos se torne difícil distinguir la confianza depositada en la fuente original
de una afirmación de la que inspira la interfaz que la comunica.
Eso no es una novedad. El 30 de octubre de 1938, el pánico se apoderó
de los habitantes de Nueva York mientras los locutores de la Columbia
Broadcasting System relataban en vivo una invasión marciana y un
científico, el profesor Pierson, iba explicando los hechos a medida que
avanzaban los alienígenas. Claro que Pierson era el actor Orson Welles y el
supuesto noticiero, una adaptación de la novela de H. G. Wells La Guerra
de los Mundos, pero la credibilidad de la cadena de radio más importante de
la época fue suficiente para que algo tan inverosímil fuera tomado muy en
serio y se desatara la histeria colectiva. En la actualidad, las cosas no
parecen haber cambiado demasiado. “Si leo en un diario, en un diario serio,
que clonaron a un ser humano, lo creo”, afirma una joven, aludiendo a cierto
pacto tácito con los medios de comunicación, un contrato de lectura
claramente diferente al que establece, por ejemplo, con la literatura, y que
sitúa a los hechos o afirmaciones científicas referidos en un marco no
digamos de verdad pero sí como mínimo de no-ficción. La diferencia entre
la clonación que vemos en tantas películas de ciencia ficción, la que narra
Adolfo Bioy Casares en su cuento Máscaras Venecianas y la que podría
aparecer en una noticia periodística es la misma que existe entre la novela
de H.G. Wells y su dramatización radiofónica, más precisamente “el
soporte: se cree por el soporte”.
Sin embargo, como se desprende del énfasis en el requisito de seriedad
que se exige del periódico, el voto de confianza no se extiende de manera
indiscriminada. El público juzga la confiabilidad de las instancias
mediadoras del mismo modo que evalúa a las fuentes expertas, en función
de una serie de representaciones y expectativas previas, en un proceso en el
que con frecuencia ambas acaban solapándose y no es posible discernir con
claridad quién resulta finalmente el garante de la información. El mismo
hecho fáctico puede ser más o menos aceptable en función del contexto de
publicación, y ese criterio resulta asimismo valioso para determinar si el
contenido de una afirmación puede considerarse conocimiento científico
una patraña. En ese sentido, por ejemplo, el estatus epistemológico de la
proposición “existe agua en un planeta extrasolar” estaría sujeto al medio
que la recoja y difunda:
- Yo creo que es el contexto en el que se dice lo que le da legitimidad. Si tal cosa yo
la leo en una revista… de ovnis, o en internet, no la voy a creer, pero si aparece en
televisión o en La Nación no voy a tener problema en darlo como cierto8. (5-1)
- Ojo: en la tele, en programas que se pueden creer, porque si lo del agua lo ves en
Infinito no te da certeza de nada, al contrario. (5-2)
- Sí, claro, digo en los programas o en los canales científicos, o en un noticiero.
Llegan de un medio al que le das una importancia, una seriedad. Pero si lo leo en
internet o lo veo en Infinito sé que lo más probable es que sean macanas9. (5-4)

La siguiente tabla sintetiza cuatro formas de reacción del público frente a un


tema científico, que se corresponden con distintas formas de articulación
entre la credibilidad que se reconoce a las fuentes científicas originales y a
los agentes de interfaz.

Tabla Nº 3. Fiabilidad y actitudes

Fiabilidad de Fiabilidad del


Actitud Referencia típica
la fuente mediador

“Si lo descubrió la NASA y


después lo publica La Nación,
(a)
Positiva Positiva entonces no cabe ninguna duda
Aceptación de que es cierto, tranquilamente
podés pensar que es verdadero”.

“Cuando lo dice un científico


tendés a creer, pero a veces no
tenés cómo evaluar. Si aparece en
Positiva Negativa (b) Duda Clarín no hay problemas, pero si
es una revista que no da mucha
confianza, lo tomás con pinzas”.

“En los técnicos de las empresas


no se puede confiar, nunca van a
admitir que contaminan. Pero si
Negativa Positiva (c) Duda lo ves en TN te plantea la duda,
porque uno piensa que no dirían
algo que supieran de entrada que
es mentira.”

8
Durante las sesiones focales se propuso a los asistentes la lectura de dos artículos de
divulgación como motivadores de la discusión grupal: “Hay agua en un planeta extrasolar”
y “Superlente: un nuevo mecanismo ‘reduce’ las ondas de luz” (Sección Ciencia/Salud del
Diario La Nación, Argentina, ambos de julio de 2007), que serán referidos con frecuencia
en este capítulo y el siguiente.
9
Infinito es un canal de televisión por cable, cuya programación se orientó desde su origen
en 1994 a un amplio espectro de pseudociencias, fenómenos paranormales, “realidades
alternativas”, mística y astrología. A partir de 2009 se aleja progresivamente de los
contenidos esotéricos y se convierte en una señal generalista.
“Claro: si un documental de
Infinito te muestra a uno de esos
locos de los raelianos diciendo
Negativa Negativa (d) Rechazo que clonó a alguien, quedáte
tranquilo porque seguro que no
pasó nada.”10

La primera y última filas presentan situaciones no problemáticas, en las


cuales la reputación de las fuentes expertas y los medios concurren en
dirección semejante, positiva o negativa, y se refuerzan mutuamente para
motivar la disposición a aceptar o rechazar las novedades sin mayor
inconveniente. Significativamente, los fragmentos incluyen una referencia a
la sensación de tranquilidad que eso genera entre las personas, la certeza de
que admitir o desechar esas afirmaciones es la actitud más apropiada en
tales circunstancias. Los segmentos centrales son más interesantes, pues
reflejan los modos en que se resuelven posibles conflictos de credibilidad
dispar; en los cuales, en ocasiones, la balanza parece inclinarse en dirección
de las atribuciones del mediador. En (b), el descrédito de la interfaz matiza
negativamente el crédito de la experticia: la confianza depositada en un
miembro indefinido de la comunidad científica -un actor a quien “tiende a
creerse”- disminuy cuando el mensaje es canalizado a través de un agente
que no la merece. A la inversa, en (c) se observa que la buena reputación de
una emisora televisiva puede conferir por lo menos el beneficio de la duda a
una afirmación en principio destinada al rechazo taxativo, respaldando con
su capital de autoridad social a una clase de informante invalidada a priori
por considerársele parte interesada en una controversia.
La recepción de las noticias científica se produce en el marco de una
trama compleja de atribución de crédito y asignación de confianza. Desde
que la circulación social del conocimiento se produce a través de una cadena
de testimonios -del especialista a la interfaz, de la interfaz a la audiencia-, la
aceptabilidad del mensaje varía en función de cómo se articule la fiabilidad
percibida de ambos tipos de informantes, reforzándose o debilitándose
mutuamente. En el siguiente apartado veremos que también los científicos
cuentan con sus propias presunciones acerca de sus interlocutores en el

10
Los técnicos y empresas mencionados en la tercera fila aluden a los involucrados en el
“conflicto de las papeleras” que enfrentó a Argentina y Uruguay por la instalación de una
planta productora de pasta de celulosa sobre la margen oriental del río Uruguay. TN (Todo
Noticias) es un canal de televisión de noticias por cable. Infinito: ver nota anterior. La
última cita refiere al anuncio del nacimiento de un bebé clónico formulado en 2003 por una
empresa biotecnológica vinculada con la secta raeliana.
diálogo; éstas, por adelantar, no resultan precisamente alentadoras para su
legitimación como agentes en el intercambio epistémico.

2. Lo que esperan los científicos

(d) y (f) “A la gente le cuesta entender y el periodista, a veces, tergiversa”

La afirmación condensa en buena medida los presupuestos de la


comunidad científica acerca de sus interlocutores en una esfera de discusión
sobre el conocimiento. Es evidente que esa imagen no parece especialmente
motivadora de la predisposición a entablar un vínculo. Es normal: ¿a quién
podría interesarle implicarse en la inversión de esfuerzo que requiere hacer
inteligible y comunicable un tema altamente complejo a unos sujetos que,
de antemano, presume que no reúnen las condiciones necesarias para
comprenderlo? Por más que se reconozca en voz alta la necesidad de forjar
una relación más sólida y fluida con la comunidad, para sus adentros podría
pensarse que los científicos tienden a depositar escasas expectativas en el
éxito de la empresa. De su relato emerge una percepción homogénea del
otro ajeno a la propia práctica que, en principio, unifica a públicos y
periodistas en una identidad común de legos, no iniciados, no-expertos. El
núcleo de la representación se articula en torno del eje dentro / fuera, un
mecanismo clasificatorio que deja claro quienes quedarían excluidos del
acceso pleno al conocimiento. De ahí que lo que se pueda compartir en un
intercambio sea realmente muy poco, apenas cuestiones triviales o de índole
muy general, “que la gente se entere de cuestiones muy básicas, con eso me
alcanzaría, porque lo medular de la mayoría de las ideas científicas de por sí
es algo muy difícil de captar”. Y en ocasiones ni siquiera eso, porque las
trabas para la comunicación serían un impedimento que desalienta desde el
comienzo cualquier intento de interacción, precisamente porque “de entrada
sabés que no te van a entender, pero eso es lógico: esto no es para
cualquiera y, desde afuera, creo que es casi imposibles de comprender”.
Si bien esa clasificación conlleva un juicio valorativo -toda
representación social lo involucra-, también es cierto que de las charlas con
este grupo no se desprende una connotación despectiva ni conmiserativa.
Los expertos no culpan al público de su “déficit” -aunque, en ocasiones, sí
le reprochan su falta de interés-, no se trata de una descalificación
voluntariamente malintencionada, moralmente reprobable, al estilo de
aquellas en que se evalúa la inteligencia de otro en términos de superioridad
e inferioridad. Por el contrario, más bien se reconoce que la situación tiene
un fundamento externo, en las dificultades que impone la propia índole del
saber especializado y, por tanto, la depreciación no avanza más allá de eso.
No obstante, admitir que el prejuicio es limitado y no involucra mala
intención no atenúa ni modifica el efecto sobre sus destinatarios, el
menoscabo anticipado de su condición de agentes. Las escasas expectativas
que la comunidad científica deposita en la capacidad de sus interlocutores y,
por ende, en el resultado de un diálogo orientado a compartir conocimiento,
tiene una consecuencia ya anticipada: la reticencia a comprometerse con un
vínculo que se juzga de antemano destinado al fracaso o, en el peor de los
casos, la actitud de evitar implicarse en la interacción:

- Es que a veces uno se cansa y ya no se toma el trabajo de dar demasiados detalles.


Cuando digo que soy geóloga me preguntan si estudio las religiones, los huesos, los
edificios antiguos... Yo contesto que no, que estudio la tierra, y entonces me dicen
‘ah, buscás petróleo’. Entonces trato de explicar que yo hago ciencia básica, que
investigo a qué temperatura se forma un mineral. Y entonces me preguntan para qué
sirve eso, y después dicen que con tanta minería están contaminando el planeta. Pero
también tenés que explicar que si no se extrae uranio un enfermo de cáncer no puede
hacerse sus estudios, y si decís ‘wolframio’ piensan que es para armamento. A veces
yo ya no me pongo a explicarle al vecino, porque eso podría llevarte horas… (C-11)

Páginas atrás se describió una situación casi idéntica, la de los ciudadanos


que optan por retraerse del diálogo debido a lo que, a su juicio, constituyen
dificultades personales insalvables para participar de él. Sumada a la actitud
que acabamos de describir, ambas configuran un escenario bastante poco
alentador: a un lado, un experto que no encuentra sentido en procurar
compartir conocimientos con alguien que no reuniría las condiciones para
aprovecharlo; al otro, un público que coincide en la pobre opinión sobre sus
facultades y, por esa razón, tiende asimismo a restar valor a su integración
en el intercambio. Ninguno demuestra gran interés o motivación para
entablar contacto. En este punto podemos recurrir a una analogía quizás
poco ortodoxa pero significativa y preguntarnos qué queda en una pareja
cuando ambos concluyen que nada queda por hablar. El divorcio, o una
convivencia con medias palabras. A lo cual un optimista agregaría: un
último intento por reencauzar las cosas.
La primera alternativa es la que refleja la deserción del vínculo. Yo no me
voy a tomar el trabajo de explicar algo a alguien que no me entiende y,
simétricamente, yo no me voy a tomar el trabajo de escuchar a alguien a
quien no entiendo, la fórmula más simple y palmaria que expresa el sentido
primordial de la brecha. Se trata de una actitud frecuente entre ambos
grupos aunque también la más difícil de constatar: por diferentes motivos,
ninguno admitiría el desinterés tan abiertamente. La segunda opción frente a
la crisis de esta extraña pareja no hace más que maquillar el problema
mediante una pseudo-comunicación de escasas palabras: yo te cuento algo
por encima, porque más no podrás comprender, pero en cuanto pueda me
escabullo y, en respuesta, yo hago como que te entiendo y me interesa, pero
en cuanto pueda me escabullo. ¿Cuánto tiempo transcurriría hasta que esa
solución derivase en la primera? Por último, la perspectiva optimista
requeriría que tanto expertos como legos comprendieran que la asimetría
epistémica no es un impedimento insalvable para compartir conocimientos,
pero que sí, efectivamente, impone una disposición y un compromiso
particular de ambos con la relación. Reconocerse a sí mismo y al otro como
interlocutores autorizados es la condición de mínima para empezar siquiera
a pensar en la posibilidad de un intercambio; la segunda es confiar en la
figura del agente facilitador del diálogo, conferirle legitimidad como
mediador necesario y valioso en el proceso.
La gente, hemos visto, diferencia entre interfaces más y menos fiables,
incluso el crédito que se les dispensa puede incluso matizar la imagen
negativa de una fuente experta. También anticipamos que, en principio, la
comunidad científica identifica a público y mediadores en su condición de
legos, atribuyéndoles el mismo escaso reconocimiento. Pero cuando los
expertos observan a los divulgadores como tales, en lo que concierne a la
función que cumplen en la interación, las expectativas no sólo no mejoran
sustancialmente sino que más bien tienden a empeorar.
La tensión que con frecuencia atraviesa las relaciones entre científicos y
prensa constituye un capítulo extenso de las discusiones en el campo de los
estudios sobre divulgación (e.g. Calvo Hernando 1997; Lewenstein, 1991).
Uno de los motivos más acuciantes es el enfrentamiento en torno del
encuadre o enfoque con que los hechos llegan a la opinión pública. La
conclusión habitual, grosso modo, es que los valores-noticia que orientan las
prácticas periodísticas -entre ellos, la espectacularidad, controversia,
grandiosidad, negatividad, proximidad- tendrían efectos nefastos cuando son
aplicados al tratamiento de la información científica. Por contrapartida,
características propias de la ciencia -como la lentitud de sus tiempos y la
provisionalidad de sus resultados- resultarían un lastre difícil de sobrellevar
para una práctica informativa signada por la exigencia de impacto del titular
del día (Radford, 2007). La vinculación entre periodistas y fuentes requiere
un esfuerzo de negociación importante de ambas partes (Palmerini, 2007).
Las presunciones que marcan la actitud del experto permiten interpretar
esa conflictividad bajo dos aspectos concurrentes. El primero, ya señalado,
es que el divulgador qua lego compartiría con todos los sujetos de la
categoría el mismo nivel de déficit comprensivo; una insuficiencia de la cual
no se le hace responsable. Pero qua periodista, sí se lo responsabiliza
cuando su función de interfaz se ve interferida por una serie de valores e
intereses muy diferentes a los que rigen la producción de conocimientos. En
el primer plano, la sospecha concierne a sus facultades cognitivas; en el
segundo, a su integridad moral: sin llegar a afirmar que los divulgadores
mienten intencionalmente, los científicos no tienen pruritos en alegar que,
en ocasiones, sí modifican, tergiversan, distorsionan o magnifican el
mensaje que deberían transmitir sin pérdidas. En otras palabras, se les
recrimina que no preserven adecuadamente el contenido proposicional
original, como se espera del rol que les cabe en la cadena testimonial. La
fiabilidad de los mediadores es cuestionada con severidad por muchas
fuentes expertas, que ponen en tela de juicio su calidad como agentes en el
proceso de circulación social de conocimiento.
El problema presenta aristas y derivaciones. En primer lugar, los relatos
de los científicos muestran cómo las presunciones son sensibles a la historia
del vínculo, pues las experiencias negativas -propias o de algún colega-
realimentan la desconfianza individual y corporativa en las interfaces y
refuerzan su justificación. Por más que “nosotros nunca nos negamos a
explicar”, la susceptibilidad aumenta cada que vez que “nos encontramos
con que lo que sale publicado no es lo que uno dijo”. Y las consecuencias
no se hacen esperar: “cuando te pasa más de una vez, es un motivo
suficiente para desconfiar para toda la vida”. En segundo lugar, en el
problema se intuye una amenaza para la relación entre ciencia y sociedad: si
la interfaz no es confiable puede contribuir a profundizar el distanciamiento,
promoviendo expectativas infundadas en los ciudadanos o aumentando su
confusión respecto de un tema en particular, generando así más inquietudes
y resquemores respecto de la ciencia en general. Precisamente “porque el
mensaje se transmite erróneamente, la idea llega totalmente cambiada y eso
puede ser altamente perjudicial”. El riesgo se nota acrecentado en áreas
sensibles para la opinión pública, como es el caso de los temas vinculados
con la salud, los avances en técnicas diagnósticas y tratamientos de
enfermedades, sobre todo cuando “el periodista, para conseguir la primera
línea, lo magnifica, y sabemos que una palabra mal puesta, distorsionada,
puede crear falsas expectativas y amargarle la vida a mucha gente. Y eso es
lo peor que puede pasar.” Finalmente, la desconfianza en el divulgador
revierte en la actitud con que el experto se predispone al vínculo:

- Cuando me llaman de una radio o de la televisión no hay problemas, porque soy yo


el que sale al aire y controlo lo que digo. El problema es la prensa escrita, que puede
ser fatal... Nosotros pedimos revisar las notas antes de que se publiquen, pero a los
periodistas no les gusta para nada. Y aún así hay veces que, cuando vemos lo que
salió publicado, nos agarramos la cabeza. Así que ahora pongo mis condiciones: si
no aceptan [la revisión previa], directamente no hablamos. (C-12)
- Entre que a la gente le cuesta entender y el periodista, a veces, tergiversa, al final yo
no sé si esto [la comunicación pública de la ciencia] tiene mucho sentido… (C-9)

La primera referencia sintetiza tres actitudes posibles: en la primera, el


contacto se acepta de buen grado porque se entiende que la mediación del
testimonio es mínima o inexistente. Pero cuando se entiende que los dichos
pasarán por el tamiz de la reescritura periodística, el ingeniero procura
aplicar a la interfaz un mecanismo de evaluación y control de calidad
cercano al que emplea con sus pares. Finalmente, cuando la negociación
fracasa, la postura anunciada es el rechazo de cualquier contacto. Se trata de
una actitud de retracción similar a la reflejada en párrafos previos, sólo que
por causa diferente: si la reticencia más general al diálogo con los legos se
funda en la falta de expectativas sobre sus resultados, la reticencia al
diálogo en particular con los legos-periodistas se asienta, además, en el
temor a sus resultados. La frase final refleja taxativamente el corolario de
ese desencanto anticipado: intentar un vínculo con la sociedad, en esas
condiciones, quizás no tenga demasiado sentido.

(e) “¿Por qué iba yo a mentir?”

La extensa literatura sobre fraudes y otras formas de inconducta


científica11 ofrece numerosas respuestas a la inquietud, si se quiere un tanto
naïve, planteada por un químico para justificar la presunción de sinceridad
que demanda para sí y para sus colegas. Sin embargo, podría pensarse que
más que ingenuidad, el interrogante deja traslucir una convicción profunda,
cimentada a lo largo de los años en el conocimiento de primera mano sobre
los posibles modos de deserción, los dispositivos de control vigentes, las
consecuencias que acarrean las sanciones y, sobre todo, el temor al
ostracismo que generan. “Quien lo ve desde dentro”, apunta enfáticamente
una de nuestras fuentes, “dice ‘dios, que nunca me pase’, porque es como si
se acabara la vida, quedás desahuciado, es la muerte en vida en la física.”
Porque los controles, afirma otro, “son muchos, y están bien aceitados: si te
arriesgás y los saltás, la mayoría de las veces perdés.”
Todos esos factores están muy presentes en el modo en que los miembros
de la comunidad científica construyen su autoimagen como informantes,
articulada en torno de la demanda de presunción de credibilidad epistémica
y moral. Esa exigencia se sostiene en un mecanismo interesante: los
expertos ofrecen su fiabilidad profesional, la que opera en el ámbito de la
comunidad de pares, como garantía de su fiabilidad frente a la sociedad en
su conjunto. Esa extrapolación tiene como corolario implícito la aspiración a
que la palabra ofrecida en la esfera pública sea juzgada con los mismos
criterios con que es evaluada por los pares en la esfera especializada:

- La gente no tiene forma de penetrar en los detalles técnicos, pero tampoco está
obligada a creernos porque sí. Porque hay muchas cosas otras cosas que sí podría

11
Un editorial de Nature (2008) afirma que .éstas son actualmente más comunes de lo que
la mayoría de investigadores estaría dispuesta a admitir. La cuestión de cómo y por qué
engañan los científicos, las formas y grados de las conductas dolosas -entre las cuales la
mentira lisa y llana es sólo una de las posibilidades-, es analizada por Federico di Trocchio
(1995), para quien “la engañología es la ciencia que enseña a los científicos cómo engañar a
otros científicos. Estos, a su vez, convencen a los periodistas, quienes finalmente se
encargan de seducir a las masas.” (ibíd., 7-9). El tema también es abordado en un dossier
especial de la revista Science Communication (vol. 14, 1992). Desde un enfoque
epistemológico, es interesante la polémica acerca de los mecanismos de control y sanción
que ejerce la comunidad científica frente a los miembros que desertan de la confianza
mutua y el proceso cooperativo, castigando con la exclusión ejemplificadora a los
tramposos (Blais, 1987; Hardwig, 1991; Adler, 1994).
saber: cómo se evalúan las publicaciones, los congresos. Saber cómo se manejan los
estándares generaría confiabilidad: saber que hay un colega que revisa siempre, que
su misión es encontrar las fallas, que no se publica cualquier cosa… El problema es
que todos esos mecanismos internos la gente ni siquiera se los imagina. (C-3)

Es difícil pensar cómo podría compatibilizarse esta demanda de evaluación


con los parámetros del público, fundados en los requisitos de genialidad,
pobreza y renuncia a los intereses personales como los principales indicios a
ser tenidos en cuenta. Es evidente que la representación de lo que constituye
un informante digno de crédito es diferente en uno y otro caso: mientras las
personas exigen el ajuste demostrable a ese tipo de atributos, los científicos
entienden que el aval viene dado de antemano por los mecanismos de
control de calidad de toda índole presentes en la práctica científica. Desde
ese punto de vista, la reivindicación es comprensible: ¿cómo podría no ser
fiable, cuando forma parte de un sistema en el cual todo está organizado
para examinarlo y todos están atentos y dispuestos para hacerlo?

Tabla Nº 4. Mecanismos de control y presunción de fiabilidad

Tipo de control Fiabilidad epistémica Fiabilidad moral

- El rigor no lo impone nadie: - ¿Por qué no me van a creer si


uno se mata a sí mismo antes de yo no tengo razón para mentir?
mandar un paper, controlando ¿Por qué iba yo a mentir? Yo sé
Auto Control los cálculos, repitiéndolos diez que digo la verdad sobre mis
veces junto con el equipo. Si es resultados, no estoy exento de
raro, peor todavía: más veces estar equivocado, pero digo la
los vas a repetir. (C-3) verdad, de buena fe. (C-9)

- En mi grupo no acepto a nadie - La reputación del equipo


que no sea muy capaz, pero depende de la responsabilidad
también muy honesto. Se del director: si un 95% lo hace
Control del podrán equivocar, pero nunca bien pero uno solo ‘pinta las
me van a pasar un dato que no ratas’, lo pagan todos. Uno
propio grupo de hayan chequeado mil veces. No conoce la presión a la que están
trabajo cabe la posibilidad porque los sometidos los jóvenes, por eso
conozco como si fueran mis hay que formarlos también en
hijos y, además, saben que los ese sentido. Para mí, eso es
controlo todo el tiempo (C-12) algo fundamental (C-15)
- Entre los grupos - Antes de pensar que falseó los
experimentales funciona datos, uno siempre presupone
manejarse con el rumor. Los que el colega tuvo algún
grupos se conocen, se sabe problema pero no que mintiera.
cuáles son más y menos Nos conocemos casi todos y
Controles
rigurosos en su trabajo. Y si yo sabemos cuándo alguien es
interpersonales encuentro un dato que no me responsable, cuándo los
cuadra, y conozco a la persona, resultados son de fiar. No es
lo primero que hago es difícil darte cuenta cuando
comunicarme con ella y decirle alguien no está seguro, o cuenta
‘¿seguro que es así?’ (C-5) las cosas por la mitad (C-4)

- Cuando está publicado, lo - Si hay fraude es más difícil de


primero que uno hace es creerle comprobar... Hace unos años
a la persona, porque conoce hubo un caso de alguien, que ya
cómo funciona el sistema. Y si había publicado en Nature, o en
pasó la revisión significa que, Science. Siempre era la misma
Controles como mínimo, tenés que tenerlo curva poniendo distintas cosas
institucionales en cuenta. La revisión por pares en los ejes. El grupo trabajaba
es una buena manera de darte en un laboratorio conocido,
cuenta si podés confiar. Seguro quizás por eso nunca nadie se
que no es un sistema perfecto, había puesto a mirar mejor...
pero, bueno… Funciona Pero, a la corta o a la larga, yo
razonablemente bien. (C-8) creo que todo se sabe. (C-5)

No es de extrañar que un individuo que se siente sujeto a criterios de control


y evaluación tan abarcativos y exigentes -que a su vez aplica a los demás
integrantes de la comunidad, retroalimentando el sistema- sostenga una
imagen de su grupo estructurada en torno del reclamo de credibilidad. Ése
es el núcleo de expectativas que sostiene las relaciones de cooperación inter-
pares, conjuntamente con el reconocimiento implícito de las estrategias
individuales e institucionales tendentes a evitar que sean defraudadas y el
ajuste internalizado del comportamiento a esas normas. El razonamiento,
como se ve, es simple: el científico se percibe como un informante fiable en
el proceso de circulación pública de conocimiento porque se percibe como
un informante fiable en otro proceso, previo, de circulación pública de
conocimiento. Y esgrime los criterios que en éste lo confirman como tal
como argumentos suficientes para ser considerado del mismo modo en el
otro: “si a nosotros nos toman examen todo el tiempo, si cada cosa que
decimos pasa cien filtros, ¿por qué la gente iba a desconfiar de que decimos
la verdad? Si yo soy la misma persona...”
Esa “misma persona” cuya fiabilidad es juzgada en una instancia
pretende que el juicio tenga validez en otra, con más razón cuando entiende
que en el primer caso fue evaluada con rigor, minuciosidad y escaso margen
a concesiones. Con todo y lo razonable que puede resultar, esa pretensión
presenta dos inconvenientes: en primer lugar, supone que el público conoce
la complejidad de los procedimientos de atribución de crédito que operan al
interior de la comunidad científica; en segundo lugar, presume que les
otorgan igual valor. La imagen omite que la mayoría de la gente ignora
cuáles son esas normas de autoregulación, y que aún en caso de conocerlas
eso no implica necesariamente que las compartan y adhieran a ellas. Los
ciudadanos no juzgan como pares sino como ciudadanos, portadores de sus
propias representaciones, criterios e intereses. Por ese motivo, la demanda
de extrapolar la estructura de las relaciones de confianza de un contexto de
interacción al otro puede ser legítima y justificada pero, a la luz de lo que
hemos visto, resulta bastante poco realista y no del todo viable

3. Lo que esperan los mediadores

(g) e (i) “Que la gente entienda y se interese”

Entre los periodistas de divulgación, su percepción del público concuerda


con un núcleo significativo que a estas alturas resulta bien conocido: una
imagen homogénea de la audiencia signada por las magras expectativas
sobre el interés de sus integrantes en la información científica y sobre sus
competencias como receptor. El relato de las interfaces completa una de las
pocas coincidencias detectables entre las representaciones de los tres
grupos, centrada en una misma noción de comprensión identificada con la
posibilidad de acceso a cierto dominio conceptual, cuya ausencia determina
la automática merma en la legitimidad epistémica de quienes la ostentan.
Está claro que los mediadores tampoco depositan demasiado crédito en
su público. El problema es que, bajo esa perspectiva, no se entiende bien
qué motivación habría para dedicarse a una especialidad profesional que se
sabe sentenciada de antemano a dar escasos frutos. A diferencia de la
inquietud de los expertos descrita en el apartado anterior, para estos agentes
la comunicación con el público no es una cuestión secundaria, un
sobreañadido del que eventualmente pueden renegar o abstraerse, ni una
imposición de una política pública o institucional, sino que se trata de una
elección personal y voluntaria a la que, por fuerza, algún interés y valor
deberían asignarle. Pero además, desde ese ángulo tampoco queda claro
cómo se sostendría el objetivo de promover el espíritu crítico cuando no se
puede confiar siquiera en que la información recibida sea adecuadamente
decodificada: ¿qué reflexión pertinente podría formular una persona sobre
algo que ni entiende del todo ni le interesa demasiado?
Sin embargo, las paradojas son sólo aparentes. Avanzado el diálogo se
comprende mejor que la presunción acerca de las dificultades y carencias de
los receptores, lejos de alimentar contradicciones, es funcional a la auto-
representación de la propia identidad de la interfaz, el fundamento a partir
del cual adquiere pleno sentido y relevancia su rol como agente en la
interacción epistémica. Que es, precisamente, venir a paliar o a solucionar
esas faltas de interés y comprensión estrechamente vinculadas entre sí. Las
quejas en este sentido son bien conocidas, sintetizadas en la percepción
general de que “a duras penas se lee ciencia”, y en la resignación anticipada
a que “cuando escribís, mejor no acordarte de que lo más probable es que la
gente va a dar vuelta la página”. En ocasiones, los obstáculos cognitivos son
considerados la causa del desinterés; en otras, a la inversa, se interpretará
que la apatía subyace al escaso empeño destinado a lidiar con un tipo de
información solo un poco más compleja que la habitual. De ahí que la
función de la interfaz debe atender de manera simultánea a ambos frentes,
estimular el interés y motivar una mayor inversión de esfuerzo cognitivo,
porque ninguno puede solventarse de manera independiente:

- El desinterés no pasa por restarle valor a la ciencia, sino por el esfuerzo que le
demanda a la gente entender una información de ese tipo. Por eso muchos se retraen.
Y ahí entraríamos nosotros, en facilitar el proceso: esa es nuestra función (PC-4).
- Si la persona no tiene una motivación, si no percibe que la ciencia le afecta en algo,
la reacción más normal es ‘¿para qué perder el tiempo con algo que no entiendo ni
me importa?’ Pasa página, a otra cosa. La divulgación tiene que resolver las dos
cosas: lograr que entienda y que le interese. (PC-5)

Además, dado que los individuos no reunirían condiciones óptimas para


comprender la información que reciben ni tendrían mayor interés en
aclararla, los divulgadores también anticipan que muchas veces los recelos y
temores prevalecen sobre el examen de los argumentos ofrecidos por la
interfaz. “Uno sabe que la gente”, explica un periodista, “es terreno fértil
para el discurso conspirativo”, mientras otro acota en sentido similar que
“en cuestiones de riesgo siempre se tiende a pensar que la cosa es peor de lo
que se cuenta, que los estamos engañando”. Esa característica explicaría la
persistencia activa en lo popular del Mito de Frankenstein, de la ciencia y la
tecnología vueltas contra sus creadores, a despecho de cualquier esfuerzo
deconstructivo. Eso conduce a la conclusión en tono resignado: “en algunos
temas -transgénicos, clonación- es imposible pelear contra los prejuicios,
porque la gente no te cree: la idea de que hay una agenda oculta es tan fuerte
que, a veces, no sabés ya qué hacer para contrarrestarla.”
Las expectativas que despierta esta imagen del público no son del todo
alentadoras. Pero, entonces, ¿qué sentido tendría empeñarse en promover la
apropiación del conocimiento entre unos sujetos que, se presume, lo valoran
poco, lo entienden menos, y anteponen el prejuicio al examen? A grandes
males, grandes soluciones: esas condiciones adversas son, precisamente, las
que otorgan plena justificación la función de la interfaz. La representación
de un interlocutor careciente -de competencias, de interés, de receptividad
frente a evidencias o argumentos- contribuye a legitimar y realzar la
relevancia del propio rol en el proceso: ahí -en el hueco abierto por las
falencias del receptor- entramos nosotros -agentes indispensables- a
resolver las dos cosas -la incomprensión y la indiferencia- y pelear contra
eso -la incomprensión y el prejuicio-, con todo y lo quijotesca que esa
actitud pudiera resultar. Enfatizar la debilidad de la posición del público en
la interacción sustenta la autoafirmación del rol imprescindible del mediador
en el intercambio, más aún cuando éste sospecha -con razón, a juzgar por lo
expuesto en el apartado anterior- que no puede esperar que esa autorización
provenga de las fuentes expertas.
Establecido el justo valor de su aporte al proceso, los divulgadores
completan su imagen de sí con una serie de presupuestos clave acerca de la
importancia de su rol en la estructura de la trama de crédito y confianza.
Prevén que la legitimidad diferencial de los medios tiene un peso altamente
significativo en la actitud del público frente a los mensajes, y eso habilita la
percepción invariable de que “el pacto en realidad es con el medio: la gente
le cree al medio lo que publica.” El receptor, que no está en condiciones de
juzgar la calidad epistémica de la información, tampoco requeriría evaluar
por sí mismo las credenciales de la fuente original pues cabe esperar que, si
el mediador es responsable, lo ha hecho previamente. Desde ese punto de
vista, los atributos que configuran la honestidad profesional del buen
periodista tienen que ver con el control que ejerce sobre lo que transmite y
el examen puntilloso de la autoridad de sus informantes, como garantía del
conocimiento que circula en la interacción.
Los comunicadores perciben nítidamente que su papel en el intercambio
testimonial -además de interesar, motivar y hacer en algún punto inteligibles
ciertas ideas- también implica favorecer el juicio del público acerca de la
fiabilidad de las fuentes expertas, promover la deferencia cognitiva respecto
de ciertas autoridades y prevenir o instalar justas sospechas respecto de las
afirmaciones u opiniones de otras. El receptor necesita de los argumentos
que pueden -y deben- proporcionarle los mediadores del diálogo para
adoptar una actitud razonable frente al conocimiento científico, y esa es una
de las mayores responsabilidades que reconocen los agentes de interfaz:
“porque, en realidad, soy yo el que tiene que asegurarse de verificar que [la
fuente] sea confiable, saber quién es, qué se dice de él, si es profesor,
adónde publicó, y recién entonces difundir algo.” Si bien se asume que “la
gente confía en nosotros, en los medios, porque no le queda otra opción”,
también se percibe claramente que “nuestra propia credibilidad también
tenemos que ganarla, el buen periodista es el que puede aportar los datos
para confiar, si los tiene, pero también es el que sabe sembrar la semilla de
la duda cuando es necesario.” ¿Cuándo es necesario? “Cuando se trata de
abrirle los ojos a la gente, por ejemplo sobre lo que pasa con los fármacos,
con los intereses de los laboratorios. Gracias a la difusión que le da el
periodismo ahora hay más idea, la gente piensa un poco más y se da cuenta
de que no tiene que confiar.”
Los mediadores componen su propia identidad como agentes en el
diálogo en relación estrecha con la representación acerca de sus
destinatarios, en cuya posición reside el fundamento de la práctica de
interfaz. Pero a la vez ellos mismos son receptores en otro vínculo
testimonial, en el que se implican a partir de otra serie de presupuestos y
expectativas sobre quienes hablan desde el lugar de la experticia, que
completa la red de imágenes mutuas que enmarca el intercambio epistémico.

(h) Aseguran fuentes autorizadas…

“Los científicos son gente tan… ¿Cómo decirlo? Tan especial. Algunos
piden las notas para leerlas previamente, otros -me pasó- te pueden
cuestionar las traducciones del inglés, porque es erróneo decir que las ratas
están ‘embarazadas’ en vez de ‘preñadas’...” Sumado a otros ejemplos que
recuerda con detalle, el desacuerdo en torno del mejor modo de expresar la
gravidez de un roedor -o roedora, como recomendaría la corrección política
vigente- conduce al divulgador a concluir que entre los expertos “hay
distintos niveles de sensibilidad, de susceptibilidad”, atributos que aportan a
ese carácter “especial” con que los distinguiera previamente. Como él, sus
colegas no escatiman relatos y anécdotas cosechadas en el transcurso de sus
relaciones con la comunidad científica, que rondan en torno de usos más o
menos laxos o restrictivos del lenguaje, la validez de las metáforas o
analogías que emplean unos y cuestionan otros, o el énfasis en determinados
aspectos de un tema que ellos defienden y los científicos deploran. El
historial de experiencias deja en los agentes de interfaz marcas simétricas a
las ya descritas en sentido inverso, que refuerzan tanto la imagen sobre sus
interlocutores como la forma de entender el vínculo y sus constricciones.
No obstante, el prejuicio de los divulgadores sobre los científicos se
percibe menos virulento, menos “batallador” que el recíproco. Sobre todo
entre quienes forman parte del staff de un organismo de investigación,
cuando ambos se encuentran integrados en un mismo ámbito laboral y el
contacto -aunque trabajoso- no deja de ser cotidiano y, hasta cierto punto,
fluido. Los comunicadores institucionales saben que su posición aventaja a
la de otros colegas, por ejemplo en la predisposición de las fuentes a
compartir información sin mayores trabas ni retaceos, o en la posibilidad de
entablar un diálogo que habilite cuantas aclaraciones y repreguntas sean
necesarias. Esas expectativas son menos firmes entre los periodistas que se
desempeñan en medios o de manera independiente, si bien estos reconocen
una tendencia positiva hacia una mayor apertura de parte de la comunidad
científica. Aunque la relación todavía dista de ser ideal, porque “sigue sin
gustarles mucho hablar con nosotros”, por lo menos debido a un criterio de
conveniencia “algunos entienden que es necesario y puede beneficiarles.”
Más allá de matices particulares, la evaluación de la fiabilidad de las
fuentes es un problema clásico del periodista de cualquier especialidad que
ha generado extensas discusiones acerca de los pormenores de la relación: el
nivel de dependencia que se establece entre ambos, la exigencia de
corroborar la información o la necesidad constante de evaluar la naturaleza
del vínculo. Expresiones como aseguran fuentes acreditadas / autorizadas,
el relato de testigos permite afirmar que o de acuerdo con los testimonios
obtenidos son fórmulas incorporadas al lenguaje de la prensa, y el periodista
tiene casi automatizado el proceso mediante el cual las reconoce como más
o menos fiables. Pues si bien no se equipara con las dificultades de los
legos, el divulgador reconoce juzgar el contenido del mensaje escapa a sus
competencias y por, tanto, la decisión pasa por el crédito que merezca la
fuente. Es decir, como lo expresará luego en la nota, si puede considerarla
autorizada en el proceso de producción del conocimiento. Pero la
evaluación, al parecer, no constituye un problema: “eso no toma ni un
minuto”, “no lo analizás”, “es algo evidente”, “está internalizado”, ni
tampoco “hay un modo de explicarlo”. Estas expresiones reflejan el carácter
inmediato e irreflexivo de la función clasificatoria del anclaje que cumplen
las representaciones sociales: hay una serie de atributos que conforman una
categoría bien definida -la de científico fiable- y el caso que los demuestra
pasa inmediatamente a formar parte de ella.
Para los periodistas de ciencia, la calidad de un informante se distingue
de manera automática porque existen criterios objetivos que permiten al ojo
entrenado reconocerla sin más. Sobre los rasgos que la definen no existen
discrepancias: el prestigio de la institución a la que pertenece el científico o
grupo de investigación, su inserción en el sistema de publicaciones y el
reconocimiento de sus pares son los atributos uniformemente citados a partir
de los cuales opera la función de anclaje de la representación. Aún quien
valora críticamente la situación como “lamentable” -pues implicaría “cargar
a la divulgación de principio de autoridad”- coincide en que esos elementos
fundamentan la imagen de credibilidad. Cada nuevo caso será analizado en
función de su ajuste a ellos, y de antemano puede asegurarse cuáles serán
las fuentes desechadas:

- El elemento más fuerte es de dónde viene: si dice “investigador independiente”, de


entrada lo más lógico es dudar. La credibilidad central es de la institución: hay unas
más y otras menos prestigiosas, y eso es lo que se toma como parámetro. (PC-1)
- Los criterios de evaluación son objetivos: con quién trabaja o adónde, la calidad de
las revistas en las que publica. Son criterios objetivos de la ciencia que nosotros
incorporamos. La historia es importante: es más fácil creerle a alguien con una
historia de publicaciones que si aparece de la nada. (PC-2)
- Respecto a la fiabilidad de una fuente, implícitamente está descartada aquella de la
cual no tengas buenas referencias, porque eso significa que de hecho está marginada
o lateralizada en la propia comunidad científica. Es decir, hay fuentes que estarían
de antemano excluidas. (PC-6)
El prestigio, el crédito de los pares y la trayectoria de éxito cognitivo
reflejada en las publicaciones son los indicios más significativos que
justifican la adopción de una actitud de confianza, y sobre ellos no hay
mayores discusiones. Pero existen otros atributos de la imagen que también
son valorados como refuerzo en ese sentido. Entre ellos se cuenta, por
ejemplo, el hecho de restringirse a los límites disciplinares: una fuente fiable
evita expresarse sobre algo que supera sus temas específicos y no pretende
crédito cuando incursiona por fuera de ellos. “Un científico serio”, en
palabras de un divulgador, “te dice que es especialista en quarks, pero no en
leptones”, y eso “suena exagerado pero da confianza, porque no habla de lo
que no sabe”. Como reafirma uno de sus colegas, ese rasgo permite
“distinguir entre alguien que se hace responsable de lo que dice, y otro que
es un opinólogo”. En este punto la honestidad epistémica se traslapa con la
moral pues, en ocasiones, de quien habla de lo que no sabe podría pensarse
que está engañando a su interlocutor, o por lo menos induciéndole a creer
que se trata de un informante calificado cuando no es así. La percepción de
una actitud que no se compadece con esa expectativa bien puede conducir a
la descalificación -parcial o completa- del informante, bien a la interrupción
del vínculo: “en un momento de su vida, Linus Pauling se convirtió en
adalid de tratar el cáncer con dosis muy altas de vitamina C. ¡Pero ser Nobel
de Química no lo transforma en una autoridad en medicina! Casos como ese
se ven mucho y hay que estar atentos: a algunas fuentes es mejor perderlas
que encontrarlas...”
Otro elemento periférico de la imagen de un experto fiable es su ajuste al
conocimiento paradigmático; lo cual, a su vez, trae aparejado el conflicto de
valores en el delicado equilibrio entre ortodoxia y originalidad en el campo
científico. Al igual que en otras oportunidades, la cuestión pone de relieve la
tensión entre componentes nucleares y periféricos de la representación, que
generan actitudes diferentes al momento de adoptar una decisión. La
primera de las siguientes alusiones, por ejemplo, muestra cómo la confianza
basada en el prestigio institucional e individual -un componente central de la
imagen- puede inclinar positivamente la balanza en dirección del crédito
aún cuando el tema sea de por sí controvertido o suscite algún tipo de
recelos; pero en otros casos, ni la credibilidad institucional ni el espaldarazo
de una publicación alcanzan para mitigar la suspicacia frente a algunos
resultados, que se transfiere inmediatamente al informante:

- Si el científico está en una institución que me parece fiable, tiendo a creerle aunque
lo que diga no sea ortodoxo. Me pasó en el tema de terapias alternativas, cuando
encontré un médico destacado de la Fundación Favaloro que recurría a ellas para el
manejo del dolor. A mí esa fuente me parecía muy fiable y por eso opté por contarlo,
a pesar de que la ortodoxia médica no reconoce nada de lo alternativo. (PC-7)
- Frente a algo que suena demasiado raro no podés creer automáticamente, por más
que lo diga un científico de un super laboratorio. Primero tenés que sospechar, tenés
que ser muy cauto, por más que te puedas perder la nota de tu vida. (PC-3)
- En general hay resistencia a creer un resultado revolucionario, que se aleje por
completo de la norma. Puede ser cierto, un gran trabajo, pero de entrada es difícil
creerle a la persona, aún cuando esté publicado. (PC-2)

En el imaginario de los periodistas de ciencia, las representaciones y


expectativas sobre los agentes individuales se relacionan en buena medida
con la confianza depositada en el ámbito en que se desempeñan, y los
criterios de asignación de crédito son semejantes a los que operan en el
marco de la propia comunidad científica. La fiabilidad epistémica de un
informante es evaluada mediante los mecanismos de calibración directa e
indirecta de sus méritos descritos por Philip Kitcher (1992), reflejados en el
capítulo dos: su trayectoria cognitiva y posición en la estructura del campo,
la reputación alcanzada entre los pares, la autoridad derivada de la
institución a la que se vinculan. En el plano de su confiabilidad moral, ésta
también deviene, en parte, de los mismos atributos, y se consolida mediante
otros como la autolimitación para hablar estrictamente de las propias áreas
de competencias, o cierto encaje razonable en los parámetros de la ciencia al
uso. Los agentes de interfaz comprenden perfectamente la responsabilidad
que les cabe en la interacción: “si la gente creyera, aunque sea por pocas
horas, que se descubrió la vacuna definitiva contra el SIDA, la culpa no
sería sólo de los científicos sino, más que nada, del periodista que por
alguna razón no supo, o no quiso, o no pudo, chequear mínimamente la
veracidad de la fuente.”

4. La heterogeneidad de las expectativas de los agentes

¿Qué ven cuando se miran los protagonistas de la interacción epistémica?


La trama desbrozada en este capítulo nos pone de frente a la red implícita de
imágenes y expectativas que condiciona la predisposición con que se
involucran en el diálogo y modela un conjunto de actitudes más o menos
favorables para que el conocimiento sea compartido en su desarrollo. Para
observar sus consecuencias concretas podríamos convocar nuevamente a
nuestros personajes del comienzo, a quienes dejamos al borde de una charla
informal sobre el acelerador de partículas en que trabaja uno de ellos.

… A procura explicar a B y C que se trata de un instrumento de gran


tamaño que contiene partículas cargadas eléctricamente -electrones,
protones, núcleos ionizados, positrones o hadrones-, que se aceleran
empleando campos electromagnéticos hasta alcanzar velocidades cercanas
a la de la luz, y colisionan generando niveles de energía de varios giga,
mega o tera electronvoltios. Si bien está convencido de que B y C entienden
poco o nada de lo que está contando, razón por la cual tampoco se empeña
demasiado, lo hace porque la empresa ha encarado una política destinada
a que se difundan correctamente sus actividades y todos sus miembros
fueron llamados a colaborar en el esfuerzo.
B también cree que C no comprende una sóla palabra, y que además se
aburre, pero intenta integrarlo a la conversación trayendo el tema a
ámbitos más cercanos. Por ejemplo, contándole que cualquiera puede tener
¡un acelerador de partículas en su casa! Ni más ni menos que el televisor,
dentro del cual un tubo de rayos catódicos acelera electrones empujándolos
hacia la pantalla recubierta de mineral de fósforo… En este punto A lo
interrumpe para corregirlo -en realidad, la cuestión no es tan sencilla y el
fósforo se define más correctamente como un no metal nitrogenoideo-, y B
se molesta pues la observación es insustancial en comparación con el
esfuerzo que está haciendo para que C no se vaya a jugar con la
Playstation. Éste, por su parte, se siente abrumado, incapaz de captar algo
de lo que oye e intentar razonar sobre eso; pero se detiene cuando escucha
a B preguntar si es verdad que un nuevo aparato de la empresa -conocido
como“La máquina de Dios”- podría generar un agujero negro que se
tragaría a la Tierra, o producir una explosión de la escala del Big Bang con
un resultado opuesto pero, en suma, semejante.
C empieza a mirar a A con recelo: ya no es el vecino un poco parco
pero inteligentísimo -según se dice en el barrio- que se ocupa de cosas
difíciles, sino que podría tratarse de un loco que trabaja en una empresa de
locos que podría acabar con el mundo. Y si B lo pregunta por algo será,
pues no es alguien que se dedique al chismerío poco serio como otros.
A partir de ese momento, el diálogo tiende a tensarse. A clama que no
existe ninguna “máquina de Dios” -y si alguien lo dijo habrá sido por
necesidad, para que no pasara desapercibido, como ocurre casi siempre
con la información de su trabajo-, sino un colisionador de hadrones, y que
él y sus colegas están dispuestos a hacerse cargo públicamente de que las
probabilidades de que suceda algo así son estadísticamente insignificantes.
Pero para C esa afirmación es inaceptable: la palabra de A no tiene mucho
valor porque ni él ni sus colegas dirían algo que perjudicara los intereses
de la empresa para la que trabajan. B intenta disculparse por haber
provocado semejante malestar al mencionar el aparato y las inquietudes
que genera, pero para sus adentros está satisfecho porque por lo menos de
ese modo logró que C se interesase en el tema. A no lo perdona y lo acusa
de no ser diferente a otros que apelan al estrépito para causar conmoción.
Al poco rato se cansa de repetir datos y evidencias acerca de por qué no
ocurirá ni un Big Bang ni un Big Crunch y se va, repitiendo que él tenía
razón y que mejor será cuanto menos se cruce con sus vecinos en el futuro.
C se plantea que debería empezar a desconfiar un poco más de quienes,
aunque pueden ser buenas personas como A, trabajan en esa clase de
empresas poco claras, pues siempre podrían tener algún motivo para
engañarlo sin que él pudiera darse cuenta y evitarlo. Ante esa posibilidad,
entonces, mejor sospechar por principio.
CAPÍTULO 7

REPRESENTACIONES, ACTITUDES Y RECEPCIÓN DEL CONOCIMIENTO

¿Qué tendrían en común la noticia del hallazgo de agua en un planeta


distante sesenta y cuatro años luz del sistema solar y de un mecanismo que
permitiría observar entidades del tamaño de cincuenta nanómetros? A
simple vista nada salvo, quizás, que ambas requieren del lector del periódico
un doble esfuerzo: tanto para imaginar lo que suponen esas dimensiones
como para confiar en los testimonios ofrecidos en su favor. ¿Y en qué se
parecen las afirmaciones de un organismo estadístico sobre los indicadores
económicos del país y las de los técnicos que evalúan el impacto ambiental
de los vertidos de una industria? En principio, en la firme sospecha con que
unas y otras aparecen cargadas a causa de la parcialidad de intereses que se
presume de sus responsables. Finalmente, ¿cuál sería el nexo entre ese
repertorio de hechos dispares como la observación del universo en sus
límites, los datos sobre la inflación mensual y el riesgo de contaminación
que implicarían algunas actividades productivas? A poco de profundizar en
el curso de una conversación se advierte no sólo que para el público todos
ellos remiten de un modo u otro a la ciencia sino que, asimismo, le generan
un conflicto de características semejantes: cada caso pone a las personas de
frente al hecho de creer o no creer, o a la decisión de aceptar o no, que hay
agua en el ignoto HD 189733b, que será posible divisar a los virus, que bajó
el índice de precios al consumidor y que los desechos industriales se
mantiene en cotas exentas de riesgo.
De cara a ese abanico de cuestiones, recurrente durante las discusiones
grupales, una lectura podría detenerse a cuestionar la pertinencia de la
representación social que unifica semejante amplitud bajo el mismo rótulo,
concluyendo probablemente en el consabido discurso sobre la ignorancia de
la gente y sus dificultades para establecer las distinciones de rigor. Otra
opción es asumir que, acertada o no, la representación existe, que para el
público efectivamente esa variedad de problemas se vincula de una forma u
otra con su imagen de lo que es la ciencia, y que las inquietudes que origina
confluyen en el mismo tópico, grosso modo, de si es posible confiar o no,
bajo qué condiciones, con qué recaudos y hasta qué punto, en lo que dice.
Con variaciones, el mismo tema subyace como piedra angular de la
preocupación más insistente, el malestar tácito que provoca la sensación de
vulnerabilidad generada por la asimetría epistémica. Porque, en definitiva,
la impresión reiterada no resulta tranquilizadora: “yendo a la realidad”
afirma un individuo, “nosotros no tenemos pruebas de casi nada. Mejor
dicho: del conocimiento científico, de nada. Entonces creés que lo que dicen
es cierto, aunque podrían engañarte y ni siquiera te darías cuenta.”
Este capítulo final está dedicado a observar de qué manera la trama de
representaciones, identidades y expectativas descrita previamente se torna
operativa en las prácticas de recepción y apropiación del conocimiento,
momento en el cual se percibe en toda su magnitud la articulación de los
condicionantes cognitivos y culturales en la culminación del proceso. En lo
que sigue podrá advertirse cómo en esta instancia las mediaciones
simbólicas revelan plenamente su carácter de pensamiento para la acción,
modelando las actitudes del público en escenarios concretos de interacción
con los expertos, guiando las estrategias que permiten solventar situaciones
de diversas características. Por ejemplo, cuando se trata de admitir o no la
existencia de agua en un planeta extrasolar o la superación del límite de
difracción de la luz, o de juzgar los datos que aporta un organismo técnico o
un equipo de expertos ambientales. Veremos de qué modo la debilidad de la
propia posición en el intercambio se sobrelleva activando un conjunto de
mecanismos de evaluación de la credibilidad de los informantes -tanto de las
fuentes originales como de las interfaces de comunicación-, pero también
otro tipo de razones y motivaciones, subjetivas y contextuales, morales,
pragmáticas, que intervienen para justificar las diferentes posturas frente a
las creencias, opiniones y valores vinculados con la ciencia.
La voz de la gente asume todo el protagonismo en la última etapa de este
recorrido en el que nos propusimos explorar más en sus sensaciones, dudas
e inquietudes que en sus déficits conceptuales. Las páginas siguientes están
dedicadas, precisamente, a poner de relieve la complejidad de matices que
atraviesan de parte a parte la aceptación y apropiación del conocimiento,
que involucra sin dudas una dimensión cognitiva pero, como veremos,
también la rebasa por los cuatro costados.

1. Alfabetización científica y deferencia epistémica

“¡Dios, qué es eso!”

A pesar de sus propias reservas, las conversaciones grupales ofrecieron


una oportunidad inmejorable para escuchar a la gente hablar sobre la ciencia
en diversos sentidos, explayarse, compartir y confrontar interrogantes,
opiniones y puntos de vista. La seguridad y la comodidad de hallarse entre
pares, en un entorno horizontal, activa mecanismos que facilitan la
exposición de los propios argumentos y creencias pero también cierto grado
de autoexamen y examen mutuo respecto de ellos, motivando a los
participantes a reflexionar sobre los fundamentos de sus afirmaciones,
además de sobre sus contenidos. Por otra parte, el hecho de que las charlas
estuvieran orientadas en función de ciertos objetivos permitió reiterar en
todos los casos una discusión determinada, acerca de la actitud de los
asistentes frente a algunos descubrimientos científicos bastante interesantes
dados a conocer durantes esos días. Se trataba, respectivamente, del
hallazgo de vapor de agua en un planeta exterior al sistema solar y de un
mecanismo capaz de superar el límite de difracción de la luz, que permitiría
enfocarla sobre entidades extremadamente pequeñas e invisibles. A partir de
la lectura de sendos artículos de divulgación1, el diálogo se encaminó a
determinar si los sujetos integrarían esos nuevos conocimientos en su bagaje
de creencias; si estarían dispuestos -y bajo qué condiciones- a deferir a la
autoridad cognitiva, aceptar las pruebas ofrecidas y asumirlos como propios.
Después de leer esas noticias, ¿afirmarían en sentido fuerte que hay agua
fuera de la Tierra, o que ya es posible superar el límite de difracción de la
luz? ¿Cuál sería el resultado de este intercambio epistémico bien concreto
entre científicos, interfaces y públicos?
La diferencia entre los ejemplos residía en los términos, conceptos y
procesos aludidos en cada caso. En el primero no implicaban ninguna
dificultad: agua, planeta, atmósfera, sistema solar forman parte de las
competencias de un individuo que cuenta con una formación escolar básica;
esto es, que conoce el significado corriente de los términos y los fenómenos
y puede aplicarlos de manera correcta, conectarlos entre sí y razonar a partir
de ellos. Pero el segundo artículo no era tan sencillo: en el mejor de los
casos, difracción, longitud de onda, radiaciones electromagnéticas o
microondas evocaban un vago e impreciso recuerdo entre los participantes
de las charlas -el último, claro, asociado al horno de cada cocina-; otros,
como nanómetros y nanopartículas, directamente enmudecían a la platea.
Al margen de su novedad, la yuxtaposición de esas noticias apuntaba a
establecer en qué medida la mayor o menor disponibilidad conceptual -un
condicionante fundamental para el modelo deficitario- influía sobre las
actitudes del público frente al conocimiento. En suma, lo que me interesaba
era observar qué posición adopta la gente frente a una novedad científica de
la cual puede entender [casi] todo y otra de la cual puede entender [casi]
nada bajo la suposición de que, en la práctica, esa variable resulta mucho
menos determinante de lo que supone el enfoque alfabetizador.
Respecto del hallazgo de agua en un planeta extrasolar, el mensaje era
simple y accesible; en todo caso, los detalles que el lector no alcanzaba a
captar completamente no afectaban a la aprehensión global de lo que
procuraba transmitir. Sin embargo, el hecho de que el contenido fuera más o
menos comprensible parece desligado de la decisión de aceptarlo o no:

- Dicen que encontraron agua a 64 años luz del planeta, o a 64 millones… (vamos a
ser sinceros: a esa altura tanto da). No la voy a usar, no la voy a tomar, es probable
que en miles de años nadie vaya a ver si es cierto. Pero bueno, como sea, lo creo
porque me es imposible refutarlo, o porque hasta ahora nadie dijo lo contrario. (1-3)
- Yo entiendo que encontraron algo parecido a agua en el planeta ‘H...’ ¿cuánto?,
aunque no tengo idea adónde está. Pero eso no lo tengo que saber yo, lo tienen que
saber ellos. Además, acá hay datos, como ser una temperatura: eso quiere decir que
hay alguien que tiene esos datos y que está seguro de lo que encontraron. (3-6)

1
Ver nota 8 al pie de página en el capítulo 6.
En el capítulo dos se planteó la necesidad de distinguir entre deferencia
epistémica, lingüística y conceptual, señalando que se trataba de fenómenos
independientes entre sí. Decíamos entonces que la primera es la que ejercen
los sujetos cuando adoptan las razones o evidencias aportadas por otros
como justificación de sus propios juicios y creencias, y que los legos se ven
de algún modo forzados a ella cuando se trata del acceso al conocimiento
experto; aún cuando eso no necesariamente implique -como en las
referencias previas- que desconozcan el significado de los términos o
conceptos involucrados. Puede captarse o no la diferencia entre sesenta y
cuatro y sesenta y cuatro millones de años luz, entender qué es un planeta y
lo que se encontró allí, pero eso no quita ni agrega a la cuestión de que
afirmar que se conoce que hay agua en algún lugar remoto de universo exige
aceptar que “ellos” lo conocen y que los “datos” que se ofrecen son buenas
pruebas, aunque más no sea porque hasta ahora “nadie dijo lo contrario”.
Por su parte, los obstáculos que presentaba el artículo sobre la difracción
de la luz aparecían de inmediato como un contraste sustancial. Mientras
algunos participantes realizaban una lectura superficial, sin intentar siquiera
adquirir una idea general de lo que allí se relataba, otros ponían mayor
compromiso y continuaban hasta el final con esfuerzo o expreso desagrado,
pero el sentido básico de la noticia permanecía oculto por las restricciones
de las competencias necesarias para su decodificación:

- “Nada que sea más chico que su longitud de onda”... (Risa) ¡Pero yo no sé qué es la
longitud de onda! (2-3)
- La longitud de onda es la distancia entre cresta y cresta... (2-4)
- “Cresta y cresta”... ¿La cresta ilíaca? (Risas) (2-3)
- “Límite de difracción, nanómetro”... ¡Dios, qué es eso! (2-1)
- Acá es distinto [del agua en un planeta extrasolar] porque no tenemos evidencia ni
tampoco entendemos qué nos dice. La comunicabilidad no se da, no hay feedback.
Pero, igual, en los dos tenés que confiar, ¿no? Por más que lo entiendas, uno no tiene
pruebas ni del agua ni del nano-eso tampoco. (2-5)
- Y sí, al final es un poco creer o morir, ¿no?... (2-3)

En su intervención, (2-4) intenta explicar el significado de longitud de onda a


partir de un manejo conceptual que lo situaría comparativamente en mejor
posición que los demás respecto del tema; si se le hubiera permitido
continuar, probablemente habría completado una definición de manual de la
medida como la distancia que separa dos crestas o dos valles consecutivos
de una onda. Pero para (2-3) la aclaración no modifica su planteamiento
inicial porque tampoco tiene acceso a la noción de cresta, fundamental en la
explicación, y que remite burlonamente -pues anticipa, por el contexto de la
información, que su asociación no es correcta- a la única referencia de la
que dispone, anatómica. La reflexión de (2-5) sintetiza la cuestión: si bien en
el segundo ejemplo la barrera semántica resulta un condicionante adicional
que añade dificultad, en ninguno de los dos casos el público está en
condiciones de disponer por sus propios medios de una justificación para el
conocimiento en juego. Esa imposibilidad unifica ambas situaciones bajo la
misma necesidad de deferir a los argumentos de la autoridad epistémica -de
confiar, en sus palabras- que es independiente de que se comprenda mucho,
poco o nada el contenido de sus afirmaciones. La última intervención lleva
esa exigencia al extremo: fuera de la confianza no habría alternativas.
En otro plano, la ironía con que se afrontan las lagunas cognitivas deja
traslucir la poca importancia que la gente asigna al problema que perturba al
enfoque deficitario. El público asume sin dramatismo su falta de
alfabetización científica, de manera coherente con su auto-percepción como
agente cognitivamente desvalido. Ese dato, en principio anecdótico,
contribuye a reforzar en el plano empírico la desconexión teórica entre
dominio conceptual y deferencia epistémica: los sujetos pueden burlarse de
sus limitaciones porque entienden que no constituyen un factor determinante
al momento de adoptar posición frente al conocimiento especializado. Si en
vez de tomarlo en sorna (2-1) y (2-3) se preocuparan por entender de manera
acabada los conceptos de límite de difracción y longitud de onda, eso no los
eximiría de adoptar una actitud deferente frente a quien afirma que es
posible superarlos -de hecho, el mismo mecanismo de delegación es la única
vía mediante la cual podrían acceder a esas ideas-. A lo sumo, desde un
punto de vista subjetivo, disponer de ciertos conceptos podría reportarles
una mayor autoconfianza, fortalecer la valoración de sí como agentes
epistémicos. El punto es si objetivamente quien sabe un poco más que su
vecino tiene otra forma de obtener y justificar cierto tipo de conocimiento
que no sea a través del testimonio de un experto. A continuación nos
detendremos brevemente en la raíz de este interrogante.

Y Usted, ¿de qué se ríe?

El carácter jocoso de los diálogos posiblemente resultaría desconcertante


para algún investigador de la comprensión de la ciencia, o una prueba más
de la contumacia de alguno individuos, pues sólo un ignorante incorregible
sería capaz de hacer alarde de la propia ignorancia. Sin embargo, a pesar del
valor asignado a la alfabetización, en el marco del enfoque deficitario no
queda del todo claro qué relación existiría entre eso, la actitud hacia la
autoridad cognitiva y la aceptación del conocimiento. Por el contrario, más
bien daría lugar a dos interpretaciones alternativas y ninguna de ellas está
exenta de inconvenientes.
En ocasiones, todo parece indicar que la alfabetización tendría por
objetivo mejorar gradualmente el nivel de dominio imperfecto o inexistente
de conceptos, a fin de promover entre los legos una actitud más favorable a
la apropiación del conocimiento. Desde ese ángulo, cabe pensar que un
aumento en ese tipo de competencias tendería a motivar la intención de
deferir a los expertos y aceptar justificadamente -porque más o menos es
posible entenderlas- sus afirmaciones y las razones que ofrecen en su apoyo.
Pero otro motto fuerte del campo es que la extensión de la cultura científica
tiene como finalidad reducir la asimetría y considerarse que eso implica
también, en algún punto, atenuar la necesidad de delegar las propias
facultades cognitivas, pues los sujetos estarían capacitados para juzgar de
manera independiente la calidad epistémica de las proposiciones y pruebas
aportadas. Incluso al nivel de decidir con fundamentos en función de ello
cuál de dos afirmaciones en conflicto es la más adecuada (Miller, J., 1998).
La primera opción expresa una correlación positiva entre las variables del
tipo “cuando aumenta la alfabetización, aumenta la motivación para adoptar
una actitud deferente”. La segunda plantea la asociación inversa: “cuando
aumenta la alfabetización, disminuye la motivación para adoptar una actitud
deferente”. De ambas cabría concluir que, frente a la aseveración “haciendo
pasar un láser por un fino disco en el que se grabaron en forma litográfica
círculos concéntricos de dos materiales diferentes se puede enfocar el rayo
en 50 nanómetros, superando el límite de difracción de 600 nanómetros
impuesto por la longitud de onda”, quien demuestre un nivel de cultura
científica algo superior al resto -que pueda, por ejemplo, explicar en qué
consisten los nanómetros y la longitud de onda- tendría tanto motivos para
deferir a la autoridad cognitiva como para no hacerlo. De acuerdo con la
correlación positiva, su intención se vería reforzada desde el momento en
que es capaz de comprender mínimamente el contenido de la aseveración;
desde la negativa, por el contrario, no habría necesidad de delegar en los
expertos porque los propios recursos le permitirían examinar de modo
independiente el valor de argumentos y evidencias.
Aunque de manera contradictoria, en cualquiera de las dos situaciones el
modelo deficitario afirmaría por principio que ese sujeto se encuentra en
mejor posición que otros frente a la información. Lo que no se entiende bien
es si esa ventaja serviría para promover una actitud de confianza -que
conduce a la adquisición de conocimiento- o su opuesta. Para llegar al
núcleo de la cuestión conviene dar un rodeo por la inquietud planteada al
final de la sección previa, acerca de qué función cumpliría la dotación de
recursos epistémicos -en cantidad y calidad- con que un individuo se
enfrenta a una afirmación científica que lo interpela y pretende ser incluida
entre sus creencias acerca del mundo. Dicho de otro modo, veamos primero
para qué serviría la alfabetización científica antes de discutir por qué no es
un argumento que pueda esgrimirse para eludir la deferencia epistémica.
La mayor o menor magnitud de un capital es relativa a lo que se pretende
lograr con él. En algunos casos eso no es difícil de precisar: quien desea
comprar una casa primero debe saber con qué medios cuenta para evaluar a
qué le cabe aspirar. Si tiene x cantidad de dinero es suficiente para comprar
una casa tasada en x$ pero no para otra que cuesta xx$: con los mismos
recursos, el sujeto puede considerarse rico en un caso y pobre en el otro. Por
su parte, si se considera que conocer algunos conceptos básicos es un
recurso epistémico valioso entonces es menester establecer: (a) cuáles son
esos conceptos2; (b) con qué grado de profundidad en una escala de menor a
mayor son manejados por los sujetos3; y (c) el nivel de aspiraciones: es
decir, qué se pretende que un lego esté en condiciones de hacer con la
ciencia a partir del dominio conceptual adquirido. Para Jon Miller (2004),
por caso, un mínimo conocimiento del concepto de ADN permite entender
una parte importante de la investigación actual. De ahí la inquietud
suscitada al comprobar que sólo el 40% de una población puede precisar
una idea apenas correcta, y que la cifra se reduce sensiblemente si se trata de
reconocer su rol en la transmisión de la herencia biológica. Por lo cual
concluye que sobre esa base es impensable que una mayor proporción de
adultos comprenda los avances en la identificación de los factores genéticos
que contribuyen a la Enfermedad de Alzheimer o las soluciones genómicas
o proteómicas actualmente en estudio (ibíd: 282).
Sintetizando: un ciudadano que dispusiera de una explicación escolar o
divulgativa del ADN -incluyendo entre lo básico su papel en la transmisión
hereditaria- estaría en condiciones de interpretar en todos sus alcances una
afirmación del tipo “el alelo e4 del gen de la apolipoproteína E (APOE4) se
investiga actualmente como factor de riesgo genético, pues es precursor de
acumulación plaquetaria del péptido beta amiloide en el cerebro en fase pre-
diagnóstica”. Pero en verdad es difícil imaginar una diferencia sustantiva en
las posibilidades de comprender la investigación de punta sobre el
Alzheimer entre quien cuenta con una somera idea de lo que es el ADN y
quien no la tiene ni por asomo. Ni entre ellos, ni entre alguien que puede
recitar una definición de manual de la longitud de onda y otro que carece de
toda referencia, es legítimo suponer un grado sensiblemente diferencial de
acceso a la altísima complejidad de la ciencia contemporánea. Un grado
que, a la vez, resulte tan definitorio de las actitudes del público como para
justificar el énfasis excluyente que los estudios de comprensión de la ciencia
han depositado en esa dimensión.
La ilusión que instaura el modelo alfabetizador fue sintetizada en el
capítulo anterior por un periodista cuando, refiriéndose al público,
manifestaba que “en el país de los ciegos el tuerto es rey, y el que sabe qué
es una célula madre se cree apto para hablar de clonación”. El problema no
es lo que un individuo sienta o crea; de hecho, como señalé en páginas
previas, saber qué son las células madre puede ser importante para mejorar
su autoconfianza, para disminuir los prejuicios respecto de sus facultades

2
Por ejemplo, los conceptos que establece la Escala Oxford de Conocimiento Científico
empleada en las encuestas de percepción, que fueron referidos en el capítulo uno.
3
Que no debe confundirse con medir su distribución en una población, el mecanismo de las
encuestas de percepción.
cognitivas que lo conducen a retraerse frente a una información; también
puede generar satisfacción personal, o brindar seguridad e impulsarle a
intervenir en una discusión sobre el tema. El problema es que todo un
modelo explicativo y de intervención se ha construido sobre la presunción
normativa de que efectivamente existe una diferencia sustancial entre los
recursos intelectivos de quienes calificarían respectivamente como alfabetos
o analfabetos científico, que unos son epistémicamente más ricos que otros
frente al saber especializado; y que, consecuentemente, el grueso de los
esfuerzos por disminuir la brecha entre ciencia y sociedad debe concentrarse
en esa dirección. Pero, pace Miller, la posibilidad de que el público adquiera
cierto conocimiento acerca de los desarrollos en genómica o proteómica
relativos a la Enfermedad de Alzheimer no pasa por ahí.
Saber qué es el ácido desoxirribonucleico y qué papel desempeña en la
transmisión de la herencia genética puede ser muy valioso por distintos
motivos, pero no modifica la asimetría de base entre expertos y públicos. La
deferencia a la autoridad epistémica es un requisito sine qua non de la
apropiación del conocimiento científico, un presupuesto del modelo y no
una variable susceptible de ser modificada -aumentar o disminuir- en
función del nivel de cultura científica de un individuo. En todo caso, lo que
puede variar es la motivación que sientan los agentes para adoptar una
actitud en uno u otro sentido; es decir, que sean más o menos proclives, por
diferentes causas, a aceptar o no una afirmación y los argumentos que la
sostienen. Como se observa a continuación, las consideraciones en ese
sentido prácticamente no tocan el problema de las carencias conceptuales
más que para darlas por sentadas como las condiciones iniciales a partir de -
y no en torno de- las cuales el público reflexiona sobre los mecanismos que
conducen a la aceptación o el rechazo de las creencias científicas.

2. Deferencia en acción

Creer o no creer no es algo que uno se plantee

“En la vida cotidiana simplemente creés o no creés, por lo que sea. Pero
no podés hacer un esfuerzo: lo sentís, lo asumís como cierto, o no”. La
intervención sintetiza el carácter involuntario de la disposición a la creencia
-algo que se siente o no como verdadero, que es inmotivado e improcedente
proponerse lograr-, aludiendo de manera espontánea al rasgo que según
Jonathan Cohen (1992) constituye una diferencia básica entre los estados
mentales de creer -pasiva, involuntariamente- y aceptar -de manera activa,
intencional- una proposición. La tensión entre la disposición a creer y la
actitud intencional de aceptar las afirmaciones científicas reaparece de
continuo implícita en las reflexiones del público. Aún cuando en general se
emplea de forma indistinta el término creer para referirse a una y otra, en el
contexto conversacional es posible detectar las diferencias que se establecen
entre ambas, en algunas oportunidades no exentas de dificultades. El
ejemplo más claro lo aportan los diálogos que involucran a la creencia
religiosa y la creencia en la ciencia:

- O creés en lo que dice un científico, o sos un ignorante. Digo, podés ser escéptico,
pero no podés pretender comprobar todo por vos mismo. Yo creo que acá también
entra en juego una cuestión de fe , de fe en la ciencia. (8-1)
- No sé… En la religión creés o no creés, pero acá hay otras cosas. Quiero decir: para
creer en Dios no pedís comprobación de que existe Dios, pero para creer en la
ciencia tenés otra base, pedís credenciales... (8-3)
- Sí, pero fijate en [el tema d]el agua. El planeta está a 64 millones de años luz y nadie
fue a verlo. Te muestran una foto que no sabemos si no hay photoshop de por medio,
pero igual le creés porque salió en el diario. Yo no sé si es tan distinto... (8-5)
- Pero uno presupone cosas: que la gente que lo dice lo comprobó de alguna forma,
que hay un estudio, que tienen elementos para determinarlo. (8-3)
- Igual, no puedo asegurar que sea cierto. Antes de creer siempre dudás un poco. (8-4)

Es claro que aceptar las creencias científicas demanda premisas motivadoras


que no son requisito en el caso de las creencias religiosas. Es decir: aunque
nadie ha visto a Dios, eso no es necesario para la disposición a creer en su
existencia; nadie ha visto tampoco el agua en el planeta extrasolar, pero en
ese caso sí es necesario contar con alguna razón para aceptar su existencia.
Eso no significa que no pueda haber creencias científicas en sentido estricto
o que, por lo menos, el público esté dispuesto a afirmar como tales. Como
indica un individuo: “si esto [la existencia de agua en un planeta extrasolar]
se sigue reconfirmando, entonces en algún momento lo vamos a tomar
también como algo… innato, digamos, como el hecho de que la Tierra es
redonda.” Dado el caso, transcurrido determinado período en el que se
exigen evidencias justificadoras, la aceptación continuada -tanto individual
como colectiva- promovería un cambio de estatus en el modo en que ese
conocimiento se integra en el sistema cognitivo de los agentes4. A partir de
entonces, por más contraintuitiva que pueda ser la idea, ya no sería menester
procurar razones de ningún tipo, ni propias ni ajenas, ni pruebas empíricas
ni testimoniales, sino que el sujeto se considera suficientemente autorizado
para suspender esas demandas y dar la proposición por sentada:

- El movimiento de la Tierra basta mirarlo: las estaciones, el día, la noche... (2-1)


- ¡Es que no basta mirarlo! Lo que vos ves es que el Sol sale de un lado y se pone del
otro, pero nadie diría que no cree que el sistema solar es así... (2-4)
- Pero, a esta altura, a nadie se le ocurriría cuestionar que la Tierra se mueve. Acá no
tiene que ver con quién lo dice, necesitás que lo diga un astrónomo de la NASA….
¡Lo ves sólo! (2-1)

4
A lo que podría inferirse aludiría el término innato empleado por el participante.
- A mí me parece que es distinto algo nuevo, un descubrimiento, de un conocimiento
más antiguo del que ya nadie duda. Pero, sin ir más lejos, el otro día leía que la
corteza terrestre también se mueve y que… (2-2)
- Lo que pasa es que que la Tierra es redonda, que tiene un eje, ya nadie lo sigue
investigando: lo das por hecho Pero cuando hay un descubrimiento nuevo como ése,
primero tiene que pasar un tiempo, tener más pruebas, más investigación, antes de
que uno lo pueda creer del todo... (2-3)

La historia de una proposición o un área de conocimientos, su consolidación


en el tiempo -no sólo científica sino, como en el caso anterior, en el bagaje
significativo de una cultura- adquiere un papel fundamental de cara a su
consideración pública. Aún cuando podría decirse que, en última instancia,
se requiere la misma actitud deferente frente a las afirmaciones de que la
Tierra gira alrededor del Sol y que las placas tectónicas se desplazan sobre
el manto terrestre fluido -ningún lego puede justificar que las conoce por sí
mismo-, la percepción en cada caso es diferente. Mientras una se reconoce
parte de un repositorio común de representaciones colectivas, en el cual es
posible abandonarse y creer, frente a la otra se sube la guardia y se plantean
requisitos: que se sostenga en el tiempo, que aporte pruebas.
Eso no quiere decir que exista un proceso gradual que va del estado de
aceptación al estado de creencia:. Por una parte, cualquiera podría creer
instantáneamente, de manera involuntaria e inmotivada, la teoría de la
deriva continental; por otra parte, nada permite afirmar que necesariamente
en algún momento y frente a la acumulación de evidencia alguien llegue a
sentir la íntima certeza de que el suelo que pisa está en constante aunque
imperceptible movimiento. Puede que sí, o puede que no. Lo que sí es claro,
y además comprensible, es que los sujetos se sienten más habilitados para
relajar sus demandas frente “a las vacunas tradicionales, que se las ponés sin
dudar a los chicos” frente a otras “nuevas, que antes espero a que me den la
seguridad de que están bien asentadas”; más compelidos a “desconfiar,
cuando es un conocimiento muy reciente, [porque] es una actitud sana” que
cuando se trata de una cuestión “que ya no admite dudas para nadie, que
todo el mundo sabe que es verdad”.
En cualquier caso, las creencias científicas naturalizadas no plantean
mayores conflictos. En un momento histórico, la afirmación de que la Tierra
gira alrededor del Sol enfrentó su propio proceso de circulación-inserción-
apropiación social del cual salió airosa, a juzgar por el carácter de idea
innata con que se la invoca cinco siglos más tarde. Como ella, una cantidad
de proposiciones pugnan continuamente con mayor o menor éxito por
instalarse en el repertorio cognitivo de los individuos. ¿Por qué razón
algunas superan la prueba, mientras otras quedan en el camino?
En su análisis de los condicionantes subjetivos de la credibilidad, López
Cerezo (2008: 161-162) avanza una respuesta en este sentido, sugiriendo
una serie de criterios de diversa índole que operarían en el plano de la
epistemología popular para decidir acerca de la aceptabilidad o
consolidación de una afirmación de conocimiento: a) el apoyo por la propia
experiencia; b) el crédito institucional en la fuente original o en la interfaz;
c) el respaldo social, por consenso, que concita la creencia; d) la resistencia
a la crítica; e) la consistencia epistémica con el sistema de creencias previas
o f) con los propios posicionamientos ideológicos; g) las consecuencias
morales o emocionales de la afirmación. En base a esta caracterización de
criterios, López Cerezo señala el interés de observar los diferentes “estilos
epistémicos” del público introduciendo preguntas relativas en los
cuestionarios de las encuestas de percepción. Algunos de esos criterios
reaparecen en nuestra propia propuesta, sintetizada en la siguiente tabla, en
la cual hemos optado por poner de relieve una gradación en las actitudes de
los sujetos frente al conocimiento científico que oscila entre la confianza y
el escepticismo por defecto; entre ambos, una variedad de razones y
motivaciones que se ponen en juego para sustentar actitudes que involucran
algún tipo de juicio previo acerca de proposiciones e informantes:

Tabla Nº 5. Razones, motivaciones y actitudes

Actitud Referencia típica

Es que el primer sentimiento es de confianza. Aunque después te


Confianza
enteres de cosas que echan por tierra lo anterior, y entonces empezás
por defecto a desconfiar. Pero, en principio, para mí la norma es confiar. (7-4)

Por la credibilidad del experto


Creés porque lo dice alguien que lo puede demostrar porque lo
estudió con tales aparatos y tecnologías, que tiene una trayectoria, un
equipo de trabajo. Eso te da más seguridad, te da certezas. (4-6)

Por la credibilidad de la agencia de interfaz


Se cree por el soporte. Si leo en el diario, un diario serio, que en un
laboratorio se clonó a un humano, lo voy a creer. (1-7)
Confianza
motivada Por el valor tecnológico del conocimiento
Sabemos que detrás de un [horno a] microondas hay conocimiento
científico, y cuando funciona significa que se puede confiar en la
ciencia, que las microondas existen, aunque no sepas qué son. (7-1)

Por motivos históricos


Yo creo que pasa por la evolución del conocimiento: si tantas cosas
llegamos a saber, que en su momento nadie creía, ¿por qué lo que
hoy te parece increíble no puede ser cierto? Eso hace que tengas un
antecedente que te permite creer. (6-1)
Por motivos psicológicos
Creemos por necesidad de aferrarnos a algo. Yo quiero pensar que es
cierto que hay agua en otro planeta porque, cuando acá se termine,
sabemos adónde buscar. Digo: quiero creer porque eso nos garantiza
la supervivencia. (8-5)

Por motivos prácticos


No se puede en este mundo no confiar en la ciencia: si no aceptás el
conocimiento científico vivirías a contramano del resto (…) (1-7)

Por convicciones previas


Eso es muy propio del ser humano: confiar que es verdad lo que está
de acuerdo con lo que ya tenés una idea formada, con tus
convicciones sobre diferentes cosas. (4-6)

Por la baja o nula credibilidad del experto


Lo del INDEC♦ es muy evidente. Vas a comprar lo que sea y
aumentó 5$ pero ellos dicen que la inflación fue del 0,8%. Entonces
es muy fácil darte cuenta de que están mintiendo: ahí, lo que cuenta
la ciencia, la estadística, se cae a pedazos con la realidad. (1-3)

Por la baja o nula credibilidad de la agencia de interfaz


Duda o Si lo del agua en un planeta extrasolar lo ves en Infinito no te da
certeza de nada, al contrario. (5-1)
desconfianza
motivada Por experiencias previas
Cuando te defraudan la confianza es muy difícil volver a confiar. ¡Es
que nos engañaron tantas veces! (1-4)

Por convicciones previas


Uno no puede hacer un juicio de lo que dicen los estudios, porque no
tenemos forma de hacerlo. Pero sí podés juzgar en base a lo moral,
hacer un juicio moral, ideológico, y rechazar con ese fundamento.
Por ejemplo, el aborto… (4-5)

Yo creo que el hombre en sí es incrédulo por naturaleza, que eso es


Escepticismo
genético, y se traslada también a la ciencia. La primera reacción, la
por defecto reacción natural, para mí es dudar. (3-4)

3. Del principio de confianza al principio de la duda

La racionalidad de la recepción pública de las creencias científicas es


irreductible a razones de tipo cognitivo. La asimetría objetiva, reforzada por
el prejuicio acerca de las propias limitaciones comprensivas, conduce al


Instituto Nacional de Estadísticas y Censos.
público a poner un juego una serie de mecanismos alternativos que le
permiten respaldar el tipo de actitud adoptada y que operan de manera
simultánea en tres planos: práctico, epistemológico y psicológico. En primer
lugar, se trata de criterios para decidir en la práctica si aceptar o no
determinadas afirmaciones, apropiarse de ellas, rechazarlas o suspender el
juicio. En segundo lugar, le aportan fundamentos para justificar esa actitud
en ausencia de la posibilidad de juzgar de forma independiente la calidad
epistémica de la afirmación. Y, finalmente, esos mecanismos proporcionan
argumentos para sobrellevar la sensación de vulnerabilidad percibida en la
relación con los expertos, la desazón que supone pensar que “al final, es un
poco creer o morir”. Si, al parecer, la gente se resigna a su incapacidad para
comprender a la ciencia, aun así la mayoría no se resigna a sentirse por ello
bajo la lluvia y sin paraguas, totalmente inerme frente a la dependencia
epistémica o irracional en sus decisiones. Basta escarbar un poco por debajo
de la autoimagen fatalista para observar qué estrategias despliegan los legos
para sobreponerse a esas circunstancias en principio tan poco favorables.

Confianza y escepticismo por defecto

La confianza instintiva no siempre se distingue sustancialmente de una


forma de credulidad ingenua, del abandono más incondicional que razonado
a la palabra de los expertos. Parte de conceder implícitamente a la demanda
de presunción de sinceridad expresada por los propios científicos como
“¿Por qué iba yo a mentir?” en los términos simétricos de “¿Por qué iban a
querer mentirnos?”. En ciertos casos, esa presunción se manifiesta por
contraste con otros actores sociales a quienes no les es adjudicada ni mucho
menos: mientras que “quizás los periodistas, los políticos, te quieren
manipular, a mí la propia palabra ‘científico’ me genera confianza”. Eso
permite advertir que no se trata de una disposición indiscriminada frente al
testimonio de cualquier sujeto, sino dirigida a quienes, a partir de un
prejuicio positivo -una imagen de credibilidad-, se hacen acreedores a ella.
Por lo tanto, no es una confianza absolutamente ciega sino que aparece
mediada por las representaciones sociales que clasifican a los individuos en
categorías de actores más o menos dignas de crédito. El informante se ajusta
a los atributos de un estereotipo social que merece “confianza por defecto” y
eso provee de una razón para justificar la actitud frente a su palabra: “Frente
a un político, de entrada mi actitud es desconfiar. Pero como la ciencia tiene
una imagen de… credibilidad, con un científico es al revés: de entrada le
voy a creer y luego, si cabe, empezaré a desconfiar.”
Aunque se trata de una razón bastante laxa para fundamentar la adopción
de una creencia, para quienes la sostienen reviste valor en los tres sentidos
mencionados: práctico, epistemológico y psicológico. En primer lugar, es
selectiva y funciona solamente en ausencia de indicios para desconfiar:
- Yo insisto en la necesidad de confiar y creer, a menos que me entere de alguna cosa
que me haga dudar. Por ejemplo: si me enterara de que Darwin hizo una trampa, a
partir de ahí me parece que ya me sería más difícil aceptar el resto de su teoría. (8-3)
- Yo, como una apreciación subjetiva, parto de que tengo confianza en la ciencia y en
los científicos. Salvo que sea algo demasiado insólito: ahí la cosa cambia, no lo
asumís de entrada con tanta facilidad sino que tomás una serie de recaudos. (2-1)

En segundo lugar, los sujetos estiman que se trata de una justificación


epistémica suficiente para la aceptación en tales condiciones; y eso, a su
vez, genera una sensación de legitimidad en torno de la postura asumida
que, consecuentemente, produce bienestar:

- Más que todo es eso: delegamos en los científicos porque si ellos están para eso,
bueno, entonces confiemos. Después habrá tiempo para desconfiar si surge algo que
te genera duda. Qué se yo… (…) quizás yo sea ingenua… pero a mí no me parece
tan mal creerle al que sabe más, al contrario: te predispone a tener una actitud
positiva, te hace bien. (6-4)

Al mismo tiempo, los inconvenientes del escepticismo son una motivación


poderosa para confiar en la ciencia. En algunos casos, la duda persistente es
asociaciada con el confinamiento a un indeseable estado de ignorancia; en
otros, con cuestiones de supervivencia práctica en una realidad tan marcada
por el conocimiento científico y técnico que “simplemente, en este mundo
no podés vivir siendo escéptico de la ciencia”. Y también están quienes
encuentran allí una sensación de desamparo superior a la que provoca la
dependencia epistémica, prefiriendo el riesgo de la vulnerabilidad por
exceso de confianza a la escasez. Frente al malestar que implicaría “no tener
un sostén donde apoyar los pies”, el sujeto concluye que “aunque no lo
puedo comprobar por mí mismo, yo prefiero creer que se cayeron las
Torres, que el hombre llegó a la Luna y que los genes tienen esa forma,
hasta que me demuestren lo contrario.” 5 De lo contrario, “no podríamos
creer en nada… y eso es tremendo”.
Por su parte, los escépticos no encuentran nada tan terrible en su posición
sino que, a la inversa, cuestionan la ingenuidad de los otros y sienten que su
propio enfoque resulta más razonable y tranquilizador. Mientras algunos se
afirman en la incredulidad como un principio básico de la condición
humana6, otros entienden -de manera más modesta- que mantener la guardia
en alto por principio “es lo más saludable” pues consiste en “la única forma

5
La discusión giraba en torno de diversas circunstancias en las cuales el público no puede
“ver” aquello sobre lo cual debe adoptar una posición más que de forma mediada por
imágenes: televisivas -la destrucción de las Torres Gemelas de Manhattan, el alunizaje- u
otro tipo de representaciones -los gráficos de la estructura helicoidal de la cadena de ADN.
6
Nótese en la afirmación recogida en la Tabla 5, que califica a la incredulidad como
“genética”, término con el que se alude en numerosas ocasiones a lo más determinante que
el público puede concebir.
de que no te engañen, en cualquier ámbito”. Estas afirmaciones, no obstante,
presentan una diferencia importante respecto de las alusiones a la confianza
por defecto: en general, el escepticismo no es percibido como una actitud
hacia la ciencia en particular sino como un posicionamiento personal más
generalizado o abarcativo. Se trataría de “una actitud ante la vida”, como
sintetiza un participante. De todos modos, también queda claro que, en
ocasiones, hasta el más ferviente partidario del principio de la duda a priori
se ve en situación de matizar y conceder cierto crédito a la ciencia:

- Yo soy, en principio, absolutamente escéptica. Estoy convencida de que nadie fue a


la Luna y que fue todo un engendro periodístico-tecnológico. Pero, mientras tanto,
uso las vacunas contra la viruela y quiero creer que la medicación para las
convulsiones de mi hija funciona, y funciona bien, y que hasta el momento es lo
mejor que se conoce. Digo, sos escéptico hasta que te toca. (2-3)

No obstante, la confianza o la sospecha por defecto no fueron las opciones


más habituales registradas entre los participantes de los grupos de discusión.
Tal como se observa en los segmentos centrales de la Tabla 5, en general
ambas actitudes son el producto de un razonamiento menos simplista, que
refleja con claridad la trama de motivaciones epistémicas y pragmáticas y
mediaciones simbólicas que interviene en la aceptación o rechazo de las
afirmaciones científicas. Entre ellas, algunas se reconocen meditadas, otras
resultan más bien automatizadas y también están las que no son percibidas
estrictamente como razones sino como las únicas opciones disponibles a la
luz de la asimetría epistémica7. En cualquier caso -salvo en el último- todas
ellas permiten al individuo sentirse justificado para adoptar o dudar del
conocimiento en cuestión y, a partir de eso, satisfecho con el grado de
control que mantendría sobre la posición adoptada. Dicho de otro modo, le
autorizan a percibirse habilitado para formular un juicio autónomo, para
acordar o disentir por sus propios medios sintiéndose un poco menos
vulnerable en su decisión, a la vez que responsable por ella.
En este punto podemos comprender mejor por qué el público no se
preocupa demasiado por no entender a la ciencia: sus carencias conceptuales
y terminológicas constituyen un obstáculo que quizás no esté en las mejores
condiciones para superar, pero nada le impide sortearlo por caminos
alternativos. Aun cuando no cuenta con recursos para un análisis
independiente y fundamentado de un conocimiento en particular, eso no
significa que le esté vedado otro tipo de examen -basado en información y
competencias de las que sí dispone- en virtud del cual orientar la decisión de
incorporarlo o no a su bagaje de creencias. Ese examen no es neutral sino
que, como se verá a continuación, está mediatizado por la trama de ideas
previas, representaciones, estereotipos y expectativas que se articulan en el

7
Recordemos, por ejemplo, al participante para quien la disyuntiva se restringe a “creer o
morir”.
imaginario social. La influencia de la dimensión simbólica sobre el diálogo
epistémico reaparece en las diversas motivaciones que sustentan las
actitudes de los sujetos: no ya en el plano social de la interacción -
condicionando, como se observó en el capítulo anterior, el modo en que se
entabla el vínculo entre los agentes-, sino en este caso en el plano cognitivo
de los resultados del intercambio.

Actitudes fundadas en la credibilidad de los interlocutores

Entre los motivos que refuerzan o disminuyen la aceptabilidad de una


afirmación aparecen, en primer término, dos referencias ya conocidas: la
credibilidad asignada a los expertos y a los agentes de interfaz. En todas sus
posibles combinaciones, entre el juicio dedicado a las fuentes originales y el
que merece el mediador oscila el grueso de las razones citadas al momento
de justificar la adopción de una actitud8.
Tomar una decisión en función de la fiabilidad asignada a las fuentes
resulta un criterio sensato, como se argumentó extensamente en páginas
previas, aunque no exento de inconvenientes. Como afirmaba entonces,
cuando no es posible juzgar los méritos de lo que se dice pero sí valorar los
méritos de quién lo dice, es razonable que el público se sienta justificado en
aceptar la palabra de alguien al que considera competente y honesto y dudar
frente a otro que no satisface en todo o en parte esas condiciones. El diálogo
que se incluye a continuación muestra las reflexiones suscitadas por una
serie de datos sobre la realidad social que a los ciudadanos resultan
inadmisibles, pues provienen de un organismo público que cuenta, a la
sazón, con un bajísimo nivel de crédito. De ahí que la percepción da por
descontada la injerencia de intereses políticos y los enlaza inmediatamente
con la presencia de distorsiones técnicas -en los procedimientos- y en los
resultados de las mediciones. La conversación parte de distinguir aquellas
circunstancias en las cuales existirían buenas razones para desestimar la
palabra de ciertos expertos, y muestra cómo la confianza se revela sensible a
los antecedentes del vínculo, decreciendo hasta su desaparición a medida
que se la siente defraudada o engañada:

8
Véase la Tabla Nº 3. Actitud frente a la credibilidad diferencial de expertos e interfaces.
Como se describió entonces, la percepción convergente de fiabilidad -tanto del experto
como de la interfaz- aparece invariablemente asociada con la adopción de una actitud
deferente; mientras que la percepción inversa conduciría al rechazo del conocimiento en
cuestión. Por su parte, cuando ambas razones se interfieren mutuamente la actitud se
matiza: si se presume un bajo nivel de fiabilidad de la fuente original o de la interfaz, la
motivación para adoptar la proposición disminuye. Las afirmaciones no son rechazadas
automáticamente pero sí adquieren, como mínimo, un estatus dudoso.
- ¿Cuándo dudo? Y… Por ejemplo, si viene un ingeniero de un laboratorio de Coca
Cola y me dice que es buena para mi estómago, obviamente no le voy a creer. O…
No sé, que un científico de la Morris Tobacco me diga “yo, como su científico de
cabecera, le digo que fumar no es perjudicial para la salud”. (1-6)
- Es eso, obvio. Mirá lo que pasa con las estadísticas: los científicos del INDEC se
quejan de que no se las cree nadie, pero ¿por qué? Porque durante años manipularon
los datos y construyeron los índices para que al gobierno de turno le cerraran los
números. Y ahora, que se destapó todo, se quejan de que la gente no confía en sus
mediciones. Pero, ¿cómo les vas a creer? Una vez que... que te enterás de las cosas,
cuando te defraudan la confianza, es muy difícil volver a confiar (1-4)

La credibilidad de las instituciones de pertenencia coadyuva para generar


expectativas de sesgo en ciertos agentes “pagados por el gobierno” y no en
otros: por caso, una científica de extracción universitaria también percibe un
salario del Estado y aún así se la reputa confiable, a diferencia de sus
colegas que se desempeñan en un organismo oficial desacreditado. La
representación social extendida de la Universidad pública como espacio que
garantiza autonomía intelectual contrarresta en este caso la imagen del
“experto a sueldo” del que se presume parcialidad:

- ¿Pero quién se cree que las estadísticas son verdad? Acordáte el caso de la científica
de la UBA, que hizo un estudio con resultados distintos a los del INDEC... (1-1)
- Sí, la socióloga… ¡La que Cavallo mandó a lavar los platos! (1-5)
- Exacto: la mandaron a lavar los platos porque sus datos no coincidían con los del
INDEC. Vos podés no entender nada de estadística, pero si una es investigadora de
la Universidad y los otros están pagados por el gobierno, ¿a cuál vas a creer? (1-1)
- Bueno, pero si es por eso a ella también le paga el gobierno. Es cierto que por estar
en la Universidad quizás tendría menos presiones, pero… (1-3) 9

El último tramo del diálogo contiene dos argumentos a partir de los cuales
un participante deriva una conclusión bastante poco alentadora. El primero
muestra cómo ciertas percepciones de sentido común ofrecen motivos
adicionales para no deferir a las afirmaciones expertas consideradas ya
directamente engañosas10; el segundo apunta al hecho de la manipulación
malintencionada de procedimientos y metodologías que cabe esperar
indefectiblemente de ciertas fuentes. El remate es categórico, no sólo por
sus connotaciones negativas sino por la generalización que supone:

9
El diálogo alude al hecho acaecido en 1994, cuando el por entonces Ministro de Economía
Domingo Cavallo, respondió “Que esa mujer se vaya a lavar los platos” a las proyecciones
sobre la evolución a corto plazo de la tasa de desocupación en Argentina desarrolladas por
la socióloga y demógrafa Susana Torrado. Como puede advertirse, tanto el suceso como el
improperio persisten en la cultura popular como un ícono del desprecio del gobierno de la
época hacia la investigación.
10
El sujeto experimenta cotidiamente un alza del costo de vida que estima contradictorio
con el que arrojan los índices estadísticos. Basado en la experiencia, una de las fuentes
habituales del sentido común, el argumento es evidentemente erróneo.
- Lo del INDEC es muy evidente. Vas a comprar lo que sea y aumentó 5$ pero ellos
dicen que la inflación fue 0,8%. Es muy fácil darte cuenta de que te están mintiendo:
ahí, lo que cuenta la ciencia, la estadística, se cae a pedazos con la realidad. (1-3)
- Yo me acuerdo de haber leído: ‘Los científicos del INDEC cambiaron el sistema de
mediciones para lograr valores más confiables’. Y yo pensé: ¿había dos métodos
entonces? ¿Uno tiraba el índice para abajo y otro lo tiraba para arriba? (1-5)
- ¡Es que nos engañaron tantas veces! Los científicos son mercenarios… (1-4)
- Sí, sí. La ciencia se vende al mejor postor... Yo no digo todos los científicos. Pero la
ciencia en sí, sí. (1-3)

El planteamiento es objetable en varios aspectos, aunque no deja de sonar


comprensible y hasta podría decirse que, en algún sentido, también familiar.
En rigor, la gente carece de evidencias para sustentar sus propios contra-
argumentos: no dispone de pruebas sobre la presunta tergiversación de
datos, de la construcción de índices ad hoc o de la lisa y llana falsificación
de resultados. Pero sí cuenta con indicios que habilitan, como mínimo, una
prudente sospecha; entre ellos, algunos de peso como los cuestionamientos
frecuentes que otros expertos -a quienes reconoce tanto autoridad técnica
como honestidad- formulan al organismo. El público tiene también una serie
de presunciones y expectativas acerca de la fiabilidad de cierto tipo de
informantes -vinculados con alguna clase de intereses- de las cuales no
puede abstraerse al momento de adoptar una actitud. De ahí que, aunque
basado en lo que podría considerarse “meros prejuicios”, el rechazo expreso
de estos sujetos a la imagen de la realidad realidad producida por algunos
especialistas difícilmente podría juzgarse por entero arbitrario o infundado.

Actitudes fundadas en la eficacia de los artefactos tecnológicos

La credibilidad de las fuentes no agota los criterios mediante los cuales


se examinan las proposiciones de la ciencia. En la adopción de una postura
intervienen otros tantos factores que, a su vez, no eluden la influencia de las
ideas vigentes en el imaginario popular. Por ejemplo, las motivaciones
basadas en el valor de la tecnología que conectan directamente con los
atributos de la representación social de la ciencia desarrollada en el capítulo
cinco. A partir de la imagen que identifica ciencia y tecnología no es de
extrañar que, automáticamente, la eficacia de un artefacto sea una razón
suficiente para considerar verdadero el conocimiento que lo sustenta y
también para aceptar la realidad de las entidades que propone. El realismo
del público basado en la eficacia de la tecnología se acerca, en algún punto,
al que defiende Ian Hacking (1983) a partir de la experimentación con
entidades inobservables. Para el filósofo, la manipulabilidad sería un buen
criterio para aducir la existencia real de las entidades manipuladas; para los
individuos, la operatividad de un artefacto -realización directa del
conocimiento científico- ofrece una buena razón para creer en la existencia
real de las entidades involucradas en el dispositivo y en la veracidad de las
afirmaciones acerca de ellas. Desde ese punto de vista, podría considerarse
que la posición asumida es realista tanto en un nivel epistemológico como
ontológico: si el horno microondas funciona, razona una participante, es
porque la ciencia ha generado un saber válido acerca de algo tal como las
microondas, cuya existencia objetiva se demostraría cada vez que se calienta
una taza de café -aunque ella no sepa qué son las microondas ni cómo
operan. Otras intervenciones reflejan, en la misma dirección, una convicción
semejante acerca del valor de la eficacia como medida de la aceptabilidad de
las creencias científico-técnicas sobre el mundo:

- Yo a la ciencia le creo. Yo soy adicta a la tecnología: tengo blog, tengo e-mail -y


otro y otro-, chateo, uso celular, tengo MP3, me bajo música y grabo DVD’s. Al
usar la ciencia podés comprobar su utilidad: comprobás que efectivamente funciona,
que detrás del aparato las cosas y las leyes son como la ciencia dice que son. (5-3)

La motivación es poderosa pues enraiza en la función de objetivación que


desempeñan las representaciones sociales: cuando la tecnología es percibida
como concreción de la abstracción ciencia, cuando no hay discontinuidad
alguna entre ambas sino que un artefacto es conocimiento bajo otra forma,
es natural que la eficacia del dispositivo sea considerada la verdad del
conocimiento bajo otra forma. Disponer de algo concreto “da la pauta de
que el conocimiento que lo produjo es verdadero”, y eso sería un motivo
legítimo para adoptarlo como tal sin necesidad de comprenderlo. También
supone que frente a un descubrimiento la actitud dubitativa está justificada
hasta tanto no cristalice en una aplicación o en un objeto tangible. Aceptar
la afirmación de que “haciendo pasar un láser por un fino disco en el que se
grabaron en forma litográfica círculos concéntricos de dos materiales
diferentes se puede enfocar el rayo en 50 nanómetros, superando el límite de
difracción de 600 nanómetros impuesto por la longitud de onda” requeriría
menos dominar el concepto de difracción de la luz que tener entre manos la
linterna o el disco compacto que lo refrende:

- El artículo dice que en un CD común tenés 200 canciones, y que con esto podrán
ponerle 6 veces más. Entonces, cuando me traigan el CD lo voy a creer. Yo estoy
mentalizado: confío en los nuevos descubrimientos cuando aparece el aparato. (1-3)
- Como uno no tiene forma de saber si es cierto, entonces proyecta su creencia en un
futuro demostrable de esas cosas: en que aparezca… no sé… la linterna que use el
nuevo conocimiento. (4-1)

Actitudes fundadas en los precedentes de éxito cognitivo de la ciencia


Además de su concreción tecnológica, presente o futura, la historia de la
ciencia también contribuye a sustentar la adopción de cierta actitud frente al
conocimiento. Ofrece un antecedente, como expresa un individuo, a partir
del cual juzgar una proposición novedosa tomando como premisa el atributo
de progreso, de avance cognitivo en cantidad y calidad, que se encuentra en
el núcleo de la representación social de la ciencia. De este modo, la
deferencia a la autoridad epistémica que informa sobre la existencia de
vapor de agua en el planeta HD 189733b se justifica, como afirma un joven,
“en función de un inconsciente colectivo que dice: ‘si descubrieron la
vacuna contra la viruela, ¿por qué no puede ser cierto que descubrieron que
hay agua en otro planeta’?”. Las expectativas en torno de la ciencia como un
proceso de acumulación de éxitos cognitivos permite, incluso, otorgar el
beneficio de la duda a afirmaciones en principio improbables a la luz del
sentido común: “si una idea tan loca como que la Tierra se mueve después
se comprobó que era cierta, ¿por qué pensar que algo que te suene de lo mas
más raro no puede ser cierto?”.
Al mismo tiempo, la motivación fundada en las expectivas de logros se
ve reforzada en ciertos casos por la certeza de que, tarde o temprano “la
verdad triunfa”. Desde ese punto de vista, la genealogía aporta razones para
sospechar que una creencia errónea no puede sostenerse indefinidamente: ya
sea porque se supone que el proceso natural de la ciencia trae aparejada una
mejora en el saber previo -por acumulación o por refutación-, o porque se
confía en que los fraudes acaban siendo desenmascarados. Si bien en el
último caso la percepción no es unánime, para quienes defienden el
argumento es legítimo aceptar la veracidad de un conocimiento hasta tanto
no se demuestre mediante buenas razones que se trata de un engaño:

- Es que a veces una mala experiencia crea desconfianza. Hace unos años una
cantidad de personas se infectó de HIV porque eran hemofílicos, y los trataron con
sangre infectada. ¡Pero cuando pasó eso todavía no se sabía que había que analizar
la sangre! Uno puede tomarlo como que la ciencia erró, y ser más desconfiado, pero
lo que en realidad te muestra es que la ciencia corrige sus propios errores. (8-1)
- Además, cuando algo fue falso terminó saliendo a la luz. Me acuerdo de la biopsia al
marcianito: durante un tiempo se pensó que era verdad, pero después se supo que
todo fue un fraude. Entonces podés pensár que si durante tanto tiempo se supo esto y
hasta ahora no se descubrió que sea mentira, entonces tiene que ser verdad. (8-2)
- (Risa) ¡Cualquier día te vas a enterar! No sé, a mí me parece que es muy ingenuo
creer que todo se sabe. Por eso yo más bien dudo, dudo mucho, ya lo dije... (8-4)

Actitudes fundadas en razones psicológicas

Por contraste con la última intervención, quien no parece inclinado a


dudar ni mucho ni poco es quien ansía que una proposición sea cierta; por
ejemplo por el tipo de tranquilidad que eso le proporciona, y en esa
motivación se apoya para justificar su actitud. Como muestra la afirmación
vertida en la Tabla 5, la disposición de una participante a aceptar la
existencia de agua fuera del sistema solar responde más a la necesidad de un
reaseguro frente a la inquietud de un eventual agotamiento de los recursos
terrestres que una decisión asentada el examen razonable de alguna clase de
premisa adicional.
Esta posición presenta un serio inconveniente: si la actitud no es reflexiva
-es decir, si el individuo no reconoce que intencionalmente elige aceptar que
es verdadero aquello que desea que sea verdadero y asume que es
responsable por eso- puede desembocar en una situación de autoengaño no
exenta de consecuencias. Algunas de ellas muy graves, pues la situación
puede abrir un hueco para que se cuelen alternativas de dudoso estatus
científico: típicamente, la adopción de una creencia fundada en la necesidad
de creer es la ocasión óptima que aprovechan las seudomedicinas. Cuando
la implicación con un problema conduce a un estado desesperante, no
siempre las actitudes se decantan por la vertiente de un juicio concienzudo y
razonable sino que en esas circunstancias puede ocurrir exactamente lo
contrario: que el sujeto se abandone -aquí sí en un extremo de
vulnerabilidad- a depositar su confianza en alguno de tantos farsantes más o
menos encubiertos al acecho, porque de ese modo satisface una demanda
subjetiva de obtener cierto tipo de certeza. Aunque, a la postre, eso
signifique poner en peligro la propia vida. En casos como ese la actitud no
se considera justificada pero sí, hasta cierto punto y señalando sus riesgos,
comprensible:

- Me imagino a un enfermo de cáncer, desesperado, que cree en el método de los


gorgojos11, o en los homeópatas… Esa persona necesita creer que le va a hacer bien,
está esperando que sea verdad que puede curarlo. Pero también puede ser que se dé
cuenta de que es pura mentira y, a pesar de eso, lo toma igual. Yo no digo si no tenés
educación… pero si sos apenas un poco instruido es fácil ver que te engañan, que se
aprovechan de tu necesidad. Lo peor es que la gente llega a tener un convencimiento
que deja el tratamiento médico. No sé si porque no puede admitir que le digan que
se va a morir, o porque esos tipos son muy astutos… (5-2)

Actitudes fundadas en convicciones previas

La coherencia de las afirmaciones científicas con convicciones previas,


con otras creencias estructurantes de los modos de pensar y actuar, es un
factor de peso al momento de valorar su aceptabilidad. Si bien su influencia
recubre cualquier elección en todos los ámbitos de la vida -a fin de cuentas

11
La intervención alude a una de las tantas patrañas que pueblan el campo de las seudo-
medicinas. La “Coleoterapia”, está destinada a combatir el cáncer -y otras dolencias como
diabetes, asma, artritis, soriasis, etc- en base a la ingesta del coleóptero Palembus
Ulomoides Demestoides, tipo de escarabajo vulgarmente conocido como gorgojo. Red
Oficial de Coleoterapia, disponible en http://www.dieminger.com/gorgojo/index2.html.
“es una cuestión humana: uno tiene un background del que no puede salir
para tomar una decisión”-, las convicciones se activan visiblemente en
circunstancias que revisten un cariz conflictivo para los sujetos; por
ejemplo, cuando lo que proponen los expertos entra abiertamente en colisión
con ellas. Ese tipo de situaciones fue detectado por Evans y Durant (1995):
en su análisis de la asociación entre conocimientos y actitudes, encuentran
que las posturas respecto de ciertas áreas de investigación no guardan
relación con el nivel de información de los sujetos sino con juicios basadas
en valores previos, relación que tiende a profundizarse cuanto más
moralmente polémico se perciba el tema. En la actualidad, por caso, la
disputa en torno del cambio climático suscita una actitud de esas
características, como han podido establecer Kahan et al. (ob.cit.)
En ese marco se suceden las discusiones grupales respecto de asuntos tan
sensibles como la interrupción voluntaria del embarazo, la eutanasia, la
fertilización asistida o la investigación en células madre, pero también sobre
otros temas sólo en apariencia menos delicados como los organismos
genéticamente modificados u otras ramas de la biotecnología. Lo que queda
claro es que, apremiante o no, “una convicción filosófica, no religiosa, de la
esencia de la naturaleza te impide aceptar que las papas injertadas
[transgénicas] son iguales a una papa natural”. Y eso, independientemente
de “que sepas mucho o nada sobre los genes”. Del mismo modo que
“alguien con una idea sólida acerca de la condición humana jamás aceptaría
que un hígado de cerdo o de lo que sea no vaya a alterarla.”12 Ahora bien, la
pregunta que se impone en este punto es qué tan legítimo sería adoptar una
posición respecto de aseveraciones fácticas en base a un sistema de valores
o creencias. Los individuos asumen lo objetable que esto puede resultar, si
bien no eluden el problema y en muchos casos se reconocen responsables de
la arbitrariedad de la decisión. Situaciones de esta naturaleza podrían derivar
en interacciones epistémicas fallidas, en las cuales el intercambio cognitivo
fracasa y la posibilidad de una discusión razonable se desvanece, pues el
propósito de compartir el conocimiento se estrella contra los muros que
imponen las convicciones religiosas o morales, las tradiciones, o cualquier
tipo de posicionamiento ideológico en sentido amplio, como queda de
manifiesto en el siguiente diálogo:

- Eso es muy propio del ser humano creo yo: confiar en que es verdad lo que te dicen
que está de acuerdo con tus... no sé... con lo que ya tenés una idea formada, con tus
convicciones. (4-6)
- Lo que pasa es que vos no hacés un juicio de lo que dicen los estudios, lo dijimos
antes: nosotros no tenemos cómo. Pero sí podés juzgar en base a lo moral, hacer un
juicio moral, ideológico, y rechazar con ese fundamento. Mirá lo del aborto… (4-5)
- Sí, bueno, pero ahí mezclás todo: lo científico con lo moral, con lo que vos creés que
es bueno, y eso es subjetivo. En cambio, lo que dice la ciencia es objetivo. (4-1)

12
El último tramo de la cita alude a la posibilidad, discutida previamente en el grupo, de los
xenotrasplantes -el trasplantes de órganos, tejidos o células entre especies animales.
- Y sí, yo me hago cargo, pero para mí es una cuestión humana: uno tiene un
background del que no puede salir para tomar una decisión sobre cualquier cosa. Yo
soy católico practicante, y el aborto... Yo veo todas las posiciones pero no me puedo
despejar de mis creencias: digan lo que digan, para mí un embrión es un ser humano.
Yo también tengo una posición, no puedo abstraerme de mi pensamiento... (4-5)

Actitudes frente al problema lego - 2 expertos

Las ocasiones que entrañan conflictos subjetivos con afirmaciones de la


ciencia no son las únicas en las cuales las actitudes se orientan en función de
convicciones previas. Algo semejante ocurre cuando éstas aparecen como el
único criterio de elección disponible, ya sea de partida o una vez que se
consideran agotados todos los criterios. Por ejemplo, cuando la gente se ve
en la necesidad de asumir y sustentar una postura de cara a explicaciones o
resultados contrapuestos. ¿Cómo se sortea el obstáculo de las restricciones
epistémicas al momento de evaluar los méritos de enfoques expertos en
disputa? Anticipado en el capítulo dos, el problema del lego / dos expertos
añade complejidad al intercambio cognitivo y constituye una buena síntesis
de casi todas las estrategias que despliegan las personas para formar y
justificar sus decisiones frente al conocimiento de los especialistas. Permite,
además, observar cómo la adopción de una posición basada en valores o
creencias previas funciona también como último recurso cuando se acaban
las alternativas de fundamentación.
Durante las discusiones, el marco más frecuente para las reflexiones en
ese sentido fue el denominado conflicto de las papeleras: la disputa entre
Argentina y Uruguay por la instalación de una industria productora de pasta
de celulosa sobre la margen oriental del río que constituye el límite natural
entre ambos países. El proyecto, finalmente concretado, involucraba un
riesgo potencial de contaminación ambiental que afirmaban los expertos de
una orilla y rechazaban sus pares al otro lado, en un ida y vuelta de estudios
contrapuestos que se extendió durante varios años. Si bien para el momento
en que se realizaron las sesiones focales ya había transcurrido un tiempo
considerable desde el pico álgido de la crisis -y de la movilización generada
en la opinión pública-, es evidente que la experiencia dejó una marca
importante entre los ciudadanos argentinos, a juzgar por las alusiones
recurrentes al tema durante las charlas. Sobre todo, cuando el diálogo giraba
en torno de la credibilidad de los expertos, la atribución de sesgos o la
injerencia de intereses en el proceso de investigación, o se analizaban las
constricciones impuestas por la asimetría epistémica al momento de adoptar
una posición. Como sintetiza un participante, la inquietud reiterada era,
precisamente, cómo decidir a quién creer en esas condiciones: “si vos no
podés saber, si no tenés forma de comprobarlo? ¿Cómo hacés?”.
El mismo individuo aportaba una respuesta: llegado el caso, su decisión
se decantaría por aquello que no le acarreara un conflicto personal, que
fuera coherente con alguna clase de valores o ideas asumidos. Frente a ello,
su interlocutor pone sobre el tapete el argumento más socorrido en este
punto: juzgar mediante indicios adicionales la sinceridad de los informantes
es una opción que permitiría asumir una postura justificada sin necesidad de
ampararse en un criterio que considera demasiado “cómodo” o limitado:

- ¿Cómo hacés? A veces somos cómodos, y creemos la versión que más nos conviene:
como no tengo medios para verificarlo, me quedo con la que para mí es buena
porque está de acuerdo con lo que pienso, con mis valores... (8-2)
- ¡Pero eso es muy… limitado! A veces sí tenés más elementos para decidir en quién
confiar. Cuando está claro que uno responde a ciertos intereses, eso te da la pauta de
que puede estar diciendo lo que le conviene a esos intereses. Pero cuando se trata de
un científico que no tiene eso por detrás, seguramente confiaré mucho más en sus
resultados y en sus descubrimientos, porque sé que no lo anima nada raro. (8-3)

Activados por una situación excepcional, los mecanismos de control de la


confianza se exacerban y el razonamiento grupal pone en juego varias
premisas simultáneamente, como se observa en el diálogo incluido más
abajo. La inquietud que le da origen tiene raigambre epistemológica, pues
las controversias entre hipótesis ponen de relieve la dificultad que entraña la
infradeterminación empírica de las explicaciones científicas. A su manera,
el público también debe lidiar con la cuestión. ¿Cómo es posible que frente
al mismo problema, dos grupos de expertos, manejando evidencia similar,
arriben a diferentes conclusiones? Si la ciencia, por fuerza de la
representación social, es conocimiento riguroso, preciso y que se acerca a la
verdad, entonces la causa del desacuerdo debe rastrearse o en el plano
cognitivo -en el proceso de producción de ese conocimiento- o en el plano
moral. Dicho de otro modo: o bien uno de los grupos es menos competente
que el otro -está cometiendo algún error, o no dispone de los recursos
técnicos para garantizar la calidad de sus resultados-, o bien alguien no está
siendo del todo honesto y sincero a causa de intereses poco claros13. En esas
condiciones, la percepción de que “en ciencia siempre hay una opinión que
está más cerca de la verdad que otra” conduce a intentar determinar cuál es
la que se acerca y cuál la que se aleja, a procurar establecer quién puede
considerarse más honesto o más competente que el otro. El problema se
acentúa cuando eso tampoco es posible, y la gente se siente frente a una vía
muerta: “si los dos son honestos, los estudios son parecidos, y uno no
sospecha mala voluntad…” ¿Cómo decidir?:

13
Ese tipo de conclusión refleja un problema anticipado por S. Shapin (ob.cit.) pues, en su
opinión, es producto de una imagen de ciencia que omite la posibilidad de que existan
honestas discrepancias en la interpretación de la evidencia, contingencias e incertidumbres
de los cuales las prácticas de producción de conocimiento no están exentas. El
desconocimiento de esos factores es lo que conduciría a la angustia, el cinismo o la
desilusión de los ciudadanos frente a situaciones de esta naturaleza.
- Es que es muy difícil pensar que puedan llegar a resultados distintos si los dos
grupos son honestos. Si los procedimientos son parecidos y están hablando de lo
mismo… ¡No puede ser que los resultados sean tan diferentes! En ese caso tengo
que pensar que unos están equivocados, o que hay algún interés de por medio. (6-2)
- Bueno, pero si los estudios son parecidos y uno no sospecha mala voluntad... Si
tenés creencias elegís lo que te parece mejor, y el margen de dudas lo dejás en
manos de Dios porque... (6-4)
- Ah, no: para mí la ciencia prima. ¡Yo lo dejo en manos del que sabe más! Pienso yo
que alguno tendrá mejores equipamientos, o más experiencia... Yo tengo muy
internalizado eso de que en ciencia siempre hay una opinión que está más cerca de la
verdad que otra. (6-5)
- Yo, la verdad, no puedo decir cuál estudio es mejor ni que los uruguayos mienten.
Entonces elijo creer lo que primero tiende a proteger, después con el tiempo se verá.
Como digo siempre: mejor prevenir que curar. Si hay un riesgo, y el riesgo puede
ser destructivo, aunque no esté comprobado... ¡no te podés encomendar a nadie! Si
yo tuviera que votar, aceptaría lo que aconseje el grupo que afirma el riesgo. (6-3)

Es interesante observar cómo el último participante va descartando


progresivamente la serie de razones con que otros justifican la adopción de
sus respectivas actitudes: no se siente habilitado para juzgar los méritos
cognitivos de las hipótesis en disputa, tampoco para presumir insinceridad o
falta de honestidad en los expertos, ni tiene la intención de dejar el tema en
manos de Dios. Aún así, proyectándose en una instancia de participación en
las decisiones, entiende que no carece totalmente de un criterio en función
del cual elegiría aceptar el conocimiento que más le satisface. No puede
determinar qué opinión “está más cerca de la verdad” -tanto en el sentido de
cuál se aproximaría a una supuesta verdad objetiva de los hechos como de
quién dice o no la verdad al respecto- pero sí puede decidir cuál de ellas está
más cerca de una convicción previa: su adhesión al principio de precaución
o, lo que viene a ser lo mismo, a su certeza de que es mejor prevenir que
curar. Una razón anclada en el sentido común que, para esa persona,
fundamenta suficientemente su actitud de aceptar las proposiciones y cursos
de acción que se ajustan a ella y rechazar las que se oponen.
Finalmente, plantados en la percepción de algo así como la imposibilidad
de la infradeterminación, algunos encuentran una solución diferente al
problema de los dos expertos que, desde su punto de vista, “es lo más
lógico, de sentido común”. El recurso a una tercera autoridad cognitiva no
vinculada inicialmente con ninguna de las partes en conflicto, que sea
“neutral, que no esté con unos ni con otros”, constituye una opción en la que
procurar un criterio que permita adoptar una decisión justificada. El arbitraje
aportaría, en algunos casos, elementos para aceptar las afirmaciones que
reúnen el aval diferencial de un experto independiente:

- Yo recurriría a un tercero: si dos no se ponen de acuerdo es porque uno miente o


está equivocado, entonces buscás otra opinión; es lo más lógico, de sentido común...
(1-1)
- Sí, yo estoy de acuerdo: buscás un [científico] japonés, un asiático, un europeo, les
das los estudios, les decís de qué se trata, y que repitan todo a ver adónde llegan, y
con cuál están de acuerdo. Ahí podés decidir con cuál quedarte (1-4)

Pero también la opinión del experto independiente puede ponerse en duda, y


entonces no aceptar ninguna de las afirmaciones en disputa; o bien puede
ocurrir que la actitud sea aceptar lo que de antemano se había decidido que
se aceptaría, por sentimientos, intereses, convicciones o valores previos:

- Yo acudiría a un tercero neutral, que no esté con unos ni con otros. Y le creería
dependiendo del resultado: si [éste] sale con otro resultado diferente, entonces no le
creería a ninguno. Serviría, por lo menos, para no tener confianza en ninguno. (7-3)
- Lo que pasa es que, en estas cosas, a veces uno actúa por los sentimientos. Por
ejemplo, como el tema de las papeleras perjudica al país, uno se involucra desde otro
lado, menos... no sé, menos racional. (7-1)
- Sin llegar a los sentimientos, yo creo que encargar otro estudio puede tardar mucho
en decidir quién tiene razón y el daño ya está hecho. Yo, por las dudas, me opongo,
porque quizás, si no es hoy, mañana sí puede tener efectos negativos. Al final,
terminás decidiendo en función de lo que creés que puede ser bueno o malo... (7-2)

4. Representaciones, actitudes y reparto del saber

La aceptación de las afirmaciones que circulan durante el diálogo indica


que la interacción epistémica ha culminado con éxito: mediante el contacto
con científicos e interfaces, el público ha obtenido cierto conocimiento del
que carecía -y al que no tiene otra vía de acceso- y lo ha incorporado como
parte de sus modos de concebir la realidad y de conducirse en ella. La
apropiación de las creencias científicas supone dejar de lado las facultades
cognitivas individuales para adueñarse -hacer propio, valga la redundancia-
de lo que otros dicen sobre una parte del mundo, sobre la base de la
confianza que inspiran tanto el relato como los relatores. Comunicarse
inteligentemente con quienes hacen avanzar a la ciencia y sus aplicaciones,
como sostiene J. Conant, implica reconocer el valor y las limitaciones del
conocimiento de los expertos, poder discernir críticamente el crédito que se
les confiere, saber qué es necesario preguntarles en cada ocasión y decidir
bajo qué condiciones se justifica aceptar o cuestionar sus testimonios y
puntos de vista sobre determinados temas. Esos son los atributos relevantes
que hacen a la cultura científica de los ciudadanos, el tipo de actitudes que
es preciso promover si se trata de lograr una instancia de diálogo, discusión
y debate razonables entre ciencia y sociedad. La implementación efectiva
del Modelo de las Tres D depende más de ellas que del grado de
diseminación previa del concepto de ADN; la posibilidad de que la gente
conozca detalles básicos de la investigación en curso sobre la Enfermedad
de Alzheimer, también.
En este trabajo me propuse interpretar los pormenores de la relación entre
científicos y público desde una perspectiva diferente de las corrientes al uso,
empeñadas en reproducir debates ya poco útiles para encarar las inquietudes
más apremiantes que plantea ese vínculo. El objetivo era generar una
alternativa más apropiada para analizar cómo se entabla la comunicación
entre ambos, tomando el presupuesto de la asimetría epistémica como punto
de partida y no como el problema a resolver -por lo menos, no desde la
voluntad alfabetizadora que define a las soluciones propuestas sobre la base
del déficit-. Por el contrario, la premisa que atraviesa este libro es que lo
realmente interesante para los estudios de comprensión pública de la ciencia
es determinar de qué manera circula y se comparte el conocimiento bajo
esas circunstancias, cuáles son las actitudes y estrategias que favorecen u
obstaculizan el proceso y de qué forma inciden en su desarrollo una red de
mediaciones significativas que lo atraviesan de principio a fin. Por una
parte, condicionan desde su origen el modo en que se establece y mantiene
la interacción entre los agentes: la tensión entre los diferentes modos de dar
sentido a la ciencia, las anticipaciones y expectativas mutuas ancladas en los
respectivos sistemas de representaciones, desempeñan un papel fundamental
en el curso que adopte el diálogo -y aún en el hecho de que llegue a
concretarse o no-. Por otra parte, ese núcleo de imágenes previas aporta al
público un marco poderoso de razones y motivaciones al momento de
decidir qué posición asumir frente a las afirmaciones científicas, que
refuerza la aceptabilidad de algunas y condena a otras a la indiferencia o al
ostracismo. Llegado este punto creo que es posible percibir claramente la
relación, propuesta en el capítulo tres, entre factores extra-epistémicos y
distribución del conocimiento según la cual de los primeros depende, en
buena medida, el éxito o el fracaso del reparto del saber:

Representaciones sociales Actitudes epistémicas Distribución de conocimiento

De cara al conocimiento que los interpela desde la sección de Ciencia del


periódico, los sujetos fundamentan su actitud de confianza o desconfianza
en un amplio complejo de razones incrustado, en buena medida, en sus
representaciones, prejuicios y valoraciones. En el estereotipo del científico
fiable -y en su antagónico- descansa el examen de la calidad del informante
que autoriza o no a aceptar su testimonio como garantía de los contenidos
que se procura compartir. En el significado nuclear de la ciencia-progreso
reside una motivación vigorosa para adoptar un conocimiento por más
insólito que parezca, porque una extensa serie de antecedentes de logros
cognitivos habilitan pensar que éste puede ser un nuevo hito en el camino.
Por causa de la imagen dual de la tecnología qua ciencia, la contundencia
material de un artefacto justificaría suficientemente la aceptación del
conocimiento abstracto que lo hizo posible. En la representación de la
ciencia como un ámbito de absoluta certidumbre radica una fuente de dudas
y de firme desconfianza sobre informaciones e informantes que no se
ajustan a esa expectativa. Finalmente, en un escenario de conflicto entre
sistemas de creencias y valores, las actitudes frente al saber especializado
tendrán poco que ver con las razones que puedan esgrimirse en su favor.
Como puede advertirse, entre la variedad de motivaciones aludidas destaca
una que brilla por su ausencia: el nivel de información o dominio conceptual
con que contarían los agentes, el problema crucial para el programa del
déficit y bandera de las estrategias de alfabetización. Entre los propios
supuestos afectados por su flagrante desconocimiento del proceso de
difracción de la luz, el tema no pasa de ser un motivo de humoradas e ironía.
Quizás porque entienden, mejor que los propios estudios de cultura
científica, que son otras las dificultades que deben solucionarse para que el
diálogo con los expertos los incluya abierta y participativamente. Mientras
se crea que las condiciones mejoran sustancialmente apenas la gente es
capaz de recitar la composición química del ADN o distinguir entre virus y
bacterias, átomos y electrones, seguirán ensayándose soluciones erradas
construidas sobre la base de una percepción errada del problema. Y mientras
persista esa concepción del problema, algunos continuarán preguntándose
infructuosamente cómo puede ser que la gente se burle con semejante
desparpajo de su ignorancia.
Es imprescindible profundizar el proceso de renovación de la agenda
disciplinar en curso, disipar el temor a explorar nuevos caminos y proponer
otros interrogantes. En este libro intenté mostrar que es factible ensayar un
recorrido alternativo a la hora de abordar las inquietudes que plantea la
brecha entre ciencia y sociedad, menos redundante en las respuestas
ofrecidas pero, sobre todo, en el tipo de preguntas que se formula. En
definitiva, como sostuve casi al comienzo de este trabajo, apenas descorrer
las anteojeras impuestas por la discusión sobre si “déficit sí” o “déficit no”
se despliega un panorama extenso y apasionante de cuestiones. Espero que
esta contribución resulte útil, como mínimo, para señalar su interés y las
posibilidades que abren para enriquecer nuestra comprensión de la
comprensión pública de la ciencia.
ANEXO: METODOLOGÍA

El contenido de los capítulos cuatro a siete tiene origen en un estudio


realizado en Argentina en base a grupos de discusión focal y entrevistas en
profundidad, bajo las premisas de investigación cualitativa que orientan una
tradición importante en el campo de la teoría de las representaciones
sociales. En función del enfoque estructural adoptado y de los objetivos del
trabajo, tanto las instancias de discusión como las entrevistas constituían las
opciones más apropiadas para acceder a los contenidos nucleares y
periféricos de las representaciones grupales. Además de su aporte a la
dinámica de las charlas, el uso de técnicas motivadoras y complementarias -
el registro de asociaciones libres, la elección y jerarquización de términos de
una checklist y, entre el público, la lectura de artículos periodísticos- me
permitió obtener información adicional para controlar y profundizar la
interpretación de los datos. Para el análisis empleé el programa informático
Atlas.ti. Para determinar el carácter central y periférico de los elementos de
las respectivas representaciones grupales -Figura 1- recurrí a un índice
propuesto por Pierre Vergés (cit. en Abric, 2001: 46) que sintetiza los
valores de saliencia (frecuencia de evocación de un término) y su jerarquía
(orden de mención). El índice ofrece una aproximación, si bien estática, a
las zonas de la representación: el núcleo central comprende los elementos
con alta frecuencia de mención y posicionados en los primeros niveles de la
jerarquí; en la zona periférica aparecen elementos con alta frecuencia pero
asignados a una menor posición en la comparación.

La muestra de participantes del público estuvo compuesta por individuos


entre veinte y setenta y cinco años, y fue estratificada por cuotas en función
de tres variables: género, edad y nivel educativo (intermedio: estudios
secundarios completos y/o formación profesional; superior: estudios
universitarios finalizados o en curso). Para promover la fluidez del diálogo,
en la conformación de los grupos de discusión opté por la alternativa de
homogeneidad intragrupal en relación con la edad y el nivel educativo, y de
heterogeneidad intergrupal. Las referencias que se incluyen en los capítulos
previos corresponden, pues, a:

- Participantes de 20 a 35 años y nivel educativo intermedio: grupos 1 y 7.


- Participantes de 20 a 35 años y nivel educativo superior: grupos 4 y 5.
- Participantes de 36 a 50 años y nivel educativo intermedio: grupo 8.
- Participantesde 36 a 50 años y nivel educativo superior: grupos 2 y 6.
- Participantes de 51 a 75 años y nivel educativo intermedio: grupo 9.
- Participantes de 51 a 75 años y nivel educativo superior: grupo 3.

Por otra parte, se realizaron quince entrevistas en profundidad con


científicos/as e ingenieros. Doce de esos profesionales se desempeñan como
investigadores del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y
Técnicas (CONICET-Argentina) en las siguientes instituciones: Universidad
Nacional del Litoral; Universidad de Buenos Aires; Instituto Leloir;
Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria. A éstos se añadieron tres
casos adicionales de investigadores provenientes de la Universidad
Autónoma de Madrid (España), sin interés de establecer una comparación
sino a fin de detectar posibles diferencias en cuanto a sus percepciones. Las
referencias que se incluyen en los capítulos previos corresponden a:

Código Género Disciplina / Area de trabajo actual Institución


C1 F Química / Biología molecular UNL
C2 M Veterinaria /Parasitología e inmunología INTA
C3 M Bioingeniería / Inteligencia artificial UNL
C4 F Química / Microbiología molecular Inst. Leloir
C5 F Física / Biofísica UBA
C6 F Biología / Paleontología UBA
C7 F Biología / Epidemiología en animales UBA
C8 M Física / Física cuántica / Cosmología UBA
C9 M Química / Química orgánica UBA
C10 F Bioquímica / Biología celular y molecular UBA
C11 F Geología / Mineralogía UBA
C12 M Ingeniería Química / Lactología UNL
C13 F Química / Química computacional UAM
C14 M Física / Física de bajas temperaturas UAM
C15 M Biología molecular UAM

Entre los comunicadores especializados en divulgación se entrevistó a


siete profesionales argentinos que se desempeñan en medios masivos de
comunicación; en agencias de noticias científicas; en gabinetes
institucionales; como periodistas freelance o escritores de divulgación. Las
referencias que se incluyen en los capítulos previos corresponden a:

Codigo Género Formación / Ambito o condición en que ejerce DC


PC-1 M Periodismo / Gabinete institucional
PC-2 M Ciencias / Periodista y escritor de libros de divulgación
PC-3 M Periodismo / Periodista
PC-4 F Letras / Gabinete institucional
PC5 M Ciencias / Periodista
PC6 F Letras /Periodista
PC-7 M Periodismo / Periodista
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