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Que el mundo sea caos, es decir, que exista una “ira de dios” (que vale tanto sin ira
y sin dios), es habitar en el vacío de sentido (una ausencia inherente de ese cosmos a
través del que el humano se ha revelado desde siempre del horror vacui de existir),
habitar en lo siempre perenne, en una franja de tierra amenazada por el infinito mar del
olvido. La “ira de dios” es lo radicalmente real del mundo, aquello inaprensible por el
lenguaje (cosmos puro) y que atenta contra todo lo que él construye como durable. Cerca
del final de América Profunda Kusch dice que, cuando todas estas construcciones que
buscan desterrar el vacío (que no es más que la muerte del cuerpo del otro pero no del
otro) se desploman, “asoma la verdad, lo que realmente debíamos pensar siempre: nada
vale la pena.” (Kusch, p. 210). Y decir nada vale la pena, es igual que todo vale la pena, en
tanto es todo igual de absurdo, un absurdo irreductible que pide una posición, una
práctica de existir, la cual se ubica en el espectro que va del “mero estar” al “ser alguien”
-para alguien. Extremos que se caracterizan por su oposición, aquélla por el silencio, ésta
por el aturdimiento de la filosofía y las ciencias. Ante el caos, el hombre “se deja estar” en
ese “aquí y ahora” dilatado, en la humildad sabia de un ayuno (elegido o no); o, a la
inversa, se sumerge en la fiesta salvaje del mundo, en el “patio de los objetos” que es caos
de la “ira del hombre”, que no puede “dejarse estar”, ahora, sin la “ira de dios” y la emula,
destruyendo la posibilidad de la comunidad que ampara, que vela por el pan, la paz, y el
amor. La historia occidental es la de la no-comunidad de los hombres que no pueden tan
solo estar, o estar siendo, o, al menos, ser en el estar. Es la pequeña historia (puro gesto
de espanto) de los que buscan ser algo, alguien, o alguien para alguien. Que es historia de
signos, de la transformación de cuerpos que están en el mundo de la “ira de dios” a
campos significantes que habitan el espacio de la “ira del hombre” (del lenguaje, del
parlêtre en fin). Y, de esa pequeña historia, América se escabulle irremediablemente,
ubicada más cerca del “estar” (gracias a su viva cultura originaria) que del “ser”
(impostura de los conquistadores latinos), en un “estar siendo” que tiende al “estar” (si
creemos en Kusch -que, como todo gran pensador, se transforma en profeta cuando se
precisa hablar de la verdad), mediante esa fagocitación inconsciente y tan americana, que
instituye la sentencia profunda e incesante: que haya vida y no más bien muerte, que es
solo vivir y perseguir el fruto, cuidarse en comunidad y estar en paz, en armonía con la ira
del mundo.
Hasta acá el desarrollo (escueto) de lo que plantea Kusch en Nuestra América, casi
apologético, pero consciente, porque creo que es absolutamente válida su ontología
americana. Y no abundo en describir porque planteo que su efecto está no en crear una
“teoría” sino en brindar un lugar de ubicación para realizar la vida en “salud”. Hay una
seducción en esta descripción del “espíritu” americano (que deviene de esa relación
sensual con la vida), que quiere hacernos entrar en comunión con ese “hedor” que no es
constitutivo. Más el “mero estar” es (para nosotros) una abstracción como es el “ser
alguien”, aquel por impensable (pre-lingüístico) y este por inhabitable. Como americanos
nos encontramos escindidos entre estos opuestos y nuestro ciclo armónico no es el del
mero estar ni el del ser para alguien sino el movimiento incesante entre esos dos
extremos, el ciclo entre caos y orden es ya interior. Kusch está sumido en ese ciclo, no
solo “está” ni solo “es”, ya su mecanismo de argumentación histórica del sujeto
americano se inscribe ahí, al aplicar el método heideggeriano de saltar a un tiempo lejano
y generativo (para el filosofo alemán es la grecia presocrática), para hacer pie allí y dar el
slto hacia adelante, pero sin perder de vista su “estar” al ubicarse en su “aquí y ahora”
americano. Pero a pesar del mecanismo, ambos se niegan al anacronismo, buscan
recuperar un momento de la especie en relación plena con el mundo. Los conceptos de
estar de Kusch y ser de Heidegger son sumamente similares (por algo Kusch habla de una
ontología americana y no de una óntica), en tanto que la vida es “otra cosa” y no lo que la
pequeña historia occidental quiere sostener, con sus objetos, materiales y lingüísticos. Y
porque los nacidos bajo la violencia de la ira del hombre precisamos del “fruto” para
reconocer que aquello es gesto y farsa y terror y que la ira de dios sigue más allá o más
acá, invencible. Y que el saber americano está en devenir en tanto no se armonicen todos
los contrarios que escoltan el camino interior del sujeto y el camino exterior de la
comunidad.
América Profunda guarda como intención ser “fruto”, no en sí misma como obra
(que pertenece al universo del ser), sino como efecto. Se propone como acontecimiento
estético, para brindar una idea y desvanecerse, es en sus historias internas en donde
cobra su plenitud (que es sino el ejemplo del jefe que no despide a su empleado inútil).
Efecto que está en la mira de aquellos que en algún momento buscan desvanecerse en el
estar y no permanecer siendo, como es cierta poesía de Mujica (cuando sigue a
Heidegger), y como todos los herméticos que buscan trabar el paso del cosmos del
lenguaje para que advenga la verdad. Más allá de eso, las categorías de las obras son
discutibles, replanteables, ya situándonos en nuestro rol en el juego de ser alguien, pero
armonizados, “haciéndonos cargo” de que es mero producto del horror vacui y que el
premio no es para nosotros sino para el otro, el que integramos en nuestra comunidad,
dándole el fruto, amparándolo para que nos ampare.
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Bibliografía
Kusch, R. (1986). América Profunda (3ra. Ed.). Buenos Aires, Argentina: Editorial Bonum.