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EL OTRO MODELO DE PICKMAN

CAITLÍN R. KIERNAN
(1929)

CAITLÍN R. KIERNAN es una de las escritoras más populares y aclamadas por la crítica de la ficción de
terror contemporánea. Es autora de la colección de relatos To Charles Fort, with Love (Subterranean Press,
2005) y Tales of Pain and Wonder (Subterranean Press, 2000; ed. rev. 2008), y las novelas Silk
(Penguin/Roc, 1998; ganadora del Barnes & Noble Maiden Voyage Award en la categoría de primera
novela), Threshold (Penguin/Roc, 2001), Low Red Moon (Penguin/Roc, 2003), Murder of Angels
(Penguin/Roc, 2004), y Daughter of Hounds (Penguin/Roc, 2007). También ha novelizado la reciente
versión cinematográfica de Beowulf (HarperEntertainment, 2007). Ha ganado en cuatro ocasiones el
International Horror Guild Award.

Valdemar publicará próximamente en su colección INSOMNIA The Drowning Girl, de Caitlín R. Kiernan.
El lector interesado podrá encontrar información bibliográfica más precisa y actualizada de los autores
que figuran en esta antología en Internet. (N. de los E.)

Nunca he tenido demasiada afición al cine, prefiero entretenerme con el teatro; siempre me han
gustado más los actores en carne y hueso que esos parpadeantes y estridentes fantasmas
agigantados y proyectados en las paredes de salas oscuras y llenas de humo, a veinticuatro
fotogramas por segundo. Nunca he sido capaz de olvidar que el movimiento aparente es tan sólo
una ilusión óptica, una hábil sucesión de imágenes fijas que pasan por mis ojos a tal velocidad que
sólo percibo movimiento donde realmente no lo hay. Pero en los meses previos a mi primer encuentro
con Vera Endecott, me sentía cada vez más atraído por las salas de cine de Boston, a pesar de esta
reticencia tan arraigada en mí.
Había quedado profundamente conmocionado por el suicidio de Thurber, aunque, con la inútil
clarividencia del que examina las cosas a toro pasado, no cabe duda de que debería haber
tenido la suficiente fortaleza mental para haberlo visto venir. Thurber fue soldado de infantería
durante la guerra… La Guerre pour la Civilisation, como solía llamarla. Estuvo en la batalla de
Saint Mihiel cuando Pershing fracasó en su campaña para arrebatar Metz a los alemanes, y
apenas dos semanas más tarde sobrevivió para ser testigo de las atrocidades cometidas en el
Bosque de Argonne. Cuando abandonó Francia y regresó a su hogar a principios de 1919,
Thurber era apenas una sombra, un eco nervioso del hombre que había conocido durante nuestros
años de universidad en la Escuela de Diseño de Rhode Island, y en aquellas ocasiones —cada vez
más escasas— en las que nos encontrábamos y hablábamos, nuestras conversaciones derivaban con
frecuencia de la pintura, la escultura y cuestiones de estética a cosas que había visto en las
trincheras embarradas y las ciudades en ruinas de Europa.
Y entonces comenzó aquella obstinada fascinación por el cabrón degenerado de Richard Upton
Pickman, una obsesión que pronto se transformó en lo que diagnostiqué como una fijación
neurótica por aquel hombre y por las blasfemias que plasmaba en sus lienzos. Cuando Pickman
desapareció hace dos años de su mugroso «estudio» en el North End, y no se le volvió a ver,
esta fijación no hizo más que empeorar, hasta que Thurber finalmente me contó una historia
increíble y pesadillesca que por aquel entonces sólo pude considerar como el producto de una
mente inestable, debido al baño de sangre y la locura y los innumerables horrores de la guerra que
había presenciado a orillas del Mosa, y más tarde en la frondosidad del Bosque de Argonne.
Aquella noche, sentados juntos en una sórdida taberna cerca de Faneuil Hall (no recuerdo el
nombre del local, porque no era uno de mis locales favoritos), reparé en que yo tampoco era el
hombre que fui entonces. Al tiempo que William Thurber había cambiado por la Guerra y
por lo que hubiera podido experimentar junto a Pickman, yo también había cambiado. Y he
cambiado profundamente, primero por el repentino suicidio de Thurber, y luego por una actriz de
cine llamada Vera Endecott. Creo estar todavía en posesión de mis facultades mentales y, si me lo
pidiesen, podría atestiguar ante un juez que mi mente se encuentra en buen estado, aunque un
tanto magullada. Pero no puedo ver el mundo a mí alrededor como lo veía antes, porque, después
de haber contemplado ciertas cosas, no hay forma de dar marcha atrás y regresar al estado de
inocencia o gracia no profanada que prevalecía antes de haber experimentado tales visiones. No
hay camino de retorno hacia la sagrada cuna del Edén, porque las puertas están custodiadas por
las espadas flamígeras de querubines, y la mente —a excepción de algunos casos piadosos
de conmoción o amnesia histérica— no puede simplemente olvidar las extrañas y desalentadoras
revelaciones padecidas por los hombres y mujeres que deciden formular preguntas prohibidas. Y
estaría mintiendo si afirmase que no atisbé o sospeché que la tarea que me había impuesto
cuando comencé mi investigación siguiendo las informaciones de Thurber tras su funeral, me
llevaría a donde ahora me encuentro. Lo sé, o lo sabía con la suficiente certeza. Todavía no
he sobrepasado ese nivel de degradación necesario para dejar de asumir la responsabilidad de
mis propios actos y las consecuencias que se derivan de ellos.
Thurber y yo solíamos discutir sobre la validez de la narración en primera persona y su eficacia
como recurso literario; él la defendía y yo cuestionaba la credibilidad de tales historias, y dudaba
tanto de las motivaciones de sus autores ficticios como de la capacidad de esos narradores-
personajes para evocar con una claridad tan perfecta y detallada conversaciones concretas y otros
sucesos durante momentos de gran tensión e incluso peligro personal. Esto probablemente no se
diferencie mucho de mi dificultad para disfrutar las imágenes en movimiento de las películas, porque
soy consciente de que, de hecho, no son imágenes en movimiento. Sospecho que se debe a algún
tipo de rechazo consciente o incapacidad inconsciente, por mi parte, de activar lo que Coleridge
definió como la «suspensión de la incredulidad». Y ahora yo me siento para escribir mi propio
relato, aunque doy fe de que no hay ni una sola palabra de ficción intencional en él, y ciertamente
no tengo ningún plan de publicarlo. Sin embargo, sin duda estará lleno de inexactitudes que se
derivan de las objeciones a una narración en primera persona que ya he explicado más arriba.
Lo que estoy plasmando aquí es mi mejor intento de evocar los sucesos previos que envuelven el
asesinato de Vera Endecott, y debería ser leído como tal.
Es mi historia, presentada con la escasa documentación que la corrobore de la que dispongo. Es
una pequeña parte de la historia de Vera Endecott, también, y por ella sobrevuelan los fantasmas
de Pickman y Thurber. Honestamente, ya comienzo a dudar de que al dejarlo escrito logre
obtener el remedio que tan desesperadamente ansío: la disolución del maldito recuerdo, la
disminución del impacto de esos recuerdos en mí, y, con mucha suerte, la posibilidad de
dormir en habitaciones oscuras de nuevo y acabar de una vez con el sinfín de fobias que me llevan
acosando desde hace tanto tiempo. Demasiado tarde he comprendido los miedos macabros del
pobre Thurber a los sótanos y túneles subterráneos, y a ellos ahora puedo añadir mis propios
miedos, ya sean racionales o no. «Supongo que no te preguntarás ya por qué tengo que mantenerme
alejado de subterráneos y sótanos», me dijo ese día en la taberna. Por supuesto, yo sí me lo
preguntaba, y también dudaba de la cordura de un querido y leal amigo. Pero, al menos en esta
cuestión, hace ya tiempo que he dejado de dudarlo.
La primera vez que vi a Vera Endecott en la «gran pantalla» tan sólo era actriz de reparto en la
película Una mujer del mar, de Josef von Sternberg, que proyectaban en el Exeter Street Theater.
Pero esa no fue la primera vez que vi a Vera Endecott.
Me topé por primera vez con el nombre y el rostro de la actriz mientras ordenada los documentos
de William, tarea que me pidió que realizara el único miembro vivo de su familia más cercana,
Ellen Thurber, su hermana mayor. Me vi enfrentado a una tarea que no era ni mucho menos
pequeña o simple. En la habitación cerrada y medio desvencijada que había alquilado Thurber en
Hope Street, Providence, tras abandonar Boston, el suelo estaba totalmente cubierto de
correspondencia, hojas mecanografiadas, revistas y ensayos inacabados, incluyendo el
monográfico sobre arte extraño que había jugado un papel tan importante en el inicio de su relación
con Richard Pickman tres años atrás. Tan sólo me sorprendió encontrar, en medio de aquel
desbarajuste, una serie de dibujos de Pickman, todos realizados a carboncillo o a tinta y pluma. Su
presencia entre las pertenencias de Thurber me pareció bastante incongruente, teniendo en cuenta
lo aterrado que decía haber llegado a estar de aquel hombre. Y, lo que es más, teniendo en
cuenta la afirmación que realizó de haber destrozado la única prueba que apoyaba la increíble
historia que aseguraba haber oído, visto y recogido del sótano-estudio de Pickman.
Era un día caluroso, hacia finales de julio o principios de agosto. Cuando encontré los siete dibujos
guardados dentro de una carpeta de dibujo, crucé el cuarto con ellos bajo el brazo y los extendí
sobre la estrecha y hundida cama que ocupaba uno de los rincones. Yo conocía bastante bien la
obra del pintor, y debo confesar que lo que vi no me afectó tan profundamente como le había
afectado a Thurber. Sí, sin duda alguna, Pickman poseía un extraordinario y singular talento, y
supongo que alguien no acostumbrado a las imágenes de lo diabólico, lo extraño o lo monstruoso
podría encontrar sus cuadros inquietantes o poco gratos de contemplar. Siempre atribuí que su
capacidad de capturar lo extraño se debía en gran medida a la yuxtaposición intencionada
de un argumento fantasmagórico con un estilo descarnado y concienzudamente realista. Thurber
también advirtió esto y, de hecho, dedicó casi un capítulo entero de su monográfico inacabado al
examen de la técnica de Pickman.
Me senté en la cama para examinar los dibujos, y los muelles del colchón gimieron
ruidosamente bajo mi peso, lo cual hizo que volviera a preguntarme por qué mi amigo había
alquilado un alojamiento tan miserable cuando sin duda podía permitirse algo mejor. En
cualquier caso, tras echar un vistazo a los dibujos, no encontré en su mayor parte nada
particularmente sorprendente, y supuse que eran regalos de Pickman, o que Thurber tal vez le
había pagado alguna pequeña cantidad de dinero por ellos. Identifiqué dos de ellos como
bocetos de uno de los cuadros mencionados ese día en la taberna de Chatham Street, el titulado
La Lección, en el cual el pintor había representado a un número de demonios necrófagos
subhumanos con apariencia de perros instruyendo a un niño (un niño sustituto, supuso Thurber) en
la práctica de la necrofagia. Otro era un boceto apresurado de lo que le parecieron algunos de
los monumentos más señoriales del Cementerio de Copp’s Hill, y había también un par de dibujos
chapuceros de criaturas en cuclillas semejantes a gárgolas.
Pero fueron los dos últimos dibujos de la carpeta los que atraparon y retuvieron mi atención.
Ambos eran desnudos muy bien ejecutados, más perfectamente acabados que cualquiera de los
otros dibujos, y dado el tema de ambos, jamás habría creído que habían salido de los dedos de
Pickman de no haber estado rubricados con su firma en el extremo inferior. No había ningún
elemento en ellos que pudiera ser considerado pornográfico y, teniendo en cuenta su
procedencia, esto también me sorprendió. En la oeuvre de Richard Pickman que yo mismo
había podido contemplar, jamás encontré ni un solo atisbo de interés por las formas femeninas,
e incluso se había rumoreado en el Club de Arte que era homosexual. Pero corrían tantos
rumores sobre él en los días anteriores a su desaparición, muchos de ellos totalmente falsos,
que nunca les presté mayor atención. Fuera cual fuese su inclinación sexual, estos dos dibujos
estaban imbuidos de tal admiración y familiaridad con el cuerpo de una mujer que parecía poco
probable que hubieran sido pintados como meros ejercicios académicos o que fueran plagios de
obras de otros pintores menos excéntricos.
Mientras examinaba los desnudos, pensando que al menos estas dos obras podrían reportar algunos
dólares para ayudar a la hermana de Thurber a cubrir los gastos inesperados ocasionados por
la muerte de su hermano, así como las deudas pendientes del fallecido, mis ojos se toparon
con un fajo de recortes de revistas y periódicos que también habían sido guardados en la
carpeta de dibujo. Había un número considerable de ellos y supuse entonces, y todavía lo
pienso, que Thurber había contratado los servicios de un gabinete de documentalistas. Casi la
mitad eran críticas de exposiciones en galerías que habían incluido obras de Pickman, la mayoría
del periodo entre 1921 a 1925, antes de ser condenado al ostracismo y que las oportunidades
de exponer públicamente su obra hubieran mermado. Pero el resto de recortes parecía proceder
principalmente de tabloides, suplementos y revistas como Photoplay y New York Evening
Graphic, y todos los artículos estaban dedicados o hacían mención a la actriz oriunda de
Massachusetts Vera Marie Endecott. Había, entre estos recortes, una serie de fotografías de la
actriz, y el parecido con la mujer que había posado para los dos desnudos de Pickman era
incuestionable.
Había algo bastante característico en sus altos pómulos, en el ángulo de la nariz, una dureza
innegable en su semblante a pesar de la belleza y el sex appeal de la estrella en ciernes que
era. Más tarde llegué a reconocer cierta similitud entre su rostro y el de algunas «vampiresas»
y femme fatales como Theda Bara, Eva Galli, Musidora y, en particular, Pola Negri. Pero, por
lo que puedo recordar ahora, mi primera impresión de Vera Endecott, no contaminada por su
personalidad cinematográfica (aunque sin duda influenciada por la relación de los recortes con
la obra de Richard Pickman, entre las pertenencias de un suicida), era la de una mujer cuyo
encanto consistía tan sólo en un halo de glamour que ocultaba un rostro más real y salvaje.
Ciertamente, producía una impresión extraña, y permanecí allí sentado en la sofocante habitación
de la casa de huéspedes mientras el sol se deslizaba lentamente hacia el crepúsculo, leyendo
todos y cada uno de los artículos, e incluso leyendo algunos dos veces. Sospechaba que, sin
duda, debían contener pruebas de que la mujer de los dibujos era, en efecto, la misma mujer
que había iniciado su carrera en los estudios de cine de Long Island y New Jersey, antes de que
la industria se trasladara al oeste, a California.
En su mayoría, los recortes no eran más que los típicos cotilleos, insinuaciones y sensacionalismo
del mundo del cine. Pero, aquí y allá, alguien, supuestamente el propio Thurber, había
subrayado varios pasajes con lápiz rojo y, si se leían seguidas esas líneas subrayadas,
entresacadas del contexto de los artículos correspondientes, se revelaba un curioso patrón. Al
menos, tal patrón podía ser imaginado por un lector que o bien lo buscase, y por lo tanto estuviera
predispuesto a descubrirlo, existiera o no, o por alguien, como yo mismo, que había llegado a
dar con esta colección de recortes de periodismo amarillista bajo tales circunstancias y tal
atmósfera de terror que abocaran al lector a establecer paralelismos donde, objetivamente,
no había ninguno. Llegué a la conclusión, aquella tarde de verano, de que la idée fixe de
Thurber con Richard Pickman le había llevado a interpretar una serie de ideas absurdamente
macabras con relación a esta mujer, y que yo, aun estando afligido por la pérdida de un buen
amigo y rodeado como estaba por el desorden de su obra inacabada, tan sólo había logrado
descubrir otro de los delirios de Thurber.
La mujer conocida por los espectadores como Vera Endecott había nacido en una familia ciertamente
peculiar de la región de la Costa Norte de Massachusetts y, sin duda alguna, se había esforzado
en ocultar sus orígenes adoptando un nombre artístico poco después de llegar a Fort Lee en el
mes de febrero de 1922. Se había inventado una nueva biografía y afirmaba que venía no del
Condado rural de Essex, sino de Beacon Hill en Boston. Sin embargo, apenas cumplidos los
veinticuatro años, poco después de lograr su primer papel importante —una aparición en El cielo
bajo el lago de los estudios Biograph—, un número de columnistas famosos comenzaron a reflejar
en sus artículos ciertas sospechas acerca de los orígenes que la actriz aseguraba tener. No había
ni rastro del banquero que se suponía que era su padre, y resultó bastante fácil averiguar que
nunca había cursado estudios en la Winsor School para jovencitas. A los veinticinco, tras
protagonizar The Horse Winter, de Robert G. Vignola, un reportero del New York Evening Graphic
afirmó que el padre verdadero de Endecott era un hombre llamado Iscariot Howard Snow, propietario
de varias canteras de granito en Cape Anne. Su esposa, Conciliadora, era de Salem o Marblehead,
y murió en 1902, cuando daba a luz a su única hija, cuyo nombre no era Vera, sino Lillian Margaret.
No había ninguna prueba entre los recortes de que la actriz hubiera negado o tan siquiera
respondido a esas alegaciones, a pesar de que los Snow, e Iscariot Snow en particular, poseían una
reputación de lo más despreciable en Ipswich y alrededores. A pesar de la riqueza y relevancia de
la familia en el sector de los negocios locales, era un secreto a voces, y no faltaban conversaciones
a puerta cerrada sobre hechicería y brujería, incesto e incluso canibalismo. En 1899, Conciliadora
Snow también dio a luz a gemelos, Aldous y Edward, aunque Edward nació muerto.
Pero fue un recorte del Kidder’s Weekly Art News (27 de marzo, 1925), una publicación que
yo conocía bastante bien, el que relacionaba por primera vez a la actriz con Pickman. Una tal
«señorita Vera Endecott de Manhattan» estaba en una lista de asistentes a la inauguración de
una exposición que incluía un par de dibujos más comedidos de Pickman, aunque no se hacía
mención a la fama de la actriz. Thurber había rodeado su nombre con lápiz rojo y había
escrito dos signos de exclamación detrás de él. Cuando di con la nota de prensa, el crepúsculo
ya había descendido sobre Hope Street y tenía dificultades para leer. Consideré durante unos
segundos encender el viejo quinqué de petróleo que había junto a la cama, pero entonces,
mientras miraba la penumbra que se acumulaba entre el mobiliario destartalado y andrajoso del
sórdido cuartito, me embargó una repentina y vaga inquietud… algo que, incluso ahora, me
resisto a llamar miedo. Volví a guardar los recortes y los siete dibujos en la carpeta, la metí bajo
el brazo y recogí rápidamente el sombrero de una mesa enterrada bajo una máquina de escribir,
una pila de libretas y libros de la biblioteca, platos sucios y botellas de refresco vacías. Unos
minutos más tarde me encontraba de nuevo fuera del edificio, bajo una farola, observando las dos
ventanas oscuras que daban a la habitación donde, una semana antes, William Thurber se
introdujo el cañón de un revólver en la boca y apretó el gatillo.
Acabo de despertarme de otra de mis pesadillas, que cada vez son más vívidas y habituales,
e incluso más terribles, y que con frecuencia no me permiten dormir más de una o dos horas por
la noche. Estoy sentado frente a mi escritorio, contemplando el cielo que comienza a tintarse del
violeta grisáceo de un falso amanecer, y escucho el reloj que suena como un gigantesco insecto
de cuerda posado sobre la rejilla de la chimenea. Pero mi mente retiene todavía con toda viveza
el sueño de la enmohecida sala de proyecciones privadas cerca de Harvard Square, organizadas
por un grupo de aficionados al cine grotesco, la sala donde por primera vez vi las imágenes
«en movimiento» de la hija de Iscariot Snow.
Conocí la existencia del grupo a través de un colega del departamento de adquisiciones del Museo
de Bellas Artes, quien me contó que se reunían a intervalos irregulares —pocas veces lo hacían
más de una vez cada tres meses— para visionar y debatir material tan estrafalario y morboso como
Häxen de Benjamin Christensen, El fantasma de la Ópera de Rupert Julián, Nosferatu-Eine
Symphonie des Grauens de Murnau, y La Casa del horror de Todd Browning. Todos esos títulos
y nombres de directores significaban muy poco para mí, porque, como ya he explicado, nunca
fui un gran aficionado al cine. Esto ocurrió en agosto, tan sólo un par de semanas después
de que partiera de Providence para regresar a Boston tras haber resuelto los asuntos de Thurber
tan bien como pude. Todavía prefiero no pensar en qué desafortunado capricho del destino hizo
coincidir mi descubrimiento de los dibujos de Vera Endecott pintados por Pickman y el interés
de Thurber en ella con el visionado en aquella sala de la que, en mi opinión, no era más que una
película vulgar y merecidamente desconocida. Realizada entre 1923 y 1924, averigüé que
alcanzó una celebridad infame tras la muerte del director (otro suicidio). Todos los que financiaron
la película permanecieron en el anonimato, y parece ser que la producción no avanzó más
allá de la versión provisional que contemplé aquella noche.
Sin embargo, no me he sentado aquí para escribir un escueto relato de mi descubrimiento
de esta película sin título e inacabada, sino para intentar capturar algo del sueño que ya se desgaja
en brumosos jirones y retazos. Como Perseo, que tan sólo se atrevió a mirar a los ojos de la
Gorgona Medusa de forma indirecta a través de un reflejo sobre su escudo de bronce,
igualmente me sentía impelido y totalmente decidido a reflexionar sobre estos sucesos, e incluso
sobre mis propias pesadillas tan indirectamente como pudiera. Siempre he detestado la
cobardía y, sin embargo, echando la vista atrás al escribir estas páginas, me parece detectar algo
en mi actitud innegablemente cobarde. Da igual que no tenga intención de que estas líneas sean
leídas por nadie. A menos que escriba con honestidad, no hay apenas motivos para que sean
escritas. Si esta es una historia de fantasmas (y eso es lo que me está pareciendo cada vez
más), entonces permitamos que sea una historia de fantasmas en lugar de unos recuerdos
inconexos.
En el sueño, estoy sentado en una silla plegable de madera en aquella sala oscura, iluminada
únicamente por un rayo de luz que se filtra de la cabina del proyeccionista. Y las paredes frente a
mí se han convertido en una ventana con vistas a otro mundo, un mundo carente de sonidos y casi
de todo color; la gama se limita a un espectro de lúgubres negros y cegadores blancos e
innumerables matices de gris. A mí alrededor, los otros que se han reunido para ver la película
fuman puros y cigarrillos, y se susurran unos a otros. No llego a entender nada de lo que
dicen, pero, de todas formas, tampoco les presto mucha atención. No puedo apartar la mirada
de aquella escena silenciosa y color grisalla, y realmente poco más ocupa mi mente.
«Bueno, ¿lo entiendes?», pregunta Thurber sentado en la butaca junto a la mía, y tal vez yo asiento,
y tal vez incluso susurro alguna u otra afirmación en voz baja. Pero no aparto los ojos de la pantalla
lo suficiente como para echar una ojeada a su rostro. Pasan demasiadas cosas allí que podría
perderme si osara apartar la mirada, tan siquiera un instante, y además no tengo ningún deseo de
contemplar el rostro de un hombre muerto. Thurber no dice nada más durante un largo rato,
aparentemente satisfecho de que yo haya llegado a aquel lugar para presenciar por mí mismo
un pequeño fragmento de lo que finalmente le condujo a los confines de la locura.
Ella está allí en la pantalla, Vera Endecott, Lillian Margaret Snow, de pie al borde de una poza
rodeada de rocas. Está tan desnuda como en los dibujos de Pickman, y al principio está situada de
espaldas a la cámara. Las retorcidas raíces y ramas de lo que tal vez sean sauces milenarios
inclinados sobre la poza rasgan la superficie del agua con sus ramas como látigos y oscilan
elegantemente de un lado a otro, agitadas por la misma brisa que hace ondear el pelo corto de la
actriz. Y aunque parece que no hay nada en absoluto que pueda ser considerado siniestro en
esta escena, en mí inspira inmediatamente la misma clase de pavor e inquietud que los grabados
de Doré para Orlando Furioso y la Divina Comedia. Hay en el cuadro una sensación de intenso
presagio y premonición, y me pregunto qué pistas sutiles e ingeniosas han sido dejadas
para que esta escena aparentemente idílica pueda ser interpretada con tan sombrías expectativas.
Y entonces me doy cuenta de que la actriz sostiene en la mano derecha una especie de vial
y lo inclina lo suficiente para derramar en la poza su contenido, un líquido denso y alquitranado.
Unas ondas se expandieron lentamente por la superficie del agua, demasiado lentamente, estoy
seguro, para haber sido originadas por algún proceso físico natural, y por lo tanto me da la
impresión de que se trata de algún simple truco fotográfico; cuando el vial está vacío, o, al
menos, cuando ha dejado de contaminar la poza (y estoy bastante seguro de que ha quedado
contaminada), la mujer se arrodilla sobre el barro y las hierbas al borde del agua. Desde algún
lugar indeterminado allá arriba, allí en la sala en la que me encuentro, me llega el sonido de alas de
palomas sorprendidas alzando el vuelo, y la actriz se gira a medias hacia la audiencia, como si
ella también hubiera escuchado el revuelo. El barullo de alas rápidamente se acalla y de nuevo
tan sólo se escucha el sonido metálico del proyector y el susurro de los hombres y mujeres apiñados
en la sala mohosa. En la pantalla, la actriz se vuelve de espaldas a la poza, pero antes de ello ya
tengo la total certeza de que su rostro es el mismo que el de los recortes que encontré en la
habitación de Thurber, el mismo que el de los dibujos realizados por la mano de Richard Upton
Pickman. El vial se resbala de sus dedos, cae al agua, y en esta ocasión no se producen
ondas. Ni salpicaduras. Nada.
En ese instante, la imagen salta y luego se funde en un blanco cegador y durante unos instantes
creo que la cinta de la película, gracias a Dios, ha saltado del carrete o algo parecido, y así, tal
vez, no tenga que ver el resto. Pero entonces ella vuelve, la mujer y la poza y los sauces,
sucediéndose un fotograma tras otro y otro más. Ella se arrodilla al borde de la poza y entonces
pienso en Narciso languideciendo por Eco, o su gemelo perdido, pienso en Circe envenenando
el manantial donde Escila se bañaba, y pienso en la maldita Shalott de Tennyson y, de nuevo,
pienso en Perseo y Medusa. No veo la cosa en sí misma, sino tan sólo una equivalencia tenue y
engañosa, y mi mente rebusca analogías y significados y puntos de referencia.
En la pantalla, Vera Endecott, o Lillian Margaret Snow —la una o la otra, las dos que siempre eran
sólo una—, se inclina hacia delante y sumerge la mano en la poza. Y, de nuevo, no se produce
ninguna onda que surque la tersa superficie de obsidiana. La mujer de la película habla ahora,
mueve los labios exageradamente, sin emitir ningún sonido, y no alcanzo a escuchar nada a
excepción del murmullo en la sala llena de humo y el chisporroteo del proyector. Y es entonces
cuando me doy cuenta de que los sauces no son precisamente sauces, y que aquellos troncos y
ramas y raíces retorcidas en realidad son cuerpos humanos de ambos sexos entrelazados, y sus
pieles imitan perfectamente la escamosa corteza de un sauce. Comprendo entonces que no son
ninfas del bosque, ni hijas de Hamadryas y Óxilo. Son prisioneros, o almas condenadas y
sometidas eternamente por sus pecados, y durante un tiempo tan sólo soy capaz de contemplar
fijamente los brazos y piernas, las caderas y pechos y rostros marcados por incontables siglos de
la agonía constante de aquella contorsión y transformación. Quiero girarme y preguntar a
otros si ven lo que yo veo, y cómo puede haberse logrado tal efecto, porque sin duda estas
personas saben más de la prosaica magia del cine que yo.
Y lo peor de todo es que los cuerpos no estaban totalmente inertes, sino que se retorcían muy
levemente, ayudando así al viento a sacudir las largas y frondosas ramas primero hacia un lado
y después hacia otro.
Luego mis ojos son atraídos de nuevo hacia la poza, la cual ha comenzado a echar humo, una niebla
gris blancuzca que se eleva lánguidamente de la superficie del agua (si es que todavía es agua).
La actriz se inclina un poco más sobre la laguna durmiente y en ese momento noto unos
deseos irrefrenables de apartar la mirada. Sea cual sea la cámara que la haya captado en el
acto de invocación o apaciguamiento, no quiero ver, ni quiero conocer su demoniaca fisionomía.
Sus labios continúan moviéndose y sus manos remueven el agua que permanece tan lisa como
el cristal, sin mostrar ningún rastro de estar siendo agitada.
Ella llega a Rhegium; se enfrenta al océano, y pisa con pies secos las olas hirvientes…
Pero el deseo no es suficiente, ni la excitación, y no aparto la mirada, ya sea porque he sido
embrujado al igual que los demás que han venido a verla, o porque alguna faceta más profunda,
más inquisitiva de mi propio ser me ha dominado y está dispuesta a condenarse eternamente al
ahondar en este misterio.
«Es sólo una película», me recuerda Thurber desde su asiento junto al mío. «Da igual lo que ella
pueda decir, jamás debes olvidar que es sólo un sueño».
Y yo quiero replicar: «¿Es eso lo que te ha ocurrido a ti, querido William? ¿Te olvidaste quizás
de que no fue nada más que un sueño siempre y te viste incapaz de despertar a la lucidez y la
vida?» Pero no digo ni una sola palabra, y Thurber no dice nada más.
Sin embargo, ella no sabe a quién teme; en vano se ofrece a correr, y arrastra a su alrededor lo que
se empeña en ocultar.
«Genial», susurra una mujer en la oscuridad a mis espaldas, y «Sublime», murmura lo que suena
a un hombre muy anciano. Mis ojos no se separan de la pantalla. La actriz ha dejado de
remover la superficie de la poza, ha retirado la mano del agua, pero permanece allí arrodillada,
contemplando la mancha negruzca sobre los dedos y la palma y la muñeca. Tal vez, pienso, sea
eso para lo que vino, para ser marcada, para ser reconocida, aunque mi mente soñadora no aspira
a adivinar qué o quién la hubiera reconocido gracias a la mancha. Ella estira el brazo y lo mete
entre los juncos y el musgo y saca de allí una daga con el mango negro, luego la sujeta en alto
por encima de su cabeza, como si estuviera haciendo un ofrecimiento a dioses invisibles, y a
continuación usa la hoja reluciente para hacerse un corte en la mano que previamente había
ofrecido a las aguas. Y creo que, tal vez, por fin lo comprendo, y que el vial y la agitación del
agua de la poza han sido sólo rituales de brujería preparatorios antes de realizar este
ofrecimiento o expiación. Cuando las gotas de sangre impactan y ruedan sobre la superficie
de la poza como gotas de mercurio golpeando la superficie sólida de una mesa, algo ha
comenzado a tomar forma, algo que se nutre de aquellas profundidades ocultas, y aunque no hay
sonido alguno, está lo suficientemente claro que los sauces han comenzado a aullar y a
balancearse como si fueran agitados por un viento huracanado. Creo que tal vez sea una boca, o
algo similar, fusionándose ante la figura postrada de Vera Endecott o Lillian Margaret Snow,
una boca o una vagina, o un ojo ciego y sin párpado, o algún otro órgano que pudiera hacer todas
las funciones de los tres anteriores. Sopeso cada una de estas posibilidades, una tras otra.
Hace unos cinco minutos he dejado mi pluma a un lado y he acabado de releer en voz alta lo que
he escrito, mientras el falso amanecer ha dado paso a la salida del sol y a las primeras luces
desapacibles de un nuevo día de octubre. Pero antes de que reconduzca este relato a la carpeta
que contenía los dibujos de Pickman y los recortes de Thurber y avanzo en los asuntos que la
mañana me depara, querría confesar que lo que he soñado y lo que he documentado aquí no es lo
que vi aquella tarde en la sala de proyecciones junto a Harvard Square. Tampoco es totalmente
cierta la pesadilla que me despertó e hizo que me precipitara a trompicones hacia mi escritorio.
La mayor parte del sueño se esfumó de mi mente, a pesar de que me apresuré a anotarlo todo, y
los sueños nunca son exactamente, y en ocasiones ni siquiera remotamente, como lo que se ve
proyectado en aquella pared, aquella engañosa sucesión de imágenes fijas que conspiran unas con
otras para fingir animación. Este es otro de los asuntos que siempre intentaba explicarle a Thurber
y que él nunca admitía: el hecho de la inevitabilidad de narradores poco fiables. No he mentido;
no diría tanto. Pero nada de esto se acerca a la verdad más que cualquier otro cuento de hadas.
Tras los días que pasé en la casa de huéspedes de Providence, intentando aportar una apariencia de
orden al caos de la vida interrumpida de Thurber, comencé a reunir mis propios documentos sobre
Vera Endecott y pasé varios días del mes de agosto consultando los fondos del Ateneo y la
Biblioteca Pública de Boston, y de la Widener Library de Harvard. No era difícil dar sentido a la
historia del ascenso de la actriz al estrellato y el escándalo que provocó su caída a la oscuridad
y al alcoholismo a finales de 1927, no mucho antes de que Thurber me abordara con su
extravagante relato acerca de Pickman y los demonios necrófagos subterráneos. Lo que resultaba
más difícil de rastrear era su paso por ciertas sociedades teosóficas y secretas, desde Manhattan
hasta Los Ángeles, círculos en los cuales el propio Richard Upton Pickman no era un desconocido.
En enero de 1927, tras haber firmado un contrato con Paramount Pictures en primavera, y
durante el rodaje de una adaptación cinematográfica de la novela de Margaret Kennedy, La
Ninfa fiel, comenzaron a filtrarse rumores a los tabloides de que Vera Endecott tenía problemas
con la bebida y que probablemente consumía heroína. Sin embargo, estas acusaciones no
parecieron causar mayor alarma ni dañar más su carrera cinematográfica que el hecho de que se
descubriera anteriormente que en realidad era Lillian Snow, o que se aireasen públicamente
sus orígenes poco respetables de North Shore. Más tarde, el 3 de mayo, fue arrestada en lo que,
en un principio, se creyó que era una simple redada en un bar clandestino de Durand Drive, en una
de las casas de las empinadas colinas llenas de maleza que dominan la ciudad de Los Ángeles, no
muy lejos de Lake Hollywood Reservoir y Mulholland Highway. Unos días más tarde, tras la puesta
en libertad de Endecott bajo fianza, comenzaron a surgir relatos más extraños acerca de los
sucesos de aquella noche, y hacia el día 7, los artículos del Van Nuys Call, Los Angeles Times, y
el Herald-Express describían el tipo de reuniones que se realizaban en Durand Drive, no como una
fiesta clandestina, sino como cualquier otra cosa, desde un «Sabbat de brujas» hasta «un rito
sacrílego, decadente y orgiástico de hechicería y homosexualidad».
Pero el suceso definitivo e incriminatorio llegó cuando los reporteros descubrieron que una de
las muchas mujeres que se encontraban aquella noche en compañía de Vera Endecott, una
prostituta mexicana llamada Ariadna Delgado, había tenido que ser trasladada inmediatamente
al hospital Queen of Angels-Hollywood Presbyterian, en coma y con múltiples puñaladas en el
torso, los pechos y el rostro. Delgado murió la mañana del día 4 de mayo sin haber recobrado la
conciencia. Una segunda «víctima» o «participante» (dependiendo del periódico), un guionista
joven y fracasado al que se referían simplemente como Joseph E. Chapman, fue internado en el
ala de psicopatías del Hospital General del Condado de Los Ángeles tras los arrestos.
Aunque se habló de que hubo intentos de mantener el incidente oculto tanto por parte de los
abogados de los estudios de cine como por parte de miembros del Departamento de Policía
de Los Ángeles, Endecott fue arrestada por segunda vez el 10 de mayo y fue acusada de los
delitos de violación, sodomía, asesinato en segundo grado, secuestro y prostitución. La
enumeración de los distintos cargos contra ella varían de una fuente a otra, pero en cualquier
caso a Endecott se le concedió por segunda vez la libertad bajo fianza el 11 de mayo, y
cuatro días más tarde, el departamento del Fiscal de distrito de Los Ángeles, Asa Keyes,
repentinamente y de forma bastante inexplicable solicitó que se retirasen todos los cargos contra
la actriz, una petición aceptada por una igualmente inexplicable resolución del Tribunal Superior
de California en el Condado de Los Ángeles (conviene hacer mención, por supuesto, de que el
propio Fiscal del Distrito Keyes fue poco después acusado de prevaricación y está a la espera
de ser juzgado en la actualidad). Así pues, tras ocho días de arresto domiciliario en la residencia
de Durand Drive, Vera Endecott volvía a ser una mujer libre, y a finales de mayo ya había regresado
a Manhattan, después de que la Paramount le rescindiese el contrato.
Salpicados aquí y allá en la cobertura informativa de los periódicos y tabloides se encuentran
numerosos detalles que adquieren una mayor relevancia a la luz de la conexión de la actriz
con Richard Pickman. Por ejemplo, algunos reporteros mencionaron que en la escena del
crimen se encontró «un ídolo obsceno» o «una repulsiva estatuilla tallada en un material similar
a esteatita verdosa», una estatua de la que se dice que uno de los agentes que llevaron a cabo los
arrestos describió como una «bestia perruna acuclillada». En un artículo se informaba de que el
objeto había sido examinado por un arqueólogo local (del cual se omite el nombre), que
supuestamente se quedó perplejo al examinar su origen y filiaciones culturales. La casa en
Durand Drive era, y podría seguir siéndolo, propiedad de un hombre llamado Beauchamp, quien
a su vez había frecuentado la compañía de Aleister Crowley durante los cuatro años que
duró su visita a los Estados Unidos (1914-1918), y que además tenía contacto con una serie
de organizaciones herméticas y teúrgicas. Finalmente, el guionista Joseph Chapman se ahogó
en el Pacífico en algún punto de la costa cercano a Malibú hace tan sólo unos meses, poco después
de que fuera dado de alta en el hospital. La única nota breve que logré encontrar sobre su muerte
hacía mención a su participación en el «célebre incidente de Durand Drive» e incluía un
fragmento que se suponía que procedía de su nota de suicidio. Parte de la misma es como sigue:
Oh, Dios, ¿cómo puede un hombre olvidar, deliberada y completamente y para siempre las visiones
que yo he tenido la desgracia de contemplar? Las cosas terribles que hicimos y permitimos que
fueran hechas aquella noche, los sucesos que desencadenamos, ¿cómo puedo olvidarme de mi
culpabilidad? En verdad, no puedo ni soy ya capaz de luchar día tras día intentándolo. La
Endecotte [sic] ha regresado a algún lugar del este, o eso he oído, y espero con todas mis fuerzas
que reciba su merecido. He quemado el abominable dibujo que me dio, pero no me siento más
limpio, ni menos idiota, después de haberlo hecho. No queda nada de mí, tan sólo la putrefacción
que nosotros mismos invocamos. Ya no puedo seguir haciendo esto.
¿Estoy en lo cierto, pues, al suponer que Vera Endecott regaló uno de los dibujos de Pickman al
desafortunado Joseph Chapman, y que este dibujo tuvo algo que ver con la locura y muerte del
guionista? Y si es así, ¿cuántos recibieron tales regalos de ella y cuántos de esos lienzos todavía
sobreviven a miles de kilómetros del frío y húmedo sótano-estudio cerca de Battery Street donde
Pickman los creó? No es algo a lo que me guste darle vueltas.
Tras el regreso de Endecott a Manhattan, no logré dar con ninguna referencia impresa del
paradero o de la vida de la actriz hasta el mes de octubre de ese mismo año, poco después de la
desaparición de Pickman y mi encuentro con Thurber en la taberna de Faneuil Hall. Se trata tan
sólo de una fugaz mención en una columna de sociedad en el New York Herald Tribune, acerca
de la presencia de «la actriz Vera Endecott» entre los asistentes a la inauguración de una
exposición de antigüedades sumerias, hititas y babilónicas en el Metropolitan Museum of Art.
¿Qué es lo que estoy intentando conseguir con toda esta colección de fechas, muertes e
infortunios, de desgracias y crímenes? Entre los libros de Thurber encontré un ejemplar de El libro
de los condenados de Charles Hoyt Fort (Nueva York, Boni & Liveright, 1 de diciembre, 1919). Ni
siquiera estoy seguro de por qué me lo llevé de allí y, tras leerlo, los escritos de este hombre me
parecen de una beligerancia que raya en el histerismo y tienden constantemente a la ofuscación
y desorientación intencionadas. Oh, seguro que a ese cabrón cejijunto le encantaría tener un
encuentro amoroso con «los condenados». Lo que intento decir es que me veo forzado a
reconocer que estas últimas páginas que he escrito presentan una marcada e irritante similitud con
la mayor parte del primer libro de Fort (no he leído su segunda obra, Nuevos Territorios, ni
tengo intención de hacerlo jamás). Fort escribió sobre su intención de recopilar una serie de
datos que habían quedado excluidos de la ciencia (id est, «condenados»):
Desfilarán batallones de malditos, capitaneados por datos desvaídos que he desenterrado.
O los leen… o ellos desfilarán. Algunos lívidos, otros feroces y otros putrefactos.
Algunos de ellos son cadáveres, esqueletos, momias, sacudiéndose, trotando, vivificados por
compañeros que han sido condenados en vida. Por allí pasarán gigantes, a pesar de estar
profundamente dormidos. Habrá teoremas y habrá harapos: marcharán como Euclides,
cogidos del brazo del espíritu de la anarquía. Aquí y allá revolotearán pequeñas rameras. Muchos
son payasos. Pero gran parte de ellos son de familias muy respetables. Algunos son asesinos.
Hay sutiles hedores y sombrías supersticiones y meras sombras y bulliciosas malicias: caprichos
y cordialidades. Ingenuos y pedantes y extravagantes y grotescos y sinceros y falsos, profundos
y pueriles.
Y creo que no he logrado nada más que esto en mi relato de la ascensión y caída de Endecott,
prestando atención a algunas de las partes más melodramáticas y vulgares de una historia
que no es, en su conjunto, más extraordinaria que la mayoría de los numerosos escándalos de
Hollywood. Pero también Fort se habría reído de mis propios «datos desvaídos», estoy seguro,
mi patética búsqueda a ciegas, como si pudiera hacer que todo pareciera perfectamente
razonable al citar selectivamente artículos de periódicos e informes policiales, esforzándome
por preservar la frágil infraestructura de mi mente racional. Es hora de desechar estos dudosos y
chapuceros intentos de erudición. Ya hay suficientes Forts en el mundo, suficientes bromistas y
provocadores y herejes intelectuales para que también me una yo a sus filas. Los documentos
que he logrado reunir serán adjuntados a este escrito, todos mis «Batallones de los
malditos», y si alguien en alguna ocasión tiene algún motivo para leer estas líneas, puede hacer
con esos apéndices lo que buenamente quiera. Es hora de decir la verdad, tan bien como sea capaz,
y terminar con todo esto.
Es cierto que asistí al pase de una película protagonizada por Vera Endecott, en una húmeda, fría
y pequeña sala cerca de Harvard Square. Y que sigue todavía acosándome en sueños. Pero
como he precisado anteriormente, los sueños que experimento raras veces son una
reproducción exacta de lo que vi aquella noche. No había una poza negra, no había sauces
formados por remiendos de cuerpos humanos, ni se derramaba un vial lleno de veneno en el agua.
Esos son adornos de mi mente soñadora y subconsciente. Podría llenar varios diarios con tales
pesadillas.
Lo que sí vi, hace tan sólo dos meses, y un mes antes de que por fin conociera en persona a la
mujer, no fue más que una escena macabra, aunque extrañamente mundana. Puede que se
tratase simplemente de un metraje de prueba, o quizás alrededor de unos 17.000 fotogramas,
unos doce minutos aproximadamente extraídos de una película más larga. En términos generales,
no era mucho más que un pastiche descaradamente pornográfico de las instantáneas
publicitarias que circularon ampliamente en 1918 de Theda Bara tumbada en arriesgadas poses
con un esqueleto humano (para la Salomé de J. Edward Gordon).
La imagen era de muy mala calidad y el operador del proyector tuvo que parar en dos ocasiones
para empalmar la película tras haberse roto. La hija de Iscariot Snow, conocida por el resto del
mundo como Vera Endecott, yacía desnuda sobre un suelo de piedra con un esqueleto. Sin
embargo, el cráneo humano había sido sustituido por lo que me pareció entonces (y me sigue
pareciendo ahora) un «cráneo» de yeso o papel maché más parecido al cráneo de un perro
deforme o macrocefálico. La pared o fondo a sus espaldas era de un austero gris mate y daba la
impresión de que la escena había sido rodada a propósito con poca luz para aportar una mayor
atmósfera a una producción de bajo presupuesto. El esqueleto (y su cráneo de imitación)
estaban unidos con alambre y Endecott acariciaba todos los ángulos óseos de los brazos y
piernas y prodigaba besos sobre la boca sin labios de la calavera, para luego masturbarse, primero
con los huesos de la mano derecha del esqueleto, y luego frotándose contra el pico de la cresta
del hueso pélvico.
Las reacciones de los otros espectadores que habían asistido al pase de la película aquella noche
oscilaron desde un silencio aburrido hasta una atención embelesada o risas. Mi propia reacción
fue, durante la mayor parte del tiempo, de simple repulsión y vergüenza por encontrarme entre
la audiencia. Cuando encendieron las luces, escuché a alguien decir que la lata que contenía
el rollo de película iba marcada con dos títulos: La Necrófila y La Hija del Perro. También se
indicaban dos fechas: 1923 y 1924. Más tarde, de boca de alguien que mantuvo una breve
amistad con Richard Pickman, me llegó el rumor de que el pintor había estado trabajando en la
realización de los decorados para un director de cine, posiblemente Bernard Natan, el célebre
director franco-romaní de «películas porno», que recientemente había comprado los estudios
Pathé y los había fusionado con sus propios estudios, Rapid Film. No puedo confirmar ni negar
este punto, pero sin duda imagino que lo que vi aquella noche habría hecho las delicias de
Pickman.
Sin embargo, lo que quedó grabado en mi mente con tanta fuerza aquella noche, y lo que creo que
fue la causa de aquellas pesadillas en las que aparecía Endecott en una interminable sucesión
de películas de terror inexistentes, se reveló en los segundos finales de la película. En efecto,
apareció y desapareció tan rápidamente que varios asistentes pidieron al operador que
rebobinase y volviera a reproducir el final más de cuatro veces, con el fin de averiguar si habíamos
visto realmente lo que creíamos haber visto.
Tras haber saciado aparentemente su lujuria, la actriz permaneció tumbada junto a su amante
esquelético con un brazo rodeando la caja torácica vacía, tras lo cual cerró los ojos tiznados de
rímel. Y en ese último instante, antes de que finalizase la película, apareció una sombra, algo que
pasaba lentamente entre el plato y la fuente de luz de la cámara. Incluso después de cinco
visionados, sólo puedo describir aquella sombra como algo que me recordó a una especie de figura
corpulenta, alguna criatura bastante más abajo de la cadena evolutiva que el hombre de Piltdown
o de Java. Y hubo un acuerdo general entre todos los presentes en aquella cerrada y mohosa sala
en que la sombra poseía una extraña especie de hocico o morro que se asemejaba a la mandíbula
prognata y el rostro del falso cráneo unido con alambre al esqueleto.
Y ya está. Eso fue todo lo que realmente vi aquella noche, todo cuanto soy capaz de recordar. Tras
lo cual tan sólo me queda por relatar un último fragmento suelto de esta historia: la noche en la
que por fin conocí a la mujer que se hacía llamar Vera Endecott.
—¿Decepcionado? ¿No ha sido lo que esperaba? —preguntó ella, ofreciéndome una sonrisa
desabrida e irónica, y creo que le respondí asintiendo con la cabeza.
Ella aparentaba tener al menos diez años más de los veintisiete años que tenía, como una mujer
que ya hubiera sobrevivido a una vida bastante turbulenta y que quizás había vuelto a
comenzar una segunda. Se distinguían finas líneas en las comisuras de sus labios y sus ojos,
los semicírculos morados bajo los ojos delataban un insomnio crónico y consumo excesivo de
drogas y, si no me equivoco, un atisbo prematuro de cabellos plateados en su cabello negro y
corto. ¿Qué es lo que había esperado? Es difícil decirlo ahora, a toro pasado, pero me sorprendió
su altura, y el iris de sus ojos, que era de un sorprendente tono gris. De inmediato me recordaron
al mar, a niebla y rompeolas y a cantos de granito perfectamente pulidos por los siglos de espuma.
Los griegos decían que la diosa Atenea tenía ojos «gris-mar», y me pregunto qué habrían
pensado de los ojos de Lillian Snow.
—No he estado bien —le confió ella, haciendo que la confidencia sonara casi como un mea
culpa, y aquellos ojos pétreos se dirigieron hacia una silla del vestíbulo de mi apartamento. La
conduje al sofá Davenport en la diminuta salita junto a mi estudio, y ella me lo agradeció.
Me pidió whisky o ginebra, y luego se rio de mí cuando le dije que era abstemio. Cuando le
ofrecí té, ella lo rechazó.
—¿Un pintor que no bebe? —preguntó—. No me extraña que jamás haya oído hablar de usted.
Creo que farfullé algo en ese momento sobre la Décimo-octava Enmienda y la Ley Volstead,
lo cual provocó en ella una mueca en la que se entremezclaban la incredulidad y el desprecio.
Me respondió que ese era el segundo strike y que si resultaba que tampoco fumaba se
marcharía, ya que quedaría probado que mi afirmación de que era pintor era una patraña,
y sabría que la había atraído a mi apartamento mediante falsedades. Pero entonces le ofrecí
un cigarrillo, uno de los Gitanes brun a los que me aficioné por primera vez en la universidad,
y ese gesto pareció relajarla ligeramente. Encendí su cigarrillo y se recostó sobre el sofá, todavía
con aquella sonrisa irónica en los labios, observándome con sus ojos gris-mar y el delgado
rostro envuelto en velos diáfanos de humo. Llevaba un sombrero de campana de fieltro amarillo que
no combinaba muy bien con la camisa de seda bermellón, y vi que había una carrera en la media
de la pierna izquierda.
—Usted conoció a Upton Pickman —dije torpemente, lanzándome demasiado rápido al grano
e, inmediatamente, su expresión se volvió un tanto recelosa. No dijo nada durante casi un minuto
entero, se limitó a permanecer sentada devolviéndome la mirada, y en silencio maldije mi
impaciencia y falta de tacto. Pero entonces regresó la sonrisa, se rio suavemente y asintió.
—Vaya —dijo—. Ese nombre no lo había escuchado desde hacía mucho tiempo. Pero sí, claro,
conocí al hijo de puta. Así que, ¿qué es usted? ¿Otro de sus protegidos, o tal vez sólo uno de esos
afeminados que le gustaba tener a mano?
—¿Entonces es cierto que Pickman era de la acera de enfrente? —pregunté.
Ella se volvió a reír, y en esta ocasión detecté en su voz un inconfundible eco a burla. Dio otra
larga calada al cigarrillo, exhaló el humo y me miró a través de este con los ojos entornados.
—Señor, todavía tengo que encontrar la criatura, ya sea macho, hembra, o cualquier cosa
entre medias, que ese jodido degenerado no se follaría si tuviera la más mínima oportunidad —
se calló unos segundos mientras tiraba la ceniza al suelo
—. Así que, si usted no es un marica, entonces ¿qué es usted? ¿Un judío, quizás? Tiene pinta
de judío.
—No —repliqué—. No soy judío. Mis padres eran católicos, pero yo no soy muy de nada, me
temo, tan sólo un pintor del que nunca ha oído hablar.
—¿En serio lo está?
—¿En serio estoy qué, señorita Endecott?
—Asustado —dijo, dejando escapar el humo por la nariz—. Y no se atreva a llamarme
«señorita Endecott». Me hace parecer una maldita maestra o algo igual de miserable.
—¿Así que, últimamente, prefiere que la llamen Vera? —pregunté, tentando a mi suerte—. ¿O
Lillian?
—¿Qué tal Lily? —dijo sonriendo, completamente desconcertada, por lo que pude observar,
como si declamara líneas de algún guión que había estado ensayando durante toda la semana.
—Muy bien, Lily —dije mientras le arrimaba el cenicero sobre la mesa. Lo observó frunciendo el
ceño, como si le estuviese ofreciendo un surtido de alimentos absolutamente repugnantes y
esperase que se lo comiera; no obstante, dejó de tirar la ceniza al suelo.
—¿Por qué estoy aquí? —preguntó, demandando una respuesta sin alzar la voz—.
¿Por qué se ha tomado tantas molestias para verme?
—No ha sido tan difícil —contesté.
Todavía no estaba preparado para responderle y quería alargar este encuentro un poco más,
comprendiendo, o más bien esperando, que probablemente se marchase en cuanto tuviera lo que
tenía que darle. En realidad, sí me había tomado muchas molestias; empecé telefoneando a
su anterior agente, y luego continué con una media docena de contactos cada vez de peor reputación
y menos dispuestos a cooperar. Tuve que sobornar a dos, y obligar a otro con una serie de
amenazas vacías que incluían contactos inexistentes en el Departamento de la Policía de Boston.
Pero tras hacer y decirlo todo, mis esfuerzos se vieron recompensados, porque aquí estaba
sentada frente a mí, los dos, solos, sólo yo y la mujer que había sido una estrella de cine y que había
jugado algún papel en la crisis nerviosa de Thurber, y que había posado para Pickman y casi
con toda seguridad había cometido un asesinato una noche de primavera en Hollywood. Ahí
estaba la mujer que podía responder a las preguntas que yo no me atrevía a formular, y que
sabía qué clase de ser había arrojado la sombra que vi en aquella sórdida película pornográfica.
O, al menos, ahí estaba lo que quedaba de ella.
—No quedan muchas personas vivas que se hubieran tomado la molestia —dijo, bajando al mismo
tiempo la mirada hacia la brasa humeante de su Gitane.
—Bueno, siempre he sido un tipo bastante obstinado —le dije, y ella sonrió de nuevo.
Era una sonrisa extrañamente salvaje, que me recordó a una de las primeras imágenes que tuve de
ella… aquel sofocante día de verano, ahora hace ya más de dos meses, mientras examinaba un
fajo de viejos recortes en la casa de huéspedes de Hope Street. El hecho de que su rostro no
fuera nada más que una máscara de glamour de cuento de hadas ayudaba a esconder su verdad al
mundo.
—¿Cómo lo conoció? —pregunté, y ella aplastó el cigarrillo en el cenicero.
—¿A quién? ¿Cómo conocí a quién? —frunció el ceño y desvió la mirada nerviosamente hacia la
ventana del vestíbulo, que está orientado hacia el este, hacia el puerto.
—Lo siento —contesté—. Pickman. ¿Cómo llegó a conocer a Richard Pickman?
—Algunas personas opinarían que tiene unos intereses poco saludables, señor Blackman —
replicó al tiempo que su sonrisa peculiarmente carnívora se borraba rápidamente, llevándose
con ella cualquier atisbo de amenaza. En su lugar, tan sólo quedaba una cáscara desamparada y
acabada de mujer.
—Y, sin duda, también han dicho lo mismo de usted muchas, muchas veces, Lily. Leí todo lo
ocurrido sobre Durand Drive y la tal Delgado.
—Sin duda lo ha hecho —dijo suspirando y sin apartar la mirada de la ventana—. No habría
esperado menos de un tipo tan obstinado como usted.
—¿Cómo conoció a Richard Pickman? —le pregunté por tercera vez.
—¿Importa mucho? Eso ocurrió hace mucho tiempo. Hace muchos, muchos años. Él está muerto…
—No se encontró su cuerpo.
Y en ese instante, apartó la mirada de la ventana y me miró, y todas aquellas inesperadas
líneas en su rostro parecieron hacerse más profundas súbitamente; puede que tuviera veintisiete
años biológicamente, pero nadie se habría extrañado si hubiera afirmado que tenía cuarenta.
—El hombre está muerto —dijo con voz inexpresiva—. Y si por alguna casualidad no lo está,
bueno, todos deberíamos ser lo suficientemente afortunados para conseguir lo que nuestro
corazón anhela, sea lo que sea.
A continuación, volvió a mirar a la ventana y, durante un minuto o dos, ninguno de los dos habló.
—Usted me dijo que tiene los dibujos —dijo ella, finalmente—. ¿Era una mentira para que subiera
aquí?
—No, los tengo. Bueno, dos de ellos —alargué el brazo para agarrar la carpeta apoyada junto
a mi silla y desaté el cordel que la mantenía cerrada—. Por supuesto, no sé en cuántos otros
dibujos de Pickman habrá posado usted. ¿Hay más?
—Más de dos —contestó ella, ahora casi susurrando.
—Lily, todavía no ha contestado mi pregunta.
—Y usted es un tipo obstinado.
—Sí —le aseguré, mientras sacaba los dos desnudos de la carpeta y los sostenía en alto para que
los viera, pero aún sin dejarle tocarlos.
Ella los examinó durante unos segundos y su semblante permaneció relajado e imperturbable,
como si la visión de aquellos dibujos no provocara en ella ningún recuerdo en absoluto.
—Necesitaba una modelo —explicó, girándose de nuevo hacia la ventana y al cielo azul de
octubre—. Yo acababa de llegar de Nueva York y estaba alojada con una amiga que lo conoció en
una galería o en una conferencia o algo similar. Mi amiga sabía que andaba buscando modelos,
y yo necesitaba el dinero.
Miré una vez más los dos dibujos al carboncillo, la curva de aquellas amplias caderas, los
redondos y firmes glúteos, y la cola… un apéndice doblado y deforme que sobresalía de la base
del coxis y llegaba hasta la articulación de las rodillas de la modelo. Como ya he dicho antes,
Pickman estaba fascinado por el realismo y su ojo para la anatomía humana era casi tan extraño
como los necrófagos y demonios que pintaba. Señalé uno de los dibujos, a la cola.
—Eso no es una licencia artística, ¿verdad?
Ella no volvió a mirar los dibujos, se limitó a negar lentamente con la cabeza.
—Me operaron en Jersey, en 1921 —dijo ella.
—¿Por qué esperó tanto tiempo, Lily? Tengo entendido que ese tipo de deformaciones son
corregidas habitualmente durante el parto, o poco después.
Y estuvo a punto de volver a sonreír con aquella sonrisa hambrienta y salvaje, pero esta murió,
incompleta, en sus labios.
—Mi padre tiene sus propias ideas sobre tales cosas —dijo en voz baja—. Mire, siempre se
enorgulleció de que el cuerpo de su hija hubiera sido bendecido con la prueba de su herencia.
Le hacía sentir muy feliz.
—Su herencia… —comencé a decir, pero entonces Lily Snow levantó la mano izquierda,
haciéndome callar.
—Creo, señor, que ya le he respondido suficientes preguntas para una sola tarde. Especialmente,
teniendo en cuenta que usted tan sólo tiene ese par de dibujos, y que no me dijo que ese fuera el
caso cuando hablamos.
Asentí de mala gana y le entregué los dos dibujos. Ella los cogió, me dio las gracias y se
puso en pie, limpiándose una pelusa o una mota de polvo de su camisa bermellón. Le dije que
lamentaba no tener los otros dibujos en mi posesión, que no se me había ocurrido pensar que
hubiera posado para otros aparte de aquellos dos. Esta última parte era mentira, por supuesto,
porque sabía que Pickman sin duda habría realizado tantos bocetos como hubiera podido al
contemplar un cuerpo tan inusual.
—No hace falta que me acompañe a la salida —me informó cuando me disponía a levantarme de
la silla—. Y no volverá a molestarme más, nunca más.
—No —accedí—. Nunca más. Tiene mi palabra.
—Sois unos mentirosos hijos de puta, todos vosotros —dijo ella, tras lo cual el fantasma viviente
de Vera Endecott se volvió y se dirigió al vestíbulo.
Unos segundos más tarde escuché cómo se abría la puerta y a continuación cómo se cerraba de
un portazo, y me quedé sentado allí, en la pálida luz del día moribundo, mirando los sombríos rastros
que permanecían en la carpeta de Thurber.

24 de octubre, 1929
Esto es el final. Tan sólo unas cuantas palabras más y habré acabado. Ahora sé que al haber
intentado capturar estos terribles sucesos, no he logrado hacerlo en absoluto, sino que
simplemente les he aportado una nueva perspectiva más clara.
Hace cuatro días, la mañana del 20 de octubre, fue descubierto un cuerpo suspendido del tronco
de un roble que se yergue cerca del centro del camposanto de King’s Chapel. Según informaban
los periódicos, el cuerpo pendía a cinco metros del suelo, atado por la cintura y el pecho con tramos
entrelazados de soga de yute y alambre de embalaje. La mujer fue identificada como la que en
otro tiempo fuera la actriz Vera Endecott, Lillian Margaret Snow de soltera, y se abundaba en su
fama y el infructuoso intento de ocultar su relación con los Snow de Ipswich, Massachusetts, una
familia adinerada, pero también hermética y de pésima reputación. Su cuerpo estaba totalmente
desnudo, había sido destripada y su lengua aparecía cercenada. Los labios habían sido cosidos con
puntadas de hilo de sutura. Alrededor del cuello colgaba un letrero en el que había escrita una
palabra con lo que se cree que era la sangre de la propia mujer: apóstata.
Esta mañana estuve a punto de quemar la carpeta de Thurber, junto a todos mis archivos. Incluso
llegué a transportarlo todo al fogón, pero luego me falló la fuerza de voluntad, y simplemente me
quedé sentado en el suelo, mirando los recortes y los bocetos de Pickman. No sé qué fue lo que
detuvo mi mano, más allá de la sospecha de que la destrucción de aquellos papeles no iba a
salvarme la vida. Si me quieren muerto, entonces moriré. Ya he avanzado demasiado por este
camino para poder librarme intentando destruir las pruebas físicas de mi investigación.
Depositaré este manuscrito y todos los documentos relacionados que he reunido en mi caja fuerte
de depósito, y luego intentaré retomar la vida que tenía antes de la muerte de Thurber. Pero no
puedo olvidar una de las frases de la nota de suicidio del guionista, Joseph Chapman… ¿cómo
puede un hombre olvidar, deliberada y completamente y para siempre las visiones que yo he
tenido la desgracia de contemplar? Cómo, en efecto. Y tampoco puedo olvidar los ojos de la
mujer, aquella tonalidad pétrea del gris de un mar revuelto. O aquella deforme sombra fugazmente
vista en los últimos segundos de una película que podría haber sido rodada en 1923 ó 1924, y que
podría haber sido titulada La Hija del Perro o La Necrófila.
Sé que las pesadillas no van a abandonarme, ni ahora ni en un tiempo futuro; tan sólo ruego tener
la suerte de que esta haya sido la última vez que contemplo despierto aquellas visiones aterradoras
que invocó mi mente estúpida y entrometida.

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