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El saber didáctico (Camilloni, Alicia)

Capítulo 2: Didáctica general y didácticas específicas


En tanto que la didáctica general se ocupa de dar respuestas a las cuestiones presentadas en el capítulo 1, sin
diferenciar con carácter exclusivo campos de conocimiento, niveles de la educación, edades O tipos de establecimientos,
las didácticas especificas desarrollan campos sistemáticos del conocimiento didáctico que se caracterizan por partir de
una delimitación de regiones particulares del mundo de la enseñanza. Los criterios de diferenciación de estas regiones
son variados, dada la multiplicidad de parámetros que se pueden aplicar para diferenciar entre clases de situaciones de
enseñanza.
Enumeraremos algunos de estos criterios en una presentación que no se propone ser exhaustiva porque, como veremos,
hay una significativa multiplicidad de categorías y niveles o grados de análisis en su definición. Esta diversidad responde
no sólo a la heterogeneidad de las clasificaciones en uso. sino, particularmente, al gran dinamismo de la sociedad y del
conocimiento, lo cual genera en estas consideraciones cambios frecuentes debidos al surgimiento progresivo de nuevas
modalidades de educación, nuevos sujetos, nuevos propósitos y nuevas formas de conceptuar estas transformaciones.
Entre los criterios más usuales encontramos los siguientes:
1. Didácticas especificas según los distintos niveles del sistema educativo: didáctica de la educación inicial, primaria,
secundaria, superior y universitaria. A estas grandes divisiones se les agregan frecuente mente subdivisiones que
especializan la didáctica según los ciclos de cada uno de los niveles y aun divisiones más pequeñas como, por ejemplo,
didáctica del primer grado de la escolaridad primaria o del primer año de la escuela secundaria o de la universidad.
2. Didácticas específicas según las edades de los alumnos: didáctica de niños, de adolescentes, de jóvenes adultos, de
adultos y de adultos mayores. También aquí encontramos especialidades donde las divisiones son también más finas y
diferencian ciclos evolutivos con mayor precisión, como didáctica de la primera infancia, por ejemplo.
3. Didácticas específicas de las disciplinas: didáctica de la Matemática, de la Lengua, de las Ciencias Sociales, de las
Ciencias Naturales, de la Educación Física, del Arte, etcétera. Estas divisiones, a su vez, dan lugar a subdivisiones que
alcanzan niveles crecientes de especificidad, tales como didáctica de la enseñanza de la lectoescritura, didáctica de la
educación en valores, didáctica de la educación técnica, didáctica de la música, didáctica de la natación o didáctica del
inglés como segunda lengua. A estas delimitaciones se les van agregando otras más específicas aún, como, por
ejemplo, didáctica del inglés como segunda lengua con propósitos específicos que pueden ser algunos de los siguientes:
viaje, negocios, lectura literaria, conversación social , etcétera.
4. Didácticas específicas según el tipo de institución: didáctica específica de la Educación Formal o de la Educación No
Formal, con subdivisiones según se trate, por ejemplo, en el primer caso, de escuelas rurales o urbanas y, en el último
caso, de instituciones de capacitación para el trabajo o de instituciones recreativas, entre otras.
5. Didácticas específicas según las características de los sujetos: inmigrantes, personas que vivieron situaciones
traumáticas, minorías culturales o personas con necesidades especiales, las que a su vez se diferencian según el tipo y
grado de necesidad como, por ejemplo, sordos, hipoacúsicos, superdotados, etcétera.
Como se ve, sería imposible detallar todas las didácticas específicas que se han ido configurando durante el transcurso
de los muchos siglos en los que se ha producido una reflexión sistemática acerca de la enseñanza. Ya en una de las
primeras obras de gran alcance en la materia, la Didáctica Magna de Juan Amos Comenio (1657), encontramos varios
capítulos que se recortan presentando un trabajo específico en varias áreas de las didácticas de las disciplinas: didáctica
de las ciencias, didáctica de las artes, didáctica de las costumbres, didáctica de las lenguas y didáctica de la piedad.
Comenio mismo desplegó una tarea de especial dedicación respecto de la enseñanza de las lenguas, lo que dio lugar a
la publicación de una de sus más famosas obras, Janua Linguarum Reserata, en 1658. Desde entonces, algunos
pedagogos, en sus obras de pedagogía o didáctica general, señalaron expresamente la importancia que se debía dar a
los contenidos de la enseñanza.
Pero el mayor desarrollo de las didácticas específicas de las disciplinas fue obra, particularmente, de los especialistas en
los diferentes campos del conocimiento, y no provino de la didáctica general.
Por esta razón, la didáctica general y las didácticas específicas, en especial tratándose de didácticas de las disciplinas,
no siempre están alineadas, aunque tampoco es muy frecuente que se contradigan abiertamente. Sus relaciones son, en
verdad, complicadas. No sería ajustado a la verdad esquematizarlas al modo de un árbol en el que la didáctica general
constituyera el tronco del que, como ramas, derivaran las didácticas de las disciplinas. Sus vinculaciones son mucho más
intrincadas.
Si seguimos las orientaciones que ha tenido la construcción del conocimiento de la didáctica general y los procesos de
desarrollo del conocimiento en las didácticas de las disciplinas, observamos que esos procesos son
asincrónicos. Presentan, según las épocas, distintos grados de madurez, responden a diferentes enfoques teóricos,
tienen diversas tradiciones de investigación, referentes y problemas. Por esta razón, si la didáctica general no es,
ciertamente, la síntesis de las conclusiones a las que llegan las didácticas de las disciplinas, éstas no son, tampoco, una
adaptación a su terreno propio de los principios de la didáctica general.
El didacta alemán Wolfgang Klafki ofrece una síntesis interesante de las que, a su juicio, son las relaciones entre
didáctica general y didácticas especiales. Al respecto, formula cinco tesis ( citado en Kansanen y Meri, 1999):
Primera Tesis: La relación entre Didáctica general y Didácticas de las disciplinas no es jerárquica por naturaleza. Su
relación es, más bien, recíproca.
Esto significa que no es posible deducir las Didácticas de las disciplinas a partir de la Didáctica general. Aunque tratan de
los mismos problemas, naturalmente una materia específica aporta sus características típicas a la discusión, pero su
diferencia reside predominantemente en la posibilidad de generalizar sus conclusiones. Reducir la Didáctica General a
las Didácticas dé las disciplinas no es posible y la Didáctica General no tiene consecuencias inmediatas para la
Didácticas de las disciplinas.
Segunda tesis: La relación entre Didáctica General y Didáctica de las disciplinas está basada en la igualdad y la
cooperación constructiva. Sus maneras de pensar, sin embargo, pueden ser divergentes.
Tercera tesis: La Didáctica General y las Didácticas de las disciplinas son necesarias unas a las otras.
Cuarta tesis: El rol que desempeña la Didáctica de las disciplinas en su relación entre la disciplina y la educación es no
sólo mediacional entre una y otra. sino que debe ser vista como más independiente por sus propias contribuciones al
área común de la educación y de la disciplina.
Quinta tesis: Si bien la Didáctica General tiene como fin desarrollar un modelo tan comprehensivo como sea posible,
esto no significa que estos modelos puedan incluir el proceso instruccional completo, en su totalidad. Los modelos de las
Didácticas de las disciplinas pueden estar elaborados con más detalle en razón de su especificidad propia.
LAS PERSPECTIVAS EN LA DIDÁCTICA: LA DIDÁCTICA NO ES UN ÁRBOL
Como observamos, los vínculos entre la didáctica general y las didácticas específicas de las disciplinas son muy
intrincados, con resistencias múltiples, incomprensiones y debates, situaciones que son característica􀈦 de los
enfrentamientos entre comunidades académicas. No ocurre lo mismo con las didácticas de los niveles o de las edades
de los sujetos, que se aproximan más en sus producciones teóricas a la didáctica general dado que, por su carácter más
comprehensivo (un ciclo de la vida, un nivel del sistema), trabajan con principios didácticos de mayor alcance.
Pero aunque, en particular, las didácticas de las disciplinas hayan seguido con frecuencia caminos propios, algo hay de
cierto en la afirmación de que la didáctica es una síntesis y que en las didácticas específicas hay adaptaciones de los
principios generales a contextos delimitados de acuerdo con alguno de los criterios que arriba mencionamos. No ocurre
esto en todos los casos ni siempre. En algunas ocasiones, incluso, se encuentran contradicciones entre ellas,
contrariamente a lo que el sentido común nos podría llevar a imaginar. Pero en ambas orientaciones de la didáctica,
general y específicas, se han elaborado teorías importantes sobre la base del estudio, la investigación, la práctica y la
reflexión crítica.
Debemos señalar que, debido a que las didácticas específicas se trabajan desde la situación especial de la enseñanza
de una clase de contenidos, o en un nivel educativo, o en una franja etaria de alumnos, esto es, en un tipo de situación
didáctica determinada, están más cerca de la práctica que la didáctica general. Pero esta última está más próxima al
estudio de las teorías del aprendizaje, de las teorías del pensamiento y los procesos de cognición, de las teorías sobre
los atributos personales y de las teorías filosóficas de la educación, esto es, las teorías de mayor nivel de generalidad.
Porque ése es su campo disciplinar por cuanto constituye una teoría de la acción pedagógica sin más especificación, los
principios de la didáctica general son propuestos con un alcance muy amplio y con la intención manifiesta de abarcar la
más amplia gama de situaciones diversas de enseñanza.
Su enfoque es, por tanto, el de los aspectos comunes de las situaciones, más allá de las diferencias que también las
caracterizan. Por ello, en cada una de esas situaciones, además de los principios de la didáctica general, se ponen en
juego los entrecruzamientos de los saberes que surgen de todas las didácticas específicas que definen esa situación
particular: nivel educativo, edad de los sujetos, clases de sujetos, tipo de institución y contenidos disciplinarios.
De esta manera, los saberes y propuestas de la didáctica general y las didácticas específicas construyen un entramado
complicado en cada situación. Se enseña, por ejemplo, «historia universal a niños de escuela primaria rural del primer
ciclo», o se enseña «física a alumnos adolescentes de escuela secundaria técnica que se orientan a la electrónica» o se
enseña «anatomía a un grupo numeroso de estudiantes universitarios de kinesiología» o se enseña «francés a adultos
en un instituto de educación no formal».
Las didácticas generales y específicas deben coordinarse, en consecuencia, en un esfuerzo teórico y práctico siempre
difícil de lograr, porque se trata de una coordinación que encuentra, a la vez, buenos motivos y grandes obstáculos.
Los buenos motivos atienden a preservar la unidad del proyecto pedagógico y del sujeto que aprende diferentes
disciplinas en un mismo grado o año de un nivel de la educación y que se forma en un mismo marco curricular e
institucional. Los obstáculos surgen de la heterogeneidad teórica de las didácticas, que son construidas por diferentes
grupos académicos, con distinta formación y, en consecuencia, desde diversas perspectivas. En este sentido, la
construcción de la integración de los saberes didácticos constituye un verdadero programa teórico y de acción, que
implica muchos y serios desafíos.
Veamos, entonces, a través de algunos ejemplos, cuál es la secuencia de estas relaciones. Algunos problemas son
planteados desde las teorías generales del aprendizaje y de la enseñanza, como, por caso, la necesidad de explicar
cómo se producen y promueven los procesos de evocación y empleo de conocimientos aprendidos en ciertas situaciones
de aprendizaje cuando se presenta la necesidad de resolver nuevas situaciones, el clásico problema de la «transferencia
de los aprendizajes». Tema fundamental para las decisiones de diseño curricular, esta cuestión fue planteada por
pedagogos que podríamos denominar «generales» e investigada, también, por los especialistas en la enseñanza de
algunas disciplinas. Recibió respuestas no coincidentes de unos y otros en el interior de los dos campos. Así ocurrió por
ejemplo, en el primer cuarto del siglo XX con Edward Thorndike en el campo de la psicología del aprendizaje de enfoque
conductista con su teoría de la transferencia de los elementos o componentes idénticos o, entre otras, con la más
reciente teoría de la cognición situada (Brown, Collins y Duguid, 1989), que se conformó en el marco de un enfoque
cognitivo a partir de experiencias realizadas en la enseñanza de diversas disciplinas científicas y a la que nos referiremos
más adelante. Sin embargo, los estudios de metaanálisis que buscan la consistencia entre las conclusiones a las que
arman numerosos trabajos de investigaciones sobre temas semejantes, estudios que constituyen uno de los aportes más
fértiles que recibe actualmente la didáctica general, contribuyen a mostrar que hay una concurrencia significativa en las
conclusiones a las que llegan los investigadores en los trabajos que emprenden en el marco de las diversas didácticas
específicas de las disciplinas, de las edades y de los niveles del sistema educativo. De esta manera es posible legitimar
teorías de la didáctica general mediante la sistematización de investigaciones que se hacen en didácticas específicas. Lo
mismo ocurre con cuestiones que se refieren al diseño curricular y la programación didáctica, a la evaluación formativa
de los aprendizajes, a la evaluación de la calidad de la enseñanza realizada por los alumnos, a los resultados del empleo
de algunas estrategias de enseñanza como la resolución de problemas, el método de casos y el método de proyectos,
entre otros. Todos ellos con antecedentes de estudio en la didáctica general y con investigaciones localizadas en
disciplinas, edades y niveles determinados de la educación. El trabajo con los procesos de metacognición de los alumnos
es otro ejemplo en el que el planteo del problema, la dirección de lo general a lo específico y el retomo de lo específico a
lo general configuran un esquema de trabajo, por lo común no programado inicialmente por sus protagonistas, pero
siempre altamente fructífero.
Los desarrollos de la psicología cognitiva brindan un fundamento muy importante a la didáctica. En la medida en que nos
permiten comprender mejor los procesos de aprendizaje, del pensamiento y la comprensión, las relaciones entre
memoria y comprensión y la organización del conocimiento, nos ofrecen una información indispensable para la
orientación y la guía de los procesos de aprendizaje de nuestros estudiantes. El aprendizaje ya no es una «caja negra».
Tampoco lo es la mente.
Algunas teorías provenientes de este campo presentan gran interés para la didáctica general. Entre los trabajos ya
clásicos sobre estos temas, la teoría de la cognición situada posee, seguramente, un alcance mayor por la variedad de
consecuencias que tiene sobre la adopción de decisiones curriculares y de programación de la enseñanza y la
evaluación. Así como Philip Johnson-Laird argumenta que la resolución de problemas es específica, no depende del
razonamiento lógico y se supedita al contenido del texto al que se refiere, esta teoría acentúa, también, el papel de la
situación específica en que se realiza el aprendizaje. Brown, Collins y Duguid (1989) sostienen, críticamente, que
muchas prácticas de la enseñanza suponen de manera implícita que el conocimiento conceptual puede ser abstraído de
las situaciones en las que fue aprendido y empleado. Por eso, afirman, existe una brecha en el aprendizaje de los
alumnos entre conocer qué (conocimiento conceptual) y conocer cómo (conocimiento procedimental), o entre saber decir
y poder emplear el conocimiento. Esa brecha bien puede ser el producto de las prácticas de enseñanza, porque los
alumnos ven los contenidos fuera de las actividades y del contexto en que se habrán de utilizar. Los autores de este
trabajo afirman que, por el contrario, la situación de aprendizaje coproduce el conocimiento y que los conceptos se
desarrollan en el curso de la actividad. Los conceptos no son abstractos, no están autocontenidos. Son, en cierto modo,
semejantes a herramientas cuyo significado no puede ser comprendido sino a través del uso, lo cual supone adoptar el
sistema de creencias de la cultura en la que son empleadas. Cuando esto no ocurre, los conceptos se convierten en
conocimientos inertes. El aprendizaje «robusto» (no inerte) se logra en la interrelación actividad-cultura-concepto.
Ninguno de éstos puede ser comprendido sin los otros dos. Las disciplinas académicas, las profesiones y los oficios son
culturas. Los estudiantes no pueden aprender los conceptos sin aprender las culturas. El aprendizaje es un proceso de
enculturación.
Pero la forma en que se enseñan los conceptos en la escuela, por lo general, es muy diferente de la forma en que los
que practican esas culturas utilizan esos mismos conceptos. Los estudiantes pueden aprobar los exámenes pero no ser
capaces de usar sus conocimientos en situaciones de práctica auténtica. Brown, Collins y Duguid proponen que el
aprendizaje se organice sobre la base de la resolución colectiva de problemas y mediante el despliegue de múltiples
roles cognitivos que promuevan la confrontación con estrategias no efectivas y con errores de concepción, y que
conduzcan, de este modo, a la preparación para la realización efectiva de trabajo colaborativo.
Los conceptos de práctica «auténtica», de situación «auténtica», de evaluación «auténtica», se asocian a las prácticas
corrientes de la cultura. «Auténtico» quiere decir en este contexto «real, coherente, significativo, intencional».
Relacionada con la teoría de la antropóloga Jean Lave y el especialista en ciencias de la computación Etienne Wenger,
la concepción de que lo que se aprende lleva la marca de la situación y el contexto en que fue aprendido, replantea un
viejo problema de la didáctica (Lave, 1991, Lave y Wenger, 1991). ¿ Qué y cómo enseñar para que los alumnos
transfieran lo aprendido a otras situaciones y, en particular, a la vida real? Encontrarnos en la historia de la teoría del
currículo y en las justificaciones de algunas teorías didácticas un conjunto de «teorías de la transferencia de los
aprendizajes»: la teoría de la disciplina mental o formal (base del currículo clásico), la teoría de los elementos o
componentes idénticos (base del currículo por competencias, por objetivos o vocacional), la teoría de la generalización
(que procura solucionar el problema de la relación teoría-práctica), la teoría de la transferencia de modelos ( con base en
la teoría de la Gestalt) y la teoría de la cognición situada. Esta última es muy interesante porque señala la gran
importancia que reviste que la situación de aprendizaje sea bien elegida, pues la actividad debe ser real y corresponder a
una práctica social; de otro modo, el conocimiento será, como hemos visto, inerte. Una observación semejante hace
Jean-Louis Martinand (1993), quien critica la enseñanza escolar por ser autorreferencial. Es fundamental, según este
autor, definir las «prácticas de referencia» para determinar las trayectorias que debe asumir el proceso de formación de
los estudiantes. A la teoría de la cognición situada se añade la teoría de la cognición distribuida, originada en trabajos de
Ed Hutchins en la década de los años ochenta con desarrollos de Gavriel Salomon, quien sostiene que «la cognición no
está en la cabeza; está distribuida sobre otras personas y herramientas» (Salomon, 2001). Esta teoría apunta a tratar de
comprender la organización del conocimiento. La idea es que el proceso cognitivo está mediado por otras personas, el
lenguaje, las herramientas, la organización social. Los procesos de formación, a través de su diseño y de su
implementación, deben atender a la conformación de situaciones de aprendizaje en las que estas redes de conocimiento
se configuren y crezcan.
Otras de las aportaciones que provienen del conocimiento desarrollado desde una visión general, son la teoría de las
inteligencias múltiples de Howard Gardner (1983) y la teoría de los estilos intelectuales de Robert Stemberg (1999). La
mirada general que busca principios y rasgos comunes en los procesos de enseñar y en su relación con los procesos de
aprender se revela, pues, muy fértil. Algo hay de cierto, en consecuencia, en la afirmación de que la didáctica es una
síntesis y que en las didácticas específicas se producen adaptaciones de los principios generales. Sin embargo, en
ocasiones se producen notorias contradicciones teóricas, debido a los desarrollos asincrónicos de unas y otras. Las
teorías que se suceden en el estudio de campos como los relacionados con los procesos psicológicos, el pensamiento, la
acción, el aprendizaje y la enseñanza, en los que el desarrollo del conocimiento es muy dinámico, genera con facilidad la
coexistencia de referentes teóricos diversos para la didáctica general y cada una de las didácticas específicas. Estas
disciplinas comparten una característica muy significativa de las ciencias sociales, la existencia simultánea de una
multiplicidad de teorías. Así es como las afinidades electivas se dirigen de la disciplina curricular hacia un tipo de
abordaje teórico, de cada comunidad académica hacia una perspectiva visualizada con mayor compatibilidad O más
adecuada a la naturaleza del conocimiento que se enseña o a la manera de visualizar las peculiaridades del sujeto que
aprende.
En algunos casos, la investigación realizada en una didáctica específica, por ejemplo, en la enseñanza de una disciplina
particular, permite identificar problemas que se revelan muy esclarecedores para la enseñanza de otras disciplinas. Es el
caso de un enfoque didáctico en la enseñanza de la matemática, como el de Guy Brousseau, Michelle Artigue e Yves
Chevallard, que desarrolló conceptos que han ejercido una influencia importante sobre otras didácticas específicas y
sobre la didáctica general, o de hallazgos relacionados con el descubrimiento de errores conceptuales en los alumnos de
un área disciplinar que sirvieron de guía para trabajos similares en otras disciplinas y cuyas conclusiones se incorporaron
a la didáctica general. Un ejemplo del movimiento que va de lo descubierto en una rama específica de la didáctica a la
didáctica general y también a otras didácticas específicas es, por ejemplo, el trabajo de Chi, Feltovich y Glaser (1981) en
el área de la enseñanza de la Física, en la que hicieron una comparación de la actividad cognitiva de categorización de
problemas realizada por novatos y expertos.
Esta investigación sirvió de modelo para la realización de gran cantidad de trabajos en el campo de otras disciplinas y se
aceptaron sus conclusiones sobre las modalidades diferenciales de los dos grupos (novatos y expertos), atribuyendo a
estas diferencias el carácter ele un rasgo general de las dificultades en el agrupamiento y modelización de problemas en
el aprendizaje de otras ciencias y que hay que tener en cuenta, en consecuencia, a la hora de programar la enseñanza.
Muchos trabajos efectuados en el campo de la enseñanza de las ciencias naturales sirvieron también, por ejemplo, para
dar cuerpo a la concepción de que el alumno, cuando llega al aula, no es, como afirmaba John Locke, una tabula rasa,
un papel en blanco, sino que tiene ideas acerca de cómo es el mundo y cómo se explican los fenómenos que debe
estudiar. ¿Cómo trabajar con esas ideas? ¿Se pueden modificar y reemplazar por nociones científicas o por otro tipo de
nociones?
En su libro Cómo aprenden ciencias los niños, Astolfi, Peterfalvi y Vérin (1998) hacen una crítica a las clases en las que
el profesor aparenta construir un diálogo. Sostienen que éste es sólo aparente en muchos casos porque en realidad
obliga a los alumnos a hacer un esfuerzo por decodificar las expectativas de respuesta correcta del docente, sin ofrecer
oportunidades para una efectiva confrontación de ideas. En reemplazo de un diálogo simulado, muy interesados en que
los alumnos participen de un auténtico «debate científico» en la clase de ciencias, los autores le proponen al docente que
procure que los niños razonen y argumenten, proporcionando orientación centrada en la situación, los conceptos, el
método, el obstáculo, esto es, el modelo mental a sustituir, y la producción. Para lograrlo el profesor debe adaptar su
comunicación a estos ejes principales y tener en cuenta desde un principio las representaciones de los niños cuando
inician su aprendizaje. No es suficiente, afirman, limitarse a permitir que esas representaciones emerjan y se expresen,
sino que es menester comprender los modos de pensar y los obstáculos que las estructuran y estabilizan. Es posible,
ciertamente, hacer uso de ellas de modo positivo para construir nuevas representaciones. Pero, ¿cómo emplear las
representaciones resistentes de los alumnos como un motor del aprendizaje científico? Con ese propósito recomiendan
emplear algunos recursos para dar carácter científico a la actividad de aprendizaje: apelar a la observación
y a la experimentación como instrumentos del razonamiento y a la anticipación de lo que va a ocurrir si..., favorecer los
momentos de problematización de los fenómenos observados o sometidos a experimentación, procurar la capacitación
en las actividades de modelización y estimular la producción de respuestas diversas.
En este caso, es posible partir de un ejemplo tomado de las observaciones y recomendaciones provenientes de una
didáctica específica de las ciencias para alumnos de la escuela elemental o primaria, porque se trata de _ideas que
seguramente también tienen valor para la enseñanza de las ciencias en la educación superior, por ejemplo, ya que, a
pesar de las diferencias en las edades, con las que trabaja el profesor de educación superior enfrenta problemas
semejantes a los del profesor de enseñanza elemental cuando se trata de modificar o sustituir las concepciones de los
estudiantes.
Los muchos trabajos de investigación que se proponen comprender los procesos de cambio conceptual, ubicados
disciplinariamente en el campo de la psicología del aprendizaje o de la didáctica según el énfasis está puesto en el
aprendizaje, en la enseñanza o en la intersección de ambas disciplinas, se asientan sobre teorías de la formación de
conceptos y concepciones y sobre teorías acerca de cómo se producen los cambios de unos y otras (Camilloni, 1997;
Rodríguez Moneo, 1999; Schnotz, Vosniadou y Carretero, 2006). Iniciados estos tipos de trabajo en la década del
setenta, como lo afirman Reinders Duit y David Treagust, «la investigación sobre las concepciones de estudiantes y
profesores y los roles de éstas en la enseñanza y el aprendizaje de la ciencia ha llegado a constituir uno de los dominios
más importantes de la investigación en educación científica durante las últimas tres décadas» (Duit y Treagust, 2003).
Aunque buena parte de estos trabajos se centran en los aspectos cognitivos de la construcción y del cambio de
conceptos y concepciones, otros han señalado la importancia de la dimensión afectiva en estos procesos. Así es como la
diferenciación entre modelos fríos y modelos calientes del cambio conceptual se revela iluminadora para comprender
cómo tales cambios ocurren o no ocurren, y también es útil para diseñar actividades de aprendizaje. Si los modelos fríos
se limitan a trabajar sobre la base de la información que se recibe del ambiente, la atención selectiva frente a las claves
que surgen de las consignas, la codificación y los niveles en los que se procesa la información y el pensamiento dirigido
a la resolución de problemas, los modelos calientes, sin desdeñar los factores cognitivos, apuntan a dar importancia a los
factores motivacionales, a su relación con la activación del conocimiento previo, al significado que tiene en estos
procesos el interés personal general y, en especial, al interés en la materia de estudio, así como a la percepción del valor
de utilidad del conocimiento y a la creencia en la posibilidad de aprender y emplear el conocimiento que tiene el alumno.
Cabe, entonces, preguntarse si ideas relacionadas con el cambio conceptual investigadas en la enseñanza de las
ciencias naturales, con frecuencia desarrolladas en el marco de una didáctica específica de un nivel de enseñanza,
se pueden transferir a la didáctica de otro de los niveles del sistema educativo.
Hasta ahora, la respuesta es positiva. La investigación ha mostrado que gran parte del conocimiento producido en una
didáctica específica de nivel es transferible a los otros niveles. Pero, ¿se puede transferir ese conocimiento desde la
enseñanza de las ciencias naturales a la enseñanza de las ciencias sociales? La respuesta también es afirmativa, como
lo demuestran las conclusiones de un número importante de investigaciones en este último campo.
¿Y de la enseñanza de las ciencias a la enseñanza de las humanidades, artes y otros dominios del conocimiento?
También en este caso es válida la transferencia de la teoría del cambio conceptual. Nacida, entonces, como
una teoría en un ámbito específico de la didáctica, con sus muchas ramificaciones en subteorías internas, hoy se ha
convertido en una teoría estelar de la didáctica general, que ninguna de las didácticas específicas puede ignorar.
La didáctica general había postulado con vehemencia, a partir de trabajos de algunos psicólogos, como Piaget, Vigotsky
y Bruner, que aunque dos alumnos den respuestas semejantes, éstas pueden tener significados diferentes para ellos y
que, de igual modo, una misma pregunta puede ser comprendida de diversa manera por dos estudiantes. Los hallazgos
de las didácticas específicas pudieron comprobar estos asertos de la didáctica general y, al mismo tiempo, brindar
ejemplos que permiten iluminar con una nueva luz, la del ejemplo concreto, el principio general.
De la confluencia del principio general y los ejemplos empíricos nace un principio general reconstruido gracias a la mejor
comprensión de los alcances de ese principio. Es el mismo, pero es nuevo. Es una construcción en espiral. Hoy sabemos
mejor que antes que para restituir el significado de la respuesta y de la pregunta, es necesario trabajar con los
estudiantes explícitamente sus significados. Invitarlos a pensar «en voz alta», pedirles explicación de los pasos que dan
en la resolución de los problemas, pero también aceptar que den saltos en el razonamiento, darles libertad para expresar
sus dudas e incertidumbres y, en particular, para cometer errores. El profesor experimentado, que conoce las ideas
previas que suelen sostener los estudiantes, puede hacer una exploración rápida al comienzo del curso o de cada tema o
unidad, para constatar qué y quiénes son los alumnos que comparten esas diversas ideas y concepciones, dejando
siempre un margen libre para que se expresen otras distintas. De esta manera, al conocer algunos de los problemas que
deberá enfrentar en la enseñanza tendrá una base para diseñar una primera programación para trabajarlos.
Desde la didáctica general se postula que es necesario atender a una doble demanda. La enseñanza, por una parte,
debe ser individualizada y, por ese camino, con el apoyo del docente que le proporciona andamios, el alumno logrará un
aprendizaje autónomo. Pero otra dimensión que también se debe incluir en la enseñanza para la comprensión profunda
es la que deviene de la consideración de las variables sociales en los procesos de aprendizaje. El aprendizaje
colaborativo se encuentra actualmente entre las estrategias de enseñanza que demuestran mayor valor didáctico. Las
fuentes de esta doble propuesta se hallan en la didáctica general de enfoque socio-cognitivo.
Para trabajar esquemas y conceptos se había revelado de gran efectividad la utilización del conflicto conceptual. John
Dewey lo había afirmado rotundamente: «El conflicto es el disparador del pensamiento». Pero en un avance posterior, el
papel de la interacción entre los estudiantes se mostró como un mecanismo que permite la aparición de nuevas
respuestas que no habrían podido ser logradas individualmente. De allí que el conflicto socio-cognitivo y no ya el conflicto
conceptual individual, juegue un papel fundamental en una didáctica constructivista. Este mecanismo consiste en la
expresión pública, antes de cualquier aprendizaje, de los modelos mentales que configuran el pensamiento de cada
alumno, la confrontación y la discusión de los diferentes puntos de vista de los alumnos en pequeño grupo y en
grupoclase y, finalmente, la validación o invalidación de hipótesis por medio de experiencias Y argumentaciones en un
marco construido por el profesor para favorecer la construcción social de los conocimientos. En ciertos casos y en
determinadas condiciones, la situación de co-resolución produce la aparición de diferentes respuestas que se deben a
distintos puntos de centración de los sujetos o a enfoques distintos de los participantes. En la búsqueda de acuerdos
o en la argumentación sobre las discrepancias se profundiza la comprensión de las teorías o los conceptos aunque éstos
no cambien necesariamente. El conflicto conceptual, entonces, es doble: es un conflicto interindividual, pero también es
intraindividual, en la medida en que el estudiante toma conciencia de que hay otras respuestas plausibles y que puede
llegar a dudar de la suya.
Esta idea, de este modo, se convirtió en un patrimonio teórico compartido por la didáctica general y las didácticas
específicas en su conjunto.
El diseño de actividades didácticas es un terreno en el que se revela, igualmente, la confluencia de las ideas que son
compartidas por la didáctica general y las didácticas específicas. Así como en la didáctica de las ciencias naturales se
preparan actividades destinadas a la resolución de problemas centradas en los alumnos, en la enseñanza de las ciencias
sociales, las actividades organizadas con el fin de lograr aprendizajes significativos responden a principios semejantes.
Lo que Jerome Bruner denominó primero «aprendizaje por descubrimiento» y luego «aprendizaje por invención»
constituye un enfoque didáctico especialmente •motivador en la enseñanza de todas las ciencias, formales, naturales y
sociales. Situaciones problemáticas en la enseñanza de las ciencias sociales, en las que la información debe ser
buscada y empleada para proponer una solución en una situación enigmática; donde el conocimiento del pasado
adquiere, además de su propio sentido, el de permitir comprender problemas actuales; donde las actividades individuales
y las tareas grupales de aprendizaje colaborativo se conjugan; donde la enseñanza y la evaluación no se programan
como tareas separadas sino que el aprendizaje genera recursos que facilitan la autoevaluación, son dos rasgos de la
enseñanza con un enfoque que no es exclusivo de una única didáctica específica. Empleamos este enfoque en una serie
de actividades diseñadas como introducción al estudio de las ciencias sociales, con el fin de ofrecer modelos creativos de
diseño de actividades interdisciplinarias en las que, intencionadamente, no se interrumpe el camino entre las ciencias
sociales, las ciencias naturales, la lengua y la matemática (Camilloni Y Levinas, 1989).
Veamos, finalmente, dos campos en los que la didáctica general ha efectuado aportes que no hubieran podido surgir de
modo integral desde ninguna de las didácticas específicas. Son ellos la teoría del currículo y la teoría de la evaluación de
los aprendizajes y de la calidad de la enseñanza.
No cabe duda de que la historia de la teoría del currículo se construye con variados aportes provenientes de visiones
abarcativas de las problemáticas sociales, culturales, políticas y pedagógicas que se proponen dar respuesta a las
clásicas cuestiones relacionadas con las misiones de la escuela y la formación de las personas. El currículo es,
seguramente, el mas complejo de los objetos de conocimiento de la didáctica. La teoría que se ha ido constituyendo
sobre el currículo desde el último cuarto del siglo XIX tiene carácter general. Las derivaciones y las aportaciones que fue
recibiendo desde las diversas didácticas específicas la han enriquecido sin alterar su carácter de fundamento para las
decisiones que se tomen respecto de lo que se debe enseñar, cuándo y cómo enseñarlo. Del currículo sólo corresponde
hablar, asumiendo el carácter fundamental que reviste, desde la visión general de un proyecto pedagógico en el que el
alumno no sea tratado como muchos sujetos diferentes, cada uno visto desde la óptica de una teoría parcial, de la
enseñanza. El alumno es uno, indivisible, orgánico y, en lo posible, armónico, y no debe recibir, por ende, un mosaico de
programas de formación; Las didácticas específicas deben contribuir a desarrollar un proyecto pedagógico de formación
buscando principios comunes, estrategias que se orienten a fines semejantes y que respeten los fundamentos didácticos
generales. Sirvan, como ejemplos, tanto la obra que sobre la teoría del currículo ha compilado Philip W. Jackson (1992)
cuanto la que han escrito William F. Pinar y otros (1996), porque constituyen sólidos compendios de los discursos
teóricos sobre el currículo que ofrecen bases para el tratamiento general y especifico de estas complejas problemáticas.
En consecuencia, mirado el problema desde la cuestión curricular, no hay posibilidad de acordar con una postura que
afirme que, desde un punto de vista epistemológico, las didácticas específicas, todas o alguna de ellas, son disciplinas
autónomas. Ninguna lo es, a nuestro juicio. Ni la didáctica general ni las didácticas específicas. Todas aportan a la
construcción de una acción pedagógica con sentido social, respetuosa del carácter integral que
debe tener la educación intencional.
De manera semejante, la teoría de la evaluación de los aprendizajes, desarrollada desde comienzos del siglo XX, ha ido
construyéndose sobre la base de principios generales, fundados sobre teorías epistemológicas, psicológicas y didácticas.
Cuestiones tales como las concepciones acerca de qué es conocer y saber, qué es lo que puede conocerse acerca de
los saberes de los alumnos, cómo obtener evidencias de cuáles y cómo son esos saberes, cómo pueden apreciarse sus
niveles de calidad, qué instrumentos de evaluación emplear y de qué modos pueden hacerse estimaciones sobre el valor
de los aprendizajes que los alumnos han logrado, son todas preguntas generales que reciben también respuestas
generales. Luego, en cada didáctica específica de la disciplina, de la edad, del nivel de enseñanza, por ejemplo, recibirán
precisiones. De la misma manera que en las otras cuestiones que hemos ido planteando, el aporte de las investigaciones
efectuadas en los marcos de las didácticas específicas sobre estos temas ha ido enriqueciendo el campo, no sólo de la
didáctica general, sino también de las otras didácticas específicas.
He intentado mostrar, a través de algunos pocos ejemplos, que las relaciones entre la didáctica general y las didácticas
específicas son complejas y que las fecundaciones recíprocas son necesarias tanto para la didáctica general corno para
las didácticas específicas de las disciplinas, los niveles, las edades y los distintos tipos de sujetos e instituciones
educativas. Los aportes son significativos y las interrelaciones son fértiles, por lo tanto, para todas. La didáctica general
no puede reemplazar a las didácticas específicas ni éstas a aquélla. Constituyen una familia disciplinaria con una fuerte
impronta de rasgos comunes. Aunque no siempre es fácil lograr armonía y poner orden y organización en la familia, vale
la pena intentarlo. Por esta razón hemos usado la metáfora de Christopher Alexander sobre la ciudad (Alexander, 1965).
La didáctica tampoco es un árbol, es una gran red de conocimientos y de producción de conocimientos.
Unidad 6: La enseñanza
l. INTRODUCCIÓN
Como cualquier término de uso frecuente en el lenguaje cotidiano, el término «enseñanza» es de difícil definición por la
diversidad de situaciones a las que se aplica y, consecuentemente, la variedad de sentidos que asume.
Basta una ojeada a las siguientes frases: «Mi hermana me enseñó a tirarme a la pileta de cabeza», «Lamentablemente,
la vida enseña a ser desconfiado», «Enseñaba filosofía en la universidad», «Varias veces trataron de enseñarme a
apreciar la ópera».
En lo que sigue, intentaremos establecer, primeramente, un significado básico del término y, a continuación,
analizaremos sus manifestaciones como fenómeno humano, institucional, social, político. En este intento, el trabajo irá
-inevitablemente- presentando diversas perspectivas de análisis, al tiempo que repasando su evolución histórica. Como
el abordaje ha priorizado el alcance, el tratamiento de los temas es rápido; el lector que quiera profundizar en alguno de
los desarrollos teóricos presentados encontrará en las notas al pie las referencias necesarias.
2. RECORRIDOS CONCEPTUALES
De modo general, puede definirse a la enseñanza como un intento de alguien de transmitir cierto contenido a otra
persona. Es una definición sencilla que sólo indica el tipo de actividad que puede designarse como «enseñanza» sin
especificar nada acerca de las acciones de los participantes, los recursos utilizables y los resultados esperables.
Detengámonos en los rasgos de esta idea.
Un primer aspecto de la definición presentada es que la enseñanza involucra siempre tres elementos. En efecto, la
enseñanza supone alguien que tiene un conocimiento, alguien que carece de él y un saber contenido de la transmisión.
Como recuerda Passmore, «Por cada X que enseña, si X enseña, debe haber alguien a quien enseña y algo que
enseña» (1983: 36). A diferencia de lo que ocurre con el «dar», en el caso de «enseñar» esta naturaleza triádica es,
según Passmore, «cubierta», pues en el lenguaje corriente puede omitirse a quién o qué sin que pierda sentido la
afirmación de que alguien enseña. Pero la enseñanza es siempre una forma de intervención destinada a mediar en la
relación entre un aprendiz y un contenido a aprender, y por lo tanto, una actividad marcada tanto por los rasgos del
conocimiento a transmitir como por las características de sus destinatarios.' Obviamente, la definición presentada
constituye una modelización de situaciones muy diversas.
Quien enseña puede ser un profesor que interactúa con sus estudiantes cara a cara o a la distancia mediante medios de
comunicación que permiten la interacción remota, de manera sincrónica o asincrónica, o puede estar representado a
través de algún tipo de material didáctico, como una propuesta de instrucción programada o de aprendizaje asistido por
computadora. Del mismo modo, el aprendiz puede ser parte de un colectivo, ya sea un grupo de alumnos situado en un
aula o una comunidad de aprendizaje dispersa geográficamente que se contacta por medios específicos.
Un segundo aspecto a destacar es que la enseñanza consiste en un intento de transmitir un contenido. Puede tratarse de
una destreza como zambullirse de cabeza en una piscina, de un cuerpo organizado de conocimiento como la filosofía, de
una disposición como el gusto por un género musical. En cualquier caso, una actividad puede clasificarse como
«enseñanza» por su propósito de transmitir un contenido, aunque el cometido no se logre. De este modo, el término
abarca indistintamente tanto a los esfuerzos infructuosos realizados para que alguien aprenda algo, como a las
ocasiones en las que ello efectivamente sucede. Ello debe ser así porque puede haber enseñanza y no producirse el
aprendizaje, éste puede producirse parcialmente o incluso puede suceder que el otro aprenda algo diferente de lo que
fue enseñado. Entonces entre los procesos de enseñanza y aprendizaje no hay una relación de tipo causal que permita
asumir que lo primero conduce necesariamente a lo segundo.
Sin duda, la idea de causalidad entre enseñanza y aprendizaje domina el sentido común y resulta operativa aun en
quienes tienen acceso a una reflexión pedagógica especializada. Lleva a pensar estos dos procesos como si fueran «las
dos caras de una misma moneda», es decir, fases inseparables de un fenómeno único. Ésta es la idea que subyace a la
expresión de extendido uso «enseñanza-aprendizaje». Para Fenstermacher, la confusión se origina en la dependencia
ontológica del concepto «enseñanza» respecto del concepto «aprendizaje» en la estructura del lenguaje. Es decir, no
habría una idea de enseñanza si el aprendizaje no existiera como posibilidad; el concepto «enseñanza» depende para
existir del concepto «aprendizaje». Del mismo modo que en el caso de «buscar» y «encontrar», de «correr una carrera» y
«ganar», el segundo fenómeno debe existir como posibilidad, aunque no necesariamente como realidad, para que pueda
existir la primera idea. Pero, según el autor, el hecho de que, con mucha frecuencia, el aprendizaje se produzca después
de la enseñanza no debe ser explicado como una consecuencia directa de las acciones de enseñanza, sino de las
actividades que el propio estudiante emprende, a partir de la enseñanza, para incorporar un contenido. El término
«aprendizaje» alude tanto al proceso mediante el cual se adquiere un conocimiento (tarea), cuanto a su incorporación
efectiva (rendimiento). La enseñanza incide sobre el aprendizaje «como tarea» y son las tareas de aprendizaje
desarrolladas por el alumno las responsables del aprendizaje «como rendimiento». Fenstermacher (1989) denomina
«estudiantar» al conjunto de actividades que los estudiantes desarrollan para apropiarse del contenido (tratar con los
profesores, resolver las tareas asignadas, leer la bibliografía, elaborar resúmenes, identificar dificultades, hacer
consultas, ejercitarse, etcétera).
Entonces, la enseñanza sólo incide sobre el aprendizaje de manera indirecta, a través de la tarea de aprendizaje del
propio estudiante. Se pasa así de una concepción causal de la relación entre enseñanza y aprendizaje a una concepción
que reconoce mediaciones entre las acciones del docente y los logros de los estudiantes: mediaciones de carácter
cognitivo (resultantes de los procesos psicológicos mediante los cuales los estudiantes intentan la comprensión, logran
una representación mental del nuevo contenido y su integración con elementos disponibles de su estructura cognitiva) y
mediaciones sociales (derivadas de la estructura social del aula y las interacciones a través de las cuales el conocimiento
se pone a disposición y se comparte).
Presentar a la enseñanza como uno de los términos del binomio «enseñanza- aprendizaje» es más bien una advertencia
sobre el fin último de las acciones de enseñanza, sobre la responsabilidad social de los docentes de utilizar todos los
medios disponibles para promover el aprendizaje, y sobre la necesidad de considerar las características de los
destinatarios y no sólo los rasgos propios del cuerpo de conocimiento a transmitir. Pero, si se la analiza con
detenimiento, se ve que esta expresión ha constituido más un lema pedagógico que una utilización precisa del término.
Del otro lado, pensar la enseñanza como un intento de transmitir un conocimiento cuya apropiación efectiva depende de
las actividades desarrolladas por el propio destinatario no exime al docente de sus responsabilidades sobre el
aprendizaje de los estudiantes; sino que ayuda a dirigir sus mayores y mejores esfuerzos.
En tercer lugar, la enseñanza implica siempre una acción intencional por parte de quien enseña. Sin duda, en la
interacción social espontánea, las personas adquieren gran cantidad de información, destrezas, actitudes, valores, pero
se trata de un aprendizaje cuyo desarrollo y resultados son gestionados de manera personal e incluso, en ocasiones, sin
conciencia de los efectos de sus acciones por parte de quien opera como fuente de esos conocimientos. Es un
«aprendizaje incidental». En estos casos hay aprendizaje, pero no, enseñanza. Aunque en el lenguaje cotidiano puedan
utilizarse expresiones del tipo «La vida enseña», la enseñanza implica siempre un intento deliberado y relativamente
sistemático de trasmitir un conocimiento.
Es en la escuela, como agencia social especializada responsable de la reproducción cultural, donde este fenómeno
adquiere su fisonomía más precisa, pero este tipo de influencia educativa no es privativa de las instituciones educativas,
formales o no formales. Aprendimos a movernos y manejarnos en nuestro entorno inmediato a partir de los modelos
permanentes y la influencia sistemática que brindan los adultos cercanos, los ámbitos laborales disponen de dispositivos
de formación cada vez más sofisticados a fin de dar respuesta a los acelerados cambios en los modos de producción y
en las formas de organización del trabajo, etcétera. De todos modos, la preocupación de la didáctica por la enseñanza se
ha centrado en la enseñanza en situación escolar: es el problema de enseñar «todo a todos» el que ha requerido -y sigue
necesitando- respuestas especializadas.
En cuarto lugar, la definición presentada es «genérica», es decir, sólo procura establecer los rasgos básicos y comunes a
la diversidad de situaciones designadas como «enseñanza»: una situación en la que alguien intenta transmitir un
conocimiento a otro. Mayores detalles acerca del contexto, los recursos, las formas de transmisión, implican algún tipo de
opción sobre la base de algún marco valorativo que define ya no la enseñanza, sino una «buena enseñanza» como
puede apreciarse en las definiciones que se presentan a continuación:
La enseñanza será eficaz en la medida en que logre: cambiar a los alumnos en las direcciones deseadas y no en
direcciones no deseadas. Si la enseñanza no cambia a nadie, carece de efectividad, de influencia. Si cambia a un
alumno en una dirección no deseada [...] no puede ser considerada como una enseñanza eficaz. Habrá que calificarla de
deficiente, indeseable e incluso nociva. [...]
Una vez que usted ha decidido enseñar algo, se indican varios tipos de actividad, si se pretende que la enseñanza sea
satisfactoria. En primer lugar, hay que asegurarse de que existe una necesidad de enseñanza. [...] En segundo lugar, hay
que especificar claramente los resultados u objetivos que se pretende alcanzar con la enseñanza. Habrá que seleccionar
y preparar experiencias de aprendizaje para los alumnos, de acuerdo con los principios didácticos y habrá que evaluar la
realización del alumno de acuerdo con los objetivos previamente elegidos.
En otras palabras, primero decide usted a dónde quiere ir, después formula y administra los medios para llegar allí y,
finalmente, se preocupa usted de verificar si ha llegado (Mager, 1971:1).
[...] enseñar es plantear problemas a partir de los cuales sea posible reelaborar los contenidos escolares y es también
proveer toda la información necesaria para que los niños puedan avanzar en la reconstrucción de esos contenidos.
Enseñar es promover la discusión sobre los problemas planteados, es brindar la oportunidad de coordinar diferentes
puntos de vista, es orientar hacia la resolución cooperativa de las situaciones problemáticas. Enseñar es alentar la
formulación de conceptualizaciones necesarias para el progreso en el dominio del objeto de conocimiento próximo al
saber socialmente establecido.
Enseñar es, finalmente, promover que los niños se planteen nuevos problemas fuera de la escuela (Lemer, 1996: 98).
Deseo comenzar este capítulo con un pensamiento que resultará sorprendente para algunos y quizás ofensivo para
otros: simplemente que en mi opinión, la enseñanza es una actividad sobrevalorada. [...] Pero mi actitud implica más.
Tengo un concepto negativo de la enseñanza. [...] La enseñanza y la transmisión de conocimientos tienen sentido en un
mundo estático. Por esta razón ha sido durante siglos una actividad incuestionable. Pero el hombre moderno vive en un
ambiente de cambio continuo. Liberar la curiosidad, permitir que las personas solucionen según sus propios intereses,
desatar el sentido de indagación. Abrir todo a la pregunta y la exploración, reconocer que todo está en proceso de
cambio, aunque nunca lo logre de manera total, constituye una experiencia grupal inolvidable. En este contexto surgen
verdaderos estudiantes, gente que aprende realmente, científicos, alumnos y profesionales creativos, la clase de
personas que pueden vivir en un delicado pero cambiante equilibrio entre Jo que saben en la actualidad y los mudables y
fluidos problemas del futuro (Rogers, 1991: 143-144).
Las distintas teorizaciones acerca de la enseñanza articulan en un marco explicativo y prepositivo concepciones-más o
menos explícitas-acerca de lo que se considera una persona educada, el buen conocimiento, las formas
de aprendizaje más valiosas, las formas de intervención didáctica más efectivas, las características de contexto
educativo, los materiales más adecuados, etcétera. En tales casos estamos frente a definiciones «elaboradas» de
enseñanza; el contenido de la definición deja ya de ser descriptivo y se vuelve normativo, pues introduce pautas para la
acción a partir de un deber ser. Definiciones de tal tipo son necesarias, pues «Nos señalan direcciones que son buenos
lugares a los que dirigirse, nos ayudan a determinar si hemos perdido de vista el motivo de nuestros afanes; otorgan a
las tareas cotidianas de enseñar y aprender ese significado mayor y más humano» (Fenstermacher, 1989: 171).
Establecer una definición genérica permite delimitar el objeto de estudio sin asumir prematuramente perspectivas de
análisis y marcos interpretativos específicos, pero nuestras acciones –y nuestras discusiones- descansan en definiciones
elaboradas.
3. LA ENSEÑANZA: DE UNA ACTIVIDAD NATURAL ESPONTÁNEA A UNA PRÁCTICA SOCIAL REGULADA
A diferencia de otras especies que logran su adaptación al ambiente merced a patrones de comportamiento instintivos
transmitidos en su dotación genética, los hombres han logrado controlar y transformar su entorno natural de tal modo que
su adaptación al medio requiere la adquisición de destrezas ya no inscriptas en códigos genéticos, sino condensadas en
códigos culturales.
En consecuencia, en el caso del hombre la adaptación a su medio y su supervivencia como especie exigen el manejo de
una serie de herramientas, materiales y simbólicas, que conforman aquello que llamamos «cultura».
El hombre ha domesticado su entorno en un grado tal que las crías humanas al nacer están absolutamente desprovistas,
deben aprender todo lo que necesitan para sobrevivir. Incluso su desarrollo depende de un conjunto de prescripciones
acerca de «cómo ser hombre» que encauzan las diversas formas de crecimiento posibles a partir de la plasticidad de la
dotación genética humana en unos cursos culturalmente determinados (Bruner, 1998). La enorme disponibilidad genética
es la contracara de una dependencia extrema de la gestión educativa, y la enseñanza es, nada menos, que la actividad
mediante la cual los hombres aseguran su continuidad como especie.
Los adultos son los responsables de incorporar a los niños en una cultura, de inscribirlos en una historia. Como recuerda
Meirieu: «El adulto tiene un imperativo deber de antecedencia. No puede abandonar al niño sin "inscribirlo" o hacerlo
formar parte de una historia» (Meirieu, 2000: 5). El niño no puede elegir ni la lengua, ni las costumbres, ni los
conocimientos que va adquirir, justamente porque aún no está educado. Esto genera una paradoja: no se ayuda al otro a
construirse negando su deseo pero tampoco privándolo de las herramientas necesarias para darle forma. La transmisión
educativa debe avanzar entre dos callejones sin salida, la abstención pedagógica en nombre del respeto al niño y la
fabricación del niño en nombre de las exigencias sociales,' el camino es centrarse en la relación del sujeto con el mundo.
«Su función es permitirle construirse a sí mismo "como sujeto en el mundo": heredero de una historia en la que sepa qué
está en juego, capaz de comprender el presente y de inventar el futuro» (Meirieu, 1998:70).
La enseñanza no es una actividad exclusivamente humana, pero el horno sapiens es la única especie que enseña
deliberadamente, en contextos diferenciados en los que el conocimiento que se trasmite se usará. A diferencia
de los animales, que sólo aprenden y enseñan a partir de la demostración en situación, el hombre puede hacerlo, con
otros procedimientos, en escenarios ajenos a los de actuación. Ello es posible gracias a su desarrollada habilidad para
«contar» y «mostrar», pero sobre todo, para entender las mentes de otros a través del lenguaje (Bruner, 1997). Entre los
primeros hombres, la formación de los niños se daba mediante su participación en las actividades cotidianas de los
adultos orientadas a asegurar la supervivencia de la comunidad. Pero a medida que las sociedades se fueron
complejizando como consecuencia de una creciente división social de trabajo, la formación de los jóvenes requirió
ámbitos especializados, separados de los procesos productivos. Paralelamente, los hombres se volvieron más
conscientes de su capacidad para transformar su entorno inmediato y planear su futuro; la formación de los jóvenes se
convirtió en un factor clave en la evolución del hombre.
Gradualmente, la educación se transformó de una actividad humana en una institución humana. Dejó de ser un proceso
natural, espontáneo, desordenado, y se convirtió en un proceso sistemático, de responsabilidad colectiva.
La enseñanza fue quedando a cargo de personal especializado, se asoció a actividades y materiales específicos, y se
localizó en lugares determinados.
A lo largo de los siglos XVI y XVII, la educación de los jóvenes comenzó a desarrollarse mediante dispositivos cada vez
más formalizados y procedimientos estandarizados. De las clases impartidas por un tutor, niñera o institutriz sobre la
base de un programa de estudios acordado con la familia, surgieron las primeras formas de escolarización: maestros que
brindaban sus servicios en conjunto a varias familias de acuerdo con un programa fijo y, posteriormente, una red de
escuelas patrocinadas primero por la Iglesia y luego por el Estado. La tarea de enseñar comenzó a organizarse en clases
mediante la distribución de los alumnos en grupos, de acuerdo con niveles, cuyo avance a través del programa educativo
quedó asociado a un sistema de evaluación y al otorgamiento de credenciales. Mientras que las formas tempranas de
escolarización eran desplazadas hacia la periferia del sistema (las escuelas de zonas rurales a cargo de un maestro, las
escuelas de danza clásica, circo o fútbol con un programa propio, los maestros a domicilio de piano o pintura, etcétera),
el Estado progresivamente se convirtió en el administrador de la maquinaria educativa y se crearon agencias
responsables del gerenciamiento de procesos cada vez más sofisticados; los maestros dejaron de controlar el proceso
educativo y también los padres tuvieron que resignar el control total de la formación de sus hijos (Hamilton, 1996). Así,
acompañando el surgimiento y consolidación de las naciones, los Estados legislaron la educación, la formación básica se
volvió obligatoria, hubo una expansión matricular sin precedentes. La escuela se convirtió en el dispositivo pedagógico
hegemónico, símbolo de la modernidad, a la vez, su criatura y su guardián.
Como consecuencia, la enseñanza pasó a tener importantes consecuencias sociales y económicas sobre la vida de las
personas. Los grandes sistemas de enseñanza fueron la respuesta social a un problema doble: la preparación de la
mano de obra que las nuevas formas de organización del trabajo surgidas de la Revolución Industrial requerían y la
formación del ciudadano en sus deberes hacia los emergentes Estados nacionales. Para los impulsores de la escuela
común, igualdad política e igualdad económica eran dos facetas de un logro único. Pero, en el transcurrir de los
acontecimientos, mientras el acceso a la educación permitía el ascenso a la categoría de ciudadanos y favorecía la
igualdad política, el mercado distribuía papeles económicos desiguales y promovía la diferenciación económica. La
cantidad de años en el sistema educativo y el tipo de programa educativo se convirtieron en la clave de los logros
económicos y sociales (Lazerson y otros, 1987). En efecto, la enseñanza brinda conocimientos, destrezas, valores, cuya
adquisición está asociada a credenciales que certifican ante diversas agencias las competencias necesarias para el
desempeño de determinados papeles y que constituyen moneda de cambio para la adquisición de distinciones y
privilegios en los mercados sociales. El problema surge a partir de la imposibilidad de transmitir «todo a todos» y la
necesidad de definir, entonces, «qué a quiénes». La forma que asuma esta distribución segmentada del capital
intelectual y técnico de una sociedad siempre se vincula y expresa la distribución del poder y los mecanismos de control
vigentes en un contexto social dado. La enseñanza, entonces, nunca es neutral, siempre es una actividad política.
La enseñanza no sólo tiene consecuencias sobre la vida de las personas, sino también sobre el devenir de las
sociedades y el destino de las naciones.
La enseñanza contribuye a formar un tipo de hombre y un tipo de sociedad.
Un ideal más o menos explícito de «persona educada» da dirección y forma a las prácticas de enseñanza
(Fenstermacher y Soltis, 1999) y se expresa en los propósitos educativos, que pueden reconstruirse a través de los
textos curriculares vigentes en cada contexto histórico. Estas ideas son sostenidas e impulsadas por diversos grupos y
actores en el marco de procesos de negociación de carácter social y político mediante los cuales se definen las políticas
educativas. Según Egan (2000), tres grandes preocupaciones han marcado la orientación de los sistemas educativos a lo
largo de su evolución: la formación del ciudadano y del trabajador, el cultivo académico y el desarrollo personal del
sujeto. La primera orientación, la formación del ciudadano y del trabajador, centra su preocupación en la transmisión de
los conocimientos, normas y valores que la sociedad y el mercado de trabajo requieren para su autoperpetuación. Esta
preocupación homogeneizadora –que Durkheim describe claramente- puede reconocerse tanto en las primeras
prácticas educativas de las sociedades primitivas como en la escuela occidental moderna. Pero sin duda, alcanzó en la
obra de Bobbit su expresión más sistemática. En el pensamiento de los teóricos de la «eficiencia social», la escuela
debía pensarse como un sistema de producción al servicio de los insumos que la sociedad y la naciente empresa
moderna requerían. De todos modos, y con matices, esta preocupación puede reconocerse en los planteos que intentan
vincular la escuela a las prácticas sociales y profesionales de referencia. La segunda orientación enfatiza el cultivo
académico, esto es, intenta proporcionar al estudiante una visión racional de la realidad a través de las estructuras
conceptuales que ofrecen las disciplinas. Para esta perspectiva, al igual que para Platón, no es educada la persona
consustanciada con los conocimientos, destrezas y valores de su tiempo, sino aquella capaz de trascender las creencias,
los prejuicios y los estereotipos de la época y establecer una base de certeza a través de formas de conocimiento que
proporcionan las estructuras disciplinares. Esta idea ha fundamentado la enseñanza de contenidos que no se justifican
por su utilidad inmediata y ha inspirado los movimientos de reforma curricular que identifican a las disciplinas como
fuente privilegiada del contenido, tendencia que tiene a Bruner y Schwab como sus representantes más conocidos. La
tercera orientación se centra en el desarrollo personal del alumno. Pueden identificarse sus raíces en la obra de
Rousseau y su continuidad en la obra de Dewey, Piaget y los teóricos de la Escuela Nueva. Más recientemente, puede
reconocerse una preocupación semejante en la propuesta no directiva de Rogers. Todos estos planteos han puesto de
manifiesto la necesidad de adecuar la educación a la naturaleza del desarrollo infantil y la importancia de promover de
manera activa el despliegue de las potencialidades propias de cada ser humano. Según Egan, aunque cada una de estas
orientaciones pueda prevalecer en determinado contexto, las tres constituyen ideas siempre presentes y el discurso
educativo del último siglo ha consistido en la discusión acerca de cuál de ellas debe tener más valor.
En síntesis, la enseñanza dejó de ser una actividad humana desarrollada intuitivamente, orientada a asegurar la
supervivencia de las crías en un entorno cada vez menos hostil, pero más sofisticado, y se convirtió en una práctica
social institucionalizada, alineada con metas definidas socialmente.
Actualmente, se desarrolla a través una red de organizaciones, segmentadas en niveles educativos y modalidades, cada
una con sus propias funciones, formas de gobierno y control, que involucran a muchas personas responsables del
planeamiento, gestión, funcionamiento y evaluación del sistema. En fin, la enseñanza define en la actualidad un campo
de prácticas que articulan ámbitos de decisión política, niveles de definición técnica y contextos de enseñanza.
4. LA ENSEÑANZA EN LA ESCUELA
El surgimiento de la escuela y su evolución no resultaron de un proceso natural, derivado de procesos sociales,
culturales, económicos «extraescolares». Más bien su triunfo y su supervivencia a través del tiempo -y de cambios en el
contexto social, cultural, económico- obedecen a una serie de rasgos del dispositivo escolar que reordenaron el campo
pedagógico y materializaron la definición moderna de educación (Pineau, 2001: 27-28).
Del mismo modo, la enseñanza tal como la conocemos debe ser entendida como una construcción social, pues los
rasgos de la escuela como dispositivo impusieron a la enseñanza características particulares. Trilla (1999) detalla una
serie de rasgos de la escuela que ayudarán a caracterizar a la enseñanza en el contexto escolar.
En primer lugar, la escuela es un espacio social especializado, recortado y separado del ámbito social más amplio.
Según las pedagogías asumidas, la escuela puede estar más aislada o más integrada con su entorno, pero aun
cuando la escuela procure tender puentes con el mundo exterior mediante excursiones, visitas, pasantías, o a través de
la incorporación de huertas, talleres y asambleas, nunca llega a perder sus límites con respecto al entorno, pues ello
sería su fin. El internado y la escuela itinerante representan extremos de una variedad de formas en las que la escuela
intenta diferenciarse sin aislarse, integrarse sin confundirse con su medio. Hacia adentro el ámbito escolar se caracteriza
por una distribución precisa de los espacios, para distintas personas, para distintas actividades; hay una arquitectura
adecuada a la función encomendada, una fisonomía que acredita su identidad. Cierto es que las tecnologías, las nuevas
y las viejas, han permitido extender la función pedagógica fuera de los muros de la escuela y trasladarla hasta el lugar
mismo donde el alumno se encuentre. De todos modos, términos como campus virtual, entorno educativo virtual,
biblioteca digital, etcétera, atestiguan ]os esfuerzos por reponer un espacio delimitado de encuentro entre enseñantes y
aprendices.
En segundo Jugar, la escuela crea así un escenario en el que se enseña de modo descontextualizado. Los saberes se
transmiten en un ámbito artificial, fuera del ámbito en que esos conocimientos se producen y se utilizan. La escuela
encierra la paradoja de crear nn Jugar «ideal» para la enseñanza y el aprendizaje que es aquel en el que no están
presentes ninguno de los referentes reales que constituyen su contenido. Textos escolares, libros de lectura,
cuadernillos, láminas, mapas, pizarrones, proyecciones, intentan reponer dentro del mundo escolar ese mundo exterior
que la escuela debe presentar y que ha dejado fuera.
En tercer lugar, la escuela segmenta el tiempo en ciclos, períodos, jornadas, horas de clase, momentos. No se enseña
todo el tiempo ni en cualquier momento. El tiempo para el aprendizaje se divide, se dosifica, se marcan ritmos y
alternancias que inciden también en los tiempos de la vida social (los horarios de ingreso y salida de las escuelas, el
inicio de las clases, las vacaciones, etcétera).
En cuarto lugar, en la escuela la tarea pedagógica se organiza a partir de una delimitación precisa de los roles de
docente y alumno, como roles asimétricos y no intercambiables. La función de maestro y aprendiz es anterior a la
escuela, pero en el marco escolar el desempeño de estos roles y la relación entre ambos está pautada por un marco
institucional que precede a quienes los ejercen y les otorga una autonomía limitada. De todos modos, cada pedagogía,
cada escuela, cada época, redefine, dentro de unos límites, el perfil del maestro, del alumno. Pero, aunque la marca de
la separación entre ambos roles pueda atenuarse mediante un trato más amistoso, el abandono de los símbolos de cada
lugar como los uniformes o el escritorio del maestro al frente del anla, y advertencias del tipo «el docente no es la única
fuente de conocimiento en el aula», «el docente también aprende de sus alumnos», etcétera, todos estos intentos no
hacen más que evidenciar la separación entre ambos roles que caracteriza a la escuela y la distingue de otras
situaciones formativas como grupos de estudio, congresos, debates, etcétera…, En quinto lugar, en la escuela la
enseñanza se desarrolla en situación colectiva; en la escuela se enseña a muchos al mismo tiempo. Esta situación
genera una serie de fenómenos de orden psicosocial que condicionan los procesos de enseñanza y aprendizaje. Este
rasgo recibió diferentes valoraciones a través del tiempo. Algunas pedagogías han interpretado este aspecto como un
mal necesario derivado de la necesidad de trabajar a escala; tal es el caso de la instrucción programada 11 o la
tecnología instruccional. Otras han vislumbrado -aunque por razones diversas- las ventajas de extender las funciones
pedagógicas a través de la influencia educativa de los pares; _es el caso de las propuestas que han destacado los
efectos formativos de la vida colectiva, como la de Makarenko o Freinet o de aquellas que han puesto de manifiesto
como el papel estructurante de la interacción con otros para el avance cognitivo, como la propuesta de Bruner o las
teorías del conflicto sociocognitivo.
En sexto Jugar, el surgimiento de la escuela fue acampanado por una estandarización de los contenidos para su
transmisión. Lo que se enseña en la escuela viene determinado por una autoridad externa, que lo comunica mediante los
textos curriculares. Por supuesto que el maestro puede -y debe efectuar ajustes a fin de adaptar la propuesta curricular
general al contexto local y a la situación particular, pero no es ya el autor de un programa de estudios «a medida» de sus
alumnos, como es el caso del tutor familiar o del maestro que trabaja en su domicilio. Aunque en algunas tradiciones
políticoeducativas el docente tenga un lugar asignado en la definición de la propuesta curricular, interviene en tanto
representante de un colectivo y junto a otros.
Surge así un «saber escolar», que respeta ciertas pautas: es graduado, se organiza en asignaturas, unidades y temas.
Otro rasgo, relacionado con el anterior, es que la enseñanza en la escuela está vinculada a la evaluación y acreditación
de los aprendizajes. La escuela certifica la posesión de saberes ante diversas agencias sociales por medio de diplomas.
Si bien la evaluación es parte de los procesos formativos institucionalizados incluso de los más rudimentarios -como las
ceremonias de iniciación-, adquiere en el dispositivo escolar un papel central como regulador del avance en el trayecto
formativo. La importancia del carácter evaluador del contexto escolar para la enseñanza y para el aprendizaje no es
menor. Por el contrario, condiciona fuertemente la naturaleza de las actividades e interacciones que tienen lugar en clase
y el significado real que adquieren las tareas para los estudiantes, como han puesto de manifiesto distintas
investigaciones desarrolladas bajo enfoques etnográficos y ecológicos (Jackson, 1975, 2002; Doyle, 1983).
Por último, la enseñanza en la escuela se encuadra dentro de prácticas pedagógicas bastante uniformes. Aun en
distintos países y contextos, la disposición de las aulas y el funcionamiento de las clases es bastante similar.
También lo es la organización de las tareas dentro de la escuela, regulada mediante normas comunes para todos los
establecimientos e independientes de las particularidades del contexto en el que se inserta.
Ahora bien, cada establecimiento escolar, en tanto organización, crea un escenario en el que estos rasgos propios de la
escuela como institución social asumen formas singulares. Cada establecimiento se inscribe en unas coordenadas
temporales y espaciales que encuadran el trabajo cotidiano de maestros y alumnos: el contexto social y político (la
escuela «crisol de razas», la escuela para la diversidad, la escuela regulada centralmente, la escuela autónoma); el
entorno geográfico (la escuela urbana, la escuela aislada, en condiciones climáticas adversas); la población que atiende
(los niños de clase media, los jóvenes de sectores sociales en riesgo, los adultos); la dotación docente y la particular
definición del puesto de trabajo del profesor (la escuela de un solo maestro, la escuela con docentes específicos para
variadas especialidades artísticas y deportivas); la arquitectura escolar (el edificio construido ad hoc, el edificio adaptado,
el edificio prestado); el equipamiento (escuelas con laboratorios, bibliotecas, huertas, materiales en abundancia a
disposición de los proyectos, escuelas sin el mobiliario básico y sin materiales de escritura).
También, en cada escuela la organización, seguimiento y evaluación de la tarea pedagógica se realiza de distintos
modos y ello también incide sobre la enseñanza. Algunas escuelas ofrecen variados apoyos a la tarea de enseñanza: un
proyecto pedagógico formalizado, cursos de actualización, instancias de supervisión individual de la tarea pedagógica
por parte de asesores, reuniones periódicas de equipo, procedimientos de socialización gradual junto a un docente
veterano. En otras, la enseñanza es una tarea solitaria y el intercambio de ideas o la posibilidad de efectuar consultas
corresponden al ámbito informal y quedan librados a las relaciones sociales espontáneas.
Pero sobre todo cada escuela, en el transcurso de la actividad institucional a través del tiempo, produce una cultura
institucional, es decir, un sistema de ideales y valores que otorga sentido a las formas de pensar y actuar, diluyendo los
modos personales de conducirse y homogeneizándolos de acuerdo con un patrón común. La cultura institucional arroja
productos de diversa índole, desde objetos materiales que cristalizan la historia institucional en ciertas obras, hasta
producciones simbólicas, que van desde concepciones, modelos e ideologías institucionales hasta mitos y novelas.
Muchas de estas construcciones simbólicas se refieren a la tarea de enseñanza y a los modos de llevarla a cabo, y
constituyen el marco conceptual que justifica y sostiene las propias prácticas pedagógicas de la institución. Este orden
simbólico nunca asegura por completo la conducta institucional de los sujetos; mientras la institución promueve
permanentemente los necesarios procesos de socialización de sus miembros, ellos buscan defender su espacio de
libertad individual dentro de la voluntad del colectivo institucional (Garay, 1996). De todos modos, la cultura institucional
delimita una imagen ideal del rol del docente, del alumno, del padre, del equipo directivo, de la enseñanza y del
aprendizaje que condiciona la percepción, la interpretación y la intervención en cada situación. Un aula con niños
alrededor de mesas de trabajo con materia (es revueltos puede resultar «un clima de trabajo productivo» o «un ambiente
adecuado para la tarea» según la escuela. Cuán alineada tiene que estar la formación en el patio, cuán silencioso debe
circular el grupo por la escuela, cómo se corrige el trabajo de los alumnos, si uno no quiere ser visto como un maestro
rígido o autoritario o, por el contrario, laissez faire o falto de autoridad frente al grupo, son ejemplos ele esas cuestiones
que requieren ser aprendidas por los maestros o profesores en el tiempo que sigue a su ingreso a una institución nueva.
Se trata de una serie de certezas compartidas, de carácter a menudo implícito, que sólo pueden ser reconstruidas a partir
de las acciones de los otros docentes o de sus reacciones frente a las propias.
En fin, cada escuela constituye un escenario particular cuyos rasgos no conforman simplemente un telón de fondo -más
o menos adecuado-para una obra ya escrita, sino que configuran cada escena a partir de las posibilidades y restricciones
que ofrece. La enseñanza encuentra determinaciones que vienen no sólo del contexto sociopolítico, sino también del
propio dispositivo dentro del cual se desarrolla: la escuela en general y el establecimiento escolar en particular.
5. LA ENSEÑANZA Y EL DOCENTE
La enseñanza es, finalmente, la acción de un docente, a la vez sujeto biográfico y actor social. Es acción situada, porque
transcurre en un contexto histórico, social, cultural, institucional. Se inscribe en un tiempo, o, más precisamente quizás,
en muchos tiempos a la vez: el tiempo del propio docente, el tiempo del grupo, el tiempo de la escuela ... Y, a su vez, ella
misma es devenir, duración, transformación. Como toda acción, implica una particular organización de actividades a
través de las cuales un actor interviene sobre la realidad, en el marco de una serie de sucesos en curso. Asimismo,
supone por parte del sujeto la capacidad de atribuir sentido a su obrar y de llevar a cabo diversos procesos ele monitoreo
y reflexión en torno a su propia actividad. ¿Pero qué características particulares presenta la acción del profesor?
pedagógicas. La intencionalidad está en la base de las acciones del docente y se vincula, como se adelantó, a la idea de
transmisión de un cuerpo de saberes considerados relevantes en el marco de un proyecto educativo. Esta situación lo
ubica en una posición particular frente al estudiante, claramente asimétrica" y no exenta de tensiones. Las intenciones
educativas se expresan, habitualmente, en las propuestas curriculares -especialmente en las formulaciones de objetivos,
propósitos y contenidos a enseñar- que constituyen un importante marco de regulación de la tarea del profesor. Si bien el
grado de especificación y el tipo de prescripción varían según los casos, el docente siempre debe poner en juego una
dosis considerable de interpretación frente al texto curricular. Como señala Tardif (2004), la presencia de objetivos
generales, numerosos y heterogéneos en los planes y programas exige de los educadores recursos interpretativos que
atañen no sólo a los medios de la acción sino a las propias finalidades.
Es en este punto que las metas prescriptas en el currículo entran en diálogo con las razones, motivos y creencias del
profesor para dar lugar a propósitos y cursos de acción posibles. En efecto, pensar al docente como actor social supone
el reconocimiento de intenciones que dan sentido y dirección a sus reflexiones y decisiones relativas a qué y cómo
enseñar. «Promover la autonomía intelectual y la confianza del alumno en su capacidad para resolver problemas»,
«Desarrollar el aprecio por las obras de arte», «Transmitir los núcleos conceptuales y los modos de indagación propios
de la disciplina», «Fomentar una actitud solidaria y el desarrollo de proyectos comunitarios», son expresiones que dan
cuenta de propósitos educativos y que tienen consecuencias, por ejemplo, a la hora de elegir un texto, diseñar una
actividad, distribuir tiempos y evaluar.
Las intenciones pedagógicas del docente se expresan de diversas maneras.
Entre ellas, en las formulaciones que aparecen en sus planificaciones acerca de los propósitos que persigue así como en
aquellas que plantean lo que espera de sus alumnos, habitualmente denominadas objetivos. La definición de propósitos y
objetivos no constituye un asunto de acuerdo inmediato entre profesores. Remite. a preguntas que, cuando llegan a
explicitarse, dan lugar a intensos debates en reuniones de personal y en espacios de capacitación:
¿Para qué enseñar Ciencias Naturales en la escuela? ¿Para garantizar el aprendizaje de los núcleos básicos que
componen la estructura conceptual de cada una de las disciplinas? ¿Para contribuir al desarrollo de capacidades
cognitivas de orden general como explorar un problema, descubrir y formular hipótesis, comparar evidencias,
argumentar? ¿Para imbuir a los alumnos de un tipo de comprensión particular acerca de la naturaleza de la ciencia como
emprendimiento intelectual y actividad social, de sus relaciones con el campo tecnológico y el papel que juega en la vida
de los sujetos y en la sociedad más amplia?
Como se ve, se trata de temas que están en la base de una serie de discusiones relativas a qué resulta imprescindible
enseñar, cómo hacerlo, qué textos usar, qué instrumentos de evaluación emplear. Además, es evidente que la respuesta
a estos interrogantes no es fácilmente reductible a un plano técnico, sino que deja traslucir el carácter profundamente
ético y político de la empresa educativa y nos desplaza, así, hacia el terreno de lo normativo.
Hablar de enseñanza es ineludiblemente entrar en consideraciones acerca de qué es lo apropiado, lo justo, lo correcto en
cada situación particular.
Por último, que los docentes tengan propósitos y persigan el logro de objetivos no significa que la enseñanza esté exenta
de una cierta dosis de indeterminación. Y ello en dos sentidos. Por una parte, resulta difícil establecer de modo definitivo
si una intervención docente ha dado los frutos esperados. La enseñanza es más bien una forma de influencia, algo que
se irradia y cuyos efectos son diversos, a largo plazo y escurridizos. Por otra parte, anticipar metas deseadas no impide
al docente estar atento a la emergencia de lo incidental, lo nuevo, lo no previsto. Parte de la tarea de enseñanza tiene
que ver con buscar indicios y, en palabras de Meirieu, saber «aprovechar la ocasión» en el encuentro pedagógico con el
alumno.
En segundo lugar, enseñar es una acción orientada hacia otros y realizada con el otro. ¿Qué significa esto? En primera
instancia, la enseñanza requiere de -y descansa sobre- un proceso de comunicación. En este punto se ha detenido más
de una vez el análisis de pedagogos y didactas para dar cuenta de la importancia y complejidad de este proceso, sus
relaciones con la enseñanza y el aprendizaje, las diferentes estructuras y redes comunicativas, los distintos modos de
comunicación en juego, etcétera. No hay duda de que la forma de organización social. de la tarea y el modo de
comunicación a que ella da lugar son dimensiones relevantes a considerar en cualquier análisis empírico de un
dispositivo didáctico. Además, constituyen criterios decisivos a tener en cuenta en el diseño de una propuesta y en la
construcción de una estrategia didáctica.
En la escuela, esta interacción se da en el seno de un grupo de alumnos.
El grupo brinda un marco de relaciones e intercambios, que se desarrollan en el tiempo y generan afinidades, alianzas,
exclusiones, antagonismos, pugnas, etcétera. Cada grupo es único; la singularidad está dada por las características de
sus integrantes, las interacciones y las configuraciones que van surgiendo en el transcurso de su devenir. Utilizamos el
término «grupo» en sentido natural, pero es necesario aclarar que, en sentido estricto, no cualquier conjunto de personas
es un grupo. Su constitución requiere de un trabajo específico mediante al cual se pasa de una situación inicial de
serialidad a una situación en la que logran organizarse en tomo a la tarea a desarrollar. Por ello, Souto hace referencia a
la grupalidad como potencia de un colectivo de convertirse en un grupo (Souto, 1993). Algunas propuestas didácticas
han colocado a lo grupal como objeto de intervención específica, por entender que constituye una condición básica para
el aprendizaje. Tal es el caso de la autogestión pedagógica, por ejemplo. En otras propuestas, la inclusión de los otros es
un recurso para el avance cognitivo -como en aquellas derivadas de las teorías del conflicto sociocognitivo- o para el
desarrollo de actitudes comunitarias -como en las pedagogías de Freinet o Makarenko-. De todos modos, sea
considerada o no, la grupalidad da lugar a procesos y fenómenos que requieren análisis e intervención por parte del
docente.
En un sentido más amplio, la enseñanza, como actividad pedagógica, se funda en una particular disposición al sujeto-
alumno. Pedagogos y filósofos, a través del tiempo, han procurado desentrañar la naturaleza de esta relación
pedagógica. En el núcleo mismo de la tarea educativa subyace una especie de solicitud hacia el niño o el joven. La
acción pedagógica es una forma de influencia que se orienta en una dirección determinada, hacia lo que se supone que
es el bien para el niño o el joven. Es una preocupación por la persona del alumno y por lo que puede llegar a ser. Por
eso, se trata de un interés bien diferente del que puede tener un científico que estudia las etapas evolutivas o los
procesos de aprendizaje.
El discurso pedagógico se ha ocupado de retratar, también, las actitudes que deberían caracterizar al educador, desde
un punto de vista más normativo. Confianza, aprecio, empatía, autenticidad, tolerancia, humor, sensibilidad, son
expresiones a las que se apela a menudo para dar cuenta de las virtudes que están en la base de una buena relación
pedagógica (Rogers, 1991; Van Manen, 1998; Noddings, 2002). Asimismo, Burbules ha defendido la importancia de
encarar la enseñanza como una forma de diálogo. Y ello no se ciñe solamente a las posibilidades que ofrece su empleo
como método didáctico. La relación dialógica instaura un tipo de intercambio con otros a través del cual logramos una
aprehensión más plena de nuestra subjetividad y la de los demás. El diálogo requiere comprensión mutua, respeto,
disposición a escuchar y a poner a prueba las propias limitaciones y prejuicios (Burbules, 1999: 32).
La enseñanza involucra, pues, un encuentro humano. Porque enseñar es, en definitiva, participar en el proceso de
formación de otra persona, tarea que sólo puede hacerse en un sentido pleno con ese otro. Los docentes
saben bien de esta necesidad de «asociar» a los estudiantes al proceso pedagógico.
Saben del mágico momento en que la intención pedagógica se encuentra con el deseo, la motivación, la voluntad y el
proyecto del otro. Saben también de la desazón y el malestar que generan su ausencia. Casi una afrenta a la
omnipotencia pedagógica que no hace más que recordar que ese otro es un sujeto capaz de libertad que puede, incluso,
resistir a los intentos de influencia que se ejercen sobre él. Como recuerda Meirieu: «Los filósofos, a pesar de una teoría
de sólidos conocimientos bien constituidos, revelan la existencia de una brecha irreductible en todo aprendizaje [ ... ] en
todos ellos se encuentra de una u otra manera el tema remanente del aprendizaje como toma de riesgo irreductible. A su
manera, muchos pedagogos no dirán otra cosa: Montessori, Freinet, Cousinet, no paran de repetir que se debe
acompañar pero que no siempre se puede. Nunca se debe hacer en lugar del otro» (Meirieu, 2000: 7). En este proceso,
aconseja el autor, sólo queda transitar entre la «obstinación didáctica» -que nos conduce a diseñar los mejores
dispositivos para que el aprendizaje pueda tener lugar- y la «tolerancia pedagógica» -que nos permite aceptar que la
persona del otro no se reduce a lo que el docente haya podido programar-.
Enseñar es, en tercer lugar, desempeñar un papel de mediador entre los estudiantes y determinados saberes. El vínculo
que el docente entabla con el alumno está marcado por el interés de facilitar su acceso a determinados objetos
culturales. A diferencia de la animación sociocultural, la tarea distintiva del enseñante es impulsar de modo sistemático
esta apropiación, instrumentando situaciones que promuevan procesos de aprendizaje y construcción de significados por
parte del estudiante. Por eso, la actividad de enseñanza ubica al docente en una condición bifronte: está de cara al
alumno, pero también ocupa una particular posición en relación con el saber. Esta relación es compleja y presenta
distintas facetas. No implica solamente el contenido y la naturaleza del conocimiento que posee el docente acerca de su
materia, sino que lleva la marca personal del proceso que dio lugar a su construcción y de los significados culturalmente
elaborados en tomo a ese saber y a quienes lo producen y lo portan. También tiene la impronta del tipo particular de
saber en cuestión y de su grado de especialización.
Hay factores de orden social e histórico que operan en la construcción de esta relación. Por una parte, los rasgos de este
vínculo están asociados a la función propia de la escuela en el proceso de transmisión cultural. Como es sabido, en la
escuela se enseñan conocimientos, lenguajes, destrezas, actitudes, normas, modos de hacer que una sociedad produce
y considera valiosos.
Y los docentes son los encargados de hacer asequibles a los alumnos unos saberes que fueron construidos por otros
actores en otros contextos sociales y en relación con propósitos particulares que no tienen que ver directamente
con la educación de los niños y jóvenes. Por otra parte, como señalaba Stenhouse, esos saberes no son privados sino
públicos y forman parte del capital emocional, intelectual y técnico de una sociedad. Han sido seleccionados
por su relevancia para un determinado proyecto educativo, sea por su valor desde un punto de vista social, profesional o
personal. Ahora bien, los docentes suelen tener escasa participación en las decisiones relativas al modo en que esos
saberes ingresan al currículo y el lugar que ocupan en la propuesta de formación. Ambas situaciones pueden ubicar al
profesor en una posición de «exterioridad» con respecto al saber que enseña, aunque esta situación se actualiza de
modos bien diferentes en los sujetos.
La relación del docente con el saber está también marcada, como dijimos, por las creencias compartidas acerca de ese
saber y acerca de los grupos ligados a su producción y transmisión. Es sabido que no todos los saberes gozan de la
misma legitimidad desde el punto de vista social y que poseerlos o carecer de ellos establece distinciones entre los
actores, define posiciones, marca distancias y jerarquías. Por todo esto, la relación del profesor con el saber es personal
pero se nutre de significados cuyo origen es social.
Por otra parte, algunos autores han señalado que el profesor tiene un conocimiento particular de aquello que enseña.
Según Shulman (1987), hay una forma especial de conocimiento que es de incumbencia propia del docente y que
constituye una especial amalgama de contenidos y pedagogía.
Según el autor, este «conocimiento pedagógico del contenido» hace que la relación de un profesor, por ejemplo, de
historia con el saber histórico sea diferente de la que puede tener el propio historiador, porque lo distintivo reside,
justamente, en que se trata de un conocimiento acerca del saber «en vistas a su enseñanza»: En efecto, las creencias de
los docentes acerca de la materia se han convertido en un área de interés para quienes investigan los conocimientos Y
pensamientos de los docentes, porque modelan el tipo de historia, literatura, matemática o ciencia que los maestros o
profesores enseñan y legitiman -o excluyen- toda una gama de estrategias pedagógicas que ellos estiman adecuadas o
inadecuadas para enseñar su materia a determinado grupo de alumnos (Gudmundsdottir, 1998).
Finalmente, el conocimiento que el docente tiene de su materia y ia relación que establece con ese saber se inscriben en
su historia como sujeto
Y, por lo tanto, están acompañados de representaciones identitarias y teñidos de valoraciones, emociones y afectos de
diferente signo. Su biografía personal, escolar Y profesional aporta la matriz experiencia sobre la cual el docente
construye una serie de sentidos en torno a esos objetos de saber."
En cuarto lugar, la enseñanza enfrenta al docente a un flujo constante de
Situaciones inéditas, complejas, que tienen lugar en escenarios relativamente inciertos.
La enseñanza es una actividad de naturaleza «práctica». Práctico no en lo instrumental, concreto u operativo. Por el
contrario, es el carácter propio de aquellas, circunstancias que exigen reflexión y deliberación porque no le resuelven
fácilmente mediante la aplicación de un patrón general de acción derivado del conocimiento teórico (Schwab, 1973)." En
toda práctica es posible reconocer espacios indeterminados, lo cual pone en cuestión la imagen del profesional como un
técnico que traslada sin más una serie de reglas derivadas de un conjunto de principios científicos (Schon, 1992).
La enseñanza se presenta como una profesión en la que los sujetos deben tomar decisiones de manera rápida en el
marco de situaciones poco definidas.
Como señala Perrenoud, actuar en la urgencia «[...] es actuar sin tener tiempo de pensar, de sopesar pros y contras, de
consultar obras de referencia y de buscar consejos. Decidir en la incertidumbre significa decidir cuando la razón
ordenaría no decidir, porque no disponemos de modelos de realidad que nos permitan calcular con cierta certeza lo que
sucedería si ...» (Perrenoud, 2001: 16). Esto es particularmente cierto en el escenario del aula, caracterizado por la
inmediatez y muldimensionalidad. Las instancias de planificación, si bien no están exentas de una dosis de
incertidumbre, ofrecen mayores posibilidades de sopesar y elegir alternativas, estimar y plantear hipótesis.
En efecto, las situaciones de enseñanza se desarrollan en un trasfondo de tensiones, aunque a veces evitemos
apreciarlas. ¿Conviene ofrecer un panorama más amplio de temas, aun sacrificando su tratamiento en profundidad?
¿Debe el profesor organizar los grupos o dejar que los alumnos se agrupen según sus preferencias? ¿Debo hacer una
excepción y dar una oportunidad más a este alumno? ¿Cómo adoptar una actitud no sancionadora del error sin
legitimarlo? ¿Cómo interesarme por la persona del alumno sin que ello signifique para él una intromisión, una exposición
o una humillación?
Estos ejemplos y otros tantos que podrían pensarse nos remiten a circunstancias que demandan del profesor una
actividad interpretativa.
Requieren una interrogación acerca de cómo emplear de la mejor manera posible en cada caso los principios educativos
generales a la práctica del aula.
Lampert (1985) ha denominado «dilemas prácticos» a muchos de los problemas con los que el profesor se enfrenta
diariamente. Porque son prácticamente insolubles y sitúan al docente ante dos alternativas con efectos igualmente
indeseables para el sujeto. Pensemos, por ejemplo, en algunas cuestiones en torno de la evaluación del aprendizaje. Por
un lado, la evaluación debe permitir analizar y comprender el proceso realizado por cada alumno; al mismo tiempo, debe
permitir estimar los resultados alcanzados, determinar el grado de cumplimiento de las metas curriculares.
Es necesario instrumentar una evaluación continua que incluya estrategias diversas que respondan a diferentes
propósitos y cubran distintos aspectos del aprendizaje; sin embargo, los tiempos escolares son escasos. Por último, es
importante ser rigurosos, sistemáticos y explícitos en lo que respecta a la estrategia adoptada y los criterios de
evaluación; a la vez, no es conveniente formalizar en exceso o introducir rigidez a las prácticas de evaluación, ni tampoco
traducir la tarea a su versión más técnica. Sería erróneo, dice la autora, pretender encontrar la respuesta «correcta» para
cada una de estas circunstancias, en el sentido en que una teoría diría que es correcta. Esto no significa que estemos
desvalidos ni que debamos sobredimensionar el papel de la intuición y el olfato. Por el contrario, estas
ideas advierten que tanto el dominio de un repertorio de herramientas conceptuales y técnicas como la experiencia
pedagógica previa arrojan luz sobre los fenómenos y enriquecen la actividad reflexiva del sujeto, pero en ningún sentido
pueden sustituirla.
En quinto lugar, los docentes disponen de importante acervo de conocimientos, creencias y teoría personales a través de
las cuales interpretan y atribuyen sentido a las situaciones cotidianas. ¿Qué procesos de pensamiento están
involucrados en los diferentes momentos de la tarea de enseñanza? ¿Qué características tiene el conocimiento
profesional de los docentes? ¿Cuáles son sus fuentes? ¿Cuál es la relación entre el conocimiento práctico y experiencia!
del docente y el conocimiento especializado acerca de la enseñanza? Éstos son sólo algunos de los interrogantes que se
plantean distintos investigadores dedicados al estudio del pensamiento y conocimiento de los profesores.
No es el propósito de este capítulo profundizar sobre los aportes teóricos y matices propios de este fértil campo de
investigaciones. Pero sí destacar algunos de sus supuestos más importantes. En primer lugar, y simplificando bastante
los términos, lo que los profesores piensan y conocen es relevante para comprender sus decisiones y acciones en clase,
aunque no está cerrado el debate acerca de la naturaleza de estas relaciones. En segundo Jugar, los saberes de los
docentes son plurales y heterogéneos. Por ello, se han elaborado distintos modelos y tipologías para intentar ordenar
esta diversidad (Elbaz, 1981; Shulman, 1987). A su vez, estos saberes provienen de diferentes fuentes y se adquieren a
través del tiempo mediante un proceso en el que convergen factores de orden biográfico, social y cultural. De modo
análogo a lo que sucedía con la relación entre el docente y el saber que enseña, la propia historia personal, familiar,
escolar y social proporciona al sujeto un núcleo de certezas a partir de las cuales percibe la realidad y comprende las
nuevas situaciones.
En relación con este punto, resulta interesante la posición que adopta Tardif (2004). Para él, los saberes que se
movilizan en la tarea docente no poseen unidad desde el punto de vista epistemológico; por el contrario, la pluralidad y la
heterogeneidad son rasgos que los distinguen. Esta heterogeneidad está ligada, en parte, a las distintas fuentes sociales
de adquisición y a los distintos modos en que se integran en su práctica cotidiana. De allí que sea posible distinguir entre
saberes personales del docente, saberes de la formación escolar, saberes propios de la formación profesional, saberes
disciplinares, saberes curriculares y saberes procedentes de la propia experiencia profesional. Pero también está
asociada a la diversidad de los tipos de acción que la enseñanza moviliza. La buena enseñanza es una compleja
alquimia de estrategia y pericia técnica, imaginación artística, interacción y diálogo con el otro, deliberación y juicio
conforme a valores. En tanto no es posible reducir la tarea docente a un tipo particular de acción, el profesor debe
disponer de una variedad de saberes y competencias que Je permitan obrar adecuadamente en diferentes
circunstancias.
En sexto lugar, la enseñanza implica la puesta en práctica de una gama de actividades que se refieren a ámbitos
diversos y que se llevan a cabo en momentos y escenarios diferentes. La enseñanza no se reduce solamente a
sus aspectos visibles. Enseñar es también pensar, valorar, anticipar, imaginar --es decir, construir representaciones
acerca de la actividad-, hablar acerca de ella y ser capaz de comunicar a otro las propias intenciones, las valoraciones
y decisiones. Tampoco puede circunscribirse la enseñanza al momento del encuentro con el alumno o la actuación en
clase. Es clásica ya la distinción que Jackson estableció entre la fase preactiva-aquella en la cual se concibe y programa
la tarea-, la fase interactiva-que tiene que ver con el desarrollo de las acciones previstas con los alumnos- y la fase
postactiva -en la cual se procede al análisis y evaluación de lo sucedido en momentos anteriores(Jackson, 1975).
Este modelo constituye una herramienta para representar los procesos de enseñanza, pero se trata, evidentemente, de
fases que a menudo se solapan en el fluir de la acción. Así, por ejemplo, la evaluación de una propuesta o proyecto
coincide más de una vez con el diseño de una nueva. Al mismo tiempo, durante la fase interactiva el docente está
ocupado en la comunicación con el alumno, la gestión de la clase, etcétera, pero el plan trazado permanece en su mente
operando como referencia «en segundo plano». Por otra parte, esta modelización de la enseñanza como sucesión de
fases puede generar la idea de que existe continuidad absoluta entre las distintas instancias, lo cual sería a todas luces
desacertado. El ejemplo más visible de ello es la brecha que a menudo separa intenciones de realidades en las distintas
esferas de la actividad humana.
En cada momento, el docente está involucrado en tareas muy disímiles entre sí, que requieren la puesta en juego de
competencias específicas. Las decisiones que el profesor toma en la programación, por ejemplo, forman parte de un
complejo proceso de pensamiento, en el que se entrelazan representaciones variadas referidas al presente y a las
experiencias previas: representaciones acerca de los alumnos -y sus posibilidades y necesidades-, acerca de sí mismo
en situación de enseñanza, acerca del currículo y el contenido, acerca de logros alcanzados y obstáculos enfrentados en
situaciones similares, acerca del tiempo, el espacio y los recursos, etcétera. La tarea exige del docente un esfuerzo de
puesta en relación de todos estos elementos, ponderación, síntesis y proyección hacía el futuro. A su vez, cuando se
planifica en el marco de un equipo de trabajo, también requiere deliberación y construcción de consensos entre pares.
Finalmente, puesto que el docente es un actor institucional, la programación responde a la necesidad de hacer públicas
las propias decisiones pedagógicas a través de una actividad de comunicación. En contraste con ello, el encuentro con el
alumno requiere del docente otro tipo de capacidades: mantener una atención «flotante» hacia los distintos planos de la
clase, manejar los tiempos, organizar los recursos, ajustar la ayuda pedagógica en función de las necesidades del
alumno, aprovechar las contribuciones de los alumnos y las posibilidades que una actividad ofrece en beneficio de los
propósitos planteados, ser sensible a lo emergente e interpretar los indicios no verbales; éstos, entre otros, son saberes
propios del momento interactivo que nos muestran que ser un «buen docente» no es sólo ser un «buen diseñador».
El escenario privilegiado de la enseñanza es el salón de clases, pero por supuesto no es el único. La instancia interactiva
puede tener lugar en un aula, en la biblioteca, el laboratorio o el patio, para mencionar sólo algunos ejemplos.
La planificación puede ser un trabajo solitario que el profesor realiza en su casa o formar parte de una actividad
desarrollada con otros en reuniones de carácter institucional o en encuentros más informales. Por otra parte, los
contextos de una actividad no se refieren exclusivamente al marco material en el que ella se desarrolla, sino también al
conjunto de representaciones que definen el entorno de la actividad para el propio docente. Un profesor de Tecnología,
por ejemplo, lleva a cabo en su curso una actividad de resolución de problemas que forma parte de un proyecto de
integración que comparte con la docente de Biología. A su vez, la experiencia se está poniendo a prueba con carácter de
piloto en cuatro instituciones más, para lo cual la escuela cuenta con la asistencia técnica de profesionales externos.
El escenario de la clase es, sin duda, uno de los elementos que componen la definición que el profesor hace de la
situación. Pero también pueden formar parte de ella las reuniones de diseño y evaluación con el equipo de asistencia
técnica, los encuentros con la otra profesora responsable y quizás la próxima reunión de departamento en la que debe
relatar la marcha del proyecto y lo sucedido en clase.
Por último, las actividades comprendidas dentro de la enseñanza se corresponden con diferentes facetas que integran
esta acción. Los aspectos que podríamos llamar «didácticos», tienen que ver de modo directo con promover el
aprendizaje del alumno y su acceso a determinadas formas culturales contenidas en el currículo. Se trata de las
decisiones y actuaciones relativas a objetivos, propósitos, contenidos, formas de actividad y materiales tanto en
instancias preactivas como interactivas y postactivas. Pero enseñar supone, también, una esfera que podríamos
denominar «organizativa», ligada a la definición y el sostén de un encuadre de trabajo34 y al manejo o «gestión» de la
clase. Este último aspecto ha sido especialmente atendido por Doyle (1979) en sus investigaciones acerca de la
enseñanza e implica, entre otras cosas, la previsión y el monitoreo de los tiempos, la distribución de los papeles entre los
miembros del grupo, la regulación de los intercambios, la atención y el manejo de las eventuales disrupciones en el curso
de la clase. Finalmente, la enseñanza involucra, como ya se analizó, una faceta «relacional», que concierne al logro y
mantenimiento de la relación pedagógica, al acompañamiento y sostén emocional del alumno en el proceso de
aprendizaje. Si bien la distinción entre estas dimensiones es un recurso útil desde un punto de vista analítico, conviene
recordar que ellas no deben tratarse como entidades discretas. La tarea docente muestra a diario que estos planos
aparecen estrechamente articulados en el pensamiento, las elecciones e intervenciones de profesores y maestros.
6. REFLEXIONES FINALES
El recorrido planteado ha intentado poner de manifiesto el carácter complejo de la actividad de enseñanza. Complejo no
se utiliza en el sentido de complicado. Complejo es aquello que contiene, abarca, reúne varios elementos distintos,
incluso heterogéneos (Ardoino, 2005); la complejidad también deviene del entramado de acciones, interacciones y
retroacciones, determinaciones y azares, previsión e incertidumbre que involucra, como hemos mostrado, la enseñanza
(Morin, 1990).35 Esta idea de complejidad será el hilo conductor en el cierre de este capítulo, en el que intentamos reunir
los distintos aspectos tratados y destacar algunas de las dificultades que genera su estudio.
En primer lugar, al tratarse de una tríada de componentes -el docente, el alumno y el contenido- queda constituido un
En primer lugar, al tratarse de una tríada de componentes -el docente, el alumno y el contenido- queda constituido un
campo de relaciones varias entre cada uno de sus polos. El triángulo didáctico encierra, en realidad, una relación del
profesor con el contenido, del alumno con el contenido yentre alumno y profesor. En el espacio de la clase, los triángulos
se multiplican y se agregan las relaciones entre los estudiantes. Una mirada al interior del triángulo didáctico permite
delimitar tres sectores de problemas o áreas de estudio. La relación entre el estudiante y el saber configura el sector de
las estrategias de apropiación, que se refiere al análisis de las concepciones, representaciones, estrategias de resolución
y obstáculos del sujeto en su acceso al conocimiento; el sector de la elaboración de los contenidos remite al estudio de
las relaciones entre el saber y el profesor; y, por último, las relaciones entre el alumno y el profesor configuran el sector
de los procesos de interacción didáctica (Astolfi, 2001).
En segundo lugar, la enseñanza es una acción que no se inicia en el salón de clase sino que atraviesa diversos ámbitos:
el contexto social, en el que se generan demandas educativas de diversos actores (padres, sindicatos, grupos
académicos, Iglesia, etcétera) y en el que las autoridades político-educativas del sistema definen y comunican las
finalidades educativas y la propuesta pedagógica consecuente; el contexto institucional, en el que esa propuesta
curricular es interpretada, ajustada y realizada; y finalmente, el ámbito de decisión y actuación del docente, en el que
éste encuentra y despliega una manera de «ser docente» con su grupo de alumnos -o mejor- con cada grupo de
alumnos.
Los ámbitos descriptos no funcionan simplemente como niveles de anidamiento, separables uno del otro según intereses
de estudio o preocupaciones prácticas diferentes. Más bien, la comprensión de la enseñanza requiere considerarlos a
todos simultáneamente, pues lo social, lo político, lo institucional, lo instrumental, son dimensiones constitutivas de la
enseñanza en cada nivel en el que se la analice. Perder de vista su dimensión política, social e institucional conlleva el
riesgo de concebir una didáctica sólo instrumental y de circunscribir sus preocupaciones al ámbito de la clase. Por su
parte, interpretar la acción de enseñanza sólo desde el prisma de la organización del sistema de enseñanza y del
problema de la escolarización del saber entraña el riesgo de desatender la especificidad de los procesos que tienen lugar
en el aula, de las decisiones del docente y las alternativas y modelos disponibles con vistas a diseñar y poner en práctica
una propuesta que promueva procesos de construcción de significados por parte de los estudiantes.
Ante esta diversidad de cuestiones, la concurrencia de diversas perspectivas para su análisis parece ineludible. En
efecto, a lo largo del tiempo, diferentes tradiciones de pensamiento y líneas de investigación se han ocupado de la
enseñanza. Cada una de ellas ha centrado su atención sobre algunas de estas problemáticas en particular. En un clásico
trabajo sobre el tema, Shulman propone trazar un «mapa» para representar el campo de las investigaciones acerca de la
enseñanza. A través de este recurso, evita expresamente la tentación de construir una teoría global de la enseñanza. En
efecto, en términos del autor, este mapa constituye «una representación de
la diversidad de temas, programas y hallazgos en el campo de la investigación acerca de la enseñanza» (Shulman, 1989:
19). Los investigadores enrolados en cada programa de investigación seleccionan diferentes «partes
del mapa» para definir los fenómenos propios de sus indagaciones y efectúan elecciones epistemológicas, teóricas y
metodológicas para llevarlas a cabo.
Así, hay quienes se interesan en los actores, docentes o alumnos -en sus capacidades, sus pensamientos, sus
acciones-, quienes se centran en el estudio del contenido escolar -su naturaleza, sus formas de organización-, quienes
analizan los contextos institucionales y comunitarios en los que la enseñanza se desarrolla, y otros que, finalmente,
estudian los múltiples intercambios sociales y académicos que tienen lugar en la clase.
En consecuencia, la comprensión de los procesos de enseñanza es una empresa dificultosa. En esta tarea, la didáctica
es auxiliada por diversas disciplinas del campo de las ciencias sociales y humanas, cuyos aportes han permitido más de
una vez desarrollar nuevos modelos de inteligibilidad de los fenómenos, así como idear formas más adecuadas de
intervención pedagógica. Al mismo tiempo, esta situación enfrenta al didacta con la necesidad de alcanzar un delicado
equilibrio entre el imperativo de mantener una mirada amplia que permita captar la complejidad de las cuestiones en
estudio y preservar, al mismo tiempo, la especificidad de las preguntas, los propósitos y las perspectivas de análisis.
Para quienes trabajan como enseñantes, la complejidad de la enseñanza es una vivencia cotidiana, aunque no siempre
evidente, pues muchas veces es a través de sus fallos que se pone de manifiesto: en el fracaso escolar, en la deserción,
en la indisciplina o la apatía de los alumnos más refractarios, en el malestar por nuestra respuesta pobre a una pregunta
interesante de un alumno, en cada ocasión en que a pesar de todos nuestros esfuerzos, «la cosa no funciona». También
en aquellas otras en que una propuesta resulta «desbordada» por mejores logros que los previstos; cuando suscitamos
el asombro, la curiosidad, la confianza; cuando el aprendizaje, finalmente, llega.
Y cada día, en la proeza de asegurar el encuentro de un grupo de aprendices con el mundo circundante, el heredado y el
por crear.
Unidad 8: Acerca de los usos de la teoría didáctica

l. DIDÁCTICA Y TEORÍAS DIDÁCTICAS


Desde que a mediados del siglo XVII Comenio definió la tarea de la didáctica en torno al propósito de encontrar «un
artificio universal para enseñar todo a todos», la disciplina ha ido reformulando sus preocupaciones y su contenido, en
parte, como consecuencia de los cambios del propio objeto a partir de la institucionalización de la enseñanza en grandes
sistemas escolares; en parte, como resultado de la incorporación de aportes provenientes de otros campos teóricos que,
a la vez que permitieron una mejor comprensión de los fenómenos estudiados, señalaron dimensiones del objeto antes
ignoradas.
Indudablemente, el origen de los primeros intentos de sistematización de la enseñanza y de las primeras reflexiones
didácticas está indisociablemente ligado al problema de la escolarización de grandes poblaciones. La intención de
Comenio puede interpretarse como la búsqueda no sólo de un método que permitiera enseñar todo a todos, sino además
-y en consonancia con el temperamento de su tiempo- del dispositivo adecuado para hacerlo. Pero la época desconocía
los grandes sistemas escolares en los que se organiza la enseñanza en la actualidad, y la enseñanza se desarrollaba a
través de los servicios ofrecidos por maestros que atendían a varias familias en su domicilio o en un local rentado a partir
de un programa propio. Los siglos XVI y XVII vieron nacer la «escuela moderna» -en oposición a la «clásica» o la
«medieval»-y, atizada por la Reforma, expandirse de una manera inusitada la enseñanza escolar; pero recién en el curso
del siglo XIX, bajo el patrocinio de los emergentes Estados nacionales, ese conjunto de instituciones se articularon en
sistemas nacionales de enseñanza (Hamilton, 1996).
La creación y difusión de los sistemas educativos transformó la enseñanza. «El cambio pedagógico (o proceso laboral)
más importante del siglo XIX, sin embargo, fue la introducción del procesamiento en serie de los educandos.
Esta innovación, estrechamente relacionada con el surgimiento de escuelascon múltiples maestros, culminó en la década
de 1870 con la aparición de la enseñanza por clases. En las escuelas con tamaño suficiente, se movía a los niños en
lotes a través del programa de estudios [...] Por medio de estas reformas, el Estado, en vez del maestro, se convirtió en
el administrador de la enseñanza. Al mismo tiempo, los maestros dejaron de controlar la maquinaria educativa. En
cambio, adquirieron un carácter más parecido a una pieza de funcionamiento interno. [...] De igual manera, los padres
tuvieron que renunciar a seguir conservando el control total de la formación de sus hijos. [...] En efecto, para la última
mitad del siglo XIX, la enseñanza había alcanzado niveles de sistematización que sólo se habían soñado en el siglo
XVII» (Hamilton, 1996: 139).
Para la didáctica, pasar de pensar la enseñanza en términos de interacción entre un profesor a cargo de uno o varios
alumnos a hacerlo en términos de grandes sistemas de enseñanza no implicó sólo un cambio de escala en la
perspectiva, sino la necesidad de incorporar un conjunto de variables nuevas: la clase escolar como escenario
institucional de la enseñanza, el currículo como plan general para la instrucción, la evaluación de los aprendizajes ligada
a la acreditación, etcétera; y, consecuentemente, también la necesidad de considerar la actividad de un nuevo conjunto
de actores vinculados a las instancias de planeamiento y evaluación del sistema, de diseño curricular, de formación
docente, etcétera. Así, la emergencia de nuevos ámbitos, tareas y actores fue generando un conjunto de nuevas
preocupaciones vinculadas a la enseñanza, ya no sólo como actividad, sino también como práctica social regulada, y
demarcando nuevos subobjetos.
La creciente especialización de la enseñanza también implicó una diferenciación de la actividad, según tipo de institución,
nivel educativo, etapa evolutiva de los alumnos, características de los sujetos, áreas de conocimiento, que dio lugar a
una segmentación dentro de la didáctica. Del cuerpo de la didáctica general surgieron didácticas específicas focalizadas
en un tipo de institución o nivel educativo, o en el trabajo con personas con necesidades especiales de diverso tipo, o en
campos de conocimiento específicos.
Particularmente las didácticas de las disciplinas han tenido, en los últimos años, una expansión notable y, a partir de sus
desarrollos teóricos, se han generado categorías conceptuales, propuestas para la enseñanza y enfoques de
investigación que han nutrido abundantemente la didáctica general. Por su proximidad con el problema del aprendizaje
de un contenido específico, las didácticas de las disciplinas se han desarrollado en fuerte asociación con programas de
investigación de base psicológica -no siempre comunes-, y también con enfoques teóricos pertenecientes a los campos
disciplinarios de referencia. Estos desarrollos han dado lugar a una diferenciación, dentro del campo de la didáctica
general, de corrientes que caracterizan la enseñanza desde diferentes perspectivas.
Paralelamente, la didáctica fue acrecentando su corpus teórico a partir · de los aportes de otras disciplinas. Inicialmente
aliada con la filosofía y la psicología, poco a poco fue abriéndose a una variedad de campos disciplinares.
Desde sus orígenes la didáctica estuvo fuertemente asociada a la filosofía; pero de una contribución inicial al
establecimiento de los fines educativos deseables, los aportes de la filosofía se extendieron al análisis del status
epistemológico de la propia disciplina, del discurso didáctico, de la naturaleza del conocimiento que transmite la escuela.
Por otra parte, a partir de su ligazón con la psicología educacional, que proporcionaba la base conceptual necesaria para
comprender los procesos de aprendizaje, la didáctica heredó teorías y programas de investigación. Pero además de
estos aportes más «tradicionales», en el siglo XX, la constitución de grandes redes institucionales al servicio de la
enseñanza atrajo a disciplinas como la sociología, la antropología o la ciencia política, hasta ese momento
despreocupadas de los procesos educativos, pero que comenzaron a ocuparse de ellos a
partir de su interés por la escuela y el aula como sistemas microsociales, y por el currículo como expresión de un
proyecto social. Si bien el interés de estas disciplinas por la enseñanza es tangencial, no lo son sus contribuciones a la
didáctica. Estos aportes también favorecieron el surgimiento, dentro del propio campo de la didáctica, de distintas
corrientes que focalizan distintos aspectos del fenómeno pedagógico y, consecuentemente, también plantean una
agenda particular de temas y problemas (Camilloni, 1996).
A lo largo del tiempo, la didáctica fue evolucionando como disciplina a partir de la incorporación de nuevos problemas,
derivados o bien de la transformación de la realidad delimitada como objeto de estudio, o bien del modo en que se-la
recorta y construye a partir de las lentes proporcionadas por conceptos y teorías provenientes de un conjunto creciente
de disciplinas para su estudio. En esta evolución, se han ido configurando en el campo de la didáctica distintas corrientes
que se diferencian no sólo de acuerdo con los supuestos que asumen con respecto a la mente, al aprendizaje, al
conocimiento, sino, además, en función de las dimensiones que incorporan (sociales, políticas, institucionales, técnico-
instrumentales, psicosociales, etcétera) o de los aspectos de la enseñanza que privilegian (los marcos institucionales en
los que se desarrolla, la programación en sentido amplio, los mecanismos de promoción del aprendizaje en la interacción
en el aula, etcétera).
Desde el punto de vista, ya no de su contenido, sino de su forma, el término «corrientes» designa entidades de variado
alcance: grandes teorías que atraviesan varias disciplinas y que podrían considerarse un paradigma, como es el caso del
conductismo o el constructivismo; grupos de teorías que comparten algunos supuestos y preocupaciones, como el
movimiento de la Escuela Nueva o el de «reconceptualización del currículo»; teorías individuales, como la Piaget o la de
Tyler. Además, cada corriente incluye, aunque en diferentes proporciones, distintas formas de conocimiento acerca de la
enseñanza. Shulman distingue: proposiciones empíricas, generalizaciones derivadas de resultados de investigación;
proposiciones morales, generalizaciones normativas derivadas de posiciones de valor, análisis éticos o compromisos
ideológicos y que generalmente tienen un carácter implícito; invenciones conceptuales, clarificaciones y crítica,
desarrollos conceptuales que se basan en el trabajo empírico, pero que implican un salto a partir de los datos o una
combinación creativa de generalizaciones de diversas fuentes; ejemplos de prácticas adecuadas e inadecuadas,
descripciones de casos que funcionan como ejemplos sin pretensión de generalidad; y tecnologías o protocolos de
procedimiento, enfoques sistemáticos que especifican secuencias deseables de eventos (Shulman, 1989: 68-70).
Con prescindencia de su origen, forma y contenido, habitualmente se ha utilizado el término «teoría» para aludir a estos
variados tipos de conocimiento.
El término presenta algunos problemas, porque la falta de definición unívoca en el uso que de él se hace en ámbitos
educativos permite incluir desde conjuntos de proposiciones formalmente expresadas, resultantes de la actividad
científica, hasta cualquier forma de conceptualización producto de una reflexión estructurada. Thomas adjudica a esta
polisemia del término «teoría» buena parte del entusiasmo con el que se defiende su valor en ámbitos académicos y
científicos (Thomas, 1997). Carr distingue dos sentidos del término «teoría»: «Por un lado puede referirse a los productos
reales de investigaciones teóricas y, cuando se utiliza de este modo, generalmente se presentan en forma de principios
generales, leyes, explicaciones, etcétera. Por otro lado, la" 'teoría" puede referirse al marco de pensamiento que
estructura y guía cualquier actividad teórica distintiva.
Usada en este sentido, denota el marco conceptual subyacente en términos del cual se lleva a cabo una particular
empresa teórica» (Carr, 1990: 44-45). Cuando se utiliza esta distinción en el marco de la didáctica, se advierte que si se
la considera en su sentido «fuerte», no toda la producción especializada encaja en estos cánones, y si se la considera en
su sentido «débil», como la enseñanza es una actividad intencional y conscientemente realizada, el término debe incluir
el conjunto de conceptos, creencias, valores a partir de los cuales los practicantes interpretan situaciones y dan sentido a
sus acciones. Por el tipo de preocupaciones que intento explorar, ligadas -como se verá- a la responsabilidad de la
didáctica como cuerpo de conocimiento sobre las prácticas de enseñanza, en lo que sigue utilizaré el término «teoría»
para hacer referencia al conocimiento sistemáticamente desarrollado, rigurosamente validado y formalmente
comunicado. La definición propuesta es más inclusiva que la acepción fuerte del término y acepta como teoría a
productos de variado tipo y alcance, cuya relación con la actividad de investigación puede ser más indirecta. A la vez es
más restringida que la acepción débil, pues, aunque no se desconoce la base de conocimiento que encuadra y orienta
las acciones de cualesquiera de los actores involucrados de la resolución de problemas prácticos, sólo considera los
marcos de pensamiento públicamente formalizados y validados.
Se puede advertir entonces que la didáctica no es una teoría de la enseñanza, sino que se trata en realidad de un
conjunto de teorías de variado tipo y signo. La coexistencia de teorías diversas y hasta opuestas no es exclusiva de la
didáctica; es propia de las ciencias sociales, según algunas perspectivas, o de la ciencia en general, según otras. Pero la
didáctica es una disciplina que se ocupa de una práctica, es decir, un cuerpo de conocimiento comprometido de manera
directa con la transformación de los fenómenos de los que se ocupa y que, por ello, siempre implica un trabajo de
intervención social. Si la didáctica, como sostengo, está orientada a dar pautas para la acción educativa, este concierto
-o desconcierto- de voces amerita una reflexión acerca de su valor para la práctica pedagógica y del modo en que debe o
puede cumplir su tarea.
2. LA TEORÍA DIDÁCTICA Y SUS USOS: MODALIDADES TÉCNICAS, MODALIDADES PRÁCTICAS
Una teoría no es únicamente una articulación de conceptos y proposiciones acerca del mundo. Constituye además una
perspectiva acerca de ese mundo y de los modos adecuados de intervenir en él. Y en la didáctica, la multiplicidad de
perspectivas acerca de la enseñanza ha tenido diversas interpretaciones y diferentes soluciones o aprovechamientos,
según se entendiera la enseñanza como un problema, una necesidad o una oportunidad.
Durante mucho tiempo, se buscó anclar la teorización acerca de la enseñanza en una teoría fundante. «[...] aún cuando
las opiniones acerca de lo que constituye la fuente propiamente dicha de la teoría educativa hayan cambiado, pasando
de la filosofía a la ciencia, y luego a una colección de "formas de conocimiento", la suposición básica de que la teoría de
la educación debería "derivarse de" o "basarse en" alguna teoría ya existente no se ha discutido jamás seriamente»
(Carr, 1990: 43). A partir de su aspiración de convertirse en una disciplina científica siguiendo el modelo de las ciencias
naturales, la psicología se vislumbró como la fuente privilegiada del fundamento anhelado. De hecho, para definir los
medios más adecuados para promover el aprendizaje, resultaba crucial la explicación científica de este fenómeno. Por su
confianza ilimitada en los poderes de la enseñanza, el conductismo llevó al extremo esta idea, al punto de diluir la
necesidad de la didáctica: si la enseñanza es la condición necesaria y suficiente para el aprendizaje, la explicación
acerca del aprendizaje podía ser la base no sólo necesaria sino también suficiente para derivar reglas de acción para la
práctica pedagógica. Pero aunque el conductismo sea tal vez su versión más acabada, esta manera de entender la
didáctica como una tecnología derivada de constataciones empíricas realizadas en otros campos disciplinares no es
exclusiva de esta perspectiva. Subyace a cualquier intento de basar la producción didáctica de alguna teoría explicativa
de base, con independencia de su orientación. Según Carr, «Así entendida, la teoría de la educación es una forma de
"ciencia aplicada" que emplea generalizaciones empíricamente comprobadas como una base para resolver problemas
educativos y guiar la práctica de la educación» (Carr, 1990: 79). Recíprocamente, la práctica pedagógica se entiende
como una actividad esencialmente técnica, susceptible de ser especificada a partir de reglas.
Claro que la elección de una teoría de base para guiar los asuntos educativos resuelve algunos problemas, pero
necesariamente opera una reducción explicativa que Schwab describe con lucidez: «La teoría, por su propio carácter, no
toma ni puede tomar en cuenta todas las cuestiones que son fundamentales cuando nos preguntamos qué enseñar, a
quién y cómo [...]» (Schwab, 1973: 1). «Las debilidades de la teoría surgen de dos fuentes: el inevitable estado
incompleto de los asuntos que tratan las teorías, y la parcialidad del punto de vista que cada una adopta con respecto a
su ya incompleto asunto» (Schwab, 1973:10). Aun dentro de su propio campo, «Una teoría cubre y formula las
regularidades entre los hechos y acontecimientos que incluye; abstrae un caso general o ideal; deja atrás la falta de
uniformidad, las particularidades que caracterizan cada ejemplo concreto de los hechos incluidos. Además, en el proceso
de idealización, las investigaciones teóricas pueden a menudo dejar de considerar facetas evidentes de todos los casos
porque sus más importantes principios de investigación o sus métodos no pueden manejarlas»" (Schwab, 1973: 24).
Schwab rechaza la idea de que una teoría pueda ofrecer un saber seguro a partir del cual pueda dirigirse y controlarse la
práctica educativa. Cree más bien que la educación es una actividad práctica, esto es, una forma de acción abierta,
indeterminada, pero a la vez informada y comprometida con valores educativos, y que recurre a la teoría a partir de los
problemas prácticos que debe enfrentar. Las teorías, según Schwab, tienen dos utilidades: constituyen cuerpos de
conocimiento que liberan a los involucrados en la resolución de asuntos prácticos de la tarea de producir por sí mismos la
información necesaria, y brindan una serie de conceptos y distinciones que pueden contribuir a iluminar los problemas
que se tienen entre manos. Pero la debilidad de las teorías debe ser compensada a través de su uso ecléctico, esto es,
la utilización sucesiva o simultánea de diferentes teorías para complementar sus puntos de vista, necesariamente
incompletos y parciales (Schwab, 1973).
A diferencia de las modalidades técnicas, en las modalidades prácticas ya no resulta necesario elegir «la mejor teoría»
para fundamentar la práctica educativa, sino seleccionar las teorías más adecuadas para cada situación en relación con
un contexto específico y propósitos particulares. Su utilidad no es proporcionar reglas de actuación, sino mejorar la base
de conocimiento que informa las decisiones en situaciones prácticas; es decir, alimentar la sabiduría práctica, «[...] una
disposición que es a la vez moral e intelectual y que se hace manifiesta en una capacidad para combinar conocimiento
ético del "bien" con sano juicio práctico acerca de lo que, en una situación particular, constituye una expresión apropiada
de este "bien"» (Carr, 1990: 98).
Aunque con una definición menos taxativa que la de Schwab -y específicamente en relación con la enseñanza-, muchos
autores han defendido la combinación de distintos modelos y enfoques en la práctica pedagógica. En un trabajo titulado
Modelos de enseñanza, Joyce y Weil describen veintidós modelos de enseñanza y los agrupan en cuatro «familias», de
acuerdo con sus orientaciones respecto de lo que hay que aprender y cómo hay que aprenderlo.
Advierten: «Empezamos impugnando la idea según la cual existe un modelo perfecto. No debemos limitar nuestros
métodos a un modelo único, por atractivo que sea a primera vista, porque no hay modelo capaz de hacer frente a todos
los tipos y estilos de aprendizaje. [...] Ningún método exclusivo conocido tiene éxito con todos los alumnos ni alcanza
todos los objetivos» (Joyce y Weil, 1985:11 y 19). Más aún«[...] el progreso de la enseñanza consiste en el dominio
creciente de una variedad de modelos de enseñanza y en la capacidad de usarlos con eficacia» (Joyce Y Weil, 1985:
25). Por su parte, en Enfoques de enseñanza, Fenstermacher y Soltis distinguen tres enfoques de enseñanza: el del
ejecutivo, el del liberador y el del terapeuta, y alientan su utilización selectiva de acuerdo con cada situación: «Quizá todo
esto lleve al lector a pensar que lo invitamos a elegir una de las tres posturas mencionadas. En realidad, hacemos todo lo
contrario.
Lo que sostendremos en este libro es que cada enfoque contiene valores y propósitos que son apropiados en ciertas
situaciones de enseñanza, así como son moralmente preferibles en ciertas circunstancias» (Fenstermacher y Soltis,
1999: 22). En un encendido artículo titulado «Usando diversos estilos de enseñanza», Dillon, en cambio, sostiene que la
utilización de diversos estilos de enseñanza es práctica y conceptualmente imposible. Acepta que no hay una única
técnica para enseñar e incluso que un profesor puede usar varias de ellas, pero advierte que si un modelo o un enfoque
de enseñanza se define por una determinada orientación filosófica y psicológica acerca del aprendizaje y la enseñanza,
no deberían combinarse o alternarse técnicas pertenecientes a diferentes modelos o enfoques, pues ello implicaría
asumir visiones acerca de la enseñanza diferentes y hasta contradictorias. Según el autor, la propuesta de utilizar
diversos estilos de enseñanza desprecia el lugar de la teoría en la práctica y subestima la mente del profesor, al
recomendar que «no importa lo que la teoría diga o lo que piense, simplemente haga esto, use esta técnica» (Dillon,
1998: 509, trad. propia). A su criterio, la utilización de técnicas como meras herramientas, desguazadas de la teoría o
concepción que las generan, informan y justifican, convierte a la enseñanza en una actividad técnica, una actividad sin
agencia moral, en un tipo de práctica más parecida a la plomería o la ingeniería vial.
Mientras para Schwab el uso ecléctico de teorías permite alimentar la sabiduría práctica y mejorar la capacidad para
hacer juicios prudentes a través de la deliberación, para Dillon, la combinación de enfoques provenientes de distintas
teorías implica convertir al profesor en un técnico. Por supuesto, los propósitos que expresan y las consecuencias que
imaginan los planteos de Joyce y Weil y de Fenstermacher y Soltis se acercan más al optimismo de Schwab que a las
sospechas de Dillon. Pero, obviamente, la crítica de Dillon apunta a los fundamentos de estas propuestas y no a las
intenciones de sus autores.
Desde mi punto de vista, la propuesta de combinar enfoques de enseñanza provenientes de distintas teorías no implica
un desprecio del lugar de la teoría en la práctica, sino un redimensionamiento de los alcances de cualquier teoría y de su
contribución efectiva a la práctica. Tampoco implica, a mi juicio, un olvido de la mente del profesor. Por el contrario,
reinstala su razón al liberarlo del «manual de instrucciones» derivado de cualquier teo ría y al encomendarle la
evaluación y elección de cursos de acción posibles y deseables en cada situación. Creo que Dillon interpreta la
propuesta de combinar diversos enfoques de enseñanza en «clave técnica», formulando como una regla de acción lo
que pretende ser un marco para la acción. «No importa lo que la teoría diga, no importa lo que piense, haga esto», no
constituye una regla, sino más bien un principio, pues el contenido de «esto» es, justamente, «decidir qué es lo mejor en
cada caso». Y entonces se trata más bien de un principio, pues en cada situación se debe interpretar, establecer las
alternativas y elegir la más adecuada, o sea, deliberar.
De todas maneras, al extremar los planteas de Joyce y Weil y de Fenstermacher y Soltis, la crítica de Dillon pone de
manifiesto un riesgo implícito en estas propuestas y es que se interprete la variedad pedagógica como valor en sí mismo.
Disponer de diferentes modos de hacer las cosas es útil sólo si sabemos elegir el más adecuado en cada caso. Tal vez
no terminemos haciendo las cosas de modos muy variados y no hay nada malo en ello si lo que hicimos fue lo más
adecuado para cada caso. Desplegar un ramillete de formas de enseñanza no entraña grandes mejoras para la
educación si no es resultado de decisiones prudentes. Aclararlo vale la pena porque, en nuestro medio educativo, la
novedad, la originalidad, la renovación, constituyen valores que despiertan rápida adhesión en las escuelas y también en
ámbitos educativos especializados, y a menudo operan como criterios para distinguir «buenas prácticas de enseñanza».
En cambio, coincido con Dillon en que el uso ecléctico de diferentes enfoques de enseñanza puede resultar problemático
desde el punto de vista de la compatibilidad de sus fundamentos, pero creo que se apresura al afirmar que el uso de
distintas técnicas implica la amputación del marco conceptual y valorativo que la sostiene. La idea de eclecticismo puede
entenderse en dos sentidos. Uno más ligado al sincretismo o al integracionismo: en el primer caso, los elementos que se
consideran «lo mejor» de cada doctrina se fusionan por mera yuxtaposición; en el segundo, partes de distintas teorías se
estructuran en un nuevo sistema, en un esfuerzo de creación. Entiendo que en ambos casos, se requiere la
neutralización del marco conceptual y valorativo propio de cada una de las partes, porque los valores son los del nuevo
sistema. El nuevo sistema no es neutral, pero tampoco conserva los valores de las partes que reintegra. El segundo
sentido del eclecticismo enfatiza la búsqueda de un criterio de verdad que permita encontrar concordancias entre
posiciones aparentemente opuestas en nombre de la tolerancia, la conciliación y la moderación, incluso con respecto a la
misma actitud ecléctica. En la propuesta de hacer un uso ecléctico de teorías se utilizan distintas teorías, pero sin
procurar integrarlas en un sistema nuevo, y se utilizan conservando su propio marco conceptual y valorativo.
Pero si esto es así, aparece otro problema: la búsqueda del «criterio de verdad» que armonice la convivencia de marcos
conceptuales y valorativos diversos dentro de una propuesta pedagógica. Las técnicas no pierden sus principios y sus
efectos, aunque éstos puedan colocarse temporalmente entre paréntesis. Por ejemplo, Rogers justifica la inclusión de la
instrucción programada dentro de la propuesta no directiva en función de algunos rasgos que, desvinculados las bases
teóricas y los principios del condicionamiento operante, cuadran bastante bien con su propósito de promover el desarrollo
personal de los alumnos. Pero la máquina de enseñar está diseñada para hacer además otras cosas, y efectivamente las
hace. Y habrá que analizar cómo se articulan esos efectos con los de los otros «métodos para construir la libertad» y con
los propósitos generales del no directivismo rogeriano. Sin embargo, sus advertencias en cuanto a los requisitos y
limitaciones del uso de la instrucción programada, aunque no resuelven el punto, evidencian su conciencia de los riesgos
y de la necesidad de una utilización mediada por decisiones prudentes.
El ejemplo permite ilustrar que la utilización simultánea o sucesiva de diversos enfoques, puede dar lugar a alianzas
fecundas, pero también a combinaciones confusas o contradictorias en cuanto a sus efectos, y los límites entre un
resultado y otro pueden ser difíciles de reconocer. Entiendo que la propuesta de combinar diferentes enfoques o modelos
de enseñanza no soslaya este problema, pero deja abierta la cuestión de los «criterios de verdad» a partir de los cuales
se combinan teorías, confiando, al igual que Rogers, en la sabiduría práctica de quienes deciden. A mi criterio, la
propuesta de hacer un uso ecléctico de distintos enfoques de enseñanza sólo puede verse como una posición técnica si
se desvincula este modo de usar la teoría del papel que a ella se le asigna. Cuando el planteo se separa de las
preocupaciones a las que la propuesta da respuesta, las teorías se convierten en un menú de reglas cuya aplicación sólo
se rige por criterios de eficacia; efectivamente, una posición técnica. Pero en la modalidad práctica, la función
de la teoría es alimentar la sabiduría en la resolución de los problemas prácticos, iluminar la toma de decisiones, y la
consideración de sus fundamentos conceptuales y valorativos es parte del contenido de la deliberación.
De todos modos, la renuncia a la elección o construcción de una teoría única en función de la cual guiar las prácticas de
la enseñanza y la aceptación de una variedad de aportes cuya contribución se define en contexto práctico sobre la base
del juicio prudente de los practicantes, abre la pregunta acerca del papel de la didáctica como disciplina encargada de
dar pautas para la acción.
3. LA TEORÍA DIDÁCTICA Y SU RESPONSABILIDAD: CONTROLAR, ILUMINAR, GUIAR LA PRÁCTICA
Modalidades técnicas y modalidades prácticas son maneras diferentes de entender la relación entre la teoría y la práctica
educativa y, como se ha mostrado, involucran distintas perspectivas acerca del valor y el tipo de contribución que la
teoría didáctica puede o debe hacer a las prácticas de la enseñanza. Consecuentemente, demarcan de diferente modo el
papel o la responsabilidad de la didáctica.
Las modalidades técnicas confían en que el conocimiento de la realidad asegura su control a partir de la formulación de
reglas precisas para el diseño de los dispositivos adecuados. Buena parte de la producción didáctica se ha orientado -y
se orienta- a la descripción y búsqueda del control de sistemas desprovistos de las complejidades del mundo real-y la
tecnología instruccional tal vez sea el producto más logrado de estos intentos-. Pero en los últimos años, distintos
aportes provenientes de líneas de trabajo diversas han señalado los límites de las explicaciones deterministas y del
control instrumental de la práctica pedagógica. Aun en las ciencias físicas, la visión del universo como lugar determinista
y predecible, y la esperanza de que la ciencia pudiera inferir las reglas operantes para explicar el pasado y controlar el
futuro, se han desmoronado.
El mecanicismo basado en una interpretación radical del determinismo newtoniano se quebró a partir de estudios que
mostraban que la probabilidad era más la regla que la excepción y, a pesar del escozor que este descubrimiento
provocaba en sus propios autores, hacia principios del siglo XX la idea de probabilidad estaba instalada. El mecanicismo
se resquebrajó por tres vías: el estudio de sistemas complejos con tantas variables que exigen la utilización de la
estadística y sólo permiten la formulación de leyes probabilísticas; el estudio de sistemas cuánticos, como las moléculas,
los átomos, núcleos o partículas elementales, cuyas propiedades sólo son potencialidades más o menos probables hasta
que una medida fija su valor; y el descubrimiento de los sistemas caóticos, que, a pesar de que tienen pocos grados de
libertad y una apariencia simple, son deterministas e impredecibles a la vez (Femández Rañada, 1990).
En las tres últimas décadas, un conjunto de teorías han intentado explicar diversos fenómenos naturales y sociales que
tienen en común la aparición de inestabilidades y un comportamiento que no puede predecirse. El comportamiento
caótico se manifiesta cuando la señal generada por un sistema parece carente de toda regularidad y no se estabiliza con
el transcurso del tiempo. Los sistemas de comportamiento caótico son muy sensibles a pequeñas variaciones en las
condiciones iniciales. Pequeñas incertidumbres iniciales se amplifican exponencialmente dando lugar a enormes
variaciones en la evolución del sistema en el transcurso del tiempo, de modo que se toma imposible la predicción
unívoca de los estados futuros del sistema.
Pero impredictibilidad no es lo mismo que indeterminación. Los sistemas de comportamiento caótico no son predecibles,
excepto a muy corto plazo, pero las ecuaciones que permiten describirlos son totalmente deterministas: dadas unas
condiciones iniciales, pueden fijar el valor de las variables para todo tiempo futuro (Lombardi, 1999). Los sistemas
caóticos combinan necesariedad y contingencia, determinación y azar.
Según Mayntz, las sociedades humanas muestran muchos de los rasgos característicos de los sistemas no lineales
(imprevisibilidad, interdependencias complejas, cambios de estado repentinos, retrasos en las respuestas, fenómenos de
«masa crítica» en los que una variable dependiente no reacciona o lo hace muy levemente hasta que la variable
independiente alcanza cierto valor, etcétera). Pero, a diferencia de los sistemas biológicos, los sistemas sociales no
pueden analizarse con independencia de la capacidad de los seres humanos para organizarse en la consecución de
fines específicos y, de este modo, controlar procesos espontáneos si sus consecuencias se anticipan indeseables,
modificando las condiciones que podrían provocarlos.
La evolución de los sistemas sociales es resultado del interjuego de los acontecimientos espontáneos y de la acción
planeada (Mayntz, 1992).
De todos modos, la acción planeada no es menos incierta que los acontecimientos espontáneos. Según Morin, los
sistemas sociales, al igual que las personas, son máquinas vivas cuyos outputs, a diferencia de las máquinas artificiales,
no pueden predecirse a partir de sus inputs (aunque, en ocasiones, operen como máquinas triviales y sea posible
anticipar su comportamiento).
Por otra parte, las máquinas vivas pueden tolerar esa gran cantidad de desorden que habitualmente denominamos
«libertad». La acción escapa a la voluntad del actor político para entrar en el juego de interacciones, retroacciones e
ínter-retroacciones del conjunto del sistema social. En el momento en que se emprende una acción, ella comienza a
escapar a sus intenciones y es el ambiente el que toma posesión, en un sentido que puede volverse contrario a la
intención inicial. Este «principio ecológico de la acción» tiene dos consecuencias: la primera, que la eficacia máxima de
una acción se sitúa al comienzo de su desarrollo; la segunda, que las consecuencias últimas de una acción no son
predecibles (Morin, 1994a; Morin, 1994b ).
El siglo XVII acunó el sueño de encontrar «el orden» operante tras la apariencia de desorden; el siglo XX, la resignación
de que cualquier orden es parcial, producto y productor de desorden. Los aportes de las «teorías del caos» se han
expandido desde la matemática y la física a disciplinas tan variadas como la biología, la sociología, la economía e,
incluso, al campo educativo. La ciencia enfrenta el desorden, se lanza a la indagación de los órdenes parciales que
encierra y de las formas que pueden adoptar las respuestas, no en su generalidad, sino en su lugar, su momento y
movimiento: «Se difunde no obstante la idea de que, si bien el desorden no puede encerrarse, es importante identificar
sus manifestaciones, de oponerte una línea de defensa, de convertirlo en energía capaz de efectos positivos; de utilizar
el movimiento en lugar de dejarlo hacer o padecer, sin incluso conocer bien los medios de llegar a él y los riesgos
corridos por error y pasividad» (Balandier, 1988: 173). Intentaré a continuación analizar las consecuencias de estas ideas
para la didáctica.
Si aceptamos que lo social es un orden aproximado, siempre vulnerable e inestable, producto de las interacciones entre
lo determinado y lo aleatorio, debemos reconocer que la didáctica tiene ante sí una tarea sumamente difícil. Las
dificultades se ubican en dos planos. En primer lugar, derivan del tipo de objeto con el que trata. La enseñanza es una
acción social, es decir, una acción orientada por la de otros" y se define en un juego de interacciones, retroacciones e
ínter-retroacciones que tornan inciertos buena parte de sus resultados tanto más cuanto mayor sea la escala que se
considere (la díada docente y alumno, el aula, la escuela, la comunidad, el sistema educativo), pues a medida que se
amplía la perspectiva, se suman procesos (planeamiento, diseño curricular, capacitación, etcétera) y actores (equipos
docentes, directivos, técnicos y funcionarios responsables de la gestión del sistema, editoriales, etcétera). La enseñanza
se desarrolla dentro y entre diferentes niveles de fenómenos -individuales, colectivos, comunitarios-, y cada uno de estos
niveles existe en y a través de los demás; parte y todo emergen y se especifican mutuamente. A diferencia de los
sistemas meramente «complicados» -como las computadoras o los relojes-, que pueden ser comprendidos analizando
las partes y el modo en que se ensamblan entre sí, en los sistemas «complejos» las partes no pueden separarse y el
todo es más que su reunión. Aunque con frecuencia la enseñanza fue etiquetada -y estudiada- como una tarea
complicada, es, en verdad, un fenómeno complejo (Davis y Sumara, 1997).
En segundo lugar, a estas dificultades vinculadas a las características del objeto del que se ocupa, se suman problemas
derivados del tipo de responsabilidad que asume la didáctica sobre él. Cuando el propósito de la didáctica es describir y
explicar las prácticas de enseñanza, su problema es lograr buenas comprensiones, amplias, completas y profundas, de
un fenómeno sumamente complejo. Pero cuando la didáctica asume, además, una responsabilidad sobre la práctica
educativa, el problema se agudiza, pues debe ocuparse, además, de intervenir sobre la acción, y ello la coloca ante una
tarea riesgosa, pues la acción es una decisión, pero también es una apuesta.
La didáctica -al igual que la ética o la política- enfrenta los problemas propios de las disciplinas orientadas a informar la
acción a realizar. No puede limitarse a iluminar la práctica a través de descripciones profundas y categorías potentes que
eventualmente permitan una mejor comprensión y actuación por parte de los practicantes. Debe, además, guiar la
práctica, dando dirección y orientación a la acción. Una tarea no exenta de dificultades, como lo advierte Morin: «La
política no gobierna sino que navega al timón [...] Pero esto no quiere decir que sólo deba navegar el rumbo de día en
día, debe tener una idea-faro que la ilumine. No puede hacer programas para el futuro, puesto que los programas son
proyecciones abstractas y mecanicistas que los acontecimientos desbaratan. Sin embargo, es necesario proyectar
valores, ideas-fuerza, ideas-motoras» (Morin 1994b: 439). Del mismo modo, la aceptación de la incertidumbre de toda
acción social no exime a la didáctica de su responsabilidad de definir metas valiosas y caminos posibles. Si se me
permite retomar la metáfora, no sólo debe proporcionar lupas para entender dónde estamos sino, además, brújulas,
mapas y catalejos para saber adonde ir y cómo hacerlo.
4. y ENTONCES, ¿LA DIDÁCTICA?
La didáctica se ocupa de, y a la vez, es una acción social. Esto traza sus horizontes, sus límites y sus desafíos. La
didáctica es un cuerpo de conocimiento orientado a guiar la acción educativa, pero la enseñanza, como toda acción
social, es siempre singular y escapa a su control a partir de reglas. En tanto teoría, la didáctica debe ocuparse de lo
general y repetible, pero su destino es la situación empírica. Por ello, exige al destinatario del discurso didáctico,
maestros y profesores, reconstruir el significado teórico-práctico de sus enunciados en el marco de la situación particular.
La didáctica, en - tanto disciplina que se ocupa de una práctica, tiene una relación inmediata con los fenómenos que
trata, pero la efectividad de sus productos es siempre mediata y mediada. En términos de Fenstermacher: «[...] el
beneficio de la investigación sobre educación para la práctica educativa se realiza en el perfeccionamiento de los
razonamientos prácticos, no en programas deducidos de los resultados de la investigación. [...] La investigación in fluye
sobre la práctica cuando altera la verdad o falsedad de las creencias que el profesor tiene, cuando cambia la naturaleza
de esas creencias y cuando añade creencias nuevas». (Fenstermacher, 1989: 165). La normatividad didáctica debe ser
reconstruida en cada caso particular por actores singulares, articulando el conocimiento del «bien» con el juicio práctico
acerca de lo que, en cada situación, constituye una expresión adecuada de ese «bien». Pero, como hemos visto, esa
normatividad no constituye un marco de actuación unitario, coherente e integrado, sino que se compone de una oferta
variada de encuadres normativos provenientes de diversas teorías. Entonces, la tarea de los docentes no es
simplemente interpretar, traducir y acomodar una teoría a contextos específicos, sino hacer elecciones, descartar
opciones, decidir combinaciones. Una tarea cuya complejidad no puede mitigarse desde una perspectiva práctica- a
través de la elección de «la mejor teoría» o la construcción de «la gran teoría». Reconocer los límites de la teoría
didáctica --cualquier teoría- en la guía de la práctica educativa no exime a la didáctica de -por el contrario, la obliga a-
ocuparse del problema como aspecto constitutivo de su tarea. En tanto actividad especializada que se ocupa de la
enseñanza desde el punto de vista práctico, su desafío central no es sólo producir buenas propuestas, sino encontrar el
modo de contribuir con ellas a la mejora efectiva de las prácticas de enseñanza. Y para ello, debe incorporar como
dimensión central de su producción la consideración de los contextos y los modos en que ese conocimiento es
recuperado para su uso. Si el horizonte normativo se termina de delinear a partir del juicio práctico de los practicantes, la
didáctica debe orientarse a ofrecer una plataforma para la deliberación y la toma de decisiones.
La preocupación por las decisiones de los docentes no es nueva en la agenda de la didáctica. En las últimas tres
décadas, dio lugar a un conjunto de trabajos -habitualmente encuadrados dentro del «paradigma del pensamiento del
profesor» -que se orientaron a describir y comprender la base de conocimiento y los procesos cognitivos a partir de los
cuales los docentes interpretan y dirigen su práctica. Bajo la idea de que las personas perciben e interpretan las
situaciones en función de sus marcos cognitivos y actúan de acuerdo con esos significados, se pensó que, en el caso de
los docentes, el trabajo de revisión de los supuestos involucrados constituía una alternativa promisoria para el
perfeccionamiento de la práctica. Sin embargo, con frecuencia estas propuestas incorporaron la idea de reflexión de
manera «genérica», confiando en que las acciones docentes serían necesariamente mejores si eran más deliberativas e
intencionales, y descuidando el contenido, la naturaleza y los propósitos de la reflexión, y quedaron así atrapadas en la
misma racionalidad técnica contra la cual se erigieron. Por otra parte, si bien estos trabajos permitieron una nueva y
mejor comprensión de la acción de los maestros, no constituyen per se una herramienta de intervención sobre esas
acciones. Como señala Feldman: «El principio de promover una práctica reflexiva es, indudablemente, correcto. Pero la
idea de "reflexión" como metodología para el trabajo con los enseñantes, y por parte de ellos, debe encuadrarse dentro
de algunos límites. Cuando se utiliza la idea de "reflexión" como un enfoque asociado a la resolución de problemas
especificas -o sea como una "metodología"-, es necesario atender a dos restricciones: primero, que mediante la reflexión
se atiende a un rango limitado de problemas y, segundo, que adquirir buenas capacidades reflexivas puede requerir
buenas competencias técnicas y casuísticas» (Feldman,1999: 106).
Aunque, la reivindicación del «profesor reflexivo», en ocasiones, ha constituido más un intento de construir una nueva
imagen del maestro que una estrategia efectiva para la mejora de la práctica docente, los aportes
provenientes del «paradigma del pensamiento del profesor» han permitido una mejor comprensión de la acción de los
docentes, por cierto imprescindible para pensar y repensar la intervención sobre las prácticas de enseñanza.
De todos modos, sin dejar de reconocer el valor de estos trabajos, ellos no representan el tipo de dirección que intento
sugerir. Básicamente, porque no responden a la pregunta acerca de las características que debe asumir la producción
didáctica para contribuir a las decisiones y acciones de los docentes, y más bien sugieren la constitución de un capítulo
independiente que se ocupe de las relaciones entre conocimiento especializado y conocimiento personal del docente.
Intentaré en lo que sigue delinear algunas ideas que podrían orientar la producción didáctica, considerando los límites del
control sobre la acción y las contribuciones que la teoría puede hacer a la actuación pedagógica en una perspectiva
práctica.
La primera se refiere al modo de pensar la intervención sobre las acciones de enseñanza. Según Morin, la guía de la
acción supone combinar hábilmente múltiples fragmentos de acción programada con estrategias que permitan operar en
situaciones en que interviene Jo inesperado o lo incierto.
Un programa es una secuencia de actos que se desarrollan en una secuencia fija, decidida a priori. Funciona
exitosamente cuando las condiciones son estables y no son perturbadas, y no obliga a estar vigilantes ni a innovar. A
diferencia de un programa, la estrategia es un escenario que puede modificarse sobre la base de la información
cambiante del contexto, datos imprevistos o hechos azarosos. Una estrategia permite, a partir de una decisión, anticipar
escenarios y modificarlos en función de la información que llegue en el curso de la acción y los elementos aleatorios que
puedan perturbarla. La estrategia saca ventaja del azar, pues no es sólo un factor negativo a controlar, sino la suerte a
ser aprovechada, del mismo modo que una buena estrategia de juego construye el propio juego a partir de la
deconstrucción de la estrategia del adversario (Morin, 1990).
Las acciones educativas, cualquiera que sea la escala en la que operen, siempre tienen resultados inciertos. Los
enfoques técnicos han intentado reducir la incertidumbre aumentando el control a través de la inclusión de más variables
y del mayor grado de detalle y especificidad en sus programas, sin lograr resolver los «problemas de implementación».
Creo más fértil un tipo de enfoque más cercano a una estrategia, que especifica metas deseables y cursos de acción
posibles en función de escenarios variados y variables, pero que no menosprecia el valor de buenos programas de
acción como herramientas disponibles al servicio de unos propósitos, cuya eficacia no está probada y siempre se define
en contexto. Algo de esta idea está presente, por ejemplo, en el planteo de Eigenmann con respecto al currículo cuando
afirma que la mayor distancia entre un programa y sus contextos de implementación no debería ser cubierta con una
mayor intensidad de la planificación, sino que, por el contrario, la cantidad de elementos prescriptos en el currículo y el
grado de especificidad que alcanza la prescripción debería ser inversa a esa distancia (Eigenmann, 1981). También
puede apreciarse en enfoques de programación que buscan encontrar alternativas más flexibles,
pero no menos rigurosas, a los modelos deductivos con base en objetivos conductuales (Tochon, 1995).
La segunda idea -estrechameute vinculada a la anterior- se refiere al modo en que se formula y expresa la normatividad
didáctica. Creo que propuestas basadas en principios de procedimiento más que en reglas de actuación facilitan su
utilización en contexto práctico. Mientras que la reglaes una descripción acerca de qué hacer o cómo hacerlo en una
situación determinada, el principio expresa unos propósitos deseables de un modo más amplio (Elbaz, 1981: 61). Los
principios facilitan la deliberación porque ofrecen criterios de actuación que requieren ser interpretados en cada situación
y permiten ajustar la acción a condiciones particulares. Sirven para fundamentar decisiones, pero no las determinan.
Buenos ejemplos de este tipo de propuesta son los criterios de Raths (1971) para «identificar actividades que parecen
tener un valor inherente», los «principios para una reflexión sobre los contenidos de la enseñanza» de Bourdieu y Gross
(1990) o la idea de «principios de procedimiento» de Stenhouse (1998).
De todos modos, así como la estrategia no puede prescindir de los programas de acción -más aún, los requieren-,
propuestas basadas en «principios de procedimiento» no pueden omitir «protocolos de procedimiento», pues los
principios además de ser interpretados para cada situación, deben ser traducidos en un curso de acción. Shulman
distingue al menos tres formas distintas de conocimiento necesarias para la práctica de enseñanza: el conocimiento de
principios y reglas, el conocimiento de casos particulares, y el conocimiento de cómo aplicar reglas adecuadas a casos
correctamente definidos (Shulman, 1989). Disponer de una variedad de propuestas didácticas (modelos, estrategias,
técnicas, etcétera) es necesario no sólo para establecer las alternativas de acción, sino para saber cómo llevarlas
adelante, pues de los valores no se desprenden las competencias y las tecnologías necesarias para la actuación. Un
planteo de este tipo presenta Feldman como un enfoque «instrumental» -que, aclara, no es lo mismo que técnico-. Más
aún, confía en que el trabajo en tomo a propuestas exitosas, sencillas y viables en el contexto del aula puede permitir,
mediante la reconstrucción de sus fundamentos teóricos, la ampliación de la base de conocimiento de los docentes.
La tercera idea se relaciona con el contenido de la normatividad didáctica e intenta señalar los beneficios de un enfoque
práctico -deliberación, contextualización de las propuestas y uso ecléctico de teorías- para la producción de conocimiento
didáctico, como empresa práctica.
La teoría didáctica siempre implica una intervención sobre la realidad y ello nunca es neutral, pues siempre se valoran
unas opciones por sobre otras.
Esto obliga a un concienzudo trabajo de deliberación, de análisis de los fines propuestos en relación con los medios
disponibles y de anticipación de las alternativas posibles. También a explicitar los fundamentos y consecuencias de las
alternativas que se eligen. A diferencia de las expresiones de preferencias, los juicios de valor constituyen declaraciones
públicas que sugieren el deber de aceptarlas: «Dado que esos juicios son de naturaleza pública, es preciso defenderlos
con pruebas y argumentos, y pueden (y deben) ser discutidos en el ámbito del debate y del discurso públicos. En suma,
es preciso justificar de alguna manera los juicios de valor [...] la distinción entre las afirmaciones basadas en las
preferencias y los juicios de valor, por muy significativa que esta sea, es a menudo soslayada y omitida por completo en
los debates políticos, y quizás ello explique por qué las políticas son, con frecuencia, menos claras, convincentes y
sensatas de lo que hubiéramos deseado» (Brubacher, Case y Reagan, 2000: 150-151).
Pero la explicitación de los compromisos éticos, sociales y políticos de cada propuesta, además de hacer posible su
validación pública, resulta fundamental desde el punto de vista de su uso práctico. Huebner advierte que, aunque la
enseñanza es una actividad moral, en general los maestros permanecen ciegos a las dimensiones morales de su
práctica y no se perciben como agentes morales. Lo atribuye a las características del contexto político y social del
escenario escolar, que desanima la discusión de estas cuestiones, pero también al discurso especializado sobre la
enseñanza, que tiende a centrar la atención en los problemas que pueden ser resueltos técnicamente.
Aunque el lenguaje técnico es sumamente importante, los maestros necesitan además formas de hablar de la enseñanza
que sitúen los aspectos técnicos en unas coordenadas morales (Huebner, 1996). Enfoques que hagan explícitos los
supuestos que encuadran sus propuestas y describan el tipo de mundo que contribuye a ver y a crear, dentro y fuera de
la escuela, proporcionan una plataforma que ayuda a situar las decisiones prácticas en su dimensión moral.
Al mismo tiempo, el análisis de las consecuencias de una propuesta debe contextualizarse a través de la identificación de
factores que puedan obstaculizar e incluso invertir los efectos deseados y dar lugar a otros no deseados, aun
indeseables. Ello no atenta contra su espíritu de generalidad y resulta decisivo desde el punto de vista de su valor
práctico, pues advierte a sus intérpretes y potenciales usuarios sobre la necesidad de estimar márgenes de variación -y
de fracaso-, y prever los ajustes necesarios en caso de ser trasladada a contextos político-educativos con. otra
conjugación de condiciones, restricciones y tradiciones de desempeño de la docencia.
Por último, la enseñanza es un fenómeno complejo y, para ocuparse de ella, la didáctica requiere múltiples perspectivas
teóricas y una vocación para el pensamiento complejo: «[ ... ] el pensamiento complejo no es el pensamiento
omnisciente. Por el contrario, es el pensamiento que sabe que siempre es local, ubicado en un tiempo y en un momento.
El pensamiento· complejo no es el pensamiento completo; por el contrarío sabe de antemano que siempre hay
incertidumbre. Por eso mismo escapa al dogmatismo arrogante que reina en los pensamientos no complejos. Pero el
pensamiento complejo no cae en un escepticismo resignado porque, operando una ruptura total con el dogmatismo de la
certeza, se lanza valerosamente a la aventura incierta del pensamiento, se une así a la aventura incierta de la humanidad
desde su nacimiento» (Morin, 1994b: 440). «Pero lo que se puede hacer para evitar el relativismo y el etnocentrismo
totales es edificar meta-puntos de vista. Podemos construir miradores y desde lo alto de esos miradores podemos
contemplar lo que ocurre» (Morin, 1994b: 433).
Según Bruner, una teoría de la instrucción se encuentra en la intersección entre consideraciones relativas a la naturaleza
de la mente y consideraciones relativas a la naturaleza de la cultura (Bruner, 1997). Seguramente, necesita también de
una teoría del conocimiento y una teoría de la acción social. No sólo como base para comprender mejor los fenómenos
de los que se ocupa, sino además como «miradores» desde los cuales revisar la propia producción. No es un intento de
derivar hacia algún plano metateórico la resolución de la diversidad de perspectivas, sino una invitación a que cada teoría
haga evidentes no sólo los valores que promueve, sino los presupuestos que asume con respecto al conjunto de
fenómenos involucra- dos en la porción de realidad de la que se ocupa. También es una advertencia relativa a la
necesidad de contar con criterios de validación de las teorías que vayan más allá de la «eficacia» de una propuesta en la
resolución de asuntos prácticos, y que, eventualmente, sirvan como ejes articuladores que permitan establecer
conexiones entre ellas.
5. REFLEXIONES FINALES
La didáctica nació con una promesa: la búsqueda de un artificio para enseñar todo a todos. A lo largo del tiempo, el
desarrollo científico y tecnológico fue complejizando y segmentando el sentido del «todo»; el crecimiento demográfico y
la progresiva incorporación de sectores sociales a los procesos educativos formales ampliaron y diversificaron la
constitución del «todos». Y la didáctica asistió a la emergencia y delimitación de corrientes internas, que se expresan en
programas de investigación dispersos y propuestas de enseñanza diversas. Como sucede en muchas otras disciplinas
científicas, la didáctica no constituye en la actualidad un marco teórico unitario e integrado. Ello puede no resultar
problemático cuando se asumen propósitos comprensivos -descriptivos y explicativos- sobre el objeto de estudio. Puede
serlo, en cambio, cuando se aceptan responsabilidades de intervención sobre el sector del mundo que se recorta; en
nuestro caso, la enseñanza.
Los enfoques de orientación técnica han intentado resolver este problema
mediante la búsqueda de un fundamento, la elección de la «mejor teoría», la construcción de la «gran teoría». Pero la
enseñanza, como acción social, no es fácilmente controlable a partir de reglas derivadas de algún conocimiento de base
empírica, y ninguna teoría puede dar respuesta a la variedad de preguntas y problemas que la enseñanza plantea. De
acuerdo con las perspectivas prácticas, en cambio, la diversidad de teorías no resulta ya problemática, porque su función
es mejorar la base de conocimiento que informa las decisiones prácticas, y su valor y utilidad se define en contexto. (Y
diversas propuestas han defendido, como se mostró, la utilización alternativa de enfoques según su adecuación a
propósitos y situaciones particulares.)
Entonces, la didáctica es una teoría comprometida de manera directa con la mejora de las prácticas de enseñanza, pero
su intervención sobre ellas siempre es mediada a través del juicio práctico de los practicantes. La pregunta que he
intentado explorar es de qué modo puede la didáctica –y podernos los didactas- orientar la producción y la intervención
de modo que constituyan una plataforma, conceptual e instrumental, útil para la deliberación, la decisión y la actuación de
maestros y profesores en el contexto escolar. Cada una de las ideas planteadas se mueve entre dos tensiones, y espero
haber dejado claro que no se propone optar por uno u otro término.
La primera, la responsabilidad de la didáctica corno cuerpo de conocimiento orientado a la guía de la acción pedagógica
y el reconocimiento de los poderes -y deberes- de los practicantes en la orientación de su actuación.
Aceptar que el valor y la contribución efectiva de cualquier propuesta a la práctica pedagógica se define a partir del juicio
práctico de los docentes no implica una dilución de la dimensión normativa de la didáctica y una derivación de este orden
de problemas hacia los contextos prácticos de actuación.
Por el contrario, se ha planteado que los aspectos normativos del discurso didáctico deben hacerse más abiertos en
cuanto a su formulación, pero más explícitos en cuanto a su contenido, fundamentos, condiciones y consecuencias,
corno modo de apoyar y facilitar la torna de decisiones por parte de los docentes, amén de contribuir al necesario análisis
y evaluación de las propuestas que hacernos.
La segunda, la conveniencia de enfoques más abiertos y flexibles (estrategias, principios) en la formulación de
propuestas y la necesidad de dispositivos técnicos que permitan alcanzarlos. La complejidad de la enseñanza hace difícil
su control por medio de programas exhaustivos y detallados, y requieren enfoques más adaptables a las particularidades
de cada contexto y más ágiles para maniobrar «en situación». Ello de ningún modo implica una dilución de la dimensión
instrumental de la didáctica -por cierto, bastante desprestigiada por estos días-. Por el contrario, se ha planteado que las
acciones de enseñanza requieren también de buenos programas de acción que contribuyan a dar forma y contenido a las
grandes direcciones. De lo contrario, nuestras propuestas tal vez sólo logren incidir en los idearios pedagógicos que
impregnan el discurso escolar sin afectar la cotidianidad de los salones de clases.
Tanto para los didactas como para los docentes -ambos enfrentados a la resolución de problemas prácticos- la variedad
de teorías que caracteriza a la didáctica en la actualidad puede constituir una potente «caja de herramientas» para
comprender e intervenir en esos complejos sistemas que hemos inventado para enseñar «todo a todos». No se busca
alentar la proliferación teórica y ni la mezcolanza metodológica, sino, dadas las circunstancias, el desafío de usar, con
sabiduría práctica, el instrumental a disposición para la mejora efectiva de las prácticas de enseñanza en nuestras
escuelas. Aunque siempre sea una apuesta.

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