sólo para quien lucha en desventaja. ¿Será por eso que en algún momento decisivo quisiéramos mirar hacia atrás, hacia la altura de una muralla de donde nos rogaron no salir? Sabemos que no hay nadie, y además ¿cómo ver el peligro que se arroja enfrente de nosotros? Aquel día, con pocas horas de sueño en la mañana infame de la clínica pulcra, había pasado una semana de crueldades infundadas sobre tu cuerpo de dos meses, iban a hacerte una pequeña operación con anestesia e impunemente usaban la lengua griega: una biopsia hepática. Aterrado, impertérrito, yo había mantenido mi apático optimismo: las desgracias son raras y a mí no me hacen falta. Bastantes temas hay ya en haber nacido, en los niños, la vejez y la muerte. Pero caminé repitiendo canciones que el azar ponía en mi cabeza, y en la barra del café hospitalario, justo antes de que entraras, Galileo, dormido al quirófano, sentí que me llegaba el llanto. “¡Andrómaca –me dije–, no me dejés salir a la llanura!” Y pensé en Baudelaire, el pusilánime, que nunca tuvo hijos. Aunque enseguida corrí a esperarte y enfrenté la tortura porque si había un héroe en este mundo ése eras vos, en plena desventaja, sin palabras, luchando con bracitos minúsculos contra la invasión médica. Ahora creciste, ganaste peso, sonreís a cada rato. Cada mañana pido al vacío que combina esto que hay una pequeña Troya de cien años para que vivas hasta ser un viejito sabio y desmemoriado. No escuchemos el murmullo lejano de los griegos. No existen, y sí, nosotros nos movemos. El yo
Ése que estaba ayer frente a una mesa
de fórmica, esperando la llegada de alguien y simulando hacer lo que se hace en una oficina, mientras lo distraen los murmullos de quienes ya han usado el tiempo para charlar, el que sintió cierto desaliento, sin nada que ahí llame o acompañe, ni una ventana para ver la siesta luminosa y las palomas gordas que afuera se burlaban casi a carcajadas en “u” del mármol falso, que no piensan en torturarse ellas mismas, ése era yo.
Ése que el verano pasado en un día
apenas empezado trató de despertarse tomándose un café en el bar de la clínica, pero sin buscar demasiada atención para que nada lo apartara de la idea de una vida feliz, el que salió a la puerta antes de subir a la pieza donde habían dormido su mujer y su hijo y pudo oler el rocío sobre el pasto del parque de enfrente, diciéndose que no podía ser, que era imposible que el mundo fuera tan hermoso y a la vez tan cruel, aunque por suerte a él la belleza no lo engatusaba, o casi, ése era yo.
Ése que hace veinte años una noche
caminaba en la calle con un vaso en la mano, antes de las prohibiciones, y charlaba con todos los borrachos, sus amigos casuales, irreconocibles de día, el que se reía de sí mismo y de los libros que ya entonces parecían un destino demasiado parco, el que se sentó en una placita con un gay condenado a vivir poco, un pintor fracasado aún joven y un par de anónimos drogadictos, y vio un escarabajo escalando baldosones de cemento, obstinado por los focos o un instinto inaccesible, ignorante, ése era yo. Todas las dentistas son lindas
Mis dentistas son altas, lindas, alumnas
de otra que debió ser un centelleo de belleza juvenil y todavía tiene una sonrisa encantadora. ¿De dónde salió esta raza? ¿Es otro mundo? De algún modo, nada menos que una clase social reproduciéndose. Me torturan con delicadeza infinita, dedos finos envueltos en látex. En los momentos de dolor más álgido, empiezo a pensar cómo serán sus vidas y cómo se acostumbra uno a sufrir en beneficio de una meta diferida. Escucho el kitsch musical que no perdona a nadie. Especulo sobre la habilidad manual de una profesión que acaso garantiza un mínimo imaginario de nivel en la escala onírica de la economía, aunque sea tan servil, húmeda, monótona como el trabajo del esclavo para que goce otro. Y así de a poco en esas tardes me adormezco y olvido los pinchazos. No es valor, apenas una respuesta a la agresión intermitente y prolongada. Pero yo puedo entender o acordarme de su cuerpo flaco con la mitad de lo que pesa ahora, abrochado a una camilla móvil en la máquina que filmaría un líquido fosforescente atravesando los canales de sus órganos diminutos y tan sólo a dos meses de arrancar. Puedo verlo todavía llorar por la inyección del material radioactivo y cansarse después, cerrar los ojos, dormirse mientras el aparato del infierno movía ejes mecánicos y prendía dispositivos electrónicos. No precisaba valentía: resignación al presente por un bien que no está ahí. Yo sí, y no la tenía, no la quería, pero igual no se me escapó el grito. Laocoonte habrá llorado cuando las serpientes sombrías lo apretaban, aunque no por sí mismo sino por sus hijos. Era absurda la condena, sin sentido, casi estúpidamente divina, y en el instante en que el aullido enorme parecía pronunciarse en sus labios, apretó los dientes y decidió morir como una estatua. Al bebé le rodeaban el cuerpo los abrojos de una tecnología cada vez más necia y soñaba en su belleza inaccesible. Así son, ahora, mis dentistas, que ignoran la existencia del mal. Se dedican a su oficio y no imaginan los tristes pensamientos del paciente. Despreocupadas tararean canciones, hablan solas, y como mi hijito, perfectamente saludables, se ríen ante el más pequeño de los gestos que algún otro les hace. Silvio Mattoni nació en Córdoba en 1969. En poesía, publicó El bizantino (1994), Tres poemas dramáticos (1995), Sagitario (1998), Canéforas (2000), El país de las larvas (2001), Hilos (2002), El paseo (2003), Poemas sentimentales (2005), Excursiones (2006), El descuido (2007), La división del día. Poemas 1992-2000 (2008), Héroes (2009) y La chica del volcán (2010). En ensayo, los libros Koré (2000), El cuenco de plata (2003), y El presente (2008).Tradujo a Henri Michaux, Francis Ponge, Catulo, Marguerite Duras, Diderot, Mario Luzi, Georges Bataille, Cesare Pavese, Pascal Quignard, Louis-René des Forêts, Yves Bonnefoy y Robert Marteau, entre otros.