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Serie Estudios Históricos Carmen McEvoy

Historiadora, profesora

(editores)
Carmen McEvoy
Alejandro M. Rabinovich
de Historia
Latinoamericana
Rolando Rojas Rojas La dislocación del vasto virreinato peruano colonial en The University of
Cómo matar a un presidente. Los asesinatos y la construcción, sobre sus ruinas, de la moderna República the South-Sewanee.
de Bernardo Monteagudo, Manuel Pardo Su especialidad
y Luis M. Sánchez Cerro del Perú constituye uno de los grandes nudos de la historia
es la historia política,
2018 sudamericana. Este nudo está compuesto por varios hilos: de las ideas y de la guerra
los cambios profundos en la economía global, la influencia durante el siglo XIX.
Mario Meza y Víctor Condori
de las revoluciones atlánticas, el impacto local de la ruptura Entre sus últimos libros publicados están:
Historia mínima de Arequipa. Desde los primeros
En pos de la República: ensayos de historia
pobladores hasta el presente del imperio español, las mutaciones políticas
republicana (2013) y Guerreros civilizadores:
2018 que hicieron surgir una república de ciudadanos y tantos otros. política, sociedad y cultura en Chile, 1879-
Maribel Arrelucea Barrantes Sin embargo, el hilo de la guerra, de la violencia política 1884 (2016). Miembro Correspondiente
Sobreviviendo a la esclavitud. Negociación y de lo militar como factor determinante de la Academia de la Historia del Perú
y honor en las prácticas cotidianas y John Simon Guggenheim Fellow (2001).
en el tortuoso proceso de (re)construcción estatal en el Perú
de los africanos y afrodescendientes. Ha recopilado también una serie de fuentes
es el enfocado en este trabajo colectivo dirigido primarias entre las que destacan: Chile en el
Lima, 1750-1820
2018 por McEvoy y Rabinovich. Perú: la ocupación en sus documentos (2016);
La guerra maldita: Domingo Nieto y su
correspondencia, 1834-1844 (2015);
Soldados de la República: guerra,
Carmen McEvoy correspondencia y memoria en el Perú (2010).

Estado, nación y conflicto armado en el Perú, siglos XVII-XIX


Alejandro M. Rabinovich En la actualidad es primera Embajadora
del Perú en Irlanda.
(editores)
Más libros en IEP Alejandro M. Rabinovich

Tiempo
Cristóbal Aljovín de Losada • Víctor Arrambide Cruz • Renzo Babilonia es doctor en Historia
Gabriella Chiaramonti • Gabriel Cid • Silvia Escanilla Huerta y Civilización por la
Carlos Gálvez Peña • Carolina Guerrero • Nils Jacobsen Escuela de Altos
Ascensión Martínez Riaza • Cristina Mazzeo • Carmen McEvoy • Víctor Peralta Ruiz Estudios en Ciencias
Hugo Pereyra Plasencia • Juan Carlos Ponce Lupú Sociales
Alejandro M. Rabinovich • David Velásquez Silva • Hubert Wieland Conroy de París. Se desempeña

EDICIONES DIGITALES

de guerra como investigador


adjunto del CONICET y

Tiempo
de guerra
es profesor de Historia
Argentina en la Universidad Nacional de
La Pampa. Es autor de los libros La société
Estado, nación y conflicto armado en el Perú, siglos XVII-XIX guerrière. Pratiques, discours et valeurs
militaires dans le Rio de la Plata, 1806-1852
(2013); Ser soldado en las guerras
de independencia. La experiencia cotidiana
de la tropa en el Río de la Plata, 1810-1824
ISBN: 978-9972-51-699-3 (2013) y Anatomía del pánico. La batalla de
Huaqui o la derrota de la Revolución, 1811
(2017). Especialista en el estudio del
fenómeno de la guerra en Hispanoamérica,
9 789972 516993
ha recibido el premio de Historia Militar de
Francia en 2010.
índice

Agradecimientos..................................................................................................... 9

Introducción:
La guerra en el Perú, un modelo para des(armar)
por Carmen McEvoy y Alejandro Rabinovich........................................................ 11

PARTE I
LAS BATALLAS DEL PERÚ VIRREINAL
—39—

Una guerra épica. Representaciones marciales


de la Guerra del Arauco, siglo XVII; por Carlos Gálvez Peña....................... 41

Insurgencia y guerra: una visión desde lo militar


de la sublevación general de indios, 1780-1783; por María Luisa Soux......... 71

Hacia una nueva cronología de la guerra de independencia


en el Perú; por Silvia Escanilla Huerta........................................................... 111

“Contra la independencia”. La guerra en el Perú según los militares


realistas (1816-1824); por Ascensión Martínez Riaza.................................... 139

El ejército colombiano en el Perú: expansionismo cívico


y realidad estatal; por Carolina Guerrero....................................................... 169

Pagando por la guerra: comercio y finanzas. Entre la independencia


y la Guerra de la Confederación; por Cristina Mazzeo ................................ 191

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PARTE II
LAS GUERRAS REPUBLICANAS
—213—

Ejército, Estado y nación en tiempos de la Confederación Perú-Boliviana


(1836-1839); por Cristóbal Aljovín de Losada y Juan Carlos Ponce Lupú ....... 215

Las revoluciones del general Manuel Ignacio de Vivanco,


1841-1858; por Víctor Peralta Ruiz................................................................. 249

La guerra civil de 1854, multitudinaria, moralizadora, constitucionalista:


Ramón Castilla y el protagonismo de los pueblos;
por Gabriella Chiaramonti.............................................................................. 277

PARTE III
DE CASTILLA A PIÉROLA: EL ARDUO CAMINO
HACIA LA DESMOVILIZACIÓN
—307—

En defensa de la “Patria Grande”: guerra y americanismo


en el Pacífico, 1864-1866; por Gabriel Cid.................................................... 309

Prensa y revolución: los periódicos durante las guerras civiles


de 1865 y 1867; por Víctor Arrambide Cruz.................................................. 335

El tratado secreto Perú-Bolivia y la trama diplomática


de la Guerra del Pacífico; por Hubert Wieland Conroy................................. 365

La campaña de la resistencia durante la Guerra del Pacífico,


1881-1884; por Hugo Pereyra Plasencia......................................................... 403

La guerra de la Coalición Nacional, 1894-1895:


de las guerras civiles de la etapa caudillista a los movimientos
de la sociedad civil; por Nils Jacobsen............................................................ 441

Una mirada de largo plazo: armas, política y guerras


en el siglo XIX; por David Velásquez Silva..................................................... 495

Estudio sobre el corpus fotográfico: la guerra y la fotografía


en el Perú, 1879-1929; por Renzo Babilonia.................................................. 539

Sobre los autores............................................................................................. 563

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INTRODUCCIÓN

La guerra en el Perú,
un modelo para (des)armar
Carmen McEvoy y Alejandro M. Rabinovich

La toma de la ciudad de Arequipa del 7 de marzo de 1858. De autor Anónimo.


Resguardado en el Museo Nacional de Historia. Fuente: Wikipedia

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Con una nación en armas, el poder extractivo del Estado aumen-
tó enormemente, como también las exigencias de los ciudadanos
a su Estado. Aunque la llamada a defender la patria estimulaba
una extraordinaria respuesta en pro del esfuerzo bélico, el re-
curso a conscripciones masivas, contribuciones confiscatorias y
conversiones de producción para fines de guerra hicieron a todo
Estado vulnerable a la resistencia popular y responsable ante las
demandas populares como nunca antes. Desde aquel momento
en adelante, el carácter de la guerra cambió, y la relación entre
política de guerra y política civil se alteró de modo fundamental.1

La dislocación del vasto virreinato peruano colonial y la construcción,


sobre sus ruinas, de la moderna República del Perú constituye uno de
los grandes nudos de la historia sudamericana. Este nudo está com-
puesto por varios hilos: los cambios profundos en la economía global,
la influencia de las revoluciones atlánticas, el impacto local de la rup-
tura del Imperio español, las mutaciones políticas que hicieron surgir
una república de ciudadanos y tantos otros. Hay un hilo, sin embargo,
que nos parece fundamental, y que gracias a una creciente bibliografía
académica hoy puede ser tratado sistemáticamente y presentado al pú-
blico: el hilo de la guerra, de la violencia política y de lo militar como

1. Tilly 1992: 131.

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La guerra en el Perú, un modelo para (des)armar / 13

factor determinante en el tortuoso proceso de (re)construcción estatal


en el Perú.2
El objetivo de este libro es reunir por primera vez en un solo vo-
lumen un conjunto de estudios realizados por especialistas dedicados
a cada uno de los grandes conflictos que jalonaron la historia peruana
desde su glorioso pasado virreinal hasta la tardía consolidación del Es-
tado moderno, ya a las puertas del siglo XX. Pero nuestro propósito
es más ambicioso que una mera acumulación cronológica de análisis
de caso. Los autores que componen el libro han participado de largas
sesiones de discusión colectiva en las que, sin renunciar a las perspecti-
vas personales que aportan su riqueza y variedad al ensamble, se buscó
avanzar en el sentido de una reflexión general, tanto teórica como his-
tórica, capaz de dar respuesta a los grandes interrogantes que presenta
el caso peruano. ¿Cuál fue, en definitiva, la función cumplida por tanta
guerra y destrucción? ¿Se trató de un puro derroche de fuerzas o se
sentaron, mediante la movilización armada, las bases del nuevo orden
por venir? ¿Las luchas respondieron tan solo a los caprichos de un pu-
ñado de caudillos poco escrupulosos o reflejaron tensiones más am-
plias, de largo plazo, que buscaban en ellas su resolución? ¿Las guerras
y revoluciones fueron el asunto exclusivo de unas élites que usaban a su
antojo a los pueblos o canalizaron más bien reclamos y anhelos de bue-
na parte de la población? Estas y otras preguntas, que ya comienzan a
recibir respuestas adecuadas por parte de la bibliografía, irán guiando el
análisis a través del tortuoso derrotero seguido por los pueblos que ha-
bitaban el espacio peruano hasta la conformación de una nueva nación.

La guerra, lo militar y la construcción estatal

Este libro se centra en el largo ciclo de movilizaciones armadas que se


inicia con la sublevación general de indios de 1780 y se cierra recién

2. Trabajos pioneros sobre el tema son los de Aljovín 2000, Chiaramonti 2005,
Gootenberg 1997, McEvoy 2015b, McEvoy y Renique 2010, Méndez 2005, Ric-
ketts 2017, Sobrevilla 2005 y Thurner 1997. El caso boliviano ha sido analizado
en el libro señero de Víctor Peralta y Martha Irurózqui, Por la concordia, la fusión
y el unitarismo: Estado y caudillismo en Bolivia, 1825-1880.

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14 / Carmen McEvoy y Alejandro M. Rabinovich

en la década de 1890, con la conformación de un ejército permanente


y centralizado durante el segundo gobierno de Nicolás de Piérola. El
problema fundamental lo constituye, pues, la crisis del orden virreinal
y la larga sucesión de intentos por reconstruir un orden nuevo a lo lar-
go de todo el siglo XIX.
La historiografía brinda diversas herramientas teóricas para anali-
zar un proceso semejante. Una de las principales, por su desarrollo y
especificidad, es la teoría del Estado fiscal-militar.3 Este modelo, de-
sarrollado a partir de vastas investigaciones sobre la formación de los
estados europeos modernos, pone el eje en las fuerzas militares reque-
ridas tanto para actuar en el plano internacional como para consolidar
el orden interno mediante la coacción. Estas fuerzas, a partir de la lla-
mada “revolución militar” del siglo XVI (basada sobre todo en el auge
de las armas de fuego portátiles), se volvieron cada vez más numerosas
y costosas de sostener.4 Se hizo necesario, por lo tanto, desarrollar un
aparato burocrático muy complejo, capaz de recaudar y administrar los
recursos indispensables para el pago del Ejército y la Marina de guerra.
Habría pues una relación directa entre los esfuerzos de guerra y los
procesos de construcción y consolidación estatal. Yendo aún más le-
jos, algunos autores proponen incluso la tesis de que la actividad bélica
constituyó un factor decisivo en el desarrollo económico y mercantil
de los Estados europeos.5
Este modelo ha sido aplicado con éxito a la monarquía hispánica,
y sin dudas describe adecuadamente las reformas borbónicas durante
la segunda mitad del siglo XVIII.6 Puede ser aplicado, por añadidura, al
Perú virreinal del mismo periodo, pero las dudas comienzan a surgir al
adentrarnos en la era independiente. Se trata, como señalamos, de un
gran ciclo de movilización militar en el que la guerra tiene una presen-
cia recurrente, con contados periodos de calma. A lo largo de todo ese

3. Véase Brewer 1989, Storrs 2009 y Tilly 1975.


4. Parker 1996. Un resumen de los debates sobre la noción de revolución militar en
Andújar Castillo 1999.
5. Torres Sánchez 2007: 13-44.
6. Por ejemplo, Jurado-Sánchez 2007: 201-230.

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La guerra en el Perú, un modelo para (des)armar / 15

ciclo, algunos indicadores (la alta tasa de militarización de la población


masculina y adulta, el ingente porcentaje de los gastos estatales dedica-
dos al ramo de guerra, la abrumadora proporción de militares entre los
funcionarios que cobran un sueldo del Estado o la hegemónica presen-
cia de militares en las primeras magistraturas del país) parecerían apun-
tar en el sentido de una sociedad que, al igual que los países europeos
un siglo antes, avanza a través de la guerra hacia la consolidación de
un fuerte Estado-nación. Sin embargo, en Perú el proceso se estanca,
se eterniza, conoce numerosas marchas y contramarchas. Durante dé-
cadas, las guerras tanto civiles como internacionales se suceden unas a
otras sin que el Estado central logre imponer su autoridad y asumir lo
que, en términos weberianos, llamaríamos el monopolio del uso legíti-
mo de la fuerza.
Este carácter aparentemente divergente del proceso de formación
estatal, común a casi toda Hispanoamérica, ha sido ya señalado por la
historiografía.7 Entre los factores que pueden explicar el hecho de que
la actividad militar no haya producido una consolidación de las estruc-
turas estatales centrales equivalente a la que tuvo lugar en Europa hay
uno, en particular, que en este libro nos interesa explorar. Esto es, el
hecho de que en la América hispana en general, y en el Perú en parti-
cular, las formas de hacer la guerra se hayan alejado notablemente de lo
que mandaban los reglamentos europeos de la época.8
En efecto, al iniciarse la crisis revolucionaria durante la coyun-
tura de 1808-1810, todas las antiguas cabeceras del orden virreinal en
Sudamérica intentaron levantar ejércitos de línea disciplinados, a ima-
gen y semejanza de los que se batían en las guerras napoleónicas, ya que
los veían como los únicos conducentes a poder mantener su autoridad
sobre el territorio que gobernaban. Sin embargo, el éxito de estos in-
tentos fue muy relativo y poco duradero. Al lado de los más famosos
ejércitos revolucionarios, como los de José de San Martín y Simón Bo-
lívar, surgieron en vastas regiones del continente fuerzas milicianas,

7. Centeno 2002.
8. Una exploración de los distintos caminos seguidos por los países latinoamerica-
nos en la construcción de sus fuerzas militares en Garavaglia et ál. 2012.

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16 / Carmen McEvoy y Alejandro M. Rabinovich

guerrilleras y montoneras que podían constituir un valioso aliado, pero


también un peligroso rival, para las unidades veteranas. Gracias a la
guerra de recursos que practicaban con maestría, estas fuerzas regio-
nales y descentralizadas por naturaleza aprendieron a oponerse a las
mejores tropas de línea.
En el Litoral rioplatense, en los llanos venezolanos, en el Alto
Cauca, en el sur de Chile o en el Alto Perú, las fuerzas intermitentes
locales jugaron así un rol determinante en el desarrollo de la guerra
revolucionaria y en la configuración de las fronteras al salir de ella.9
Esto produjo, a partir de la década de 1820, una notable disgregación
del poder militar, político y territorial. La debilidad de los ejércitos de
línea (que en la mayoría de los países se redujeron durante la década de
1830 a su mínima expresión), combinada con una muy fuerte moviliza-
ción miliciana en el ámbito de las provincias y departamentos, llevó en
todas partes a un reforzamiento de las autoridades locales y regionales,
llegando en el caso más extremo a una situación como la rioplatense,
donde los organismos del Estado central fueron disueltos y las provin-
cias adquirieron un estatus autónomo y soberano bajo el paraguas de
una tenue confederación.10
¿El Perú constituyó una excepción dentro de este cuadro general de
fragmentación estatal? La pregunta es compleja, porque efectivamente
el caso peruano presenta algunas particularidades interesantes respecto
de sus vecinos. En principio, el antiguo virreinato contaba, por haber
constituido durante siglos la sede del poder regio en Sudamérica y por
el vigor con que se habían implementado algunas reformas borbónicas,
con una estructura militar y administrativa superior a la de sus rivales
de las guerras revolucionarias.11
De este modo, si bien al inicio de la guerra el número de tropas de
línea era en el Perú muy bajo (sobre todo comparado con el de México
o Cuba, que sí contaban con guarniciones regulares considerables),

9. Fradkin 2010: 167-214, Frega Novales 2011: 29-56, Gutiérrez Ramos 2015: 163-
182, Hamnett 1990: 292-326, McFarlane 2014: 312-318, Thibaud 2006: 241-264.
10. Una vision general del proceso en Hamnett 2017.
11. Ricketts 2012: 413-439.

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La guerra en el Perú, un modelo para (des)armar / 17

Lima disponía al menos de todo aquello con lo que un ejército podía


ser levantado cuando las circunstancias lo requiriesen.12 Poseía un cuer-
po de oficiales nutrido y profesional, un parque de armamento respeta-
ble, milicias disciplinadas operativas (sobre todo en el sur), fortalezas
como la del Callao, un esbozo de Marina de guerra y, en general, una
administración capaz de gestionar la creación de unidades militares de
manera ordenada. Por otro lado, a diferencia de Buenos Aires, Santiago
de Chile, Santa Fe de Bogotá o Caracas, en Lima la continuidad del
régimen virreinal evitó al Ejército y a la administración pública buena
parte de las purgas revolucionarias y las defecciones que minaron las
estructuras de sus contrincantes.
Así, el Perú pudo contar más prontamente que sus enemigos con
ejércitos relativamente estables y capaces de pasar a la ofensiva, lo que
le valió, como veremos en la sección siguiente, una serie de éxitos muy
considerables durante la primera fase de la guerra. No obstante, los
límites encontrados por las autoridades virreinales también eran signi-
ficativos. La base del reclutamiento para el Ejército seguía proviniendo
de las milicias, la negociación con las comunidades indígenas era a cada
paso ineludible y, como demuestra la revolución del Cuzco en 1814, el
alineamiento de las comunidades con las autoridades virreinales distaba
de darse por descontado.13 Esta situación delicada se volvió crítica en
1820, con la invasión del territorio peruano por parte de los revolucio-
narios rioplatenses y chilenos. Como parte de su estrategia de desgas-
te, efectivamente, San Martín promovió activamente la formación de
montoneras y partidas de guerrilla tanto alrededor de Lima como a lo
largo de la sierra, las que conocerían un largo desarrollo.
De este modo, al salir de la guerra revolucionaria, la situación del
Perú ya no distaba tanto de la del resto de la América hispana. Los
primeros estudios sistemáticos que se están realizando a base de las
fojas de servicio, como los de Natalia Sobrevilla Perea, muestran que
Lima seguiría siendo la cabeza de una estructura militar considerable y
perdurable, dotada de un cuerpo de oficiales de carrera probablemente

12. Sobrevilla Perea 2011: 57-79.


13. Walker 1999.

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más estable y homogéneo que el de las demás repúblicas sudamerica-


nas. Pero los resultados preliminares de estos mismos estudios develan
también las fallas del sistema.14 En vez de servir de instrumento adecua-
do para un exitoso proceso de reconstrucción estatal central, el cuerpo
de oficiales se divide constantemente en facciones rivales, a favor o en
contra del gobierno de turno. Cuando una de las facciones triunfa y
llega al poder, procede a la purga de la facción contraria, cuyos oficiales,
ahora desempleados, pasan al exilio o a la oposición para tramar una
nueva revolución.
Por otro lado, al igual que en el resto de Sudamérica, a partir de la
década de 1830 los efectivos del ejército de línea no hacen sino men-
guar. Si tras Ayacucho la tropa había ascendido hasta unos respetables
6000 hombres, el 1 de septiembre de 1831 el Congreso daba una ley
para reducir la fuerza miliar a 3000 soldados de toda arma. En junio de
1834, alegando la terminación de la guerra civil y el estado de crisis eco-
nómica, Orbegoso ordenó que el Ejército permanente de la república
se redujera a 2900 plazas, y en 1844, después del restablecimiento de la
Constitución de Huancayo, se volvió al ejército de 3000 hombres. De
este modo, en 1845 había 2320 hombres de infantería, 372 de caballería
y 104 de artillería.15 Es decir, un efectivo para nada imponente, y a todas
luces insuficiente para alimentar a las distintas facciones que se hacen la
guerra a lo largo de la amplísima geografía peruana.
Estas luchas son viables, entonces, porque por debajo de los bata-
llones de línea el espectro de las fuerzas militares disponibles es mucho
más amplio y variado que lo que indica el organigrama del Ejército. En
efecto, a lo largo de todo el siglo XIX, lo que vemos es un proliferar
incesante de milicias, montoneras y guerrillas que recogen, multiplica-
das al extremo, las experiencias de las guerras revolucionarias, volcadas
ahora al servicio de las luchas entre regiones y facciones. Es sobre estas
fuerzas que se apoyan los militares de uno y otro bando, consiguiendo
muchas veces victorias resonantes sobre los regimientos de Lima.

14. Los avances del análisis de las fojas de servicio en Sobrevilla 2012: 161-182. La
versión definitiva de este estudio aún no está disponible.
15. Basadre 2002: 131-132.

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La guerra en el Perú, un modelo para (des)armar / 19

Emerge así con claridad un elemento que era señalado ya en 1972


por Tulio Halperin Donghi como la característica distintiva del caso
peruano: el hecho de que existieran, en su muy diversa geografía, no
una sino varias regiones capaces de reclutar, financiar y armar fuerzas
militares equiparables a las de la capital, y aspirar, por ende, a la con-
quista del poder nacional.16 Cuzco y Arequipa, en un principio, pero
también todo el viejo Alto Perú durante las guerras de la Confedera-
ción, o Tacna y Moquegua después, servían pues de bases regionales
para guerras civiles en donde se revelaba que la pretendida unicidad del
Ejército peruano era aún más formal que real. Que estos levantamien-
tos no respondían tan solo a las ambiciones de algún caudillo despecha-
do es algo que la historiografía demuestra cada vez con mayor solidez.
En particular, los trabajos de Cecilia Méndez vienen echando luz
sobre un aspecto crucial de estas movilizaciones militares regionales: la
intensa participación de la población civil, y muy especialmente la campe-
sina e indígena, tanto en el sostenimiento de las fuerzas armadas como en
el desarrollo de la lucha misma. El Estado central no se oponía así a una
horda de rebeldes, sino a una población finamente organizada a partir de
instancias de gobierno local (alcaldes, tenientes alcaldes, gobernadores de
los pueblos, subprefectos y prefectos) capaces de sostener la guerra con
gran eficacia. Es más, el Estado central mismo tenía que apoyarse en esas
instancias locales para poder desarrollar con éxito sus campañas.17
El caso peruano nos muestra entonces que la pregunta correcta no
es tanto si la guerra favorece o no, en términos absolutos, al proceso
de consolidación estatal, sino más bien qué tipo de guerra favorece qué
tipo de construcción estatal. Desde ya, conflictos bélicos desbordantes
como los atravesados por la mayor parte de Hispanoamérica a lo largo
del siglo XIX, caracterizados por la imbricación de luchas intestinas e
internacionales, con una movilización multiforme tanto de fuerzas de
línea como de unidades intermitentes de todo tipo, resultarían poco
conducentes, al menos en el corto plazo, a la consolidación de una au-
toridad central con aspiraciones a una hegemonía nacional. Ahora bien,

16. Halperin Donghi 1972: 45.


17. Méndez 2013: 379-420, 2004: 35-63.

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20 / Carmen McEvoy y Alejandro M. Rabinovich

estos conflictos serían por el contrario muy eficaces en promover el for-


talecimiento y desarrollo de instancias de poder local y regional capaces
de resistir a los avances centralizadores. Que este tipo de construcción
estatal ascendente (en inglés diríamos bottom-up), descentralizada y
(relativamente hablando) participativa se ajuste poco a la imagen pre-
dominante en la historiografía tradicional, que gusta de ver Estados
nacionales impuestos de arriba-abajo por las élites capitalinas de cada
país sudamericano, no debería ser obstáculo para que exploremos, con
herramientas teóricas adaptadas, aquello que la evidencia documen-
tal nos señala. En pleno bicentenario del nacimiento de las repúblicas
sudamericanas independientes, aún nos resta mucho por entender.

Las batallas del Perú virreinal

Estudiar la historia de las guerras del Perú es estudiar la historia de toda


Sudamérica hispánica. Desde el inicio de la conquista, Lima se había
establecido como centro indiscutido del poder virreinal en el subcon-
tinente, extendiendo su influencia de un océano al otro y a lo largo de
los inmensos Andes. Si bien la conquista del Imperio incaico había sido
muy violenta, lo que caracteriza de manera general a los primeros dos
siglos de dominación limeña es una estabilidad y un estado de paz que,
comparativamente hablando, resultan notables.
La excepción, desde ya, la constituirían las prolongadas campañas
a la Araucanía estudiadas en este libro por Carlos Gálvez Peña, quien
propone una reevaluación de la Guerra del Arauco como la primera
gran conflagración del continente sudamericano. A partir de un análi-
sis de los distintos grupos de poder involucrados, el eje de oposición
hispano-mapuche se complejiza con otros no menos importantes en el
desarrollo de la guerra: la complementariedad o divergencia de intere-
ses entre Lima y Santiago, por supuesto, que conocerá un muy largo
porvenir, pero también la de las órdenes religiosas y el patronato regio,
la de los indios de guerra y los indios amigos o la del Imperio español y
potencias como Holanda que amenazaban la región.
A pesar de esta actividad bélica en sus fronteras, la pax peruana
sobreviviría sin sobresaltos a las sucesivas subdivisiones de su territorio

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La guerra en el Perú, un modelo para (des)armar / 21

ordenadas por la Corona (en particular, la creación de los virreinatos de


Nueva Granada en 1717 y del Río de la Plata en 1776), pero comenzaría
a verse seriamente amenazada sobre finales del siglo XVIII por nuevas
tempestades que venían de lejos y superaban ampliamente la jurisdic-
ción del virrey. La llamada Guerra de los Siete Años (1756-1763), en
efecto, había trastocado el equilibro entre las potencias europeas que
dominaban América y generado una grave crisis en el interior del Im-
perio español. La caída de La Habana y de Manila a manos británicas
develaba por primera vez la fragilidad del dispositivo militar con el que
España protegía a sus colonias, lo que requería una reforma profunda
tanto del Ejército y la Marina como del ramo de hacienda destinado a
financiarlos. En esto la guerra afectaría por igual a vencedores y venci-
dos de la contienda: dada la nueva escala de las operaciones y el inmen-
so costo de sostenerlas, los imperios coloniales deberían incrementar
la presión fiscal sobre sus dominios, lo que golpearía con fuerza a los
súbditos americanos. Las revueltas de protesta, de un alcance inédito,
se harían sentir de un extremo al otro del continente con la revolución
de las colonias norteamericanas (1776-1783), la insurrección de los co-
muneros en Nueva Granada (1781) y, ya en el Perú, con la formidable
sublevación general de indios liderada por Túpac Amaru II y Túpac
Catari.
Las consecuencias de este vasto alzamiento en el corazón del es-
pacio andino, analizado a fondo por María Luisa Soux, serían trascen-
dentales. Esta guerra civil, como la define Soux, enfrentó dos culturas
guerreras diferentes, lo que implicó la utilización de determinados ri-
tuales bélicos y concepciones diversas sobre la violencia. Desde esta
perspectiva, los hechos de 1780-1783 son analizados teniendo en con-
sideración la noción de chajwa o guerra a muerte, lo que explicaría
varias de las acciones realizadas con los enemigos, como el dejarlos
insepultos o relacionarlos con los animales salvajes. Por otro lado, ante
la magnitud del desafío, el sur del Perú experimentaría una militariza-
ción efectiva que no hallamos, sino muy excepcionalmente, en el resto
de la Sudamérica hispana. Así, las milicias disciplinadas borbónicas que
encontrarían tanta resistencia en otras regiones contarían aquí con el
apoyo entusiasta de élites como la de Arequipa, que destinarían a sus
mejores hijos a la carrera de las armas. Estos cuadros, y esa estructura

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22 / Carmen McEvoy y Alejandro M. Rabinovich

preexistente, constituirían un recurso invaluable cuando, ante la ocu-


pación francesa de la España peninsular en 1808, la crisis revolucionaria
se trasladara a América.
Las Juntas de Gobierno establecidas en Chuquisaca y La Paz en
1809 representaban un desafío de ramificaciones imprevisibles. Ambas
ciudades se hallaban desde hacía cuatro décadas bajo la jurisdicción del
Río de la Plata, pero el virrey de Lima no dudó en considerarlas como
una amenaza directa. Contando con pocas fuerzas de línea veteranas, la
represión del movimiento paceño recayó en las milicias de Puno, Cuz-
co y Arequipa, las que, bajo el mando de José Manuel de Goyeneche,
conocerían una larga serie de victorias. Es este mismo ejército sureño,
en efecto, el que debería afrontar un desafío aún más grande al estallar
un movimiento revolucionario en Buenos Aires en mayo de 1810. Era
el comienzo de las guerras revolucionarias de independencia que deso-
larían Sudamérica a lo largo de tres lustros.
Desde la perspectiva de la administración virreinal peruana, las re-
voluciones americanas implicaban serios riesgos, pero representaban
también una oportunidad. Efectivamente, se abría la posibilidad de re-
establecer la supremacía de Lima sobre territorios que le habían sido
cercenados por las reformas borbónicas (en particular el Alto Perú,
con su estratégica riqueza argentífera), además de apuntalar su predo-
minio comercial ante el avance de nuevos rivales como Valparaíso y la
propia Buenos Aires. La guerra puede ser leída así en doble clave. Por
una parte, es claro que las autoridades virreinales peruanas se mantu-
vieron fieles al nuevo gobierno metropolitano, levantando las banderas
del fidelismo y luego del realismo. Pero por otro lado es evidente que
el Perú se estaba jugando en la guerra su propia posición de privilegio
en el continente sudamericano, y que su derrota podría saldarse no solo
con una mutación del régimen político, sino con severas pérdidas terri-
toriales y un cambio muy desventajoso en el equilibrio de fuerzas de la
región. El alineamiento de las élites locales con la causa del rey no debe
pues ser visto como una pura cuestión ideológica, sino que está anclado
en lo más profundo de sus intereses y de sus ambiciones.
Geoestratégicamente, entonces, la guerra revolucionaria se inicia
con una fase de expansión de la influencia peruana. Ya desde mediados

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La guerra en el Perú, un modelo para (des)armar / 23

de 1810, Abascal anexaba de manera “preventiva” la totalidad del Alto


Perú, con lo que el territorio de la actual Bolivia volvería al virreinato
peruano, con ciertas interrupciones, hasta 1825. De manera similar, el
virrey del Perú lograba someter a los revolucionarios de Quito y, a par-
tir de 1814, imponía un control mucho más directo sobre lo que había
sido la Capitanía de Chile. Los ejércitos peruanos cruzarían incluso la
Quebrada de Humahuaca, ocupando en diversas ocasiones las provin-
cias rioplatenses de Jujuy, Salta y hasta Tucumán.
La fase de expansión, sin embargo, comenzaría a revertirse a partir
de 1816, hasta que el virreinato se viese invadido y ocupado por todos
sus vecinos revolucionarios de 1820 en adelante. ¿A qué se debió este
cambio de fortuna? La respuesta tiene muchas facetas, por lo que en
este libro será explorada desde cuatro perspectivas complementarias.
En primer lugar, y de manera algo paradójica, el reflujo de la causa fide-
lista en Sudamérica se debió al final de la ocupación francesa de la Pe-
nínsula y al retorno de Fernando VII al trono. Como explica Ascensión
Martínez Riaza en su trabajo, el fin de la guerra europea liberaba a las
tropas peninsulares, que ahora podrían trasladarse a América para ter-
minar de aplastar a los insurrectos. Su llegada, no obstante, generó gran-
des tensiones con aquellos militares, mayoritariamente americanos, que
tan bien habían defendido la causa del rey desde 1809, y que ahora se
veían desplazados y desairados. Por otro lado, el ejército peninsular lle-
gaba corroído por fuertes disensiones políticas entre aquellos oficiales
liberales que habían luchado contra los franceses y añoraban la Cons-
titución de Cádiz, y aquellos que se alineaban con la restauración abso-
lutista propiciada por Fernando. De esta forma, los refuerzos españoles
trajeron al Perú tropas de una calidad superior a la de las que se venían
desplegando hasta entonces en la región, pero inocularon también por
todos lados el virus de la discordia. Los motines, pronunciamientos y
divisiones facciosas que hasta el momento solo habían aquejado, con
graves consecuencias, a los ejércitos revolucionarios, comenzarían a
minar la moral del Ejército peruano hasta dejarlo exangüe.
Un segundo elemento a considerar es que, tras un primer lustro
de titubeos y fracasos, a partir de 1816 los gobiernos revolucionarios
comenzaron a ser más eficientes en la constitución de fuerzas de línea
bien comandadas, correctamente armadas y entrenadas según la nueva

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24 / Carmen McEvoy y Alejandro M. Rabinovich

táctica francesa. Apareció así el Ejército de los Andes que invadiría


Chile en 1817 y que, unido al nuevo ejército de este país, conformaría
en 1820 el Ejército Libertador del Perú. Otro tanto estaba ocurriendo
en la República de Colombia, en donde, de 1819 en adelante, Bolívar
lograría concentrar fuerzas para armar el gran ejército que terminaría
triunfando en Ayacucho. La acción sucesiva de estas fuerzas, analizada
en detalle en el capítulo de Carolina Guerrero, puso a las tropas vi-
rreinales a la defensiva, arrinconándolas primero en Lima y luego en la
sierra. Por otra parte, la dificultosa financiación de estos ejércitos liber-
tadores, lograda mediante una combinación de empréstitos internacio-
nales y crédito local, otorgado tanto por americanos como extranjeros,
será el objeto del capítulo de Cristina Mazzeo.
Ahora bien, ni las disensiones internas de los realistas, ni la ac-
ción mancomunada de los ejércitos libertadores hubieran sido tal vez
suficientes para quebrar el orden virreinal si los propios pueblos del
Perú no hubieran volcado su apoyo hacia la causa revolucionaria. Este
respaldo no se retrotrae tan solo a la llegada de San Martín a las costas
peruanas, como se asume generalmente, sino que tiene su mayor an-
tecedente en la muy importante revolución de Cuzco en 1814, sin la
cual el Río de la Plata pudo haber sucumbido ante el avance de los ejér-
citos peruanos. El carácter indígena de la resistencia, su organización
en forma de guerrillas de montaña y su intensa comunicación con los
revolucionarios del Alto Perú son todos elementos que caracterizarían
durante largo tiempo la dinámica bélica de la región. Gracias a un arduo
trabajo de archivo, el artículo de Silvia Escanilla Huerta nos permite
dimensionar estas y otras formas de participación de los peruanos en la
guerra, como las muy numerosas milicias, partidas y montoneras que
operarían en la costa a partir de 1820.

Las guerras republicanas

Cuando Bolívar partió en septiembre de 1826 hacia Colombia, la fla-


mante República del Perú quedó en manos de un grupo de generales
y coroneles pugnando por ocupar su lugar. Además de su entrena-
miento en el arte de la guerra de recursos, la mayoría de estos militares

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La guerra en el Perú, un modelo para (des)armar / 25

dominaban la técnica del pronunciamiento, del motín, de la conspira-


ción y de la intervención electoral. La ausencia de un liderazgo civil
fuerte determinó que la corporación militar desgajada del orden co-
lonial reclamase para sí el rol de fundadora de la república peruana.
Primero, el golpe de Estado del 26 de enero de 1827, validado con el
argumento de la opresión extranjera, destruyó el proyecto bolivariano.
Luego, el 8 de junio de 1829, el general Agustín Gamarra derrocó al
presidente José de la Mar, invocando esta vez la Constitución, pero
recordando también el hecho de que el primer mandatario no había
dado la talla en la guerra con la Gran Colombia, además de que no era
peruano.
A partir de entonces, la tarea de definición nacional y de “regene-
ración política” asumida por el Ejército se desarrollaría en medio del
enfrentamiento entre sus múltiples facciones y de una crisis económica
profunda. Ahora bien, el permanente estado de beligerancia que vivió
el Perú entre 1826 y 1844 no significó que se dejara de lado el proyecto
republicano, el constitucionalismo o el recurso a los procesos electo-
rales, ya que todos los actores habían llegado a un cierto consenso al
respecto. Lo que ocurrió es que, debido a la relativa autonomía de las
provincias y a la volatilidad del escenario político, la vida política adqui-
rió características muy peculiares.
Como anticipaba Carolina Guerrero en su capítulo, el repertorio
republicano clásico no excluía la guerra ni el recurso a la violencia, sino
todo lo contrario, y esto quedaría plenamente demostrado en las pri-
meras décadas de vida del Perú independiente.18 En sus “Reflexiones
acerca de la defensa de la patria”, publicadas el 1 de diciembre de 1822 y
divulgadas en la prensa, José Faustino Sánchez Carrión recordaba que
el objetivo de todo buen ciudadano consistía en “repeler con sus talen-
tos y fuerzas físicas [los] proyectos ambiciosos de los enemigos inter-
nos y externos” del Perú. Como se corrobora al revisar las proclamas
que llegaron a cada rincón del país en este periodo, el ciudadano que-
daba así obligado con una misión moralmente superior, que consistía

18. Sobre las formas republicanas de la guerra véase Serna, De Francesco y Miller
2013.

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en defender, con la lanza y el fusil en la mano, la libertad propia además


de la continental. Sánchez Carrión se permitía incluso citar el ejemplo
de los lacedemonios y de los romanos para recordar a sus lectores que
era preferible morir “mil veces” antes que dejarse avasallar por los tira-
nos.19 Se trataba, pues, de una república que se percibía bajo asedio per-
manente y que, por esa razón, abrazaba la violencia como mecanismo
de supervivencia. El espectro de “la guerra a muerte” predicada otrora
por Simón Bolívar regresaba en el llamamiento del teórico peruano del
republicanismo: “¡Que corra la sangre!” y “que sobre esa sangre de los
mártires de la patria se levante el glorioso y magnífico edificio de la
felicidad de nuestros nietos, aunque sea a costa de nuestra existencia”.20
Esta forma de concebir la vida política, que podemos definir como
un “republicanismo militarizado”, y que había surgido como una res-
puesta al problema de la guerra contra el Imperio español, se volvía
ahora en contra del “enemigo interno”, que en la mayoría de los casos
no era sino un antiguo camarada de armas. En sus premisas, este dis-
curso republicano militar justificaba no solo el recurso a la violencia,
sino a la dictadura, para escapar al peligro disolvente de la anarquía,
como ya lo habían ensayado de distintas maneras Bernardo O’Higgins
en Chile, San Martín en Lima y el mismo Bolívar en su proyecto de
presidencia vitalicia.21 Una república que no recurría a un dictador, se-
ñalaba Manuel Lorenzo de Vidaurre —un peruano experto en Nicolás
Maquiavelo—, estaba condenada a perecer en medio de los “terribles
terremotos políticos” originados por el proceso de su misma creación.
Dentro de esta línea argumentativa, el dictador era “un ciudadano” a
quien se le habilitaba para que procediera “sin fórmulas, dilaciones y
aparatos” a conseguir el bien público.22
Así, el complejo sistema que pusieron en marcha los militares, en
alianza con los civiles, durante las décadas de 1830 y 1840 —descrito

19. Esta discusión en McEvoy 2015a: 355-373.


20. El Tribuno de la República Peruana, t. I, vol. 9, p. 390.
21. Collier 2012: 243-249.
22. El tema del republicanismo militarizado y la influencia de Manuel Lorenzo de
Vidaurre en su concepción ha sido explorado en McEvoy 2011: 759-791.

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La guerra en el Perú, un modelo para (des)armar / 27

por Francisco de Paula González Vigil como una tiranía que, bajo el
pretexto de velar por “la salud del pueblo”, empeoraba la “suerte de la
patria disipando su hacienda y poniéndola al borde del sepulcro”—23
fue defendido con elaborados argumentos por los teóricos del autori-
tarismo peruano. Porque, como señaló José María de Pando: “nadie en
la infancia” de las instituciones republicanas “podía ceñirse rigurosa-
mente al texto de la ley”.24 De este modo, la guerra cívica en defensa de
la integridad del Perú y de sus precarias instituciones modeló la cultura
y la práctica política de la república temprana, validando el enfrenta-
miento armado contra “el tirano” de turno de manera similar a lo que
sucedía en el resto de Sudamérica.25
Ahora bien, la defensa de los valores republicanos no era la única
motivación posible para jefes y caudillos de revoluciones. Como se-
ñalaba Jorge Basadre, en un contexto en que la vía de acceso al poder
por la fuerza estaba plenamente abierta, “la ambición, estimulada por
la rauda carrera de honores y prebendas”, había corroído hasta el hueso
la subordinación y la disciplina del ejército. Los años de luchas, traicio-
nes y revueltas habían tejido un denso entramado de enemistades per-
sonales, cuentas pendientes y celos por el ascenso de compañeros de
armas considerados como inferiores, constituyendo el caldo de cultivo
perfecto para una sucesión ininterrumpida de alzamientos militares.26
De este modo, el general Felipe Santiago Salaverry, quien radicalizó
la guerra de 1834 llevándola a los extremos que conocemos, confesó
haber recurrido al alzamiento militar por el fastidio que le producía el
enriquecimiento de “una facción en medio de la indigencia” de otros
camaradas de armas “veteranos de la independencia”.27
La llamada guerra de la Confederación Perú-Boliviana (1836-1839),
analizada en profundidad en el capítulo de Cristóbal Aljovín de Losada

23. González Vigil 1862.


24. Sobre el pensamiento y obra de Pando véase Altuve Febres 2016.
25. Sabato 2018.
26. Esta discusión en Basadre 2002.
27. Muchas de las quejas puntuales de los militares aparecen en la correspondencia
del mariscal Nieto recopilada por McEvoy 2015b.

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y Juan Carlos Ponce Lupú, constituye justamente el momento en que


esta disputa armada por el control de la república se complica con la
imbricación de dos niveles de conflicto suplementarios: el proyecto de
confederar el espacio andino en una entidad soberana superior y, ante
este intento, la eclosión de una disputa con Chile por la supremacía co-
mercial y militar en el Pacífico que durará medio siglo. Lo que Aljovín
y Ponce Lupú logran es la difícil tarea de mostrar cómo estas diversas
dimensiones del conflicto se expresan en la movilización militar, par-
ticularmente en la formación del Ejército de la Confederación Perú-
Boliviana y su relación con el Estado, la nación y el lenguaje político.
La derrota del Perú en Yungay (1839), seguida de la humillación
de su ejército en Ingavi (1841), comenzaba a mostrar una consecuen-
cia inquietante de lo que se puede entender como “la guerra de los
diez años”: la constante lucha entre facciones rivales no solo estaba
sumiendo al país en la penuria económica y en el caos político, sino que
empezaba a afectar seriamente la capacidad de defenderse con éxito de
sus vecinos y potenciales rivales regionales; sobre todo en el caso del
ascendente Chile, cuyo puerto de Valparaíso comenzaba a reemplazar
al del Callao como primer puerto del Pacífico sur. Por otro lado, el país
emergía de la guerra más dividido que nunca, ya que a los tradicionales
focos de conflicto se estaban agregando nuevas plataformas político-
militares, como las de Tarapacá, Moquegua y Tacna.
Es en ese momento crítico, cuando comienzan a aparecer los re-
cursos de la economía guanera y el cansancio de la guerra se hace sen-
tir, que se lleva adelante el primer intento consecuente por pacificar al
Perú.

De Castilla a Piérola: el arduo camino hacia la desmovilización

El general Ramón Castilla, sobreviviente de esa suerte de selección


darwiniana que se venía llevando a cabo en el interior del ejército desde
1827, ensayó, luego de ser elegido presidente constitucional en 1845,
la primera de una serie de refundaciones republicanas lideradas por
los propios militares. La reconciliación nacional (“perdón y olvido del
pasado”) y la consecución de los ideales de la república temprana (la

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La guerra en el Perú, un modelo para (des)armar / 29

“Constitución y las leyes”) se convirtieron en la tarea esencial de los


“soldados de la república”. Veteranos de la independencia y por eso
“libertadores” y “beneméritos ciudadanos”, ahora los militares debían
también “encadenar la anarquía” para restablecer la paz.
Para semejante proyecto Castilla contaba, además de la crecien-
te riqueza guanera, con un profundo conocimiento del territorio.
En efecto, el tarapaqueño se había desempeñado durante largos años
como reclutador del ejército revolucionario, subprefecto de Tarapacá
(1825), edecán presidencial (1830), jefe de Estado Mayor del Ejército
acantonado en Puno y como prefecto de ese mismo departamento. Su
experiencia administrativa también lo había vuelto consciente de la ne-
cesidad de trabajar codo a codo con los empleados, ciudadanos y demás
fuerzas vivas de cada departamento, sin cuya cooperación era imposible
cumplir con eficiencia las tareas de gobierno. Así, la fuerza política de
Castilla se sostuvo en una red de prefectos y de subprefectos, dotados
de una amplia experiencia político-militar y de una gran capacidad de
adaptación, con los cuales gobernó el Perú de 1845 en adelante.28
La “pax castillista” se vio desafiada tanto desde la orilla liberal
como de la conservadora. El artículo de Víctor Peralta explora este úl-
timo sector político, estudiando no solo la evolución del ideario rege-
neracionista del general Manuel Ignacio de Vivanco, sino sus prácticas
revolucionarias durante las décadas de 1840 y 1850. Lo que muestra
Peralta es cómo el militar que más pronunciamientos revolucionarios
hizo durante el siglo XIX, paradójicamente, tuvo también un proyecto
de reconciliación nacional y aceptó la vía democrática para legitimarse
en el poder. Su pensamiento político constituye, antes que un discurso
antiliberal, un conservadurismo crítico de una generación liberal a la
que acusaba de haber usurpado el derecho de los pueblos. A esto se
agregaba un catolicismo exacerbado y el regionalismo arequipeño, que
constituyeron dos de los pilares sobre los cuales el discurso vivanquista
concibió su identidad hasta su desarticulación tras la derrota en la gue-
rra civil de 1856-1858.

28. Sobre Castilla y sus redes políticas véase el pionero artículo de McEvoy 1996:
211-241.

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30 / Carmen McEvoy y Alejandro M. Rabinovich

En la vereda de enfrente, el ideario liberal, vigorizado por el 48


francés, sentó las bases de la revolución contra el general José Rufino
Echenique, que había sucedido a Castilla en el poder. Más aún, los li-
berales fueron los que llevaron al líder tarapaqueño a una nueva presi-
dencia, inspirándole la abolición de la esclavitud y del tributo indígena.
Gabriella Chiaramonti propone una relectura novedosa de este mo-
mento tradicionalmente reducido al estudio de las élites, enfatizando
el papel estratégico de los pueblos que con sus actas desautorizaron a
Echenique y entregaron el mando de la revolución a Castilla, propor-
cionándole los recursos para armar su ejército. El lenguaje utilizado en
las actas revolucionarias sugiere, de acuerdo a Chiaramonti, dos con-
sideraciones muy reveladoras de las verdaderas condiciones en que se
encaró la construcción estatal en el Perú. En primer lugar, el hecho de
que los autores de estos documentos se percibían aún como vecinos y
sujetos políticos que antes de pertenecer a la nación pertenecían a la
comunidad local. En segundo lugar, el hecho de que empleaban una
interpretación pactista de la relación entre los ciudadanos/vecinos y el
jefe de Estado, según la cual la soberanía nunca era delegada de manera
irreversible al mandatario electo, sino que sus titulares originarios te-
nían el derecho de volver a adueñársela para reformular el pacto.
Sobre estas bases, la década de 1860 estuvo caracterizada por un
recrudecimiento de la inestabilidad política, hasta el punto que se suce-
dieron ocho gobiernos militares en apenas diez años. Tres guerras sir-
vieron de catalizador para la ruptura del orden hasta dar por tierra con
la frágil “pax castillista”: una internacional, contra España, y dos civiles
que, originadas en Arequipa, crecieron rápidamente a escala nacional.
En su capítulo, Víctor Arrámbide analiza justamente los resortes de la
movilización popular durante la llamada “Revolución Restauradora” de
1865 y la Revolución de 1867. En un contexto marcado por los límites
a la libertad de expresión y la censura a la prensa impuesta por el go-
bierno de Pezet, la existencia de una producción periodística regional
y el surgimiento de una prensa clandestina en Lima jugaron un papel
clave para romper el monopolio discursivo del gobierno. La comuni-
cación de las propias proclamas, actas de adhesión, decretos, partes de
batallas y artículos de opinión resultaba fundamental para dotar de le-
gitimidad a cada uno de los bandos antagónicos, por lo que se desató

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La guerra en el Perú, un modelo para (des)armar / 31

una verdadera “guerra de palabras” que se superpuso a la del campo de


batalla. En particular, los boletines de guerra publicados por los ejérci-
tos en campaña, como el de Prado en Arequipa durante la guerra civil
de 1867, continuaron la fuerte tradición de publicaciones militares iti-
nerantes que acompañaron a las fuerzas de guerra desde las batallas por
la independencia.
En algunos sentidos, la guerra que opuso al Perú con España entre
1864 y 1866 podría ser leída como una prolongación de la dinámica ge-
neral de los conflictos que venimos analizando hasta ahora. Otra vez la
guerra internacional aparece fuertemente ligada a revoluciones y con-
frontaciones internas (en particular la revolución contra Pezet); nue-
vamente Chile se inmiscuye en los conflictos peruanos, ejerciendo una
influencia cada vez más inquietante. Las rupturas, sin embargo, parecen
en este caso más significativas que las continuidades; no solo porque
esta guerra enfrenta al Perú a una potencia Europea en el marco de una
disputa internacional clásica, sino que, sobre todo, esta vez Chile viene
en socorro del Perú, junto a otros países de la región, en un extraño
momento de reverdecer americanista en medio de tanta construcción
nacional. El mérito del muy bien logrado capítulo de Gabriel Cid, de-
dicado a este conflicto conmemorado pero poco estudiado, es poder
explotar estas aparentes contradicciones para demostrar que la guerra
con España tuvo importantes e insospechadas consecuencias en el de-
venir de la región. En primer lugar, paradójicamente, porque a lo largo
del conflicto el discurso americanista encontró sus límites, dando paso
a una retórica nacionalista cada vez más exacerbada; por otro lado, en
la misma línea, porque desencadenó una carrera armamentística naval
en el Pacífico sur que, unida al nacionalismo mencionado, generaría las
condiciones para la Guerra del Pacífico una década más tarde.
En efecto, la historia del conflicto que marcó tan fuertemente a la
región se inicia en un escenario donde los resquemores nacionalistas
entre vecinos llevaron, en 1873, a la firma del muy conocido Tratado
de Alianza Defensiva entre Perú y Bolivia, promovido por el gobier-
no de Manuel Pardo (1872-1876). Ríos de tinta se han escrito sobre
el tratado, ya que su existencia jugó un papel central en el casus belli
chileno. La discusión acerca del momento en que el Gobierno de Chile
tomó conocimiento de aquel, en particular, ha opuesto a historiadores

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32 / Carmen McEvoy y Alejandro M. Rabinovich

chilenos y peruanos hasta el día de hoy. Por ello, este libro cuenta con
un capítulo entero, escrito por el especialista en relaciones internacio-
nales Hubert Wieland, dedicado a desmontar los mitos que rodean a
un documento supuestamente “secreto” y, más generalmente, a poner
en negro sobre blanco, gracias a una sólida base documental, la trama
diplomática que se urdió para justificar una guerra que en realidad se
explica mucho mejor por motivos estrictamente económicos y geoes-
tratégicos, estos últimos de vieja data.
Otro aporte fundamental de este libro a la historia de la Guerra del
Pacífico lo constituye el capítulo de Hugo Pereyra Plasencia, donde
se visibilizan, con un nivel de detalle y precisión inéditos, las acciones
militares que fueron llevadas a cabo en la sierra central del Perú entre
1881 y 1884. Estas acciones, que en su mayor parte no figuran entre
los grandes hitos recordados de la guerra, constituyen sin embargo la
clave para entender el impacto social y político del conflicto. Lejos del
esquema muchas veces aceptado, en el que la lucha se reduciría al en-
frentamiento convencional de ejércitos de línea, Pereyra nos muestra
la exuberante movilización de millares de guerrilleros que, autónoma-
mente o en apoyo de núcleos de tropas regulares, llevan adelante una
guerra de recursos singularmente eficaz. Y con los guerrilleros vuelve
a aparecer todo aquello que caracterizó la guerra en el Perú desde la
sublevación de Túpac Amaru, y que se suponía superado desde hacía
tiempo: las montoneras, la activa participación de los indígenas, la im-
portancia crucial de los pueblos en la logística, la complejidad enor-
me de las operaciones en terreno montañoso. Es aquí donde surge el
liderazgo de Andrés Avelino Cáceres, un general quechuahablante y
heredero de esa “guerra antigua” que consiguió organizar, con bastante
éxito, un frente nacional de base popular contra la invasión.
Ya en el poder, Cáceres y sus sucesores se lanzaron a un decidido
plan de reconstrucción, centralización y modernización de las fuerzas
armadas peruanas en consonancia con lo que venía sucediendo en el
resto de Sudamérica, donde los ejércitos de línea, cada vez más profe-
sionales y mejor armados, estaban derrotando sistemáticamente a las
montoneras y guerrillas que habían prevalecido por tantas décadas. Por
tal motivo, a primera vista resulta sorprendente la amplitud de la guerra
de recursos desencadenada en 1894 durante la llamada guerra de “la

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La guerra en el Perú, un modelo para (des)armar / 33

coalición nacional”, y la victoria de los guerrilleros sobre el Ejército.


Este conflicto bisagra, que marcará una transición fundamental tanto
en los modos de hacer la guerra como en los de hacer política en el Perú,
es analizado magistralmente por Nils Jacobsen en un capítulo denso,
fruto de una larga investigación. El aporte historiográfico principal de
este trabajo reside en el hecho de que, al pasar revista a la extraordina-
ria variedad de fuerzas que se agrupan bajo el nombre de montoneras,
prestando atención a sus modos de combatir y de ejercer la violencia, lo
que emerge es un inédito retrato de una sociedad tan compleja como la
peruana en pleno proceso de transformación. Por ello, la revolución de
1894-1895 constituyó, ya para los contemporáneos, un acontecimiento
difícil de interpretar. Presentada por sus partidarios como “una revolu-
ción para el fin de todas revoluciones”, puede ser tenida efectivamente
como el canto de cisne de las montoneras, ya que en su triunfo estas
llevaron al poder a un Nicolás de Piérola que asumiría la misión de ha-
cer imposible una nueva guerra de ese tipo.
La clave de ese proyecto de “pacificación” de la vida política pe-
ruana residía, necesariamente, en el desarme de la población civil y la
concentración de los medios de coerción en manos del Estado. Eso es
precisamente lo que estudia David Velázquez en un sugerente capítulo
que, a modo de cierre cronológico, adopta una mirada de largo plazo
acerca del problema de la posesión, circulación y uso de las armas de
guerra en el Perú decimonónico. Resulta de particular importancia la
coyuntura inmediatamente posterior a la Guerra del Pacífico, puesto
que el colapso del Ejército peruano había, en efecto, producido una
enorme dispersión del armamento entre la población civil. Son esas
armas las que utilizan las montoneras de 1894, y son esas armas las que
Piérola, ya como presidente, intentará recoger a toda costa para que
nadie más pueda valerse de ellas en contra del gobierno constitucional.
A partir de ese momento la superioridad del ejército de línea ya no
pudo ser contestada, y el Perú disfrutaría, por fin, de unas décadas de
relativa estabilidad.
Además de estudios como los presentados hasta aquí, el libro que
el lector tiene en sus manos cuenta con un riquísimo corpus pictórico
y fotográfico que permite ver las guerras del Perú desde otra perspec-
tiva. Para presentarlo y analizarlo adecuadamente, se agrega al final un

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34 / Carmen McEvoy y Alejandro M. Rabinovich

capítulo específico en el que el fotógrafo y periodista Renzo Babilonia


analiza la problemática de la fotografía de guerra en el Perú de la Guerra
del Pacífico y más allá.

Referencias bibliográficas

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