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Más adelante, tomando lo planteado por Ackerman (2006) el cual dice “En
medio de estos escombros, sólo Inglaterra, y sus territorios transoceánicos,
ofrecían destellos de luz. En Canadá y Australia, Nueva Zelanda y Sudáfrica, la
democracia Westminster no era una forma sin vida, sino una realidad viviente”. Sin
embargo, las lecciones que estos éxitos ofrecían eran agridulces. Teniendo en
cuenta esto se podría decir que, Los ingleses nunca aceptaron la vanidad, propia
de la Ilustración, de que una constitución formal era una condición necesaria para
que existiera un gobierno moderno. Era su cultura de autogobierno, eran su
sentido común y su decencia, los que distinguían su compromiso progresivo con
los principios democráticos– y no las constituciones de papel ni los trucos
institucionales como el control constitucional. A los ingleses les había tardado
siglos desarrollar esta cultura en su propia casa, y sólo los ingleses habían sido
capaces de transportarla al extranjero. En efecto, casi todos los norteamericanos
reflexivos sospechaban que la herencia anglosajona era la responsable, en gran
medida, de su propio éxito, y que el sofisticado aparato diseñado en Filadelfia era
poco más que un obstáculo para alcanzar mayor desarrollo democrático.
Referencias bibliográficas