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Título original:

Bodies, Masses, Power. Spinoza and his Contemporaries


Verso, 1999

© WARREN MONTAG
Cuerpos, masas, poder: Spinoza y sus contemporáneos

© de la presente edición (diciembre, 2005) tierradenadie ediciones, S.L


© introducción y traducción: Aurelio Sainz Fezonaga
© imagen de portada: Natividad Salguero
© diseño y maqueta: tierradenadie ediciones, S.L.

ISBN: 84-932873-5-0
Depósito legal: M -49986-2005

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W arren M ontag

CUERPOS, MASAS, PODER


S p in o z a y su s c o n te m po r á n e o s
I n tr o d u c c ió n

S o b r e la d if ic u l t a d d e p e n s a r

Pensar es difícil y es difícil poner en común el pensamiento. Parece que


no, pero es difícil generar las nociones adecuadas, darles la forma y la
articulación precisa, componer una modulación certera del discurso.
Hay que pelearse con las ideas y las palabras... Hay que sacarles toda
la punta a las proposiciones, esquivar las incoherencias, abrirse paso
entre la maleza de las conexiones... Hay que intentar evitar a toda costa
que en nuestras expresiones pueda infiltrarse justamente el sentido
contrario de lo que queremos decir... Hay que tener en cuenta lo que
otros han pensado sobre el asunto, sus argumentos, sus puntos de vista,
sus compromisos, el modo en que lo que nosotros planteamos se inser­
ta en una discusión que siempre ya ha empezado...
Pensar es una actividad, una práctica y, como todas las prácticas, es
difícil. Requiere un arte y unos medios específicos sin los que es impo­
sible llevarla a cabo. El pensamiento requiere hacerse, no esta hecho y,
por tanto, está abierto a todas las resistencias y contingencias del deve­
nir. Pero además es una práctica peculiar, es una práctica que no actúa
sobre una realidad exterior con vistas a modificarla, sino que, como lo
expone Althusser, interviene en un campo movedizo de relaciones
entre ideas en el que está inmersa y que se transforma a causa de la pro­
pia intervención. El pensamiento es una fuerza en un campo de fuerzas,
una potencia de transformación en un proceso complejo de interaccio­
nes. Pensar es difícil porque es difícil sostener, afirmar y potenciar unas
ideas en confrontación con otras y porque las ideas tienen su eficacia so­
cial, no toda la eficacia, pero sí "la suya”, la suficiente como para que
nadie quiera dejarla en manos del azar. Tengamos esto presente cuan­
do leamos o escuchemos a quien intenta expresar un pensamiento: si
es difícil entender el pensamiento de otro la razón es que pensar es difí­
cil, la razón es que al otro le está costando igualmente un tremendo
esfuerzo pensar y expresarse.

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Digámoslo ahora a la manera de Spinoza. Las ideas son realidades acti­
vas, no son pinturas mudas en un lienzo sino conceptos del alma, accio­
nes de la mente, causas de otras ideas. Nuestra mente vive en un campo
de batalla donde las ideas se reprimen o suprimen unas a otras. Pero,
también en un campo de cooperación donde las ideas se favorecen o pro­
mueven entre sí. Esta es una tesis de la que deja prueba evidente el pro­
pio quehacer de Spinoza Oa Ética como paradigma de obra filosófica difí­
cil) y en la que él insiste hasta hacer de ello bandera ("todo lo excelso es
tan difícil como raro"). Y es la tesis que recoge con fidelidad Warren Mon-
tag y que guía este estudio de la filosofía de Spinoza.
Parece, sin embargo, que hasta aquí no hemos dicho nada que 110
sea obvio, incluso trivial. Ahora bien, la fuerza de las ideas no se mani­
fiesta cuando las exponemos aisladamente. La fuerza de las ideas se
muestra en sus consecuencias, en sus efectos, en el modo en que se
engarzan o chocan con otras ideas.
Que las ideas sean realidades activas en un campo movedizo de
fuerzas implica que la tesis del perfecto autodominio del pensamiento,
de la fluidez perfecta de las ocurrencias, de las ideas como bailarinas
deslizándose sobre patines en una pista de hielo espiritual aparezca
como lo que es, un mito. Nadie tiene un perfecto control sobre su pen­
samiento, nadie es enteramente libre en el interior de su hogar mental,
y no lo es porque eso supondría controlar todo el campo de fuerzas ide­
ológicas en el que su mente está inmersa. Y aunque hay momentos his­
tóricos, como el actual, en que parece ocurrir algo así, que todo está
dominado, ni ese control lo realiza un individuo, sino que está sosteni­
do por todo un sistema complejo, ni es tal como para que no haya fil­
traciones, pérdidas y chorreos, fugas abiertas por todas partes.
A la hora de "leer” no podemos, entonces, obviar esta condición del
pensamiento e intentar buscarle una autenticidad a un texto que por sí
mismo es un fragmento fragmentado de un espacio pluridimensional
de múltiples y cambiantes fragmentaciones; lo que nos cabe es incidir
en los rotos del texto para explicarlos, no coserlos o pegarlos, no disi­
mularlos con un parche de pureza o simplicidad.
La tesis sobre la dificultad del pensamiento de Spinoza deja igual­
mente al descubierto el mito del poder absoluto de la verdad como ver­
dad. ¿Qué energía extraordinaria puede tener la verdad, fuerza entre
fuerzas, para imponerse sobre la falsedad? Que una idea sea falsa no
significa que sea débil. Fuerza y verdad no van necesariamente unidas.
Una idea verdadera para prevalecer tiene que vencer a las ideas falsas
que la contradicen, pero las podrá vencer únicamente en cuanto sea
más fuerte que ellas no en tanto que sea más verdadera (E, IV, prop. 14).

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La verdad no es ningún lugar de descanso, no es ningún lugar de llega­
da, es el comienzo de las alianzas y la contienda.
Y si es una ilusión pensar que el pensamiento puede dominarse a sí
mismo, ¿qué no será creer que puede dominar al cuerpo? Ni se domi­
na a sí mismo ni domina al cuerpo, no hay de hecho ámbitos de liber­
tad. Lo que puede haber y queremos que haya son esfuerzos de libera­
ción, liberación que no consiste en escapar de las relaciones de fuerza
mentales y corporales en las que indefectiblemente estamos inmersos y
que, en sí mismas, son, o pueden ser, fuente tanto de nuestra miseria
como de nuestra fortaleza. La liberación consiste en esforzarse en que
esos campos de fuerza se articulen de tal modo que todas las po leudas
mentales y corporales que intervienen promuevan mutuamente su
acrecentamiento.
Y este punto de vista nos lleva, en consecuencia, a distanciamos de
la idea de que hay algo así como pensamientos aislados de individuos
aislados. Del mismo modo que no hay cuerpos aislados, no hay mentes
aisladas. Todo pensamiento es colectivo y abierto, colectivo por el colec­
tivo que nosotros mismos somos y por los colectivos a los que, querá­
moslo o no, pertenecemos, y abierto porque pensar es encontrarse con
otras ideas, exponerse a ellas, chocar con ellas, unirse a ellas, rasgarlas,
aferrarías, resbalar al contacto con ellas; pensar, en efecto, es vivir en
continua interacción con otras ideas. La liberación proviene, no cabe
duda, de la cooperación.
La tesis del pensamiento como fuerza entre fuerzas, de la lucha y
cooperación entre ideas, por último, impide clasificar el planteamiento
spinoziano en los términos de una separación entre la ética y la políti­
ca, por un lado, y la ciencia y la tecnología, por otro. Impide seguir man­
teniendo la separación entre la práctica y la teoría. Y también impide
quedarse en uno de los dos polos de la distinción. Si la filosofía de Spi­
noza es inmediatamente política es porque la lucha o cooperación de
ideas y cuerpos se despliega tanto en el pensamiento y la investigación
como en las demás prácticas individuales o colectivas.
Quizás haya quien opine que Montag exagera al decir que Spinoza
ofrece la crítica a la dominación más potente que jamás se haya visto,
pero nadie negará que su estudio es extraordinariamente exacto a la
hora de hacemos entender dónde reside la dificultad de pensar; así es,
reside en pensar contra el pensamiento dominante.

Aurelio Sainz Pezonaga


noviembre de 2005

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R econocimientos

He tenido el gran privilegio no sólo de haber leído las obras de muchos


importantes estudiosos de Spinoza de nuestro tiempo sino, más aún, de
haberme beneficiado de su conversación y su amistad. En particular,
Étienne Balibar y Pierre Macherey han sido guías y modelos en éste co­
mo en otros muchos de mis empeños. La erudición inmensa de Gabriel
Albiac y Pierre-Frangois Moreau ha establecido un nivel al que constan­
temente apunto, pero que no puedo esperar igualar.
Este estudio se concluyó en el mismo momento en el que Toni Negri
regresaba a la cárcel en Italia por el “crimen” de haber llevado a sus lec­
tores a la violencia contra el estado con su escritura. Es mi ferviente es­
peranza que la versión publicada de este trabajo le encontrará en liber­
tad. Si no, quizá pueda mi libro disminuir, aunque sólo sea durante unas
horas, la soledad de su confinamiento y mostrar que su obra ha pro­
ducido efectos que ningún aparato de estado puede esperar dominar.
Sin el conocimiento enciclopédico de Ted Stolze, su extraordinaria
habilidad para discutir con igual facilidad sobre figuras tan diversas
como Deleuze y Tácito, este trabajo hubiera sido ciertamente menos
de lo que es. Hasta tal punto mi pensamiento es inseparable de mis
conversaciones con él que casi tendría que nombrarle como co-autor
si no estuviera convencido de que él hará su propia contribución, que,
en contraste, me deberá muy poco.
Tuve la suerte de participar en el seminario de verano sobre Hobbes
y Spinoza del National Endowment for the Humanities en la Universi­
dad Northwestern en 1992 dirigido por Edwin Curley. Fue un tiempo
de intensa lectura y reflexión durante el que adquirieron forma bastan­
tes de mis ideas. En particular, deseo agradecer al mismo Edwin Cur­
ley, así como a los compañeros de seminario Heidi Rawen, Jacob Adler
y J. Thomas Cook por el reto y el estímulo que para mí supusieron.
Mis colegas del Occidental College han proporcionado una atmós­
fera de apoyo extraordinaria. Agradezco especialmente a Daniel Fine-
man y John Swift su cuidadosa lectura de algunos capítulos. Mis estu­
diantes han, ya durante algunos años, escuchado pacientemente cómo
elaboraba mis ideas frente a ellos y luchaba a través de la Ética con ellos

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a la zaga; les agradezco su tolerancia y apertura. Además, quiero reco­
nocer, particularmente, el trabajo de mi asistente de investigación, Ali-
son Tymozcko, su ayuda al preparar el manuscrito. La Louis and Her-
mione Brown Humanities Support Fund, por mediación del decano de
la facultad, David Axeen, ayudó a hacer posible este trabajo.
Tengo una deuda de otro tipo con algunos de mis muy viejos ami­
gos cuya capacidad para resistirse a la superstición de nuestro tiempo
ha aumentado, sin medida, mi propio poder de pensar y actuar. Nunca
han dudado de la existencia de luchas que atraviesan nuestro mundo
ni de la necesidad de tomar partido en esas luchas: Mike Davis, Geoff
Goshgarian y John Barzman.
Finalmente, debo agradecer a Michael Sprinker su apoyo firme a
este proyecto y a otros muchos a lo largo de los años. Ha sido un mode­
lo de perseverancia y compromiso.

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U na. nota sobre las citas de Spinoza

Existen ahora buenas traducciones inglesas de la Ética, tanto la de


Curley (1985) como la de Shirley (1992), de la correspondencia de Spi­
noza (Shirley, 1995) y una traducción adecuada del Tratado teológico-
político (Shirley, 1991). Las traducciones que existen del Tratado polí­
tico no son adecuadas. Mientras que he consultado las traducciones
existentes de las obras de Spinoza y deseo otorgar pleno crédito a sus
traductores, se me ha hecho necesario en casi todos los casos volver al
original latino y realizar mi propia traducción que, no pudiendo dejar
de ser deudora de esfuerzos anteriores, está inevitablemente marcada
por las preocupaciones peculiares a mi estudio. Cito, por tanto, la Ética
(E) y el Tratado político (TP) por medio de la parte y el número de la
proposición o parágrafo. Dado que el Tratado teológico-político (TTP)
está dividido sólo por capítulos, cito por el número de página de la tra­
ducción de Shirley, aunque mi traducción a menudo difiere significa­
tivamente de ella .

* Para la traducción hemos usado el mismo procedimiento que Warren Montag. Aunque hemos
tenido delante las traducciones al castellano que citamos en la bibliografía, hemos optado siem­
pre por la fidelidad a la traducción de W. Montag, en el caso de Spinoza, o al contexto de la obra,
para ios demás autores. Cuando W. Montag cita por medio del número de la página, nosotros
señalamos entre corchetes el número de pagina de la traducción española recogida en la biblio­
grafía. (N. del T.)

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P refacio

Como tantos de mi generación, debo a Louis Althusser no sólo mi inte­


rés por Spinoza, sino también toda mi habilidad para leer su obra.
Había comenzado la Ética varias veces antes de encontrarme con Alt­
husser, pero lo único que había conseguido era sentirme rechazado
por las definiciones y los axiomas que custodian las primeras páginas.
Al leer las definiciones no podía evitar del todo el sentimiento de que
cada término se refería a otros que a su vez se referían al primero en lo
que parecía ser un círculo de abstracciones vacías: sustancia, modos,
atributos, esencias. Cuando recurrí a los archivos académicos en len­
gua inglesa en busca de ayuda, me enteré de que Spinoza era poco más
que un cartesiano disidente cuya singular historia hacia de él una
especie de Geulincx judío, un autor menor cuyo trabajo, más un obje­
to de curiosidad que merecedor de un genuino interés, uno podía con
tranquilidad dejar a un lado para otro momento. Por si esto no fuera
suficiente, la única traducción que podía realmente conseguirse era la
de Elwes, ahora más que centenaria, que destacaba por hacer lo difícil
incomprensible.
En semejante contexto, no deja de ser sorprendente que unas pocas
palabras, unas muy pocas palabras de Althusser bastaran para orientar
a este lector en el, de otra manera, desconcertante paisaje de la filosofía
de Spinoza. Pues Althusser nunca dijo mucho acerca de Spinoza: escri­
bió no más de cincuenta páginas sobre el tema y la mayoría de ellas en
la última década de su vida. Lo que estaba al alcance del lector a media­
dos de los años setenta sumaría quizás doce páginas. Althusser nunca
realizó nada similar a un estudio en sentido estricto de Spinoza, es de­
cir, un examen de los textos. Ocurrió más bien lo contrario: las afirma­
ciones más deslumbrantes y efectivas acerca de Spinoza adquirieron la
forma de aforismos y fragmentos que, como algunos de los pensée >de
Pascal, poseían una fuerza más que retórica que los impulsaba fuera de

* Geulincx, Arnold ( iíkuj- i Mm)). Filósofo brl^a. <">rtrsi;mo ¡wrn con un inerte lastre místico. Planteó
;llgo similar a la teoría ocasiotialisla de Malehmiulir ¡mies de (|iu* éslc la desarrollara. (N. delT.)

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las líneas entre las que se encontraban dispersos y les posibilitaba per­
sistir en la mente del lector durante mueho tiempo después de haber ce­
rrado el libro y haberlo devuelto a la estantería. Althusser ofrecía la sen­
cilla pista que era necesaria para descifrar el aparente enigma de los tex­
tos de Spinoza, el misterio de su aparente dificultad por no decir ininte­
ligibilidad: nos dijo (y aquí hizo poco más que citar a Spinoza -aunque,
¿quién lo sabia?) que la verdad de una filosofía existe en sus efectos. Alt­
husser dijo exactamente que si querías comprender a Spinoza, obser­
varas a sus críticos. ¿De qué le acusaron? ¿Qué es lo que encontraron
más objetable en su filosofía? ¿Con qué fuerza reaccionaron? ¿Qué
medidas legales o coercitivas provocó su obra? Sin duda, tal manera de
abordar el asunto hace las cosas más fáciles, dado que los escritos de
Spinoza produjeron una de las más violentas reacciones en la historia
de la filosofía, provocando no sólo innumerables refutaciones sino tam­
bién acciones jurídico-políticas de exclusión y prohibición. Althusser
insistía en que si considerábamos estas reacciones no simplemente
como errores subjetivos en las mentes de sus lectores (una historia de
la “recepción” de Spinoza), sino más bien como los efectos objetivos de
la filosofía misma de Spinoza, podíamos llegar a una sola conclusión:
“Se puede decir que el spinozismo es una de las más grandes lecciones
de herejía que el mundo ha visto.” (Althusser, 1976,132 [44])
Pero Althusser fue más lejos incluso: hizo de Spinoza, antes consi­
derado marginal dentro de la historia de la filosofía, su centro ausen­
te, hizo de sus obras las verdades negadas a las que la entera historia
de la filosofía no puede dejar de aludir porque esta historia no es otra
que la historia de su represión y rechazo:

La filosofía de Spinoza introdujo una revolución teórica sin prece­


dentes en la historia de la filosofía, posiblemente la mayor revolución
filosófica de todos los tiempos... Sin embargo, esta revolución radical
fue objéto de una represión histórica masiva, y la filosofía spinozista
sufrió el mismo destino que ha sufrido y todavía sufre en algunos paí­
ses la filosofía marxista: sirvió como evidencia condenatoria ante el
cargo de ‘ateísmo’... La historia del spinozismo reprimido de la filoso­
fía se desarrolla, entonces, como una historia subterránea, actuando
en otros lugares, en la ideología política y religiosa (deismo) y en las
ciencias, pero no en el escenario iluminado de la filosofía visible.
Althusser, 1977,102 [113].

Las palabras de Althusser permiten comprender la dificultad del


comienzo de la Ética como una necesidad táctica y, por tanto, como un

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efecto deliberado de la propia obra. Podría verse como una maniobra
diseñada para desviar la atención de los censores y para disuadir a
todos menos a los lectores más serios. Pero la dificultad de leer, no sólo
el comienzo de la Ética, sino la obra entera, podría también atribuirse
a la dificultad de pensar de un modo revolucionario, esto es, realmen­
te nuevo; sería una consecuencia del enorme esfuerzo que se necesita
para emplear los términos y conceptos existentes con el fin de pensar
algo todavía no pensado. Quizás es a este aspecto al que Spinoza se
refiere en la última frase de la Ética, en la que declara que “todo lo que
es excelente es tan difícil como raro”.
De cualquier manera, Althusser dejó sin especificar el contenido de
la “herejía” de Spinoza o el programa de su “revolución”: ¿qué en su
obra excitó semejante oposición? Generalmente se asumía, y después
se esperó, que detrás de las memorables frases de Althusser existía un
cuerpo coherente de trabajo, un manuscrito, un esbozo, incluso notas
de lectura que podrían sugerir respuestas a estas preguntas. Nadie sos­
pechaba, como ahora ha resultado de hecho ser el caso, que Althusser
no tuviera nada más que decir directamente sobre Spinoza. Afortuna­
damente, otros habían dado pasos para reconstruir el significado de
“la mayor revolución filosófica de todos los tiempos”. Un grupo de filó­
sofos que habían descubierto a Spinoza con Althusser, si no a través de
él, produjeron, comenzando a mediados de los 70, estudios que ilumi­
naban aspectos en los escritos de Spinoza en los que Althusser nunca
hubiera soñado: Macherey, Balibar y Moreau, por nombrarles sólo a
ellos. Por supuesto, hubo otros que, desde una perspectiva diferente y
tomando un camino diferente, llegaron a la misma posición que Alt­
husser había delineado tan provocadoramente en su texto de 1965, La
revolución teórica de Marx: Gilíes Deleuze, Antonio Negri y Alexandre
Matheron. Todos los filósofos nombrados arriba han producido obras
mayores sobre Spinoza que, lejos de ser meros comentarios, son inten­
tos altamente originales de pensar con Spinoza y no simplemente
acerca de él, como lo expuso Pierre Macherey, que han alterado irre­
vocablemente la recepción de su filosofía. De hecho, estos filósofos,
entre los que hay serias diferencias, coinciden, sin embargo, en suge­
rir que Spinoza es, en el pleno sentido de la palabra, nuestro con­
temporáneo y que la aparente impenetrabilidad de su escritura es, en
alguna medida, la opacidad del presente para sí mismo.
Ante la dificultad que Spinoza supone para los lectores actuales,
merece la pena recordar que la gran mayoría de los lectores (o al me­
nos de aquellos cuya lectura ha dejado huella escrita) de finales del si­
glo diecisiete y comienzos del dieciocho no sólo reclamaban la capa­

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cidad, inmediata y sin ayuda de comentarios especializados, de en­
tender el significado de su obra, sino que generalmente incluso esta­
ban de acuerdo en cuál era ese significado. Esto es más sorprenden­
te, quizás, si tenemos en cuenta que el significado que atribuían a la
obra no coincidía con las intenciones expresadas por el propio Spino­
za. La Ética, por citar uno de los comentarios más memorables y re­
presentativos de su época, era nada menos que “el tratado más siste­
mático de ateísmo jamás escrito”, el ateísmo más efectivo dado que se
presentaba bajo la máscara no sólo de una prueba de la mera exis­
tencia de Dios, sino de su perfección absoluta. De este modo, el con­
cepto de causa inmanente, la inmanencia completa de Dios en su cre­
ación -por la que Dios no es ni anterior ni exterior a ésta, por la que
no crea para alcanzar un propósito cuyos medios no existían hasta ese
momento-, llegó a ser una manera astuta de convertir a Dios en “lo
que existe” o incluso en “todas las cosas que son”. El mundo, despro­
visto así de Dios, no poseía ni unidad, ni coherencia, ni propósito: una
infinidad de singularidades.
Por muy asombrosas que las afirmaciones de Spinoza fueran en su
tiempo, difícilmente lo son en el nuestro. De hecho, si la dejásemos en
este punto, la filosofía de Spinoza podría reducirse a uno de los momen­
tos de la ilustración europea, una anulación de toda explicación sobre­
natural (tanto teológica como no) del funcionamiento de la naturaleza
y un intento de liberar a la humanidad de su paradójica dependencia
respecto a ídolos creados por ella misma. Aunque semejante observa­
ción no sería completamente falsa, produce el efecto de limitar la
importancia de Spinoza a la de un antecedente, irrelevante para el pre­
sente excepto por el hecho de que fue un estadio necesario en nuestro
devenir lo que somos. Althusser, sin embargo, recordemos, insistía en
que Spinoza era un hereje no sólo en su tiempo sino también en el nues­
tro, y en que el silencio relativo que rodeaba su obra a mediados del
siglo veinte no era otra cosa que una defensa contra ciertas ideas into­
lerables. Para comenzar a entender el significado de la herejía de Spi­
noza para nosotros en la actualidad, deberíamos recordar las afirma­
ciones que hace Foucault casi al final de Las palabras y Jas cosas (1973)
de que la desapiarición de Dios sólo puede significar la muerte del hom­
bre, que la antropología es para nuestros días lo que la teología era ante­
riormente: un obstáculo en el camino del conocimiento. Aquí, por
supuesto, Foucault se refiere a la declaración nitzscheana de la muerte
de Dios y sus intentos de ir más allá de lo humano. Foucault, no obs­
tante, hubiera podido referirse a Spinoza con mayor provecho, éste
analizó el círculo teológico-antropológlco con mucho más detalle que

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Nietzsche, quien, si hemos de juzgar su trabajo por sus efectos, debe
admitirse, no escapó completamente a una especie de antropología. Al
tiempo que Spinoza rechaza cualquier noción de un Dios existente an­
tes o fuera de su creación, y por ello cualquier forma de trascendencia
teológica, debe rechazar, como el error central de la reflexión filosófica
sobre la humanidad, el supuesto de que el hombre existe fuera de la
naturaleza, “un reino dentro de otro reino” que “perturba, más bien que
sigue, el orden de la naturaleza y tiene un poder absoluto sobre sus
acciones y que sólo es determinado por sí mismo” (E, III, prefacio). En
contra de miles de años de argumentos teológicos y filosóficos según los
cuales un alma o mente inmaterial trasciende la existencia corporal que
la ata y la emplaza a un conflicto permanente con el mundo natural,
Spinoza sostiene que la mente y el cuerpo son la misma cosa, y que las
fuerzas físicas que afectan al cuerpo afectan a la mente en el mismo
grado y de la misma manera. Una de las tesis más revolucionarias escri­
tas por Spinoza es que “aquello que disminuye el poder del cuerpo dis­
minuye el poder de la mente”. Su renuncia a separar al ser humano de
la naturaleza, la mente del cuerpo, el pensamiento de la acción, hace de
él, quizás, el más completo anti-humanista de la historia de la filosofía;
sin duda es esto lo que constituye su herejía para nuestro tiempo y lo
que da cuenta de las formas específicas de incomprensión y ansiedad
que su obra estimula hoy en día. Al identificar el anti-humanismo teó­
rico de Spinoza, entendemos hasta qué punto no pertenece al pasado
sino al presente y de qué modo los debates que pudieron anteriormen­
te parecer exclusivos del siglo diecisiete se repiten en la actualidad con
pocas modificaciones. De hecho, si yo buscara enfatizar la paradójica e
insospechada contemporaneidad de Spinoza, podría haber titulado es­
te estudio Restituyendo el cuerpo, con el fin de hacer eco a un clásico de
la sociología, el discurso presidencial de George C. Homans en la con­
ferencia anual de la American Sociological Association, publicado con
el titulo “Restituyendo a los hombres” en 1964. Expresando su desa­
cuerdo con la escuela funcionalista de sociología, Homans esbozó una
posición que emergería como hegemónica en nuestro tiempo (por ra­
zones demasiado heterogéneas y complejas para enumerarlas aquí),
atravesando las fronteras de las distintas disciplinas. Toda la charla en
tomo a estructuras, instituciones, normas y roles, argumentaba, oscu­
recía el hecho de que estas entidades se originan en lo que Durkheim
llamó (precisamente con el fin de rechazarla como objeto apropiado del
análisis sociológico) “conciencia individual” y, por tanto, deben expli­
carse a partir de ella (Homans, 1964,810). En un gesto altamente sin­
tomático, cuyo significado tendré ocasión de examinar más tarde,

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Homans elige reemplazar la expresión de Durkheim “conciencia indi­
vidual” por lo que considera ser un sinónimo más apropiado: “hom­
bres” (creyendo aparentemente que este último concepto es, de algún
modo, más “concreto” que el anterior). A la tendencia del análisis fiin-
cionalista a describir meramente la reproducción del equilibrio social,
contrapone un enfoque que “volviera a situar a los hombres en primer
término”, y añadía: “y pongamos algo de sangre en ellos”. La expresión
“poner sangre en ellos” no sólo se refiere a las abstracciones sin vida que
se han convertido en el género con el que comercia el discurso socioló­
gico, tiene un significado incluso más preciso: es la figura metonímica
que simboliza lo que, según Homans, está “en nuestra sangr e”. Lo que
circula por las venas de todos los hombres o, mejor, de todos los hom­
bres que no son meras abstracciones, es la inevitable necesidad de per­
seguir el interés privado. Los fenómenos a partir de los que razonaban
antes los sociólogos con el fin de explicar el comportamiento humano
deben ser ahora explicados. En el origen ya no está la sociedad sino el
individuo autónomo de cuyas libres decisiones (enfrentado, por su­
puesto, con un “menú” de opciones siempre limitado -es aquí y sólo
aquí donde la historia hace acto de presencia en este mundo de otro
modo intemporal) surgen todos los hechos sociales. Aunque Homans
insiste en que él no supone que los hombres estén “aislados” (817),
supone de facto que están, originariamente, fundamentalmente o por
naturaleza (la expresión que se prefiera), separados: cada hombre sin­
gular es movido por su interés privado, un interés que le pertenece úni­
camente a él y en el que los demás no pueden participar sin subvertir el
esquema completo de individuos que persiguen su interés privado y el
de nadie más. No hay necesidad de especular en tomo a las afinidades
históricas de esta posición; Homans las reivindica explícitamente. El
fundamento de toda acción humana, la realidad primaria que está
detrás de las abstracciones secundarias del razonamiento sociológico,
es aquello que esboza el capítulo 13 del Leviatán. Parafraseando a Rous­
seau, Homans fue en busca de la realidad y encontró a Hobbes. La pri­
mera pregunta que toda teoría social debe responder (y esta es una pre­
gunta que no tiene sentido plantearse si no suponemos que los hom­
bres están “aislados” o son “asocíales” tal y como Homans pretende no
suponer) es por qué hay vinculo social del tipo que sea en lugar de una
simple guerra de todos contra todos. En la base de esta nueva teoría so­
cial hay, como en el caso de Hobbes, una antropología, esto es, una teo­
ría de la naturaleza humana.
El mismo año, en 1964, Althusser publicó un ensayo titulado “Mar­
xismo y humanismo” (incluido un año después en la recopilación La

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revolución teórica de Marx) en el que, sin referirse a Homans, cuyo
trabajo casi con toda seguridad no era conocido por Althusser, some­
te a la posición diseñada arriba a una crítica detallada en términos de­
rivados del “anti-humanismo teórico” de Spinoza, según admite el
propio Althusser. El “hombre”, lejos de ser la realidad concreta de toda
acción social, es un “mito filosófico (teórico)” que sólo puede impedir
el conocimiento de la humanidad. Los hombres, según la antropología
filosófica de la que Homans es un ejemplo perfecto, son, todos y cada
uno, realizaciones de una esencia singular que precede y explica toda
la historia humana: en el origen se halla una abstracción que, por sí
sola, infundirá vida a la carne. Lo que es extraordinario respecto a es­
tos asertos totalmente contrapuestos producidos exactamente en el
mismo momento histórico es que, después de casi trescientos años de
la muerte de Spinoza, se están librando las mismas luchas filosóficas.
Esto, a su vez, sugiere que la filosofía no es el lugar de una progresión
dialéctica conducida hacia delante por la resolución de sus conflictos
internos, sino, más bien, el lugar de una repetición infinita y un con­
flicto irresoluble.
Para comprender lo que está enjuego en este conflicto eternamen­
te recurrente, podemos examinar el punto en el que parecen estar de
acuerdo los dos pensadores, que son, por otra parte, completamente
opuestos política, filosófica y culturalmente. Podemos recordar que
Homans elige interpretar la “conciencia individual” de Durkheim
-una expresión aparentemente “abstracta”, filosófica, descamada, es­
to es, “sin vida”, por utilizar la metáfora de Homans- como los “hom­
bres”, dando de ese modo a lo abstracto su forma concreta y haciendo
real lo ideal. Althusser, de hecho, lleva a cabo una interpretación simi­
lar (que alude dil ectamente a Spinoza tanto en forma como en conte­
nido) cuando escribe acerca de “la ‘conciencia’ de los hombres, esto es,
su actitud” (en el sentido físico de una postura o pose) “y su conducta”
(1990,242 [195]). Pero las apariencias pueden confundir. La interpre­
tación que hace Homans de la conciencia como el hombre conserva la
conciencia al darle la carne y la sangre que le permitirán actuar o, más
específicamente, realizar sus intenciones. El hombre es, por tanto,
conciencia corporeizada, conciencia con los medios a su disposición
para actuar sobre el mundo con el fin de alcanzar los objetivos qu 3de­
sea. Este es el principio en el que toda práctica humana tiene su origen,
en ausencia del cual el mundo humano no puede ser explicado, sino
sólo descrito. Para Homans, las acciones de un hombre son expresiones
o corporeizaciones de lo que les precede y les da dirección y sentido, un
“yo” incorpóreo o personalidad, i. e., una conciencia. Es esencial para

: 19
í
cualquier explicación realizada en los términos de Homans mirar pre­
cisamente más allá del cuerpo, de sus disposiciones, sus movimientos,
sus conjunciones con otros cuerpos, hacia lo que se halla más allá de él
y lo controla. En un sentido muy importante, entonces, el problema no
era que el funcionalismo fuera insuficientemente concreto, que los fe­
nómenos que describía fueran demasiado abstractos o incorpóreos,
sino más bien que eran demasiado concretos, que no miraba, más allá
del mundo material, hacia sus orígenes en la conciencia, hacia aque­
llos actos espirituales de pensamiento y voluntad que por sí solos mue­
ven los cuerpos y las cosas, al menos en un modo que tenga sentido
para las “ciencias humanas”. La esencia del hombre es aquello que
trasciende el mundo simplemente material y que, desde su “más allá”,
lo explica.
Es aquí donde la alianza de Homans con Hobbes adquiere pleno
sentido. Ya que no es sólo el método de Hobbes lo que se pone en fun­
cionamiento sino también la política de semejante método. Ya que en
la historia de la filosofía política la proyección de una “conciencia” o de
una voluntad anterior al cuerpo y dueña de su disposición ha repre­
sentado un papel necesario en la justificación al menos tan a menudo
como la explicación de una relación social dada. La teoría liberal, de
Hobbes en adelante, nos pide que juzguemos una sociedad, su estado,
además de las libres interacciones entre individuos “iguales”, tales co­
mo la del trabajador y su empleador, no a partir de la apariencia física
de obediencia y sujeción (después de todo las apariencias pueden en­
gañar, de ahí la necesidad, como todo filósofo sabe, de ir más allá del
mundo aparente para alcanzar el mundo real) sino por los actos de vo­
luntad individuales que son el origen de tales relaciones. No importa
lo opresiva o desigual que pueda ser una relación, si esta relación tiene
su origen en el consentimiento voluntario e interesado de los indivi­
duos, debe afirmarse que posee absoluta legitimidad. Por el contrario,
al situar la conciencia en el comportamiento y la práctica, Althusser la
hace desaparecer en sus efectos, como el Dios de Spinoza, dejándonos
con un mundo puramente material de cuerpos y sus fuerzas, un mun­
do en el que los cuerpos son movidos por otros cuerpos, un mundo
puramente material de fuerza contra fuerza, un mundo en el que, si la
conciencia existe de alguna manera, es un efecto y no una causa. La
conciencia ya no puede explicar o justificar nada, aparece, si lo hace,
como suplemento, retroactivamente proyectada sobre una relación de
dominación para autentificarla. Una vez desplazado este nivel de rea­
lidad, más profundo, más real, nos quedamos con un mundo de cuer­
pos sujetados que resaltan crudamente. Volver a situar el cuerpo en

20
primer término es despertar del sueño de la conciencia, del sonambu­
lismo político de los individuos que sueñan ser los dueños de su desti­
no, ignorantes de las fuerzas que determinan sus acciones y, por tanto,
incapaces de cambiarlas. Es situarse sobre la materialidad del mundo
sin pensamientos retroactivos, apologéticos o justificantes.
Referirse de esta manera al cuerpo, sin embargo, no es establecer un
punto terminal o estable en el análisis, una cosa, átomo o mónada al
que se reducirían todos los demás fenómenos. Al contrario, para Spi­
noza, el cuerpo, cada cuerpo es necesariamente compuesto, compuesto
de otros cuerpos más pequeños, estos mismos compuestos a su vez de
otros cuerpos ad inñnitum. Lejos de mostrar unos límites estables, los
cuerpos están sujetos a una constante recomposición. Al tiempo que la
mente, en la medida en que se podía pensar que trascendía la naturale­
za, funcionaba como el principio de la autonomía individual (de modo
que incluso la res cogitaos de Descartes pudo inlaginar, aunque sólo
fuera por un instante, la absoluta soledad), el cuerpo era devaluado pre­
cisamente porque parecía condenar al individuo a una existencia
dependiente tanto en relación con la naturaleza tomada en su totalidad
como en relación con otros seres humanos: el cuerpo necesita muchos
otros cuerpos, humanos y no humanos, para sobrevivir. Fue precisa­
mente esta reflexión la que estuvo detrás del empeño de Foucault por
escribir “una historia del cuerpo” para la que ya no sería relevante la dis­
tinción entre lo natural y lo social y a través de cuya perspectiva los sis­
temas políticos más liberales aparecen como “sociedades de control”.
Las reflexiones de Spinoza han llevado también a las investigaciones
feministas actuales a moverse, más allá de la idea según la cual la opre­
sión de las mujeres pertenece primeramente a un sistema de derechos
y propiedad desigualmente distribuidos, hacia un examen de las formas
corporales de sujeción, no sólo independientes de toda legalidad sino
incluso opuestas a ella (Butler, 1993; Grosz, 1994; Gatens, 1996).
“Nadie ha sabido hasta ahora qué puede o no puede hacer el cuer­
po sin que la mente lo determine”: este es el principio del materialis­
mo de Spinoza, que puede resumirse en tres tesis que me propongo
explorar en el estudio que sigue:
1. No puede haber liberación de la mente sin liberación del
cuerpo.
2. No puede haber liberación del individuo sin liberación colec­
tiva.
3. La forma escrita de estas proposiciones mismas posee una
existencia corporal, no en cuanto realización o materializa­
ción de una previa intención mental, espiritual, sino como un
cuerpo entre otros cuerpos. La filosofía de Spinoza nos fuer­
za a reemplazar las preguntas del tipo “¿quién lo ha leído?” y
“¿de ellos, quiénes lo han entendido?” por “¿qué efectos
materiales ha producido, no sólo sobre sus mentes, sino tam­
bién sobre sus cuerpos?”, “¿en qué medida ha movido a los
cuerpos y qué los ha movido a hacer?” Comenzaré abordan­
do esta última serie de preguntas.

22
i . - E s c r it u r a y n aturaleza:

LA MATERIALIDAD DE LA LEIRA

No es para mí de mucho peso la autoridad de Platón, de


Aristóteles o de Sócrates. Me habría llamado la atención
que hubiérais citado a Epicuro, Demócrito, Lucrecio o
alguno de los atomistas o partidarios de los átomos: no es
de extrañar, en cambio, que los que hablan de cualidades
ocultas, especies intencionales, formas sustanciales y mü
otras necedades, hayan inventado espectros y lemures
dando fe a las viejas, para quitare autoridad a Demócrito,
cuya fama envidiaban tanto que entregaron sus libros, de
tan merecido renombre, al fuego.
Ep. 56.

Podría parecer obvio comenzar una lectura de la obra de Spinoza exa­


minando la teoría de la lectura que defiende este filósofo; sin embar­
go, lo primero que tendremos que reconocer es que semejante
comienzo no se corresponde para nada con el proceder característico
del mismo Spinoza. El Tratado teológico-político, la obra en la que
desarrolla su idea sobre “la interpretación de la Escritura” no comien­
za estableciendo una teoría de la lectura para luego ponerla en prácti­
ca. Más bien, a] contrario, la práctica de la lectura se desarrolla a través
de seis capítulos (casi cien páginas en la versión latina) antes de que
Spinoza decida exponer y argumentar su método de “interpretación”.
Semejante modo de proceder revela el abismo que separa a Spinoza de
los más famosos de sus contemporáneos, casi todos los cuales creyeron
necesario comenzar con “un discurso sobre el método” (por citar sólo el
caso de Descartes).
En un trabajo anterior, el Tratado de la reforma del entendimien­
to, Spinoza define el método como “conocimiento reflexivo, o una idea
de una idea; y dado que no hay una idea de una idea a menos que haya
primero una idea, no habrá método a menos que haya primero una
idea” (§ 38). Pierre Macherey, quien sugiere provocadoramente en
Hegel ou Spinoza (1979) que “debemos leer el Tratado de la reforma

23
del entendimiento como si fuera una especie de ‘Discurso contra el
método”’ (57) señala en este pasaje una inversión del orden de proce­
der tradicional: el método “no es la condición de la manifestación de la
verdad, sino, al contrario, su efecto, su resultado. El método no ante­
cede al desarrollo del conocimiento sino que lo expresa o refleja” (56).
Si Spinoza se espera a explicar su método de interpretar la Escritura
hasta después de haber desarrollado completamente su análisis de los
relatos bíblicos de las profecías y los milagros, es porque “es necesario
haber empleado un método antes de ser capaz de formularlo”. Incluso
en la Ética, una obra que toma prestado su modo de exposición de la
geometría y comienza con definiciones y axiomas, Spinoza rechaza la
noción de un método anterior y por tanto extemo al mismo proceso o
actividad de conocimiento. Si hemos de localizar un punto de partida
lógico de la Ética, ese sería el axioma 2 de la Parte II, la breve afirma­
ción “Homo Cogitaf (el hombre piensa), un punto de partida que, co­
mo Althusser ha sugerido, marca su propia condición de ser algo super­
fino. No hay puntos de partida y por tanto no son necesarios ni los pre­
liminares ni los prolegómenos: pensamiento y conocimiento han em­
pezado ya siempre. El método es sólo una reflexión (la idea de la idea)
sobre lo ya conocido.
En el caso del Tratado teológico-político, sin embargo, hay razones
adicionales por las que posponer la exposición del método. El poner
delante seis capítulos es también estratégico, una consecuencia del cál­
culo que realiza Spinoza de que su audiencia no estará preparada para
aceptar, o siquiera considerar, el método que propone hasta que no
ocupe un cierta posición filosófica, los seis capítulos anteriores están di­
señados para conducirles hasta esa posición. Tal pmdencia (después de
todo, el sello de Spinoza llevaba el lema caute, es decir, icautela!) era,
ciertamente, en parte, una consecuencia de estar escribiendo bajo la
amenaza de la persecución, como han argumentado Leo Strauss (1952)
y, más recientemente, André Tosel (1984). Era más importante, sin em­
bargo, la ineludible condición de practicar la filosofía tal y como él la
concebía. Para Spinoza, no basta con establecer verdades y esperar a
que iluminen la oscuridad e ilustren o convenzan a los lectores por la
fiierza de la razón únicamente. La capacidad que el argumento racio­
nal tiene de afectar al pensamiento es extremadamente limitada, in­
cluso entre los doctos: el estado común de la especie humana es la ser­
vidumbre de cuerpo y mente. Esta observación, no obstante, de nin­
guna manera excusa los errores de la filosofía o justifica el martirio de
los que la practican a manos del vulgo: como cualquier otro empeño
humano, la filosofía debe juzgarse no por sus intenciones sino, única­

24
mente, por los efectos que produce. Spinoza, como ha señalado Ma­
cherey, era seguidor de Maquiavelo tanto en filosofía como en políti­
ca: ni para el filósofo ni para el político hay corte suprema, un Tribu­
nal Supremo de la Razón ante el que uno pudiera apelar los veredictos
de la historia, capaz de “anular” los errores cometidos por uno en este
mundo, o de resarcir ya sean príncipes vencidos o filósofos tergiversa­
dos. Spinoza retuvo toda la devoción de Maquiavelo hacia “ia verítá
efietuale della cosa” y todo su desdén por los ámbitos imaginarios
como el moral (en relación con el que juzgamos si una acción es bue­
na) o el legal (que demanda que establezcamos si una acción es de de­
recho), preguntando en lugar de eso sólo si una acción es necesaria para
producir un efecto determinado. Las palabras de Maquiavelo con­
servan tanta brutalidad como verdad: “los profetas armados vencieron
y los desarmados perecieron” (1964,45 [50]). La filosofía comienza a
armarse cuando reconoce que, para conseguir obtener una existencia
efectiva, y no meramente imaginaria, debe producir efectos reales. De
hecho, Spinoza argumenta en la última proposición de la Parte Prime­
ra de la Ética que “nada existe de cuya naturaleza no se siga algún efec­
to”. Para que sea así, la filosofía no debe contentarse con establecer la
verdad sino que debe buscar activamente producir efectos de verdad,
dos actividades que, dependiendo de las circunstancias, no necesaria­
mente coinciden.
¿Cómo produce un filósofo efectos de verdad cuando establecer la
verdad conduce al siguiente dilema: o bien uno se desarma a sí mismo
excitando las pasiones de su audiencia hasta el punto de que su razón
acaba siendo vencida, o bien, de modo más simple, uno se hace incom­
prensible al no tener en cuenta los diversos y variados prejuicios que
han de ser neutralizados como paso previo antes de que el entendi­
miento de los lectores pueda actuar libremente? Es posible, por supues­
to, que textos rechazados puedan, más tarde, quizás siglos más tarde,
de repente e inesperadamente, hacerse comprensibles como conse­
cuencia de un encuentro con nuevas ideas. Spinoza cita el caso de los
atomistas antiguos, Demócrito, Epicuro y Lucrecio, cuyas obras fueron
atacadas por las filosofías dominantes de los mundos antiguo y me­
dieval y, por ello, permanecieron latentes hasta que fueron reactivadas
gracias a su encuentro con la ciencia galileana. Siguiendo su ejemplo,
pero no contento con abandonar pasivamente sus obras a la fortuna,
Spinoza no buscó convencer a sus lectores de que abandonaran la teo-

* “La verdad efectiva de la cosa” (N. del T.)

25
logia (que no es meramente una serie de ideas incorpóreas que pudie­
ran ser aceptadas o rechazadas a voluntad, sino más bien ideas inma­
nentes a una serie de prácticas corporales que son, en ciertas maneras,
ineludibles), sino, al contrario, mostrarles cómo pensar racionalmente
dentro de ella, en sus términos, de una manera que no sólo acepta las
premisas de cualquier teología, sino que incluso se ofrece como la
defensa más fuerte de la teología, volviéndola así contra sí misma.
¿Cómo pudo Spinoza no sólo ocupar las posiciones de sus oponen­
tes sino volver sus armas más poderosas contra ellos (Althusser, 1994)?
Siguiendo a Tosel (1984,55), podemos llamar a su estrategia retórico-
filosófica “la operación del sive” (conjunción latina que se traduce por
“o”), una estrategia de traducción y desplazamiento cuyo ejemplo más
famoso sería la expresión “Deus, sive Natura”, “Dios, o la naturaleza”
del Prefacio a la Parte Cuarta de la Ética. Esta consigna filosófica, co­
mo podríamos llamarla, resume el contenido y la forma de la filosofía
de Spinoza en el mismo acto por el que afirma y niega afirmar, simul­
táneamente, la radical abolición de la trascendencia. Spinoza nunca
comienza con las definiciones o, mejor, desplazamientos que hicieron
a su filosofía “terrorífica para su propio tiempo”, como lo expresa Alt­
husser con agudeza. Llegan, en cambio, como conclusiones de ciertas
cadenas de argumentación que normalmente no están marcadas
como tales conclusiones y aparecen, en lugar de eso, como pensa­
mientos subsiguientes. Así, la insistencia repetida en la Ética de que
debemos conocer las cosas a partir de sus causas, y de que el conoci­
miento de Dios debe anteceder, por tanto, el conocimiento del mundo,
lo que parecería reafirmar una especie de trascendentalismo, esto es,
una noción de la primacía de lo sobrenatural sobre lo natural, adquie­
re un significado opuesto cuando sabemos que Dios es el tipo de causa
que no existe fuera o antes de su creación, y que la unidad de Dios no
sólo se expresa como la diversidad de una infinitud de esencias singu­
lares sino que es constituida por ella.
En el Tratado teológico-político, Spinoza espera hasta el tercer capí­
tulo para decimos que la expresión “dirección de Dios”, normalmente
asociada con la idea de un actor libre y consciente, debería interpretarse
como “leyes de la naturaleza” o que “la voluntad de Dios” se refiere, sim­
plemente, a aquello que ocurre de hecho. De forma similar, la crítica
que realiza Spinoza a la trascendencia jurídica, su insistencia, con
Maquiavelo, en que la verdad de la política la constituyen las relaciones
de poder o relaciones de fuerza, se oscurece en parte por la exigencia de
hacerla comprensible a una audiencia para la que la política es esen­
cialmente jurídica, un campo definido por las cuestiones de la sobera­

26
nía, el derecho y la obligación. El lenguaje del derecho es conservado al
tiempo que es constantemente traducido al lenguaje del poder (“jus,
sivepotentia”, “el derecho, o el poder”). En efecto, podríamos sintetizar
la filosofía de Spinoza con las consignas que él mismo, directa o indi­
rectamente, proporciona: Dios o la naturaleza, y el derecho o el poder.
Estrictamente hablando, no estamos en absoluto ante equivalencias,
porque no son reversibles: la naturaleza nunca deviene Dios, el poder
nunca deviene el derecho. Por el contrario, el primer término es tradu­
cido y, en ese momento, desplazado por el segundo. Dios desaparece en
la naturaleza (la causa inmanente que no existe con anterioridad a sus
efectos y que no puede ser sin ellos), y el derecho en el poder, esto es, en
la potentia, el poder en su sentido físico, o en la fuerza (fuera de la cual
el derecho no tiene ningún sentido o realidad).
Á diferencia de lo que hemos visto respecto a Dios o el derecho,
Spinoza nunca escribió la expresión “Scriptura, sive Natura”. Pero po­
dría haberlo hecho: la consigna apunta hacia aquello que hace de Spi­
noza menos el primero en practicar una lectura crítico-histórica de la
Biblia o una hermenéutica general (lecturas habituales que subesti­
man radicalmente tanto el alcance como la fuerza de la crítica que Spi­
noza hace a los anteriores enfoques dirigidos sobre la Biblia) que el pri­
mer filósofo en considerar explícitamente la Escritura, esto es, la ac­
ción de escribir, como una parte de la naturaleza en su materialidad,
como irreducible a ninguna otra cosa exterior a ella, ya no más algo se­
cundario respecto a lo que representa o expresa, no una repetición o
emanación de algo puesto como primarioa. Para Spinoza, la naturale­
za es una superficie sin profundidad; la Escritura como parte de la na­
turaleza no oculta nada, no guarda nada de reserva. En lugar de hablar
de su sentido, deberíamos hablar de los efectos que produce como un
cuerpo entre otros cuerpos.
No es extraño, entonces, que tantos comentadores, especialmente
aquellos que supuestamente le eran afines, no hayan visto aquello que
en la filosofía de Spinoza no tenía precedentes: se dejaba con frecuen­
cia a sus adversarios, precisamente por su miedo a las conclusiones a
las que podían conducir las tesis de Spinoza, la tarea de identificar el

a.- Entre los estudios más importantes acerca de la discusión que realiza Spinoza en tomo a la
interpretación de la Escritura se hallan: Sylvain Zac, Spinoza et l ’interprétation de l ’Écriture-,
André Tosel; Spinoza et la crépuscule de la servitude, cap. 2; Stanislaus Bretón, Politique,
religión, écríture chez Spinoza, cap. 4; Pierre-Frangois Moreau, Spinoza: I’éxperience et l ’eter-
nité, 307-77; Jean Pierre Osier, “L’hermeneutique de Hobbes et de Spinoza”.

27
alcance de su herejía (que, como muestra su correspondencia, sus
amigos a menudo preferían no ver). Su herejía era lo más herética
que podía ser, ya que no era simplemente una desviación de ciertos
dogmas teológico-políticos prescritos sino, más bien, la puesta en
duda de la problemática filosófica que compartían, incluso de forma
particular, los dogmas de su tiempo.
Pero para captar la teoría de Spinoza acerca de la existencia mate­
rial de la Escritura se necesita captar la teoría misma de Spinoza en
su existencia material no como un conjunto de argumentos abstraí­
dos de la escoria del lenguaje, sino, precisamente, en su materialidad
textual, gráfica. Ignorar la filosofía de Spinoza en su realidad, buscar
significados potenciales o ideales escondidos en ella es llevar a cabo
una operación análoga a aquella que realizan los que buscan la ver­
dad de la naturaleza en lo que se halla escondido dentro de ella o más
allá de ella, lo sobrenatural. Por supuesto, rechazar la pregunta por lo
sobretextual no es declarar que los textos son independientes de los
cuerpos que los rodean; por el contrario, afectan a otros cuerpos y
son afectados por ellos en innumerables encuentros. Lo sobretextual
funcionaría de modo análogo a como lo hacen los orígenes y los fines
en los intentos de entender la naturaleza; consistiría en un añadido
que desprecia aquello a lo que se añade, haciéndose pasar por su ver­
dad, su causa y su sentido. Considerar el texto de Spinoza en su mate­
rialidad significa señalar y explicar sus contradicciones, discrepan­
cias y lagunas sin sentir la necesidad de justificarlas, de reducirlas a
un orden ideal que se hallara latente en el texto.
El capítulo 7 del Tratado teológico-político comienza haciendo re­
ferencia a la fatal discrepancia con la que está marcada la práctica
humana en materia de religión: todos los hombres afirman conside­
rar la Biblia como palabra de Dios que enseña el camino de la salva­
ción, pero el vulgus, término usado aquí por Spinoza para designar
a la gente común que vive en la ignorancia y es guiada por sus pasio­
nes, no intenta vivir bajo sus enseñanzas. De cualquier manera, la
condena que Spinoza realiza de la muchedumbre en este punto es un
tanto insincera, ya que no es sólo la gente sin educación la que mues­
tra esa discrepancia entre la creencia y la acción sino “casi todos los
hombres”. El problema no reside en que carguen con una voluntad
débil que les impida realizar las acciones que saben que íes convie­
nen, sino en que no hacen ningún esfuerzo por determinar lo que
realmente es la palabra de Dios tal y como ha sido revelada por la

28
Escritura. En lugar de atenerse sólo a lo que la Escritura afirma cla­
ramente y rechazar todo aquello que no contiene (o lo que dice con­
fusamente), la mayor parte de la humanidad, en la fundación de sus
miles de religiones en continua proliferación, ignora completamente
los textos que son la única encarnación existente de la palabra divi­
na. Los textos sagrados en su realidad son negados, rechazados
(negare) o, cuando son consultados de alguna manera, se convierten
en meros pretextos (praetexta) sobre los que los teólogos y los predi*
cadores se apoyan para intentar vender sus propias invenciones
(commenta) como palabra de Dios. En este pasaje inicial del capítu­
lo 7, Spinoza usa el sustantivo latino praetextum que significa no sólo
“pretexto”, sino también la cobertura exterior de algo: para los
comentadores la escritura en su existencia literal, textual, es simple­
mente el ornamento o la cubierta, el atuendo exterior de lo que ellos
afirman que es una verdad “más profunda”, “escondida”, pero que,
de hecho, es su propia invención. Desprecian la existencia textual, y
única, de la Palabra Sagrada, al igual que desprecian la naturaleza
como una expresión secundaría, distanciada de algo más real, como
un simple medio para los fines de la voluntad de Dios (como si ésta
pudiera encontrarse fuera de los actos en que se manifiesta). De este
modo, Spinoza condena la “temeridad” de los teólogos que “arrancan
de la escritura sus propias ideas arbitrariamente inventadas, para las
que reclaman autoridad divina” (TTP, 140 [191]). Spinoza dibuja una
primera línea de demarcación entre el texto de la Escritura y la mara­
ña de artilugios (tanto añadidos como alteraciones) tejida tan estre­
chamente alrededor de ella como para parecer indistinguible de la
Escritura misma. La incapacidad para distinguir entre las enseñan­
zas del Espíritu Santo y la invención humana ha conducido no sólo a
innumerables disputas teológicas, sino, incluso, al enfrentamiento
civil y a la guerra. Sin embargo, tal distinción no es fácil de hacer para
la mayoría de los hombres: se apodera de ellos un “deseo ciego y
desatento de interpretar la Escritura” (TTP, 140 [192]). Se ven impul­
sados a buscar el significado de la Escritura fuera y más allá de ella,
del mismo modo que buscan el conocimiento de la naturaleza en
aquello que la trasciende.
¿Cuáles son las causas de este desprecio de la literalidad, llamado
por otro nombre “deseo de interpretar”? Esta es una cuestión impor­
tante para Spinoza, ya que los hombres son siempre conscientes de
sus deseos pero no de las causas que les determinan a desear (E, I,

29
Apéndice). Una motivación es, por supuesto, la ambición y el deseo de
gloria que, seguramente, se dirigirían hacia el descubrimiento en la
Escritura (esto es, el añadido) de nuevos significados. Pero, una causa
más fundamental del deseo de interpretar la Escritura es “la supersti­
ción, que enseña a los hombres a despreciar la razón y la naturaleza y
a admirar y venerar sólo lo que es contrario a ambas” (TTP, 140-41
[192]). De hecho, cuando nos dirigimos a la discusión que Spinoza rea­
liza acerca de la superstición en otra parte del Tratado teológico-polí-
tico, especialmente en el Prefacio, encontramos que la superstición
dispone a los hombres a (des)considerar la naturaleza y la Escritura de
un modo casi idéntico. Así, los teólogos se acercan a la Escritura como
si “los misterios más profundos se hallaran escondidos en ella” y le
atribuyen un interior que sólo puede ser “penetrado” por un tipo de in­
terpretación que Spinoza describe con los verbos negó (rechazar, rehu­
sar o negar), torqueo (retorcer, torturar) y extorqueo (arrancar, de­
formar), marcando el hecho de que el interior putativo del texto es
todavía su exterior, aunque un exterior o bien rechazado, o bien retor­
cido hasta alcanzar una nueva figura. De la misma manera, la persona
afectada por la superstición “interpreta” la naturaleza y encuentra en
ella “cosas extraordinarias” (TTP, 49 [62]), milagros o “acontecimien­
tos” que no son otra cosa que rechazos de la naturaleza tal como es,
que descansan en la necesidad de encontrar causas finales fijas. La ver­
dad de la naturaleza, para el supersticioso, es algo exterior a ella, está
revestida de una existencia material que no es más que un pretexto. El
nombre más común para este “más allá” sin el que la naturaleza no
puede existir y que es la condición de la inteligibilidad de la naturale­
za es, por supuesto, Dios, que puede asumir la forma de espíritu en to­
das las cosas al tiempo que preserva su trascendencia. De este modo,
la superstición depende de la imaginación de una dimensión sobrena­
tural como la verdad a la que la naturaleza sería reducida por medio
del acto de conocimiento. Para el supersticioso, la naturaleza no es
tanto conocida como disipada, una expresión distante e imperfecta de
aquello que la interpretación busca en su pureza original. La supersti­
ción concibe el mundo como un simple medio para los objetivos de la
voluntad de Dios: la concatenación de causas interna a la naturaleza es
algo insignificante, lo que busca es únicamente la causa final, anterior y
exterior a la naturaleza, la voluntad o designio de Dios. Cuando en 1664
la peste azotó Amsterdam, los adversarios eclesiásticos de Spinoza no
preguntaron qué causas naturales determinaban que ocurriera seme­
jante suceso, sino que, en lugar de eso, buscaron identificar la inten­
ción divina que cumplía o el propósito providencial al que servía: ¿era

30
un aviso o un castigo (Schama, 1987,147)? En ambos casos, la perso­
na supersticiosa renuncia a la superficie (de la naturaleza o de la Escri­
tura) a favor de la profundidad en la que se halla escondido un orden
de sentido que, por sí solo, hace coherente y comprensible la superfi­
cie que lo oculta. El supersticioso degrada la encamación textual (y
única) de la Palabra Sagrada a un mero conducto para la verdad y per­
fección que oculta. No sólo no la conocen tal y como es en su existen­
cia material, sino que no saben que no la conocen, hasta el punto de
ser incapaces de distinguir entre la Escritura tal como es y los añadi­
dos que se le hacen. El conocimiento de la Escritura comienza con un
rechazo de la hermenéutica, que podríamos definir así: la postulación
de un sobretexto como la verdad del texto. Así comienza la recupera­
ción del texto en su existencia material como la condición absoluta de
cualquier conocimiento de la Escritura.

Sostengo que el método de interpretar la Escritura no es diferente


del método de interpretar la naturaleza, de hecho está en completo
acuerdo con éste. Ya que el método de interpretar la naturaleza con­
siste esencialmente en componer un detallado estudio de la natura­
leza del que, como fuente de nuestros datos seguros, podemos dedu­
cir las definiciones de las cosas de la naturaleza. Ahora, exactamen­
te de la misma manera, la tarea de la interpretación bíblica requiere
que hagamos un estudio exhaustivo de la Escritura, y, a partir de
este, como fuente de nuestros datos fijos y de nuestros principios,
deducir por inferencia lógica los sentidos de los autores de la Escri­
tura. De este modo -esto es, no aceptando otros principios o datos
para la interpretación de la Escritura y el estudio de sus contenidos
excepto aquellos que pueden recogerse en la misma Escritura y de
un estudio histórico de la Escritura- puede realizarse un progreso
firme sin peligro de error.
TTP, 141 [193]

Este método es particularmente importante dado que la Escritura


raramente aborda asuntos deducibles de axiomas de la razón univer­
salmente aceptados. Es un texto singular que describe sucesos singu­
lares de la historia tanto natural como humana: narraciones históricas
de determinadas naciones en determinadas épocas y “eventos natura­
les poco frecuentes” (milagros) tal como fueron comprendidos por los
individuos que los percibieron. Igualmente, en el caso de doctrinas
morales a las que se podría llegar por medio de métodos distintos del
recurso a la autoridad de la Palabra Sagrada, las pruebas sustentadas
en la razón universal son irrelevantes para el conocimiento del texto.

31
La única cuestión que nos concierne es saber si la Escritura enseña una
determinad doctrina.
Despojada de comentarios y añadidos, del entero aparato de lo
sobretextual, y devuelta a su materialidad literal, la Escritura se ofrece
al conocimiento. Pero, ¿qué es? ¿Qué define su existencia específica?
Primero, está compuesta de elementos básicos, los elementos del len­
guaje o, más específicamente, de la escritura. Es en este punto donde
la alianza de Spinoza con los atomistas antiguos alcanza su máxima
significación. Lucrecio en el De Rerum Natura describe no sólo el dis­
curso como una materia sutil que produce los efectos de significado
por medio de la incidencia en el órgano del sentido auditivo, sino la
escritura misma como una disposición de elementos materiales,
letras, cuya articulación determina el sentido. Spinoza argumenta que
una investigación racional de la Escritura comienza con un análisis de
“la naturaleza y propiedades de la lengua en la que la Biblia fue escri­
ta” (TTP, 142 [195]), esto es, el hebreo. Los sentidos posibles de las
palabras y los pasajes no han de ser determinados por la inventiva de
los intérpretes que frecuentemente intentan retorcer la Escritura
(verba Scrípturae torquere) hasta que se convierte en algo distinto de
lo que originariamente era, renunciando a la literalidad de la Escritu­
ra a favor de sentidos metafóricos que permiten moldear el texto en
conformidad con el dogma preferido de un interprete particular. Los
sentidos (tanto literales como metafóricos) de una palabra o expresión
deben ser determinados en referencia únicamente al uso lingüístico
establecido. El lenguaje no es un depósito de sentidos posibles espe­
rando a ser realizados. Por el contrario, el sentido existe siempre en un
estado de realidad y la serie de sentidos adheridos a una expresión
dada es finito, limitado a aquellos sentidos realmente en uso (Moreau,
1994>331-8). En consecuencia, una investigación racional de la Escri­
tura sólo puede admitir los sentidos ya existentes en hebreo. Hacerlo
de otra manera, multiplicar los sentidos “posibles” o “potenciales” se
corresponde exactamente con lo que Spinoza define como “torturar”
el texto. Y, aunque debemos rechazar todas las tradiciones de interpre­
tación bíblica, podemos considerar una “tradición” judía como inco­
rrupta e incorruptible: los significados atribuidos a las palabras hebre­
as. Y es que mientras que los intérpretes pueden inventar sentidos
para textos concretos e imponérselos, hasta el punto de llegar a alterar
los pasajes, nadie puede alterar un idioma dado porque “es preserva­
do a la par por doctos e incultos” (TTP, 148 [203]). El lenguaje es una
parte de la naturaleza, infinita, que se produce a sí mismo continua­
mente según leyes inmanentes siempre cambiantes que ningún indi­

32
viduo puede desobedecer sin caer en el absurdo. Es tanto el productor
como el producto de una colectividad.
Ei método que Spinoza propone para la interpretación de la Escri­
tura, lejos de permitimos devolver el texto a una pureza o coherencia
originales que las interpretaciones hubieran corrompido, nos fuerza a
afrontar el hecho de que tales interpretaciones traicionaron el original
ocultando las contradicciones, las discrepancias y las lagunas que el
texto hebreo indudablemente contiene. Es más, una vez reconocemos
que un conocimiento exhaustivo del hebreo es la precondición del co­
nocimiento adecuado de la Escritura nos enfrentamos a la primera de
varias paradojas importantes que concita cualquier intento de leer la
Escritura seriamente: no es posible adquirir un conocimiento exhausti­
vo del hebreo. Ningún diccionario ni tratado gramatical o de retórica ha
sobrevivido a las vicisitudes sufridas por la nación judía. De acuerdo
con esto, “el significado de muchos sustantivos y verbos que aparecen
en la Biblia es o completamente desconocido u objeto de disputa” (TTP,
149 [204]). Además, dada nuestra ignorancia de los modismos he­
breos, incluso cuando conocemos el significado de palabras concretas,
el sentido de la expresión que las incluye puede escapársenos total­
mente. El primer afrontamiento genuino con el texto será un afronta-
miento con la pérdida, con una incomprensibilidad que la historia ha
esparcido a través de la superficie de la Escritura. Para empeorar la si­
tuación, “mientras que existen fuentes de ambigüedad que son comu­
nes a todos los idiomas, hay otras propias del hebreo que dan pie a
muchas ambigüedades” (TTP, 150 [205]). Spinoza enumera cinco
fuentes de ambigüedad que sólo existen en hebreo. La letras que perte­
necen a la misma clase, como alefy ain, se suelen sustituir la una por la
otra arbitrariamente. Una simple conjunción (por ejemplo, vav) puede
significar “y”, “pero” o “porque”, lo que hace que se confundan las rela­
ciones de adición, oposición y causalidad. Los autores de los libros de la
Escritura se despreocuparon de los modos y los tiempos verbales, mez­
clando indiscriminadamente el pasado, el presente y el futuro. Pero, las
ambigüedades más fundamentales del hebreo derivan de aquello de lo
que carece: vocales y puntuación. Y aunque el texto, tal como nos ha
sido trasmitido, contiene ambas, son meros añadidos realizados “por
hombres de un época posterior cuya autoridad no debería tener ningún
peso para nosotros” (TTP, 151 [206D y que intentaron dar coherencia y
sentido a lo que no lo tenía. El método de Spinoza ha sido comparado
con una arqueología, pero, si se parece a algo, recuerda más la actividad
de la paleontología moderna que, en lugar de la evolución gradual, uni­
forme y continua imaginada por Darwin y sus seguidores actuales, ha

33
devuelto a los registros de fósiles sus lagunas y discontinuidades, y, en
ese proceso, ha demostrado la existencia de una historia natural reple­
ta de catástrofes y reveses, un tiempo no lineal puntuado por extincio­
nes en masa y especiaciones eruptivas sin precedentes.
Pero, las letras, por supuesto, forman palabras y las palabras enun­
ciados.
Es significativo que al referimos a lo que podríamos llamar el con­
tenido de la Escritura, como lo opuesto a su forma, el sentido que
comunica, Spinoza usa el término sententía, que combina “sentido” y
“enunciado”, como para recordamos que las doctrinas que contiene la
Escritura no pueden ser separadas de la forma literal en la que están
materializadas, los enunciados que, de otra manera, podríamos consi­
derar como meros envoltorios, praetexta: todas las “declaraciones”
(sententiae) hechas en cada libro de la Biblia deben “ser reunidas y
ordenadas bajo encabezamientos” (TTP, 143 [195]). Este procedi­
miento nos permitirá anotar qué “pasajes” (sententiaé) “son ambiguos
u oscuros, o parecen contradecirse entre sí” (II P, 143 [195-96]). En
este punto, Spinoza nos advierte que la oscuridad y la contradicción
han de ser juzgadas únicamente sobre la base de la propia Escritura y
no en referencia a la naturaleza o la razón. De hecho, para leer la Escri­
tura en su literalidad, “debemos precavemos contra la indebida
influencia, no sólo de nuestros prejuicios, sino de nuestra facultad de
raciocinio en tanto esté sustentada por los principios del conocimien­
to natural” (TTP, 143, [196]). La verdad de la Escritura, esto es, su co­
rrespondencia con algo (no sólo la razón o la naturaleza sino también
los dogmas religiosos) fuera de sí misma a lo que podría ser reducida,
es irrelevante para la tarea que tenemos entre manos. Es más bien el
sentido (sensus) que explican con detalle las letras de las que está com­
puesta, el sentido inmanente en su literalidad material, irreducible a
nada exterior al texto, lo que proporciona el punto de partida de nues­
tra investigación.
De este modo, la “frase” (sententía) atribuida a Moisés, “Dios es fue­
go”, es “perfectamente clara siempre y cuando nos atengamos sólo a los
significados de las palabras; y así, a pesar de su oscuridad desde la pers­
pectiva de la verdad y la razón, clasifico estas frases como claras” (TTP,
143 [196]). Si Moisés no hubiera dicho también claramente “que Dios
no tiene semejanza con las cosas visibles ni en el cielo ni en la tierra”,
esto es, si la afirmación no contradijera claramente lo que se dice en
otro lugar de la Escritura acerca de Dios, seríamos llevados a aceptarlo
como parte de la enseñanza bíblica por muy absurdo que lo encontrá­
ramos respecto a las normas de la razón. En este caso, sin embargo, el

34
lector atento se enfrenta con una discrepancia doctrinal: la sentencia
“Dios es fuego” contradice claramente otras afirmaciones de Moisés
acerca de Dios. En esta situación, debemos determinar si, de hecho, es
una contradicción sólo aparentemente, examinando el uso lingüístico
para determinar si hay constancia de que la palabra “fuego” tenga otros
significados. Spinoza nos recuerda que debemos permanecer tan cerca
del significado literal de las palabras como sea posible y buscar signifi­
cados metafóricos sólo a partir del uso real. Dado que “fuego” aparece
en el Libro de Job como sinónimo de ira o celos, la contradicción se so­
luciona: todo el mundo sabe que Moisés describe un Dios iracundo y
celoso (de nuevo, no importa la medida en que tal óptica se desvía de la
razón). ¿Y si no pudiera descubrirse una metáfora semejante? “Enton­
ces, estos pasajes deberían considerarse irreconciliables y deberíamos
por tanto suspender el juicio respecto a ellos” (TTP, 144 [197]). De
hecho, las sententiae de las que se compone la Escritura difieren res­
pecto a puntos fundamentales de la doctrina semejantes, tales como
“qué es Dios, de qué manera percibe todas las cosas y provee por ellas,
y temas similares” {TTP, 145 [199]). Estas diferencias no pueden resol­
verse con el único apoyo de la Escritura y deben, por tanto, considerar­
se irreducibles e irresolubles.
Finalmente, a causa de que la Escritura es un artefacto material,
tiene una existencia histórica. Los libros que la componen fueron pro­
ducidos bajo condiciones específicas con propósitos específicos por
individuos particulares que escribieron en un lenguaje específico para
una audiencia específica. Una vez escritos, los mismos textos están
sujetos a las vicisitudes de la historia o, como escribe Spinoza, “de la
fortuna” (fortuna) (TTP, 101 [149]). Cayeron (inciderunt) en manos de
muchas personas diferentes y fueron reproducidos por escribas que
pudieron ser fieles o no a los textos originales que ahora se han perdi­
do irremediablemente. El tratamiento que hace aquí Spinoza del des­
tino de la Escritura a manos de la fortuna recuerda los términos de la
crítica de Platón a la escritura (que Derrida ha hecho ahora famosa) en
el Fedro. La palabra escrita, seccionada de la voz viva y de la mente de
las que no puede separarse, está silenciosa y muerta, destinada a “caer
en cualquier sitio entre aquellos que pueden comprenderla o no”. Del
mismo modo, los diversos textos de los que consta la Escritura fueron
ordenados en un todo mucho tiempo después de ser escritos, un hecho
que puede deducirse fácilmente del Pentateuco por sí solo:

Si uno simplemente observa que todos los contenidos de estos cinco


libros, narraciones y preceptos, están reunidos sin distinción ni

35
orden y sin considerar la cronología, y que frecuentemente se repite
la misma historia, con variaciones, se reconocerá inmediatamente
que todos estos materiales fueron recogidos indiscriminadamente y
guardados juntos con vistas a examinarlos y organizados más tarde
de un modo más conveniente.
TTP, 175 [241!

Escindidos de sus orígenes, reunidos posteriormente de modo que el


sentido de cada texto fue modificado por su proximidad con los otros,
además de por su lugar en el orden de la narración, estos textos diver­
gentes, cada uno de ellos heterogéneo y construido de un elemento
sólo parcialmente inteligible, forman una totalidad facticia que sólo
puede describirse como “defectuosa, mutilada, adulterada e inconsis­
tente” (TTP, 205 [286])
La insistencia implacable de Spinoza en la materialidad de la Escri­
tura (sus marcas, letras, palabras, frases, tanto como sus lagunas, su
puntuación inexistente y sus expresiones fragmentadas) le sitúa en
frente de casi todas las tradiciones interpretativas. Mientras que éstas
comienzan con lo que afirman ser el desorden y conflicto interno, me­
ramente aparente, de la Escritura y terminan demostrando su perfec­
ción, esto es, su unidad y coherencia formal y doctrinal, Spinoza toma
precisamente la dirección opuesta. Comienza enfrentándose a la ilu­
sión de perfección que funciona en la práctica como precondición de
cualquier lectura, mostrando que es, lo que podríamos llamar, una de­
fensa contra cualquier reconocimiento del texto tal como es: desorde­
nado, incompleto y defectuoso. Podría incluso argumentarse que el in­
menso aparato de interpretación que ha crecido alrededor de la Biblia,
y que se interpone entre cualquier lector y el mismo texto, es conduci­
do por una necesidad urgente de rechazar (Spinoza emplea varias ve­
ces el verbo negó, rechazar, rehusar o negar, para describir la actividad
que realizan los comentadores en relación con el objeto de su comen­
tario) la realidad de la Escritura, multiplicando los “misterios” sobre-
textuales, cuyo descubrimiento completaría lo incompleto y perfec­
cionaría lo imperfecto.
Incluso los más grandes intérpretes, pensadores como Maimóni-
des, han reconocido las contradicciones textuales sólo con el fin de
“justificarlas” (TTP, 158 [216]). Maimónides abordaba la Escritura
partiendo del supuesto de que “los profetas estaban de acuerdo en
todos los temas”, esto es, que la unidad doctrinal y la homogeneidad
eran características del texto. Además, Maimónides sostenía que el
texto era no solo armonioso sino verdadero (esto es, que nada en la Es­

36
entura es contrario a la razón) y que los profetas “eran teólogos y filó­
sofos sobresalientes” que “sustentaban sus conclusiones en la verdad”
(TTP, 158 [216]). Así la Escritura, que en su existencia real está atra­
vesada’ de discrepancias, inconsistencias y contradicciones debe ser ar­
monizada y reducida a una verdad externa a ella con el fin de calmar
las ansiedades de “los perplejos”. Para llevar a cabo una tarea tan difí­
cil, Maimónides convierte el texto en un pretexto, por medio de la
negación de su literalidad y la multiplicación de sentidos metafóricos,
hasta que las palabras de las que se compone la Escritura han sido “de­
formadas” adquiriendo un estado no sólo de consistencia interna, sino
de correspondencia con la razón. Con el objetivo de defender el texto,
Maimónides, paradójicamente, lo ha negado y lo ha reemplazado por
su doble corregido que sólo le parece el mismo texto al vulgo porque
no pueden liberarse de la literalidad.
Spinoza examina también el caso de un influyente rival de Maimó­
nides, Jehuda Alpakhar (o, más comúnmente hoy, Alfakar), que re­
chazó toda reducción de la Escritura a las verdades de razón y cual­
quier subordinación de la teología a la filosofía. Insistió en preservar el
significado literal de las palabras y frases con independencia de su
correspondencia con la razón. Los sentidos metafóricos podían admi­
tirse sólo en casos de contradicción interna donde el significado de una
palabra o pasaje entrara en conflicto “con aquello que la Escritura en­
seña de forma dogmática” ya que - y esta era la regla cardinal de Alfa­
kar- “la Escritura nunca afirma o niega nada que contradiga lo que en
otra parte afirma o niega” (TTP, 230 [320I). Así, mientras que el texto
era irreductible a una verdad exterior, partes del texto debían, sin em­
bargo, ser negadas y rechazadas, deformadas en conformidad con los
pasajes juzgados como universalmente válidos, transformándolas en
algo distinto de lo que en realidad eran. Hay un problema, de cualquier
manera, con el que Alfakar debe encontrarse si practica su método
fielmente: cuando se enfrente a una contradicción doctrinal clara,
¿según qué criterio determinará qué afirmación ha de tomarse literal­
mente y cuál metafóricamente? Spinoza utiliza el ejemplo de afirma­
ciones contradictorias realizadas por Samuel y por Jeremías. El pri­
mero declara que Dios nunca se arrepiente (1 Sam. 15: 29), mientras
que el segundo establece sin ambigüedad “que Dios se arrepiente de lo
bueno y de lo malo que pudiera haber decretado” [Jer. 18: 8,10]. ¿No
son estas enseñanzas directamente opuestas la una a la otra? ¿Cuál de
las dos explicará metafóricamente?” (TTP, 231 [323-4]).
Al mismo tiempo, hubo comentadores que admitieron algunas de
las más obvias discrepancias que mostraba la Escritura e intentaron, al

37
menos, enfrentarse a ellas. Spinoza manifiesta un poco frecuente res­
peto por el erudito del siglo XII, Abraham Ibn Ezra, a quien considera
como “un hombre de mente lúcida y con un conocimiento considera­
ble” (TTP, 161 [221]), como el primero en cuestionar abiertamente la
creencia de que Moisés era el autor del Pentateuco. Ocurre, sin embar­
go, que Ibn Ezra no se atrevió a explicarse abiertamente, sino que úni­
camente apuntó a la verdad en términos “oscuros” (TTP, 162 [222]),
que Spinoza ofrece para replantearlos con más “claridad” (TTP, 162
[222]). En su comentario acerca del Deuteronomio, Ibn Ezra señala lo
que él llama “ciertos misterios”, las claras indicaciones, ajuicio de Spi­
noza, de que el libro fue escrito mucho después de la muerte de Moisés:
“algún misterio se esconde aquí y quien lo entienda que se calle” (TTP,
163 [223]). En este caso, el comentador advierte las “imperfecciones”
del texto, sus discrepancias y lapsos, pero esta vez no los transforma por
medio de un lectura metafórica que violente las palabras, sino que más
bien los convierte en misterios cuya resolución, incluso si es posible,
está prohibida. El misterio no es lo mismo que la incomprensibilidad,
del tipo de la ausencia de sentido causada por la desaparición de ciertas
palabras; no denota la ausencia de sentido en absoluto, sino más bien
un sentido que se mantiene, deliberadamente, a una cierta distancia,
para ser visto pero no leído, para ser advertido silenciosamente por lo
pocos que se comprometen a no hablar de ello a los muchos.
Sylvain Zac (1965) ha señalado una serie de interesantes aspectos en
la relativamente larga discusión de Spinoza sobre Ibn Ezra, una figura,
que, aunque era conocido por los judíos doctos de la época, hubiera
parecido oscuro a todos los eruditos cristianos, excepto a un pequeño
número. Primero, juzgado según sus propias reglas, Spinoza es tan abu­
sivo en su interpretación de Ibn Ezra como Maimónides lo es respecto
a la Escritura: de hecho, podría perfectamente estar equivocado en la
atribución a Ibn Ezra del rechazo de que Moisés fuera autor de la Escri­
tura. Hay, ciertamente, otras lecturas posibles de los pasajes que cita,
sin hablar del comentario del Deuteronomio en su totalidad que hace
Ibn Ezra. Spinoza trata el texto de Ibn Ezra exactamente como un pre­
texto cuyas sententiae velaran una verdad sobretextual, empleando
exactamente el método hermenéutico, que procede de “lo oscuro” a lo
“claro”, que él critica en otros. Se encuentran, como pronto veremos,
discrepancias y contradicciones en el Tratado teológico-político que no
son meros accidentes que haya que desestimar como irrelevantes sino
que son constitutivos: ¿es éste uno de ellos?
Parecería que no; la discusión entera sobre Ibn Ezra podría ser una
artimaña, una manera de referirse a los argumentos de un filósofo cuyo

38
solo nombre podría excitar el rencor de los rivales calvinistas de Spino­
za y el interés de los censores. Ibn Ezra era una figura completamente
desconocida para la audiencia de Spinoza, cuyos trabajos no habían
sido traducidos del original hebreo: como en el tratamiento que hace de
la Guía de perplejos de Maimónides y de la carta de Alfakar a David
Kimchi (que aparece como apéndice en una recopilación de cartas de
Maimónides), Spinoza cita el texto original hebreo (que nunca es indi­
cado) y luego lo acompaña con mía traducción latina. Después de exa­
minar las citas textuales de Ibn Ezra, además de cuatro pasajes adicio­
nales que, según argumenta (de nuevo, quizás, abusivamente), ponen
* en cuestión, incluso de forma aún más definitiva, que Moisés fuera el
autor del Pentateuco, Spinoza se centra en ‘Tos otros libros” del Viejo
Testamento: Josué, Jueces, Samuel y Reyes. Estos libros “son todos
obra de un único historiador que resolvió escribir los hechos antiguos
de los judíos desde sus primeros comienzos hasta la destrucción de la
primera ciudad. Estos libros están de tal modo conectados los irnos con
los otros que eso sólo es suficiente para permitimos decidir que forman
la narración de un único historiador” (TTP, 169 [232]).
Estos argumentos que Spinoza extrae forzadamente del texto de
Ibn Ezra fueron fijados de la manera más clara posible, exactamente
en el mismo orden, en un texto cuya traducción al holandés había apa­
recido tres años antes de la publicación del Tratado teológico-político
en 1670: el Leviatán de Hobbes, traducido del inglés Qa traducción
latina del propio Hobbes apareció un año después, en 1668) por Abra-
ham van Berkel, un miembro del círculo de Spinoza (1968, 32-3). En
el capítulo 33 del Leviatán, Hobbes debilita sistemáticamente la evi­
dencia del origen divino de la Escritura para concluir respecto a los
libros de la Escritura “que nadie puede saber si son la palabra de Dios
(aunque todos los verdaderos cristianos lo creen) excepto aquellos a
los que Dios se lo ha revelado de manera sobrenatural” (425 [456-7]),
esto es, nadie. Dado que no podemos determinar la divinidad (o su
falta) de la Escritura, no tenemos otra elección que aceptarla en cuan­
to ha “sido ordenado para que sea reconocida como tal por la autori­
dad de la Iglesia de Inglaterra” (416 [447]). Siendo que no es posible
determinar el origen y el propósito de la Escritura, perdido para siem­
pre su sentido primigenio, con todo seguridad surgirán tantas inter­
pretaciones como individuos privados hay, cada uno de los cuales, de
acuerdo con las leyes de la naturaleza humana formuladas por Hob­
bes, intentará forzar a todos los demás para que reconozcan la supe­
rioridad de su lectura. Sin una fundación claramente inteligible en la
voluntad de Dios, cuya única expresión existente es la Biblia, la cues-

39
tiones religiosas se hacen indecidibles: cualquiera puede apelar a la
Escritura para justificar cualquier acto. Por esta misma razón, el dere­
cho a interpretar, en ausencia de revelación directa divina, debe reca­
er en el soberano que es el único que posee jurisdicción sobre los actos,
incluyendo los “actos de habla” (como opuestos a los pensamientos),
de los ciudadanos que domina.
Claramente, Hobbes y Spinoza compartían ciertos objetivos: ambos
buscaban describir la Escritura de tal manera que los agitadores teoló-
gico-políticos no pudieran seguir apelando a ella para respaldar su
rebelión contra la autoridad legítima. Pero aquí terminan las similitu­
des. Hobbes, horrorizado por la facilidad con la que la revuelta contra
Carlos I se extendió y venció en la década de 1640, ocupó los últimos
cuarenta años de su vida defendiendo la monarquía absoluta. Al con­
trario de lo que sucede en sus obras políticas tempranas como Los ele­
mentos de la ley (1640) o el De cive (1642) en las que la religión apenas
aparece, la discusión que Hobbes realiza en tomo a asuntos religiosos,
tanto doctrinales como institucionales, ocupa la mitad completa del
Leviatán, un hecho que, hasta hace muy poco, era desatendido por los
comentadores. La razón para este cambio de terreno es clara: cada uno
de los tipos de radicalismo político y social que surgió en el transcurso
de la guerra civil inglesa se expresaba en términos religiosos, elaboran­
do argumentos y consignas a partir de la Escritura, reclamando cada
uno de ellos para sí la autoridad del Soberano de todos los soberanos,
Dios. En Behemoth, la última obra de Hobbes y una extensa reflexión
sobre las lecciones de la guerra civil, dice a su interlocutor:

No puedes dudar de que aquellos que, desde el pulpito, animaron a


la gente a tomar las armas en defensa del Parlamento de entonces,
alegaron la Escritura, esto es, la palabra de Dios a favor de ello. Si es
lícito, entonces, que los súbditos resistan al rey cuando ordena algo
contrario a la Escritura, esto es, contrario al mandato de Dios, y juz­
guen el sentido de la Escritura, es imposible que la vida de ningún
rey o la paz de ningún reino cristiano pueda, ser asegurada por
mucho tiempo.
Hobbes, 1990,50 [67]

Así, Hobbes, como Spinoza (si no tan "audazmente” como se dice que él
comentó), atacó todas las formas de sobrenaturalismo en cuanto poten­
cialmente subversivas de la autoridad legítima. “¿Puede cualquier pastor
decir ahora que él ha recibido directamente de la boca de Dios un man­
dato para desobedecer al rey, o que sabe por la Escritura que cualquier

40
mandato del rey, que tenga la forma y la naturaleza de una ley, es con­
trario a la ley de Dios?” (53 [70]). El derecho a interpretar la Escritura se
convierte en el derecho a autorizar la rebelión apelando a la voluntad de
Dios. Según Hobbes, “un pastor no debería pensar que su dominio del
latín, del griego o del hebreo, si posee alguno, le otorga el privilegio de
imponer sobre los demás súbditos su propio sentido, o lo que él preten­
de ser su sentido, de cada punto oscuro de la Escritura” (53 [70]). Ahora
vemos el significado completo de la insistencia por parte de Hobbes en
la indecidibilidad del sentido de la Escritura: no sólo es erróneo interpre­
tar la Biblia, es, estrictamente hablando, imposible hacerlo. El misterio
representa un papel importante tanto para Hobbes como para Ibn Ezra.
Tanto para el primero como para el segundo los misterios exigen silen­
cio. Hobbes argumenta en el Leviatán que es correcto “mirar” los libros
de la Escritura, “pero interpretarlos; esto es, husmear en lo que Dios dijo
a aquel a quien eligió para gobernar en su nombre, y designarse a sí mis­
mos como jueces acerca de si gobierna del modo en que Dios le ordenó
o no es transgredir los límites que Dios nos ha dado y mirar a Dios de
manera irreverente” (505 [532])a.
Para Spinoza, el término “misterio” es siempre peyorativo. Habla
con dura ironía de los “profundos misterios” que los teólogos han des­
cubierto en la Escritura. En realidad, aquello que se llama “misterio”
es o bien una discrepancia de forma o bien una discrepancia de conte­
nido. En el primer caso, se trata de pasajes sin sentido, que conducen
a una confusión gramatical o son ambiguos. Dado que no disponemos
de los textos originales, estos pasajes deben dejarse de lado como erro­
res irremediables en tomo a los que no se esconde ningún misterio,
por muy desafortunada que pueda ser nuestra pérdida del texto origi­
nal. De ninguna manera sugieren o requieren un sentido más profun­
do, no más del que sugeriría o requeriría la única copia de una carta de
la que el fuego hubiera en algún momento consumido la mitad. Las
discrepancias de contenido han ocupado en mucha mayor medida la
mente de los comentadores. Hemos visto las proposiciones aparente­
mente contradictorias expuestas por Moisés de que Dios es incorpóreo
y de que Dios es fuego. Antes de establecer que ahí existe verdadera­
mente una contradicción, debemos determinar todos los significados

a.- Por supuesto, el mismo Hobbes no podía evitar mirar irreverentemente al rostro de Dios: en ei capítu­
lo 34 del Leviatán ofrece una lectura de la Escritura muy tradicional de forma aunque no de contenido.
Invirtiendo el procedimiento habitual, insiste en que cada aparición del término “espíritu” en la Biblia
debía entenderse, en términos puramente materiales, significando “soplo” o “viento”.
que la palabra “fuego” posee en el hebreo bíblico. Entonces, descubri­
mos que “fuego” no se refiere únicamente al proceso de combustión
sino que además sirve para significar celos o ira y que lo que parecía
ser una contradicción o discrepancia era, más bien, producto de nues­
tra ignorancia del uso del hebreo. Si no hubiéramos encontrado otro
significado de “fuego” excepto combustión, la contradicción hubiera
sido real e irreducible y, dada la carencia de otra información, hubié­
ramos tenido que “suspender el juicio”.
Las contradicciones doctrinales de mayor amplitud, como hemos
señalado, han generado un aparato interpretativo inmenso diseñado
para reconciliar el sentido del texto y restaurarle su armonía. Para la
tradición interpretativa, cada contradicción se presenta como un mis­
terio que resolver, una incapacidad temporal humana de comprender
una perfección que sobrepasa nuestro entendimiento. Una lectura
más atenta e informada revelará la naturaleza simplemente aparente
de la contradicción, su efecto en cuanto artimaña de la perfección de la
Escritura. Para Spinoza, resolver o superarlas contradicciones textua­
les de esta manera no es explicarlas sino justificarlas.
Spinoza usa el ejemplo del mandamiento de Cristo “si un hombre
te golpea la mejilla derecha, ofrécele también la izquierda”, que con­
tradice claramente la ley de Moisés que exige ojo por ojo sin ninguna
ambigüedad. Ninguna apelación al uso reconciliará estos mandatos, el
método de Spinoza no nos permite metaforizar el conflicto con el fin
de justificarlo (transformando, por ejemplo, a Moisés en una anticipa­
ción de Cristo si proyectamos una teleología tanto sobre el texto como
sobre la historia). Pero Spinoza tampoco puede llamarlo un misterio,
poseedor de un significado mantenido siempre en suspenso, siempre
más allá de los límites de nuestro conocimiento. En lugar de eso, la
ausencia de armonía doctrinal se convierte en la condición de la inte­
ligibilidad de la Escritura, forzándonos a examinar la historia de la
producción del texto: “por tanto deberíamos considerar quién dijo eso,
a quién y en qué época” (TTP, 146 [200]). Una historia natural de la
Escritura muestra que Moisés y Cristo escribieron en épocas diferen­
tes con objetivos diferentes. Moisés estaba, sobre todo, comprometido
con la fundación de una sociedad y con la regulación de las acciones
externas de los hombres. Cristo intentaba enseñar a los hombres cómo
mejorar sus mentes en medio de una sociedad tan corrupta que no
había ninguna esperanza de cambiada. Las contradicciones de este
tipo indican la heterogeneidad real de la Escritura, su carácter comple­
jo en cuanto artefacto histórico fabricado por manos humanas a partir
de una multiplicidad de materiales narrativos pre-existentes. Han de

42
ser explicados, pero no justificados, han de tomarse como índices ir
dispensables de las diversas fuentes de la Escritura.
Así, para regresar al tema con el que habíamos comenzado nuesti
discusión del procedimiento interpretativo de Spinoza, el “paralelií
mo” de la naturaleza y de la Escritura (o quizás es mejor hablar de 1
Escritura como un pliegue de la naturaleza sobre sí misma, por emplí
ar la figura de Deleuze, una continuación que es también un frunce
vemos el abandono del tema, esencial para cualquier hermenéutica, d
lo interior y lo exterior de la Escritura. No hay una reserva de sentid<
ningún residuo más allá de su superficie. El sentido y la forma coinc:
den exactamente en la materialidad gráfica y la Escritura no exist
separada de esta. Aquello que los comentadores han tomado como í
interior escondido de la Escritura es únicamente el desorden y la coix
plejidad de su superficie. De acuerdo con esto, no hay nada sagrado e:
las sententiae que conforman la Escritura, ningún Logos que llene e
vacío esencial o que dé vida a la letras muertas. La Escritura es ”pape
y tinta” {TTP, 206 [288]) y “trazos, letras y palabras” (TTP, 211 [295]
tan materiales como el edificio de un templo hecho de cemento y pie
dra: serán sagrados o no dependiendo únicamente del uso que se hag
de ellos.

Las palabras adquieren un sentido fijo únicamente a partir de si


uso; si de acuerdo con este uso están dispuestas de tal manera qu
los lectores son movidos a devoción, entonces estas palabras será]
sagradas, e igualmente el libro que contiene esta disposición de la
palabras. Pero, si estas palabras posteriormente caen en desuso has
ta perder todo significado, o si el libro es completamente olvidadc
por malicia o porque los hombres no sienten necesidad de él, enton
ces tanto las palabras como el libro no tendrán ningún valor ni san
tidad. Por último, si estas palabras se disponen de manera diferente
o si por la costumbre adquieren un sentido contrario a su sentido orí
ginal, entonces tanto las palabras como el libro se convertirán ei
algo impuro y profano en lugar de sagrado.
TTP, 207 [289]

De este modo, Spinoza confirma el miedo de Platón respecto a la escri­


tura. La palabra escrita, separada de sus orígenes, puede llegar a signi­
ficar cualquier cosa, incluso lo contrario de lo que significaba original­
mente, que el uso (usus) determine que signifique. Puede perder todc
significado (Moreau, 1994, 334). La materialidad de la Escritura no eí
diferente de la materialidad del simple edificio que en un momento de­
terminado puede ser ‘la casa de Dios”, en otro “la casa de la perversi­

43
dad” y, todavía en otro, caer en desuso, sin que esto dependa de ningu­
na de sus cualidades intrínsecas sino de la variabilidad de la historia o
la fortuna que le asigna su carácter sagrado o profano (TTP, 206 [289]).
Pero el carácter sagrado de la Escritura no es sólo, ni incluso principal­
mente, determinado por el sentido que el uso le impone; es determina­
do además por los efectos producidos por la precisa disposición (Spi­
noza utiliza el verbo dispono) de las palabras. ¿Las palabras dispuestas
de una determinada forma “mueven a sus lectores a la devoción” (TTP,
207 [289]) (eadem legentes ad devotíonem moveant)? Y la frase “mue­
ven a los lectores a la devoción”, si seguimos la definición de devoción
ofrecida en otro lugar del Tratado teológico-político, debe entenderse
en sentido físico: ¿cuál es el efecto de la Escritura sobre las obras y las
prácticas humanas? ¿Mueve a los hombres no simplemente a pensar o
a hablar de acuerdo con la voluntad de Dios sino a poner en práctica su
obediencia? Y es que, dado que “la fe sin obras está muerta”, si los hom­
bres practican la obediencia, la verdadera creencia “es puesta necesa­
riamente... Sólo por las obras podemos juzgar si alguien es creyente o
incrédulo” (TTP, 222 [311-2]). Del mismo modo, los dogmas religiosos
(tengan su origen en la Escritura o en otro sitio) no deberían juzgarse
por su verdad o falsedad sino según muevan o no al creyente a realizar
actos de devoción tales como amar al prójimo como a uno mismo: “por
tanto la mejor fe no es necesariamente manifestada por aquel que des­
pliega los mejores argumentos, sino por aquel que realiza las mejores
obras de justicia y caridad” (TTP, 226 [31Ó]).
Así, la escritura, sagrada o no, es fundamentalmente corporal, no
sólo en su ser sino en sus efectos: la escritura puede afectar a los cuer­
pos, “moverlos” sin haber afectado la mente, pero no puede afectar a
la mente sin afectar al cuerpo. No sabemos qué son las creencias indi­
viduales excepto por su puesta en práctica. Si practican la devoción,
sus palabras e ideas en sentido contrario son irrelevantes; no saben lo
que verdaderamente creen. La verdadera fe es el correlato “necesario”
de los actos piadosos. La escritura es parte de la naturaleza, un cuerpo
entre otros cuerpos, y, si es efectiva, “mueve” a otros cuerpos a actuar
o evita que actúen, o, mejor, mueve los cuerpos y las mentes (que, por
referimos a la Ética, son meramente atributos de una única sustancia)
a actuar y pensar simultáneamente: ninguna creencia sin acción, nin­
guna acción sin creencia (independientemente de que seamos cons­
cientes o no de la creencia puesta por nuestra acción).
Hasta este punto, parece que hemos desentrañado a partir de la
obra de Spinoza algo así como una doctrina filosófica, coherente en sí
misma, que puede oponerse, y de hecho se opuso, a otras doctrinas de

44
interpretación y escritura, un materialismo intransigente de la letra.
Tal coherencia, sin embargo, puede sólo sostenerse en tanto este ele­
mento se considere separado del Tratado teológico-político. Cuando lo
reubicamos en el texto, comenzamos a ver la turbulencia que hace al
Tratado teológico-político ser lo que es, una obra profundamente en
conflicto consigo misma, incompleta e inacabable, una obra cuyas
conclusiones, se puede decir, constituyen una negación precisamente
de sus afirmaciones filosóficas más poderosas. Y es que, como hemos
visto, la discusión que realiza Spinoza de la interpretación de la Escri­
tura comienza con un rechazo del dualismo que opone el lenguaje y la
* naturaleza, lenguaje y realidad, como si aquel estuviera separado de
ésta y subordinado a ella, siendo la naturaleza la verdad del lenguaje sin
la cual no puede existir en absoluto. En lugar de esto, él argumenta que
el habla y la escritura, las formas actuales del lenguaje, poseen una exis­
tencia irreductiblemente corporal, y, en tanto que tales, afectan a otros
cuerpos, “moviéndolos” a actuar. Si la Escritura fuera incapaz de afec­
tar a cuerpos y acciones, dejaría por completo de tener sentido; de
hecho, de acuerdo con el principio de que toda causa debe tener un
efecto, la Escritura dejaría de existir como algo más que hojas de papel.
Por eso es tan sorprendente que uno de lo puntos políticos princi­
pales del Tratado teológico-político, el punto que lo conecta con un
cierta tradición liberal, es la afirmación de que la estabilidad y el bie­
nestar del estado descansan en una distinción constitutiva y constitu­
cional entre palabras y acciones, una distinción que reintroduce un
dualismo de mente y cuerpo, lenguaje y ser, como si el primero estu­
viera completamente separado del segundo. El Tratado teológico-polí­
tico comienza y termina con la afirmación de que, si únicamente los
hechos estuvieran regulados por ley, y el discurso se ejerciera sin limi­
taciones, habría paz (porque los desacuerdos nunca irían más allá de
las palabras, asegurándose así que la razón, y no la fuerza, decidiera los
argumentos) y prosperidad (porque todas las soluciones posibles a los
problemas sociales se expondrían abiertamente y se considerarían).
Como ha comentado Balibar, esta “solución” jurídico-constitucional a
las luchas de finales del siglo XVII en la sociedad holandesa contradi­
ce flagrantemente los argumentos que componen el cuerpo del Trata­
do teológico-político en cuanto

descansa, en efecto, en la posibilidad de distinguir claramente entre


palabras y pensamientos, por un lado, y acciones, por el otro. Pero la
idea de ‘derecho’ ya no se entiende aquí en el sentido de poder: se
transforma en un criterio formal, establecido a priori por alguna auto­

45
ridad. Desde el punto de vista del poder (y, por tanto, en realidad), las
palabras y pensamientos más efectivos -en particular aquellos que
atacan las injusticias y los males del estado existente, son ellos mismos
acciones, y las más peligrosas de todas las acciones, ya que inevitable­
mente incitan a los hombres a pensar y actuar (TTP, 37 [65]).
Balibar, 1989,37.

De hecho, la propuesta de Spinoza que equivale a la primera forma de


la consigna kantiana para la Ilustración (“argumenta todo lo que quie­
ras pero obedece”) representa un rechazo masivo de la verdad esta­
blecida por él mismo, concretamente la materialidad del habla y de la
escritura, la venta effetuale del lenguaje, su capacidad no sólo para
mover a las mentes (una afirmación que, estrictamente hablando, no
tiene ningún sentido para Spinoza en tanto que las mentes y los cuer­
pos son afectados simultáneamente e inseparablemente), sino para
afectar también a los cuerpos, sin el conocimiento consciente o acuer­
do de la mente (que puede no conocer las ideas que son puestas nece­
sariamente por sus acciones). Las palabras pueden “mover” a los hom­
bres a realizar actos píos o impíos, de obediencia o de rebelión.
La eorporeización de la Escritura que realiza Spinoza estaba dirigi­
da contra los partidarios de una teocracia calvinista, que eran aliados
tácticos del Stadholder (y futuro monarca) Guillermo de Orange con­
tra el partido autollamado “republicano” (en realidad, oligárquico) de
los regentes, compuesto por la burguesía comercial y marítima. A dife­
rencia de los regentes, los calvinistas tenían una tradición de organi­
zación y militancia de base proveniente de la revuelta contra la domi­
nación española; conocían de forma práctica el significado del poder
político. Spinoza pretendía privarles de su habilidad para usar los
“misterios” de la Escritura, y todo el discurso de milagros y profecías
(que con tanta amplitud es analizado en el Tratado teológico-político),
para explotar la superstición de las masas y movilizarlas activamente
contra la autoridad de los gobernantes “legítimos” y “legales” de la
República de Holanda. La discrepancia entre el poder formal Qegal),
por un lado, y el poder real, por el otro, era asombrosa. Todo el capí­
tulo 16 del Tratado teológico-político, centrado en la idea de que el
derecho se extiende hasta donde llega el poder (esto es, que sólo quien
tiene el poder de hacer algo tiene el derecho de hacerlo), podría haber
sido una advertencia a los regentes, muy en el espíritu de Maquiavelo,
de que no confiaran únicamente en las leyes para salvaguardar su
soberanía (para la que no puede haber otra garantía real que la fuer­
za); si en efecto era una advertencia, el mismo Spinoza hizo caso omiso

46
a su propia sabiduría. Señala que la habilidad de los calvinistas para
presionar a los regentes y determinar la política desde fuera del esta­
do por medio de la movilización de las masas casi les había permitido
gobernar desde abajo: ‘la ira de las turbas es el mayor de los tiranos.
Fue dando vía libre a la ira de los fariseos como Pilatos ordenó la cru­
cifixión de Cristo, sabiendo que era inocente” (TTP, 276 [387]). Los
regentes, partidarios de la tolerancia y la razón, fueron llevados a acep­
tar la persecución y encarcelamiento del amigo y colaborador de Spi­
noza, Adrián Koerbagh, a manos de una comisión eclesiástica, por la
presión implacable de la base de masas calvinista (Meinsma, 1983,
355-77). Koerbagh murió en prisión en 1669, convirtiéndose, a ojos de
Spinoza, en una figura comparable a Cristo. Pero, al tiempo que avisa
contra cualquier confusión de la soberanía legal con la soberanía real,
él mismo, como ha mostrado Balibar (1989), se retira a un legalismo
enteramente inútil. Frente a una escalada de conflictos teológico-polí-
ticos, a un equilibrio de fuerzas sociales cada vez menos favorable para
el partido del comercio, la tolerancia y la libertad formal, con moviliza­
ciones de masas en apoyo de la iglesia y el Staáholder•Spinoza no pue­
de hacer nada mejor que refugiarse en una “solución” que es imagina­
ria de acuerdo con su propia definición del término: invierte las causas
y los efectos. Reinstaura un dualismo según el cual un mundo de dis-
cursividad racional con sus conflictos y desacuerdos trasciende el
mundo físico de los cuerpos y las fuerzas (o, al menos, debería hacer­
lo, de acuerdo con las normas legales que Spinoza expone). Niega, así,
la materialidad de las palabras de los agitadores calvinistas, su habili­
dad para “agitar” (TTP, 293 [412]) la indignación de la multitud y mo­
ver sus cuerpos a cometer actos despiadados, postulando, en cambio,
un habla inmaterial que nunca amenazará, o nunca debería hacerlo, el
orden social, haciéndose real y efectiva. La inutilidad de este principio
de paz se expresa en la matización posterior de su aserto de que las
palabras no deberían ser castigadas en el Prefacio del Tratado teológi-
co-político: hay, por supuesto, palabras sediciosas, palabras diseñadas
para vilipendiar a las autoridades legítimas, y, sobre todo, palabras
que incitan (intencionadamente o no) a la multitud a rebelarse. Como
él mismo ha demostrado, sin embargo, las mismas palabras, depen­
diendo de las circunstancias y la fortuna, pueden producir efecto? con­
trarios, efectos que ninguna prohibición legal puede alterar. De este
modo, Spinoza retrocede, imaginariamente, a pesar de sí mismo, para
decir que el derecho o la ley (jus) determina el poder (y es anterior a
él), incluso después de haber demostrado que es únicamente el poder
el que determina el derecho. ¿Cómo podemos explicar una discrepan­

47
cia tan fundamental? Spinoza no necesita del don de la profecía para
predecir el futuro: podía ver que el poder del despotismo y la supers­
tición organizada crecía rápidamente, mientras que las fuerzas “repu­
blicanas” eran cada vez menos eficaces y estaban cada vez más disper­
sas; la caída del partido del progreso era probable al final de la década
de los 6o y un hecho consumado en 1672, dos años después de la
publicación del Tratado teológico-político. “Es el miedo”, escribió, “lo
que lleva a los hombres a la superstición”, a la que “todos los hombres
están expuestos” (Prefacio). Fue el miedo lo que le llevó a rehusar, no
tanto la realidad, como su propia demostración de la materialidad de
las palabras, y a abrazar, aunque sólo fuera por un momento, la fanta­
sía de la trascendencia jurídica.
2 .- V e r lo m e j o r y h a c e r lo p e o r : ¿por qué

los h o m b r e s l u c h a n c o n t a n t o co r a je

POR SU SERVIDUMBRE COMO POR SU SALVACIÓN?

¿Pero es posible rechazar, completamente, el edificio del dualisrm


filosófico que separa la mente del cuerpo, el espíritu de la materia y e
lenguaje del se^? Nada es menos seguro. Podríamos, incluso, argu
mentar que la notable dificultad de la obra más importante de Spino
za, la Ética, deriva de los múltiples problemas que no sólo encuentra
sino que produce, en su esfuerzo por explorar las consecuencias de ui
pensamiento sin dualismos. De cualquier manera, la Ética no retom;
la que, según he argumentado, quizás es la contradicción central de
Tratado teológico-político con el fin de resolverla (y así reemplazar e
dualismo con un monismo, como tantos comentadores han aducido)
en lugar de eso, la Ética continúa la ardua tarea de desmontar el apara­
to del dualismo, un aparato que, de acuerdo con el propio argumente
de Spinoza, no puede abandonarse nunca completamente, dado que 1í
tendencia a imaginar otro mundo, el doble de este mundo al que darít
verdad y propósito, es inevitable, surgiendo como la consecuencia ne­
cesaria de la variabilidad de la fortuna (Moreau, 1994,467-86). Es, en­
tonces, una tarea que se lleva a cabo necesariamente desde adentro
Podríamos, incluso, argumentar que una tarea semejante, cuya difi­
cultad la ha hecho excesivamente rara entre los filósofos, requería to­
dos los recursos estratégicos que Spinoza pudiera retiñir. Por esto, pa­
ra trazar el itinerario de su pensamiento, debemos abandonar los ilu­
minados caminos del orden demostrativo de la Ética y buscar esa “otra
Ética” que Deleuze identificó hace treinta años (1969): la corriente
“subterránea” que fluye a través de los prefacios, apéndices y escolios
y que, en lugar de avanzar a través de la obra, da vueltas internamen­
te sin aparente comienzo ni final. Los signos que nos permiten trazar
la dirección de esta corriente son sin duda sutiles, quizá nada más que
la repetición de unas pocas palabras o frases, por lo demás raras en la
Ética; la abrupta detención de un argumento, como en respuesta a un
imperativo que el texto nunca identifica, y que deja un vacío sobre lo
que, de otro modo, sería una superficie compacta. Estos fenómenos

49
ofrecen la promesa de que hay en juego algo más que una palabra o
una frase. Leer la Ética de esta forma nos permite conectar proposi­
ciones procedentes de diferentes partes de la obra, que de otra mane­
ra parecerían tener muy poco en común, y, haciéndolo así, podemos
producir un orden que diverge sorprendentemente del orden formal
de la prueba spinoziana.
Con toda seguridad, no se trata del texto esotérico que Leo Strauss
y sus seguidores actuales reclaman encontrar cuidadosamente escon­
dido, por miedo a la persecución, debajo de un exterior diseñado para
ser consumido por los lectores ortodoxos. Semejante planteamiento
asume, en contra de los argumentos más básicos del texto en cuestión
(argumentos, por lo demás, que pretendo examinar en detalle), que
Spinoza sabía exactamente lo que estaba haciendo y era dueño abso­
luto de su trabajo. Dado que sería difícil imaginar una posición más
opuesta a la de Spinoza, quizás merecería la pena aplicarle a él su pro­
pio protocolo de interpretación y preguntarle de qué modo sus propios
textos están determinados no solamente por el poder interno de su
mente, sino por fuerzas externas más poderosas que él y, lo que es
más, al margen de su control o comprensión. El producto de fuerzas
tan heterogéneas será necesariamente un compuesto, nada más que
una unidad facticia cuyos diversos elementos, aunque combinados,
nunca armonizan. Por supuesto, ¿qué podría ser el “algo más” sino la
dimensión sobrenatural / sobretextual que Spinoza rechaza con tanta
vehemencia?
Elijamos, entonces, como punto de entrada un pasaje que nadie
podría confundir con un comienzo o con un fin anunciado como
comienzo y diseñado para desplegarse ineludiblemente por sí mismo,
un pasaje pasado por alto por todos menos unos pocos de los comen­
tadores más atentos y discutido por ellos en unas pocas líneas. Cerca
de la mitad de la Parte Cuarta, como si estuviera escondido entre las
setenta y tres proposiciones (y el largo apéndice consistente en treinta
y dos pruebas en el que Spinoza intenta reordenar su exposición de “la
manera correcta de vivir” de modo que “pueda ser abarcada de un vis­
tazo”) se halla el escolio de la proposición 39:

No tengo ninguna razón para sostener que un cuerpo no muere a


menos que se convierta en un cadáver; de hecho, la experiencia pare­
ce enseñar otra cosa. Aveces ocurre que un hombre sufre tales cam­
bios que yo no estaría preparado para decir que es la misma perso­
na. He oído decir acerca de cierto poeta español que padeció una
enfermedad y que, aunque se recuperó, continuó tan inconsciente de

50
su vida pasada que no creía que las narraciones y tragedias que había
escrito fueran suyas. En efecto, podría haber sido tomado por un
niño con forma de adulto si hubiera olvidado también su lengua
nativa. Y si esto parece increíble, ¿qué vamos a decir acerca de los
bebés? Un hombre de edad avanzada cree que la naturaleza de estos
es tan diferente de la suya que no podría ser persuadido de haber
sido alguna vez un bebé si no se pusiera a sí mismo en paralelo con
otros casos. Pero, con el fin de no proporcionar a los supersticiosos
materia para nuevas cuestiones, prefiero dejar aquí el asunto.
i
Un conjunto de rasgos hacen dirigir la atención hacia el escolio y lo
hacen inusual, sino único, en la Ética. Mientras que otros escolios, es
cierto, acaban abruptamente, Spinoza tiende en estos casos o bien a
prometer resolver la discusión en un punto posterior (una promesa
que no siempre mantiene) o bien a remitir al lector a otra parte del tex­
to. El escolio de la proposición 39, sin embargo, adquiere expresamen­
te la forma de un cabo suelto en el argumento de Spinoza, haciendo
que surjan problemas, que él, en sus propias palabras, prefiere “dejar
a un lado” (relinqueré). Su justificación para suspender la investiga­
ción en este punto es, como mínimo, sorprendente: Spinoza nos dice
que no quiere “dar a los supersticiosos materia a partir de la que plan­
tear nuevas preguntas”. Pero, ¿a quién está Spinoza hablando aquí?
Hasta este punto, ha asumido que el lector de la Ética comparte su crí­
tica de la superstición; ¿por qué ahora, en un pasaje situado de tal mo­
do que nadie excepto el lector más entregado va a prestarle atención,
en una obra que es bien conocida por la dificultad a la que alude, en
efecto, la última frase de la Ética, imagina un lector supersticioso que
mirara, como si dijéramos, por encima del hombro del lector in­
tencionado y leyera, de este modo, la frase que aparece concebida no
tanto para ser escuchada directamente como para ser oída de pasada?
Una mirada más cuidadosa al contenido del pasaje, sin embargo,
nos fuerza a afinar nuestro pensamiento: de acuerdo con los argumen­
tos expuestos en la Ética, el mundo de los lectores, como el mundo de
la misma filosofía, no puede dividirse en campos opuestos como Platón
imaginó en el Sofista, fijos y estables en su oposición: el campo de la
ilustración contra el campo de la superstición, o el campo de la razón
contra el campo de la sinrazón. Si sigue siendo posible habla: de cam­
pos, es necesario observar que el mismo hombre puede, en un momen­
to, pertenecer al campo de la razón y, en otro, al campo de la supersti­
ción; el mismo hombre podría incluso pertenecer, en tanto que es movi­
do por deseos y creencias en conflicto, a ambos campos simultáneamen­

51
te. Ya que, dado el hecho de que, como Spinoza dice en otro lugar de la
Ética, “todos los hombres están expuestos a caer en la superstición”, las
tendencias opuestas en filosofía no enfrentan tanto a un hombre contra
otro, a un grupo contra otro, como a cada hombre contra sí mismo. Ade­
más, la superstición puede dominar la mente de un hombre, incluso del
más racional, esto es, del mismo Spinoza (frente a causas externas de
poder incontenible), sin su conocimiento o conformidad. En breve, in-
virtiendo a Hegel, la superstición no siempre adopta una forma supers­
ticiosa, mientras que la racionalidad es siempre temporal y reversible;
su dominio sobre la mente de un hombre, dependiente de un equilibrio
de fuerzas internas y externas, alterado con demasiada facilidad, es ne­
cesariamente precario. El escolio déla proposición 39, entonces, marca
un cierto límite o, más bien, marca la paradoja de la razón intentando
aferrar su propia finitud: quizás sea verdad, como argumenta Spinoza
en otro lugar, que “en nada piensa menos el hombre libre que en la
muerte” (EIV, prop. 67): como muestra el curioso caso del poeta espa­
ñol, sin embargo, hay muchos tipos de muerte, incluyendo una muerte
en vida, una muerte de la mente, una muerte de la razón en la vida de
una persona. Spinoza prefiere abandonar el camino que abren tales
cuestiones, cuestiones que difícilmente generarán interés entre los su­
persticiosos, aunque estén plenamente relacionadas con la supersti­
ción. Es este camino el que seguiremos a través de la Ética.
Con el fin de abordar el escolio de la proposición 39 que no se sigue,
al menos de ninguna manera inmediatamente obvia, de la proposición
a la que va unido, es útil trazar la progresión de la Paite IV hasta la pro­
posición 39. Para comenzar, merece la pena recordar el título latino de
la Parte IV, De servitute humana, seu de aífectuum viribus, literalmen­
te, “De la servidumbre [servitude] humana, o de la fuerza de los afec­
tos”. Aunque los traductores al inglés de Spinoza (en este caso tanto
Shirley como Curley) han decidido, comprensiblemente, seguir una
cierta tradición traduciendo servitute humana como “esclavitud [bon-
dage] humana”, no deberíamos descuidar la conexión que el término
latino servitute nos invita a hacer tanto con otros pasajes de la Ética
como con pasajes de otras obras de Spinoza, especialmente el Tratado
teológico-político. En particular, estos enlaces conceden a la Parte IV,
que, con la excepción de unos pocos escolios, trata de temas éticos (cuál
es la definición adecuada de bueno y malo y cómo y hasta qué punto
podemos perseguir lo primero y evitar lo segundo), un sentido directa­
mente político.
Como ha señalado Macherey (1997b, 9), Spinoza emplea el térmi­
no “servidumbre” solamente siete veces en toda la Ética, y Giancoti

52
(1970) muestra que es igualmente raro en el Tratado teológico-políti­
co y en el Tratado político. Sin embargo, cuando emplea el término
tiende a hacerlo en lugares tan conspicuos que varios siglos de lectores
han identificado a Spinoza precisamente con los pocos pasajes en los
que el término aparece. Junto con el título de la Parte IV, “De la servi­
dumbre humana”, probablemente el uso más célebre del término se
encuentra en el Prefacio del Tratado teológico-político, en un pasaje
cuyos contenidos, aunque formulados en el lenguaje de la política, son
precisamente los de la Parte IV: “el mayor secreto del régimen monár­
quico es engañar a los hombres y dar el nombre de religión al miedo
que los domina, de modo que los hombres lucharán por su servidum­
bre como si estuvieran luchando por su salvación [utpro Servitio, tan-
quam pro Salute pugnen t], y considerarán no una desgracia, sino el
más alto honor sacrificar sus vidas por un hombre” (TTP, 51 [64-65].
La forma de servidumbre descrita en el Prefacio del Tratado teológico-
político es simplemente una forma política de la servidumbre im­
puesta por la íuerza (viribus) de los afectos, como consecuencia de la
cual, en lugar de buscar lo que nos conviene e incrementar nuestro po­
der, nos debilitamos a nosotros mismos y buscamos activamente nues­
tra propia destrucción. Es una aplicación a la vida política de una frase
de Ovidio que Spinoza repite tres veces en la Ética (atribuyéndosela a
Ovidio en una nota sólo la tercera y última vez que aparece la frase),
concretamente la queja de Medea en el Libro 7 de Las metamorfosis
de que “ve lo mejor pero hace lo peor” (video meliora proboque, dete­
riora sequor) (Moreau, 1994, 389). Y, aunque su queja es importante
para su pasión irracional y destructiva por el extranjero Jasón, la repe­
tición de Spinoza del término “servidumbre” nos permite ver el víncu­
lo entre el Prefacio del Tratado teológico-político y la Parte IV de la
Ética, esto es, entre la subordinación individual a las emociones pasi­
vas que impiden al individuo buscar lo que le conviene y la subordina­
ción colectiva a los regímenes despóticos que demandan sacrificio,
sufrimiento y tristeza. Así, como ha argumentado Balibar (1985b), es
posible leer la Ética no solamente como la exposición de una doctrina
metafísica que sólo en otro lugar, en el Tratado teológico-político y el
Tratado político, es aplicada a la sociedad, sino como una obra que es,
al mismo tiempo, metafísica (u ontológica) y política, especulativa y
práctica, funcionando cada una de sus exposiciones sobre (por lo me­
nos) dos planos simultáneamente.
La senda que conduce al escolio de la proposición 39 comienza con
la observación en el Prefacio de la Parte IV de que un hombre domi­
nado por sus emociones “ve lo mejor y hace lo peor”. Pero, ¿cuál es

53
exactamente el significado de términos como “mejor” y “peor” o, lo
que viene a ser lo mismo, “bueno” y “malo”? Por todo lo que Spinoza
ha dicho en las tres partes anteriores de la Ética es claro que “bueno”
no puede referirse a una norma, exterior a lo que existe, confrontada
con la cual se mide y juzga la existencia: “por perfección y realidad
quiero decir lo mismo” (EIV, Prefacio, def. 6). Pero tampoco rechaza
simplemente Spinoza semejantes términos en un intento de ir “más
allá del bien y del mal” (Macherey, 1997a, 25). En lugar de eso, los tra­
duce al lenguaje de la realidad o, para ser más preciso, al lenguaje del
poder: “por virtud y poder quiero decir lo mismo” (EIV, Prefacio, def.
8). El poder al que se refiere aquí es lo que antes ha llamado conatus
(de conor, esforzarse o luchar) que es menos un impulso hacia un fin
que el poder de cada cosa singular “para persistir en su esencia actual”
(actualem essentíani), un poder que, de acuerdo con los argumentos
de la Parte III no es otro que el poder de Dios expresado “de cierta y
determinada manera” (E III, prop. 6). Así, “la basé de la virtud es el
mismo esfuerzo por perseverar en el ser” (EIV, esc. 18). Es más, “dado
que la razón no demanda nada contrario a la naturaleza, demanda, en
consecuencia, que cada hombre busque lo que le conviene” (ibid.).
Aunque toda una tradición filosófica, cuyo más reciente represen­
tante era, para Spinoza, Hobbes, argumentaba que semejante interés
en uno mismo sólo podía producir la descomposición de la sociedad
en una guerra de todos contra todos, y debe ser conjurado en atención
a la mera supervivencia, Spinoza oponía que “cuanto con más ahínco
busca cada hombre lo que le conviene, tanto más convenientes son los
hombres los unos para los otros” (EIV, prop. 35, cor. 2). El individuo
que busca aumentar su poder de pensar y actuar (y así, de acuerdo con
Spinoza, aumentar su virtud) buscará unirse con otros individuos para
componer un individuo proporcionalmente más poderoso que cada
uno de ellos por separado (EIV, prop. 18, esc.). Por el contrario, nada
podría ser más dañino para una república libre, como nos recuerda en
el Prefacio del Tratado teológico-político, que la propagación de un
espíritu de renuncia y auto-sacrificio que transformara la sociedad en
un infierno identificatorio de odio y auto-desprecio. Pero, ¿qué es
exactamente lo que Spinoza quiere decir cuando habla de lo que nos
conviene o, tal como define lo bueno después de rechazar las normas
morales trascendentales, de lo útil (utile•)? En la Parte IV, en la propo­
sición 38, declara que lo útil es aquello que “proporciona al ser huma­
no la capacidad de ser afectado del mayor número de maneras posible
o lo que le permite afectar a los cuerpos exteriores del mayor número
de maneras posible” y lo perjudicial (noxiuiri), por el contrario, aque-

54
lio que “disminuye la aptitud del cuerpo”. La proposición 39, entonces,
continúa definiendo lo bueno (bonum) como aquello que “conserva”
la trabazón formada por las partes del cuerpo humano cuya integridad
se define por una cierta “relación de movimiento y reposo” y lo malo
(maJum) como aquello que conduce las partes del cuerpo a una rela­
ción diferente por la que deja de ser el cuerpo singular que era y es, por
tanto, destruido. Lo bueno es, así, identificado con las fuerzas de la
vida y con el aumento del poder y del placer necesarios meramente pa­
ra conservar la vida y resistir a la muerte. Lo malo, en oposición, es la
espiral de dolor y debilidad (cuya justificación puede ser teológica, po­
lítica o simplemente “personal”, la superstición privada de un hombre
desbordado por la fortuna) que disminuye la vida hasta el punto de
que no es más que una preparación para la muerte, que es, simultá­
neamente, una imitación de la muerte, dando fe de sí misma, por to­
mar sólo el caso del cristianismo, en la imagen del dios asesinado cuya
crucifixión refleja nuestra existencia y le da sentido.
El escolio de esta proposición, sin embargo (particularmente en el
pasaje citado arriba), complica considerablemente el mismo concepto
de muerte, postulando una diversidad de muertes, de las que la trans­
formación del cuerpo humano en un cadáver es sólo una variante. Spi­
noza comienza su argumento (si es que puede llamársele argumento)
de forma extremadamente indirecta: “No me atrevo a negar [nam ne­
gare non audeo] que el cuerpo humano puede, de cualquier manera,
transformarse en otra naturaleza completamente diferente de la suya,
incluso aunque la sangre continúe circulando y muestre otros signos
de vida. No tengo razones para pensar [nam nulla ratio me cogit] que
un cuerpo no muere a menos que se convierta en un cadáver; de he­
cho, la experiencia parece sugerir otra cosa”. La elección de palabras
que Spinoza realiza aquí es, en efecto, curiosa: “no me atrevo a negar”.
¿En relación a qué o a quién constituiría un acto de audacia negar que
hay sólo un tipo de muerte del cuerpo, aquel en el que deja de exhibir
los signos de vida? Parecería que ha sido impulsado a llegar a una con­
clusión que preferiría no encarar pero no osa hacerlo. Efectivamente,
cuanto más examina el asunto, más se da cuenta de que la noción co­
mún de muerte, tan extendida que es casi incuestionable, contradice
la “experiencia” (experientia) a la que él no tiene “razón alguna*5para
oponerse o de la que no puede dudar. No es la razón, que en este caso
no le ofrece ninguna guía, sino la experiencia la que le fuerza a recha­
zar una visión de la muerte que ahora debe ser rechazada como mera­
mente imaginaria, un añadido que enmascara una diversidad esen­
cial: hay muertes corporales distintas de la Muerte comprendida como

55
la interrupción de las llamadas funciones vitalesa. El cuerpo puede
morir, esto es, convertirse en algo distinto de lo que es, sin dejar de
vivir. Así, la muerte no es más que un umbral de transformación.
¿Cómo ocurre semejante transformación? El cuerpo no es un “reino
dentro de otro reino”, un sistema auto-regulado y auto-suficiente, no lo
es más de lo que lo es la mente. “Requiere otros muchos cuerpos para
conservarse” (E, prop. 39). La conservación de uno mismo requiere una
actividad constante y cuanto más activos y más poderosos son la mente
y el cuerpo del individuo humano mayores son las probabilidades de
conservarse. El cuerpo, por supuesto, requiere aire, agua, alimento, esto
es, el consumo de una gran cantidad de cuerpos exteriores, para man­
tenerse, sin los que rápidamente perecería. Además, el agua y la comi­
da, junto con la ropa y el cobijo necesarios para proteger el cuerpo de
los elementos, son, en la mayor parte de los casos, obtenidos sólo a tra­
vés de la cooperación con otras personas, normalmente muchas otras
personas. El cuerpo humano necesita de otros cuerpos humanos para
sobrevivir y, por ello, no sólo está compuesto de una gran cantidad de
partes, sino que debe, como condición para su supervivencia, interac-
tuar constantemente con otros cuerpos, constituyendo una parte entre
otras partes de otros cuerpos mayores, unidades mayores, conjuntos
mayores, incluyendo la sociedad humana que, en sí misma, es una par­
te de la naturaleza. Como Spinoza escribirá en el Tratado Político, “na­
die en soledad es lo suficientemente fuerte como para defenderse y pro­
curarse las necesidades de la vida” (TP, cap. 6, § 1). En pocas palabras,
el cuerpo depende de otros cuerpos con los que interactúa de formas
sistemáticas para su propia supervivencia; una modificación de las rela­
ciones tanto internas como externas que le permiten vivir puede aca­
rrear la muerte: “Cualquier cosa que produzca un cambio en la propor­
ción de movimiento y reposo de las partes del cuerpo humano... es cau­
sa de que el cuerpo humano adquiera una forma diferente; esto es, (co­
mo es evidente por sí mismo, según señalamos al final del Prefacio de
la Parte IV), es causa de su destrucción” (EIV, prop. 39). De este modo,
las mismas interacciones externas necesarias para mantener la vida
pueden, ellas mismas, producir la muerte. Pero, ¿qué muerte?, ¿y cuán­
tos tipos hay?

Este pasaje confirma sorprendentemente la tesis de Moreau (1994) de la importancia de la


experiencia en la filosofía de Spinoza. En este pasaje no es la ra2Ón sino la experiencia la que
ofrece los criterios para una crítica de la imaginación y la superstición.

56
“A veces ocurre que un hombre sufre tales cambios que yo no estaría
preparado para decir que es la misma persona. He oído decir acerca de
cierto poeta español que padeció una enfermedad y que, aunque se
recuperó, continuó tan inconsciente de su vida pasada que no creía
que las narraciones y tragedias que había escrito fueran suyas”. Hay,
entonces, una muerte interna a la vida, dado que un cuerpo particular,
“manteniendo la circulación sanguínea y cualquier otra cosa que sea
considerada esencial para la vida, puede, sin embargo, asumir otra
naturaleza bastante diferente de la suya”. En este punto, Spinoza ofre­
ce algo que es, por otro lado, muy raro en la Ética: un ejemplo especí­
fico. Él ha “oído hablar [narrare audivi] de cierto poeta español” a
•quien rehúsa identificar con más detalle. No está completamente claro
por qué Spinoza debe apuntar a un caso específico o por qué a este
caso particular. El poeta español estaba enfermo y “se recuperó” (Spi­
noza usa el verbo convalesco que sugiere mejora o que se recobra fuer­
za más que una “recuperación” completa), esto es, su cuerpo retuvo
sus funciones vitales, pero él (su cuerpo y su mente que, según Spino­
za, es la idea del cuerpo) había cambiado hasta tal punto que “yo no es­
taría preparado” para decir que era la misma persona. Había olvidado
las obras que él mismo había escrito y no podía creer que él fuera el
autor: el cuerpo, del que la mente del poeta español era la idea, se ha­
bía convertido en otro cuerpo y, en consecuencia, la mente en otra
mente. Los encuentros con otros cuerpos, necesarios para la conser­
vación de un ser singular, incluyen tanto las interacciones regulares
como las “fortuitas” y, por ello, llevan consigo el riesgo siempre pre­
sente de que un encuentro impredecible cambie, en lugar de conser­
var, la realidad de un ser singular. La enfermedad es, por supuesto, re­
sultado de un encuentro semejante. Afectado por la enfermedad, la
relación entre lo interior y lo exterior, que define su cuerpo y su mente
en su indisoluble singularidad y que fue la causa de que él, y no otro,
escribiera unas narraciones y tragedias específicas, había cambiado y
él se había convertido en otro individuo sin relación necesaria alguna
con las obras a él atribuidas.
Numerosos comentadores, incluyendo a Curley (1988), han visto
este pasaje como parte de la discusión en el siglo XVII acerca de la iden­
tidad personal, especialmente acerca de la posibilidad de que la identi­
dad se mantenga más allá de la muerte, lo que explicaría la reticencia
de Spinoza a continuar la discusión ante lo extendido de la supersti­
ción en tomo a la vida después de la muerte, el cielo, el infierno, etc. El
pasaje parecería, sin embargo, tratar precisamente el asunto contra­
rio: ¿cómo deja de existir la identidad incluso en mitad de la vida? ¿Có­

57
mo un cuerpo sobrevive a un gran cambio en las relaciones internas
y externas que lo definen, pero sobrevive únicamente a costa de dejar
de ser el mismo? Macherey (1997a) ha argumentado que el pasaje es
un ejemplo de la fascinación con el fenómeno de la locura mostrado
por numerosos filósofos en el siglo XVII, incluyendo, por supuesto,
Descartes. De acuerdo con esta perspectiva, Spinoza podría haber in­
terrumpido la discusión con el fin de impedir que esta “experiencia”
fuera explotada para sumar “ejemplos” de posesión o inspiración
divina (o demoniaca). Balibar (1994) ha sugerido una interpretación
bastante diferente del escobo que acaba abruptamente “para no pro­
porcionar nuevas cuestiones a los supersticiosos”. Argumenta que la
preocupación de Spinoza aquí es, precisamente, la superstición en sí
misma (a la que todos los hombres están expuestos) y la posibilidad
de su propia muerte teológico-política o, al menos, de una regresión
(esto es, la posibñidad de transformarse en “un niño con forma de
adulto”, de “olvidar su propio lenguaje”, olvidar el lenguaje de la
razón y llegar a creer aquellas doctrinas que el filósofo Spinoza mos­
tró no sólo que eran falsas, sino que eran perniciosas en sus efectos).
¿No sería posible que él sufriera tal transformación (ya no estamos
hablando obviamente sólo de enfermedad o incluso sólo de enajena­
ción) de modo que pudiera recordar haber escrito sus libros y cartas,
pero ya no fuera capaz de comprenderlos o llegara a oponerse a ellos,
dado que él ya no es la misma persona que los escribió?
Efectivamente, la correspondencia de Spinoza muestra dos ejem­
plos de amigos que, tiempo antes, habían participado en la elabora­
ción de su pensamiento (Albert Burgh y Nicholas Steno), quienes,
después de compartir el proyecto de Spinoza de intentar vivir única­
mente de acuerdo con los dictados de la razón, de repente y de mane­
ra imprevisible, se convirtieron al catolicismo mientras visitaban Ita­
lia. Ambos escribieron a Spinoza (cartas 67 y 67a) para reprobarle
por haberse dejado, en palabras de Burgh, “entrampar y engañar por
el Príncipe de los espíritus del mal más miserable y arrogante” (Ep.
67) y decirle que su filosofía era “pura ilusión y quimera” (ibid.).
Mientras que Spinoza nunca llegó a responder a Steno, su respuesta
a Burgh es expresada, significativamente, en un lenguaje muy simi­
lar al del escolio de la proposición 39 de la Parte IV. Escribe que “no
podía creerse” (credere vix potueram) la transformación de Burgh
cuando fue informado de ella por otros, y que le responde, aunque
teme que los argumentos racionales pueden hacer poco efecto, sólo
porque algunos amigos de ambos le han pedido que “piense en lo que
tú eras no hace mucho y no en lo que eres ahora” (quod nuperñieris,

58
quam quod nunc sis) (Ep. 76). Como en el caso del poeta español,
que ya no es el mismo ser que era, la persistencia de ciertos rasgos y
de un nombre concede, meramente, una apariencia fantasmagórica
de repetición a lo que de hecho es diferente, dos seres singulares. Las
palabras de Spinoza, por supuesto, caen en saco roto. Lo mismo
hubiera sido haber escrito a un cadáver: el Albert Burgh que, hasta
hace poco, compartía la crítica de Spinoza a la superstición y su com­
promiso con la racionalidad, estaba ahora transformado irreversible­
mente -en una palabra, muerto. En su lugar se hallaba un fanático
motivado no por la razón sino por el miedo, que aceptaba todos los
misterios, milagros y fenómenos sobrenaturales que la Iglesia ofrecía
, a los fieles, y que rechazaba la demostración racional para defender
la “la certeza de la fe que sobrepasa todas las demostraciones”. Este
nuevo, otro Albert Burgh ya no podía comprender la crítica que él
había ayudado a elaborar (había olvidado su propio lenguaje, el len­
guaje de la prueba y la demostración racionales) y, lo que es más
grave, se había vuelto impermeable a ella, tan perdido en la supersti­
ción como un hombre ignorante, inculto cuya mente no hubiera
conocido nunca la razón y hubiera sido conducida siempre por espe­
ranzas y miedos irracionales. ¿Qué cadena de causas podría condu­
cir al cuerpo a la vez que a la mente a una transformación tan profun­
da que sólo podría calificarse como un tipo de muerte?
De hecho, si seguimos rigurosamente la argumentación de la
“segunda” Ética (por emplear de nuevo la distinción de Deleuze), se­
mejante regresión se hace, si no exactamente probable, por lo menos,
una posibilidad siempre presente, y obliga a darle la vuelta a la cues­
tión: ¿cómo es posible resistirse a la superstición a la que “todos los
hombres están expuestos” y ser capaz de (no dejar de) “pensar de otro
modo”? El rechazo del dualismo que Spinoza realiza le ha traído a este
paso o, mejor, a este callejón sin salida: parece como si preferiría inclu­
so abandonar esta cadena rota de razones antes que alcanzar dos con­
clusiones igualmente inevitables y, por tanto, enfrentarse a sus necesa­
rias consecuencias históricas y políticas: (1) no puede haber liberación
de la mente sin una correspondiente liberación del cuerpo, y (2) no
puede haber salvación individual que no sea parte de una salvación
colectiva. Este capítulo abordará la primera de estas consecuencias.
Comenzaremos con el Prefacio de la Parte III de la Ética, De ori­
gine et Natura Affectuum o “Sobre el origen y la naturaleza de los
afectos” (o emociones), que contiene lo que Macherey ha llamado
una sorprendente formulación del “anti-humanismo teórico de Spi­
noza” (1995):

59
La mayoría de aquellos que han escrito acerca de las emociones
[afíectibus] y de la conducta humana parecen estar tratando no con
fenómenos naturales que siguen las leyes comunes de la naturale­
za sino con fenómenos que suceden fuera de la naturaleza. Parecen
ir tan lejos como para concebir al hombre en la naturaleza como un
reino dentro de otro reino. Creen que perturba en lugar de seguir
el orden de la naturaleza, que tiene un poder absoluto sobre sus
acciones y no es determinado por ninguna otra causa que por sí
mismo.

Spinoza comienza rechazando cualquier idea de que el mundo hu­


mano trascienda el entramado de causas y efectos que componen la
naturaleza, y rechazando, así, c ualquier consideración de lo humano
como algo separado de la naturaleza o “fuera” de ella. No es posible
concebir la inmanencia de lo humano en la naturaleza en la forma
jurídica de un imperium in imperio o “un reino dentro de otro reino”
como si estuviera rodeado por la naturaleza, pero fuera, de algún
modo, independiente de ella, una ilusión que Spinoza captura admi­
rablemente usando la metáfora jurídica del imperium, como si toda
una tradición filosófica hubiera confundido las leyes de la naturaleza,
que describen lo que existe necesariamente, con las leyes sociales,
que describen cómo deberían ser las cosas, aunque puedan no serlo,
y el poder físico con el poder legal. ¿De qué otro modo podría uno
imaginarse que lo que está en la naturaleza podría “escapar” a sus
leyes o “desobedecerlas”? Entonces, también se podría intentar decir
de una piedra en caída libre que puede “desobedecer” la ley de la gra­
vedad. Si una ley de la naturaleza pudiera desobedecerse, ya no sería
una ley. La tesis de la trascendencia humana, la idea de que el hom­
bre está libre de las determinaciones que se limitarían a una natura­
leza meramente física, funciona precisamente para impedir todo
conocimiento de las causas reales de nuestras acciones, haciendo de
cada individuo el dueño (por usar de nuevo una metáfora jurídica)
único y soberano de sí mismo, sus pensamientos y acciones.
Anticipándose a Nietzsche, Spinoza argumenta que se nos decla­
ra libres y responsables de nuestros actos con el fin, precisamente, de
poder ser condenados por no hacer lo que deberíamos haber hecho y
por no sentir y pensar de un modo distinto al que realmente senti­
mos y pensamos. Somos, entonces, declarados la causa única de
nuestras acciones que no pueden téner otro origen que nuestra irre­
ductible voluntad libre, y, consecuentemente, somos imputados res­

6o
ponsables por ellas, esto es, declarados culpables de manera inevitable
y, por tanto, merecedores del castigo que, con toda seguridad, les
seguirá: toda una tradición que incluye tanto la doctrina del pecado
original como los principios utilitaristas de incentivos y disuasión, se
convierte en no otra cosa que una “metafísica del verdugo”. De acuer­
do con esto, los afectos o emociones han sido objeto menos de un co­
nocimiento que buscase explicarlos a través de sus causas, que de un
juicio moral que los condena (y normalmente castiga a aquellos en los
que se manifiestan) por no ser de un modo distinto del que necesaria­
mente son. Por el contrario, Spinoza defiende que incluso los afectos
más destructivos y dañinos, tales como la ira, el odio y la envidia, inde­
pendientemente de las molestias que puedan causar, “se siguen de la
misma necesidad y fuerza de la naturaleza que las otras cosas singula­
res” (EIII, Prefacio). Como argumenta en el primer capítulo del Tra­
tado Político: es necesario desde el punto de vista del conocimiento
considerar incluso el más terrible de los afectos humanos, aquellos que
más “perturban” el alma, “no como perversiones (vitia) de la naturale­
za humana, sino como propiedades que le pertenecen, del mismo mo­
do que el calor, el frío, las tormentas, el trueno y otras cosas similares
pertenecen a la atmósfera; aunque causen molestias, son necesarios y
tienen causas a través de las que intentamos conocer su naturaleza, >
la mente extrae tanto placer contemplando estas cosas como cono­
ciendo aquellas otras que agradan a los sentidos”. ¿Significa esto,
como preguntaba uno de sus críticos, que han de excusarse los actos
malvados? Spinoza responde apartando a un lado el completo apara­
to de condena y aprobación moral: “los hombres malvados no son me­
nos temibles ni menos peligrosos cuando son necesariamente malva­
dos” (Ep. 58). De este modo, traza una línea de demarcación que sepa­
ra aquella filosofía que compara la realidad humana con una norma
ideal con el único fin de rechazarla (o de demostrar clemencia “excu­
sándola”) por no corresponder con aquella norma, de aquella otra filo­
sofía que busca explicar lo que es en su positividad. A su vez, esto le
permite plantear una nueva cuestión: si nosotros no dirigimos libre­
mente los pensamientos de nuestras mentes ni las acciones de nues­
tros cuerpos, ¿cuáles son las causas de nuestras acciones y pensa­
mientos? ¿Cómo somos determinados a actuar y a pensar?
Para responder a esta pregunta, el rechazo de la concepción de
hombre como imperium in imperio debe ser llevado hasta sus última*
consecuencias. Ya que una de las formas más tenaz y, al parecer, má¿
incuestionable que adopta esta concepción es la idea de que no es sólc
que la mente esté separada del cuerpo, y, por tanto, esté libre de deter­

61
minaciones, que siempre se limitarían a tener un carácter puramente
físico, sino que la mente controla el cuerpo y hace que éste realice sus
mandatos. Indisolublemente unida a la idea de que “el hombre tiene
un poder absoluto sobre sus acciones y no es determinado por ningu­
na otra causa que por sí mismo” (EIII, Prefacio) está la idea, tan “ob­
via” que pocos se han aventurado a cuestionarla, de que “con la mera
intención de la mente el cuerpo puede ser bien puesto en movimiento,
bien llevado al reposo y realizar numerosas acciones que dependen
únicamente de la voluntad del alma y del ejercicio del pensamiento” (E
m , prop. 2, esc.). Spinoza tiene que dedicar uno de los escolios más ex­
tensos de la Ética a realizar una crítica prolongada de esta idea porque
la mayoría de los hombres “están tan firmemente persuadidos” (ñrmi-
terpersuasi sunf) de que la mente determina a actuar al cuerpo que só­
lo pueden ser llevados a cuestionar este supuesto “hecho de expe­
riencia” con la mayor de las dificultades.
Spinoza no explica en el escolio de la proposición 2 de la Parte III
las causas de la peculiar fuerza de esta convicción. Una explicación, sin
embargo, muy detallada e interesante se encuentra en otros lugares
del texto. Particularmente importante en este sentido es el Apéndice
de la Parte I en el que se esfuerza “por remover los prejuicios que po­
drían obstaculizar la aprehensión” de sus pruebas con respecto a la
“naturaleza y las propiedades de Dios” (que es el objeto de esta prime­
ra parte de la Ética). Entre los prejuicios que interfieren con, si no im­
piden, la comprensión de las demostraciones de las que no se puede
dudar siguiendo cualquier criterio que esté basado únicamente en la
razón, hay uno en particular que es tan persistente como dañino y está,
además, directamente relacionado con la falsa idea del auto-dominio
humano que Spinoza critica en la Parte III. “La mayoría de las perso­
nas son víctimas de este prejuicio... y todos están... naturalmente dis­
puestos a aceptarlo”: la idea de que Dios es el gobernante “de la natu­
raleza, dotado de la libertad humana” que ha creado todo, en conse­
cuencia, con el propósito de que sirva al hombre. El problema con se­
mejante idea tiene dos caras: no sólo impone un orden teleológico so­
bre la naturaleza que es, en realidad, infinita y eterna y, por tanto, sin
origen, ni fin, ni destino, sino (y es aquí donde su relación necesaria
con las tesis de la Parte III se hace clara) que además atribuye a Dios
una “libertad humana” que en sí misma no existe. Pero, éste no es el
final de la historia: la visión supersticiosa de Dios atribuye tal libertad
a Dios precisamente con el fin de que éste funcione como garante de
nuestra libertad, nosotros que somos creados a su imagen. El Dios que
se encuentra más allá del mundo (material) y es libre para dirigirlo de

62
acuerdo con su voluntad incondicionada es, entonces, la imagen refle­
jo del hombre que trasciende el mundo físico y gobierna su propic
cuerpo con un dominio absoluto, él mismo una imagen reflejo de Dios:
un círculoa vicioso teológico / antropológico. El espejo refleja otro es­
pego que, a su vez, refleja al primero; no hay origen en esta relación en
la que lo reflejado es ello mismo un reflejo de lo que le refleja.
Los argumentos del Apéndice de la Parte I son resumidos en el Pre­
facio de la Parte IV (en el que se nos remite dos veces explícitamente
al Apéndice). Llamamos a las cosas en la naturaleza perfectas o imper­
fectas, buenas o malas porque imaginamos que Dios es un artífice cuya
creación es precedida por una intención y un objetivo que realiza. Juz­
gamos que una cosa es perfecta o imperfecta de acuerdo con el grade
en el que parece corresponder con la intención que está en su origen.
Lo que nosotros entendamos como intención de Dios, sin embargo, nc
es más que una proyección humana sobre la naturaleza. Y es que aquel
“ser eterno e infinito que llamamos Dios, o Naturaleza actúa por la mis­
ma necesidad con la que existe... del mismo modo que no existe con un
fin no actúa con un fin” (Parte IV, Prefacio). No es accidental que Spi­
noza introduzca la expresión, tan controvertida en su propio tiempo.
“Dios, o la naturaleza”, en su intento de traducir la idea de Dios (tan car­
gada de asociaciones antropomórficas) no en una entidad Qa del mo­
nismo) sino en aquello que, dado que es infinito y eterno y, por tanto,
sin origen ni fines, no sólo se Opone a absurdos tales como la atribu­
ción a Dios de emociones humanas (Dios ama, Dios se enfada) sino a
todas las formas de finalismo (Dios lo crea todo con un propósito). De
nuevo, como en la Parte I, Spinoza argumenta que las intenciones de
Dios o la naturaleza coinciden totalmente con sus actos; Dios no es co­
mo una artesano que concibe una idea en su mente que es, entonces;
hecha real por medio de su actividad y juzgada de acuerdo con su gra­
do de correspondencia con su intención originaria. La idea de un Dios
o naturaleza que, de ninguna manera, pre-existe a su propia realiza­
ción (EI, prop.33, esc. 2) nos fuerza a rechazar la misma noción de im­
perfección: “Por realidad y perfección quiero decir lo mismo”.
Que la idea de causalidad final, como la de voluntad libre, sea falsa,
sin embargo, no le hace ser por ello menos real. Tales ideas, como todo

a.- El lector reconocerá la referencia al famoso ensayo de Althusser (1971) “Ideología y aparatos
ideológicos de estado’'. Sin referirse nunca al texto en cuestión, y a Spinoza mismo no más d«
dos o tres veces, el ensayo, sin embargo, sigue siendo uno de los comentarios más detallados y
perspicaces que existen sobre el Apéndice de la Parte I de la Ética.

63
lo que existe, deben ser entendidas a través de sus causas. De acuer­
do con esto, argumenta Spinoza, “lo que se llama ‘causa final’ no es
otra cosa que el apetito humano en tanto que es considerado como el
punto de partida o causa primera de alguna cosa” (E IV, Prefacio).
Pero, como “ha dicho repetidamente”, la idea de la acción humana
proyectada sobre Dios o la naturaleza es ella misma una consecuen­
cia imaginaria del hecho de que los hombres son “conscientes de sus
acciones y apetitos pero inconscientes de las causas por las que son
determinados a perseguir algo” (ibid.). El individuo así engañado
imagina que este ser proyectado ‘le amará más que a los otros y diri­
girá la totalidad de la naturaleza de modo que sirva a su ciego deseo
y a su insaciable avaricia” (E I, Apéndice). Por el contrario, el amor
intelectual de Dios (amorDei intellectualis) del que Spinoza habla en
la conclusión de la Ética sólo puede surgir de la destrucción del círcu­
lo vicioso teológico / antropológico, el juego de espejos de reconoci­
miento que garantiza la voluntad libre del Dios-Hombre: “Aquel que
ama a Dios no puede esforzarse en que Dios le ame a su vez a él” (E
V, prop. 19). De hecho, el amor intelectual de Dios, o beatitud (beati-
tudó) no es, en absoluto, un acto individual sino que es “parte del
amor infinito con el que Dios se ama a sí mismo” (E V, prop. 36).
Esta doble sujeción (si es que lo podemos llamar así, ya que, al fi­
nal, no está completamente claro quién está sujeto a quién y dado
que la relación de sujeción es reversible), sin embargo, tanto en sus
causas como en sus efectos, no es simplemente un asunto de nuestra
conciencia de nuestros deseos combinada con nuestra ignorancia de
las causas de éstos o de nuestra incapacidad de seguir hasta el infini­
to la cadena de causas de la naturaleza, que da como resultado, según
argumenta Spinoza en el Apéndice de la Parte I, que nos refugiemos
en la causa final de la voluntad de Dios, el asilo de la ignorancia. La
libertad ilusoria que atribuimos a Dios de forma que él, a su vez,
pueda donárnosla a nosotros es, ella misma, una causa o parte de un
entramado de causas que “hace que los hombres luchen con tanto
coraje por su servidumbre como por su salvación”, como lo expresa
Spinoza en el Prefacio del Tratado teológico-político. Y es que no es
sólo que los hombres estén determinados (de maneras que quedan
por especificar) a obedecer al tirano que les oprime, esto es, a reali­
zar los actos, incluyendo los actos de habla, que él ordena; es además
que esta determinación es pensada (o es experimentada) como un
acto de la voluntad del individuo obediente (un acto que emana de la
mente considerada libre del cuerpo y soberana suya), haciendo así
parecer que su opresión “no tuviera otra causa que él mismo”. Igual
que “un bebé cree que apetece libremente la leche, un niño enfadado
que apetece libremente la venganza, un hombre tímido que apetece
libremente la huida”, así el hombre que obedece a su amo piensa que
lo hace por su propia voluntad, que él ha “consentido” (y, por tanto,
elegido) una servidumbre que, en realidad, produce el efecto de con­
senso, la decisión mental que es el correlato necesario de la obediencia
física. Incluso si el individuo bajo sujeción siente que, obedeciendo al
soberano, obedece a Dios, cuya voluntad es que él se sujete a otro (o a
‘los poderes que sean”), el individuo podría elegir el mal y no el bien y
buscarse voluntariamente la condenación. Por supuesto, Hobbes ha­
bía ya demostrado que la noción de consenso como fundación del or­
den político no era, de ninguna manera, incompatible con el absolutis­
mo o incluso con teorías del derecho divino del soberano a quien nos
sujetamos voluntariamente y que, por el contrario, proporcionaba una
fundación de derecho para el régimen más opresivo. Spinoza, sin em­
bargo, rompe este círculo de sujeción en el que somos declarados li­
bres de forma que siempre ya habremos elegido sujetamos. El camino
hacia la liberación comienza en otra parte, con una pregunta que no
presupone su respuesta: ¿qué ocurre cuando dejamos de considerar
las mentes como trascendentes respecto a los cuerpos, cuando las de­
cisiones mentales, los actos de voluntad son vistos como enteramente
inmanentes a las acciones físicas de las que se dice que son la causa, no
teniendo, como Dios con respecto a su creación, una existencia sepa­
rada de ellas? Nuestra atención es desviada abrupta e irreversiblemen­
te de los fenómenos de la interioridad humana, los actos de voluntad,
el consentimiento dado o quitado, la aprobación o desaprobación y el
entero aparato jurídico de leyes y derechos para el que sirven como
fundación. En lugar de eso, la sujeción se convierte en un asunto físi­
co, corporal, un asunto acerca de lo que los cuerpos hacen y no hacen
y de cómo se afectan los unos a los otros.
El escolio de la proposición 2 de la Parte III que contiene algunos
de los pasajes más revolucionarios de todo el texto posee una serie de
rasgos que le hacen único en la Ética. No sólo es uno de los escolios
más extensos de toda la obra, sino que es el único lugar de la Ética or­
ganizado en forma de objeciones y respuestas. Parecería que Spinoza
considera la idea del dominio de la mente sobre el cuerpo como una de
las formas más tenaces del círculo teológico / antropológico, una for­
ma cuyo poder, para ser reducido, requerirá de un nivel más alto de
fuerza argumentativa. Spinoza comienza su ataque señalando que, da­
do su argumento anterior, establecido primero en el escolio de la pro­
posición 7 de la Parte II y repetido ahora en la Parte III, de que ‘la

65
mente y el cuerpo son una y la misma cosa, concebida bien bajo el atri­
buto del pensamiento, bien bajo el atributo de la extensión”, la idea de
la prioridad causal de uno sobre el otro se convierte en un absurdo. Por
el contrario, “el orden de los estados pasivos y activos de nuestro cuer­
po es simultáneo en la naturaleza con los estados pasivos y activos de
la mente”: no es sólo que la mente no determina al cuerpo, sino que
ambos son determinados simultáneamente por las mismas causas. Es
importante señalar que ni aquí (que es donde sería más probable que
lo hiciera) ni en ningún otro sitio de la Ética emplea Spinoza el térmi­
no “paralelo” o paralelismo para describir la relación entre mente y
cuerpo, y por una buena razón: tales nociones separan mente y cuer­
po incluso al tiempo que los unen, haciendo uno exterior al otro.
De la misma manera que la superstición no busca explicar la natu­
raleza desde la misma naturaleza, sino que busca su verdad fuera de
ella, en una dimensión imaginaria sobrenatural, y rehúsa explicarla Es­
critura únicamente desde la Escritura y demanda significados más pro­
fundos, de la misma manera rehúsa explicar las acciones del cuerpo a
partir únicamente de razones corporales y estipula causas extra-corpo­
rales para eventos corporales. De este modo, alejarse del cuerpo y bus­
car su verdad más allá de él nos impide preguntarnos las cuestiones que
son decisivas para Spinoza: ¿qué puede hacer el cuerpo en tanto cuer­
po, “sin estar determinado por la mente, solamente por las leyes de su
naturaleza en cuanto es considerada como corpórea”? Para convencer
a los lectores de que simplemente consideren la posibilidad de que sea
el cuerpo el que determina al cuerpo, Spinoza introduce una figura que
será central en este escolio, una deslumbrante imagen tan poderosa a
su manera como la del poeta español (con la que está, ciertamente, rela­
cionada), la figura de los somnambuli o sonámbulos. El hecho de que
“los sonámbulos, a menudo, lleven a cabo acciones mientras duermen
que no se atreverían a hacer despiertos... lo que muestra suficiente­
mente que el cuerpo, a partir de las leyes de su propia naturaleza, puede
hacer muchas cosas de las cuales se asombra su mente”. Dado que
“nadie sabe de qué manera y por qué medios la mente puede mover al
cuerpo, o cuántos grados de movimiento puede provocar en el cuerpo
y a qué velocidad puede moverlo”, cuando los hombres dicen que una
acción específicamente corporal es producida por la mente, sus pala­
bras no sólo ocultan lo que en realidad es un vacío en su conocimiento,
sino que muestran no tener ningún interés en llenar ese vacío.
En este punto, Spinoza imagina dos objeciones al argumento ante­
rior apoyadas en una apelación a la experiencia. Se objetará que, aun­
que no sabemos el modo en que la mente mueve al cuerpo, sabemos

66
que lo hace: la experiencia nos dice que, a no ser que la mente lo diri­
ja, “el cuerpo permanece inerte. Y de nuevo, la experiencia nos dice
que está en el solo poder de la mente tanto hablar como permanecer
callado, y hacer otras muchas cosas que nosotros, en consecuencia,
creemos que dependen de una decisión mental”. Spinoza responde,
como en otros lugares en la Ética, no rechazando la experiencia como
fuente de conocimiento, sino, precisamente, apelando a ella: la expe­
riencia también muestra que (en el caso del durmiente) cuando el
cuerpo es inerte la mente es incapaz de pensar, sugiriendo que el poder
de la mente, su habilidad para pensar es inseparable del poder de ac­
tuar del cuerpo. Es, por tanto, imposible que la mente no sea afectada
por determinaciones puramente físicas: cualquier cosa que afecta al
cuerpo afecta a la mente en el mismo grado. A la idea de que es sólo la
decisión mental la que determina que hablemos o mantengamos si­
lencio, Spinoza responde que “la experiencia nos muestra con abun­
dantes ejemplos que nada está menos bajo el poder de los hombres
que sujetar sus lenguas o controlar sus apetitos”. La experiencia mues­
tra, además, no sólo que ‘"hacemos muchas cosas de las que luego nos
arrepentimos” sino también que somos conducidos por emociones en
conflicto que nos determinan, de acuerdo con la frase ahora familiar,
a “ver lo mejor y hacer lo peor”, a conocer qué deberíamos hacer para
buscar lo conveniente y, hasta cierto punto, a desear hacerlo, y a que,
sin embargo, otra emoción contraria de fuerza superior nos impida lle­
var a cabo esa acción útil para nosotros. Es precisamente la sensación
de haber realizado acciones sin, de ninguna manera, haber querido
hacerlas ni haber tenido conciencia de realizarlas mientras las llevába­
mos a cabo lo que relaciona a aquellos que ven lo mejor y hacen lo peor
con los sonámbulos, quienes, cuando despiertan, se llenan de asombro ■
{admiratió) ante lo que han hecho. Así, el borracho “cree decir por
libre decisión mental, lo que más tarde, sobrio, desearía haber calla­
do”. Existen, por supuesto, estados de sonambulismo y embriaguez de
los que uno nunca despierta, estados en los que la determinación de
nuestras acciones y palabras por causas externas a nosotros produce
simultáneamente la creencia de que hemos elegido libremente hablai
y actuar y podríamos haber actuado de otro modo, pero simplemente
elegimos no hacerlo. Así, el loco, la cotilla (el sustantivo latino, gami-
la, indica claramente el género femenino) y el niño, argumenta Spino­
za, son incapaces de controlar su impulso a hablar, pero a esta caren­
cia de control la llaman “libre decisión”. Claramente, en tales casos nc
es la mente la que lleva al cuerpo a hablar y actuar: el cuerpo es lleva­
do a mover sus manos o a producir sonidos por fuerzas exteriores a la

67
mente, fuerzas que son solamente corporales, cuerpos que mueven
otros cuerpos.
Pero tales casos parecen, ciertamente, salirse de la norma. De he­
cho, el loco, la mujer y el niño a los que Spinoza se refiere en este pasa­
je son, precisamente, aquellos que deben quedar excluidos de la vida
política de acuerdo con el argumento expuesto en la sección del Trata­
do político en la que el manuscrito, el ultimo de Spinoza, se interrum­
pe: capítulo 11, “De la democracia”. Incapaces de gobernarse a sí mis­
mos, este tipo de gente será gobernada por otros, de cuya voluntad se
mantendrán dependientes. En alguna medida, se esperará que, en su
debilidad e inmadurez, actúen a instancias de fuerzas externas a ellos
y situadas fuera del alcance de su conocimiento. Spinoza, sin embar­
go, ofrece un argumento bastante más radical y provocativo que ese.
Mientras que se podría, generalmente, admitir que fenómenos tales
como el sonambulismo y las acciones compulsivas son consecuencias
de la determinación corporal, la idea de que todas las acciones, inclu­
yendo las acciones “premeditadas” y creativas, las acciones que,
supuestamente, se llevan a cabo con vistas al bien individual o social,
incluso las acciones con las que se pretende servir a Dios o se realizan
obedeciendo sus mandamientos, son determinadas, únicamente, por
causas corporales, físicas no puede dejar de tener consecuencias enor­
memente revolucionarias para nuestro pensamiento acerca de la
sociedad. Por esta razón Spinoza imagina que sus tesis serán, inevita­
blemente, recibidas con asombro e incomprensión: sus lectores, segu­
ramente, responderán airados que “es imposible que las causas de los
edificios, de los cuadros [picturarum] y otras cosas de este tipo, que só­
lo son hechas por la habilidad [arte] humana, puedan ser únicamente
deducidas de la naturaleza considerada como corpórea, el cuerpo
humano no es capaz de construir un templo [templum] a menos que
esté determinado y guiado por la mente”.
La respuesta que Spinoza da a esta objeción es curiosa: repite casi
palabra por palabra lo que ha dicho ya en el escolio respecto al prejui­
cio de que la mente gobierna al cuerpo: no sabemos lo que puede se­
guirse de la estructura del cuerpo y los sonámbulos hacen muchas co­
sas que no dejan de asombramos. Estas respuestas, por supuesto, no
son nada adecuadas para el reto ante el que ha puesto a sus propias po­
siciones. En un sentido muy importante no son, en absoluto, respues­
tas a las preguntas que ha realizado, sino la interrupción del argu­
mento en un punto crucial, el punto en el que la idea de que los cuer­
pos únicamente pueden ser determinados por otros cuerpos comien­
za, aunque sólo sea a través de la sinécdoque, a adquirir significación

68
teológico-política. Spinoza deja, de este modo, al lector elaborar una
respuesta a partir de materiales ofrecidos en otros lugares de la Ética,
así como en otras obras de Spinoza.
Comencemos con el ejemplo de un cuadro (pictura), no tan provo­
cativo, es verdad, como el ejemplo del templo, pero suficientemente
provocativo en el contexto del siglo de oro de la pintura holandesa. ¿Es
posible negar que Rembrandt fue el creador de La ronda de noche o que
La vista de Delft de Vermeer fue producto de la habilidad de éste, una
realización de su propósito? ¿Cómo podrían ser producidos tales cua­
dros por sonámbulos que movieran los pinceles a través del lienzo im­
pulsados únicamente por causas corporales? Por su propia definición,
, un cuadro no podría ser producido por un sonámbulo; es el resultado
de una intención, una voluntad de actuar que se origina en la in­
terioridad de la mente, anterior a la acción que no es más que el medio
para el fin de su realización. Un cuadro es, entonces, la ejecución de una
idea que existe primero sólo en la mente, concebida sólo por la mente,
que es, de este modo, determinada únicamente por sí misma.
Pero, la concepción del artista como creador que subyace al asom­
bro con el que Spinoza imagina será recibida su tesis de que el cuerpc
que produce un edificio o un cuadro es determinado por causas corpo­
rales y de que buscar causas extra-corporales o supra-corporales sólc
puede distraer nuestra atención de las verdaderas razones de nuestras
acciones, precisamente refleja, como hemos visto, los prejuicios teoló­
gicos respecto a la creación que Spinoza se toma gran empeño en disi­
par a lo largo de toda la Ética: aquellos que conciernen a la naturaleza
de Dios. Dios o la naturaleza no actúa con vistas a un fin, realizando de
forma material una intención espiritual y, por tanto, existiendo prime­
ro como espíritu y, sólo después, como materia. Es más, Spinoza de­
muestra que el entendimiento de Dios no sólo no existe potencialmen­
te sino que es co-extensivo a sus actos, “pero como lo eterno no admi­
te un cuando, un antes o después, simplemente se sigue de la perfec­
ción de Dios que Dios no puede nunca decretar de otra manera ni pue
de haber decretado jamás de otra manera; en otras palabras, Dios n(
podría haber existido antes de sus decretos ni puede existir sin ellos
(E I, prop. 33, esc. 2). Y, como hemos visto, la visión imaginaria d(
Dios refleja y garantiza, simultáneamente, la visión imaginaria de la li
bertad y la acción humanas: el rechazo de una implica necesariamen
te el rechazo de la otra.
De hecho, Spinoza elabora un argumento muy similar respecto \
la acción humana en el Tratado teológico-político cuando, discutien
do la relación entre la fe y las obras en la práctica religiosa, desech;

69
cualquier idea de que la fe pueda existir fuera o antes de sus manifes­
taciones, que, de acuerdo con el modelo que rechaza, sólo imperfec­
tamente podrían realizar la fe que expresan: “sólo por las obras pode­
mos juzgar si alguien es un creyente o un incrédulo. Si sus obras son
buenas, es un creyente, por mucho que pueda distanciarse de los dog­
mas religiosos de otros creyentes; mientras que si sus obras son
malas, es un incrédulo, por mucho que pueda estar de acuerdo con
ellos verbalmente. Ya que, puesta la obediencia, la fe está puesta ne­
cesariamente, y la fe sin obras está muerta” (TTP, cap. 14). Así, la fe
ya no tiene una existencia interna, mental o espiritual, anterior a su
encamación en un acto. Por el contrario, no tiene existencia fuera de
las manifestaciones corporales respecto a las que, como Dios mismo,
el Espíritu de los espíritus, es una causa inmanente. El rechazo a ad­
mitir una intención separada del acto, un rechazo que asume que los
individuos a menudo no conocen sus propias intenciones o creencias,
esto es, no conocen las creencias que sus acciones necesariamente
postulan y, en consecuencia, no conocen lo que piensan o creen dado
que sus pensamientos y creencias están planteados fuera de ellos, en
acciones que incluso podrían no reconocer como propias. Ahora pare­
ce que la noción de sonambulismo, que sólo hace un momento pare­
cía tan lejos de ser aplicada a lo que pensábamos que eran las acciones
humanas intencionales, se ha convertido en el término más apropiado
para describir la realidad de la práctica: incrédulos creyendo que creen
aunque llevan a cabo actos de incredulidad y creyentes dudando de su
propia creencia aunque practican, sin saberlo, la obediencia a las le­
yes de Dios.
¿No podría decirse algo similar acerca de la pintura? El artista pue­
de creer que el cuadro es la realización o materialización de una deci­
sión mental, espiritual por medio de un acto de voluntad, pero, de
acuerdo con Spinoza, no hay intención fuera de su “realización”. El ar­
tista observa su cuerpo pintando, esculpiendo o escribiendo (¡el poeta
español!) e imagina, porque ignora la verdadera cadena de determina­
ciones, que él, su voluntad libre, es la única causa de sus movimientos
corporales que están dirigidos con vistas a imitar un diseño que tiene
en su mente. Las intenciones que el artista imagina ser las causas de
sus obras son, más bien, sus consecuencias, ejerciendo no más fuerza
causal que las decisiones que tomamos cuando soñamos: “cuando so­
ñamos que estamos hablando, pensamos que lo hacemos por decisión
mental libre; sin embargo, nosotros no estamos hablando o, si lo hace­
mos, es el resultado de un movimiento espontáneo del cuerpo”. Pero
el mundo onírico en el que vivimos buena parte de nuestras vidas se

70
extiende mucho más allá de los actos privados de los individuos: ha]
un sonambulismo de la vida social.
Es, indudablemente, a este sonambulismo al que se refiere la cláu­
sula final de la segunda objeción del escolio: “tampoco el cuerpo hu­
mano es capaz, a menos que sea determinado por la mente, de cons­
truir un templo [templum]”. Spinoza ha expuesto ya, en la misma fra­
se, la objeción de que la causa de los edificios (aedlfícionmí), que pue­
de ser atribuida únicamente a la habilidad humana, pudiera ser dedu­
cida de causas corporales. ¿Por qué repite este punto, usando el ejem­
plo especifico de un templo? Quizás, Spinoza distingue el templo di
otros tipos de edificios porque parecería no servir, en absoluto, pan
, ninguna función práctica y, por tanto, no tener lugar alguno en un or­
den puramente corpóreo. Es más, el templo es un monumento mate
rial dedicado a una verdad que se halla más allá del mundo simple­
mente material, un recordatorio material de la primacía del espíriti
sobre la materia, de Dios sobre la creación, del alma sobre el cuerpo
Los que lo construyeron no sólo concebirían su diseño antes de cons­
truirlo, sino que, al pensarlo, buscarían su propósito y su guía más allí
de la naturaleza.
El término templum, sin embargo, funciona además como un ejí
que conecta el escolio de la proposición 2 de la Parte III a un argumen­
to cercanamente relacionado en el Tratado teológico-político, un argu­
mento que sugiere una vía para leer el escolio políticamente. Ya que e
término no puede dejar de recordar el templo del pueblo hebreo, e
ascenso y caída de cuya nación ocupa la mayor parte de los capítulos
17-18 del Tratado político-teológico. Tal y como subrayó uno de los
más perspicaces lectores modernos de Spinoza (quien, desafortuna­
damente, nos dejó poco más que fragmentos en tomo a Spinoza), 1c
que, quizás, es más asombroso acerca de la discusión de Spinoza sobre
el pueblo hebreo (cuyo poder y originalidad todavía no han sido sufi­
cientemente apreciados) es su descripción de la sociedad judía tem­
prana como un “régimen disciplinario” en el que la superstición nc
sólo dominaba la mente de sus miembros sino también sus cuerpos,
organizando cada momento de su vida física (Althusser, 1994). Entre
las causas de la prolongada estabilidad del estado hebreo, estabilidad
en la que consistió, según Spinoza, su carácter de pueblo elegido de
Dios, se encontraba “la formación de la gente para la obediencia disci­
plinada [obedientiae disciplina] que les compelía a hacer todas las
cosas [omnia] de acuerdo con una ley fijada, prescrita. Un hombre nc
podía arar cuando le apetecía, sino sólo en estaciones y momentos fija­
dos, y aun entonces sólo con un animal cada vez; igualmente, sóle

71
podía sembrar y cosechar de una cierta manera y en un cierto momen­
to” (TTP, cap. 17, 266 [373]). La disciplina que gobernaba “todas las
cosas” no dejaba ninguna actividad física, por muy insignificante que
pareciera, fuera de su ámbito de influencia: “No podían siquiera co­
mer, vestir, cortarse el pelo, afeitarse, divertirse o hacer cualquier otra
cosa, excepto si lo hacían de acuerdo con mandatos e instrucciones
establecidas por la ley” (TTP, cap. 5,118-119 [160]). Dado el argumen­
to de Spinoza en el escolio de la proposición 2 de la Parte III de que “las
decisiones mentales no son otra cosa que los apetitos mismos, que
varían de acuerdo con la variada disposición del cuerpo” y que, en el
estado hebreo, la disposición del cuerpo estaba determinada hasta el
más mínimo detalle por la ley, necesariamente sucedía que “nadie
deseaba lo que estaba prohibido y todos deseaban lo que era ordena­
do” (TTP, cap. 17,266 [373]). Además, “a los hombres formados de esa
manera en la obediencia, ésta no debía parecerles servidumbre [serví-
tus] sino libertad [libertas]” (ibid.). Si, bajo tales condiciones, los hom­
bres construyen un templo, es porque sus cuerpos son movidos por
otros cuerpos, otros cuerpos que les impulsan a actuar de ciertas
maneras. Ellos pueden imaginar, y, en efecto, es inevitable que lo
hagan, dado que ignoran las causas que les empujan y creen tener
poder absoluto sobre sus acciones como Dios lo tiene sobre la crea­
ción, que son libres. Tales ideas son la prueba más segura del sonam­
bulismo que acompaña al estado de servidumbre. ¿De qué otra mane­
ra podríamos explicar nuestra tendencia a actuar de modo contrario a
nuestro interés propio racional no sólo cuando ignoramos o cuando
somos engañados por sacerdotes y tiranos, sino incluso cuando clara­
mente “vemos lo mejor y hacemos lo peor”? Si “el mayor de los secre­
tos del régimen monárquico” consiste en usar la religión para justifi­
car la opresión, la religión ya no debe entenderse simplemente como
creencia, un estado interno. Spinoza nos fuerza a enfrentamos con la
materialidad que hace efectiva a la religión, la materialidad del templo
que encierra y jerarquiza los cuerpos de los fieles, la materialidad de
los actos, posturas y palabras de sumisión y súplica. Si tomamos seria­
mente el argumento de Spinoza de que ‘las decisiones mentales no
son otra cosa que los apetitos mismos, que varían de acuerdo con la
variada disposición del cuerpo”, una religión ha de entenderse a través
de la disposición de los cuerpos que organiza y el grado en el que esta
disposición produce la decisión mental de obedecer al sacerdote y al
rey. El secreto del despotismo no se halla en su habilidad para persua­
dir a las mentes sino en su habilidad para mover los cuerpos, para
extraer de ellos su fuerza y poder, o para dirigir ese poder en su propio

72
beneficio, produciendo, en todo momento, el efecto retroactivo de un
consentimiento que se concibe a sí mismo como origen de las acciones
del cuerpo. Y la “obediencia disciplinada” puede ser máximamente efi­
ciente cuando el sistema del despotismo trabaja sin un déspota, un
juego de fuerzas produciendo un mundo de siervos sin amos. No es ex­
traño que Spinoza pudiera hablar de una muerte del cuerpo en el que
éste retuviera los signos vitales: un cuerpo sobre el que se actúa pero
no puede actuar, o si actúa disminuye su propio poder, un cuerpo cuyo
movimiento es cada vez más limitado, constreñido, repetitivo, un
cuerpo que, si siente algo, siente dolor, está, en efecto, muerto.
Pero, deberíamos ser muy claros: es verdad que esta línea de argu­
mentación, la insistencia en la primacía del cuerpo en política, enfren­
ta a Spinoza con la tradición patriarcalista asociada en el siglo XVII con
figuras tales como Filmer o Bossuet que defendieron la “naturalidad”
de las relaciones de mando y obediencia y que señalaron a la familia
como el origen y modelo de la sociedad. La forma peculiar de esta crí­
tica del despotismo, sin embargo, asegura que no se limita al “régimen
monárquico”, que aparece como agente inmediato de la servidumbre
en el Tratado teológico-político. Por el contrario, la insistencia de Spi­
noza en que la disposición de los cuerpos prima sobre las decisiones
mentales le enfrenta también, lo que es más importante para el fin de
siglo XX, con toda la corriente de la filosofía liberal desde Grotius ¿
Hobbes y Locke. Los argumentos expuestos en el escolio de la pro­
posición 2 de la Parte III proyecta una luz severa y desfavorable sobn
la concepción de la libertad propia del liberalismo. Para esta tradición
la disposición de los cuerpos es mucho menos importante que la deci
sión mental que determina esta disposición. Así, la servidumbre, la obe
diencia y la disciplina, incluso, bajo ciertas condiciones, la esclavitud, n(
son en sí mismas injustas o ilegítimas en la medida en que sean efecto;
de una decisión voluntaria. Para juzgar una relación social determina
da, sea entre dos individuos o entre un soberano y su pueblo, es nece
sario preguntar no cuán constreñido está el cuerpo, si, por medio de es
relación, sus fuerzas se incrementan o disminuyen, o incluso si experí
menta placer o dolor, sino, más bien, qué actos mentales precediera]
tales acuerdos: ¿fueron tomados voluntariamente? El pensamient
liberal del siglo XVII se aleja de la realidad del cuerpo y sus fuerzas par
buscar los orígenes incorpóreos, espirituales, una búsqueda, precise
mente, de la decisión mental, el acto de voluntad que, por definiciói
precede y excede la disposición del cuerpo. Tales filosofías plantear
necesariamente, el dominio de la mente sobre el cuerpo con el fin d
justificar el procedimiento hermenéutico que les impulsa a mirar m¿

73
allá del cuerpo, sus poderes y sus placeres, en busca de un origen tras­
cendental que determine su disposición. La definición de la libertad hu­
mana como habiendo sido siempre ya ejercida, como habiendo siem­
pre ya precedido el estado de subordinación y como habiendo siempre
existido en el pasado que precedió al presente, lejos de permitir una crí­
tica de la servidumbre, se convierte en su más astuta justificación, pro­
duciendo retroactivamente la fundación que le da su legitimidad, una
legitimidad que no se deriva de la naturalidad del mando y la obedien­
cia, y, así, de la jerarquía, sino una legitimidad derivada de la voluntad
incondicionada de individuos naturalmente libres e iguales que, según
puede mostrarse, han cedido, no sus vidas (derecho “inalienable”), en
verdad, sino simplemente su poder y productividad.
El caso de Hobbes es particularmente instructivo en este aspecto.
En un sentido muy importante, Hobbes es uno de los materialistas más
intransigentes no sólo del siglo XVII (en el que sus obras publicadas
fueron recibidas con al menos tanto escándalo como las de Spinoza),
sino, quizás, de toda la historia de la filosofía. Después de todo, sus afir­
maciones en el Leviatán parecen inequívocas: “Siendo el universo el
agregado de todos los cuerpos, no hay, por ello, parte real que no sea
también cuerpo” (428 [459]). Para Hobbes, el término “incorpóreo”
sólo puede significar inexistente, mientras que “espíritu” puede tener
dos significados posibles: “es o bien un cuerpo sutil, fluido e invisible, o
un espectro, u algún otro ídolo o fantasma de la imaginación”. Y si es
verdad que Hobbes parece dejar abierta la posibilidad de la substancia
espiritual o incorpórea con su argumento de que “la naturaleza de Dios
es incomprensible; o, lo que es lo mismo, nosotros no entendemos nada
de lo que él es, sólo que él es”, introduciendo, así, una distinción entre
el mundo de los cuerpos finitos presente a nuestra concepción y un
mundo infinito, y, por tanto, inconcebible, más allá del agregado de
cuerpos, él confirmó en el Apéndice a la edición latina del Leviatán que
negar “que haya alguna sustancia incorpórea” es afirmar “que Dios es
un cuerpo” (740). De forma similar, en sus “Objeciones” a las Medita­
ciones de Descartes, Hobbes rechaza con vehemencia el dualismo de
mente y cuerpo que Descartes reclama establecer en la Segunda Medi­
tación y deriva de los argumentos de éste no la conclusión de que “yo
soy una cosa pensante” sino la contraria: “Una cosa pensante es algo
corpóreo” (122 [141]). El rechazo de cualquier forma de dualismo, la re­
ducción a lo corporal de todas las cosas espirituales parece ser total en
Hobbes.
Es de lo más sintomático, entonces, cuando precisamente halla­
mos que Hobbes se ve obligado por la lógica de su pensamiento a rein-

74
ventar el dualismo que había rechazado por otras vías. En la subesti­
mada tercera parte del Leviatán, cuando se hacen patentes todas las
implicaciones del materialismo de Hobbes, despliega sus argumentos
contra el espíritu y contra cualquier posibilidad de que un individuo
apele a los fenómenos de los milagros, profecías o inspiración de cual­
quier tipo para reclamar un conocimiento único de la voluntad de
Dios. Como señalamos en el capítulo anterior, Hobbes pretende dejar
a los posibles rebeldes sin el tipo de justificación que apela a lo sobre­
natural, que era un lugar común en el periodo entre 1640 y 1660: nadie
puede reclamar saber si el soberano se ha ganado la gracia de Dios o
su ira y no es simple sedición sino blasfemia invocar el juicio de Dios
para intentar conseguir la autoridad legítima. Es más, hacer incognos­
cible e indecidible la voluntad de Dios, como hace Hobbes, es hacer del
espacio de la interpretación un espacio de continuo conflicto que, ine­
vitablemente, alterará el orden social a no ser que el derecho de inter­
pretación, como el derecho de auto-gobierno, sea transferido al sobe­
rano. Hobbes recuerda a sus lectores, que podrían tener razones para
temer que su interpretación de la voluntad de Dios no coincidiera
exactamente con la del soberano, aquel mandato de San Pablo a los
siervos cristianos de amos paganos: “Siervos, obedeced en todo a vues­
tros amos respecto a la carne, no porque sois vigilados, como harían
quienes quieren complacer a los hombres, sino con la sencillez de co­
razón de los que temen al Señor” (526 [552]). De forma similar, un
príncipe infiel debe ser obedecido “no sólo por miedo a despertar su
ira, sino además por el bien de la conciencia” (527 [553]).
Hobbes irá incluso más lejos y considerará el caso más extremo:
“Pero qué (se podría objetar) si un rey o un senado u otro soberano nos
prohibiera creer en Cristo”. Es en este punto en el que Hobbes, teórico
de un mundo de cuerpos determinados por otros cuerpos, es impulsa­
do por la lógica de su argumento a construir un ámbito por encima y
más allá del cuerpo y las determinaciones que le afectan, un asilo de la
libertad interna, por muy palmariamente que semejante argumento
viole la principales premisas de su obra. Primero, y en evidente contra­
dicción con los argumentos centrales de la Parte III del Leviatán, afir­
ma que “tal prohibición no tiene efecto, porque la creencia y la incre­
dulidad nunca obedecen a los mandatos de los hombres. I a fe es un
don de Dios que el hombre no puede dar ni quitar por medio de prome­
sas de recompensas o amenazas de tortura” (527 [553]), pase lo pase,
mantenemos nuestra ‘libertad”, según Hobbes, porque “la veneración
con la palabra sólo es una cosa externa, y no más que cualquier otrc
gesto por el que significamos nuestra obediencia” (527-8 [553]). Hob-

75
bes cita el ejemplo del siervo Namaan (2 Reyes 5:17) quien, aunque “se
convirtió de corazón al Dios de Israel” continuó acompañando a su amo
en el culto de los falsos dioses, yendo tan lejos como para hacer reve­
rencias al entrar en sus templos. Namaan temía que su acción fuera
tomada por Dios como una negación, igual que si hubiera renegado de
Dios de palabra. Hobbes señala, sin embargo, que el profeta Elíseo
excusó sus acciones “y le exhortó a ir en pa¿ ’ (528 [554])- En tanto que
Namaan actúa obedeciendo a su amo, las acciones, aunque realizadas
por él, son, estrictamente hablando, de su amo. Hobbes separa un
mundo interno de libertad perfecta de un mundo externo de obediencia
y determinación. Argumentar, como hace Spinoza, que no hay fe ver­
dadera excepto en las obras, que si la fe existe de alguna manera, lo hace
sólo en tanto que es inmanente a los actos externos (incluyendo los
actos de habla), supone, para Hobbes, autorizar a “todos los hombres
privados a que desobedezcan a su príncipe”. Por el contrario, debemos
reconocer que Dios ve más allá de las exterioridades de los cuerpos, las
acciones, los discursos, y que acepta “la voluntad por la obra” y el
“esfuerzo por obedecerle” por la obediencia misma (611 [642]). De este
modo, Hobbes, en contra del núcleo de su filosofía, inventa un mundo
interno de libertad donde cada hombre puede pensar y creer como le
plazca, no condicionado por las fuerzas meramente físicas que le rode­
an, un mundo del que, por definición, no puede haber ni una sola mani­
festación externa, corporal. Lo que es extraordinario respecto a esta
erupción de idealismo en una obra que declara que la existencia y el
cuerpo son la misma cosa no es simplemente la contradicción que
marca; más importante, incluso, es el hecho de que muestra la inven­
ción de la interioridad, de un mundo interior de libertad ilimitada, el
mundo en el que se origina libremente el consentimiento y la misma fe,
como el suplemento necesario de la servidumbre. Aunque el siervo obe­
dezca a su amo, el ciudadano a su soberano en todas las cosas, ellos son,
quizás a pesar de las apariencias, perfectamente Ubres porque, aunque
incluso la acción del cuerpo más diminuta fuera prescrita y controlada,
hay un mundo interior, un mundo, el único mundo, reconocido por
Dios y reflejando en miniatura su incomprensible poder de libertad, no
afectado (del mismo modo que él tampoco afecta) por el mundo corpó­
reo que lo rodea. Un hombre puede no actuar nunca de acuerdo con su
fe o no hablar de ella ni siquiera a una persona (si eso ordenara el sobe­
rano), su “voluntad” y su “creencia” permanecerán sin cambio, dado
que este espacio interior, precisamente porque no produce ninguna
manifestación corpórea, tampoco vocal o gráfica, se encuentra más allá
de la jurisdicción del soberano.

76
Fue Kant quien, en dos de sus más famosos ensayos coyunturales u oca­
sionales, ¿Qué es la ilustración? y ¿Qué signiñca orientarse en el pen­
samiento?, ofreció la crítica más perdurable de las posiciones de Hob­
bes, perdurable porque es una crítica realizada enteramente dentro de
los límites del liberalismo. En el último ensayo citado, Kant advierte,
exactamente como hace Hobbes, contra el “fanatismo” [Schwármereí]
que acompaña a la idea de lo que podríamos llamar ahora “la omnipo­
tencia de la razón”, esto es, cualquier idea de que la jurisdicción de la
razón no tiene límites y de que no hay ámbito en el que su ejercicio no
esté garantizado. Para Kant, por el contrario, la primera tarea de la
razón es descubrir sus propios límites: dentro de estos límites es posi­
ble evitar todo error, mientras que, por el contrario, el intento de apli­
car la razón más allá de ellos sólo puede ser causa de error. El esfuerzo
por conocer el mundo suprasensorial, los seres que lo componen y las
leyes que lo gobiernan, por ejemplo, jamás puede conducir al conoci­
miento sino únicamente a un “sueño vacío” (1991, 241 [14]). Debemos
saber que tal mundo existe (y aquí se separa de Hobbes cuyo rechazo
de los “fines últimos” es expresado con una vitalidad significativa en el
Leviatán), pues, ¿de qué otro modo podríamos explicar ‘la finalidad y
el orden que son evidentes en todas las cosas” (241 [15]) y que, a su vez,
nos llevan a asumir la existencia de “un creador inteligente”? Pero,
debemos, también, saber que nunca podremos conocer el mundo (y el
creador) que, de cualquier manera, debemos asumir.
Es en este punto exacto en el que Kant invoca los errores de Spi­
noza o, mejor, del spinozismo, una doctrina caracterizada por un “uso
anárquico de la razón”, por no asignar al entendimiento humano sus
límites inevitables y no ver que las ideas no son más que propiedades
del sujeto humano y que, como tales, están confinadas al interior de
sus márgenes propios. Esta desconsideración del sujeto de conoci­
miento conduce a Spinoza, según Kant, a hablar de “pensamientos que
piensan ellos mismos”, una idea “grotesca” que abandona el sujeto de
conocimiento para abrazar el fanatismo de una razón que no conoce
sus límites e intenta conocer lo incognoscible y demostrar lo indemos­
trable. Así, Spinoza reclama haber “percibido la imposibilidad de un
ser cuya idea está compuesta únicamente de conceptos puros del en­
tendimiento que simplemente ha sido separado de todas las condicio­
nes de la experiencia sensible” (Kant, 1991, 246 [22]). Las consecuen­
cias del rechazo de la razón a estar limitada por leyes que se impone a
sí misma, esto es, su rechazo, primero, a establecer y, después, a respe­
tar los márgenes de su territorio es, primero, una “incredulidad racio­
nal” que produce “libertinismo (esto es, el principio de no reconocei

77
ningún deber)” (249 [26]). Tales efectos prácticos sólo pueden provo­
car a las autoridades, quienes, viendo que la razón no puede gober­
narse a sí misma, impondrán su gobierno sobre ella, en detrimento de
todos. La “coerción civil”, como la llama Kant, sólo puede destruir la
razón. Se dice comúnmente (y aquí Kant retoma la posición de Hob­
bes) que “aunque una autoridad que esté por encima de nosotros
puede privamos de la libertad de hablar y escribir, no puede privamos
de la libertad de pensamiento” (247 [23]). Kant, sin embargo, argu­
menta que la libertad de pensamiento sin la libertad de hablar y escri­
bir es pura ilusión: “¡Cuánto y con qué rigor pensaríamos si no pensá­
ramos, por así decir, en comunidad con otros a quienes comunicamos
nuestros pensamientos y que nos comunican los suyos! Debemos, por
tanto, concluir que la misma coacción externa que priva a las personas
de su libertad para comunicar sus pensamientos también les sustrae
su libertad de pensamiento” (247 [23-4]).
Deberíamos recordar aquí que, aunque el objetivo declarado de
Kant es descubrir las condiciones universales del pensamiento y la
acción, al mismo tiempo, estaba comprometido con su presente histó­
rico, las condiciones singulares que gobernaban su práctica filosófica y
le dictaban sus tareas. De acuerdo con esto, en ¿Qué es la ilustración?
ve la necesidad de la comunicación del pensamiento como una condi­
ción para pensar en términos históricos. En una época en la que “una
gran cantidad de hombres” carecen de la habilidad necesaria para hacer
uso de su “propio entendimiento sin la guia de otro” y, en cambio, con­
fían en “dogmas y recetas”, los individuos en solitario, estando su
entendimiento tan debilitado después de años de dependencia y tan
poco acostumbrado al libre movimiento del pensamiento, son, con la
excepción de unas pocas de las almas más audaces, incapaces de en­
frentarse incluso con el menor de los problemas sin replegarse en bus­
ca del apoyo de prótesis conceptuales. “Hay más posibilidades”, sin em­
bargo, “de que todo un público se ilustre a sí mismo, y hasta, si se le deja
en libertad, [es] casi inevitable” (1991, 55 [27]). Tal libertad, por su­
puesto, debe definirse con precisión: es la libertad del individuo para
desprenderse de los dogmas y las recetas, para pensar por sí mismo y
para expresar sus pensamientos a otros, la libertad, en pocas palabras,
de todos los individuos para argumentar y debatir y para no aceptar
otros criterios a la hora de juzgar exigencias contrapuestas que los de la
razón pura. Pero, las mismas circunstancias históricas que necesitan de
la libertad de expresión como medio de ilustración, requieren, simul­
táneamente, restricciones en el ámbito de la acción. Trasladar ideas,
aunque sean racionales, a la acción con demasiada rapidez supone alte­

78
rar el orden social, provoca un colapso de la autoridad y, sin darse cuen­
ta, marca el comienzo de una nueva serie de prejuicios que sim­
plemente remplazan a los viejos. En efecto, llevar las cosas al extremo
esto es, el caso de la revolución, implica que, de hecho, una nueva serie
de prejuicios, dogmas y recetas “servirán de riendas para controlar a U
gran masa irreflexiva” (55 [28]). La condición de la ilustración es
entonces, “un gobernante que sea él mismo ilustrado y no tema a Io í
fantasmas, y que, al mismo tiempo, tenga a su disposición un ejércitc
bien disciplinado que garantice la seguridad pública” (59 [36-7]). D<
esta manera, Kant no rechaza sino que reconfigura el dualismo de Hob
bes de las mentes libres que habitan cuerpos obedientes. No es tantc
que Kant permita una cierta exteriorización del pensamiento (en el ha
bla y la escritura), como que redefine el habla y la escritura como in
terioridades, o mejor, inmaterialidades, incorporalidades situadas má
allá de un mundo que ellos representan sin siquiera participar de él. E
habla ya no es una forma de acción sino una extensión del pensamien
to, se refiere al mundo pero ya no está en él. Como Hobbes, Kant debí
asumir que uno puede continuar pensando (y, a diferencia de Hobbes
continuar hablando) racional y críticamente incluso si en sus accione
está determinado a obedecer y, así, que la mente trasciende y no es afee
tada por el mundo puramente físico de la disciplina y la obediencia cor
porales. En realidad, tal obediencia es la condición del pensamienti
libre: “un alto grado de libertad civil parece ventajosa para la liberta<
intelectual de un pueblo, sin embargo también levanta barreras que ell
no puede superar. Inversamente, un menor grado de libertad civil da
la libertad intelectual espacio suficiente para desplegarse en su píen
extensión” (59 [37]). La consigna kantiana para la Ilustración capturí
precisamente, esta paradoja: “¡Argumenta tanto como te plazca y acei
ca de lo que te plazca, pero obedece!”.
Desde la posición que hemos identificado en la obra de Spinoza, la
posiciones liberales de Hobbes y Kant, en tanto que dependen de un
separación de la mente y el cuerpo o del discurso y el cuerpo sólo pue
den presentarse como astucias de la servidumbre, doctrinas diseñada
para convencer a los individuos de que acepten la regulación de su
cuerpos en un régimen de obediencia con la promesa de que sus mer
tes (y palabras) permanecerán libres, cuando, en realidad, de acuerd
con el escolio de la proposición 2 de la Parte III, “las decisiones mentí
les no son otra cosa que los apetitos mismos, que varían de acuerd
con la variada disposición del cuerpo”. De este modo, Hobbes y Kar
han dado forma filosófica al sonambulismo generalizado en el que vi\
la gente, soñando que hablan libremente, cuando, en realidad, no cor

79
trolan lo que dicen, creyendo que son los dueños de sus cuerpos y
autores de sus obras, cuando, en realidad, están determinados por
causas corpóreas que ni controlan ni siquiera conocen. El mundo de la
disciplina y la obediencia es un mundo de gente “soñando con los ojos
abiertos”, ellos pueden pensar que piensan y hablan críticamente pero
el cuerpo tiene una mente propia y se mueve siguiendo formas dis­
puestas. Lo más frecuente, sin embargo, y esto es hasta cierto punto
inevitable, será que decidamos que hemos decidido hacer lo que el
cuerpo hace determinado por otros cuerpos, que hemos, libremente,
elegido una servidumbre que, puesto que imaginamos que es una con­
secuencia de nuestra voluntad incondicionada, sólo puede aparecer
como libertad perfecta. La obra de Spinoza está habitada por figuras
de ese tipo: los “autómatas” de la nación hebrea en el Tratado teológi­
co-político, y los sonámbulos de la Parte III de la Ética, figuras patéti­
cas cuya creencia en su propia libertad es la confirmación más segura
de su servidumbre: no sólo ven lo mejor y hacen lo peor, sino que
creen que han elegido libremente actuar así. Pero, en los márgenes de
la obra más importante de Spinoza o, mejor, escondido en su densi­
dad, se halla la imagen de lo que parecería ser, en un mundo en el que
los cuerpos determinan otros cuerpos y las decisiones mentales son
determinadas por la disposición del cuerpo, el destino inevitable de
todos aquellos que buscan la libertas humana en un mundo de servi­
dumbre: la imagen del poeta español, el hombre que escribió unas
obras que ya no puede reconocer, que dijo cosas que ya no puede en­
tender, el hombre que, de repente e impredeciblemente, se encontró
a sí mismo creyendo las supersticiones que anteriormente criticaba.
Es aquí, entonces, donde la negativa de Spinoza a separar el alma del
cuerpo, su crítica de la voluntad libre y de la idea del dominio de la
mente sobre el cuerpo termina: ¿un mundo de muerte en la vida en el
que la razón, inmanente a las emociones activas, parpadea sólo impre­
visible e intermitentemente, producto de “encuentros fortuitos”, ilu­
minando la oscuridad que le rodea por un momento, sólo para extin­
guirse de inmediato, hundiéndonos de nuevo en un abismo de oscuri­
dad y olvido?
Efectivamente, es posible leer la parte final de la Ética (“Del poder
del intelecto, o de la libertad humana”) como la expresión de una libe­
ración máximamente paradójica, aquella en la que la mente se hace
cada vez más poderosa hasta llegar a “comprender todas las cosas en
cuanto gobernadas por la necesidad” (E V, prop. 6), incluyendo, por
supuesto, a sí misma. ¿Qué podría “el poder de la mente” significar
aquí si no es su poder para abandonarlas ilusiones de un Dios gober­

8o
.1
nante de la naturaleza y de un individuo amo de su cuerpo con vistas
a, finalmente, contemplarse a sí misma como un ser dependiente, de­
terminado, no impotente, dado que es parte de la naturaleza (incluida
la sociedad) y partícipe de su poder, pero incapaz de modificar la nece­
sidad que la dirige? ¿No concluye la Ética, y lo hace justamente, defen­
diendo un amor intelectual de Dios (o la naturaleza) que es una con­
formidad ante lo que puede ser amado precisamente porque no hay
otro posible que pueda ser preferido por encima de él? Si aprendemos
a pensar desde el punto de vista de la necesidad eterna e infinita, ¿no
podemos ser llevados a amar, por medio del amor fati, no sólo la tor­
menta que hunde el barco o el terremoto que mata a miles de perso­
nas, sino al déspota y sus sacerdotes que nos envían a la muerte, o in­
cluso el despotismo sin déspota del mercado cuyas fluctuaciones arro­
jan a decenas de millones de personas a la pobreza mientras unos po­
cos se enriquecen? ¿A través de esta devaluación de la mente y de la
voluntad, esto es, por medio de su materialismo decidido, no ha des­
crito Spinoza un mundo en el que la servidumbre y la superstición es­
tán tán efectivamente (en tanto corporalmente) organizadas que la li­
beración humana es literalmente impensable, y haciendo eso no ha
afirmado que este es el único mundo posible (y, por tanto, el mejor)?
Si seguimos literalmente el énfasis que Spinoza pone sobre el cuerpo,
sin embargo, tales conclusiones son insostenibles. Y es que todavía tene­
mos que responder a una cuestión que es, hablando estrictamente, ine­
vitable desde la perspectiva delineada en las Partes III y IV de la Ética: si
no hay un ámbito intelectual que trascienda el corporal, si la mente no
trasciende el cuerpo, ¿cómo es entonces posible pensar, no hablemos ya
de hablar o escribir, contra el orden establecido? Por decirlo de otra ma­
nera, ¿cómo podemos explicar no simplemente la muerte intelectual de
quienes antes fueron hombres racionales, sino su recaída en la supers­
tición y en la reverencia a la autoridad? Es más, ¿hay alguna manera de
explicar la existencia del pensamiento racional en un mundo de servi­
dumbre y superstición? ¿Cómo es que algunos continúan viviendo inte­
lectualmente mientras que otros mueren? Un joven que ha crecido en la
superstición y diariamente participa en sus ceremonias, ¿cómo ejerce
poder para romper con ese mundo físico, rechazando sus prácticas, y
mentalmente, negando y componiendo argumentos en contra de sus ar­
tículos de fe? Para comenzar a responder a estas preguntas, recordemos,
como señalamos en la conclusión del capítulo anterior, que el mismo
Spinoza ofreció una versión de la doctrina kantiana “argumenta pero
obedece”, pero una versión tan debilitada por sus propias incoherencias,
que se hunde bajo el peso del materialismo de Spinoza:

81
Así, mientras que actuar en contra del decreto del soberano es defini­
tivamente una infracción de su derecho, esto no es lo que ocurre con
el pensamiento, el juicio y, en consecuencia, con el discurso, siempre
que uno no haga otra cosa que expresar o comunicar su opinión,
defendiendo por medio sólo de la convicción racional, y no a través
del engaño, el odio o la voluntad de efectuar tantos cambios en el
estado como decida. Por ejemplo, supongamos que un hombre sos­
tiene que cierta ley es palmariamente irracional y, por tanto, defiende
su revocación. Si, al mismo tiempo, somete su opinión al juicio del
poder soberano, (que es el único competente para aprobar o revocar
leyes) y, mientras tanto, no hace nada contrario a lo que manda esa
ley, se merece la aprobación del estado, actuando como un buen ciu­
dadano debe hacer. Pero, si, por el contrario, el propósito de su acción
es acusar al magistrado de injusticia y remover el odio popular contra
él, o si, sediciosamente, busca revocar esa ley pasando por encima del
magistrado, no es más que un agitador y un rebelde.
Spinoza, TTP, 293 [411-12]

Es una conclusión sorprendente para una obra que ha argumentado


ante un mundo escandalizado que el lenguaje también es parte de la
naturaleza y que, como tal, posee una existencia corporal tanto en la cor­
poralidad de la voz como en la materialidad gráfica de la escritura y, por
tanto, de la Escritura. Desde las posiciones que Spinoza ya ha delineado
en el Tratado teológico-político, la mayor parte del capítulo final apare­
ce como una defensa prolongada contra las verdades que él mismo ha
traído a la luz, y este pasaje, en sus dudas y contradicciones, muestra, de
forma concentrada, todas las paradojas del “liberalismo” de Spinoza. En
realidad, la versión de Spinoza del “argumenta pero obedece” es consi­
derablemente menos liberal que la kantiana. ¿Y cómo podría ser de otra
manera? Si el lenguaje no es externo al mundo corporal, entonces, el
habla no sólo es un tipo de acción en el sentido físico, sino que, en tanto
que tal, esto es, en tanto que cuerpo, posee la capacidad de mover otros
cuerpos. Es, así, imposible separar el habla de la acción: argumentos
poderosos contra una ley tenderán inevitablemente, con independencia
de las “intenciones” (como hemos visto una noción altamente dudosa
para Spinoza: quizás es mejor decir con independencia de los pensa­
mientos simultáneos al acto corporal de hablar o escribir) del autor, a
producir, si no desobediencia, sí resistencia, incumplimiento, etc. En un
intento de negar este hecho, Spinoza produce una distinción, irrisoria
desde el punto de vista de su teoría de las emociones, y ausente por com­
pleto en Kant (al menos en tanto que trata del discurso público), entre el
discurso racional, definido como algo no sólo libre de los afectos de ira y

82
odio, sino incluso de la voluntad de intentar cambiar las cosas por uno
mismo, por un lado, y, por el otro, un discurso tan contaminado por las
emociones que se hace contagioso, “incitar al vulgo” a realizar actos de
habla y corporales. La distinción no es más que un deseo: él mismo ha
argumentado hace menos de una página que no es tanto que sea erró­
neo restringir el discurso, es imposible. Del mismo modo que no pode­
mos dejar de pensar, no podemos dejar de expresar a otros lo que pen­
samos, y más, si cabe, cuando estamos enfadados o indignados: “ni
siquiera los hombres versados en asuntos pueden guardar silencio, no
digamos las clases bajas. Es un debilidad común de los hombres confiar
lo que piensan a otros, incluso cuando es necesario el secreto” (TTP, 292
[410]). Desde esta perspectiva, la visión de Hobbes de una sociedad de
súbditos que hablan sólo cuando y como se lo indica el soberano es una
de las fantasías utópicas que Spinoza denuncia al comienzo del Tracta-
tus politicus (I, § 1): Hobbes espera que el miedo “racional” a la muerte
violenta y el deseo de evitar las incomodidades del estado de naturaleza
harán que los hombres dejen de ser como son y pasen a ser como a él le
gustaría que fueran y como, en realidad, deben ser para que la sociedad
de HobbeS no sucumba ante la intrusión desintegradora de la naturale­
za. Podría pensarse que Spinoza apoyaría la primera parte de la consig­
na de Kant no tanto porque sea deseable sino por ser una condición inal­
terable que ninguna ley puede cambiar: (no puedes dejar de) argumen­
tar tanto como te plazca y acerca de lo que te plazca. En cambio, Spino­
za retrocede a una fantasía jurídica que consiste en prohibir legalmente
lo inevitable: “mientras que es imposible privar a los súbditos completa­
mente de esta libertad, otorgarla sin poner ninguna reserva ocasionaría
las consecuencias más desastrosas” (TTP, 292 [410]). ¿Por qué ignora
Spinoza su propia definición del derecho como poder para hablar de un
poder soberano que otorga o retira una libertad que es, no moral o legal­
mente, sino físicamente, inalienable: “nadie puede nunca transferir a
otro tan completamente su poder y, en consecuencia, sus derechos de
modo que llegue a dejar de ser un hombre” y “los hombres nunca hasta
ahora han cedido su poder hasta el punto de dejar de ser temibles para
sus gobernantes” (TTP, 250 [351])? Quizás, la insistencia de Spinoza en
limitar lo que se resiste a todo límite es, de hecho, un reconocimiento
desplazado de lo que es el tercer paso y la conclusión lógica de la crítica
de Spinoza a Hobbes: siendo que los hombres pensarán, como están
determinados a hacerlo, y expresarán oralmente y por escrito lo que
piensan, por ello mismo, tenderán inevitablemente a expresar en la
acción sus ideas y creencias, especialmente aquellas que sean críticas con
el orden teológico o político establecido.

83
De hecho, si seguimos los argumentos planteados en este capítulo, de­
beríamos decir incluso que la desobediencia y la resistencia a la servi­
dumbre y a la superstición deben preceder o, al menos, acompañar su
crítica racional, para que esa crítica pueda ser planteada de alguna
manera. Ya que, como hemos visto en el caso de la nación hebrea, el
efecto de la obediencia disciplinada es el deseo de obedecer, un sentido,
puramente imaginario en tanto que invierte las causas y los efectos, de
que, libremente, hemos ordenado a nuestros cuerpos realizarlo que, en
realidad, ellos son determinados a hacer por otros cuerpos: la crítica en
un mundo semejante es imposible. Pero, la estabilidad que caracterizó
a la nación hebrea y que descansaba en la unidad afectiva y corporal del
pueblo judío fue tan inusitada en la historia que era considerada como
el signo más fidedigno de que esa nación era la elegida de Dios. Su sin­
gularidad era tal que, para Spinoza, podía encamar simultáneamente la
mayor esperanza para una sociedad (en tanto que presenta la posibili­
dad de que “una comunidad de sabios” en la que las emociones activas
dominaran tendencialmente a las emociones pasivas podría disfrutar
de una estabilidad y duración semejantes) y el mayor de los miedos
(una sociedad cuya estabilidad fuera consecuencia de una dominación
total del cuerpo y la mente en la que la gente no sólo obedeciera sin vaci­
lar a sus amos, sino que no pudiera desear ninguna otra cosa que obe­
decer, incluso, o especialmente, cuando la obediencia significase sacri­
ficio y sufrimiento). Para casi todas las otras sociedades, el rechazo de
Spinoza de tomar el mundo humano como un reino dentro de otro rei­
no, con el resultado de que todo soberano, nc importa lo poderoso que
aparentemente pueda ser, estará sujeto a una cadena infinita de causas
que no puede controlar, junto con el rechazo de Spinoza a confundir la
ley con el hecho o el derecho con el poder, significarían que la idea de
un poder o un derecho absolutos estaría, excepto en momentos de la
historia altamente inusuales y necesariamente precarios, determinados
por una improbable conjunción de innumerable factores, un simple
sueño utópico (o un temor anti-utópico, dependiendo de la perspectiva
que se adoptara). No existe ningún sistema de gobierno, no importa lo
absoluto que parezca, que no descanse sobre un equilibrio de fuerzas y
el gobernante que ignore este hecho no gobernará por mucho tiempo.
Paradójicamente, es este mismo antagonismo insuperable, interno a
cada sociedad, el que es tanto una amenaza permanente para la estabi­
lidad que la vida racional requiere, como la condición para que haya, de
alguna manera, racionalidad en un mundo que parece destinado a no
desprenderse nunca, de una vez por todas, de la superstición.

84
3.- E l cuerpo de l a m u ltitu d

Nullum profundum mare, nullum vastum fre-


tum et procelosum tantos ciet fluctus, quantos
multitudo motus habet .
Quintus Curtius, Historiarum Alexandri
Magni Macedonis

Como hemos visto, la historia del estado hebreo, tal y como está reco­
gida en el Antiguo Testamento, ofrecía a la reflexión política un ejem­
plo de ambivalencia permanente en el que la esperanza utópica de una
sociedad tan bien organizada que en ella podría hacerse coincidir de
continuo la lay, el deseo y la razón, de modo que “todo hombre, inde­
pendientemente de su carácter, pondrá el derecho público por delan­
te de la conveniencia privada”, nunca podía separarse totalmente del
miedo producido por la anti-utopía de una sociedad en la que la gente
vive siempre engañada y carente incluso de la capacidad para dudar de
las supersticiones que justifican su servidumbre (el imperio otomano,
según se lo imagina Spinoza, por ejemplo, en el Prefacio del Tratado
teológico-político, es expuesto como la realización de un estado seme­
jante). De cualquier manera, las historias de otros estados, ofrecidas
inicialmente como una justificación de la necesidad “de alcanzar una
constante estabilidad”, llevan a desplazar la esperanza / miedo de una
sociedad constantemente estable por una serie distinta de esperanzas
y miedos: la Roma de Livio (y por tanto también de Maquiavelo), Sa-
lustio y Tácito, la Macedonia de Quinto Curcio y la Florencia de Ma-
quiavelo. Spinoza convoca a estos autores, principalmente en el Trata­
do teológico-político, cuando busca advertir a sus desahuciados alia­
dos que la autoridad legal, formal no equivale a la fuerza real, y que el
estado, incluso con su “aparato represivo”, descansa sobre la acepta­
ción, o más a menudo el mero consentimiento, de la gente, cuya opo­
sición activa ningún régimen puede soportar.

* “No hay mar profundo, no hay océano inmenso y torm entoso cuyo oleaje se agite tanto como
movimientos experimenta la multitud” (N. del T.)

85
Así, Spinoza cita a Tácito (aunque sin dar la referencia) cuando argu­
menta que ‘los hombres nunca han transferido su derecho ni rendido
su poder a otro tan completamente que no fueran temidos por aque­
llas mismas personas que recibían su derecho y poder, y que el gobier­
no no haya estado en mayor peligro por causa de sus ciudadanos, aun­
que privados de su derecho, que por causa de los enemigos exteriores’'
(TTP, 250 [351]). “Aunque privados de su derecho”: es obvio que aquí
Spinoza usa “derecho” en su sentido comúnmente aceptado, esto es,
trascendental, sentido diametralmente opuesto al de la definición que
expone en el capítulo 16, de acuerdo con la cual el derecho es equiva­
lente al poder. En un comentario reciente, Richard Tuck (1993), refi­
riéndose a la primera mitad del siglo XVII, llama a la tradición de la
que se nutre Spinoza “escepticismo político”, en tanto que, como Táci­
to (como el Maquiavelo de El príncipe), considera que la ley y el dere­
cho están siempre subordinados a relaciones de fuerza y parece consi­
derar los valores morales trascendentales como productos de la imagi­
nación que, en la medida en que guían la práctica política, sólo pueden
conducir al fracaso. De acuerdo con este punto de vista, tal escepticis­
mo podría conducir únicamente al cinismo de una raison d’etat que
atribuye derecho absoluto al estado mientras niega todo derecho a sus
súbditos, una doctrina que, en realidad, sirve para justificar cualquier
violencia que la dominación estatal requiera.
Un trabajo reciente, aunque todavía incompleto, ha mostrado la
incontestable filiación de Spinoza con esta tradición (elijamos denomi­
narla escéptica, realista o materialista) (Proietti, 1985). Encontrare­
mos, no obstante, que esta devaluación de los valores morales trascen­
dentales y su rechazo de la eficacia de la ley, lejos de proporcionar a la
violencia del estado (o a cualquier otra acción llevada a cabo por el es­
tado por cualquier motivo) un fundamento de derecho, ofrece la críti­
ca más potente que se haya visto a la dominación. Y es que Spinoza exi­
ge no simplemente la liberación de las mentes, no una libertad de la
mente que nunca se expresara en el cuerpo, ni una libertad cuyo me­
jor modo de autentificarse es mostrando que ya ha sido ejercida, sino
una libertad también del cuerpo; no simplemente la libertad de un in­
dividuo que es propietario de sí mismo y de sus derechos, sino la libe­
ración de la colectividad fuera de la cual el individuo no puede existir
y separado de la cual la libertad del individuo es inconcebible. La exi­
gencia de abandonar la idea de un derecho o una justicia que trascien­
de las relaciones de poder (y que sirve así como un punto desde el que
criticarlas o “rechazarlas”, aunque sólo mentalmente) es, al mismo
tiempo, la exigencia de acabar con aquellas relaciones de poder que

86
requieren y estimulan la ilusión de la trascendencia, y de provocar los
cambios que nos posibiliten vivir nuestro derecho como poder.
Así, aunque el Tratado teológico-político es considerado común­
mente como una intervención contra las fuerzas del absolutismo y la teo­
cracia, junto con la superstición con la que justifican su campaña por la
dominación de los Países Bajos, el capítulo 16 aborda claramente otro
problema completamente distinto. Aquí, las ilusiones que Spinoza busca
disipar son las del incipiente liberalismo: el contrato social, el imperio de
la ley, la transferencia voluntaria de su derecho que el individuo hace al
estado. Por supuesto, no rechaza estos conceptos más explícitamente
que los de la teología, pero, de idéntico modo a como trata a esta última
tanto en el Tratado teológico-político como en la Ética, vuelve el léxico de
los derechos contra sí mismo, traduciendo sistemáticamente el lenguaje
de la trascendencia jurídica al lenguaje del poder. De igual manera que
escribe “Deus, sive Natura” en la Ética, con el mismo número de pa­
labras dice en el Tratado teológico-político “Jus, sive Potentia” (derecho,
o poder), y los efectos de esta particular “operación del sive”, por usar de
nuevo la expresión de Tosel (1984), son tan devastadores para la doc­
trina liberal como su tratamiento de Dios lo es para la religión.
Spinoza comienza su discusión de “las bases de la república” (de rei-
publicae íundamentis) examinando el derecho natural del individuo. Al
seguir insistiendo en que el mundo humano es parte del mundo natu­
ral, tal investigación debe comenzar con una consideración del “orden
[insütutum] establecido y de derecho de la naturaleza”. Siendo que la
naturaleza, o Dios, hace todo lo que puede hacer, y siendo que para Dios
no hacer algo que podría hacer sería una imperfección y Dios es per­
fecto, “el derecho de la naturaleza es co-extensivo a su poder”. De aquí
se sigue que las cosas individuales, de las que está constituida la na­
turaleza (o Dios) en su infinitud, poseen el “derecho soberano” a hacer
las cosas que les determina a hacer la naturaleza como un todo, Este es,
por supuesto, un ejemplo extraordinario del anti-humanismo filosófico
de Spinoza. El derecho, lejos de pertenecer a un mundo humano de li­
bertad, fuera y más allá de la necesidad que gobierna el mundo natural,
se hace co-extensivo a esa misma necesidad, fuera de la cual no existe
nada. Desde la posición de Spinoza, negar que los entes singulares (tan­
to no-humanos como humanos, tanto animados como inanimados) se
realizan (existen y actúan) con pleno derecho es negar que Dios, cuya
expresión ellos, en su infinitud, constituyen, existe con ese mismo dere­
cho.
Para ilustrar este punto, Spinoza ofrece un ejemplo cuya brutal
economía ha molestado a más de unos pocos: los peces, nos dice, están

87
determinados a vivir en el agua y, por ello, lo hacen conforme a dere­
cho, del mismo modo que los peces grandes están determinados a co­
merse a los peces pequeños, también con todo derecho. La primera
parte del ejemplo parece suficientemente clara: las cosas son lo que
son, existen en su realidad con derecho a existir y ¿cómo podría ser de
otro modo, a menos que el derecho se haga trascendental, una norma
sobrenatural por la que juzgamos, condenamos o negamos aquello
que existe de hecho?. Los peces tienen derecho a ser como son y no
otro; tienen derecho a vivir en el agua pero no tienen derecho a (esto
es, es imposible para ellos) hablar. Pero, no deberíamos dejamos con­
fundir por este ejemplo: cuando habla de los peces, Spinoza no se re­
fiere a ninguna abstracción o universal. Todos los peces individuales
que viven en el agua tienen derecho a hacerlo; si, por alguna razón, un
pez particular desarrollara una enfermedad que le impidiera filtrar el
oxígeno del agua y, por tanto, no pudiera vivir en ella, ya no tendría de­
recho a hacerlo. Si muriera, ya no tendría derecho a vivir. En la misma
línea, del argumento de Spinoza en la carta 21 (a Blyenbergh), pode­
mos concluir que un hombre ciego (al menos alguien cuya condición
es inmodificable) no tiene más derecho a la vista que una piedra (Ep.
21). “Los imbéciles, los locos y los cuerdos” tienen el mismo derecho
para actuar como cada uno de ellos lo hace; las acciones irracionales
son llevadas a cabo con el mismo derecho que las racionales. Todo lo
que es real es de derecho: “el derecho de la naturaleza y su orden...
prohíben sólo aquellas cosas que nadie desea y nadie puede hacer”
(TTP, 238 [334]). Pensar de otra manera supone rechazar lo que es en
nombre de lo que no es y, por tanto, no puede (al menos actualmente)
ser, una operación que, como hemos visto en el caso de la Escritura, no
puede conducir a ningún conocimiento o verdad y, por tanto, no puede
servir de ayuda alguna para cambiar el mundo que condena.
Por muy controvertidas que sean las implicaciones del rechazo de
Spinoza del derecho que trasciende el hecho en la primera mitad de su
historia de peces, la segunda mitad está concebida para provocar al
lector, quien, sin duda, será incapaz de evitar el asociarla con el mundo
humano: el pez grande que se come al más pequeño con pleno dere­
cho, porque, del mismo modo que el derecho de la naturaleza como un
todo es co-extensivo con su poder, el derecho de cada cosa individual
es co-extensivo con su poder. El derecho equivale al poder, el pez gran­
de se come a los más pequeños: ¿no hemos llegado, precisamente, al
“escepticismo” (acerca de las normas trascendentales) que justifica
cualquier acción de los poderosos y que, todavía peor, nos priva inclu­
so de un mínimo suelo desde el que criticar cualquier acción, desde la

88
simple opresión hasta el genocidio abierto, en tanto que sea realizada
por “los grandes peces” de este mundo? El fin de la superstición, con
su afirmación de que los acontecimientos naturales tienen causas so­
brenaturales, es una cosa, pero, ¿qué puede venir de una supresión si­
milar del derecho trascendental (o justicia) en el mundo humano (po­
lítico y social)? Después de todo, una cosa es decir que los tiburones
comen sardinas y que condenar este estado de cosas como “injusto” o
ilegítimo, o intentar negar a los tiburones el “derecho” a hacer lo que
están determinados por naturaleza a hacer, es absurdo. Y otra cosa
bastante diferente, sin embargo, es decir que si las fuerzas de la reac­
ción clerical y el absolutismo pueden hacerse con el poder, derrocan­
do un gobierno “legítimo”, su poder para hacerlo es, al mismo tiempo,
su derecho. Una vez en el poder, ¿tendrían, entonces, tales fuerzas, si­
guiendo el argumento de Spinoza, un derecho ilimitado?
La respuesta, por supuesto, es que no. Mientras que un régimen
podría “poseer” un derecho absoluto para hacer todo lo que le plazca
por ley o en teoría, ningún régimen ejerce realmente un poder absolu­
to. De hecho, desde la perspectiva que Spinoza proyecta, el poder ab­
soluto no puede ser nada más que una ficción jurídica, un ejemplo más
de un derecho legal que nunca puede realizarse. Uno de los distintivos
del absolutismo europeo en la época de Spinoza y el objetivo indiscu-
tido de sus críticos más celebrados era la ausencia de protección legal de
la propiedad. Bajo la monarquía absolutista, tal como lo imaginó Locke
en el Segundo tratado, nadie podía tener una propiedad como suya ni
estaba a salvo de las depredaciones de un soberano caprichoso o rapaz.
La historia, sin embargo, sugiere precisamente lo contrario: con la
excepción de los impuestos, vinculados con mayor frecuencia a los
avatares de la guerra (y así a los intereses comerciales de naciones en­
teras) que a la magnificencia personal del soberano, la propiedad dio
prueba de ser bastante estable tanto en las monarquías absolutas co­
mo en las limitadas, y pocos, por no decir ninguno, de los soberanos se
dignaron a expoliar a sus súbditos independientemente de los dere­
chos que la ley les garantizara. En efecto, argumenta Spinoza, en gene­
ral “es excesivamente raro que los gobiernos impongan mandatos muy
irracionales; en su propio interés y por mantener el gobierno, le co­
rresponde especialmente mirar por el bien público y conducir todos
los asuntos bajo la guía de la razón. Y es que, como dice Séneca, ‘vio­
lenta imperia nenio continuit diu -los gobiernos tiránicos nunca du­
ran mucho tiempo” (TTP, 242 [339]). En el Tratado político irá tan le­
jos como para decir que, siendo que los regímenes extremadamente
violentos u opresivos no pueden durar, incluso si tales regímenes tie­

89
nen licencia legal para emprender acciones violentas y opresivas (por
“razones de seguridad interior” o “para salvaguardar la propiedad”),
no tienen derecho a hacerlo. Spinoza, por supuesto, no invoca doctri­
nas morales inmutables o un criterio universal de justicia al exponer
ese argumento. Una vez más es una cuestión de poder; “un estado no
tiene derecho a hacer aquello que provocará la indignación de la ma­
yoría [quae plurimis indignantur]” (TP, cap. 3, § 9) porque “no hay
duda de que el poder y el derecho del estado disminuyen en la medida
en que promueve que muchos conspiren juntos contra él” (ibid.). De
repente, ya no está claro quiénes son los peces grandes y quiénes los
pequeños en el mar de la civitas. O quién se beneficia realmente del
derecho trascendental abstraído délas relaciones sociales de fuerza. Si
el derecho equivale al poder, ¿dónde reside el poder?
Tales preguntas, sin embargo, nos llevan lejos del tema declarado
de la primera parte del capítulo 16 del Tratado teológico-político: “el
derecho natural del individuo” (TTP, 237 [331]). En realidad, consti­
tuyen lo que convierte a Spinoza en una “anomalía salvaje”, como lo
expresó Negri (1981a), en el mundo de la filosofía política del siglo
XVTI, a igual distancia del patriarcalismo y del individualismo político.
Pero Spinoza no puede ignorar los conceptos centrales de la reflexión
política (al menos en sus formas más “progresivas”) en mayor medida
que los conceptos teológicos en su discusión sobre la naturaleza. De
igual manera que en el capítulo 3 del Tratado teológico-político tradu­
ce la noción teológica de dirección de Dios como “orden fijo e inmuta­
ble de la naturaleza” y la ayuda de Dios como “todo aquello que la na­
turaleza humana puede efectuar sola, por su propio poder, para pre­
servar su propio ser” y como “todo aquello que conviene al hombre y
proviene del poder de causas externas”, así traducirá el lenguaje de un
derecho que trasciende el poder en términos de un mundo sin tras­
cendencia, un mundo cuyas luchas, dado que no existe una autoridad
que esté por encima de ellas, no están nunca sujetas a decisión última
o ajuicio. No hay nada ni nadie a quien uno pudiera apelar el resulta­
do del conflicto, para que “anulara” los “veredictos” de la fortuna, aun­
que sólo fuera en la última hora del juicio final.
Así, Spinoza parece reproducir la idea de Hobbes de una transición
de un estado de naturaleza, en el que individuos disociados tienen,
todos, derecho a todo, a un estado civil cuya condición es la transfe­
rencia del derecho natural al soberano a cambio de la paz social, que
es la única que puede garantizar no sólo la prosperidad, sino incluso la
supervivencia: “Con el fin de alcanzar una vida segura y buena, los
hombres tienen que unirse necesariamente en un cuerpo. Ellos, por

90
tanto, determinaron [determinavenint] que los derechos ilimitados
que cada individuo posee naturalmente se pusieran en propiedad co­
mún y que este derecho no estuviera ya determinado por la fuerza y el
apetito del individuo sino por el poder y la voluntad de todos juntos”
{TTP, 239 [335]). La naturaleza del contrato (pactum) que Spinoza des­
cribe, es, sin embargo, como ha argumentado Balibar (1985a), diame­
tralmente opuesta a la que posee en Hobbes. Primero, no ocurre sim­
plemente que los hombres deberían vivir en sociedad pero podrían, en
realidad, vivir en un estado de naturaleza (“hay muchos lugares donde
viven así ahora”, según Hobbes). Como Spinoza argumentará en el Tra­
tado político, los hombres viven necesariamente en sociedad: “porque
nadie en soledad tiene fuerzas [vires] para defenderse a sí mismo y para
obtener lo que es necesario para la vida, de ahí se sigue que los hombres
desean naturalmente el estado civil, y nunca pueden disolverlo total­
mente” (TP, cap. 6, § 1). La sociedad no es el efecto de un acto de volun­
tad por parte de individuos originariamente autónomos; por el contra­
rio, los hombres están naturalmente determinados a vivir en sociedad,
la existencia de ésta es necesaria para su supervivencia. La sociedad Hu­
mana no es algp separado u opuesto a la naturaleza; es parte de ella. Co­
mo tal, no hay un momento de fundación, ni un origen constitucional
marcado por la transferencia de derechos. Como ha argumentado
Negri (1981a), la concepción que Spinoza tiene de la sociedad excluye
cualquier idea de individuos naturalmente disociados que son unifica­
dos por mediación de una instancia superior (artificial), el estado.
Pero, quizás más importante incluso es la condición del individuo
en Spinoza, cuyo trabajo desafía totalmente la división contemporá­
nea del pensamiento social entre holismo e individualismo metodoló­
gico. Ya que, por paradójico que pueda parecer, el nominalista más
consistente es Spinoza y no Hobbes. Ya que, es en este punto donde la
limitaciones del nominalismo se muestran con toda claridad. Mientras
que éste argumenta en el Leviatán que “no hay nada en el mundo que
sea universal excepto los nombres; pues las cosas nombradas son to­
das ellas individuales y singulares” (102 [141]), encontramos, al menos
en el mundo humano, que sus individuos no son precisamente singu­
lares. Al modo del individualismo metodológico, reduce toda colectivi­
dad humana a sus componentes irreduciblemente simples, los indivi­
duos, que, en consecuencia, funcionan como puntos absolutamente
terminales, origen y fin, al mismo tiempo, del análisis. Los individuos
de Hobbes, sin embargo, son todos exactamente iguales; cada uno de
ellos es motivado por “un deseo perpetuo e insaciable de poder tras
poder” (161 [199]) que puede ser (y necesariamente será) sometido por

91
el miedo más primario a la muerte y los medios que la razón prescri­
be para evitar semejante destino. Así, la singularidad de los individuos
es sólo aparente: Hobbes, a pesar de haber expresado desdén por el
lenguaje de la “escuela”, es llevado a plantear una esencia universal del
hombre de la que cada individuo es el portador, si no la expresión, y en
la que la diferencia específica de cada uno se diluye.
Desde la perspectiva de Spinoza, Hobbes se equivoca de dos mane­
ras. Primero, como ha mostrado Macherey, “el individuo, o el sujeto,
no existe por sí mismo en la simplicidad irreducible de un ser único y
eterno, sino que está compuesto por el encuentro de seres singulares
que, coyunturalmente, concuerdan en él” (1979, 216). Es más, “los ele­
mentos constitutivos de un individuo son realidades complejas en sí
mismas, compuestas de partes distintas que co-existen juntas y son,
ellas mismas, determinadas desde fuera de esta relación y así hasta el
infinito, dado que el análisis de la realidad es, según Spinoza, intermi­
nable y no puede conducir nunca hasta unos seres absolutamente sim­
ples sobre la base de los cuales se construiría el sistema complejo de
sus combinaciones” (1979, 218). Un nominalismo riguroso (tal como
es expresado en la Ética, Parte II, proposición 13) no puede tomar nin­
gún ente como unidad irreducible; no hay nada más que “articulacio­
nes” (por usar la expresión de Macherey), cada una hecha de partes,
ellas mismas compuestas de partes y así hasta el infinito. Desde esta
perspectiva, el individuo no es un todo orgánico en mayor medida que
la “sociedad” o ‘la comunidad”. Al mismo tiempo, concebir el individuo
como un ente compuesto formado a partir del “encuentro de seres sin­
gulares” supone abolir una esencia general de la especie humana (de la
que cada individuo sería sólo la realización) y remplazaría con esencias
absolutamente singulares cuyos deseos, miedos y comportamientos,
incluso bajo condiciones idénticas, están sujetos a variaciones infini­
tas: “Hombres diferentes pueden ser afectados de maneras diferentes
por uno y el mismo objeto, y uno y el mismo hombre puede ser afec­
tado por uno y el mismo objeto de diferentes maneras en momentos
diferentes” (EIII, prop. 51). Y de la misma manera que no hay límite
hacia abajo para los seres que componen otros seres, esto es, no hay
“átomos” a partir de los cuales serían conjuntados todos los seres más
complejos, tampoco hay límite hacia arriba. Así, los grupos, las colec­
tividades, las sociedades componen individuos, o singularidades, que
no son menos reales que los individuos humanos. Incluso una pareja,
según Spinoza, forma un individuo que es tan real como los dos indi­
viduos de los que está compuesta: “si dos individuos que posean com­
pletamente la misma naturaleza se combinan, componen un indivi­

92
dúo doblemente poderoso que cada uno de ellos tomado separada­
mente” (EIV, prop. 18, esc.). La concordancia coyuntural de elemen­
tos complejos que define el “carácter” específico o disposición de un
individuo (Spinoza emplea el término latino ingenium) se encuentra a
una escala mayor en las formas colectivas de existencia humana: pare­
jas, masas, naciones, todas tienen un ingenium específico que les hace
ser lo que son y no otra cosa (Moreau, 1994,427-65).
El rechazo del atomismo de Hobbes, según el cual los individuos
están disociados por naturaleza y unidos sólo artificialmente, impi­
diendo que la naturaleza se convierta, precisamente, en el imperium in
imperio (cuya sola posibilidad niega Spinoza en el Prefacio de la Parte
III de la Ética) conduce en cambio a la identificación no sólo de de­
recho y poder, sino de derecho social y derecho natural. En su único
comentario directo acerca de Hobbes, Spinoza argumenta: “Con res­
pecto a la teoría política, la diferencia entre Hobbes y yo... consiste en
que yo siempre preservo el derecho natural en su totalidad, y sostengo
que el poder soberano en un estado únicamente tiene derecho sobre
un súbdito en proporción a lo que su poder excede el poder del súbdi­
to” (Ep. 50).-En efecto, ¿cómo podría ser de otra manera? El poder, es­
pecialmente el poder físico, nunca puede ser alienado como si fuera
propiedad, o entregado como si fuera una posesión de un sujeto. Así,
“los hombres nunca han transferido su derecho y entregado su poder a
otro tan completamente de modo que no fueran temidos por esa mis­
mas personas que recibieron su derecho y poder” (TTP, 250 [351]). En
realidad, como ha señalado Matheron, aunque Spinoza continúa ha­
blando de una transferencia de derechos, su equiparación de derecho
y poder, y así, de lo legal y lo físico, hace de semejante transferencia
algo imposible: “Ya que nuestro poder sigue siendo físicamente nues­
tro: no lo abandonamos, sino que lo mantenemos y es precisamente
porque lo mantenemos por lo que otros lo necesitan para realizar sus
propios fines” (1985a, 269). Dado que no acontece ninguna transfe­
rencia de derechos, es posible hablar del derecho del estado sobre el
individuo sólo en tanto que el estado, en su capacidad para hacer uso
del poder de muchos individuos, es más poderoso que uno cualquiera
en solitario. Por supuesto, si el estado provocara la indignación activa
de una mayoría, con independencia del modo en que la mayoría hu­
biera expresado su voluntad anteriormente, con independencia de los
acuerdos que ella o sus representantes hubieran aceptado, el derecho
de la autoridad soberana disminuirá a la par que su poder.
Es en este punto en el que la distinción entre Hobbes y Spinoza
emerge con toda claridad. Ya que, aunque Hobbes admite que los pac­

93
tos realizados en el estado de naturaleza, en ausencia de “un poder
común... con derecho y fuerza suficientes como para impulsar al cum­
plimiento” son inciertos, y se convierten en algo vacío “ante cualquier
sospecha razonable” de que la otra parte no vaya a actuar como se acor­
dó, tales pactos son, de cualquier manera, “obligatorios” (1968, 198
[235]). Semejante obligación contractual trasciende totalmente las rela­
ciones de fuerza reales: incluso se me requiere que mantenga la pro­
mesa que hice al ladrón que me ha soltado con la condición de que yo
me comprometa a pagarle más adelante” (ibid. [236]). “Si yo pacto
pagar un rescate o servicio por mi vida a un enemigo, estoy obligado a
ello” (ibid.) con independencia del hecho de que mi enemigo deje de te­
ner poder sobre mí. Spinoza, que rechaza cualquier trascendencia de
ese tipo, emplea los mismos ejemplos para llegar a conclusiones opues­
tas: “Supon que un ladrón me fuerza a prometer que le daré aquellos
bienes míos que apetece. Ahora, dado que mi derecho natural, como ya
he mostrado, está determinado sólo por mi poder, es patente que si
puedo librarme de este ladrón por medio del engaño, prometiéndole to­
do lo que quiere, tengo el derecho natural de hacerlo, esto es, de preten­
der estar de acuerdo con aquello que él quiere” (TTP, 240 [336]). Si con­
sigo convencerle para que me suelte, una vez fuera de su poder, “tengo
el derecho soberano para no cumplir lo prometido y dar marcha atrás
en la palabra dada” (TTP, 240 [336]). Spinoza, por supuesto, sólo con­
firma el mayor de los miedos de Hobbes: que el incumplimiento de la
más pequeña de las obligaciones contractuales tenderá inevitablemen­
te a la destrucción del pacto de todos los contratantes según el cual “ca­
da hombre debería decir a cada uno de los otros hombres: yo autorizo
y cedo mi derecho de gobernarme a mi mismo a este hombre, o a esta
asamblea de hombres, con la condición de que tu le cedas tu derecho y
autorices todas sus acciones de la misma manera” (1968, 227 [267]).
Concluido este pacto, sus sujetos están vinculados, obligados a obede­
cer al soberano en todas las cosas, excepto, por supuesto, el mandato de
destruirse a sí mismos. De la equiparación de derecho y poder, Spino­
za sólo puede deducir que no importa qué juramentos de obediencia o
acuerdos formales puedan sellar los súbditos con las autoridades sobe­
ranas, tales contratos son válidos sólo en tanto que el soberano tenga
poder para instar a los hombres a obedecerle por medio del amor o el
miedo: “los poderes soberanos poseen el derecho a mandar todo lo
quieran sólo en tanto que detentan realmente el poder supremo. Si
pierden este poder, con él pierden también el derecho al mando com­
pleto” (TTP, 242 [339]). Como comenta Matheron: “Si el soberano, por
medio de su método de gobierno determina que sus súbditos se rebe­

94
len contra él, no podrá invocar la más mínima norma jurídica en defen­
sa de su propia causa: desde el momento en que se rebelan, tienen el
derecho de hacerlo” (1985b, 174).
En consecuencia, en una época en la que sus más ilustres compa­
ñeros filósofos se esforzaban por demostrar la novedad de su pensa­
miento que, como garantía de veracidad, tenía que comenzar con una
evidencia primera de la razón o de la experiencia sensible, Spinoza se
vuelve hacia la antigüedad clásica, específicamente hacia un puñado
de historiadores romanos, en busca de los términos, si no de los con­
ceptos, necesarios para analizar las realidades de la práctica política:
en orden decreciente de importancia, Tácito, Quinto Curcio, Salustio y
Livio. Es verdad, como ha argumentado Moreau (1994), que las refe­
rencias de Spinoza a la historia romana son casi todas negativas (como
lo son, podríamos añadir, sus referencias a la Macedonia de Quinto
Curcio): en el Tratado teológico-político, Roma funciona como ejem­
plo del extremo político que ha de ser evitado, ni una ruptura del or­
den, ni, menos todavía, una descomposición de la sociedad civil en in­
dividuos disodíados, sino, más bien, el recuerdo de la guerra civil laten­
te en cada sociedad, del frágil equilibrio de fuerzas sobre el que descan­
san incluso las épocas más prósperas. En el Tratado político, Spinoza
lleva este punto de vista más lejos todavía: en cierto sentido, Roma es
la política sin ilusión. Su historia, como se lamentaba Tácito, muestra
de manera realmente brutal hasta qué punto las constituciones, las
leyes, los sistemas de derechos de mayor alcance, los deberes y obliga­
ciones son totalmente dependientes de las relaciones de fuerza, que no
ofrecen en último término ninguna seguridad ni a los gobernantes ni
a los gobernados. Augusto subió al poder, cuenta Tácito en los Anales
(1,2), asegurándose, primero, el apoyo del ejército y del pueblo y, des­
pués, procediendo a “adjudicarse las funciones del senado, de los
magistrados y de la ley misma”. Contra esta usurpación, “la ley, inca­
pacitada por la fuerza... ofrecía una protección muy débil”. Al mismo
tiempo, Tácito lamenta, en la conclusión del Libro I de los Anales, que.
durante el reinado de Tiberio, la servidumbre más detestable viniese
disfrazada de “palabras especiosas” y “apariencia de libertad”.
En el Tratado político, Spinoza toma la cita primera (casi literal­
mente, aunque, como tan a menudo, sin nombrar a Tácito) (Wirszubs-
ki, 1955; Proietti, 1985), separada de su contexto específico y la ofrece
como una máxima general. Lo hace, sin embargo, en un lugar de lo más
inesperado e, incluso, paradójico. Los capítulos 6 y 7 están dedicados a
la cuestión del régimen monárquico: ¿cómo puede un régimen seme­
jante alcanzar la estabilidad e incrementar la prosperidad y el poder de

95
la sociedad sobre la que gobierna? Entre los medios necesario para con­
seguir tales fines, especialmente en un estado monárquico, se encuen­
tra el imperio de la ley. Por su propia supervivencia, el monarca debe
colocar la ley por encima de sí mismo, de modo que las leyes “han de
ser consideradas decretos eternos del rey hasta el punto de que sus
ministros le obedecen al rehusar ejecutar sus órdenes cuando él manda
algo contrario a las leyes” (TP, cap.7, § 1). Las tentaciones del gobierno
monárquico son, en realidad, tan grandes que para resistirse a ellas un
rey debe atarse con leyes, de la misma manera que Ulises ordenó a sus
hombres que le ataran al palo mayor y no lo desataran con indepen­
dencia de las ordenes o amenazas que él profiriese. Estos monarcas,
que “no son dioses sino hombres” y “que tan a menudo son capturados
por la canción de las sirenas” (ibid.), deben, en su propio interés, obli­
gar a sus súbditos a que les impidan rendirse ante la tentación de tira­
nía. Pero, una vez más, no basta con exponer el problema en términos
legales; la pregunta primordial debe ser, “qué hay que hacer para que
los hombres, sean guiados por la razón o por los afectos, obedezcan las
leyes establecidas. Si el derecho del estado [imperium], o la libertad pú­
blica está sustentada únicamente sobre la débil protección de las leyes,
no sólo el pueblo no tendrá asegurado el mantenimiento de la libertad,
sino que eso le conducirá al desastre” (TP, cap. 7, § 2).
Spinoza ofrece el ejemplo de Aragón (TP, cap. 7, § 30), un caso que
se asemeja a los Países Bajos en ciertos aspectos clave. Después de libe­
rarse de los moros, las gentes de Aragón eran libres para decidir qué
tipo de estado les sería el más adecuado. Instituyeron la monarquía,
“pero no podían ponerse de acuerdo acerca de las condiciones que ha­
bía que imponer al monarca y resolvieron, entonces, consultar al Sumo
Pontífice de Roma” (ibid.). El Papa reprochó a la gente de Aragón por
no seguir el ejemplo de los hebreos, evitando la monarquía, pero les
aconsejó que, si persistían en sus planes, establecieran un conjunto de
costumbres sustentadas en el ingenio gentis, el carácter de la gente. “En
particular, deberían crear una asamblea suprema ... que se opusiera a
los reyes, dotada con el derecho absoluto para decidir cualquier dispu­
ta que pudiera ocurrir entre el rey y los ciudadanos” (ibid.). No sólo si­
guieron el consejo del Papa, sino que establecieron por ley, entre otras
limitaciones, el derecho de los súbditos a resistir la violencia ilegal con­
tra la nación llevada a cabo por cualquiera, incluido el rey. Con el tiem­
po, sin embargo, sucedió que” la gran mayoría, por medio del deseo de
halagar a los poderosos (pues es necio dar patadas a los aguijones), y el
resto, por medio del temor, no mantuvieron de su libertad otra cosa que
palabras vacías y costumbres sin sentido” (ibid.).

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Las leyes se mantienen, pero una relación de fuerzas sociales desfavora
bles, determinada como en el caso de Aragón no por la violencia abier
ta, sino por el deseo de la gente, puede, como lo plantea Spinoza, ha
ciándose eco de Tácito (transformando de nuevo una descripción d<
una situación histórica específica en una guía general para la reflexiór
política), vaciarlas de su relevancia tradicional. Quizás Spinoza leyó i
Tácito a través de Maquiavelo (quien puede que nunca llegara a leer ¿
Tácito: el fragmento recuperado de los Anales no comenzó a circula]
por Europa hasta 1515, dos años después de que fuera escrito El prínci
pe) que ofrece un consejo similar al príncipe que busca construir un es­
tado estable: “Los fundamentos principales de todos los estados, sear
nuevos, viejos o mixtos, consisten en buenas leyes y buenas fuerzas ar­
madas; y dado que no puede haber buenas leyes donde faltan buenof
ejércitos, y donde hay buenos ejércitos debe haber buenas leyes, dejaré
de ládo la discusión sobre las leyes y hablaré acerca de la fuerza arma­
da” (1964,99 [71-72]) ¿Qué es el ejército, cuya misma existencia deter­
mina que habrá buenas leyes? “La espada o derecho del rey es, en rea­
lidad, la voluntad de la multitud” (TP, cap.7, § 25) cuya indignación nin­
gún gobernante puede sobrellevar por mucho tiempo. Es en este senti­
do en el que la ley social recoge la fuerza y necesidad de las leyes de k
naturaleza, no como una expresión de lo que debería ser, sino de lo que
es, ni fuera del poder de la naturaleza (por el que una ley sería simpleí
palabras), ni opuesto a él, sino como su realización. Aunque Deleuzí
(1983, comentando a Negri, 1981a y 1981b) acertaba al identificar e'
“anti-juridicismo” como una de las principales características de Spino­
za, se mantiene la cuestión de que Spinoza nunca abandonase los con­
ceptos de derecho y ley, sino que buscase, en cambio, reelaborarlos er
un sentido materialista. Del mismo modo que la sociedad nunca puede
disolverse, sino sólo cambiar de forma, así nunca puede haber una so­
ciedad sin leyes, incluso si estas leyes no están registradas en ningún si­
tio o no fueron nunca decretadas por una decisión original individual c
colectiva; y lo que es mucho más importante, estas leyes son las leyes
inmanentes a la práctica real. La ley, entonces, no existe con anteriori­
dad a su realización, ni puede existir sin ella; para cambiarla, no basta
con anunciar o anular algunas palabras, sino que debe cambiarse la rea­
lidad material en la que está encamada.
Balibar (1994), Negri (1994) y Matheron (1986), entre otros, han
remarcado que la interrupción del Tratado político con los cuatro pa­
rágrafos del capítulo dedicado a la democracia (Spinoza había ya ocu­
pado dos capítulos discutiendo el gobierno monárquico y otros dos, el
aristocrático) es signo tanto de la existencia de dificultades teóricas co­

97
mo de la brevedad de su vida. Merece la pena señalar, sin embargo, no
para oponerse a este punto, sino para agregar, que el parágrafo con el
que concluye el Tratado político debía abordar la cuestión de la ley,
una cuestión que Spinoza no comenzó a considerar y, quizás, ni siquie­
ra podría haberlo hecho. Y es que primero tenía que ser abordada una
cuestión previa que, por si sola, daba a la idea de ley toda su relevancia.
Es una cuestión cuya importancia sólo ha surgido en nuestra época
(gracias a los esfuerzos de Matheron, Negri y Balibar), aunque al leer
el Tratado político no podamos dejar de ver su centralidad: la cuestión
de la multitud.
En el Tratado teológico-político comienza, una y otra vez, a hablar
acerca del derecho del individuo y, una y otra vez, cambia la discusión,
sin indicar de ninguna manera que lo está haciendo, y pasa a hablar de
entidades colectivas (que, como hemos visto, deben ellas mismas ser
consideradas como individuos en la perspectiva de Spinoza). En el
Tratado político lo dice explícitamente: si el derecho es co-extensivo al
poder, el individuo en soledad únicamente puede tener poco poder o
derecho. El derecho del individuo, si es que el término se refiere a algo
real, es insignificante comparado con el del estado (o con cualquier
otra cosa en este asunto). Así, “el derecho [Jus] del estado... es deter­
minado por el poder [potentia] no de cada individuo, sino de la multi­
tud”. En este punto, estamos forzados a dejar de lado las traducciones
y volver al texto latino. Ya que Spinoza emplea una serie de términos
altamente refinados, aunque no siempre consistentes, para designar
las diferentes modalidades de existencia colectiva. Como ha apuntado
Negri (1981a), ninguno de los contemporáneos de Spinoza contempló
siquiera la posibilidad de construir un léxico semejante (aunque no
descuidaron totalmente, como veremos, las realidades sociales que
ocuparon a Spinoza); no hubo ni un solo pensador moderno (con la
excepción parcial del no tan moderno Maquiavelo) cuyo trabajo pueda
servir como modelo o guía o, incluso, ofrecer las herramientas con­
ceptuales necesarias para su proyecto. En realidad, las filosofías libera­
les de su época tendían a reducir (por razones que examinaremos con
algún detalle) precisamente las complejidades que interesaron a los
historiadores romanos a una o dos oposiciones esquemáticas: el indi­
viduo y el estado (o soberano) y el pueblo y el estado (por tanto, com­
primiendo todos los movimientos de masas en “el pueblo”). Es preci­
samente esa operación de reducción y abstracción, la renuncia a la his­
toria real a favor de los orígenes míticos y los momentos constitucio­
nales, a favor de elaborados sistemas de derechos y obligaciones que
descansan sobre no otro fundamento que el hecho de que constituyen

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lo que debe ser, lo que condujo a Spinoza a denunciar la filosofía con
la vehemencia con la que lo hace al comienzo del Tratado político. En
contra, él propone que consultemos los trabajos de los politici (hom­
bres que están implicados activamente en la política), tradicionalmen­
te considerados como el mal, como poseedores de no otro propósito
que enseñar a los gobernantes sin escrúpulos cómo “conspirar contra
la humanidad” con éxito (debería estar ya claro que Spinoza se refiere
aquí no simplemente a Maquiavelo, sino a Tácito, Salustio y a otros
también, que eran, y son, sospechosos de “escepticismo moral”)- A di­
ferencia de los diseñadores de utopías jurídicas, los politici “no ense­
ñaban nada que fuera inconsistente con la experiencia” y la experien­
cia les mostraba muy claramente que la relación política central no era
entre el individuo y el estado, sino entre el estado y, lo que Spinoza lla­
mará con gran consistencia en el Tratado político, la multitud. Mien­
tras que para muchos de sus contemporáneos, la relevancia de Roma
residía precisamente en la grandeza de la constitución republicana y
en la exhaustividad de su código de ley civil, lo que interesa a Spinoza
no es el ideal proyectado por sus juristas, sino la realidad descrita por
sus historiadores. Aquí, de nuevo, Spinoza se mostró como un lector
extraordinariamente despierto de los historiadores romanos cuyo re­
chazo de las “ilusiones constitucionales” les llevó a describir con gran
detalle la composición y disposición de las fuerzas cuyo conflicto deter­
minó el destino tanto de la República como del Imperio Romano, al
igual que el de la Macedonia de Quinto Curcio (segundo en importan­
cia para Spinoza, después de Tácito).
De estos escritores extrajo Spinoza los cinco términos que utiliza
para designar las formas de vida colectiva: populus, plebs, vulgus, tur­
ba, multitudo. Cada uno de estos términos, aunque están claramente
relacionados los unos con los otros, tiene un significado distinto en tan­
to que denota o bien las condiciones específicas de una colectividad
(tanto el carácter de clase de la mayoría de sus miembros o simplemen­
te su situación legal), o bien el tipo de acciones que lleva a cabo (legales
o ilegales, pacíficas o violentas, racionales o irracionales). Por supues­
to, dada la naturaleza altamente descriptiva de la escritura en cuestión,
no hace falta decir que cada uno de estos términos retiene una cierta
equivocidad que permite que su función vacile entre la pura descrip­
ción y la condena (que puede ser moderada o severa). Así, Yavetz ha
mostrado que Tácito, por ejemplo, en una sólo obra (en este caso, los
Anales) usa los términos plebs y turba en un sentido neutral en ciertos
lugares, en un sentido moderadamente despectivo en otros y en un
sentido “abiertamente despectivo” (1969,141) en otros más. Populus

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era usado generalmente para designar tanto “el populacho” como, in­
cluso, “la población”, y, al mismo tiempo, “el pueblo” como una enti­
dad casi legal, cuyo equivalente griego seríaSr^oq . La plebs, por su­
puesto, tanto urbana como rústica, se refería ampliamente a las clases
trabajadoras, ocupando los esclavos un lugar marginal, ni completa­
mente interno ni completamente externo a la categoría. Los términos
restantes, vulgus, turba y multitudo (cuyos equivalentes griegos )
serían ol tioUoí y eran usados en un sentido todavía menos
preciso: todos podían ser usados simplemente para designar una mu­
chedumbre (aunque turba probablemente sería la palabra más elegi­
da para este propósito); todas servían para denotar la muchedumbre,
o las masas, también. Estos últimos nombres a menudo describían en­
tidades compuestas de plebs organizados con el propósito de impli­
carse en comportamientos amenazantes o abiertamente violentos
contra sus superiores.
No es necesario decir que ninguno de los autores a los que Spinoza
se refiere podría ser acusado de simpatizar con los movimientos de ma­
sas que describían, ni de ningún otro sentimiento que no fuera el de des­
precio. En realidad, es precisamente su “miedo de las masas”, por usar
la expresión de Balibar (1994) fundada en una fórmula que se encuen­
tra en varios lugares en Spinoza (ella misma tomada, como anota Bali­
bar, de Tácito), lo que les persuade para asignar a las masas un lugar
central en la historia, incluso si su papel es abrumadoramente destruc­
tivo, un principio de negatividad interno insuperable que condena a la
ruina incluso al sistema de gobierno más estable y mejor organizado.
Las masas son inconstantes, impredecibles y, sin embargo, por su capa­
cidad económica, necesarias para la vida social; ellas son, por tanto, el
abismo sobre el que está construido todo estado. Una de las figuras más
comunes a través de la que son explicados la naturaleza y el poder de
las masas es el océano (la metáfora se encuentra en Tácito y en Quinto
Curcio), habitualmente un telón de fondo de los asuntos del estado que
pasa desapercibido, es capaz, durante las épocas conflictivas, de desen­
cadenar una fuerza que nada puede contener. La menor fisura en el
estado, sea una muerte (por ejemplo, la de Augusto para Tácito o la de
Alejandro para Quinto Curcio) o una disensión (la conspiración de Cati-
lina para Salustio), puede provocar la acción de las masas y el desmo­
ronamiento del orden. En este sentido, la verdad de estos momentos
históricos definitivos no reside dentro del mismo sistema político, sino
fuera de él, en el poder de una multitud indignada. Así, según Salustio,
la ruina de Catilina estuvo en su última y definitiva incapacidad para
ganarse a la “ urbana p leb f para su causa, aunque inicialmente “el cuer­

100
po entero de la plebs, debido a su deseo de cambio, estaba a favor c
Catilina” (1920, XXX, 7). El senado estaba tan preocupado que impuí
medidas de emergencia, incluida la de desplazar a todos los gladiadí
res fuera de Roma por miedo a que se unieran a la revuelta. En el lím
te, entonces, la aristocracia de Roma nunca pudo conjurar completa
mente el espectro del bellum servile, la rebelión de los esclavos, de i
cual Espartaco fue sólo el ejemplo más espectacular. Es verdad, por si
puesto, que las masas nunca actuaron con el objetivo decidido de ren
plazar el poder de los gobernantes con su propio poder, ni los historia
dores en cuestión les atribuyeron ningún objetivo semejante. Sin en
bargo, funcionaban como las fuerzas internas o inmanentes a todo rég
men político, fuera monárquico, republicano o tiránico, en el que, esti
vieran formalmente representadas o no, su poder, que ningún gobei
nante podía ignorar ni ignoró, les garantizaba su derecho, estuviei
legalmente sancionado o no.
Como algunos comentadores han señalado (Giancotti, 1970; Negi
1981a; Balibar, 1994; Matheron, 1986), el uso que hace Spinoza de 1
literatura romana sobre los movimiento de masas es bastante complí
jo. En particular, hay un desplazamiento tanto terminológico com
conceptual del Tratado teológico-político (publicado en 1670) al Tn
tado político (inacabado en el momento de la muerte de Spinoza e
1677), con la Ética ocupando una ambivalente posición media. En <
Tratado teológico-político el término más frecuentemente usado, pe
mucho, para describir a las masas es vulgus. Como ha mostrado Bal
bar (1994X sin embargo, el uso que Spinoza hace de vulgus (al contri
rio del que hacen los historiadores romanos) es generalmente peyón
tivo: a menudo denota simultáneamente una entidad política y episte
mológica, si no exactamente una turba ignorante, sí una masa con ter
dencia a la superstición (aunque no necesariamente condenada par
siempre a ella). Típica en este aspecto es la segunda frase del capítul
6 (“De los milagros”, donde el término vulgus aparece con mayor fre
cuencia que en ningún otro capítulo). “Ya que la gente común [vulgui
supone que el poder y la providencia de Dios se muestran más ciar?
mente cuando ocurre algún suceso inusual en la naturaleza, contrari
a sus creencias habituales respecto a la naturaleza, particularmente ¡
tal suceso es claramente beneficioso o ventajoso para ellos” (TTP, 12
[i68j). Aquí el vulgus es la masa cuya esperanza y temor a las inte
rrupciones del curso regular de la naturaleza revela su creencia en <
Dios-Hombre dotado de libertad humana que puede redirigir la nati:
raleza para su beneficio si le sirven bien o castigarles si se desvían di
camino de la rectitud. Suponen una masa de base para aquellos qu

101
puedan convencerles de que son capaces de leer los signos de la volun­
tad de Dios en los acontecimiento insólitos: la debilidad epistemológi­
ca del vulgus, por tanto, es lo que les hace ser útiles para el régimen
monárquico / teocrático que, según pensaba Spinoza, estaba adqui­
riendo forma en los intersticios de la República Holandesa. La crítica
de los milagros es, por supuesto, uno de los objetivos principales de la
Parte I de la Ética y si el argumento de Spinoza de que Dios no puede
ser libre para alterar la necesidad con la que se gobierna a sí mismo no
fuera suficientemente explícito, extrae la conclusión directamente
política en el Apéndice: “Y así ocurre que todo el que busca las verda­
deras causas de los milagros y entender la naturaleza del modo docto,
en lugar de asombrarse ante ellos como un necio, es, a menudo, con­
siderado un hereje y un hombre malvado y proclamado como tal por
aquellos que el vulgus venera como intérpretes de la naturaleza y de
los dioses. Ya que estos últimos saben bien que la superación de la
ignorancia supone la destrucción del confuso asombro que es su único
argumento y medio para asegurar su autoridad” (E, I, Apéndice)
Por lo anterior, podría parecer que el concepto de vulgus pertene­
ce a una teoría elitista del conocimiento y la ilustración de acuerdo con
la cual la masa está destinada a permanecer ignorante para siempre,
al tiempo que unos pocos selectos ascienden al amor intelectual de
Dios. En efecto, es posible leer el temprano e inacabado Tratado de la
reforma del entendimiento como una exposición de tal doctrina. Si
persisten rastros de esta idea en el Tratado teológico-político (y en la
Parte V de la Ética, que nunca ha dejado de inspirar lecturas de ese
tipo), sin embargo, se sostienen en marcada contradicción con los más
importantes argumentos de Spinoza. Como ha mostrado Moreau
(1994, 383), la distinción sabio / necio no tiene cabida en la obra de
madurez de Spinoza, incluyendo el Tratado teológico-político, donde
se expone que “todos los hombres por naturaleza están expuestos a la
superstición” (una afirmación que se repite casi literalmente en la
Ética) y que basta un cambio de fortuna para que salgan corriendo a
“leer cosas extraordinarias en la naturaleza como si la misma natura­
leza les acompañara en su locura” (TTP, Prefacio).
Permanece el hecho, sin embargo, de que, incluso en la Ética, vul­
gus es la palabra preferida de Spinoza para nombrar a las masas y de
que ésta retiene su sesgo peyorativo. La mayoría de los siete pasajes
que contienen el término, según la cuenta que hace Giancotti, repro­
ducen el uso del Tratado teológico-político: el vulgus proyecta sus fan­
tasías de auto-dominio sobre la naturaleza (o Dios). Un pasaje, no obs­
tante, destaca, no porque sea menos peyorativo, sino porque atribuye

102
al vulgus no una debilidad de comprensión o una inconstancia paral
zante, sino, por el contrario, un poder real: Terret vulgus, nisi metua
el vulgus es temible si no tiene miedo (EIV, prop. 54, esc.). No hac
falta seguir la demostración de Balibar (1994) para poner de relieve 1
importancia en Spinoza del miedo de las masas, en los dos sentidos d
la expresión: tanto el miedo que inspiran como el miedo que exper
mentan. En un sentido, por supuesto, y a la luz del “tacitismo” de Sp:
noza, el pasaje de la Parte IV de la Ética podría verse como la expre
sión de un punto de vista acerca de las masas más negativo incluso qu
el que se expresa en el Tratado teológico-político. En la proposició
anterior Spinoza expone su crítica de la humildad como uno de le
afectos tristes que disminuyen nuestro poder de actuar, mientras qu
en la demostración de la proposición 54 argumenta que el arrepentí
miento es doblemente doloroso en tanto que el individuo “es vencid
por un deseo malvado [prava cupiditate] y, luego, sufre dolor”. El escc
lio, sin embargo, parece ofrecer una matización de estos argumentos
dado que pocos hombres viven bajo la guía de la razón, la humildad
el arrepentimiento, e incluso el mismo miedo, pueden ser más útile
que dañinos: “Pues, si los hombres de espíritu débil fueran todos igual
mente orgullosos, si no se avergonzaran de nada ni temieran ñadí
¿qué les podría persuadir para que se unieran, vinculándose los uno
a los otros? El vulgus es temible, si no se le hace temer”. Spinoza caí
ha llegado peligrosamente a ofrecer un teoría platónica de las “noble
ficciones” que se han de repetir a la mayoría para asegurar su obe
diencia: a las masas hay que enseñarles que la debilidad es buena y t
poder es malo, sobre todo se les debe hacer vivir con miedo para qu
no sean, a su vez, la causa del temor. Semejante posición, sin embarge
es completamente insostenible ante los propios argumentos de Spi
noza en la conclusión de la Parte IV (y que se repiten en otros lugares)
no se puede confiar en una armonía social producida por el miedo (d
las masas) (TTP, cap. 16), mientras que, simultáneamente, ningú]
gobernante puede dejar nunca de temer el poder de sus súbditos coi
independencia de la autoridad legal que tenga sobre ellos (TTP, cap
17). En realidad, es precisamente este miedo de su propio pueblo, má
que ningún enemigo externo, lo que frenará al soberano de dejarse lie
var por el canto de las sirenas y permitirse conductas irracionales ;
violentas. Esto da una función racional al “miedo de las masas” o, a
menos, al miedo que infunden.
La posición de Spinoza en tomo al miedo de las masas en el Trata
do político, sin embargo, es todavía más sorprendente. De hecho, en e
parágrafo 27 del capítulo 7, le da claramente la vuelta a la posiciói

103
mantenida en la proposición 54 de la Parte IV de la Ética. Anticipa que
su argumento de que la monarquía, como cualquier forma de domi­
nación, descansa sobre la voluntad de la multitud (multitudinis volun­
tas) será recibido con risas por “aquellos que usan expresiones tales
como el vulgus es temible si no se le hace temer [terrere, ni paveant],
la masa [plebs] es o bien un siervo [servit, que además puede significar
esclavo] humilde o un amo tiránico y no posee ni verdad ni juicio”. De
este modo, un cambio muy importante sucede en el Tratado político,
que es mucho más que un simple cambio terminológico. Vulgus casi
desaparece del Tratado político, remplazado por “multitud”. Si de
algún modo sobrevive en la última obra de Spinoza es para designar
no a las masas mismas, sino a aquellas personas (incluyendo al mismo
Spinoza) que usan el término para referirse a lo que ahora llama “la
multitud”, expresando así su rechazo de lo que en el Tratado político
es considerado como la realidad de la vida política: el poder de la mul­
titud. Su desprecio de las masas es tan grande que les impide ver lo que
todos los grandes historiadores y politici, desde Salustio a Maquiavelo,
han descrito con tanto detalle: el papel decisivo de las masas, su inac­
tividad, su turbulencia e incluso sus insurrecciones, para cualquier
régimen o forma de gobierno. De acuerdo con esta perspectiva, cual­
quier rey que desee conservar su derecho “será llevado, sea por miedo
a la multitud o por un deseo de vincularla a él, o sea por un espíritu
generoso, un deseo de consultar el bien [utilitati] público, a apoyar
siempre la opinión de la mayoría” (TP, cap. 7, § 11).
Spinoza irá todavía más lejos, rechazará no sólo a sus oponentes,
sino la posición mantenida en la proposición 54 de la Ética. El miedo
de la multitud (esto es, el miedo inspirado por la multitud) y el des­
precio por ella descansan sobre el mismo error fundamental: la atri­
bución únicamente a las masas (plebem) de ‘la debilidad inherente en
todos los mortales. Hay una naturaleza y es común para todos” (TP,
cap. 7, § 27). Spinoza repite la expresión aún una vez más: “’terrcre,
nisi pavean f, el vulgus es temible si no se le hace temer, porque la
libertad y la servidumbre no son fácilmente reconciliables” (ibid.). La
política de mantener a la multitud en un estado de ignorancia y de
alentarla para que viva desacostumbrada a deliberar acerca de los
asuntos políticos, lejos de contribuir a la paz social, sólo puede provo­
car la indignación de las masas. Aunque sería más racional suspender
el juicio respecto a asuntos sobre los que poseen una información in­
suficiente, la gente simplemente no lo hace; ante los “secretos de esta­
do”, en realidad, “darán a todo una interpretación siniestra” (ibid.).
Contra el argumento de que la política abierta a la multitud es una in­

104
vitación al caos de opiniones en conflicto y disputas interminables
Spinoza argumenta que, a causa de que el poder del pensamiento d<
la mayoría es necesariamente mayor que el de la minoría, es, en conse
cuencia, más fácil para la multitud seguir el curso de la razón que parí
una minoría, por muy sabios o doctos que sean éstos:

Ya que si es cierto que mientras los romanos debatían perdieron Sa


gunto (una referencia a la ciudad española perdida ante Aníbal al co
mienzo de la Primera Guerra Púnica), ocurre también que, cuand<
unos pocos deciden todo de acuerdo con sus afectos, se pierde 1;
libertad y el bien común; ya que el carácter [ingenia] humano e
demasiado débil para poder comprender todo de una vez; pero con
sultando, escuchando y debatiendo se hacen los hombres más inte
ligentes, y, después de usar todos los medios, descubren finalment
lo que quieren, y lo que todos aprueban, pero a lo que ningun<
hubiera llegado por sí solo.
TP, cap. 9, § i*

De esto modo, no es sólo que la multitud aporte un mínimo de racio


nalidad a la vida política por medio de su poder físico, que limitand<
el poder limita también el derecho de la autoridad soberana a impone
la tiranía sobre sus súbditos, es además, en sí misma, una fuente d<
toma de decisiones racionales; al menos, si a la multitud se la mantie
ne informada, es mucho más fácil que se conduzca a sí misma d»
acuerdo con la razón que lo que lo haría cualquier pequeño grupo d
así llamados sabios o estudiosos. Aquí, Spinoza vuelve a las posicione
que esboza en la Ética: de igual manera que un individuo en solitaria
carece casi por completo de poder corporal, carece casi por complefc
de poder mental. Este hecho corta cualquier posible retirada de la vid
en sociedad con otros, cualquier huida de lo vulgar en busca de la sabi
duna. Este no es, entonces, un asunto de obligación moral o de debe
que demanda que nos ocupemos de la condición de la multitud; es
más bien, una cuestión de necesidad, estamos condenados a hacerle
Su poder es la condición de nuestro poder, su debilidad sólo nos debí
lita, su miedo y su ira son tan contagiosos como la peste que arras»
Amsterdam en los años sesenta del siglo XVII, e igual de letal (para 1;
razón). Somos impulsados a mirar por la condición de la multitud ei
vistas a nuestro propio bien corporal e intelectual. Cuanto mayor es si
poder de actuar, mayor será su poder de pensar y vivir bajo la guía d
la razón, más se entregarán a la búsqueda de su propio bien, y “e
cuando cada hombre se entrega a la búsqueda de lo que le conviene
cuando los hombres son más convenientes los unos a los otros” (EIV

105
prop. 35, cor.). Los hombres que se gobiernan por la razón “no buscan
nada para sí mismos que no lo deseen para el resto de la humanidad”
(ibid.). Esforzarse por perseverar en el ser propio y por incrementar el
poder de uno mismo es desear lo mismo para los otros porque “si un
hombre vive entre individuos cuya naturaleza concuerda con la natu­
raleza humana, por ese hecho, el poder de actuar de ese hombre será
apoyado y estimulado” (E IV, Apéndice 7). Uno debe esforzarse por
incrementar el poder de otros; es imposible vivir entre el impotente y
el auto-destructivo “sin un gran cambio” (ibid.) en uno mismo. Ya que
“se requiere un espíritu particularmente poderoso para contenerse de
imitar las emociones” (EIV, Apéndice 13) de los pasivos, los débiles y
los serviles. Así entonces, no es a partir de ningún tipo de idealización
de la multitud que Spinoza llega a adoptar “el punto de vista de las
masas”, por usar la expresión de Balibar (1994). Por el contrario, es a
partir de un realismo cuyas consecuencias Spinoza sólo llega a aceptar
con dificultad y nunca completamente. Guste o no, la salvación será
colectiva o no será: ¡Hoc opus, hic labor estl
De hecho, las cargas, tanto prácticas como teóricas, que impone esa
posición son tan enormes que Spinoza continuará resistiéndose a reco­
nocerla hasta el final de su vida. Las últimas pocas páginas del Tratado
político intentan precisamente negar, y del modo más espectacular­
mente contradictorio, lo que se ha esforzado en demostrar más allá de
la duda a través de toda la extensión de la obra: la centralidad del poder
de la multitud. El fragmento de un capítulo sobre la democracia consta
de cuatro parágrafos, que ocupan dos páginas en la edición de Gebhardt
de la Opera de Spinoza. De estas, sólo dos parágrafos, aproximada­
mente una página, están dedicados a la discusión de la democracia. “Es
posible concebir diferentes formas de estado democrático”, nos dice
Spinoza al comienzo del parágrafo 3, pero él únicamente hablará del es­
tado democrático en el que “absolutamente todos aquellos que están
bajo la jurisdicción de las leyes de su país, que sean suijuris, legalmen­
te independientes, y lleven vidas honestas tienen derecho a votar en la
asamblea suprema y asumir cargos públicos” (TP, cap. 11, § 3). Las limi­
taciones a la forma absoluta de democracia, sin embargo, que Spinoza
se apresura a aducir para el lector son, en efecto, bastante sorprenden­
tes. Son excluidos no sólo los extranjeros, que están bajo la jurisdicción
de las leyes de su nación, no sólo los niños, que dependen de sus padres,
o los criminales, que han perdido sus derechos por causa de acciones

* “¡Esto es lo que cuesta trabajo!” (N. del T.)


ilegales y deshonestas, sino todas las mujeres y todos los sirvientes. De
un golpe, Spinoza ha eliminado de la participación política en su demo­
cracia absoluta a la gran mayoría de la población, dejando con derechos
democráticos a una pequeña minoría. No había, por supuesto, nada in­
sólito alrededor de la adopción de tal posición entre los demócratas del
siglo XVII; era incluso la posición de todos menos un pequeño grupo de
los radicales durante la Revolución Inglesa. Los famosos debates de
Putney entre los Levellers en 1647 mostraban que una mayoría sustan­
cial de la tendencia organizada más radical de la época de la guerra civil
estaba a favor de negar el derecho al voto a arrendatarios rurales, tra­
bajadores asalariados, aprendices y sirvientes domésticos, no porque
estos “órdenes más bajos” fueran ignorantes o irracionales, sino porque
su dependencia económica de un terrateniente, dueño o empleador les
impediría probablemente ejercer cualquier independencia política. Su
voto, por tanto, fortalecería aquellas mismas fuerzas que los Levellers
buscaban debilitar. No es necesario decir que el mismo argumento se
aplicaba a las mujeres, que, dependiendo de un hombre, fuera el padre
o el marido, podía contarse con que seguirían las opiniones de ese hom­
bre en asuntos tanto políticos como económicos.
Lo que es sorprendente acerca de que Spinoza adoptara esa posición
- y los muchos comentarios valiosos sobre el capítulo 11 no han dado
suficiente énfasis a este punto- es, entonces, no que sea particularmen­
te intolerante o “injusto” (especialmente si lo situamos en el contexto de
la política democrática del siglo XVII), sino más bien que, desde el punto
de vista de la filosofía de Spinoza como un todo, es absurdo. ¿Quiénes
son estas mujeres, estos trabajadores asalariados, estos arrendatarios
agrícolas, estos aprendices y estos sirvientes domésticos, si no la misma
plebe de la que Spinoza habla en otro lugar del Tratado político, esto es,
la multitud cuya voluntad determina el derecho del estado, con indepen­
dencia de lo que diga la ley? Son aquellas mismas fuerzas que entraron
en la escena política con tan violenta eficacia tanto en Inglaterra como en
Francia, en la década de los cuarenta del siglo XVII: las manifestaciones
de masas (compuestas principalmente, como se quejaba el Conde de
Clarendon, de “los órdenes más bajos”) que, a pesar del hecho de que la
mayoría de los participantes no poseían “derecho” al voto, fueron capa­
ces de imponer su voluntad y de determinar, por medio del miedo que
inspiraron, la adopción de decisiones parlamentarias clave; los constan­
tes levantamiento por toda Francia durante toda la década (incluyendo,
significativamente, una acción de masas bien conocida llevada a cabo
por las mujeres de Valence contra los recaudadores de impuestos), cul­
minaron con la movilización de masas que caracterizó la Fronda en París

107
y en unas cuantas ciudades de provincias, un fenómeno que aterrorizó
tanto a la aristocracia disidente que estuvieron dispuestos a aceptar una
centralización del estado monárquico mucho más completa que aquella
contra la que en un principio se habían rebelado (Duby, 1988); final­
mente, por supuesto, el movimiento de las masas urbanas después de
1670 en las Provincias Unidas, luchando por su servidumbre con tanto
coraje como si lucharan por su liberación, que suprimió la República Ho­
landesa y asesinó a los hermanos De Witt Esta es, precisamente, la mul­
titud que nunca puede ser privada de su derecho o poder hasta el punto
de dejar de ser temible para las autoridades o, podríamos añadir, de de­
jar, en consecuencia, de tener una voz en los asuntos públicos, incluso
cuando aquella esté compuesta de todas las excepciones a la democracia
sin excepción y esta voz sea negada por ley. El fin del Tratado político,
entonces, no es tanto el abandono de un proyecto cuya realización Spi­
noza no puede visualizar, como el intento completamente inútil de negar
lo que los capítulos anteriores habían ilustrado con detalle. Spinoza, en
su búsqueda de estabilidad y equilibrio político, enfrenta un formalismo
jurídico contra el poder de la multitud, blandiendo simples leyes contra
el mar tempestuoso cuya fuerza nada puede contener. La alternativa,
que se nos deja deducir de los diez capítulos anteriores, es, en efecto, de
enormes proporciones; es, podríamos decir, una política de revolución
permanente, una política completamente desprovista de garantías de
ningún tipo, en la que la estabilidad social debe siempre re-crearse por
medio de una constante reorganización de la vida corporal, mediante
una movilización de masas permanente, con el fin de incrementar al má­
ximo el poder de actuar y pensar de acuerdo con la guía de la razón, sin
que quepa, como hemos señalado, la más mínima posibilidad de una so­
lución “individual”, ya sea a través del retiro intelectual o de la ilumina­
ción mística. Como ha argumentado Matheron (1994,164), la misma
idea de estado democrático, el imperium democraticum, presenta una
paradoja. Si la democracia, de alguna manera, requiere un estado (o qui­
zás, somos llevados a decir en este punto, un apparatus de estado) es
porque una parte de la sociedad ejerce poder contra otra. Una comuni­
dad racional, al menos en tanto que sus miembros vivieran bajo la guía
de la razón y buscasen incrementar su propio poder de pensamiento y
acción, sería necesariamente una democracia sin estado.
Lo peor, sin embargo, no ha llegado todavía: el parágrafo cuarto y
último del capítulo 11 en el que Spinoza busca probar que las mujeres
están por naturaleza, y no simplemente por “institución”, sujetas a la
autoridad de los hombres. Si la subordinación de las mujeres fuera
meramente un asunto de ley y costumbre, no habría razón para ex­

108
I
cluirlas del gobierno, pero en todas partes los hombres gobiernan y las
mujeres son gobernadas. Si las mujeres fueran naturalmente iguales a
los hombres en fortaleza de espíritu y en carácter, “seguramente, entre
las numerosas y diversas naciones, existiría alguna en la que goberna­
ran ambos sexos y algunas otras donde las mujeres gobernaran a los
hombres”. Spinoza concluye, entonces, el Tratado político con el argu­
mento de que, dado que las mujeres inspiran en los hombres, no los
sentimientos de la comunidad racional, sino simplemente los afectos
del deseo sexual que sustituirán la virtud cívica por los celos egoístas,
ellas no pueden ser admitidas en la tarea de gobierno. La frase final del
Tratado político: Sed de his satis, “Pero, ya es suficiente”. En efecto.
Por supuesto, no se trata de condenar a Spinoza, como algunos
comentadores han hecho, sino, más bien, de determinar las causas del
callejón sin salida, cuya singularidad hay que reconocer, con el que el
Tratado político se detiene tan bruscamente. No sólo las páginas ante­
riores del Tratado político, sino la entera obra filosófica de Spinoza pa­
recería excluir argumentos semejantes (Gatens, 1996). ¿No se oponía
Spinoza con gran vehemencia a cualquier idea de que la historia de la
nación hebrea pudiera deducirse ex gentis contumacia, esto es, de la
terquedad de la raza: “ésta es verdaderamente una idea pueril; ya que,
¿por qué iba a ser esta raza mas terca que otras? ¿Por naturaleza? Pe­
ro, sin duda, la naturaleza crea individuos, no naciones, y es sólo la di­
ferencia de lenguajes, leyes y costumbres lo que divide a los individuos
en naciones” (TTP, 267 [375]). La posición de que la naturaleza crea
sólo individuos parecería contradecir los argumentos que se fundan en
una esencia de género tanto como los que se fundan en una esencia de
la raza o la nación. ¿No sería probable, dada la concepción de Spinoza
de la esencia singular del individuo, que determinado hombre se dife­
renciara más de otro hombre que de una mujer? Es más, él argumen­
ta no simplemente que la totalidad de las mujeres, consideradas como
una entidad compuesta, se diferencian de los hombres, entendidos de
forma semejante, sino que ellas son inferiores en fortaleza de carácter
y en poder intelectual. De hecho, llega a una teoría de la jerarquía natu­
ral (cuya forma original es la familia, o incluso simplemente la pareja)
que no se diferencia en lo fundamental de las expuestas por figuras
tales como Filmer o Rossuet en su justificación patriarcalista del abso­
lutismo. Así, mientras que todo lo que precedía al parágrafo final del
último capítulo del Tratado político parecía llevar a Spinoza a ver la su­
bordinación de la mujer como algo histórico, no natural, y, por tanto,
siendo causado por las costumbres y las leyes, susceptible de ser cam­
biado por otras costumbres y otras leyes, la obra termina con una re­

109
ferencia más o menos directa a la teoría aristotélica del o Imoc, o
casa familiar, en el libro I de la Política, según el cual “el varón es por
naturaleza más apto para mandar que la mujer” (1,12,1259b).
La referencia a Aristóteles sigue siendo válida en el caso del otro
grupo de los que han de ser excluidos, de acuerdo con las directrices del
parágrafo 3, de la democracia sin excepciones. La palabra que usa Spi­
noza es servos, que yo he traducido coherentemente como “sirviente”
para darle su significado más amplio entre los posibles. El término, sin
embargo, es a menudo traducido como “esclavo”, y del adecuado trata­
miento de los esclavos y del ejercicio de la autoridad sobre ellos se ocu­
pa buena parte del Libro I de la Política. De hecho, el argumento de Spi­
noza en contra de la igualdad entre hombres y mujeres recupera con bas­
tante proximidad los términos del argumento de Aristóteles a favor del
carácter natural de la esclavitud y de la relación amo / esclavo en gene­
ral. Aquellos hombres cuyas almas son capaces de dominar los impulsos
del cuerpo son amos por naturaleza, mientras que aquellos con almas
débiles, dominadas por el cuerpo, son por naturaleza esclavos, un argu­
mento que reaparece en la evocación de Spinoza de la “debilidad” de las
mujeres. La obra de Spinoza, desde el comienzo hasta el final, está habi­
tada de figuras de lo inasimilable, las excepciones a la democracia sin
excepciones, y, simultáneamente, por la imposibilidad de su exclusión.
En efecto, testimonia a favor del poder del pensamiento de Spinoza, pre­
cisamente un pensamiento que rechaza todas las formas de la trascen­
dencia para ponerse como objeto el poder, el que ningún obstáculo
(incluyendo, y especialmente, aquellos que Spinoza se pone a sí mismo)
puede contener la fuerza de su movimiento hacia la democracia absolu­
ta. Si, como ha subrayado Balibar (1994), la figura de la mujer en el Tra­
tado político funciona como sustitución metonímica de las masas, la
plebe, debemos seguir la lógica del argumento de Spinoza hasta su con­
clusión e incluir entre sus referentes aquellos que se hallan al margen de
los márgenes: los esclavos. Sabemos que el auge del comercio de escla­
vos transatlántico coincidió, exactamente, con el florecimiento de la filo­
sofía política del siglo XVII, pero que los grandes filósofos no tuvieron
nada o casi nada que decir acerca de ello, quizás porque estaba dema­
siado próxima la sugerencia de que los derechos de propiedad y el siste­
ma de acumulación que justificaban dependían de la violencia, ya fuera
en primera o en última instancia; o quizás porque su violencia era un
recordatorio demasiado visible de las formas más sutiles de coerción que
hacían aceptable la concesión de derechos formales, la tiranía de la vida
cotidiana, la disciplina constante del mercado y del estado, que asegura­
ban que la multitud viviera su servidumbre como libertad.

110
El 20 de julio de 1664, y así sin duda temprano en su carrera filosófi­
ca, Spinoza relata el sueño siguiente en una carta a Pieter Balling, un
negociante involucrado en el comercio con España y las colonias espa­
ñolas en las Américas:

Cuando una mañana, justo al amanecer, desperté de un sueño muy


profundo, algunas imágenes que me habían venido durante el sueño
se presentaban ante mis ojos con tanta vivacidad como si hubieran
sido reales, en particular la imagen de cierto brasileño negro y
mugriento [cujusdam nigri & scabiosi Brasilianí] que nunca había
visto antes. La imagen desapareció casi por completo cuando, para
pensar en algo distinto, fijaba los ojos en un libro o en otra cosa;
pero, tan pronto como apartaba los ojos de tal objeto y no miraba a
nada particular, la misma imagen del mismo etiope seguía apare­
ciendo con la misma vivacidad una y otra vez hasta que, gradual­
mente, desapareció de mi vista.
Ep. 17

¿Quién es este brasileño si no la condensación de todos aquellos a


quienes Spinoza negaría la voz legalmente en la democracia absoluta,
quienes, tomados todos juntos, formarían una mayoría numérica en
cualquier sociedad: mujeres, esclavos, asalariados, extranjeros? Ellos
son la multitud cuyo poder real ninguna ley, ninguna constitución
puede hacer desaparecer y cuya misma existencia la filosofía política,
precisamente en sus formas más liberales, busca, activamente, negar:
pero hay más, y es esto lo que da a la obra de Spinoza su extraordina­
ria cualidad, haciendo de ella, si no exactamente anómala, sí parte de
un archivo de textos heréticos cuya capacidad para activar las defen­
sas teóricas de los poderes teológico-políticos realmente existentes
parece inagotable.
Es bien sabido que entre los ancianos de la comunidad judía que
juzgaron a Spinoza estaba Isaac Aboab. Aboab, antiguo profesor de
Spinoza y después conocido como cabalista y ferviente seguidor del
auto-proclamado mesías Sabbatai Zevi, ocupó el puesto de Gran Rabi­
no en el Pemambuco holandés hasta que los holandeses fueron expul­
sados de Brasil en 1654 (dos años antes de la excomunión de Spinoza).
La caída de Pemambuco en manos de los portugueses fue, en parte,

resultado de su habilidad para movilizar a los esclavos contra sus amos
holandeses (y los primeros superaban en número a los segundos en
una proporción de, al menos, diez a uno), dándoles la libertad y ar­
mándoles para el combate. Incluso antes de la reconquista de los por­
tugueses, las revueltas de esclavos y una persistente guerra de baja in­

111
tensidad contra las comunidades cimarronas (comunidades de escla­
vos fugados) bastante amplias fueron una amenaza constante para la
frágil colonia holandesa. Aboab permaneció en Pemambuco hasta el
amargo final, cuando fue invadida por los portugueses y su ejército de
esclavos liberados. ¿Expresaba el sueño de Spinoza, diez años más
tarde, la ansiedad de una “identificación proyectiva”? ¿Era la imagen
que persistía ante él, incluso después de despertar, la imagen que la
mirada de sus jueces le devolvía al pronunciar su exclusión perpetua
de la comunidad, el mugriento esclavo cuya rebelión destruyó su auto­
ridad? Pero la encamación de los excluidos que persistía apareciendo
con tanta vivacidad es todavía otra. Lo que acosa a Spinoza, y el con­
flicto interno de su obra lo atestigua, es precisamente su parentesco
con este marginado, el hecho de que son “aliados objetivos” en una lu­
cha común. Incluso en el Tratado Político, al tiempo que Spinoza, im­
pulsado menos por amor que por necesidad, parece estar preparado
para abrazar a la multitud, ya no más una amenaza sino el único, aun­
que completamente incierto y siempre sólo temporal, medio de salva­
ción, una vez más le da la espalda, dejando su trabajo inacabado.
Así, en el mismo momento en el que los filósofos estaban implica­
dos en la definición de los derechos recíprocos y los deberes del sobe­
rano, del ciudadano y, admitámoslo, del esclavo, el comercio triangu­
lar que iba a proporcionar el capital necesario para la industrialización
de Europa y el Norte de América fraguó nuevas colectividades de tra­
bajo tanto esclavo como libre. Mientras que la monarquía absoluta, al
igual que sus rivales burgueses y aristócratas, tenían sus partisanos
filosóficos, sus “intelectuales orgánicos”, la práctica política de estos
movimientos de masas emergentes parecía destinada a quedarse no
sólo sin justificación, sino sin teorización. Spinoza es el único de los
filósofos de su tiempo que no sólo sitúa a la multitud en el centro de la
reflexión política, sino que incluso llega a pensar desde el punto de
vista de las masas. No está claro finalmente si el esclavo rebelde, el
mugriento brasileño /etíope, era una imagen en el sueño de Spinoza o
si Spinoza mismo, sus palabras y sus obras, era el sueño de un esclavo
rebelde, el sueño de todos aquellos, esclavos, trabajadores, mujeres,
que en ese momento tomaron distancia respecto a la servidumbre y
comenzaron a luchar por la liberación.
Durante el tiempo de vida de Spinoza, los regímenes de domina­
ción fueron sacudidos hasta sus raíces como sólo les volvería a ocurrir
en 1789 y 1848, y las masas se manifestaron como las que hacen la his­
toria. Spinoza no es realmente una anomalía; se diferencia de otros fi­
lósofos de su tiempo sólo en que él aborda directamente lo que a los

112
otros les acosa como el centro ausente de sus proyectos políticos.
Hemos preguntado qué pensaban Hobbes y Locke (por tomarlos sola­
mente a ellos) del estado y si favorecían o se oponían a la monarquía
absoluta. Hemos preguntado también qué derechos concedían a los
individuos ciudadanos y qué obligaciones les imponían. La obra de
Spinoza nos conduce a preguntar una cuestión más insidiosa: ¿cuál es
el lugar de la multitud (que, como hemos visto, no es lo mismo que el
pueblo), las masas, esa colectividad que está más allá de cualquier ley
excepto de la ley inmanente a sus acciones, en su filosofía política? Con
más precisión, ¿hasta qué punto estaba conformada la primera filoso­
fía liberal por su miedo a las masas?

113
4-- Hobbes y Locke

i . H o b b e s : u n a m u l t it u d n o p u e d e a c t u a r

Después de haber desmareado claramente el pensamiento de Spinoza


respecto del liberalismo naciente, podría resultar productivo retomar
alguno de los monumentos textuales del pensamiento político del siglo
XVII e interpretarlo a la luz de Spinoza. Si tomamos el caso de Hobbes,
encontraremos que la posición filosófico-política de Spinoza nos per­
mite explicar ciertos pasajes clave de la obra de Hobbes que establecen
su peculiar forma de individualismo político. En este contexto, explicar
un pasaje no es reconstruir el orden ideal de sus argumentos abstraído
del texto, eliminando aserciones que, aunque ligadas al argumento, son
consideradas innecesarias, inconsistentes o contradictorias. Consiste,
más bien, en explicar el orden real de los asertos o enunciados. El obje­
to de la investigación es la letra misma de la obra.
Tanto Hobbes como Spinoza vivieron en una época en la que la con­
cepción de la política había comenzado a centrarse en tomo a la relación
entre el individuo y el estado (se defendiera o atacara el régimen absolu­
tista): “en lugar de afirmar que el estado es un hecho natural como la
familia, una necesidad dada la existencia del pecado y la crueldad huma­
na, un poder otorgado por Dios directamente al Príncipe o una asamblea
orgánica de corporaciones, órdenes y ciudades, se dirá que el estado
emana (a través de una delegación cuyas modalidades pueden variar
considerablemente) de la voluntad originaria de los sujetos jurídicos, los
depositarios últimos de la fuente déla soberanía” (Moreau, 1981,133). El
individualismo político, tal y como surgió en el siglo XVII, fue a menudo
ideado con el objetivo de poner límites al poder del estado (como en la
defensa que hace Locke de los derechos de propiedad absolutos del indi­
viduo), pero, de la misma manera, podía servir con mayor efectividad y
poder de convencimiento para establecer el poder absoluto del estado
sobre los súbditos que habían transferido voluntariamente sus dere-

* En todo este pasaje, traducimos el mismo término inglés “subject” por sujeto o por súbdito dependiendo
del contexto (N. del T.).

115
chos al soberano (como lo planteará Hobbes). En cualquiera de los dos
casos, era un discurso centrado en tomo a los derechos y las obligacio­
nes, aquellos del soberano y el estado, y aquellos de los sujetos jurídicos
individuales de cuya asociación (o sociedad civil) estaba compuesto.
Resumamos brevemente los fundamentos del rechazo completo de
esta problemática que Spinoza realiza tal como fueron explorados en
los capítulos anteriores:
(1) Spinoza rehúsa disociar el derecho del poder: “La naturaleza...
tiene el derecho supremo a todo lo que está en su poder... Pero
siendo que el poder universal de la naturaleza entera no es algo dis­
tinto del poder de todos los individuos juntos, se sigue de aquí que
cada individuo tiene un derecho supremo a hacer todo lo que esté
en su poder” (TTP, cap. 16). Si el poder es su propia legitimación,
es igualmente verdad para Spinoza que nosotros no tenemos dere­
cho a hacer aquello para lo que no tenemos poder o capacidad. Ha­
blar de derecho en otro sentido es hablar paradójicamente. Spinoza
desplaza nuestra atención desde el derecho como una afirmación de .
lo que debería ser hacia el hecho, desde las palabras hacia las accio­
nes. Rechaza tanto el mundo de la trascendenciajurídica como cual­
quier sistema de normas que permanezca por definición externo a
lo que realmente existe. Desechando el lenguaje de la legalidad y la
moralidad, Spinoza nos permite ver la política en su materialidad y
su sustancialidad, al modo en que es definida por la fuerza y el po­
der, o más bien como una relación, un equilibrio entre fuerzas en
conflicto (Matheron, 1985a).
(2) Una vez concebimos la política como poder, el individuo deja de ser
un elemento de análisis relevante. Y es que el poder del individuo
en tanto individuo, esto es, en tanto separado y autónomo, es tan
reducido que no es posible tenerlo teóricamente en cuenta. De
hecho, la noción de estado de naturaleza en la medida en que cons­
tituye un estado pre-social de individuos separados y disociados es,
para Spinoza, una completa imposibilidad: “Dado que nadie en
soledad es suficientemente fuerte para defenderse a sí mismo y
satisfacer las necesidades de la vida, se sigue que los hombres aspi­
ran de forma natural a vivir en el estado civil: no puede ocurrir que
los hombres lo disuelvan totalmente” (TP, 6, § 1). Así, el problema
de explicar la transición desde la libertad (bien terrorífica o sim­
plemente incómoda) de los individuos separados en el estado de
naturaleza a la fundación de una sociedad en la que serán coaccio­
nados o persuadidos de modo que integren una unidad artificial
sostenida por la ley, no es un problema para Spinoza. Los indivi-

116
dúos solos no poseen poder suficiente para perseverar en la exis­
tencia y, a causa de ello, se unen por necesidad con otros para
sobrevivir: “si dos se agrupan conjuntamente y unen sus fuerzas,
tendrán conjuntamente más poder y, en consecuencia, más dere­
cho sobre la naturaleza que por separado, y cuantos más se unan
en alianza, todos ellos poseerán colectivamente más derecho” (TP,
2, § 13). Para Spinoza, y en contra de las filosofías políticas indivi­
dualistas, la existencia colectiva, en lugar de limitar o reprimir el
poder de los individuos, lo incrementa.
(3) Dado que la política se define por las relaciones de fuerza y el indi­
viduo tiene poca fuerza, la relación (o antagonismo) social central
no es la que se da entre el estado y el individuo, sino entre el esta­
do y la multitud (esto es, las masas y sus movimientos). “Es evi­
dente que el derecho del estado o de los poderes supremos no es
algo diferente al derecho natural, determinado por el poder no de
cada individuo, sino de la multitud, que es guiada como por una
mente” (TP, 3, § 2). Es más, podría argumentarse que, mientras que
el poder soberano puede sostenerse sobre la aceptación o sim­
plemente el consentimiento de la multitud, es imposible físicamen­
te que tenga lugar una transferencia de poder (en cuanto opuesto a
derecho). Ya que, incluso en un estado absolutista en el que la mul­
titud ha permitido al soberano disponer de un ejército permanente
(suponiendo que el ejército pueda mantenerse separado de la mul­
titud), “los hombres nunca han cedido tanto su derecho y transfe­
rido a otro su poder como para no ser temidos por sus gobernan­
tes, y los estados se han encontrado siempre en mayor peligro por
causa de sus ciudadanos que por la de enemigos exteriores” (TTP,
cap. 17). El poder absoluto, por tanto, no es más que una ficción
jurídica, basada en la separación de los derechos del soberano de
su poder. Y los soberanos tienden a ignorar la ficción y a atenerse
a los hechos: pocos dejan de reconocer los límites irreducibles de
su poder y la inevitable fragilidad de la misma soberanía: “Así es
muy raro que los soberanos impongan mandatos completamente
irracionales, pues están forzados a tener en cuenta sus propios
intereses y a contener su poder teniendo en cuenta el bien público
y actuando de acuerdo con los dictámenes de la razón. Como dijo
Séneca: ‘un gobierno violento no dura mucho tiempo’” (TTP, cap.
16). Dado que el derecho del imperium “se define por el poder de
la multitud” (TP, 2, § 17), argumenta Mathéron que, para Spinoza,
no puede haber contrato social propiamente dicho: “la sociedad
política no se crea por medio de un contrato, es incesantemente

117
engendrada y re-engendrada por un consenso que debe ser reno­
vado continuamente” (Matheron, 1985a, 259-73).

La argumentación de Spinoza parecería oponerse a la doctrina de Hob­


bes casi punto por punto. Como ha explicado Matheron (1985a), la
equiparación de derecho y poder no puede dejar de minar profunda­
mente el sistema de Hobbes, dado que la transferencia de derechos rea­
lizada por los súbditos al soberano es irrevocable en tanto que la socie­
dad siga existiendo. Pero, estos filósofos no son simplemente opuestos:
Hobbes puede ser leído como la negación sistemática del “materialis­
mo” o anti-traseendentalismo que caracteriza al pensamiento de Spi­
noza. Pero, la negación misma marca este materialismo como una rea­
lidad que ha de ser evitada, reprimida, rechazada. De este modo, la fi­
losofía política de Hobbes emerge como un “sistema de defensa pre­
ventiva” contra una realidad que no puede reconocer, una realidad que
declara, al mismo tiempo, imposible y peligrosa: la multitud y su poder
(Balibar, 1994,16).
Hobbes vivió en un periodo de movimientos de masas y revolucio­
nes, un periodo que él mismo analiza con gran detalle en su último
libro Behemoth, escrito después de la Restauración en la década de los
sesenta del siglo XVII. El libro es un testimonio de la máxima: “la mul­
titud, si no teme, inspira no poco temor” (TP, cap. 7, § 27). Una de las
principales causas de la revolución de 1642 fue que “el pueblo en gene­
ral ignoraba su deber hasta tal punto que ni siquiera uno entre diez mil
sabía qué derecho tenía alguien para mandarle o qué necesidad había
de un rey o de una república” (Hobbes, 1990,4 [9]). Sin miedo e igno­
rante, la multitud no dudó en usar su superioridad numérica para inti­
midar, esto es, atemorizar, a los miembros del Parlamento para que
votaran en contra de sus propias opiniones. Hobbes no duda, por
ejemplo, que, aunque los lores envidiaban la grandeza del conde de
Strattford (el primer ministro de Carlos I), “no tenían por sí mismos
voluntad de condenarle por traición”. Pero, de hecho, votaron para
condenar a Strattford por traición, y, lo que es más, le sentenciaron a
muerte. ¿Qué determinó que los lores realizaran semejante acción?
Fueron intimidados a realizarla por el clamor de la gente común que
fue a Westminster, gritando: “¡Justicia, justicia contra el conde de
Strattfordr (69 [90-1]). En realidad, el estallido de la guerra civil
dependió de “la gente común, cuyas manos habían de decidir toda la
controversia” (115 [150]). Y aunque la multitud era constantemente
seducida por falsos profetas y oportunistas en busca de poder, se mos­
tró totalmente variable en sus lealtades, cambiando sus filiaciones

118
políticas de forma tan rápida como cambiaba de fe. Así, si bien los
hombres ambiciosos podían “seducir” a la multitud, y los predicado­
res, “aterrorizarla” y “fascinarla”, no podían esperar depender de su
lealtad o apoyo, y debían, por el contrario, suponer que se volvería con­
tra ellos como se había vuelto contra otros. Hasta tal punto es más
amenazante el tumulto de la multitud que cualquier amenaza externa,
que los príncipes vecinos, en lugar de aprovecharse de las revueltas en
los reinos colindantes (especialmente cuando la revuelta “es contra la
monarquía misma”) “deberían, más bien, primero, formar una liga en
contra de la rebelión” (144 [187]).
Si Behemoth es un testimonio del poder de los movimientos de
masas, aunque sólo sea con propósitos descriptivos, un poder al que
ningún monarca se puede oponer por mucho tiempo y del que su posi­
ble sucesor debe hacer uso con el fin de reinar (pero que igualmente
podría producir su propia caída), es en verdad sorprendente que este
elemento esté completamente ausente de los planteamientos filosófico
políticos que Hobbes elaboró durante las guerras civiles de la década de
los cuarenta del siglo XVII y poco después. De hecho, no es una exage­
ración decir que no sólo el concepto de*multitud como fuerza determi­
nada no aparece en los textos políticos de Hobbes, sino, lo que es más,
ese concepto es, hablando estrictamente, una imposibilidad desde el
punto de vista de su sistema. En el De cive (1642) explícita esto de ma­
nera suficiente. No es correcto hablar de la multitud como una cosa in­
dividual; siendo que está compuesta de muchos hombres, no puede
“ser entendida como si tuviera una voluntad que le hubiera dado la na­
turaleza”, ni “se le puede atribuir ningún tipo de acción. Por ello, una
multitud no puede prometer, contratar, adquirir un derecho, transfe­
rir un derecho, actuar, tener, poseer y demás cosas similares, a no ser
que lo haga cada uno por separado y hombre por hombre, de modo
que deberá haber tantas promesas, acuerdos, derechos y acciones co­
mo hombres” (Hobbes, 1972, De ove, VI, 1).
Una multitud no puede actuar. Por supuesto, podríamos leer esta
frase simplemente como una declaración de legalidad: la multitud no
tiene el estatuto legal de autora. Cuando parece que la multitud actúa,
la acción es, de hecho, la concurrencia de acciones realizadas por acto­
res singulares. Una multitud no puede ser culpable de un crimen; sólo
pueden serlo los individuos. Una multitud no puede hablar; sólo hay
individuos separados que hablan separadamente, aunque lo hagan al
mismo tiempo, cada uno de los cuales es responsable personalmente
sólo de lo que él dice. El concepto de la mayoría, una vez que se ha esta­
blecido la república, no puede tener ningún significado. Pero, incluso

119
esta lectura limitada de la afirmación de Hobbes plantea problemas.
Las masivas manifestaciones fuera del Parlamento en 1640-41, algunas
reuniendo casi cincuenta mil personas Oa mayoría de las cuales prove­
nían de los estratos más bajos de la población londinense) no tenían
categoría o validez legal. Su sentido, según las críticas de Hobbes, es
equivalente al de los individuos que llegaban en solitario, día tras día,
año tras año, “hombre a hombre”, al Parlamento para presentar sus
humildes peticiones, aunque Hobbes admite que esta “muchedumbre”,
unida sólo aparentemente, produjo efectos políticos reales de un carác­
ter extraordinario, esto es, que una multitud puede actuar, como tal
multitud, de acuerdo con el poder propio de la mismaa.
Es precisamente en este punto donde Spinoza y Hobbes parecen
oponerse en mayor medida. Ningún soberano podría sobrevivir por
mucho tiempo si creyera que la multitud como tal multitud, con su
poder específico y “con una mente”, como precisa Spinoza contra
Hobbes, no puede actuar y hablar, o que las acciones de una multitud
semejante son, en realidad, el equivalente de una sucesión de hombres
hablando uno por uno. Es más, desde la perspectiva de Spinoza una
multitud de hombres actuando en concierto tiene más poder y, por
tanto, más derecho que los individuos actuando por separado. Y eso es
lo que Hobbes demuestra en Behemoth. Uno de los participantes en el
diálogo lo expone muy claramente al comienzo: ¿Por qué Carlos I no
poseía un ejercito suficiente “para impedir que el pueblo se uniera con­
tra él”? (1990,2 [7]). La respuesta a esta pregunta fundamental reside
no simplemente, o incluso primeramente, en el hecho de que Carlos
carecía de dinero para pagar a un ejército semejante (gracias a la con­
tumacia del Parlamento). Más crucial si cabe es el hecho de que el
mismo ejército, formado necesariamente a partir del pueblo, no podía
encargarse de forzar a los hombres para que cumplieran sus obliga­
ciones: “si los hombres no conocen sus deberes, ¿qué puede forzarles
a obedecer las leyes? Un ejército, dirás. Pero, ¿qué forzará al ejército?”
Especialmente un ejercito “infectado por los agitadores” (160 [209]).
¿No ha admitido Hobbes de esta manera la verdad de la máxima spi-
nozista (y maquiaveliana) de “que la espada del rey, o derecho [gla-
dius, sive jus] es en realidad la voluntad de la multitud misma” (TP,
cap. 7, § 25). Pero, si, al menos de alguna manera, Hobbes reconoce el
poder de la multitud como “constitutivo” en el sentido de Negri
(1981a) (incluso si no admite que por ello adquiera ningún derecho),

a - Ver Brian Manning (1991), para una descripción de las movSfcaciones de masas que tuvieron lugar en los
primeros años del Parlamento Largo y sus efectos sobre el Parlamento.

120
¿por qué excluye tan decididamente a la multitud de su conceptuali-
zación de la política? Leer a Hobbes desde la óptica spinozista nos per­
mite ver no simplemente el concepto ausente que, muy posiblemente,
es central para la política de Hobbes, sino entender que su exclusión
es precisamente uno de los principales objetivos teóricos de Hobbes.
Este no busca simplemente mostrar que la multitud no tiene existen­
cia legal y, por tanto, no debería (o no se le debería permitir) reclamar
derechos. Debe ir más lejos y “probar” (con el fin de persuadir a los
hombres para que cumplan su deber, especialmente siendo que no se
puede confiar en que las fuerzas armadas lo hagan) que la multitud no
puede existir de manera distinta a como existen sus partes individua­
les, y que ninguna forma de unidad entre individuos es posible fuera
del pacto de subordinación mutua al soberano. Así, rebelarse no sólo
es siempre un error, es (o al menos debe hacerse aparecer como)
imposible (Matheron, 1985b, 167).
El primer paso osado de esta prueba es la especificación del estado
de naturaleza. La vieja justificación de la obediencia al estado y al sobe­
rano sustentada sobre la noción teleológica de la naturaleza (de la que
la sociedad era una parte) como un orflen jerárquico, en el que las rela­
ciones de subordinación y autoridad eran necesarias para el propio
funcionamiento de la totalidad (una visión cuya expresión inglesa más
completa fue Las leyes del gobierno eclesiástico (1600) de Richard
Hooker) ya no era capaz de motivar la obediencia. La rebelión y el
periodo subsiguiente mostró esto de forma suficientemente clara. Era
necesario apelar en mayor grado a la pasión que, más que ninguna
otra, determinaba las acciones de los hombres: el miedo, especial­
mente el miedo a la muerte3. Así, el estado de naturaleza no era tanto
un estado original, como esa condición inhabitable, invivible a la que
los hombres podrían en cualquier momento regresar, como a una con­
dición cuyo trauma y horror sólo pueden ser experimentados en
retrospectiva. La deducción del estado de naturaleza en el capítulo 13
del Leviatán es rigurosa. La igualdad humana en asuntos de fuerza físi­
ca e intelecto, junto con un mismo deseo por objetos escasos, asegura

a.- A pesar de declarar que la auto-preservación era la principal ley de la naturaleza, Hobbes creía que otros
miedos podan anular el miedo a la muerte, en particular el miedo a un “tormento eterno” inculcado a los
hombres por los predicadores que buscan incrementar su poder convenciendo a los otros para que les
obedezcan con el fin de alcanzar la felicidad eterna y evitar los tormentos del infierno. Además, ciertas
pasiones, por ejemplo el deseo de gloria, podrían vencer el miedo a la muerta Tanto los miedos como las
pasiones que pueden superar el miedo a la muerte física pueden, por ello, ser causas de rebelión y desor­
den y Hobbes se los toma muy en serio. Las partes tercera y cuarta del Leviatán están dedicadas a lo que
podríamos llamar una crítica materialista de la religión. Ver David Johnston (1986).

121
la puesta en marcha de un juego de suma-cero. Y de la “igualdad de
capacidades surge la igualdad de esperanzas en conseguir nuestros
fines... Y viene así a ocurrir que, allí donde un invasor no tiene otra
cosa que temer que el simple poder de otro hombre, si alguien planta,
siembra, construye o posee un cómodo habitáculo, pueda esperar que
otros vengan probablemente preparados con fuerzas unidas para des­
poseerle y privarle no sólo del fruto de su trabajo, sino también de su
vida, o libertad. Y el invasor, a su vez, se encuentra en el mismo peli­
gro frente a un tercero” (Hobbes, 1968,184 [222]). Siendo necesario
para sobrevivir que el individuo anticipe los ataques de los otros hom­
bres, el único proceso racional es el asesinato preventivo del otro, o el
esclavizarlo, hasta que no quede nadie que pueda suponer un peligro
-asi la necesaria guerra permanente “de cada hombre contra cada
hombre” que no deja ningún lugar donde encontrar cobijo.
La deducción es hasta tal punto rigurosa, de hecho, que si segui­
mos la cadena de argumentos literalmente, llegamos a un individua­
lismo tan solitario, a una anti-sociabilidad humana tan absoluta que la
posibilidad de una reproducción regular de la especie humana se pone
en cuestión. De ahí, uno de los callejones sin salida de la teoría de Hob­
bes: la familia3. La contradicción está ya presente en el capítulo 13 del
Le\iatán. El estado de naturaleza, que ha sido definido como una gue­
rra de todos contra todos, no existió generalmente como una condi­
ción original, “en todo el mundo: sino que hay muchos lugares donde
viven así todavía. Pues, los pueblos salvajes de América, con la excep­
ción del gobierno de pequeñas familias, cuya concordia depende de la
lujuria natural, no tienen gobierno alguno; y viven hoy en día de la bru­
tal manera que antes he dicho” (1968,187 [225]). El contemporáneo
de Hobbes, Robert Filmer, el teórico del absolutismo patriarcalista,
señalaba este pasaje con gran satisfacción, preguntando si la existen­
cia de las familias, unidas por el amor natural, no era inconsistente con
la idea de la guerra de cada individuo contra todo otro individuo. Y, en
efecto, dada la definición de Hobbes del estado de naturaleza, es per­
fectamente válido preguntar si los padres no podrían considerar a sus
hijos como competidores potenciales que han de ser eliminados o ene­
migos futuros cuyo ataque debe ser prevenido. La misma cuestión po-

a.- Richard Ashcraft (1988) argumenta que Hobbes consigue reconciliar lo que podría parecer una
descripción contradictoria del estado de naturaleza creando “justo la mezcla correcta” de los
enfoques sobre la autoridad política patriarcalista y contractualísta. Yo estaría de acuerdo con
los contemporáneos de Hobbes como Filmer y Clarendon en que su obra muestra incompati­
bilidades severas e irresolubles que han de ser explicadas.

122
dría preguntarse en tomo a la relación marital misma, ya que la mera
proximidad de otro individuo (al menos otro individuo que no esté
dominado o al que no se le haya reducido su poder) de poco más o
menos las mismas proporciones e inteligencia supone una amenaza
que, racionalmente, no puede ser ignorada. Es más, si hay un amor
natural entre los miembros de la familia, ¿por qué no entre los seres
humanos en general como intentan defender las teorías de la sociabi­
lidad natural?3
Precisamente, con el fin de excluir a la familia como modelo de socie­
dad y la justificación patriarcalista del absolutismo, Hobbes debe recon-
ceptualizar radicalmente la familia, postulando una igualdad original
entre hombres y mujeres y entre progenitor e hijo. De este modo, entre
los sexos no hay relaciones naturales de dominio y subordinación: el va­
rón no es por naturaleza “poseedor del sexo con mayor excelencia... Pues
no siempre hay esa diferencia de fuerza o prudencia entre el hombre y la
mujer como para que el derecho pueda determinarse sin una guerra”
(1968,253 [291-2]). De la misma manera, el derecho del progenitor so­
bre el hijo, el derecho del dominio paternal, no es la consecuencia natu­
ral de que el progenitor haya engendrado al hijo, sino que se deriva “del
consentimiento del niño, bien expreso o por otros signos suficientes de­
clarados” (ibid. [291]). Se podría poner en duda el sentido del “consenti­
miento” de un bebé o un niño a la dominación paternal (teniendo en
cuenta, especialmente, que la expresión “otros signos suficientes” se
refiere a niños demasiado jóvenes para expresar su consentimiento por
medio de la palabra). La respuesta, por supuesto, como en todas las co­
sas que son naturales para Hobbes, reside en la fuerza y en la amenaza
de la muerte violenta: “un hombre hace que sus hijos y los hijos de estos
se sometan a su gobierno como siendo capaz de destruirlos si rehúsan”
(228 [268]). A pesar de admitir un amor natural entre los miembros de
la familia fuera del estado civil, así como “una inclinación natural de los
sexos, el uno hacia el otro y hacia sus hijos”. Hobbes es llevado por la ló­
gica de su definición del estado de naturaleza a ver la familia bien como
un tipo de relación temporal (en tanto que las relaciones de ese tipo son
temporales) entre un amo (o ama -una posibilidad muy real en el estado
de naturaleza) y sus esclavos, sustentado en la habilidad de un miembro
de la pareja para usar la fuerza con la que obligar al otro y a su retoños a

a.- Hay una inconsistencia similar en el capítulo 17 del Leviatán, donde Hobbes habla de un esta­
do de naturaleza en el que “todo hombre podría legítimamente apoyarse sobre su propia fuer­
za o aptitud para protegerse frente a todos los demás hombres”, pero en el que es igualmente
el caso que “los hombres han vivido en pequeñas familias” (224 [264])

123
obedecer y para infligirles una muerte violenta si rehúsan, o bien como
una entidad artificial fundada en la transferencia voluntaria de derechos
(253 [291]). Esto es lo menos que necesita Hobbes si quiere evitar cual­
quier apelación a la familia como signo de sociabilidad humana irre­
ducible, o a su orden natural como modelo para el gobierno humano. .
Pero, si Hobbes está forzado a tener en cuenta a la familia en el esta­
do de naturaleza con el fin de explicar la reproducción de la especie, hay
otras contradicciones en su argumento que parecen más difíciles de
explicar. En un pasaje del capítulo 13 del Leviatán citado antes, Hobbes
argumenta que “allí donde un invasor no tiene otra cosa que temer que
el simple poder de otro hombre... pueda esperarse de otros que vengan
probablemente preparados con fuerzas unidas para desposeerle y pri­
varle no sólo del fruto de su trabajo, sino también de su vida, o libertad”
(1968, 184 [222]). De este modo, Hobbes admite la posibilidad de
unión en el estado de naturaleza, si bien es cierto que en la forma de
alianza militar de la que todos van a sacar ventaja. Pero, como afirma la
frase siguiente, tales alianzas son siempre temporales: “Y el invasor, a
su vez, se encuentra en el mismo peligro frente a un tercero”. De hecho,
Hobbes se ha deslizado del plural de “fuerzas unidas” al singular del
invasor solitario (sus compañeros de invasión han desaparecido sin
decir palabra) quien, habiendo vencido, ahora está en peligro de inva­
sión, pero esta vez no por otras fuerzas, sino simplemente por “un ter­
cero”. En este pasaje elíptico, la unión se disuelve tan pronto como apa­
rece, señalándose y explicándose tan poco la aparición como la desapa­
rición3.
Hobbes rellena la elipsis, al menos hasta cierto punto, en un pasa­
je parecido del capítulo 17 del Leviatán. Aquí habla de la posibilidad de
“agruparse en un pequeño número de hombres” en el estado de na­
turaleza por “seguridad” (1968,224 [264]). Pero, continúa hasta espe­
cificar que, aunque podría ser natural unirse con otros para constituir
una fuerza poderosa para disuadir, si no derrotar, a un enemigo más
numeroso, semejante alianza ni puede durar, ni, mientras dura, puede
conseguir el fin para el que se formó. De este modo, la posibilidad de
unión en el estado de naturaleza sólo es presentada para ser inmedia-

a.- Uno de los temas más destacados en los comentarios anglo-americanos recientes de la obra de
Hobbes ha sido precisamente la posibilidad de lo que un autor llama “cooperativas de auto­
defensa” en el estado de naturaleza (ver Kavka, 1986). Mientras que tales comentarios inten­
tan ofrecer los argumentos que faltan en el texto de Hobbes, a menudo con gran inventiva, yo,
simplemente, señalaré cuándo y dónde los argumentos están presentes o ausentes, y ofreceré
algunas ideas acerca de por qué el texto es elíptico, inconsistente o, incluso, contradictorio en
algunos puntos.

124
tamente retirada, no es más que otra manera en la que el individuo
que busca preservar su vida fuera de la sociedad se encuentra atrapa­
do en un mundo de muerte violenta. Ya que no puede haber ‘‘defensa
ni protección contra un enemigo común, ni contra las injurias de unos
a otros” si las acciones de los individuos humanos que forman la mul­
titud (y la multitud es sólo sus individuos) “se rigen por sus juicios y
apetitos particulares” (224 [264]). Sería, precisamente, imposible para
esos individuos alcanzar ningún plan de acción, ofensivo o defensivo,
y menos poner en práctica un plan acordado: “Pues estando distraídos
en opiniones sobre el mejor uso y aplicación de su fuerza, no se ayu­
dan unos a otros, sino que se obstaculizan; y reducen a nada su fuerza
mediante la oposición mutua”a. Estas tendencias centrífugas no podí­
an ser contrarrestadas mediante la elección de un líder temporal o ge­
neral, ya que incluso si la multitud pudiera unirse durante suficiente
tiempo como para obtener la victoria sobre el enemigo, “más tarde,
cuando o bien no hay enemigo común o bien el que por una parte es
considerado un enemigo es por otra considerado un amigo, necesitan
disolverse debido a la diferencia de sus intereses, y caer nuevamente en
una guerra entre ellos” (225 [265]). •
La paz sólo se alcanza por medio de la sujeción a un poder sobera­
no. La multitud disgregada sólo se une por medio del “pacto de todo
hombre con todo hombre” en el que cada individuo acuerda ceder su
derecho de gobernarse a sí mismo, un derecho que cada uno posee por
naturaleza, con la condición de que todos los otros hagan lo mismo.
Sólo por medio de esta entrega de derecho y poder al estado se hace
posible la existencia colectiva. Sólo la unidad artificial de la república
ofrece las condiciones necesarias para que los hombres sean defendi­
dos de ‘la invasión extranjera y las injurias de unos a otros (asegu­
rando así que, por su propia industria y por los frutos de la tierra, los
hombres puedan alimentarse a sí mismos y vivir en el contento)” (227
[266-7]). Algunos comentadores han preguntado, con justificación

a.- Leviatán, cap. 17, 224-5 [264-5]. Deberíamos señalar que este pasaje es seguido inmediata­
mente por la afirmación de que los hombres de la multitud irremediablemente dividida que se
acaba de describir “son no sólo fácilmente sometidos por unos pocos puestos de acuerdo, sino
que cuando no existe un enemigo común se hacen también la guerra unos a otros por sus inte­
reses particulares”. Pero, ¿no acaba de negar la posibilidad de que los individuo se unan para
decir ahora que, disociados como están, son precisamente presa de - aquellos que se han pues­
to de acuerdo para unirse? ¡Esto es, es imposible que los individuos en el estado de naturaleza
se unan, y la consecuencia es que estarán expuestos a ser invadidos por aquellos que se unen!
Basta decir que la unidad, siempre imposible de alcanzar por “nosotros” aquí y ahora, aparece,
tanto en el capítulo 13 como en el 17, atribuida a aquellos a quienes tememos y precisamente
como su rasgo más temible.

125
aparente, cómo es posible aceptar el estado de naturaleza de Hobbes
del modo en que está literalmente descrito, siendo que, según su expo­
sición, sería imposible que los hombres confiaran los irnos en los otros
el tiempo necesario para cerrar un acuerdo semejante (al menos si no
dejan en suspenso su razón) con el que hacer la transición desde el
estado de naturaleza al estado civil, y para permanecer en éste en caso
de que se llegara, de alguna manera, a un acuerdo (Hampton, 1986,
cap. 2). Pero, quizás estén haciendo las preguntas equivocadas. Ya que
no es la transición del estado de naturaleza al estado civil lo que le pre­
ocupa a Hobbes. De hecho, como él mismo admite, ha habido relati­
vamente pocas transiciones de ese tipo porque la “condición de pura
naturaleza” y la guerra de todos contra todos no pre-existió en general
a las repúblicas actuales. Tales condiciones sólo existen en lugares co­
mo América donde, incluso en la época de Hobbes, estaba bastante
claro que estos “brutos” iban a disfrutar los beneficios de una repúbli­
ca por adquisición antes que por institución (187 [225]). En realidad,
todas las elaboradas discusiones en tomo al contrato, la autorización y
la república por institución, el compromiso con la transferencia volun­
taria del derecho natural realizada por individuos libres e iguales, en
breve, todos los elementos que distinguen la filosofía política de Hob­
bes carecen de cualquier realidad histórica o validez a causa de su des­
deñoso rechazo de la cuestión misma del origen de las repúblicas (y,
por tanto, de cualquier transición de la naturaleza a la sociedad) al fi­
nal del Leviatán: “apenas hay una república en el mundo cuyos co­
mienzos puedan justificarse en conciencia” (722 [737]).
¿Cuál es, entonces, la función del concepto de estado de naturaleza
en la filosofía de Hobbes si no es describir los orígenes necesarios (sean
históricos o hipotéticos) de la sociedad civil? El estado de naturaleza,
precisamente en tanto que expone un individualismo insociable tan
extremo que la más básica de las relaciones humanas se convierte en
algo inconcebible, no es el origen déla sociedad, es la situación que pro­
duce la rebelión (exitosa) contra la autoridad soberana. Ya que aban­
donamos la república del mismo modo en que entramos: uno por uno.
Y el acuerdo que todo hombre hace con todo hombre se convierte en la
guerra de todos contra todos, todo hombre contra todo hombre. Una
paradoja central se aloja en toda rebelión. Una revuelta de grandes pro­
porciones, suficiente como para derrocar al soberano armado con los
medios de la coerción, debe ser la obra de un gran número de indivi­
duos trabajando coordinadamente. Pero, como ha establecido Hobbes,
la condición necesaria para que un gran número de individuos trabajen
en coordinación para alcanzar un resultado exitoso sin caer en la mutua

126
oposición, es la existencia misma del soberano que intentan derrocar
El éxito de los rebeldes sólo puede ser su propia disolución: en el mo­
mento en el que “se desprenden de la monarquía”, vuelven “a la confu­
sión de una multitud desunida” (229 [269]).
Al mismo tiempo, Jean Hampton, entre otros, ha argumentado que
algunos de los oponentes royalistas tenían razón al llamar al Leviatái
“el catecismo de los rebeldes” (1986,197-207). Después de todo, no ha)
“obligación de hombre alguno que no surja de algún acto suyo, pueí
todos los hombres son igualmente libres por naturaleza” y “todo súbdi­
to tiene libertad en aquellas cosas cuyo derecho no puede transferirse
por pacto” (Hobbes, 1968, 268 [306]). En efecto, este no es el tipo de
doctrina que uno esperaría encontrar en una obra cuyo objetivo decla­
rado es la justificación del estado absolutista. Hobbes va tan lejos comc
para decir que tenemos el derecho de resistimos a cualquiera, incluyen­
do los representantes del estado, que intente matamos, o, incluso, sim­
plemente encarcelamos, y esto con independencia de lo justa o injusfc
que sea la sentencia que ha caído sobre nosotros. Es más, tenemos e
derecho de negamos a matar a otro, e incluso, con la condición de nc
poner en peligro a la república, el derecho a negamos a “ejecutar cual­
quier oficio peligroso o deshonroso” (269 [307]). Y ¿quién, aparte de
individuo en cuestión, puede determinar eso? De este modo, Hobbeí
abre la vía de una interpretación privada de lo que constituye una ame
naza para nuestra supervivencia, y de un derecho generalizado a cues­
tionar al soberano fundado en la auto-conservacióna.
Pero, consideremos con un poco más de detalle los derechos y liber­
tades que Hobbes nos concede. El individuo que se ha alzado en arma*
contra la república, considerando que esta era injusta, ha sido con­
denado a muerte en ausencia (si estuviera ya bajo la custodia del estado
sus derechos carecerían de sentido), y tiene el derecho a resistir. El esta­
do, por su parte, tiene derecho a usar toda la fuerza a su disposiciór
para capturarlo y hacerlo ejecutar: “si aquél que intenta deponer a si
soberano fuese muerto o castigado por éste debido al propio intento, é
es autor de su propio castigo, pues por la institución es autor de todc

a.- Hampton (1986) se equivoca al asumir que Hobbes no limita las sanciones que pudieran consi
derarse amenazas para nuestra supervivencia. De hecho, son enumeradas con bastante precisión
encarcelamiento, mutilación o muerte. Había otras formas de castigo, particularmente la confís
cación de la propiedad (una forma de castigo que podían sufrir con mucha mayor probabilidad lo
lectores de Hobbes), a las que el infractor no podía resistirse con derecho, especialmente porqui
en la república de Hobbes no hay propiedad absoluta (Leviatán, cap. 29,367-8 [399])- Dentro de
contexto de la política del siglo XVII, esta no era una distinción menor.

127
cuanto su soberano pueda hacer. Y siendo que es injusticia para un
hombre hacer cualquier cosa por la cual pueda ser castigado mediante
su propia autoridad, es también a ese título injusto”. (229 [269]). El re­
belde, a pesar de su derecho de resistencia, es, por tanto, culpable de
una doble injusticia: contra el soberano y contra sí mismo (infringien­
do de este modo la ley de la naturaleza: se destruye a sí mismo por su
propia autoridad). Pero, lo que es incluso más importante, sólo los indi­
viduos en tanto que individuos tienen derecho de resistencia: los otros,
a menos que hayan sido también condenados a muerte, no sólo no tie­
nen derecho a ayudarle, sino que están obligados a respetar y defender
las decisiones del soberano, esto es, a colaborar en la captura y ejecu­
ción del inculpado. La resistencia de derecho se reduce a las acciones de
un único individuo solitario, virtualmente falto de todo poder, según la
propia definición de Hobbes, contra la abrumadora fuerza coercitiva
del estado apoyado por toda la ciudadanía.
Al mismo tiempo, el hecho de que Hobbes ha hecho del derecho in­
alienable a la auto-conservación el fundamento y la fuente constante
de legitimación para la alienación de todos los otros derechos al sobe­
rano (esto es, como una manera de demostrar la naturaleza voluntaria
y auto-interesada de la transferencia del derecho de gobernarse a sí
mismo) deja abierta una última posibilidad de revuelta efectiva (en
tanto que revuelta de masas). “Pero en el caso de muchos hombres
juntos, que hayan resistido injustamente al poder soberano o perpe­
trado algún crimen capital por el que cada uno de ellos espera la muer­
te, ¿tienen o no tienen entonces libertad para unirse, ayudarse y defen­
derse unos a otros? La tienen, ciertamente. Pues no hacen sino defen­
der sus vidas, cosa que el hombre culpable puede hacer tanto como el
inocente” (270 [308]). ¿Ocurre, como ha argumentado Jean Hamp­
ton, que Hobbes no sólo ha aprobado “como derecho cierta actividad
rebelde en una república”, sino que “se implica en la defensa de la con­
tinuación de la actividad rebelde en una república una vez ha comen­
zado” (1986,199-200)? Incluso esto no está claro. Ya que mientras un
grupo de individuos permanece bajo sentencia de muerte (sea cual sea
la injusticia particular que cada uno haya cometido para merecer esa
sentencia), Hobbes dice que tienen derecho a “ayudarse y defenderse
unos a otros” y que un acto realizado por ese grupo será justo a condi­
ción de que se realice “únicamente para defender sus personas”. No
está nada claro que el derecho de auto-defensa se extendiera hasta el
derrocamiento del soberano y la destrucción de la república. E incluso
el mero derecho de auto-defensa que permite la unidad temporal de
los condenados es disipado por un único acto del soberano que redu­

128
ce así la multitud que le amenaza a individualidades autónomas y
antagonistas: “Pero la oferta de perdón suprime en aquellos a los que
se ofrece la excusa de defensa propia y hace ilegítima su perseverancia
al asistir o defender al resto” (270-1 [308]).
Evitar que la gente se una: esta es la función del estado de Hobbes y
el justo objetivo de la política de todo soberano. Si la individualización
de la política llevada a cabo por Hobbes patina en ciertos puntos, tanto
en la descripción del estado de naturaleza (por ejemplo, la familia y las
alianzas temporales para beneficio mutuo) como en la discusión en
tomo al estado civil Qa multitud), es ciertamente porque intenta desa­
probar una tesis que no puede reconocer, ni siquiera pronunciar. Es
una tesis que, si fuera pronunciada, minaría el sistema entero de Hob­
bes. Como podríamos esperar, Spinoza no duda en establecer esta tesis
de manera abierta. Dado que el derecho de los poderes supremos se
extiende sólo hasta donde llega su fuerza, no tienen derecho a hacer
aquello que provocaría la ira de un gran número de gente en la repúbli­
ca. Este no es un límite jurídico sino físico de su poder. “Ya que es segu­
ro que los hombres son guiados por la naturaleza a unirse para realizar
una acción hostil bien por causa de un miedo común o por el anhelo de
vengar algún daño ” (TP, cap. 3, § 9). Esta ya no es una cuestión de lega­
lidad, del derecho del rebelde contra la opresión. Por el contrario, es un
asunto de física del poder, de acciones y reacciones, de relaciones entre
cantidades de fuerza opuesta. Los hombres son guiados por la natura­
leza para unirse en la rebelión. Su combinación no es resultado de nin­
guna mediación de ninguna especie: simplemente es lo que ocurre. Hay
resistencia y revuelta, y así será mientras exista una fuerza opuesta a la
de la multitud. El sistema de Hobbes se esfuerza hasta el límite para
negar y prohibir, simultáneamente, este hecho, pero al final sólo puede
conjurarlo con la ayuda de un ensalmo cuya naturaleza paradójica es
demasiado obvia: una multitud no puede actuar.

2. E s p a r t a c o c o m o t ir a n o : e l m ie d o d e l a m u l t it u d d e L ocke

En 1673, 200 esclavos Coromantís se alzaron en la plantación de


Libby en la parroquia de St. Ann [Jamaica], mataron a una docena
de blancos, capturaron armas y huyeron a las montañas entre las
parroquias de Clarendon y St. Elizabeth, donde fueron perseguidos

129
y mermados, pero nunca enteramente expulsados de ellas. Tres años
más tarde hubo una deserción tan grande en la parroquia de St.
Mary que se declaró la ley marcial en el distrito.
Michael Craton, Testing the Chains

Espartaco, un tracio de nacimiento, que había servido como soldado


con los romanos, pero que después fue hecho prisionero y vendido
para gladiador, y estaba en la escuela de entrenamiento de gladiado­
res de Capua, persuadió a unos setenta de sus compañeros para que
lucharan por su propia libertad y no para diversión de los especta­
dores. Vencieron a los guardias y escaparon, armándose con los
garrotes y las espadas que quitaban a la gente del camino y se refu­
giaron en el Monte Vesuvio. Allí muchos esclavos fugitivos e incluso
muchos hombres libres de los campos se unieron a Espartaco y este
saqueó la comarca vecina... Como dividía el botín imparcialmente,
pronto tuvo muchos hombres.
Apiano, Las guerras civiles

La parte del trabajador, siendo rara vez algo más que la mera sub­
sistencia, nunca ofrece a ese cuerpo de hombres el tiempo y la opor­
tunidad para elevar sus pensamientos por encima de su situación o
para luchar contra los más ricos por lo suyo (por un interés común),
excepto cuando algún gran peligro común, uniéndolos en una agita­
ción universal, les hace olvidar el respeto y los envalentona para
luchar por sus deseos con las armas; y, entonces, algunas veces,
irrumpen sobre los ricos y todo lo barren como una inundación. Pero
esto ocurre raramente, excepto en la mala administración de un
gobierno negligente o desorganizado.
Locke, Consecuencias de bajar el interés
y subir el valor del dinero

A Locke, cuya preocupación no era justificar el absolutismo, sino preci­


samente ofrecer su refutación definitiva, difícilmente se le puede acusar
de las extravagancias del individualismo político de Hobbes. Hobbes
argumentaba que era tan erróneo como poco razonable el derrocar un
estado y que en el insólito caso de que las autoridades emprendan la
destrucción del pueblo el estado civil se transforma en el estado de na­
turaleza en el que los individuos pueden activar las virtudes cardinales
de la guerra, la fuerza y el engaño, para preservar sus vidas. Locke, por
el contrario, no sólo considera justo que un pueblo disuelva el gobierno
cuando “el príncipe o el legislativo actúan de manera contraria a su co­
metido”, sino que al hacer esto ofrece una definición del consentimien­
to legítimo mucho más estrecha que la de Hobbes. En particular, por­

130
que para Hobbes la llamada eufemísticamente “república por adqu
ción” (“donde el poder soberano es adquirido por la fuerza”) es mu<
más común que la extremadamente rara, quizás incluso no existei
república por institución (en la que todo hombre se pone de acue:
con todo hombre para ceder su poder de gobierno si el otro hace lo n
mo), la primera no se funda menos en el consentimiento que la segt
da, dado que ‘los pactos realizados por miedo en el estado de mera:
turaleza son obligatorios”. En el capítulo 16 del Segundo tratado so.
el gobierno civil, De la conquista, Locke comienza directamente a re
tar la generosa definición de consentimiento dada por Hobbes, arj
mentando que la conquista no puede ser nunca “origen del gobien
(433 [333])- Para Locke, el conquistador que “injustamente invade
derechos de otro hombre no puede jamás, como resultado de esa gue
injusta, tener derecho alguno sobre el conquistado” (433 [333]). Asur
que la aquiescencia de una población sometida por la violencia consti
ye un consentimiento real es dar a ‘ladrones y piratas... derecho a mí
dar sobre aquéllos a quienes han sometido por la fuerza” (432 [33^
Mientras que no es nada sorprendente que los conquistadores pued
arrancar promesas o juramentos de sus víctimas, tales compromisos i
lo podrían ser, desde la perspectiva de Locke, tan vados como las pron
sas que un hombre hace a un ladrón que le pone una daga en el cuel
Si esta especificación del consentimiento no fuera suficiente pz
establecer que el Segundo tratado es un “manifiesto radical”, como
ha llamado Richard Ashcraft (1986), en el contexto particular de la c
sis de la Exclusión y de la llamada “Revolución Gloriosa”, Locke ii
más lejos incluso: “Pero supongamos que la victoria favorece a qui
tiene la razón, y consideremos qué poder obtiene, y sobre quién, el q
vence en una guerra justa” (433 [335]). Ya que hay limitaciones estr
tas en el poder (un término que vacila entre sus significados jurídicc
físico en este pasaje y a través del Segundo tratado) que incluso 1
conquistador legítimo puede ejercer. El vencedor en una guerra jus
puede reclamar un poder “puramente despótico” (434 [336]) sobre 1
personas de aquellos que lucharon contra él, pero ahí terminan si
derechos. No tiene dominio sobre las “posesiones” o las familias de 1
combatientes (aunque puede descontar daños y gastos del ilegítin
agresor al que ha vencido), ni tampoco tiene dominio sobre aquellt
“que conquistaron junto con él” (433 [335]). El límite que Locke imp
ne sobre el derecho del soberano, incluso cuando éste vence por med
de una conquista “justa”, conduce a su vez a una ampliación de
noción de tiranía que, como anuncia al comienzo del capítulo 18 d
Segundo tratado, no es otra cosa que “el ejercicio del poder más al

131
del derecho” (446 [350]). La consecuencia de una definición tan am­
plia, por supuesto, es que cualquier gobierno, no importa lo popular o
representativo que sea, puede fácilmente y sin previo aviso convertir­
se en una tiranía en virtud de lo que hace y no de lo que es, necesitan­
do y justificando, simultáneamente, su disolución a manos del pueblo.
Pero, además, y quizás con mayor importancia, la idea anti-spinozista
de Locke de un poder que rebasa el derecho y su correlato, un derecho
más allá del poder, puede ser señalado con la misma efectividad con­
tra el pueblo en tanto tenga el poder y la inclinación para hacer lo que
no tiene derecho a hacer. Así, no importa cuan “desigual y despropor­
cionada” sea la división de la tierra, la mayoría sin tierra, no importa
lo necesitada, indignada e impotente que se halle, nunca tendrá dere­
cho a apoderarse de la propiedad de un hombre mientras sea usada
productivamente (Locke, 1960, 344 [236]). Tal acción marcaría la
emergencia de una “tiranía de los muchos”.
En efecto, la tiranía de los muchos recibe una atención significati­
va en el Segundo tratado. Locke ofrece relativamente pocos ejemplos
históricos para ilustrar sus argumentos o definiciones y la mayoría de
los ejemplos que ofrece están extraídos de la Biblia. Cuando aparecen
ejemplos no bíblicos, podemos estar seguros de que han sido elegidos
con mucho cuidado. Asi, aunque no cita ningún caso de tiranía per se,
elabora ejemplos para mostrar que la tiranía no es “sólo achacable a
las monarquías” (448 [351]), sino que cuando el poder es ejercido sin
derecho “se convierte en tiranía, tanto si está en manos de un solo
hombre como si está en la de muchos” (448 [352]). Después, expone
dos ejemplos de tiranía de los muchos: los treinta tiranos de Atenas y
el decemvíri de Roma. La primera es una referencia bastante conven­
cional; la segunda quizás no tanto. El decemvíri citado por Locke fue
un grupo de diez patricios que, después de la suspensión de la consti­
tución romana en el 451 a. C., ejercieron un poder absoluto y redacta­
ron un nuevo código legal; después de un tiempo breve su gobierno
degeneró en la tiranía del patricio Apio Claudio, que fue pronto desti­
tuido por una invasión militar. La referencia de Locke al “dominio in­
tolerable” podría aludir al interregno y a lo que él llamará más tarde
“intentos infructuosos” (463 [368D de construir una república flo que
para Locke podría equivaler a “una tiranía de los muchos” antes de re­
ducirse a la tiranía de Cromwell) y la Restauración que él apoyó fer­
vientemente.
Los ejemplos de conquistadores injustos que Locke aduce, sin em­
bargo, son mucho más remarcables. La historia ofrece una vasta pano­
plia de conquistadores que han ejercido poder más allá del derecho;

132
es, entonces, realmente sorprendente que cuando Locke busca en 1
anales de la historia ejemplos particularmente destacables de co
quistadores que se han impuesto injustamente sobre la propiedad y 1
libertades de naciones derrotadas y que, de ese modo, son poco m
que piratas y bandoleros (aunque a gran escala) con los que él gus
compararlos, encuentra exactamente dos. Uno es tomado de la hist
ría inglesa: el ejemplo de Hinggar y Hubba, líderes de la invasic
danesa en el 866, que establecieron un dominio independiente qi
duró casi cien anos, hasta que fue reconquistado por los sajones. Aui
que éesta podría parecer una elección relativamente oscura, trae a
memoria imágenes de los vikingos, una nación a la que se le achacat
haber vivido de la depredación de la propiedad y el producto de otro,
una nación de piratas. El ejemplo también alude al tema de la invasió
de un extranjero (que, a diferencia de la de los normandos dos siglc
después de la derrota de los daneses, fue, al final, repelida) en una épc
ca en la que se temía que el ejército francés podía ser usado para deferí
der a Jacobo II (y después de 1668, para devolverlo al trono).
El otro ejemplo de “conquistador despótico” (o mejor de “conquis
tador ilegítimamente despótico”, dado que el poder despótico puede
bajo ciertas circunstancias, fundarse en la justicia), el tipo de conquis
tador que sería incluso mejor que el vencedor de una guerra justa s
éste traspasara el límite de su derecho (por seguir el argumento y la re
tórica de Locke), es mucho más significativo. Su importancia, de he­
cho, es doble: no sólo está fuera de lugar de modo sorprendente en e
argumento de Locke, y es un sinsentido en sus propios términos, sinc
que, no menos importante, su peculiaridad ha pasado, que yo sepa;
desapercibida. Ni uno sólo de los muy capaces lectores de Locke pare­
ce haber atendido este ejemplo, ni siquiera haber señalado su existen­
cia. Aquí, por supuesto, hay una complicidad: no es simplemente que,
durante siglos, los lectores hayan “pasado por alto” las obvias parado­
jas de este ejemplo, sino más bien que éste es pasado por alto por el
texto mismo como una inconsistencia que produce pero que no regis­
tra en ningún sitio ni la intenta resolver. Debemos, así, tomar la com­
pleta inconveniencia del segundo ejemplo de conquistador ilegítimo
propuesto por Locke no como un mero descuido, sino más bien como
un síntoma de lo que está presente en el argumento de Locke sin haber,
sido asimilado, los elementos filosóficos, políticos que debe negar para
validarse a sí mismo, incluso si el acto de negación no puede dejar de
dirigir nuestra atención hacia lo que está siendo negado. El otro ¿con­
quistador”, seleccionado de entre el vasto abanico de ejércitos barba­
ros, hordas asiáticas, así como de sus equivalentes modernos y civüi-

133
zados (Locke ha admitido que la mayor parte de los gobiernos del
mundo se han fondado en “la fuerza de las armas”, más que “en el con­
sentimiento de la gente” (433 [333])) que la historia de las sociedades
humanas ha producido, no es otro que Espartaco, el líder de la rebe­
lión de esclavos en Roma. En este punto, el lector atento comenzará a
asombrarse, legítimamente, ante la elección de Locke: Espartaco que,
al menos según ciertos testimonios, acabó sus días, junto con 6000 de
sus compañeros rebeldes, crucificado en el camino hacia Roma (mien­
tras que las restantes versiones insisten en que murió en la batalla final
contra las legiones de Craso), nunca conquistó nada ni a nadie. ¿Por
qué tiene que partir Locke del hecho histórico para referirse a lo que el
contrafáctico tirano Espartaco hubiera sido “si hubiera conquistado
Italia” (444 [346-7]? La meditación sobre la tiranía que Espartaco, si
hubiera conquistado Italia, “hubiera” intentado establecer sobre el
pueblo conquistado, así como “el intento de incautarse de sus propie­
dades” (444 [346]) que hubiera realizado, conduce a Locke a insistir
en que se hubiera colocado en “estado de guerra contra ellos” y que el
contrafáctico triunfo por la fuerza de Espartaco no le hubiera dado
“más derecho a asumir el título de príncipe” que a “sacudirse su yugo”
tan pronto “como Dios dé a sus súbditos coraje y la oportunidad para
hacerlo” (444 [347]). Pero, la cuestión permanece sin respuesta: ¿por
qué Espartaco?
Existen unas setenta y cinco referencias a Espartaco en los escritos
de la antigüedad clásica (Yavetz, 1988). Pocos de los historiadores ro­
manos más importantes que trataron, aunque fuera brevemente, el
periodo de la dictadura de Sila (por ejemplo, Livio, Salustio, Tácito,
Suetonio) dejan de, al menos, nombrar a Espartaco o la bellum servi-
le identificada con él. Se encuentran también referencias en escritores
tan diversos como Cicerón, Plinio, Catón el Joven e incluso San Agus­
tín. Sólo dos fuentes, sin embargo, ofrecen una descripción relativa­
mente exhaustiva de la rebelión y del individuo al que se le atribuye su
liderazgo: La vida de Craso de Plutarco y Las guerras civiles de Apia­
no. De modo significativo, ninguna versión sugiere que Espartaco bus­
cara conquistar Roma o hacer algo diferente de escapar y regresar a su
Tracia natal, primero, por tierra y, finalmente, por mar (mientras que
algunos de los otros rebeldes buscaban alcanzar sus lugares de origen
en la Galia). Al mismo tiempo, aunque varias de las referencias, tanto
mayores como menores, a Espartaco apuntan a la injusticia de su es­
clavitud (Apiano informa que había sido soldado del ejército romano),
todos, inclusos los más comprensivos (por ejemplo, Plutarco), hablan
con horror de la revuelta y del pillaje llevado a cabo por el ejército re­

134
belde. Así, San Agustín pregunta acerca de la rebelión de Espartaco <
La ciudad de Dios (a la que Locke se refiere al menos una vez en ¡
obra): “¿Quién posee la suficiente elocuencia para poder hacerse carj
adecuadamente de los hechos, el número y el horror de sus actos <
bandolerismo, o lo que es lo mismo, la guerra hecha por piratas?” (I]
26). Un repaso de las fuentes de las que Locke podría haber inferic
su visión de Espartaco ofrece poco con lo que justificar o incluso expl
car este pasaje en el que Locke parece sugerir que Espartaco intent
ba, pero fracasó, conquistar Italia que en ese momento hubiera est;
do, como estaba, según el Prefacio a los Dos tratados, la misma Ingli
térra en 1688, “justo al borde de la esclavitud” (171 [43I).
Si en las fuentes históricas que estaban al alcance de Locke no s
puede encontrar respuesta alguna, el pasaje en sí mismo ofrece un poc
más de esperanza, no en lo que dice sino en lo que no dice y, quizás, n
puede decir, esto es, en ciertos silencios determinados. Estos silencie
le permiten invertir y condensar con extraordinaria economía tres reía
ciones de dominación: el esclavo se convierte en amo, el conquistado e;
conquistador, los muchos en los tiranos de los pocos. La primera debe
ría ser clamorosamente obvia: en ningún sitio reconoce Locke el hech*
de que Espartaco era un esclavo, y su ejército, un ejército de esclavo
rebeldes. De hecho, las palabras “esclavo” y “esclavitud” no aparecen ei
ningún sitio unidas a la referencia a Espartaco en el Segundo tratado
Por supuesto, suprimir la complicación que introduce la esclavitud per
mite que Espartaco sea leído como un equivalente antiguo del casc
medieval de los conquistadores Hingaar y Hubba, como han hecho
precisamente, generaciones enteras de lectores. Comencemos, poi
tanto, con esta ausencia, la ausencia de cualquier referencia a la escla­
vitud no sólo en un pasaje dedicado a Espartaco, sino en la obra comc
un todo donde éste forma parte de un gran esquema de silencio en
tomo a la esclavitud. Semejante afirmación sorprenderá, sin duda, a
algunos lectores como absurda: después de todo, ¿no se encuentra el
término “esclavitud” a lo largo de toda la obra? ¿No aparece el término
“esclavitud” dos veces en el primer párrafo del Prefacio a los Dos trata­
dos? ¿No hay un capítulo entero dedicado a este asunto? La respuesta
reside en el hecho de que, aunque Locke habla con frecuencia de escla­
vitud, la esclavitud que condena es la esclavitud de la que, según Locke
argumenta en el Prefacio a los Dos tratados, Inglaterra estaba “justo al
borde” antes de que Guillermo de Orange “salvara la nación” y, por
tanto, una esclavitud que nunca se realizó o fue establecida. Ésta, por
supuesto, era la esclavitud que caracterizaba la condición de los súbdi­
tos, sus personas y propiedades, bajo la monarquía absoluta donde al

135
soberano le basta un decreto para hacer leyes y recaudar impuestos. La
condena que hace Locke de la esclavitud de los súbditos bajo una
monarquía absoluta estaba históricamente pensada al menos para insi­
nuar una condena de esa otra esclavitud de la que no escaparon millo­
nes de africanos, aunque hoy pocos comentadores defenderían ese
punto de vista. De nuevo, es importante ver ese tipo de lectura, esto es
la aceptación, contra la evidencia directa del texto, de que Locke con­
dena la esclavitud per se, como determinada objetivamente por el texto
y no como una especie de lectura errónea colectiva; en efecto, incluso
un lector tan atento como Ashcraft declaraba que la visión que Locke
tenía de la esclavitud en los Dos tratados simplemente no podría deter­
minarse (1992). Si seguimos los argumentos de Locke literalmente, sin
embargo, y examinamos la fruición material, histórica de los argumen­
tos que ha expuesto claramente a favor de una esclavitud justa, no sólo
él no cuestiónala esclavización de africanos y su uso como fuerza de tra­
bajo en las colonias, sino que proporciona el fundamento de derecho
sobre el que se puede establecer una cierta esclavitud.
Locke, siguiendo a Hobbes, rechaza inequívocamente la idea de­
fendida por pensadores políticos anteriores como Suarez (interesado
de forma similar en especificar el adecuado fundamento moral de la
conquista y la esclavitud) de que el hombre, como propietario de sí
mismo, tenga derecho a venderse o alienarse a sí mismo: “un hombre,
al no tener poder sobre su propia vida, no puede, ni por medio de un
pacto ni por su consentimiento, esclavizarse a nadie, ni ponerse bajo el
poder arbitrario y absoluto de otro, que pueda quitarle la vida cuando
desee” (325 [220]). El hecho de que nadie puede someterse volunta­
riamente al poder absoluto o despótico de otro no significa, sin embar­
go, que no pueda haber un ejercicio legítimo del poder absoluto o des­
pótico. Por el contrario, no sólo puede ser legítimamente ejercido el
poder despótico, sino que puede decirse que aquellos que están some­
tidos a él se han sometido ellos mismos al “perder” su derecho a la vi­
da por haber realizado voluntariamente un acto injusto. Así, si uno no
puede elegir esclavizarse, no es menos verdad que la esclavitud legíti­
ma comienza con un acto de consentimiento. El vencedor en una gue­
rra justa adquiere el derecho absoluto sobre la vida del enemigo que
ha perdido ese derecho voluntariamente: un conquistador justo
“puede (cuando lo tiene en su poder) prorrogar el tomarla, y emplear­
lo en su servicio, y no le hará por ello ninguna injuria” (325 [220]). De
hecho, el esclavo legítimo retiene un cierto poder aparentemente ina­
lienable: “pues, en el momento en que considere que la dureza de su
condición de esclavo sobrepasa el valor de su vida, está en su poder

136
atraer sobre sí la muerte que anhela, negándose a obedecer la volui
tad de su amo” (325 [220]). Si seguimos a Ashcraft (1992) y negarrn
que la Constitución de Carolina, abiertamente favorable a la esclaviti
y escrita, sin ninguna duda, por Locke, represente sus propias opinii
nes, sino que, más bien, expresa las ideas de sus superiores, debemt
entonces reconocer que en el Segundo tratado cita la opinión que
mismo expuso casi literalmente en 1669. El Artículo 110 de la Const
tución establece: “Todo hombre libre de Carolina tendrá poder y aut<
ridad absolutos sobre sus esclavos negros, con independencia de s
opinión o religión” (Locke, 1993, 230). Capítulo 15 del Segundo trati
do: “El poder despótico es un poder arbitrario y absoluto que un hon
bre tiene sobre otro” (429 [331]).
¿Cómo llega alguien a adquirir legítimamente ese poder sobi
otro? “Y así los cautivos, tomados en una guerra legal y justa, son le
únicos súbditos de un poder despótico” (429 [331]). Esta especifirc
ción de un derecho, tan marginal en la exposición de Locke que incli
so los comentadores más atentos lo han pasado por alto y han reck
mado, en contra de las palabras del texto, bien que Locke se opone
toda forma posible de esclavitud, bien que Locke no toma posición res
pecto al tema, históricamente era todo menos marginal. Es útil señe
lar que la Compañía Real Africana, varias décadas después de la publi
cación del Segundo tratado, recurrió a sus operarios para que certifi
caran que los esclavos comprados en Africa eran combatientes qu
habían sido hechos prisioneros en un guerra justa entre naciones afri
canas. Por supuesto, es bien sabido que Locke fue un inversor funda
dor de la Compañía Real Africana y que, como secretario del Conseji
de Comercio y Plantaciones desde 1673 hasta 1675 y como uno de lo
siete miembros de la Cámara de Comercio y Plantaciones desde 169*
hasta 1700, estaba íntimamente familiarizado con los detalles de
comercio de esclavos, incluyendo, como ha señalado Robin Blackbun
(1997)» las frecuentes rebeliones de esclavos que tantos problemas die
ron a los plantadores de Barbados, Jamaica y Virginia. Pocas cosa
podían ser tan aterradoras para los propietarios de esclavos de Jamai
ca, por ejemplo, tan superados en número por sus esclavos, que la ide<
de un Espartaco africano, un hombre capaz de unir a los esclavos parí
conquistar a sus amos. Precisamente una figura semejante fue conce
bida, sufriendo por ello un trágico final, por Aphra Behn en su roman­
ce Oroonoko publicado en 1688 (una copia del cual se encontró en 1í
biblioteca de Locke después de su muerte).
La esclavitud, sin embargo, no es la única ausencia que desfigura le
versión que Locke ofrece de Espartaco. Está, por supuesto, el asunte

137
de la conquista y la inversión inexplicada de los conquistados en con­
quistadores. Locke limita el derecho del conquistador legítimo sobre la
propiedad del conquistado a la exacción del equivalente a los costos y
daños resultantes de la guerra y no le da ningún derecho sobre “aque­
llos que conquistaron junto con él” (433 [333]). Ofrece un ejemplo, en
su polémica con Filmer en el Primer tratado, que en sí mismo repre­
senta una inversión semejante: imagina que un plantador de las Indias
Occidentales “sin el dominio absoluto de un monarca que descendie­
ra hasta él desde Adán”, reúne a los hombres de su familia “y los con­
duce a luchar contra los indios con el fin de buscar compensación por
alguna injuria recibida de ellos” (276 [168]). Aquí, de nuevo, los indios,
por aquella época considerablemente reducidos en número a causa de
la guerra y la enfermedad en las Indias Occidentales, son imaginados
como agresores ilegítimos contra quienes la violencia, en la que la com­
pensación y la prevención coinciden eficazmente, está plenamente jus­
tificada. Como en el caso de la esclavitud, la posición de Locke en la
administración colonial le hacía estar perfectamente familiarizado con
las guerras que los colonialistas, legítima o ilegítimamente, llevaban a
cabo contra los indios americanos. Es más, los indios no son invisibles
en el Segundo tratado: hay quizás una docena de referencias a “los
habitantes de las Américas” cuyos derechos sobre las tierras estaban
sujetos a una violación constante y progresivamente mayor por parte
de los europeos, ¿Por qué Locke no cita este ejemplo de conquista ile­
gítima? Nada en el capítulo “De la conquista” prohíbe a un conquista­
dor legítimo (o a cualquier otro en este aspecto) apropiarse tierras que
los derrotados simplemente ocupan. Las restricciones se aplican úni­
camente a la “propiedad”, cuya definición Locke expone en el capítulo
5 del Segundo tratado. Allí nos dice que la tierra “común e incultiva-
da” la da Dios para que “la use el hombre industrioso y racional” (333
[227]) categorías de las que los indios que Locke fabrica (uso esta pala­
bra intencionalmente -Locke estaba familiarizado, aunque sólo fuera
por los libros de su biblioteca, con la realidad de la vida indígena, in­
cluida su agricultura) en el capítulo 5 están claramente excluidos. “Pre­
gunto si en los bosques salvajes y en las inmensas extensiones de Amé­
rica, abandonados a la naturaleza, sin ninguna mejora, labranza o cul­
tivo, mil acres entregan a los necesitados y desdichados habitantes los
mismos bienes utilizables para la vida como diez acres de una tierra de
igual fertilidad en Devonshire, donde son bien cultivados” (336 [231]).
Tamaña justificación de la conquista no puede ser llevada a cabo sin
una violencia textual que mutila el cuerpo de la realidad histórica, des­
figurando a las víctimas de la expansión europea con el fin de repre­
| 138
sentarlos como agresores, no mejores que bestias de presa o sus eqi
valentes humanos, los criminales y los tiranos.
Pero quiero enfocar una tercera ausencia, demasiado fácilmente p
sada por alto en la breve discusión que Locke hace de Espartaco. Señ
lé hace un momento que Locke no había mencionado en ningún m
mentó el hecho de que Espartaco era un esclavo y su ejército, un ejérc
to de esclavos rebeldes. En la realidad más literal, sin embargo, Locl
no menciona ningún ejército en absoluto. Espartaco aparece complet
mente solo. Esta ausencia particular, por supuesto, tiene una funcic
retórica: impide que el lector pregunte quién apoyó a Espartaco y cóm
esto es, con qué fuerzas, un bandido como él consiguió derrotar a h
legendarias legiones romanas. Impide que el lector se interrogue p<
aquellas causas de la rebelión que no sean el simple deseo de cor
quistas. Es ciertamente verdad que Locke en los Dos tratados tiende
reducir todo conflicto social a una contienda entre lo que después sei
llamado el estado y la sociedad civil, con la sospecha de que aquél est
vulnerando continuamente los derechos de ésta. En una obra distint
publicada varios años después, sin embargo, sugiere que los conflicto
económicos, concretamente aquellos que se dan entre los propietaric
y los que carecen de propiedad, pueden emerger cuando el poder d<
estado, menguado por alguna catástrofe, es insuficiente para permith
le ejercer su función propia de salvaguardia de la propiedad.

Esta... contienda se produce normalmente entre el propietario d


tierras y el mercader: ya que la parte del trabajador, siendo rara ve
algo más que la mera subsistencia, nunca ofrece a ese cuerpo d
hombres el tiempo y la oportunidad para elevar sus pensamiento
por encima de su situación o para luchar contra los más ricos por 1<
suyo (como un interés común), excepto cuando algún gran peligr<
común, uniéndolos en una agitación universal, les hace olvidar e
respeto y los envalentona para luchar por sus deseos con las armas
y, entonces, algunas veces, irrumpen sobre los ricos y todo lo barrei
como una inundación.
1824, 7:

Cuando los trabajadores ‘‘olvidan el respeto”, esto es, dejan de tenei


miedo, entonces se vuelven temibles: terrentnisipaveant. Cuando “se
unen en una agitación universal... todo lo barren como una inunda­
ción”. Locke quien, después de todo, vivió una guerra civil y fue testi­
go de la tendencia a que los ataques a la autoridad política se exten­
dieran a la propiedad, tanto en hechos como en palabras, de repente

139
parece estar más próximo a Spinoza de lo que pudiéramos haber ima­
ginado. Aunque en general se contenta con establecer un orden jurídi­
co de derechos desencamados, en ciertos momentos, Locke reconoce
que tales derechos descansan necesariamente en una relación especí­
fica de fuerzas sociales que es asumida como algo dado. Espartaco, tan
distante en el tiempo como lo están en el espacio la esclavitud y la con­
quista de tierras indígenas, sirve, así, como un recordatorio sinecdóti-
co de la rebelión latente de aquellos que no tienen otra propiedad que
su persona y que no tienen más derecho sobre las propiedades de los
amos que el que tiene el monarca absoluto. Son una mayoría en cual­
quier sociedad realmente existente, pero no son “el pueblo”; es, por
supuesto, la multitud, y su fuerza, al menos cuando está unida, no la
puede contener ningún régimen de propiedad o de gobierno.
Para comprender la función del concepto de multitud en la obra de
Locke debemos distinguirlo de la noción de pueblo. Aunque no es
posible trazar aquí el desarrollo de esa distinción a lo largo de la escri­
tura política de Locke en un periodo de casi cuarenta años desde lo que
se ha venido a llamar El primer tratado breve sobre el gobierno (1660)
hasta su Esbozo de los métodos para el empleo de los pobres (1697), po­
demos hacer unas pocas observaciones. Desde el comienzo de la ca­
rrera filosófica de Locke el término “multitud” estuvo diferenciado sis­
temáticamente y con bastante consistencia del término “pueblo” y esta
diferenciación se hizo cada vez más sistemática conforme se desarro­
lló su filosofía. Ya que, como este último era la única fuente legítima de
soberanía, una entidad semi-jurídica que surgía siempre con la deci­
sión mítica de entrar en sociedad que una gran cantidad de individuos
disociados adopta y, así, persistía a través de todos los cambios de
gobierno, e incluso en su ausencia, la multitud aparece como su doble
destructivo o destruido. Esta es esa fuerza en parte interior y en parte
exterior a la nación política (que está constituida por poseedores de
propiedad: ‘la única razón por la que los hombres entran en sociedad
es la preservación de su propiedad”) que o bien, como en los escritos
tempranos de Locke, causa la destrucción del gobierno, o, como en el
Segundo tratado, es el resultado de la disolución de la sociedad, la
suma de los individuos disociados “sin orden ni conexión”, privados de
todo estatuto jurídico, excepto uno puramente negativo.
El primer escrito de Locke deja ver claramente un miedo de la mul­
titud y su poder y, así además, un reconocimiento de que ella también,
y no sólo el estado, es capaz de tiranía (entendida como el ejercicio del
poder más allá del derecho). En 1660, Locke deseaba garantizar a la
autoridad política el derecho a “imponerse y determinar” los particula­

140
res indiferentes del culto religioso, en oposición directa a la postura qi
adoptaría en Carta sobre la tolerancia escrita veinticinco años despué
A aquellos que temen que garantizar a la autoridad política el dered
a decidir sobre la formas de culto conduciría a una pérdida de toe
libertad religiosa, Locke responde que garantizar a la autoridad polític
el derecho a encarcelar criminales o a recaudar impuestos podría, de ]
misma manera, conducir a un confinamiento general o a una coníisa
ción universal, al menos en principio. Aun así nadie duda en garantiza
al soberano estos derechos, precisamente porque tales posibilidade
“pueden a menudo asustar, pero su práctica rara vez peijudica al pue
blo’\ De hecho, no importa qué derechos formales se concedan a 1
autoridad política: hay poco peligro de que los ejerza de modo absolu
to. La razón será familiar a todos los lectores de Spinoza: porque nin
gún pueblo ha entregado de tal manera su poder que deje de ser temi
do por aquellos que gobiernan, la monarquía absoluta es una ficciónju
rídica. La falta de límites legales es irrelevante; la capacidad de la auto
ridad política para ejercer sus derechos está limitada, no jurídicamente
sino “en la práctica”, por el poder de la multitud. Y la multitud de Locke
en 1660 es realmente poderosa; es como “el mar... contra cuyas tem­
pestades y aluviones no es posible protegerse bien. ¿Se consideraría
peligroso o inconveniente que alguien permitiera hacer bancos o vallas
contra las olas por miedo a que pudiera adueñarse del océano?” (ibid.).
La autoridad política es comparada con el piloto de un barco que
“aumenta su fuerza y violencia sólo cuando aumenta la tempestad o el
tumulto; los vaivenes y varios giros del barco provienen de afuera y no
son engendrados en las bodegas o en el timón” (ibid.). Y si la compara­
ción de la multitud con el mar es, en ciertos sentidos, desafortunada, ya
que sugiere que las masas no pueden ser nunca disciplinadas o contro­
ladas, sólo precariamente manejadas, Locke se pasa a una analogía más
esperanzadora para ilustrar el límite de facto siempre presente del ili­
mitado poder dejure del soberano. Este es comparado con el jinete de
un caballo cuya conducta siempre será moderada por el conocimiento
“de que tanto un freno demasiado fuerte como una rienda demasiado
floja pueden hacer que esta bestia indómita haga caer al jinete” (ibid.).
Lo que es extraordinario respecto a este documento temprano, enton­
ces, no es tanto su conservadurismo, su aprobación del absolutismo,
sino más bien su clara subordinación de la ley ai poder (en el sentido de
Spinoza), la sugerencia de que ciertos derechos pueden y deberían ser
garantizados legalmente precisamente porque el equilibrio de poder no
permitirá, excepto bajo circunstancias extraordinarias, que sean ejerci­
dos. El poseedor de estos derechos irrealizables es, en este caso, el sobe­

141
rano cuyo poder real, con independencia de la ley, está sujeto a unos
límites inexorables. Nada en el argumento de Locke, sin embargo, le
impediría, en una coyuntura histórica caracterizada por una distinta
disposición de fuerzas que él juzgue ser relativamente estable, invertir
la relación y garantizar al pueblo derechos que nunca podría ejercer
dado el mayor poder proporcional del estado. Efectivamente, podría
argumentarse que el debilitamiento del contra-poder opuesto al poder
del estado requeriría un ajuste semejante.
¿No fueron las décadas que separan El primer tratado breve de los
Dos tratados, asumiendo con Ashcraft y otros que estos últimos fue­
ron escritos en los primeros ochenta del siglo XVII, precisamente el
tiempo en el que ocurrió una transformación de ese tipo? Una valora­
ción exacta del cambio en el equilibrio de fuerzas entre 1660 y 1680
debe tener en cuenta no simplemente los conflictos internos a “la
nación política”, esto es, la clase dominante, conflictos cuya lucha se
realiza en el Parlamento, en comités de un pequeño número de hom­
bres prominentes que, ocasionalmente, recurrieron a la movilización
de una base de masas para incrementar su “peso” (como durante la
crisis de la Exclusión), sino además una apreciación del estado de
movilización de las masas mismas. El periodo inmediatamente ante­
rior a la composición de Elprimer tratado breve fue testigo de una rea­
nimación del radicalismo religioso y social, después de la exitosa con­
tención realizada por el régimen de Cromwell. La muerte de Cromwell
en 1658 produjo una crisis de liderazgo, que a su vez condujo a un
vacío de autoridad. Los panfletos sectarios, suprimidos durante casi
una década, inundaron las ciudades una vez más como en los años
cuarenta, cuestionando la religión, la jerarquía social e, incluso, la pro­
piedad. Cuáqueros, anabaptistas, “quintamonarquistas” promovieron
reuniones de masas en numerosas ciudades y era sabido que tenían
apoyos significativos en el ejército. Es más, en este ambiente, los
arrendatarios se impacientaron, protestando contra el aumento de las
rentas y organizando motines en contra de los cercamientos. Como es
bien sabido, las clases terratenientes, temiendo una renovada radica-
lización general, se unieron en tomo al programa de la restauración de
la misma monarquía e iglesia que muchos de ellos habían rechazado
antes como única vía de salvaguardar su privilegio y propiedad.
Será necesario no sólo la restauración de la monarquía, sino casi
una década de represión civil y religiosa y asentar de manera decisiva
no pocos aparatos ideológicos y disciplinarios (especialmente la Igle­
sia Anglicana) para cambiar el equilibrio de fuerzas o, en términos de
Locke, para domar y domesticar aquella bestia, la multitud. Probable-

142
mente las medidas que más quebrantaron a la disidencia radical fi
ron aquellas conocidas comúnmente como el Código Clarendon.
Ley de Uniformidad obligó a una rígida conformidad en los clérigo
( prohibió los sermones políticos. AI mismo tiempo, las reuniones c
propósito religioso fueron declaradas ilegales, mientras que aquel
con propósitos políticos podían ser consideradas motines. Miles
radicales e inconformistas fueron arrestados bajo estas leyes, muct
fueron encarcelados o deportados. En 1661, la Ley contra Peticior
Tumultuosas hizo ilegal reunir más de veinte firmas o más de diez p
sonas para dirigirse al rey o al Parlamento, habiéndose encontra
que tales mensajes “han sido usados para servir a fines de persor
facciosas y sediciosas metidas en el poder para la violación de la p
i pública, y han sido una de las grandes causas de las últimas e infelú
guerras, confusiones y calamidades de esta nación” (66). La Ley
Permisos de 1662 creó una amplia y efectiva censura que acabó con
animado panfletismo de los años anteriores. Además, varias leyes
directamente políticas en sí mismas permitieron al estado y a los ten
tenientes de cierta categoría entrar en los hogares privados y reg
trarlos (Douglas, 1955-79; Hill, 1980); en el caso del Impuesto
Hogar, para estimar el valor de la propiedad y en el caso de la Ley
Juego, para buscar y, si se encontraba, confiscar, entre otras cosí
cualquier pistola o arco.
A la coerción del estado se añadía la disciplina del mercado. 1
1660, 50.000 soldados regresaron a la vida civil, añadiéndose a 1
cargas de una economía ya sacudida por los acontecimientos de 1
t dos años anteriores. La “necesidad, la cantidad y el continuo aumen
de los pobres, no sólo dentro de las ciudades de Londres y Westmir
ter, sino a lo largo de todo el reino de Inglaterra y el dominio de Gale
planteaba una amenaza tan grande para el orden público que en i6(
el Parlamento aprobó la Ley de Reforma de la Ley de Pobres, llama»
comúnmente Ley de Asentamiento (Douglas 1955-79,464): “a cau
1 de algunos defectos en la ley, a la gente pobre no se le impedía ir de m
parroquia a otra, y, por tanto, se esforzaban por asentarse en aquell
parroquias donde hubiera las mayores reservas, los más extensos c
mímales o extensiones para construir pequeñas viviendas, y los may
res bosques para destruir, y cuando lo habían consumido, entonces
movían a otra parroquia y, al final, se convertían en granujas y vag
bundos” (Douglas, 1955-79,464). La Ley (que Locke intentó reforz
en 1697) confinaba a los pobres en la parroquia “donde hubieran est
do asentados legalmente por última vez”, excepto durante aquell
¡ épocas en las que su trabajo era requerido por un empleador. Vari»

143
años después la peste debilitó aún más la economía, al igual que las
guerras anglo-holandesas. Los oficios que tendían a aportar la base de
masas del radicalismo, los de tejedor, carpintero, zapatero y sastre,
fueron particularmente golpeados con dureza por la innovación tec­
nológica y la competencia extranjera. El efecto combinado de las rea­
lidades políticas y económicas de los años sesenta fue la completa
derrota, desmovilización y desmoralización de los radicales, que habí­
an sido ya debilitados significativamente por la persecución durante
los años de Cromwell. Ya no se recuperarían de esa derrota. Christop-
her Hill ha hecho la crónica, con admirable detalle, de los efectos de la
represión y de la disciplina del mercado no sólo sobre las actividades
de los primeros radicales, sino sobre su pensamiento mismo, ya que
muchos se retiraron hacia el misticismo y una espiritualidad muy
ajena a los años cuarenta. No hay duda, como argumenta, que “des­
pués de 1660, la clase terrateniente estaba segura frente a la revuelta
social de los de abajo”(i98o, 173).
Al final de los años 60, la multitud como concepto que se refiere a
las masas en cuanto fuerza social activa desapareció completamente
de la filosofía política de Locke, al tiempo que el término “pueblo” en
su obra se desprendía de cualquier asociación peyorativa que poseye­
ra en sus obras tempranas. Podría ser, como argumentan la mayoría
de los comentadores de Locke, que su pensamiento político evolucio­
nara desde los argumentos semi-absolutistas de los sesenta hasta el
pensamiento liberal “maduro” de los setenta y ochenta e, incluso, que
el encuentro con Shaftesbury y la experiencia de la crisis de la Exclu­
sión produjeron un cambio decisivo en su pensamiento. Aunque tales
experiencias ayudaron, sin duda, a dar forma a las posiciones políticas
de los Dos tratados, al menos igual de importante es señalar que la
multitud como fuerza activa desapareció de los escritos de Locke en el
preciso momento en el que los movimientos de masas independientes
(en tanto diferenciados de las movilizaciones de masas promovidas
por las varias facciones de las clases dominantes en su propio prove­
cho -una táctica empleada al menos tan a menudo por los tories como
por los whigs) desaparecieron de la vida política inglesa. Lo que Locke
había antes imaginado como un océano, indiferenciado e incontrola­
ble, se ha.quedado reducido a un animal domesticado, dócil, del que
se podía esperar, si no que obedeciera inmediatamente sin riendas ni
espuelas, al menos que nunca se iba a volver tan inquieto como para
derribar a su amo. No podemos discutir de manera inteligible las
supuestas continuidades o discontinuidades del pensamiento político
de Locke si no reconocemos el cambio decisivo en el equilibrio de fuer­

144
zas sociales que se dio en este periodo. Ya que fue este equilibrio de
fuerzas el que hizo posible el surgimiento de ciertas ideas liberales,
especialmente aquellas que implicaban el consentimiento, sin ningún
peligro de que tales ideas pudieran provocar o justificar tumultos de
los de abajo que, como mostraba la experiencia misma de ese siglo,
tendían a convertirse en un cuestionamiento de los derechos de los
poseedores de propiedad, si no en intentos reales sobre su propiedad.
El Segundo tratado define, así, un nuevo régimen de dominación cuya
apología está escrita en el lenguaje individualizante de la igualdad, los
derechos y el imperio de la ley, un lenguaje diseñado para hacer desa­
parecer a la multitud y para situar, definitivamente, fuera de su alcan­
ce la propiedad y las ‘libertades” de sus amos.
En la coyuntura que surgió después de 1670 (o 1675 por adoptar el
año que marcó el comienzo de la estabilidad de Inglaterra, según J.H.
Plumb), la amenaza que dio lugar a la unificación de las clases terrate­
nientes normalmente peleadas desapareció y surgieron las facciones y
las luchas entre ellas, cristalizadas alrededor de la oposición entre la
corte y las provincias. Una cierta cantidad de medidas represivas antes
necesarias para dispersar a los radicales se hicieron superfluas o, peor,
podían ser usadas por la corte contra sus rivales dentro de la élite. Con
la neutralización, si no desaparición, de las sectas, las sanciones con­
tra los inconformistas en particular se percibieron como algo dañino,
innecesariamente restrictivas de las observancias religiosas de los disi­
dentes menores y de los debates políticos carentes de peligro en cuan­
to internos a la “nación política”. De este modo, no sólo la relación de
fuerzas sociales había cambiado dramáticamente, sino que la existen­
cia de numerosas formas de compulsión y coerción, desde lo que Marx
llamó ‘la silenciosa compulsión del capital” a las más sonoras formas
de coerción llevadas a cabo por el estado, parecían garantizar la obe­
diencia de las clases trabajadoras.
Esto mismo dice Locke en lo que parece ser la parte más radical de
su “manifiesto radical”, la parte del Segundo tratado en la que defien­
de el derecho de rebelión contra cualquier intento por parte del poder
soberano “de adueñarse y destruir la propiedad del pueblo o reducirlo
a la esclavitud bajo un poder arbitrario” (460 [365]). Del mismo modo
que hace unos treinta años había argumentado que se le podían garan­
tizar a la autoridad política derechos que nunca tendría poder sufi­
ciente para ejercer, así, ahora, en una coyuntura diferente, podemos
garantizar al pueblo el derecho de rebelión, sabiendo con seguridad
que, al menos como movimiento de masas, no ejercerá (y quizás no
puede ejercer) ese derecho.

145
Quizá podría responderse a esto diciendo que, como el pueblo es
ignorante y está siempre descontento, sería exponerse a una catás­
trofe segura el basar los fundamentos del gobierno en la inconstan­
te opinión y talante indeciso del pueblo; y que ningún gobierno
podrá subsistirpor mucho tiempo si al pueblo se le permite estable­
cer un nuevo poder legislativo siempre que se sienta ofendido por el
viejo. A esto respondo: muy al contrario. El pueblo no está tan pre­
dispuesto a salir de sus viejas formas de gobierno como algunos
quieren sugerir. Es muy difícil convencerlo de que tiene que corregir
los errores declarados que tienen lugar dentro del régimen al que
está acostumbrado. Y si hay defectos que aquejan a dicho régimen
desde un principio, o que con el tiempo y la corrupción se han ido
introduciendo en él, cuesta mucho trabajo hacer que el pueblo los
corrija, aunque el mundo entero vea que hay una oportunidad para
ello. Esta lentitud y aversión que el pueblo muestra a la hora de
abandonar viejas constituciones, se ha visto en las muchas revolu­
ciones que hemos presenciado en este país, en estos y en otros tiem­
pos; y ha seguido sujetándonos, o, tras algunos intervalos de infruc­
tuosos intentos, ha vuelto a sujetamos a nuestro viejo orden legisla­
tivo de rey, lores y comunes
462-3 [367-8]

Así, aunque es cierto que Locke estuvo a favor de una mayor discipli­
na estatal sobre los pobres, como hizo evidente en su Esbozo de una
representación que contiene un esquema de métodos para el empleo
de los pobres de 1697, no es a causa de que tema que vayan a unirse
“en una agitación universal”. Los pobres han quedado reducidos a una
multitud desorganizada que, aunque “abarrota las calles” (1993,453)
del reino, es más una carga que una amenaza. En efecto, si suponen
una amenaza en algún sentido, es a causa de su “vileza” (453), esto es,
los crímenes contra la propiedad a los que les conducirán su pereza y
su disipación. Así, el contrapunto de Espartaco en los Dos tratados
sería “el ladrón que me asalta para robarme aunque sólo sea mi caba­
llo y mi gabán” y a quien como a Espartaco “puedo matar” (231 [216]).
El remedio para tales males no consiste en negar a los pobres la sub­
sistencia y la ayuda como habían argumentado algunos contemporá­
neos menos humanitarios en su celo por preservar la racionalidad del
mercado. Tales medidas dejarían a los pobres, cuyos movimientos sin
restricciones por todo el reino son fuente de inconvenientes significa­
tivos, ‘libres para una nueva marcha” (449). Por el contrario, el obje­
tivo debe ser restringir la circulación incontrolada de los pobres por
medio de su confinamiento en una casa de trabajo cuyos empleos

146
transformen la pereza en laboriosidad y la disipación en sobriedad.1
cuanto antes mejor: a los niños de tres años sería mejor confinarlos ei
una casa de corrección que dejarlos expuestos a los peligros de uno;
padres de carácter dudoso y, lo que es más, “desde la infancia, serái
habituados al trabajo, lo que no es de menor importancia a la hora d<
hacer de ellos personas sobrias y laboriosas durante toda su vida pos
terior” (453).
El año 1688, por supuesto, confirmó la estimación de Locke respec­
to al equilibrio de fuerzas sociales y el nivel de combatividad de las cla­
ses trabajadoras. No hubo ningún apoyo de masas a favor de la aboli­
ción de la monarquía, sólo para el cambio de monarca; ni una sola peti­
ción de las masas reivindicó un cambio “de raíz” del mundo y la activi­
dad de masas demandaba la conservación del orden, especialmente del
orden eclesiástico, que se percibía amenazado por la políticas proto-
absolutistas de Jacobo. Leyendo los Dos tratados uno pensaría que la
guerra civil y la revolución de los años cuarenta (reducidas por Locke a
un simple “intervalo de infructuosos intentos”) no hubieran nunca ocu­
rrido, que la multitud que antes él pudo describir “tan poco tolerante de
las restricciones como el mar” no hubiera nunca amenazado tanto la
propiedad como la autoridad de sus amos. Pero, esta historia no puede
ser enteramente reprimida: regresa en la persona solitaria de Esparta­
co, esclavo fáctico y tirano contrafáctico, un recuerdo lejano del poder
que la multitud puede ejercer cuando la disciplina del mercado y del
estado falla y los muros ceden ante la tempestad.
Parece, entonces, que Althusser tenía razón al hablar del “spinozis­
mo reprimido de la historia de la filosofía”, al menos si Hobbes y Locke
pueden ser considerados como casos ejemplares de esta historia. Ya
que ¿no podemos entender los objetos filosóficos de Spinoza, los cuer­
pos, las masas, el poder, como los mismos objetos cuya represión
constituye el desarrollo concreto no meramente de la filosofía política
desde su época, sino de la filosofía per se en cuanto que nuestra lector
ra de Spinoza nos impele a considerar la filosofía desde sus orígenes y>
a través de sus divisiones como fundamentalmente, inevitablemente,
política? Hoy más que nunca, e invocando a menudo los nombres ,d%
Hobbes y Locke, la filosofía en sus formas dominantes trabaja mcan*^
sablemente para desmaterializar e individualizar el campo político^
inventando esferas enteras de interioridad y trascendencia quey.CQñ¿;
independencia de las intenciones y los compromisos subjetivos <3e los,
filósofos individuales, funcionan desviando nuestra atención d e ;la
composición y disposición de los cuerpos y las fuerzas. Balibar, esta
seguramente en lo cierto cuando argumenta que nuestro tiempo, no

147
menos que el de Spinoza, está habitado por su propio miedo a las
masas. No es extraño, entonces, que Spinoza ocupe un lugar tan poco
importante en el canon filosófico anglo-americano: frente a las doctri­
nas filosóficas unidas en su diversidad alrededor de este miedo, la crí­
tica que Spinoza realiza de la servidumbre sólo puede aparecer como
un rechazo de la política misma; su anti-humanismo, un nihilismo
descreído; su énfasis en las masas, una subversión permanente de los
mismos fundamentos constitucionales de los que, se piensa, depende
nuestra libertad (y propiedad, si es que ambas pueden ser separadas).
Así, la historia de nuestro propio tiempo ha concedido un cierto inte­
rés a la insistencia de Hegel de que Spinoza era un eco de un pensa­
miento no europeo pensado dentro de la filosofía europea, y, al llamar
a su teoría “oriental” quizás no se refiere tanto al contenido de la filo­
sofía de Spinoza Oa “teoría de la identidad absoluta” que Hegel le atri­
buye) como a su condición de extranjero, a su imposibilidad de ser asi­
milado. Por usar la frase de Hegel, Spinoza bien puede ser el obstácu­
lo que la “filosofía europea” (como la denominó Hegel en la Historia
de la ñlosofía) debe “superar” (esto es, reprimir y negar) para llegar a
ser lo que es.
Por supuesto, Spinoza no es el único hereje cuya excomunión vuel­
ven a promulgar diariamente los guardianes de la justicia y la morali­
dad. La represión de los cuerpos y las masas, la del tipo de poder que
nunca puede ser poseído sino únicamente ejercido, jamás ha dejado
de ser cuestionada. Por supuesto, desde el punto de vista de la filoso­
fía de Spinoza no podría ocurrir de otra manera. Los últimos treinta
años en particular han sido testigos de un renacimiento de los estudios
sobre Spinoza más importante que cualquier otro desde que la filoso­
fía de Spinoza se convirtió en spinozismo, un renacimiento del que es
eco el presente estudio. He citado repetidamente los trabajos de figu­
ras tales como Deleuze, Matheron, Macherey, Negri, Balibar, Albiac y
Moreau (por resaltar sólo a ellos) que nos han permitido ver lo que en
otra parte he llamado “un nuevo Spinoza”, un Spinoza impensable en
el pasado. Seguramente no es un accidente que el nuevo Spinoza sur­
giera coincidiendo con la explosión social que atravesó el planeta ente­
ro, dejando pocos lugares sin afectar, y cuyo trigésimo aniversario he
conmemorado, sin la menor intención, al concluir este libro. Fue segu­
ramente en este tiempo de acción de masas contra el despotismo tanto
de la “sociedad civil” como del estado, un tiempo en el que se mostró
que nuestros estados “democráticos” temían a su propio pueblo más
que a cualquier enemigo exterior y periódicamente requerían la fuer­
za armada para mantener la “seguridad interna”, en los que se reveló,

148
aún con mayor fuerza, que las prácticas corporales, materiales de
vida cotidiana determinaban incluso a aquellos que veían lo mejor
hacer lo peor, fue en este tiempo, digo, cuando los conceptos de Sf
noza anteriormente desatendidos se hicieron de repente asombros
mente visibles y su crítica de la servidumbre reapareció en las expr
siones mas sobresalientes de esta experiencia, especialmente aquell,
de Althusser y Foucault.
Invocar estos nombres supone reconocer el riesgo de que el spin
zismo de la historia de la filosofía puede haber ya desaparecido una v
más en su averno subterráneo, olvidado en el mismo instante d
recuerdo. Se diría que Spinoza (re)apareció demasiado tarde, como
filosofía lo hace siempre, según Hegel, post festum. Nuestro tiemp
como el descrito por Christopher Hill, ha atravesado su propia “exp
rienda de derrota” y, como los radicales desilusionados de aquell
tiempos, muchos se han retirado hacia nuevas formas de quietismc
superstición. El lenguaje de la materialidad, de los cuerpos, las fiierz
y las masas ha adquirido un aire ligeramente arcaico, si no vagamen
amenazante. Frente a lajmpredecibilidad y complejidad de la histori
cuyo movimiento parece cualquier cosa menos progreso, con una reí
ción de fuerzas sociales profundamente desfavorable para tod
menos para los que dirigen el mundo, pocos han resistido la supers
ción a la que precisamente esta variabilidad de la fortuna hace qi
todos tendamos. Algunos se han retirado en un huida mística y, con
aquellos sacerdotes que Spinoza criticaba en su tiempo, proclam;
estridentemente la incognoscibilidad de un mundo indeterminado y
imposibilidad de la acción. Para otros, una mayoría, la supersticic
jurídica y moral ha reemplazado los delirios teológicos del pasado; 1
nuevas teodiceas, laicas sin duda pero no menos perniciosas que 1
antiguas, son aquellas del mercado y su expresión espiritual, la esfe
pública, los mecanismos por los que, según se piensa, será selección
do el mejor de los mundos posibles. Queda por ver hasta qué punto
por cuánto tiempo, incluso el “nuevo” Spinoza puede alterar este s
nambulismo político. Por supuesto, si no queremos caer en las noci
nes idealistas que Spinoza rechaza, no podemos concluir otra co
que, en ausencia de una resistencia, de masas y activa, a la servidur
bre y a la dominadón, su crítica a la teodicea tanto divina como lai
no puede permanecer efectiva y se perderá, casi con total certeza, en
oscuridad como lo hizo a menudo en el pasado. Pensar esto seríame
te supone reconocer la posibilidad de que la historia pueda hacer qi
sus textos sean tan incomprensibles como si estuvieran escritos en i
lenguaje que ya nadie conoce.

149
Por supuesto, la filosofía de Spinoza es suficientemente difícil de apre­
hender incluso para aquellos que conocen su lenguaje. Al igual que en
el caso de la misma Escritura, tanto el objeto de análisis como, en la difi­
cultad que asigna a la tarea de interpretar (un espejo privilegiado de los
antagonismos y atolladeros de su propia labor), el orden aparente de
sus textos, especialmente la Ética con su imitación del método geomé­
trico, pueden ser una defensa contraía fuerza de sus propios conflictos.
Y es precisamente la ausencia de resolución, la acumulación de tesis
inacabadas, de argumentos suspendidos e incluso de ciertas imágenes
que la mitad de las veces surgen de improviso en contra del hilo de sus
argumentos, inexplicables y sin embargo inolvidables, lo que da a la fi­
losofía de Spinoza su inmensa fuerza. Su filosofía está siempre por es­
cribir, en los actos tanto como en las palabras. Si, en consecuencia, deja­
mos a sus pensamientos pensar por sí mismos sin asignarles ningún
límite o frontera (por utilizar los términos de la crítica que Kant hace a
Spinoza) nos llevarán a desplegar un camino hacia la liberación que casi
es inimaginablemente difícil: una liberación de la mente que depende
de la liberación del cuerpo y una liberación del individuo cuya condi­
ción es la liberación colectiva. Si el camino por el que el pensamiento de
Spinoza nos lleva es inimaginable, no obstante, es porque este camino
carece por completo de los desvíos que la imaginación y la superstición
están siempre dispuestas a proporcionar.
Señalamos antes que el inacabado capítulo 11, “De la democracia”,
de la última obra de Spinoza termina con las palabras de su anónimo
editor: “reliqua desiderantui*’, el resto se echa en falta. Después de que
hayan cesado las palabras de Spinoza, una imagen, o quizás la estela
de una imagen, persiste en el espacio de esa falta. En el silencio de una
mañana invernal, un silencio onírico, un brasileño intolerable perma­
nece de pie, quieto, ante él, aterrador y osado, el esclavo rebelde a
quien las batallas han marcado con cicatrices y que no necesita hablar.
¿Por qué le asusta tanto a Spinoza? Quizás porque, como una sombra
muda delante de la puerta del averno, le hace señas para que comien­
ce el viaje en busca de lo otro en lo que la filosofía de Spinoza debe con­
vertirse con objeto de ser ella misma

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YAVETZ, Z. 1969. Plebs and Princeps. Oxford: Carendon Press.
-----1988. Siaves and Slavery in Ancient Rome. New Brunswick: Trans-
action Books.
ZAC, Sylvain. 1965. Spinoza et Tinteprétation deYÉcriture. Paris: PUF.

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Índice

Introducción (Aurelio Sainz Pezonaga)..................................... *

Reconocimientos................................................... .............. . <

Una nota sobre las citas de Spinoza.......................................... i:

Prefacio..................................................................................... rx

1. Escritura y naturaleza: la materialidad de la letra..................

2. Ver lo mejor y hacer lo peor: por qué lo hombres


luchan con tanto coraje por su servidumbre como
por su salvación..................... ............................................ 4<

3. El cuerpo de la multitud........................................................ 8*

4. Hobbes y Locke................ ..................................... ............... n<

Referencias................... ............................................................ 15

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