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Paul Mattick

Del liberalismo al fascismo


Firmado con el pseudónimo de Luenika y publicado en Living Marxism, vol. V, nº 4, primavera de 1941.
Originalmente el texto aparece dividido en dos secciones, indicando el comienzo de la segunda con un dos en
números romanos. En esta versión, para mayor comodidad, el texto se presenta dividido en siete apartados,
con números romanos puestos entre corchetes. El actual apartado IV era originalmente el comienzo de la
sección II del original. Traducción y edición por Roi Ferreiro para Inter-Comunistas Blog.

[I]
Los cambios sociales rápidos afectaron a las distintas capas de la sociedad de diferentes
maneras, múltiples oportunidades se abrieron con la formación del capital. Una creencia
en el progreso dominaba la ideología de la próspera clase capitalista de modo que incluso
los empresarios capitalistas más despiadados estaban, de alguna manera, convencidos
de que la acumulación interminable de capital beneficiaría finalmente al conjunto de la
humanidad. Las innegables miserias que fueron en paralelo a la creciente riqueza eran
vistas como lamentables imperfecciones, en parte heredadas del pasado, que se limarían
para satisfacción de todos en el curso del desarrollo ulterior. Incluso desde Auguste
Comte, pensadores burgueses interesados en las cuestiones sociales han estado
completamente convencidos de que, con el ascenso del sistema capitalista de producción
y su estructura política liberal, se ha establecido finalmente una sociedad en la que todos
los problemas existentes y posibles pueden resolverse pacíficamente a través de la
“moralización del capital”.

El desarrollo del capitalismo ha sido acompañado por el crecimiento y el declive de un


número de ideas y movimientos anticapitalistas. Pero como las ideologías que dominan
un período histórico son las de las clases dominantes, así también el optimismo
prevaleciente en el temprano movimiento obrero era un reflejo del “positivismo” de la
burguesía liberal. Los oponentes del capitalismo, también, daban por hecho que el
proceso de expansión capitalista industrializaría grandes partes del mundo, desarrollaría
el comercio internacional y simplificaría las relaciones de clase mediante el incremento
del proletariado. El ala moderada del movimiento obrero, lo mismo que la radical, aunque
adheridas a distintos principios filosóficos y organizativos, estaban profundamente
convencidas de que, con el éxito del capitalismo, estaba asegurado también el éxito de la
clase laboriosa. El crecimiento de la conciencia de clase y de las organizaciones obreras
iba ligado a la creciente importancia de la industria a gran escala, con la consiguiente
concentración de capital y todos los cambios estructurales relacionados, en dirección a la
sociedad de dos clases.

La idea de que el progreso serviría tanto a los capitalistas como a sus oponentes, e
incluso a los últimos más que a los primeros, era un reflejo de la unidad práctica entre
trabajo y capital, de la continua interacción de fuerzas de clase que excluía el desarrollo
de una conciencia de clase “pura” y de una práctica revolucionaria verdaderamente
consistente y que estaba, además, profundamente enraizada en el pasado. Debido a que
la historia no puede volver atrás, no había alternativa para las capas proletarias de la
sociedad a respecto de su apoyo a la revolución burguesa. Aunque los trabajadores
simplemente tenían que luchar del lado de la burguesía ascendente, se les hizo pensar, y
les gustaba creer, que al luchar por la causa del capitalismo estaban también preparando
su propia emancipación.

Encontrar elementos capitalistas, e incluso precapitalistas, en todas las teorías, utopías


y movimientos anticapitalistas, no es algo de lo que sorprenderse. No sólo pueden
encontrarse en las etapas iniciales de estos movimientos, sino que han estado destinadas

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a ganar importancia con el paso del tiempo. El socialismo moderno, no queriendo frenar
un desarrollo que consideraba históricamente necesario, intentó ayudar a su avance
permaneciendo progresista cuando la burguesía misma ya se había vuelto conservadora.
Reconociendo la continuidad de los procesos históricos, que interpreta como una serie de
luchas de clases, el proletariado iba a seguir donde los capitalistas lo dejaron. Mientras la
burguesía estuvo satisfecha con un movimiento dialéctico que se retiró con la creación
del Estado burgués, Marx continuó mirando dialécticamente la sociedad, esto es, trabajó
en la dirección y con la expectativa de una revolución proletaria.

Sin embargo, la reacción fomentada por la burguesía exitosa no podía ser combatida
por mucho tiempo con reminiscencias de un pasado revolucionario. Cuanto más se
alejaba el movimiento obrero del capitalismo del período del Sturm and Drang, menos se
sentía inclinado a volver a representar el drama histórico de la revolución burguesa con
un maquillaje proletario. Marx mismo se volvió notablemente más científico cuanto más
viejo se hacía y “el General” Engels se vio forzado a rechazar por anticuada la una vez
amada estrategia de la barricada. La creciente posibilidad de incrementar,
aparentemente, los beneficios y los salarios, integró al movimiento obrero más
seguramente en la estructura capitalista. Políticamente, también, la clase laboriosa se
convirtió en un factor importante en apariencia dentro de la democracia burguesa, al
menos en Europa occidental. “Hacia adelante y hacia arriba” era la consigna de todas las
clases y ninguna ciencia o propaganda revolucionarias podían contrarrestar el nuevo
espíritu. El movimiento obrero, como un todo, adoptó las ideologías de aquellos
reformadores tan propiamente burgueses que Marx había considerado indignos de una
estimación crítica seria. Finalmente, la Sociedad Fabiana y el “revisionismo” de Bernstein
añadieron tristes estadísticas a la ya rancia ideología de colaboración de clases de John
Stuart Mill, y acabaron el día.

Aunque es cierto que el marxismo “original” contenía elementos burgueses en su teoría


y su práctica, incorporaba con mayor importancia ideas y fuerzas sociales del todo
incompatibles con la sociedad capitalista. En la esfera económica el marxismo vio el
“progreso” capitalista, esto es, la acumulación de capital, como la acumulación de
miseria. La economía competitiva, basada en la propiedad privada, estaba condenada a
encontrarse con dificultades siempre crecientes que finalmente no sería capaz de superar.
El sistema capitalista era mortal. Sus contradicciones internas y sus limitaciones externas
aseguraban a un movimiento obrero ascendente que su hora del triunfo estaba más cerca
cuanto más progresaba el capitalismo. Sin embargo, los elementos revolucionarios del
marxismo fueron pronto ignorados, o interpretados de una manera que los adaptaba a la
práctica, cada vez más no-revolucionaria, de un movimiento obrero completamente
satisfecho con el progreso capitalista, pero que necesitaba una ideología que camuflase
este hecho. El contenido revolucionario del marxismo se convirtió en una suerte de
ejercicio espiritual para las vacaciones. Se sacaba a relucir a modo de compensación por
la exigüidad de las concesiones, luchadas o negociadas, de la burguesía. Sirvió como
recordatorio para la clase dominante de no relajarse en su deber para con sus esclavos.

El hecho de que actitudes, principios y actividades, considerados progresivos en la etapa


de la ilustración burguesa, entrasen en la teoría y la práctica proletarias, se revela
también en las diversas concepciones acerca de qué constituiría una nueva sociedad. La
nueva estructura social defendida por organizaciones revolucionarias, o la transformación
del orden existente en uno nuevo esperada por los reformistas, eran construcciones
mentales muy vagas. Pero, incluso en su ambigüedad, estos cianotipos del futuro eran
tan viejos como nuevos. A menudo se acercaban mucho a aquellas utopías tempranas
que buscaban más un paraíso perdido que una nueva sociedad, como por ejemplo
cuando Friedrich Engels, con la fuerza de una cuestionable teoría antropológica, concibió
la nueva sociedad como la reconquista –aunque sobre un nivel superior– de un

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comunismo primitivo perdido hacía mucho. Marx mismo se preguntó si las comunas
rurales precapitalistas rusas podían ser de utilidad y jugar un papel en una
reconstrucción socialista de la sociedad. Ideologías ligadas a las condiciones tempranas,
e incluso precapitalistas, también encontraron un resurgimiento tardío en las teorías del
anarquismo. Las ideas de la pequeña burguesía, ligeramente alteradas, reaparecieron en
programas diseñados para acabar con todo gobierno monopolista gracias a poner fin al
gobierno del Estado. La descentralización, los créditos sociales, los intercambios en
trabajo, las agrupaciones sindicales y otras propuestas fueron, por decirlo así, no sólo
resultados de un reconocimiento intuitivo de que la tendencia del desarrollo capitalista
apuntaba hacia el Estado totalitario, sino que estaban conectados también con las teorías
y la práctica del pasado remoto. Después de todo, Hobbes escribió su Leviatán a
mediados del siglo diecisiete, y el terror jacobino había demostrado bastante temprano
los posibles poderes absolutistas de un régimen democrático-capitalista.

[ II ]
Las concepciones vagas del socialismo fueron tan desorientadoras como útiles. Como el
profesor Pigou enfatizó una vez, si “estamos colocando una figura desnuda, con todos
sus defectos patentes a la vista, frente a una figura que está velada, estamos inclinando
el equilibrio en detrimento de la desnuda” –o sea, en detrimento del capitalismo–. Sin
embargo, es entendible que lo que el desnudo revele influenciará, con fuerza, cualquier
suposición acerca lo que el velo podría ocultar.

El capitalismo se desarrolló desde el laissez faire hasta el monopolio. El laissez faire


mismo presupone el monopolio de los medios de producción en manos de la clase
capitalista. Pero había competencia entre empresarios individuales. Esta competencia, sin
embargo, era desde los mismos inicios una competencia imperfecta, porque involucraba
diferentes agregados de capital, turnos de producción, variaciones de localización, en
resumen, toda una serie de hechos económicos, sociales, históricos y geográficos que
tenían diferente importancia para los diferentes capitalistas y que tornaban todas las
“leyes” de la competencia en “leyes” de la monopolización. La formación de capital era,
así, concentración de capital que, a su vez, significaba centralización del control político.
Lógicamente, todo este desarrollo acabaría en una división de la sociedad en dos grupos:
los propietarios de los medios de producción –que en virtud de su posición dominaban
todas las esferas de la vida social– y el resto de la humanidad. Se reconocía, no
obstante, que este desarrollo no necesitaba alcanzar su “conclusión lógica”, que mucho
antes, debido a la presión de los procesos contradictorios involucrados, podrían ocurrir el
estancamiento, los levantamientos sociales y los cambios revolucionarios. Sin embargo,
la tendencia era hacia el “Cartel General” –hacia un capitalismo de Estado, o sea, una
situación en la que el Estado es completamente tomado por el capital–. Aceptando todo
este proceso como algo inevitable, lo único coherente era que los socialistas centrasen su
atención, antes que nada, en el aparato estatal: los reformistas intentando ganar el
control legalmente, los revolucionarios queriendo destruir el viejo Estado en favor de uno
nuevo. Pero ambos iban a realizar plenamente lo que habría de tener lugar de cualquier
manera: la fusión final de todo el poder económico y político en manos de una única
autoridad. Los reformistas, si controlasen el Estado, comprarían los medios de producción
a sus propietarios capitalistas; los revolucionarios se los expropiarían. En el Anti-Dühring,
Engels proclamó que “el primer acto en que el Estado realmente se pone a la cabeza
como el representante de la sociedad como un todo –la apropiación de los medios de
producción en nombre de la sociedad– es, al mismo tiempo, su último acto independiente
como Estado”. Después de eso, el Estado se “marchita” para dejar lugar a una
“administración de las cosas”. Se pretende, de este modo, que el poder estatal elimine el

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poder del Estado y, por medio de ello, el del capital. El concepto del Estado obrero no se
derivaba de una hipótesis sobre la gestión social que se alcanzaría en el futuro, sino que
era el reconocimiento de una necesidad ineludible que estaba determinada por el
desarrollo precedente del capitalismo.

De la necesidad se hizo virtud. Poco después de que el “primer Estado obrero”


comenzase a existir, su principal proponente, Lenin, empezó a describir el socialismo
como “nada más que el paso siguiente tras el monopolio capitalista de Estado, nada más
que el monopolio capitalista de Estado hecho para beneficio de todo el pueblo”. El
monopolio estatal, especialmente en su forma más obvia, obtenida durante las
condiciones de guerra, se convirtió para Lenin en “la más completa preparación material
para el socialismo”, siempre que se cambiase el personal gobernante. El contenido entero
de la revolución proletaria era visto ahora como el reemplazo de una clase dominante
egoísta por un aparato estatal beneficente. “Si Rusia era gobernada por 130.000
terratenientes”, dijo Lenin una vez, “no tiene sentido que se nos diga que Rusia no será
capaz de ser gobernada por 240.000 miembros del partido bolchevique”. Y mucho antes
de que esta oportunidad surgiese, él había insistido en que “el ideal del socialdemócrata
no debería consistir en ser un secretario sindical, sino un tribuno del pueblo”.

Para cuadrar su “realismo” político con su “ortodoxia” marxista, indispensable en la


lucha contra los oponentes capitalistas y reformistas del bolchevismo, Lenin transformó la
declaración casual de Marx acerca de que la sociedad socialista, tal como emerge del
capitalismo, parecería diferente de una con una larga historia propia, en la fórmula útil
“Del socialismo, al comunismo”. El “socialismo” era la base para el comunismo, justo
como el monopolio capitalista de Estado había sido la base para el “socialismo”. Así, todo
comunista debe apoyar el “socialismo” y favorecer el monopolio estatal; no puede poner
objeciones a la exigencia de que, hasta que llegue el comunismo, se requiere el control
estatal más estricto sobre la producción y la distribución.

Cuando Engels pronunció que el proletariado toma el poder del Estado y cambia la
propiedad de los medios de producción en propiedad estatal, está claro que suponía que
no había habido antes un cambio de la propiedad en propiedad estatal. De otro modo
sólo habría dicho que el monopolio estatal capitalista debía ser reemplazado por un
monopolio estatal socialista. Así Lenin procedió del todo “a la manera marxista” al tomar
el Estado, nacionalizar toda la propiedad productiva, y regular la economía de acuerdo
con un plan. Para cumplir por completo el programa marxiano quedaba sólo que el
Estado se “marchitase”. Lo que debe tenerse en cuenta, sin embargo, es que donde Marx
y Engels trataban de la reconstrucción socialista de la sociedad de una manera
extremadamente vaga, principalmente esbozando unos pocos principios generales como
los que pueden encontrarse en la Crítica del programa de Gotha, Lenin tenía un concepto
específico y concreto de la estructura y carácter del socialismo que los bolcheviques iban
a instituir. Su modelo –por decirlo así– se podía encontrar en el servicio de correos
alemán, su “socialismo” era casi idéntico al “socialismo” de la economía de guerra
alemana. Tomar el capitalismo cuando éste alcanzase su más elevada concentración y
centralización significaba, para Lenin, completar el proceso de socialización que el
capitalismo mismo había iniciado y fomentado a través de sus peculiares leyes de
desarrollo. En las naciones monopolistas avanzadas, el derrocamiento político del Estado
sería hoy suficiente para convertir en socialismo lo que ayer operaba bajo el falso nombre
de capitalismo. En Rusia era más complicado, porque allí el proletariado tenía tanto que
hacer, como que deshacer, la revolución burguesa, ya que la burguesía propiamente
dicha ya no era capaz de cumplir su misión histórica, esto es, preparar el terreno para la
sociedad socialista.

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[ III ]
Marx y Engels eran científicos, no profetas. Ellos analizaron el sistema capitalista tal y
como lo conocían y trazaron algunas conclusiones a respecto de sus tendencias de
desarrollo; pero no predijeron el futuro en todos sus detalles. No previeron los actuales
regímenes totalitarios. Para ellos el Estado era esencialmente un instrumento para
asegurar la dominación de la clase capitalista. Si, con la concentración de capital, el
cuerpo dominante se volvía más pequeño, el Estado serviría a los intereses de menos y
se opondría a masas mayores. Pero Marx y Engels nunca siguieron sus propias líneas de
pensamiento hasta el final, ya que estaban convencidos de que el capitalismo no sería
capaz de alcanzar un punto de desarrollo tal que permitiera la fusión completa del Estado
y el capital, y algún tipo de economía planificada. Ambos sabían que la trustificación y el
proteccionismo eran intentos de introducir alguna clase de regulación en los mercados
nacionales e internacionales; pero les parecía seguro, como Engels señaló en una nota a
pie en el tercer volumen de El Capital, que tales “experimentos son practicables sólo
mientras el clima económico es relativamente favorable... aunque la producción está
claro que necesita regulación, no es ciertamente la clase capitalista la adecuada para
esta tarea; los trusts no tienen otra misión que velar porque a los peces pequeños se los
trague el pez grande todavía más rápido que antes.” Para Marx, el proceso de la
expropiación capitalista no acabaría en un super-trust gigantesco fusionado con el
Estado. Confiando en las crecientes fuerzas de la clase obrera, su concepto de la
acumulación capitalista acababa, como una vez escribió a Engels, “en la lucha de clases
como un final en que se encuentra la solución a todo el meollo”.

Durante el largo tiempo siguiente, sin embargo, las luchas de clases efectivas
meramente servirían como incentivos para una acumulación de capital más rápida. El
capitalismo probó ser muy adaptable a las circunstancias cambiantes. Las crisis
periódicamente recurrentes lo fortalecieron en lugar de debilitarlo. La lucha de clases
perdió por completo su importancia. El tema dominante era el carácter cambiante del
propio capitalismo. La trustificación, cartelización, monopolización, a menudo
sobrepasando las fronteras nacionales, apuntaban en dirección a regulaciones del
mercado, producción planificada y control de las crisis. Una nueva era había comenzado
en apariencia. El capitalismo, al menos ese capitalismo sobre el que Marx había escrito,
se acercaba a su fin. El teórico socialista Hilferding destacó que cada capitalista no sólo
debe hacer beneficios, sino que debe acumular, para seguir siendo un capitalista. Pero la
acumulación es la concentración de capital en menos manos. Así, al perseguir su
finalidad capitalista, cada capitalista destruye progresivamente las oportunidades de
perseguir finalidades capitalistas. Con la concentración de todo el capital en "una mano",
el capitalismo habría alcanzado su "meta". No habría entonces ya finalidad capitalista que
poder perseguir. La acumulación de capital, en el sentido anterior del término, ya no sería
posible, porque donde todo está concentrado la concentración se detiene. Kautsky, un
poco más tímidamente, aplicó el mismo razonamiento a los problemas de las relaciones
internacionales en su teoría del "ultraimperialismo".

A primera vista todo esto parece totalmente acorde con el marxismo, pues Marx mismo
estaba convencido de que, tanto nacional como internacionalmente, "todo lo que la
burguesía centraliza favorece a la clase obrera". Aun así, esto no ahorraría a la clase
obrera el arduo problema de la revolución. Para Marx el desarrollo desde el laissez faire a
la trustificación no seguía una línea recta. Este desarrollo era un proceso contradictorio,
de prosperidad y depresión, creación y destrucción, centralización y descentralización,
progreso y reacción. La contradicción inherente a las relaciones de producción nunca
podría ser superada por la vía de la centralización, esto es, mediante un mero principio
organizativo. Se reproduciría a una escala más amplia según se ampliase la producción
misma y se ensanchase el alcance de la actividad capitalista. El fin del laissez faire no era

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el fin de la competición; sólo conducía a la competición, más potente, de los monopolios.
La centralización nacional indicaba una tendencia no hacia la pacificación, sino hacia las
guerras imperialistas. Había, sin duda, cambios cualitativos; un cambio cualitativo, sin
embargo, implica acción de clase. Mientras hubiera propietarios o gestores de los medios
de producción por un lado, y una clase trabajadora con las manos vacías por el otro, toda
reproducción implicaría la reproducción de la relación de explotación. Sólo la clase que no
poseía nada podía estar interesada en acabar con tal relación y podía, así, detener un
proceso de reproducción continua que implicaba la reproducción de todas las condiciones
ligadas a, y determinadas por, las relaciones de clase existentes. A falta de la abolición
de las relaciones de clase toda transformación consistiría sólo en nuevas expresiones de
la misma vieja sociedad capitalista.

Los reformistas socialistas no negaban que la lucha competitiva reproducía las


contradicciones internas del capitalismo a una escala mayor, pero pensaban que este
proceso iba a llegar a su fin debido a la falta de competidores. Suponiendo que este fin
se alcanzaría, Hilferding escribió en su Finanzkapital que "el conjunto de la producción
capitalista sería regulado conscientemente por una autoridad... sería aún una sociedad
con una forma antagonista. Pero este antagonismo se referiría a la distribución. La
distribución misma sería regulada conscientemente." En esta fase del desarrollo todas las
categorías capitalistas anteriores perderían su significado. La autoridad única dispondría
lo que habría de producirse y bajo qué condiciones; controlaría los productos y los
distribuiría como considerase adecuado. Bajo tales condiciones la única razón para
sustituir por socialistas a la autoridad capitalista, esto es, al personal puesto en una
posición de mando por el desarrollo precedente, sería la convicción de que los socialistas
sabrían como servir mejor a la sociedad. Desde entonces el proceso histórico estaría
determinado por las acciones de las personas que compusieran la autoridad única. No
habría diferencia si estas personas viniesen de la clase capitalista, de la clase media o de
la clase obrera; la calidad de la dirigencia sería todo lo que importa.

Aunque Lenin era un gran admirador de la "ortodoxia" marxista de Kautsky y Hilferding,


pronto discrepó de ellos sobre asuntos prácticos. Independientemente de la cuestión de
si las teorías de aquellos funcionarían o no en Europa occidental, estaba claro que no se
adecuaban a las condiciones rusas. Esperar a la concentración de capital entre el
campesinado ruso simplemente suponía pedir demasiado. Una revolución estaba en
marcha y había participar y adaptarse a sus condiciones específicas. Aunque Lenin no
poseía la paciencia del reformista que esperaba a la “maduración” del socialismo, aceptó
con entusiasmo la idea de estos respecto a que la historia podría hacerla un directorio
tan pronto el capital se concentrase en "una mano". El "capitalismo de Estado", dijo en
un Congreso del Partido Bolchevique, "es esa forma de capitalismo que vamos a estar en
condiciones de restringir. Este capitalismo está atado al Estado y el Estado –es decir, los
trabajadores, la parte más avanzada de los trabajadores, la vanguardia– somos nosotros
y de nosotros dependerá la naturaleza de este Estado". En vista de las disposiciones
jerárquicas dentro del partido, todo lo que quedaba por decir era lo que Luis XIV dijo
justo antes de la revolución burguesa, "L'etat, c'est moi" ["El Estado soy yo"], y lo que se
dice ahora, en el "final" del capitalismo, en labios de centenar de millones de alemanes,
"Hitler ist Deutschland!” [¡Hitler es Alemania!"].

La aplicación de estos principios en Rusia intentaba realizar, haciéndolo mejor, lo que los
capitalistas no habían conseguido. Era una tarea enorme. No hay duda de que Lenin y
Trotsky aplicaron los términos "traidor" e "hipócrita" a los Hilferdings y los Kautsky no
sólo con propósitos competitivos, sino porque estaban realmente convencidos de que esa
gente traicionaba sus propios principios. Después de todo, las diferencias esenciales
entre reformistas y revolucionarios se encontrarían en sus políticas de lucha por el poder,
no en sus métodos de construcción del socialismo. Es cierto, Rusia no estaba "madura",

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pero ¿no se le podía ayudar haciendo conscientemente lo que en las naciones capitalistas
se llevaba adelante a espaldas de la gente? Los socialistas no tenían respuesta. Para
hallar argumentos antibolcheviques, cualesquiera, tenían que tomárselos prestados a la
contrarrevolución blanca.

[ IV ]
En su libro Terrorismo y Comunismo, Trotsky escribió que "sin la militarización del
trabajo y la coerción estatal... el socialismo seguiría siendo un término hueco... No hay
vía al socialismo salvo mediante la regulación autoritaria de las fuerzas y recursos
económicos... ...y la distribución centralizada del trabajo en armonía con el plan estatal
general." Esto estaba plenamente de acuerdo con las ideas nutridas por todos los
socialistas de la época, pero la mayoría de los socialdemócratas rehusaban aceptar el
régimen bolchevique como socialista. Bajo este régimen los socialistas y sus seguidores
fueron a Siberia al igual que bajo el Zar. Pero los socialistas no podían clamar que se
estaban oponiendo a un régimen capitalista, ni podían admitir que estaban dispuestos a
aplastar el socialismo. ¿A qué se oponían entonces?

En la realidad efectiva el problema se resuelve muy fácilmente; "teóricamente" es un


poco más difícil. Los socialistas habían construido una bella teoría del desarrollo social; el
capital mismo era el gran "socializador". Sólo había que esperar. Esperar era totalmente
soportable, dado que educaba a las masas, se desarrollaba la disciplina, se creaba
solidaridad de grupo, una cultura obrera. En resumen, en lugar de dinero, como Marx
había dicho, el capitalismo estaba exudando socialismo por todos sus poros. Por
supuesto, el dinero no desaparecía del todo. Los salarios de sindicatos y secretarías se
incrementaban al crecer las demandas culturales de los proletarios emancipados.
Naturalmente, la emancipación podía lograrse sólo gradualmente –una secretaría tras
otra–. Los centavos de esos millones creaban fortunas, al igual que las creaban los
cientos de miles de valor excedente de los capitalistas. Los socialistas no necesitaron
esperar a las tiendas de cinco y diez centavos de Woolworth para demostrar ese hecho.
Todo campesino de los Balcanes sabe que los animales pequeños también dan estiércol.
En las instituciones gubernamentales y obreras esperaban empleos lucrativos; se hacía
dinero y se invertía con inteligencia. Los proletarios emancipados aprendieron a apreciar
lo que Disraeli describió como "la dulce simplicidad del tres por ciento". No, no había
necesidad de indagar hondo en el alma humana para entender por qué los socialistas no
podían aceptar el bolchevismo.

A nivel teórico los oponentes socialistas no podían reconocer el carácter capitalista del
sistema social ruso, porque éste aplicaba la teoría de la socialización que ellos defendían.
Incapaces, como socialistas, de combatir a un Estado socialista, fueron forzados a
inventar nuevas definiciones que no se ajustasen ni a los ideales capitalistas ni a los
socialistas. Al principio Rusia fue denunciada como una nueva variedad del eterno
barbarismo asiático. La fascistización de Europa occidental llevó a refinar la descripción.
Muy recientemente Hilferding escribía en el Sotsialistichesky Viestnik que la economía
rusa no es ni capitalista ni socialista, sino una "economía totalitaria de Estado", una
"dictadura personal", el Estado de Stalin, en donde "la economía ya no tiene sus propias
leyes, sino que es dirigida desde arriba". En resumen, la centralización de todo el capital
en "una mano" se ha cumplido literalmente. Para el Hilferding de hoy esto va demasiado
lejos. Anteriormente estaba del todo dispuesto a aceptar una economía regulada
conscientemente por una autoridad central civilizada, bienintencionada y, si fuera posible,
socialdemócrata. Pero una dictadura personal, especialmente la de un Stalin, la rechaza.
Así que ahora está convencido de que la soñada "administración de las cosas" puede
convertirse en una "dominación ilimitada sobre el hombre" y dice que "debemos cambiar

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nuestras ideas, excesivamente simplificadas y esquemáticas, sobre las relaciones entre
economía y Estado".

No sólo Hilferding, sino la mayoría de la gente politizada, están ahora reconsiderando


sus anteriores concepciones del capitalismo, el socialismo, el Estado y otras
interrelaciones. Sin embargo, no fue la revolución rusa la que las removió, sino el
ascenso del fascismo y especialmente los éxitos del Estado nazi alemán. La revolución
rusa más bien había restablecido la creencia en el "progreso", algo atenuada por tres
años de guerra. Todo sucedió de acuerdo con el plan: acumulación, crisis, guerra,
revolución, socialismo. Pero en Europa occidental la nueva esperanza no llevó nada más
que al aplauso a las hazañas heroicas de los obreros rusos. Unos cuantos millones de
soldados muertos no habian conseguido destruir la teoría del "gradualismo" que
dominaba las ideologías de preguerra. Sólo las llamadas revoluciones fascistas acabaron
con los sueños reformistas al matar a los soñadores. Pero en lugar de volverse más clara
la situación, ahora que "el sueño se perdió", sólo se ha vuelto más desconcertante. La
gente entiende menos que nunca el significado de sus propias actividades y de los
acontecimientos de su mundo.

El Estado fascista, y aún más el Estado bolchevique, son tan viejos como nuevos, al
igual que todas las ideas anticapitalistas han sido tan viejas como nuevas. Por eso
algunos observadores pueden ver en el ascenso del bolchevismo y del fascismo el
comienzo de una revolución social mundial, y otros pueden hablar deprimentemente de
un retorno a la Edad Oscura. De hecho, parece que las ideas de la fase mercantilista del
capitalismo temprano reaparecen en conceptos nacional-socialistas, que la economía
monetaria vuelve a anteriores esquemas de canje, que la internacionalidad del comercio
capitalista deja paso a la autarquía, que los trabajadores asalariados se encuentran una
vez más en una situación de servidumbre. Y no obstante, la Blitzkrieg [guerra
relámpago] cambia el mapa del mundo, más rápido incluso que el imperialismo del
liberalismo; la producción, para el propósito que sea, sobrepasa todos los registros
previos; el capital se extiende hasta todos los rincones del mundo; las poblaciones son
desplazadas a una escala que hace parecer, a las emigraciones masivas del pasado,
alegres excursiones de fin de semana. Plantas de municiones en las junglas de las Indias
holandesas, fábricas de aviones en los bosques de la China más profunda, "liberadores"
portadores de muerte cruzando el Atlántico en siete horas y media, refugios subterráneos
que son proezas de ingeniería a prueba de bombas para 46 divisiones que esperan El día
de la invasión, tropas de choque entusiastas en el campo, en la fábrica y el territorio del
enemigo –ciertamente esto no puede significar que el reloj da vueltas hacia atrás–.

¿Puede esto ser capitalismo? ¿No llevaba mucho tiempo decayendo el capitalismo? ¿No
había padecido de crisis permanente, recursos sin utilizar, detención de la exportación de
capital, millones de desempleados y, lo peor de todo, del declinio de los beneficios? ¿Y
entonces cuál era el significado del coup d'etat bolchevique, de la Marcha sobre Roma,
del incendio del Reichstag? ¿Qué es lo que explica la variedad de procedimientos del
Estado corporativo organizado de Mussolini, o en la Rusia que abolió todos los derechos
de propiedad individual, o en la economía alemana dirigida por el Estado? ¿Qué significan
estas diferencias respecto a los intereses de los capitalistas, los trabajadores, los
granjeros y la clase media? ¿Qué debe aceptarse, qué rechazarse? Y así en adelante, sin
fin.

[V]
Permítasenos volver, por un momento, sobre el comentario de Hilferding acerca de que
en la Rusia de Stalin "la economía ya no tiene sus propias leyes". Ya sabemos que, de
acuerdo con Hilferding, las leyes económicas concentran el capital en menos manos y,

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finalmente, en "una mano". Conectadas con estas leyes están otras "leyes" referidas al
mecanismo capitalista tal como opera en cualquier momento durante el proceso general
de desarrollo. Con el capital social reunido en "una mano", estas categorías capitalistas
perderían su fuerza y su significación. Hasta entonces el desarrollo del capital sería
determinado por la "ley del valor", el regulador automático de la producción y
distribución capitalistas.

La "ley del valor" fue descubierta por los precursores de Marx, los exponentes de la
economía política. Servía para mostrar que el meanismo de mercado capitalista
beneficiaba al conjunto de la sociedad; una "mano invisible" guiaba toda la actividad de
los individuos dispersos hacia la meta común de un equilibrio económico en el que cada
uno recibe su propia participación en forma de beneficios, intereses o salarios. Para Marx
la definición del valor en términos de trabajo significaba algo distinto que para la
economía clásica. "En las fortuitas y continuamente fluctuantes relaciones de intercambio
entre los diversos productos del trabajo", decía él, "el tiempo de trabajo socialmente
necesario para su producción se impone como una ley natural reguladora, al igual que la
ley de la gravedad lo hace cuando la casa se derrumba sobre nuestras cabezas." Es sólo
en su forma conceptual que la "ley del valor" de Marx está conectada con la de los
clasicistas. Se distingue de esa última por su íntima conexión con las condiciones sociales
subyacentes a la economía capitalista. En 1868, en una carta al Dr. Kugelmann, Marx
escribía que "Incluso si no hubiera ningún capítulo sobre el «valor» en mi libro, el análisis
de las relaciones reales que proporciono contendría la prueba y la demostración de las
relaciones reales del valor. Cualquier niño sabe que un país que deja de trabajar, no digo
durante un año sino durante unas pocas semanas, se moriría. Cualquier niño sabe,
también, que la masa de productos que corresponden a diferentes necesidades requieren
masas diferentes y cuantitativamente determinadas del trabajo total de la sociedad. Que
esta necesidad de distribuir el trabajo social en proporciones determinadas no puede
dejarse a un lado por la forma particular de la producción social, sino que sólo puede
cambiar la forma que asume, es evidente por sí mismo. No podemos deshacernos de las
leyes naturales. Lo que puede cambiar, al cambiar las circunstancias históricas, es la
forma en que estas leyes operan."

En otras palabras, la división social del trabajo conlleva alguna forma de coordinación de
todas las operaciones individuales para satisfacer las necesidades humanas. Pero el
capitalismo de propiedad privada no tiene una agencia de coordinación. Esa función se
cumple supuestamente mediante el proceso de cambio. Las necesidades humanas deben,
primero, convertirse en relaciones de valor antes de poder ser realizadas. Las relaciones
de valor se presentan como "leyes económicas" sólo en virtud del hecho de que los
capitalistas persiguen fines individuales en una sociedad basada en el trabajo social. Pero
la actividad atomizada de los productores capitalistas es sólo un hecho histórico, no una
necesidad económica. El capitalismo emergió, como una nueva sociedad de clases, a
partir de otra sociedad de clases. Desarrolló, por tanto, aún más el proceso del trabajo
social, pero sin ser capaz de hacerlo realmente social, o sea, sin ser capaz de coordinar
todas las funciones parciales de tal manera que el conjunto de la sociedad pudiera
participar en el progreso asociado a una productividad creciente.

Marx razonó dentro del marco conceptual de la economía clásica con el propósito de
combatir a los economistas burgueses en su propio terreno, para mostrar que sus ideas
no eran convincentes incluso en su peculiar configuración fetichista. Pero, al hacerlo, sólo
tradujo a términos económicos burgueses las relaciones sociales exisentes, esto es, la
lucha efectiva entre los seres humanos y entre las clases por conseguir sus fines
separados, que tiene lugar sin tener en cuenta ninguna ley económica o necesidad social.
Mostró que ninguna "mano invisible" misteriosa estaba guiando a la sociedad, sino que
era "regulada" por los fracasos y éxitos de los grupos e individuos en esa implacable, y

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permanente, guerra social. Esta guerra se presenta como la actividad económica
ordinaria a la que la gente se dedica; sin embargo, es una guerra. Las "leyes
económicas" fueron expuestas como las relaciones entre personas y clases en el proceso
productivo y en la vida social en general.

Las "leyes económicas" del capitalismo, que ahora supuestamente han culminado en la
"economía dirigida", eran de naturaleza fetichista. Su final sólo puede poner al
descubierto la relación real que encubrían. En otras palabras, el fin de estas "leyes
económicas" no prueba la existencia de un nuevo tipo de sociedad, sino que sólo deja a
la sociedad capitalista sin sus disfraces. Detrás de todas las categorías capitalistas no
está, al final, nada más que la explotación de los muchos por los pocos. Debido a que,
por razones históricas, la sociedad capitalista se inició como un agregado de numerosas
unidades grandes o pequeñas, la acumulación de capital resultaba de una actividad
cuasi-independiente de capitalistas individuales, y los beneficios y los salarios parecían
estar regulados por leyes del mercado. Por razones históricas, también, el Estado
comenzó siendo un órgano ejecutivo para el conjunto de intereses capitalistas y no era,
por tanto, propiedad de ninguno.

Para la mente capitalista, para la que su propia sociedad era la cúlmine de todo el
desarrollo social y las relaciones de clase eran necesidades naturales, las relaciones
capitalistas en la producción y el intercambio se presentaban como auténticas leyes
económicas que determinaban y limitaban el comportamiento de los hombres. Para
mejorar la sociedad sólo era necesario entender mejor estas leyes. Sin embargo, toda
teoría económica "científica" seguía siendo mera idelogía; aunque como ideología fuera
contundente y sirviera bien a los fines capitalistas. Como una ideología penetró incluso
en las teorías anticapitalistas y mistificó todas las cuestiones sociales sin importar lo
simples que se volvieran. El ascenso del Estado totalitario no puede entenderse, ni
captarse su carácter, por parte de personas incapaces de liberarse ellas mismas de esta
ideología que habla de "leyes económicas" cuando no está describiendo más que la
explotación del hombre por el hombre dentro de una configuración histórica particular y
en una cierta fase del desarrollo de la producción social y de la técnica. No obstante, la
"supresión" de las supuestas "leyes económicas" por el fascismo –que ahora son
expuestas como nada más que una forma especial en que, dentro de la sociedad
capitalista atomizada, ciertas necesidades naturales se afirman a pesar de las clases y de
las necesidades de beneficios– no prueba que no haya leyes económicas en absoluto;
sólo muestra que tales leyes no pueden tener nada en común con esas relaciones que los
economistas burgueses describen como leyes económicas. La afirmación de que el
fascismo ha puesto fin a las "leyes económicas" que "regulan" la sociedad capitalista no
puede tomarse en serio, pues no se puede acabar con algo que no existe.

[ VI ]
Lo que los fascistas están haciendo es reaccionar de modo diferente ante la ineludible
necesidad de distribuir el trabajo social en proporciones tales que permitan a la sociedad
existir de algún modo. O sea, han desarrollado, en el marco de territorios dados,
métodos para hacer conscientemente lo que hasta ahora se dejaba al azar. Los resultados
de la lucha de todos contra todos y clase contra clase, librada en la esfera del
intercambio, disfrazaba estas luchas reales como pacíficas y automáticas relaciones de
intercambio. Lo que los fascistas han hecho es sacar a la luz lo que había estado
escondido detrás de los términos económicos. No podían ayudar a desenmascarar las
relaciones de intercambio como la relación entre las clases –una que dirige, la otra
dirigida–, porque ellos mismos se elevaron al poder por medio de luchas políticas, no por
la gracia de una ley económica.

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La ley del valor, en el sentido marxiano, se afirma por medio de la crisis y la revolución.
Bajo condiciones de producción e intercambio a cargo de un gran número de
empresarios, relativamente pequeños, y con la existencia de una diversidad de intereses
de clase y de intereses grupales dentro de las clases –o sea, en el llamado período de
laissez faire del capitalismo-, cada clase, cada grupo, cada capitalista tenía sólo un poder
limitado para violar los intereses de los otros. En términos económicos burgueses esta
situación era vista, o podía expresarse, como que los precios tendían a corresponderse
con su valor. El desarrollo desigual de los poderes en manos de los capitalistas y de las
clases, debido a la desigualdad de los puntos de partida y de las oportunidades y a la
inequidad de la posición social, significaba que el desarrollo tenía lugar como
concentración de capital y centralización del poder político. El fuerte podía violar al débil
en cada vez mayor medida. La distribución del trabajo social en proporciones
determinadas devino, todavía más, una distribución de acuerdo con las necesidades de
los grupos capitalistas decisivos. Si las contradicciones entre el capital y las necesidades
sociales se volvían demasiado grandes, se producía una crisis. La crisis imponía
reorganizaciones en la estructura del capital, de modo que los capitalistas podían
continuar sirviendo exclusivamente a sus propias necesidades sin temer un castigo. El día
del juicio se posponía, y se había pospuesto hasta ahora. En este mismo proceso, sin
embargo, el rostro de la sociedad capitalista ha cambiado continuamente.

Todo esto puede expresarse en términos económicos, o sea, puede ser descrito como la
"ley de la acumulación", la "cambiante composición orgánica del capital", la "tendencia
descendente de las tasas de ganancia", y de muchas otras maneras, como se hace de
hecho en diversas teorías de la crisis. Pero todas estas formulaciones sólo dicen, con
diferentes palabras, que sobre la base de las divisiones del trabajo existentes, de la
técnica moderna y de la estructura de clases prevaleciente, se les da cada vez más poder
a los grupos exitosos para que impongan su voluntad a la sociedad. Esto llevó a la
conclusión de que, si un solo grupo ha de usurpar el control completo de todo el capital,
dependerá del carácter de ese grupo el que use sus fuerzas para distribuir el trabajo
social con miras a satisfacer a todos, o que las use para satisfacer sus propios deseos,
cualquiera que sea el coste para la sociedad. No se esperaba, sin embargo, que los
monopolistas cartelizados fuesen, por su cuenta, a utilizar su poder para armonizar las
necesidades sociales con la división social del trabajo. Tendrían que ser forzados a ello
por grupos de mayor inclinación social, o tendrían que ser reemplazados por un régimen
socialista. De tal modo que no se pensaba en la clase obrera, sino en organizaciones
separadas, partidos como los que se habían desarrollado dentro de la estructura liberal,
como los realizadores del socialismo.

Cada partido político, no sirviendo a los intereses limitados de uno u otro grupo dentro
del marco reconocido del capitalismo, sino aspirando a dirigir la sociedad por completo
para realizar una u otra teoría social, tenía por tanto que desarrollarse como un partido
de inclinación dictatorial. Cualquier partido que reclamase favorecer la democracia -o
sea, la democracia que existía- estaba destinado a desaparecer, porque el proceso de
concentración en la sociedad le privaba de la base de su existencia. Pero la cuestión de
cuál de tales organizaciones conquistará finalmente el poder depende de circunstancias
de gran complejidad. No hay ninguna fórmula general para conquistar el poder, excepto
la que dice que has de tomarlo. La composición del grupo que se convierte en la única
autoridad y su camino al poder pueden ser completamente distintos en cada caso. Es un
sinsentido señalar a un grupo particular como el que, debido a su posición o función
especial en la sociedad, está programado que gobierne. Aquí ninguna generalización
puede acercarse a los hechos. Se necesita un estudio específico para explicar el ascenso
del bolchevismo en Rusia y se necesita otro para explicar el ascenso del fascismo
alemán. Pero para entender por qué el desarrollo capitalista tiende a acabar en la

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dictadura de un grupo sobre el conjunto de la sociedad únicamente es necesario
reconocer el carácter de clase de la sociedad y entender cómo esta naturaleza de clase
determina el carácter peculiar del desarrollo económico y de la estructura política del
capitalismo como un sistema que concentra, en manos de unos pocos, lo que es creado y
pertenece al trabajo de todos.

El partido triunfante dirige tanto el Estado como el capital. Pero un Estado puede, bajo
ciertas circunstancias, transformarse en un "partido" y combinar el poder político y
económico en su dictadura. Muchos caminos conducen a Roma. La vieja idea de que el
capital monopolista asumiría, para sus propósitos, el mando del aparato estatal, ha
probado ser una ilusión. Esto está claro. Esa vieja idea era el resultado de la creencia,
generalmente aceptada, de que el progreso capitalista está determinado por sus "leyes
económicas" de movimiento. No había tales leyes económicas, por lo que el "progreso"
podía tomar otro curso. Pero la terca insistencia en que las viejas teorías son más
verdaderas que los nuevos hechos, una insistencia vinculada tanto a intereses materiales
de grupo como a la dificultad psicológica de admitir la derrota, todavía permite
discusiones de amplio espectro en relación a qué es lo que constituye la diferencia entre,
digamos, Rusia, Alemania y los Estados Unidos. Quienes siguen sometidos a las leyes
fetichistas del capital ciertamente han perdido un mundo con el establecimiento de los
Estados totalitarios. Quienes se adhieren a la ideología congelada del bolchevismo ven,
de hecho, diferencias entre el fascismo y el bolchevismo tan grandes como entre el día y
la noche. Y cualquier niño puede ver que ni Rusia ni Alemania pueden compararse con los
Estados Unidos. Las diferencias entre estas naciones no pueden negarse, pero sólo un
fanatismo ciego podría insistir en que Hitler sirve a un grupo de monopolistas
independiente, que Stalin planea o fomenta la resurrección de la propiedad privada en el
viejo sentido del laissez faire, que las políticas de Roosevelt tienen por base los deseos
de los grupos dominantes de capitalistas. También es un sinsentido encontrar un
diferencia decisiva entre dos sistemas en el hecho de que, en Rusia, un partido haya
llegado al poder ilegalmente y en Alemania legalmente, o distinguirlos porque en uno el
capital fue expropiado de una vez y en el otro sólo gradualmente. Tampoco tiene ningún
sentido distinguir entre un fascismo ascendente y un régimen fascista existente, o sea,
entre el último y las "democracias", a menos que se tenga el poder para dar un giro a los
acontecimientos lejos de su dirección presente. Llamar a un sistema económico
capitalista, a otro socialista y al tercero nada por falta de términos, no resuelve ninguna
cuestión. En lugar de discutir sobre nombres se deben describir, en términos concretos,
las relaciones efectivas entre los hombres en el proceso productivo y su posición en
relación a las fuentes de poder extraeconómicas. Cuando se hace eso todas las
diferencias se vuelven carentes de toda importancia. En lo esencial, todos estos sistemas
son similares. En cada uno un grupo separado dirige todas las fuentes de poder y, por
tanto, manda sobre el resto de la sociedad.

[ VII ]
La dominación de un partido como Estado, o de un Estado como partido, y su control
sobre la sociedad, resulta de los acontecimientos previos. El avance de la capitalización
desplaza a los capitalistas individuales por grupos capitalistas autónomos, a los
trabajadores individuales por organizaciones sindicales y políticas. Con ello surgen -por
así decirlo- dentro del Estado una serie de "Estados" menores, que interfieren con el
buen funcionamiento del Estado igual que los monopolios interfieren con el gobierno
concurrencial del mercado. A las condiciones de crisis económica las acompañó la crisis
de la democracia. Para "solucionar" lo primero había que ocuparse de lo segundo. Pero
igual que la burguesía era incapaz de superar la crisis económica, asimismo era incapaz
de resolver la crisis política. Si un partido pudiera tomar el poder estatal, o un Estado

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abolir todos los partidos, podría "eliminar" la crisis política. Así podría intentar
reorganizar, sin trabas, la estructura económica. En las naciones capitalistas plenamente
desarrolladas un partido puede no necesitar de una auténtica revolución para cumplir
esta tarea, ni un Estado tiene que esperar por tal partido. Sólo en las naciones atrasadas
las revoluciones son necesarias para este propósito.

Aunque la creciente influencia del Estado en la sociedad capitalista ha sido directamente


identificada con su monopolización creciente, el paralelismo manifiesto que aquí se
discierne no ha de entenderse como un proceso en el que una mano lava la otra –es
decir, como si las unidades monopolistas mismas estuvieran fomentando el poder del
Estado y este último ejerciera su poder en el exclusivo interés de los monopolistas-, sino
que debe verse en conexión con, y en el marco de, la configuración del proceso
competitivo nacional e internacional. El Estado, esencialmente una empresa monopolista
como cualquier otra, desarrolla sus propios intereses creados y tiene una mejor
oportunidad para defenderlos en el marco de las condiciones de crisis internacional
permanente. Puede, con la ayuda de movimientos sociales, convertirse en el monopolio
más importante y, dentro del marco de las rivalidades imperialistas, reunir todo el poder
de la sociedad en una mano y comenzar así a "planificar" la nación.

Desde este punto de vista, el gobierno del Estado sobre la economía, y con ello el
totalitarismo, no es más que otro paso en el proceso de concentración que acompaña al
desarrollo del capital como un todo. Es una nueva fase en la historia de la división social
e internacional del trabajo en su forma capitalista, basada en el divorcio entre los
productores y los medios de producción. Como cualquier reorganización anterior de la
estructura capitalista en la estela de una crisis, esta nueva reorganización, expresada en
una "planificación" limitada, tiene éxito al principio en superar el estancamiento
existente. Estos éxitos iniciales, sin embargo, sólo oscurecen el verdadero carácter de su
"planificación", al igual que anteriormente una nueva prosperidad, basada en procesos de
reorganización que tuvieron lugar durante la crisis, había dado pie a esperanzas de que
ahora, al fin, se hubiera encontrado la piedra filosofal. En realidad, como la propagación
de la guerra muestra, solo que con una claridad excesiva, la anarquía del mercado ha
sido reemplazada por la anarquía de la "planificación". Al orientar el conjunto de la
economía al servicio de las necesidades de la guerra todos los síntomas de crisis
desaparecen, igual que desaparecían bajo condiciones de guerra en la era liberal. Pero la
existencia misma de esta guerra indica que los intereses separados de los distintos
aparatos estatales –cada uno de los cuales se compone de un grupo de gente
privilegiada– choca con las necesidades reales del mundo social, tan violentamente, si no
más, como lo hicieron los intereses de la propiedad privada de tiempos pasados. Todas
las categorías capitalistas son hoy reproducidas no en su forma fetichista, sino en su
carácter efectivo; son reproducidas a una escala aún más grande, violando más que
nunca las necesidades de la humanidad.

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