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‘Pero Krupo Kru

po viesa usted
dice que…’
pero Krupoviesa
que sabía todas
las respuestas atraviesa
la soledad del aula
y se queda mudo.

La escena escolar señala el momento de un diálogo interrumpido o acaso imposible. En ella se


condensan las dos cuestiones que me gustaría desarrollar en esta presentación, que en definitiva
es una misma: el aprendizaje de un saber que no encuentra otro aprendiz que el personaje del
libro. El poemario tiene, estrictamente, tres partes: “Un día cualquiera”, “Krupoviesa” y “Un día de
esquí”, en orden sucesivo. Los dos extremos rodean el centro del poemario, que da título al libro y
en el cual hay que detenerse.

Las escenas escolares de Krupoviesa no tienen, a diferencia de lo que sucede en algunas novelas
de aprendizaje, una intención crítica ni buscan dar de ese universo una imagen distorsionada —
por medio de la desfiguración, lo que se expresaría es un juicio negativo de las instituciones. Es
decir, no hay en las escenas pedagógicas del poema una crítica del sistema escolar en tanto
institución normalizadora o, mejor dicho, disciplinadora. No hay panóptico acá, no hay denuncia
de opresión, porque a Rovira no le interesa plantear lo escolar en esos términos. Lo que se pone
en escena, en cambio, es la instancia fundante de un aprendizaje: el alumno Krupoviesa se interna
en la teoría del desarrollismo y en ese interés anómalo se cifra su excentricidad. La naturaleza
excéntrica de su carácter se expresa en su discurso excéntrico, incómodo, fuera de lugar.

El profesor que tartamudea no tiene nada para aportarle a este alumno que defiende la industria
nacional y a quien “le da por las pelotas/ el cotillón chino/ que completo flota/ en un container
entre/ los miles de containers/ que se dirigen hacia acá” (55). Krupoviesa, cuyo nombre remite
burlonamente al conglomerado de industria pesada alemán, tiene algo del adivino que, de manera
solitaria, consulta los arcanos económicos y, por su conocimiento agudo, puede pronosticar que
“El país se deteriora” (50), aunque nadie lo escuche.

Toda novela de aprendizaje supone la existencia de un personaje que atraviesa distintas etapas de
formación; durante el proceso, suele tener al menos un guía, si no más. En este caso, el docente
tartamudo no puede más que vacilar ante los saberes del alumno Krupoviesa, y la distancia entre
ellos se marca por el adversativo con que el docente inicia su respuesta y con el enmudecimiento
del alumno, cuyo guía de aprendizaje —y ha sido un buen alumno, porque sabe todas las
respuestas— no parece haber sido otro que el manual de historia, o ciertos libros poco
frecuentados, o, mejor aún, el destello reluciente del acero.

Krupo es un personaje febril que duerme al anochecer y que, presumiblemente, está en vigilia el
resto del tiempo. Una de sus obsesiones es el contraste entre metal y plástico:

Hace días el tornillo


sobre el platito verde: metal
esquizofrénico odiando el plástico
berreta. Domingo 2 de la tarde.

Y también:

Varios barcos rojos,


despintados blancos
y azules cargados
de containers de acero
que transportan plástico
chino se mecen
en el mar.

Krupoviesa casi no duerme, se mantiene en vela, pero cuando sí duerme sueña con barcos que
cruzan el Atlántico de noche: blanco sobre negro. De barcos que transportan mercancías de un
país a otro se pasa al intercambio lingüístico y literario.

En la venta de palabras (exportación de materia prima) y la compra de poemas (importación de


manufactura) no habría que leer un demérito de la poesía o la literatura. El poema plantea algo
mucho más interesante que el demérito de la literatura —que, en esa lectura, palidecería frente a
otros órdenes de la actividad humana— y ni siquiera se pregunta por la gratuidad del hecho
literario. Al contrario: el poema es una declaración de confianza en las posibilidades de desarrollar
una lengua propia, de darle espesor, aunque sin desconocer la realidad de un intercambio, hasta
ahora, desigual. Para seguir con la analogía trazada por Rovira: importar maquinaria equivaldría a
hacer un uso de la tradición literaria universal, para darle valor agregado a la propia lengua
poética. Visto de esta manera, Krupoviesa se inscribiría en la larga tradición nacional que pensó
metáforas de apropiación: la tortilla de avestruz de Mansilla, el estómago ecléctico y libérrimo de
Girondo, la ausencia de camellos en el Corán de Borges. Un pasado cultural liviano permitiría dar,
con mayor soltura, el salto hacia una industria cultural pesada, potente como el acero, de manera
que se consiga, por medio de aportes foráneos cuidadosamente seleccionados, alcanzar el
autoabastecimiento poético. Krupoviesa va de la historia económica de la nación a la economía de
las letras, que conforman su propio orden mundial o división internacional.

Darle valor agregado a la lengua poética no supone, sin embargo, sobrecargarla. Antes bien, los
versos de Krupoviesa están adelgazados; son concisos en general y filosos cuando así se lo
requiere. Tienen, por regla general, las cualidades de un objeto, o incluso de una pieza dentro del
mecanismo general del poema. Si hiciéramos un recuento de sonidos y trazáramos con ello un
mapa, comprobaríamos que la apuesta programática del libro se registra en el plano sonoro.

Ahora bien, en el centro del poemario hay un punto ciego, un vacío semántico, una palabra que no
se anota. O, mejor dicho, un nombre que no se nombra: los casilleros vacíos indican una palabra
de ocho letras, pero ante todo señalan un proyecto posible que se vio interrumpido, ponen el
dedo índice sobre una falla. La retirada del lenguaje —la exhibición del lugar vacío— no hace más
que darle asiento a la melancolía del sujeto que no puede nombrar el objeto, en parte porque el
objeto es indiscernible de su propio nombre, aunque no se superponga con él. Esa palabra que “se
escurrirá como petróleo entre las letras” no puede ser dicha. En primer lugar, porque implica
cierto peligro o debido a que pronunciarla llevaría a incurrir en la molestia. No es lícito, o al menos
no es conveniente, hablar con soltura en cualquier casa. Es decir que aquello que permanece
silenciado es del orden de la incomodidad. ¿Habrá que decirlo, entonces, de manera solapada?
¿Qué ocurre, por caso, si los casilleros vacíos se llenan con el nombre equivocado? ¿No habrá
salida de este acertijo que la esfinge Krupoviesa formula? Cuando despierta, en el puerto hay un
buque petrolero, pero los marineros hablan en otro idioma.

Por Juan José Guerra

Bahía Blanca, 8 de octubre de 2017

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